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MANUAL DE DERECHO ADMINISTRATIVO


COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH

MARÍA JOSÉ AÑÓN ROIG JAVIER DE LUCAS MARTÍN


Catedrática de Filosofía del Derecho de la Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía
Universidad de Valencia Política de la Universidad de Valencia
ANA CAÑIZARES LASO VÍCTOR MORENO CATENA
Catedrática de Derecho Civil de la Catedrático de Derecho Procesal
Universidad de Málaga de la Universidad Carlos III de Madrid
JORGE A. CERDIO HERRÁN FRANCISCO MUÑOZ CONDE
Catedrático de Teoría y Filosofía de Catedrático de Derecho Penal
Derecho. Instituto Tecnológico de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
Autónomo de México
ANGELIKA NUSSBERGER
JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Ministro de la Suprema Corte Catedrática de Derecho Internacional de la
de Justicia de México Universidad de Colonia (Alemania)
EDUARDO FERRER MAC-GREGOR POISOT HÉCTOR OLASOLO ALONSO
Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Catedrático de Derecho Internacional de la
Humanos. Investigador del Instituto de Universidad del Rosario (Colombia) y
Investigaciones Jurídicas de la UNAM Presidente del Instituto Ibero-Americano de
La Haya (Holanda)
OWEN FISS
Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la LUCIANO PAREJO ALFONSO
Universidad de Yale (EEUU) Catedrático de Derecho Administrativo de la
Universidad Carlos III de Madrid
JOSÉ ANTONIO GARCÍA-CRUCES GONZÁLEZ
Catedrático de Derecho Mercantil TOMÁS SALA FRANCO
de la UNED Catedrático de Derecho del Trabajo y de la
Seguridad Social de la Universidad de Valencia
LUIS LÓPEZ GUERRA
Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos IGNACIO SANCHO GARGALLO
Catedrático de Derecho Constitucional de la Magistrado de la Sala Primera (Civil) del
Universidad Carlos III de Madrid Tribunal Supremo de España
ÁNGEL M. LÓPEZ Y LÓPEZ TOMÁS S. VIVES ANTÓN
Catedrático de Derecho Civil de la Catedrático de Derecho Penal de la
Universidad de Sevilla Universidad de Valencia
MARTA LORENTE SARIÑENA RUTH ZIMMERLING
Catedrática de Historia del Derecho de la Catedrática de Ciencia Política de la
Universidad Autónoma de Madrid Universidad de Mainz (Alemania)

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MANUAL
DE DERECHO
ADMINISTRATIVO

JOSÉ MIGUEL VALDIVIA


Profesor de la Universidad de Chile

Valencia, 2018
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Índice

Abreviaturas................................................................................................................. 23
Prefacio........................................................................................................................ 25
Sumario........................................................................................................................ 29

Introducción
El derecho administrativo

Capítulo 1
Definición del derecho administrativo
PÁRRAFO 1. OBJETO DE LA DISCIPLINA............................................................. 31
Sección 1. La administración en perspectiva funcional................ 32
(a) La administración frente a otros poderes del Es-
tado...................................................................... 32
(b) Sustantividad de la noción.................................... 32
(c) Especificidad de la noción..................................... 33
(d) El problema de la función de gobierno................. 35
Sección 2. La administración en clave orgánica........................... 36
(a) Ventajas de una noción orgánica de la administración. 36
(b) Recepción positiva de la noción orgánica de la
administración...................................................... 37
PÁRRAFO 2. CARÁCTER ESTATUTARIO DEL DERECHO ADMINISTRATIVO.. 37
PÁRRAFO 3. ESPECIFICIDAD DE LA DISCIPLINA................................................. 38
Sección única. El derecho privado de la administración..................... 39
(a) Contratación pública............................................ 39
(b) Régimen de bienes................................................ 40
(c) El Estado empresario............................................ 40
(d) La organización administrativa............................ 41

Capítulo 2
Contenido del derecho administrativo
PÁRRAFO 1. LA ADMINISTRACIÓN Y LA IDEA DE SERVICIO PÚBLICO.......... 41
(a) La organización administrativa y el servicio pú-
blico..................................................................... 42
(b) Los medios del servicio público............................ 43
(c) La legalidad y el servicio público.......................... 43
(d) La probidad pública............................................. 43
PÁRRAFO 2. EL DERECHO ADMINISTRATIVO Y EL AFIANZAMIENTO DE
LA AUTORIDAD................................................................................. 44
(a) La doctrina del acto administrativo...................... 44
(b) La contratación administrativa............................. 44
(c) La jerarquía administrativa.................................. 45
PÁRRAFO 3. PROTAGONISMO DEL CIUDADANO............................................... 45
(a) El ciudadano frente al poder................................. 45
(b) El control de la administración............................. 46
(c) Control y participación ciudadanos...................... 46
8 Índice

Capítulo 3
Rol político del derecho administrativo
PÁRRAFO 1. CARÁCTER POLÍTICO DEL DERECHO ADMINISTRATIVO......... 47
PÁRRAFO 2. EL ESTADO Y EL CIUDADANO EN EL DERECHO ADMINISTRA-
TIVO.................................................................................................... 48
PÁRRAFO 3. EL DERECHO ADMINISTRATIVO COMO DERECHO PÚBLICO.. 49
(a) Parentesco con el derecho constitucional.............. 50
(b) El principio de legalidad....................................... 50
(c) El peso de la justicia distributiva.......................... 51

Capítulo 4
Complejidad del derecho administrativo
PÁRRAFO 1. COMPLEJIDAD SUSTANTIVA........................................................... 51
(a) Juventud del derecho administrativo.................... 52
(b) Idiosincrasia del derecho administrativo............... 53
PÁRRAFO 2. COMPLEJIDAD FORMAL.................................................................. 55

Capítulo 5
Estructura del derecho administrativo
PÁRRAFO 1. ÁMBITOS DEL DERECHO ADMINISTRATIVO GENERAL............. 56
(a) Los sujetos del derecho administrativo................. 57
(b) La actividad administrativa.................................. 57
(c) Control de la administración................................ 58
(d) Responsabilidad del Estado.................................. 59
(e) Bienes................................................................... 59
PÁRRAFO 2. LOS DERECHOS ADMINISTRATIVOS ESPECIALES........................ 59
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 60

Primera parte
LOS SUJETOS DEL DERECHO ADMINISTRATIVO

Título I
La administración del Estado
como complejo organizacional

Capítulo 1
Importancia de la materia
(a) Importancia jurídica............................................. 66
(b) Importancia científica........................................... 67
(c) Importancia política............................................. 67

Capítulo 2
Competencia organizacional
(a) El papel de la ley en la configuración de la organi-
zación administrativa .......................................... 69
(b) La LOCBGAE...................................................... 70
(c) La auto-organización administrativa.................... 71
Índice 9

Capítulo 3
Las categorías dogmáticas del derecho de la organización administrativa
PÁRRAFO 1. LAS FIGURAS SUBJETIVAS................................................................ 72
Sección 1. Las personas jurídicas públicas................................... 72
(a) Conceptualización................................................ 72
(b) Variedad de personas jurídicas públicas en el de-
recho administrativo chileno................................ 73
(c) Universalidad y especialidad de objeto de las per-
sonas jurídicas públicas........................................ 74
Sección 2. Los órganos públicos.................................................. 75
(a) Conceptualización................................................ 75
(b) Órganos y organismos.......................................... 76
(c) Tipos de órganos.................................................. 77
(d) La imputación de los actos del órgano a la perso-
na jurídica............................................................ 78
(e) Subrogación del órgano........................................ 79
PÁRRAFO 2. LAS POSICIONES JURÍDICAS DE LAS FIGURAS SUBJETIVAS........ 80
Sección 1. La competencia........................................................... 80
(a) Conceptualización................................................ 80
(b) Atribución de competencias.................................. 81
(i) Desconcentración........................................... 82
(ii) Delegación..................................................... 83
• La “delegación de firma”........................... 84
Sección 2. La posición relativa respecto del centro administrativo. 84
(a) Jerarquía.............................................................. 85
(i) Posición del jerarca respecto del servicio........ 85
(ii) Posición del jerarca sobre sus dependientes.... 86
• Potestad de mando o dirección.................. 86
• Potestad de supervisión o control.............. 87
• Potestad disciplinaria................................. 87
• Potestad de resolver contiendas de compe-
tencia......................................................... 88
(b) Supervigilancia..................................................... 88
(i) Supervigilancia sobre el personal................... 89
(ii) Supervigilancia sobre los actos....................... 89
Sección 3. Las relaciones entre organismos administrativos......... 90

Capítulo 4
Panorama de la Administración del Estado en Chile
PÁRRAFO 1. DISTINCIONES CATEGORIALES DE LA ORGANIZACIÓN AD-
MINISTRATIVA CHILENA................................................................. 91
(a) La administración centralizada y la administra-
ción descentralizada............................................. 91
(b) La administración general del Estado y la admi-
nistración territorial............................................. 93
(c) La administración vinculada con el gobierno y las
“autonomías constitucionales”............................. 94
PÁRRAFO 2. TIPOLOGÍA DE ORGANISMOS ADMINISTRATIVOS..................... 96
(a) Presidencia de la República.................................. 96
(b) Ministerios........................................................... 96
10 Índice

(c) Servicios públicos................................................. 98


(d) Organismos “reguladores”................................... 98
(e) Empresas del Estado............................................. 99
(f) La “administración invisible”............................... 101
(g) Gobierno y administración interior del Estado..... 101
(h) Municipalidades................................................... 102
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 102

Título II
El personal de la administración del Estado

Capítulo 1
Introducción
PÁRRAFO 1. INTERESES EN JUEGO...................................................................... 106
PÁRRAFO 2. DISTINTAS CONCEPCIONES POSIBLES.......................................... 107
PÁRRAFO 3. CONDICIONAMIENTOS CONSTITUCIONALES............................ 108
(a) La igualdad en el acceso a la función pública....... 108
(b) El principio de la carrera funcionaria................... 109
(c) ¿Derechos colectivos de los funcionarios?............. 110
PÁRRAFO 4. MARCO NORMATIVO...................................................................... 111

Capítulo 2
La función pública
PÁRRAFO 1. LOS FUNCIONARIOS PÚBLICOS...................................................... 113
Sección 1. Noción de funcionario público................................... 113
Sección 2. Agentes públicos que no son funcionarios................... 114
(a) Las autoridades de gobierno................................. 114
(b) Los agentes contractuales de la administración..... 115
Sección 3. Calidades de los funcionarios públicos........................ 117
(a) Funcionarios de planta......................................... 117
(b) Funcionarios a contrata........................................ 117
(c) Criterio y efectos de la distinción.......................... 118
PÁRRAFO 2. DESARROLLO DE LA VIDA FUNCIONARIA................................... 118
Sección 1. Ingreso........................................................................ 119
(a) Modalidades de ingreso........................................ 119
(b) Requisitos para acceder a la función pública........ 120
Sección 2. La carrera funcionaria................................................ 122
Sección 3. Término...................................................................... 123
(a) Funcionarios de planta......................................... 123
(b) Funcionarios a contrata........................................ 124
PÁRRAFO 3. DERECHOS Y DEBERES FUNCIONARIOS....................................... 125
Sección 1. Derechos de los funcionarios...................................... 125
(a) Derechos fundamentales de los funcionarios........ 126
(b) Derechos económicos........................................... 127
(c) Derechos de seguridad social................................ 128
Sección 2. Deberes de los funcionarios........................................ 128
(a) Dedicación al cargo.............................................. 129
(b) Asistencia al trabajo............................................. 129
(c) El principio de probidad....................................... 130
(d) Otros deberes....................................................... 132
Índice 11

PÁRRAFO 4. RESPONSABILIDAD DE LOS FUNCIONARIOS................................ 132


Sección 1. Responsabilidad civil de los funcionarios.................... 133
(a) Daños a terceros................................................... 133
(b) Daños al Estado................................................... 134
Sección 2. Responsabilidad disciplinaria...................................... 135
(a) Las medidas disciplinarias.................................... 136
(b) Los procedimientos disciplinarios......................... 136
(c) Extinción de la responsabilidad administrativa..... 137
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 138

Segunda parte
LAS ACTUACIONES DE LA ADMINISTRACIÓN

Título I
El principio de legalidad

Capítulo 1
Fundamentos del principio de legalidad
PÁRRAFO 1. SUBORDINACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN AL LEGISLADOR. 141
Sección 1. Orígenes y fundamentos del principio......................... 141
(a) La búsqueda de frenos al poder absoluto.............. 141
(b) El propósito de someter el poder a reglas defini-
das por el Pueblo.................................................. 142
(c) Idea de un poder “ejecutivo”................................ 142
Sección 2. El principio de legalidad como observancia de la ley
formal......................................................................... 143
Sección 3. Legalidad como técnica de atribución de potestades... 145
(a) Noción de potestad.............................................. 145
(b) Características...................................................... 146
(i) Abstracción de la potestad............................. 146
(ii) La potestad como fruto del ordenamiento..... 146
(iii) Indisponibilidad de la potestad...................... 147
(c) La potestad pública.............................................. 148
(i) Titularidad pública........................................ 149
(ii) Orientación al interés general........................ 149
(iii) Ejercicio unilateral......................................... 149
(d) Síntesis................................................................. 150
Sección 4. Intensidad del principio de legalidad........................... 151
Sección 5. La ideología del principio de legalidad........................ 152
(a) La legalidad al servicio de la libertad del ciudadano. 153
(b) La legalidad como técnica de cambio social.......... 153
PÁRRAFO 2. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO RESPETO AL SISTEMA
JURÍDICO............................................................................................ 155

Capítulo 2
Reconocimiento positivo del principio
PÁRRAFO 1. LA RESERVA DE LEY EN MATERIAS ADMINISTRATIVAS............. 156
(a) Organización administrativa................................ 157
(b) Atribución de potestades...................................... 157
12 Índice

PÁRRAFO 2. REGULARIDAD JURÍDICA DE LA ACTUACIÓN ADMINISTRATIVA. 158


(a) Regularidad de los actos administrativos.............. 158
(b) Regularidad de las operaciones materiales............ 160
PÁRRAFO 3. LA INTEGRIDAD DEL SISTEMA JURÍDICO..................................... 161

Capítulo 3
La legalidad y sus fuentes
PÁRRAFO 1. FUENTES DE LA LEGALIDAD DE ORIGEN EXTERNO.................. 163
Sección 1. La Constitución.......................................................... 164
(a) Prevalencia de la Constitución sobre la ley........... 165
(b) Mecanismos de control de la constitucionalidad
de la ley................................................................ 166
Sección 2. Los tratados internacionales....................................... 168
(a) Aplicabilidad directa de los tratados en el derecho
interno................................................................. 169
(b) Compatibilidad del derecho interno frente el de-
recho internacional............................................... 170
Sección 3. La ley.......................................................................... 171
(a) Tipología de leyes................................................. 171
(b) Eficacia de la ley................................................... 173
(i) Interpretación de la ley.................................. 173
(ii) Eficacia espacial de la ley............................... 173
(iii) Eficacia temporal de la ley............................. 174
PÁRRAFO 2. FUENTES DE LA LEGALIDAD DE ORIGEN INTERNO................... 175
Sección 1. Los reglamentos.......................................................... 175
(a) Naturaleza normativa de los reglamentos............. 176
(b) El origen administrativo de los reglamentos......... 178
(i) Competencias normativas de la administra-
ción................................................................ 178
(ii) Procedimiento administrativo de elaboración
de reglamentos............................................... 179
(c) La eficacia del reglamento frente a la administración. 180
(d) Control de los reglamentos................................... 180
Sección 2. Actos administrativos singulares................................. 181
PÁRRAFO 3. FUENTES DIFUSAS DE LA LEGALIDAD........................................... 182
(a) La jurisprudencia.................................................. 182
(b) Principios generales del derecho........................... 183
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 184

Título II
El acto administrativo

Capítulo 1
Conceptualización del acto administrativo
PÁRRAFO 1. FORMACIÓN DEL CONCEPTO DE ACTO ADMINISTRATIVO..... 187
(a) El acto administrativo, monopolio de la adminis-
tración.................................................................. 188
(b) El acto administrativo, una decisión administrativa. 188
(c) El acto administrativo, un negocio jurídico de la
administración...................................................... 189
Índice 13

PÁRRAFO 2. DEFINICIÓN LEGAL DEL ACTO ADMINISTRATIVO..................... 190


(a) El acto administrativo en sentido estricto............. 191
(b) Actos administrativos en sentido amplio.............. 192
PÁRRAFO 3. NOMENCLATURA DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVOS............... 192
(a) Decretos y resoluciones........................................ 192
(i) Carácter nominal de las categorías................. 193
(ii) Carácter formal de estas nociones.................. 193
(iii) Singularidad del decreto................................. 194
(b) Oficios.................................................................. 195
(c) Otros.................................................................... 195

Capítulo 2
Efectos del acto administrativo
PÁRRAFO 1. VIGENCIA DEL ACTO ADMINISTRATIVO...................................... 196
Sección 1. Entrada en vigencia del acto administrativo................ 196
(a) Exigencia de publicidad........................................ 196
(b) Eficacia generalmente prospectiva........................ 197
(c) Suspensión eventual de la eficacia del acto............ 198
Sección 2. Cesación de la vigencia del acto administrativo.......... 198
(a) Agotamiento del acto en razón de su contenido.... 199
(b) Imposibilidad de ejecución y caducidad................ 199
(c) Extinción judicial................................................. 200
(d) Extinción unilateral por la administración............ 200
(i) Revocación.................................................... 200
(ii) Invalidación................................................... 201
PÁRRAFO 2. EFICACIA JURÍDICA DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVOS............ 201
(a) “Presunción” de legalidad.................................... 202
(b) Ejecutoriedad....................................................... 203
(c) Ejecutividad.......................................................... 204

Capítulo 3
Clasificaciones de los actos administrativos
PÁRRAFO 1. ACTOS TRÁMITE Y ACTOS TERMINALES...................................... 207
(a) Contenido del acto............................................... 207
(b) Impugnabilidad.................................................... 207
PÁRRAFO 2. ACTOS EXPRESOS Y ACTOS TÁCITOS............................................. 208
(a) Formación del acto............................................... 208
(b) Eficacia del acto.................................................... 209
PÁRRAFO 3. ACTOS FIRMES Y ACTOS NO FIRMES............................................. 210
PÁRRAFO 4. ACTOS INDIVIDUALES Y ACTOS GENERALES............................... 211
Sección única. El régimen de los reglamentos........................................ 211
(a) Invalidación.......................................................... 212
(b) Excepción de ilegalidad........................................ 212
(c) ¿Impugnación judicial?......................................... 213
PÁRRAFO 5. ACTOS FAVORABLES Y ACTOS DE GRAVAMEN............................ 213
(a) Retroactividad...................................................... 214
(b) Motivación........................................................... 214
(c) Revocabilidad....................................................... 214
14 Índice

Capítulo 4
Elementos del acto administrativo
PÁRRAFO 1. ELEMENTOS DE LEGALIDAD EXTERNA........................................ 216
Sección 1. Competencia............................................................... 217
(a) La competencia en clave conceptual..................... 217
(b) La investidura regular........................................... 218
Sección 2. Forma......................................................................... 218
(a) Formalidades instrumentales................................ 219
(b) Procedimiento...................................................... 219
PÁRRAFO 2. ELEMENTOS DE LEGALIDAD INTERNA........................................ 220
Sección 1. Fin.............................................................................. 220
Sección 2. Motivo........................................................................ 220
(a) La exigencia sustantiva......................................... 221
(b) La motivación...................................................... 222
Sección 3. Objeto........................................................................ 223

Capítulo 5
Discrecionalidad
PÁRRAFO 1. NOCIÓN DE DISCRECIONALIDAD................................................. 224
PÁRRAFO 2. JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES............................................................... 225
PÁRRAFO 3. LA DISCRECIONALIDAD COMO TÉCNICA DE ATRIBUCIÓN DE
POTESTADES...................................................................................... 226
PÁRRAFO 4. DISCRECIONALIDAD Y OTROS CASOS EN QUE LA ADMINIS-
TRACIÓN CUENTA CON MARGEN DE ACCIÓN.......................... 228
(a) Discrecionalidad y conceptos indeterminados....... 228
(b) La llamada “discrecionalidad técnica”.................. 230
PÁRRAFO 5. CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD......................................... 230
Sección 1. Control de la motivación............................................ 232
Sección 2. Control de la materialidad de los motivos................... 232
Sección 3. Control de la calificación jurídica de los hechos.......... 233
(a) Error manifiesto de apreciación............................ 233
(b) Análisis costo-beneficios....................................... 233
(c) Otros criterios de razonabilidad........................... 234
Sección 4. Control de proporcionalidad...................................... 234

Capítulo 6
Nulidad de actos administrativos
PÁRRAFO 1. CONCEPTUALIZACIÓN.................................................................... 236
(a) Noción................................................................. 236
(b) Regulación........................................................... 237
(c) Tipología.............................................................. 239
PÁRRAFO 2. RÉGIMEN JURÍDICO DE LA NULIDAD EN DERECHO ADMINIS-
TRATIVO............................................................................................. 239
Sección 1. Causas de nulidad....................................................... 239
Sección 2. Efectos de la nulidad................................................... 240
(a) Efectos en el tiempo.............................................. 240
(b) Efectos en cuanto a las personas........................... 242
PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCEDIMENTALES...................................................... 242
(a) Canales procedimentales de la nulidad................. 242
Índice 15

(b) Nulidad por vía de acción y por vía de excepción. 243


(c) Circunstancias que impiden alegar la nulidad....... 244
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 245

Título III
El procedimiento administrativo
Capítulo 1
Definiciones
(a) Concepto.............................................................. 248
(b) Funciones............................................................. 248
(c) Fundamento......................................................... 249

Capítulo 2
Regulación del procedimiento administrativo
(a) Definiciones constitucionales................................ 250
(b) La LBPA............................................................... 251
(c) Leyes procedimentales especiales.......................... 252
(d) Normas reglamentarias........................................ 253

Capítulo 3
Reglas generales del procedimiento administrativo
PÁRRAFO 1. LOS INTERVINIENTES EN EL PROCEDIMIENTO.......................... 254
Sección 1. La administración....................................................... 254
(a) El órgano a cargo del procedimiento.................... 254
(b) Otros órganos administrativos llamados a intervenir. 255
(c) Abstención de agentes públicos frente a conflictos
de interés.............................................................. 255
Sección 2. Los interesados........................................................... 256
(a) Identificación de los interesados........................... 256
(i) El interesado “promotor”............................... 257
(ii) El interesado afectado “necesario”................. 257
(iii) El interesado afectado “eventual”.................. 257
(b) Capacidad y comparecencia................................. 258
(c) Status jurídico del interesado................................ 258
(d) Participación ciudadana....................................... 259
PÁRRAFO 2. INFORMALIDAD (RELATIVA).......................................................... 260
Sección 1. La ordenación del procedimiento................................ 261
(a) Escrituración........................................................ 262
(b) Soporte instrumental (expediente)........................ 262
Sección 2. Tratamiento de los vicios de forma............................. 262
PÁRRAFO 3. PROGRESIÓN DEL PROCEDIMIENTO............................................ 263
(a) Economía procedimental...................................... 263
(i) Simultaneidad de trámites.............................. 264
(ii) Acumulación de procedimientos.................... 264
(iii) No suspensión del procedimiento en razón de
incidentes....................................................... 264
(b) Conclusión del procedimiento.............................. 264
PÁRRAFO 4. PLAZOS............................................................................................... 265
(a) Cómputo.............................................................. 265
(b) Ampliación o reducción de plazos........................ 266
16 Índice

(c) Obligatoriedad..................................................... 266


(d) Consecuencias de la dilación de los procedimientos. 267
(i) Abandono...................................................... 267
(ii) Silencio administrativo................................... 267
(iii) Decaimiento................................................... 268
PÁRRAFO 5. ACTOS DE COMUNICACIÓN Y PUBLICIDAD................................. 268
(a) Notificación.......................................................... 268
(b) Publicación........................................................... 270
PÁRRAFO 6. TRANSPARENCIA.............................................................................. 270
(a) El principio.......................................................... 270
(b) Derecho de acceso a la información pública en la LBPA. 271
(c) Régimen general de acceso a la información pública.. 272

Capítulo 4
Estructura básica del procedimiento
PÁRRAFO 1. INICIACIÓN....................................................................................... 273
(a) Modalidades de iniciación.................................... 274
(b) Medidas provisionales.......................................... 274
PÁRRAFO 2. INSTRUCCIÓN................................................................................... 275
Sección 1. Las alegaciones........................................................... 276
Sección 2. La prueba................................................................... 276
(a) Oportunidad e iniciativa de la prueba.................. 276
(b) Medios de prueba................................................. 277
(c) Valoración de la prueba........................................ 277
Sección 3. Los informes............................................................... 277
Sección 4. Otras opiniones.......................................................... 278
PÁRRAFO 3. FINALIZACIÓN.................................................................................. 278
Sección 1. Trámites previos a la terminación del procedimiento.. 278
Sección 2. El acto de terminación del procedimiento................... 279
(a) Terminación sin pronunciamiento en cuanto al
fondo................................................................... 280
(i) Desistimiento................................................. 280
(ii) Renuncia a derechos...................................... 280
(iii) Abandono del procedimiento......................... 280
(iv) Imposibilidad material sobreviniente.............. 281
(b) La resolución final................................................ 281
(i) Requisitos sustantivos.................................... 281
(ii) Requisitos formales........................................ 283
Sección 3. Trámites posteriores a la resolución del procedimiento. 284

Capítulo 5
Revisión de los actos administrativos
PÁRRAFO 1. FUNDAMENTOS DE LA REVISIÓN ADMINISTRATIVA................. 286
PÁRRAFO 2. EL RESULTADO DE LOS PROCEDIMIENTOS DE REVISIÓN......... 287
(a) Confirmación del acto.......................................... 287
(b) Modificación del acto........................................... 288
(c) Extinción del acto inicial...................................... 288
PÁRRAFO 3. LOS PROCEDIMIENTOS DE REVISIÓN........................................... 289
Sección 1. Los recursos administrativos....................................... 289
(a) Los recursos ordinarios, de reposición y jerárquico. 290
(i) Órgano competente para conocer del recurso. 290
Índice 17

(ii) Aspectos procesales........................................ 291


(iii) Efectos de los recursos ordinarios respecto de
la impugnación judicial.................................. 292
(b) El recurso extraordinario de revisión.................... 293
(i) Carácter extraordinario................................. 294
(ii) Aspectos procesales........................................ 295
(c) El recurso “jerárquico impropio”......................... 295
Sección 2. Revisión de oficio........................................................ 296
(a) Iniciación.............................................................. 296
(b) Instrucción........................................................... 296
(c) Finalización.......................................................... 297
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 298

Título IV
Cuestiones básicas de la contratación administrativa
Capítulo 1
Introducción
(a) Concepto del contrato en el derecho administrativo. 300
(b) Importancia práctica del contrato de la adminis-
tración.................................................................. 301
(c) Aspectos jurídicos de la contratación administrativa.. 302
Capítulo 2
Condiciones formales para la celebración de contratos de la administración
PÁRRAFO ÚNICO. LA LICITACIÓN PÚBLICA......................................................... 303
Sección 1. Principios que rigen la licitación................................. 304
(a) Libre concurrencia................................................ 304
(b) Igualdad de los participantes................................ 304
(c) Estricta sujeción a las bases.................................. 305
Sección 2. Etapas de la licitación................................................. 305
(a) Preparación de las “bases” de licitación ............... 306
(b) Publicación de bases y llamado a licitación........... 306
(c) Período de aclaración de bases............................. 307
(d) Recepción de ofertas............................................. 307
(e) Apertura de las ofertas......................................... 307
(f) Evaluación de las ofertas...................................... 308
(g) Adjudicación........................................................ 308
Sección 3. Control de la licitación............................................... 309
(a) El Tribunal de Contratación Pública..................... 309
(b) Competencias del Tribunal de Contratación Pú-
blica..................................................................... 309
(c) Procedimiento ante el Tribunal de Contratación
Pública................................................................. 310
(d) La política jurisprudencial del Tribunal de Con-
tratación Pública.................................................. 311
Capítulo 3
Ejecución del contrato administrativo
PÁRRAFO 1. TIPOLOGÍA DE CONTRATOS ADMINISTRATIVOS....................... 312
(a) Suministro............................................................ 312
18 Índice

(b) Concesión de servicio público............................... 312


(c) Concesión de obra pública................................... 313
(d) Contrato de obra pública..................................... 313
PÁRRAFO 2. REGLAS GENERALES DE EJECUCIÓN DE LOS CONTRATOS
ADMINISTRATIVOS........................................................................... 314
Sección 1. Potestades exorbitantes............................................... 314
Sección 2. Mantención del “equilibrio financiero”....................... 314
(a) Teoría de la imprevisión....................................... 315
(b) Hecho del Príncipe............................................... 315
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 316

Tercera parte
EL CONTROL DE LA ADMINISTRACIÓN

Título I
Una teoría del control de la administración

Capítulo 1
Diversidad de mecanismos de control
PÁRRAFO 1. DIVERSIDAD DE PARÁMETROS DE CONTROL............................. 323
(a) Control político.................................................... 323
(b) Control financiero................................................ 323
(c) Control de gestión o de resultados........................ 324
(d) Control jurídico................................................... 325
PÁRRAFO 2. DIVERSIDAD DE LOS MOMENTOS DEL CONTROL..................... 325
(a) Controles preventivos........................................... 325
(b) Controles represivos............................................. 326
PÁRRAFO 3. DIVERSIDAD DE ÓRGANOS DE CONTROL................................... 327
Sección 1. Control administrativo............................................... 327
(a) Control jerárquico................................................ 328
(b) Control administrativo interno............................. 329
(c) Control administrativo externo............................ 329
Sección 2. Control parlamentario................................................ 330
Sección 3. Controles jurisdiccionales........................................... 331
(a) Tribunal Constitucional........................................ 331

Capítulo 2
Carácter básico del régimen unitario del control
PÁRRAFO 1. EL “PRINCIPIO DE CONTROL”........................................................ 333
PÁRRAFO 2. EL RÉGIMEN ELEMENTAL DEL CONTROL................................... 334
Sección 1. Limitaciones del control.............................................. 334
(a) Deferencia hacia la administración....................... 334
(b) Excepcionalidad de los poderes de sustitución...... 336
Sección 2. Eficacia del control..................................................... 337
(a) Presupuestos comunes para la eficacia del control. 337
(b) Eficacia del control en sentido propio................... 337
(c) Eficacia del control frente a los ciudadanos.......... 338
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 339
Índice 19

Título II
El control por la Contraloría General de la República

Capítulo 1
Introducción
PÁRRAFO 1. ORIGINALIDAD DEL SISTEMA........................................................ 340
PÁRRAFO 2. REGULACIÓN DE LA CONTRALORÍA............................................ 340
PÁRRAFO 3. FUNCIONES........................................................................................ 342
(a) Control de la legalidad de los actos de la adminis-
tración.................................................................. 342
(b) Fiscalización de ingresos y gastos de los fondos
públicos................................................................ 342
(c) Juzgamiento de cuentas........................................ 343
(d) Contabilidad general............................................ 343
(e) Otras funciones.................................................... 343
PÁRRAFO 4. ÁMBITO DE FISCALIZACIÓN........................................................... 343
(a) La administración del Estado............................... 344
(b) Organismos de derecho privado en que la admi-
nistración tiene propiedad o participación............ 344
(c) Particulares que perciban fondos públicos............ 345
(d) Empresas del Estado............................................. 345
Capítulo 2
Los dictámenes de la Contraloría
PÁRRAFO 1. RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS DICTÁMENES.................................. 346
(a) Naturaleza de los dictámenes............................... 346
(b) Procedimiento...................................................... 347
(c) Valor jurídico....................................................... 348
PÁRRAFO 2. JUICIO CRÍTICO A LA POTESTAD DICTAMINANTE..................... 350
Capítulo 3
La toma de razón
PÁRRAFO 1. CONCEPTO........................................................................................ 352
(a) Es un control de legalidad.................................... 352
(b) Es un control preventivo....................................... 353
(c) Es un control obligatorio...................................... 354
(d) Recae sólo sobre ciertos actos administrativos...... 355
PÁRRAFO 2. JUICIO CRÍTICO SOBRE LA TOMA DE RAZÓN............................. 356
Capítulo 4
Reflexiones críticas sobre la Contraloría
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 359

Título III
El control judicial

Capítulo 1
Generalidades
PÁRRAFO 1. LOS JUECES DE LA ADMINISTRACIÓN.......................................... 361
Sección 1. Modelos comparados.................................................. 362
20 Índice

(a) Modelo francés..................................................... 362


(b) Modelo inglés....................................................... 363
(c) Modelo europeo híbrido....................................... 363
Sección 2. Discusión en Chile ..................................................... 363
Sección 3. Panorama del derecho positivo................................... 365
(a) Tribunales especiales en materia administrativa.... 365
(b) Competencias de atribución de tribunales no es-
pecializados en materias administrativas.............. 367
(c) Competencias administrativas residuales de los
tribunales ordinarios............................................ 368
(i) Competencia absoluta.................................... 369
(ii) Competencia relativa..................................... 370
(d) Competencias discutibles de otros tribunales........ 370
(i) El Tribunal de Defensa de la Libre Competen-
cia como tribunal contencioso administrativo. 371
(ii) Los tribunales del trabajo como tribunales
contencioso administrativos........................... 372
(e) El arbitraje en materias administrativas................ 373
PÁRRAFO 2. LA PRETENSIÓN................................................................................ 374
Sección 1. Tutela judicial y derecho a la acción........................... 374
Sección 2. Factores culturales que inciden en los poderes del juez.. 376
(a) Diferencia institucional entre la administración y
la jurisdicción....................................................... 377
(i) El papel del juez frente a las decisiones admi-
nistrativas...................................................... 377
(ii) El predominio del remedio anulatorio............ 378
(b) El juez como garante del derecho......................... 379
(i) Protección de los derechos del individuo........ 379
(ii) Diversificación de remedios judiciales............ 380
Sección 3. Principales pretensiones admitidas en derecho chileno.. 381
(a) Anulación de actos administrativos...................... 381
(b) Modificación de actos administrativos.................. 382
(c) Condenas perentorias de hacer o de no hacer....... 383
(d) Condenas pecuniarias........................................... 384
(e) Mera certeza......................................................... 384
Sección 4. Cuestiones de legitimación activa................................ 385
(a) Asuntos contenciosos subjetivos........................... 385
(b) Asuntos contenciosos objetivos............................ 385
PÁRRAFO 3. EL PROCEDIMIENTO........................................................................ 387
Sección 1. Las partes................................................................... 388
(a) Calidades en que pueden intervenir las partes....... 388
(b) Capacidad para ser parte...................................... 389
(c) Comparecencia en juicio y representación judicial... 389
(d) Legitimación procesal........................................... 390
Sección 2. La litis......................................................................... 391
(a) La demanda.......................................................... 392
(b) El plazo para demandar........................................ 392
(c) Requisitos de procesabilidad................................ 394
(i) Agotamiento de la vía administrativa............. 394
(ii) Mediación previa........................................... 395
(iii) Solve et repete................................................ 395
(d) La contestación.................................................... 396
Índice 21

Sección 3. La prueba................................................................... 396


(a) Generalidades....................................................... 396
(b) Algunos medios de prueba.................................... 397
(i) La confesión.................................................. 397
(ii) El testimonio de funcionarios públicos........... 398
(iii) El expediente administrativo como “docu-
mento”........................................................... 399
Sección 4. La terminación del proceso......................................... 399
(a) La transacción...................................................... 400
(b) La sentencia.......................................................... 401
(c) Ejecución de la sentencia...................................... 402
(i) Sentencias pecuniarias.................................... 402
(ii) Sentencias no pecuniarias............................... 403

Capítulo 2
La acción de “nulidad de derecho público”
PÁRRAFO 1. CONCEPTO........................................................................................ 404
(a) Definición............................................................. 404
(b) Ámbito de aplicación............................................ 405
(c) Diversidad de acciones de nulidad de derecho pú-
blico..................................................................... 405
PÁRRAFO 2. OBJETO DE LA ACCIÓN Y PODERES DEL JUEZ............................ 405
PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCESALES................................................................... 406
(a) Procedimiento aplicable........................................ 408
(b) Legitimación procesal........................................... 408
(c) Prescripción de la acción...................................... 409

Capítulo 3
Recurso de protección
PÁRRAFO 1. FUENTE NORMATIVA....................................................................... 410
PÁRRAFO 2. REQUISITOS DE PROCEDENCIA...................................................... 411
Sección 1. Requisitos subjetivos................................................... 411
(a) Legitimación activa.............................................. 411
(b) Sujeto pasivo........................................................ 412
Sección 2. Requisitos objetivos.................................................... 413
(a) “Actos u omisiones”............................................. 413
(b) Ilegalidad o arbitrariedad..................................... 414
(i) Significado de estas nociones.......................... 414
(ii) Juicio crítico a esta categorización................. 415
(iii) Importancia práctica de la distinción en ma-
teria ambiental............................................... 415
(c) Efectos del atentado............................................. 416
(d) Derechos protegibles............................................ 416
PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCESALES................................................................... 417
(a) Competencia........................................................ 419
(b) Presentación del recurso....................................... 419
(c) Plazo.................................................................... 419
(d) Examen de admisibilidad...................................... 420
(e) Tramitación.......................................................... 421
(f) Medidas cautelares............................................... 421
22 Índice

(g) Medidas de protección......................................... 422


(h) Recursos contra el fallo........................................ 422
(i) Efectos de la sentencia.......................................... 422
PÁRRAFO 4. APRECIACIÓN CRÍTICA................................................................... 423
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 425

Título IV
Bases elementales de la responsabilidad pública

Capítulo 1
Introducción
PÁRRAFO 1. CONCEPTO Y ELEMENTOS DE LA RESPONSABILIDAD PÚBLICA. 427
PÁRRAFO 2. SINGULARIDAD DE LA RESPONSABILIDAD DEL ESTADO........... 428
(a) El Estado es una persona jurídica......................... 428
(b) El Estado es fuente legítima de cargas................... 429
PÁRRAFO 3. SISTEMA DE RESPONSABILIDAD..................................................... 430
PÁRRAFO 4. RESPONSABILIDAD PÚBLICA POR HECHO DE OTROS PODE-
RES DEL ESTADO............................................................................... 431

Capítulo 2
El régimen de responsabilidad por falta de servicio
PÁRRAFO 1. LOS TEXTOS LEGALES...................................................................... 432
PÁRRAFO 2. EL CONCEPTO DE FALTA DE SERVICIO......................................... 433
PÁRRAFO 3. DETERMINACIÓN DE LA FALTA DE SERVICIO............................. 434
PÁRRAFO 4. CASOS DE FALTA DE SERVICIO....................................................... 434
(a) Mal estado de las vías públicas............................. 434
(b) Negligencias médicas en hospitales públicos......... 435
(c) Actos ilegales........................................................ 435
(d) Excesos policiales o militares................................ 435
PÁRRAFO 5. FALTA DE SERVICIO Y FALTA PERSONAL DEL FUNCIONARIO.. 436

