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Akal / Pensamiento crítico / 65

Jorge Moruno

No tengo tiempo

Geografías de la precariedad

Prólogo: Raimundo Viejo


La demolición de los derechos de los trabajadores se
observa en el lenguaje de la economía on demand: no trabajas
para, sino que colaboras con; no te despiden, te desconectas; no
te controlan, te valoran. Nos hemos convertido en pilas que
fabrican datos, braceros de la información, jornaleros del
consumo. Vivimos la servidumbre cotidiana como si fuera una
actividad liberadora.
La vida y el trabajo se integran, no se concilian, y las
relaciones sociales capitalistas colapsan las arterias sociales con
ese colesterol llamado «mercancía». Si todo depende de lo que
pasa, nos convertimos en esclavos de la coyuntura, siempre
disponibles por lo que pueda llegar a pasar en un mundo donde
nos acaba pasando de todo. Este es el laberinto que tenemos
que resolver: el tránsito que va del «no tengo tiempo» a la
sociedad del tiempo garantizado.

«Una guía fundamental para comprender las mutaciones del


trabajo contemporáneo.» Raimundo Viejo

«Jorge Moruno se ha convertido en un pensador


imprescindible de y contra la era de la precariedad.» Íñigo
Errejón

Jorge Moruno Danzi es sociólogo y escritor. Ha sido el


responsable del área de Discurso en Podemos desde su
nacimiento hasta febrero de 2017. Analista de la actualidad en
redes sociales y en varios medios, se pueden seguir sus
reflexiones en el blog «La revuelta de las neuronas» (alojado en
www.publico.es) y en Cuarto Poder, así como en Twitter
(@jorgemoruno) o en su canal de Telegram
(https://t.me/jorgemoruno). En esta misma colección ha
publicado La fábrica del emprendedor. Trabajo y política en la
empresa-mundo (2015).
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RAG

Motivo de cubierta
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© Jorge Moruno, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

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ISBN: 978-84-460-4574-8
Para Cris, porque estás hecha de estrellas.
Prólogo

Lavorare con lentezza senza fare alcuno sforzo


chi è veloce si fa male e finisce in ospedale
in ospedale non c’è posto e si può morire presto

Lavorare con lentezza senza fare alcuno sforzo


la salute non ha prezzo, quindi rallentare il ritmo
pausa pausa ritmo lento, pausa pausa ritmo lento

sempre fuori dal motore, vivere a rallentatore

Lavorare con lentezza senza fare alcuno sforzo


ti saluto ti saluto, ti saluto a pugno chiuso
nel mio pugno c’è la lotta contro la nocività

Lavorare con lentezza senza fare alquno sforzo

Lavorare con lentezza


Lavorare con lentezza
Lavorare con lentezza
Lavorare con lentezza
Lavorare con lentezza
Enzo Del Re, 1974

En algún momento, allá por los albores del mundo moderno,


el tiempo se volvió contra la vida. Hasta ese momento la había
acompañado, inevitable, grabando en su registro las
experiencias de la gente y, en los cuerpos, las metamorfosis de
la carne. El tiempo se manifestaba en las arrugas de los rostros,
las cosechas o las ruinas, no en las agujas de relojes. Fue ahí
que empezamos a luchar contra el tiempo y su maquinaria de
cronómetros, horarios y ritmos; a la manera de Chaplin, girando
entre unos engranajes fabriles que, para nuestra desorientación,
se han invisibilizado. Tal es el sino de nuestra posmoderna
condición: enfrentarnos al tiempo en pos de la recuperación de
una vida perdida de inicio, por nacimiento o nación, y que
siempre se nos acaba escapando por obedecer −aun sin querer−
alguna modalidad de mando que nos devuelve
irremediablemente al tajo.
Este ensayo surfea a golpe de aceleradas reflexiones una
revolución geohistórica que no es otra que la seguida desde sus
inicios por las propias formaciones sociales capitalistas. Con su
surgimiento, la relación entre tiempo y vida mutó en
modalidades de explotación siempre dispuestas a indagar en la
potencia productiva del cuerpo social, sus singularidades y sus
simbiosis. Una constante marcaría desde entonces las
sociedades humanas: explotar la potencia constituyente de la
vida por medio del control político del tiempo. De ahí que, al
final, la lucha por la abolición del trabajo se haya acabado
convirtiendo en una pugna por la significación, reapropiación y
reconfiguración de la relación entre tiempo y vida.
A lo largo de las páginas de este libro, Jorge Moruno
profundiza en esta cuestión de la relación entre tiempo y vida
desde un punto de fuga que él mismo expone en los siguientes
términos: «Toda revolución, toda aspiración de cambio, pasa
por reordenar el reparto y el sentido del tiempo; es la tensión
impaciente e indómita que desobedece al contador del capital».
He ahí una guía para comprender las mutaciones del trabajo
contemporáneo. Si queremos alcanzar a comprender qué está
sucediendo en nuestras sociedades y cómo es que se nos hace
tan difícil sustraernos y combatir las relaciones de explotación,
justamente allí donde antes todo parecía tan evidente, es
preciso resolver primero el problema que liga hoy tiempo y
vida.
A tal fin se hace inevitable el análisis genealógico de las
formas de explotación, cuyas mutaciones se suceden ante
nuestros ojos de manera acelerada. Desde la revuelta del sujeto
proletario industrial contra la fábrica nacida de «la entrada del
cronómetro en el taller» −al decir de Coriat−, hasta las formas
actuales de la precariedad laboral, se han seguido innúmeras
metamorfosis cotidianas, a menudo imperceptibles, que a cada
momento han venido a responder, desobedeciendo, a las
exigencias políticas del mando capitalista. Este, por su parte,
las ha necesitado siempre para poder acometer su propia
regulación y asegurarse la pervivencia bajo formas a cada paso
más creativas, innovadoras y robustas. Por eso, por más
intrincada que se haya hecho la realidad social −o precisamente
debido a ello−, nunca deberíamos perder de vista que ha sido
siempre el desarrollo capitalista el que ha sido explicado por el
antagonismo y no al revés.
La complejidad de las relaciones de explotación laborales en
nuestras sociedades, tan difícil de aprehender en lo ideológico
como de impugnar en lo discursivo, no ha logrado tampoco
esquivar las formas moleculares de resistencia, desobediencia y
deserción sobre las que se ha configurado el magma que es hoy
la multitudinaria composición de la producción y reproducción
social. Después de todo, ha sido y es en el antagonismo donde
siempre se ha radicado la posibilidad misma de formular ese
reordenamiento de reparto y sentido del tiempo al que nos
remite Moruno como horizonte de vida recuperable.
Con una tarea tan ambiciosa por delante, nos propone
pensar sobre sus «reflexiones veloces». Puede parecer
paradójico a primera vista y, sin embargo, es tan inevitable
como acertado. ¿Qué sentido tendría, si libramos una batalla
del tiempo, en el tiempo y por el tiempo como batalla por la
vida misma, someternos a la producción académica del
conocimiento? ¿Acaso no es mucho más interesante elegir otro
lugar para analizar, otro locus desde el que enunciar hipótesis,
cartografiar realidades y buscar explicaciones?
Jorge Moruno es todo un ejemplo de practicante de la dirty
social theory o modalidad de conocimiento subjetivo, situado y
precario que reivindicamos como única praxis cognitiva
emancipadora posible. Se trata de alguien dedicado a una
teorización antagonista al alcance de la existencia precaria, de
la vida a borbotones y de la existencia siempre puesta en
suspenso. A pesar de que nunca como en nuestros días han
abundado tanto las figuras del cognitariado precario (falsos
becarios, falsos profesores asociados y tantas otras modalidades
de lo falso), no es para nada frecuente encontrar un
conocimiento liberado de ataduras institucionales, audaz en la
formulación de hipótesis, extrañamente laborioso en la
búsqueda de ejemplos y ajeno por completo a los destinos del
homo academicus.
Por suerte para quienes lo podemos leer, Moruno ha
esquivado el riesgo de caer en un discurso academicista. Me
consta porque lo conocí hace años ya, cuando elaboraba sus
hipótesis e ideas sustrayendo valor cognitivo a su trabajo en el
Bus Turístic de Barcelona. Su método es, como corresponde al
conocimiento «sucio» del precariado, a un tiempo generoso y
detallado en lo empírico, ágil y pragmático en lo conceptual,
experimental y resolutivo en lo metodológico. Adelantamos por
esto mismo que no todas las subjetividades que lean el texto
que sigue saldrán indemnes, ni afectadas por igual ante sus
enunciados. Estamos ante conocimientos situados que no
pueden interpelar por igual a quienes lean estas páginas. Al fin
y al cabo nunca ha sido cosa de entender el mundo, sino de
transformarlo.

Raimundo Viejo Viñas


El infierno de los vivos no es algo que será. Ya existe aquí:
lo habitamos todos los días; lo conformamos todos juntos. Dos
formas hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos:
aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta el punto
de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y
aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del
infierno, no es infierno, y darle espacio, y hacerlo durar
mientras vivamos.
Italo Calvino

El proletariado moderno no tiene un esquema previo, válido


de una vez para siempre, ni una guía infalible que le muestre el
camino que debe recorrer; no tiene otro maestro que la
experiencia histórica.
Rosa Luxemburg
Introducción

Napoleón afirmaba que el trabajo es la guadaña del tiempo;


el trabajo se come al tiempo. Sobre la relación entre el tiempo
y el trabajo, el tiempo y la vida, tratan estas reflexiones
pensadas a la carrera: «la vida va deprisa cuando se va
corriendo», que cantaba Kortatu. El tiempo ordena la vida en la
sociedad y la sociedad es ordenada por cómo se vive el tiempo.
La manera en la que ordenamos y jerarquizamos el acceso al
tiempo determina la posición y capacidad de intervención
pública y viceversa. El tiempo es la cualidad que caracteriza
por igual a la política y la economía: sin tiempo no puedes
decidir, sin decidir no puedes tener tiempo. Sin tiempo se es
nada.
La premodernidad estaba dominada por distintas clases de
tiempos concretos; tiempos que se regulan en función de los
acontecimientos, como el tiempo que mide lo que tarda en
hacerse el arroz o en rezar un padrenuestro. El tiempo era
dependiente de la actividad, los acontecimientos no pasaban en
el tiempo sino que daban sentido al propio tiempo; la luna y las
estaciones servían de orientación para calcular el paso del
tiempo y ordenar la actividad. Jacques Le Goff, el célebre
historiador de la Edad Media, traza el tránsito que va desde el
tiempo eclesiástico al tiempo empresarial a través de las
campanillas de trabajo, un sistema de medición y de
ordenamiento de las jornadas laborales que sustituye al
amanecer y al ocaso a la hora de marcar el principio y el final
de la jornada. Con motivo de la concentración de la industria
textil enfocada a la exportación, este sistema se implantará en
las ciudades flamencas del siglo XIV; ya entonces encontramos
las primeras luchas, cuando los empresarios textiles retrasan la
hora de los relojes, recién introducidos en los talleres, con el
fin de alargar las jornadas laborales. De este modo, comienza a
tomar forma un tiempo nuevo, abstracto, que avanza a la par
que se extienden las relaciones sociales capitalistas. En lugar de
medir el tiempo partiendo de la duración de hechos, sucede al
revés y es el tiempo abstracto el que pasa a medir aquello que
se hace; la actividad. Un tiempo uniforme, continuo, homogéneo
e independiente de los acontecimientos. Un tiempo absoluto
emancipado de los hechos.
Los municipios introducen en las torres relojes mecánicos y,
a finales del siglo XIV, se establece la hora de 60 minutos. Pero
es cuando se establece la hora que da comienzo al día, la hora
cero, cuando realmente avanza el tiempo «burgués», el tiempo
contable que tanto odiaba Gramsci en cada año nuevo. La
ciudad se adueña del tiempo y se lo arrebata a la Iglesia pero,
en su efecto, el ser humano se ve despojado de su dominio por
un tiempo indómito al cual se ve obligado a subordinarse. La
modernidad se cierra en un contrato social basado en el tiempo
humano gastado y el trabajo remunerado.
«El hombre es el animal que usa relojes», nos dice Antonio
Machado; precisamente porque es el único que tiene conciencia
de la muerte y porque cree en ella, usa relojes. «Reloj» es una
voz que proviene de horologium; contador de horas. El reloj es
el contador del capital. Primero colgado en los ayuntamientos
para luego, en el siglo XVI, empezar a usarse en la actividad
marítima como instrumento de navegación. Posteriormente se
convertirá en símbolo de distinción burguesa –el reloj de
bolsillo– y colonizará las estaciones de tren a mediados del
XIX, cuando la hora unitaria de Greenwich rija los nuevos
tiempos del ferrocarril. Ya entrado el siglo XX, el reloj de
pulsera se populariza masivamente a raíz de la Primera Guerra
Mundial y las necesidades de sincronización de la guerra
moderna. Los soldados llevaban varios artefactos en la mano y
el reloj de bolsillo les resultaba incómodo frente al reloj de
pulsera, que tras la contienda bélica pasará a sincronizar la vida
en toda la sociedad.
Este dominio político sobre el tiempo se observa en el
primer cambio de hora oficial en la Inglaterra de 1916, que
acabó en disturbios. En España costó aceptar lo que hasta hace
poco más de medio siglo se llamaba «la semana inglesa», que
incluye al sábado como día festivo en la semana. En la España
preindustrial, la comida del mediodía era a las 12 o la 1, y la
cena antes de las 8; es en el Madrid bohemio de principios del
siglo XX cuando empiezan a dilatarse los tiempos de la comida,
usos que más tarde se extienden al resto del país. Las
tradiciones, como las instituciones, son una creación social,
pero se emancipan de esta relación y se presentan como al
margen de su origen social: se trata de congelar el tiempo y
repetir el hoy como el ayer, y el mañana como el hoy, sin
contingencia, sin equilibrios.
Por supuesto, incluso con la actual homogeneización
temporal, cada sociedad mantiene una experiencia distinta con
el tiempo. Tampoco todas las personas ordenan y viven igual su
tiempo; vemos distinciones por franjas de edad y se observa
siempre una brecha de género –la mujer soporta más tareas y
responsabilidad y disfruta de menos tiempo propio–. Como se
destaca en el estudio del CIS La percepción de los españoles
sobre el tiempo, en 1992 solo el 46 por 100 de los entrevistados
respondía que le faltaba tiempo. En 2012 asciende al 60 por
100, cifra que aumenta hasta el 78 por 100 en el caso de las
mujeres que tienen entre 18 y 34 años. Según la Encuesta
europea sobre calidad de vida 2016, el porcentaje de españoles
con bajos ingresos que declaran dificultades para cumplir con
las tareas familiares a causa del trabajo ha pasado de suponer
el 31 por 100 en 2007 al 56 por 100 en 2016, y en la UE28 ha
pasado del 31 por 100 al 46 por 100.
El reparto, el uso, disfrute y decisión sobre el tiempo tiene
que ver con el modo de convivencia en una comunidad, es
decir, el tiempo es fruto de una relación sociopolítica; eso es así
desde la antigua Grecia hasta nuestros días. Los calendarios son
una forma de explicar la manera de comprender el tiempo; los
relojes son, además, la forma social bajo la cual vivimos el
tiempo. La manera en la cual se vive el tiempo tiene que ver
con una estructura de dominación social concreta, compleja por
supuesto, en la cual se relacionan y cruzan distintos factores,
pero que siempre pivota sobre el sentido y el acceso al tiempo.
La Revolución francesa introdujo un calendario nuevo en un
intento de nombrar el flujo del tiempo de otro modo. Toda
revolución, toda aspiración de cambio, pasa por reordenar el
reparto y el sentido del tiempo; es la tensión impaciente e
indómita que desobedece al contador del capital: la historia por
la emancipación de los hábitos asumidos como hechos. Los sans
culottes y los campesinos destrozarán los relojes ubicados en
los ayuntamientos e iglesias, algo similar a lo sucedido en la
Revolución de Julio de 1830 cuando, según cuenta Walter
Benjamin, «ocurrió que en varios sitios de París, independiente
y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres», y
lo mismo ocurrirá en la Comuna de París de 1871. A fin de
cuentas, una huelga siempre ha sido una demostración de
fuerza, el despliegue de la capacidad soberana para disputar el
tiempo en un territorio dado. Parar el tiempo, parar la cadena,
implica parar la máquina, esto es, parar «la continuidad
constante del capital» (Marx).
Hoy vivimos una descomposición de un determinado orden
temporal –el de la sociedad del empleo– que, si bien ha sido
históricamente corto, había conseguido proyectarse e instalarse
como aquel que iba a perdurar y que ahora, en su
derrumbamiento, todavía se reivindica. Ese orden del tiempo
estable separaba claramente las esferas del tiempo de no
trabajo y de trabajo; hoy, todo es tiempo humano disponible
para el trabajo, del mismo modo que el trabajo necesita
disponer de menos tiempo humano. Bajo la extensión de la
competitividad, el tiempo se queda corto, por eso el crédito
compra tiempo a futuro, especula y apuesta sobre la base de
una promesa extendida en el tiempo. Es la acumulación por
simulación; tókos, recuerda Aristóteles, «porque lo engendrado
–tiktómena– es de la misma naturaleza que sus engendradores,
y el interés resulta como hijo del dinero». Así pues, si la
mercancía hace del tiempo algo escaso, el capitalismo alicatado
de la financiariazación explora nuevos horizontes temporales
sostenidos no ya en el trabajo social, sino en la apuesta a
futuro sobre un reflejo de espejos. En la búsqueda por ganar
tiempo y acotar el lapso, la inteligencia artificial consigue
reducir el tiempo que se tarda en realizar una compraventa,
pasando de los 20 segundos de hace dos décadas, a los 10
microsegundos actuales.
El orden social moderno de la representación política y el
parlamentarismo, así como su correlato constitucional del
trabajo ajustado al tiempo de la jornada laboral, está
claramente erosionado. La política se ha mercantilizado al
mismo tiempo que el trabajo ha tomado la forma propia de la
política. Los ingredientes con los que se cocina la publicidad y
el consumo se encuentran en la información y los datos
registrados: el rastro y la huella que vamos dejando cuando
compramos y se pasa un código de barras, cuando buscamos
información, cuando opinamos e intercambiamos fotos,
pareceres y comentarios, cuando conducimos; todo queda
registrado y todo es susceptible de ser vendido y usado para
vender otras cosas.
Ese tiempo que se gana a futuro encarna la manera
acelerada en la que vivimos nuestra temporalidad
contemporánea. Tempus fugit, que decía Virgilio, «el tiempo se
nos escapa», nunca es suficiente y nos empuja a una
competitividad extrema por encontrar bolsas de tiempo que
pesan sobre nuestras espaldas y las ajenas. El tiempo se vive de
forma cada vez más cardiaca. Cómo se lucha contra una
realidad cuando la propia realidad contra la que se lucha es la
causa que impide luchar, cómo ganar el tiempo que no se tiene
pero que abunda como nunca antes. Este es el laberinto
histórico que tenemos que resolver.
Este libro es un conjunto de reflexiones veloces, como no
podía ser de otra forma. Quiero agradecer especialmente a
Antonio Sánchez y a Cristina Castillo las revisiones,
aportaciones, ideas y correcciones que han podido hacer de
estas líneas sacando tiempo de donde no tienen. Lo bueno que
hay en este libro es aportación suya, del resto culpen a un
servidor.
CAPÍTULO I

A la deriva

Es más fácil convencer cuando en lo que se presenta al


pueblo se ve ganancia aunque esconda en sí una pérdida, y al
contrario, es difícil que elija algo con apariencia de vileza o de
pérdida, aunque oculte en su seno salvación y ganancia.
Maquiavelo.

SALMONES

Cada primavera, alrededor de 500 millones de salmones de


distintas especies emprenden su viaje de retorno al río que les
vio nacer para desovar y reproducirse. Es toda una aventura
plagada de peligros. Cuentan con una especie de GPS y un
olfato que les permite detectar una gota de su río natal entre
8.000 litros de agua. En su larga travesía, que parte del océano
Pacífico y se extiende a lo largo de 4.500 kilómetros hasta los
ríos en la costa oeste de Norteamérica, deben enfrentarse a toda
una catarata de obstáculos, depredadores y retos que sortear.
Nada más llegar a las zonas costeras, les están esperando las
orcas, los leones marinos, los tiburones salmón y las águilas
calvas, para comérselos. Avanzando en tropel, consiguen entrar
en la desembocadura de los ríos incorporándose al agua dulce; a
partir de ese instante, el calvario se intensifica: sus riñones
dejan de funcionar, dejan de comer y de beber. Tienen por
delante un tortuoso viaje río arriba contando únicamente con la
energía acumulada.
Con la llegada de junio, y encontrándose al inicio de la
entrada en los ríos, el nivel del agua es todavía demasiado bajo
para seguir, así que deben esperar a que lleguen las lluvias de
verano para continuar su viaje. Llueve, sube el caudal del río y
se enfrentan a las cascadas plagadas de osos hambrientos tras la
hibernación, en las que al tiempo que sortean sus fauces, dan
saltos equivalentes al que tendría que dar un humano sobre un
edificio de cuatro plantas. Llega agosto, han vuelto a bajar las
aguas y se refugian en charcas más profundas pero no tienen
mucho tiempo, su cansancio comienza a pasarles factura, y a no
comer ni beber se le añade la producción de hormonas sexuales
que minan todavía más su ya de por sí declinante energía. Hace
calor, baja el nivel de oxígeno y los más débiles se quedan atrás;
perecen. Por fin irrumpen las lluvias de otoño y continúan; más
cansados, más cascadas, más osos. De cada mil salmones, solo
cuatro logran regresar al lugar donde nacieron. Esos
privilegiados que consiguen llegar se convierten en presa fácil
para los osos, que se ceban durante dos largos meses y
consiguen así aguantar el invierno. Pese a esto, los salmones no
se marchan, tienen que cumplir con su destino, reproducirse en
el mismo lugar que les vio nacer. Una vez conseguido, las
gaviotas se comen los huevos y los salmones, exhaustos del
viaje y sin poder comer ni beber, mueren. Su recompensa es
morir garantizando la vida.
Nosotros también surcamos un río, y ese río, se afirma sin
decirlo, solo tiene una ley, la del darwinismo social. El arquetipo
del hombre nuevo bajo la razón neoliberal es el propio de una
sociedad de salmones. Se proyecta al trabajo como si se tratase
de plataforma individual, aislado pero necesitado del resto,
único, pero en un mar rodeado de otros que buscan y compiten
por lo mismo. Como los salmones, eres consciente de los retos,
obstáculos y perrerías que debes aguantar para alcanzar «tu
sueño» en esa carrera, en ese viaje que es tu vida donde el reloj
juega en tu contra y solo los más aptos y los mejor posicionados
pueden lograrlo. Necesitas armarte mentalmente para saltar las
cascadas río arriba y esquivar a la «gente tóxica» pero, sobre
todo, a lo que se interpone entre tu sueño y tu realidad: tus
miedos. Si eres capaz de combinar una total adaptación junto
con la capacidad para poder desprenderte de todo cuanto se te
pida, si consigues hacer de la resiliencia tu modo de vida y
disfrutas con una sonrisa vivir coyunturas adversas, entonces sí,
obtendrás, dicen, tu recompensa.
Sin duda, en su estupidez irracional, los salmones son más
listos, al menos no viven enjaulados en el presente continuo de
la competitividad, pues tienen un destino marcado; el retorno al
origen. Se empeñan en subir el río hasta dar con el lugar de su
origen en el río. Su ser está marcado por la no renuncia a su
origen, y lo persiguen con perseverancia y no tratan de escapar
del contexto, se introducen en una corriente y la viven a
contracorriente. Hasta el final.

