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El poder de las historias

Juan José Hoyos


Jueves, 12 de abril de 2007

Voy a hablar de las historias. Del poder de las historias. Y, para empezar, voy a
contar una historia. Tengo, sin embargo, un problema: la historia me sucedió a mí, y por lo
tanto tendré que contarla en primera persona. Después de trabajar casi diez años como
periodista, cubriendo las noticias de todos los días, no me cuesta trabajo adoptar el estilo
frío, basado en la objetividad descriptiva, en el que se suprime la personalidad del
reportero: no hablamos, informamos; no conversamos, exponemos. Es el estilo propio de
casi todos los periódicos de nuestro país y uno tiene que acostumbrarse a él, aunque no le
guste, si no quiere quedarse sin trabajo. En cambio, siento terror cada que tengo que poner
sobre el papel ese horrible pronombre personal que empieza con la letra "Y" y termina con
la "O". (A veces pienso que es el mismo terror que nos asalta a todos los periodistas cuando
oímos nuestra propia voz saliendo de un micrófono o de la cinta de un cassette. Da miedo
oír la voz de uno, después de pasar todo el tiempo luchando por adoptar el tono impersonal
que exigen las noticias. Uno la oye como si fuera la voz de otro.)
La historia que quiero contar es ésta: hace unos años, cuando trabajaba como
corresponsal de El Tiempo, un amigo me contó que en Valparaíso, un municipio perdido
entre cafetales y montañas, en el suroeste de Antioquia, había sucedido una cosa muy rara
con una pequeña tribu de indios katíos. La tribu había sido aniquilada casi por completo
durante la violencia de los años cincuenta. El puñado de hombres y mujeres que
sobrevivieron, lo lograron porque se internaron en los bosques y vivieron durante años en
lo alto de los árboles, después de borrar a su alrededor todo signo de vida. Para no morir,
aprendieron a vivir convertidos en hombres callados e invisibles que no dejaban huella
alguna, que no hacían nada que delatara la presencia de vida humana.
Cuando volvieron a pisar la tierra y regresaron a las parcelas que antes eran suyas,
mucho tiempo después, encontraron que el mundo era distinto. Todo había cambiado de
dueños. En la región no había quedado vivo ni un solo indio. Entonces se dedicaron a
vagabundear por las orillas del río Conde, y a vivir de la caza, de la pesca y del abigeato.
Hasta que un día un señor de la región heredó varias hectáreas de tierra situadas
junto al río, y decidió devolverlas a los indios. El señor no atendió los ruegos de su familia
ni los de los hacendados cafeteros de la región, que detrás de su decisión veían venir un
pleito de tierras.
Todavía recuerdo la cara de estupor con que me contaba esta historia el Jaibaná
Salvador cuando me hablaba del día en que el señor, que se llamaba Vicente, los reunió a
todos y les dijo que esa tierra era de ellos... Que se juntaran de nuevo y construyeran sus
ranchos donde quisieran...
El gesto de Vicente les cambió la vida, por completo. Los katíos dejaron de ser
nómadas y de "robar" vacas y se dedicaron a sembrar la nueva tierra. Yo fuí hasta allá y
escribí una crónica contando la historia de la tribu porque me pareció hermoso encontrar
una historia de esas en un país donde cada año mueren asesinados miles de indígenas por
defender los últimos pedazos de tierra que aún les quedan.
El relato conmovió a muchos lectores. Pero, en cambio, a los indios y a Vicente les
causó muchos problemas. Para empezar, la tribu comenzó a ser visitada por un ejército de
antropólogos que querían estudiar de cerca ese fenómeno. Les parecía muy extraño el paso
de un estado semi nómada a uno sedentario, en pleno siglo XX. De otro lado, a Vicente
comenzaron a lloverle cartas y telegramas de todos los rincones del país. Algunos de ellos
eran de gente que él ni siquiera conocía. Él fue el primero que se puso bravo conmigo. Por
unas semanas se volvió famoso y él era un hombre místico y sencillo que deseaba sólo vivir
en paz. "Yo no hice nada raro" me dijo, años después, cuando volvimos a hablar del asunto.
"Yo simplemente les devolví lo que era de ellos. En cambio, usted nos jodió a todos con
eso que escribió". El segundo en ponerse bravo fue el Jaibaná Salvador.
Yo pienso que Vicente tenía alguna razón en ponerse bravo. En cambio, el Jaibaná
Salvador tenía toda la razón: uno de los antropólogos que fue a visitarlo, después de la
publicación de la crónica, le robó un tambor.
Cuando el amigo que me había acompañado a visitar la tribu me contó lo del
tambor, me quedé mudo. Yo sabía lo que para el Jaibaná Salvador significaba ese tambor.