Capítulo 3
Responsabilidades al margen de la falta de servicio

Capítulo 4
Acción de responsabilidad
(a) Reglas de procedimiento....................................... 438
(b) Legitimación procesal........................................... 438
(c) Prescripción extintiva........................................... 439
BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL................................................................................ 440

Indice analítico............................................................................................................. 443


Abreviaturas

Art., arts. Artículo, artículos


CC Código Civil
Cf. Confróntese
Cons. Considerando
COT Código Orgánico de Tribunales
CPC Código de Procedimiento Civil
CS Corte Suprema
DFL Decreto con fuerza de ley
DL Decreto ley
DS Decreto supremo
EA Estatuto Administrativo (Ley 18.834, según texto refundido por
DFL 29, del Min. de Hacienda, de 2004)
Inc., incs. Inciso, incisos
LBPA Ley de Bases de los Procedimientos Administrativos (Ley 19.880)
LOC Ley orgánica constitucional
LOCBGAE Ley orgánica constitucional de Bases Generales de la Administra-
ción del Estado (Ley 18.575, según texto refundido por DFL 1, del
Min. Secretaría General de la Presidencia, de 2000)
LOCCGR Ley orgánica de la Contraloría General de la República (Ley
10.336, según texto refundido por DS 2421, del Min. de Hacien-
da, de 1964)
LOCGAR Ley orgánica constitucional sobre Gobierno y Administración Re-
gional (Ley 19.175, según texto refundido por DFL 1, del Min. del
Interior, de 2005).
LOCM Ley orgánica constitucional de Municipalidades (Ley 18.695, se-
gún texto refundido por DFL 1, del Min. del Interior, de 2006)
Min. Ministerio
Mun. Municipalidad
p. ej. Por ejemplo
TC Tribunal Constitucional
v. Ver
§, §§ Párrafo, párrafos.
Prefacio

Cuando en 2006 acababa de volver de mis estudios doctorales y fui invitado a


hacerme cargo del curso de derecho administrativo en la Universidad Adolfo Ibá-
ñez, yo no tenía casi ninguna experiencia en la enseñanza y llevaba más de cinco
años fuera de Chile. Por la fuerza de las cosas, tuve que prepararme muy rápida-
mente para impartir el curso, y empecé a tomar notas para ayudarme a presentar
las lecciones. Más tarde, pondría al día esas mismas notas para dar forma a unas
diapositivas destinadas a mis estudiantes (unos powerpoint de puro texto, eternos
de largos y aburridos). Algunas versiones preliminares de un apunte que recogía
todo ese material circularon por un buen rato entre mis estudiantes, antes de que
me decidiera a reconocerlo como el proyecto de este manual que hoy ve la luz.
Estuve en la UAI por algo más de diez años. Ahí tuve mis primeros cursos de
derecho administrativo general y de especialidades. Ahí tuve que enfrentarme a
la necesidad de comunicar a jóvenes de apenas veinte años las bondades de este
animal de mala fama llamado derecho administrativo. Ahí, por esa misma nece-
sidad, di forma a muchas de las convicciones que hoy tengo respecto de ámbitos
singulares de la disciplina. Fueron once años de maduración, en medio de un
ambiente tranquilo y estimulante, sobre todo bajo el decanato del buen Rodrigo
Correa. Guardo una enorme gratitud por esos años. Por cierto, también es motivo
de orgullo que este libro llegue a las prensas ahora que me he incorporado a la
Universidad de Chile, mi alma mater.
El libro es, fiel a sus orígenes, un instrumento destinado a facilitar la enseñanza
universitaria del derecho administrativo; es un manual. Tiene básicamente dos
pretensiones: renovar y simplificar la materia. Por una parte, busca renovar la
manera en que se enseña el derecho administrativo, rearticulando los capítulos
de un modo que facilite su comprensión, incorporando evoluciones recientes y
perspectivas comparadas relevantes. Por cierto, esta renovación tiene lugar dentro
de la tradición del derecho administrativo. No se trata de abandonar el programa
clásico ni las unidades que lo componen, sino de adaptarlo para enfrentar los
desafíos que hoy día tiene el derecho administrativo, que son también los desa-
fíos de la administración a inicios del siglo XXI; las preocupaciones del derecho
administrativo varían mucho desde un modelo de Estado de bienestar al de un
Estado regulador. En su nivel menos denso, el propósito renovador de este ma-
nual tiene que ver con la literatura disponible en Chile en 2018: es verdad que
en las últimas décadas han aparecido publicaciones nuevas sobre esta disciplina
en clave sistemática, pero visto en perspectiva, el panorama es aún relativamente
pobre. Es extraño que no exista un manual que compendie brevemente los ca-
26 Prefacio

pítulos centrales de esta disciplina; espero que este libro cumpla esa función. La
otra pretensión es algo más ambiciosa: simplificar el derecho administrativo. Este
libro no aspira a prescindir del análisis de los textos positivos en la enseñanza de
esta materia, aunque aborda cada capítulo con explicaciones sustantivas acerca
de lo que implican las principales reglas legales que lo determinan (es obvio que
en algunos casos la remisión a las reglas es inevitable, y entonces se las transcribe).
Idealmente, se ofrece al lector un conjunto de criterios que dan cuenta del derecho
positivo sobre cada punto, quitándole un exceso de adornos. Aunque la disciplina
se caracteriza por un alto nivel de discusión doctrinaria y jurisprudencial (susci-
tada, seguramente, por la escasez de textos legales de alcance general), el manual
prescinde de esas discusiones; ocurre que muchas veces esas disputas doctrinales
crean la falsa impresión de que en la materia no hay certeza sobre las reglas, lo
que es un postulado inaceptable en cualquier disciplina jurídica. Por eso, en cada
caso el manual informa los datos esenciales del derecho positivo que permiten en-
tender el régimen aplicable a una determinada situación. En fin, el texto no tiene
notas al pie, aunque sí una nota bibliográfica al final de cada capítulo que remite
a las principales lecturas disponibles.
La estructura del manual se explica mejor a la luz de los contenidos típicos del
derecho administrativo general (§§ 43 y ss.). Tras un título introductorio destina-
do al concepto mismo del derecho administrativo, se divide en tres grandes partes,
relativas a los sujetos del derecho administrativo, la actuación administrativa y
el control de la administración. Cada parte se divide en títulos, que contienen
unidades temáticas que se bastan a sí mismas. Los dos títulos de la primera parte,
sobre los sujetos del derecho administrativo, conciernen a la administración del
Estado en perspectiva organizacional (esto es, a la organización de la administra-
ción del Estado) y a los funcionarios públicos (es decir, el régimen de la función
pública). La segunda parte, sobre la actuación administrativa, consta de cuatro
títulos, referidos al principio de legalidad, el acto administrativo, el procedimien-
to administrativo y la contratación administrativa. La tercera parte, por último,
tiene cuatro títulos en que se analizan la noción misma de control administrativo,
la Contraloría General de la República (que es la singularidad más notoria del
derecho administrativo chileno), el control judicial y, en fin, la responsabilidad
del Estado.
Las materias abordadas en el manual por cierto no dan cuenta de la totalidad
del derecho administrativo. Nuevamente, aquí mi historia personal ha sido deter-
minante en el contenido del trabajo. El primer curso que me correspondió impar-
tir se denominaba “Contrato administrativo y responsabilidad del Estado”, pero
para llegar a esas honduras asumí que era indispensable pasar por el núcleo duro
del derecho administrativo, que está compuesto por la teoría del acto administra-
tivo y de su control de legalidad. De hecho, me costó un par de años incorporar
Prefacio 27

al programa de mi curso explicaciones sobre la organización administrativa y la


función pública que fuesen consistentes con mis concepciones del ramo. Hoy día
esas materias son de las primeras del manual, por su precedencia lógica respecto
de las demás; pero admito que se los podría ordenar de un modo diferente. Pa-
radójicamente, los títulos menos desarrollados del libro son justamente los de la
contratación administrativa y la responsabilidad del Estado; en verdad se trata de
materias importantísimas, que tienen en sí mismas mucha ciencia, que no cabría
en el marco elemental que he impuesto a este manual. Además, en lo que debería
ser una prolongación de este trabajo, estoy preparando un manual sobre la res-
ponsabilidad del Estado y pienso hacer lo mismo con otro sobre la contratación
administrativa, que deberían estar en condiciones de publicarse dentro los próxi-
mos años. El manual no aborda aspectos que en el derecho español se engloban
bajo la rúbrica “actividad material de la administración”, y que corresponden
grosso modo a las actividades de policía y servicio público, que hoy día aparecen
confundidas bajo la noción de regulación. Me parece que la enseñanza de estas
cuestiones requiere conocer previamente los aspectos centrales de la mecánica del
funcionamiento de la administración, asociados a la noción de acto administra-
tivo y a su control. Tampoco se incluye nada relativo al derecho público de los
bienes, que es un universo en sí mismo, dominado por especialidades disciplinares
(como el derecho minero o el de aguas), que no cabrían fácilmente aquí; tal vez en
ediciones posteriores se pueda enriquecer el manual con algo de eso.
Este trabajo es fundamentalmente fruto de mis reflexiones en la experiencia de
la enseñanza universitaria. Sin embargo, tengo ante todo la obligación de agrade-
cer a muchos de mis ayudantes, estupendos jóvenes juristas formados en la UAI,
que colaboraron con entusiasmo en este proyecto en sus distintas fases. Entre
varios otros, estoy especialmente agradecido de Tomás Blake, Agustín Martorell,
Nicolás González, Jorge Rodillo, David Bortnick, Rocío Lingua, Ignacia Abalos,
Javier Saavedra, Juan Francisco Sánchez, Tomás Mendoza y Nicolás del Fierro.
Agradezco también al equipo de derecho público del antiguo estudio Barros Lete-
lier & González, sobre el que me correspondió ejercer una especie rara de tutela,
integrado por Alberto Barros, Rocío Lingua y Andrea Martínez, y quienes hoy
son mis socios (y grandes amigos), Tomás Blake y Patricia Miranda; este trabajo
se nutre en muy gran medida de la experiencia profesional que vivimos juntos,
las reflexiones que compartimos y las buenas y malas decisiones que tomamos o
impulsamos a otros a tomar. Por cierto, también agradezco a Enrique Barros, una
de las mentes más lúcidas que he conocido, que fue mi profesor de derecho civil y
uno de los mayores responsables de que el derecho fuese un objeto de interés para
mí. Agradezco a mi profesor de derecho administrativo, Eduardo Soto Kloss, que
me inoculó el gusto por esta disciplina; supongo que es inevitable que en varios
aspectos este texto sea tributario de sus enseñanzas, aunque en muchos más mi
28 Prefacio

proceso personal de maduración sin duda me haya conducido hacia otros derrote-
ros. Hoy integro una comunidad particularmente rica de profesores relativamente
jóvenes de derecho administrativo que están (estamos) renovando la enseñanza
de la materia; del intercambio de ideas entre esta comunidad, del que este trabajo
también da cuenta, sólo puedo estar agradecido. Sin duda por razones afectivas,
pienso especialmente en Raúl Letelier, Matías Guiloff, Luis Cordero y Juan Carlos
Ferrada. Por último, por muchas razones, agradezco a Francia.
Sumario

Introducción. El derecho administrativo

Primera parte. Los sujetos del derecho administrativo


Título I. La administración del estado como complejo organizacional

Título II. El personal de la administración del estado

Segunda parte. Las actuaciones de la administración


Título I. El principio de legalidad

Título II. El acto administrativo

Título III. El procedimiento administrativo

Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa

Tercera parte. El control de la administración


Título I. Una teoría del control de la administración

Título II. El control por la contraloría general de la república

Título III. El control judicial

Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública


Introducción
El derecho administrativo

1. El derecho administrativo es el derecho de la administración del Estado, aun-


que su definición encierra elementos más complejos (capítulo 1). Su contenido típi-
co (capítulo 2) deja ver su fuerte carácter político (capítulo 3). El derecho adminis-
trativo es un derecho complejo, tanto por su contenido como por su configuración
formal (capítulo 4). Para aprehender sus contornos, en el estadio preliminar a que
conduce cualquier introducción, es útil revisar su estructura básica (capítulo 5).

Capítulo 1
Definición del derecho administrativo
2. Del modo más sintético posible, el derecho administrativo puede concebirse
como el derecho propio de la administración del Estado.
A pesar de su apariencia, tal definición está lejos de ser sencilla. El derecho
administrativo es una disciplina compleja, sobre todo por su incidencia política
(en otros términos, porque la política no se deja aprehender fácilmente por el
derecho). En términos conceptuales, tal definición se construye a partir del objeto
de la disciplina, esto es, la administración del Estado, que tampoco es una noción
sencilla (párrafo 1). El ámbito de aplicación del derecho administrativo depende
precisamente de esa última noción (párrafo 2). Por último, la definición del dere-
cho administrativo debe tener en cuenta también algunos de sus rasgos diferen-
ciales frente a otras disciplinas jurídicas (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. OBJETO DE LA DISCIPLINA


3. Afirmar que el derecho administrativo es el derecho de la administración del
Estado sólo desplaza la pregunta sobre su identidad: ¿qué es la administración del
Estado? La idea de administración es ambivalente, pues evoca tanto una actividad
como un sujeto. Anticipando las conclusiones de la reflexión que sigue, convie-
ne tener en mente desde el inicio que el concepto funcional de administración
(sección 1) no es muy operativo, a diferencia de lo que ocurre con un concepto
orgánico (o subjetivo) de administración. Eso es lo que explica (al menos, para
estos efectos) que el derecho administrativo sea el derecho de la administración
del Estado entendida en términos orgánicos (sección 2).
32 José Miguel Valdivia

Sección 1. La administración en perspectiva funcional

(a) La administración frente a otros poderes del Estado


4. Es casi un lugar común contraponer la administración a la jurisdicción y la
legislación en el plano de las principales funciones del Estado. Los conceptos se
vinculan con la doctrina de la separación de poderes, que pretendió radicar de-
terminadas funciones estatales, más o menos confundidas en manos del monarca
bajo el antiguo régimen, en cuerpos orgánicos independientes entre sí. Mientras
la legislación fue radicada en asambleas deliberantes (los parlamentos), y la ju-
risdicción en los tribunales, ¿de qué manera se ocupó esa doctrina de la adminis-
tración? En verdad, las doctrinas sobre la separación de poderes no aludían a la
administración, sino que se referían a la idea de “ejecución” de la ley y de “poder
ejecutivo”. La expresión “administración”, con antecedentes medievales eclesiás-
ticos, había venido siendo empleada como equivalente a burocracia desde el siglo
XVIII y bajo la Revolución francesa fue profusamente utilizada como sinónimo
del poder ejecutivo.
Ahora bien, la fisonomía del poder ejecutivo no fue la preocupación central
de esas doctrinas, que estaban mucho más preocupadas de extraer de manos del
monarca aquello que parecía más abusivo y, correlativamente, de dar protagonis-
mo político al pueblo. De aquí se explica el carácter residual del poder ejecutivo:
todo aquello que, conforme al modelo analítico de la separación de poderes, no
correspondía ni a los jueces ni al parlamento, quedó definitivamente entregado al
poder ejecutivo. A lo largo de los siglos XIX y XX, ese fondo residual se ha ido in-
crementando con más y más funciones: control del orden público, ejército, obras
públicas, hospitales, colegios, control de mercados, medio ambiente, etcétera.

(b) Sustantividad de la noción


5. La simplicidad de la idea de ejecución de la ley, expresiva de una función
subalterna con respecto a la definición de las reglas fundamentales (radicadas en
el legislativo), no da cuenta del aspecto multiforme de los objetivos que, con ese
carácter residual, asume la administración. La administración construye caminos,
provee atención médica, autoriza a los ciudadanos a conducir vehículos moto-
rizados, regula la operación de empresas de telefonía, etcétera. En un esquema
muy elemental, puede intentarse agrupar estas distintas funciones en dos grandes
categorías: función de policía, aquella que concierne al control de la actividad
privada por razones grosso modo de orden público, y función de servicio público,
consistente en la satisfacción inmediata de necesidades públicas. Pero, más allá de
esa u otras clasificaciones, ¿cuál es la unidad del concepto?
Introducción 33

A partir del aspecto residual de las tareas del ejecutivo, una importante línea
del pensamiento jurídico pretende que la función administrativa sólo puede des-
cribirse en términos negativos, como aquello que no es legislación ni jurisdicción
(asumiendo que estas dos nociones son más fácilmente identificables). Este cri-
terio es en cierto modo consistente con una perspectiva orgánica: administrar es
aquello que hace la administración orgánicamente considerada. Por eso, tiene la
ventaja de captar la totalidad de actividades que despliega en la práctica la admi-
nistración. Pero, en cuanto es puramente negativo, el criterio importa renunciar a
formular una definición sustantiva de la administración.
En contraste, una definición positiva de la administración asume como propio
de ella la gestión de los asuntos públicos mediante actos concretos de ejecución
de la ley, ya sean jurídicos o puramente materiales. Esta idea marca una diferencia
importante entre la función administrativa y la función legislativa, pues mientras
esta última supone idealmente plantear reglas generales y abstractas, la primera
las concretiza en función de las circunstancias de cada caso. Con respecto a la
jurisdicción, que también supone ejecución concreta de la ley, la administración se
distingue por otras razones. Ciertamente el funcionamiento de una oficina admi-
nistrativa no guarda mucho parecido con el de un tribunal. Por lo común, éste só-
lo actúa cuando las partes requieren su intervención, mientras la administración
desempeña sus tareas de oficio; pero ese modo de actuar da cuenta del papel de la
administración como agente activo de transformación de la sociedad. Ocurre que
la administración tiene cometidos más o menos inmediatos de interés público, lo
que muestra que persigue fines utilitarios; en este punto se distancia de la justicia,
que ejecuta la ley (o, al menos, eso se espera) con prescindencia de las consecuen-
cias que pueda traer. En suma, la administración ejecuta concretamente la ley en
vistas a alcanzar el interés general.

(c) Especificidad de la noción


6. Para aprehender los contornos y límites de la administración es importante
tomar conciencia del carácter aproximativo de la idea de separación de poderes;
de hecho, las varias doctrinas que han pretendido explicarla no son uniformes, y
los regímenes políticos a que han dado lugar no son plenamente consistentes en-
tre sí. ¿Se trata de separar funciones en órganos distintos o, más bien, de separar
órganos dotados de competencias específicas? El matiz es importante, en lo que
aquí interesa, como lo muestran dos series de problemas.
Ante todo, la manera en que la separación de poderes se concretiza (al me-
nos, en derecho chileno) no excluye que ciertas actividades materialmente admi-
nistrativas se sitúen fuera de los organismos de la administración. El Congreso
34 José Miguel Valdivia

Nacional dispone de instituciones propias que cumplen funciones distintas de la


elaboración de la ley: por ejemplo, tiene asesores, una biblioteca, cocina, comedo-
res y hasta peluquería, reparticiones que obviamente no legislan y que, por como-
didad, podrían considerarse oficinas administrativas del Congreso. Igualmente, el
Poder Judicial tiene entre sus funciones el control disciplinario de sus integrantes,
y también se hace cargo de la gestión de su infraestructura y equipos (mediante
la elocuentemente denominada Corporación Administrativa del Poder Judicial,
que está integrada dentro del aparato judicial); sin duda estas tareas no suponen
ejercicio de la jurisdicción, sino más bien tareas materialmente administrativas.
Los ejemplos mencionados corresponden a funciones vecinas de la administración
entendida en sentido material. La doctrina entiende pacíficamente que estas áreas
están fuera del derecho administrativo, lo que resguarda la identidad de las tareas
principales que cumplen tanto el parlamento como los tribunales. Aunque esas
materias se rigen por reglas específicas y no (directamente) por el derecho admi-
nistrativo, a falta de reglas pueden aplicárseles principios más generales de dere-
cho público (frecuentemente inspirados en criterios del derecho administrativo).
Inversamente, al interior de la administración es posible advertir la presencia
de funciones que no corresponden exactamente a la idea de función administrati-
va. En efecto, más allá de las funciones que incumben al Gobierno en la formación
de las leyes, a la autoridad administrativa corresponde dictar reglas generales y
abstractas que desarrollen mandatos legales, en ejercicio de la potestad reglamen-
taria o de otras potestades normativas; esta función es materialmente análoga a la
legislativa, pero está confiada a la autoridad administrativa. Algo similar ocurre
en los casos en que órganos administrativos se ven investidos de atribuciones
jurisdiccionales (como hasta hace poco ocurría materia tributaria y aduanera, y
como parece subsistir en otros ámbitos, p. ej., el de telecomunicaciones) o cua-
si-jurisdiccionales, marcadas por la resolución de disputas entre privados (como
ocurre con varias superintendencias). Aunque parece muy cuestionable que la
administración ejerza funciones jurisdiccionales –entre otras razones, porque no
provee de las garantías de imparcialidad, debido proceso ni estabilidad asociada a
la cosa juzgada– la jurisprudencia constitucional no ha puesto obstáculos al otor-
gamiento de este tipo de atribuciones a la administración (v., entre otras, TC, 26
de marzo de 2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario,
Rol 681). Por cierto, el régimen jurídico de esas actividades extra-administrativas
presenta singularidades que dificultan la aplicación de algunos principios o reglas
del derecho administrativo; éste se aplica en forma matizada en estos terrenos.
En alguna medida, esta aparente superposición de funciones se explica por la dis-
tinta consistencia de las tareas confiadas a los tres principales grupos de órganos de-
positarios del poder. Mientras la legislación y la jurisdicción son necesariamente fun-
ciones jurídicas (esto es, se traducen siempre en pronunciamientos sujetos a la lógica
Introducción 35

formal del derecho: leyes y sentencias), la administración actúa en terreno tanto con
medios jurídicos como materiales. El concepto funcional de administración no está en
el mismo plano que el de legislación o jurisdicción. Por eso, es natural que surjan estas
situaciones aparentemente inconsistentes en que, para que la administración cumpla
sus tareas concretas, debe recurrir a técnicas semejantes a legislar y juzgar.
Por cierto, el régimen constitucional puede prever límites que precavan tensiones
institucionales. En principio, la ley puede confiar a la administración cualquier tipo
de tareas, salvo que transgreda esos límites. La distribución de competencias entre
el legislador y la administración está dominada por el concepto de reserva de ley: en
principio, la administración no puede adoptar reglamentos que fijen reglas prima-
rias en materias de ley, aunque sí puede adoptar normas secundarias o de desarrollo
en esas materias; este esquema relativamente sencillo se ha visto complejizado por
el reconocimiento de una potestad reglamentaria autónoma (en que el constituyente
confía al ejecutivo precisamente la iniciativa para establecer normas primarias, sin
mediar ley previa). Entre los tribunales y la administración los límites son menos se-
guros, porque no es fácilmente identificable algo parecido a una reserva de jurisdic-
ción, a pesar de que la Constitución impide al ejecutivo “ejercer funciones judicia-
les” (art. 76). Si tales funciones se ejercen mediante procesos destinados a concluir
en sentencias susceptibles de adquirir fuerza y autoridad de cosa juzgada, el riesgo
de superposición de funciones es relativamente débil, porque la administración ac-
túa de otro modo (con procedimientos y actos de distinto valor). Sin embargo, en el
último tiempo la jurisprudencia constitucional ha mostrado algunas inconsistencias
en este ámbito, con el propósito de censurar ciertas iniciativas de ley que fortalecían
algunas potestades administrativas (el mejor –o peor– ejemplo, TC, 18 de enero de
2018, Reforma al Servicio Nacional del Consumidor, Rol 4012-2017).
En suma, en el régimen institucional chileno el criterio de las funciones estata-
les no parece ser una guía muy útil para deslindar el campo del derecho adminis-
trativo. La separación de poderes se cristaliza en forma aproximativa, radicando
en órganos separados del ejecutivo ciertas funciones generales, con una serie de
funciones conexas (la legislación y la jurisdicción, con sus actividades complemen-
tarias, en el parlamento y los tribunales agrupados en el Poder Judicial). Respecto
de la administración, la idea de función tampoco identifica de modo inequívoco
lo que ésta hace, lo que posiblemente se explica por el carácter residual que desde
un inicio han tenido los cometidos que se le han confiado.

(d) El problema de la función de gobierno


7. Algunas tradiciones comparadas pretenden que al interior del poder ejecu-
tivo cabría distinguir aun dos categorías de funciones: el gobierno y la adminis-
36 José Miguel Valdivia

tración. En términos generales, mientras el gobierno formula la política, la ad-


ministración la pone en práctica. La distinción es persuasiva en el plano político
y probablemente tenga alguna proyección legal relevante (p. ej., en materia de
personal), pero darle valor jurídico con carácter general es mucho más complejo.
En el régimen presidencial chileno, la Constitución asigna al Presidente de la
República la administración: “El gobierno y la administración del Estado corres-
ponden al Presidente de la República, quien es el Jefe del Estado” (art. 24, inc.
1). Orgánicamente, pues, las autoridades de gobierno son también autoridades
administrativas. Funcionalmente, además, las decisiones del gobierno también se
plasman en actos sujetos a las reglas del derecho administrativo general. Aun-
que los llamados actos de gobierno puedan recibir un tratamiento especial (en
el derecho comparado se afirma que no estarían íntegramente sujetos al derecho
administrativo, sobre todo en cuanto a los controles), en general el gobierno está
estrechamente unido a la administración, lo que dificulta formular una distinción
categórica entre ambos.

Sección 2. La administración en clave orgánica

(a) Ventajas de una noción orgánica de la administración


8. Como se acaba de revisar, un enfoque meramente funcional de la adminis-
tración plantea numerosas interrogantes, que afectan no solo a la función admi-
nistrativa sino también a los de los demás poderes públicos. En razón de esa incer-
tidumbre, parece preferible explorar un enfoque orgánico de la administración,
que ofrece respuestas más seguras.
En verdad, dado que no hay una única actividad administrativa, el concepto
de administración relevante para la definición del derecho administrativo debe
poseer una neutralidad que permita cubrir todo tipo de tareas. Esa neutralidad
es consistente con un enfoque orgánico: cualquier tarea que la ley asigne a la
administración está cubierta por el derecho administrativo (sin perjuicio de los lí-
mites constitucionales). Así se entiende también el carácter expansivo del derecho
administrativo, susceptible de absorber parcelas significativas de otras disciplinas
jurídicas, “administrativizándolas”.
Por lo demás, el derecho administrativo no sólo se ocupa del funcionamiento
de la administración. Al contrario, el ámbito de acción de esta rama del derecho
recubre prácticamente todos los aspectos de interés de la administración en senti-
do orgánico, varios de los cuales no tienen proyección inmediata en los ciudada-
nos. La configuración orgánica de las instituciones administrativas, el régimen de
personal de sus empleados, los medios financieros con que cuentan, por ejemplo,
Introducción 37

son también terrenos típicos del derecho administrativo difícilmente identificables


con la idea de función administrativa. Para estos efectos, la administración se en-
tiende mucho mejor como institución o aparato institucional.

(b) Recepción positiva de la noción orgánica de la administración


9. Según reza la Ley 18.575, de Bases Generales de la Administración del Estado:
“La Administración del Estado estará constituida por los Ministerios, las Intendencias,
las Gobernaciones y los órganos y servicios públicos creados para el cumplimiento de la
función administrativa, incluidos la Contraloría General de la República, el Banco Central,
las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública, los Gobiernos Regiona-
les, las Municipalidades y las empresas públicas creadas por ley” (art. 1, inc. 2).
Varios otros textos legales de importancia siguen un método similar. Por de
pronto, la Ley de transparencia de la función pública y acceso a la información
de la administración del Estado (contenida en la Ley 20.285, de acceso a la infor-
mación pública) se remite íntegramente al concepto de administración del Estado
antes referido (art. 1, N° 5). En materia contractual, la Ley 19.886, de bases sobre
contratos administrativos de suministro y prestación de servicios, entiende por ad-
ministración del Estado, para circunscribir el ámbito de aplicación de esa ley, a
“los órganos y servicios indicados en el artículo 1° de la ley N° 18.575, salvo las
empresas públicas creadas por ley y demás casos que señale la ley” (art. 1, inc. 2).
En fin, la Ley 19.880, de bases de los procedimientos administrativos que rigen los
actos de los órganos de la administración del Estado, también concibe a la adminis-
tración, para precisar el ámbito de aplicación de esa ley, como el siguiente conjunto
de órganos y organismos: “los ministerios, las intendencias, las gobernaciones y los
servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa” y “la
Contraloría General de la República, a las Fuerzas Armadas y a las Fuerzas de Or-
den y Seguridad Pública, a los gobiernos regionales y a las municipalidades” (art. 2).
A la luz de estos textos, el concepto positivo de derecho administrativo, útil
para determinar el radio de acción de esta disciplina o de algunos de los cuerpos
legales que la estructuran, se entiende conformado por un conjunto de institucio-
nes organizadas por la ley. La base del derecho administrativo chileno es, pues,
fundamentalmente orgánica.

PÁRRAFO 2. CARÁCTER ESTATUTARIO


DEL DERECHO ADMINISTRATIVO
10. La aplicación del derecho administrativo depende de la concurrencia de un
tipo determinado de sujetos de derecho (las instituciones integrantes de la admi-
38 José Miguel Valdivia

nistración). En otras palabras, la presencia de la administración en cualesquiera


relaciones jurídicas en que participe determina la aplicación del derecho adminis-
trativo, en mayor o menor medida.
Inversamente, el derecho administrativo no se aplica en presencia de partes
que no son instituciones administrativas. En las relaciones que se forman entre
privados no tiene lugar el derecho administrativo. Esta afirmación deja algunas
preguntas abiertas: el control disciplinario que ejercen los colegios profesionales
sobre sus integrantes ¿es una actividad privada o pública? Algunos ordenamien-
tos han reconocido abiertamente su carácter público, entendiendo que las órdenes
o colegios profesionales son organismos de derecho público. La pregunta más
compleja se refiere a las relaciones entre un concesionario de servicios públicos y
un usuario, ambos agentes privados; la respuesta canónica afirma la aplicación
del derecho privado, pero numerosas reglas especiales imprimen a este tipo de
relaciones una lógica regulativa ajena a la sustancia prioritariamente conmutativa
del derecho privado.
Como se advierte, el derecho administrativo no recibe aplicación en razón de
la naturaleza o caracteres de ciertas situaciones, sino en consideración a la par-
ticipación en ellas de un sujeto determinado (un organismo administrativo). Por
eso se afirma que tiene carácter estatutario. Este es un rasgo distintivo de ciertas
ramas del derecho, que no son de aplicación general e incondicionada a todo tipo
de personas en función de la naturaleza de la situación, sino que supone un status
personal.

PÁRRAFO 3. ESPECIFICIDAD DE LA DISCIPLINA


11. La organización y el funcionamiento de la administración están sujetos a
múltiples reglas, de muy distinto origen. Se denomina derecho administrativo al
derecho específicamente aplicable a la administración, en cuanto administración.
En otros términos, el derecho administrativo se compone de aquellos principios
y reglas concebidos en forma especial para la administración y que difieren, en
mayor o menor medida, de las soluciones que para situaciones semejantes prevén
otras disciplinas jurídicas.
Prácticamente en todos los regímenes comparados la administración está suje-
ta, en algún grado, a reglas provenientes del derecho privado (sección única); en
tanto esas reglas son susceptibles de aplicarse a sujetos distintos de la administra-
ción (típicamente, a personas privadas), aunque se extiendan a la administración
esas reglas no forman parte del derecho administrativo.
Introducción 39

Sección única. El derecho privado de la administración


12. Según lo expuesto, junto al derecho administrativo aparece un derecho
privado de la administración (que, de todas maneras, tiene mucha relevancia para
el derecho administrativo).
El recurso al derecho privado como parámetro de regulación de la organi-
zación o el funcionamiento de la administración puede tener algunas ventajas.
Mientras el derecho administrativo contempla una serie de restricciones a la ges-
tión de los asuntos públicos (principio de legalidad, controles especiales, contra-
tación mediada por licitaciones u otros procedimientos formales, autorizaciones
presupuestarias, límites al endeudamiento, etc.), el derecho privado se caracteri-
za por una mayor flexibilidad. A priori, someter a la administración al derecho
privado propende a una mayor eficiencia en su funcionamiento. Sin embargo,
el fenómeno es cuestionado por la doctrina comparada, estigmatizándolo como
la “huida del derecho administrativo”. Se lo estima riesgoso porque reduce los
controles a que está sujeta la administración, atenúa la vigencia del principio del
Estado de Derecho y va contra la idea de que el poder tiene límites. Por cierto,
aquellas restricciones de derecho público de origen constitucional no pueden ser
transgredidas por la ley.
En cualquier caso, para el derecho chileno son de particular importancia los
siguientes ámbitos del derecho privado de la administración.

(a) Contratación pública


13. Según la doctrina, ciertos contratos de los organismos públicos se someten
en todo (salvo su formación) a las reglas aplicables a los contratos privados y se
rigen por el derecho privado. Los llaman contratos privados de la administración,
por oposición a los contratos administrativos, sujetos al derecho administrativo.
No debe excluirse la procedencia de este tipo de contratos privados, aunque los
contratos más significativos que celebra la administración se encuentran regidos
por textos especiales de derecho público. Las adquisiciones, en particular, se cana-
lizan usualmente mediante contratos de suministro sujetos a una ley especial, la
Ley 19.886, de bases sobre contratos administrativos de suministro y prestación
de servicios.
Esta misma ley no excluye la aplicación del derecho privado en la ejecución de
los contratos, conforme a un orden de prelación definido:
“Los contratos que celebre la Administración del Estado, a título oneroso, para el
suministro de bienes muebles, y de los servicios que se requieran para el desarrollo de
sus funciones, se ajustarán a las normas y principios del presente cuerpo legal y de su
40 José Miguel Valdivia

reglamentación. Supletoriamente, se les aplicarán las normas de Derecho Público y, en


defecto de aquéllas, las normas del Derecho Privado” (Ley 19.886, art. 1).

Esta previsión normativa, tendiente a la aplicación supletoria del derecho civil


o comercial de los contratos al derecho administrativo asegura cierta unidad en
el régimen jurídico de la contratación. Por lo mismo, el criterio seguido por esta
regla parece extensible también a otros contratos administrativos.

(b) Régimen de bienes


14. Diversos regímenes comparados que siguen la teoría del dominio público
contemplan un dominio privado del Estado, propiedad que se rige enteramen-
te por el derecho privado. Como los bienes del dominio privado son residuales
frente a los del dominio público, el campo de aplicación del derecho privado en
la gestión dominical del Estado y otras personas públicas es extraordinariamente
amplio.
En el derecho chileno, conforme a antiguas reglas del Código Civil, los bienes
nacionales o del Estado entran en dos categorías: si están afectos al uso público de
los habitantes son bienes nacionales de uso público y, si no lo están, bienes fiscales
(arts. 589 y ss.). La doctrina tradicional ha entendido que los bienes fiscales son
de propiedad privada del Estado y que su gestión se rige por el derecho privado.
Ahora bien, la materia precisa está regulada por el DL 1939, de 1977, que fija
normas sobre adquisición, administración y disposición de bienes del Estado, cu-
ya lógica regulativa está impregnada de consideraciones de interés público: nunca
se trata de puro derecho privado. Esta matriz analítica vale, mutatis mutandis y
sin perjuicio de varias reglas especiales, para el régimen de bienes de organismos
públicos distintos del Estado (p. ej., las municipalidades).

(c) El Estado empresario


15. El Estado desarrolla actividades económicas con diversas herramientas,
agrupadas grosso modo en la categoría del Estado empresario. Las actividades
de las empresas públicas y demás sociedades en que el Estado tenga participación
están sujetas, por imperativo constitucional (art. 19 N° 21), al “derecho común”.
Tratándose de actividades comerciales o industriales, el derecho común es el dere-
cho privado. En el fondo, la regla constitucional supone que, si la administración
va a participar en el mercado, debe competir con igualdad de oportunidades que
los demás agentes del mismo mercado (esto es, empresas privadas), sin privilegios
especiales.
Introducción 41

(d) La organización administrativa


16. Por último, la ley puede autorizar al Estado o a sus organismos a crear por
sí mismos nuevos organismos o instituciones, conforme a los mecanismos típicos
de derecho privado. Puede tratarse de empresas lucrativas (llamadas sociedades
del Estado) o de personas jurídicas sin fines de lucro (corporaciones o fundacio-
nes del Estado). Estas instituciones, en cuanto no han sido creadas por la ley, no
integran formalmente la administración del Estado, aunque es inequívoco que
colaboran con ella en la consecución de fines de interés público.
La particularidad de estas instituciones reside en que una vez creadas se desen-
vuelven en el medio jurídico como personas privadas. Respecto de las sociedades
del Estado, su régimen es el del Estado empresario; respecto de las corporaciones
o fundaciones, sin necesidad de previsiones normativas explícitas, el régimen co-
mún de derecho privado. El caso más típico es el de la Conaf, Corporación Nacio-
nal Forestal que está constituida como corporación de derecho privado.

Capítulo 2
Contenido del derecho administrativo
17. ¿Puede describirse en pocas páginas el contenido sustantivo del derecho
administrativo?
La cuestión es pretenciosa y cualquier respuesta, probablemente muy incom-
pleta. Además, el contenido del derecho administrativo depende en buena parte
de criterios de justicia material provenientes de otras disciplinas (como los que
rigen en los ámbitos de acción que la administración opera). En un estadio tan
inicial de la enseñanza del derecho administrativo, sólo pueden apuntarse algunas
orientaciones muy generales, agrupadas en torno a tres polos. El derecho admi-
nistrativo propende a la satisfacción de necesidades públicas, lo cual corresponde
a un objetivo de servicio público (párrafo 1); para tal efecto, afianza la autoridad
de los órganos administrativos (párrafo 2); por último, en consideración a la im-
portancia del ciudadano, institucionaliza medios de control del poder (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. LA ADMINISTRACIÓN
Y LA IDEA DE SERVICIO PÚBLICO
18. El Estado moderno tiene por finalidad la satisfacción de necesidades colec-
tivas. Esta idea, con raíz en la noción premoderna de bien común, se canaliza en
derecho moderno en el concepto de interés general, que es definido por el Pueblo
42 José Miguel Valdivia

soberano. De aquí que la administración del Estado no persiga fines propios, sino
necesariamente fines ajenos, de la ciudadanía. La administración está, en conse-
cuencia, al servicio de la ciudadanía.
Aunque los antecedentes de esta concepción son antiguos (tan antiguos como
la política o el Estado), recibió su más amplio desarrollo dogmático-jurídico en
la doctrina francesa del servicio público. En esa escuela (cuyo origen se atribuye
a Léon Duguit), el Estado en su conjunto llegó ser entendido como una red de
servicios públicos, vale decir, de instituciones orientadas hacia la satisfacción de
las necesidades públicas. El predominio que por largo tiempo tuvo la teoría del
servicio público logró dar una justificación al menos retórica a las singularidades
del régimen jurídico del poder.
Es inequívoco que los objetivos institucionales de los órganos administrativos
están concebidos para servir las necesidades del pueblo. Ahora bien, aunque pue-
de haber algo contingente en estas misiones (porque son fruto de opciones políti-
cas de la comunidad, que pueden evolucionar), el derecho administrativo genera
órganos y modos de acción que son estructuralmente funcionales a estas misiones.