VIDA INSTAGRAM

Tal y como pensaba Tocqueville –al igual que Marx–, el


desarrollo de nuestras sociedades lleva acompañado la aparición
de nuevos goces que se convierten, en las condiciones de una
sociedad dada, en necesarios; tanto es así que se acaba
fundiendo deseo con oferta mercantil. Hoy podemos encontrar
todo tipo de servicios que dicen cubrir alguna necesidad o
demanda del mercado, ya sea incorporando cosas que antes no
se vendían, como también otras que jamás hubiera uno
imaginado que podían llegar a venderse. Ante una vida donde
prolifera la soledad, el estrés, la atomización y el cansancio,
puedes obtener un servicio que ofrece cariño a cambio de pagar
un precio. La soledad y la fragmentación se vuelven nicho de
mercado. La empresa Snuggery se dedica a ofrecer servicios de
alquiler de abrazos; oferta por ejemplo un servicio de dormir
acompañado una siesta mientras una persona contratada te
abraza. Son como coachers del descanso a sesenta dólares la
hora.
«¿Quién mejor que una madre para cuidar de tu hijo?». Así
se presenta Mom2Mom, una plataforma online donde puedes
buscar el «apoyo o servicio de otras madres para que el
desequilibrio entre tus horarios laborales y el de tus hijos, no
sean tan problemáticos». Este sistema de madres que se ofrecen
a cuidar a hijos de otras madres que no tienen tiempo vendría a
actualizar la idea de crianza colectiva en una distopía de «kibutz
neoliberal», en el que las ausencias de una madre puede
cualquier otra suplirlas. En lugar de poner el foco en solucionar
esos «desequilibrios de horarios» para que padres y madres
tengan más tiempo, se asumen como algo dado y se hace
negocio con sus efectos perversos; en otras palabras, se buscan
soluciones para realidades infames sin cuestionar lo infame que
es la realidad, sin cuestionar cómo vivimos y en consecuencia,
sin pensar cómo podríamos vivir. La precariedad ofrece
innumerables soluciones que desconocías, sean potitos para
comer porque salen más baratos, casas minúsculas, muebles de
cartón… nuevas «tendencias» para nuevas «formas de vida».
Pero no todo va a ser aprovechar las deficiencias que
provoca la realidad sin tiempo, también hay lugar para los
sectores innovadores que abren brecha en el mercado. Existe
una empresa que recientemente ha abierto nuevos horizontes a
la hambruna colectiva, que cantaba Def Con Dos. En Edible
Anuses puedes comprar diseños individualizados de bombones
de chocolate –negro o blanco–, basados en el molde de tu ano.
También, si lo deseas, existe la posibilidad de obtener una
réplica del mismo en forma de anillo de vidrio, o collar de
bronce para que te lo cuelgues y lo luzcas por la calle orgulloso.
Imaginemos el desarrollo de un anuncio en el que aparece un
encuentro entre amigos. «¿Os apetece un bombón de chocolate?
Prueba, están deliciosos, por cierto son personalizados como
puedes apreciar, tienen la forma de mi ano; es lo que se lleva
ahora. ¡Mira qué colgante!, sin duda es toda una seña de
identidad que te hace sentir especial, único, inimitable; como tu
ano». En la inmobiliaria neoyorquina Rapid Realty NYC, te
aumentan el sueldo un 15 por 100 si te tatúas el logo de la
empresa. Lo más grave de todo es que al principio fue una
iniciativa espontánea de un empleado que luego el jefe decidió
promocionar entre el resto de trabajadores con un aumento del
sueldo.
Aparecen ejemplos sangrantes; hablamos de algo surrealista,
más bien obsceno. En París hay una tienda que vende zapatillas
con apariencia de estar sucias, manchadas con pegotes de mugre
y medio rotas; como esas zapatillas que están directamente para
tirar a la basura. A primera vista, uno piensa que las zapatillas
expuestas en el mostrador serán de segunda mano, pero
teniendo en cuenta la ubicación de la tienda y la manera de
exponerlas, concluye que no pueden serlo.
Entro a preguntar por curiosidad y el dependiente, ante mi
sorpresa, me explica que esas zapatillas se venden a partir de
los 300 euros porque son de una marca de diseño, Golden
Goose, y parece que son lo «último», y, al igual que ocurre con
el hotel Emoya en Sudáfrica –que por fuera parece una chabola
pero por dentro es de lujo–, se vende la experiencia de vivir, de
vestir como un «desarrapado» pero marcando estilo, creando
tendencia. Puedes combinar tus zapatillas mugrosas de 300
euros con unos pantalones o una cazadora vaquera de
Nordstrom, que vienen manchados de fábrica con barro
artificial, por unos 400 euros la prenda. Así, como suena.
Ejemplos como estos muestran la capacidad que tiene el deseo
articulado bajo la experiencia capitalista, de apoyarse sobre
cualquier aspecto y convertirlo en mercancía, incluyendo la
suciedad. La estupidez es infinita, y su vanguardia la encarnan
quienes más poder adquisitivo tienen.
Tratamos de inmortalizar en una grabación todo lo que se
deja de disfrutar en un concierto o en un viaje, dando «el paso
entre la realidad que ha de ser fotografiada porque nos parece
bella y la realidad que nos parece bella porque ha sido
fotografiada» (Italo Calvino). Fotos y vídeos apilados que jamás
volverás a ver, pero que te impidieron ver, apreciar el
monumento y el momento, que te impidieron bailar en el
concierto mientras lo grababas tratando de petrificar lo que
sabemos que mañana desaparece. Cuando ante un cuadro, en un
museo, alguien se acerca y lo fotografía para luego subir la foto
a las redes sociales, me pregunto ¿qué sentido tiene acumular
fotos de un cuadro que puedes encontrar en internet al que no
le has prestado atención cuando lo has tenido delante? Que la
hice yo, que certifica que estuve ahí, porque la foto es un
elemento relacional.
«Vivir sin prisas: llega la filosofía “Slow”» es el titular de
una noticia que aparece en la sección de «lifestyle». El
problema, como todo, nunca es «la filosofía en sí», ya que nadie
suele estar en contra de vivir con más sosiego en una sociedad
acelerada. El problema es el modo como se presentan todas
estas «filosofías», despolitizando la situación y reduciéndolo
todo a una decisión «individual», a una elección de un modo de
vida dentro de un amplio abanico de posibilidades. Una elección
que nunca es libre, pues vivimos sometidos a relaciones sociales
que lo impiden en muchos casos; las mujeres que soportan
dobles jornadas laborales seguro que estarían encantadas de
poder poner en marcha «la filosofía “Slow”», si no lo hacen será
porque en realidad no desean lo suficiente llevar una vida que
vivir lentamente. Tranquila, no te preocupes, todo tiene
solución. Siempre puedes inscribirte en la Universidad de la
Felicidad, donde puedes adquirir la formación necesaria en
coaching, inteligencia emocional o liderazgo, para lobotomizarte
al completo. El neoliberalismo se presenta como alternativa a sí
mismo sin cuestionar jamás las razones y las causas, es decir,
las relaciones de poder que hacen plantearse la necesidad de un
modo de vida más lento. «Si no puedes cambiar el mundo,
cámbiate a ti mismo»; sin embargo, comprobamos cómo, en
realidad, lo mayores cambios producidos en «uno mismo» se
dan al plantearse «cambiar el mundo».
En la novela de Antonio Tabucchi Sostiene Pereira, el
protagonista trabaja para un periódico vespertino, el Lisboa,
cuya edición cubre la actualidad que los matutinos no llegan a
abarcar. El periodismo, como su propio nombre indica, hace
referencia a un periodo, a un ritmo que necesita de un espacio
temporal entre una publicación y otra. Ese periodo hoy ha
desaparecido, la esfera pública es demasiado densa para
diferenciar entre un tiempo de producción de noticias y otro de
asimilación, lo que también cuestiona la relación unidireccional
entre el medio que publica y el lector que lee. La comunicación
se ha vuelto tan intensiva, y la producción tan compartida, que
la diferencia entre quien emite la información y quien la recibe
se acaba diluyendo. Somos esclavos de la coyuntura cuando todo
se convierte en coyuntura, pero ¿por qué todo es coyuntura? Así
es imposible programar nada, anticiparse o pensar en alguna
forma de estabilidad.
Hoy no suceden necesariamente más cosas que antes, la
diferencia es que nos llegan muchas más, que, tan rápido como
aparecen, desaparecen, cuando nuestra capacidad de
comprensión sigue siendo la misma. El silencio acabará siendo
un objeto de lujo, algo con lo que comerciar y traficar en
pequeñas dosis entre el gran público de consumidores que a
duras penas sobrevive al ruido diario. Somos sombras y cenizas,
tratando de captar un tiempo que no controlamos en este nuevo
Medievo que nos empuja a chapotear en una charca de dengue
ideológico.
Si todo depende de lo que pasa, nos acaba pasando de todo.
Nos convertimos en esclavos de la coyuntura, esclavos de «lo
que pasa» siempre disponibles por lo que pueda llegar a pasar
en un mundo donde sucede de todo: «¿Qué está pasando?»,
pregunta Twitter cuando vas a escribir. Es la culminación
espacial, temporal y semiótica, de la totalización económica
capitalista en la sociedad. Es Facebook preguntándote «¿Qué
tienes en mente?». Nos hemos convertido en pilas que fabrican
datos, braceros de la información, jornaleros del consumo. La
empresa-mundo se define por la negación del conflicto en su
interior y la inexistencia de un exterior. Ya no hay dos planos,
ya no hay otra orilla distinta en la que poner los pies, ya no hay
un otro distinto a uno mismo cuando el deseo por una vida
mejor parece acoplarse al deseo capitalista por mantenerse en
su ser.
Vivimos una acumulación originaria de nuestra dimensión
onírica. Se está produciendo un desplazamiento del sentido: lo
virtual comienza a priorizarse por encima de lo presencial. Dos
personas que se encuentran no solo están más pendientes de sus
respectivos móviles que de hablar –no sea que mientras se habla
se pierda uno algo–; también se banaliza el encuentro presencial
y se impone la exposición, el escrutinio, el control, el morbo y el
narcisismo. Es el Instagram de vidas radiantes, siempre felices,
vidas filtradas; hay que «vivir de la manera más fotografiable
posible», recuerda Italo Calvino, y lo real debe conseguir estar a
la altura de la imagen. Instagram funciona como la mercancía,
que solo puede tener valor en relación con otra mercancía.
Parafraseando a Marx, si la expresión del valor de la foto A se
da en una foto cualquiera B, se deduce que A necesita
expresarse a través del otro, B, para expresar su valor. Eso
sucede así porque en el intercambio el valor de A, para poder
expresarse, necesita distinguirse de su propio valor de uso. La
foto, como la mercancía, sigue esa máxima: a través del otro me
expreso y, al hacerlo, se desprende de su uso particular. Una
foto solo funciona en relación con otra foto, pero desde la
importancia de mi foto, y viceversa, porque aisladas, en
ausencia de relación, no existen; Instagram, al mismo tiempo,
hace las veces de panóptico integrado, no porque vigile, sino
porque dinamiza el acceso a la relación y, por lo tanto, genera
una mediación desde la cual se interiorizan relaciones de poder
con un fuerte componente de adhesión libidinal. Así, circulan
millones de fotos colgadas en la red para agradar a otros, a
quienes a su vez solamente importa que a otros les agrade su
foto. Alguien tiene que ser testigo de que soy testigo.
Las relaciones sociales son el primer objeto de consumo y el
trabajador finalmente se convierte en su propio medio, cuando
se desarrolla una exposición deseada en donde se invierten los
roles y la intimidad pasa a ocupar el primer plano público.
Ahora, lo importante es conseguir que todos vean que eres
como aparentas: el capitalismo acaba finalmente por hacer suyo
y administrar un «mundo donde quepan muchos mundos». Lo
fascinante del capitalismo es esa capacidad de hacerte sentir
único y especial, a la par que reduce todo a mera «gelatina», a
pilas indiferenciadas de datos, trabajo y tiempo. Instagram se
juega la vida en su propia desaparición; lleva el instante en el
título de su propia empresa. Y, como tal, esa es su condena;
hacerse cargo de aquello que tiene que, precisamente,
sobreponerse a él mismo. Forma parte de esta explicación en la
que «a la deriva» e «Instagram» son sinónimos, en tanto en
cuanto el «a la deriva» significa, básicamente, que los
«instants», los instantes, son indiferenciados unos de otros,
todos igualmente válidos, aunque «únicos», donde cualquier
instante es histórico. La biografía se convierte en una suma de
instantáneas que terminan por disolver en lo instantáneo la
propia posibilidad de la biografía.
El instante necesita de un sujeto que se aburra rápido para
que funcione igual que una story de Instagram, tan pronto como
tiene lugar desaparece. La dinámica del instante hace
desaparecer aquello que llama la atención; la cosa, el evento, la
tragedia, desaparece desde el momento en que consigue llamar
la atención, como el valor de una mercancía cuando se le da
uso. Bajo este gobierno somático, la atención no solo desaparece
porque desaparezca de la televisión o las redes, también
desaparece de la televisión y las redes porque desaparece de
nuestra atención. Sin embargo, y al margen de la crítica, no
considero que estas formas sean en sí mismas nocivas, o una
expresión de la decadencia y degeneración de comunidades
«verdaderas». Es más interesante conocer cómo funcionan, para
luego pensar cómo podrían servir de soporte para otra forma de
encuentro que cortocircuite el modo actual. Las prácticas
sociales siempre son de algún modo mestizas y ambivalentes, es
ahí donde debe pensarse un lenguaje de época que comunique
otra forma de comunidad.
Someter lo social a la publicidad significa el secuestro de la
mirada, la intromisión constante y permanente de la intimidad,
y la exposición; cuando salimos a la calle, cuando abres una
página de internet, cuando te llaman en reiteradas ocasiones
para molestarte con nuevos productos, cuando abres el buzón de
casa o el correo de tu ordenador: nadie pide permiso para
coaccionar tu mente. Esto no es síntoma de libertad de
expresión; ni de una sociedad plural y diversa, no; al contrario,
se anula la libertad de expresión para que solo hable quien
puede permitírselo. Un espacio público cooptado y expropiado
por la publicidad, en el que solo puede expresarse quien tiene el
dinero para hacerlo, en el que solo hay lugar para la venta, y el
encuentro humano no mediado por su dominio queda relegado a
un efecto secundario. Es la defunción del espacio público como
lugar de encuentro desinteresado, alejado de la rentabilidad, su
muerte como espacio de discusión, de conflicto, el fin del lugar
político por antonomasia. Nuestro ecosistema mental está
colapsado de estímulos que definen los contornos de un modo
social de ser parecido al de un niño sobreexcitado por el café.
El «idealismo revolucionario» al que apelaba Rosa
Luxemburg ha sido absorbido por las agencias de publicidad.
Producir mundos es lo que hace de la publicidad algo más que
su producto; ofrecer estilos de vida a golpe de tarjeta es lo que
anima el neoliberalismo. El producto es meramente la
plataforma que sirve al imaginario que representa una
aspiración: ser yo como esas chicas del anuncio de gafas en su
contexto. Lo que se vende no es el plástico de las gafas, se
vende una forma de verte, de estar y de proyectarte. Los
anuncios son política concentrada y disputa por el imaginario
que condiciona el modo bajo el cual deseamos lo que deseamos.
Vivimos en una sociedad dopada. No solo porque se dispare el
consumo de psicofármacos, que también, sino porque en la
sociedad de la experiencia y las redes sociales prima la
constante estimulación de la adrenalina y la dopamina. Entrar a
comprobar en Facebook o Twitter si hay actualizaciones, «me
gusta» o comentarios genera más deseo que el beber o fumar.
Un exceso de dopamina conduce a la psicosis, pero frente a eso
la alternativa no puede ser el párkinson político que la destruye:
entre la publicidad y las paredes mudas hay un potencial de
liberación.

LA SERVIDUMBRE COMO LIBERTAD

En la premodernidad operaba lo que se entiende por el


modelo de «orientación por tareas» (task orientation), a cuyo
curioso retorno asistimos hoy, solo que, en lugar de estructurar
las tareas acorde a los tiempos de las mareas o las cosechas,
ahora es el tiempo al completo lo que queda subordinado a la
demanda de tareas y a la disponibilidad total a lo que pueda
surgir. Porque ¿tienes acaso algo mejor que hacer que perder tu
vida intentando ganártela? La cultura doer es una forma de
dominio político basado en el autogobierno, gracias a la cual se
hace pasar el riesgo y la inseguridad por una experiencia
exótica.
Este régimen de deseo no se impone desde la distancia,
desde la obscenidad de la orden y la prohibición. Ordena la vida
desde la creencia de la servidumbre voluntaria, es decir, desde
la soberanía del yo emancipado de la sociedad; el reino de la
mera voluntad como realidad. El viaje de la vida ha pasado de
obligar a la gente a entrar a la fábrica, a convertirnos en
fábricas que desean exprimirse más. Una forma de «cuidado» de
uno mismo. Un modelo pensado para los expulsados del circuito
de trabajo estable e ingresos suficientes, que les anima a
«rebelarse» y «atreverse» a ser dueños de sus propias vidas en
lugar de quedarse varados en la precariedad. Una filosofía de
vida abierta y social, que huye de las jerarquías y los protocolos,
una sociedad de microemprendedores autónomos y responsables
de su futuro que comparten una comunidad. Es el relato que
libera al trabajo de su condición de subordinado: el capitalismo
como su mayor transgresor. El trabajo que viene, el trabajo que
ya está aquí, somete por completo el tiempo de los pobres al
tiempo de la competitividad. La economía colaborativa
desarrollada en el contexto de la competencia es una máquina
oligárquica antidemocrática.
La demolición del derecho laboral del siglo XX se observa en
el lenguaje de la economía on demand. No trabajas para, sino
que colaboras con; no te despiden, te desconectas; no te
controlan, te valoran. Vivimos la servidumbre cotidiana como si
fuera una actividad liberadora o, dicho con Lacan, ese
movimiento en el que «su libertad se confunde con el desarrollo
de su servidumbre». De esta manera, un «hacedor» o doer se
convierte en el modelo que emular si se quiere conseguir el
éxito, éxito que –paradójicamente– apela al anhelo por dejar
atrás la condición de trabajador, pero trabajando mucho para
conseguirlo. Cuando el tiempo de vida y el de trabajo se
convierten en un solo tiempo, tu vida puesta a trabajar deviene
el trabajo de tu vida; las «trabacaciones» son un síntoma de esta
tendencia. Impulsa un prototipo de «integración» donde no se
para, donde no se tiene tiempo para nada y se consumen
relaciones sociales. Un modelo que, por una parte, absorbe toda
la vida, pero al mismo tiempo dificulta la reproducción material
de cada vez más gente; un formato que absorbe como un
tiburón ballena pero filtra como el ojo de una llave.
El neoliberalismo consigue ser deseado porque se apoya en el
anhelo de su propia destrucción. Canaliza a través de la forma
competencia la posibilidad y el anhelo de abolirse como
proletariado. Mientras, quienes afirman enfrentarse al
capitalismo buscan generar adhesión por la vía inversa, esto es,
reivindicando su derecho a ser la parte que le corresponde,
trabajador dentro de su relación con el capital. Esta es la doble
inversión, por un lado el capital se mueve haciendo desear su
abolición, para sus adversarios, el trabajo debe perpetuarse y
garantizar la condición proletaria.
El imaginario neoliberal articula el deseo por dejar de ser
trabajador, un deseo anticapitalista, aunque de forma individual,
como fuga de clase en lugar de abolición de la misma. Unas
pautas propias de un marco de época fundado sobre la
competencia, sobre el devenir capital de la fuerza de trabajo, el
solapamiento de tiempo de vida y de trabajo, y la empresa como
forma imaginada de comunidad. Esta metahegemonía no
distingue entre izquierda y derecha, tampoco entre arriba y
abajo, ni entre dentro o afuera; es de facto el elemento
transversal que atraviesa a todas las facetas y posturas de la
sociedad. Hace aikido con el antagonismo y lo integra todo,
incluso la demanda de democracia, bajo su racionalidad. ¿Qué es
la figura proteica del doer sino la fusión del militante
revolucionario con la competitividad empresarial? El devenir
militante de la sociedad; militantes del capital. Este es el
tránsito que recorre la fuerza de trabajo, el que va desde las
fábricas de Mánchester al templo financiero de Nueva York.
Todo lo que existe es susceptible de ser mercancía en la
sociedad del goce de la acumulación; toda la realidad, porque
existe la resistencia, puede ser capturada: lo ecológico,
gayfriendly, multicultural o feminista.
La reivindicación del trabajo (como noción moderna, antes
no existía el sentido de trabajo) porque crea valor en oposición
al ocioso capitalista, no hace más que reforzar los pilares
ideológicos y el dinamismo del propio capitalismo, al reivindicar
la subordinación proletaria. El revés del mundo: mientras que la
promesa de emancipación de su propia condición de trabajador
es lo que nutre al imaginario neoliberal, la perpetuación como
trabajador es lo que sostiene el horizonte de la oposición al
capitalismo. O cómo el capitalismo convierte en miseria la
aspiración comunista por emanciparse del trabajo asalariado.
«Trabajar», en esta sociedad, no significa trabajar de cualquier
cosa, entendido como metabolismo con la naturaleza, sino que
tiene que ser un trabajo por el que te paguen (cuidar niños y
ancianos en casa no es trabajo desde esta perspectiva). Solo
modificando el modo en el que pensamos la democracia y el
sentido del hacer –más allá de la relación delimitada por el
régimen del valor– cabe pensar la crisis de la sociedad del
empleo de una forma diferente a la sociedad de
microemprendedores. Asumiendo que el trabajo, como noción
moderna, es el sustento imprescindible de la dominación de la
sociedad mediada por el dinero, no se puede defender el trabajo,
tal y como se comprende, sin defender a su vez la necesidad de
transformar el trabajo en dinero: el movimiento perpetuo de
añadir valor al valor. Ese movimiento es el que, a su vez, hace
cada vez más difícil integrarse a través del trabajo remunerado.
Alguien podría dar a entender que la manera de transformar
las cosas pasa por mostrar a la sociedad las «cosas tal y como
realmente son» para que se produzca una reacción. Esta es la
fantasía que espera descubrir una realidad, olvidando la
distinción que hace Gramsci entre «frente político» –atacar
donde más débil es el enemigo– y «frente ideológico», medirse
donde resulta más complicado hacerlo. El sol, nos dice Spinoza,
se imagina a una distancia de doscientos pies, lo cual es
equivocado, y una vez que se tiene conocimiento de la distancia
real desaparece el error; no ocurre así, sin embargo, con la
imaginación, que concibe al sol en la medida que el cuerpo es
afectado por él. Así pues, uno puede conocer la distancia real
del sol, pero eso no impide seguir imaginándolo cerca de
nosotros. Saber que los productos de trabajo son expresiones del
trabajo humano invertido en la producción no altera ni deshace
para nada su posición de objetividad, recuerda Marx. Saber no
indica nada, no hay luz que despierte, ni conciencia que tomar ni
caballo del que caerse. Resulta más útil preguntarse, como hizo
Wilhelm Reich, no por qué los explotados hacen huelga o los
hambrientos roban, sino por qué la mayoría de los hambrientos
y explotados ni roba ni hace huelga. El carácter social de una
sociedad en un periodo histórico es definido por Erich Fromm
como el carácter del hombre común al que le gusta hacer lo que
debe hacer. Pero ¿qué es aquello que debe hacer? Obedecer a la
fuente de autoridad capaz de presentarse simbólicamente como
el fundamento del orden, al mismo tiempo que permite a quien
obedece transferir sobre el otro la capacidad de saber y ordenar,
no por lo que dice, sino porque lo dice desde donde lo dice. En
este ejercicio tiene lugar una movilización de las pasiones y una
adhesión afectiva que inviste al otro de la capacidad de ejercer
la dominación simbólica. Ese otro nunca es una persona, la
persona es la expresión local de toda una fuente más amplia, o
dicho de otro modo, puede ponerse en duda la autoridad de
alguien, pero no la relación de poder que genera que alguien
tenga autoridad.
Explica Terry Eagleton, apoyándose en Wittgenstein, que
«las formas de vida» simplemente vienen dadas, y que al igual
que las reglas de juego en el ajedrez no reflejan y expresan el
ajedrez, sino que lo constituyen, lo que viene dado tiene más
que ver con una noción antropológica que con una política.
Estas formas de vida no son inmutables, pero sí constituyen un
contexto desde el cual se entiende y cobra sentido todo lo
demás. Las cosas que se hacen de un determinado modo
simplemente porque «es así como se hacen y punto» expresan
una forma de vida que solo puede entenderse y modificarse
alterando no desde su efecto, una «vez dado», sino cambiando la
gramática, la causa de «lo que viene dado». Así, lenguaje y
práctica conforman hechos sedimentados en nuestra forma de
hablar, dando lugar a formas de vida que constituyen las reglas
del juego. Lo importante no es lo que pasa si sino lo que sucede
en, cuando la suma incontable de pequeñas cosas inadvertidas –
no la suma cuantitativa, o la suma de sus valores al peso–
desplaza y genera un nuevo centro de gravedad. Esto no es una
oda a «la revolución de las pequeñas cosas» del BBVA, en tanto
que pequeñas cosas admirables con motivo de su pequeñez, sino
porque solo con prácticas enraizadas que generan sentido, y con
posiciones que dan sentido a las prácticas, salen grandes cosas.
El fetichismo de la mercancía es la norma inconsciente que
rige nuestra sociedad, según la cual los seres humanos nos
relacionamos como si de una relación entre cosas se tratase, al
mismo tiempo que la relación entre las cosas adopta la forma de
las relaciones sociales. Es una inversión que se enraíza en lo
invisible para manifestarse en lo visible. Esta relación social, la
del valor, no oculta nada y se le aparece a los productores
«como lo que es», es decir, como «relaciones de cosas entre las
personas y relaciones sociales entre las cosas» (Marx). Algo
similar explica Kant cuando entiende que aquello que nos rodea,
los objetos exteriores, son percibidos e intuidos tal y como
afectan a nuestros sentidos, es decir, «según se nos aparecen».
Esto es así porque «las propiedades que les atribuimos son
siempre consideradas como algo dado realmente», o dicho de
otro modo, al igual que el fetichismo en Marx, la manera en que
intuimos y percibimos, provoca que nos afecte –como el sol de
Spinoza– al margen de que lleguemos a conocer su
funcionamiento. La consciencia es falsa, pero no porque sea
mentira la realidad vivida, sino porque es incompleta. Siempre
hay algo en la realidad que es indescifrable, por lo que siempre
se aspira a seguir descifrando. Del mismo modo que una
persona es aquella que lleva puesta una máscara en sociedad, el
capitalismo es aquella sociedad cuya máscara se define por el
fetichismo de la mercancía: «una relación entre personas oculta
bajo una envoltura de cosa» (Marx). Persona significa eso,
«máscara», y la máscara no se cae, no se quita, se transforma.
La máscara es real porque lo real es la máscara. Podemos
afirmar que en nuestra actual sociedad este fetichismo, es decir
el capital, coincide finalmente con su concepto. El capitalismo
no existe como una cosa ajena, existe porque media y construye
relaciones sociales de todo tipo: el capitalismo aparece como
indiscutible no porque ignoremos cómo funciona el mundo, sino
porque nuestras vidas se tejen con sus relaciones e imaginario.
El capitalismo funciona como un permanente estado de sitio
emocional, no es mentira, es real, lo que está fetichizado es la
imposibilidad de imaginar otro modo de convivencia. La
naturaleza de la ideología es, precisamente, la ideología hecha
naturaleza. Aparece directamente como vivida, experimentada,
sin pasado ni futuro, sin principio ni final, como una meseta,
solo en su forma presente aparentemente inalterable y estable
en el tiempo.
La ideología es ante todo, y sobre todo, un proceso social, un
hilo no físico compartido sin origen ni final, que articula
socialmente nuestra psique y la vida colectiva. Vivimos en un
modelo de sociedad donde la elección se reduce a aquello que se
puede comprar, esto es, todo, salvo elegir el propio modelo que
lo condiciona todo. La mejor definición del aspecto cultural del
capitalismo contemporáneo es su versatilidad a la hora de
proyectar una imagen totalmente opuesta al producto que
vende; lo vemos en un anuncio de Coca-Cola que recomienda
comer sano, verduras y frutas. La ideología siempre está en los
detalles inadvertidos, en lo más corriente; la ideología triunfa en
la medida en que su presencia sea su ausencia. Se presenta ahí
donde no existe, no se explicita ni se reivindica, directamente se
vive como aquello que es. La ideología está en la melodía de los
anuncios, en la decoración de la oficina, en los valores, los
encuentros de trabajo, las revistas de liderazgo, las películas… O
la encontramos en el mobiliario urbano, por ejemplo en los
pinchos ubicados en los locales y bancos para evitar que alguien
se siente o se recueste. La ideología es aquella práctica que se
asienta en la antropología, como aquello que viene dado y no es
objeto de discusión, porque «es así». Solo otra mediación social
que forje otro tejido de asociaciones imaginarias y pasiones, que
sustituyan a las que motivan la obediencia, permite pensar otra
manera de relacionarse.
A la hora de pensar la forma política hay, como recuerda
Aristóteles, que definir ante todo qué tipo de vida es más
deseable ya que, como recuerda Marcel Proust, «vale más soñar
la vida propia que vivirla, aunque vivirla es también soñarla».
Ninguna medida, ni siquiera un paquete de medidas, ningún dato
escandaloso o estudio riguroso va a convencer de forma
pedagógica a la sociedad sobre las bondades de un programa.
Solo vamos a ser capaces de repensar los sistemas de bienestar
si antes somos capaces de desearlo, no al revés; pues el deseo
implica necesidad, es el apetito de la mente, por eso no
deseamos lo que nos parece bien, nos parece bien porque lo
deseamos (Spinoza). Combatir el cinismo generando
agregaciones y adhesiones afectivas que produzcan
desplazamientos en lo pensable y propaguen la convicción real
de que se puede cambiar la vida. Esto es lo que ha conseguido
hacer posible lo que era impensable, y lo que hoy permite a un
anuncio de coches parecer más radical que una consigna
revolucionaria en una pancarta. A diferencia de Matrix, todos
nos hemos comido la pastilla roja pero seguimos deseando vivir
en el mundo de la pastilla azul, todos saben que ese filete con
buena apariencia es falso, pero aun así se prefiere. ¿Qué tiene
ese filete que, a pesar de que todos sabemos que no es lo que
aparenta, todos preferimos seguir deseándolo? El filete es una
relación de deseo, que, por serlo, nos condiciona a todos: Matrix
es una ilusión real, mediada social y simbólicamente. En la
ilusión de lo real y lo real de la ilusión, donde la dolorosa
verdad de la realidad es que la realidad es la verdad dolorosa.
Por mucho que se denuncie la desigualdad y se advierta de sus
consecuencias, eso por sí solo no hace política, no puede
interpelar ni generar identificación. No sirve políticamente
cuando no se puede apoyar en un terreno y una aspiración
deseable, esto es, en un sustrato desde donde proyectar un otro
distinto, cosa que sí hace la épica empresarial animándote a no
conformarte con lo que eres cuando puedes ser mejor: deseo de
ser otro, que también podría ser deseo por dejar de ser clase,
emanciparse del trabajo.
En las identidades –también en las que ensalzan el
consumismo y la primacía del mercado–, el apego y la adhesión
nunca se producen de una forma plenamente consciente, por lo
que desmontar una identidad para levantar otra nunca se hace
de forma del todo consciente. De hecho, toda identidad y toda
gramática –el conjunto de reglas que nos permiten dar sentido a
las cosas– necesita ser en cierto modo impermeable a los
argumentos racionales, dado que su principal ingrediente es la
emoción (no en general sino enraizada en una realidad
concreta). Captar y hacerse cargo de ese deseo por ser otro, para
construir otra sociedad, es una tarea política que funciona a la
inversa de lo que parece, porque «para que nos crean, debemos
hacer increíble la verdad» (Napoleón).
La idea verdadera es producida racionalmente bajo las
condiciones que permite ser producida en sociedad, o dicho con
Foucault, está ligada circularmente a los sistemas de poder que
la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce
y que la acompañan. Según Spinoza, cuando se habla de verdad
o de falsedad siempre hay que tener en cuenta que la falsedad
no es el resultado de un fallo de razonamiento, sino más bien la
muestra de la incapacidad del entendimiento humano para
abarcar la totalidad de aquello que existe. La política es ese
factor de inestabilidad, la tensión entre lo que se ve, lo que se
toca y quienes lo ven y quienes lo tocan. La verdad en política
existe porque no existe, o dicho de otro modo, la verdad nunca
viene dada, es producida racionalmente en sociedad fruto de un
determinado encuentro y desencuentro. La verdad siempre es un
proceso sujeto a la impugnación, una aspiración. El virtuosismo
de la política transformadora reside en el contenido, en esa
materia capaz de movilizarse. ¿Cómo salir de esta jaula
imaginaria, retomar el hilo de la historia y abrir el horizonte de
la realidad para constituir otra distinta? Vivirlo como una
certeza, seguirlo y perseguirlo. Hasta el final.
CAPÍTULO II

No tengo tiempo

Economía del tiempo: a esto se reduce finalmente toda


economía.
Karl Marx

No tengo tiempo. No tengo tiempo para preocuparme por


como ocurrió. […] El tiempo es ahora la moneda de cambio, lo
ganamos y lo gastamos. Los ricos pueden vivir eternamente y el
resto… yo solo quiero despertar con más tiempo en mis manos
que horas tiene el día.

