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POÉTICA)
Para quienes nacimos y crecimos hace ya algunos ayeres en la Ciudad de México, nuestras
referencias al pulque quizá sean distintas a la de los habitantes de otros lugares de la
república, pero ello no significa que en este contexto urbano no haya algunas
remembranzas ligadas a esa bebida en la forma de vida de los barrios tradicionales o de las
áreas semi rurales, periféricas y conurbadas. En mi caso, viví mi parte de mi infancia y
adolescencia en una zona próxima a la Calzada de la Viga (conocida antiguamente como
Canal de la Viga) en donde aún permanece una de las más añejas pulquerías denominada
“Los hombres sin miedo” y donde también existió ahí otra de las pulquerías de vieja fama,
“La pescadora”, que hoy todavía sobrevive en la zona oriente de la ciudad.
Pero si de recuerdos se trata, el primero que tengo al respecto, son las visitas que con mis
familiares hacíamos a San Pedro Atocpan en los años setenta del siglo pasado, en la que
hoy es Alcaldía de Milpa Alta, esto en el día del santo patrono del pueblo. Ahí descubrí la
palabra y el sabor del “Aguamiel”, un recuerdo que permanece inalterado y evoca la suave
dulzura de un líquido que se ofrecía como un agasajo a la hora de compartir en la mesa los
platillos de una casa con una amplia cocina en que se combinaban el mole, el arroz y los
frijoles contenidos en grandes cazuelas de barro. No en balde San Pedro está considerada
como la “Capital de el mole”.
El recuerdo de un sabor como el del aguamiel, es igual a la resonancia que desde entonces
quedó en mí al escuchar esa palabra. Si el nombre de otras bebidas, como el del
“aguardiente”, advierte de sus probables efectos al sentido del gusto y al cuerpo en general,
el del “aguamiel” es un nombre que predisponía, por el contrario, al paladar a probar algo
así como un néctar. Un sabor que no necesita de ningún otro añadido, que remite a una
pureza de su origen y forma de extracción. Las imágenes, casi idílicas, que se nos contaban
por parte del anfitrión de la casa que nos acogía en esas visitas, de la forma en que se
abastecían de la bebida en las magueyeras del pueblo el mismo día por la mañana para
traerlo lo más fresco posible a la hora de la comida, lo volvían un privilegio del que nos
sentíamos afortunados de poder degustar. La jarra transparente en que se tenía el aguamiel
al centro de la mesa era escanciada en los vasos de quienes, como yo, siendo apenas un
adolescente, nos decidimos a probarlo, su delicada consistencia se alargaba al momento de
servirlo simulando los hilos de una clara miel finísima (ambarina o traslúcida). Creo que no
he vuelto a probar ese sabor de igual modo que aquella enigmática “primera vez” en que
mis papilas gustativas fueron “desfloradas” por ese nutricio y digestivo alimento,
complemento perfecto para la gran comilona a que nos tenía acostumbrado el compadre de
mi tía Lupe, por quien ahí nos encontrábamos.
El compadrazgo con mi tía era debido a que ella era doctora y realizó su servicio social
siendo una joven estudiante en esa comunidad de San Pedro Atocpan, por lo que atendió en
su estancia múltiples partos y por ende estableció una relación de parentesco ritual con la
persona, músico de oficio, que nos recibía cada año en la fecha ya mencionada. Y,
precisamente, todo era ritual en esas visitas, desde la llegada hasta la despedida: se acudía a
la feria callejera y a la festividad en la iglesia situada en la parte alta de San Pedro. En la
feria se podía conseguir, como en toda feria de pueblo que se respete, los panes hechos con
pulque y otros, grandes y redondos, con leyendas y dedicatorias tan sorprendentes como
aquella que decía: “Para mi pinche suegra”. El ambiente de bullicio constante y la alegría
del jolgorio de la feria contrastaban con la respetuosa devoción y las muestras sencillas de
la fe de los habitantes que acudían a celebrar a su santo patrono y a la sagrada imagen del
Cristo negro, fabricado con pasta o gabazo de maíz, que data del siglo XVI y que se
encuentra en el conocido como Santuario del Señor de las Misericordias, lo que implicaba
una larga caminata de ascenso hasta la cima del poblado y de regreso a la casa que
visitábamos.
