AQUELLA trompa feroz y berrugosa, toda negra y de duro hueso, con
quijadas, que las he medido, de cuatro palmos, y algunas algo más; aquel laberinto de muelas, duplicadas las filas arriba y abajo, y tantas, no sé si diga navajas aceradas, dientes o colmillos; aquellos ojos, resal- tados del casco, perspicaces y maliciosos, con tal maña, que sumida toda la corpulenta bestia bajo del agua, saca únicamente la superficie de ellos para registrarlo todo sin ser visto; aquel dragón de cuatro pies horribles, espantoso en tierra y formidable en el agua, cuyas duras conchas rechazan a las balas, frustrándoles el ímpetu, y cuyo cerro de broncas y desiguales puntas, que le afea el lomo y la cola de alto abajo, publica que todo él es ferocidad, saña y furor; por lo cual no hallo términos que expliquen la realidad de las especies que de este infernal monstruo retengo concebidas. La dicha de los hombres es que no todos los caimanes son carnice- ros ni de suyo se alimentan de otra cosa que con pescado, y no siempre le tienen a mano; porque, pesado el caimán, de tardo movimiento, y temerosos y aún escarmentados de su ferocidad los peces, se le pasan los días sin pillar alguno; digo ésto, porque, desentrañando algunos después de muertos, rara y casi ninguna vez les hallé en el estómago comida alguna; lo que todos, sí tienen en el fondo del ventrículo es un gran canasto de piedras menudas muy lisas y lustrosas, amolándose con la agitación unas a otras. Procuré averiguar este secreto y las causas de este lastre, y hallé que cada nación de indios tiene su opinión en la materia, y que todos tiran a adivinar, sin saberse quién acierta. El pare- cer que más me cuadró es el de los indios otomacos, mortales enemigos de los caimanes por muy amigos de su carne, de que luego hablaremos. Dicen aquellos indios que, cuando va creciendo el caimán, va recono- ciendo dificultad en dejarse aplomar al fondo del río, sobre cuyas arenas duerme cubierto de todo el peso de las aguas que sobre él corren; y que guiado de su instinto recurre a la playa y traga tantas piedras cuantas necesita para que con su peso le ayuden a irse al fondo, que busca para su descanso; de lo que se infiere que cuanto más crece, de más piedras necesita para su lastre y contrapeso, por lo que en los caimanes grandes se halla, como dije, su vientre recargado con un canasto de piedras. LOS CARIBES
Otra plaga fatal que voy a referir es la de los guacaritos, a quienes
los indios llaman muddé, y los españoles, escarmentados de sus morta- les y sangrientos dientes, llamaron y llaman hasta hoy caribes. Contra éstos el único remedio es apartarse con todo cuidado y vigilancia de su voracidad y de su increíble multitud; tanta aquélla y tal ésta, que antes que pueda el desgraciado hombre que cayó entre ellos hacer diligencia para escaparse, se lo han comido por entero, sin dejar más que el esqueleto limpio. Y es cosa digna de saberse que el que está sano y sin llaga o herida alguna bien puede entrar y nadar entre innumerables guacaritos (si sabe espantar las sardinas bravas), seguro y sin el menor sobresalto; pero si llega a tener algún rasguño de espina o de otra cosa por donde se asome una sola gota de sangre, va perdido sin remedio; tal es su olfato para conocer y hallar la sangre. Esta mala casta abunda en el Orinoco, en todos los ríos que a él bajan y en todos los arroyos y lagunas; y porque ellos, como queda dicho, no saben abrir brecha, si no la hallan, hay con ellos otra multitud innumerable de sardinitas de cola colorada, sumamente atrevidas y go- losas, las cuales lo mismo es poner el pie en el agua que ponerse a ellas a dar mordiscos y abrir camino a los voraces guacaritos, sus compañe- ros. Esta es la causa por la cual los indios, cuando se ven precisados a vadear por falta de canoa algún río mediano, pasan dando brincos y aporreando el agua con un garrote, a fin de que se espanten y aparten así las sardinas y rayas como los guacaritos, cuyos dientes son tan afila- dos, que los indios quirrubas y otros que andan sin pelo, se lo cortan, sirviéndose, en lugar de tijeras, de las quijadas de los guacaritos, cuya extremidad, afianzada con una amarra que ajusta la quijada de arriba con la de abajo, forma las tijeras de que usan.
LAS TORTUGAS
Luego que, al bajar el río Orinoco, empieza a descubrir sus prime-
ras playas por el mes de febrero, empiezan a salir también las tortugas a enterrar en ellas sus nidadas de huevos. Primero salen las que se llaman terecayas, pequeñas, que apenas tienen una arroba de peso; ponen éstas veintidós y, a veces, veinticuatro huevos, como los de galli- na, pero sin cáscara; en lugar de ésta, están cubiertos con dos membra- nas, una tierna y otra más doble. Entre estas terecayas salen a poner tam- bién todas aquellas tortugas que el año antecedente no hallaron playa