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DESCLÉE DE BROUWER
BILBAO - 2005
Título de la edición original:
Sguardo sull’eternità. Morte, giudizio, inferno, paradiso.
© 1998 Sugarco Edizioni, Milán, Italia
P RESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
DE PROFUNDIS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
VII.- EL INFIERNO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
El infierno, piedra de tropiezo para el hombre actual . . . . . . 87
El infierno en la Biblia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
El infierno en el magisterio de la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
Algunos interrogantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94
Amor sin límites de Dios y condenación eterna . . . . . . . . . . 96
Una decisión del hombre y una decisión de Dios . . . . . . . . . 97
ÍNDICE 9
“No tiene importancia saber quién soy, porque un día dejaré de existir”.
Bajo una apariencia indiferente, y hasta despectiva, las palabras del lite-
rato contemporáneo Cioran revelan la desolación de una vida que no con-
sigue dar sentido a la muerte y de una muerte que no es capaz de dar sen-
tido a la vida, y expresan con eficacia la estéril desolación de quien está
convencido de que avanza a pasos agigantados hacia la nada. Y en reali-
dad, afrontada con lúcida conciencia o –con mucha más frecuencia– evi-
tada, enmascarada, postergada, silenciada, negada, ésta es la gran angustia
del hombre de nuestro tiempo, incapaz de aceptar el desafío de una espe-
ranza más allá de la muerte y, al mismo tiempo, aterrado por la perspecti-
va de un aniquilamiento contra el que todo su ser se rebela.
Justamente en diálogo con esta actitud, que condena al sinsentido la
historia del hombre sobre la tierra, se sitúa el libro del padre Livio, en el
que el autor, con su acostumbrada y convincente claridad, expone las razo-
nes y el contenido de la esperanza cristiana en la inmortalidad: una espe-
ranza que, teniendo como centro la fe en la resurrección de Cristo, ilumi-
na la tragedia de la muerte con una luz victoriosa y que infunde seguridad.
La reflexión del padre Livio analiza las verdades relativas al fin de la
vida personal y de la historia humana que la teología designa con el tér-
mino novísimos. Presenta con abundantes citas sus fundamentos bíblicos y
12 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Más allá de los proyectos para cada persona, todos los caminos espe-
cíficos que Dios prevé para cada uno confluyen en un proyecto único, que
es el que Pablo expresa admirablemente en sus cartas, donde explica
que el Padre, cuando nos sacó de la nada, nos creó a todos en función de
Cristo, para que fuéramos un solo ser con Cristo, para que nos hiciésemos
hijos en el Hijo, como hijos adoptivos suyos; nos creó, escribe Pablo, para
“recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10), nos llamó a “ser santos e
inmaculados ante él por el amor” (Ef 1,4). Éste, pues, es el gran proyecto
de Dios para cada vida y para la humanidad entera. La meta es para todos
esta identidad de amor con Cristo, la participación en Cristo muerto y
resucitado, el ser hijos en el Hijo. Salimos del seno de la Santísima Trinidad
porque el Padre nos creó en función de Cristo y el punto de llegada des-
pués de la prueba de esta vida es estar en el corazón mismo de la Santísima
Trinidad. Cuando Pablo escribe que Dios nos creó para que en el Hijo fué-
semos santos e inmaculados ante él por el amor, sus palabras se refieren
a las tres personas de la Trinidad. Nosotros estaremos por toda la eterni-
dad en Cristo Jesús para amar al Padre con el mismo amor con que lo ama
Jesús y para ser amados por el Padre con el mismo amor con que el Padre
ama a Cristo. Esto es lo que Dios concibió para nosotros: salimos de él y
volvemos a él después de realizar la travesía del mar que es la vida. Es el
mismo trayecto que recorrió Jesús: “Salí del Padre y he venido al mundo.
Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16,28); es el mismo reco-
EN CAMINO HACIA LA ETERNIDAD 23
rrido, aun cuando nosotros no venimos del Padre del mismo modo que
Jesús, ya que nosotros venimos por creación, mientras que Jesús viene
del Padre por generación eterna. Naturalmente, en nuestra ruta de regreso
al Padre, Jesús es el camino: nosotros retornamos al Padre siguiendo a Jesús.
¿Una sugestión?
La relación del alma con Cristo obedece a esta lógica: Cristo está ahí,
Cristo te ama, pero tú no lo posees. Por ello en el Cantar están aquellas
páginas extraordinarias en las que la amada busca continuamente al amado
y no lo encuentra; sigue sus huellas, pero éstas después desaparecen; en el
Cantar son muy pocos los momentos del encuentro; son mucho más
numerosos los de la búsqueda.
Nuestra relación con Cristo durante la vida tiene estas características.
Nos unimos con Cristo –por ejemplo, en el sacramento de la Eucaristía–,
pero nos unimos en la fe, es una visión como en un espejo –según el len-
guaje de Pablo–, no es todavía una visión cara a cara. Por ello, aunque esta-
mos con Cristo, deseamos que esta fase de la fe sea superada para llegar a
la visión cara a cara.
Esto vale también para el amor, como se observa claramente en el
Cantar: sentimos que Cristo nos ama, también nosotros lo amamos; es la
comunión espiritual. Pero falta aquella co-presencia que se verificará sólo
en el paraíso. Es una relación como la que se establece entre dos personas
que se quieren, pero viven en dos países lejanos.
Es normal que una vida cristiana fundada en la fe y en la caridad no rea-
lice aún el pleno encuentro con Cristo que tendrá lugar sólo en el paraíso;
por ello se desarrolla en nosotros la esperanza, es decir, el deseo de llegar
a aquel momento en el que seremos una sola cosa con Cristo en la visión
cara a cara y en la identidad del amor. Una vida cristiana sana es una vida
en la que, aun poseyendo a Cristo, viviendo por tanto en la paz y en la ale-
gría, percibimos con mucha fuerza en nuestro corazón el deseo de estar con
Cristo. Tal vez Pablo haya dado testimonio con más intensidad que nadie
del fuerte deseo del cielo que siente todo cristiano que tenga una experien-
cia viva de Cristo. Pablo percibe esta intensa nostalgia y la interpreta con
profundidad doctrinal, cuando revela que aspira a separarse del cuerpo para
estar con Cristo. Siente ansia de abreviar las etapas, para gozar anticipada-
mente, si fuera posible, de la gloria del cielo: “Pues para mí la vida es Cristo,
EL DESEO DE DIOS 35
Hay que señalar este dato, aunque nuestra experiencia religiosa no sea tan
elevada como la de san Pablo, los grandes doctores de la Iglesia y los místi-
cos: una vida cristiana que realiza la unión con Cristo no puede dejar de sen-
tir en lo más hondo esta aspiración a la unión completa con él. También en
la vida humana se puede encontrar una analogía en la aspiración a unirse en
santo matrimonio que tienen dos novios que se aman. Podríamos decir que
nuestra relación con Dios en esta vida es el periodo del noviazgo del alma
con Dios, y es normal que este noviazgo encuentre su cumplimiento en las
bodas, en la consumación del matrimonio, es decir, en nuestra unión con
Dios, que pasa a través de la muerte y la entrada en la vida eterna.
A partir de ese planeamiento resulta pertinente definir el cielo como
nuestra verdadera patria, nuestra vida como una peregrinación y esta tierra
como un destierro; no por desprecio al mundo, en el que se anticipa ya la
alegría de aquella unión, sino porque aspiramos a que ésta sea completa,
total, absoluta. No tenemos en este mundo una morada estable, como dice
Pablo, sino únicamente una tienda provisional (cf. 1 Co 7,31; 2 Co 5,1); la
invitación que Pablo nos hace a vivir en este mundo, pero manteniendo con-
tinuamente nuestra conversación en el cielo (Flp 3,20), ha sostenido a lo largo
de los siglos la espiritualidad monástica. Quien la conoce bien sabe que los
monjes estaban acostumbrados a hacer “el ejercicio de Jerusalén”, que con-
sistía no tanto en una continua reflexión sobre la buena muerte (que empie-
za a ser practicada a partir de 1700, y tenemos, por ejemplo, un ensayo extra-
ordinario en las páginas de la Preparación para la muerte de san Alfonso
María de Ligorio) como en una meditación cotidiana sobre la esperanza del
cielo, sobre la Jerusalén celestial que es nuestra verdadera patria. En vez de
meditar sobre la muerte los monjes medievales meditaban sobre lo que hay
después de ella. “¡Ojalá tuviera alas como paloma para volar y reposar!”, sus-
pira el Salmo 54,7. Tendríamos que recuperar este dinamismo espiritual y dar
mayor espacio a la tensión escatológica de la vida cristiana, siguiendo la invi-
tación de Pablo: “Nostra autem conversatio in coelis est” (Flp 3,20).
EL DESEO DE DIOS 37
Hay una frase del Evangelio que resuena como una de esas adver-
tencias que son decisivas para nuestra vida: “¿De qué le sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma?”. Esta frase me recuerda siem-
pre el dicho que mi abuela me hacía repetir de niño –dicho que recogía
la sabiduría de nuestros ancianos y de un tiempo en el que la fe estaba
todavía viva en los corazones–: “La vida es breve, la muerte es cierta, del
morir la hora es incierta; sólo un alma tendrás, si la pierdes, ¿que pasará?”.
En este dicho resuena la pregunta: “¿Qué puede dar el hombre a cambio
de su alma?”, con la que Jesús concluye una serie de cuestiones apre-
miantes (Mt 16,26).
Queremos meditar justamente sobre el alma y sobre la solicitud que
debemos tener por su salvación, como nos enseña la Primera carta de Pedro:
“La meta de vuestra fe es la salvación de las almas” (1,9). Lo único que
cuenta verdaderamente en esta vida es salvar nuestra alma y ayudar a los
hermanos a salvar la suya. Nada es más importante que esto. El fin del
hombre es dar gloria a Dios y salvar su propia alma llegando al encuentro
con él en la eternidad. La prioridad de esta tarea, unicum necessarium, debe
40 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Ahora nos preguntamos: ¿con qué fin nos ha creado Dios? ¿Para qué ha
creado al hombre capaz de ser su interlocutor?
Dios ha creado al hombre con una dignidad tan grande porque quería
derramar su amor sobre él. Retomamos, para explicarla después en su lógi-
ca profunda, una expresión del Catecismo de san Pío X: “¿Por qué nos ha
46 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
creado Dios? Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta
vida y para gozar de él después en la otra en el paraíso”.
Ahora bien, gracias a la revelación podemos comprender aún mejor la
grandeza del alma, que es como un recipiente completamente espiritual; el
teólogo Karl Rahner3, de modo sugerente, la define como “radical apertura
a Dios”. El alma es la posibilidad de recibir a Dios, de hablar con él, de aco-
ger su misma vida. Dios ha creado al hombre capaz de lo infinito para
comunicarle su vida, para habitar en él. ¡Qué misterio el del alma! Es finita,
porque es creada de la nada –no pueden existir dos infinitos– y, sin embar-
go, el Dios infinito en su poder la ha creado y elevado con la gracia para
que pudiese ser su morada. Tenemos presentes las expresiones de Jesús,
sobre todo el discurso de la Última Cena, que tiene palabras de intensa con-
moción: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). El alma ha sido crea-
da espiritual y capaz de acoger a Dios porque Dios en su misericordia tenía
el proyecto de hacer del alma su casa, su tabernáculo, su templo.