Si atendemos a la etimología del topónimo “Atocpan” en náhuatl (“sobre tierra fértil”) uno
piensa inmediatamente en sus paisajes llenos de maizales, nopaleras y magueyales y en el
sentido de llamarle a la demarcación a la que pertenece como Milpa Alta, un territorio casi
rural, lo más parecido a vivir en alguna otra población de “provincia”, aunque con los
mismos problemas de una ciudad como la de México.
El “centro” de Iztacalco, como muchos pueblos tradicionales, tenía (o tiene) su iglesia (San
Matías), su plaza (Jardín Hidalgo), su “botica” (como se llamaba entonces a las farmacias)
y su mercado, y de niño y adolescente yo acompañaba a mis abuelos a hacer las compras y
a conseguir productos para el hogar como madera y petróleo para encender el boiler o
calentador de agua, y en ese recorrido nos topábamos con esa legendaria pulquería, que a la
fecha sigue como punto de referencia en el barrio. Y como de otra galaxia de la memoria,
me viene una imagen del vuelo de los danzantes (como los de Cuetzalan o Papantla) que
pendían de cabeza amarrados a un gran tronco o “palo”, en algún día festivo en el barrio de
Santiago, vistos desde la azotea de la casa de mis parientes.
El antiguo Canal de la Viga fue una vía fluvial hasta comenzado el siglo XX (hasta los
treinta, por lo menos). Se cuenta que en ella llegaron a transitar incluso, en el siglo XIX,
algunos buques de vapor, como aquellos que cruzaban en aquel tiempo el Río Misisipi en
Nuevo Orleans, además de las tradicionales trajineras o chalupas que transportaban flores,
legumbres y otros alimentos desde Chalco y Xochimilco al centro de la Ciudad de México.
Fue un sitio muy popular y se consideraba uno de los lugares de paseo más concurridos
durante mucho tiempo. Por ello la venta y el expendio de pulque fue una actividad
constante a lo largo del Canal, como fue el caso de la existencia de una pulquería llamada
La fragata, ubicada a la altura del puente de Jamaica (donde antiguamente se hallaba la
aduana o garita en que se permitía el paso de mercancías hacia el centro de la ciudad), un
nombre con antiguas resonancias bélicas de embarcaciones marítimas, u otras como La
Judía, y una más llamada originalmente La Turca, luego La Gran Turca y ahora La Rosita,
cercana a la Merced.
Con el tiempo, esa vía fue desecada hasta convertirla en una larga calzada pavimentada,
que conservó el nombre “de la Viga”, la que cruza por donde se encuentra el originario
mercado de pescados y mariscos, así conocido, que luego posteriormente fuera trasladado a
la Central de Abastos en el oriente de la ciudad, y que ahora se le llama “La nueva Viga”.
Cerca de ahí yo vivía con el resto de mi familia en la Colonia Tránsito (en donde, por
cierto, se han descubierto recientemente vestigios de antiguas chinampas) y también
después mi familia se trasladó a la colonia Cuchilla de la Agrícola Oriental. Cuento esto
porque algo parecido ocurrió con la pulquería “La pescadora” (fundada en 1950), cuyo
nombre nos remite a esa zona comercial, ya que ahí se daba de botana caldo con cabezas de
pescado, aunque se situaba más bien en el barrio de Santa Anita, en la misma Calzada de la
Viga, y luego emigró más al oriente de la ciudad, primero a la Alcaldía Venustiano
Carranza y luego a la Cuchilla Agrícola Oriental y ahora a la Avenida 241 o Avenida Javier
Rojo Gómez (hoy Eje 5 oriente) de la Agrícola Oriental.
