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El para siempre dura una noche de luna llena

La primera vez que Juliana se me acercó fue en el museo de antropología. La sala mexica
permanecía casi desierta. Afuera, una llovizna transformaba la tarde en un escenario
sobrecogedor con piso de espejos y silencios poblados. Yo estaba de pie frente a la Coatlicue. La
inmensidad del monumento y la ferocidad de su atuendo repleto de símbolos me hacían
experimentar una cierta sensación de pequeñez. Señalando el monolito, Juliana exclamo:
- Hubo una vez en el mundo un tiempo en el que las mujeres éramos diosas, sacerdotisas, y
magas no estos seres timoratos y frívolos de ahora.
El asombro ante esa desconocida me paralizó.
Permanecí con mi revista bajo el brazo y mi morral oaxaqueño colgando del hombro. Juliana
continúo:
–Un tiempo en el que sólo las mujeres conocíamos los secretos de las plantas, de las estrellas, de
la vida. Un tiempo en el que los hombres más sabios nos consultaban inclusive para asuntos de
guerra y de estado.
Era una mujer delgada. Tenía los ojos de varios colores: verde, gris, amarillo. Su voz era
enérgica, profunda. Al hablar, sacudía su melena rojiza y movía sus manos finas de uñas largas,
mientas una vena se le saltaba justo en medio de la frente. Aquella primera vez me clavó su
mirada, yo juré que le salía lumbre de las pupilas.
–¿Cuál es tu nombre? – preguntó.
–Eleonora.
–Eleonora es cuento de hechicera, ¿lo sabías?
–Nnno… alcancé a tartamudear.
–Eleonora, ¿aceptarías compartir una infusión conmigo?
Con un poco de miedo y un mucho de curiosidad, accedí. Nos tomamos un té de manzanilla en la
cafetería, junto al lago de Chapultepec. Como si la hubiera conocido de siempre, le hablé de mi
vida, de mis frustrados deseos de estudiar, de mi escondida vocación de poeta, de mi minusvalía
como mujer. Al oír esto último, Juliana protestó:
–¿Tú, Eleonora? ¿Tú que llevas la señal azul de las diosas entre las cejas?
Me lleve instintivamente los dedos a la frente. Pero no sentí nada. Juliana sonrió.
–En este mundo, nosotras, las mujeres de búsqueda, las que nos atrevemos y no nos
conformamos, somos descendientes de las diosas y como tales, padecemos rechazo e
incomprensión.
Me tomó la cara con ambas manos, permaneció callada unos momentos, en voz baja agregó:
–Eleonora, tú no elegiste. Que esto se grabe en tu memoria y no te abandone jamás, porque una
vez que conoces tus orígenes encuentras también tus respuestas, aunque debo ser sincera, no por
ello el dolor es menos.

En el metro, rumbo a mi casa, la cabeza aún me zumbaba. ¡Vaya mujer más extraña! Cuando
hablaba con esa vehemencia era una veinteañera como yo, pero de repente parecía tener lo mismo
cuarenta que sesenta o cien años.
Seguimos viéndonos. Juliana me citaba en bancas olvidadas de parques hasta entonces
desconocidos para mí, o en cafeterías sin música a la fuerza y donde servían otros tés aparte de
los acostumbrados “negros y de manzanilla”.
A veces, en la noche, recorríamos la ciudad en su auto color vino tinto. Las calles del centro,
desiertas, cedían a nuestro paso. El zócalo nos recibía con los brazos abiertos, de un lado de la
catedral, enfrente del palacio de gobierno. Juliana contaba historias conocidas: el águila y el
nopal, Tenochtitlán, los gritos de las doncellas, los rezos, el humo, los corazones sangrantes.
Como alumna de primaria, yo la escuchaba atenta. Los penachos de los sacerdotes parecían
rozarme la nariz con sus plumas de colores. Ella reía ante lo que llamaba mi interminable
capacidad de asombro.
“¿Has sentido llover en Tepoztlán, querida?”, preguntó ese domingo en el que, sin esperar mi
respuesta, enfiló su auto por la carretera a Cuernavaca. A los pies del Tepozteco abrazamos
árboles para cargarnos de energía, aprendí a distinguir la pirámide por entre los estratos de la
roca, a calcular cuántos minutos tarda una nube cubriendo al sol. Tomamos tequila y cerveza
mientras el viento nos volaba el pelo, y el calor y el alcohol nos enrojecían las mejillas.
Nunca leí tanto como esos primeros meses después del encuentro con Juliana “Eleonora
¿entendiste el mensaje de las palabras? ¿Lo entendiste, Eleonora?”, preguntaba ansiosa cada vez
preguntaba ansiosa cada vez que le devolvía un libro. Ante cualquier duda de mi parte, fijaba su
mirada verde:
–La culpa, Eleonora, la culpa es lo peor. Debes aprender a controlarla porque si ella te controla a
ti, quedarás a merced de cualquier desgracia.
El cine, la lluvia, un concierto, un comentario.
Juliana convertía hasta el más mínimo de los acontecimientos en una lección.
–Eleonora, dime, ¿tú en qué crees?
–En la amistad, el honor, la lealtad…
–¡Pamplinas, clichés, puras abstracciones, ambigüedades! ¡Tú misma, Eleonora, tú misma! Todo
está dentro tuyo. Nadie te lastima si tú no lo permites. La mayor violencia será la que tú misma te
inflijas. Cuando te pregunte otra vez en qué crees, deberás responder: “En mí.”