Había sido fabricado con la piel de un mico cuya especie se había extinguido hasta en las
selvas del Chocó. Había sido fabricado por una Jaibaná viejo, a comienzos del siglo, y
había pasado por las manos de varias generaciones de brujos, a los que él llamaba "los
abuelos de antigua". El, personalmente, había recibido el tambor de manos de su abuelo,
que también era Jaibaná, cuando estaba a punto de morir. La madera usada para fabricar la
caja también era de una especie de árbol extinguida.
"El Jaibaná no ha vuelto a hablar desde ese día" me dijo mi amigo. "No sale de la casa. No
quiere que lo vea nadie". El viejo tenía motivos más que suficientes para estar así. El
tambor lo usaba para casi todo. Cuando los indios iban a sembrar, él presidía una
celebración a la tierra en la que tenía que tocar el tambor. Si los cultivos eran atacados por
una plaga, los indios lo llamaban y él entonaba un rezo. Para el canto, necesitaba el tambor.
Lo mismo sucedía para curar un enfermo, para espantar los animales ponzoñosos, para
sacar al diablo de un cuerpo o de un cultivo. Esto, para no hablar del "Bené Cuá", una
ceremonia religiosa que ellos celebraban una vez por año y que tenía para la tribu una
importancia mayor que la celebración de la Pascua para los judíos.
Yo entendí su vergüenza ante la tribu cuando me enteré de los detalles de la historia.
El "robo" no había sido un robo propiamente dicho. El Jaibaná se puso a tomar aguardiente
con los antropólogos. Y yo recordaba cómo tomaba él cada trago: "Ituá, para calentar el
alma" decía, antes. Y de verdad que lo tomaba para calentar el alma. La borrachera para él,
como para casi todos los demás brujos indígenas, equivalía a la búsqueda de un estado
místico, sagrado. De hecho el "Bené Cuá" comenzaba con una borrachera. Cuando su
abuelo era el brujo, tomaban chicha fabricada a base de maíz. Ahora la chicha no existía
más, y ellos se vestían con pantalones de dril y botas de caucho, como los demás
campesinos, y el brujo se veía obligado a tomar aguardiente antes de las ceremonias
religiosas. (Por supuesto que al Jaibaná Salvador esto no le disgustaba). En medio de los
tragos, el antropólogo le propuso la negociación: "Le cambio el tambor por esta flauta... Por
este tenedor y este cuchillo... Por este portacomidas... Por estos doscientos pesos..."
Cuando el Jaibaná despertó de la borrachera, uno o dos días más tarde, los
antrópologos ya se habían esfumado... y el tambor no estaba por ninguna parte.
Después de escuchar toda la historia yo no sabía qué hacer. Nadie en la tribu, ni
siquiera el brujo, sabía los nombres de los antropólogos, ni de dónde eran, ni dónde vivían,
ni dónde trabajaban. Y yo me sentía culpable, de algún modo, del robo del tambor. Sabía
que ellos jamás habrían descubierto la tribu si la crónica no hubiera aparecido en las
páginas de El Tiempo.
Pasé varios días tan triste y tan callado como el Jaibaná Salvador. De pronto pensé
que si por una historia como la que había escrito en El Tiempo se había jodido la vida del
Jaibaná, con otra historia las cosas se podrían arreglar.
Entonces decidí escribir la historia completa. Y traté de contar el desamparo en que
los ladrones habían dejado al brujo y a la tribu, con el robo del tambor. Al final de la
crónica, les dije a los antropólogos que el Jaibaná estaba dispuesto a devolverles la flauta,
las portacomidas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara y hasta los doscientos pesos que le
habían dejado, con tal de que ellos le devolvieran el tambor. Como yo estaba seguro de que
los antropólogos vivían en Medellín, y El Tiempo se lee poco en mi ciudad, le pedí a un
colega de El Mundo que publicara la crónica en su periódico, sin firma, y de ser posible en
la primera página. Como dirección para devolver el tambor dimos la del periódico. El brujo
mandó desde Valparaíso la flauta dulce, las portacomidas, la cuchara, el tenedor, el cuchillo
y los doscientos pesos.
Durante varios días las noticias importantes que el diario tenía que registrar no
dejaron espacio para la crónica. Pero, finalmente, una semana después, la historia apareció,
tal como yo lo había pedido, en un lugar destacado. Además, le agregaron una foto del
brujo y otra de las portacomidas y la flauta, y le pusieron un título que me gustó mucho,
una especie de orden, levantada en un cuerpo de más de cuarenta puntos: "¡Que devuelvan
el tambor!"
Pasaron los días y el tambor seguía sin aparecer. Al cabo de un tiempo, cuando los
estudiantes de las universidades regresaron de vacaciones y se reiniciaron las clases, unos
profesores de antropología de la Universidad de Antioquia pusieron fotocopias de la
crónica en todas las carteleras de la ciudad universitaria.
Al día siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El
Mundo. Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Que habían
devuelto el tambor!