Así comienza la película In Time, una distopía donde a partir


de los 25 años se deja de envejecer y se activa un reloj vital que
solo permite disfrutar de un año de vida. Desde ese momento
hay que salir a ganar tiempo; de lo contrario, si se agota, te
mueres. La ciudad se distribuye por zonas horarias, es decir,
zonas a las que puedes acceder dependiendo del tiempo del que
dispongas, de este modo se garantiza el apartheid social. En los
guetos, los precios y los impuestos suben el mismo día. «La vida
se encarece para garantizar que la gente siga muriendo, ¿cómo si
no puede haber hombres con un millón de años mientras la
mayoría vive al día?, pero la verdad es que hay más que
suficiente, nadie debe morir. […] Para que unos pocos sean
inmortales muchos deben morir». Adam Smith pronunciaba algo
muy parecido cuando asumía que «cuando hay grandes
propiedades, hay grandes desigualdades. Por cada hombre muy
rico debe haber al menos quinientos pobres, y la opulencia de
unos supone la indigencia de muchos». A través de la estructura
del hilo conductor de la película podemos observar muchas de
las características que giran en torno a la importancia del
tiempo en nuestra forma de vida.
Los sans culottes inauguraron un tiempo constituyente que,
en su resultado revolucionario, avanzaba lo que vendría a ser la
lucha de clases. Ese tiempo expansivo se enfrentó al tiempo
cerrado de la constitución del trabajo sobre la base de la
jornada laboral. Ese tiempo de la modernidad es el que ahora
está puesto en duda o, por el contrario, es el que se consuma
finalmente cuando todo el tiempo vital se convierte en tiempo
de trabajo disponible para el capital. Se aventura una nueva
relación entre seguridad, tiempo y riqueza, acorde a una
sociedad que ha sido absorbida al completo bajo el tempo de la
economía. Gastamos mucho tiempo en tratar de ganar tiempo.
O, lo que es lo mismo, si el sentido del ser es el tiempo
(Heidegger), y una de las formas de ser del ser es el «plusvalor»,
el sentido del ser plusvalor es el tiempo. Si tal y como entendía
Cicerón, la cultura, a diferencia de la agricultura, se dedica a «la
formación del alma», podemos afirmar que desde que la
expansión del capitalismo pasa por crecer en la dimensión
humana de la cultura y la comunicación, incorporándolas al
campo de la producción, la formación del alma es una
mercancía.
Ganar tiempo nos construye como sujetos bajo esta forma de
«ser-plusvalor», y su contrario –ganarle tiempo al plusvalor–
construye un tiempo constituyente, de apertura e innovación
democrática que inventa otras formas distintas de valorar. En
este tiempo cuarteado, existen aplicaciones móviles para que
saquen a pasear a tu perro porque trabajas mucho y no tienes
tiempo. Amazon te ofrece servicios de limpieza, jardinería,
electricistas, etcétera, a domicilio por demanda, a tiempo real
para adaptarse a tus necesidades, precisamente porque no tienes
tiempo para ocuparte de esas tareas, o simplemente porque la
secuencia del tiempo regulado y socializado que vivimos se ha
visto atrofiada. Si no puedes comer cinco piezas de frutas al día
no te preocupes, lo puedes sustituir con un bote o batido que
dice contener los nutrientes necesarios. El tiempo para comer es
un lastre improductivo, por eso aparecen sustitutos como Soy-
lent, sí, como suena, igual que aquella película distópica
protagonizada por Charlton Heston en 1973, Soylent Green. Se
trata de un bote o un sobre de proteínas en polvo que te hará
ganar tiempo del tiempo para comer.
Cuanto más se valora la sensación de «estar ocupado» como
algo positivo (business viene de busy, «ocupado»), más prolifera
la necesidad de (re)llenar el tiempo. Algo propio de una
sociedad compuesta de individuos «extirpados» de origen social
es la aspiración de sentirse demandados por otros para hacer
esperar al resto; una sociedad que hace de su deambular entre
las brumas la condición que deificar. Lo vemos claramente en el
anuncio de Fiverr, una empresa de servicios freelance cuyo
lema es «In doers we trust» –«en los hacedores creemos»–, que
enfatiza lo siguiente: «Un café es todo tu almuerzo. Tu siguiente
paso es acabar lo que has empezado. Tu droga favorita es la
privación de sueño. Puede que seas un hacedor» (véase la
ilustración adjunta).
Tú decides, ¿eres o no eres un hacedor? El nuevo loser es el
don’ter: si no estás ocupado, haciendo cosas, creando contactos,
o ganando dinero, lo que sea para perseguir «tu sueño», será
porque tu vida carece de sentido y eres incapaz de asumir el
reto que se te plantea. La cara B de toda esta parafernalia la
observamos cuando se compara la cantidad de días perdidos de
trabajo a causa de huelgas y los días perdidos a causa de
depresiones y ansiedad. Según observa el Instituto Nacional de
Salud británico, entre el año 2009 y 2015 los días perdidos por
depresiones y ansiedad han llegado a superar los 16.000 días,
mientras que los días perdidos por huelgas nunca alcanzaron los
2.000. En España, según el Instituto Nacional de Estadística
(INE), el 59 por 100 de los trabajadores asegura sufrir alguna
forma de estrés en su trabajo. Mientras descienden las
enfermedades físicas, aumentan las de tipo mental, así se
entiende que un editorial de la British Medical Journal apueste
por la renta básica como mecanismo para paliar también este
tipo de derivas que relacionan la mente con el trabajo, el tiempo
y el modo de vida. En el lodazal de esta nueva forma de
pseudoprogresismo que muestra el culto a los doers, las mentes
sufren las consecuencias de un sistema de encierro cognitivo con
el que las farmacéuticas dan palmas a la espera de que
engullamos pastillas para seguir el ritmo.
La fuerza de trabajo se comporta cada vez más como un
músico al que le van saliendo bolos, entre la intermitencia y la
incertidumbre, sujeta a la producción por demanda en el tiempo
liso competitivo. El sentido social de lo que se compra y se
vende varía, la manera en la que se compra y se vende el
tiempo se modifica en cada episodio histórico. Si Marx
explicaba que la fuerza de trabajo «da crédito al capitalista»
adelantando su valor de uso, hoy, a través de prácticas, becas y
horas extra sin remunerar se regala tiempo valioso, sin que
nadie te lo compre y pague por ello, a modo de muestra
gratuita: las formas no remuneradas de trabajo, vendidas como
«oportunidad» y «privilegio» en forma de prácticas y becarios,
son la adaptación neoliberal del trabajo voluntario. La vida se
convierte en un yacimiento de oportunidades de negocio, todo lo
que antes no se podía comprar o vender, todo lo que no era un
servicio, ahora sí lo es. Para formar parte del circuito de
oportunidades de eso que es el ser-negocio, basta con ser-ente.
Todo aquello que pueda ser considerado cosa, es espacio de
capitalización; todo lo que es, es susceptible de ser cosa, es
decir, mercancía. Y al revés, en una sociedad donde la «riqueza»
es lo que se tiene, lo que puede llegar a tenerse acaba siendo
todo lo que es. Pensar, comunicar, googlear, comprar, hablar;
casi todo hoy es capturado en una sociedad que ha incorporado
a todo el campo de la vida, a los espacios públicos, al sistema
cultural y comunicativo, a los imaginarios, bajo el modo de
relaciones sociales capitalistas. Finalmente, «la ocupación queda
absorbida en el tiempo disponible» (Heidegger).
Para ocultar los efectos secundarios del asalto al tiempo,
tenemos a nuestra disposición una crema antiarrugas que te
arregla la cara por la mañana y provoca que te pregunten «¡qué
buena cara tienes!»… «Si tú supieras». Puedes ganar un tiempo
que deberías usar para dormir, es decir, ganárselo al sueño, y
conseguir presentarte en sociedad tratando de irradiar frescura,
juventud y descanso. Ponte esta crema que te tapa los rastros
que deja la falta de sueño, bébete este refresco que te da energía
para aguantar el día; ¿no puedes comer verdura y frutas?, aquí
tienes un bote concentrado. ¿Estás resfriado? No te preocupes,
aquí tienes un sobre que no te soluciona el catarro, pero te
permite tirar para adelante y seguir trabajando o consumiendo.
Dont’t stop, keep it moving no es solo una canción de Jennifer
López, es el slogan del antropoceno. Un mundo donde debes
ganarte un tiempo caro y escaso.
Somos o aparentamos ser importantes, muy sociales o
simplemente incapaces de disfrutar del silencio, de la soledad
elegida, del encuentro, o de fijar la atención durante más de
unos minutos en algo. Haz una prueba, intenta leer una hora
seguida sin distraerte, sin mirar el móvil, sin escaparte hacia
algo que ponga tu cerebro en standby. Decía Italo Calvino que
los libros «clásicos llevan impresa la huella de las lecturas que
preceden a la nuestra». Vicente Campos, en su introducción a
las Máximas y pensamientos de Napoleón, se pregunta no ya
cómo leer a los clásicos, sino simplemente cómo leer, a secas.
En la lectura vemos nuestra acelerada percepción del tiempo en
comparación al de otras épocas; hoy, leer a Proust implica una
inmersión y una dedicación que puede considerarse como un
tiempo perdido cuando el Homer Simpson social resuena al
fondo, diciendo «me aburrooo». Nuestra escritura cambia,
aumentan los diminutivos y cada vez más las películas, al igual
que los alimentos basura, necesitan llevar potenciadores de
sabor para hacer atractivo lo que venden.
Si te acostumbras mucho a la comida basura –luego, una
pizza de verdad o una ensalada no te saben a nada y necesitas
echarle siempre un poco más de sal–, ocurre como en el cine,
que cuando ves una película que no te altera los sentidos parece
aburrida. Esos planos largos que tratan de captar el paisaje,
como en Lawrence de Arabia, son hoy descartados, demasiado
lentos y poco estimulantes para lo que «busca el espectador».
Nos gusta una buena dosis de adrenalina, al menos a la
generación que ha crecido con Hollywood y los videojuegos –y
antes con los videoclips musicales de la MTV– como educador,
pero una sobredosis puede ser peligrosa.
Cada vez concedemos menos tiempo a lo que no parece
urgente pero que sí es necesario, cada vez perdemos más tiempo
en esa línea inacabable que es internet. En esa búsqueda
indomable de lo nuevo, antes incluso de llegar a familiarizarnos
con lo que acaba de salir, lo dejamos de lado e intentamos
atrapar al tiempo inmediato, el tiempo inasible. Esto provoca
vivir con una ansiedad constante el tiempo que no podemos
embotellar y, como a Jesucristo, el tiempo se nos escurre entre
los dedos de las manos sin que podamos evitarlo. Con todo, no
nos resignamos a la ficción de inmortalizar lo que al cabo de un
rato dejará de importarnos. Marcel Duchamp embotelló hace un
siglo 50 cc de aire de París para regalárselo a un amigo en
California; hoy puedes pujar en eBay por el aire de un concierto
del cantante de rap Kanye West.
«No me da la vida» es una expresión cada vez más extendida
a modo de pauta cultural que vacía y desmantela el tiempo
congelado de las costumbres y tradiciones, esas que al mismo
tiempo oprimen y protegen. Tiempo que no se tiene porque el
trabajo se come a la vida, y la vida cotidiana queda subsumida
bajo el mercado. El tiempo de uno tiene que valer más que el
tiempo por el que se les paga a las personas que te liberan de
tus tareas cotidianas. Se crea así una nueva capa proletaria
invisible que dispone de menos tiempo todavía, pues se lo
dedica a la falta de tiempo de otros que pagan para que les
saquen a pasear el perro o para que todo esté limpio y a la
mano. ¿Por qué unos pueden comprar ese tiempo a otros para
que les corten el césped? ¿Qué hace que salga más barato el
tiempo de los y las trabajadoras por demanda? La ausencia de
derechos, de regulaciones y de salarios decentes, es decir, la
ausencia de decisión soberana sobre su propio tiempo, que se
traduce en la disponibilidad total. Las mujeres migrantes que
con su trabajo han sostenido la viabilidad económica de los
cuidados encabezan esta tendencia. Han mantenido la viabilidad
porque su situación jurídica, sin papeles, es la condición
necesaria para que se haya ampliado más allá de las elites el
servicio de limpieza doméstica; de lo contrario, hubiera sido
demasiado caro de asumir para tantas familias.
Uber asegura que ofrece una oportunidad con su servicio a
quienes tienen «un tiempo muerto», o dicho de otro modo, ese
tiempo que no está puesto a producir, «a su juicio», está
desaprovechado. Empresas como Deliveroo se dedican a llevarte
a casa, en el menor tiempo posible, comida de calidad –
afirman– de los restaurantes de la zona. Es un sistema en que
una serie de trabajadores pululan por ahí a la espera de una
llamada encargando comida. La novedad es que te traen comida
de restaurantes que no prestan el servicio de comida para llevar
y que puedes monitorizar el trayecto a través de un sistema de
geolocalización. Estas formas de trabajo son un pozo de
precariedad que, combinando un «espíritu positivo» y
«aventurero», te permite vivir esa gran experiencia de jugarte la
vida pedaleando y esquivando coches cargado como un sherpa.
Son freelance, no empleados; «corredores que disfrutan de su
flexibilidad», afirma un responsable de la empresa. El freelance
es una figura laboral ahora en boga, pero su origen es bastante
antiguo como su propio nombre indica: significa «lanza libre» y
hace alusión a aquellos caballeros medievales que decidían
poner su lanza al servicio de quien les contratase. Hoy, su
sentido se sigue apoyando formalmente en ese espíritu, pero
muchas veces sirve de eufemismo para describir un modo de
dominio político que gobierna animando.
«¿Te gusta andar en bicicleta, te llevas bien con la gente?
Únete a Deliveroo». La empresa les exige tener su propia
bicicleta, un smartphone y conocer la ciudad. Lo que no te dan
son luces, ni garantizan la seguridad del «no empleado». Si se
caen de la bici, va por su cuenta y riesgo. La contradicción
seguridad/tiempo es una constante en el mundo del transporte;
si no entregas a tiempo, el sentido del servicio se pierde, pero
para entregarlo a tiempo muchas veces te juegas la vida. En
esta «colaboración» en que uno pone todo y el otro extrae una
renta, ¿qué pensamos que prima, la seguridad o el tiempo? La
llamada «economía colaborativa» nos exhorta a aprovechar
nuestro tiempo, a monetizarlo, a convertirnos en hosteleros,
buscadores de datos, taxistas o lo que demande el mercado en
ese momento.
Son servicios que externalizan necesidades y están pensados
para que el cliente gane tiempo, o lo que es lo mismo, disponga
de más ocio. Sin embargo, lo cierto es que ese tiempo que se
libera al comprar el servicio que proporcionan otros no suele
traducirse en ocio; normalmente se rellena con tareas que se
multiplican hasta el infinito. Toda la industria orientada desde
la perspectiva del cliente se apoya sobre una máxima, «ayudar a
facilitarle la vida de la gente». Lo vemos en todos los avances
de las aplicaciones móviles, lo vemos en los usos que tiene el
big data: analizar, predecir y reordenar infinidad de gadgets,
fomentar inventos como «una impresora de bolsillo», o «un
calcetín que vigila a tu bebé». La aceleración multiplicada
desata una espiral en que, para conseguir esos servicios que
supuestamente te hacen ganar tiempo, más tiempo se dedica al
trabajo que te permite conseguir (parcialmente, luego está la
dimensión de la deuda) el dinero con el que comprar cosas que
te «hacen la vida más fácil». El tiempo se empobrece como
posibilidad cuando es suprimida la decisión autónoma. La
tiranía de lo inmediato, que vuelve anticuado todo, domestica de
forma desgarradora a la necesidad humana y la expropia del
tiempo.
Job Today es una de esas aplicaciones móviles para buscar
trabajo que funciona como si fuera el «Uber del curro»,
haciéndole ver a quien busca trabajo que está de suerte –y así lo
celebra en el anuncio– por haber encontrado ¡trabajo en solo 24
horas!; «porque esperar no mola». ¡Corre! Aprovecha la oferta
de trabajo en semana santa, el trabajo como edición limitada y
solo accesible a los más rápidos, a los que llegan antes.
Aristóteles consideraba a los esclavos objetos animados cuya
función natural consistía en liberar de la necesidad a los
hombres libres para que estos pudieran dedicarse a deificar la
praxis contemplativa; la buena vida ligada a la virtud del
pensamiento. El esclavo es la forma del no tiempo. Si como
decía Marx la libreta de castigos, en manos del capataz,
reemplaza al látigo del negrero, hoy podemos afirmar que lo
hace la gestión de la actitud, el «gobierno de uno mismo» y el
peso de la deuda. Fuerza de trabajo disponible a la necesidad de
otro de manera descarnada, sin garantía de tiempo de trabajo
que asegure un ingreso estable y suficiente. Ahora la «virtud» se
alcanza a través de una particular forma de considerar el éxito.
¿Qué permite a quien ejerce más poder no tener que esperar?
Tener tiempo, comprar tiempo de otros sobre aquellas cosas que
otra persona puede hacer por él; esto lo capta a la perfección el
anuncio del «Rasca millonario de la Once»: «¿Y el viaje?
¡Mañana mismo te vas a Bali! ¡Vas a esperar ni a esperar!».
Un millonario tiene un jet privado, no tiene que gastar su
tiempo en colas y líneas aéreas. Cuando llega a su destino no
tiene que alquilar un coche en un mostrador, o esperar a que
pase un autobús; un coche le está esperando al bajar del avión.
En el extremo opuesto se encuentran quienes limpian y ordenan
todo para que otros lo disfruten. El tiempo de las que limpian es
un tiempo subordinado al tiempo del resto. Toda la estructura
de la sociedad se relaciona conforme a la compra y uso del
tiempo del otro. Pensemos por ejemplo en las pequeñas píldoras
que permiten «poder escaparse de la espera», de lo molesto
considerado como innecesario. Desde la tarjeta plus que te evita
hacer colas en la aduana del aeropuerto, hasta el hecho mismo
de viajar en avión a diferencia de hacerlo en autobús. Tomar un
taxi o esperar el metro, vivir en una zona u otra. Esa distancia y
distinción económica-temporal explica algunos de los
fundamentos culturales y económicos más significativos de
nuestra experiencia contemporánea. La jerarquía de la espera,
en sus distintos grados, proyecta no tanto la bondad de lo
existente como la imposibilidad de imaginar otra forma de
mediación social. La mayoría observa a unos pocos disfrutar de
experiencias, encuentros y eventos mientras trata de encontrar
réplicas de esas experiencias en genéricos y sucedáneos, para
intentar alcanzar a sentir –aunque sea por poco tiempo y de
forma menos exclusiva– eso mismo.
La vida y el trabajo se integran, no se concilian, y las
relaciones sociales capitalistas colapsan las arterias sociales con
ese colesterol llamado «mercancía». Como si fuésemos
aplicaciones de móvil, las personas servimos para servir tanto
como aguantemos, de lo contrario seremos desechadas,
ignoradas, tiradas al vertedero al igual que una tecnología
obsoleta. Como un móvil que está perpetuamente enchufado,
con el que quizás no siempre se está hablando, pero siempre se
encuentra operativo y disponible, en modo a la espera pero
nunca apagado, desenchufado de la producción. El verdadero
éxito del capitalismo es conseguir imponer, como único
horizonte posible, aquello que no es natural: subordinar la vida a
la producción. Es decir, uno no desinstala el Telegram o el
WhatsApp, no se libera del móvil-oficina (tampoco desaparece
de la cabeza), no solo porque sea condición tenerlo enchufado;
no lo desinstalas porque tienes tu vida ahí, porque es con el
móvil con quien más horas pasas. Pareciera que no se puede
desvincular la vida de la producción, hacerlo supondría
desinstalar toda la construcción relacional de las vidas. Al final,
la batería cada vez dura menos porque no tiene descanso; como
los salmones.
La manivela del reloj, ese reloj símbolo del dominio del
tiempo-contable sobre lo humano, tal y como nos recuerda Fritz
Lang en Metrópolis, gira a la misma velocidad, pero nuestra
vida lo hace más rápido. El walkman se difundió entre los
primeros yuppies a principios de los años ochenta del pasado
siglo. Ese artilugio es síntoma de una revolución en la
comunicación y el sentido de nuestro tiempo. Uno va con los
cascos y camina ensimismado, aislado (ocurre también, o peor,
mirando el móvil), por una parte disfrutando mejor de la
música, por la otra atomizado del espacio que ocupa mientras
transita en una forma de estar sin estar.
A la gente de cierta edad le sigue chocando todavía esta
forma de éxodo del espacio compartido, como se comprueba
cuando vas con los cascos y alguien te pregunta como si no los
llevases puestos, o el extrañamiento que produce observar a
gente que parece ir hablando sola por la calle. En estas
circunstancias, ¿es pensable alguna forma de ágora cuando
evadirse es lo normal? Si bien tiene lugar una tendencia que en
su búsqueda de «orígenes» resucita prácticas perdidas, se
observa cómo las cosas que antes llevaban más tiempo, que
representaban un espacio de encuentro e intercambio, un
espacio de socialización, ahora son un simple servicio aséptico,
un trámite que hay que quitarse de encima de la forma más
suave posible. «Bueno –piensas–, al menos, ya que tengo que ir
al supermercado, lo hago escuchando música y quizá ni siquiera
me tenga que quitar los cascos a la hora de pagar». Así todo
pasa más rápido y gano tiempo. De esto se deduce que hacer la
compra en un mercado de barrio con sus puestos, con sus
comerciantes, lleva aparejado mucho más tiempo.
Hacer la compra en la frutería implica no solo un
intercambio monetario por unos productos, supone esperar tu
turno, preguntarse qué tal te va, que te cuente, que le cuentes.
Si tienes prisa, no vayas al mercado (si hay mercado, claro),
pero ¿cuándo no tienes prisa? Es lo que Jonathan Crary
entiende como «el capitalismo al asalto del sueño». El
capitalismo actúa como el monstruo de las galletas –cuantas
más parcelas de la vida se come, más hambre tiene–, es como
una mancha de aceite que se extiende y lo cubre todo aunque no
del mismo modo ni con la misma intensidad. No tiene
compasión e impone su temporalidad 24/7, haciendo de nuestras
secuencias temporales humanas la secuencia de la mercancía de
forma ininterrumpida. Desde que se introdujo el alumbrado, se
inicia un proceso en el que ya no sabes si las ciudades duermen
por la noche, porque se ha trastocado gradualmente nuestra
ecología del tiempo; ahora funciona indefinidamente.
Los «hábitos de consumo» no cambian por ciencia infusa,
tienen que ver con la mutación en las formas de vida, en la
relación con el trabajo, tiene que ver con la movilidad, con la
falta de recursos y con un determinado uso del tiempo liberado.
Es una pescadilla que se muerde la cola. Como los tiempos de
trabajo son un caos, la solución pasa por extender esa
irracionalidad a todos los ámbitos de la vida, en lugar de poner
un poco de sentido común en la organización de nuestras vidas.
«El derecho del consumidor» escindido de su condición de
trabajador es toda una muestra de lo que es un ideologema
neoliberal.
Quien es consumidor, normalmente también trabaja o
necesita hacerlo para poder vivir. El beneficio que supone ir un
domingo al supermercado proviene normalmente de un perjuicio
previo: el de una ausencia de tiempo. Es un efecto que podría
darse al revés, y tanto uno como otro, tener el domingo libre;
libre de trabajar uno, y el otro de ir a comprar. Cuanto menos
tiempo tienes, más tiempo del resto necesitas; esa es la
cooperación pensada para el beneficio privado en lugar del bien
colectivo. Es un efecto dominó que sería mejor invertir
trabajando menos horas en lugar de abrir más horas.
El ocio es el campo más preciado y sobre el que se expande
la competitividad de mercado. En dos sentidos, una cualitativa,
la otra cuantitativa, ya sea con ofertas para vivir de un modo
específico el ocio o para que puedas disfrutar de más cantidad
de tiempo de ocio. El célebre historiador E. P. Thompson nos
recuerda que antes de que el cronómetro y el reloj ordenasen el
sentido de la vida y el trabajo en la fábrica, el tiempo «pasaba»,
para luego pasar a entender que el tiempo «se gasta». Hoy,
cuando la riqueza se levanta en torno al tiempo libre, la máxima
bien podría ser que «el tiempo se gana». Como reza la empresa
de búsqueda de empleo Hays, existen dos tipos de personas: los
que esperan que llegue su oportunidad y los que toman las
riendas y crean sus propias oportunidades.
Esta época tiene un problema con el sueño y araña todo el
tiempo que puede para la vigilia. Hay una empresa que ha
diseñado una «mesa cama» pensada para que puedas dormir en
tu propia mesa de trabajo: si te vas a tirar días trabajando
puedes echar una siesta y despertarte con el trabajo,
literalmente, en la cabeza. Una mesa diseñada para que,
mientras uno duerme, el otro pueda seguir trabajando, ideal
para quienes no tienen tiempo y necesitan entregar resultados.
¿Sufres de estrés y de excesiva carga de trabajo? ¿Necesitas
aprender a gestionar tus emociones para poder sobrellevar el día
a día? Ahora se lleva el mindfulness, terapias de descanso
cerebral y relajación para mejorar la atención, una especie de
budismo empresarial que los departamentos de selección de
personal ofrecen a los trabajadores para que se mantengan
productivos. La carga de trabajo y el estrés es un axioma, algo
que no entra en duda, pero puedes cabalgar la situación
haciendo ejercicios de respiración y comiéndote un gajo de
mandarina.
Tampoco te hace falta dormir demasiado, eso está
sobrevalorado. Se persigue encarnar aquella idea de Charles
Fourier, el socialista utópico del siglo XIX, quien consideraba
que la «armonía» que reinaría en los falansterios generaría tal
activismo productivista infatigable que iría reduciendo cada vez
más la necesidad de reposo y sueño al mínimo biológico.
Ganarle tiempo al tiempo es ganárselo al sueño, al reposo y al
disfrute. En la Segunda Guerra Mundial, paralelamente a la
carrera armamentística, se dio otra farmacológica por la
innovación en drogas mejores. Los alemanes cobraron ventaja
con el uso extendido e intensivo de la «pervitina» entre los
soldados para librar la guerra, un arma que les mantenía
centrados y despiertos durante muchas horas; los alemanes
invadieron Francia puestos hasta arriba de anfetas, dicho en
plata. La extensión del uso de las anfetas, primero en el campo
de batalla, pasando por la fiesta para llegar finalmente al
trabajo, coincide con el desarrollo del capitalismo: la primera
mitad del siglo XX, los años ochenta y noventa, el siglo XXI. En
Silicon Valley, pero no solo, donde trabajar mucho está bien
valorado, el uso extendido de distintas pastillas que permiten
mejorar las capacidades cognitivas, la concentración y el
aguante es algo bastante normal.
El sueño no solo es problemático en la guerra, también lo es
para la producción, y la búsqueda de la vigilia total no ha
cesado. Jonathan Crary explica cómo el Pentágono financia
estudios sobre aquellas aves que no duermen mientras migran
con el fin de extraer un conocimiento aplicable a los seres
humanos. Más que de mantener la vigilia, se trata de reducir la
necesidad corporal de dormir. Seres humanos insomnes, cada
vez más tratados como máquinas, en el intento de reducir al
máximo esa molestia de la que la fuerza de trabajo adolece.
Hace unos años apareció una noticia que denunciaba la
humillación que sufrían las trabajadoras de una fábrica
hondureña, obligadas a llevar pañales para evitar que fueran al
baño y perdiesen esos minutos de trabajo. En California, una
empresa que se dedica a diseñar alimentos para mejorar la
productividad y el rendimiento –golosinas con cafeína– ha
puesto a prueba la técnica del biohacking. Es un campo de
experimentación basado en concebir al cuerpo como una
máquina para tratar el metabolismo y mejorar el rendimiento.
Básicamente, se trata de no comer durante 24-36 horas seguidas
a la semana para mejorar la productividad generando cetosis.
La cetosis es el proceso metabólico que, ante la falta de
carbohidratos por el ayuno, permite que el cuerpo se esfuerce
más y queme grasa, mejorando la atención. Entre algunos altos
ejecutivos se está poniendo de moda empezar a trabajar a las
4:30 de la mañana, porque –dicen– se está más tranquilo, sin
llamadas de teléfono ni redes sociales ni distracciones. Como el
trabajo devora sus vidas y no les permite disfrutar de más
tiempo de ocio, o con sus familias, prefieren no trabajar más –
eso dicen–, sino aprovechar más el tiempo, o dicho de otro
modo, robarle horas al sueño.
Con la falta de sueño aparecen nuevos horizontes para una
actividad empresarial centrada en las externalidades negativas
que provoca. Se contradice con lo arriba expuesto en un choque
entre rentabilidades. Según un estudio del think tank Rand
Europe, la falta de sueño afecta a la productividad y en EEUU
se ha cifrado ese coste en 411.000 millones de dólares, mientras
que en Alemania la cifra se eleva a unos 56.000 millones de
euros al año. Ante esta situación ya hay empresas como PwC,
Google o Ben & Jerry’s que, de manera similar a la «mesa
cama», habilitan el mobiliario y las oficinas para poder dormir
en ellas. El sueño –o, más bien, la falta del mismo– es un
negocio en boga que, más allá de las farmacéuticas, abre la
puerta a los llamados «centros del sueño» y a aplicaciones
móviles orientadas a tratar el insomnio de noches en vela, un
negocio que –se pronostica– moverá para 2020 unos 10.000
millones de dólares en EEUU.
¿Cuánto tardarán en extenderse estas prácticas por toda
sociedad? La película American Psycho representaba el inicio de
la contrarrevolución capitalista, pero hoy el capitalismo ya no lo
encarna el yuppie millonario ochentero, sino el Robinson Crusoe
del siglo XXI; el psicópata socializado tan bien representado en
la película Nightcrawler, que codifica la vida entera por el filtro
de la rentabilidad. Un prohombre que escala desde lo más bajo
para alcanzar las cimas más altas de la podredumbre relacional.
Es el «Neo» del capitalismo que lucha contra la vida para
utilizar a las personas como instrumentos de lucro y convertirlo
todo en una oportunidad que monetizar. Quizás la némesis de
este personaje sea ese funcionario gaditano que durante catorce
años entre traslado y traslado se quedó sin tareas, por lo que en
lugar de acudir a trabajar dedicó su tiempo a estudiar la obra
del filósofo Baruch Spinoza. El último aristotélico centrado en
la praxis y la vida contemplativa, capaz de comprender que una
bella conversación durante una comida es una actividad útil,
pues uno puede naufragar en su labor diaria como funcionario
público, y, en cambio, triunfar, convirtiéndose en un servidor
público.
CAPÍTULO III