Una noche, antes de bajarme del auto, Juliana me tomó la cara con las manos, como siempre que
iba a decirme algo importante:
–Eleonora, debes aprender a meditar, ponerte más en contacto con tu yo profundo, acercarte a tu
poesía.
No se sí fue pura sugestión, pero me empezaron a pasar cosas rarísimas. Menstruaba con la luna
llena y ovulaba con la nueva. Tenía sueños en los que me veía con alas de terciopelo plumbago,
volando hacia islas habitadas por amazonas; o en los que protegida entre las hojas de un nido
gigantesco, daba a luz a una niña brillante, con alas azules también.
Mi cuerpo cobró una dimensión diferente. Sentía el paso de la sangre por mis venas, del aire a
mis pulmones, de la comida hasta mi estomago. Me volví sumamente perceptiva. Aprendí a leer
las emociones en los demás. Una quijada tensa, un velo de llanto en los ojos, un tono mayor o
menor en la voz. Detrás de cada rostro había códigos tan claros ahora ante mi como las letras de
las páginas de un periódico.
–Eleonora, dime, ¿Tú por qué crees que algunas mujeres se condenan a vivir con el corazón
muerto en el pecho?
–No sé, Juliana.
–Porque han elegido una existencia a medias, porque han negado su fuerza milenaria, porque se
les dio imaginación y la desperdician fantaseando estupideces, porque se atoran en el afuera y no
saben escuchar su propia voz.
Acercándose aun más, preguntó:
–Eleonora, dime, ¿tú estás viviendo realmente como tu esencia te lo manda?

A partir de Juliana, dejó de importarme si los hombres me volteaban a ver, si me invitaban a salir,
si me iba a casar o no. Los empecé a tratar sin ver en alguno una posible relación. Ya no
necesitaba su aprobación para existir.
Cuando e platicaba a Juliana obre mis desafortunados romances romances ella insistía:
–¡Atenta, Eleonora atenta! Debes estar alerta y descubrir qué se repite una y otra vez en tu vida,
porque esa es tu lección kármica en esta reencarnación.
Con miradas, roces y palabras que eran a veces murmullos y otras alaridos, Juliana fue tejiendo
una madeja de magia entorno mío. Mis fines de semana y algunas noches eran sólo para ella. Su
universo se convirtió en mi espacio, su espacio en mi universo. Una tarde mientras oíamos
música medieval tiradas sobre los cojines de su sala, a la luz de un quinqué de porcelana, recordó:
–Eleonora, se acerca la luna llena. Ese día ayunaremos las dos. Si quieres alcanzar otros reinos de
ti misma, tu cuerpo debe saber vencer el hambre y la sed, entre otras cosas.