Nunca voy a olvidar lo que sentí cuando cogí entre mis manos el tambor. Esa misma
noche fui a la casa de mi amigo y lo dejé en sus manos. El Jaibaná Salvador lo recibió ocho
días después. Mi amigo me contó que la fiesta de la tribu duró tres días. Eso no me produjo
ningún asombro. Las palabras del brujo, cuando cogió el tambor entre sus manos, otra vez,
sí me dejaron pasmado. Él dijo: "Ese hombre tiene más 'poder' que yo..."
Yo me quedé pensando: "Eso no es verdad. Yo no puedo curar enfermos. Yo no
puedo conjurar las plagas de las cosechas. Yo no soy capaz de curar la mordedura de una
serpiente, ni sacar el diablo del cuerpo de un hombre vivo. Y si se refiere al poder de un
periodista, está muy equivocado porque todos los periodistas hemos escrito miles y miles
de noticias y llenamos con tinta, día tras día, miles de toneladas de papel y, sin embargo, no
pasa nada, todo sigue igual".
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que las palabras del Jaibaná Salvador
eran muy sabias. Ahora entiendo a qué clase de poder se refería él cuando hablaba de
"poder".
El escritor inglés Edward Morgan Forster sabía muchas cosas acerca de ese poder:
"El hombre de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su
cráneo. Su primitivo público estaba constituido por tipos desgreñados, que, cansados de
enfrentarse con mamuts o rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una
fogata; sólo les mantenía despiertos el suspenso. ¿Qué ocurriría a continuación? El
novelista proseguía su relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que
ocurriría a continuación, se quedaban dormidos o le mataban. Podemos calcular el riesgo
que corrían si pensamos en la profesión de Sherezade en tiempos algo posteriores. Si la
joven escapó a su destino fue porque supo cómo esgrimir el arma del suspenso: el único
recurso literario que surte efecto ante tiranos y salvajes. Y aunque era una gran novelista,
exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes,
avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de sus personajes y experta
conocedora de tres capitales de Oriente, no recurrió a ninguna de esas dotes al intentar
salvar la vida ante su intolerable marido. No eran más que un elemento secundario. Si
sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué
ocurriría a continuación. Cada vez que veía amanecer se detenía en mitad de una frase,
dejándolo boquiabierto. "En este momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba
y, discreta, guardó silencio". Esta frasecita sin interés constituye la columna vertebral de
Las mil y una noches".
Forster menciona Las mil y una noches. Sin embargo, esa no es la primera historia
que escribió la humanidad. Los hallazgos de los arqueólogos hacen pensar que las primeras
historias se escribieron casi todas en verso. Parece que la métrica permitía a los poetas
memorizar con mayor facilidad los acontecimientos y mantener la atención de los oyentes.
Esta tradición se mantuvo en la India cuna de las civilizaciones más antiguas durante
muchos siglos y se propagó luego a Persia y a Grecia. En Grecia, a los poemas épicos se
sumaron luego los poemas trágicos, escritos con un estilo de extrema tensión que robaba a
los espectadores su "libertad de ánimo". Varios siglos después, en la Edad Media, aún
abundaban, en los caminos de Europa y en las cortes, los juglares, los trovadores y los
romanceros que contaban leyendas y cantaban, a su modo, antiguas gestas. Los poemas
trágicos de Grecia, por su parte, sentaron las bases para el desarrollo posterior del teatro y
la novela, al legar a ambos géneros su estructura dramática.
El hallazgo de unas tablas de arcilla con escritura cuneiforme en la región de Sumer
(situada en el antiguo territorio de Persia, hoy ocupado por los estados de Irán e Irak) nos
da la pista del que tal vez fuera el primer cronista de la especie humana que dejó algún
vestigio: un hombre que relató la guerra entre las ciudades fronterizas de Lagash y Umma,
hacia el año 2400 antes de nuestra era. En esa época no había periódicos, pero el cronista
hizo lo mismo que haría hoy un corresponsal de guerra.
Muchos siglos después aparecieron, en Grecia, Heródoto, Tucídides, Jenofonte,
Plutarco. Ellos se llamaban a sí mismos "cronistas" porque escribían "crónicas". De este
modo la crónica se convirtió en la primera forma de hacer historia, de contar lo que pasaba.
En occidente sabemos menos de lo que sucedía en esta época con culturas más
antiguas y más lejanas, como las del oriente. Pero hoy también se conoce que en las cortes
imperiales de China y Persia había cronistas que, por decisión imperial, debían dedicar todo
su tiempo a relatar por escrito los acontecimientos más importantes del país. En China, la
formación de los futuros emperadores incluía la lectura atenta de los relatos de los antiguos
cronistas del imperio.
Pero el papel de los cronistas también fue importante en imperios más recientes y cercanos.