(a) La organización administrativa y el servicio público


19. Ante todo, la arquitectura organizacional de la administración pública,
que es diseñada por el derecho administrativo, está concebida de modo de servir
a esos objetivos de servicio público.
No es casual que en la práctica legal chilena la unidad organizativa básica de
la administración sea designada precisamente como “servicio público” (LOCB-
GAE, art. 38). Esta expresión idiomática, aunque seguramente impropia, es muy
elocuente: en términos materiales, el servicio público es una actividad de interés
general desplegada conforme al derecho público por una institución estatal, pero
su identificación con esa institución es tan fuerte que en términos orgánicos esa
misma institución pasa a denominarse servicio público.
Además, los modos de relación de los órganos administrativos entre sí tam-
bién se justifican por su idoneidad para servir al interés general. La distribución
de competencias entre ellos se explica usualmente por razones de especialización,
que se reputa propender a la mejor atención de las necesidades públicas. Ahora
bien, la vigencia de los principios de coordinación y de unidad de acción, relevan-
tes en caso de competencias concurrentes o colindantes, da cuenta de que las com-
petencias exclusivas no son atributos personales del órgano, sino instrumentos de
servicio. En algunos ámbitos (por ejemplo, el de las relaciones entre organismos
con competencias territoriales, como las municipalidades), rigen específicos prin-
Introducción 43

cipios de solidaridad, que son expresivos de las finalidades de bienestar social que
animan a las técnicas del derecho administrativo.

(b) Los medios del servicio público


20. En seguida, las misiones de servicio público a que están orientados los or-
ganismos administrativos determinan también las notas jurídicas del régimen de
los medios con que cuentan (fundamentalmente, personal y bienes).
El régimen de la función pública (es decir, del personal de la administración)
está dominado por la pretensión de poner a disposición de la administración un
cuerpo de recursos humanos permanentes y estables.
Los bienes, por su parte, se entienden usualmente afectados al servicio público,
y por eso el ordenamiento los deja, en mayor o menor medida, fuera del comercio
(conforme a la teoría del dominio público).

(c) La legalidad y el servicio público


21. En comparación con el régimen jurídico político del antiguo régimen, el
derecho administrativo moderno introdujo cambios sustanciales, que contribuye-
ron a “civilizar” al poder. Éste ya no puede concebirse como atributo personal de
los gobernantes, sino como una función de éstos, función de naturaleza vicaria o
comisaria, consistente en ejecutar los mandatos del Pueblo. Por eso, la administra-
ción está por definición misma al servicio del interés general.
Viendo más lejos, y mucho más allá de sus manifestaciones específicas, la idea
de servicio público (o su versión diluida, la noción empleada por alguna doctrina
chilena de “servicialidad”) se muestra como la dimensión material del principio
de legalidad. Aunque usualmente se percibe a la legalidad como un marco rígido
que limita o condiciona a la administración, no debe olvidarse que el ordenamien-
to empodera a la administración, porque subentiende valioso que esta actúe en
determinado ámbito, al servicio del interés general.

(d) La probidad pública


22. La idea de servicio irriga también el conjunto de deberes que pesan sobre
los funcionarios administrativos y que hoy por hoy se identifican con la probidad
pública.
Este principio es uno de los motores del desarrollo reciente del derecho ad-
ministrativo chileno. Recogido a nivel constitucional y legal como imperativo
44 José Miguel Valdivia

exigible de todo tipo de agente estatal, la probidad pública se entiende como el


deber de observar una conducta pública intachable y un desempeño honesto y
leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular
(LOCBGAE, art. 52, inc. 2). Así, la probidad aparece como la traducción jurídica
de la “ética del servicio público”.

PÁRRAFO 2. EL DERECHO ADMINISTRATIVO


Y EL AFIANZAMIENTO DE LA AUTORIDAD
23. Porque la administración persigue fines de interés general, el derecho la
habilita con potestades que no guardan proporción con las posiciones jurídicas
comúnmente reconocidas a los individuos (a menudo calificadas como potestades
exorbitantes, en cuanto están fuera de la órbita del derecho privado). Las potes-
tades públicas permiten a la administración materializar las orientaciones de ser-
vicio público a que está destinada, incluso imponiéndolas por la fuerza. En buena
medida, el derecho administrativo es un derecho autoritario, como se muestra al
menos en tres dimensiones muy relevantes.

(a) La doctrina del acto administrativo


24. Los modos de acción de la administración se reconducen característica-
mente al acto administrativo, que es –por lo general– un acto unilateral.
A diferencia de lo que ocurre en el universo del derecho privado, en que los agen-
tes (a priori iguales entre sí y, por tanto, desprovistos de poder de dominación de
unos sobre otros) deben coordinarse voluntariamente, en el derecho administrativo
la administración actúa unilateralmente. Si el paradigma del negocio jurídico del
derecho privado es el contrato, su equivalente en el derecho administrativo es el
acto administrativo unilateral. La teoría del acto administrativo, que ocupa un lugar
central en la enseñanza del derecho administrativo, se articula en torno a los poderes
excepcionales con que la administración está investida para decidir y ejecutar sus
decisiones, sin necesidad de ponerse de acuerdo con los destinatarios de su acción.

(b) La contratación administrativa


25. De un modo similar se estructura la teoría de los contratos administrativos.
Aunque no está excluido que la administración se comprometa mediante contra-
tos de derecho privado, la singularidad de la contratación administrativa reside
precisamente en su exorbitancia, vale decir, en los rasgos excepcionales que posee
Introducción 45

respecto de la contratación privada. La excepcionalidad de la contratación admi-


nistrativa se muestra especialmente en aquellas prerrogativas de acción unilateral
reconocidas a la administración para incidir en la vida del contrato sin recabar
el acuerdo de su contraparte — por ejemplo, para modificarlo o ponerle término.
El contrato administrativo, aunque de origen convencional, es un contrato
muy desigual, porque está concebido para que la administración alcance eficaz-
mente los fines de interés general que se propone perseguir.

(c) La jerarquía administrativa


26. En fin, en el plano organizacional (y su corolario inmediato, la gestión del per-
sonal), las estructuras administrativas están concebidas en torno al principio jerárqui-
co, que asume en el jefe un conjunto de poderes (de mando y disciplina, entre otros)
que le aseguran un predominio funcional a una dirección eficaz de la institución.

PÁRRAFO 3. PROTAGONISMO DEL CIUDADANO


27. El derecho administrativo se construye con herramientas autoritarias, pero
no puede ser entendido como un derecho de dominación sobre los individuos. Al
contrario, es un derecho pensado para servir a las personas. De aquí que las per-
sonas estén siempre en el corazón del derecho administrativo.

(a) El ciudadano frente al poder


28. El ciudadano es el destinatario último de la acción administrativa (cuyas
misiones de servicio público persiguen la satisfacción de las necesidades de la
población). Por otro lado, en el constitucionalismo moderno los derechos funda-
mentales son prerrogativas de las personas que pueden hacerse valer sobre todo
frente al Estado, ya sea con el fin de resguardar la autonomía individual (derechos
individuales) o de hacer posible el disfrute de la condición de ciudadano (derechos
sociales). El artículo 1 de la Constitución prevé, en tal sentido, que la búsqueda
del bien común debe alcanzarse “con pleno respeto a los derechos y garantías que
esta Constitución establece”, lo cual apunta a equilibrar las posiciones respectivas
del Estado y del ciudadano. En otros términos, si la administración está en po-
sición de superioridad respecto de los privados, éstos están dotados de derechos
subjetivos oponibles al Estado.
Los derechos de las personas oponibles al Estado son susceptibles de califi-
carse, conforme a la teoría, como derechos públicos subjetivos. Ahora bien, a pe-
46 José Miguel Valdivia

sar de la teoría, varios ordenamientos se han desarrollado sin prestar demasiada


atención a esos derechos, toda vez que el respeto a la legalidad objetiva puede
conducir a resultados semejantes. En todo caso, la protección subjetiva de los
particulares no se agota únicamente en los derechos fundamentales ni en otros
derechos de importancia secundaria. El derecho también protege, en ocasiones,
los meros intereses de las personas (el mejor ejemplo, actualmente, parece estar
dado por el respeto al principio de confianza legítima, que ampara la estabilidad
de situaciones jurídicas aun no reconocidas como derechos propiamente tales).

(b) El control de la administración


29. El orden legal y su correlato necesario en el respeto a los derechos e inte-
reses de cada uno, no sería eficaz sin medios de control de las actuaciones de la
autoridad administrativa. En la actualidad, estos controles se conciben primor-
dialmente desde la perspectiva de la protección de los individuos. En el pasado
estos medios de control fueron muy deficitarios en Chile (hasta los años 1980 no
podría afirmarse que hubiera propiamente control judicial de la administración).
Sin embargo, actualmente se cuenta con una experiencia importante de litigación
administrativa, que muestra las posibilidades ciertas reconocidas a los ciudadanos
para buscar en sede judicial amparo de sus derechos y posiciones subjetivas.
Una de las áreas de mayor desarrollo en este campo es la de la responsabilidad
del Estado, cuyas reglas permiten a las víctimas de accidentes o de eventos daño-
sos protagonizados por agentes públicos, obtener reparación efectiva, mediante la
indemnización de los perjuicios.

(c) Control y participación ciudadanos


30. Los medios de control de la administración no están concebidos únicamen-
te desde la perspectiva del individuo, sino también teniendo en vista los intereses
públicos. Esta dimensión del control es cada vez más perceptible, evidenciándose
en distintas instancias de control ciudadano que se ejercen el nombre de intereses
colectivos o difusos.
En el panorama actual del control de la administración en Chile no puede
minimizarse el papel que ha tenido y sigue teniendo la Contraloría General de la
República. Este es un organismo que por sí mismo (o también a requerimiento de
terceros) controla a la administración en aspectos cruciales del derecho adminis-
trativo y de las finanzas públicas. La Contraloría está concebida para velar por la
legalidad administrativa y, por eso, es funcional al interés colectivo.
Introducción 47

Otros medios auxiliares de control ciudadano se muestran en la importancia


creciente de la transparencia en la gestión pública y, más indirectamente, en la
participación de la sociedad civil en la toma de decisiones.

Capítulo 3
Rol político del derecho administrativo
31. En gran medida, la complejidad del derecho administrativo proviene del
papel político que cumple. Su carácter político proviene, desde luego, de su voca-
ción para regir al poder público (párrafo 1) y se muestra en la superioridad del
Estado en sus relaciones con los ciudadanos (párrafo 2). En fin, también contri-
buye a subrayar este rasgo político su pertenencia al derecho público (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. CARÁCTER POLÍTICO


DEL DERECHO ADMINISTRATIVO
32. El derecho administrativo rige los aspectos concretos de la vida del Esta-
do. Se proyecta tanto hacia sus prerrogativas como a sus deberes. Así, una parte
significativa del trabajo del gobierno está sujeta al derecho administrativo; sin
embargo, incluso operaciones triviales de mantención de aseo y ornato en las
comunidades urbanas más pequeñas están sujetas a este derecho. En todas estas
dimensiones el derecho administrativo se muestra como el derecho del Estado,
esto es, el estatuto jurídico del poder.
En cuanto estatuto del poder, el derecho administrativo tiene dos caras. Por
una parte, habilita al Estado a emprender actividades de interés público. Pero, por
otra, condiciona el ejercicio de esas actividades. Con esta manera de ver salta a la
vista la influencia recíproca que se ejercen el derecho administrativo y la política.
El derecho administrativo hace posible la implementación de la política, pero la
política moldea al derecho administrativo, sobre todo cuando las restricciones
que éste conlleva dificultan su materialización.
Este fuerte componente político explica el carácter fragmentario del derecho
administrativo o, mejor dicho, el alcance parcial de muchas de las regulaciones
positivas que lo conforman. Es frecuente que esas reglas no tengan un ámbito
de aplicación general, sino que varíen de institución en institución en función de
criterios sectoriales (relativos al tipo de actividad o de intereses de que se trate),
territoriales (por la extensión geográfica que abarquen o la singularidad de las
necesidades de determinadas zonas del país) o temporales (en razón de la fluc-
tuación de las preferencias o prioridades políticas del legislador). En el derecho
48 José Miguel Valdivia

chileno este carácter fragmentario se manifiesta en la importancia mayor de las


leyes orgánicas de cada organismo o servicio (cada una diferente de la otra) y en la
tardía irrupción de textos de alcance general que aborden el conjunto de órganos
o de actividades administrativas.
El marcado carácter político del derecho administrativo también explica las
dos principales orientaciones disciplinarias con que en cada ordenamiento se lo
enseña. Por una parte, las llamadas teorías de la luz verde privilegian una visión
del derecho administrativo en clave de habilitación a la administración para per-
seguir los fines para los que ha sido creada y, de este modo, favorecer la acción
administrativa. En contrapunto, las llamadas teorías de la luz roja ponen el acen-
to en las limitaciones o condiciones que el derecho administrativo implica para
el ejercicio del poder y, correlativamente, en la autonomía del ciudadano frente
al poder. Por eso, el foco de estas últimas está en el control de la administración
(sobre todo, en el control judicial), más que en las posibilidades de acción que el
derecho reconoce a la administración. Las soluciones legislativas y jurispruden-
ciales del derecho administrativo fluctúan entre esos dos polos en función de la
sensibilidad social de cada época y lugar.

PÁRRAFO 2. EL ESTADO Y EL CIUDADANO


EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO
33. En las relaciones regidas por el derecho administrativo las partes están con
frecuencia en situación de desequilibrio: la administración, dotada de potestades
públicas (potentior persona), se impone al particular. Relativamente, estas partes
se encuentran en posición de supra-ordenación y subordinación.
La diferencia de posición obedece fundamentalmente a consideraciones polí-
tico-jurídicas, relativas a la diversidad de fines que persiguen las personas en esta
relación. El privado se reputa perseguir su propio interés, mientras el Estado per-
sigue intereses superiores, el interés general, que engloba los intereses particulares.
Para alcanzarlo, cuenta con herramientas que le permiten imponerse a todos (las
potestades públicas). Por eso, estas relaciones están dominadas por consideracio-
nes de justicia distributiva, relativa a las ventajas o cargas que, proporcionalmen-
te, deben pesar sobre todos por el hecho de vivir en comunidad. La autoridad del
Estado puede imponer cargas sobre los privados y, correlativamente, aventajar a
otros. Esa función lleva consigo cierta supremacía posicional del Estado respecto
de los demás.
Ahora bien, el carácter exorbitante de los medios de acción administrativa puede
verse contrarrestado, fundamentalmente en razón de los límites que enfrenta la admi-
Introducción 49

nistración. Estos límites son, al menos, de dos órdenes: los derechos de las personas y
el principio de legalidad. Históricamente, el principio de legalidad permitía explicar
las limitaciones de la administración, en cuanto a las posibilidades de acción (las
potestades públicas son siempre de origen legislativo), en cuanto a los controles o a
las responsabilidades. En algún grado, la superioridad de las potestades tiene como
correlato una superioridad de los límites impuestos a la administración; un autor
afirmaba en tal sentido que los criterios especiales del derecho administrativo se tra-
ducían tanto en una ampliación como en una reducción de los derechos de los ciu-
dadanos (Jean Rivero). Ahora bien, la consideración de los derechos de las personas
tiene por sí sola cada vez mayor fuerza en cuanto límite a la acción administrativa.
En principio, la concreción de los derechos depende de la misma legalidad, pero su
reconocimiento en el plano constitucional o internacional ha conducido a amplificar
su protección, a veces en contra de los propios textos legales que los regulan y, por
extensión, a reducir los medios de acción de la administración.
La superioridad de la administración es frecuentemente criticada por un sec-
tor de la doctrina, que fustiga los “privilegios” con que cuenta. Tal es el caso de
los cuestionamientos de A. V. Dicey contra el derecho administrativo continental
(identificado con el Régime Administratif del derecho francés) y la valorización
que hacía del derecho inglés del siglo XIX, caracterizado por el imperio de la Rule
of Law. Según Dicey, en derecho inglés la administración se sitúa en pie de igual-
dad frente a los privados, porque carece de prerrogativas ajenas a los particulares,
está sujeta al derecho común, el que es aplicado por los tribunales ordinarios; en
contraste, en el Régime Administratif la administración tiene prerrogativas exor-
bitantes, se rige por un derecho especial (el derecho administrativo) y los litigios
que se agiten en su contra son de competencia de los tribunales administrativos.
Las críticas de Dicey han sido controvertidas por el desarrollo ulterior del de-
recho inglés; más allá de eso, parece ingenuo pretender que el desequilibrio entre
el Estado y el ciudadano se desvanezca por la sola circunstancia de que éste pueda
llevarlo a juicio. En muchos regímenes que no conocen mecanismos especiales de
solución de controversias en derecho administrativo, las soluciones de fondo im-
plican reconocer el necesario predominio de los medios de acción de la autoridad
administrativa.

PÁRRAFO 3. EL DERECHO ADMINISTRATIVO


COMO DERECHO PÚBLICO
34. El derecho administrativo se refiere a una de las manifestaciones del poder
del Estado (la administración). Por eso, su regulación integra el derecho público y
asume algunos de sus caracteres.
50 José Miguel Valdivia

(a) Parentesco con el derecho constitucional


35. En primer lugar, su pertenencia al ámbito del derecho público supone una
interacción fuerte con el derecho constitucional. Esta vinculación se explica fácil-
mente por la jerarquía normativa de la Constitución; pero en la medida que ésta
irradia su fuerza sobre todas las áreas del derecho, no es un rasgo exclusivo del
derecho administrativo. En realidad, las disciplinas son vecinas, sobre todo en
razón de su objeto: el derecho constitucional se ocupa del Estado en general, de-
finiendo reglas aplicables a todos los poderes públicos (p. ej., el deber de respetar
los derechos fundamentales), y en especial a algunos de sus órganos.
Una opinión clásica sostiene que el derecho administrativo es “derecho consti-
tucional concretizado” (Fritz Werner).
Se entiende así que varias reglas constitucionales específicas se refieran a la
administración:
– la estructura orgánica básica del gobierno y la administración (Presidente –
art. 24, Ministros – art. 33, Administración – art. 38),
– su distribución en el ámbito territorial (Administración regional – art. 111,
provincial – art. 116, y local – art. 118),
– las competencias normativas para regular estas materias (art. 65 N° 2),
– la regulación de los procedimientos administrativos (art. 63 N° 18),
– el régimen del Estado empresario (art. 19 N° 21),
– la determinación de los bienes públicos (art. 19 N° 23),
– la expropiación (art. 19 N° 24), entre muchas otras.
Sin desmerecer la importancia de estas reglas específicas, varias otras de alcance
general han tenido incidencia decisiva en la definición de estándares exigibles a la
administración, como las condiciones de validez de los actos estatales (cuyo corre-
lato es la nulidad de derecho público: art. 7) o el principio de transparencia (art. 8).

(b) El principio de legalidad


36. En segundo lugar, la adscripción del derecho administrativo al ámbito del
derecho público permite entender el peso que tiene en esta disciplina el principio
de legalidad. En su lectura más tradicional, este principio se traduce en la exigen-
cia de una habilitación previa para obrar: la administración solo puede hacer lo
expresamente autorizado por el ordenamiento (Constitución, art. 7).
En el derecho público moderno, esta exigencia se justifica en las teorías de la
separación de poderes –en razón del objetivo de frenar al poder que las animaba–
Introducción 51

así como en la consideración a los derechos fundamentales, pensados inicialmente


como garantías de autonomía del individuo frente al colectivo, organizado me-
diante el Estado. Entonces, el principio de legalidad es consustancial a la actua-
ción administrativa en el Estado moderno.
Con todo, los contornos del principio de legalidad administrativa son mucho
más extensos que lo que indica esta aproximación básica.

(c) El peso de la justicia distributiva


37. Por último, la pertenencia del derecho administrativo al ámbito del dere-
cho público explica la distancia ideológica que lo separa del derecho privado.
Éste regula relaciones entre sujetos privados (desprovistos de poder de domina-
ción entre sí) y, por eso, se construye sobre la base de criterios de justicia conmuta-
tiva. En cambio, el derecho público supone, en general, una aproximación distinta,
basada en la justicia distributiva (que concierne el trato igualitario en las ventajas
y cargas que entraña la vida en comunidad). Por eso, la lógica de las instituciones
del derecho administrativo está teñida de la preocupación por el interés general y
la forma como éste determina los sacrificios o derechos de los ciudadanos. Varias
de las herramientas comunes al derecho (actos unilaterales, contratos, propiedad,
acciones judiciales), adquieren connotaciones propias en derecho administrativo.
Ahora bien, no debe descuidarse que el derecho privado puede ofrecer una
regulación adecuada para ciertos aspectos de la vida administrativa, donde no
aparezcan buenas razones para aplicar el derecho administrativo (cf. las referen-
cias al derecho privado de la administración).

Capítulo 4
Complejidad del derecho administrativo
38. A los factores de complejidad que se han mencionado más atrás se suma
una dificultad formal en la identificación de las fuentes del derecho administrativo
(párrafo 2). Esa dificultad se debe, muy probablemente también, a factores cultu-
rales que inciden en la consistencia misma del derecho administrativo (párrafo 1).

PÁRRAFO 1. COMPLEJIDAD SUSTANTIVA


Pueden mencionarse dos factores que dificultan aprehender el derecho admi-
nistrativo: su relativa juventud (en comparación con otras disciplinas) y su carác-
ter fuertemente nacional.
52 José Miguel Valdivia

(a) Juventud del derecho administrativo


39. La literatura especializada coincide en considerar que el origen del derecho
administrativo es reciente: lo fechan en los albores del siglo XIX. El derecho ad-
ministrativo es un fruto de la modernidad, que en el campo político está marcada
por el afianzamiento del constitucionalismo. El objeto regulativo del derecho ad-
ministrativo, que es la administración del Estado, es una invención relativamente
reciente de las sociedades occidentales.
Por cierto, el antiguo derecho público también rigió algunos aspectos del fun-
cionamiento de la burocracia estatal. Algunas de esas soluciones suministran
valiosos antecedentes para comprender el derecho moderno. Sin embargo, las
premisas institucionales del antiguo régimen dificultan considerar que haya un
continuum entre esas tradiciones y el actual derecho administrativo.
La teoría de la separación de poderes prefiguró las bases del derecho adminis-
trativo al proponer que las funciones esenciales del Estado debían permanecer se-
paradas en complejos orgánicos diferenciados. Mientras la función jurisdiccional
quedó radicada en estructuras orgánicas que venían de antiguo (los tribunales),
la legislación fue confiada fundamentalmente a asambleas representativas de la
comunidad. El relativamente vasto conjunto de oficinas integrantes de la buro-
cracia monárquica fue configurado como Poder Ejecutivo; esta, y varias otras es-
tructuras organizacionales similares (pero no necesariamente vinculadas al poder
central) es lo que hoy se entiende por administración del Estado. Sin perjuicio de
los matices de cada ordenamiento, en general se concibe a la administración como
complejo institucional encargado de ejecutar la voluntad ciudadana expresada
mediante la ley. Aun una concepción tan mínima como esa permite dar cuenta de
la singularidad de la administración moderna: mientras en el antiguo régimen la
burocracia actuaba bajo la legitimidad política del monarca, pasó a ser concebida
como un complejo de oficinas subordinado a los mandatos del legislativo, esto es,
de la ciudadanía.
Ahora bien, el derecho administrativo no es únicamente fruto de la separación
de poderes. De hecho, en el régimen británico, que contó desde temprano con una
separación de poderes en forma, hasta bien entrado el siglo XX se cuestionó la
existencia de un derecho administrativo (bajo influjo de Dicey, que por derecho
administrativo entendía una versión caricaturizada del régime administratif fran-
cés). En verdad, para el surgimiento de un auténtico derecho administrativo hacía
falta algo más, que consistió en tomar conciencia de la necesidad de articular
soluciones jurídicas especiales para ese conjunto de problemas vinculados con las
oficinas administrativas.
Introducción 53

Esta toma de conciencia se mostró con toda evidencia en la Francia revolucio-


naria, mediante la sustracción del conocimiento de los asuntos administrativos
a los tribunales ordinarios de justicia (Ley de 16-24 de agosto de 1790 y más
tarde, Ley de 16 de fructidor del año III). En lo inmediato, esta medida importaba
apartar a la administración del derecho común; más tarde supondría la creación
de una justicia especializada, promotora de reglas (jurisprudenciales) especiales.
En cada ordenamiento esa toma de conciencia de la singularidad de los asuntos
públicos sustenta el surgimiento del derecho administrativo como disciplina (con
prescindencia del derrotero institucional o jurídico específico del derecho francés).
Este apurado y parcial recuento histórico permite recordar el carácter reciente
del derecho administrativo, que lo diferencia de otras disciplinas, más ancladas en
tradiciones antiguas. Esta juventud del derecho administrativo se muestra de mo-
do radical en su peculiar articulación normativa (esto es, en la ausencia de “códi-
gos” o textos legales que lo aborden desde una perspectiva integral y sistemática).

(b) Idiosincrasia del derecho administrativo


40. El derecho administrativo posee un marcado carácter nacional, es decir,
está sistemáticamente teñido por consideraciones provenientes de la instituciona-
lidad y de la historia de cada ordenamiento.
La singularidad nacional del derecho administrativo (que también es una
muestra de su carácter político) se aprecia sobre todo en el diseño orgánico de
las estructuras administrativas. Los contornos organizacionales de gobierno, la
importancia de la regionalización o las condiciones efectivas de la autonomía
municipal cambian de un ordenamiento a otro, en razón de decisiones y proble-
mas puntuales. También se advierte, y de modo especialmente significativo, en la
modelación de las instituciones encargadas de controlar a la administración: así
como el derecho francés sería muy difícil de explicar sin referencia al Consejo
del Estado (que es el principal órgano encargado de la jurisdicción administra-
tiva en ese ordenamiento), el derecho chileno tampoco se entiende muy bien sin
adentrarse en la ausencia de una jurisdicción administrativa especializada o en la
importancia estructural que ha tenido y sigue teniendo la Contraloría General de
la República. Siempre el derecho administrativo conlleva una parte importante de
folklore institucional que no es comparable con otros ordenamientos.
Aunque en el ámbito del funcionamiento de la administración también pueden
presentarse particularidades nacionales, en este campo es más fácil advertir la
infiltración de modelos comparados que sirven como marco de referencia para
explicar u orientar las soluciones del derecho administrativo. En este sentido, para
54 José Miguel Valdivia

el derecho chileno son especialmente relevantes las tradiciones francesa, germá-


nica e inglesa.
El derecho francés operó como paradigma del derecho administrativo en Chi-
le (y en otras coordenadas) durante buena parte del siglo XX. Su influencia se
debe sobre todo a la antigüedad relativa de ese derecho, que toma conciencia
tempranamente de sus singularidades, y, sobre todo, a la amplia difusión de la
jurisprudencia administrativa francesa. Un aspecto notorio del derecho adminis-
trativo francés está en su origen jurisprudencial, esto es, en su elaboración lenta
y parcelaria por parte de una jurisdicción administrativa ordenada y prestigiosa.
Dado el alcance amplio de las competencias de esa jurisdicción, la jurisprudencia
administrativa proveyó de soluciones especiales prácticamente respecto de todo
tipo de asuntos administrativos (organización, personal, bienes públicos, actos,
contratos, responsabilidad). Por cierto, una parte muy importante de la proyec-
ción internacional del derecho francés se debe a su temprana sistematización en
trabajos doctrinales científicos, que gozaron de amplia difusión en Europa y Amé-
rica Latina.
El derecho germánico también ejerce alguna influencia en el derecho chileno,
por reflejo de su repercusión en el derecho español (donde ha estudiado un nú-
cleo importante de los cultores chilenos de la disciplina). La impronta autoritaria
del derecho administrativo se vio especialmente reforzada en el derecho alemán,
en razón del principio monárquico característico de sus inicios. Pero a partir de
la segunda mitad del siglo XX, el derecho alemán se ha caracterizado más bien
por un progresivo reforzamiento de la condición del ciudadano como sujeto de
derechos frente a la administración y, a la larga, por su protección judicial. El ri-
gor analítico de las teorizaciones germánicas es muy importante en el análisis de
cuestiones claves del derecho administrativo como la teoría del órgano, la del acto
administrativo, el derecho administrativo sancionador, etc.
Por último, en tiempos recientes se advierte cada vez con mayor fuerza la im-
portancia del derecho inglés. Ese ordenamiento por mucho tiempo pareció jac-
tarse de carecer de un derecho administrativo (a la francesa), en ausencia de me-
canismos específicos de control de la administración. A la larga, su singularidad
se construyó en torno a la extensión de remedios judiciales típicos del derecho
privado a los asuntos administrativos. Con todo, tampoco puede ignorarse la
atractiva experimentación que en ese sistema se ha dado respecto de mecanismos
diversificados de control (en concreto, los llamados administrative tribunals, que
despliegan una revisión de méritos o merits review sustancialmente distinta del
mero control de legalidad). Además, en derecho inglés han tenido origen reflexio-
nes importantes acerca del papel del Estado en la economía de mercado y de los
Introducción 55

modos institucionales de gestión de actividades de interés general o servicio públi-


co. Las próximas generaciones de juristas se enriquecerán con estas aportaciones.

PÁRRAFO 2. COMPLEJIDAD FORMAL


41. La estructura de fuentes es difícilmente discernible en derecho administra-
tivo: ¿dónde “se encuentra” el derecho administrativo, de dónde “sale”?
Ciertamente la vigencia del principio de legalidad supone sumisión de la ad-
ministración al derecho legislado. El marco normativo definido por leyes es de
extraordinaria importancia para la administración. El peso de las leyes orgánicas
de cada servicio define el marco específico en que actúa la administración. Sin
embargo, atendida su estructura, esta previsión normativa es fragmentaria. Sólo
rige aspectos parciales de la actividad administrativa.
Y ¿los principios?, ¿las reglas comunes aplicables con prescindencia de la es-
pecialidad de las leyes?
El derecho chileno se ha dotado de ciertas reglas de alcance general aplicables
a toda la administración, o a una muy buena parte de ella: en materias lato sensu
orgánicas (organización, personal, bienes, finanzas), de procedimientos, de trans-
parencia. Pero son pocos textos (por cierto, nada comparable a un auténtico Có-
digo) y subsisten áreas muy importantes fuera de leyes generales: control judicial,
régimen de ineficacia de los actos ilegales o irregulares.
La base escrita del derecho administrativo es pobre. Correlativamente, deja
lugar a dos fuentes no autoritativas de gran importancia: la doctrina y la juris-
prudencia.
La jurisprudencia tiene una historia especialmente significativa, sobre todo en
Francia (cuyo derecho administrativo tiene una base jurisprudencial muy respe-
tada). En ese derecho, a falta de textos suficientes, las disputas entre Estado y
ciudadanos debieron resolverse caso a caso conforme a criterios uniformes que
fueron elaborando los jueces administrativos. Esta estructura normativa es com-
pleja, porque el desarrollo del derecho no es planificado desde arriba, sino a me-
dida que los casos van surgiendo. La enseñanza también se dificulta, porque la
información relevante está compuesta por una masa difusa de decisiones, no to-
das de la misma importancia ni alcance (muchas decisiones anómalas se fundan
en las peculiares circunstancias de cada caso). En Chile no hay tal peso de la
jurisprudencia judicial, pero la Contraloría General de la República asegura una
función más o menos semejante. La ley reconoce expresamente el carácter de la
jurisprudencia administrativa o contralora como fuente del derecho (LOCCGR,
56 José Miguel Valdivia

art. 6, inc. final). En varias áreas, la jurisprudencia contralora es indispensable


para el conocimiento del derecho positivo.
Por su parte, la doctrina tiene una importancia crucial en la materia, sobre
todo en la progresión de las ideas. Por cierto, carece del valor de fuente formal,
pero su influencia en diversas áreas es evidente. Gran parte del sistema actual del
derecho administrativo, basado en el control judicial de los actos de la adminis-
tración (grosso modo, acciones de nulidad de derecho público y de responsabi-
lidad del Estado) son fruto de las enseñanzas persistentes de la doctrina de las
últimas décadas.
Ahora bien, estas fuentes presentan algún problema: no se sabe con precisión
si ese es el derecho administrativo o es la versión ideologizada e interesada de la
jurisprudencia o de la doctrina sobre el derecho administrativo. Tienen un déficit
democrático severo.

Capítulo 5
Estructura del derecho administrativo
42. El derecho administrativo tiene una estructura compleja, derivada primero
de la multiplicidad de facetas que engloban la organización y el funcionamiento
de los organismos administrativos y, después, de la inmensa variedad de estos
organismos.
Por razones convencionales de la enseñanza científica, se acostumbra a separar
un derecho administrativo general de variados derechos administrativos especia-
les, que recubren respectivamente una parte general de la disciplina, construida
desde la teoría (párrafo 1) y varias partes especiales que conciernen a ámbitos
sectoriales particulares, dotadas de principios y reglas específicos (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. ÁMBITOS DEL DERECHO


ADMINISTRATIVO GENERAL
43. Aquello que se conviene en designar como derecho administrativo general
corresponde, como se ha dicho, al marco jurídico aplicable a la generalidad de or-
ganismos y de actuaciones administrativas. En razón de su vocación general, po-
see una naturaleza marcadamente teórica. Es un hecho de la causa que, tanto en
Chile como en otros regímenes, el derecho administrativo general no se encuen-
tra respaldado de modo íntegro y suficiente en textos legales de alcance general.
Mientras otras disciplinas cuentan con cuerpos legales que las regulan de modo
exhaustivo, al menos en su estructura general, el derecho administrativo carece
Introducción 57

de un código que lo sistematice. La aparición de reglas de alcance general en este


campo, en todo caso en el derecho chileno, ha sido tardía y no siempre exitosa.
El campo del derecho administrativo general comprende un variado conjunto
de materias que se realizan en este trabajo. Entre ellas conviene mencionar las que
siguen.

(a) Los sujetos del derecho administrativo


44. Esta materia abarca dos grupos muy diferenciados de cuestiones que con-
ciernen, en general, a las personas que forman parte de la administración y des-
empeñan funciones administrativas.
Dado que usualmente la administración se presenta como un sujeto, o como
una institución que cuenta con personalidad jurídica o que actúa bajo el manto de
una personalidad jurídica reconocida, conviene detenerse primariamente en estas
materias. Esta es la teoría de la organización administrativa.
En seguida, es útil referirse a las personas naturales es que dan vida a la ad-
ministración y ejercen concretamente las actividades que a esta corresponde. La
materia recibe el nombre de función pública, pues su foco está puesto en los
funcionarios públicos y el régimen jurídico al que está sujeto el personal de la
administración.

(b) La actividad administrativa


45. Siguiendo esquemas de enseñanza procedentes del derecho español, cada
vez es más frecuente en Chile separar la actividad material de la actividad formal
de la administración. A pesar de su apariencia, la separación es más aproximativa
que rigurosa, pues es indudable que la actividad material se canaliza por medio
de la actividad formal, y entonces las categorías pueden superponerse. Se trata de
un criterio pedagógico para presentar sinópticamente el conjunto de la materia.
En general, la actividad material comprende los tipos de misiones que cumplen
los órganos administrativos, que van desde el control de las libertades privadas
(por ejemplo, en el tráfico vial) hasta la provisión de medicina en hospitales o
de ayudas pecuniarias a los sostenedores de colegios. En un esquema mínimo,
estas actividades pueden clasificase en dos grandes grupos: actividad de policía
(aseguramiento del orden público mediante control o restricciones de actividades
privadas) y actividad de servicio público (satisfacción inmediata de necesidades
públicas). Algunos añaden otros tipos de actividades, cuyo valor epistémico es
más discutible, como las de fomento (incitación a los privados mediante estímulos
58 José Miguel Valdivia

o ayudas) o de regulación (ordenación y fiscalización de actividades privadas en


sectores de interés general). Sin embargo, es discutible que estas u otras clasifi-
caciones tengan consecuencias jurídicas en el derecho chileno, a diferencia de lo
que ocurre en el derecho comparado; parece más bien un modo de exponer las
distintas técnicas de que se vale la administración en cada ámbito, y que obedecen
a filosofías distintas, aunque complementarias.
En cambio, la rúbrica de la actividad formal se refiere a los instrumentos téc-
nicos con que la administración cumple sus funciones, concebidos desde la teoría
jurídica, y que son sus actos. El capítulo del acto administrativo es aquí el nervio
central de la disciplina. Su estudio se proyecta tanto a sus efectos como a sus re-
quisitos; en ese plano, las condiciones formales para la adopción de los actos han
adquirido una importancia muy significativa, que se ha traducido en la consolida-
ción del procedimiento administrativo como un capítulo en sí mismo. En fin, en
circunstancias que la terminología “acto administrativo” alude a los actos unila-
terales de la administración, el derecho administrativo general también abarca el
campo de los contratos administrativos. El régimen legal del contrato en derecho
administrativo se construye, en algún grado, sobre la base de la teoría del acto
administrativo, pero presenta singularidades propias, en atención a la naturaleza
patrimonial de los intereses sobre los que incide.

(c) Control de la administración


46. El corolario de la teoría del acto administrativo está en el control de la
administración. Para el derecho administrativo, este control, que tiene por para-
digma el que desarrollan los jueces, es un control de legalidad; pero en derecho
administrativo hay muchos controles de distinta naturaleza, y no todos responden
a la misma lógica (controles políticos, financieros, etc.). Así lo muestra el singular
papel que juega la Contraloría en el derecho chileno.
El control judicial de la administración a menudo es analizado bajo la rúbrica
contencioso administrativo, siguiendo orientaciones comparadas, principalmente
francesas. El derecho de lo contencioso administrativo es, en esencia, derecho pro-
cesal proyectado a los asuntos administrativos. De aquí que en esta rúbrica hayan
de analizarse cuestiones de organización judicial y de derecho procesal funcional,
cuyos insumos básicos son provistos por otras disciplinas. Sin embargo, desde que
la materia gira en torno a las relaciones entre dos poderes públicos institucional-
mente separados e independientes entre sí, se justifica que estas cuestiones y otras
(como la definición de las acciones que asisten al ciudadano frente a la adminis-
tración) sean abordados desde el derecho administrativo general.
Introducción 59

(d) Responsabilidad del Estado


47. El capítulo sobre responsabilidad del Estado aborda una cuestión muy rele-
vante en las sociedades contemporáneas, que consiste en determinar los contornos de
una garantía de los ciudadanos frente a la administración respecto su esfera vital de
intereses o, más trivialmente, su esfera patrimonial. La administración debe indemni-
zar los perjuicios que cause a los ciudadanos, pero las condiciones de la reparación si-
guen la lógica propia de la justicia distributiva, que recorre el derecho administrativo.