Zona hermética

La fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra como si


fuera escoria.
Maksim Gorki

EL TIEMPO DE LAS MUJERES

Si hay alguien que encarne así el dolor como las esperanzas


presentes es la mujer. La mujer sufre la doble relación de
discriminación laboral y dominación sexual, sobre la base de un
orden naturalizado de las cosas. Esta losa histórica queda
sintetizada cuando Balzac, en su célebre obra Eugénie Grandet,
abriendo el capítulo de los «Pesares de familia», comenta que
«en todo momento las mujeres tienen más motivos de dolor
que el hombre y sufren más que él […] sentir, amar, sufrir y
sacrificarse será siempre la historia de la vida de las mujeres».
No le falta razón a la descripción que hace Balzac del
sufrimiento histórico propiamente femenino, que se lo digan
también a Tristana de Galdós.
Tal y como explica la historiadora Ulla Wikander, no es
cierto que las mujeres estén incorporándose por primera vez al
mercado laboral; sí lo es, sobre todo en el caso español, que
desde la década de los años ochenta del pasado siglo se ha
generado un incremento enorme. En las distintas formas en las
que se ha presentado la división sexual del trabajo, la mujer ha
realizado trabajos bajo la forma asalariada. Algunas, son
actividades que han ido adoptando diversas formas a lo largo
del tiempo, la colada es una de ellas; de su forma colectiva a la
lavadora en casa, pasando por la lavandería del siglo XIX. El
fin último de la mujer, se decía, era la maternidad en el hogar,
y a principios del siglo XX suponía una vergüenza para el
hombre que la esposa tuviera que ganarse el jornal fuera de
casa. En cambio, las mujeres solteras tenían que soportar el
doble peso de la casa y el trabajo. Entonces, ¿en qué sentido
cabe hablar hoy de feminización del trabajo? Puede decirse que
la crisis y la precariedad tienen cara de mujer, lo cual es cierto,
pero va más allá; definir hoy el trabajo en su conjunto es algo
que debe hacerse desde un enfoque femenino. El terreno que
presenta la sociedad del postempleo expande e intensifica sobre
el conjunto del trabajo la experiencia histórica de la mujer
respecto al tiempo, el sufrimiento, la disponibilidad, la empatía
y la responsabilidad.

El trabajo avanza hacia una total asociación entre la


intimidad y lo público, hacia una «integración» de la vida
laboral y familiar, entre las vacaciones y el trabajo, hacia una
fusión entre lo que te pide el trabajo y lo que uno es. Si la
sombra de la producción es el terreno de la propia vida, si la
centralidad del trabajo va más allá del propio centro de
trabajo, la mejor forma de comprender una dimensión que
exige polivalencia, emoción, movilidad, preparación y
«dedicación maternal» es desde una lectura que incorpore la
perspectiva de lo construido históricamente como lo femenino.
La mujer no solo es la cara de la precariedad por la realidad
que vive; lo es, además, por esa feminización del trabajo que
atraviesa todos los ámbitos de la sociedad y no solo el espacio
delimitado del centro de trabajo.
Hoy, incluso Jennifer López o Beyoncé tienen vídeos con
millones y millones de visitas, cuyas canciones impugnan el
papel subordinado de la mujer respecto al hombre en el hogar.
Esto no significa el final del conflicto, sino su actualización
bajo un plano distinto donde el propio capital incorpora nuevos
elementos que son, en ocasiones, contradictorios. El grado de
fortalecimiento del movimiento feminista mantiene una tensión
entre su capacidad de transformar la sociedad y la de ser
transformado. Lo importante, como siempre, es la tensión. El
capitalismo funciona también como un cierre imaginario y
semiótico, esto es, busca adaptarse a los nuevos códigos y
significados de tal forma que incorpora parte de las demandas
al tiempo que trata de evitar la politización de la economía. Es
lo que Nancy Fraser ha calificado de «neoliberalismo
progresista»; una especie de alianza entre algunas corrientes de
los nuevos movimientos sociales, incluido el feminismo, y
sectores de Wall Street, Silicon Valley y Hollywood. Una
alianza entre la financiarización de la economía y la lectura
licuada de la diversidad social y el reconocimiento a los
distintos «estilos de vida».
La conocida marca de moda Christian Dior presentó para la
temporada de primavera 2017 una camiseta que lleva por
mensaje el título de un libro de la escritora nigeriana
Chimamanda Ngozi Adichie, We Should All Be Feminists
(Todos deberíamos ser feministas). Si Dior lo hace es gracias al
efecto generado por el terremoto feminista, lo que ciertamente
es síntoma de fortaleza, pero al mismo tiempo entraña sus
riesgos; ¿Dior se come al feminismo, o el feminismo a Dior? La
tensión de la lucha de clases en una camiseta.
El modelo que relega a la mujer al espacio privado del
hogar no responde a una supuesta estela histórica de división
sexual de trabajo «como algo de toda la vida», es decir, no es el
resultado de una tradición antiquísima y «natural» de las
relaciones entre hombre-mujer. Cuando las mujeres en los años
setenta desertaban del hogar y cuestionaban el modelo de
familia nuclear, estaban quebrando el pilar de la reproducción
sobre la cual se sostenía el modelo fordista, con la mujer en
casa. Aunque se haya puesto en duda –en parte– una cierta
arquitectura de la dominación, eso no quiere decir que la
dominación en sí misma deje de existir. La crisis de los
cuidados que hoy se manifiesta entrecruzada con la crisis del
trabajo es la crisis del modo de acumulación capitalista, que
para poder seguir acumulando necesita sostenerse sobre el
trabajo reproductivo, pero, al mismo tiempo, el propio proceso
de acumulación desestabiliza el terreno sobre el cual puede
desarrollarse la reproducción social, tal como apunta Nancy
Fraser. El trabajo de cuidados reservado a las mujeres y
despreciado como no productivo (salvo que se mercantilice)
pone en valor todo aquello que la ley del valor desprecia. El
feminismo como crítica del «ser» en la modernidad, el
feminismo como crítica de la economía política. La modernidad
ha construido una ética del trabajo que hace pasar por objetivo
y natural lo que tiene una naturaleza social. La construcción de
subjetividad del trabajador como agente que consigue su
independencia gracias a la paradójica libertad del salario, se ha
levantado históricamente sobre las espaldas de la dependencia
en la mujer. El trabajo remunerado, como eje central sobre el
que orbita el resto de cadenas de dependencia, provoca que el
trabajo de reproducción de la vida sea fundamental para la
propia posibilidad de reproducción del capital sin necesidad de
reconocerlo.
El feminismo como crítica de la economía política es una
oportunidad para reinterpretar la riqueza desde una perspectiva
distinta a la que suele entenderse, esto es, como sinónimo de
trabajo productivo. La lucha de las mujeres representa el
potencial de una contradicción fundamental del capitalismo,
que no es la de trabajo proletario frente a trabajo capitalista
(un oxímoron), sino entre concebir la riqueza basada en el valor
frente a la riqueza no basada, medida o mediada por el gasto
inmediato de tiempo de trabajo humano. Es la contradicción
entre el tiempo de las mujeres y el tiempo del capital.
Feminismo y ecologismo no como valores que se incorporan
a la sociedad para mejorarla, sino como perspectivas desde
donde criticar a la sociedad para cambiarla. Feminismo y
ecologismo como potencial de una crítica integral a nuestro
concepto de riqueza: a la sociedad de trabajadores y su gestión
del tiempo. El feminismo y el ecologismo como crítica a la
sociedad de trabajadores orientada al crecimiento indefinido y
como fundamento de una riqueza que priorice el bienestar y el
acceso al tiempo garantizado, o lo que es lo mismo, el acceso
social a la seguridad, la vivienda, la salud, la libertad, a la
autonomía individual y colectiva, al margen del acceso
económico y la dependencia salarial. La respuesta no es
simplemente la propia del movimiento social feminista, sino
que es la sociedad moviéndose hacia el feminismo, algo más
poroso y molecular. El feminismo es el proceso de
subjetivación más expansivo y sólido que se está dando en
nuestras sociedades; sin líderes, sin centralizar, sin programa ni
dirección, sin fronteras. El feminismo muestra que la verdadera
política es algo más ambicioso: modificar las estructuras y las
formas de comprender el orden de la sociedad. El movimiento
subjetivo inventa nuevos universos de referencia y modos de
concebir las relaciones sociales; es la sociedad reinventándose a
sí misma. «La revolución será feminista o no será», rezaba la
pancarta colgada en la Puerta del Sol en mayo de 2011. Había
quien no lo entendía, incluso la pancarta fue arrancada, pero
ahora nos vamos enterando: no estaban pidiendo permiso,
tampoco exigiendo tolerancia por parte del hombre que debe
«tolerar» la lucha de las mujeres; estaban constatando un
hecho. Esto quiere decir que las posibilidades para repensar la
democracia y las bases de la convivencia, no es que deban tener
en cuenta la perspectiva de las mujeres, sino que el conjunto de
nuestra relación ecológica viene dada por una hegemonía
feminista: la posibilidad de transformación en favor de una
temporalidad pensada desde las necesidades y tiempos de vida.
No solo cambian su rol en sociedad, no solo visibilizan el
trabajo socio-reproductivo, base y a la vez molestia de la
acumulación capitalista; con ello también alteran
profundamente lo que significa y representa ser hombre. Esto
lo podemos entender como el «devenir mujer» del trabajo en
su intensidad cooperativa. Ayer, la maternidad era un destino
para la mujer dado su papel en la división sexual del trabajo;
hoy, las patronales coinciden en que la mujer es un «problema»
y la maternidad complica la necesidades competitivas que exige
el juego empresarial-competitivo.

SOBERANÍA DEL TIEMPO

En un doodle dedicado al primero de mayo, el día


internacional de los trabajadores, Google forma la palabra de la
empresa –«Google»– que aparece sobre la barra del buscador
con herramientas clásicas del trabajador: una llave inglesa, una
cinta adhesiva, guantes, un tornillo y un metro. Pareciera que
Google, al mismo tiempo que «se suma» a la celebración, busca
fijar la fecha en la melancolía y en el pasado, jugando con un
imaginario plasmado en una foto de recuerdo que genera un
consenso y reconocimiento vaciado de conflicto, no temido. Una
efeméride que hoy aprecian sin mirada torva, y a la que incluso
homenajean, como si de un muerto se tratase. Esto no quiere
decir que no haya trabajadores que empleen a diario todas
estas herramientas, sino que ha dejado de operar el imaginario
del trabajo simbolizado y fechado en una época histórica y
mental. Mientras Google se nutre de la exacción de la
cooperación social, celebra el primero de mayo como si los
problemas que lo motivaron no tuvieran ya lugar en el
presente.
Google y las lecturas del marxismo tradicional comparten el
mismo régimen de signos y referentes simbólicos respecto al
trabajo, es decir, comparten una misma matriz que define por
igual, aunque desde ópticas distintas, al mismo sujeto en el
mismo proceso. Un anhelo por encontrar cierta esencia perdida,
como queriendo rescatar un pasado donde se fue algo que hoy
ya no parece ser más. Coinciden en ese punto, unos haciendo
como si el primero de mayo fuera ya cosa del pasado, y otros
haciendo de él una cosa propia del pasado.
El trabajo hace ya tiempo que no se reduce a esa foto de
recuerdo del varón blanco (tampoco desaparece, y tampoco fue
así siempre del todo), por lo que es limitado pensar el trabajo
desde ese enfoque; diría más, es limitado pensarlo desde el
«centro de trabajo», desde el trabajo «que se tiene». Sobre
todo, pensarlo como «fuente de identidad principal», que aun
siendo conscientes del arrastre que todavía mantiene en
sectores de la sociedad, la tendencia indica a una disociación
entre identidad e identidad laboral. ¿Qué es lo que hace la
fuerza de trabajo? Sobrellevar la incertidumbre, nadar en la
inseguridad, aumentar su movilidad y disponibilidad; es una
fuerza de trabajo fragmentada espacial y temporalmente.
La lectura del marxismo tradicional ve los problemas que
rodean al trabajo como algo extrínseco a este, en lugar de
percibir al propio trabajo (capitalista) como el terreno social
donde se vincula toda la relación social basada en la mercancía
(Postone). Cada vez hay menos gente que se identifica con el
trabajo que tiene, aunque lo necesite, y trata de sublimar esa
sensación de frustración y ausencia de horizontes poniendo sus
ilusiones en la actividad que hace fuera del trabajo, si puede y
si tiene tiempo y ganas. El trabajo genera menos identidad a su
alrededor, al menos del tipo de identidad que solía crearse
antes, y se convierte únicamente en una boya de salvamento
para obtener ingresos, por pocos que estos sean. En ese hiato
entre el trabajo que se tiene (si se consigue tener) y el trabajo
que se hace, o lo que gustaría poder hacer, es por donde se
cuela el discurso del éxito basado en el vacío onírico de la
libertad, que puede desplegarse en varios sentidos: «lo que es
potente puede ser y no ser», en palabras de Aristóteles.
Por una parte, el capital incita a perseguir «lo que quieres»,
pero bajo unas reglas no escritas y cuasiobjetivas, mezclado con
una furibunda y enfermiza identificación con el misticismo
empresarial. Por otro lado, la deriva del trabajo intermitente,
por horas, no deseado, contingente e incluso sufrido como un
lastre que te impide hacer lo que le gustaría hacer, de la
precariedad en suma, puede declinarse hacia el deseo por otra
manera de producir.
Se entrecruzan distintas variables, por un lado el trabajo que
se tiene cada vez resulta ser menos una fuente de identidad,
pero al mismo tiempo, las nuevas generaciones tratan de buscar
en los trabajos las características asociadas que querrían hacer.
Cambia la noción de lo que debería significar un trabajo, de
forma paralela a la propia pérdida de centralidad del trabajo
como fuente de identidad colectiva, salvo en los casos de
adhesión subjetiva del trabajador a la empresa. En estos casos
tiene lugar un vuelco emocional en el concepto empresa como
una forma de comunidad. Si antes la firma empresarial debía
expandir «la larga sombra del hombre que la funda» apoyado
en las espaldas de los trabajadores, ahora es la firma y la
marca lo que se convierte en el elemento cardinal que define
no solo al propietario, sino también al conjunto de la plantilla,
pensados como los protagonistas que colaboran en la «nación
empresa». Su «marca personal» –YO, inc– es derivada del
carácter social construido alrededor de la importancia de la
empresa como metafísica de la identidad. De este modo, el
paso a la situación jurídica o sensitiva de propietario logra
aquello que Charles Fourier ya destacaba, dado que «los
obreros, de una lentitud y torpeza llamativas cuando trabajan
por un salario, se convierten en campeones de la diligencia
cuando trabajan por su cuenta». La vinculación emocional
genera una mayor adhesión corporativa, algo que ya sucedía
con los cuadros y que ahora se busca ampliar al conjunto no
solo de los trabajadores de una empresa, sino a la condición
psicosocial del conjunto de la fuerza de trabajo en relación con
la forma empresa.
Nuestra geografía laboral se relaciona con un modo de
conformidad social «dominado por los otros», tal y como lo
definió el sociólogo David Riesman en su libro La
muchedumbre solitaria. Este modo de conformidad atribuye a
la ansiedad el papel de palanca psicológica, en un contexto
donde el individuo se encuentra sometido a condiciones en las
que recibe señales lejanas a la vez que próximas. Tiene lugar en
un ecosistema psicosocial saturado de dispositivos de educación
y socialización, en los cuales la familia y los amigos son un
elemento más dentro de una maraña de interacciones que
permiten sobrellevar la novedad permanente. Donde «a medida
que la familia absorbe continuamente lo desconocido y se va
readaptando, lo desconocido se vuelve familiar». Añadiría dos
características en relación al centro de trabajo como espacio
predilecto de la creación de identidad y como lugar exclusivo
de conflicto. La primera es que se tiende a valorar la
disponibilidad sin planificación, sin capacidad programable y
estandarizada. Esto tiene como correlato una fragmentación y
celularización del tiempo en donde la empresa contrata al
trabajo como un servicio.
La segunda cuestión que pone en duda la centralidad del
centro de trabajo como espacio privilegiado de la identidad y el
conflicto tiene que ver con la consideración social del tiempo
vivido. Los parámetros culturales de la vivencia y las
expectativas cambian cuando el futuro deja de ser hegemónico
y «atrapar el presente» –o creer que se vive el presente
tratando de capturarlo– se impone en el sentir social de las
aspiraciones, búsquedas y realizaciones. Ese «no hacer planes»
hay quien lo vive por necesidad –obligada–; otros, los menos,
como opción en su modo de vida –elegida–, o incluso como una
tensión entre ambas. El Banco Sabadell presenta este vacío
juntando la pérdida de identidad en el trabajo con una manera
de saber apreciar su trabajo. En uno de sus anuncios en
formato de conversación, se afirma que «tú no eres tu trabajo,
eres afortunadamente muchísimas más cosas, eso me hizo
aprender a disfrutar más de mi trabajo». Esta frase, si
estuviera contextualizada en torno a una lógica democrática,
fácilmente podría ser asumida, pero vemos cómo siempre en el
centro está la cuestión del poder de decisión política sobre el
tiempo propio, las condiciones que permiten que algo que se
dice que es pueda llegar a ser.
Aclaremos; la erosión del centro de trabajo también
significa su extensión fuera del horario y centro de trabajo:
correos, whatsapps, urgencias, objetivos, disponibilidad,
conexión permanente, etcétera. El centro de trabajo como aquel
espacio que condensa al tiempo de trabajo, muta, desde el
momento en que es el centro de trabajo el que se incorpora
dentro de un tiempo de trabajo más amplio, no regulado. Esta
totalidad de la sombra del trabajo sobre la sociedad se
condensa en un anuncio de BMW. Dice como sigue:

¿Te has fijado en que hoy, ahora, puedes hacerlo casi todo
sin salir de casa? Puedes ir al súper sin ir al súper, a la
Universidad sin ir a la Universidad, y si algo te gusta, click, ya
es tuyo. Puedes ir al cine, ir al banco sin ir al banco, claro, y
conocer gente sin tener una cita. Trabajar sin ir al trabajo, o
conversar durante horas con los que están lejos sin tener que
recorrer los 500 kilómetros que os separan. Si hoy conduces,
debes tener una muy buena razón para hacerlo.