El descubrimiento de América produjo en España y el nuevo mundo una explosión de
cronistas. Con el tiempo, esta actividad adquirió el rango de oficio. Felipe II creó el cargo
de Cronista Mayor de Indias en 1571. El cronista servía al Estado de la mejor manera
posible: relataba los hechos históricos que llegaban a su conocimiento con la mayor
precisión y verdad que podía. Sin conocer esos hechos, ni el Rey, ni el Consejo de Indias
podían gobernar en forma adecuada. Por disposición real, el Cronista Mayor de Indias
debía ser "hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada en público y en privado",
porque se trataba de una "responsabilidad alta y noble". Para que pudiera desempeñar su
papel a cabalidad, la corona dotó el cargo con un estipendio de cien mil maravedís y ordenó
a los ministros entregar al Cronista Mayor todos los documentos necesarios. El documento,
con la firma del Rey, ordenó, además, que el Cronista debería "averiguar lo que en aquellas
partes oviere acaecido" y "hacer y compilar la historia general, moral y particular de los
hechos o cosas memorables", y escribir "bien y fielmente", de modo que "salga muy cierta"
la historia.
La crónica también sirvió a viajeros y naturalistas que vinieron a América a
observar y estudiar la naturaleza. Hoy, estos relatos, y los de los llamados Cronistas de
Indias, nos han permitido reconstruir buena parte de la historia del continente. La lista es
muy larga pero podemos recordar a algunos de ellos: Fray Bartolomé de las Casas, Fray
Pedro Simón, Fray Bernardino de Sahagún, el Inca Garcilazo de la Vega, Francisco López
de Gómara, Bernal Díaz del Castillo...
Con la llegada de la imprenta a América y la aparición de los primeros semanarios y
hebdomadarios, la crónica entró a los periódicos. En Inglaterra, donde comenzaba a
gestarse la revolución industrial, había entrado hacía tiempo. De hecho, era el género más
importante de los periódicos, al lado de las cotizaciones de la Bolsa de Londres, los
remitidos, los obituarios y los kilométricos comentarios editoriales.
En ese país, en 1704, Daniel Defoe, novelista famoso pero también gran periodista,
inició una pequeña revolución en el estilo. El experimento comenzó en The Review, la
publicación que con el tiempo pasó a convertirse en el primer periódico inglés digno de
llevar ese nombre. Defoe comenzó a separar, por primera vez, la sección informativa de la
sección editorial, distanciando el campo de las noticias del de las opiniones, apoyándose en
la idea de que los hechos son sagrados y la opinión es libre. Parece que Defoe tenía razón
en lo que se refiere a la primera parte de esta afirmación, pero no a la segunda. Por difundir
libremente sus opiniones fue encarcelado varias veces. Como continuó escribiendo en los
periódicos y además se atrevió a publicar un folleto titulado Procedimientos expeditivos
contra los disidentes , fue condenado por un tribunal a perder las orejas y a pagar una multa
de doscientas libras. Después de todas esas tribulaciones Defoe alcanzó la fama y se ganó la
simpatía de miles de lectores. Con su obra literaria y periodística, Defoe cambió el estilo de
hacer los periódicos y también la forma de hacer novela. Además, dejó para la posteridad
una de las más grandes crónicas de la historia, su Memoria del año de la peste. En ella
relató la muerte de miles de compatriotas y el terror que se apoderó de Londres durante la
"Gran Visita", como el mismo la llamó, en 1665.
La revolución inciada por Defoe se consolidó a fines del siglo XIX con la
industrialización de la prensa en los Estados Unidos y en Europa, que permitió la aparición
del periódico de un centavo de dólar: un producto dirigido al hombre de la calle, un papel
vendido no ya a un número reducido y privilegiado de suscriptores, casi todos miembros de
un mismo partido político, sinó voceado en las esquinas. La venta abierta cambió el
esquema de los periódicos y, por supuesto, cambió el estilo de redactar las noticias.
Antes de la década de 1800, las informaciones se reducían a remitidos muy cortos,
que trataban de relatar los acontecimientos del día en forma cronológica, y que a menudo
eran incoherentes. La aparición del periódico de gran circulación, donde el valor monetario
del espacio se multiplicó por cien, creó un método nuevo de narrar las noticias en forma
suscinta y organizada. En 1894, un libro de texto usado en las primeras escuelas de
periodismo de los Estados Unidos, afirmaba confiadamente que casi todos los grandes
diarios norteamericanos seguían la costumbre de escribir un párrafo inicial que contenía "el
meollo de toda la información": la pirámide de los antiguos cronistas se había volteado al
revés.