(e) Bienes
48. Si la administración es concebida como un complejo organizacional ten-
diente al cumplimiento de determinadas misiones, los medios materiales con que
cuenta son también relevantes. En este plano habría que mencionar los recursos
pecuniarios y los demás bienes.
La primera categoría de cuestiones se analiza en el marco del derecho financie-
ro, que es de gran importancia práctica para los organismos administrativos. Con
todo, por su elevado tecnicismo no será objeto de análisis en este trabajo.
El segundo grupo de materias corresponde a la cuestión de los bienes públicos. El
concepto fundamental de este ámbito de la disciplina es el del dominio público, cuya
teoría se ha construido por oposición a la del dominio privado (que también tiene
cabida en el funcionamiento ordinario de la administración). Básicamente, el régimen
del dominio público es un régimen particular de bienes, porque sobre ellos la propie-
dad no se concibe como un derecho de aprovechamiento exclusivo (al modo de la
propiedad privada), sino como un sistema de protección del patrimonio público, que
debe conservarse (y por eso es inalienable) para su mejor aprovechamiento colectivo.
La matriz teórica del derecho público de bienes debería formar parte del de-
recho administrativo general. Sin embargo, en razón de la inclusión de algunos
preceptos claves de la materia en el Código Civil, en la práctica es un campo
abandonado por esta disciplina y entregado al derecho civil. En cambio, suele ser
objeto de análisis particular desde algunas disciplinas de derecho administrativo
especial –de gran importancia profesional en el derecho chileno– tales como el
derecho de minas o el de aguas.

PÁRRAFO 2. LOS DERECHOS ADMINISTRATIVOS ESPECIALES


49. Las ramificaciones del derecho administrativo son múltiples. Probablemen-
te, en cada sector de actividad de la administración puedan observarse singulari-
60 José Miguel Valdivia

dades que merezcan atención de la doctrina para apreciar sus principios rectores,
distintos de los que imperan en otras áreas. Por cierto, en todas esas áreas rige
también el derecho administrativo general, pero este sufre excepciones más o me-
nos significativas según el tipo específico de intereses que se trata de atender y
que se manifiestan en técnicas de acción específica. Esas excepciones se explican
comúnmente desde el derecho administrativo general, en razón de sus fines gene-
rales que pueden –por razones políticas, de eficiencia en la gestión o de otra ín-
dole– no ser adaptados para todo tipo de casos. Sin embargo (como ha puesto en
evidencia Schmidt-Aßman, uno de los autores más influyentes de la actualidad),
los llamados “ámbitos de referencia” del derecho administrativo especial tienen la
virtud de revelar problemas, reglas o instituciones que tienen espacio en el marco
de la teoría general.
Los sectores más significativos del derecho administrativo especial son, actual-
mente, el derecho del medio ambiente y el derecho urbanístico. El llamado dere-
cho regulatorio, a su vez, en verdad abarca un heterogéneo campo de materias
relacionadas con la regulación y supervisión estatal sobre actividades privadas de
interés público o de gran impacto social. Por último, podría mencionarse también
al derecho tributario, aunque éste ha alcanzado independencia disciplinaria, en
razón de la singularidad de su objeto central: la obligación tributaria. Sería inge-
nuo pretender enumerar exhaustivamente todos los campos del derecho adminis-
trativo especial, pues cada ámbito sectorial en que la administración está llamada
a intervenir tiene sus criterios propios, que en mayor o menor medida se apartan
de las reglas generales del derecho administrativo general.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
50. La literatura sobre el derecho administrativo general es relativamente
abundante en el derecho comparado. En el derecho chileno, es objeto de una
preocupación creciente por parte de la doctrina, aunque todavía no alcance el
desarrollo que encuentra en otras coordenadas. Las orientaciones que siguen son
meramente referenciales y no aspiran a agotar la cuestión.
Los textos derecho chileno que mayor importancia tienen hoy para la ense-
ñanza del derecho administrativo son los libros de Jorge Bermúdez, Derecho ad-
ministrativo general (Santiago, Legal Publishing, 3ª ed., 2014) y de Luis Cordero,
Lecciones de derecho administrativo (Santiago, Legal Publishing, 2015). Rolan-
do Pantoja coordinó un Tratado de derecho administrativo (Santiago, Legal Pu-
blishing, 2010) y también un Tratado jurisprudencial de derecho administrativo
(Santiago, Legal Publishing, 2013), ambos en varios tomos monográficos, escritos
por distintos autores. En el pasado inmediatamente reciente, representativo de
Introducción 61

la doctrina en boga entre los años 1980 y 2000, debe mencionarse el trabajo de
Eduardo Soto Kloss, Derecho administrativo. Bases generales (Santiago, Jurídica,
1996, 2 vols.); posteriormente, múltiples artículos de este autor fueron compila-
dos en Derecho administrativo. Temas fundamentales (Santiago, Legal Publishing,
2009). Para el derecho administrativo más antiguo, las obras más representativas
del derecho chileno son las de Enrique Silva Cimma tituladas Derecho adminis-
trativo chileno y comparado (Santiago, Jurídica, 1954-1961, 2 vols. y Santiago,
Jurídica, 1992-1996, 6 vols.) y de Patricio Aylwin, Derecho administrativo (San-
tiago, Universitaria, 1958-1962, 3 vols.). Podría irse más atrás, pero los libros
más antiguos tienen muy poco más que un valor histórico. En general, todos estos
trabajos contienen reflexiones sobre el derecho administrativo como disciplina.
A ellos deben agregarse los escritos de R. Pantoja sobre el concepto; entre otros,
El derecho administrativo. Concepto, características, sistematización, prospección
(Santiago, Jurídica, 2007).
En el derecho francés la disciplina del derecho administrativo es de una am-
plitud muy considerable. Actualmente, entre los textos más representativos del
estado del derecho positivo están el manual de Yves Gaudemet, Droit administra-
tif (París, LGDJ, 21ª ed., 2015) y el texto más reciente de Bertrand Seiller, Droit
administratif (París, Flammarion, 6ª ed., 2016, 2 vols.). Bajo la coordinación de
Pascale Gonod, Fabrice Melleray y Philippe Yolka un Traité de droit adminis-
tratif (París, Dalloz, 2011, 2 vols.) revisa los distintos capítulos generales de la
disciplina, a manos de distintos autores contemporáneos. Por último, el texto
del recientemente desaparecido René Chapus, Droit administratif général (París,
Montchrestien, 15ª ed., 2001, 2 vols.) sigue siendo una obra de gran importancia,
con amplias referencias jurisprudenciales. También deben mencionarse los tex-
tos de Georges Vedel y Pierre Delvolvé, Droit administratif (París, PUF, 12ª ed.,
1991, 2 vols.), el tratado de Yves Gaudemet, Traité de droit administratif (París,
LGDJ, 16ª ed., 2001, 5 vols.), que es la continuación actualizada del clásico tra-
tado de André de Laubadère (originariamente de 1953), el de Jean Rivero y Jean
Waline, Droit administratif (París, Dalloz, 21ª ed., 2006), y de Guy Braibant y
Bernard Stirn, Le droit administratif français (París, Presses de Sciences Po-Dalloz,
7ª ed., 2005). Algo más atrás, y tal vez desactualizados, los importantes trabajos
de Marcel Waline, Manuel élémentaire de droit administratif, más tarde Traité
élémentaire de droit administratif y finalmente sólo Droit administratif que cono-
ció múltiples ediciones de 1936 a 1970 y de Francis-Paul Bénoit, Le droit admi-
nistratif français (París, Dalloz, 1968), traducido al castellano como El derecho
administrativo francés (Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1977). Las
obras clásicas del derecho administrativo francés de principios de siglo XX no
dan cuenta del desarrollo actual del derecho, pero por su talante reflexivo no han
perdido toda pertinencia; entre ellos cabe mencionar las de Maurice Hauriou,
62 José Miguel Valdivia

Précis de droit administratif et de droit public (París, Sirey, 12ª ed., 1933, reimpre-
so por Dalloz en 2002), cuya primera edición data de 1892, Léon Duguit, Traité
de droit constitutionnel (París, Boccard, 3ª ed., 1927-28, 5 vols.) y, en menor me-
dida, Gaston Jèze, Les principes généraux du droit administratif (París, Giard, 3ª
ed., 1925, 3 vols., reimpreso por Dalloz en parcialidades a partir de 2004). Una
bella presentación sinóptica del derecho administrativo francés se encuentra en
Prosper Weil, Le droit administratif (París, PUF, 1964, con múltiples reediciones),
traducido al castellano como Derecho administrativo (Madrid, Taurus, 1966, y
posteriormente, Madrid, Civitas, 2ª ed., 1986).
El Derecho español suministra valiosas fuentes de información para el derecho
chileno. El texto que mayor influencia parece haber tenido en la formación de
juristas hispanos contemporáneos (y, por repercusión, chilenos) es el de Eduardo
García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, Curso de derecho administrativo
(Cizur Menor, Civitas, 18ª y 15ª eds., 2017, 2 vols.). Otros textos actuales de
importancia significativa son los de Luciano Parejo, Lecciones de derecho admi-
nistrativo (Valencia, Tirant lo Blanch, 8ª ed., 2016) y de Juan Alfonso Santama-
ría, Principios de derecho administrativo general (Madrid, Iustel, 4ª ed., 2016).
También pueden consultarse los de Fernando Garrido Falla, Tratado de derecho
administrativo (Madrid, Tecnos, 14ª, 12ª y 2ª eds., 2005, 3 vols.) y de Ramón
Parada, Derecho administrativo (Madrid, Ediciones Académicas, 26ª, 23ª y 16ª
eds., 2017, 3 vols.).
En razón de las barreras lingüísticas, el derecho administrativo alemán no pa-
rece haber tenido impacto inmediato en el derecho chileno. Con todo, ha tenido
influencia significativa en el derecho español y, desde ahí, en otros ordenamientos.
Un texto interesante, traducido al español, es el de Hartmut Maurer, Derecho
administrativo alemán (México, Universidad Nacional Autónoma de México,
2012). Entre los textos clásicos que aún conservan valor teórico, deben mencio-
narse los de Ernst Forsthoff, Tratado de derecho administrativo (Madrid, Instituto
de Estudios Políticos, 1958), de Adolf Merkl, Teoría general del derecho admi-
nistrativo (Granada, Comares, 2004) y de Otto Mayer, Derecho administrativo
alemán (Buenos Aires, Depalma, 1982, 4 vols.). El muy importante trabajo de
Eberhard Schmidt-Aßman, La teoría general del derecho administrativo como
sistema. Objeto y fundamentos de la construcción sistemática (Madrid-Barcelo-
na, Instituto Nacional de Administración Pública-Marcial Pons, 2003) entrega un
análisis epistemológico acerca del derecho administrativo como disciplina cientí-
fica y práctica, que está en el origen del denominado movimiento de “reforma del
derecho administrativo”.
Entre las fuentes doctrinales de derecho italiano, debe tomarse en cuenta el
texto de Sabino Cassesse, Istituzioni di diritto amministrativo (Milán, Giuffrè,
Introducción 63

5ª ed., 2015). Sigue teniendo importante valor también el de Massimo Severo


Giannini, Diritto amministrativo (Milán, Giuffrè, 3ª ed., 1993, 2 vols.), traducido
parcialmente al castellano como Derecho administrativo (Madrid, Ministerio pa-
ra las Administraciones Públicas, 1991), así como el más abreviado, Istituzioni di
diritto amministrativo (Milán, Giuffrè, 2ª ed., 2000).
Algunos textos del derecho inglés que, entre otros, pueden resultar de interés:
Paul Craig, Administrative Law (Londres, Sweet & Maxwell, 8ª ed, 2016), Chris-
topher Forsyth y William Wade, Administrative Law (Oxford, Oxford University
Press, 11ª ed, 2014), Peter Cane, Administrative Law (Oxford, Oxford University
Press, 5ª ed, 2011), y Carol Harlow y Richard Rawlings, Law and Administration
(Cambridge, Cambridge University Press, 3ª ed., 2009). Para el derecho nortea-
mericano, Stephen Breyer et al., Administrative Law and Regulatory Policy (New
York, Aspen Publishers, 8ª ed., 2017) y Jerry Mashaw et al., Administrative Law.
The American public law system (St. Paul, West Publishing, 7ª ed., 2014).
Primera parte
Los sujetos del derecho administrativo

51. Sin desmerecer la importancia de las personas privadas para el derecho


administrativo (cf. §§ 27 y ss., § 33), los principales protagonistas de esta rama
del derecho, que le imprimen su fisonomía propia, son la administración misma
(título 1) y los funcionarios que la animan (título 2).
66 José Miguel Valdivia

Título I
La administración del Estado
como complejo organizacional
52. El análisis de la materia, tradicionalmente conocida como organización admi-
nistrativa, se inicia con una introducción que apela a su importancia (capítulo 1) y un
capítulo sobre su regulación jurídica, bajo la denominación de “competencia organi-
zacional” (capítulo 2). El corazón de la organización se halla en un número reducido
de categorías dogmáticas fundamentales (capítulo 3), cuyo entendimiento hace posi-
ble una explicación de la fisonomía de la administración en Chile (capítulo 4).

Capítulo 1
Importancia de la materia
53. Se aprecia a tres respectos: importancia jurídica, científica y política.

(a) Importancia jurídica


54. Según se ha visto en la introducción (§§ 8 y 9), en el derecho positivo la admi-
nistración se concibe desde una perspectiva orgánica. Para efectos jurídicos, la admi-
nistración es un complejo organizacional, integrado por distintos cuerpos estructura-
dos por el derecho, que participan en la gestión del interés general (que algún texto
designa como “función administrativa”). Identificar correctamente aquellas estructu-
ras que forman parte de la administración del Estado contribuye, en consecuencia, al
mejor conocimiento del derecho administrativo, su extensión y límites.
A muchos respectos, las definiciones jurídicas sobre la organización de la
administración del Estado constituyen un presupuesto lógico para la aplica-
ción de determinadas parcelas del derecho administrativo general. Así ocurre,
con particular fuerza, en la teoría del acto administrativo. Las definiciones
orgánicas contribuyen a determinar de la mejor manera posible la atribución
de competencias, que constituye uno de los requisitos esenciales del acto ad-
ministrativo. En buenas cuentas, la teoría de la organización administrativa
permite determinar quién es el órgano competente, dentro de un universo más
amplio, para adoptar una decisión determinada; de este modo, si tal decisión
es adoptada en el seno de una institución administrativa distinta de la que
corresponde, o por un agente que no tiene reconocida calidad de órgano de la
institución habilitada, tal decisión deviene ilegal, con las consecuencias que el
derecho contempla.
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 67

En el plano práctico, como se aprecia, la teoría de la organización administra-


tiva tiene una importancia extraordinaria.

(b) Importancia científica


55. La teoría de la organización administrativa tiene también gran importan-
cia dogmática. En la elaboración de la teoría, tanto en derecho chileno como com-
parado, se aprecia una alta dosis de tecnicismo. La identificación de las distintas
figuras subjetivas que conforman la administración del Estado, así como de sus
unidades organizativas internas, de los modos de asignación de competencias en-
tre órganos y de las relaciones que pueden formarse entre ellos, es lo más parecido
a una taxonomía de la administración del Estado.
Por supuesto, en la configuración de esta teoría confluyen antecedentes de
origen cultural, histórico o pragmático. En una muy gran medida, las organi-
zaciones subjetivas que integran el Estado tienen una configuración jerárquica
forjada en la antigüedad o en el medievo, de origen militar o eclesiástico. La
distribución territorial del poder, en Chile y otras partes, tiene indudables orí-
genes hispánicos, modelados tanto por la gestión de los Austrias como de los
Borbones. En fin, el régimen municipal presenta siempre singularidades, por la
estrecha conexión entre la comunidad de vecinos y el poder local, cuyas vincu-
laciones con la estructura general del Estado dependen de factores histórico-po-
líticos nacionales.
Por otra parte, en tiempos más recientes la materia ha recibido la influencia
cierta de análisis interdisciplinarios preocupados de la gestión pública. Esta in-
fluencia proviene desde luego de la ciencia política, pero también de la econo-
mía. Las teorías de la regulación económica (que la conciben como una de las
actividades más características del Estado contemporáneo) han infiltrado en la
gestión estatal, incidiendo en sus modos de organización. En fin, estas y otras
preocupaciones condicionan algunos desarrollos del derecho internacional que
a la larga también repercuten en el derecho interno (p., ej., las directrices y reco-
mendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
o del Banco Mundial sobre la gestión pública).

(c) Importancia política


56. Las estructuras organizacionales del Estado predeterminan la gestión pú-
blica, tanto en la definición de las líneas de acción a seguir como en su implemen-
tación. En efecto, las estructuras orgánicas tienen a priori una aptitud funcional
específica, pues están diseñadas de modo de atender útilmente a las necesidades
68 José Miguel Valdivia

públicas en cada ámbito en que se desenvuelvan. No todos los organismos pú-


blicos tienen la misma configuración, la que varía fundamentalmente en consi-
deración al peso propio de dos variables: una política y otra más bien técnica,
vinculada al cumplimiento neutral de una línea de acción política. La articulación
de los organismos integrantes de la administración del Estado depende, al menos,
de esas dos consideraciones, de lo que resulta que la organización administrativa
es una de las principales herramientas del discurso y la praxis políticos.
Ese enfoque se muestra con evidencia en los procesos de reforma del Estado
o de rearticulación de sus componentes. Más allá de los discursos a favor o en
contra del “tamaño del Estado”, es usual que la asunción de nuevas responsabi-
lidades por parte de la administración se canalice mediante la creación o reconfi-
guración de estructuras administrativas. Los procesos de reforma del Estado, que
normalmente suponen una racionalización y simplificación de sus estructuras,
también dependen de modificaciones orgánicas significativas, articuladas en vista
de la mejor satisfacción de necesidades públicas.

Capítulo 2
Competencia organizacional
57. ¿A quien corresponde definir la organización de la administración del Es-
tado? La organización administrativa siempre supone articulación de oficinas u
otras estructuras administrativas. En una dimensión importante, esa articulación
se desarrolla en el mundo puramente material (pues para echar a andar una ofi-
cina se requiere espacio físico, personal y algunos recursos materiales), pero para
su reconocimiento oficial se requiere de operaciones formales mediadas por el
derecho.
Con la rúbrica “potestad organizatoria” de la administración, la doctrina de-
signa los modos de creación o configuración de las unidades administrativas del
Estado, sea que estén radicados en el legislativo o en la propia administración.
En buenas cuentas, no se trata de una auténtica potestad pública, sino de una
denominación cómoda de una diversidad de cuestiones emparentadas temática-
mente, en torno a las cuales el sistema constitucional distribuye competencias
normativas.
En el derecho comparado no hay recetas uniformes sobre estas materias. Al-
gunos regímenes son bastante flexibles, permitiendo al gobierno o a organismos
administrativos determinar, dentro de ciertos límites, su propia configuración. Así,
por ejemplo, en países como Francia o España el jefe de gobierno puede deter-
minar los ministerios con que pretende gobernar (mediante operaciones admi-
nistrativas, no por ley). En contraste, el modelo chileno se caracteriza por una
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 69

mayor rigidez, toda vez que la organización se define por ley. La distribución de
competencias normativas respecto de esta materia tiene por telón de fondo la
tensión entre la necesidad de una gestión administrativa ágil y la participación de
las minorías parlamentarias en la definición de lineamientos básicos de la acción
pública, del tamaño del aparato del Estado y del gasto público.
Para el mejor entendimiento de la materia, conviene analizar separadamente el
papel de la ley, el que ha desempeñado en Chile la Ley de Bases de la Administra-
ción del Estado, que opera como una especie de ley general de organización admi-
nistrativa, y el rol que cabe a la misma administración en su propia organización.

(a) El papel de la ley en la configuración de la organización administrativa


58. La Constitución entrega directamente a la ley la configuración orgánica de
la administración del Estado; la ley a que se refiere es, en principio, una ley simple,
de iniciativa exclusiva del Presidente de la República. La norma pertinente indica:
“Corresponderá, asimismo, al Presidente de la República la iniciativa exclusiva para:
Crear nuevos servicios públicos o empleos rentados, sean fiscales, semifiscales, autóno-
mos o de las empresas del Estado; suprimirlos y determinar sus funciones o atribuciones”
(artículo 65, inc. 4 N° 2).

La terminología ahí empleada para identificar las instituciones integrantes de


la administración es arcaica. Para el argot administrativo antiguo, mientras los
servicios públicos “fiscales” corresponden a los que forman la administración cen-
tralizada del Estado, los “semifiscales” integran la administración descentralizada
y, por eso, cuentan con alguna esfera de autonomía. Así las cosas, en principio la
regla tiene un campo de aplicación tendencialmente comprensivo de la totalidad
de la administración del Estado. La regla en análisis no deja mucho espacio a la
especulación: la creación de instituciones administrativas sólo puede efectuarse
por ley (que, además, debe tener origen en una iniciativa presidencial). En síntesis,
sólo el legislador puede dar forma a la administración.
A pesar de la amplitud del texto, la misma Constitución contempla una serie
de organismos que cumplen funciones grosso modo administrativas, dotadas de
un estatuto de autonomía frente al gobierno, y que las prácticas vigentes designan
como “autonomías constitucionales”. En general, la plena autonomía respecto del
poder presidencial sólo puede ser consagrada por regla constitucional, atendida
la extensión de las competencias del Presidente de la República (a quien “corres-
ponde” la administración del Estado, art. 24 inc. 1). Por cierto, la configuración
de detalle de estos organismos también requiere de disposiciones legislativas, cuya
aprobación, por excepción a la regla general, requiere de las formalidades propias
70 José Miguel Valdivia

de las leyes orgánicas constitucionales (salvo para el Consejo Nacional de Televi-


sión: ley de quorum calificado).
La Constitución exige una ley de quorum calificado para autorizar al Estado o
a sus organismos para desarrollar o participar en actividades empresariales (art.
19 N° 21). De aquí que en algún grado la creación de las empresas del Estado
requiera de este tipo de ley, sin perjuicio de que los aspectos organizativos (o in-
cluso, su supresión) puedan ser abordados por leyes simples.
En contraste, la exigencia de una previsión legislativa en este terreno se ha
entendido compatible con la simple habilitación legal conferida a organismos ad-
ministrativos para crear otras figuras orgánicas auxiliares a la función administra-
tiva, pero que no integren propiamente la administración del Estado. Así ocurre
con diversas instituciones, de forma corporativa o fundacional, creadas conforme
a procedimientos de derecho privado. Tratándose de las “sociedades del Estado”,
su creación y organización también se efectúa mediante procedimientos de dere-
cho privado, requiriéndose en todo caso una autorización conferida por ley de
quorum calificado (en razón de integrar también el Estado empresario).

(b) La LOCBGAE
59. En principio, el legislador es soberano para determinar la configuración
orgánica de las instituciones administrativas. Sin embargo, la Constitución prevé
que “la organización básica de la Administración Pública” sea determinada por
ley orgánica constitucional (art. 38, inc. 1); esa ley es la Ley 18.575, Orgánica
Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado.
La LOCBGAE es uno de los primeros cuerpos legales que abordaran la admi-
nistración del Estado desde una perspectiva conjunta, sometiéndola a estándares
comunes. Eso explica que varias de sus disposiciones tengan un radio de acción
transversal a los distintos cuerpos administrativos del Estado; así ocurre con los
títulos I (“Normas generales”), III (“De la probidad administrativa”) y IV (“De la
participación ciudadana en la gestión pública”), que definen principios generales
aplicables tanto a la organización como al funcionamiento de los órganos admi-
nistrativos.
El título II de la LOCBGAE encierra diversas reglas sobre organización admi-
nistrativa, que contribuyen a delinear una fisonomía similar para los organismos
administrativos más comunes (dejando a salvo a aquellos que se rigen por normas
especiales, como las autonomías constitucionales, las Fuerzas Armadas y de Or-
den y Seguridad Públicas, los Gobiernos Regionales, el Consejo para la Transpa-
rencia y las empresas públicas creadas por ley). Estas reglas comunes determinan
la estructura jerarquizada de las oficinas administrativas, los modos de organiza-
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 71

ción interna, las técnicas de atribución de competencias entre sus organismos y


algunos mecanismos de coordinación entre ellos.
En suma, la soberanía del legislador en la configuración de los organismos
administrativos aparece algo disminuida frente a los estándares organizativos de
la LOCBGAE. Ciertamente el legislador puede adoptar una configuración distinta
a la prevista por esa ley, con tal de preverse por norma orgánica constitucional.

(c) La auto-organización administrativa


60. ¿Cuánto margen de acción tiene la administración para organizar sus pro-
pias estructuras internas?
En aras de una mayor eficiencia en el funcionamiento de los servicios públicos es
deseable que la autoridad a cargo pueda estructurar su modo de trabajo, configurando
sus oficinas internas. En algún grado puede hacerlo mediante instrumentos de gestión
de personal o a través de operaciones administrativas como la delegación del ejercicio
de competencias. Sin embargo, para que esa articulación tenga alguna permanencia en
el tiempo se requiere de instrumentos normativos más sólidos. En este plano, la herra-
mienta que está en manos de la administración es el reglamento. Por eso, la definición
de aquel margen de acción es inversamente proporcional al ámbito de competencias
reconocido al legislador en la materia (mediante “reservas de ley” — cf. § 180).
No hay recetas uniformes en las prácticas legislativas sobre la materia. Algunos
textos orgánicos son excesivamente detallistas mientras otros contemplan una re-
gulación minimalista de la estructura administrativa respectiva. Hasta hace poco
la jurisprudencia constitucional se mostraba sumamente rígida en el entendimien-
to de la reserva de ley sobre esta materia, declarando inconstitucionales precep-
tos legales que habilitaban a la administración a definir estructuras organizativas
mediante reglamentos. Un reciente giro jurisprudencial ha tendido a la flexibili-
dad, reconociendo que tras la entrada en vigencia de la LOCBGAE (sobre todo
entendida como ley de bases, necesitada de desarrollo por normas subalternas) no
existe mayor obstáculo en que se determine reglamentariamente la organización
interna de un organismo administrativo, por ejemplo, en la medida en que éste
fuere creado previamente por ley y tal ley regule su “organización básica” (TC, 16
de enero de 2013, Proyecto de Ley que crea el Ministerio del Deporte, Rol 2367).
En suma, en el estado actual del derecho la potestad reglamentaria tiene abier-
to un campo potencialmente amplio para la configuración de las estructuras or-
ganizativas de determinado servicio público, sin perjuicio de la definición legis-
lativa de aspectos elementales, como su fisonomía básica (p. ej., centralizado o
descentralizado) y la identificación de los órganos internos que tengan atribuidas,
también por ley, competencias específicas.
72 José Miguel Valdivia

Capítulo 3
Las categorías dogmáticas del derecho
de la organización administrativa
61. La teoría de la organización administrativa del Estado se sustenta en un
conjunto de conceptos fundamentales, cuya identificación es indispensable para la
comprensión de la materia. Estos conceptos se refieren tanto a los arquetipos de
figuras subjetivas que conforman la administración del Estado –y, en general, to-
da organización jurídica– (párrafo 1), como a la posición jurídica en que pueden
encontrarse (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. LAS FIGURAS SUBJETIVAS


62. Son fundamentalmente de dos órdenes, aunque la terminología vulgariza-
da de la práctica obligue a incluir otros conceptos. La administración está con-
formada por personas jurídicas, como el Estado o las municipalidades (sección
1), que actúan por medio de órganos, como los ministros o los alcaldes (sección
2). Las unidades organizativas de las personas jurídicas administrativas podrían
denominarse organismos (como los ministerios).

Sección 1. Las personas jurídicas públicas


(a) Conceptualización
63. Ante todo, la principal categoría que el derecho moderno reserva para las
organizaciones sociales es la de persona jurídica. Según una concepción amplia-
mente difundida, una persona jurídica es un “centro de imputación de relaciones
jurídicas” (Kelsen). En cuanto las organizaciones sociales son meras construccio-
nes intelectuales, reconocerles personalidad jurídica importa asignarles un trata-
miento análogo al que merecen las personas naturales, como sujetos de derecho,
titulares de derechos y de obligaciones o, más ampliamente, de posiciones jurídi-
cas activas y pasivas.
Por cierto, numerosas organizaciones sociales carecen de personalidad y, en
consecuencia, existen sólo como fenómenos de hecho. Si se tratara de organiza-
ciones estatales o de orden político, existirían prácticamente como puras manifes-
taciones de fuerza o dominación de unos individuos o grupos sobre otros. El reco-
nocimiento de la personalidad jurídica de tales organizaciones supone dotarlas de
un status jurídico y someterlas al derecho; supone entenderlas como un fenómeno
jurídico, regido por el derecho y válido en la medida que éste lo reconoce. Por
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 73

eso, la identificación de los organismos administrativos como personas jurídicas o


como integrantes de personas jurídicas es de enorme trascendencia.
Desde su teorización moderna, la idea de personalidad jurídica ha sido un ar-
tificio técnico que ha facilitado la incorporación al derecho administrativo de un
conjunto de nociones derivadas o conexas. Así ocurre, entre varias otras, con las
nociones de patrimonio, responsabilidad o proceso. Toda persona, por entenderse
sujeto de derechos, es capaz de adquirir bienes y derechos, de contraer obligacio-
nes o asumir cargas, etc. y, por eso, el patrimonio es un atributo de la personali-
dad. Así, aunque haya patrimonios sin personalidad, no se conciben personas sin
patrimonio; esta idea también es extensible a las personas públicas. Por otro lado,
en tanto la personalidad permite identificar un patrimonio, también hace posible
la idea misma de responsabilidad, pues contra ese patrimonio se hacen efectivas
las responsabilidades pecuniarias derivadas de accidentes u otros hechos dañosos;
en gran medida, la responsabilidad del Estado es tributaria de la personalidad del
Estado. En fin, la capacidad para ser parte en un juicio es consustancial a la no-
ción de persona; por eso, el reconocimiento de la personalidad de la administra-
ción permite emplazarla en juicio y conferirle posibilidades de actuación procesal
análogas a las de los otros justiciables.

(b) Variedad de personas jurídicas públicas


en el derecho administrativo chileno
64. En el derecho positivo chileno la personalidad jurídica se reconoce a las per-
sonas públicas mediante norma de jerarquía legal. El único texto de alcance general
que lo prevé así se refiere a los servicios públicos personificados (LOCBGAE, art.
29), pero la práctica es uniforme en tal sentido y la cuestión no ofrece dudas.
65. Ante todo, la personalidad jurídica es un atributo reconocido al Estado y
que, en tal calidad, alcanza a la administración central. Así lo dispone el Código
Civil, al concebir como corporaciones o fundaciones de derecho público a “la
nación, el fisco, las municipalidades… y los establecimientos que se costean con
fondos del erario”, entendiendo que se someten a un ordenamiento especial dis-
tinto del derecho civil, vale decir, el derecho público (art. 547, inc. 2, incluido en
el Título XXXIII del Libro I, relativo precisamente a las personas jurídicas).
Esta disposición ha facilitado el entendimiento de una materia que ha suscita-
do viva discusión doctrinal en el derecho comparado. En el derecho español, en
particular, no se han disipado por completo las dudas en torno a la personalidad
jurídica del Estado: algunos estiman que recae sobre la administración del Esta-
do, mientras otros piensan que sobre el Estado mismo. En el derecho chileno, la
personalidad jurídica del Estado recubre tanto al complejo orgánico de la admi-
74 José Miguel Valdivia

nistración central, como a los demás órganos que lo integran y que no cuentan
con personalidad jurídica propia, esto es, el Congreso Nacional y el Poder Judicial
y todos los tribunales que lo componen. La práctica chilena, con fundamento
formal en la regla antes aludida (pero con antecedentes remotos romanos y ger-
mánicos) designa como Fisco al Estado. Debe advertirse que uno de los pilares del
derecho internacional consiste en la personalidad jurídica del Estado, la que recu-
bre a la integralidad de instituciones de naturaleza pública del país (incluyendo a
aquellas que, conforme al derecho interno, tienen personalidad propia).
66. La atribución de personalidad jurídica a determinados organismos públicos
importa su reconocimiento como sujetos de derecho dotados de capacidad jurídica;
por lo mismo, supone un grado de autonomía importante. De aquí que la ley con-
figure a determinadas unidades organizativas de la administración como personas
jurídicas en sí mismas, cuando se estima necesario conferirles cierta autonomía de
gestión. Precisamente en eso consiste el mecanismo técnico de la descentralización:
la configuración de un organismo administrativo separado del Estado (es decir, de
la administración central del Estado), que cuenta con personalidad jurídica propia
–y, por extensión, con patrimonio propio– y, luego, dotado de un grado importante
de autonomía respecto del poder central. La definición legal recoge estos rasgos:
“Los servicios descentralizados actuarán con la personalidad jurídica y el patrimonio
propios que la ley les asigne y estarán sometidos a la supervigilancia del Presidente de la
República a través del Ministerio respectivo” (LOCBGAE, art. 29).
La descentralización puede configurarse tanto en consideración a criterios
territoriales como funcionales o de especialización sectorial, o a una combina-
ción de ambos. Son personas jurídicas descentralizadas de alcance territorial las
municipalidades (a escala comunal o local) y los gobiernos regionales (a escala
regional). Son personas jurídicas descentralizadas funcionalmente los variados
servicios públicos e instituciones administrativas a quienes la ley ha atribuido
personalidad jurídica; entre muchas otras, las superintendencias o las empresas
públicas creadas por ley pertenecen a esta categoría. En fin, es especial el caso de
los servicios de vivienda y urbanización (“Serviu”), de los servicios de salud y de
los servicios locales de educación, porque se trata de organismos especializados
en cuanto a sus funciones, pero cuyas competencias se circunscriben a un ámbito
territorial acotado (a una región, una comuna o una parte de ellas, etc.).

(c) Universalidad y especialidad de objeto


de las personas jurídicas públicas
67. Las personas administrativas de alcance territorial (ante todo, el Estado
mismo y, además, los gobiernos regionales y las municipalidades) tienen un ámbi-
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 75

to de competencias tendencialmente comprensivo de la totalidad de asuntos de in-


terés general relativos al territorio cubierto por sus atribuciones. Así se desprende
de las referencias al “bien común”, al “desarrollo social, cultural y económico” de
la región o a la satisfacción de “las necesidades de la comunidad local”, que de-
terminan el ámbito de las misiones del Estado, de los gobiernos regionales o de las
municipalidades (Constitución, arts. 1, 111 y 118). Por cierto, esta universalidad
del “giro” u objeto de las personas jurídicas territoriales debe armonizarse con la
necesidad de una atribución legal expresa de las potestades con que cuentan para
cumplir sus fines.
En contraste, las personas jurídicas estatales de alcance meramente funcional
están sujetas, conforme a una opinión doctrinal bien difundida, a un principio
de especialidad. Las funciones de estos organismos personificados se limitan al
ámbito específico de intereses sectoriales que justifica atribuirles personalidad. El
principio de especialidad guarda estrecha conexión con el principio de especiali-
dad de giro inherente a la regulación de las personas jurídicas de derecho privado,
conforme al cual su capacidad adquisitiva y de obligarse se circunscribe a lo ne-
cesario para la consecución de su giro u objeto. En la práctica, la observancia del
principio de especialidad es de particular importancia respecto de las empresas
del Estado.

Sección 2. Los órganos públicos

(a) Conceptualización
68. La persona jurídica es, conforme a una doctrina ampliamente aceptada
(asociada al nombre de Savigny), una ficción jurídica. En otras palabras, no tiene
existencia real en el mundo físico, sino que consiste en una entelequia conceptual
desarrollada por el derecho para explicar mejor ciertos fenómenos jurídicos. Esta
concepción plantea una dificultad importante a la hora de determinar cómo actúa
la persona jurídica en el mundo jurídico.
Inicialmente, se pensó que lo hacía mediante representantes, como en derecho
privado; pero esta idea suscita nuevas preguntas. Ante todo, determinar la fuente
de esa representación plantea dudas insalvables, porque no podría provenir de
un simple contrato (como el mandato), desde que la celebración de este contrato
necesitaría la concurrencia de una voluntad que la persona jurídica no es capaz
de manifestar por sí misma. En seguida, aún de encontrar una fuente aceptable, la
idea misma de representación presta poca utilidad para explicar el funcionamien-
to del Estado, que, en el contexto de la modernidad, supone un poder impersonal,
no vinculado a la identidad de la persona que detenta pasajeramente el poder.
76 José Miguel Valdivia

La doctrina alemana del siglo XIX ideó la imagen alegórica del órgano, su-
bentendiendo que, al igual como ocurre con un cuerpo físico, la persona jurídica
cuenta con estructuras internas que cumplen funciones por ella. Dado que los
órganos son animados por personas naturales (de carne y hueso), finalmente son
capaces de prestarle su voluntad a la persona jurídica. La noción jurídica del
órgano da así una respuesta aceptable al problema de los actos de las personas
jurídicas estatales: la voluntad del órgano es la voluntad de la persona jurídica y,
entonces, los actos del órgano son los actos de la persona jurídica.
En la noción de órgano confluyen aspectos subjetivos y objetivos que la doc-
trina italiana (siguiendo planteamientos del derecho canónico) describe con el
complejo término de oficio, que se declina en munus y officium. Aquí basta con
entender que el órgano requiere el concurso de una persona natural o de un co-
legio de personas naturales, pero a la vez de cierta estructura legal que es la sede
de los atributos institucionales del mismo, que podría designarse como “cargo”.
Dicho en palabras sencillas, el órgano se conforma de una persona que detenta un
cargo determinado, dotado de competencias legales. Por ejemplo, en una munici-
palidad el órgano principal es el alcalde, cargo que se hace operativo cuando es
servido por un ciudadano electo para cumplir tal función.
Podría intentarse una síntesis reconociendo la calidad de órgano a los titulares de
estructuras organizacionales de alguna persona administrativa, dotados de poder de
decisión. Por cierto, hay órganos que no toman decisiones en sentido estricto (es decir,
no resuelven adoptando actos que supongan atribución de derechos u obligaciones
o, más ampliamente, ventajas o cargas), sino que participan en la administración
mediante competencias de otro orden, por ejemplo, sólo orientativas. La idea para la
cual fue creada la noción alegórica de órgano es precisamente la necesidad de “pres-
tar” a la persona jurídica la expresión de estados del espíritu propios del hombre
(voluntad, deseo, juicio), idea que se adapta a las distintas funciones del poder.
De aquí se siguen dos consecuencias importantes. Por una parte, la determi-
nación de los órganos públicos corresponde, en el ordenamiento chileno, a la ley,
pues se trata de identificar a los titulares de competencias legales específicas. Por
otra, al interior de una misma estructura orgánica, el órgano convive con muchos
agentes públicos (en general, funcionarios) que no son órganos, en cuanto no tie-
nen atribuida por el ordenamiento la competencia para expresar oficialmente el
parecer de la administración.