Un principio de la teología –del grandísimo teólogo jesuita, el padre De
Lubac4– afirma que todo lo que se puede decir de la Iglesia se puede y, más
aún, se debe decir, y de modo eminente, de la Virgen María; y lo que se
puede decir de la Iglesia, se puede decir de cada una de las almas. Por ello
todas las imágenes bíblicas de la Iglesia que son aplicadas a María santísi-
ma, pueden ser adecuadamente aplicadas también al alma humana. Así
pues, podemos decir que el alma humana, como la Iglesia, es el templo de
Dios, el tabernáculo de Dios, la morada de Dios, la ciudad de Dios, etcé-
tera –no podemos enumerar todas las imágenes bíblicas relativas al alma
humana–. La relación de amor entre el alma humana y Dios es simboliza-
da con términos de bellísima poesía y de altísima espiritualidad también en
el Cantar de los Cantares, donde el amor entre el esposo y la esposa –que
3. Karl Rahner (Friburgo 1904 – Munich 1984), teólogo católico alemán.
4. Henri de Lubac (Cambrai 1896 – Paris 1991), teólogo católico francés.
UNA SOLA COSA ES NECESARIA 47
La edificación espiritual
hacer que nuestra alma sea cada vez más semejante al alma de María y al
alma de Cristo. La perfección en esta vida no se alcanza nunca, porque la
capacidad de nuestra alma es una capacidad infinita. Dice santo Tomás
que nuestra alma es quodammodo omnia, es decir, apertura radical al infini-
to; el alma es, por así decir, un recipiente finito que puede recibir infinita-
mente la gracia de Dios. Con razón se dice que toda nuestra vida es una
conversión continua; y aquí conversión significa, en el sentido etimológi-
co, cambiar de dirección: alejarse de la tierra y dirigirse hacia el infinito.
Ésta es la tarea misma de la vida. En la vida tenemos que concentrar-
nos en este único fin, y podemos alcanzarlo a través de los numerosos
medios que Dios pone a nuestra disposición; los principales son la oración,
los sacramentos, el ejercicio de las virtudes, la imitación de Cristo con la
que hacemos que nuestra alma sea cada vez más semejante a la imagen del
Verbo, a la imagen de Dios.
Y para terminar esta meditación que nos ha hecho descubrir la gran-
deza, la belleza, la dignidad y el destino de toda alma humana, me com-
place recordar las sugerentes imágenes que han usado los místicos –que
han experimentado constantemente esta tensión hacia el infinito– para
definir el alma: “chispa de Dios en nosotros”, decía san Bernardo; Eckhart
usaba la expresión “punta del espíritu”; san Buenaventura la llamaba “ápice
de la mente”; santa Teresa de Jesús recurría a la imagen del “refugio” o del
“castillo”, en cuyo centro se celebra el matrimonio espiritual, mientras que
san Juan hablaba de un “centro”, de un “fondo” del alma donde tiene lugar
el matrimonio con Dios.
IV
EL DRAMA DE LA MUERTE
La muerte
Muchos mueren sin ser plenamente conscientes: bien por las mentiras
que los rodean, bien porque a los enfermos terminales se les administran
fármacos que reducen la conciencia, pero sobre todo porque quienes se
aproximan a la muerte no quieren enfrentarse a la realidad que están
viviendo. Nosotros estamos contentos con esta inconsciencia, porque pen-
samos que esas personas mueren sin sufrir. La muerte es un acto humano,
trágico y caracterizado por el pecado, pero es el momento supremo de la
vida y tiene que ser vivido con plena dignidad, y me pregunto si, por ejem-
plo, es compatible con esa dignidad hacer que las personas sean casi
inconscientes, por medio del uso de medicamentos, del drama más impor-
tante y decisivo de su existencia.
¿Y qué sucede cuando morimos? Queridos amigos, cuando morimos,
desaparecemos para siempre, radical, total e inexorablemente, de este
mundo. Esto es la muerte. No nos hagamos ilusiones, no pensemos en las
falsas e insensatas “supervivencias” de quien cree que es inmortal porque
ha escrito un libro, porque ha pintado un hermoso cuadro, porque ha
dejado en herencia casas y posesiones a sus parientes, porque ha manda-
do erigir un hermoso sepulcro que hará que sus descendientes lo recuer-
den o porque piensa que su vida continúa a través de los hijos. Todo esto
son ídolos, mentiras, ilusiones, falsedades, engaños de breve duración que
derivan de la esperanza de dejar huella en este mundo. La muerte es el
extremo despojo de la vida, con la muerte se deja definitivamente este
mundo para no volver a él, a menos que, con permiso de Dios, las almas
que están en el paraíso o en el purgatorio sean enviadas a la tierra como
mensajeras. Pero no será nunca un entrar de nuevo en la historia, en la
trama de este mundo. Si la vida es un partido de fútbol, cuando el árbitro
nos expulsa ya no podemos volver a entrar. La muerte es esta pobreza
extrema. Con razón afirma Job: “Desnudo salí del seno materno y desnu-
do volveré a él” (Jb 1,21). Pero la realidad de la muerte que tanto nos
cuesta aceptar no es sólo que tengamos que irnos desnudos, sino el hecho
EL DRAMA DE LA MUERTE 55
Por ello el cristiano tiene que afrontar la vida no con miedo sino con
un santo temor, mezclado con la conciencia de que no está solo a la hora
de tomar opciones tan decisivas para la eternidad, porque el Padre ha esta-
blecido que estas opciones estuvieran sostenidas por su luz y por su gracia.
Como veremos mejor a continuación, Dios no creó al hombre mortal,
sino que, entre los dones preternaturales, concedió a Adán y a sus descen-
dientes la inmortalidad –y la habrían conservado si no hubieran pecado–.
Esta vida y esta muerte son, pues, tal y como las experimentamos, fruto del
pecado. Y, sin embargo, en su misericordia, Dios ha dispuesto las cosas de
tal modo que, también en la experiencia dolorosa del tiempo y a pesar de
la angustia de la muerte, esta vida y esta muerte tuvieran en sí mensajes de
luz y de esperanza: precisamente porque la vida es una ocasión única y la
muerte es un momento decisivo, tenemos que ver como signo de la divi-
na misericordia el hecho de que desde el momento en que nacemos nues-
tra vida está acompañada por señales de muerte: mil cosas nos recuerdan
a lo largo de toda nuestra existencia que no somos eternos sino mortales;
y haríamos bien en no ignorar, en no encubrir, en no arrojar a lo más pro-
fundo del subconsciente su providencial recordatorio.
El hombre descubre muy pronto que es mortal: cuando el niño tiene
dos o tres años se hace las primeras preguntas y tiene los primeros pensa-
mientos sobre la muerte. Está bien que sea así, porque de este descubri-
miento se sigue un cierto planteamiento de la vida: si el niño tiene res-
puestas claras sobre el significado de la vida y de la muerte, al crecer y
reflexionar cada vez con más intensidad sobre estos temas, planteará la
vida de modo correcto.
Por otro lado, toda la vida nos recuerda que somos mortales: las nume-
rosas muertes que rodean nuestra existencia son mensajes que producen un
gran dolor, ciertamente, pero también nos transmiten misericordia: retiran
los velos de una mentira que envuelve la muerte por completo. El filósofo
58 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
pagano Séneca observa que morimos un poco todos los días. Tal vez el
joven se haga ilusiones y se sienta eterno, pero el hombre maduro empieza
a contar sus años y tiene una percepción cada vez más clara de la irrevoca-
bilidad de cada día que pasa, mientras su visión de la vida se hace cada vez
menos engañosa y la perspectiva de su duración deja de parecer ilimitada.
Otro mensaje y anticipo de muerte son la enfermedad y la vejez que
nos acosan: son dones del Creador a la criatura para que no se engañe y
para que, recordando que el tiempo pasa y no volverá, cambie de vida
mientras tenga la posibilidad y no siga empantanada en el pecado.
Y he aquí que se acerca la muerte: “Las fuerzas decaen, el cuerpo ya no
responde con prontitud a las órdenes. (…) Peor aún, ya casi no responde”,
así describe esos momentos un teólogo moderno, monseñor Maggiolini1; y
continúa: “La persona percibe dentro, de forma innegable y penosa, la sen-
sación de fragilidad, de desarmonía, de disolución. Tiene que someterse a
una dependencia humillante; siente que está en manos de otras personas
para casi todo: médicos que se retiran para hablar y no dan un diagnóstico
determinado y, por supuesto, no sugieren un pronóstico, no responden a
las preguntas; familiares que cambian de tono en las exhortaciones y se
expresan vagamente con actitud resignada (…). No quiera Dios que se esta-
blezca ese cruel juego de los espejos, por el cual las personas que rodean al
enfermo fingen que no saben nada acerca de su condición, conocida por él
mismo; el enfermo, a su vez, finge que no conoce su condición, conocida
por los otros, y susurran y murmuran engañándose mutuamente. Y, ade-
más, el dolor que debilita, los sedantes que nublan los ojos y la mente, la
percepción de que se acerca el fin. Ahora se llama enfermos terminales a
los moribundos. Es una expresión mucho más aséptica y, aunque es verda-
dera, también es parcial. Cuando se advierte que se pierden los contornos
de las personas y de las cosas, llega el momento del adiós, de expresar el
deseo de volver a encontrarse en Dios con los seres queridos. Y cambian
1. Sandro Maggiolini, I Novissimi, Piemme, Casale 1989, pp. 12-13.
EL DRAMA DE LA MUERTE 59
muerte, con los días que la precederán, podrá ser un gran don de Dios para
nuestra purificación. No olvidemos lo que la Virgen predijo a la pequeña
Jacinta de Fátima: “Morirás sola en un hospital”; pero le pidió que viviera
esta experiencia como participación en la salvación de los pecadores.
Tendremos, pues, la muerte que Dios ha preparado para cada uno de
nosotros. Por eso es tan importante vivir esta experiencia a la luz de la fe,
según aquella bienaventuranza que dice: “Dichosos los muertos que mue-
ren en el Señor” (Ap 14,13). ¡Qué importante es vivir la muerte con digni-
dad, ya que muchos –según las palabras del Salmo 49,13– llegan a la muer-
te con la misma inconsciencia con que perecen los animales! ¡Cuántas
vidas vividas sin dignidad, cuántas muertes afrontadas sin dignidad, y
muchas veces también por culpa nuestra!
Queremos quitar la mentira que nuestra civilización ha construido en
torno a la muerte, mirar a la cara a la vida y a la muerte, vivirlas a la luz de
la fe y de la gran esperanza que Cristo resucitado nos ha dado.
V
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE
La muerte física
que nos empuja al mal, que no desearíamos hacer pero que a veces no con-
seguimos dominar, sin una voluntad firme, porque es muy fuerte. Y junto
con la muerte entraron en el mundo la enfermedad, la vejez, el deterioro
orgánico, toda clase de sufrimiento y, finalmente, también la ignorancia,
tanto de las cosas espirituales como del mundo creado por Dios. Con la
muerte, pues, entró realmente en el mundo una catástrofe que debilitó
nuestra vida y que la hizo extremadamente difícil y dolorosa.
He aquí una primera afirmación de la fe que hemos de tener muy pre-
sente: la muerte, tal y como la conocemos, es fruto del pecado original; no
forma parte del proyecto originario de la creación. Es castigo y condena.