Quizá esta crónica resulte demasiado personal: una remembranza acerca de lugares y de
costumbres de que fui testigo, como, por ejemplo, recuerdo ahora una pulquería situada en
la Agrícola Oriental (del otro lado del Canal de Churubusco, que dividía la “Cuchilla” en
que yo vivía de esa otra colonia, cuando el Canal, para entonces receptáculo de “aguas
negras” y basura, todavía no estaba cubierto), pulquería que se llamaba “El magueyito” y
que, como otros de esos espacios de esparcimiento, con el tiempo y las transformaciones
urbanas (arquitectónicas y de costumbres) fueron desapareciendo. Estos desplazamientos
son típicos de esta ciudad en que la memoria tiene que ser constantemente reconstruida y en
que de una generación a otra los nombres son cambiados como si el pasado poco importara:
ciudad antigua cruzada por ríos y canales que hoy son sólo imágenes fantasmagóricas.
Así, de esta manera, es que recuerdo también mi primera borrachera con pulque en el ya
mencionado barrio de Santiago, en una fiesta a la que llegué, quién sabe cómo y porqué, a
una casa donde en un perol se había preparado una gran cantidad de pulque, curado no sé si
con durazno o alguna otra rica fruta, pero cuyo sabor me atrapó inmediatamente, sin pensar
en las consecuencias del exceso de bebida. Lo que sí recuerdo es que el anfitrión de la casa
me habló de que le habían agregado unas latas de leche condensada “La lechera”, como
para que tomara más cuerpo y dulzor.
En fin, que esto que no deja de ser una mera anécdota personal, refleja un comportamiento
cultural de ciertas zonas urbanas (y conurbadas) donde el consumo del pulque era
perfectamente normal y, me atrevería a decir, consuetudinario. Si bien mis abuelos vivían
en una colonia de la tan pretendida clase media de aquella época, la Reforma Iztaccíhuatl
(llamada así, tal vez, porque desde las azoteas se podía ver a la distancia al volcán de la
“Mujer dormida” o “blanca”), el ir al barrio de Santiago era como cruzar a otro mundo
diferente. De hecho, recuerdo a una familia humilde, la única, que mandaban diario a sus
hijos ahí a comprar pulque para la comida en algún contenedor de plástico o en el envase de
un refresco. Eso era visto “con malos ojos” en algunas nuevas colonias y asentamientos
urbanos, habitadas por los “nuevos ricos”, y tenía su lado transgresor en los jóvenes
rebeldes que acudían a las pulquerías de barrio y consumían marihuana u otras drogas. Ese
ambiente se fue marginando cada vez más hasta estigmatizarlo y considerarlo sólo para
gente pobre, vagos y/o delincuentes. No obstante, esa forma de vida relacionada con el
pulque en la Ciudad de México quedó registrada en muchas manifestaciones artísticas y
culturales, como la canción “Los pulques de Apan” de Chava Flores, donde se describe de
forma humorística las características de una pulquería de barrio en la Colonia Pensil:
Y en su famosa canción Sábado, Distrito Federal, hace referencia por igual a una pulquería:
O, también, habría que mencionar las “intervenciones” pictóricas de Frida Kahlo y sus
alumnos en una pulquería de Coyoacán llamada La Rosita. Así como los cuentos de Rius
(Los Supermachos o Los Agachados) donde dibujaba a sus personajes (Calzonzin y Chon)
dentro de un barril de pulque, en un imaginario pueblo de San Garabato, que uno leía de
adolescente; o las múltiples anécdotas y dichos recopilados por Agustín Jiménez (quien
residió por mucho tiempo en Tlalpan, la alcaldía en que ahora vivo) en su libro Picardía
mexicana, que dio origen a películas populares y puestas en escena teatrales.