(b) Órganos y organismos


69. La noción de órgano designa al titular de un cargo perteneciente a una
estructura organizativa de la administración, ya sea que esta estructura se sitúe al
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 77

interior de otra o tenga una identidad propia, a condición de que cuente con com-
petencias propias atribuidas por el orden normativo. Por ejemplo, en el ámbito
municipal son órganos tanto el alcalde como el director de obras municipales, que
es el jefe del departamento de obras municipales de la municipalidad, pero cuenta
con atribuciones distintas a las del alcalde.
En cualquiera de los casos, en torno al órgano surge una estructura organiza-
cional que coadyuva con él en el cumplimiento de sus tareas. Los jefes de servicios
públicos personificados cuentan normalmente con toda la estructura organizativa
del servicio. Los ministros, con un ministerio. Incluso el Presidente de la Repú-
blica –que prima facie ejerce su poder respecto de todo el gobierno y la adminis-
tración– cuenta con una estructura mínima adaptada a sus funciones, designada
como “presidencia”.
En algún grado, se produce una simbiosis entre el órgano y la estructura or-
gánica a la que pertenece. Esa apariencia unitaria explica el uso corriente de las
expresiones “órgano” “órgano público” u “órgano del Estado”, como denotativas
de cualquier estructura orgánica más o menos importante.
La práctica legislativa chilena es demostrativa de este uso (teóricamente) im-
propio de la voz órgano. La LOCBGAE, por sólo citar un ejemplo –elocuente,
dado el pretendido carácter técnico de la ley– pareciera distinguir entre “órganos”
y “servicios públicos” (arts. 1, 24, 46, 49), aunque también concibe a los servicios
públicos como órganos, o incluso como entidades dotadas de órganos. La ley
parece atribuir la calidad de órgano a la autoridad de la cual emana cierto acto
administrativo (art. 10), pero en seguida confiere la misma calidad a instituciones
administrativas enteras, de dimensiones e importancia variables (art. 21); es más,
algunas de ellas, como las empresas públicas creadas por ley, están dotadas de
personalidad jurídica y conceptualmente no pueden ser órganos. Varios ejemplos
más muestran que en los textos del derecho positivo es usual que la expresión
“órgano” carezca de gran precisión técnica.
Tal vez por comodidad podría usarse la voz “organismo” para designar a las
estructuras organizativas relevantes, a fin de disipar todo equívoco sobre esta
materia.

(c) Tipos de órganos


70. Los órganos públicos pueden distinguirse en razón de las funciones que es-
tán llamados a cumplir (órganos activos versus órganos de control, por ejemplo),
pero el régimen jurídico de estas categorías de órganos varía precisamente con el
estatuto de esa función. Desde la perspectiva puramente orgánica, la distinción
78 José Miguel Valdivia

más relevante concierne a los órganos unipersonales y los órganos colegiados; la


organización y el funcionamiento de estos órganos son muy diferentes.
La configuración del órgano unipersonal es sencilla: se trata de un órgano
servido únicamente por una persona, quien detenta las competencias que la ley le
atribuye y las ejerce de modo unilateral.
El órgano colegiado, en cambio, es aquel cuya voluntad es expresada mediante
el acuerdo de un conjunto de personas llamadas por la ley a hacerlo; un ejemplo
de estos órganos está dado por el concejo municipal, integrado por los concejales
(en el número que la ley determina, que varía en función del tamaño de la pobla-
ción comunal). El funcionamiento de los órganos colegiados no está reglamenta-
do con carácter general, salvo en cuanto a la instrumentación y puesta en práctica
de sus acuerdos: “Las decisiones de los órganos administrativos pluripersonales
se denominan acuerdos y se llevan a efecto por medio de resoluciones de la auto-
ridad ejecutiva de la entidad correspondiente” (LBPA, art. 3, inc. 7). El carácter
fragmentario de esta regulación deja sin respuesta segura una serie de preguntas
importantes respecto de esta materia, como las formalidades de constitución del
órgano colegiado (en cada sesión que celebre), los quórums de constitución y de
acuerdos, la manera de expresión de los votos de cada uno de sus integrantes, el
carácter dirimente o no del voto del presidente, etc.; usualmente estas materias
son cubiertas por reglas especiales dictadas para cada institución en particular.

(d) La imputación de los actos del órgano a la persona jurídica


71. En el análisis clásico de Kelsen, el problema del Estado es ante todo “un
problema de imputación”, es decir, de definición de las condiciones según las cua-
les ciertas acciones humanas deben ser consideradas como acciones del Estado.
En esta perspectiva, “se llama ‘órganos’ del Estado a aquellos individuos cuyas
acciones son precisamente consideradas como actos del Estado”. El autor ponía
de manifiesto que la principal ventaja de la teoría del órgano consistía en definir
un mecanismo de imputación de los actos de ciertos agentes públicos al Estado y
demás personas públicas.
Para que opere tal imputación se requiere de dos series de exigencias: regula-
ridad de la designación del órgano, y cumplimiento de las funciones asignadas.
72. En el plano subjetivo, se debe cumplir con lo que la Constitución chilena de-
signa como investidura regular de los integrantes de los órganos públicos (art. 7). La
expresión denota regularidad del procedimiento de designación del agente llamado
a cumplir funciones por cuenta del Estado u otra persona pública, sea una elección
popular, un nombramiento efectuado por otra autoridad o algún otro mecanismo. En
general, la designación o llamamiento debe ser seguida de la aceptación o asunción
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 79

del cargo, para que la investidura quede perfecta. Debe advertirse que, no obstante el
rigor constitucional del requisito, en diversos ordenamientos –incluido el chileno– en
ocasiones se imputa a la persona pública las actuaciones de un órgano constituido
irregularmente. Las hipótesis más aceptables, que por lo común se identifican como
ilustraciones de una teoría del funcionario de hecho, son las de (i) nombramiento
irregular del órgano e (ii) ilegalidad temporal de su actuación, que cubre casos de an-
ticipación y prolongación de funciones (a las que se refieren los artículos 63 de la LO-
CBGAE y 16 del EA). Es por completo anómalo que se imputen a la administración
los actos de personas sin ninguna investidura oficial como agentes administrativos,
porque revelarían una inadmisible usurpación de funciones estatales; pero la conside-
ración de la confianza en la apariencia podría conducir a soluciones matizadas.
73. El otro requisito, de carácter objetivo, corresponde al desempeño de las
funciones propias del órgano. Es obvio que no se imputa a la persona jurídica el
desempeño de actividades privadas por el servidor público titular del órgano, sino
únicamente lo que corresponda a sus funciones públicas. La doctrina comparada
agrega que, para que la imputación opere, el desempeño de las funciones estatales
debe traducirse en actos que guarden un mínimo de apariencia de regularidad y
legalidad, de modo que no se imputan aquellos actos groseramente ajenos a la
esfera de competencia o de decisión del órgano.
74. El concepto de imputación se emplea aquí en el sentido de atribución de un acto
jurídico (sea un acto administrativo, un contrato de la administración o alguna otra
categoría relevante de actuaciones adoptadas en ejercicio de potestades públicas) a una
persona jurídica. A veces, la voz imputación se emplea también en el contexto de la
responsabilidad, sobre todo extracontractual, a fin de achacar a una persona las conse-
cuencias de los actos de otra; así ocurre, por ejemplo, en la responsabilidad por hecho
ajeno. Conviene dejar en claro, descartando un planteamiento de la literatura antigua,
que en el plano de la responsabilidad del Estado la teoría del órgano no juega ningún
papel significativo. Se imputan a las personas públicas tanto los hechos cometidos por
sus órganos en sentido estricto, que usualmente son sus directivos superiores, así como
los de sus meros funcionarios (o incluso de terceros que, aun sin tener calidad funcio-
naria, actúan dentro de un organismo administrativo bajo las órdenes de sus superio-
res). Para efectos de la responsabilidad, sobre todo en el muy preponderante sistema
de responsabilidad por falta de servicio (esto es, por culpa), la imputación fluye por un
cauce completamente distinto al de la teoría del órgano de las personas jurídicas.

(e) Subrogación del órgano


75. Una de las notas distintivas de la noción técnica de órgano es su continuidad
en el tiempo; la idea de órgano tiene un marcado carácter impersonal, que facilita
80 José Miguel Valdivia

la imputación de los actos del órgano a la persona pública, con prescindencia de


la identidad específica del agente que sirva momentáneamente el cargo respectivo.
En este plano, en razón del objetivo de continuidad de las funciones estatales
(principio de continuidad del servicio público, según la terminología de la literatura
clásica, que ha hecho suya la jurisprudencia administrativa), la vacancia temporal
del cargo constitutivo de un órgano determina la subrogación legal por otro agente,
de modo de asegurar sin interrupciones el funcionamiento de la institución.
La subrogación está regulada desde antiguo en el Estatuto Administrativo (y
paradójicamente no en la LOCBGAE). Conforme a la definición legal, el subro-
gante es el funcionario que por el solo ministerio de la ley es llamado a desempe-
ñar el empleo de otro que por cualquier causa esté impedido de servir su cargo
(art. 4, inc. final). La subrogación recae en el funcionario de la misma unidad que
siga al impedido en el orden jerárquico, y siempre que reúna los requisitos para
desempeñar el cargo (art. 80). En determinados casos (cargos de confianza o au-
sencia de funcionarios que cumplan las condiciones para el cargo) la autoridad
facultada para efectuar el nombramiento podrá determinar otro orden de subro-
gación (art. 81).

PÁRRAFO 2. LAS POSICIONES JURÍDICAS


DE LAS FIGURAS SUBJETIVAS
76. La configuración de las estructuras orgánicas de la administración está de-
terminada, además, por su posición jurídica, sea en abstracto o en relación con las
demás. En abstracto, los organismos se conciben por referencia a su competencia
(sección 1). En relación al centro de poder, los conceptos fundamentales son los
de jerarquía y supervigilancia (sección 2). Conviene también revisar las relaciones
que pueden trabar los organismos entre sí (sección 3).

Sección 1. La competencia

(a) Conceptualización
77. En términos sintéticos, la competencia es el atributo de los órganos públi-
cos que determina su titularidad respecto de determinadas potestades o poderes.
Según una definición que ha alcanzado alguna difusión, la competencia es “la me-
dida de la potestad que corresponde a cada ente y, dentro de éste, a cada órgano”
(García de Enterría). Mientras la noción de potestad designa una posición jurídica
activa (bajo algunos respectos, análoga a la de derecho subjetivo), que se radica en
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 81

la persona jurídica de que se trata, la noción de competencia identifica al órgano


encargado de ejercerla.
En el lenguaje usual, las voces potestades o facultades, atribuciones o compe-
tencias se emplean muchas veces de modo indiferenciado. Sin embargo, en térmi-
nos rigurosos la idea de competencia tiene un tecnicismo mayor, que da cuenta de
su importancia.
Sólo en un sentido impreciso puede hablarse de atribución de competencias a
organismos administrativos (o instituciones o servicios públicos, etc.). Las com-
petencias siempre conciernen a tal o cual órgano, entendido en sentido técnico,
como autoridad estatal dotada de poder de decisión, cuyos actos se imputan a la
persona pública correspondiente. Las competencias corresponden al Ministro (y
no al Ministerio), al Contralor (no a la Contraloría), al Presidente de la República
(no a la “Presidencia”). Por cierto, como las estructuras administrativas se cons-
truyen en torno a los órganos específicos, la confusión terminológica es muchas
veces irrelevante.
La atribución de competencias se justifica por un propósito de división del
trabajo. En principio, las diversas oficinas o reparticiones públicas existen precisa-
mente en razón de esa distribución de tareas; no tendría mucho sentido que todos
los organismos administrativos se crearan para cumplir el mismo tipo de funcio-
nes. Correlativamente, la atribución de competencias denota la especialización del
organismo para gestionar cierto orden de cuestiones, de modo que la intervención
de otros en ese orden de materias se tiene por una interferencia perjudicial al buen
orden administrativo y contraria a la ley.
Los criterios que determinan la atribución de competencias pueden ser funcio-
nales (en razón de la materia, esto es, la índole de asuntos o intereses sectoriales
a que se refieren), territoriales (en consideración al espacio geográfico de que se
trate) o jerárquicos (relativos a la posición del órgano dentro de la estructura ad-
ministrativa relevante).
El paradigma teórico es la competencia exclusiva, que supone atribución pri-
vativa de ella a determinado órgano, con exclusión de los demás. Sin embargo,
puede haber competencias concurrentes, en que dos o más órganos cuentan con
atribuciones para intervenir en determinado orden de cosas, debiendo coordinar-
se entre sí para la cumplida satisfacción de las necesidades públicas.

(b) Atribución de competencias


78. La atribución de competencias es tarea del legislador, que no puede ser
suplida por la administración misma (Constitución, arts. 7 y 65 inc. 4, N° 2).
82 José Miguel Valdivia

Por lo general, las competencias incumben al órgano superior jerárquico de la


estructura organizativa de la administración.
Tal configuración puede ser razonablemente apropiada en organismos admi-
nistrativos de estructura sencilla o de dimensiones reducidas, como las munici-
palidades o algunos servicios personificados (radicando las competencias en el
alcalde o el director del servicio). Sin embargo, tratándose del Estado, supondría
concentrar en manos del jefe de la administración –esto es, el Presidente de la
República– un conjunto muy amplio de decisiones, que sería humanamente ina-
barcable e institucionalmente muy inconveniente.
Por razones de buena gestión administrativa, el derecho administrativo con-
templa dos series de figuras que permiten atribuir competencias o su ejercicio
a órganos subalternos dentro de la jerarquía de las instituciones o estructuras
organizativas. Estas figuras, que alguna doctrina designa como traslaciones com-
petenciales, son la desconcentración y la delegación.

(i) Desconcentración
79. La desconcentración supone la transferencia por ley de una competencia
desde los órganos superiores a los inferiores de un mismo organismo público.
Una definición legal de alcance tendencialmente general la identifica como “la ra-
dicación por ley de atribuciones en determinados órganos del respectivo servicio”
(LOCBGAE, art. 33, inc. final).
En la medida que siempre requiere de una ley que la materialice, la desconcen-
tración apenas es una excepción al sistema. Por cierto, la desconcentración altera
el arquetipo de la organización administrativa jerarquizada, pero ese modelo es
difícilmente conciliable con la complejidad de las administraciones modernas y,
por razones pragmáticas, debe ser flexibilizado.
Muchas veces la desconcentración importa crear una estructura administrativa
dentro de otra (es decir, un centro decisional propio, destinado a permanecer en
el tiempo, aunque no requiera de grados significativos de autonomía); así ocurre,
por ejemplo, con todos los Ministros de Estado, que son órganos desconcentra-
dos del Presidente de la República. En ocasiones, la desconcentración sólo recae
en órganos a cargo de unidades internas de una estructura administrativa, cuyas
funciones se ejercen separadamente respecto de los demás órganos; por ejemplo,
los subsecretarios son órganos desconcentrados de los distintos ministros a que
se refieren. La desconcentración sirve también para agilizar la gestión de un or-
ganismo administrativo en el plano territorial, mediante la atribución directa de
competencias a órganos situados en la región o en otras divisiones internas del
territorio; así, los secretarios regionales ministeriales son órganos desconcentra-
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 83

dos de los ministros respectivos, en la región a que se refieran. Este rápido repaso
muestra la versatilidad de la figura, que se encuentra prácticamente en todos los
campos de la organización administrativa.
Al sustraer un ámbito decisional del jefe de la institución, la desconcentración
consigue un efecto similar al de la descentralización. Sin embargo, a diferencia
de lo que ocurre en la descentralización, el órgano desconcentrado no constituye
una persona jurídica ni tiene patrimonio diferente de aquellos que pertenecen a la
estructura superior. Por otra parte, el órgano desconcentrado permanece jerárqui-
camente subordinado al órgano superior, pero el vínculo de jerarquía se debilita
respecto de las materias objeto de la desconcentración (p. ej., no procede el recur-
so jerárquico y, en general, el superior carece de poder de avocación).

(ii) Delegación
80. La delegación importa transferencia del ejercicio de una competencia, efec-
tuada por decisión del jerarca (delegante) hacia uno de sus subalternos (delegado).
La materia está regulada con alcance general en el artículo 41 de la LOCBGAE.
La delegación se efectúa mediante acto administrativo (y no por ley, como la
desconcentración). Por lo mismo, la delegación es revocable mediante un acto ad-
ministrativo posterior (es “esencialmente revocable”, según el art. 41, inc. 1, letra
e). De aquí que la delegación tenga una nota de precariedad importante, que la
expone a su discontinuidad en el tiempo. En razón de su modo de configuración,
la delegación no da origen a una estructura administrativa distinta; sólo es una
medida de gestión del trabajo de un organismo administrativo. La delegación sólo
cabe al interior de una misma estructura administrativa, toda vez que el delegado
debe ser funcionario de la dependencia del delegante (art. 41, inc. 1, letra b); a
diferencia de lo que puede ocurrir en alguna experiencia comparada, en el dere-
cho chileno no cabe una delegación entre organismos administrativos, sino sólo
al interior de un único organismo.
Conceptualmente, la delegación no importa –ni puede importar– transferencia
de la competencia. La competencia (como la potestad de que precede) es en sí
misma inalienable, intransferible, irrenunciable e imprescriptible; por eso, la dele-
gación sólo puede recaer sobre el ejercicio de esa competencia. En consecuencia,
no obstante la delegación las competencias siguen radicadas en el jefe superior,
quien puede recuperar su ejercicio mediante operaciones administrativas. Ahora
bien, mientras está vigente la delegación el delegante no puede avocarse los asun-
tos delegados: “El delegante no podrá ejercer la competencia delegada sin que
previamente revoque la delegación” (art. 41, inc. 2). La avocación por parte del
delegante está condicionada, pues, a la previa revocación del acto delegatorio.
84 José Miguel Valdivia

En otra muestra de la inidoneidad de la delegación para transferir competen-


cias, conforme a su regulación legal sólo procede respecto de materias específicas
(art. 41, inc. 1, letra a). De aquí que no cabría una delegación plena de las com-
petencias del superior.
Sin perjuicio de lo anterior, la responsabilidad por el ejercicio de las facultades
delegadas se radica en el delegado (art. 41, inc. 1, letra d). Por cierto, el delegante tam-
bién es responsable por su negligente dirección o fiscalización respecto del delegado.

• La “delegación de firma”

81. A diferencia de la delegación de competencias, la llamada delegación de


firma consiste simplemente en la autorización a un órgano inferior para firmar
las decisiones ya tomadas por el órgano delegante (LOCBGAE, art. 41, inc. final).
Conforme a las prácticas chilenas, el órgano inferior firma con la fórmula “por
orden de” la autoridad superior.
Al recaer simplemente en la firma de una decisión y no en su adopción, la de-
legación de firma no importa traslación de ejercicio de las competencias. Se trata,
en teoría, de una simple medida de gestión interna tendiente a reducir la carga de
trabajo de la autoridad firmante. Por lo mismo, tampoco envuelve modificación
de las responsabilidades, que siguen radicadas en el delegante, sin perjuicio de la
responsabilidad del delegado por negligencia en el ejercicio de la facultad dele-
gada. Ahora bien, dada su mayor flexibilidad e impacto en las responsabilidades,
no debe excluirse que en la práctica se la emplee como una delegación encubierta.
La delegación de firma se emplea usualmente respecto de decisiones tomadas
por el Presidente de la República. Como se sabe, “los reglamentos y decretos del
Presidente de la República deberán firmarse por el Ministro respectivo y no serán
obedecidos sin este esencial requisito” (Constitución, art. 35, inc. 1). Sin embargo,
“los decretos e instrucciones podrán expedirse con la sola firma del Ministro res-
pectivo, por orden del Presidente de la República, en conformidad a las normas
que al efecto establezca la ley” (inc. 2). Debe tenerse presente que a partir de los
términos empleados por la Constitución la jurisprudencia constitucional sostuvo
que la delegación de firma no cabía respecto de reglamentos presidenciales… a
pesar de contenerse formalmente en decretos (TC, 25 de enero de 1993, Plan Re-
gulador Intercomunal La Serena-Coquimbo, Rol 153).

Sección 2. La posición relativa respecto del centro administrativo


82. La unidad entre las distintas figuras orgánicas que integran la administra-
ción se canaliza por medio de las nociones de jerarquía y supervigilancia. Ambas
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 85

denotan, con mayor o menor intensidad, un modo de relación entre los distintos
componentes orgánicos o funcionariales de la administración.

(a) Jerarquía
83. Es la relación de dependencia que existe entre los distintos miembros de
una misma persona jurídica pública respecto de su jefe superior. Es la relación de
mayor intensidad que conoce el derecho administrativo en este campo.
La relación de jerarquía vincula a los agentes de la persona pública con su jefe;
es un elemento central de las relaciones funcionariales. Por cierto, esta relación
se ejerce a distintos niveles, desde los de menor a mayor relevancia. Así, en la
administración centralizada un funcionario de una oficina ministerial está jerár-
quicamente subordinado a su jefe, y éste al jefe de la sección respectiva, y éste al
jefe del respectivo departamento y éste al jefe de la división pertinente, y así hasta
llegar al Presidente de la República. Análogamente, en la administración descen-
tralizada, el director nacional del servicio es el superior jerárquico del personal de
su dependencia.
Por cierto, en razón de la institucionalización del poder en torno a los órganos
que constituyen la administración, también puede decirse –así como hacen distin-
tos cuerpos legales– que la relación de jerarquía vincula a los distintos organismos
de una misma persona pública con otros, o con la cúspide del sistema orgánico.
Conviene tener en cuenta que toda institución administrativa es en sí misma
jerarquizada. Desde luego, la administración central se reconduce al Presidente de
la República; pero cada organismo descentralizado también es una institución je-
rarquizada, en que el poder se reconduce al jefe superior (en las municipalidades,
por ejemplo, al alcalde).
Para el análisis de la relación de jerarquía corresponde examinar por separado
la posición del jerarca respecto del servicio y su posición respecto de los funcio-
narios que lo integran.

(i) Posición del jerarca respecto del servicio


84. En manos del jerarca recae la plenitud de las competencias atribuidas al
organismo de que se trate. Por eso, como ha dicho Daniel, mientras más centrali-
zada sea la institución, mayores poderes detentará el jerarca: normativos, deciso-
rios, sancionatorios, etc.
Teóricamente los empleados de la dependencia del jerarca solo cumplen tareas
materiales y no jurídicas, o, en este plano, auxiliares a la toma de decisiones que
86 José Miguel Valdivia

incumbe al superior jerárquico. Así, en la práctica muchas decisiones son prepa-


radas por el personal subalterno, que permanece formalmente oculto a los ojos de
los destinatarios de la acción administrativa.

(ii) Posición del jerarca sobre sus dependientes


85. Para la teoría, la jerarquía perfecta supone en el órgano superior un “poder
jerárquico” que le confiere total predominio sobre sus subalternos, y que se decli-
na en cuatro aspectos: potestad de mando o dirección, potestad de revisión o con-
trol, potestad disciplinaria y la potestad de adjudicar contiendas de competencia.

• Potestad de mando o dirección

86. El jerarca ejerce su predominio sobre el personal de su dependencia impar-


tiéndoles instrucciones, sean éstas generales, respecto de la totalidad de ellos, o
singulares, dirigidas a funcionarios concretos y específicos.
Las instrucciones de carácter general son de extraordinaria importancia. En
una terminología fluctuante, usualmente se estima que las circulares administra-
tivas son instrucciones de esta naturaleza. Sobre la materia la literatura es abun-
dante, preocupada de diferenciar adecuadamente las circulares de las normas re-
glamentarias, a pesar de su similitud formal. En verdad, si la fuente de la circular
es el predominio doméstico del jefe sobre su personal, el acto no puede tener
carácter normativo, con eficacia externa (hacia los ciudadanos). A lo más, cuenta
como un medio de expresión de la interpretación de la ley que el servicio seguirá
por un tiempo. Ahora bien, es inevitable que, en cuanto interpretación de la ley,
la circular tenga algún efecto sobre los ciudadanos. En definitiva, precisamente
para apreciar con cuánta fuerza legal la circular es oponible a los ciudadanos, es
relevante determinar bien su naturaleza normativa o meramente interpretativa.
Respecto de las instrucciones de carácter individual, la principal pregunta dice
relación con la posición jurídica del funcionario subalterno frente a ellas. En este
aspecto, el poder jerárquico tiene por correlato el deber de obediencia del funcio-
nario. Teóricamente, la obediencia puede ser más o menos intensa; en el derecho
chileno, el Estatuto Administrativo sienta (con carácter generalizable) el principio
de la obediencia reflexiva: “si el funcionario estimare ilegal una orden deberá repre-
sentarla por escrito, y si el superior la reitera en igual forma, aquél deberá cumplirla,
quedando exento de toda responsabilidad, la cual recaerá por entero en el superior
que hubiere insistido” (art. 62). Así, el funcionario puede excusarse de cumplir una
orden representando su ilegalidad; ahora bien, el jefe puede insistir en su criterio,
a lo cual el subalterno estará obligado, pero habiendo salvado su responsabilidad.
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 87

• Potestad de supervisión o control

87. El poder jerárquico supone en el superior atributos que le permiten fisca-


lizar el desempeño de sus subalternos. Esta fiscalización es de vital importancia
para el ejercicio de la potestad de mando (esto es, de las instrucciones que pueda
dirigir el jerarca a sus inferiores).
Sin embargo, conforme a la teoría, la ilustración más acabada de este poder
se encontraría en la revisión de los actos administrativos de los subalternos, po-
testad antiguamente denominada “jurisdicción retenida”. Tal revisión se podría
practicar de oficio (mediante la llamada avocación) como a petición de interesado
(mediante el recurso jerárquico). La mayor parte de la doctrina chilena acepta sin
discusión la inclusión de estas herramientas entre los atributos del jerarca que, sin
embargo, tienen un ámbito de aplicación marginal, en razón de algunos rasgos
distintivos de la organización administrativa chilena.
Ciertamente, el jerarca no puede ejercer estos poderes respecto de los actos
de sus órganos desconcentrados, porque sobre las materias en que recae la des-
concentración la ley le ha despojado de competencias, al atribuírselas al inferior;
la jurisprudencia descarta expresamente el recurso jerárquico en estos casos. En
seguida, si el inferior ha resuelto investido de facultades delegadas por el superior,
la ley impide al superior avocarse sin previa revocación de la delegación (LO-
CBGAE, art. 41, inc. 2); en todo caso, si llegara a revisar el asunto, el jefe no lo
haría en calidad de superior, sino en la misma que tenía el delegado. Finalmente,
no cabe duda de que el jefe ejerce su superioridad respecto de los demás funcio-
narios, pero es por completo anómalo que éstos tomen decisiones, porque en una
organización jerarquizada las potestades decisorias corresponden precisamente al
jerarca, salvo en los supuestos de desconcentración o delegación.
En suma, la revisión jerárquica de las decisiones de los órganos subalternos es,
más que una realidad, un mito derivado de la idea de jerarquía. Al parecer, sólo en
los casos en que se prevean por ley tales recursos cabría aceptarlos. Un ejemplo
significativo se encuentra en las “apelaciones” contra las decisiones disciplinarias en
las Fuerzas Armadas, que eventualmente pueden elevarse hasta el Presidente de la
República (Reglamento de Investigaciones Sumarias Administrativas de las Fuerzas
Armadas, aprobado por DS 277, del Min. de Defensa Nacional, de 1974, art. 92).

• Potestad disciplinaria

88. Esta potestad se traduce en la vigilancia del jerarca sobre el personal de su


dependencia, en orden al cumplimiento de sus deberes funcionarios, para la mejor
satisfacción del interés a cargo del servicio. El objetivo que anima a la potestad
88 José Miguel Valdivia

disciplinaria es siempre la conservación del buen orden doméstico del servicio. Si


se traduce en la imposición de sanciones, no se trata (tanto) de reprochar ilícitos,
sino de ajustar la máquina administrativa para que funcione adecuadamente.
El análisis detallado de esta materia corresponde al régimen de la función pú-
blica. Aquí basta con anotar que el ejercicio de la potestad disciplinaria se traduce
en sanciones disciplinarias que van desde la amonestación hasta la destitución del
funcionario. Esta potestad se canaliza por medio de procedimientos administrati-
vos disciplinarios típicos, de gran importancia práctica (sumarios e investigacio-
nes sumarias, etc.).

• Potestad de resolver contiendas de competencia

89. Dentro del haz de poderes del jerarca se incluye usualmente la potestad
de resolver contiendas de competencia entre los órganos de su dependencia. En
organizaciones simples, esta potestad se confunde ampliamente con las prerroga-
tivas del jefe de estructurar el trabajo interno del servicio. En organizaciones más
complejas, como el Estado central, en que puede ser necesario zanjar auténticas
contiendas de competencia, la regulación jurídica de esta materia establece solu-
ciones particulares. Conforme a la LOCBGAE,
“Las contiendas de competencia que surjan entre diversas autoridades administra-
tivas serán resueltas por el superior jerárquico del cual dependan o con el cual se rela-
cionen. Tratándose de autoridades dependientes o vinculadas con distintos Ministerios,
decidirán en conjunto los Ministros correspondientes, y si hubiere desacuerdo, resolverá
el Presidente de la República” (art. 39).

(b) Supervigilancia
90. El ideal de unidad de acción de la administración del Estado se canaliza,
con respecto a los organismos administrativos descentralizados, por medio de la
idea de supervigilancia, antiguamente también llamada tutela (administrativa).
La supervigilancia es la relación jurídica que existe entre las personas jurídicas
públicas descentralizadas y la administración central del Estado.
La noción de supervigilancia hace posible la actuación ordenada de la admi-
nistración descentralizada con respecto al conjunto de la administración pública.
Sin embargo, la idea presenta un déficit de sustantividad, pues se define necesaria-
mente por contraste con la jerarquía: la supervigilancia es menos que la jerarquía
en cuanto a la intensidad de los poderes que asume en la administración central.
Estos poderes, a diferencia de lo que ocurre con la jerarquía, no dependen de un
patrón uniforme, sino que son determinados caso a caso en función de las parti-
cularidades de cada organismo descentralizado. Las principales manifestaciones
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 89

de la supervigilancia pueden agruparse en torno a dos órdenes de materia: el per-


sonal o los actos de los servicios descentralizados.

(i) Supervigilancia sobre el personal


91. La más común de las manifestaciones de la supervigilancia consiste en la
intervención de la administración central del Estado en la designación y, a veces,
también en la remoción de los directivos superiores de un organismo descentrali-
zado. En función de la estructura orgánica de cada servicio, esta intervención pue-
de recaer en el director, en los miembros del organismo colegiado que lo dirija, etc.
Por lo general corresponde al Presidente de la República la designación de
la mayor parte de los jefes de servicios públicos descentralizados, salvo algunas
excepciones en que la injerencia del ejecutivo sería contraria a la autonomía de
la institución (como los alcaldes de las municipalidades). De un tiempo a esta
parte, por consideraciones de orden político se ha incorporado al Senado a la
designación de algunas de estas autoridades, quien participa dando su acuerdo a
la decisión presidencial. En tales designaciones históricamente han predominado
criterios de confianza política, lo que puede estar cambiando atendida la penetra-
ción del modelo de gerencia pública (o “alta dirección pública”), de carácter más
profesional o técnico.
De modo similar, la administración central (el Presidente de la República) sue-
le estar revestida de potestades para remover a las autoridades superiores de los
organismos descentralizados. Con todo, esta intervención no es necesariamente
simétrica a la que le corresponde en su designación (por ejemplo, puede estar
condicionada por determinados motivos, procedimientos o plazos).

(ii) Supervigilancia sobre los actos


92. Eventualmente, a la administración centralizada le corresponde alguna in-
tervención en los actos de las personas jurídicas administrativas descentralizadas,
tanto de forma preventiva como represiva.
De modo preventivo, la administración puede estar llamada a dar su aproba-
ción respecto de determinadas decisiones de la administración descentralizada.
En cambio, la intervención a posteriori consiste en controles de la administra-
ción central sobre la descentralizada. En este sentido, se contemplaría por algunas
leyes un “recurso de tutela”, también llamado “recurso jerárquico impropio”, que
permitiría a los interesados acudir a la administración central para la revisión de
los actos de una administración descentralizada. Hay pocos ejemplos de esta clase
90 José Miguel Valdivia

de recursos, entre los cuales puede mencionarse el reclamo administrativo contra


los actos urbanísticos del director de obras municipales, de que conoce el secreta-
rio regional ministerial de vivienda y urbanismo (LGUC, art. 12).
La escasez de mecanismos de intervención como los descritos se justifica por su
carácter intrusivo, que por buenas razones (relativas al tipo de intereses a cargo
del organismo descentralizado en cuestión) puede parecer inadmisible respecto de
instituciones dotadas de autonomía de gestión.

Sección 3. Las relaciones entre organismos administrativos


93. La vinculación entre organismos públicos puede concebirse en términos de
colaboración o coordinación, aunque esta terminología es fuente de confusiones
(como da cuenta la legislación y la jurisprudencia administrativa). También pue-
den manifestarse mediante conflictos, cuya resolución se ha analizado a propósito
de la noción de jerarquía.
Según la ley, “los órganos de la Administración del Estado deberán cumplir sus co-
metidos coordinadamente y propender a la unidad de acción, evitando la duplicación
o interferencia de funciones” (LOCBGAE, art. 5, inc. 2). Ahora bien, los mecanismos
de coordinación suponen la articulación de acciones o procedimientos que requieren
la intervención de varios organismos, sujeta a la conducción por uno de ellos, que
eventualmente puede superponerse a los demás. Estos mecanismos son prima facie
excepcionales, pues –salvo en supuestos de jerarquía y a menos que el derecho posi-
tivo disponga reglas especiales– los organismos públicos no se imponen unos a otros.
En general, pues, las relaciones entre entes públicos se desarrollan más bien
en términos de colaboración o cooperación, expresiones que denotan maneras
horizontales de entendimiento. En otros términos, la unidad de acción a que pro-
pende la LOCBGAE puede obtenerse mediante técnicas de colaboración más res-
petuosas de la esfera de competencias de cada organismo. Entre esas técnicas la
ley contempla la encomendación de acciones y la suplencia de servicios públicos,
pero podría haber otros caminos.
94. La encomendación de acciones es la figura mediante la cual un organismo
público confía a otro o a un tercero la ejecución de tareas materiales o de orden
técnico, que no suponen ejercicio de las competencias del encomendante; en prin-
cipio, solo opera transitoriamente, sin dar lugar a una situación permanente. En
el derecho positivo (LOCBGAE, art. 37), solo se la concibe para la gestión de
“acciones específicas” o la entrega de establecimientos o bienes de propiedad del
organismo respectivo; la encomienda solo puede efectuarse, “previa autorización
otorgada por ley y mediante la celebración de contratos” o convenios que asegu-
ren el cumplimiento de los objetivos del servicio y el resguardo del patrimonio
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 91

estatal. La LOCBGAE solo admite encomienda a las municipalidades o entidades


de derecho privado, pero leyes especiales han seguido criterios más amplios, per-
mitiendo la colaboración de otros organismos.
95. La suplencia de un servicio público, por su parte, procede cuando deter-
minado servicio público no cuente con oficina o sede en cierto lugar o región (la
ley se refiere a “lugares donde no exista” el servicio), y otro, con presencia en tal
lugar, acepte asumir sus funciones. Conforme a la regulación legal, la suplencia
del servicio debe plasmarse en un convenio entre los dos organismos interesados,
y aprobarse por decreto supremo salvo en caso de servicios regionales, en que se
prevé una modalidad de aprobación distinta (LOCBGAE, art. 38).
96. Aparte de esas figuras legales, la jurisprudencia administrativa ha enten-
dido que a la luz de los principios de la LOCBGAE se justifica la suscripción de
convenios de cooperación o colaboración entre organismos públicos. Estos con-
venios recaen sobre el desarrollo de actividades conjuntas para el cumplimiento
de objetivos comunes, comprometiéndose las partes a realizar labores específicas
y complementarias a fin de obtener resultados de interés de ambas entidades, sin
alterar las competencias de cada una.

Capítulo 4
Panorama de la Administración
del Estado en Chile
97. Antes de analizar los tipos más comunes de organismos administrativos
(párrafo 2) conviene revisar las grandes categorías organizacionales de la admi-
nistración chilena y las razones que explican su configuración (párrafo 1).

PÁRRAFO 1. DISTINCIONES CATEGORIALES


DE LA ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA CHILENA
98. La administración del Estado en Chile se presenta distribuida en bloques
orgánicos, que se comprenden mejor a la luz de distinciones categoriales que va-
rían en función de la noción que se tenga del centro de poder.