Blasfemar contra Dios y rebelarse contra él por causa de la enfermedad,
de la vejez, de la muerte y del dolor es, por consiguiente, realmente una
instigación del Maligno y de nuestro corazón perverso. Dios no creó al
hombre así, sino que lo creó con gran dignidad y felicidad; y la muerte
entró en el mundo por causa de nuestros primeros padres: Adán y Eva. La
situación trágica de la vida se debe al pecado que el hombre mismo come-
tió al preferir a Satanás antes que a Dios, perdiendo de este modo los
dones de Dios a cambio de los dones que Satanás concede normalmente:
dones que destruyen, que encadenan, que crucifican al hombre. Entonces
comprendemos el Libro de la Sabiduría –un libro del Antiguo Testamento
que presenta una gran meditación sobre los primeros capítulos del Génesis–
cuando afirma de modo perentorio, precisamente para defender a Dios:
“Dios no creó la muerte” (Sb 1,13). No podemos atribuir a Dios la culpa
de una situación existencial trágica, porque Dios nos creó ricos en dones,
y nos concedió la libertad y la responsabilidad –hablo de la libertad y de
la responsabilidad de Adán y Eva–. Así pues, debido a nuestros primeros
padres perdimos los dones de Dios y tuvimos el alimento de la serpiente:
un alimento venenoso que produce la muerte.
El Libro de la Sabiduría explica también la tentación que tuvieron Adán
y Eva. Ellos eran libres para rechazar la seducción de la serpiente, pero no
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE 65
cia divina: el don del Espíritu Santo, todos los sacramentos dados a la
Iglesia y la salvación para todos los hombres. Toda la obra de la salvación
recibe fuerza de la muerte de Cristo: también su resurrección es conse-
cuencia de aquella muerte, es el premio que el Padre dio a aquella muerte
llena de amor por el género humano.
El sacrificio de Cristo es, pues, la clave para comprender el valor posi-
tivo de la muerte tal y como la vive el creyente. He aquí la misericordia de
Dios: la muerte que es consecuencia del pecado, pena, si es vivida en la fe
en Cristo, si es participación en Cristo crucificado, se convierte para todos
nosotros en expiación, santificación y glorificación.
Morir en el Señor
Hasta ahora nos hemos fijado en la cruz; dirijamos ahora nuestra mira-
da a ambos lados de la cruz: después de la muerte de Cristo, los hombres
pueden experimentar dos tipos de muerte.
La muerte del buen ladrón es una muerte en la fe, en la esperanza –más
aún, en la certeza– de que, si estamos arrepentidos de nuestros pecados y
tenemos confianza en Dios, nos llevará con él al paraíso: “Hoy estarás con-
migo en el paraíso” (Lc 23,43), dice Jesús al buen ladrón –que antes de ser
bueno había sido pésimo, hasta el punto de haber merecido ser condena-
do a muerte.
Pero está también la posibilidad del otro ladrón, que muere en la deses-
peración y en la blasfemia.
Pues bien, los cristianos hemos de vivir nuestra muerte en Cristo, ínti-
mamente unidos a él que sufre en la cruz. Éste es el verdadero problema
que tenemos planteado. No debemos alejar ni ocultar la muerte, sino vivir-
la como Cristo vivió la suya y esforzarnos para que todo el proceso que con-
duce a ella –la disminución de las fuerzas, la agonía, el miedo, el abandono–
sea un modo de revivir en nosotros todos los pasos de la muerte de Cristo,
de modo que, incorporados a Cristo crucificado, sufriendo con él, ofrecien-
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE 71
1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario
“dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor” (2 Co 5,8). En esta “partida”
(Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuer-
po el día de la resurrección de los muertos.
tiempo hasta que venga el Señor. Él iluminará los secretos de las tinieblas y
pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones”. Es verdaderamente
un juicio en el que nadie puede engañar, tú no podrás engañar jamás a aquel
Juez, porque su luz te iluminará, como veremos más adelante.
Y en la Carta a los Romanos (2, 2-3), Pablo, después de haber hablado
de quienes cometen toda clase de injusticia, de maldad, de codicia, de mali-
cia, afirma: “Sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que
obran semejantes cosas”; y añade, dirigiéndose a nosotros con palabras que
nos interpelan directamente: “Y ¿te figuras, tú que juzgas a los que come-
ten tales cosas y las cometes tú mismo, que escaparás al juicio de Dios?”.
Así pues, porque es el Creador, porque es el Salvador, Dios es también
nuestro Juez. Es más, si queremos ser más exactos, más específicos, tene-
mos que decir que quien nos juzgará no será Dios Padre, sino que será el
Hijo, en cuyas manos el Padre ha puesto el juicio. Cristo mismo lo revela,
cuando afirma en el Evangelio de Juan (5,26-27): “Porque, como el Padre
tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí
mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre”.
En el fondo, el juicio no tiene que darnos miedo; y me refiero, natu-
ralmente, a quienes aceptan la misericordia de Dios. No tiene que darnos
miedo porque quien juzga es aquel que es amor y que por amor nos ha
creado. Quien juzga es aquel que se ha hecho hombre por amor; es quien
ha derramado su sangre por amor; es quien se ha hecho crucificar para
arrancar nuestras almas del Maligno. Quien juzga ha tenido la experien-
cia de la vida humana, conoce bien la fragilidad, la inconsciencia, la es-
tupidez del hombre. No somos juzgados por un ser perfectísimo que igno-
ra lo que es la imperfección; somos juzgados por el Dios hecho hombre
que dice de sí mismo que sus delicias están entre los hijos de los hombres
(cf. Pr 8,31). Él ama a los hombres: conoce sus grandezas y conoce tam-
bién sus debilidades; conoce sus momentos de miseria y de maldad, pero
conoce también sus momentos de arrepentimiento. Somos juzgados
EL JUICIO PARTICULAR 79
por un Dios –Cristo, Dios hecho hombre– que, como dice la Carta a los
Hebreos (cf. 7,25), hasta la segunda venida intercede por nosotros ante el
Padre; somos juzgados por aquel que está con nosotros hasta el final de
los tiempos e intercede por nosotros para que el Padre nos haga miseri-
cordia.
Ciertamente Cristo es Juez y juzgará con justicia, pero no olvidemos
que quien es Juez es también el Salvador y es también el Amigo; su juicio
será también un juicio equitativo, un juicio misericordioso.
Pero ¡ay de los que toda su vida hayan endurecido el corazón y hayan
rechazado la misericordia, rechazando a Cristo como Salvador y como
Amigo! Cristo juez es también el Salvador y el Amigo, pero lo es para
aquellos que en la vida han querido verlo como al Salvador y el Amigo, y
mostrará, en cambio, toda la severidad de su juicio frente a quienes lo
hayan considerado como adversario, como un amor que rechazar y con-
tra el cual combatir.
teoría que hunde sus raíces en santo Tomás –según el cual el alma se juzga
a sí misma basándose en la luz que recibe de Dios–, porque el hombre no
es juez adecuado de sí mismo. No lo es cuando el cuerpo y los sentidos
ensombrecen el espíritu; y cuando, despojándose de ellos, queda sólo el
alma, ni siquiera entonces puede servir como medida de sus méritos o
deméritos, como tampoco puede ser por sí norma radical de moralidad: ni
viviendo en el cuerpo ni sin el cuerpo.
Por esta razón prefiero decir que en el juicio particular hay un verda-
dero encuentro con Dios aunque no lo veamos cara a cara, pero entramos
en su presencia misteriosa en la persona de Cristo. Veremos, pues, cara a
cara a Cristo; el juicio que él emitirá en un instante sobre toda nuestra vida
iluminará claramente nuestra conciencia y nos adecuaremos a lo que
Cristo haya decidido y haya sentenciado.
Es éste un momento grandioso, en el que el alma encuentra a Jesu-
cristo: yo creo que miraremos de verdad a Cristo a los ojos y en sus ojos
veremos quiénes hemos sido realmente. Me complace imaginarme el jui-
cio particular como una mirada de los ojos de nuestra alma en los ojos de
Cristo y como una mirada de Cristo en nuestros ojos: según el modo en el
que Cristo nos mire, en sus ojos veremos toda nuestra vida. Leeremos su
misericordia y su amor si hemos pedido misericordia, amor, perdón; lee-
remos una sentencia de condenación eterna si nuestra vida se ha cerrado
hasta el último momento a su amor.
Cristo, pues, juzgará en un instante nuestra vida con suma justicia
–que en aquel momento coincidirá también con el amor–. Pero no debe-
mos pensar que en aquel momento estaremos todavía a tiempo de pedir
misericordia. Cristo será misericordioso si hasta el último momento de
nuestra vida hemos pedido misericordia. Pero si antes de morir no la
hemos pedido, en aquel momento no la tendremos y no podremos pedir-
la. Y la sentencia sólo puede ser doble: o una sentencia de salvación –y
también el purgatorio, que es el lugar de la purificación, es ya una sen-
tencia de salvación, porque el alma que va al purgatorio está ya salvada en
84 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
aquel lugar donde puede amar a Dios aunque no pueda verlo todavía– o
una sentencia de condenación.
La ejecución de la sentencia tendrá lugar de inmediato: no nos imagi-
nemos el juicio tal como se realiza en esta tierra, donde la fase de instruc-
ción puede durar meses o años y, después de la sentencia, se puede apelar
y tal vez recibir la amnistía. No sucederá nada de todo esto. En el instan-
te antes de la muerte todo puede ser radicalmente cambiado: podemos
pedir misericordia y ser salvados. En el instante inmediatamente posterior,
en el que el alma se ha separado del cuerpo, somos juzgados sobre toda
nuestra vida, todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones, y se
desvelará todo lo que estaba oculto. Y, para expresarnos en términos
humanos, en el momento siguiente –ni siquiera una fracción de segundo–
la sentencia será cumplida: salvación eterna o condenación eterna.
* * *
3. Ibidem, p. 27.
86 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
El tema de este capítulo es tratado en los números 1021 y 1022 del Catecismo
de la Iglesia católica.
1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la acep-
tación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento
habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en
su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retri-
bución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus
obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro y la palabra de Cristo en la Cruz al
buen ladrón, así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último
destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros.
El infierno en la Biblia
Todo esto lo afirmó Jesús con claridad y lo recalcaron las Cartas de los
apóstoles y el Apocalipsis. Es, por lo tanto, una enseñanza revelada por Dios.
Algunos interrogantes
pensar que la pena del sentido sea un fuego material como el nuestro. Es
una pena sensible y basta; por lo demás, tampoco es cuestión de fomentar
la curiosidad.
Pero las curiosidades y las preguntas se hacen cada vez más apremian-
tes. Y es justo que tengamos una respuesta equilibrada a la luz de la pala-
bra de Dios.
Algunos se preguntan: ¿es posible saber si esta o aquella persona están
en el infierno? ¿Se puede afirmar que tal persona, culpable de tan grandes
delitos, se encuentra en el infierno? Sólo Dios sabe quién está en el infier-
no; es su secreto. No podemos decir con certeza que en el infierno está tal
o cual persona. Y yo pienso que hay que respetar los secretos de Dios.
Otra pregunta, en cambio, mucho más interesante y tal vez más angus-
tiosa, al menos para algunos, es la siguiente: ¿cuántas personas hay en el
infierno? Mi respuesta es que también esto es un secreto de Dios. Pero
atención: decir que en el infierno no hay nadie, o esperar que no haya
nadie, significa en mi opinión no tomar en serio los textos bíblicos. Cuando
Jesús dice en el Evangelio: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno pre-
parado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41), no habla al viento, sino que
evidentemente se dirige a personas que han sido condenadas. Por otro
lado, junto a Cristo crucificado el evangelista Lucas representa en los dos
ladrones dos formas de morir: la del justo, el ladrón bueno, y la del impío,
el ladrón que muere blasfemando. Y tenemos que decir que no son pocos
los que mueren impenitentes como el ladrón crucificado a la izquierda de
Jesús. Por ello yo diría que de los textos bíblicos se deduce que la conde-
nación no es sólo una posibilidad, sino que por desgracia es también una
realidad que se verifica cada vez que una persona muere en estado de peca-
do mortal sin arrepentimiento. Sostener que en el infierno no hay nadie, o
aferrarse a esta esperanza, contrasta con las palabras inequívocas de la
Escritura. Cuántas personas se encuentran en el infierno es un secreto de
Dios; pero mi consejo es que no seamos demasiado superficiales a este res-
96 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Hoy los teólogos, para hacer que el infierno resulte comprensible para
los hombres de nuestro tiempo, lo presentan como una autodeterminación
del ser humano que rechaza libremente el amor de Dios.