El impacto del telégrafo y del teléfono también contribuyó a este replanteamiento en
la forma de contar las noticias. Tal vez quien mejor encarna la transición entre la prensa
antigua y moderna, por esta época, es Joseph Pulitzer, el inmigrante europeo que inventó la
"Primera Página" y prendió la mecha de la nueva "revolución de las noticias". Dirigiendo
dos periódicos que hasta entonces eran considerados de poca monta (The San Louis Post
Dispatch y The New York World), Pulitzer cambió por completo las reglas del negocio de
la prensa y creó un nuevo estilo que, con pocas variantes, es el mismo que todavía perdura
en muchos periódicos de occidente. La impronta de este estilo está resumida en las palabras
que dirigió a los encorbatados escritores del World, acostumbrados a escribir solamente
comentarios editoriales de corte decimonónico, cuando los obligó a abandonar sus lustrosos
escritorios y salir a la calle en busca de noticias.
El nuevo estilo refinó su aspecto con Adolph Ochs y Arnold Bennet, en The New
York Times. Ochs compró el periódico en 1896 por unos cuantos miles de dólares. La
circulación no sobrepasaba los ocho mil ejemplares diarios. Apoyándose nada más que en
el discreto atractivo del nuevo estilo, basado en la economía expresiva que mutila detalles
superfluos y elimina cualquier barroquismo verbal, y en el destierro absoluto de la vieja
prosa partidista del siglo XIX, el Times elevó su circulación a noventa mil ejemplares en
sólo dos años, con el respaldo de una nueva clase de lectores instruidos e interesados en los
acontecimientos de todo el país. Ellos representaban un grupo dispuesto a leer reseñas de
noticias políticas en las que no se intentara decidir por ellos.
The New York Times fue, pues, junto con los periódicos de Joseph Pulitzer, el inventor de
esa nueva forma de narrar que desplazó a la crónica, volteando la pirámide al revés, y que
puso en cintura el estilo panfletario de los redactores políticos. Desde entonces el campo de
las noticias se separó del campo de las opiniones. Se entronizó la escuela del llamado
"periodismo objetivo". La noticia se convirtió en la punta de lanza del primer campo. El
editorial pasó a ser la punta de lanza del segundo.
Por fortuna hubo géneros que quedaron flotando entre los dos campos, y
especialmente uno, de origen literario: la crónica. La nueva preceptiva y el nuevo estilo
basados en la objetividad impedían que este viejo relato pudiera entrar en el mismo campo
de las formas periodísticas que proscribían el tono personal en el lenguaje: "Una actividad
regida por manuales de estilo que uniformaban la redacción y reclamaban un lenguaje
impersonal, fatalmente desterraba de sus predios a todo género que reflejara y resaltara el
sello personal y creativo de su autor", dice el periodista Earle Herrera.
Esta confusión acerca de dónde ubicar la crónica, si en el primero o en el segundo
campo, tiene que ver con el papel jugado por la crónica desde su nacimiento y hasta con la
raiz griega que la define (Kronos: tiempo). La crónica nació ya lo vimos en el caso de los
persas, los griegos y hasta los españoles como la relación de hechos y acontecimientos en el
orden en el cual sucedieron en el tiempo. Su finalidad no era presentar opiniones sino
informar a los reyes, a las grandes casas comerciales y a las cortes sobre lo que pasaba en el
mundo y en el propio país. El relato, pues, seguía el orden de los acontecimientos. La
prensa industrial de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, a la luz de los
postulados de la objetividad, terminó por trazar límites rígidos no sólo entre lo que debía
considerarse información y lo que era opinión, sino también entre los distintos géneros de
los dos grandes campos en los que se dividió el periodismo. La crónica no pudo encontrar
una casilla en ese esquema rígido, lleno de subdivisiones. La crónica se mantuvo aparte, en
una especie de limbo, y no sólo preservó su estructura narrativa. También preservó una
gama de temas de los que nadie se ocupaba. (No puedo evitar recordar algunos de ellos,
usando las palabras de uno de los cronistas más grandes de la prensa latinoamericana.
Hablo de Roberto Arlt y de las "Aguafuertes porteñas" que publicaba puntualmente en el
diario El Mundo, de Buenos Aires, cada semana. Los lectores las buscaban con tanta avidez
que el diario duplicaba ese día el número de ejemplares vendidos. Sus títulos lo dicen todo
de esas crónicas: "Días de neblina", "El drama del cobrador", "Solcito de arrabal", "El
vecino que se muere", "Ropa para obreros", "El placer de vagabundear", "Ventanas
iluminadas", "La tristeza del sábado", "El bizco enamorado", "Los señores que trabajan de
ladrones"...)
Y así, sepultada en la brecha que se abrió entre la redacción de noticias y la sección
editorial, la crónica siguió en la sombra. Y, desde la sombra, comenzó a hacer estragos
entre los nuevos campeones de la noticia. Para empezar, se convirtió en el género de batalla
usado por los redactores de la sección de noticias judiciales, la "infantería de marina" de
casi toda redacción. William Randolph Hearst la convirtió en el anzuelo de sus periódicos
para aumentar la circulación. Hearst descubrió que la gente quería noticias, pero que no
podía vivir sin historias. Y llenó sus periódicos de historias. Luego, la crónica se apoderó
también de las páginas deportivas de los diarios hasta el punto que, de un tiempo en
adelante, sobre todo después de Ring Lardner, los redactores de esa sección comenzaron a
llamarse a sí mismos "cronistas deportivos".