(a) La administración centralizada y la administración descentralizada


99. Los modelos básicos de organización administrativa vigentes en el derecho
positivo chileno actual son la centralización y la descentralización (cuyo crite-
92 José Miguel Valdivia

rio distintivo es la personalidad jurídica, sea específica o referida al cuerpo más


amplio del Estado). Históricamente, esa fue la principal clasificación de los or-
ganismos de la administración del Estado: se distinguía entre la administración
centralizada o fiscal, también llamada antiguamente “administración pública”, y
la administración descentralizada.
Para entender esta estructura organizativa es necesario tomar en cuenta tres
aspectos fundamentales del sistema institucional chileno: (i) “El Estado de Chile
es unitario” (Constitución, art. 3); (ii) el régimen de gobierno es un presidencia-
lismo fuerte (Constitución, art. 24: “El gobierno y la administración del Estado
corresponden al Presidente de la República, quien es el Jefe del Estado”); y (iii)
un objetivo de valor constitucional propende, por razones de buena gestión de los
asuntos públicos, a la descentralización del poder (Constitución, art. 3, inc. 2: “La
administración del Estado será funcional y territorialmente descentralizada… de
conformidad a la ley”). En consecuencia, en Chile existe un único centro de poder
que, en el plano administrativo, es el Presidente de la República; pero en aras de
la eficiencia en la gestión administrativa el sistema debería propender hacia la
descentralización.
Como se advierte, buenas razones explican por qué el derecho chileno se carac-
teriza por una centralización tan intensa. Sin embargo, como en otras coordena-
das, la centralización es fuente de ineficiencias y la buena gestión de los intereses
públicos requiere de matices, mediante la descentralización.
En el pasado la organización administrativa chilena tendió a disgregarse en
torno a un impreciso concepto de “autonomía”; sin embargo, la multiplicidad de
estructuras organizativas autónomas condujo a un desorden institucional. Hacia
fines de la década de 1960, la jurisprudencia de la Contraloría consiguió unifor-
mar los distintos modelos de autonomía en torno a la idea más técnica de descen-
tralización, noción que en la década de 1980 se plasmaría en las categorías fun-
damentales de la LOCBGAE. Junto a la administración centralizada, que cuenta
con la personalidad y patrimonio del Fisco, se reconocería un variado cúmulo de
cuerpos administrativos descentralizados, dotados de personalidad y patrimonio
propios (y, por tanto, independientes del Fisco).
Esa antigua idea de autonomía (que hoy corresponde inequívocamente a la des-
centralización) reflejaba la necesidad de configurar cuerpos administrativos que
estuvieran a alguna distancia del poder central, que contaran con algún grado de
independencia en su gestión, posiblemente con el propósito de mejorar estándares
de eficiencia. Entonces, en consideración al carácter unitario y presidencialista del
Estado chileno, detrás de un modelo de centralización subyace la conveniencia de
asentar el poder presidencial y, en cambio, detrás de la descentralización subyace
una expectativa de debilitamiento relativo del poder presidencial. Atendido el
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 93

carácter democrático de las instituciones chilenas, puede pensarse que el asenta-


miento del poder presidencial se corresponde con la preponderancia política de
la gestión confiada a la administración centralizada y, correlativamente, con la
preponderancia más bien técnica o profesional de la gestión confiada a la admi-
nistración descentralizada.
Por cierto, dado que al Presidente de la República “le corresponde” la adminis-
tración del Estado, la administración descentralizada nunca es completamente in-
dependiente del poder presidencial. El vínculo de supervigilancia supone de todas
formas algún grado de incidencia del gobierno en la gestión de la administración
descentralizada (aunque sea mediante la designación o la remoción de las auto-
ridades).
Debe tenerse presente que la influencia presidencial en los organismos centra-
lizados o descentralizados puede depender de diversos matices. Históricamente,
muchos de los puestos directivos en organismos centralizados o descentralizados
eran de libre designación presidencial, de modo que la confianza política podía
introducir en la descentralización algún factor extralegal de dependencia. Actual-
mente, para varios nombramientos el Presidente requiere recabar el acuerdo del
Senado, con lo que su poder (político y no sólo jerárquico) se ha mitigado sen-
siblemente. Lo mismo cabe decir de los nombramientos de altos directivos con-
forme al Sistema de Alta Dirección Pública (Ley 19.882), en que la designación
tiene un fuerte carácter profesional y no tan político (el Presidente elige de una
terna o quina elaborada por el Consejo de Alta Dirección Pública, tras selección
de candidatos por parte de un head-hunter independiente); el resultado más o
menos logrado del sistema también consiste en mitigar la dependencia política y,
por tanto, la centralización.

(b) La administración general del Estado


y la administración territorial
100. El carácter unitario del Estado chileno explica la configuración de los
organismos públicos de base territorial. Este carácter unitario se refiere al núcleo
duro del poder y no a la gestión corriente de los intereses públicos. En otras pa-
labras, mientras en Chile hay un único gobierno, la administración, en cambio,
puede estar distribuida por el territorio.
Ahora bien, el fuerte centralismo chileno puede explicar también por qué los
servicios centrales del Estado estén todos situados en la capital del país (salvo
excepciones que aún se cuentan con los dedos de una mano). En cambio, la estruc-
tura de la administración en el plano territorial presenta una configuración muy
diferente, en gran medida dependiente de las políticas centrales.
94 José Miguel Valdivia

101. En el plano territorial, la administración se declina en tres ámbitos: la región,


la provincia y la comuna. Hasta ahora, las esferas regional y provincial no represen-
tan mucho más que un espacio geográfico que sirve de base para deslindar las com-
petencias de ciertas autoridades emisarias del gobierno o de sus oficinas (los antiguos
intendentes y gobernadores, ahora delegados presidenciales regionales y provinciales,
secretarios regionales ministeriales, direcciones regionales de servicios públicos). Ni la
región ni la provincia son en sí mismas personas jurídicas ni servicios públicos.
Por cierto, conviene tener en mente los cambios que se avecinan en el mundo re-
gional. Desde 1992 la regionalización viene fortaleciéndose, en orden a devenir una
técnica de descentralización. El primer paso ha sido la creación del gobierno regional
como organismo administrativo descentralizado, que en la práctica supone dotarlo
de una capacidad propia de gasto público (que se destina a proyectos de inversión
regional o local). En un segundo momento, al preverse la conformación electiva del
gobierno regional se profundizó ese modelo, acentuándose la identificación entre re-
gión y comunidad regional. En fin, actualmente se empieza a vivir un tercer momento
descentralizador, caracterizado por el “empoderamiento” de los gobiernos regionales,
destinados a asumir por sí mismos la gestión de determinados servicios públicos re-
gionales (que les serían traspasados por la administración central).
102. Por otra parte, la comuna es la base territorial de las competencias de una
municipalidad. Aquí hay una correspondencia perfecta, que justifica su asimilación
(aunque según la ley también cabría una municipalidad por agrupación de comunas).
La comuna es el espacio de expresión de la comunidad local, esto es, de los vecinos que
la pueblan, cuya manifestación institucional es la municipalidad. De esta vocación de
la comuna se siguen las singularidades orgánicas del municipio y fundamentalmente
la autonomía local (frente al predominio político del gobierno o la administración
central). La estructura organizativa de los municipios, que aparte de un jefe (alcalde)
cuenta con un cuerpo colegiado deliberante y fiscalizador (el concejo), se justifica pre-
cisamente por el peso de la comunidad viva en este cuerpo administrativo. La muni-
cipalidad tiene una vocación funcional inmensa (satisfacción de las necesidades de la
comunidad local y aseguramiento de su participación en el desarrollo). De aquí que las
municipalidades podrían configurar centros administrativos de enorme importancia
práctica; jurídicamente la tienen pero, de hecho, en razón de limitaciones pecuniarias,
sólo las más ricas se destacan por los servicios diversificados con que cuentan.

(c) La administración vinculada con el gobierno


y las “autonomías constitucionales”
103. La expresión “autonomía” es polisémica. Ya se ha visto que en el pasado
fue empleada intensamente como sinónimo de descentralización administrativa. In-
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 95

cluso en la actualidad, algunos organismos descentralizados recurren a la idea de


autonomía para explicitar sus singularidades organizativas o funcionales, como es
el caso de la autonomía universitaria, rasgo distintivo de las universidades estatales.
Para lo que sigue, sólo interesan las denominadas “autonomías constitucionales”.
Bajo la denominación de autonomías constitucionales se engloba un número
reducido de instituciones administrativas totalmente independientes del Presi-
dente de la República. La idea de autonomía constitucional expresa únicamente
el atributo de un cuerpo administrativo consistente en su independencia de la
intervención gubernamental. Como en el régimen constitucional chileno la ad-
ministración del Estado “corresponde” al Presidente de la República (art. 24), se
ha entendido que para sustraer a algún servicio administrativo de su ámbito de
acción es necesaria una cláusula constitucional de excepción. De aquí deriva el
adjetivo “constitucional” de estos entes autónomos.
Dentro de las autonomías constitucionales se incluyen el Consejo Nacional de
Televisión (art. 19 N° 12, inc. 6), el Ministerio Público (art. 83), el Servicio Electo-
ral (art. 94 bis), la Contraloría General de la República (art. 98), el Banco Central
(art. 108), y las Municipalidades (art. 118). Las razones que justifican atribuirles
tal grado de autonomía son de lo más diverso. Por ejemplo, el control de la admi-
nistración pública no podría ser efectuado idóneamente por la Contraloría si ésta
dependiese del Presidente. La política monetaria es manejada autónomamente
por el Banco Central porque, sobre todo a la luz de experiencias históricas, se
espera que ella no dependa de la contingencia política. El control de la libertad
de expresión por medio de la televisión, igualmente, parece más consistente con
ideales democráticos que quede en manos de un cuerpo independiente y pluralis-
ta, antes que en una oficina manejada por el gobierno. Podrían explorarse razones
conceptuales o pragmáticas similares para todas estas autonomías.
En la medida que la autonomía constitucional marca un grado más fuerte de
separación respecto del centro del poder, cabría entenderlo como algo distinto
de la relación de supervigilancia típica de la administración descentralizada. Sin
embargo, al menos por razones prácticas no hay que excluir que algunos de los
mecanismos de supervigilancia aparezcan también en el ámbito de las autonomías
constitucionales (por ejemplo, la intervención del Presidente de la República en la
designación o incluso la remoción de sus directivos).
Algún autor ha graficado la idea de autonomía constitucional con el ilustrativo
término “acentralización”, expresivo de instituciones que no giran en torno al “cen-
tro” presidencial (Pantoja). Sin embargo, la imagen es engañosa, porque sugiere que
estas instituciones pertenecerían a una categoría organizativa específica, lo que no es
así. En realidad, la autonomía constitucional no envuelve un modelo específico de or-
ganización administrativa. Algunos de los entes autónomos son titulares de persona-
96 José Miguel Valdivia

lidad y patrimonio propios (como las Municipalidades, el Banco Central o el Consejo


Nacional de Televisión) y otros carecen de esos atributos y, por tanto, ocupan los del
Fisco (como la Contraloría General de la República o el Ministerio Público).
104. Cada vez se hace sentir con más fuerza la necesidad de configurar orga-
nismos administrativos fuera del alcance o de la influencia del poder central, sobre
todo a medida que se afianza el modelo de administraciones o “agencias” indepen-
dientes. Últimamente han surgido algunas instituciones anómalas, que provienen
de la misma filosofía o fundamento que inspira a las autonomías constitucionales,
pero no han sido configuradas por medio de reglas constitucionales: el Consejo
para la Transparencia, el Instituto Nacional de Derechos Humanos y la Defensoría
de los Derechos de la Niñez. No está claro que estas instituciones se apeguen rigu-
rosamente a la Constitución, pero dan cuenta de la necesidad de rebasar algunos
estándares orgánicos. Es posible que este tipo de instituciones anuncie el futuro de
las autonomías constitucionales, mostrando que la cláusula constitucional que atri-
buye al Presidente de la República la administración del Estado no es incompatible
con la intervención de organismos ajenos al gobierno en asuntos administrativos.

PÁRRAFO 2. TIPOLOGÍA DE ORGANISMOS ADMINISTRATIVOS

(a) Presidencia de la República


105. En el régimen político chileno, el Presidente de la República es a la vez
el jefe del Estado y el jefe del gobierno, cuya misión superior es el gobierno y la
administración del Estado.
En términos orgánicos, la Presidencia es un conjunto simple de oficinas admi-
nistrativas. Aunque el Presidente cuenta con un cuerpo importante de asesores,
en el sistema chileno no está formalmente institucionalizado algo parecido a un
“centro de gobierno”. El Presidente manda de manera inmediata sobre los minis-
terios, y supervisa la gestión de las distintas oficinas públicas. Sus poderes están
definidos a nivel constitucional (art. 32).
El Presidente cuenta con una legitimidad política importante, que deriva de
la naturaleza electiva de su cargo. Esa legitimidad política aprovecha, en buena
medida, también al gobierno y la administración en general.

(b) Ministerios
106. Conforme a una definición legal, “los Ministerios son los órganos supe-
riores de colaboración del Presidente de la República en las funciones de gobier-
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 97

no y administración de sus respectivos sectores, los cuales corresponden a los


campos específicos de actividades en que deben ejercer dichas funciones. Para
tales efectos, deberán proponer y evaluar las políticas y planes correspondientes,
estudiar y proponer las normas aplicables a los sectores a su cargo, velar por el
cumplimiento de las normas dictadas, asignar recursos y fiscalizar las actividades
del respectivo sector” (LOCBGAE, art. 22, incs. 1 y 2).
Como se advierte, la especificidad de los ministerios reside en su función polí-
tica: los ministerios son organismos administrativos que participan directamente
en la elaboración de la política. Al mismo tiempo, cuentan con funciones admi-
nistrativas superiores respecto de las distintas actividades a cargo de los servicios
públicos que intervienen en el sector de intereses concernido. Entre ministerios, la
distribución de tareas se efectúa siguiendo parámetros materiales, que designan
sectores específicos de intereses (como la educación, la agricultura o la minería,
etc.).
En la organización interna de cada ministerio sobresalen tres órganos: el mi-
nistro, el subsecretario y el secretario regional ministerial.
107. Según la Constitución, los ministros son “colaboradores directos e inme-
diatos del Presidente de la República” (art. 33), y su responsabilidad fundamen-
tal es “la conducción de sus respectivos Ministerios” (siguiendo las políticas e
instrucciones del Presidente), en calidad de superiores jerárquicos de los mismos
(LOCBGAE, art. 23). Los ministros son designados conforme al régimen de la
confianza exclusiva, por el Presidente de la República.
108. Los subsecretarios, por su parte, son “colaboradores inmediatos y direc-
tos del Ministro de la Cartera respectiva”, a quienes incumbe “responsabilidad es-
pecial de la administración y servicio interno del Ministerio” (DL 1028, del Min.
del Interior, de 1975, que precisa las atribuciones y deberes de los Subsecretarios
de Estado). “Les corresponderá coordinar la acción de los órganos y servicios pú-
blicos del sector, actuar como ministros de fe, ejercer la administración interna del
Ministerio y cumplir las demás funciones que les señale la ley” (LOCBGAE, art.
24). En buenas cuentas, mientras el ministro cumple un papel político de primer
nivel, el subsecretario tiene funciones de orden práctico, tanto en la gestión do-
méstica del ministerio como en la coordinación de los distintos servicios a cargo
de la administración en el campo sectorial respectivo. Los subsecretarios, aunque
colaboren con el ministro, son designados por el Presidente de la República con-
forme al régimen de la confianza exclusiva.
109. En fin, los secretarios regionales ministeriales (en el habla vulgar, “se-
remis”), son órganos territorialmente desconcentrados del ministerio respectivo,
cuyo ámbito territorial corresponde a una región (LOCBGAE, art. 26). Los secre-
tarios regionales ministeriales son nombrados por el Presidente de la República de
98 José Miguel Valdivia

entre las personas que figuren en una terna elaborada por el intendente respectivo
–probablemente, el delegado presidencial regional, bajo la nueva institucionali-
dad regional– y oyendo al efecto al ministro del ramo (LOCGAR, art. 62).

(c) Servicios públicos


110. Una definición legal de servicios públicos los considera como “órganos
administrativos encargados de satisfacer necesidades colectivas, de manera regu-
lar y continua”. El contenido material de esa definición subraya el tipo de fun-
ciones de los servicios públicos: les corresponderá aplicar las políticas, planes y
programas de los ministerios respectivos (LOCBGAE, art. 28). En buenas cuentas,
mientras el ministerio es el organismo que formula la política, el servicio público
es el ejecutor de la misma; por cierto, el legislador puede introducir modificacio-
nes a este esquema y transferir directamente al ministerio la gestión de un progra-
ma o línea de acción política.
Aunque la idea de servicio público alude a la satisfacción de las necesidades
colectivas, su actividad no siempre está volcada al otorgamiento de prestaciones a
la ciudadanía. Algunos servicios participan en esta tarea (típicamente, hospitales
y colegios públicos), mientras otros cumplen funciones de orden general e indivi-
sible por cuenta de toda la ciudadanía (por ejemplo, los cuerpos policiales y mili-
tares) o por cuenta de otros servicios públicos (por ejemplo, los servicios de la ad-
ministración tributaria, a cargo de la determinación y recolección del impuesto).
La definición legal no supone un régimen organizativo específico, toda vez
que los servicios públicos pueden ser centralizados o descentralizados. En con-
secuencia, algunos de ellos se insertan dentro del aparato gubernamental (por
ejemplo, cada rama de las Fuerzas Armadas, dependientes del Ministro de Defen-
sa Nacional o Gendarmería de Chile, que es dependiente del Ministro de Justicia
y Derechos Humanos), mientras otros cuentan con personalidad propia, lo que
les da mayor autonomía de gestión (por ejemplo, la Corporación Nacional de
Desarrollo Indígena).
La designación de los directivos superiores de los servicios públicos histórica-
mente ha dependido de la confianza exclusiva del Presidente de la República; pero
actualmente el modelo de Alta Dirección Pública ha infiltrado en la mayor parte
de ellos, lo cual acentúa su carácter profesional o técnico.

(d) Organismos “reguladores”


111. Entre los servicios públicos cabe incluir una categoría singular de insti-
tuciones que participan en la regulación de ciertos mercados, con funciones de
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 99

definición o interpretación de las regulaciones, inspección o fiscalización y, en el


extremo, de sanción de comportamientos irregulares.
Hasta la fecha, el modelo chileno sobre la materia es el de las superinten-
dencias. En la práctica, las superintendencias son organismos descentralizados,
cuya dirección descansa en una autoridad unipersonal designada por el gobierno
(actualmente, en su mayoría, conforme al régimen de Alta Dirección Pública).
Sin embargo, algunos organismos fiscalizadores de la misma naturaleza tienen
conformación distinta. Así, en el ámbito laboral, la Dirección del Trabajo es un
servicio público dependiente del Ministerio del Trabajo y en el sector de las teleco-
municaciones, las funciones regulatorias están radicadas directamente en la Sub-
secretaría de Telecomunicaciones. Recientemente, la Superintendencia de Valores
y Seguros ha sido reconfigurada como una Comisión para el Mercado Financiero,
cuyo órgano principal es un consejo, de carácter colegiado; esta institución está
destinada a absorber, en el mediano plazo, a la Superintendencia de Bancos e Ins-
tituciones Financieras (la más antigua del país).
Es posible que el modelo de las superintendencias esté llamado a evolucionar,
conforme a orientaciones del derecho comparado. Es frecuente que los organis-
mos reguladores de mercados estén dotados, en la experiencia comparada, de
márgenes importantes de autonomía frente al gobierno; la figura que se tiene en
mente es la de las administraciones independientes (o agencias independientes, o
autoridades administrativas independientes, etc.). Esa configuración obedece, se
dice, a la conveniencia de implementar políticas regulatorias de largo plazo, que
no obedezcan a coyunturas políticas pasajeras; además, ese modelo tornaría más
aceptable la concentración de funciones en manos de los reguladores (elaboración
de reglas, fiscalización y sanción). Por cierto, esa configuración aparentemente
neutra tiene en sí misma un cariz político, porque supone erradicar la política
contingente de la regulación de mercados, lo cual es consistente con la imagen de
una “mano invisible” de la economía. Por eso mismo, y también por considera-
ciones constitucionales relativas al carácter presidencialista de la administración
chilena, esa evolución posible no se ha materializado aun de manera decisiva.

(e) Empresas del Estado


112. En general, las empresas del Estado son instituciones administrativas o
pertenecientes a la administración, que ejercen como empresas en rubros indus-
triales o comerciales.
En cuanto el concepto de servicio público designa indiferenciadamente a la tota-
lidad de los organismos administrativos, las empresas del Estado también podrían
considerarse como tales (esto es, siguiendo algunos planteamientos comparados, co-
100 José Miguel Valdivia

mo instituciones administrativas o servicios públicos de naturaleza industrial o co-


mercial). Sin embargo, la especificidad del fenómeno justifica un análisis diferenciado.
113. Orgánicamente, las empresas estatales configuran un género al que per-
tenecen, al menos, dos grandes conjuntos de instituciones: las empresas públicas
creadas por ley (tal como las designa la práctica y el legislador) y las sociedades
del Estado. La diferencia entre unas y otras es importante, pues las empresas pú-
blicas son configuradas directamente por la ley, al igual que ocurre con cualquier
organismo administrativo descentralizado; en cambio, las sociedades del Estado
son creadas por medio de operaciones jurídicas subordinadas a la ley, comúnmen-
te actos jurídicos de derecho privado, al igual que ocurre en el sector privado. Por
eso, las primeras cuentan con personalidad jurídica de derecho público (que sólo
el legislador puede suprimir) y las segundas, en cambio, con personalidad jurídica
de derecho privado. Las primeras forman parte de la administración; las segun-
das, aunque son una especie de propiedad de la administración, no la integran en
términos orgánicos. Es comprensible que el derecho público rija en mayor medida
en las empresas públicas creadas por ley, antes que en las sociedades del Estado.
114. Sin embargo, en cuanto a su funcionamiento en el mundo de los negocios,
la Constitución ha querido someterlas a estándares uniformes (art. 19 N° 21). En
efecto, la Constitución aborda en su conjunto al Estado empresario, exigiendo
una autorización legal expresa, dada por medio de ley de quorum calificado. Ade-
más, en su desempeño están sujetas, tanto las empresas como las sociedades del
Estado, al “derecho común”, de modo que la tradicional concesión de privilegios
a estas empresas está supeditada a la aprobación también de una ley de quorum
calificado. En buenas cuentas, el marco constitucional quiere que las empresas
estatales, cualesquiera que sean, compitan en igualdad de condiciones con las em-
presas privadas, sujetas a un mismo estatuto jurídico. La regla constitucional tiene
sentido porque en la experiencia chilena y comparada es frecuente que el Estado
acuda en ayuda de sus empresas en caso de enfrentar dificultades, impidiendo
que fracasen en circunstancias en que otras empresas lo harían. Sin embargo, las
reglas típicas de derecho público de las empresas estatales no siempre configuran
privilegios, sino muchas veces cargas extraordinarias, que las empresas privadas
no tienen; tampoco así se da una competencia igualitaria.
La distinción categorial podría ser relevante en cuanto a la organización interna
de las empresas estatales. Las sociedades del Estado tienen una estructura jurídica
típica de las sociedades mercantiles y característicamente de las sociedades anóni-
mas. En cambio, respecto de las empresas públicas creadas por ley la configuración
es dispuesta siempre por ley, que podría desarrollar modelos particulares. En la
práctica, las leyes recientes sobre la materia también les han dado la forma de so-
ciedades anónimas, con la estructura de gobierno corporativo que eso supone. La
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 101

administración en base a un directorio (sujeta a reglas adecuadas de designación de


directores) permite una representación pluralista de distintos intereses en la conduc-
ción de la empresa, lo cual parece valioso como técnica de gestión.

(f) La “administración invisible”


115. Sujeta a habilitación legal previa, la administración puede crear conforme
a procedimientos típicos de derecho privado instituciones que no persigan fines
de lucro (es decir, que no persigan funciones empresariales), conforme a las reglas
generales: asociaciones o corporaciones y fundaciones (Código Civil, libro I, títu-
lo XXXIII); estas instituciones configuran personas jurídicas de derecho privado.
Como no se crean por ley, estas instituciones tampoco forman parte de la ad-
ministración, aunque inequívocamente sean ramificaciones de la administración,
reciban recursos públicos y coadyuven al cumplimiento de la función administra-
tiva; por eso alguna doctrina las ha designado con la expresiva noción de “admi-
nistración invisible”.
Sin embargo, suele entenderse que no se rigen por el derecho administrativo; a
lo más la Contraloría ha conseguido hacerles aplicables algunos “principios bási-
cos de gestión propios del derecho público” (dictamen 37.493 de 2010).
Conforme a una regla legal de alcance tendencialmente general, este tipo de
organismos no puede ser titular de potestades públicas (LOCBGAE, art. 6, inc.
2: “Las entidades a que se refiere el inciso anterior no podrán, en caso alguno,
ejercer potestades públicas”). Esta disposición supone que las corporaciones y
fundaciones del Estado no deberían estar dotadas de poderes de acción unilateral
(típica, pero no exclusivamente, de imposición de gravámenes o cargas); pero el
derecho positivo podría consagrar regulaciones anómalas.
La más característica de estas instituciones es la Corporación Nacional Fo-
restal (“Conaf”), aunque pertenecen al mismo género varias otras, incluido un
sinnúmero de corporaciones municipales.
Al igual que las sociedades del Estado, estas instituciones configuran una ma-
nifestación característica del fenómeno (criticable, porque reduce la vigencia del
derecho público en un ámbito que debería estar regido por él) denominado “hui-
da del derecho administrativo”.

(g) Gobierno y administración interior del Estado


116. Hasta ahora, la administración regional ha contado con dos organismos:
la intendencia y el gobierno regional. El intendente era colaborador directo e
102 José Miguel Valdivia

inmediato del Presidente de la República, a quien representa en el territorio. El


gobierno regional, en cambio, es un organismo descentralizado, de conformación
electiva, dotado de funciones administrativas propias.
Una reciente reforma constitucional de descentralización regional (Ley 20.990)
vino a empoderar aún más a los gobiernos regionales, dándoles tuición sobre ser-
vicios públicos propios que deberían serle transferidos por los ministerios o servi-
cios públicos nacionales (Constitución, art. 114). En el plano orgánico, la figura
del intendente se desagrega en dos órganos nuevos: por una parte, el gobernador
regional, designado mediante elección popular, pasa a detentar la presidencia del
gobierno regional y, por otra, el delegado presidencial regional, autoridad de con-
fianza presidencial, será el “representante natural e inmediato” del Presidente en
la región.
En el ámbito provincial, el colaborador directo e inmediato del Presidente de
la República es el delegado presidencial provincial (antiguamente denominado
gobernador provincial). Éste aparece como órgano desconcentrado del antiguo
intendente o futuro delegado presidencial regional.

(h) Municipalidades
117. La administración en el ámbito comunal o local se ejerce por la muni-
cipalidad, institución dotada fundamentalmente de dos órganos electivos, repre-
sentativos de la comunidad: el alcalde, que es su jerarca máximo, y el concejo,
cuerpo colegiado dotado de funciones deliberantes y fiscalizadoras respecto de la
conducción comunal por el alcalde. Por cierto, la municipalidad es un organismo
de gran complejidad, compuesto de una serie de servicios públicos locales que
tienen proyección orgánica propia. La materia está regulada con amplios detalles
por la Ley orgánica constitucional respectiva, Ley 18.695, cuyo texto refundido
fue establecido por DFL 1, del Min. del Interior, de 2006.
A riesgo de insistir, conviene reafirmar que los municipios son autónomos del
gobierno.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
118. La estructura de este título es fundamentalmente tributaria del manual de
J. A. Santamaría. Pero el contenido depende de fuentes nacionales.
Una de las mejores exposiciones sobre la cuestión en el derecho chileno, a
pesar de su relativa desactualización, se debe a Manuel Daniel, La organización
administrativa en Chile. Bases fundamentales (Santiago, Jurídica, 2ª ed., 1982).
Título I. La administración del Estado como complejo organizacional 103

En seguida, por sus dimensiones y sus pretensiones reflexivas –a despecho de un


tratamiento farragoso– el trabajo de Rolando Pantoja, La organización adminis-
trativa del Estado (Santiago, Jurídica, 1998). Entre varios otros, dos de los mejo-
res estudios en que Eduardo Soto Kloss aborda la materia son: “Bases constitucio-
nales de la administración del Estado de Chile”, en Gustavo Reyes y E. Soto Kloss,
Régimen jurídico de la administración del Estado (Santiago, Jurídica, 1980) y “La
organización de la administración del Estado: un complejo de personas jurídicas”
(Gaceta Jurídica 1986, N° 73).
La LOCBGAE ha sido objeto de diversos estudios. Un trabajo antiguo, que
aún no ha perdido toda actualidad, es el de Arturo Aylwin, “Principios de la Ley
orgánica de la Administración del Estado y pautas para el análisis de su título I”
(Rev. Chilena de Derecho, vol. 16, 1989). Varios ensayos de interés se encuentran
compilados en las actas de las Jornadas de derecho administrativo de 2006, publi-
cadas en Eduardo Cordero (coord.), Estudios sobre la Ley Orgánica Constitucio-
nal de Bases Generales de la Administración del Estado (Antofagasta, Eds. U. de
Antofagasta, 2008). Puede consultarse también Julio Pallavicini, Ley N° 18.575
interpretada. Ley orgánica constitucional de bases generales de la Administración
del Estado (Santiago, Legal Publishing, 2012).
La cuestión de las competencias organizacionales ha sido muy bien abordada
por Enrique Rajevic, “La potestad organizatoria en el Derecho chileno: teoría y
práctica”, en los recién citados Estudios sobre la Ley Orgánica Constitucional de
Bases Generales de la Administración del Estado.
En el último tiempo, los análisis sobre la organización administrativa se han
centrado en los modelos de gobernanza regulatoria (vale decir, grosso modo, en el
estudio de la organización de los organismos reguladores). Un trabajo pionero es
el texto de Carlos Carmona, “Una aproximación general sobre las superintenden-
cias desde la perspectiva del derecho”, paradójicamente inédito, pero de amplia
circulación en internet. La cuestión ha sido abordada además por José Francisco
García, “¿Inflación de superintendencias? Un diagnóstico crítico desde el dere-
cho regulatorio” (Rev. Actualidad Jurídica, N° 19, 2009), y J. F. García y Sergio
Verdugo, “De las superintendencias a las agencias regulatorias independientes en
Chile: Aspectos constitucionales y de diseño regulatorio” (Rev. Actualidad Jurídi-
ca, N° 22, 2010). En relación con la noción orgánica de autonomía, E. Cordero,
“La Administración del Estado en Chile y el concepto de autonomía”, en AAVV,
Contraloría General de la República, 85 años de vida institucional (1927-2012)
(Santiago, Contraloría General de la República, 2012); una de las mejores síntesis
sobre el concepto en perspectiva comparada, en Patricia Miranda, Hacia un De-
fensor de los derechos de la infancia para Chile (Santiago, Unicef, 2015).
104 José Miguel Valdivia

Respecto de la descentralización territorial, especialmente a la hora de pensar


en la importante reforma administrativa que está por venir, un buen estado de las
cuestiones en Comisión Asesora Presidencial en Descentralización y Desarrollo Re-
gional, Propuesta de política de Estado y agenda para la descentralización y el desa-
rrollo territorial de Chile. Hacia un país desarrollado y justo (disponible en https://
prensa.presidencia.cl/lfi-content/otras/informes-comisiones/InformeDescentraliza-
cion.pdf). Para una reflexión de mayor aliento sobre la descentralización territorial,
Benoit Delooz, El poder territorial en Chile y Francia. Elementos de análisis crítico
de la descentralización en derecho comparado (tesis U. Chile, 2015).
Título II. El personal de la administración del Estado 105

Título II
El personal de la administración del Estado
119. El estudio de la condición jurídica de los servidores públicos recibe tradi-
cionalmente la denominación de función pública (capítulo 2). En forma previa al
análisis de esa materia, que tiene alto tecnicismo, conviene explorar algunas cues-
tiones de alcance general que dan cuenta de su importancia actual en el derecho
chileno (capítulo 1).

Capítulo 1
Introducción
120. El funcionamiento de la administración requiere necesariamente del
concurso de personas naturales que animen a los diversos organismos que la
integran. Desde luego, los dirigentes de la administración toman decisiones re-
levantes, pero un número muy importante de personas, normalmente funciona-
rios, participan en distintas tareas. ¿Cuál es el régimen jurídico aplicable a estas
distintas personas?
Esa pregunta no es susceptible de una respuesta sencilla en el momento ac-
tual. En efecto, el régimen legal típico de la función pública (contenido en el
Estatuto Administrativo y varias leyes especiales que se ajustan a su modelo) ha
sido desfigurado por obra de diversas excepciones adoptadas mediante leyes es-
peciales, muchas de ellas de alcance anual. El número de funcionarios de planta,
a quienes se aplica de modo integral el Estatuto Administrativo, es cada vez más
reducido; comparativamente, es mucho más significativo el volumen de otros
empleados que participan activamente en la ejecución de tareas administrativas,
bajo modalidades más o menos típicas (como los empleos a contrata) o en con-
diciones desreguladas (por ejemplo, bajo contratos de prestación de servicios
en base a honorarios), todo lo cual ha sido permitido por la ley. Además, a la
hora de los conflictos (usualmente provocados por desvinculación de servidores
públicos en contextos de cambio de gobierno) los tribunales han tendido a gene-
rar soluciones innovadoras, inspiradas en la legislación laboral, introduciendo
mayor desorden.
Ahora bien, aunque el Estatuto Administrativo reciba cada vez menos apli-
cación, de todas maneras configura un modelo regulativo valioso, que permite
explicar diversos aspectos del derecho positivo chileno sobre la función pú-
blica.
Esta rápida presentación del desorden normativo imperante muestra a la
vez la importancia y la dificultad de la materia. En este capítulo se examinan
106 José Miguel Valdivia

algunas cuestiones de orden general sobre la función pública, como los intereses
materiales que están en juego en este campo (párrafo 1), los modelos regulati-
vos que explican la materia (párrafo 2), algunas exigencias constitucionales que
condicionan su tratamiento (párrafo 3) y los textos normativos que la desarro-
llan (párrafo 4).

PÁRRAFO 1. INTERESES EN JUEGO


121. La regulación de la materia está dominada por dos grandes series de
preocupaciones: definir un régimen funcional a la operación permanente de la
administración del Estado y asegurar condiciones de empleo justas para los ser-
vidores públicos.
Una comparación superficial entre los regímenes de empleo público y privado
muestra importantes coincidencias. En efecto, los servidores públicos están su-
jetos a un régimen grosso modo laboral que presenta similitudes con el previsto
en el Código del Trabajo para los trabajadores del sector privado; la semejanza
se muestra en que en ambos casos el empleo es remunerado y está sujeto a una
jornada de trabajo reglamentada por la ley, entre otros aspectos.
Sin embargo, la variable funcional a la administración del Estado ha sido pre-
ponderante por largo tiempo, al menos en el derecho chileno, como se muestra
en varios aspectos diferenciales. Por de pronto, el origen de la relación de trabajo
en el sector público es casi siempre de origen autoritario (un acto administrativo
unilateral de nombramiento), a diferencia del carácter contractual de las relacio-
nes laborales del sector privado. De ese origen deriva que la regulación del empleo
público se ejerza en condiciones estatutarias (esto es, definidas por leyes y regla-
mentos) y no por las regulaciones convencionales enmarcadas por los mínimos
sociales definidos en el Código del Trabajo, como ocurre en el sector privado. En
buenas cuentas, el principio de legalidad administrativa opera con fuerza también
en este campo.
En el modelo paradigmático del empleo de planta, además, la estabilidad es
la regla, de modo que el empleado no puede ser despedido, y la cesación en el
empleo está supeditada a la concurrencia de estrictas causas legales. Se trata de
un modelo rígido, pensado en función de la permanencia de un cuerpo de fun-
cionarios al servicio del Estado. Con esta configuración, la regulación del empleo
público evita que el servicio público se vea capturado por intereses corporativos
pertenecientes a los mismos servidores públicos. Al mismo tiempo, esa regulación
tiende a impedir su captura por los titulares más o menos pasajeros del poder, a
fin de que los empleos públicos no sean un botín de los partidos políticos que se
turnen en el gobierno. Está casi demás decir que también se trata de conjurar la
Título II. El personal de la administración del Estado 107

captura del Estado por los intereses de particulares, pues la administración actúa
de modo imparcial en aras del interés público.
El empleo público está regido por el derecho administrativo, en cuanto éste
hace probable que la administración sirva de modo objetivo al interés general.
Ahora bien, el derecho del trabajo recibe una aplicación residual en este campo,
en tanto no sea incompatible con los principios propios del derecho público (Có-
digo del Trabajo, art. 1, inc. 3). Más aun, se aprecian actualmente tendencias uni-
ficadoras de los dos ámbitos de referencia. El ejemplo más visible está en derechos
fundamentales típicos del trabajador, como la sindicalización o la huelga; histó-
ricamente, esos derechos se han entendido excluidos del sector público –porque
el foco principal en este campo es la continuidad del servicio público, que podría
verse menoscabada por el ejercicio de tales derechos–, pero actualmente se piensa
en extenderlos a los funcionarios públicos en razón de compromisos internacio-
nales del Estado chileno.
Por último, y como ya se ha reseñado, en las últimas décadas diversos cambios
normativos (en general dispuestos por leyes de presupuesto con un horizonte li-
mitado a un año, pero reiterados en forma persistente), han introducido mecanis-
mos de flexibilización. Así, se han adoptado mecanismos de empleo público más
precarios (como los empleos a contrata o los contratos en base a honorarios), que
permiten una gestión más ágil del personal administrativo. Por cierto, a la hora
de los problemas en estos campos ha sido casi inevitable mirar al Código del Tra-
bajo como parámetro regulativo, lo que es fuente de nuevos desafíos. Con todo,
sin desconocer la erosión que sufren las reglas legales tradicionales, al menos por
razones constitucionales, es difícil pensar que estos acercamientos conduzcan a la
desaparición del modelo de empleo público.

PÁRRAFO 2. DISTINTAS CONCEPCIONES POSIBLES


122. El derecho comparado no ofrece un único modelo de empleo público.
Algunos regímenes, como el norteamericano, presentan fuerte influencia del
derecho privado del trabajo, sin considerar la pertenencia del empleado a un cuer-
po permanente de funcionarios. Aunque ese modelo ha experimentado variacio-
nes en el tiempo, la idea de base consiste en poner a disposición de la autoridad
la mayor flexibilidad posible en el manejo del personal, como ocurriría en una
empresa privada. Desde un punto de partida similar, el modelo inglés del Civil
Service tampoco ofrece garantías formales para los servidores públicos, aunque
en la práctica no se duda de su estabilidad; la característica principal de ese mo-
delo está en el modo meritocrático de reclutamiento del personal.
108 José Miguel Valdivia

En contraste, los regímenes continentales se caracterizan más bien por un me-


canismo cerrado de gestión del personal. El empleado público se adscribe de mo-
do permanente a un cuerpo de funcionarios, en el que teóricamente puede hacer
una auténtica carrera, perfeccionarse e ir avanzando desde posiciones menos a
más exigentes y desafiantes. Su regulación está enmarcada por estatutos gene-
rales o especiales, que por lo común le aseguran estabilidad, de un modo rígido.
El modelo tiende a la perennidad de la función pública, en cuanto cuerpo afecto
al ejercicio de las tareas estatales; la rigidez, que impide cambios radicales en la
composición del funcionariado, propende a la conservación de la memoria insti-
tucional de los distintos servicios públicos, lo cual es funcional al cumplimiento
objetivo e imparcial de las misiones de la administración. A muchos respectos este
modelo inspira el régimen legal chileno.
En algunos regímenes el acceso a la función pública, al menos en los peldaños
más elevados, está supeditado a una formación académica rigurosa (como en
el modelo de la École Nationale d’Administration, con orígenes en las Grandes
Écoles francesas de fines del siglo XVIII). Se trata así de reservar para la función
pública a personal entrenado en una educación de primer nivel; en algún grado,
es lo que existe en el caso chileno para la formación de los oficiales militares (o,
con algunas reservas, para los jueces), pero no para el personal civil de la adminis-
tración del Estado. Otros regímenes no se ocupan especialmente de la formación
de la burocracia e instalan mecanismos de selección exigentes, de modo de atraer
a la función pública a buenos talentos provenientes del sector privado. La instau-
ración del sistema de Alta Dirección Pública en Chile (Ley 19.882) obedece más
bien a esta última influencia, inspirada en modelos de gerencia pública afines con
el Civil Service inglés.

PÁRRAFO 3. CONDICIONAMIENTOS CONSTITUCIONALES


123. En el derecho positivo chileno, la Constitución fija al menos tres impor-
tantes orientaciones para la regulación de la materia. Por una parte, reconoce
como derecho fundamental la igualdad en el acceso a la función pública; por otra,
asegura la vigencia del principio de la carrera funcionaria; en fin, la Constitución
no reconoce de manera decidida, sino al contrario, derechos colectivos de los fun-
cionarios públicos en sus relaciones de trabajo.