98 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
* * *
En tema del infierno es tratado en el Catecismo de la Iglesia católica en los núme-
ros 1033-1037.
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios.
Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro pró-
jimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que
aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna
permanente en él” (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados
de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que
son sus hermanos. Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nues-
tra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión
con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.
1034 Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se
apaga” reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y
donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. Jesús anuncia en términos gra-
ves que “enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad... y
los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación:
“¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25,41).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es nece-
saria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el
final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implo-
ra la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen
a la conversión” (2 P 3,9):
“Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia
santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuénta-
nos entre tus elegidos” (Misal Romano, Canon Romano 88).
VIII
EL PARAÍSO
miento que nos transformará en él. No podemos decir más, pero pode-
mos intuir lo extraordinario que será.
Es la misma intuición que san Pablo expresa en la Primera carta a los
Corintios (13,12): “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces vere-
mos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces cono-
ceré como soy conocido”. Dios nos conoce poseyéndonos; su conoci-
miento es profundo, global, y es también participación. Así lo conocere-
mos nosotros, poseyéndolo en un conocimiento que será participación,
identidad de corazones, identidad de almas. Y esta fusión de amor (recor-
damos las palabras de Jesús: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros” (Jn 17,21), dice Pablo en la misma carta,
este conocimiento de amor será eterno: “La caridad no acaba nunca” (1
Co 13,8). Pero no será sólo esta relación con Dios lo que nos alegrará en
el paraíso. Según los textos bíblicos será también una profunda relación
entre nosotros. Seremos una sola alma, por así decir, un solo corazón con
Dios, pero seremos también un solo corazón entre nosotros, por lo que la
felicidad de unos será la felicidad entre nosotros. Todo será común, nadie
tendrá su felicidad para sí, sino que cada uno gozará de la felicidad de los
otros y cada uno estará en el alma del otro como si fuésemos una sola cosa.
Son realidades que no se pueden describir. Hasta tal punto es esto cier-
to que Jesús se limitó a expresar esta experiencia de comunión con la ima-
gen del banquete, comparando el paraíso con una fiesta nupcial: “Yo, por
mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para
mí, para que comáis y bebáis a mi mesa” (Lc 22,29-30). Y esta imagen de
comensalidad que aparece tantas veces en los textos bíblicos nos muestra
el paraíso no sólo como intimidad con Dios, sino como intimidad, en Dios,
entre nosotros. Será extraordinario, porque sabemos perfectamente que
el amor en esta tierra está expuesto al egoísmo, a la incomunicabilidad, al
fracaso; allí, en cambio, se dará la realización perfecta del amor entre los
hombres y todo esto no tendrá fin para nosotros.
110 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Algunos problemas
Antes de concluir esta meditación (que deberíamos hacer todos los días
para fortalecer nuestro vigor en el combate espiritual) me parece conve-
niente resolver algunos problemas que pueden presentarse a quienes están
acostumbrados a pensar.
114 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Otro problema que tal vez merezca la pena tratar muy brevemente es si
en el paraíso habrá diversos grados de visión de Dios. A este respecto no
podemos olvidar un texto del concilio de Florencia (ecuménico XVII, 1438-
1445) relativo a la visión de Dios, que habla de diversidad en la retribución
de los méritos: no todos verán a Dios del mismo modo. Como Dios es infi-
nito y nosotros somos finitos, cada uno verá a Dios según la capacidad que
Dios le haya dado para verlo. Dios, dicen los teólogos, da a cada uno en el
momento del juicio particular un lumen gloriae, es decir, una elevación de su
mente para contemplar a Dios; otros teólogos dicen que Dios da también un
amor gloriae, es decir, una elevación de su capacidad de amar. Así pues, cada
uno tendrá una elevación de su capacidad de contemplar a Dios y una ele-
vación en su capacidad de amarlo; y cada uno lo amará según la capacidad
que Dios mismo le haya dado para contemplarlo y para amarlo. Esta capa-
cidad será diferente según los diversos méritos personales (cf. Denz. 693).
Ahora bien, como cuando un vaso está lleno, aunque sea pequeño, así
también todos estarán saciados y repletos; más aún, desbordarán felicidad.
No tenemos que pensar que unas personas serán menos felices que otras; es
más, en el paraíso existirá esta experiencia extraordinaria por la que cada
uno gozará por la felicidad de los otros y no habrá ninguna clase de envidia.
Nos preguntamos también si en el paraíso existirá el tiempo. Cierta-
mente habrá un tiempo no material, diferente del tiempo de nuestra ex-
periencia terrena; tal vez sea un tiempo psicológico, una sucesión de actos
de amor.
Hemos esclarecido algunos problemas que nacen de nuestra curiosidad.
Por último –pero trataremos este tema cuando hablemos de la re-
surrección de los cuerpos–, no olvidamos que inmediatamente después
del juicio particular nuestra alma experimentará el arrebato de la alegría
eterna, pero después esta felicidad, aunque sea completa ya entonces,
será en cierto sentido aún más completa porque al final de los tiempos,
después del juicio universal, también nuestro cuerpo participará de la
116 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
* * *
EL PARAÍSO 117
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de
amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se
llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más pro-
fundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1028 A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que
cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le
da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es lla-
mada por la Iglesia “la visión beatífica”:
“¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor
de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de
Cristo, el Señor tu Dios, ...gozar en el Reino de los cielos en compañía de los jus-
tos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada” (San
Cipriano de Cartago, Epistulae 56,10,1).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con ale-
gría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera.
Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).
IX
LA EXISTENCIA DEL PURGATORIO
de que la Iglesia, con respecto a los datos bíblicos, privilegie la que ha sido
desde sus orígenes la tradición del culto a los muertos y de la oración por
los muertos; la manzana de la discordia es justamente el concepto mismo
de justificación. Según los protestantes, no existe una purificación como pro-
ceso interior, sino que existe una imputación de la justicia de Cristo al peca-
dor por la que éste, aun permaneciendo pecador con su inclinación al mal,
es perdonado por Dios y, por tanto, acogido en el paraíso inmediatamente
después de la muerte, si esta justicia le es imputada por el Padre en Cristo.
En cambio, para la Iglesia católica esta justicia tiene que traducirse en una
reconstitución de la imagen de Dios en el corazón humano.
alma para sí, sin sacar todas las consecuencias de una revisión de vida, sin
empeñar toda la voluntad en responder a la llamada de la gracia, abando-
nándose todavía, en parte, a las malas inclinaciones. Un renovarse, pero sin
dejar que Dios lo pida todo; un liberarse del mal, pero deseándolo todavía
un poco, con alguna nostalgia de la huida de casa, de la disipación y de las
algarrobas de los cerdos. Un decidirse por Dios, pero casi pidiendo a Dios
que no nos tome del todo en serio. Un elegir la luz, pero mientras persiste
una morbosa fascinación por el claroscuro”. Justamente este teólogo obser-
va que no somos totalmente perversos en el mal, pero tampoco somos radi-
cales en el bien. Más aún, en el bien somos muchas veces tibios. “La fe
llama a nuestras pequeñas cobardías en el bien pecados veniales, es decir,
falta de vigor en la caridad, falta de prontitud para apartarnos con resolu-
ción de la fascinación de lo tenebroso. Es decir, entrega del corazón a Dios,
pero manteniendo bien aferrado algún sentimiento, alguna compensación
que entristece, dejándonos llevar casi del miedo frente a la exultación de
Dios que se desborda. Es decir, darlo todo menos algo; subir a la cruz, pero
sólo con una mano y con un pie”. ¡Qué imagen más hermosa de nuestra
resistencia a entregarnos a Dios! “Estamos más incómodos, pero retiramos
la otra mano y el otro pie para que los clavos no los traspasen, y resulte una
imagen del Señor parcial, un poco deforme y un poco grotesca” 1.
En esta página, tal vez un poco difícil en la expresión, pero muy límpi-
da en el concepto, se explica la razón misma por la que existe el purgato-
rio: el hecho de que la mayoría de las personas están inseguras tanto sobre
el camino del mal –en el que no son tan radicales como para llegar a la
impenitencia– como sobre el camino del bien –en el que tampoco son tan
radicales como para llegar al amor perfecto–. Y éste es el estado en el que
mueren. La razón por la que existe el purgatorio es la mediocridad, es el
hecho de que muchos no son ni fríos ni calientes, sino tibios, no han dicho
ni no ni sí a Dios, le han dicho ni.
1. Sandro Maggiolini, I Novissimi, Piemme, Casale 1989, pp. 47-48.
126 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Esta doctrina de la Iglesia, que expresa una realidad viva y, por tanto,
una fe viva en el pueblo de Dios, no tiene muchas raíces bíblicas, aun cuan-
do no carece por completo de ellas. El texto más famoso es el del Segundo
libro de los Macabeos (citado, como acabamos de mencionar, en Lumen gen-
tium 50). El autor afirma con claridad: “Santo y saludable es el pensa-
miento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados”
(2 Mc 12,43). De ello se deduce que la práctica de orar para que los di-
funtos sean absueltos de los pecados era ya conocida y elogiada unos dos-
cientos años antes de Cristo.
Por otro lado, en la Primera carta a los Corintios (3,12-15) Pablo –si bien
se trata de un texto exegéticamente complejo– habla de una purificación
en el más allá “como a través del fuego”.
Por último, hemos de tener presente la tradición, no sólo los funda-
mentos bíblicos de esta verdad, pues la Iglesia cristiana, como afirma pre-
cisamente también la Lumen gentium, cultivó desde los primeros tiempos
una gran piedad por la memoria de los difuntos.
La doctrina del purgatorio, tal como se expresa en el magisterio, expre-
sa una actitud fundamental del pueblo de Dios (que no sólo cree en el pur-
gatorio, sino que ora por las almas de los difuntos) y tiene indiscutiblemen-
te su raíz bíblica tanto en el Segundo libro de los Macabeos como en san Pablo.
gatorio con las del infierno, con la única diferencia de que las penas del
purgatorio son temporales, mientras que las del infierno son eternas.
A este respecto hay que revisar verdaderamente una cierta predicación
popular que en este sentido se ha apartado de la verdadera enseñanza de
la Iglesia. El concilio Vaticano II ha afirmado sobre este tema cosas impor-
tantes. Haciendo referencia a las almas del purgatorio, habla de “fieles que
se purifican” y de “discípulos de Cristo”. Por otro lado, no olvidemos que
también la teología clásica ha hablado de las almas del purgatorio como
de “Iglesia purgante”.
Todo esto significa, dicho con toda sencillez, que el purgatorio es el
lugar de la salvación. Quien está en el purgatorio está ya salvado. Es erró-
neo concebir el purgatorio como una realidad a medio camino entre el
paraíso y el infierno, porque el infierno es el lugar de la eterna condena-
ción, del que no es posible salir; en el purgatorio, por el contrario, el alma,
ya salvada, ya inmersa en la misericordia de Dios y en su amor, se prepa-
ra para la visión de Dios.
Éste es el primer concepto que debe quedar bien claro. Por ello hemos
de alegrarnos cuando sabemos que un alma está en el purgatorio, lugar de
salvación. Sabemos que después de este periodo de purificación esa alma
será miembro del cuerpo de Cristo en el cielo.