De nuevo todo parece que es natural y sigue su curso


normal, el agua sale del grifo y, a golpe de click, tienes el
mundo a tu alcance. Como Amazon Prime, que «es Dios, si lo
pides mañana mismo temprano lo tienes en casa», sin
percatarte de que Amazon paga 5,30 euros la hora a sus
repartidores. Lo que te permite tenerlo es todo el trabajo que
hay tras el acceso digital. Ocurre como con el trigo en Marx,
por su sabor no sabemos quién ni bajo qué condiciones se ha
cultivado, «si bajo el látigo brutal del capataz de esclavos o
bajo la mirada ansiosa del capitalista». Solo con los conflictos
en el centro de trabajo no se sostiene un proyecto que consiga
hacer tambalear los pilares de la dominación capitalista. Esto
no supone ningún desprecio por quienes durante mucho tiempo
protagonizaron la lucha por los derechos que se extendieron
socialmente, ni tampoco la negación de la utilidad de la huelga
en el centro de trabajo.
Es el imaginario asociado a la fábrica rusa de La Putílov,
construido como el espacio donde se organiza la resistencia
obrera, lo que deja de ser el icono predilecto de la
emancipación. La foto de los trabajadores que se funden y
confunden en una masa yendo a la fábrica ya no describe al
mundo del trabajo, al menos en esta parte del mundo.
Ensanchar las paredes significa pensar el conflicto desde la
lógica de este «Matrix».
El capitalismo se ha convertido en una conexión de
relaciones humanas intensiva y asfixiante de tal magnitud que
incluso desaparece como «sistema», porque, cuando se ocupa
todo, ya no parece nada. Sin tiempo liberado de la mediación
económica, no hay democracia. El espacio por donde se mueve
el trabajo se ha esponjado y hoy es más difícil de ubicar y de
fijar. Donde antes se ubicaba la Pirelli de Milán, hoy se
encuentra un campus universitario; en la antigua fábrica textil
de Can Batlló, en Barcelona, hoy se levanta un centro social
okupado; Sabadell, la ciudad que fue conocida a mediados del
siglo XIX como la «Mánchester catalana», albergaba hasta hace
poco un complejo de discotecas conocido como la «Zona
hermética» en el mismo polígono donde en 1976 miles de
trabajadores reivindicaban democracia y derechos. Hoy, la
fábrica de Lyon de donde salían los obreros en lo que fueron
los primeros 46 segundos del cine grabado por los hermanos
Lumière en 1895, se ha convertido en un museo y una
cinemateca en homenaje a la propia fábrica.
Los obreros eran esa clase que nadie reconocía como clase,
pero también lo eran las mujeres o la población negra, quienes
soportaban (y soportan) un solapamiento de explotación,
sometimiento y discriminación de otro orden. Es el
antagonismo, la escisión y el tumulto lo que trastoca el orden
de la palabra legítima –en la disputa sobre quién le pone el
nombre a quién–, lo que ha permitido la visibilidad de aquellos
actores que antes del conflicto eran invisibles y alterar las
relaciones de poder. La clase se modifica porque se transforma
la naturaleza del trabajo y quien trabaja; nuestro Termidor se
hizo gobierno en la revolución conservadora de los años
ochenta y hoy se recrudece. Las películas del tipo In Time o La
Isla proyectan en su distopía el alcance al que puede llegar el
modo capitalista: todo tiempo es mercancía, la vida es en sí
misma un producto. El cuarto grado carcelario se empieza a
llevar a cabo contando con la aceptación y el aplauso general;
biopoder en vena. Es el caso de los wearables, aplicaciones y
dispositivos tecnológicos que se llevan puestos y son capaces de
medir y extraer todo tipo de datos. El uso empresarial de los
wearables, como ya ocurre con las redes sociales, supone una
nueva modalidad de control sobre la vida de los y las
trabajadoras. Busca aumentar la productividad, pero ofrece
beneficios a quien porta la pulsera.
La fábrica era una cárcel, un tiempo sometido al reloj, el
patrón y la cadena. Un tiempo del que se tenía conciencia y si
bien en ocasiones, como con el Five dollars day de Ford o las
libretas de los patrones paternalistas del siglo XIX, se exigían
ciertas actitudes para acceder a ciertas condiciones, fuera de la
fábrica reinaba otra forma de vivir el tiempo. Hoy funciona un
solo tiempo, el del control total, que, por serlo, es
imperceptible, normalizado y asumido. Encontramos el caso de
una empresa que le ofrece un programa piloto de
adelgazamiento a un trabajador usando la pulsera que lleva
puesta, con la que se puede monitorizar desde la calidad del
sueño hasta las calorías que toma, convirtiendo finalmente al
trabajador en una pila. En la noticia del diario El Mundo que
explicaba este caso desarrollaban de esta manera la
incorporación de los wearables al campo laboral:
Ahora que los wearables van camino de instalarse en
nuestra vida diaria a través de las empresas, la última frontera
entre la vida profesional y la personal está saltando por los
aires. La duda de si uno debe o no consultar el email del curro
mientras toma el aperitivo se vuelve ingenua ante el nuevo
escenario. Con estos aparatitos en la muñeca, tu empleador
podrá monitorizar cuánto duermes y hasta tu estado de ánimo
en tiempo real. Nunca antes una tecnología había permitido
semejante control de la vida privada de la gente. A cambio,
claro, promete mejorar considerablemente la seguridad, la
productividad y la colaboración en el trabajo. «Empieza el
boom de los wearables porque la gente quiere tener más
autocontrol sobre sus hábitos cotidianos y es normal que las
empresas tomemos la iniciativa de explorar su potencial»,
afirma Javier Camacho, responsable del área de Salud de
Recursos Humanos de Telefónica.

La pulsera está pensada para aumentar la productividad con


la intención de que aporten más beneficios a la empresa y a sus
accionistas, pero se ofrece como una manera de resolver ese
deseo que tiene la gente por tener más «autocontrol sobre sus
hábitos cotidianos»: parece una frase sacada de la novela de
Huxley Un mundo feliz. Si te parece que esta simultaneidad
entre experiencia vital y laboral no es suficientemente
intrusiva, prueba los microchips que NewFusion, empresa belga
de software especializada en marketing digital, está probando
con sus empleados. Un identificador personal colocado entre el
dedo índice y el pulgar todavía más preciso en aportar datos e
información sobre la actividad del trabajador. ¿Has visto
cuando en los documentales de animales le colocan un chip al
mono de turno para conocer más información? Pues esto es
literalmente lo mismo, solo que el animal eres tú, y al igual que
con la pulsera se repite el mismo mensaje: beneficia a quien lo
lleva.
Existen apps móviles como una llamada Guudjob que
amplía el horizonte de posibilidades de control sobre la fuerza
de trabajo. La app nace bajo una premisa extendida en cada
vez más ámbitos –aeropuertos, estaciones– y empresas –Uber,
Cabify–: «¿por qué se evalúan los negocios y no también las
personas?». Se trata de un sistema de evaluación de
trabajadores en dos sentidos. El primero se llama «experiencia
del cliente» y está enfocado hacia afuera, pensado para quienes
trabajan de cara al público y son evaluados por los clientes
según cómo han vivido sus «experiencias memorables». La otra
versión, «reconocimiento interno», funciona como un circuito
cerrado de vigilancia entre trabajadores para «realizar
evaluaciones de desempeño continuas». Se presentan de la
siguiente manera; la primera versión sirve para «construir tu
reputación profesional y aumentar la motivación y el
compromiso», la segunda versión es «la plataforma de
reconocimiento que permite potenciar la motivación y el
desempeño a través de la valoración interna entre compañeros,
mejorando la experiencia del empleado». Vivir continuamente
evaluados por el criterio de la empleabilidad y la constante
reconstrucción de uno mismo siempre sometido a la mirada, al
control, al fallo, a una dedicación total que no sabe de
problemas, situaciones personales, problemas en la vida, nada.
Es cierto que, cuando el trabajo conlleva un mínimo de
implicación subjetiva, el salario no es la única forma de medir
la conformidad con el mismo; se demanda, además, realización
y dotar de sentido a lo que se hace más allá de la cuestión
monetaria. Se invierte la lógica, no se niega; si los empleados
felices vendrían a ser empleados productivos, hay que ofrecer
elementos y dispositivos que fomenten el «cuidado» de la
empresa a sus trabajadores haciendo del salario algo
sobrevalorado: como el salario ya no es lo único que buscas, o
asumes que es lo que menos te vamos a dar, bajar salarios no
es tan malo a cambio de estímulos y descargas emotivas, gestos
amables, espacios agradables y emoticonos. El mecanismo de
control que mide el grado de entusiasmo, cohesión, filia y
dedicación del trabajador se convierte al mismo tiempo en el
dispositivo de bonificaciones y castigos emocionales: un
panóptico reticular de vigilancia entrecruzada. Las formas de
explotación no desaparecen, se desplazan o se actualizan, pero
también se reviven formas de dependencia servil olvidadas,
junto con la incorporación de nuevas «applicaciones» de
control. Vivimos en una ensalada de la historia donde asistimos
a una especie de museo o historia universal de la explotación.
Pero no solo cambian las formas y los formatos, también la
amplitud y el espacio que atraviesa, lo que David Harvey
entiende como «acumulación por desposesión». En mayo de
2015 el consistorio de Barcelona prohibió a un ciudadano hacer
de guía con sus familiares y amigos en el conocido Parc Güell.
Este señor es uno de tantos barceloneses enamorados de su
ciudad y conocedor de Gaudí, que simplemente disfrutaba con
sus amigos de una tarde en el conocido parque de Gaudí,
cuando de repente se le acercó un guardia de seguridad
invitándolo a parar inmediatamente la disertación que estaba
llevando a cabo. Le estaban prohibiendo hablar de Gaudí. Ante
su sorpresa por la situación surrealista y la sensación de
humillación, la explicación que le dieron fue la de un
interrogatorio: ¿es usted guía profesional?, le inquirieron. El
hombre tuvo que marcharse abochornado del parque al estar
vetado pronunciarse sobre el mismo si no lo hacía un guía
acreditado. El motivo que aducía el ayuntamiento de entonces
consistía en un problema de actitud corporal del ciudadano,
amonestado por estar sentando cátedra. Uno puede haber leído
sobre Gaudí, haber aprendido de otros, haber visitado museos e
incorporado un saber gracias al conocimiento producido a su
vez por otros, y querer compartirlo con unos amigos. Esto, que
es tan propio del sentido común, es lo que se quería cercar para
someterlo al dominio del servicio privado.
En esta nueva espacialidad de la desposesión, se incluyen
aspectos que van desde la vivienda o el transporte hasta el
cobro de las comisiones por sacar dinero del cajero. El mundo
del trabajo ha cambiado y se ha ampliado; aparece todo un
abanico de figuras laborales que cambian la manera de trabajar
y producir, se incorporan nuevas sensibilidades y realidades,
nuevas demandas y formas de expresión que hacen
indistinguible el mundo del trabajo del mundo de la vida, la
producción de la reproducción.
«El mundo del trabajo» es algo mucho más amplio y
extenso que su reducción a un determinado estereotipo laboral;
es directamente el mundo de la vida cuando el trabajo absorbe
la vida.
En las últimas décadas se ha venido aplicando una lógica
socioeconómica cada vez más voraz: la desigualdad no es un
problema, el empleo no es una prioridad y la precariedad es
una tara individual. Para que a todos nos vaya bien se supone
que primero tiene que irle bien a las empresas. La existencia de
beneficio, cuanto más mejor, se convierte en la condición
necesaria para la creación de empleo y la mejora de los
salarios. Sin embargo, el círculo virtuoso que se supone que va
de los beneficios a la inversión, de la inversión al empleo, y del
empleo a las mejoras en los salarios no se da en la práctica.
Los beneficios no se traducen en un incremento del empleo,
que, de crearse, nada garantiza que sea de calidad. Así se
explican las reformas estructurales en materia laboral, la
fiscalidad regresiva y los recortes en servicios públicos. Hay
que ponérselo fácil a quienes «crean riqueza», reza el mantra,
cuando lo cierto es que sucede al revés, pues son los grandes
patrimonios y las grandes fortunas quienes reciben una «Renta
Premium» vía no impuestos que costeamos todos y todas.
Hay quien dice que plantear la renta básica es una mala idea
porque, si bien es cierto que aumenta el margen de elección y
de maniobra, igualmente incentiva el rechazo al trabajo y
provoca que se hagan cosas que solo recrean individualmente,
pero que a nadie más interesan. Este enfoque entiende la
cooperación únicamente enfocada al beneficio económico,
confundiendo el hecho en sí de cooperar con una manera
concreta de entender la cooperación, pero el ser humano vive
en sociedad y cooperar es una capacidad genérica y
antropológica. Que algo no tenga como finalidad crear valor,
una finalidad económica meramente, no quiere decir que no
interese al resto de las personas o que no sea fundamental, que
no pueda ser considerado riqueza. Lo que la gente «quiere» no
tiene por qué ser el deseo fomentado desde la publicidad. En
un estudio de 2012 sobre la percepción del tiempo por parte de
los españoles, el 70 por 100 de los entrevistados reconocía que,
en el caso de tocarles la lotería, no dejarían su empleo. Esto
indica no tanto una adhesión al trabajo como, a mi juicio, una
necesidad de sentirnos útiles; lo importante no sería tanto el
trabajo con ánimo de lucro como realizar una actividad que nos
permita integrarnos, obtener reconocimiento y dotarnos de un
mundo al que pertenecer. Responder a esa sensación de pánico,
incomprensión y desorientación es lo que está en juego en
Europa. Por lo tanto, ni el problema ni el centro de la
discusión es la renta básica, sino la falta de derechos, la
exclusión y la desigualdad. El problema no es fomentar la
vagancia, el problema reside en la cantidad de talento y
proyectos que nos perdemos a causa de la precariedad y la falta
de seguridad. El problema no es que un ingreso garantizado
desincentive la búsqueda de empleo, el problema es estar
obligado a buscar un trabajo que no existe. El problema no es
poder rechazar un trabajo precario, el problema es que existan
trabajos precarios que no se pueden rechazar. El problema está
en llamar «responsabilidad» a las medidas que empeoran las
condiciones de vida, y «populismo» a las que buscan
mejorarlas.
Entonces, ¿el ingreso garantizado sería como dar dinero «a
cambio de nada»? No, porque eso sería suponer que «nada» es
todo lo que no genera un beneficio privado y una
remuneración; todo el trabajo socio-reproductivo –el pilar que
hace posible la acumulación de capital– es trabajo
«improductivo», lo que produce una contradicción que se
expresa en la crisis de cuidados, una crisis de falta de tiempo y
del modo en el que se vive y se piensa el tiempo. Solo desde un
marco utilitarista puede entenderse que «nada» es todo lo que
no genera riqueza basada en el valor. Se trata, en cambio, de
buscar fórmulas para que el individuo deje de estar sometido a
la producción social y sea esta la que se someta al individuo
social bajo el patrimonio común, pero para eso lo que debe
emanciparse no es el trabajo, sino el proletariado del trabajo,
tal y como destaca Marx en la Crítica del Programa de Gotha.
Orientar las prioridades de la sociedad en poner a la vida en
el centro de las preocupaciones. Dejar de culpar de su pobreza
a los pobres y dejar de consentir la pobreza laboral y el paro
crónico, la falta de derechos y la incertidumbre vital,
condenando a sectores de la población a la inactividad y a la
sensación de inutilidad. Ahora bien, existe una declinación de
la renta básica que difiere por completo del uso y sentido que
se le ha dado aquí, y que suele estar muy vinculada con la
creencia de que existe un modo natural y neutral, ausente de
política, de entender las relaciones humanas. Existe cierta
vertiente «ultraliberal» de la renta básica basada en una especie
de regulación algorítmica tipo Black Mirror, donde nos
evaluamos a través de nuestra capacidad empresarial de
vendernos (la app de la que hablábamos antes iba por ahí). Esa
confianza ciega en la tecnología, característica de Silicon
Valley, la presenta como un regulador natural de la convivencia
donde la fuerza de trabajo se mueve tratando de capturar con
éxito la información que surte el mercado.
El trabajador se convierte, así, en su propio medio, en
accionista y promotor de su fuerza de trabajo; son los juegos
del hambre revestidos de eslóganes similares a los del Mayo del
68 aderezados con lenguaje de coaching. Pensemos por un
momento la implementación de esta modalidad de renta básica
relacionada con los wearables y las posibilidades que se abren
al control empresarial exhaustivo de los gustos, las
enfermedades, la fiabilidad y su posible monetización. La
batalla de la renta básica universal (RBU) es, como siempre,
una lucha por el dominio y el sentido del tiempo. Frente a esta
posible deriva no debe rechazarse la apuesta por la renta
básica, sino redoblar los esfuerzos: la renta básica no como una
política fetiche, sino más bien como la columna vertebral de un
nuevo núcleo económico de la hegemonía democrática. Quien
dice renta básica dice cualquier mecanismo de bienestar que
garantice el ejercicio de la libertad porque amplía el tiempo
propio. Y quien dice «tiempo propio» no dice necesariamente
«individual», como tampoco «autonomía» significa
«independencia», sino más bien otra temporalidad acorde a
otra interdependencia no mediada socialmente por el trabajo y
sus productos. Las medidas no tienen importancia por sí
mismas, sino por el contexto que les dan sentido, pues son
efecto de las relaciones sociales. La renta básica universal no
dice nada por sí misma, es más, puede desembocar en una cosa
o la contraria dependiendo del contexto donde se inscriba.
Enfocar su sentido solamente desde la idea de acabar con la
pobreza es peligroso. Obviamente, no cuestiono la necesidad de
acabar con la pobreza. Pero si la RBU no se entiende dentro de
un contexto de garantía de bienestar, un liberal puede
argumentar que «nadie es pobre, todos reciben un ingreso» pero
en una sociedad donde todos vivamos sometidos a la
competencia más descarnada. En cambio, si hablamos desde
una cosmovisión que busca enfocar la prioridad del bienestar
por encima de la competencia, la RBU deja de ser un fetiche y
cobra un sentido claro y arraigado en una motivación concreta:
la sociedad del tiempo garantizado, la sociedad del bienestar.
Cuando se critica la dependencia de una sociedad a tener
que dar tu tiempo a otro a cambio de recibir un ingreso, no es
una crítica a la dependencia, como tampoco la crítica a la
mediación social del trabajo y sus productos es una crítica a la
existencia de la mediación en sí misma. Una sociedad que se
desea independiente es una donde abunda la soledad y la
sustitución de todo vínculo social y lazo afectivo por un
formulario y un procedimiento. La sociedad del tiempo
garantizado necesita incorporar la interdependencia como
principal ingrediente de otra forma de socializarse. Construir
una sociedad cuyo eje principal deje de ser el trabajo
remunerado es una tarea inhóspita, pero no por ello cabe
argumentar que, dado que no se sabe cómo podría existir un
vínculo colectivo distinto al que ofrece la sociedad del trabajo,
se debe persistir en la identidad colectiva generada por aquella
sociedad de trabajadores.
El trabajo remunerado se alzó al mismo tiempo como una
dependencia que permite ganar independencia, sobre todo al
hombre a costa de la dependencia subordinada de la mujer. Una
sociedad que mira al tiempo garantizado necesita incorporar la
interdependencia democrática si quiere gozar de buena salud.
La sociedad capitalista es una trenza que organiza la
interdependencia del tiempo desde el equivalente de la
mercancía, lo que genera conflictos por su distribución y, en
consecuencia, por el ejercicio del poder sobre el control y
disfrute del tiempo. El feminismo y el ecologismo como
perspectivas desde donde pensar un orden democrático abren
una nueva perspectiva de transformación.
CAPÍTULO IV