Finalmente, este viejo relato, de origen literario, que sirvió a los sumerios para
relatar sus guerras; a Sherezade para salvar su vida; a los griegos, para contar sus batallas
con dioses y profanos; a los viajeros españoles e italianos para contar su asombro ante las
maravillas del nuevo mundo que estaban descubriendo y a los reyes de España para tomar
las más rectas decisiones en beneficio de su imperio, sirvió también a los periodistas de
comienzos de siglo para inventar un nuevo relato, Género Mayor del periodismo escrito de
todos los tiempos. Hablo del reportaje moderno, hijo rebelde de la noticia, pero también de
la novela realista del siglo XIX; hijo de la entrevista pero, por encima de todo, hijo de la
crónica.
El nuevo género nació donde debía nacer: en esa franja loca de la redacción de los
periódicos, menospreciada por casi todos, que es la sección judicial, y en esa otra franja,
también loca y suicida: la de los corresponsales de guerra. Ambos, los lugares de la
redacción donde un periodista está más "tocado" por la vida y la muerte que cualquier otro
ser de su especie...
Con el tiempo, y con la difusión de los trabajos de los primeros grandes maestros
hablo de Henry Morton Stanley, de John Reed, de Stephen Crane, de Ernest Hemingway el
reportaje se abrió paso y se consolidó, sobre todo en las revistas, como uno de los grandes
géneros de la prensa escrita. Acabadas las dos guerras mundiales, la prensa diaria lo sepultó
en el olvido, como había hecho con la crónica al comienzo del siglo.
Mientras tanto, el llamado periodismo informativo, basado en la objetividad
descriptiva, siguió llenando las páginas y continuó funcionando como una maquinaria
anónima especializada en seleccionar entre el infinito número de acontecimientos de todos
los días aquéllos que, según la maquinaria, merecían ser incluidos en la categoría de
noticias.
Los límites a la verdad impuestos por las normas congeladas de este "periodismo
objetivo" comenzaron a volverse demasiado evidentes a fines de los años sesenta en el
mismo periódico que casi un siglo antes había inventado el discurso informativo. Un
incidente sucedido con un policía de la ciudad de New York ilustra el problema: David
Burnham, reportero de The New York Times, escribió un reportaje sobre la corrupción
policial, en 1970, basado en informaciones obtenidas del oficial Serpico y otros agentes de
la policía metropolitana. Los directores del diario detuvieron el reportaje: Serpico no era
funcionario público y, si publicaban la historia, temían que se pensara que estaban
fabricando noticias y no informando. Dio la casualidad de que Burnham encontró al
secretario de prensa del alcalde John Lindsay en una fiesta, en abril de 1970, y le dijo lo
que sabía del departamento de policía. Dos días después, Lindsay anunció una
investigación oficial. En cuanto recibió el estímulo esperado por todos los diarios
matriculados en el desgastado esquema del periodismo informativo un funcionario público
había actuado el Times respondió publicando el artículo de Burnham al día siguiente.
Si las reglas del llamado periodismo objetivo dicen que para escribir de un tema hay
que esperar a que un funcionario público hable o actúe al respecto, o a que un dirigente
político o gremial conceda una declaración o pronuncie un discurso, esto quiere decir que
los periódicos han acabado por ceder gran parte del control sobre la definición de las
noticias a los funcionarios públicos y a los dirigentes políticos y gremiales.
Afortunadamente, en el periodismo, como en la vida, el antiguo orden se invierte
con alguna frecuencia y lo que está arriba pasa a estar abajo, y viceversa. Poco a poco, en
casi todo el mundo, después de 1970, frente al desgaste inocultable de los esquemas del
periodismo informativo, la prensa escrita y hasta la televisiva han vuelto a echar mano de la
crónica y el reportaje. Esto quiere decir que han vuelto a descubrir lo que hace muchos
siglos descubrió Sherezade: el poder de las historias.
En Estados Unidos se necesitaron varios años y otra guerra (la de Viet Nam) para
que, primero las revistas y luego los periódicos, abrieran otra vez sus puertas a los
periodistas que seguían empecinados en escribir historias. Ellos volvieron a enderezar la
vieja pirámide narrativa de la crónica, puesta boca abajo por los diarios de la era industrial,
resucitaron los géneros narrativos del periodismo y se dedicaron a escribir relatos con
estructura dramática. Uno de estos hombres fue Gay Talese. Otro, menos conocido en el
mundo de habla hispana, fue Jimmy Breslin.