Esta enseñanza tiene su origen sobre todo en una gran mística, santa
Catalina de Génova. Pero ha llegado a ser también la enseñanza de muchos
teólogos actuales, que conciben el purgatorio como el lugar donde el fuego
del amor de Dios purifica las almas del egoísmo y las capacita para amar. Es
un lugar de sufrimiento, porque no se puede ver todavía a Dios cara a cara.
Pero es también un lugar de alegría, sobre todo porque existe ya la certeza
de la bienaventuranza (mientras que en el infierno existe ya la certeza de la
condenación); porque en cierto sentido existe ya la posibilidad de comuni-
carse con Dios mediante la oración; y, por último, porque en él se puede
gozar ya del gran misterio de la comunión de los santos que da a las almas
del purgatorio la posibilidad de orar por los vivos y a éstos la posibilidad de
orar por aquéllas.
A este respecto hay que puntualizar, como hemos visto ya en los tex-
tos, que las almas del purgatorio pueden orar por nosotros y ciertamente
oran por nosotros para que podamos alcanzar el fin de la vida que es la
bienaventuranza eterna hacia la cual ellas se encaminan. Pero también
nosotros podemos orar por ellas y ayudarlas con la oración, los sacrificios,
la penitencia, los sufragios y las indulgencias.
Es posible que los genoveses no sepan que Catalina es una de las per-
sonas más representativas de su tierra, y seguramente una de las santas más
grandes y más profundas en sentido absoluto. Y es una verdadera pena que
sus obras no sean publicadas con la asiduidad que se merecen.
Nacida en Génova de la noble familia de los Fieschi en 1447, Catalina ya
desde niña, a los 12 años, desarrolló en su corazón una fuerte atracción por
la oración. Los biógrafos dicen que era muy hermosa y que por su carácter,
muy fuerte y viril –como su homónima Catalina de Siena–, estaba inclinada
a una extrema rigidez consigo misma, mientras que era muy abierta y esta-
ba movida por una gran compasión hacia el prójimo. Por eso llevó una vida
de rigurosa penitencia y, al mismo tiempo, de gran caridad hacia las perso-
nas que sufrían. A los 13 años sintió la primera llamada y manifestó su inten-
LA NATURALEZA DEL PURGATORIO 135
La alegría en el purgatorio
Del mismo modo, explica Catalina, las almas son felices en el purgatorio.
Son felices porque están en el lugar donde Dios las ha puesto, que es un
lugar de salvación. Son felices porque están de acuerdo con la voluntad de
138 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Dios. Y son felices –como la esposa que se adorna para el encuentro con su
esposo– porque se dan cuenta de que Dios está haciéndolas hermosas.
Y aquí se ve la radical diferencia entre las almas que están en el purga-
torio y las almas que están en el infierno: las almas del infierno están en el
puro odio, mientras que, como afirma Catalina, “las almas del purgatorio
están en la pura caridad y no pueden alejarse de la pura caridad ni desear
nada más que el puro querer de la pura caridad”.
Las almas del purgatorio, pues, están en el amor y son conscientes de
que nada ni nadie podrá separarlas o alejarlas de él, y en ello radica su
alegría. Y a propósito de la felicidad que experimentan, Catalina escribe:
“No creo que se pueda experimentar una felicidad que se pueda compa-
rar con la de un alma en el purgatorio, a no ser la felicidad de los santos
en el paraíso”.
Añade Catalina que esta felicidad, con el paso del tiempo, crece cada
vez más porque a medida que el tiempo pasa estas almas se encuentran
cada vez más purificadas. Todos los impedimentos que las separan de Dios
disminuyen y son devorados por el fuego del amor divino. Lo que Catalina
llama “la herrumbre del pecado” se consume, y cuanto más hermosas se
tornan las almas, más aumenta en ellas la alegría, la alegría de asemejarse
cada vez más a Dios y la alegría de saber que el tiempo que las separa del
encuentro con él es cada vez más breve: “Cuanto más se consume la
herrumbre del pecado, más corresponde el alma al verdadero sol, Dios, y
lo refleja como en un espejo. Por ello cuanto más disminuye la herrumbre
del pecado más aumenta la felicidad”.
El dolor en el purgatorio
ficando y preparando para el encuentro de amor. Así pues, la pena del pur-
gatorio es una pena de amor, porque no poseo todavía todo el amor que
constituye la sed ardiente de mi alma.
A este respecto Catalina pone el ejemplo del pan: “El hombre siente el
estímulo del hambre y sabe que sólo un cierto pan puede saciarlo. Si estu-
viera seguro de que nunca podría tener aquel pan, viviría en el infierno
completo, como las almas condenadas, que están privadas de toda espe-
ranza de poder ver el pan-Dios, verdadero Salvador”.
“Las almas del purgatorio, en cambio, tienen esperanza de ver el pan y
de saciarse de él completamente; por ello padecen hambre y experimentan
la pena durante todo el tiempo que necesiten todavía para poder saciarse de
aquel pan que es Jesucristo, verdadero Dios Salvador y Amor nuestro”.
Con gran agudeza, pues, Catalina de Génova expone las razones por
las que el purgatorio es el lugar de la alegría y, al mismo tiempo, de la pena.
Y añade un concepto muy interesante: las almas van de buen grado al pur-
gatorio, porque al ver en sí mismas la herrumbre del pecado que les impi-
de unirse a Dios, y al comprender que este impedimento sólo puede ser
eliminado mediante el purgatorio, se lanzan dentro de él “al punto y de
buen grado, con el fin de poder acceder a Dios cuanto antes”.
Es un concepto que Catalina ilustra en una página muy hermosa en la
que explica lo que sucede inmediatamente después del momento del juicio
particular: “Veo que por el lado de Dios el paraíso no tiene puerta y que
quien quiere entrar en él, entra. Dios es todo misericordia y mira hacia noso-
tros con los brazos abiertos para recibirnos en su gloria. Pero veo también
perfectamente que aquella divina Presencia, aquel Ser divino es tan puro y
claro que el alma que tenga en sí alguna imperfección, aunque sea mínima,
se arrojaría a mil infiernos antes que encontrarse en presencia de aquella
divina Majestad con aquella mancha. Por ello el alma, al ver que el fin del
purgatorio es quitar sus manchas, se arroja dentro y le parece que encuen-
tra en él una gran misericordia para poder quitarse aquel impedimento”.
LA NATURALEZA DEL PURGATORIO 141
* * *
Sobre estos temas, véanse los números 1030-1032 del Catecismo de la Iglesia
católica.
1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que
es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado
la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia
y de Trento. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la
Escritura habla de un fuego purificador:
“Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe
un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si
alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será per-
donado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12,31). En esta frase podemos enten-
der que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo
futuro” (San Gregorio Magno, Dialoghi 4,39).
el cosmos sigue siempre los mismos ciclos, la historia humana retorna cir-
cularmente sobre sí misma, y también las vidas humanas se reproponen a
sí mismas, aunque sea en cuerpos diferentes y en niveles diferentes.
¿De dónde se dedujo esta visión de la historia? Se dedujo de la obser-
vación del ciclo de las estaciones. La semilla que se planta en primavera
crece, en verano produce flores y frutos, en otoño madura y en invierno
muere. Pero en primavera la semilla vuelve a crecer, etcétera. En el fondo,
este ciclo es siempre idéntico a sí mismo: la naturaleza presenta un eterno
retorno de las cuatro estaciones.
La visión del cosmos, de la historia humana y de la historia individual
como un eterno retorno es representada, en las culturas indoeuropeas
que la concibieron, con la imagen de la serpiente que se muerde la cola
formando un círculo perfecto: es el ciclo vital que se repropone infinita-
mente. Como sabemos, esta visión no está en modo alguno muerta, sino
que está presente en todas las culturas que no tienen su origen en la reve-
lación bíblica.
del cielo con poder y gloria para establecer un reino eterno y universal;
aquél será el “día de Yahvé” (7,13 ss.). En este texto se funden y sintetizan
todas las esperanzas de Israel, toda su visión de la historia como espera de
este misterioso Hijo del hombre que vendrá para salvar a los buenos,
derrotar a los malos y establecer su Reino de justicia y de verdad.
Así pues, en el Antiguo Testamento se esboza una visión de la historia
en la que se pone de relieve la presencia activa de Dios; el pueblo de Israel,
a lo largo de los siglos, nutre en su corazón la esperanza de la liberación
ya próxima y tiende hacia ella.
Todo esto era necesario para comprender los textos del Nuevo Testa-
mento y entrar en el clima propiamente cristiano. Sobre todo era necesario
hacer referencia a Daniel porque Jesús, como veremos, se presenta preci-
samente como aquel que cumple estas profecías del Antiguo Testamento,
particularmente la de Daniel.
No obstante, no comprenderíamos el Nuevo Testamento si no distin-
guiéramos dos venidas bien diferentes. El Antiguo Testamento anunciaba
el “día de Yahvé” y la venida del Mesías en poder y gloria: Jesús se presenta
explícitamente como aquel que cumple estas profecías, no con una, sino
con dos venidas. La primera es la de Belén: la venida en la humildad de la
carne, la venida en la condición de siervo, como dice Pablo en la Carta a
los Filipenses (2,7). La segunda será la venida con gran poder y gloria.
En un texto de los Hechos (1,11) se describen claramente estas dos veni-
das diferentes. Los ángeles, después de la ascensión, se dirigen a los após-
toles y les dicen: “Galileos, ¿por qué permanecéis mirando al cielo? Este
Jesús, que de entre vosotros ha sido llevado al cielo, volverá así tal como
le habéis visto marchar al cielo”; precisamente en el momento en que se
concluye la primera venida, es anunciada la segunda. Por lo demás, todos
recordamos el texto del Evangelio de Juan, cuando el mismo Jesús, diri-
giéndose a Pedro, dice: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué
te importa?” (Jn 21,22).
154 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Entramos ahora en el quid del problema que más nos interesa y nos
preguntamos cómo será la segunda venida. Esta temática se ha planteado
en determinados periodos de la historia: en particular, al final del primer
milenio y con las teorías del monje calabrés Joaquín de Fiore (1145-1202),
hombre genial e inspirado, pero cuya doctrina es más bien insegura.
El mismo interés se manifestó después también en numerosos movi-
mientos heréticos y hoy se está haciendo sentir sobre todo por medio de
las sectas: en este comienzo del tercer milenio los testigos de Jehová, los
LA VENIDA DE CRISTO EN LA GLORIA 157
cielo” (Mc 14,61-62). Esta venida a la que Jesús hace referencia, profeti-
zándola ante el Sanedrín, autoridad religiosa, es una venida futura diferen-
te de la que tuvo lugar en la humildad de la carne. Es la venida de un rey
en la gloria, es una solemne visita real. Ciertamente los cristianos espera-
ron esta venida en la gloria que Jesús anunció de antemano.
También san Pablo en la Primera carta a los Tesalonicenses (4,13-18) hace
referencia a esta venida profetizada por Jesús, la venida en la gloria de un
rey que hace una visita real.
Así pues, es indudable que, si la primera comunidad cristiana esperaba
la venida de Aquel que es ya rey porque ha sido entronizado en la resu-
rrección y en la ascensión, esta fe y esta expectativa se basaban en la pala-
bra misma de Cristo.
Por ello el Nuevo Testamento está sembrado de alusiones a la espera
de la parusía, en la que se realizará la salvación escatológica, es decir, la sal-
vación final. Por ejemplo, en la Carta a los Hebreos (9,28) Pablo dice: “Se
aparecerá por segunda vez sin relación con el pecado a los que le esperan
para su salvación”.