(a) La igualdad en el acceso a la función pública


124. Ante todo, la Constitución asegura a todas las personas “la admisión a
todas las funciones y empleos públicos, sin otros requisitos que los que impongan
Título II. El personal de la administración del Estado 109

la Constitución y las leyes” (art. 19 N° 17). Así, el acceso a la función pública


está enmarcado por condiciones legales, que se reputan generales y permanentes,
de modo que ésta no puede ser entendida como reservada a una familia, casta o
grupo social, ni depender únicamente de la voluntad política de los dirigentes de
turno.

(b) El principio de la carrera funcionaria


125. De mayor densidad regulativa es la exigencia constitucional sobre la ca-
rrera funcionaria. La ley, que en la materia debe aprobarse como ley orgánica
constitucional, “garantizará la carrera funcionaria y los principios de carácter
técnico y profesional en que deba fundarse, y asegurará tanto la igualdad de opor-
tunidades de ingreso a ella como la capacitación y el perfeccionamiento de sus
integrantes” (art. 38, inc. 1).
La ley orgánica constitucional a que se refiere la Constitución es la LOCBGAE,
que sienta algunos principios generales consistentes con el Estatuto Administrati-
vo (arts. 43 y ss.).
La noción de carrera funcionaria está definida por la ley como “un sistema
integral de regulación del empleo público, aplicable al personal titular de plan-
ta, fundado en principios jerárquicos, profesionales y técnicos, que garantiza la
igualdad de oportunidades para el ingreso, la dignidad de la función pública,
la capacitación y el ascenso, la estabilidad en el empleo, y la objetividad en las
calificaciones en función del mérito y de la antigüedad” (EA, art. 3, letra f). De
tal definición resulta que el régimen de empleo público debe asegurar la perma-
nencia en el tiempo de un cuerpo de agentes públicos dedicados a la satisfacción
de las necesidades colectivas. Por cierto, las disposiciones anotadas reafirman el
carácter igualitario en el acceso a la función pública que, por consideraciones de
orden profesional y técnico, debe regirse por el mérito antes que por la confianza
política; de aquí que el modo normal de reclutamiento de los funcionarios sea el
concurso. En seguida, el funcionario goza de un régimen de estabilidad que, junto
con darle seguridad, revela su pertenencia indefinida a la administración; la esta-
bilidad en el empleo es funcional a la imagen de una administración profesional
y técnica que cumple sus misiones también de manera indefinida, con prescin-
dencia de los cambios políticos que se registren en el gobierno. Las referencias a
las calificaciones de los funcionarios, su derecho al ascenso y a la capacitación o
perfeccionamiento reflejan, en la misma línea, esa imagen un cuerpo funcionarial
permanente a disposición del Estado para la satisfacción del interés general.
Es un hecho que el modelo de la carrera funcionaria no se respeta mucho en
la práctica. Estadísticamente, hoy día la mayor parte de los funcionarios públicos
110 José Miguel Valdivia

no son de planta y, por consiguiente, no se les aplica el sistema de la carrera. Ni


los funcionarios a contrata ni los empleados en base a honorarios son reclutados
por medio de concursos, sino conforme mecanismos que confieren a la autoridad
una mayor discrecionalidad. Por lo demás, aún dentro de la carrera, el sistema de
calificaciones no se aplica rigurosamente, de modo que por lo común todos los
funcionarios son bien evaluados y así se mantienen en su empleo indefinidamente.
Sin embargo, de los datos estadísticos no puede desprenderse que el compromiso
constitucional con el sistema de la carrera haya perdido vigencia. Probablemente,
esos datos revelan la necesidad de introducir una mayor flexibilidad en el manejo
del personal, permitiendo a la autoridad reclutar o desvincular a los funcionarios
con mayor sencillez. Quizá un camino que permitiría armonizar esta necesidad
con el principio de la carrera esté dado por una modificación del régimen estatu-
tario típico, en cuanto asegura una estabilidad a todo trance a los funcionarios,
permitiendo su despido indemnizado, en razón de las necesidades del servicio (co-
mo ha propuesto E. Rajevic). A fin de cuentas, no puede aseverarse que el sistema
del Código del Trabajo (que permite el despido, con indemnización por años de
servicio) no contemple también un grado importante estabilidad en el empleo.
Estabilidad no implica necesariamente estancamiento.

(c) ¿Derechos colectivos de los funcionarios?


126. Aparte de los aspectos antes analizados, deben tomarse en cuenta singu-
laridades respecto de derechos normalmente reconocidos a los trabajadores del
sector privado.
La Constitución asegura a todas las personas “el derecho a sindicarse en los
casos y forma que señale la ley” (art. 19 N° 19), pero la ley sólo “reconoce” tal
derecho en beneficio de “los trabajadores del sector privado y de las empresas del
Estado” (Código del Trabajo, art. 212). En cambio, la ley ha propiciado la forma-
ción de asociaciones de funcionarios de los distintos organismos del Estado, ad-
ministrativos o no, con razonables excepciones (Ley 19.296); estas asociaciones
presentan similitudes con los sindicatos, pero no tienen su mismo status jurídico,
en particular a la luz del derecho laboral.
Algo similar ocurre con el derecho a la negociación colectiva, que según la
Constitución es un derecho que los trabajadores pueden ejercen en relación con
la empresa en que laboren, “salvo los casos en que la ley expresamente no per-
mita negociar” (art. 19 N° 16, inc. 5); pero la regulación legal sólo reconoce tal
derecho respecto de “las empresas del sector privado” y, con algunas excepciones,
“aquellas en las que el Estado tenga aportes, participación o representación” (Có-
digo del Trabajo, art. 304). En relación con el derecho a la huelga, que integra la
Título II. El personal de la administración del Estado 111

negociación colectiva, la Constitución ordena: “No podrán declararse en huelga


los funcionarios del Estado ni de las municipalidades” (art. 19 N° 16, inc. final).
Como se advierte, el régimen jurídico chileno restringe la dimensión colecti-
va de las relaciones de trabajo en la administración del Estado. En este sentido,
el modelo chileno se muestra fiel al ideal de la escuela del servicio público, que
prefiguró tales restricciones en relación con los funcionarios, fundada en impera-
tivos de continuidad y regularidad del servicio público. Por cierto, la proyección
práctica de las relaciones colectivas en el ámbito de la función pública no puede
negarse (cada vez son más frecuentes las paralizaciones de servicios en el marco
de negociaciones informales motivadas en mejoras de las condiciones laborales).
En algún grado los compromisos internacionales de Chile (especialmente, el
Convenio 151, de la OIT, de 1978, sobre las relaciones de trabajo en la adminis-
tración pública), podrían propiciar un cambio de perspectiva. Naturalmente, las
reformas que se adopten no pueden asumir que la ciudadanía quede como rehén
de los movimientos sociales de los funcionarios, como ocurre frecuentemente de-
bido a las paralizaciones desreguladas de los servicios públicos. Las negociaciones
que eventualmente se consagren, también deben reconocer las dificultades inhe-
rentes a la modificación de las condiciones de trabajo que, al menos en el aspecto
salarial, requieren de la adopción de normas legales (de iniciativa presidencial
exclusiva, art. 64, inc. 4, N° 4).

PÁRRAFO 4. MARCO NORMATIVO


127. Con arreglo a las disposiciones constitucionales mencionadas, el empleo
público está regulado por la ley. En la terminología usual, los textos relativos a la
función pública reciben la denominación de estatuto administrativo. Esta expre-
sión guarda consistencia con los presupuestos teóricos de la función pública, que
supone una relación jurídica de carácter estatutario, es decir, regulada por leyes y
reglamentos y no por los acuerdos a que lleguen Estado y funcionarios.
En sentido amplio, la expresión estatuto administrativo es comprensiva de
cualquier texto normativo que rija en sus distintos aspectos la función pública
(ingreso al servicio, derechos y deberes de los funcionarios, expiración en las fun-
ciones). Este entendimiento amplio del estatuto administrativo es fruto de la juris-
prudencia administrativa, elaborado sobre la base de una cláusula constitucional
antigua (Constitución de 1925, art. 72 N° 7) y, sobre todo, de disposiciones que
definen las competencias de la Contraloría, al permitirle pronunciarse sobre cues-
tiones concernientes al régimen jurídico de los funcionarios (LOCCGR, arts. 1, 6,
38). El resultado es el llamado concepto institucional del estatuto administrativo,
que comprende tanto los textos normativos de alcance general sobre la función
112 José Miguel Valdivia

pública, como los cuerpos legales específicamente aplicables a un determinado


sector de los empleados públicos (como, por ejemplo, los militares) o incluso el
Código del Trabajo en aquellos sectores en que opera como estatuto laboral de
los empleados del Estado (tal como ocurre, entre otros, en las empresas públicas).
De estos textos legales, sin duda el más significativo, teórica y políticamente,
es el denominado pura y simplemente “Estatuto Administrativo”, contenido en
la Ley 18.834, cuyo texto refundido consta en el DFL 29, del Min. de Hacienda,
de 2004. El Estatuto Administrativo tiene un ámbito de aplicación restringido,
en general, a las oficinas del aparato central de la administración del Estado, con
varias excepciones (EA, art. 1). En verdad, variados organismos administrativos
presentan singularidades organizativas y funcionales que justifican un tratamien-
to diferenciado en el plano del personal. Sin embargo, a muchos respectos, el Es-
tatuto Administrativo provee una base teórica que permite colmar las eventuales
lagunas de los textos estatutarios específicos.
Entre los estatutos administrativos especiales cabe mencionar ante todo el Es-
tatuto Administrativo para Funcionarios Municipales contenido en la Ley 18.883,
el Estatuto del personal del Min. de Relaciones Exteriores, cuyo texto fue fijado en
el DFL 33, de ese mismo ministerio, de 1979, el Estatuto del Personal de las Fuer-
zas Armadas, contenido en el DFL 1, del Min. de Defensa Nacional (Subsecretaría
de Guerra), de 1997, el Estatuto del Personal de Carabineros de Chile, cuyo texto
refundido se contiene en el DS 412, del Min. de Defensa Nacional (Subsecretaría
de Carabineros), de 1991, el Estatuto del Personal de Policía de Investigaciones
de Chile, contenido en el DFL 1, del Min. de Defensa Nacional (Subsecretaría de
Investigaciones), de 1980, el Estatuto de los profesionales de la educación (cuyo
ámbito de aplicación se extiende más allá de los establecimientos educacionales
públicos), aprobado por Ley 19.070, cuyo texto refundido se contiene en el DFL
1, del Min. de Educación, de 1996, entre varios otros textos.
A las regulaciones antedichas cabe agregar, en cuanto se refiere a remunera-
ciones, el DL 249, de 1973, que definió una Escala Única de Sueldos aplicable al
sector público, pero a corto andar su propósito unificador se vio superado por
la realidad por las necesidades especiales de determinados sectores. Hay escalas
diversas para el mundo municipal y para los organismos fiscalizadores (DL 3551),
y para distintos otros servicios.
En algunos casos, normas infralegales han establecido reglas especiales sobre
materias de orden estatutario. Es el caso de reglamentos de calificaciones o de dis-
ciplina (que definen aspectos de detalle de procedimientos administrativos) apli-
cables a distintos servicios, como las fuerzas armadas y policiales.
Título II. El personal de la administración del Estado 113

Capítulo 2
La función pública
128. El régimen de la función pública tiene por protagonista central al funcio-
nario público (párrafo 1). El estudio de este régimen exige prestar atención a los
distintos momentos de la vida funcionaria (párrafo 2), los derechos y deberes que
lleva envuelto (párrafo 3), así como las responsabilidades que pueden surgir en
este marco (párrafo 4).

PÁRRAFO 1. LOS FUNCIONARIOS PÚBLICOS


129. El presupuesto del régimen de la función pública reside en la figura del
funcionario público (sección 1), que debe ser identificado distinguiéndolo de otros
agentes públicos que no tienen asignada esa calidad (sección 2); las calidades de
los funcionarios públicos facilitan también una mejor comprensión del régimen
(sección 3).

Sección 1. Noción de funcionario público


130. ¿Qué se entiende por funcionario público?
No existe una definición normativa del funcionario público en el derecho ad-
ministrativo chileno. Es más, la noción que contenía la versión anterior del Esta-
tuto Administrativo está hoy derogada (“Empleado público o funcionario es la
persona que desempeña un empleo público en algún servicio fiscal o semifiscal y
que por lo tanto, se remunera con cargo al Presupuesto General de la Nación o del
respectivo servicio”, DFL 338, de 1960, art. 2 letra b). El derecho penal contiene
una noción maximalista del empleado público, que carece de especificidad para
efectos administrativos, pues es comprensiva de “todo el que desempeñe un cargo
o función pública… [en] organismos creados por el Estado o dependientes de él”,
incluyendo a los funcionarios del Poder Judicial o del Congreso (Código Penal,
art. 260).
A pesar de esta relativa incertidumbre, la noción de funcionario debe cons-
truirse en términos extensivos, comprensivos de los distintos agentes que ocupan
cargos públicos en la administración del Estado, bajo un régimen de derecho pú-
blico. En cuanto la noción de “cargo público” cuenta con definición legal (“aquel
que se contempla en las plantas o como empleos a contrata en las instituciones
[integrantes de la administración], a través del cual se realiza una función admi-
nistrativa”, EA, art. 3, letra a), la condición de funcionario puede identificarse con
114 José Miguel Valdivia

cierto grado de certeza. Además, por el contenido mismo de la noción de cargo


público, la figura del funcionario público se asocia a una condición formal, que es
la adscripción permanente de una persona al aparato administrativo.
La identificación del funcionario es importante por dos series de razones. Por
una parte, sólo los funcionarios propiamente tales pertenecen a la administración
y, en tal calidad, pueden ejercer potestades públicas (idea que se desprende de un
principio básico del Estatuto Administrativo: los cargos públicos “sólo podrán
corresponder a funciones propias que deban realizar las instituciones” integrantes
de la administración, EA, art. 2). Por otra, el régimen estatutario de la función pú-
blica sólo se aplica a ellos, y no a otros agentes públicos que no tienen la calidad
de funcionarios.

Sección 2. Agentes públicos que no son funcionarios


131. Las consideraciones precedentes justifican la pretensión de deslindar la
condición de funcionario respecto de otro tipo de servidores públicos, como las
autoridades de gobierno y el personal contractual de la administración.

(a) Las autoridades de gobierno


132. Una larga tradición alimentada por criterios políticos tiende a distinguir
entre los funcionarios y los gobernantes (como en el famoso libro de Duguit, El
Estado, los gobernantes y los agentes, de 1903). Es posible que esta distinción res-
ponda a las diferencias entre el gobierno y la administración, cuyas funciones son
conceptualmente diversas (en términos muy simples, el gobierno define la política
y la administración la pone en práctica). Varios textos de derecho positivo chileno
parecieran esbozar una distinción en esta línea, entre “autoridades” y “funciona-
rios” (p. ej., diversos preceptos de la LOCBGAE), aunque los contornos de esas
categorías son oscuros.
Sin duda, los cargos públicos que están más cerca de la política presentan
especificidades. En la designación de los dirigentes que ocupan los puestos más
elevados de la administración intervienen factores puramente políticos, que no se
ajustan al carácter profesional y permanente de la función pública. Así, el Presi-
dente de la República no es considerado funcionario, como tampoco los ministros
de Estado, sus colaboradores directos e inmediatos; de hecho, la versión anterior
del Estatuto Administrativo descartaba expresamente que los ministros fuesen
funcionarios.
Ahora bien, la incidencia de la política en la designación de otros personeros
públicos ha sido una constante del aparato administrativo del Estado en Chile,
Título II. El personal de la administración del Estado 115

en razón del presidencialismo fuerte que ha imperado como régimen de gobierno.


Prácticamente todos los funcionarios con alguna responsabilidad de gobierno y
un número muy elevado de jefes de servicio eran (y siguen siendo) funcionarios de
la exclusiva confianza del Presidente de la República, de modo que su permanen-
cia en el cargo solía coincidir con la del gobierno mismo que los había nombrado.
Ahora bien, entre el personal de exclusiva confianza numerosos agentes cumplen
funciones de orden administrativo. Los subsecretarios, por ejemplo, pueden con-
siderarse algo así como jefes de servicio del respectivo ministerio y, en cuanto
tales, tienen muchas tareas administrativas (cf. § 108). La distinción entre función
administrativa y función gubernamental no es correlativa a la incidencia de la
política en la designación; en otras palabras, la importancia relativa que confiere
un nombramiento basado en cánones políticos no ofrece un criterio muy decisivo
para distinguir jurídicamente a los funcionarios de las autoridades.
En el último tiempo se ha debilitado aún más la singularidad del régimen de los
cargos directivos. La progresiva infiltración del sistema de Alta Dirección Pública
en la designación de los jefes de servicio (de los que cada vez hay menos excep-
ciones, conforme a las últimas reformas al sistema, aprobadas por Ley 20.955)
acentúa el carácter profesional y técnico de la administración, en contraste con
los criterios preponderantemente políticos del pasado. Aunque este personal sigue
considerándose de exclusiva confianza del Presidente o de otras autoridades, las
reformas legales han tendido a introducir criterios meritocráticos en su definición
(sin excluir, dentro de opciones técnicamente aceptables, variables políticas).
Como se ve, es difícil formular distinciones categóricas entre funcionarios y
autoridades. Más aún, los altos directivos están sujetos, a semejanza con los fun-
cionarios comunes y corrientes, a un régimen de orden laboral que les asegura un
tratamiento adecuado (salarios, descanso, etc.). Además, la Constitución (art. 8),
siguiendo orientaciones jurisprudenciales más antiguas, ha sido categórica en ex-
tenderles deberes de probidad (p. ej., entre otros, Dictamen 73.040, de 2009). Por
cierto, hay ámbitos en que el entendimiento de los directivos como funcionarios
es complejo, como se muestra en las dificultades de perseguir la responsabilidad
disciplinaria de los caciques de la administración. Tal vez en consideración a esas
dificultades valga la pena seguir teniendo en mente que no todos los servidores
públicos son funcionarios públicos como los demás.

(b) Los agentes contractuales de la administración


133. ¿Son funcionarios públicos los servidores públicos unidos a la adminis-
tración por medio de contratos?
116 José Miguel Valdivia

En principio, la noción de funcionario público se construye también sobre la


base de la adscripción del servidor público al aparato estatal mediante mecanis-
mos típicos de derecho administrativo, vale decir actos administrativos unilatera-
les. De este modo, los agentes contractuales de la administración se entenderían
prima facie excluidos de la categoría de funcionarios públicos. Con todo, la ju-
risprudencia administrativa ha aportado algunas precisiones que desafían este
entendimiento.
134. Ante todo, es útil tener presente que en diversos ámbitos las leyes au-
torizan a la administración a reclutar personal conforme a las reglas del Códi-
go del Trabajo. Así ocurre, corrientemente, respecto de las empresas públicas (lo
que es normal, si se entiende que las empresas actúan preponderantemente con-
forme al derecho privado). Otros organismos administrativos también han sido
autorizados para proceder así; incluso determinados servicios públicos cuentan
únicamente con personal sujeto al Código, como ocurre con el Consejo para la
Transparencia o el Instituto Nacional de Derechos Humanos. Conforme a la ju-
risprudencia administrativa, estos servidores también son funcionarios públicos,
comoquiera que participan del cumplimiento de tareas administrativas en orga-
nismos de la administración. Con todo, esta calificación no obsta a que el marco
normativo que rige a estos trabajadores sea precisamente el Código del Trabajo,
que se considera como el “estatuto jurídico de derecho público” respectivo. Apa-
rentemente, con este entendimiento jurisprudencial se asegura el control de las
operaciones laborales de estos agentes por parte de la Contraloría, cuyas misiones
suponen velar por el cumplimiento del Estatuto Administrativo. En algunos casos
este organismo ha extendido al personal regido por el Código del Trabajo algunas
instituciones propias del derecho administrativo común, como la naturaleza de
actos administrativos de las operaciones relativas a la gestión del personal (nom-
bramientos, desvinculaciones, etc.). En la misma línea, se ha llegado a sostener
que para materializar despidos por culpa del trabajador se requiere una “breve
investigación” previa, que parece ser una versión simplificada de un procedimien-
to disciplinario (últimamente, Dictamen 17.882, de 2017).
135. La administración puede, también, reclutar personal bajo la modalidad
de contratos de prestación de servicios sujeta a honorarios. El Estatuto Adminis-
trativo contempla esta posibilidad respecto de “profesionales y técnicos de edu-
cación superior o expertos en determinadas materias, cuando deban realizarse
labores accidentales y que no sean las habituales de la institución”, así como
“para cometidos específicos” (art. 11). Varias leyes especiales han flexibilizado
esta habilitación, ampliándola significativamente. En principio, las personas con-
tratadas bajo esta modalidad no son funcionarios públicos y no se les aplica el ré-
gimen estatutario; la ley dispone que ellas “se regirán por las reglas que establezca
el respectivo contrato y no les serán aplicables las disposiciones de este Estatuto”
Título II. El personal de la administración del Estado 117

(EA, art. 11, inc. final). Con todo, la jurisprudencia administrativa también ha ex-
tendido a este personal la observancia del principio de probidad pública, porque
“si bien no son funcionarios públicos, tienen el carácter de servidores estatales y
realizan una función pública” (Dictamen 42.992, de 2014).
No siendo funcionarios públicos, los servidores contratados a honorarios tam-
poco pueden ejercer potestades públicas, sino solo las tareas específicas que se
les hubiere encomendado. Ahora bien, en una práctica que remonta a mediados
de la década de 1980, diversas leyes han atribuido a algunos de estos agentes
contractuales la calidad de “agentes públicos”, con el propósito explícito de que
puedan ejercer tales potestades. Al respecto, la jurisprudencia de la Contraloría
ha considerado que los agentes públicos son también funcionarios públicos, con
el solo objeto de hacerles extensivo el régimen de responsabilidad administrativa.
Pero en lo demás, el régimen jurídico aplicable a este personal es el definido en sus
respectivos contratos, y no el régimen estatutario de derecho público.

Sección 3. Calidades de los funcionarios públicos


136. Siguiendo las definiciones del Estatuto Administrativo, los funcionarios
públicos propiamente tales pertenecen a dos grandes categorías: los funcionarios
de planta y los funcionarios a contrata.

(a) Funcionarios de planta


137. Los funcionarios de planta son aquellos considerados dentro de la planta
del respectivo servicio público, vale decir, en la dotación permanente que determi-
na la ley para cada servicio (y que puede estimarse su dotación normal). La planta
de personal está definida por la ley como “el conjunto de cargos permanentes
asignados por la ley a cada institución”, configurada siguiendo ciertos parámetros
legales (EA, art. 3, letra b).

(b) Funcionarios a contrata


138. Los funcionarios a contrata, en cambio, no están contemplados en la
planta, sin perjuicio de lo cual la ley admite su adscripción al servicio a título
temporal o transitorio, por un periodo de tiempo que no excede de un año. En
principio, los funcionarios a contrata no pueden exceder en número al veinte por
ciento del personal de planta (EA, art. 10). Así, la ley admite que por razones pa-
sajeras un determinado servicio pueda requerir de una dotación mayor de la que
la ley define, contando con personal igualmente transitorio.
118 José Miguel Valdivia

Ahora bien, en una práctica política que se ha venido reiterando sistemática-


mente en las últimas décadas, el porcentaje máximo de la dotación a contrata ha
sido liberado mediante leyes de presupuestos, con el resultado de que hoy en día el
personal a contrata supera al que efectivamente sirve en calidad de titular empleos
de planta. El fenómeno revela que las autoridades gubernamentales prefieren ro-
dearse de personal transitorio (o precario) antes que de funcionarios permanentes
(con plena protección jurídica). Además, aunque los empleos a contrata son de
carácter transitorio, la ley contempla su prórroga, de modo que las relaciones de
trabajo a que dan origen pueden prolongarse indefinidamente, como de hecho
ocurre en la práctica. Por eso, algunos han sostenido que mediante las contratas
se ha instaurado una planta paralela para cada servicio.

(c) Criterio y efectos de la distinción


139. Conviene tener presente que el criterio distintivo entre unos funcionarios
y otros no reposa en la consideración sustantiva respecto de la permanencia del
funcionario en la institución, sino en la inclusión formal del cargo respectivo en
la planta. Las plantas de personal son determinadas por medio de norma de jerar-
quía legal y es bastante comprensible que esa previsión normativa no puede ser
suplida por simples opiniones o interpretaciones. En buenas cuentas, ni el juez ni
el contralor pueden estimar que, en razón de su permanencia prolongada en un
servicio, un funcionario a contrata haya pasado a integrar la planta. La amplia-
ción de la planta importa una modificación orgánica del servicio, que, en razón
de su continuidad e impacto en las finanzas públicas, debe ser ponderado por los
representantes del pueblo en las instancias legislativas.
La distinción entre estas dos categorías de funcionarios es fundamental en
cuanto al régimen jurídico de fondo, pues sólo el funcionario de planta está sujeto
al régimen de carrera funcionaria, a diferencia de lo que ocurre con el funcionario
a contrata. Éste, en cambio, si bien cuenta en principio con los mismos derechos y
deberes del funcionario de planta, por su naturaleza transitoria no puede tener la
expectativa de permanecer ni avanzar de posiciones dentro del servicio.

PÁRRAFO 2. DESARROLLO DE LA VIDA FUNCIONARIA


140. La condición jurídica del funcionario está determinada por tres momen-
tos: su ingreso a la función pública (sección 1), su permanencia en ella, vinculada
a la idea de carrera funcionaria (sección 2), y el término de la calidad de funcio-
nario (sección 3).
Título II. El personal de la administración del Estado 119

Sección 1. Ingreso
141. Se analizan separadamente las modalidades de ingreso a la función públi-
ca y los requisitos comunes para gozar de la calidad de funcionario.

(a) Modalidades de ingreso


142. El acceso a la condición de funcionario público depende de un acto ad-
ministrativo de nombramiento. En otro tiempo se discutió acerca de la naturaleza
jurídica del mecanismo de designación de los funcionarios públicos, sugiriéndose
que, a semejanza de lo que ocurre en el sector privado, se trataría de un contrato,
vale decir, de un acto formado por el concurso de las voluntades del Estado y del
funcionario designado. Actualmente no se pone en duda el carácter unilateral
del acto administrativo de nombramiento, lo cual es consistente con los rasgos
propios del derecho administrativo. Por cierto, este acto administrativo unilate-
ral es necesitado de aceptación por parte del interesado, para efectos de cobrar
vigencia efectiva. Normalmente la asunción de funciones desempeña el papel de
aceptación.
La calificación unilateral o contractual del acto de nombramiento es importan-
te en razón del régimen jurídico aplicable. En principio, sin perjuicio de limitacio-
nes legales, los contratos configuran un marco normativo diseñado ad hoc por las
partes contratantes, bajo un régimen de libertad de pactos. Un acto administra-
tivo unilateral, en cambio, se sujeta en su origen y sus efectos al régimen jurídico
imperante sobre la materia. Del nombramiento se dice que es un acto-condición,
que supone la adscripción de su destinatario a una categoría preconfigurada por
el o los estatutos respectivos (el acto-regla, en la terminología de Duguit). Por
medio del nombramiento el funcionario adquiere la calidad de tal, con todos los
derechos y obligaciones que contempla el estatuto aplicable.
143. El procedimiento previo a la adopción del acto de nombramiento es, tra-
tándose de funcionarios de planta, un concurso. Los procedimientos concursales
hacen posibles la participación de diversos interesados en acceder a una o más
plazas, bajo condiciones igualitarias. Los concursos funcionariales se basan fun-
damentalmente en el análisis y ponderación de los antecedentes (curriculares) de
los candidatos. Conforme a la jurisprudencia administrativa, rige en estos concur-
sos (al igual que en otros procedimientos concursales, como las licitaciones) un
principio de estricta sujeción a las bases del certamen, que precisan las condicio-
nes exigidas o esperadas del puesto a llenar, principio que garantiza la igualdad
de los candidatos.
120 José Miguel Valdivia

La exigencia de un concurso no rige respecto de los funcionarios a contrata,


que –respetando eventuales limitaciones legales– son reclutados bajo condicio-
nes discrecionales por la autoridad facultada para efectuar el nombramiento. Por
cierto, nada impide que la selección de este personal también se canalice mediante
concursos previos.
Algunos nombramientos, sobre todo de directivos o altos funcionarios, se ba-
san en el régimen de confianza exclusiva de la autoridad facultada para efectuar-
los. Esta calidad, justificada por razones de orden político, implica absoluta dis-
crecionalidad tanto en la designación como en la remoción del funcionario. Con
todo, el sistema de Alta Dirección Pública (previsto en la Ley 19.882) ha infiltrado
en variados ámbitos en que antiguamente regía el mecanismo de la confianza
exclusiva. Ese sistema reposa en concursos organizados por el Servicio Civil, que
conducen a la elaboración de ternas acordadas por el Consejo de Alta Dirección
Pública; finalmente, la autoridad facultada para el nombramiento escoge a alguno
de los candidatos de esa terna.

(b) Requisitos para acceder a la función pública


144. Los requisitos comunes para ingresar a la administración del Estado en
calidad de funcionario están determinados por la ley (EA, art. 12).
– Ciudadanía chilena. El requisito es complejo, pues, conforme a las catego-
rías constitucionales, supone nacionalidad chilena, mayoría de edad (18
años), y una condición moral consistente en no haber sido condenado a
pena aflictiva. La nacionalidad es, tanto en derecho chileno como compra-
do, una exigencia frecuente para la condición de funcionario público. Cier-
tamente importa una excepción al principio de igualdad ante la ley que, si
tradicionalmente se ha entendido justificada, actualmente tiende a ser vista
con reticencia (particularmente en contextos de integración de mercados).
En el caso chileno el reclutamiento de extranjeros está permitido a título
excepcional para empleos a contrata, en razón de los conocimientos cientí-
ficos o de carácter especial de los candidatos.
– Servicio militar. En los casos en que proceda (i. e., varones chilenos mayores
de edad), se requiere que el funcionario haya cumplido con la ley de reclu-
tamiento y movilización.
– Salud compatible con el desempeño del cargo. Este requisito se satisface
con una certificación del servicio de salud correspondiente o, desde la ley
20.766, de un “prestador institucional de salud”, fórmula que alude a es-
tablecimientos asistenciales públicos o privados (Contraloría, dictamen
37.333, de 19 de mayo de 2016).
Título II. El personal de la administración del Estado 121

– Educación. Los funcionarios deben al menos haber aprobado la educación


básica y, en cuanto la ley lo exija en atención a la naturaleza del empleo,
tener un nivel educacional o título profesional o técnico específicos.
– Integridad moral. Diversas reglas establecen impedimentos para ingresar o
permanecer en la administración del Estado en calidad de funcionario, en
razón de circunstancias que se vinculan, grosso modo, a su calidad moral
u otras que derivan en general del principio de probidad. Las inhabilidades
generales y especiales caben en esta categoría de requisitos. Entre estas hi-
pótesis cabe mencionar:
• Haber cesado con anterioridad en otro cargo público como consecuen-
cia de haber obtenido calificación deficiente, o por medida disciplinaria,
salvo que hubieren transcurrido más de cinco años desde la fecha de
expiración de funciones.
• Estar inhabilitado para el ejercicio de funciones o cargos públicos (usual-
mente a consecuencia de una sanción penal), o hallarse condenado por
delito que tenga asignada pena de crimen o simple delito. Esta regla
admite alguna excepción tratándose del acceso a cargos de auxiliares y
administrativos (LOCBGAE, art. 54, letra c, y EA, art. 12, letra f).
• Tener vigente o suscribir, por sí o por terceros, contratos o cauciones
ascendentes a doscientas unidades tributarias mensuales o más, con el
respectivo organismo de la Administración Pública, o bien tener litigios
pendientes con la institución de que se trata, a menos que se refieran al
ejercicio de derechos propios, de su cónyuge, hijos, adoptados o parien-
tes hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad in-
clusive. Esta inhabilidad opera igualmente respecto de los funcionarios
que fuesen directores, administradores, representantes o socios titulares
del diez por ciento o más de los derechos de cualquier clase de sociedad,
cuando ésta tenga contratos o cauciones vigentes ascendentes a doscien-
tas unidades tributarias mensuales o más, o litigios pendientes, con el
organismo de la administración a cuyo ingreso se postule (LOCBGAE,
art. 54, letra a).
• Tener la calidad de cónyuge, hijos, adoptados o parientes hasta el ter-
cer grado de consanguinidad y segundo de afinidad inclusive respecto
de las autoridades y de los funcionarios directivos del organismo de la
administración civil del Estado al que postulan, hasta el nivel de jefe de
departamento o su equivalente, inclusive (LOCBGAE, art. 54, letra b).
• Respecto de altos cargos (ministro de Estado, subsecretario, jefe supe-
rior de servicio o directivo superior de un organismo de la administra-
122 José Miguel Valdivia

ción del Estado, hasta el grado de jefe de división o su equivalente),


tener dependencia de sustancias o drogas estupefacientes o sicotrópicas
ilegales, a menos que justifique su consumo por un tratamiento médico
(LOCBGAE, arts. 40, inc. 2 y 55 bis).
145. Las inhabilidades suelen confundirse con las incompatibilidades, en razón
de su objeto regulativo (evitar transgresiones al principio de probidad administra-
tiva, por ejemplo, mediante la materialización de conflictos de interés). Podrían
diferenciarse en la medida en que las primeras operan preventivamente, como un
requisito que impide acceder a la calidad de funcionario, en circunstancias que las
segundas operan represivamente, frente a situaciones sobrevinientes, impidiendo
permanecer en esa calidad. Sin embargo, a veces los textos legales las tratan de
modo indistinto o insuficientemente diferenciado.

Sección 2. La carrera funcionaria


146. El desarrollo de la condición de funcionario se vincula tradicionalmente
a la idea de carrera funcionaria. Esta sólo alcanza al personal de planta (EA, art.
6), que hoy es minoritario en la administración civil del Estado.
El paradigma del empleo público es el empleo de planta, que supone ads-
cripción permanente de un ciudadano a la función pública que desempeña en
determinado servicio o institución estatales. Esa permanencia va de la mano con
la estabilidad en el empleo, pero no significa estancamiento en las posiciones
internas del servicio. En teoría, el servicio público como lugar de trabajo es una
sede de crecimiento personal de los funcionarios, que comienzan ocupando los
lugares más bajos del escalafón, pero van ascendiendo hasta puestos de mayor
responsabilidad.
El crecimiento intelectual del funcionario se traduce en la capacitación, a la
que tiene derecho todo el personal en condiciones igualitarias (EA, arts. 26 y ss.).
Las herramientas formales que permiten materializar la carrera son la promo-
ción o el ascenso. El Estatuto Administrativo reconoce generosamente un “dere-
cho al ascenso”, esto es, la promoción a cargos superiores que hubieran quedado
vacantes (art. 54). Ahora bien, respecto de las plantas superiores (profesionales, p.
ej.) el mecanismo de ascenso se canaliza por medio de la “promoción” que supone
un concurso interno reglamentado por la ley.
147. La continuidad y progresión en la carrera funcionaria se apoya en eva-
luaciones periódicas del personal, que se efectúan mediante procesos formales
minuciosamente reglamentados: las calificaciones (EA, arts. 32 y ss. y Reglamento
de Calificaciones del personal afecto al Estatuto Administrativo, aprobado por DS
Título II. El personal de la administración del Estado 123

1825, del Min. del Interior, de 1998). En cuanto las calificaciones permiten medir
el desempeño de los funcionarios (para efectos de determinar el ascenso, los estí-
mulos y eventualmente la eliminación del servicio), no sólo se aplican al personal
de planta sino también al de contrata.
En esencia, las calificaciones son efectuadas por órganos específicos (Juntas
calificadoras) sobre la base del historial del funcionario, que se contiene en su
hoja de vida, relativo al periodo anual respectivo. Al jefe directo del respectivo
funcionario le corresponde efectuar una precalificación, que es el insumo princi-
pal de la evaluación. El régimen de recursos (“apelaciones”) también es objeto de
regulación legal. La calificación conduce a la clasificación de los funcionarios en
4 grandes categorías o “listas”. El funcionario calificado en lista 4 o por dos años
consecutivos en lista 3 deberá retirarse del servicio dentro de los 15 días hábiles
siguientes, so pena de declararse vacante su cargo. La prolífica regulación de las
calificaciones no se condice mucho con la práctica, en que es por extremo inusual
que algún funcionario sea mal evaluado (por razones, seguramente, de orden so-
ciológico o político).

Sección 3. Término
148. Hay que distinguir la situación de los funcionarios de planta y de los
funcionarios a contrata.

(a) Funcionarios de planta


149. El principio de la carrera funcionaria, aplicable a los funcionarios de
planta, importa estabilidad en el empleo, que en el estado actual del derecho po-
sitivo supone que solo pueden perderlo por causas rigurosamente definidas por la
ley que no dependen del arbitrio del superior jerárquico del servicio.
Conforme a la ley (EA, arts. 146 y ss.), estas causas son:
– Aceptación de renuncia. Todo funcionario puede renunciar a su empleo vo-
luntariamente, pero la renuncia debe ser aceptada por la autoridad. La ley
contempla algunos resguardos frente a renuncias efectuadas en medio de
investigaciones disciplinarias, a fin de evitar que se defraude la responsabi-
lidad administrativa (art. 147). La renuncia puede ser provocada por peti-
ción del superior, la cual procede únicamente tratándose de funcionarios de
exclusiva confianza; si el funcionario requerido no la presentare dentro de
un plazo breve (48 horas, art. 148), el cargo se declarará vacante y el fun-
cionario cesará por esa razón.
124 José Miguel Valdivia

– Obtención de jubilación, pensión o renta vitalicia en un régimen previsio-


nal, en relación al respectivo cargo público;
– Declaración de vacancia del cargo. Esta medida procede en casos puntuales
(art. 150), que revelan que el funcionario ha perdido los requisitos para
ingresar a la administración del Estado, como en el caso, reglamentado es-
pecialmente, de que su estado de salud devenga incompatible con el cargo.
Además, procede en caso de calificación deficiente (art.150, letra c, en rela-
ción con el art. 50) y por no presentación de la renuncia solicitada.
– Destitución. Se trata de una medida disciplinaria extrema, consistente en la
decisión de poner término a los servicios de un funcionario, adoptada por
la autoridad facultada para hacer el nombramiento. Esta medida, que debe
imponerse al término de un procedimiento disciplinario, sólo puede obe-
decer a infracciones graves al principio de probidad administrativa u otras
causas igualmente graves, específicamente reguladas por la ley (art. 125).
– Supresión del empleo. Se trata de una medida de orden orgánico, suscitada
por procesos de reestructuración o fusión del servicio, en que determinados
funcionarios de planta no fueren encasillados en las nuevas plantas. Este es
el único caso en que la ley contempla una indemnización para el funciona-
rio, equivalente al total de las remuneraciones devengadas en el último mes,
por cada año de servicio en la institución, con un máximo de seis (art. 154).
– Fallecimiento.