No quiero terminar esta larga historia sobre la crónica y el reportaje sin hablar de
Jimmy Breslin. Pienso que él, sin ser un escritor con un estilo tan cultivado como el de
Truman Capote, entendió más que nadie el poder de las historias. Tom Wolfe cuenta que
Breslin entró al Herald Tribune a comienzos de los sesentas a escribir una columna local.
"Llegó al periódico de la nada, lo que quiere decir que había escrito un centenar de artículos
para revistas como True, Life y Sports Illustrated". Breslin había despertado la atención de
uno de los editores del diario por su libro sobre los Mets, de New York. Lo que querían de
él era un tipo de columna que contrarrestara la pesadez apabullante de la página editorial
del Tribune, abarrotada de artículos de Walter Lipman, Joseph Alsop, etc. etc.
Sobre esa experiencia dice Wolfe: "En cualquier caso, Breslin hizo un
descubrimiento revolucionario. Hizo el descubrimiento de que era realmente factible que un
columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con su
propio y genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor jefe local para preguntarle
qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se marchaba de la casa, cubría la
información a la manera de un reportero, y la desarrollaba luego en la columna. Si la noticia
era lo bastante significativa, su columna empezaba en primera página, en vez de en el
interior. Por obvio que pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los
columnistas del periódico, fuesen locales o nacionales. Los columnistas locales resultan aún
más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo general con el depósito lleno (...)
vendiendo al por menor en letra impresa todos los maravillosos "mots" y anécdotas que han
recogido a la hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas,
sin embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan
boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema. Empiezan a
escribir sobre las cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el otro día, sobre chistes
caseros (...), o sobre algún libro o artículo fascinante que hayan estimulado su imaginación,
o sobre cualquier cosa que hayan visto en la televisión. ¡Dios bendiga a la televisión! Sin
programas de televisión que canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida,
completamente catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible
casi a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que ustedes
vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica, artículos, libros, o el
receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma hambrienta (...) Pero Breslin trabajaba
como un energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando información, volver a las
cuatro o así de la tarde, y sentarse ante una mesa en la sala de redacción local. Todo un
espectáculo. Breslin era un irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera
negra y las agallas de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se
encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de "bolos". Se ponía a beber café y a fumar
cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Parecía un balón alimentado
con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a teclear. Nunca he visto un hombre
capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente
un artículo suyo sobre la condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del Sindicato de
Camioneros llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la
imagen del sol que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y
que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de Provenzano: <>
<< Hoy hace un día estupendo para pescar decía Provenzano . Tendríamos que salir
y hacernos con unas truchas.>>
<< Siempre en el hombro rió uno de los individuos que estaban en el pasillo . Tony
siempre le sacude a Jack en el hombro".>>
La historia continúa. El sudor brota en la cara de Provenzano. El juez lo condena a
siete años. Breslin termina su crónica del día con una escena en una cafetería. Allí está
comiendo carne y ensalada de frutas, puestos en una bandeja, el joven fiscal que trabajó en
el caso: "No llevaba nada que brillara en la mano. El tipo que ha hundido a Tony
Provenzano no tiene un anillo de diamantes en el meñique".
Wolfe dice entusiasmado: "Ahí estaba, un relato breve, completo con su simbolismo y todo,
y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha ocurrido hoy, y
que se puede comprar en el quiosco a las once de la noche por diez centavos..."
Breslin recibió al comienzo muchos calificativos, casi todos de parte de sus colegas:
"un policía que escribe", "un Damon Runyon dedicado a la asistencia social". Y era cierto,
Jimmy Breslin no parecía un periodista. Parecía un taxista, con la gorra ladeada sobre un
ojo. Breslin no actuaba, en absoluto, como un periodista, por lo menos corriente. Llegaba al
escenario mucho antes del acontecimiento, con el fin de recoger detalles del ambiente, ver
el ensayo en el cuarto de maquillaje, obtener una historia que le permitiera crear un
personaje. Anillos, palmadas en el hombro, sudor. Breslin era otro tipo duro. Trabajaba
como los viejos cronistas sumerios y griegos. Vivía preocupado por los detalles. Porque las
historias (él lo sabía muy bien) se construyen siempre con detalles. Detalles veraces
recogidos con paciencia: en ellos está la verdad.
Gente como Breslin, como Capote, como Talese, fue la que dio la batalla más
violenta contra la guerra de Viet Nam. El pueblo norteamericano se enteró de las
atrocidades que cometieron sus soldados por los reportajes de Seymour Hersh, Michael
Herr, John Sack. No por los comentarios editoriales contrarios a la guerra de los grandes
diarios metropolitanos, ni por los cables noticiosos de la UPI o la Asociated Press,
recogidos casi todos de boca del alto mando del ejército en salas de prensa, con aire
acondicionado, en los hoteles de Saigón. Los reporteros que escribieron estos relatos fueron
al frente, con los soldados. Después volvieron y contaron la historia. Su voz de escritores
brotó de la experiencia. De este modo inyectaron nueva vida al poder maravilloso del
relato.