Por lo demás, otros muchos textos del Nuevo Testamento expresan la
misma fe en que en la venida de Cristo en la gloria se realizará la salvación
definitiva: los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que Cristo vendrá en su
segunda venida para restaurar todas las cosas (3,21); y en la Primera carta
a los Corintios (5,18) san Pablo afirma que con la segunda venida de Cristo,
Dios será todo en todos. “Después”, continúa Pablo, “será el fin” (1 Co
5,23): esta segunda venida será el punto final de la historia.
Hemos visto que la parusía fue profetizada por Cristo; que, según su
palabra, será la venida de un rey en poder y gloria, una venida en la que se
realizará para el género humano –para los fieles, claro está– la salvación
definitiva; hemos visto que esta segunda venida será el punto final de la
historia.
LA VENIDA DE CRISTO EN LA GLORIA 159
El día de Yahvé
El Anticristo
El tema del Anticristo ha interesado mucho a varias generaciones de
comentaristas de la Biblia, particularmente a quienes se han situado en una
espera en cierto sentido apocalíptica. Por ello merece la pena profundizar
en él1.
1. Sobre el tema del Anticristo, véase Padre Livio Fanzaga, Dies irae – I giorni dell’Anticristo,
Sugarco Edizioni, Milano 19982.
LA VENIDA DE CRISTO EN LA GLORIA 161
pero no nos permiten datarla con seguridad. Queda, por tanto, a pesar de
estos signos, un halo de incertidumbre; queda la necesidad de la vigilancia
y del combate espiritual.
“Marana tha”
* * *
El Catecismo de la Iglesia católica trata este tema en los números 675 y 677.
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prue-
ba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña
a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma
de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparen-
te a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura
religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que
el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías
venido en la carne.
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última
Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no
se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un
proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadena-
miento del mal que hará descender desde el Cielo a su Esposa. El triunfo de Dios
sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacu-
dida cósmica de este mundo que pasa.
XIII
LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
(n. 129), fue elegida precisamente para subrayar de modo evidente la inmor-
talidad del alma, que no muere ni resucita: sólo los cuerpos resucitarán.
Hay que decir todavía, antes de adentrarnos en los textos bíblicos rela-
tivos a este tema, que aquí nos encontramos frente a una de las verdades
fundamentales de la fe cristiana: la resurrección de los cuerpos no perte-
nece a las verdades secundarias, sino que constituye una expresión funda-
mental de la fe del Nuevo Testamento. Y esto es así porque la resurrección
de la carne, la resurrección de nuestros cuerpos, aparece estrechamente
relacionada –especialmente en san Pablo– con la resurrección de Cristo. Es
más, hay que decir de inmediato que no se puede concebir el dogma de la
resurrección de la carne separado el misterio pascual de Cristo, es decir,
separado de su muerte y su resurrección: nuestra resurrección es presen-
tada como participación en la resurrección de Cristo.
Pero la resurrección de Cristo representa justamente uno de los epicen-
tros de la fe del Nuevo Testamento: uno es la encarnación, y es sobre todo
el Evangelio de Juan el que presenta el tema del Verbo que se hace carne; el
otro es la resurrección de Cristo, y es sobre todo san Pablo –que por la apa-
LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE 171
rición de que fue objeto tuvo experiencia también personal de Cristo resu-
citado y de su poder– quien la presenta como el centro de la fe. En la Carta
a los Romanos (10,9) escribe: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor
y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”;
así pues, la profesión de fe que lleva a la salvación es la profesión de fe rela-
tiva a la resurrección de Cristo. Y en la Primera carta a los Corintios san Pablo
explica, con una famosa argumentación, que si Cristo no hubiera resucita-
do, todo el edificio de la fe se derrumbaría: “Si Cristo no resucitó, vuestra
fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que
durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos pues-
ta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compa-
sión! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los
que murieron” (1 Co 15, todo el capítulo y particularmente los vv. 17-20).
Este texto subraya con mucha fuerza que, si no creemos en la resurrección
de Cristo, no tenemos ninguna esperanza en nuestra resurrección espiritual,
esto es, en la resurrección de los pecados; pero tampoco tienen ninguna
esperanza de resurrección quienes han muerto en Cristo. Además, Cristo
es llamado “primicia de los que han muerto”: él es el primero, después
siguen todos los demás, que somos nosotros. De hecho, en los versículos
siguientes Cristo explica: “Cristo como primicia; luego los de Cristo en su
venida” (1 Co 15,23). Nuestra resurrección, por lo tanto, es presentada
como prolongación de la resurrección del mismo Cristo Jesús. Por otro
lado, el mismo concepto es recalcado en la Carta a los Colosenses (1,18),
cuando Pablo afirma que Cristo es “el primogénito de los que resucitan de
entre los muertos”: no cabe duda de que Cristo establece una estrecha
conexión entre nuestra resurrección y la resurrección de Cristo; y ésta está
en el centro de la profesión de fe paulina.
Era necesario recordar estos textos, porque es preciso que percibamos
que la resurrección de la carne es un artículo central y fundamental de
nuestra fe. Además, es un dogma vinculado al acontecimiento pascual en
el que se ha realizado nuestra salvación. Desearía señalar la centralidad del
172 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
* * *
A propósito de los temas tratados en este capítulo, véanse los números 992,
994, 997-1001 del Catecismo de la Iglesia católica.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “los que hayan
hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la con-
denación” (Jn 5,29).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo” (Lc 24,39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo
modo, en Él “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc. de
Letrán IV), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3,21), en
“cuerpo espiritual” (1 Co 15,44):
“Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no
es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano...; se siembra corrupción, resu-
cita incorrupción; ...los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario
LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE 181
que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se
revista de inmortalidad” (1 Co 15,35-37.42.53).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6,39-40.44.54; 11,24); “al fin
del mundo” (Lumen gentium 48). En efecto, la resurrección de los muertos está ínti-
mamente asociada a la Parusía de Cristo:
“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompe-
ta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer
lugar” (1 Ts 4,16).
XIV
LA TRANSFIGURACIÓN DE LA MATERIA
Nuestra resurrección
de este modo: “Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así
también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15,22). Todos, prescindiendo de
toda distinción entre buenos y malos, resucitarán de la muerte, aunque no
tengan la misma suerte final, como hemos visto en las palabras de Jesús
transmitidas en el Evangelio de Juan (5,29): los buenos resucitarán en una
resurrección de vida y los malos en una resurrección de condenación.
Diciendo que “todos” resucitarán se incluyen tanto los que en el
momento del juicio estarán ya muertos como los que morirán entonces.
Por ello a la pregunta acerca de si quienes estén vivos cuando vuelva
Cristo también morirán, yo responderé con san Jerónimo que todos ten-
drán que morir, sin excepción. Esta opinión, admitida por la Iglesia, es
compartida también por san Agustín en el De civitate Dei (20). Y san
Ambrosio trata de dar una explicación de este hecho, en el comentario a
la carta a los Tesalonicenses, donde escribe que, en el mismo rapto, tendrá
lugar primero la muerte “como en un sopor, de modo que el alma salida
del cuerpo regrese a él en un instante. Al ser elevados, morirán, para que,
acercándose a Dios, reciban la vida por la presencia de Dios. Con Dios, en
efecto, no pueden estar muertos” (véase también la página 168).
Podríamos decir, pues, que la opinión admitida por la Iglesia, compar-
tida por sus doctores fundamentales –Jerónimo, Agustín, Ambrosio–, es
que quienes estén vivos cuando regrese Cristo morirán también, en el
momento de su retorno, y al punto resucitarán.
Todavía nos queda otra pregunta: todo hombre ¿resucitará con el
mismo cuerpo que tuvo durante la vida, si bien corrompido por la muerte
y reducido a polvo?
No cabe duda de que éste es el pensamiento de san Pablo, que escribe:
“Es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad”
(1 Co 15,53).
También Job lo afirma: “En mi carne veré a mi Dios. Sí, seré yo mismo
quien lo veré, mis ojos lo verán, que no un extraño” (Jb 19,26-27).
LA TRANSFIGURACIÓN DE LA MATERIA 185
Por otra parte, sabemos que el cuerpo de Cristo desapareció del sepul-
cro y fue transfigurado; los apóstoles reconocieron a Cristo ante todo por
su rostro y, después, también por las señales de la lanza y de los clavos: lo
que vieron fue, pues, el mismo cuerpo de Cristo.
Los teólogos discuten si el cuerpo que resucitará será el mismo cuerpo
material, es decir, con los mismos átomos y con las mismas células; yo
diría que esta opinión es insostenible porque sabemos que nuestro cuerpo
en siete años cambia toda su materia. Por ello algunos hablan, no de una
identidad material sino de una identidad formal. Pero tampoco podemos
decir que no resucitará nada de nuestro cuerpo actual porque, como afir-
ma Ratzinger, el culto a las reliquias no se basa sólo en la conciencia de
que el cuerpo de los santos ha sido templo del Espíritu Santo, sino que se
fundamenta en la resurrección.
Entonces decimos que es nuestro mismo cuerpo el que resucitará y será
transfigurado, aunque no sea posible hablar de identidad material: también
porque aquella materia, transfigurada y divinizada, escapa a nuestra inves-
tigación y comprensión humana.
Y creo que no se puede decir más a este respecto, a no ser que nuestro
mismo cuerpo resucitará: ésta es verdaderamente la fe de la Iglesia; des-
pués, si se trata de una identidad material, de una identidad formal o de
otra cosa, lo dejamos en manos de la teología. Lo que afirmamos es esto:
así como el mismo cuerpo que Cristo tuvo en esta vida desapareció del
sepulcro, resucitó y fue transfigurado, lo mismo sucederá con nuestro cuer-
po, aunque algunas partes estén mutiladas, aunque haya habido transplan-
tes de órganos. Todo esto es una materialidad que no afecta a la identidad
de fondo entre nuestro cuerpo en esta tierra y nuestro cuerpo que partici-
pa de la resurrección de Cristo. Por otra parte, como observan los teólo-
gos, es justo que todo hombre resucite con el mismo cuerpo con que sir-
vió a Dios o al demonio para recibir en ese cuerpo la corona del triunfo y
el premio, o bien la pena eterna y el suplicio.
186 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
¿Cómo serán los cuerpos resucitados? Ésta es una cuestión difícil y tal
vez, para resolver todos los problemas que plantea, la guía mejor y más
segura sea la reflexión sobre los capítulos del Evangelio que hablan de la
resurrección de Cristo.
Para ofrecer una síntesis segura de la más importante reflexión teológica
aceptada a lo largo de los siglos de la Iglesia, nos remitimos al Catecismo
romano1, editado por primera vez en 1566, que trata justamente de la identi-
dad de los cuerpos resucitados, de su inmortalidad y de sus dotes (nn. 135-
137). Sería una lástima no transmitir al pueblo el resultado de una reflexión
que ha ocupado a los más grandes teólogos a lo largo de dos mil años.
Por lo que respecta a la integridad del cuerpo, el Catecismo romano afir-
ma: “Pero no solamente resucitará el cuerpo, sino que también se le ha de
restituir todo lo que requiere la integridad de su naturaleza, y la hermosu-
ra y ornamento del hombre”. Es interesante leer lo que escribe a este res-
pecto san Agustín en el De Civitate Dei (22): “Entonces nada defectuoso se
hallará en los cuerpos. Si algunos hubo gruesos y abultados de más, no
tomarán toda aquella corpulencia, sino que se reputará superfluo lo que
excediere la proporción debida. Y al contrario, cuanto la enfermedad o la
vejez consumieron en el cuerpo, se reparará por la virtud divina de Cristo:
como si algunos por lo macilento fueron muy delgados. Porque no sola-
mente reformará el Señor el cuerpo, sino todo lo que se nos haya quitado
por la miseria de esta vida. (…) No volverá a tomar el hombre todos los
cabellos que tuvo, sino los que convengan, según aquello que decía Cristo:
‘Contados están todos los cabellos de vuestra cabeza’”. Los cuerpos resu-
citarán, serán transfigurados, con la eliminación de cualquier defecto.