Cuando llegué, me recibió vestida con una túnica azul. Subimos el recipiente de cristal lleno de
agua a la azotea. En el piso había unos signos dibujados con pintura blanca. Prendimos copal y
nos sentamos una frente a la otra.
–Esta noche, Eleonora, la luna correrá por tu sangre, el sueño se alejara por unas horas y
conocerás secretos de tus vidas pasadas. Ahora, bebe esto.
Era un té amargo, caliente, dejaba la garganta y el estomago ardiendo. Juliana también bebió.
Enseguida dijo: “Desnúdate, Eleonor.” Me quité despacio la ropa. Juliana frotó mi cuerpo con
una loción que olía a sándalo y salpicó mis cabellos con un manojo de hierbas húmedas, puso
sobre mi cabeza una coronilla de flores blancas y me vistió con una túnica, blanca también.
Envueltas en la claridad de la noche giramos con los cuerpos entrelazados. Después nos volvimos
a sentar frente al recipiente. Ella repetía frases en otra lengua; yo también, como si las conociera
de antes. No sé cuánto tiempo permanecimos así. Estaba mareada, por el ayuno y por el
asqueroso brebaje. De pronto, callamos. Justo en el centro del recipiente estaba la luna redonda y
blanca. Juliana mojó uno de sus dedos pulgares y trazo una medie luna en medio de mis cejas.
–¡Mira, Eleonora, mira! Dime qué vez en el agua. Concéntrate, aleja el miedo, usa tu fuerza
interior, Eleonora, ¡úsala!
Sobre el espejo había dos rostros de mujer. Éramos Juliana y yo, pero también éramos otras. Las
imágenes cambiaban velozmente: dos niñas, dos jóvenes, dos ancianas, dos blancas, dos negras,
dos reinas, dos campesinas, dos ángeles, dos demonios… Juliana y Eleonora. Eleonora y Juliana.
El aire daba vueltas a mi alrededor. Comencé a sudar frío. A sentirme débil. Las mujeres del agua
de volvieron difusas. No sé si me desmayé, sólo recuerdo que desperté arropada con una manta
entre los brazos de Juliana. Cuando abrí los ojos, ella sonrió. Yo murmuré:
–Juliana, deseo estar a tu lado para siempre.
Me puso un dedo sobre los labios:
–Eleonora, cuidado con tus deseos porque te pueden ser concedidos. El para siempre no existe…
ni siquiera en la tierra de las diosas.
Yo insistí:
–Quisiera conocer una fórmula mágica, Juliana, un embrujo, un encantamiento para que no me
dejes nunca.
–Cuidado con los encantamientos, Eleonora. El encantador corre el mismo peligro que el
encantado. Además, no debes permitir que ninguna pasión por otro ser humano te domine o
estarás perdida y condenada a pagar un preció tan alto como tu propia vida. Desde ahora, tu única
pasión debe ser la poesía, Eleonora. Entrégate a ella.
–Pero, Juliana…
–Sss… Por hoy, esto basta.
Esa madrugada, perdida todavía como en un sueño, con el pecho retumbándome, lleno de
rumores extraños, me sentí absurda, ahí sola, en mi diván del estudio de Juliana. Corrí por el
pasillo hacia su recamara y abrí la puerta sin llamar. Juliana me esperaba. Hizo a un lado las
cobijas y me acuno en sus brazos. Yo recibí dichosa su boca.
La piel de Juliana era clara, su carne no muy firme pero capaz de estremecerse con el mero toque
de mis dedos. Sus senos eran pequeños y sus pezones oscuros y voluminosos. Al chupar de ellos,
el paladar se me llenaba de un sabor dulzón, agradable. Su sexo, tibio, suave, era mi toque como
un bosque de albahaca. Aprendí una forma de amar distinta, un lenguaje nuevo con sus propios
ritmos, señas secretas, alimentos.
Algunas noches, mientras me adormecía al lado de Juliana, hasta mi mente llegaban imágenes,
casi visiones: mujeres levantando espadas con empuñaduras de piedras preciosas, copones
repletos de agua luminosa o esferas de cristal ambarino. Mujeres cabalgando en caballos blancos,
navegando con los brazos altos en barcas de tela o caminando en medio de una bruma naciente de
la propia tierra.
Una noche soñé que estábamos rodeadas por esa bruma, paradas cada una en el extremo de una
barca que de pronto se partía a la mitad. Juliana me miraba con una mezcla de tristeza y
melancolía. Sus labios repetían mi nombre, aunque ningún sonido emitían. Conformes nos
alejábamos una de la otra, ocultas totalmente por la neblina.
Desperté inquieta. Traté de tranquilizarme. Respiré profundo y miré a mi alrededor, me di cuenta
que Juliana lloraba dormida. En ese momento lo supe: nuestro momento había terminado, nuestro
tiempo se había cumplido.
Acomodé la cara en el hueco de su cuello, sentí sus lágrimas en mi pelo, la apreté con fuerza.
Una dulzura extraña me invadió. Me quedé dormida entre sus brazos. A nuestro alrededor, la
neblina siguió avanzando hasta llenar el cuarto por completo.

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