Reinventar el ocio

El problema principal es saber con qué clase de actuación


hay que llenar el ocio.
Aristóteles

En las sociedades campesinas, la interdependencia social y


la densidad de relaciones sociales fuera del ámbito doméstico
de la producción eran muy limitadas. El trabajo en esas
sociedades tenía un componente social muy reducido, no
ocupaba la centralidad ni ejercía como mediador de la sociedad.
Si la producción de vida se manifiesta inmediatamente como
una doble relación, una relación natural y otra relación social,
entonces nos interesa conocer de qué modo se articula la
relación social del trabajo bajo las distintas etapas del
capitalismo. Recapitulemos. El trabajo tal y como lo
entendemos es una noción moderna, una categoría histórica. El
mero hecho y la premisa de imaginar actividades distintas y
concretas como parte de un mismo concepto que las reúne a
todas bajo la denominación de «trabajo» ya es algo
propiamente moderno. Cuando el trabajo se convierte en una
actividad pública y en la principal forma de mediación social,
tiene lugar lo que conocemos como la sociedad de trabajadores,
que forja una ética propia; una «religión del trabajo», como
afirmaba el filósofo catalán Jaume Balmes. En la sociedad de
trabajadores la fuerza de trabajo, quienes tienen que trabajar
para obtener un salario, vive encerrada en un cepo. La fuerza
de trabajo es formalmente libre de venderse a quien quiera,
pero en realidad depende de que la quieran comprar; si no
consigue venderse no es nada, pero cuando consigue venderse
se somete a una relación de dependencia con un tercero. Ese
tipo de trabajo social en el capitalismo, no el trabajo «en
general», es el que nos interesa. En todas las formaciones
sociales la riqueza se ha expresado a través de una medida
temporal, pero solamente en la sociedad basada en el trabajo
creador de valor, esto es, en la sociedad centrada en la
producción de mercancías, el tiempo se convierte en la medida
que define a la riqueza. El trabajo como mediación social que
funciona como fundamento constitutivo del orden social, algo
que solo es propio del capitalismo.
El capitalismo borra su propia historia y hace pasar su
propia forma social como la única forma posible de funcionar
en sociedad. El hecho de que en cualquier tipo de sociedad el
ser humano haya transformado la materia e intervenido en la
naturaleza para construir objetos y utilizarlos no nos dice nada
del trabajo como una actividad que estructura y media a la
sociedad generando una «relación entre personas oculta bajo
una envoltura de cosa» (Marx). Solo en la sociedad moderna, es
decir, la capitalista, se instala el fetiche donde el tiempo social
humano gastado en producir un objeto define el valor de dicho
objeto. Ese tiempo de trabajo humano gastado –da igual en qué
se gaste siempre que lo producido se venda– se convierte en el
atributo «objetivo» que le confiere valor al objeto. Ese atributo,
el tiempo invertido que genera valor, es una relación social que
se expresa en la forma de dinero. Cuando Europcar utiliza el
eslogan «Time is money», está sintetizando la relación básica
que define la riqueza en nuestra sociedad. El dinero puede
medir y hacer de equivalente entre cosas de naturaleza distinta,
porque expresa esa «sustancia» común compartida por trabajos
diferentes –el gasto indiferenciado de tiempo humano de
trabajo– que pasa desapercibida cuando alguien compra un
producto usando dinero. El valor ni se toca ni se ve, pero opera
como ley social que dinamiza la finalidad de la producción.
Esto no sucedía en sociedades no capitalistas. La mercancía es
nuestro tótem moderno, nuestro fetiche.
Esa valorización del valor únicamente la puede conseguir la
fuerza de trabajo, cuando su capacidad viva de trabajar se pone
a trabajar, y en su consumo, cuando trabaja, también produce
valor: la fuerza de trabajo tiene que ser consumida para que
pueda producir trabajo creador de valor. Así, el obrero es
propietario de una mercancía, su fuerza de trabajo, y como
propietario se relaciona con otro propietario, el capitalista, en
términos de igualdad y libertad, pues ambos se encuentran por
voluntad propia, y como propietarios que son se preocupan
egoístamente por su propiedad. Capital y trabajo son las dos
caras de la misma moneda, enfrentadas en tanto que
propietarios de mercancías como elementos en el seno del
propio capitalismo. La lucha de clases –concepto que toma
Marx de los historiadores burgueses– es la palanca que obliga y
fuerza al capital a tener que desplazarse constantemente en el
tiempo y en el espacio, en busca de nuevas formas de gobernar
a la población y nuevos nichos de mercado. La lucha de clases
es el motor que fuerza la innovación del capitalismo. El
movimiento del sistema de la mercancía necesita aumentar la
productividad mediante la competencia para revalorizar el
valor y ampliar el campo de acumulación de capital. Es la
naturaleza de un sistema de relaciones levantado sobre la
necesidad constante de aumentar la ganancia, de ampliar el
campo de lo acumulable.
Tenemos que separar lo particular de lo general. Decía Marx
que un negro no es un esclavo, un negro es un negro, y solo
bajo determinadas relaciones sociales se convierte en esclavo.
Se sigue, entonces, que solo se considera trabajo productivo
aquella actividad por la cual un actor privado, que busca el
beneficio, considera que debe pagar por ella. Es trabajo si y
solo si la actividad tiene lugar dentro de un complejo social
determinado. Para el capital, un maestro de escuela, por
ejemplo, es un trabajador productivo cuando, además de
cultivar las cabezas infantiles, se mata trabajando para
enriquecer al empresario. El capitalismo se define por su
hambre canina de plusvalor, esto es, por su necesidad de
autovalorización permanente. La autovalorización del capital
depende a su vez del tiempo socialmente necesario para
producir. Valor en movimiento, un proceso cuyo final es
ampliar el mismo proceso de crecimiento: su fin es el medio.
Todo trabajo que no tenga como finalidad el cambio es una
actividad no productiva. Una persona que cuida de sus hijos es
improductiva; la misma persona, si trabaja en una escuela
infantil, es productiva: lo que normalmente consideramos
riqueza solo es útil para el desarrollo de la vida humana de
forma secundaria y colateral, su prioridad no es satisfacer
necesidades sino maximizar beneficios, valorizar valor, es decir,
reproducir una forma de riqueza social concreta.
Marx define las categorías desde el campo del capital,
precisamente para destacar que el capitalismo somete la
actividad humana a la relación del valor. Esto quiere decir que
producir per se no es sinónimo de producir bajo unas
determinadas relaciones sociales. Al igual que el consumo no
reproduce el capital sino que reproduce las relaciones bajo las
cuales el capital es capital, la producción debe entenderse
dentro del proceso social que da lugar al capitalismo. ¿Qué
quiere decir eso? Que una condición genéricamente humana en
su antropología, como es la capacidad de producir, es
interpretada y naturalizada bajo la forma particular capitalista
de entender su condición general. La sociedad se mueve, la
política estriba en definir hacia dónde. Algo similar sucede con
el concepto de interés. Tal y como lo explica Frédéric Lordon
apoyándose en Spinoza, la esencia deseante del ser humano
provoca que todos los comportamientos que se lleven a cabo
sean interesados. Como afirma este autor, «ser es ser un ser de
deseo», por lo que sería un error reducir la potencialidad del
interés inscrito en el deseo humano a su forma económica. Más
bien, debemos separar lo natural de lo social, lo fundacional del
ser humano del modo concreto de su articulación. Dicho de
otro modo, el conatus –deseo– en Spinoza, el Dasein –el estar
en el mundo– en Heidegger o la cooperación en Marx aluden a
formas consustanciales del ser humano. Son las relaciones
sociales normalizadas, la producción de ese «régimen de
verdad», lo que hace que el capitalismo no sea una cosa, sino
una relación humana a todos los niveles, y por eso sus reglas
son las reglas de la captura de una forma concreta del ser. Que
sea así no quiere decir que tenga necesariamente que ser así.
De la repetición de la experiencia podemos extraer horizontes e
intereses todavía no experimentados. El capitalismo consigue
hacer pasar la necesidad humana de comida y techo, por una
necesidad que forzosamente ha de resolverse mediante un
trabajo remunerado, naturalizando así la mediación social del
trabajo (capitalista) como la única forma de mediación posible
en sociedad.
Esta lógica entiende la cooperación social o el interés
únicamente enfocado al beneficio económico como dominación
abstracta; sin embargo, si todos los ámbitos de nuestra vida se
someten a la oferta y la demanda, el acceso se restringe a quien
pueda pagar un precio que mucha gente no podría pagar. De ahí
que sea necesario ampliar la libertad del tiempo seguro y el
reconocimiento social de actividades que no pasan por el
circuito de valorización capitalista, pero que sí lo hacen por el
circuito de valorización social necesario para dar sentido a la
vida. La cooperación únicamente enfocada en el beneficio
económico, la búsqueda del interés individual del cervecero
presentado por Adam Smith, explica la cooperación de una
sociedad basada en la división del trabajo y la creciente
desigualdad. Se fusiona, de esta forma, el hecho en sí mismo de
cooperar como categoría general humana, con una concreta
manera de entender y aplicar la cooperación con «arreglo a un
fin» (Marx). La división del trabajo más técnica y básica definía
una forma de organizar la cooperación orientándola hacia el
aumento de la productividad en la fábrica. Pero también
operaba como una forma de gobernar el cuerpo y los actos del
obrero, garantizando la dominación política sobre el trabajo a
través de la disciplina. La división del trabajo le arrancaba el
control de los medios y los fines, de lo que se produce, cómo y
para qué se produce, y generaba una nueva forma de organizar
la cooperación centrada en sustraer al obrero la decisión
política sobre los ritmos y modos de producción.
¿Cómo se puede hablar hoy de crisis de la sociedad del
empleo cuando la tasa de empleo en los países de la OCDE
aumenta? Porque el empleo, como articulador de la vida social,
no se reduce a la mera contratación; necesita formar parte de
un modo de regulación más amplio, dentro del cual cobra
sentido el trabajo y consigue garantizar un ingreso estable y
suficiente junto con la perspectiva de organizar el tiempo de
vida en torno a la seguridad que ofrece y el contexto en donde
se encuadra. Esa regulación, ese contexto, esa escala y modo de
pensar y organizar el trabajo en sociedad se ha transformado y
se descompone en su propia naturaleza, lo que no significa que
se haya erosionado por completo, ni de la misma manera e
intensidad, en todos los países.
Varios estudios apuntan en la misma dirección: vamos a
vivir una automatización de empleos de todo tipo, como otros
dicen lo contrario. Sin embargo, la discusión en torno a si
estamos ante el «fin del trabajo» o si vivimos una etapa de
transición en que los empleos creados en sectores emergentes
compensará la destrucción de empleo, considero que es
limitada e imposible de abordar sin tener en cuenta los límites,
a día de hoy, energéticos y ecológicos de la robotización. En
cualquier caso, lo importante está en atender –además de poner
el acento en quién es propietario de esas máquinas– a las
transformaciones que se dan entre medias, que no es el tránsito
de empleo a empleo, sino a otra cosa, a otra forma de trabajo
que difícilmente podrá describirse como empleo según el
imaginario de la segunda mitad del siglo XX. El empleo es la
expresión de una relación social, no una cosa en sí misma que
puede funcionar sin las condiciones que le permiten existir. Así
ha de entenderse cuando la OIT afirma que el trabajo,
entendido como empleo, «es cada vez menos predominante en
las economías avanzadas», o cuando su director, Guy Ryder,
alerta de que el 46 por 100 de los empleos de todo el mundo
son de «mala calidad». Creo que es un error caer en el debate
de si la robotización va a destruir trabajo o si, por el contrario,
creará nuevos trabajos en otros sectores. Centrarse en «los
robots» como palanca de transformaciones «objetivas» a las
cuales debemos «adaptarnos» implica una lectura
despolitizadora. Así las cosas, los robots vienen preñados de
futuro determinado, castrados de su fundamento y del sentido
social.
En esa visión miope, no hay financiarización de la
economía, no hay reformas laborales, no hay economía de la
oferta, nada; solo estás tú y tu capacidad de afrontar los retos
en positivo y de llevar a cabo una introspección personal que
conduzca a tu reciclaje laboral; la solución está en hacerse
cursos web que permitan acabar con las rigideces mentales, de
nuevo tú eres tu único problema. Mientras se hable de robots y
no de políticas económicas, de bienestar, de democracia, al
final se instalará el relato donde la precariedad y el desempleo
se deben a la falta de adaptación de una fuerza de trabajo
atrasada.
Sin embargo, el problema tiene más que ver con discernir
cuál es la naturaleza del trabajo, cómo el capitalismo relaciona
un nuevo tiempo histórico dentro del tiempo abstracto que lo
define. Esta nueva versión del cepo al que se ve sometida la
fuerza de trabajo puede fortalecer una ética del resentimiento y
dar lugar a una sociedad desesperada que pierde el deseo por
ser libre, como el preso colgado en La vida de Brian, «que
daría lo que fuera por recibir la saliva del carcelero en la cara y
poder estar esposado». En tanto que el capitalismo necesita
encontrar nuevos espacios, escalas y sectores donde seguir
desplazando la producción, nos encontramos ante una suerte de
«decrecimiento capitalista» que puede observarse en los
contornos que prefigura la economía colaborativa. Marx
entendía la emancipación como esa sociedad donde «cada
individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades,
sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor
le parezca», donde no se tiene un rol fijado y uno puede
«dedicarse a esto y mañana a aquello» y «que pueda por la
mañana cazar, por la tarde pescar». El capitalismo, en su deriva
absorbente de toda la vida bajo su relación, aplica esa misma
lógica pero invertida: sácate un dinero extra alquilando una
habitación en Airbnb, págate las navidades vendiendo cosas en
Wallapop, aprovecha tu «tiempo muerto» y hazte conductor de
Uber, o alquila tu coche cuando no lo usas. Esta lógica parcela
tu vida en múltiples facetas y actividades, igual que con Marx
pero con una diferencia, esta situación se sigue rigiendo por
una ley cada vez más difícil de sostenerse: la dificultad de
obtener ingresos del trabajo para vivir. Siempre sobrevuela la
misma lógica y subyace la misma razón: necesitas obtener vías
de ingresos más allá de lo que te proporciona el salario. El
trabajo remunerado ya no será la fuente única de ingresos,
ahora debes aprovechar las oportunidades que te ofrece el
mercado para maximizar tus posibilidades. Al contrario que el
discurso de la renta básica, el ingreso «extra», en lugar de ser
un derecho de ciudadanía, es algo que debes lograr exprimiendo
todas tus posibilidades y empleando tu tiempo y pertenencias.
Esta dificultad y déficit de trabajo puede intensificar la
relación de dependencia con el trabajo. La primera reacción de
una sociedad de trabajadores obligados a tener que serlo en una
sociedad que no garantiza el suficiente volumen de trabajo, es
reclamar más trabajo, porque, de lo contrario, ¿de qué va a
vivir? Autores como Anselm Jappe consideran que la
financiarización de la economía ha dilatado en el tiempo la
incapacidad estructural de acumulación de capital que existe en
la actualidad, de hecho, todo este ciclo financiero de
«acumulación por simulación», todo este capital ficticio, es lo
que lo ha mantenido en pie. La financiarización de la economía
no es la desviación perversa que parasita a un capitalismo
productivo, al contrario, la deriva financiera hace las veces de
respiración asistida de un modelo agotado, o dicho de otra
forma, gracias a ella la crisis no ha estallado antes.
Si damos por válida esta hipótesis podemos comprender que
el meollo del problema no bascula entre el fin del trabajo
porque se robotiza y la reconversión en nuevos sectores que
generen empleo; ni lo uno ni la otra. El trabajo adopta una
forma que hace difícil la reproducción social a través de su
expresión bajo la forma de empleo, lo cual no implica el fin del
trabajo, sino su mutación. La contradicción va más allá de la
relación empleo-trabajo y tiene lugar en el campo de lo común.
Si «cuanto mayor sea la capacidad productiva del trabajo, tanto
más corto será el tiempo de trabajo necesario para la
producción de un artículo, tanto menor la cantidad de trabajo
cristalizada en él y tanto más reducido su valor» (Marx). La
creciente dificultad actual para ganarse la vida a través de un
trabajo no pone en cuestión la obligación de obtener un trabajo
para poder vivir. Pero es aquí, en lo más obvio, donde se
encuentra el núcleo de la contradicción, valga la redundancia,
capital. Cada vez puede crearse más riqueza con cada vez
menos tiempo de trabajo, cada vez hay más tiempo disponible y
riqueza creada con menos necesidad de tiempo proletario. Cada
vez se libera más tiempo para poder dedicarlo a otras
actividades y para hacer muchas más cosas, en oposición a
tener que trabajar de muchas cosas para llegar a fin de mes. Se
acelera la disparidad entre la riqueza creada y la necesidad de
invertir tiempo para crearla.
Según la lectura que hace Moishe Postone, en el capitalismo
suceden dos momentos aparentemente distintos pero que
forman parte de un mismo proceso. Por un lado, el capitalismo
impulsa una constante transformación de la vida social en
todas sus dimensiones; por otro, el capitalismo se reafirma en
su esencia, esto es, en la necesidad inalterable de que,
independientemente de los cambios sucedidos en el primer
momento, se imponga una mediación rígida por medio del
trabajo como creador de valor. Estos dos momentos
temporales, el cambio de todo y el nada cambia, es lo que
Postone entiende como la dialéctica de la transformación y
reconstitución.
Marx entendía que «considerada en sí la maquinaria abrevia
el tiempo de trabajo, mientras que utilizada por los capitalistas
lo prolonga; como en sí facilita el trabajo, pero empleada por
los capitalistas aumenta su intensidad; como en sí es una
victoria del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, pero
empleada por los capitalistas impone al hombre el yugo de las
fuerzas naturales […]». La tecnología no es una categoría
económica, la reducción del trabajo socialmente necesario no
desemboca mecánicamente en el ocio aristotélico para la
multitud. Cada vez más población en edad de trabajar se queda
fuera de lo que la OIT considera «un trabajo decente». Esto
muestra varios caminos; el primero condena a la pobreza, la
precariedad y a la sensación de inutilidad cuando solo se puede
ser útil obteniendo un trabajo y solo se consiguen ingresos si se
tiene un trabajo. El segundo, entiende que la independencia de
tener que realizar un trabajo permanente podría ser un síntoma
de progreso siempre que los ingresos y la integración en un
mundo compartido estuvieran garantizados.
¿Quién, cómo y bajo qué condiciones y relaciones sociales se
colabora en la economía colaborativa? «Economía colaborativa»
es redundante, pues toda economía se funda sobre la
colaboración humana. En esta ocasión, se amplía el campo y se
intensifica la «cooperación de mercado» en ámbitos
previamente no mediados por la economía. La economía de
trabajo por demanda se apoya en el deseo de los
revolucionarios de los años setenta por liberar a la sociedad de
los corsés de la disciplina laboral para apropiarse de esa
potencia. La lucha contra la disciplina de la fábrica, en su
derrota posterior, se ha convertido en una condena para la
fuerza de trabajo, que se ve obligada a comportarse como
Mística, la mutante de los X-Men que es capaz de adoptar
formas diversas en una realidad precaria. Adentro/afuera,
público/privado, tiempo de vida/tiempo de trabajo… Todos los
binomios modernos desaparecen de la experiencia subjetiva
contemporánea.
Si la producción industrial sacaba la producción fuera de la
economía doméstica y la ordenaba para extraer beneficios, el
capitalismo «colaborativo» regresa al ámbito doméstico para
incorporar en el campo de la economía aquello que todavía no
era vendible. Incorpora parcelas de la vida cotidiana bajo la
forma de un servicio, pero, al hacerlo, no traslada esa
producción a la industria, sino que introduce a la industria en el
ámbito de lo doméstico. En términos generales, la economía de
plataformas funciona de dos maneras. En primer lugar, el
trabajo que se hace desde plataformas online a través e
encargos que consisten en «microtareas», donde la parte
contratante y la contratada no necesitan verse. La otra forma
tiene que ver con ofertas de trabajo por demanda gestionadas a
través de apps que ponen en contacto directo a clientes y
trabajadores. Así, finalmente, y tal y como lo entiende el
director ejecutivo de Amazon, se concibe «a las personas como
servicio».
La economía colaborativa se despliega sobre un plano que
no produce, porque opera sobre un tejido productivo y
cooperativo parcialmente autónomo, del cual extrae una renta,
un porcentaje, como sucede con Uber o con las camgirls: lógica
rentista. Las camgirls son las mujeres que ofrecen shows
eróticos en los que interactúan con el cliente a través de una
webcam. Las chicas ponen el ordenador, la webcam y el espacio
para hacer el show –recordemos a los riders de Deliveroo–,
mientras que los portales, al igual que el propietario de la base
de datos de Uber, extraen una renta en forma de comisiones
que cobran a las chicas y que suelen rondar entre el 25 por 100
y el 60 por 100 de lo que ellas recauden.
La economía colaborativa nace de las cenizas de la sociedad
del empleo, al tiempo que la precariedad abre nuevos
horizontes al negocio privado practicando el decrecimiento
capitalista. La conexión en red a través de los móviles permite
intermediar entre usuarios para que compartan e intercambien
productos y necesidades. En sí misma, la capacidad ciudadana
de encontrarse y colaborar por fuera de los circuitos de la
mercancía es algo bueno, pero lo que ha permitido esta
explosión de apps de cupones, o de venta de productos de
segunda mano, es la necesidad que impone la crisis por gastar
menos. El boom de aplicaciones para buscar empleo que se
adaptan a un mercado laboral precario, de alta rotación y a
tiempo real, en que la geolocalización conecta «a los empleados
cerca de tu negocio» y garantiza una respuesta en 24 horas,
atestigua que el desempleo también es un nicho de negocio
rentable. Es como la «restauración low cost» y los abrevaderos
de cerveza barata; no crean empleo, basan su negocio en el
descenso de la capacidad de consumo y los salarios bajos.
Antes te comías un menú que es mucho más decente, ahora te
alimentas de pan. Su nicho de mercado depende de la
precariedad, la de sus empleados, sí, pero sobre todo de la
sociedad. Uno piensa «!qué bien, sale barato!», cuando en
realidad son los salarios los que están por debajo de los precios
y, salvo quien se «escapa» porque tiene dinero, el resto sale
perdiendo. En esta realidad esmaltada de incertidumbre, el
tiempo social liberado se articula de tal modo que es vivido
como inestabilidad, precariedad y dependencia.
Ante la fragmentación del trabajo y la inestabilidad del
ingreso en un mercado cambiante que funciona a tiempo real
(just in time), nuestras vidas deben «ajustarse» a la medida de
la temporalidad financiera. «Chatear para que alguien te haga
la compra», así dan noticia de una app que te permite
subcontratar la compra y unos servicios propios de un asistente
personal a tiempo real. La «economía colaborativa» aparece
como la «oportunidad» de obtener ingresos extra, de
«aprovechar el tiempo muerto» mercantilizando facetas,
espacios y dimensiones de la vida que hasta ahora no lo
estaban. La pregunta es: ¿quién es ese «alguien» que, con su
tiempo, te hace conseguir tiempo porque no tienes tiempo? La
lucha de clases pasa precisamente por definir, articular y
problematizar el sentido relacional de ese «alguien», cuando
quien ocupa ese lugar también en otro momento utiliza otra
aplicación parecida. El propietario de un inmueble puede no
renovar el contrato con su inquilino para poder sacar más
dinero alquilando el piso con Airbnb, pero el propio inquilino
bien pudo estar alquilando habitaciones con Airbnb unos días al
mes en lugar de compartir piso con otra personas.
¿Qué comparten Ryanair o Airbnb? La precariedad. Generan
precariedad al mismo tiempo que ofrecen soluciones a las
situaciones precarias. La precariedad como relación que totaliza
el sentido y la práctica. La condición que vive el archipiélago
proletario es una enredadera relacional densa y tupida. La
misma persona que sufre el acceso a la vivienda, fruto de las
dinámicas urbanas de las que Airbnb se beneficia y promueve,
puede ser la misma persona que cuando viaja a otra ciudad se
aloja en Airbnb porque sale más barato. La misma persona a la
que el casero le sube el alquiler pensando en Airbnb puede
alquilar a su vez una habitación en Airbnb para pagarse el
alquiler, o aun puede darse el caso de alguien que de vez en
cuando pone su casa en alquiler mientras se va unos días a
dormir a casa de sus padres.
Ryanair te permite moverte barato, así responde a las
condiciones precarias del comprador, del mismo modo que las
fomenta entre sus trabajadores. Es una condición envenenada
en que tratar de «mantener la coherencia individual» sale más
caro, es decir, no es extensible.

Nosotros en París utilizamos Uber a menudo i son súper


rápidos, Confortables, te ofrecen bebidas gratis i cargadores
para teléfonos son hasta 40 por 100 más baratos que los
tradicionales taxistas, muy simpáticos. Cuando lo pide con tu
Teléfono está todo pagado i el precio negociado con o sin
maletas. Para mí son los mejores (sic).

Este comentario visto en Facebook expresa la célula del


imaginario neoliberal. Una realidad concreta, vivida al
momento con incuestionables comodidades; una experiencia
que te hace la vida más fácil y barata. Cuando la perspectiva de
la realidad se observa desde la primacía emocional del «que
paga», la empatía se encuadra dentro de una lógica moral
basada en la satisfacción servicial. Una moral asentada sobre la
libertad de ser servido por otro y de poder ser libre para servir
a otro. Cuando el conjunto del imaginario es totalizado por esta
racionalidad, toda discusión se reduce a si prefieres un mejor
servicio o no. La respuesta siempre es afirmativa. Una sociedad
que reclama ante todo no mejores condiciones de vida, sino que
te sirvan mejor. Esa vía neoliberal de acceso al bienestar no
deja de ser una «utopía» colectiva y, al igual que la bajada de
impuestos, beneficia plenamente a quien gana mucho dinero
combinando buenos ingresos con servicios baratos, pero
también se piensa, como Ryanair, para quien gana menos. Sin
duda este modelo no es una opción low cost, no tiene un coste
bajo, porque como sociedad nos sale mucho más cara la
precariedad. Lo bajo del coste lo ponemos nosotros, lo barato
es lo que dejamos de ingresar por impuestos. Las ofertas y
oportunidades proliferan, y tienen sentido siempre que la
realidad social precaria instalada no se cuestione. La condición
precaria del archipiélago proletario es una enredadera
relacional mucho más tupida que las condiciones previas.
Uber es muy cómodo, Deliveroo es muy útil, pero siempre
sobre la base de la precarización de una parte de la sociedad
que, ante la necesidad de obtener ingresos, hace las veces de los
esclavos en Aristóteles; objetos animados que cubren las
necesidades de los ciudadanos libres para que estos puedan
dedicarse a la vida contemplativa. En nuestro caso es más
complicado, pues quienes usan algún servicio no son
necesariamente «ciudadanos libres», ni se dedican a la vida
contemplativa. El problema no se soluciona con actitudes
individuales responsables. La producción de esa capacidad por
ver las cosas desde el punto de vista del otro no es eliminada
por el neoliberalismo, al contrario, este necesita articularla bajo
su racionalidad. La perspectiva que impera es la del
consumidor, según la cual el dinero otorga un pleno derecho
que no puede ser interrumpido. Si bien la gran mayoría no
accede a lo mismo que la minoría, muchos sí lo hacen lo
suficiente como para interiorizar la posición del cliente que
disfruta del servicio. La batalla ideológica por la empatía lo es
por la indignación. La dimensión empática de la sociedad es
una batalla política. Frédéric Lordon comenta que para
considerar la relación salarial, además de la coacción hay que
tener en cuenta el momento de la «movilización alegre» que
supone, por ejemplo, cuando se recibe la retribución. «Alegre»
como el que recibe una paliza y aún da gracias porque estaba
convencido de que lo iban a matar. Alegría que se genera
gracias a que satisface la reproducción, pero lo hace dentro de
una sociedad en que la relación salarial impide que pueda
reproducirse de otro modo. Pensemos ahora si no se produce la
misma sensación cuando se aplica una reforma fiscal que,
según afirman, beneficia a quienes menos ganan. Moviliza un
tipo de alegría que asume como punto de partida no cuestionar
la precariedad y los salarios bajos; de hecho, la motivación de
su alegría existe porque se produce dentro de la precariedad.
¿De qué modo puede cortocircuitarse esta sensación dentro
de la propia relación salarial? ¿Puede haber algo más deseable
que la alegría del subordinado? No queremos que les bajen los
impuestos a los (con suerte) mileuristas, lo que en realidad
queremos es no ser un país de mileuristas. Lo que se ahorran
los que más ganan lo pierdes tú con peores servicios. ¿Por qué
quedarte con un salario bajo y malos servicios públicos, cuando
puedes tener un buen salario y un aceptable Estado del
bienestar? El siguiente paso sería: ¿por qué el bienestar tiene
que depender de obtener un salario? Si en lugar de buscar
opciones dentro del contexto logramos modificar el propio
contexto, el negocio de la precariedad pierde su razón de ser.
Es mejor elevar el suelo que reducir el techo de vida, pero eso,
que es tan sencillo como difícil de realizar, solo es posible
cambiando las relaciones, las prácticas y los imaginarios.
Nathan Blecharczyk, cofundador de Airbnb, afirma que la
«economía compartida no es dar las cosas gratis, sino compartir
lo que se tiene. Dar un uso mayor de un bien que era personal».
Esta aclaración sintetiza las pautas de comportamiento de toda
una nueva dinámica social, que habla con voz de terciopelo
pero funciona golpeando como un puño de hierro. Airbnb, lejos
de funcionar del modo en que lo hacen dos vecinos que se
prestan azúcar, opera en gran medida como una lavadora de
gentrificar ciudades elevando los precios de los alquileres, al
tiempo que sirve para que los multipropietarios puedan extraer
más renta. Aclaremos algunas cosas primero. La crítica que
mantengo evita defender per se la gratuidad, cuando lo libre no
siempre es sinónimo de gratis y viceversa, porque el problema
se encuentra en la definición y el significado de esa frase bajo
la primacía de la apropiación privada. La economía
colaborativa es un negocio, no un intercambio de favores. La
economía nació en la «casa», de ahí su raíz, del término griego
oikos; el proceso de modernización capitalista fue también el
efecto de trasladar la producción doméstica al ámbito de la
producción industrial. Ahora, con la economía colaborativa,
experimentamos un cierto retorno al oikos, pero desde una
perspectiva que mercantiliza todo lo vivido y arrasa con la
intimidad.
El capitalismo es hoy un dispositivo que captura e impregna
toda la realidad, incluso la propia idea de «comunidad» es
repensada bajo la nueva economía por demanda. Esa confianza
«rompe barreras» y permite a los «miembros de nuestra
comunidad servirse mejor unos a otros». Airbnb, en su
proyecto Samara, presenta «una casa comunal que busca
revitalizar un pueblo de Japón» y cuyo objetivo, según afirman,
«nos habla de una simple verdad que todos entendemos: los
seres humanos buscan comunidad». Ahora bien, frente a este
diseño de comunidad de laboratorio, propio de ese capitalismo
espiritual que busca paz y tranquilidad en el lujo exótico, no se
puede oponer una supuesta «comunidad» auténtica o verdadera.
Stuart Hall, en su texto «Notas sobre la deconstrucción de lo
popular», analiza cómo la cuestión de la cultura popular no
remite a un contenido, al «inventario» de una práctica cultural,
sino a las relaciones de poder cultural entre los distintos grupos
sociales. Al igual que el Daily Mirror, el conocido diario
sensacionalista inglés, «no iría muy lejos a menos que fuese
capaz de reconfigurar elementos populares y reconvertirlos», el
sentido de comunidad en la empresa-mundo incorpora
elementos que definen a las relaciones culturales. Es decir, no
se lo inventan, articulan anhelos al tiempo que influyen en la
construcción de otros nuevos. La economía colaborativa
procesa toda una orgía de la mercancía que orienta el deseo
colectivo y el ser cooperativo al servicio y necesidad del tiempo
ajeno de un tercero.
Esto nos lleva a la segunda frase del fundador de Airbnb
cuando define la economía colaborativa como la manera de dar
un mayor uso de un bien que era personal. Se trata de convertir
aquello que se tiene en un servicio, algo a los que se accede
poniendo a trabajar lo que considera recursos ociosos. Si Hegel
definía la propiedad como la extensión de uno mismo, ahora es
uno mismo quien pasa a convertirse en una extensión de la
propiedad: tu casa, tus habilidades, tu tiempo, tu disponibilidad,
tus ilusiones. La vida cotidiana es un nicho de mercado, las
preocupaciones y las tareas habituales son una pérdida de
tiempo en un escenario de aceleración perpetua que, entre otras
cosas, hace que nunca tengamos tiempo.
Daniel Bell entendía que la sociedad industrial no nació de
las fábricas, sino que más bien tenía que ver con la medición
del trabajo, porque «solo cuando un trabajo puede ser medido,
se puede atar a un hombre a su trabajo». La llamada economía
colaborativa nos propone una nueva modalidad de acumulación
originaria: se trata de hacer funcionar el trabajo con las formas
propias de la política, donde El príncipe de Maquiavelo se
convierte en un «manual» de empresa. Se trata de acondicionar
las actividades bajo la forma y el funcionamiento propio de la
práctica política. Es el trabajo por demanda; la dictadura de la
coyuntura, propia de la política electoral, sujeta al deseo
infinito de los otros. ¿Se puede medir el tiempo que no empieza
ni acaba en un punto definible?
Es imposible medir el tiempo de trabajo cuando este adopta
el traje de la política, o del periodista, o del policía de novela
negra, o de una madre que se desvive por su hijo. Todos
comparten, en mayor o menor grado, que su actividad no puede
regirse por horarios establecidos y definidos. Entonces,
retomando la conclusión de Bell, nos preguntamos: ¿cómo se
puede atar a una persona a su trabajo en este escenario
productivo-político? La respuesta es que no se puede, pero que
tampoco se quiere. El modo contemporáneo de la conformidad
y el consentimiento, la forma histórica en la que se construye la
red social que explica una realidad, precisa de una fuerza de
trabajo capaz de sentirse como un molde, donde el individuo
parece relacionarse espontáneamente consigo mismo; es su
propio escultor. Este carácter social hace de uno mismo la
primera materia sobre la que trabajar para soportar, e incluso
llegar a disfrutar, el modo de vida que expresa la economía
colaborativa. Es otra manera de programar a la fuerza de
trabajo en su nuevo hábitat productivo bajo otro tipo de
domesticación del animal social. Se pone en boca de Thatcher
el haber dicho que tener 26 años y seguir usando el transporte
público es de fracasados; ahora se escucha que no cambiar de
trabajo cada cierto tiempo es considerado como un síntoma de
fracaso. «Y si no quiero estar cambiando todo el tiempo, y si
tengo una edad y prefiero tranquilidad, ¿por qué tengo que
verme forzado a ser siempre flexible?». Es cierto, porque el
problema no es cambiar de trabajo, de ciudad, o preferir una
rutina, el problema es quién, qué mecanismos y desde dónde se
decide qué se «debe hacer» y lo que «hay que hacer». La
flexibilidad elegida es fortaleza, también la rutina; en cambio,
la imposición es precariedad y sometimiento. La flexibilidad
tiene dos caras, una ya la conocemos, consiste en adaptar todos
los ritmos de la vida a las necesidades del tiempo del capital.
La otra está por construirse, y tiene que ver con dar otro uso a
ese recurso social llamado tiempo. Un reparto democrático del
tiempo que comporte una pluralidad de temporalidades, donde
se asegure ingresos y se reconozca la actividad social que se
hace y no solo la que se tiene a través de un empleo, requiere
de un terreno subjetivo donde enraizar.
Sería un error apostar por la nostalgia de la fábrica
disciplinaria, cuando no es ni deseable ni posible. Se trata, más
bien, de elaborar una crítica a la racionalidad que interioriza y
actualiza el deseo capitalista como deseo propio. El trabajo
autónomo y creativo, o la fuga de la fábrica disciplinada y del
trabajo asalariado, son condiciones de partida de las luchas
proletarias que nos precedieron; lo malo son las condiciones de
llegada actuales bajo la contrarrevolución capitalista. La
pregunta que hay que plantearse entonces es cómo pensar la
democracia partiendo de la realidad actual, o, lo que es lo
mismo, cómo apuntar a liberarnos de la sociedad del trabajo
aprovechando que se derrumba la sociedad del empleo.
Si no trabajas no comes, si no comes no vives; así pues, para
poder vivir necesitas trabajar y no de cualquier forma. Esto es
un hecho social que no entra en discusión y «ya viene dado» a
modo de «a priori» kantiano. Pero ¿qué sucede cuando no se
puede trabajar, o no se puede trabajar lo suficiente para poder
vivir? Entonces nos vemos abocados a una situación
complicada, cuya solución, de haberla, no puede encontrarse
dentro de los márgenes de la sociedad del trabajo. Ese es un
conflicto que desgarra a la sociedad del siglo XXI. Dicho de
otro modo, la incapacidad de la sociedad de trabajadores para
seguir reproduciéndose como sociedad de trabajadores nos
obliga a pensar respuestas desde una perspectiva distinta a la
que establece la propia sociedad de trabajadores. Alguien puede
estar pensando que este diagnóstico coincide con aquel que
plantea el «fin del trabajo», esto es, una sociedad en la que ya
no es necesario trabajar, una especie de «comunismo de lujo»,
o una modalidad de vida Wall-E, donde no hace falta moverse.
No es así.
El capitalismo está llevando a cabo una reducción de la
jornada laboral cuya consecuencia no es el «reino de la
libertad», sino el de la precariedad y la exclusión. La exclusión
y la precariedad son la consecuencia de lo complicado que le
resulta «aportar valor» a una masa creciente de personas. Una
sociedad de trabajadores en la que el trabajo se convierte en un
«privilegio» condena a la población a tener que reproducirse
materialmente a través de una vía que va obturándose. No se
trata del «fin del trabajo» entendido como el fin de trabajar, de
desarrollar actividades, sino la crisis de un modo de relación
social basado en dar valor solo a un tipo de trabajo considerado
productivo acorde a unos criterios concretos; los que permiten
acumular más capital. El resto de trabajos, aun siendo
necesarios para el desarrollo de la vida, son, a ojos de la noción
moderna del trabajo consagrada por el capitalismo,
improductivos. De ahí que la reducción del tiempo de trabajo
necesario en este caso se convierta en una maldición. El
problema reside en que el dinero, y por lo tanto «la comunidad
del dinero», necesita de un trabajo productivo que lo sustente
para que tenga valor, lo cual resulta cada vez más complicado.
De ahí las burbujas. Adam Smith pensaba que «las enormes
deudas que oprimen hoy a las naciones de Europa»
probablemente las acabarían arruinando en el futuro. Hoy, más
de dos siglos después, el mundo está inundado de deuda, nunca
antes tanto como ahora.
En su «hambre canina», el capital se lanza a lo que salga
cual diablo de Tasmania, le da a todo y no deja casi ninguna
esfera fuera de la relación del trabajo. La paradoja reside en
que, mientras a nivel general requiere de menos tiempo de
trabajo necesario, a nivel subjetivo hace que todo gire a su
alrededor, se tenga o se esté buscando trabajo. Así pues,
quienes más desean que se genere trabajo son los propios
trabajadores, puesto que es la única forma que les permite
acceder a los medios de vida. Solo en una sociedad que obliga a
trabajar para poder comer puede verse como una amenaza en
lugar de una liberación que desaparezcan trabajos odiosos.
Cómo salir de esa relación que te obliga a ser trabajador,
cuando cada vez resulta más difícil serlo. Cómo hacer de esta
situación una posibilidad de emancipación de la propia
condición de trabajador.
Al comienzo de La riqueza de las naciones, Adam Smith
explica cómo el rechazo de la fuerza de trabajo a convertirse en
fuerza de trabajo disponible, esto es, el rechazo a ser una
mercancía que explotar bajo el circuito de valorización
capitalista, es constitutiva de innovación productiva. Sucede
cuando