Después el Catecismo romano, sintetizando las investigaciones y las refle-
xiones de la tradición de la Iglesia, afirma: “Pero en primer lugar, como
1. Luigi Andrianopoli, Il Catechismo romano commentato, edizioni Ares, Milano 1992 (trad.
cast. del texto latino: Catecismo del Santo Concilio de Trento, Imprenta de la Compañía de
Impresores y Libreros del Reino, Madrid 1887).
LA TRANSFIGURACIÓN DE LA MATERIA 187
sis de la doctrina tradicional sobre los dotes de los cuerpos resucitados (n.
137) afirma: “Tendrán además de esto los cuerpos resucitados de los san-
tos ciertas insignias y adornos ilustres, con los cuales estarán esclarecidos
mucho más de lo que fueron antes. Los principales son cuatro, que se lla-
man dotes, como lo observaron los Padres por la doctrina del Apóstol. El
primero es la impasibilidad, esto es, una gracia y dote, el cual hará que no
puedan padecer molestia ni sentir dolor ni quebranto alguno. Y así, ni
podrá dañarlos el rigor del frío, ni el ardor del fuego, ni el furor de las
aguas. ‘Siémbrase en corrupción’, dice el Apóstol, ‘levantarse ha en inco-
rrupción’ (1 Co 15,42). Y el haber llamado los escolásticos [es decir, los de
las grandes universidades medievales] a este dote más bien impasibilidad
que incorrupción fue para dar a entender lo que es propio del cuerpo glo-
rioso, porque no tienen en común la impasibilidad con los condenados,
cuyos cuerpos, aunque sean incorruptibles [es decir, no se descomponen
ni mueren; pero no son impasibles, esto es, padecen], con todo pueden ser
abrasados, ateridos y atormentados de varios modos”.
Según la doctrina de los teólogos escolásticos, pues, los cuerpos resuci-
tados en Cristo son “incorruptibles” e “impasibles”, es decir, no padecen
nada, mientras que los cuerpos de los condenados son “incorruptibles”, es
decir, no mueren, pero pueden padecer.
He aquí la segunda cualidad de los cuerpos resucitados, descrita por el
Catecismo romano: “Viene después la claridad [esplendor], con la cual brilla-
rán como el sol los cuerpos de los santos, pues así lo testifica nuestro
Salvador, diciendo por san Mateo (13,43): ‘Resplandecerán los justos
como el sol en el Reino de su Padre’. Y para que ninguno pusiese duda en
esto lo declaró con el ejemplo de su transfiguración. A esta dote llama el
Apóstol unas veces gloria y otras claridad. ‘Reformará’, dice, ‘el cuerpo de
nuestra humildad asemejándole al cuerpo de su claridad’ (Flp 3,21). Y en
otra parte: ‘Siémbrase en abatimiento, levantarse ha en gloria’ (1 Co 15,43).
Aun el pueblo de Israel vio en el desierto alguna imagen de esta gloria,
190 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
* * *
El Catecismo de la Iglesia católica dedica al tema del cielo nuevo y la tierra nueva
los números 1042, 1043, 1047 y 1048.
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del
juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y
alma, y el mismo universo será renovado:
“La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo... cuando llegue
el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el uni-
verso entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a tra-
vés del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo” (Lumen gentium 48)
1043 La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta reno-
vación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3,13). Ésta será
la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por
Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado,
“a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obs-
táculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo
resucitado (San Ireneo, Adversus haereses 5,32,1).
En esta obra con tres actos, en la que hemos visto primero la parusía,
es decir, el retorno de Cristo al final de los tiempos, y después la resurrec-
ción de los muertos, hemos llegado ahora al tercer acto, el juicio universal.
Naturalmente, muchos están más interesados en la propia vida per-
sonal que en la conclusión última de la historia, y se preguntan, aunque
sea inconscientemente, en lo profundo de su corazón, cuál será el fin de
su propia existencia. La preocupación por la muerte y el juicio particular
se anida –subrepticia como el gusano en la manzana– en el corazón de
todos los que no están en paz con Dios, mientras que tal vez sea un pen-
samiento de consolación y de alegría para todos los que, amando al Señor,
desean unirse a él. De todos modos, en la vida de cada hombre, la refle-
xión sobre el propio destino personal tiene ciertamente una importancia
fundamental.
Con todo, el hombre se ve llevado también a preguntarse cuál será el
destino de la humanidad entera, de la historia, de este mundo.
Observamos, por otra parte, que la dimensión social del hombre, la
consideración de la humanidad en su conjunto, son predominantes en los
196 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
textos bíblicos; hasta tal punto que en ellos se habla más del juicio univer-
sal que del juicio particular.
Si consideramos la predicación de Jesús, son más numerosos y también
más solemnes los textos relativos al juicio universal, aun cuando, como
hemos visto anteriormente, no faltan las referencias al juicio particular. Por
ejemplo, cuando Jesús preanuncia que vendrá y nos sorprenderá como un
ladrón en la noche, ciertamente este acontecimiento se refiere también al
retorno de Cristo al final de los tiempos, pero nos exhorta a estar prepara-
dos individualmente (cf. Mt 24,42-43; Lc 12,35-39).
Con todo, a pesar de estas referencias al juicio particular, los textos más
solemnes de Cristo son los relativos a su actividad de juez universal al final
de los tiempos.
Tal vez el más solemne de todos sea su declaración ante el sanedrín.
Como sabemos, Cristo durante la pasión se mantuvo en general en silen-
cio, su palabra fue una palabra silenciosa; pero las pocas veces que habló,
lo hizo de manera extraordinariamente solemne. Es lo que sucedió ante el
sanedrín, cuando proclamó: “A partir de ahora veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo” (Mt
26,64), palabras con las que Cristo, refiriéndose a la profecía de Daniel
(7,13), afirma su misión de juez universal de la historia.
Y en otro famoso y solemne texto de Mateo (25,31ss.) Cristo se pre-
senta como aquel que juzgará a la humanidad entera junto con los ánge-
les. Son palabras que deberían constituir un motivo de meditación cotidia-
na, porque gracias a ellas sabemos sobre qué seremos juzgados: no sólo
individualmente sino también como humanidad. Dice Jesús: “Cuando el
Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles,
entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él
todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor
separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabri-
tos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, bendi-
EL JUICIO UNIVERSAL 197
tos de mi Padre, recibid la herencia del Reino’. Entonces dirá también a los
de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno’”. Son palabras
que suenan en boca de Cristo con gran solemnidad, dando un relieve
extraordinario al juicio universal.
Podríamos, pues, situar en el tiempo los acontecimientos conclusivos
de la historia humana: la venida de Cristo (parusía), la resurrección para la
vida o para la condenación y, por último, el juicio universal. No obstante,
no faltan teólogos que sitúan la resurrección para la vida o para la conde-
nación después del juicio universal.
La primera reflexión que nos brota del corazón es que no sólo el indi-
viduo, sino toda la historia humana será llamada a dar cuentas de sí misma
ante el tribunal de Cristo; de ahí la responsabilidad del individuo no sólo
respecto a su vida, sino respecto a la humanidad en su conjunto.
Este subrayado de la corresponsabilidad de los hombres, la conciencia
de que nosotros, hombres de todos los tiempos, somos como un organis-
mo en el que las responsabilidades individuales se entrelazan hasta tal
punto que podemos considerar la humanidad, de Adán en adelante, como
un cuerpo en el que cada uno, aun siendo libre, implica a los demás en
cada uno de sus actos. Pues bien, esta visión de la red de intersecciones y
de relaciones que vinculan a los individuos nos ayuda a comprender la
peculiaridad del juicio universal con respecto al particular.
¿En qué sentido hablamos de peculiaridad?
El juicio universal no es la simple repetición del juicio particular. Es
algo más y a la vez diferente. Ciertamente a nosotros nos interesa sobre
todo nuestra suerte individual, y desde este punto de vista tenemos que
decir que nuestra suerte individual, decidida ya en el juicio particular, no
podrá ser cambiada en el juicio universal. En esto no habrá novedad. Está
claro que la suerte decidida y establecida por el Juez divino con anteriori-
198 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
Pero, además del hecho de que estaremos presentes con nuestro cuer-
po y de que se pondrá de manifiesto la influencia de nuestra vida sobre el
prójimo, el juicio universal presenta una peculiaridad aún más importante.
EL JUICIO UNIVERSAL 199
el día en que finalmente se dará a cada uno según sus obras. Tenemos que
ver este día de esperanza con alegría, porque estamos seguros de que, a
pesar de los triunfos aparentes del mal en esta vida, en realidad llegará el día
en que la justicia será restablecida.
Y, como hemos visto, el juez será el propio Cristo. Quien ha sido el
redentor del género humano, quien ha derramado su sangre por la salva-
ción de los hombres, será también su juez.
Además de los textos citados, el Nuevo Testamento contiene numero-
sos pasajes en los que Cristo reivindica el juicio para sí. Por ejemplo, en el
Evangelio de Juan (5,22-23): “Porque el Padre no juzga a nadie, sino que
todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo”.
También la predicación de los apóstoles presenta la actividad de Cristo
como juez futuro. Pedro, por ejemplo, cuando predica en Jerusalén, dice
de Cristo: “Y nos mandó que predicásemos al pueblo y que diésemos
testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos”
(Hch 10,42). Y Pablo, en la Segunda carta a los Tesalonicenses (1,7-8) escribe:
“Cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo con sus poderosos ángeles,
en medio de una llama de fuego, y tome venganza de los que no conocen
a Dios y de los que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús”,
texto que subraya una de las razones más profundas por las que los cris-
tianos de los primeros tiempos esperaban la venida de Cristo; precisamen-
te para que fuese restablecida la justicia, fuese concedido el premio a los
buenos y fuesen castigados los malos.
El mismo concepto aparece en la Carta a los Romanos (2,6): “Dará a
cada uno según sus obras”, palabras que recalcan las de Jesús: “Porque el
Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y
entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16,27).
Por consiguiente, en la historia humana, en la que la verdad se mez-
cla con la mentira y la justicia con la injusticia, el juicio universal será el
momento en que la verdad aparecerá en todo su esplendor y en el que
202 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
1. Franco Amerio, La dottrina della fede, edizioni Ares, Milano 1987, p. 253.
EL JUICIO UNIVERSAL 203
Pienso que éste es un modo falso de plantear el problema. Tal vez con-
venga que recordemos el Salmo 50 y los innumerables textos de la Biblia en
los que Dios asegura que se olvidará de todas las acciones malas de las que
nos hayamos arrepentido, de las que estemos profundamente arrepentidos.
Por otro lado, hemos de tener presente que en el juicio universal los buenos
comparecerán en el estado de perfección porque habrá terminado el purga-
torio: brillarán en todo su esplendor, sin que en ellos haya rastro del pecado.
Por ello, a la luz de los textos bíblicos en los que Dios afirma que se olvi-
da de los pecados de los que estamos arrepentidos, podemos concluir que
aquel día conoceremos a fondo todo el esplendor de los justos y también
las razones de su esplendor, es decir, el camino espiritual que han recorri-
do; conoceremos su corazón en la transparencia y en la luz en la que han
sido constituidos por Dios según sus obras; contemplaremos la justicia de
Dios que los ha justificado, que los ha salvado, que los ha hecho partícipes
en ese grado de la naturaleza divina.
Pero al mismo tiempo veremos el estado de condenación de quienes se
han cerrado a Dios, conoceremos la razón de la voluntaria y progresiva
perversión por la que, a través de una serie de elecciones de su vida, han
optado contra Dios y contra sus mandamientos.
