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PENSATIVA (JESÚS GOYTORTÚA SANTOS)

FRAGMENTO

Encuentro un amargo placer en recordar aquellos días en los que mi existencia


abandonó su cauce normal, en los que me vi envuelto en una tormenta que para
siempre trazó su huella en mí. Jamás podré olvidar a Pensativa. Me sucede a
veces oír su voz entre las ráfagas que se precipitan sobre los fresnos de mi jardín
y en mil ocasiones me he estremecido encontrando en algunas mujeres algo como
reflejos de su gesto aquel tan grave, saudadoso, que le valió el nombre de
Pensativa. No he vuelto a Santa Clara de las Rocas, ni he visto otra vez a las
nubes abandonar su imagen a las aguas del río; no volveré a la casona del Plan
de los Tordos, ni dejaré a mi caballo bordear los precipicios de la cordillera, ni oiré,
en la margen de la Poza de los Cantores, brotar el grito de angustia que una tarde
me hizo conocer el terror junto a los viejos muros de la Huerta del Conde.
    Sin embargo, de vez en cuando siento que me gustaría olvidar, que me
agradaría convencerme de que jamás salí de México para ir a Santa Clara de las
Rocas, a mi pueblo natal, al que no había vuelto desde que mi madre, recién
viuda, me llevó a la capital de la República para la iniciación de mis estudios. Ni
siquiera las vacaciones me habían hecho regresar al terruño. Mi madre, al morir,
me había dejado una pequeña herencia que vino justamente para permitirme no
explotar mi título de abogado y me hice tan concienzudamente citadino, que la
perspectiva de una excursión a mi pueblo me colmaba de repugnancia. Y con
todo, hube de emprender esa excursión cuando me llegó el telegrama
anunciándome la gravedad de mi tía Enedina.
    Mi tía, única hermana de mi padre, quería verme antes de morir y el llamado
resultó tan patético, que me habituó rápidamente a la idea de ir a soportar
incomodidades y fastidios. Cuando el tren me alejó de México, yo estaba muy
distante de sospechar la tempestad que me aguardaba y de prever que el
sufrimiento iba a hacer surgir mis primeras canas. El aspecto melancólico de la
altiplanicie no pudo deshacer el tedio que me causaba el separarme de mis
amigos y de mis costumbres. He sido siempre sensible al paisaje y el que veía huir
desde las ventanillas del tren me provocaba una opresión casi congojosa. Las
grandes montañas desnudas, las poblaciones erizadas de cruces, los caminos que
se alejaban entre cercas de cactus, infundían en mi alma una tristeza
inextinguible.
    Mi malestar se acentuó cuando bajé en la pequeña estación de Villa Arista. Me
esperaba una volanta en la que me acomodé al lado de Ireneo, el cochero de mi
tía. Pronto rodó el cochecillo por una ruta polvorienta, bajo el cielo que se vestía
de nubes pluviosas. No quise conversar con Ireneo y dejé a mi vista vagar por los
campos en los que giraba el polvo. Antiguas capillas se erguían en la distancia,
entre manchones de verdura; las torrenteras se prolongaban entre las tierras de
labor y ensartaban al paso puentes de un solo arco, de cuyos arruinados
parapetos huían las lagartijas al aproximarse la volanta. La sierra cortaba el
horizonte y alargaba en la llanada sus rudas estribaciones.
    Cuando la volanta, al trote de un caballejo de crines doradas, dominó un
repecho, Ireneo me mostró con el látigo un punto ante nosotros.
    —Santa Clara —dijo.
    Vi a una legua de distancia un caserío perdido en la arboleda, de la que
emergían dos cúpulas custodiadas por macizas torres. Una bandada de tordos
revoloteaba sobre las azoteas que se asomaban entre los follajes. Más lejos aún,
se desplegaba una cinta de agostada verdura que iba a perderse en el confín.
    —Aquel es el río —me informó Ireneo.
    Mi tía habitaba al otro lado de Santa Clara, en su finca de la Rumorosa y nos
fue preciso atravesar la población. Encontré las calles invadidas por la hierba,
sumergidas en un mortal silencio. La guerra civil había herido con crueldad a mi
pueblo natal. No era en él donde encontraría distracciones, quien como yo,
abandonaba en la capital todos los placeres que se brindan a un soltero y debo
confesar que me dije sin remordimientos cómo sería conveniente el que mi vieja
tía no prolongase su inútil vida.