en las primeras máquinas de vapor se empleaba


permanentemente a un muchacho para abrir y cerrar
alternativamente la comunicación entre la caldera y el cilindro,
según el pistón subía o bajaba. Uno de estos muchachos, al que
le gustaba jugar con sus compañeros, observó que si ataba una
cuerda desde la manivela de la válvula que abría dicha
comunicación hasta otra parte de la máquina, entonces la
válvula se abría y cerraba sin su ayuda, y le dejaba en libertad
para divertirse con sus compañeros de juego. Uno de los
mayores progresos registrados en esta máquina desde que fue
inventada resultó así un descubrimiento de un muchacho que
deseaba ahorrar su propio trabajo.
Esta pulsión invariante persiste en el tiempo, lo que cambia
es el modo en que se expresa, bajo qué tipo de relaciones
sociales tiene lugar y el sentido que se le da. En otra parte,
indica Smith que «la avaricia y ambición de los ricos, y el odio
al trabajo y el amor a la tranquilidad de los pobres, son
pasiones que animan a invadir la propiedad». Para él, esta
situación se resuelve con un magistrado civil que ponga orden y
evite no tanto que los ricos acumulen como que los pobres
invadan las propiedades. Pero ese «odio al trabajo» –
recordemos, al trabajo entendido como fundamento de cierta
forma de entender la riqueza, no la actividad en sí– es una
potencia que aspira a poder decidir sobre su tiempo, y eso
incluye decidir lo que produce, hace, conoce, desarrolla,
etcétera. El rechazo a realizar aquello considerado superfluo,
que se puede conseguir por otros medios distintos al esfuerzo,
es una pulsión sana y constante, lo que no significa que todo
esfuerzo sea superfluo, ni mucho menos que desaparezca la
voluntad de producir y mejorar. El rechazo al trabajo es una
fuente de innovación e inteligencia que ahorra trabajo, es la
alegría que motiva el orgullo que siente una madre que trabaja
duro para que su hijo, finalmente, obtenga un título.
Seguramente suene provocador, pero en un momento en el que
existe el miedo a que «las máquinas nos quiten el trabajo»
deberíamos apostar políticamente por acelerar todo proceso
que libere a la vida del tiempo subordinado al trabajo. Hacer lo
posible para abandonar la condición proletaria; el rechazo a ser
obrero es uno de los motores del progreso histórico. A fin de
cuentas, Marx entiende que la producción capitalista ofrece un
aumento de la riqueza y del conocimiento, pero lo hace
imponiendo al individuo el tiempo de vida como tiempo de
trabajo, de lo que se sigue que «lo degrada a mero trabajador».
En un momento de la película Billy Elliot el protagonista,
de camino a Londres con su padre, le pregunta:

—Entonces, ¿cómo es?


—¿Cómo es qué?
—Londres.
—No sé, nunca he estado.
—¿Nunca has estado en Londres?
—No, jamás he salido del condado de Durham, ¿para qué
iba a querer ir a Londres?
—No sé, porque es la capital.
—En Londres no hay minas.
—¿Solo sabes pensar en eso?

Me atrevería a decir que un minero va a defender con


orgullo minero el pan de sus hijos, pero que se rompe el
espinazo para que sus hijos no tengan, si cuentan con mejores
perspectivas, que bajar a la mina. Esa es la tensión, la
respuesta final de Billy Elliot a su padre transforma el trabajo
y la vida. Esto lo ve claro el padre en un momento dado de la
película, cuando le explica a su otro hijo, también minero, que
Billy tiene una oportunidad para hacer algo distinto. Por esta
razón, insistir políticamente en la defensa de un imaginario
pretérito, identificado con una esencia fijada que la propia
fuerza de trabajo abandonó hace tiempo, es más un grito
desesperado de una identidad pidiendo un pasado para poder
escapar del presente.
Necesitamos separar la identidad, la socialización y el acceso
a los medios de vida, de lo que parece ser «lo natural», los
medios de empleo. Otra forma de comprender el
reconocimiento, de valorar la riqueza, otra forma de dar
sentido a la actividad. Aspirar a dejar de ser trabajadores, y
una sociedad de trabajadores, es aspirar a abolir las clases. El
reto del siglo XXI pasa por inventar formas de valorar trabajos
más allá de lo estipulado como «productivo», y por garantizar
el bienestar reduciendo todo lo posible la dependencia de tener
que vender el tiempo a cambio de un salario. En realidad, esto
no deja de ser una forma de pujar más alto y vender más cara
la capacidad de trabajar de la fuerza de trabajo, o, lo que es lo
mismo, vender más cara una mercancía, la fuerza de trabajo,
dentro de un sistema mercantil que contempla en su interior a
la relación capital-trabajo; dos derechos propietarios
enfrentados. Pero ¿qué sucede si el ecosistema, la condición de
posibilidad que permite desarrollar esta lucha entre las clases,
se desmorona y no desemboca necesariamente en el reino de la
libertad? ¿Qué hacer con toda esa capacidad de trabajar de la
fuerza de trabajo que se queda fuera? Toda esa gente se queda
fuera; pese a que se demanda menos cantidad de tiempo de
trabajo humano empleado, se sigue exigiendo trabajar para
poder comer. Liberar al tiempo del trabajo pasa por la
valorización social del ocio, del tiempo como uso que dignifica
a las personas, a las distintas formas de hacer, pensar, innovar
y crear fuera de la relación meramente laboral. No hay
necesidad de ser en función del tener. Hemos dicho que el
capital vuelve mercancía la cualidad humana de producir y
cooperar, elevando el trabajo a fuente de la riqueza social. Pero
esa es la particularidad bajo las relaciones sociales capitalistas,
pero no es así por definición, de ahí que no sea sinónimo de
«inactivo» no tener trabajo remunerado.
Persiste una voluntad que coincide en advertir del peligro
que arrastra el ocio como antesala de la pereza. Se han
presentado dos formas de combatir este temor por una
sociedad en la que prime el exceso de democracia: la necesidad
y el deseo. Se puede observar una relación entre el tipo de
acceso a la palabra, al ingreso, y por lo tanto a la decisión sobre
quién dice qué hacer con el tiempo en sociedad. Platón
entiende que otorgar la libertad democrática de palabra impide
la creación de un logos o discurso común en la ciudad, porque
«donde hay tal libertad es claro que cada uno impulsará la
organización particular de su modo de vida tal como le guste».
Por su parte, Aristóteles advierte que la democracia altera el
tipo de interdependencia del tiempo con la ciudad y sus partes,
dado que cuando una ciudad cuenta con muchos recursos y se
posibilita el acceso político de los pobres, estos «gobiernan
porque pueden tener tiempo libre gracias a que reciben una
paga».
Adam Smith entendía que «cuando predomina el capital,
prevalece el trabajo; cuando lo hace el ingreso, se impone la
pereza», coincidiendo en que la democracia hace peligrar el
sentido del trabajo y, en consecuencia, de la civilización.
Bernard Mandeville plantea algo similar cuando advierte que,
con la proclividad inherente al ocio y el placer, quién va a
trabajar si no lo hace por necesidad inmediata. Tocqueville, en
su Memoria sobre el pauperismo, donde analiza las nuevas
formas de pobreza directamente ligadas al desarrollo de la
industria, destaca que el «hombre tiene una pasión natural por
la ociosidad». Y finalmente Beveridge, el artífice de la noción
de empleo, desempleo y los seguros asociados a este para evitar
la indigencia, advertía y se defendía de las críticas al seguro de
desempleo con estas palabras: «No es garantizar una renta en
todo momento a toda persona sin tener en cuenta su trabajo y
servicios. Esta solución está próxima al comunismo».
Esta aversión compartida hacia el tiempo libre garantizado
de los pobres al margen de la obligación de tener que trabajar
por un salario, coincide en destacar los dos aspectos antes
mencionados, la necesidad y el deseo, si bien los autores les
otorgan prioridades y papeles distintos a cada uno. Adam
Smith, cuando estudia el papel de la laboriosidad, distingue
entre dos tipos de utilidad: la positiva, que es la cualidad de un
objeto para satisfacer utilidades concretas, y la utilidad
aparente, aquella «que sugiere el placer». Lejos de ser una
fascinación de la utilidad positiva, la utilidad aparente tiene su
propia forma, la de una imagen proyectada que produce el
encanto. En su fábula del «hijo pobre», este aparece fascinado
con la fantasía de la felicidad, que si bien no le evita la
penuria, sí permite que con «infatigable diligencia trabaje día y
noche». Esta lección ofrece la importancia del anhelo que
encontramos en la cita de Maquiavelo que abría el primer
capítulo, donde la apariencia de lo bueno, aun siendo malo, es
más fuerte que lo bueno con apariencia de malo.
En esta misma línea, el gremialista catalán Antonio de Cap-
many consideraba que existen dos aspectos básicos que
producen la motivación necesaria para desarrollar el adecuado
«espíritu de trabajo»; por un lado la necesidad, el hambre, y
por el otro la codicia. A diferencia de Tocqueville, que daba
prioridad a la necesidad de subsistir por encima del deseo de
mejorar las condiciones, porque entiende que todos tienen del
primero pero pocos acceden al segundo, Capmany, al igual que
Smith, entiende que el «estado de deseo» deviene fundamental.
Capmany comprende que de la necesidad nace la desidia, y, sin
embargo, de la codicia –ese vicio indefendible–, si se modula
bien y se adapta, puede surgir una pasión con fundamento. Al
construir la necesidad de tener deseos el pueblo buscará
satisfacerlos, puesto que la generalización de dicho estado de
deseo garantiza que se acepten trabajos ruinosos, gracias a que
«los gustos de previsión son más durables que los reales».
Con el fin de evitar la democracia, el tiempo de los nadie, se
da una coincidencia en la necesidad de frenar la alteración de
las relaciones de poder. Es posible que, por primera vez en la
historia, nos encontremos en condiciones reales para
desmontar, quizá obligados, todo este hilo laborioso que ha
fraguado la modernidad. Ahora se puede comprender mejor
aquella máxima que denunciaba Bertrand Russell como
incrustada en el sentido común, «la idea de que el pobre deba
disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los
ricos», en el momento que –siguiendo a Marx– «la medida de la
riqueza no será ya el tiempo de trabajo, sino el tiempo libre».
Qué hacer con el tiempo, la identidad, el sentido de la
riqueza, qué hacer con la propia reproducción material de la
sociedad. «Seguid vosotros mismos con el trabajo; empezad
desde abajo, no esperéis a nadie», les espetaba Lenin a los
trabajadores en 1917. Esta es la verdadera tarea que debemos
emprender, sin brújulas ni manuales de instrucciones, solo con
intuiciones. Es difícil pensar de qué modo puede venderse más
cara una mercancía cuando se la demanda menos; cómo te
haces valer dentro de una relación de la que te expulsan, pero
en la que te obligan a regirte por ella. Todavía resulta más
complicado pensar un modelo de sociedad y convivencia que no
esté mediado por el trabajo y sus productos. Y, sin embargo,
estamos obligados a hacerlo.
CAPÍTULO V

Coaching de masas

El dinero son números y los números nunca terminan. Si


hace falta el dinero para ser feliz, tu búsqueda de felicidad
nunca terminará.
Bob Marley