Ahora bien, pensando en las palabras que Jesús pronuncia en el
Evangelio de Mateo, creo que nosotros conoceremos en profundidad a
todos los hombres. Conoceremos la perversión de los condenados y tal
vez también el camino por el que se han perdido. De hecho, Jesús advier-
te que, sentándose como juez, dirá: “Tuve hambre y me disteis de comer”
(Mt 25) y, por tanto, citará, por lo que respecta a los justos, sus buenas
obras; y después, dirigiéndose a quienes sean malditos, dirá: “Tuve hambre
y no me disteis de comer” (ibid.). Así pues, cada uno será transparente a
los otros por lo que sea en aquel momento, cada uno será conocido según
la obra realizada en su vida: o la participación en la naturaleza divina o la
participación en la condenación de Satanás.
204 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
El día del juicio universal no sólo es día de la verdad, sino también día
de la justicia. A este respecto escribe el teólogo que acabamos de citar:
“Sobre la base de la perfecta verdad será realizada la perfecta justicia.
¡Cuántas veces lo repite el Evangelio! Cada uno será juzgado según sus
obras buenas o malas. El Hijo del hombre dará a cada uno según sus obras.
Ningún otro elemento aparte de éste determinará el valor de la vida de
cada uno: éxitos, honores, cargos, riquezas, ciencia, poder, no contarán
nada porque sólo importará si se ha hecho el bien o el mal”. Y concluye:
“¡Qué cambio radical en la escala de las grandezas humanas, en la jerar-
quía de los valores terrenos! ¡Cuánto de lo que parecía grano resultará ser
paja, y de lo que parecía paja resultará ser grano! El verdugo y el mártir, el
calumniador y el calumniado, el maltratador y la víctima, el prepotente y
el humilde, el malvado y el honesto encontrarán en la sentencia del Juez
el justo equilibrio de aquella relación que había sido alterada durante
mucho tiempo” 2.
Yo desearía que no esperáramos aquel día angustiados pensando que
nuestras malas acciones de esta vida serán dadas a conocer a los demás:
me parece una actitud demasiado humana y demasiado banal. Las obras
buenas permanecerán para siempre para quienes se salvan, mientras que
sus errores, todos los pecados de los que se hayan arrepentido, Dios los ha
olvidado ya y los ha olvidado para siempre.
Jesús afirma en varias ocasiones que toda la ley y todos los profetas se
resumen en el amor a Dios y en el amor al prójimo (cf. Mt 22,36ss.; Marcos
12,28-31; Lc 10,25-28, etc.). Y para terminar esta meditación deseo poner
de relieve una vez más la importancia de aquel pasaje del Evangelio de
Mateo que ya hemos examinado (Mt 25,31-46) en el que Jesús, hablando
2. Ibidem.
EL JUICIO UNIVERSAL 205
de las obras que nos seguirán el día del juicio, en su última venida, enumera
las siete obras de misericordia. En el juicio universal seremos juzgados en
el amor a Dios, hecho concreto y verdadero por el amor al prójimo.
Podemos recurrir a la extraordinaria expresión de san Juan de la Cruz: “A
la tarde te examinarán en el amor” 3.
Aquí se fundamenta la doble invitación a plantear nuestra vida de
acuerdo con el doble mandamiento que resume toda la ley y todos los
profetas, la invitación a plantearla como una victoria sobre nuestro ego-
ísmo, saliendo fuera de nosotros mismos, abriéndonos al amor a Dios y
derramando sobre los demás, de todas las formas que nos resulte posible,
en los detalles pequeños y concretos de la vida cotidiana, el amor que
Dios nos da.
El hecho de que seamos juzgados acerca de las obras de amor nos con-
suela porque es muy difícil que a lo largo de su existencia una persona no
haga el bien. Todos los hombres de buena voluntad, quienes saben que son
hermanos del hermano, pueden esperar un juicio favorable por parte de
Quien se ha identificado con los más pequeños, con los marginados, con
los enfermos, con los encarcelados, con los desnudos: será como si todas
las obras buenas que hayamos hecho a nuestro prójimo se las hubiéramos
hecho a Cristo.
De este modo el día del juicio no será para nosotros un día de ira,
no será para nosotros un día terrible, sino que será, en cambio, el día del
triunfo de la verdad y de la justicia. Será el día en el que tal vez descubra-
mos que muchas veces hemos tendido la mano a Cristo sin saberlo, cada
vez que hemos tendido la mano a un hermano nuestro necesitado.
* * *
3. SAN J UAN DE LA C RUZ, Dichos de luz y amor 64, en (José Vicente Rodríguez y Federico
Ruiz Salvador [eds.]) San Juan de la Cruz. Obras completas, Editorial de Espiritualidad,
Madrid 19802, p. 119.
206 MIRADA SOBRE LA ETERNIDAD
1038 La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores”
(Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Ésta será “la hora en que todos los que estén
en los sepulcros oirán la voz [del Hijo del hombre] y los que hayan hecho el bien
resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn
5,28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles...
Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los
otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su dere-
cha, y las cabras a su izquierda... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una
vida eterna” (Mt 25,31.32.46).
1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre
conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento.
Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo su palabra definitiva
sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de
la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos
admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin
último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias
cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.
CRISTIANISMO Y SOCIEDAD
1. MARTIN HENGEL: Propiedad y riqueza en el cristianismo primitivo.
2. JOSE M.ª DIEZ-ALEGRIA: La cara oculta del cristianismo.
3. A.PEREZ-ESQUIVEL: Lucha no violenta por la paz.
4. BENOIT A. DUMAS: Los milagros de Jesús.
5. JOSE GOMEZ CAFFARENA: La entraña humanista del cristianismo.
6. MARCIANO VIDAL: Etica civil y sociedad democrática.
7. GUMERSINDO LORENZO: Juan Pablo II y las caras de su Iglesia
8. JOSE M.ª MARDONES: Sociedad moderna y cristianismo.
9. GUMERSINDO LORENZO: Una Iglesia democrática (Tomo I).
10.GUMERSINDO LORENZO: Una Iglesia democrática (Tomo II).
11.JAMES L. CRENSHAW: Los falsos profetas.
12.GERHARD LOHFINK: La Iglesia que Jesús quería.
13.RAYMOND E. BROWN: Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron.
14.RAFAEL AGUIRRE: Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana.
15.JESUS ASURMENDI: El profetismo. Desde sus orígenes a la época moderna.
16.LUCIO PINKUS: El mito de María. Aproximación simbólica.
17.P. IMHOF y H. BIALLOWONS: La fe en tiempos de invierno. Diálogos con Karl Rahner en los
últimos años de su vida.
18.E. SCHÜSSLER FIORENZA: En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los
orígenes del cristianismo.
19.ALBERTO INIESTA: Memorándum. Ayer, hoy y mañana de la Iglesia en España.
20.NORBERT LOHFINK: Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento.
21.FELICISIMO MARTINEZ: Caminos de liberación y de vida.
22.XABIER PIKAZA: La mujer en las grandes religiones.
23.PATRICK GRANFIELD: Los límites del papado.
24.RENZO PETRAGLIO: Objeción de conciencia.
25.WAYNE A. MEEKS: El mundo moral de los primeros cristianos.
26.RENE LUNEAU: El sueño de Compostela. ¿Hacia una restauración de una Europa Cristiana?
27.FELIX PLACER UGARTE: Una pastoral eficaz. Planificación pastoral desde los signos de los
tiempos de los pobres.
28.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo I.
29.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo II. La tierra de Abraham y de Jesús.
30.JEAN-PIERRE CHARLIER: Jesús en medio de su pueblo III. Calendario litúrgico y ritmo de vida.
31.BRUNO MAGGIONI: Job y Cohélet. La contestación sapiencial en la Biblia.
32.M. ANTONIETTA LA TORRE: Ecología y moral. La irrupción de la instancia ecológica en la
ética de Occidente.
33.JHON E. STAMBAUGH y DAVID L. BALCH: El Nuevo Testamento en su entorno social.
34.JEAN-PIERRE CHARLIER: Comprender el Apocalipsis I.
35.JEAN-PIERRE CHARLIER: Comprender el Apocalipsis II.
36.DAVID E. AUNE: El Nuevo Testamento en su entorno literario.
37.XAVIER TILLIETTE: El Cristo de la filosofía.
38.JAVIER M. SUESCUN: Carlos de Foucauld en el Sahara entre los Tuareg.
39.ROMANO PENNA: Ambiente histórico-cultural de los orígenes del cristianismo.
40.MARC LEBOUCHER: Las religiosas. Unas mujeres de Iglesia hablan de ellas mismas.
41.SOR JEANNE D’ARC, OP: Caminos a través de la Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento.
42.DIONISIO BOROBIO: Familia, Sociedad, Iglesia, Identidad y misión de la familia cristiana.
43.FRANCIS A. SULLIVAN: La Iglesia en la que creemos.
44.ANDRE MANARANCHE: Querer y formar sacerdotes.
45.JAMES B. NELSON (Ed.): La sexualidad y lo sagrado.
46.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. I. Angustia y culpa.
47.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. II. Caminos y Rodeos del amor.
48.EUGEN DREWERMANN: Psicoanálisis y Teología Moral. Vol. III. En los confines de la vida.
49.JOSÉ M. CASTILLO: Los pobres y la teología. ¿Qué queda de la teología de la liberación?
50.JUAN ARIAS: Un Dios para el 2000. Contra el miedo y a favor de la felicidad.
51.MIGUEL CISTERÓ: En camino. De una pastoral parroquial al mundo obrero.
52.CARLOS DÍAZ: Apología de la fe inteligente.
53.PIERRE DESCOUVEMONT: Guía de las dificultades de la vida cotidiana.
54.JAVIER GAFO: Eutanasia y ayuda al suicidio. “Mis recuerdos de Ramón Sampedro”.
55.JUAN JOSÉ TAMAYO ACOSTA: Leonardo Boff. Ecología, mística y liberación.
56.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. I. Yo y tú.
57.MICHAEL SCHNEIDER: Teología como biografía.Una fundamentación dogmática.
58.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. II. Yo valgo, nosotros valemos.
59.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. III. Tu enseñas, yo aprendo.
60.CARLOS DÍAZ: Soy amado, luego existo. Vol. IV. Su justicia para quienes guardan su alianza.
61.CARLOS DÍAZ: La persona como Don.
62.GUILLEM MUNTANER: Hacia una nueva configuración del mundo. Sociedad, cultura, religión.
63.JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO: El mal. El optimismo soteriológico como vía intermedia
entre el pesimismo agnosticista y el optimismo racionalista.
64.JAMES B. NELSON: La conexión íntima. Sexualidad del varón, espiritualidad masculina.
65.MARCIANO VIDAL: Ética civil y sociedad democrática.
66.JUAN GONZÁLEZ RUIZ: En tránsito del infierno a la vida. La experiencia de un homosexual
cristiano.
67.ENRIQUE BONETE PERALES: Éticas en esbozo. De política, felicidad y muerte.
68.N. T. WRIGHT: El desafío de Jesús.
69.H. RICHARD NIEBUHR: El yo responsable. Un ensayo de filosofía moral cristiana.
70.RENATO MORO: La Iglesia y el exterminio de los judíos. Catolicismo, antisemitismo, nazismo.
71.JOSEPH RATZINGER: La fiesta de la fe. Ensayo de Teología Litúrgica.
72.LIVIO FANZAGA: Mirada sobre la eternidad. Muerte, juicio, infierno, paraíso.
Este libro se terminó
de imprimir
en los talleres de
RGM, S.A., en Bilbao,
el 26 de septiembre de 2005.