Cuando los premios Pulitzer comenzaron a llover sobre este puñado de hombres que
Tom Wolfe bautizó con el nombre de "nuevos periodistas" a pesar de que estaban haciendo
una cosa muy vieja: contar historias, la voz institucional de muchos diarios
norteamericanos comenzó a ser reemplazada, poco a poco, por una voz más personal. Una
voz que daba cabida a la complejidad y a la contradicción. Una voz que empezó a atraer a
los lectores hacia algo que acaso sea más parecido al mundo real que esas informaciones
que se atienen "únicamente a los hechos".
En Colombia, para desgracia nuestra y de miles de lectores, no ha ocurrido lo
mismo. Los periódicos siguen, casi todos, ignorando por completo los cambios que se han
dado en otras regiones del mundo. Y siguen ignorando la vieja lección de Sherezade. Tal
vez por eso, a medida que pasan los años, tienen más avisos, pero menos lectores. Algunos,
para enfrentar las crisis, han dado luz verde a tímidos experimentos de renovación. Pero no
nos digamos mentiras: la mayoría continúa aferrada a la misma escuela que inventó The
New York Times en 1898 (¡hace ya más de un siglo!) para reemplazar la deteriorada prosa
partidista de los periódicos del siglo XIX. Otros ni siquiera han logrado abandonar el
esquema anacrónico que desbarató Daniel Defoe, a comienzos del siglo XVIII, en la prensa
inglesa, separando la sección informativa de la sección de comentarios.
Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y
degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia. Sin lograr,
siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta: ahora
nuestras son ciudades son tan grandes que casi nunca vemos los crímenes y existen barrios
de los que no sabemos ni siquiera los nombres. La lista de crímenes, por su parte, se ha
vuelto tan larga que la Policía tiene que preparar un resumen, todos los días, con destino a
la prensa. Y frente a la violencia y el crimen nosotros nos hemos resignado a repetir casi
todos los días, en coro con los boletines de la Policía, ese lugar común de la muerte:
"móviles y sindicados se desconocen". Y la vida pasa. Y nosotros, los periodistas,
continuamos hundidos en la rutina, convertidos en amanuenses de ese lenguaje muerto
inventado por la industria de los periódicos en las postrimerías del siglo XIX. Un lenguaje
que ha convertido a centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para
producir noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento
interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas. Y las historias siguen ahí, sin
que nadie las cuente. De vez en cuando un periodista cansado de la inutilidad y el
anacronismo de esa retórica se arriesga a escribir un libro de reportajes. De vez en cuando
un editor agudo le da cabida a una que otra crónica, a uno que otra historia escrita por un
redactor empecinado en contar alguna cosa.
Yo dejé de trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más
historias. Las noticias de la política, de la economía, la transcripción de los discursos y de
las declaraciones de los jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro
amanuense. Un día comprendí por fin las palabras que dijo el Haibaná Salvador cuando mi
amigo le entregó el tambor. El hombre que cuenta una historia tiene más poder. Un poder
que no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es superior a
todo eso. Desde ese día me olvidé de los periódicos y me dediqué a escribir historias.
Los periódicos pueden olvidarse de las historias, de las crónicas, de los reportajes,
para abarrotar sus páginas con la retórica partidista de corte decimonónico o con el "nuevo
lenguaje" ahora demasiado viejo que inventaron Joseph Pulitzer y los editores del New
York Times a comienzos de este siglo. Pero los lectores no se olvidan tan fácilmente de las
historias. Los lectores necesitan historias. Saben que en las historias está la verdad. Saben
así no hayan estudiado periodismo en la universidad que las historias "no sujetan al lector a
un dogma que más tarde descubrirá inexacto; no dictan una lección que después deba
olvidar". Saben, como decía el novelista Robert Louis Stevenson, que las historias "repiten,
reordenan, aclaran las lecciones de la vida; nos liberan de nosotros mismos". Saben que las
historias nos dicen que las cosas no son tan simples como a veces se piensa. Y las buscan
hasta en la última página. Aquí se opera la misma lógica del reino de los cielos: los últimos
son los primeros. Yo pienso que se cuentan por millones las personas que empiezan a leer
los periódicos por la última página, cuando encuentran una historia. Eso se ve en las calles
y en los buses, casi todos los días. Cuando observo ese espectáculo reconfortante, yo
recuerdo las palabras sabias del Jaibaná Salvador sobre el poder de las historias. Las
historias pueden causar estragos. Las historias pueden explicar la vida en todas sus infinitas
e inagotables manifestaciones. La gente no puede vivir sin historias. Y a veces, con un poco
de suerte, una historia puede convencer a unos ladrones de que devuelvan un tambor. Las
historias son muy poderosas. El Jaibaná Salvador, como sucede a menudo con los brujos,
esta vez también tenía toda la razón.

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