    Llegamos a la Rumorosa por una calzada bordeada de gigantescos eucaliptus.
El caballito trotaba con alegría al acercarse al portón coronado con una cruz de
piedra que no pude ver sin emoción. Recordé los días de mi infancia, en los que
jugaba en la calzada con mi primo Cornelio, bajo la mirada vigilante de la Chacha
Genoveva y por primera vez desde que salí de México no me sentí fuera de mi
centro.
    Un muchacho nos franqueó la entrada y pudimos penetrar en el patio cuadrado,
rodeado de arquería, en cuyo centro se desgranaba una fuente. Un perro de San
Bernardo se lanzó a nuestro encuentro y estuvo a punto de derribarme cuando
bajé de la volanta. Nada había cambiado en la Rumorosa. En los corredores,
llenos de tiestos, cantaban los pájaros en sus jaulas suspendidas de las claves de
los arcos. Las tinajas rojas ocupaban los ángulos y el mismo olor de frutas en
conserva, de armarios perfumados con espliego, se escapaba de los aposentos.
    Y la mujer que corría a encontrarnos, secándose los ojos con su delantal blanco
y bordado, era la Chacha, mi antigua niñera, la excelente Chacha Genoveva, a la
que yo había visto correr, llorando y gimiendo, junto al coche que nos había
llevado, a mi madre y a mí, lejos de Santa Clara de las Rocas. Me abrazó casi
convulsivamente, admirada de encontrarme convertido en un hombre, como si
hubiese creído que el tiempo no pasaría sobre mí, y llena de orgullo al descubrir
en mi rostro la expresión que he heredado de mi padre.
    Cuando se hubo calmado, me enteró de que mi tía iba a mejor.
    —Creo que por esta vez se escapará —me dijo en voz muy baja.
    Pregunté si podía verla y la Chacha me condujo a la recámara de la enferma.
También allí nada había variado. Encontré el inmenso ropero de dos lunas, en
cuyo copete dos trompetas de la fama, ceñidas con listones, se rodeaban de
rosas; sobre la cómoda panzuda, bajo sendos capelos, un pueblo de santos se
dormía en la penumbra: la Santísima Virgen con el Niño en el regazo, San José
con su vara de nardos, San Cristóbal con las piernas desnudas, San Sebastián
atravesado de flechas, Santa Eduwiges con la corona real. Junto a la ventana del
huertecito del Calvario, una sillita dorada, con el respaldo y el asiento tapizado de
gobelinos, tenía enfrente el velador cuya cubierta de mármol desaparecía bajo los
libros devotos.
    Oí una voz desfalleciente y me acerqué al vasto lecho de columnas
salomónicas. Una mano descarnada buscó la mía. Sentí una rara angustia al
estrechar aquella mano trémula, como si se hubiese vuelto a anudar un invisible
lazo entre mí, el hombre que se había desarraigado, y mi familia, mi sangre,
representada por aquella viejecita que había jugado con mi padre y había visto al
camposanto poblarse con los seres amados.
    Experimenté una piedad casi desgarradora y deseé de todo corazón el alivio de
mi tía. El médico, el anciano doctor López, me dio esperanzas.
    —No la fatigues —me ordenó paternalmente.
    Mi tía quiso protestar, pero el doctor la convenció y me hizo salir al corredor,
donde él mismo se me reunió poco después.
    —Ha pasado el peligro —me dijo mientras limpiaba sus anteojos—. Creí que se
moría. Tiene fatigado el corazón. Tú sabes que esta zona estuvo infestada de
cristeros y que los combates eran diarios. Yo le decía a doña Enedina: un par de
viejos carcamales como usted y yo, no deben preocuparse de si ganan los rojos o
los azules. Pero no me hizo caso y ahí tienes el resultado.
    Se puso los anteojos y me miró, sonriendo.
    —¿No te has casado, verdad?
    —No, doctor.
    —Mal hecho. Cásate ahora que estás aquí. Hay muchachas tan bonitas en
Santa Clara, que me da pena ser tan viejo. —Sonrió y varió la charla—: Me dabas
buenos sustos cuando eras un chiquillo. A las dos horas de nacido ya estabas en
un baño de agua casi hirviente.
    Al despedirse prometió volver al día siguiente y quedarse a comer, y me dejó
entregado a los cuidados de la Chacha. Instalándome en mi antiguo cuarto, en el
que aún se conservaban mis libros escolares y mi lazo de la primera Comunión,
disfruté de tal dulzura que no pude sospechar cómo estaba cercano el huracán.

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