El coaching es como esas franquicias y restaurantes que se


presentan como si fueran una casa «fundada en 1870» y tratan
de reproducir en su interior un ambiente vetusto y artesanal.
Lo cierto es que finalmente no deja de ser un producto de
imitación adaptado a una época en búsqueda de «raíces» y
«esencias». Todo es un envoltorio prefabricado donde se incuba
la precariedad laboral y se sirve comida ciclada. Con la
apariencia, tratan de venderse como algo enraizado en una
tradición que no ha nacido ayer y que cuenta con una historia,
con un pasado «usado» a modo de credencial. Podríamos
afirmar que la industria del coaching también se patrocina
como una práctica cosida a la historia, reivindicando el método
de la mayéutica para desvelar el espíritu y el conocimiento que
anida en la persona; el origen del saber. La mayéutica es una
especie de partera del saber, una técnica de aprendizaje basada
en un método inductivo. Una persona interroga a otra para
sacar a la luz un conocimiento que ya existe de forma latente
en su interior. El que pregunta, nuestro coacher, hace las veces
de fórceps, pero no enseña nada nuevo, se limita a facilitar que
salga el conocimiento que está dentro de uno mismo, pero que
precisa de ayuda para salir afuera. Las técnicas de gestión de
uno mismo omiten que «no tenemos la potestad absoluta de
amoldar según nuestra conveniencia las cosas exteriores a
nosotros» (Spinoza).
No tienen nada de malo algunos de los resortes sobre los
cuales se apoya el coaching, la crítica viene en la forma
concreta de articular esas condiciones generales; son conceptos
en disputa por la orientación de su sentido y significado. Si nos
fijamos en muchos panfletos y carteles de los años sesenta o
del 77 italiano, podríamos cambiar la palabra comunismo por
«factor humano», «iniciativa emprendedora» y demás léxico del
new management, y obtendremos un eslogan propio de una
revista de Recursos Humanos. En su conocido y hermoso
monólogo «Qualcuno era comunista», Giorgio Gaber explica
cómo la terapia colectiva ante los males cotidianos y la
búsqueda de otra vida era ser comunista. «Dos personas en una,
por un lado la fatiga diaria, por el otro la esperanza y la mirada
puesta en levantar el vuelo y cambiar verdaderamente la vida.
El sueño se ha contraído: dos miserias en un solo cuerpo». Esa
potencia por desplegar la libertad del alma es lo que pretende
absorber la industria de la motivación y la gestión empresarial
de uno mismo; el deseo por vivir mejor y encontrar el rastro de
las soluciones. La industria de la motivación adopta el mismo
ingrediente que impulsa a un grupo humano a la búsqueda de
fines compartidos, pero sobre la base de la competitividad y el
telos del éxito.
Se reinterpreta el diseño social y laboral en su conjunto,
presentando un desierto de precariedad, competencia e
incertidumbre como una oportunidad para mejorar tu
desarrollo personal y capturar las oportunidades que te ofrece
el mercado. Durante las huelgas salvajes y masivas de la FIAT
en Turín en 1973, los jóvenes obreros que se sublevaron
acabaron tomando la fábrica y colgaron tras las rejas un letrero
que rezaba aquí mandamos nosotros. Hoy, ese deseo de
liberación y emancipación es capturado y expresado a través de
Ikea cuando nos invita a entrar en la república independiente
de mi casa. El eslogan tiene su «gracia»; Ikea desplaza el
trabajo al consumidor y hace del do it yourself un ahorro de
trabajo por parte de la empresa, para que se lo coma el cliente
viviéndolo como una experiencia de consumo, como un hobby.
Es el calcetín del revés: el deseo de liberación del trabajo, de
ese comunismo del «aquí y ahora» que hoy sirve de harina para
el discurso de la contrarrevolución capitalista.
Si el coaching solo fuera una simple adaptación licuada de
la mayéutica, habría que parar aquí y no tendría sentido
dedicarle más tiempo, ni estaríamos hablando de una industria.
Me interesa más que la técnica del coaching en sí, el sentido y
la función que ocupa en la sociedad contemporánea, en tanto
en cuanto ayuda a comprender ciertos contornos del carácter
de la época. No se trata de su metodología, o de hacer una
crítica a la mayéutica; la existencia de gente que ha llegado a
conclusiones gracias a otra persona que le sirve de ayuda no
tiene nada de relevante, somos seres sociales y gracias a contar
con segundas opiniones, con ayuda y visiones distintas,
afinamos nuestras posturas y conocimiento. La capacidad
antropológica de resolver algo porque otra gente te abre una
ventana desconocida con una pregunta no explica mucho.
Suele señalarse que no se debe generalizar, que no es blanco
o negro y que no todo el mundo del coaching es una estafa, y
que existen numerosos ejemplos de gente a la que le ha
ayudado mucho en su vida personal y profesional. No busco
diseccionar caso por caso, prefiero interrogar al propio marco
de partida conectándolo con su impacto en las relaciones
sociales y salir de una discusión que, creo, no aporta mucho.
La ecología define aquellos procesos, interacciones y
evoluciones que unos seres vivos comparten dentro de un
ecosistema. Hilar los costuras de ese ecosistema en el que
vivimos puede ayudarnos a buscar algunas de las razones por
las cuales hoy cobra sentido el coaching. Existen infinidad de
libros y manuales de coaching, de motivación personal y
técnicas de autoayuda mezcladas con un rollo new age y
capitalismo zen de lo más variado. Como en los libros de vapor,
puedes elegir tu propia aventura; el catálogo de métodos y
aplicaciones es enorme. Tienes coaching con caballos para
potenciar tu creatividad, coaching para el mundo financiero,
para tus relaciones de pareja, el ámbito personal, para actores y
actrices, coaching sexual, para emprendedores, para el trabajo,
o coaching espiritual.
En el metro y en estaciones de tren o aeropuertos, suele
abundar la publicidad relacionada con los recursos humanos, la
búsqueda de empleo y su consecuente afán de éxito. Es
bastante común apelar a inspiradoras frases de los grandes
nombres de la historia para favorecer la motivación. Lo que
menos importa es el contexto y el sentido en el que esas
mismas frases fueron formuladas, lo interesante para la
industria es tomar la parte por un todo, dentro de un régimen
de sentido que lo convierte en espíritu de empresa y lo traslada
a cada individuo. Cualquier hazaña, cualquier reflexión, sueño,
visión, aforismo o apotegma es fácilmente reciclable en el
lenguaje que proyecta un envoltorio de cambio e incluso de
transgresión, pero anclado en la obediencia. Conecta con un
espíritu de militancia política pero aplicado a la empresa-
mundo, donde perfectamente podría aparecer Ho Chi Minh
recordándote que «podrás perder mil batallas, pero solamente
al perder la sonrisa habrás conocido la auténtica derrota».
Las frases históricas o los lemas que empujan a tomar
decisiones se asemejan a eso que Laclau vino a llamar
significante flotante, es decir, el sentido del contenido no es
estático y está sujeto a la disputa por definir cómo y desde
dónde se nombra su sentido. Si no te recuerdan, no importa lo
bueno que seas es la frase que cuelga de los escaparates
asociada a Julio César, porque, a diferencia de Pompeyo, se
preocupó bastante de contar sus conquistas en tierras galas. Me
recuerda el principio de la película de Gladiator cuando, antes
de enfrentarse a los guerreros germánicos –hubo batallas como
la del bosque de Teutoburgo, donde se pasaron a cuchillo a tres
legiones romanas–, Russell Crowe anima a sus tropas diciendo:
«¡Hermanos, lo que hacemos en la vida tiene su eco en la
eternidad!».
El problema no son las emociones a las que la ecología del
coaching apela, pues no hay sociedad sin pasiones, el problema
surge cuando el modo de ordenar las emociones y «ser feliz» se
torna obligado y funcional al contexto laboral ultracompetitivo,
y se anula otras formas de filtrar el campo sentimental
humano. Las personas alegres trabajan más, y trabajar más hoy
quiere decir poner un especial énfasis en el trato de las
relaciones sociales, emocionales y comunicativas. Alegría y
economía van de la mano desde el mismo momento en el que
la economía demanda una adhesión propia de grouppies, al
tiempo que mina y socava las bases que permiten la producción
de alegría. Históricamente el trabajo, la penuria y la imposición
iban de la mano, se asumían por ambas partes, y los
industriales no dudaban en mostrar su desprecio a los obreros.
En la era del optimismo forzado, la pobreza y la precariedad se
superan y solucionan, dicen, siendo positivos. Soluciones
subjetivas puramente individuales a problemas estructurales,
donde poco importa que no resuelvan el problema, importa que
concibamos que así puede resolverse.
Un bálsamo que desplaza temporalmente la incertidumbre,
un placebo que amilana los humores del pueblo, en definitiva,
un dispositivo de control social, un deseo capado y replegado
en el yo, que modula y encarcela las pasiones alegres. La
ecología del coaching es una forma refinada de dominación
política en la explotación económica, que además produce un
escenario nuevo. El coaching es ante todo un dispositivo de
control político sobre la fuerza de trabajo: «Para subsistir a
este aluvión de cambios económicos y sociales son vitales una
gestión inteligente y una cooperación entre individuos
emocionalmente inteligentes, competentes y capaces de ser
proactivos». Así se presenta un posgrado de la Universitat de
Barcelona sobre coaching en el entorno laboral, una buena
síntesis del conjunto de mutaciones vitales que se han ido
gestando en las últimas décadas. Partimos de una filosofía
económica muy concreta: la desigualdad como motor de la
economía, la desigualdad como filosofía.
Pero el coaching –no tanto o no solo como práctica
individual, sino sobre todo como malla cultural– también es un
intento de separar la política de la economía para centrarse en
tu desarrollo personal, que nada tiene que ver con un contexto,
con una realidad más amplia que te afecta. No hay conflicto, el
único problema está en tu capacidad para superar los
obstáculos que te impiden conseguir los objetivos que deseas,
que te has propuesto.
Ama lo que haces es el lema de una escuela de negocios
(EADA) que, en su vídeo colgado en YouTube «La experiencia
executive MBA», despierta toda una orgía entusiasta de la
motivación y la producción del individuo aventurero y
comercial: «todo depende de ti», «todo está en tus manos».
Éxito, futuro, sueños, prepararte, miedo, riesgo y esfuerzo, todo
aderezado por escenarios –montaña, surf, carretera– dotados de
una sensación de amplitud, oceaneidad, decisión y velocidad. Es
una épica empresarial cuasiobsesiva cuya pulsión cínica parece
tratar de decirnos: da todo igual, aprovecha, no mires atrás,
incluso se incorpora el factor ético-social en la ecuación. «Éxito
sin integridad no significa nada», nos dice el Man of Today de
Boss Bottled, aunque lo que no significa nada es la frase
misma. Es Patrick Bateman en la película American Psycho,
ese yuppie millonario que humilla a un vagabundo
recriminándole que busque trabajo, es Lou Bloom en
Nightcrawler, ese buscavidas que roba cobre pero piensa y
actúa como un yuppie, es Ryan Bringhman en Up in the Air,
capaz de convertir el despido en una oportunidad, es el rey del
inmueble y Carolyn en American Beauty, o quienes encarnan la
pulsión ideológica del triunfador –aunque fracasen como
Carolyn–, del hombre nuevo bajo la razón neoliberal.
Tras un discurso endulzado de buenas palabras, sueños
deseados y pensamiento positivo, se levanta una jaula
ideológica asfixiante que percibe en el otro o bien una relación
tóxica de la que alejarse para no verse contaminado, o bien una
relación sana que te impulsa a perseguir tus objetivos. El
campo de lo que existe, lo que es bueno y lo que es posible –y
su reverso– se ve redefinido bajo la luz de una nueva forma de
ejercer el poder sobre el cuerpo y la mente colectiva e
individual. Se busca eliminar la dimensión política del conflicto
y el desacuerdo. El único conflicto que hay es el que tienes
contigo mismo.
Se promociona la cultura de la aversión al conflicto al
asociarlo a la negatividad, porque el desacuerdo introduce
malas vibraciones que entorpecen tu camino. Esta lógica del
individualismo posesivo pensada en círculos académicos,
aplicada luego en el ámbito laboral e inoculado después como
sentido de época, busca configurar un nuevo paradigma
ideológico ante la exigencia encarnizada de la competitividad.
Trata de moldear la plastilina humana en una dirección
concreta para que asuma la cualificación requerida y los
papeles que debe desempeñar. La obligación de «ser feliz», de
gozar y de vivir experiencias se convierte en el faro que
normaliza e impulsa la desigualdad social. La libertad se
convierte de este modo en sinónimo de una forma concreta y
particular de entender la felicidad, que si no se alcanza se
deberá a la toma individual de decisiones incorrectas. En
definitiva, se trata de diagnosticar cómo se construye el deseo
en torno a lo que las nuevas reglas de poder necesitan.
Ante un modelo laboral precario, la solución a los
problemas pasa, se afirma, por convertir a los problemas en la
fuente de la solución. Dando por hecho que lo que produce el
malestar no puede cuestionarse ni cambiarse, es mejor
cuestionarte por qué eso te produce malestar y tratar de
modificar tu actitud. Cuando hablan de adaptarse a la realidad
quieren decir adaptarse a las necesidades que demanda la
sociedad. Cuando nombran a la sociedad se refieren al mercado,
cuando dicen mercado hablan de los intereses de los inversores.
El mercado es así un axioma, una verdad articulada como
incuestionable por la sociedad, tal y como lo fueron las leyes
sagradas, los dioses y los reyes absolutos. Defender la
democracia es, entonces, defender la sociedad contra el
oscurantismo, contra todo aquel y toda relación social que
pretenda elevarse por encima de ella, que intente sublevarse
contra el demos o pueblo e instaurar una tiranía.
No es mi intención lanzar una diatriba contra la felicidad,
sino criticar una particular forma de felicidad que solo se
interesa por incentivar su expresión pero que se desentiende de
las causas que facilitan la felicidad. Robespierre apostaba por
otra lectura de la felicidad, una que garantizara como primera
ley el derecho a la existencia, y nos recuerda que «la fuente del
orden es la justicia» porque «la garantía más segura de la
tranquilidad pública es la felicidad de los ciudadanos». El
fenómeno que representan un Macron o un Macri es la nueva
política neoliberal, el espíritu de los recursos humanos elevado
a dirigente político, que traslada las prácticas de la gestión
empresarial a la arena política y reduce la resolución de los
problemas políticos a una cuestión de actitud positiva, en
donde el presidente del gobierno hace las veces de coacher de
la sociedad. El problema, entonces, no son las causas de los
problemas, el problema es que no estás afrontando de forma
adecuada el reto que tienes delante. No te preocupes en
cambiar las cosas, es mejor que cambies tu actitud ante las
cosas. De este modo se entiende que se tache de venganza la
denuncia de la desigualdad, al mismo tiempo que se llame
justicia a no poner en duda las razones que producen la
desigualdad. Así se entiende que para tener un país feliz hace
falta un presidente feliz.
Este enfoque, que pretende convertir la política en una
sesión de coaching, amputa lo humano. Opera como dictan los
eslóganes de la industria de la motivación, «todo depende de ti,
si no puedes cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo, solo tus
miedos te lo impiden, no te preguntes por qué te pasa algo, sino
para qué te sirve». Reducir la política a una mera técnica
homeopática guiada por postulados tipo «existen ideas buenas e
ideas malas» es, por defecto, una política que se pliega a los
intereses de quienes más poder ejercen.
Este discurso pivota sobre la idea del triunfador que todos
debemos perseguir; su «triunfo» es la prueba empírica de que
todas las personas pueden triunfar como él lo ha hecho. Ahora
bien, el problema reside en que no todos pueden –o quieran–
llegar a triunfar y no puede construirse un país con millones de
«triunfadores». Es una realidad que no puede democratizarse.
Ya la propia palabra «triunfar» impide esa expansión
horizontal, y según la Universidad de Berkeley, el prototipo de
triunfador se caracteriza por ser hombre, blanco y con alto
poder adquisitivo. En España ya advirtió el FMI en 2014 que
se estaba produciendo lo que se llama «el fenómeno del gran
Gatsby», es decir, que se estanca toda movilidad social, que
quien nace pobre morirá pobre. En el Reino Unido, la ministra
de Educación ha tenido que reconocer que vale más ser rico y
mediocre que pobre y brillante. Entonces, dado que no puede
aplicarse como un modelo social viable, lo que se pretende es
un ejercicio ideológico doble. Por una parte, la culpa recae
individualmente sobre quien no triunfa, y, al mismo tiempo, se
llega al consenso de que, aun siendo malo lo existente, es el
mejor modelo que hay y que puede haber. Por otro lado, se
incentiva un ultrasubjetivismo propio de la escuela de la
praxiología, en el que el «triunfador» hace de guía cultural y
prócer socioeconómico que emular.
Todos debemos comportarnos y seguir los pasos de los
triunfadores permitiendo que se instale la idea de que no todos
podrán pero sí puede cualquiera (aunque esto tampoco sea
cierto). ¿Qué ocurre con todas las personas, la mayoría, que no
triunfan? ¿Qué hacemos con los parados de larga duración y
con todas las mujeres que encadenan sus vidas a los cuidados?
La hegemonía no es siempre sinónimo de mayoría cuantitativa;
la fuerza de la ideología está en crear puntos de partida y
posicionamientos ante la vida, que despliegan a su vez toda una
telaraña de recursos, terapias, imaginarios y proyecciones
ideales de futuro.
Por lo menos una de cada tres personas padece de soledad
en los países occidentales, una verdadera epidemia que
incrementa la mortalidad hasta en un 26 por 100. Al igual que
el paro y la precariedad, esta pandemia se ha convertido en una
oportunidad de negocio y proliferan empresas que ofrecen
servicios relacionales y emocionales. Ya conocíamos de la venta
en Japón de almohadas con formas peculiares –de mujer
arrodillada, vestida de minifalda, para que el hombre apoye su
cabeza, o de torsos varoniles para que ellas se abracen–, pero
ahora irrumpe con fuerza el servicio ikemeso; hombres guapos
que las mujeres niponas utilizan para llorar y desahogarse por
el estrés generado en el trabajo. También puedes sumarte a la
última técnica de relajación y hacer el capullo –literalmente–
envuelto en una sábana. La afasia social como efecto de la
obsesión por gustar, por «valer», por ser empleable.
¿Recuerdas esa frase popular que decía «cómprate un
amigo»? Ahora se hace realidad. Existen varias plataformas
donde quien no tenga amigos, se sienta solo, o simplemente en
ausencia de tiempo para tejer relaciones prefiera acelerar el
farragoso trámite de la amistad y atajar directamente por la vía
de su compra. En portales web como «Rent a friend» se expone
los distintos perfiles acompañados de sus descripciones,
aficiones, hobbies e intereses. El sistema funciona de modo
parecido al resto de plataformas «colaborativas», si no tienes
con quién quedar, charlar o irte de fiesta, puedes contratar la
amistad de alguien por horas. Normalizar la mercantilización de
la amistad, hacerla susceptible de contrato, quizá sea derribar
la última barrera que aún quedaba fuera de las relaciones de
compraventa.
Contra este disolvente de la política que busca evitar
discutir y remover las razones sobre por qué nos pasa lo que
nos pasa y cómo podemos buscar alternativas colectivas, solo
hay un antídoto, el mismo que sirve para paliar la soledad, la
pulsión servil y el cinismo: la política que democratiza la
democracia. El antídoto a la soledad y al odio no son los libros
de autoayuda, ni la industria de la motivación, el coaching, o el
repliegue identitario. El mejor remedio contra la pobreza, la
injusticia, el fanatismo y la soledad es el encuentro colectivo, la
política. La política irrumpe cuando irrumpen los que no
podían hacerlo. La política desobedece al orden pensado para
excluir a la política, esto es, el orden que pretende excluir a los
nadie y los cualquiera de la decisión colectiva. La sociedad en
movimiento genera nuevas formas de ser y de relacionarse, que
a su vez alteran las relaciones de poder y las conductas. En el
debate y la mutua vinculación, el encuentro colectivo puede
dejar atrás el aislamiento al que nos confina la industria de la
motivación. Esto no tiene que ver con soluciones basadas en un
«cambio de mentalidad» propiciado por una terapia de
anticapitalismo new age, sino con buscar la forma de alterar las
relaciones de poder que asumimos con normalidad dentro del
campo de lo real. No es la primera vez que aparece el
«pensamiento positivo», aunque ahora se haya convertido en
algo más parecido al sentido común. En EEUU, la gran
depresión de los años treinta es también la época dorada de
Hollywood, de entonces data el éxito de Walt Disney con
Mickey Mouse y la proliferación de libros de autoayuda, dado
que, tal y como explica Josep Fontana, «querían leer libros que
les ayudasen a ser felices».
Esto nos indica una cualidad humana en tiempos adversos:
la necesidad de salir adelante, de imaginar un futuro mejor, de
búsqueda de alguna certeza en definitiva, algo a lo que
agarrarse. En nuestros tiempos precarios y conectados, tras una
sensación de quiebre de época, el narcisismo del sujeto-empresa
se presenta como una coraza que ayuda a suplir la falta de
visión futura generando autoconfianza, de modo similar a lo
que siente aquel que ejerce una autoridad: eres tu propio jefe.
Be the revolution of you (Nike). La crítica al pensamiento
positivo no debe leerse como una oda a la tristeza, sino como la
reivindicación de la complejidad humana. La motivación se
vuelve fundamental cuando el trabajo toma la forma de la
política, no al revés. Max Weber entendía que «la política
estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces
resistencias», para lo cual hay que «armarse de la fuerza de
voluntad que permita soportar la destrucción de todas las
esperanzas». Solo quien ante todo esto es capaz de «oponer un
sin embargo» puede decirse que tiene «vocación para la
política». La motivación no es rechazable en sí misma, lo es un
entorno que busca descontextualizar la realidad social, pero de
ningún modo debe regalarse a la autoayuda esa dimensión
humana, sin la cual, por ejemplo, hubiese sido impensable la
revolución cubana. Sin estar motivados, a ver quién cree que
pueden hacer la revolución tres gatos bebiendo su propia orina
y chupando caña de azúcar medio perdidos por Sierra Maestra.
No se trata de repetirse a uno mismo en abstracto «nunca
rendirse, nunca rendirse», sino en determinar el contexto donde
cobra sentido «aquello por lo que luchas». José Carlos
Mariátegui, en un artículo publicado en 1925 bajo el título
«Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal», lo resumía de
la siguiente manera: «Los que no nos contentamos con la
mediocridad, los que menos aún nos conformamos con la
injusticia, somos frecuentemente designados como pesimistas.
Pero, en verdad, el pesimismo, domina mucho menos nuestro
espíritu que el optimismo. No creemos que el mundo deba ser
fatal y eternamente como es. Creemos que puede y debe ser
mejor». Sin este componente, nadie podría explicar la
perseverancia de Lenin, cuando por ejemplo, a partir de 1908
cae el número de huelgas, los revolucionarios tienen que
exiliarse derrotados y la afiliación se hunde, pasando de cien
mil a unos pocos miles los militantes. Sin embargo, persevera y
sigue adelante.
Lo importante nunca son las palabras o las frases, su
significado no deriva de su literalidad sino del contexto que las
dota de sentido. No vayamos a regalarle al coaching la potencia
de la emoción, y confundiendo el orden de los factores nos
quedemos solo con el agua sucia. «La felicidad no es hacer los
que uno quiera sino amar lo que uno hace» es una frase del Che
Guevara que hoy, puesta en boca de un departamento de
selección de personal, expresa algo muy distinto a lo que
pensaba el rosarino. La industria de la motivación no ha
inventado nada nuevo, García Oliver era un maestro, solo cabe
recordar su discurso en el homenaje a Durruti, «hasta el triunfo
de la revolución social y que solamente la muerte podía irnos
alejando de los demás».
CAPÍTULO VI

Es nuestro tiempo

Ninguno siente el tiempo por sí mismo


libre de movimiento y de reposo.
Lucrecio

Nos recuerda el filósofo francés Jacques Rancière que la


palabra crisis viene del griego y su significado está vinculado a
los verbos «decidir» y «separar»; crisis, por tanto, alude a un
momento crucial donde hay que tomar una decisión, porque los
caminos se separan. No por nada, crisis es un concepto que ha
sido aplicado en el ámbito de la medicina antes de ser adoptado
por la jerga económica. Crisis, en medicina, hace referencia a
ese momento del desenlace, esas horas clave en que el enfermo
se debate entre uno u otro lado, entre la vida y la muerte. Pero
¿y si la crisis ha dejado de ser ese intervalo en el tiempo para
convertirse en una realidad cotidiana? Es posible que la
excepción se convierta en normalidad, y la transición en un
periodo de inestabilidad estable. La crisis es una oportunidad
que, en su desfase, se convierte en un tiempo de excepción que
permite adoptar las medidas económicas que refuerzan las
posiciones de los mismos actores que propiciaron la crisis. Los
ciclos y los datos macroeconómicos pueden subir o bajar, pero
bajo la superficie se gestan transformaciones que impiden un
retorno a la casilla de salida de nuestros paradigmas
sociolaborales: lo que cambia no es un porcentaje de empleo,
sino el propio terreno desde donde adquiere sentido la sociedad
del empleo. Una cosa es la recesión o la recuperación del ciclo
económico más o menos débil y burbujeante, y otra muy
distinta es la mutación que se da en el interior de la sociedad, y
en la propia naturaleza del trabajo y de la composición social e
imaginarios de quienes trabajan.
¿Qué sería la posmodernidad? El campo de fuerzas donde se
abren paso impulsos culturales de distintas especies (Jameson),
pero también es un chino en Venecia comprando un recuerdo
fabricado en China, vendido por otro chino. Una maquiladora
jugándose la vida en México para vestir las pasarelas de Milán,
una mujer cobrando dos euros por cada habitación que limpia
en un hotel de lujo en Barcelona, y también cierta sociabilidad
compartida dominada por la comunicación y el acceso: en
América Latina el 20 por 100 de los jóvenes menores de 25
años que solo tiene una comida al día prefiere gastar su dinero
en un smartphone antes que en una segunda comida, porque a
través del teléfono se conectan al mundo, al lugar donde
quieren ir, el mismo donde todos queremos vernos.
Ante el empobrecimiento se despliega un discurso fundado
en enfrentar a la gente entre sí. Se altera la brújula ética de la
sociedad y se hace sentido común evidenciar que la pugna
existente se da entre los vagos y los que se esfuerzan. Un
discurso, el de «una sociedad libre de individuos», emitido por
quienes, paradójicamente, más viven y se enriquecen a costa
del esfuerzo ajeno. La crisis en Europa y EEUU ha provocado
el derrumbe de los equilibrios que sostenían un modo concreto
de convivencia. Las políticas económicas neoliberales y la
erosión de la decisión democrática son dos patas
indiferenciadas del mismo proceso. En la pérdida de identidad,
seguridad y vínculos asociados a la esfera laboral, así como
entre lo que se demanda que se haga, lo que se recibe a cambio
y lo que se desea hacer, se produce una quiebra. Hablamos de
crisis cuando se produce un desajuste y se «rompe la matriz de
afirmaciones y sanciones que apuntala al régimen y a la
ideología dominante» (Göran Therborn). En esa pérdida de
legitimidad sobre lo asumido puede redefinirse lo posible
gracias a un ejercicio de «movilización ideológica». ¿Qué
imaginario es capaz de encarnar esa angustia por la falta de
certezas y seguridad, y ese deseo por conseguirlas? ¿Cómo es
posible que los que menos tienen puedan acabar votando a los
que más les quitan?
La imagen de la figura del genio individual es más un mito
que otra cosa; la historia demuestra que se han inventado más
cosas cuando se trabaja en red y sin afán mercantil que cuando
se hace de forma individual y buscando lucro: la aspirina, la
tabla periódica, el marcapasos, el GPS… Las ideas, decía
Jefferson, son como el aire, no pertenecen a nadie, pues
compartirlas aumenta su potencia y las enriquece, y gracias a
eso llegamos a conclusiones que por sí solos nunca hubiéramos
llegado. No, woman, no cry no la escribió Bob Marley, pero es
sin duda quien mejor la interpretó; Chuck Palahniuk no deja de
recordar que El club de la lucha es fruto de un ensamblaje
social de ideas, experiencias y vivencias que le cuentan sus
amigos. La innovación es un poso histórico y una conexión
social.
Los liberales dirán que las ideas son individuales –aunque el
individuo es también social–, y que por eso se patentan y
acotan las ideas traduciéndolas en dinero; esa forma de
equivalente universal que adopta la mercancía. El talento, por
el contrario, se alimenta de la colaboración y la puesta en
común de muchos cerebros que se complementan, puesto que
«el carácter humano es demasiado débil para poder comprender
todo de una vez», como recuerda Spinoza. Platón establecía
una distribución rígida de las posiciones sociales y entendía que
si la naturaleza destina a uno para el papel de artesano, este no
puede injerirse en el oficio del guerrero. Adam Smith era
consciente de que la división del trabajo en la fábrica
embrutecía a los trabajadores y enmohecía su cerebro. La
democracia significa el desorden de esta forma de distribución
de los roles asignados, pero no de cualquier forma.
Actualmente, por flexibilidad se entiende la obligación de
tener que realizar distintas tareas, e incluso distintos trabajos,
para intentar garantizar un ingreso. Debemos pensar la
flexibilidad desde otro enfoque, pero no rechazarla en sí misma.
Marx puede resultar útil para esta tarea. Hoy se admite que el
talento no se concentra en individuos únicos y que «la
supresión de estas dotes en la gran masa es una consecuencia
de la división del trabajo». La división del trabajo entorpece la
creación de conocimiento. Pero si bien se asume la producción
colectiva del conocimiento, no se reconocen las condiciones que
hacen posible que se produzca ese conocimiento.
La recomposición de una sociedad que no deje a nadie atrás
necesita disputar los contornos de la crisis de la sociedad del
empleo en clave democrática. Necesita construir un contrato de
ciudadanía que pivote sobre un modelo que redefina el papel y
el significado en sociedad de la actividad, del tiempo, el
bienestar y el trabajo. Perfilar una sociedad que implante una
política del tiempo orientada a garantizar el derecho a trabajar
todos para trabajar menos, junto con el derecho a realizar y
realizarse haciendo y consumiendo muchas otras actividades
libres de la dominación abstracta que privatiza el tiempo: una
sociedad basada en el derecho al bienestar, la sociedad del
tiempo garantizado.
La democracia reducida a quien tiene propiedad era como la
democracia entre quienes no tenían que trabajar para otros en
la Grecia antigua, de ahí que quienes trabajan, los que no
tienen propiedad, o no son «su propio señor» (sui iurus)
carezcan de la base material, del tiempo para ejercer la
libertad, la decisión. La libertad debe estar garantizada por la
plebe cuando el príncipe se hace poder constituyente en la
república. El «pueblo armado» es finalmente la sustancia del
poder constituyente, la vacuna contra la corrupción y la
desigualdad, el dique contra la fortuna y riqueza de los
poderosos, el anclaje de la democracia, la fuerza que autoriza la
ley.
Lo que hizo el neoliberalismo fue deshilachar el tejido
social, el pueblo armado, el contrapoder social, crear un
desierto social mediado únicamente por las relaciones de
consumo, por la subjetividad de la empresa y por patrones de
conducta basados en la competitividad. No hay libertad política
sin emancipación económica, o dicho de otra forma, no hay
libertad sin autonomía y decisión sobre el tiempo propio. El
tiempo es la base de la democracia porque es tiempo recobrado.
El tiempo garantizado es lo que había detrás de todas las
conquistas obreras sobre la penuria de su condición. Este
movimiento dinámico de lucha por el tiempo provoca que el
capitalismo se transforme. Libertad es tiempo propio y, para
ello, hay que denunciar el secuestro de la democracia por la
economía y la economía secuestrada de la decisión democrática.
El mundo de hoy se presenta con lo peor del comunitarismo –
la evaporación de la intimidad e incluso del anonimato gracias
a la sociabilidad intensiva de la hiperconexión y el control–,
junto con la frialdad helada individualista donde crece la
soledad y la ausencia de empatía. Se trata entonces de
descubrir y aceptar que la precariedad no debe ser simplemente
algo que evitar o erradicar para devolvernos al pasado; al
contrario, necesita ser organizada para ganar los derechos del
futuro, el derecho al bienestar basado en la desvinculación
entre dignidad y trabajo remunerado.
Pero ¿qué nos dicen hoy los mártires de Chicago y toda
aquella oleada de huelgas en defensa de la jornada laboral de
ocho horas? Nos enseñan que el miedo, el aislamiento y el
cinismo nunca han mejorado nuestras vidas y, en cambio, los
derechos y el poder de los que no tienen poder se ejerce juntos,
sin miedo, tejiendo solidaridad, luchando y organizándose. La
jornada de ocho horas se reivindicaba en 1886 para tener más
tiempo propio, social e individualmente autónomo, «hartos de
no tener jamás una hora para pensar». Reivindicar democracia
es reivindicar el poder sobre el disfrute seguro del tiempo. El
reto pasa por pensar y articular comunidad acorde al modo en
que nos comunicamos, acorde a lo que hacemos, decimos,
somos y pensamos. La historia del movimiento de movimientos
es la historia colectiva por vivir mejor y sufrir menos.
La lucha política por la democracia en Europa es la lucha
por comprender y ofrecer salidas a la crisis de la sociedad del
empleo surgida de la Segunda Guerra Mundial. La política se
juega en los contornos de la incertidumbre, de la pérdida de la
condición de ciudadanía y de la brújula e identidad centrada en
el centro de trabajo: ese cambio, como todo proceso histórico,
es transversal en la sociedad. Apelar a la «clase obrera» como
si fuera una cosa, una foto de recuerdo, en lugar de verla como
una red de relaciones sociales que se forman y cambian, es
negar, curiosamente, la existencia de la lucha de clases.
Emancipación no significa reivindicar derechos por el hecho
de ser trabajadores productivos desde el punto de vista de las
categorías del capital, sino lo contrario; implica reivindicar el
abandono de la economía política, el abandono del modo en el
cual se forman las relaciones sociales que hacen del trabajo,
entendido como mediación social, la fuente de la riqueza
basada en el gasto de tiempo de trabajo humano. Esto que
suena tan «utópico» es la posibilidad de salida a una situación
que debe afrontarse, porque lo que está en juego es la
descripción y definición de lo que es la convivencia y la
comunidad imaginada, que no será más la de los años sesenta
del pasado siglo. Ante esta realidad, existe la apuesta de los
populismos reaccionarios que buscan refugio en la comunidad
pasada, frente a la ofensiva liberal de la comunidad del «yo»
emancipado de la sociedad, el yo globalizado que separa la
elección entre estilos de vida y las condiciones que permiten
garantizar una vida. ¿Cuál es entonces la apuesta por una
comunidad democrática que salga al mismo tiempo del marco
reaccionario y se enfrente a la deriva neoliberal?
El reto histórico pasa por inventar un sentido de
pertenencia y vida en comunidad más allá del centro de
trabajo, más allá del trabajo remunerado.
La libertad es igual para todos, pero no todos somos iguales
ante la libertad. Cualquier ciudadano puede votar
independientemente de su patrimonio acumulado, no hay
distinción formal entre quienes tienen treinta millones de euros
y las kellys que cobran dos euros por cada habitación de hotel
que limpian. Todos somos jurídicamente iguales pero
materialmente desiguales. Ahora bien, todos votamos pero la
economía no se toca, bueno sí, la de los primeros mejora y la
economía de las segundas empeora. ¿Por qué el poder de la
economía no está sujeto a la democracia cuando nos afecta
directamente en la vida? Porque es algo privado e individual
fruto de un contrato entre iguales, afirma la teoría. Nadie te
pone una pistola en la sien para firmar ese contrato por horas
tan mal pagado, eres libre de no cogerlo, pero de lo que no eres
libre es de comer y dormir, de vivir. ¿Se puede entonces
separar la libertad, de las condiciones que hacen posible ejercer
la libertad? ¿Puede la libertad, que por definición pertenece a
todos, ser algo privado?
Aristóteles pensaba los regímenes políticos, esto es, el modo
de convivencia entre las distintas partes de la ciudad, desde la
relación mantenida entre el tiempo y la renta como vía de
acceso a su disfrute. De lo que se deduce que la democracia y el
acceso a la política son inseparables de las condiciones de vida
que permiten tener tiempo libre a los pobres. Dicho de otro
modo, si el ingreso de dinero en la sociedad capitalista en que
vivimos es fundamental para hacer la política porque se tiene
tiempo, un falso autónomo o una precaria ven cercenada su
capacidad de intervención política, en tanto no disponen de ese
tiempo. Tener aseguradas las condiciones materiales de vida no
garantiza per se una regeneración política, pero es condición
necesaria para que sea posible. «La corrupción y la falta de
aptitud para la vida libre nacen de la desigualdad que existe en
la ciudad», afirma Maquiavelo. Siguiendo el sentido del kratos,
la democracia sucede cuando en la ciudad la parte de los
pobres conquista el poder confrontando con la parte
oligárquica. Nos toca dar una batalla histórica por delinear las
formas de una civilización, en donde las inmensas capacidades
desarrolladas por la humanidad puedan ponerse al servicio del
bienestar. Es nuestro tiempo.
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