(b) Funcionarios a contrata


150. En lo que corresponda, también son aplicables a los funcionarios a con-
trata las causas de cesación en el empleo previstas para los funcionarios de plan-
ta (renuncia, destitución, etc.). El Estatuto Administrativo contempla una causal
específicamente aplicable al personal a contrata, consistente en el término del
período legal por el cual se es designado.
En contraste con los funcionarios de carrera, los funcionarios a contrata no go-
zan de estabilidad en el empleo; su posición es formalmente precaria. Según la ley,
“los empleos a contrata durarán, como máximo, sólo hasta el 31 de diciembre de
cada año y los empleados que los sirvan expirarán en sus funciones en esa fecha,
por el solo ministerio de la ley, salvo que hubiere sido propuesta la prórroga con
treinta días de anticipación a lo menos” (EA, art. 10, inc. 1).
La regla fija en un año calendario la duración máxima del empleo a contrata,
pero ésta puede ser más breve, si la designación hubiera sido dispuesta bajo la
cláusula “mientras sean necesarios los servicios”. En este último caso, la auto-
Título II. El personal de la administración del Estado 125

ridad está facultada para disponer la terminación de la contrata en cualquier


momento en que los servicios del funcionario dejen de ser necesarios, lo cual debe
justificar o motivar suficientemente.
En la generalidad de los casos, sin embargo, se observa la fórmula legal, que
prevé la expiración de las funciones, por el solo ministerio de la ley, el día 31 de
diciembre del año respectivo. En estos casos, la expiración de la relación funcio-
narial no requiere de decisión alguna de la autoridad, pues se produce por efecto
directo de la ley.
No obstante la categórica fórmula legal, desde 2016 la jurisprudencia adminis-
trativa de la Contraloría –y, poco después, la jurisprudencia de la jurisdicción la-
boral– ha entendido que, tratándose de empleos a contrata que se han prorrogado
varias veces, ha surgido en los empleados “una legítima expectativa que les indujo
razonablemente a confiar en la repetición de tal actuación”, de modo que la auto-
ridad no puede cambiar sorpresivamente de criterio, a menos de motivar (justifi-
car) suficientemente la decisión de poner término a la contrata (dictamen 22.766,
de 24 de marzo de 2016, complementado posteriormente por dictamen 85.700,
de 28 de noviembre de 2016). Estos pronunciamientos, que se fundan de modo
explícito en el principio de protección de la confianza legítima, difícilmente se
ajustan a la ley. Por el contrario, han desfigurado el sistema al tornar letra muerta
la expiración de funciones por el solo ministerio de la ley, exigiendo en cambio
siempre un acto administrativo fundado de desvinculación del funcionario.
Por cierto, la autoridad puede disponer la prórroga del empleo, mediante deci-
sión adoptada dentro del plazo previsto por la ley.

PÁRRAFO 3. DERECHOS Y DEBERES FUNCIONARIOS


151. El status funcionarial se traduce en los derechos (sección 1) y deberes
(sección 2) de los funcionarios públicos.

Sección 1. Derechos de los funcionarios


152. Los derechos más específicos de los agentes públicos conciernen a la ca-
rrera funcionaria, a los que ya se ha hecho alusión: estabilidad y progresión; se
trata de derechos típicos de los funcionarios de planta.
Respecto de la generalidad de los funcionarios, los textos estatutarios abundan
en referencia a los derechos, reglamentándolos a veces con gran nivel de detalle.
Sin ánimo de exhaustividad y únicamente con fines analíticos, conviene detenerse
126 José Miguel Valdivia

en tres categorías de materias: los derechos fundamentales de los funcionarios, sus


derechos económicos y los relativos a la seguridad social.

(a) Derechos fundamentales de los funcionarios


153. En principio, los funcionarios públicos gozan de derechos fundamentales
como toda otra persona. Algunas innovaciones normativas recientes han refor-
zado la vigencia de estos derechos, en su proyección laboral, tanto respecto de
trabajadores privados como de funcionarios públicos. Así ocurre con las reglas
sobre discriminación y acoso laboral y sexual, que definen estándares comunes al
sector público y al sector privado (Leyes 20.005, 20.607, 20.609).
Ahora bien, la Constitución puede establecer limitaciones a estos derechos fun-
damentales, como ocurre con los derechos de orden laboral que admiten expre-
sión colectiva (sindicalización y negociación colectiva), según se analizara más
arriba. Respecto de los derechos de tipo individual, la ley también puede estable-
cer limitaciones. Algunas de ellas son dignas de atención, como las que conciernen
a las libertades de expresión, reunión o asociación de algunos funcionarios (como
los militares), justificadas en un objetivo de neutralidad política. Otras concier-
nen, desde luego, a la protección de la privacidad o a la libertad de trabajo o de
emprendimiento.
En otro tiempo estas modulaciones de los derechos fundamentales se expli-
caban mediante la teoría de las “relaciones de sujeción especial”, que asumía
axiomáticamente que determinadas categorías de personas vinculadas más o me-
nos estrechamente con el Estado tenían derechos fundamentales limitados per se,
susceptibles de ser regulados por medio de normas infralegales. Esos planteamien-
tos han sido superados: salvo contadísimas excepciones, toda limitación a los
derechos fundamentales debe justificarse en regla de rango o jerarquía legal, cuya
justificación radique en la peculiaridad de la función que cumplen los agentes
públicos u otro objetivo de valor constitucional.
154. De la afirmación de los derechos fundamentales del funcionario no se
sigue necesariamente la procedencia del procedimiento de tutela laboral de los
derechos fundamentales a su respecto (procedimiento judicial previsto en los arts.
485 y ss. del Código del Trabajo). Por una parte, no es para nada pacífico que la
jurisdicción laboral sea competente con respecto a cualesquiera asuntos de interés
de la administración del Estado; es más, las medidas de orden laboral que afecten
a los funcionarios públicos se traducen en operaciones administrativas sujetas
a la ley, cuyo control, por su misma naturaleza, no corresponde a los jueces del
trabajo. Por otra parte, las consecuencias patrimoniales de estos remedios tute-
lares no guardan ninguna relación con los derechos de los funcionarios públicos,
Título II. El personal de la administración del Estado 127

de modo que su acogimiento puede ser fuente de inconsistencias. Ahora bien, no


puede ignorarse que la jurisprudencia tiende cada vez con más fuerza a aceptar
la procedencia de estos remedios procesales en relación con la función pública
(jurisprudencia cuyo punto de partida parece estar en Corte Suprema, 4ª sala, 30
de abril de 2014, Bussenius c/ Central de Abastecimientos del Sistema Nacional
de Servicios de Salud, Rol 10.972-2013). La Contraloría General de la República,
por su parte, también se ha reconocido “competencia para conocer y resolver de
aquellos requerimientos de los servidores públicos por vulneración de lo que el
Código del Trabajo considera sus derechos fundamentales” (Dictamen 5260, de
2015); sin embargo, es dudoso que este generoso ofrecimiento disuada a los fun-
cionarios de instar por la tutela laboral.

(b) Derechos económicos


155. Al igual que en el orden laboral, la relación de servicio que conlleva la
función pública no es gratuita sino remunerada. Las remuneraciones son defini-
das por instrumentos normativos y no por contratos. En la materia reina, a pesar
de tentativas de unificación, un desorden muy acusado.
En principio, debe distinguirse el sueldo de otras remuneraciones. El sueldo es
la “retribución pecuniaria, de carácter fijo y por periodos iguales, asignada a un
empleo público de acuerdo con el nivel o grado en que se encuentra clasificado un
funcionario” (EA, art. 3, letra d). La pretensión unificadora de la dictadura se tra-
dujo en la elaboración de una escala única de sueldos (DL 249, de 1973), que bus-
caba superar el desorden existente hasta esa fecha, asignando un nivel determinado
de sueldo al funcionario en consideración del grado que ocupaba en la jerarquía
interna. A corto andar, sin embargo, la escala dejó de ser “única”, ante la creación
de otras escalas de sueldo de aplicación más limitada (por ejemplo, aquella prevista
en el DL 3551, de 1981, para instituciones fiscalizadoras y municipalidades); hoy la
escala única de sueldos convive con al menos once regímenes remuneratorios.
Aparte del sueldo, el funcionario tiene usualmente derecho a percibir determi-
nadas “asignaciones”, que no admiten una definición sencilla. En general, se con-
ciben por contraste con el sueldo, en cuanto no están concebidas en consideración
al nivel o grado del funcionario, sino al cumplimiento de determinados requisitos
adicionales (p. ej., condición profesional, complejidad de las tareas asumidas, ca-
rácter aislado de la localidad de residencia del funcionario, etc.). Desde luego, las
asignaciones sólo tienen sentido en razón del cargo, oficio o lugar en que desem-
peñe el funcionario. Su establecimiento también requiere de norma legal. Muchas
veces, las asignaciones configuran la parte más significativa de las remuneraciones
de un funcionario.
128 José Miguel Valdivia

(c) Derechos de seguridad social


156. En el plano de la previsión social actualmente no hay diferencias sustanti-
vas entre el sector público y el sector privado, de modo que la protección social de
los funcionarios frente a la vejez no es distinta de la que reciben los trabajadores
particulares. Las diferencias (importantes) que hubo en el pasado han quedado
atrás en virtud del sistema de pensiones configurado durante la dictadura por el
DL 3500, que configura un sistema de capitalización individual de las cotizacio-
nes de cada afiliado, administradas por las administradoras de fondos de pensio-
nes (“AFP”).
Sólo subsiste un tratamiento singular para los funcionarios de instituciones
castrenses y policiales. Las pensiones de estos funcionarios son financiadas por
instituciones públicas (la Caja de Previsión de la Defensa Nacional, “Capredena”,
respecto de los militares y la Dirección de Previsión de Carabineros de Chile,
“Dipreca”, para los policías). El régimen de pensiones se inspira en un principio
solidarista, conforme al cual las pensiones no se determinan en proporción a los
aportes o cotizaciones de los afiliados sino en función de los riesgos que enfrentan
(i.e., las remuneraciones que dejan de percibir por eventos que causen las pensio-
nes); de este modo, su monto es significativamente elevado, en contraste con las
pensiones que se obtienen en el sistema privado. La justificación de este modelo,
se dice, está en las singularidades de la carrera militar: una carrera corta, al cabo
de la cual el militar tiene dificultades de inserción en el mercado laboral, donde
su expertise ya no es muy atractiva. Huelga decir que la administración de este
sistema previsional entraña costos muy significativos para las finanzas públicas.
En el plano de la salud, en principio rige en este campo el régimen común,
conforme al cual las prestaciones son financiadas por el Fondo Nacional de Salud
o las instituciones de salud previsional (Isapres), instituciones a las que el funcio-
nario o trabajador puede afiliarse libremente. Con todo, reglas antiguas confieren
al funcionario un derecho a “recibir asistencia en caso de accidente en actos de
servicio o de enfermedad contraída a consecuencia del desempeño de sus funcio-
nes” (derecho cuyas condiciones de ejercicio están reglamentadas por el EA, art.
115). Este derecho es de particular importancia en los funcionarios de institucio-
nes armadas o policiales (que cuentan aún con sofisticados centros hospitalarios).

Sección 2. Deberes de los funcionarios


157. Son también de lo más variado, aunque pueden vincularse más o menos
directamente a la idea de probidad administrativa, cuyas principales manifesta-
ciones son un deber de dedicación al cargo y su corolario práctico, la obligación
de asistencia.
Título II. El personal de la administración del Estado 129

(a) Dedicación al cargo


158. Los empleos públicos no son meros cargos honoríficos, sino que entra-
ñan la obligación de desempeño personal de las tareas respectivas por parte del
funcionario; su cumplimiento es, en principio, indelegable (salvo la delegación
de competencias, siempre parcial, prevista respecto de los agentes investidos de
poder de decisión). Más aun, los empleos públicos suponen dedicación exclusiva
a la función que implican. En su dimensión positiva, esto supone asistencia al tra-
bajo, pero en su dimensión negativa conlleva una serie de prohibiciones relativas
a actividades incompatibles con la función pública en cuestión.
Esta es la razón que justifica la regla de incompatibilidad entre empleos públi-
cos, que es una constante del derecho administrativo chileno: “Todos los empleos
a que se refiere el presente Estatuto serán incompatibles entre sí. Lo serán también
con todo otro empleo o toda otra función que se preste al Estado” (EA, art. 86).
La regla conoce unas pocas excepciones, la más conocida de las cuales se refiere
a labores docentes (en instituciones integrantes de la administración, como las
universidades estatales).
La incompatibilidad contemplada en la ley se refiere a empleos públicos y
no excluye que el funcionario ejerza actividades privadas en su tiempo libre. Al
contrario, la ley afirma el derecho del funcionario “a ejercer libremente cualquier
profesión, industria, comercio u oficio conciliable con su posición en la Admi-
nistración”, con tal que “con ello no se perturbe el fiel y oportuno cumplimiento
de sus deberes funcionarios” y las actividades se efectúen “fuera de la jornada de
trabajo y con recursos privados”, todo sin perjuicio de otras restricciones o limi-
taciones legales (LOCBGAE, art. 56). Ahora bien, a pesar de esa proclamación, el
ejercicio de las actividades privadas puede ser fuente de conflictos de interés que
determinen la procedencia de deberes o prohibiciones adicionales (por ejemplo,
los abogados no pueden “actuar en juicio ejerciendo acciones civiles en contra de
los intereses del Estado o de las instituciones que de él formen parte, salvo que
se trate de un derecho que ataña directamente al funcionario” o a su parentela
cercana, EA, art. 84 letra c).

(b) Asistencia al trabajo


159. La obligación de cumplimiento de las funciones se traduce de modo prác-
tico en la de asistencia al trabajo, por el tiempo exigido legalmente. Aunque caben
empleos públicos a jornada parcial, la jornada normal de trabajo en el derecho
administrativo asciende a 44 horas semanales, distribuidas en 5 días (entendién-
dose inhábiles los días sábado).
130 José Miguel Valdivia

El tiempo suplementario que sirvan los empleados públicos trae consigo una
compensación pagadera en descanso o en dinero, conforme a criterios definidos
por la ley.
En contraste, la ausencia injustificada del trabajador por tres días consecutivos
es causa de destitución del funcionario.
Los empleados pueden obtener permisos para ausentarse de su empleo por un
tiempo. Sin derecho a gozar del sueldo, el permiso puede otorgarse por períodos
prolongados de tiempo, en consideración a motivos particulares o una permanen-
cia en el extranjero (art. 110). Con goce de sueldo, reglas tradicionales confieren
al empleado el derecho a ausentarse hasta 6 días al año, fraccionables por mita-
des, por motivos particulares (es lo que se conoce como “días administrativos”,
art. 109).
Como el trabajador en el derecho laboral, el funcionario público tiene derecho
a un descanso anual (denominado “feriado”). La duración de este periodo de
vacaciones va en aumento en función de la antigüedad del funcionario (art. 103).
Respecto de otros eventos que justifican la ausencia del funcionario (como la ma-
ternidad o la paternidad o por enfermedad) rigen reglas análogas a las laborales.

(c) El principio de probidad


160. Es posible que el conjunto de reglas singulares de la función pública se
explique por la idea de probidad pública. Este principio es consustancial al Estado
de Derecho, en que la justificación del poder proviene del derecho y no de la per-
sonalidad de quien lo detenta. En cuanto la administración es una organización
predeterminada al cumplimiento de una función típica, debe entenderse que está
al servicio de finalidades ajenas al interés inmediato de la persona que lo ejerce.
En términos institucionales, el ejercicio del poder está animado por la búsqueda
del interés general, en que por definición no debe interferir el interés particular del
personero que sirva un cargo público.
El reconocimiento de la probidad como principio jurídico autónomo a ido
fortaleciéndose progresivamente, primero en la jurisprudencia administrativa de
la Contraloría y luego en sucesivas “agendas” legislativas desde los años 1990 en
adelante, llegando a su consagración constitucional:
“El ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimien-
to al principio de probidad en todas sus actuaciones” (Constitución, art. 8, inc. 1).

En el plano administrativo (pero con un ámbito de aplicación tendencialmente


más amplio), la noción de probidad cuenta con una definición legal:
Título II. El personal de la administración del Estado 131

“El principio de la probidad administrativa consiste en observar una conducta funcio-


naria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia
del interés general sobre el particular” (LOCBGAE, art. 52, inc. 2).
La ley puntualiza, para configurar los límites del principio, que
“el interés general exige el empleo de medios idóneos de diagnóstico, decisión y con-
trol, para concretar, dentro del orden jurídico, una gestión eficiente y eficaz. Se expresa
en el recto y correcto ejercicio del poder público por parte de las autoridades adminis-
trativas; en lo razonable e imparcial de sus decisiones; en la rectitud de ejecución de las
normas, planes, programas y acciones; en la integridad ética y profesional de la adminis-
tración de los recursos públicos que se gestionan; en la expedición en el cumplimiento
de sus funciones legales, y en el acceso ciudadano a la información administrativa, en
conformidad a la ley” (art. 53).
Así, la definición del principio de probidad es de extrema complejidad, aunque
su núcleo está en el predominio del interés general (que es el interés de la ley) por
sobre intereses parciales, como característicamente ocurre con el interés particular
del propio agente público, de su familia o amigos, su partido, o de otras personas.
Entre las principales manifestaciones del principio de probidad pueden men-
cionarse las siguientes:
– Declaraciones de intereses y de patrimonio: los agentes públicos de niveles
más elevados están obligados a dar cuenta periódicamente de sus intereses
económicos y su patrimonio, en las condiciones definidas por la ley, a fin de
tener informada a la ciudadanía (actualmente reguladas en la Ley 20.880,
sobre sobre probidad en la función pública y prevención de los conflictos de
intereses).
– Proscripción de conflictos de interés: la ley enfrenta los conflictos de interés
tanto con un catálogo riguroso de incompatibilidades, como con un “prin-
cipio de abstención” que, no obstante su regulación de detalle (LBPA, art.
12), está destinado a recibir aplicación extensiva, obligando al funcionario
a inhibirse de “participar en decisiones en que exista cualquier circunstan-
cia que le reste imparcialidad” (LOCBGAE, art. 62 N° 6).
– Imperativo de objetividad (LBPA, art. 11) y de neutralidad política. “El per-
sonal de la Administración del Estado estará impedido de realizar cualquier
actividad política dentro de la Administración” (LOCBGAE, art. 19 y EA,
art. 84 letra h).
– Deberes de buena administración: como los de cortesía y expedición en el
cumplimiento de sus tareas (o, en palabras del EA, “esmero, cortesía, dedi-
cación y eficiencia”, art. 61 letra c)
– Prohibición de obtención de ventajas personales: una antigua regla prohíbe
a los funcionarios públicos “solicitar, hacerse prometer o aceptar donativos,
132 José Miguel Valdivia

ventajas o privilegios de cualquier naturaleza para sí o para terceros” (EA,


art. 84 letra f), que provee una explicación sustantiva para la persecución de
delitos penales, como el cohecho u otros en que pueden incurrir típicamente
los funcionarios públicos.

(d) Otros deberes


161. El Estatuto Administrativo fija un catálogo de deberes de los funciona-
rios, que no admiten sistematización sencilla. Algunos de ellos se proyectan en
una dimensión moral, como el deber (de contornos difusos) de “observar una vida
social acorde con la dignidad del cargo” (art. 61, letra i), o aquel de justificarse
ante el jefe de los cargos que se le formularen con publicidad (letra m).
En una dimensión estrictamente funcionaria, una obligación de reserva se im-
pone a los agentes públicos en términos de guardar secreto en los asuntos que
revistan el carácter de reservados, sea por su naturaleza o por mandato normativo
o de la autoridad (letra h).
Además, los funcionarios deben denunciar con prontitud los delitos de que
tuvieren conocimiento, ante la policía o el ministerio público, así como denunciar
ante otras autoridades competentes los “hechos de carácter irregular”, especial-
mente si contravinieren el principio de probidad administrativa. Este deber su-
giere en el funcionario una dimensión de sacerdote de la ley o del orden público.

PÁRRAFO 4. RESPONSABILIDAD DE LOS FUNCIONARIOS


162. En cuanto la función pública supone por definición unas misiones al ser-
vicio del interés general (más una función que un trabajo, en pocas palabras), el
funcionario debe rendir cuentas de su desempeño. En uno de los textos clásicos
del constitucionalismo moderno, la Déclaration de 1789 dice, en esta línea, que
“la sociedad tiene derecho a pedir a todos sus agentes cuentas de su administra-
ción” (art. 15).
Se comprende así que la primera responsabilidad en que puedan incurrir los
funcionarios sea de orden político: el mal desempeño o las malas decisiones pue-
den costarles el cargo, por el desprestigio que arriesguen ante la ciudadanía. Aho-
ra bien, la responsabilidad política –que, salvo el extremo de la acusación consti-
tucional, transcurre por cauces más o menos informales– alcanza más bien a los
directivos de la administración antes que al funcionario propiamente tal. El jefe
sólo puede pedir la renuncia del personal de exclusiva confianza (que suele ser el
que tiene funciones políticas más marcadas); ni los funcionarios de carrera ni los
Título II. El personal de la administración del Estado 133

designados a contrata están obligados a dimitir de sus cargos. Por cierto, a veces
la renuncia puede evitar al funcionario unas consecuencias más gravosas, como
las que se seguirían de una destitución.
Las responsabilidades más significativas de los funcionarios son, en el campo
jurídico, la responsabilidad penal, la responsabilidad civil y la responsabilidad
disciplinaria, comúnmente llamada, “responsabilidad administrativa”. Las tres
son independientes entre sí (EA, art. 120), de modo que no hay límites legales a
su acumulación, y lo que se resuelva con respecto a una de ellas no incide necesa-
riamente en las demás.
La responsabilidad penal de los funcionarios es muy importante. Evidente-
mente, el funcionario puede incurrir en delitos penales comunes (hurto, estafa,
lesiones, etc.), pero su posición institucional y sus deberes fiduciarios para con el
interés público (que se expresan en el principio de probidad) lo colocan en situa-
ción de incurrir en ilícitos específicos. Los delitos funcionarios más significativos
son la malversación de caudales públicos (Código Penal, arts. 233 y ss.), el fraude
al fisco (art. 239), la negociación incompatible (art. 240), el tráfico de influencias
(art. 240 bis), el cohecho y el soborno (arts. 248 y ss.) y varias figuras de abusos
contra particulares (arts. 255 y ss.). De estas materias se ocupa con profundidad
y refinamiento el derecho penal.
Aquí sólo cabe referirse, brevemente, a la responsabilidad civil (sección 1) y la
responsabilidad administrativa de los funcionarios (sección 2).

Sección 1. Responsabilidad civil de los funcionarios


163. La responsabilidad civil del funcionario se puede referir a los daños cau-
sados a terceros o al propio Estado. Históricamente se asumió que los funciona-
rios están obligados a indemnizar los perjuicios que causen conforme al derecho
común. Sin embargo, algunos datos relevantes del derecho positivo, relativos al
explosivo desarrollo de la responsabilidad extracontractual de la administración,
obligan a reevaluar esa creencia.

(a) Daños a terceros


164. Respecto de los daños a terceros, los criterios de responsabilidad del Es-
tado vigentes asumen que el organismo administrativo respectivo es responsable
de las faltas de servicio en que incurra, así como de las faltas personales de sus
agentes, pudiendo en tal caso repetir en su contra. Es lo que dispone, con alcance
tendencialmente general, el artículo 42 de la LOCBGAE:
134 José Miguel Valdivia

“Los órganos de la Administración serán responsables del daño que causen por falta
de servicio.
No obstante, el Estado tendrá derecho a repetir en contra del funcionario que hubiere
incurrido en falta personal”.
Los conceptos de falta de servicio y falta personal tienen una importancia
mayor en el derecho de la responsabilidad pública (cf. §§ 655 y ss., § 674). Aquí
basta con entender que la falta de servicio es una culpa que se atribuye al organis-
mo administrativo en cuanto representa una mala organización o funcionamiento
deficiente; así, el comportamiento medianamente negligente de los funcionarios se
imputa directamente al Estado para efectos de la responsabilidad. En cambio, el
concepto de falta personal designa una culpa civil del funcionario, que es atribui-
ble a él solo, y con cuyas consecuencias debe cargar.
Ahora bien, la jurisprudencia ha entendido que la falta personal es siempre una
culpa grave; de este modo, la culpa leve o simple de un funcionario se absorbe
dentro del concepto de falta de servicio (y, por eso, sólo debería comprometer
la responsabilidad civil de la administración). Esta orientación jurisprudencial
parece correcta y en línea con un entendimiento doctrinal que viene de antiguo.
Sin embargo, es más o menos común que las víctimas intenten acciones conjunta-
mente contra la administración y el funcionario, sin que los jueces censuren esta
práctica.

(b) Daños al Estado


165. ¿Por qué habría de seguirse una orientación distinta cuando la víctima es
el propio Estado?
Tratándose del daño consistente en el pago de una indemnización ocasionada
por la falta personal del funcionario, la administración tiene una acción de repeti-
ción fundada precisamente en esa falta personal. La administración puede cobrar
también vía descuento de las remuneraciones, por instrucción de la Contraloría
(LOCCGR, art. 67). Según se ha visto, la jurisprudencia entiende que esta falta
personal corresponde a una culpa grave (o a fortiori, dolo).
Respecto de los bienes o dineros públicos que el funcionario reciba de la admi-
nistración, el mecanismo para hacer efectiva su responsabilidad es el de examen
y juzgamiento de las cuentas. El examen corresponde a la Contraloría y, en caso
de no justificarse los faltantes, el juicio de cuentas es el camino para su recupero.
Este juicio es de competencia del tribunal de cuentas, que en primera instancia
es servido por el Subcontralor y en segunda por un tribunal colegiado integrado
por el Contralor General y dos abogados. El juicio de cuentas tiene por sustrato,
en principio, una responsabilidad civil del funcionario, por lo que está sujeto a
Título II. El personal de la administración del Estado 135

la demostración de una culpa (o dolo) del agente. Sin embargo, presenta rasgos
híbridos que le dan una naturaleza semidisciplinaria.
Por último, respecto del daño a las instalaciones o equipos de la administra-
ción no rigen mecanismos especiales de responsabilidad; por eso, a su respecto
cabría una responsabilidad civil ordinaria.
La Ley Orgánica de la Contraloría dispone que “Los funcionarios que tengan
a su cargo fondos o bienes de los señalados en el artículo anterior serán responsa-
bles de su uso, abuso o empleo ilegal y de toda pérdida o deterioro de los mismos
que se produzca, imputables a su culpa o negligencia” (art. 61). Sin embargo, cabe
dudar de que la culpa que compromete la responsabilidad del funcionario sea una
culpa simple (o, con mayor razón, una culpa levísima). Por razones de coherencia
sistémica, parece más razonable que los desgastes o accidentes ordinarios en el
servicio, provenientes de un descuido común de los funcionarios, se imputen al
funcionamiento común del servicio en condiciones análogas a la noción de falta
de servicio, de modo que el funcionario sólo responsa por culpa grave (o dolo).

Sección 2. Responsabilidad disciplinaria


166. La inobservancia de sus deberes funcionarios por parte de los funcionarios es
perjudicial para el buen funcionamiento de la administración, por lo que acarrea me-
didas de reacción en contra del infractor. Estas medidas disciplinarias guardan alguna
semejanza con las penas penales, al punto que podría estimarse que –sin perjuicio de
su singularidad– forman parte del derecho administrativo sancionador. Ahora bien,
las medidas disciplinarias no persiguen reprochar a un funcionario o representarle sus
malas acciones, sino también (o, quizá, sobre todo) corregir el funcionamiento mismo
del aparato administrativo. Así, por ejemplo, la medida disciplinaria más drástica, que
es la destitución del funcionario, permite al servicio público continuar funcionando
en condiciones satisfactorias; además, la responsabilidad disciplinaria se extingue con
la cesación del empleado en sus funciones, lo que no sería muy consistente con un
régimen de sanciones basado en el reproche. En suma, la singularidad de las medidas
disciplinarias radica en que, lejos de ser herramientas meramente punitivas, integran
los medios de gestión del organismo público en sí mismo.
El fundamento de la imposición de estas medidas es siempre y sólo puede ser el
incumplimiento de deberes funcionarios. Esos deberes admiten una multiplicidad
de casos de aplicación. Por eso, las sanciones disciplinarias no están comandadas
por un principio de tipicidad análogo al que rige en el orden penal. Para la segu-
ridad jurídica del funcionario a la hora de las sanciones basta con comprobar que
éste conocía bien sus deberes (como no podía ser de otro modo), y que el hecho
en análisis puede tenerse por un incumplimiento de los mismos.
136 José Miguel Valdivia

Conviene revisar en especial las medidas disciplinarias, los procedimientos pa-


ra imponerlas y la extinción de la responsabilidad administrativa.

(a) Las medidas disciplinarias


167. Las medidas disciplinarias o sanciones en este terreno son, en orden cre-
ciente de drasticidad: censura, multa, suspensión y destitución. Se explican por
sí solas (EA, arts. 121 y ss.). La censura es una amonestación. La multa, una
obligación dineraria (cuyo monto oscila entre el 5% y el 20% de la remunera-
ción mensual del funcionario, y que se hace efectiva contra ésta). La suspensión
implica la separación temporal del funcionario respecto del servicio (de 30 días a
3 meses), con goce parcial de remuneraciones (entre 50% y 70% de las mismas).
La destitución es la expulsión definitiva del funcionario, con efecto extintivo de
su condición de tal.
Prima facie, la destitución sólo procede respecto de infracciones graves a los
deberes funcionarios, que están definidas rigurosamente (EA, art. 125). Además,
salvo excepción legal expresa, sólo puede imponerse mediante un procedimiento
disciplinario complejo, como el sumario administrativo. En lo demás, la autori-
dad disciplinaria cuenta con una fuerte discrecionalidad; con todo, las exigencias
del principio de proporcionalidad son cada vez mayores en este terreno.
De las medidas disciplinarias se deja constancia en la “hoja de vida” del fun-
cionario, que es un registro sobre las vicisitudes de la carrera de cada funcionario,
en calidad de anotaciones de demérito. Este registro es de vital importancia para
las calificaciones del personal.

(b) Los procedimientos disciplinarios


168. Los procedimientos disciplinarios, por medio de los cuales se canalizan
las potestades disciplinarias, tienen por objeto averiguar hechos constitutivos de
infracciones y determinar la responsabilidad que cabe en ellos a un funcionario. Se
trata de procedimientos formales, regulados con un nivel de detalle relativamente
importante, que se reputan brindar al presunto infractor garantías suficientes de
que se respetarán sus derechos e intereses en condiciones objetivas e imparciales.
En el régimen general de los empleados públicos se contemplan dos tipos de
procedimiento: el sumario y la investigación sumaria (que es, comparativamente,
un procedimiento abreviado). Esta terminología tiene fuerte carácter nominal, lo
que explica que en algunos estatutos especiales se denomine investigación suma-
ria administrativa al procedimiento disciplinario de mayor formalidad (v., p. ej.,
respecto de los funcionarios militares, el Reglamento de investigaciones sumarias
Título II. El personal de la administración del Estado 137

administrativas de las Fuerzas Armadas, DS 277, del Min. de Defensa Nacional,


de 1974). En lo que sigue sólo se harán referencias a los mecanismos disciplina-
rios de derecho común.
La estructura común de estos procedimientos es relativamente sencilla: se ini-
cian con una indagación o investigación, que da pie a la formulación de cargos, si
procediere (y, correlativamente, el sobreseimiento de la instrucción, si no hubiere
mérito para proseguir). Entonces se notifican los cargos al presunto infractor, para
que se defienda, presentando descargos o defensas, solicitando o acompañando
pruebas; en su caso, se puede abrir un término probatorio. Concluido este periodo
de instrucción, el órgano a cargo del procedimiento –investigador en la investiga-
ción sumaria o fiscal en el sumario– elabora un dictamen en que propone a la au-
toridad con competencia disciplinaria el contenido de la resolución que pone tér-
mino al procedimiento, absolviendo o condenando al funcionario de que se trata.
La decisión definitiva la adopta la autoridad dotada de potestad disciplinaria.
Por cierto, más allá de esa estructura común, hay numerosas diferencias entre
la investigación sumaria (EA, art. 126) y el sumario (arts. 128 y ss.). Para lo que
aquí interesa, basta con tomar nota de que mientras la primera se canaliza por
un procedimiento relativamente breve, el segundo, en cambio, es más complejo
y prolongado, lo que ofrece mayores garantías al funcionario de cuya responsa-
bilidad se trata; por ejemplo, el fiscal a cargo de la conducción del sumario debe
ser un funcionario de igual o mayor grado o jerarquía que aquel que aparezca
involucrado en los hechos, lo que asegura, a priori, un análisis desinteresado de
los antecedentes. Dada la índole formalmente simplificada de la investigación su-
maria y exigente del sumario, se entiende que el segundo se reserve para hechos
que revistan mayor gravedad; pero la ley no da muchas indicaciones acerca de
qué signifique esto, más allá de la magnitud de las medidas disciplinarias even-
tualmente en juego.
Las medidas disciplinarias son siempre susceptibles de impugnación, vía recur-
so de reposición o de “apelación”. La reposición procede ante la misma autoridad
que resolvió. La apelación, en cambio, procede ante el jefe superior del servicio,
en el caso de la investigación sumaria, pero bajo condiciones limitativas (EA, art.
126) o ante el superior jerárquico de la autoridad que impuso la sanción, en el
sumario (art. 141).

(c) Extinción de la responsabilidad administrativa


169. La responsabilidad administrativa se extingue por el cumplimiento de
las medidas disciplinarias, la muerte y la cesación en sus funciones del funcio-
nario, y por el transcurso del plazo de prescripción (EA, arts. 157 y ss.). En esta
138 José Miguel Valdivia

materia, el plazo de prescripción es de 4 años, que se cuentan desde la comisión


del acto u omisión constitutiva de infracción a sus deberes; con todo, si la in-
fracción fuere en sí misma constitutiva de delito, el plazo será el de prescripción
de la acción penal.
Las cuestiones más problemáticas se refieren a la causal de cesación en funcio-
nes del empleado y, específicamente, la renuncia. En efecto, las reglas legales se
oponen a que empleado eluda su responsabilidad disciplinaria mediante la renun-
cia. Si al tiempo de la renuncia “se encontrare en tramitación un sumario adminis-
trativo en el que estuviere involucrado un funcionario…, el procedimiento deberá
continuarse hasta su normal término”, para efectos del registro respectivo en la
hoja de vida (art. 147, inc. final). Para estos efectos se entiende que el sumario está
en tramitación con tal que se haya dispuesto su instrucción.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
170. En el derecho chileno, la materia carece de un texto que la aborde de
manera integral en sus aspectos teóricos. De hecho, el texto de referencia ha sido,
por años, un repertorio de jurisprudencia relativo al Estatuto Administrativo: Ro-
lando Pantoja, Estatuto Administrativo interpretado (en cuya última edición fue
publicado dentro del Tratado jurisprudencial de derecho administrativo, Santia-
go, Legal Publishing, 8ª ed., 2012).
Los análisis más finos sobre la dilución del sentido de las categorías legales per-
tenecen a Enrique Rajevic; por ejemplo, su “La precarización del empleo público
en Chile y el mito de la carrera funcionaria” (inédito, pero disponible en https://
uahurtado.academia.edu/EnriqueRajevic), o –analizando la cuestión incidental-
mente, desde el ángulo del principio de probidad– “Las agendas de probidad de
los gobiernos de la Concertación: entre la realidad y el deseo”, en Juan Romero,
Nicolás Rodríguez y José Olivares (eds.), Buen gobierno y corrupción. Algunas
perspectivas (Santiago, Eds. Derecho UC, 2009). Rajevic también es autor de una
propuesta de reforma que posiblemente tenga influencia futura en el régimen del
personal del Estado: “La crisis de la regulación del empleo público en Chile. Ideas
para un nuevo modelo”, en Isabel Aninat y Slaven Razmilic (eds.), Un Estado
para la Ciudadanía. Estudios para su modernización (Santiago, Centro de Estu-
dios Públicos, 2018). Las Jornadas de derecho administrativo de 2016 estuvieron
consagradas precisamente al empleo público, cuyas actas están en prensas.
En la elaboración de este texto se han tenido en cuenta, en particular, los de-
sarrollos sobre la materia en los manuales de R. Parada y J. A. Santamaría, así
como algunos estudios monográficos de derecho comparado, como el trabajo de
Fabrice Melleray, Droit de la fonction publique (París, Economica, 4ª ed., 2017).
Segunda parte
Las actuaciones de la administración

171. La teoría del acto administrativo ha ocupado un lugar central en la ense-


ñanza clásica del derecho administrativo, posiblemente porque se ha visto en ella
el reflejo de concepciones bien arraigadas sobre el poder público. Su tratamiento
está estrechamente ligado al del principio de legalidad; se ve en el acto el ejercicio
de poderes configurados por el derecho, de modo que el acto está condicionado
por el derecho. Así, el principio de legalidad (título 1) –más allá de su importancia
autónoma en el derecho administrativo– es un presupuesto de la teoría del acto
administrativo (título 2). Además, el estudio del acto recae, actualmente, sobre el
procedimiento administrativo que precede a su adopción (título 3); este es uno de
los ámbitos en que el derecho chileno ha experimentado mayores innovaciones úl-
timamente. Se analizan también, aunque de modo preliminar, algunas cuestiones
vinculadas a los contratos administrativos, que son una especie de acto adminis-
trativo que presenta fuertes singularidades (título 4).
140 José Miguel Valdivia

Título I
El principio de legalidad
172. La manera en que la administración se vincula con el derecho se expresa
en el principio de legalidad. De modo aproximativo, el principio puede resumirse
en el sometimiento de las diversas manifestaciones de la administración al dere-
cho objetivo. Ahora bien, resulta complejo determinar la identidad precisa del
principio de legalidad, que, más que una única idea, parece encerrar un conjunto
de principios generales relativos al sistema jurídico. Para la claridad de los con-
ceptos se propone revisar primero los fundamentos del principio (capítulo 1) y
después su recepción positiva (capítulo 2), antes de analizar los contornos más
precisos del sometimiento de la administración al derecho (capítulo 3).

Capítulo 1
Fundamentos del principio de legalidad
173. Reducido a su mínima expresión, el principio de legalidad administrativa
supone sometimiento de la administración al derecho. La idea puede parecer pa-
radójica, porque sugiere un papel subordinado o secundario de la administración,
en circunstancias que su protagonismo en la operatividad del Estado es de primer
orden. En verdad, la ley misma es quien crea a la administración y la dota de po-
testades. Precisamente por eso, el poder de la administración es un poder jurídico,
legitimado por el derecho, pero condicionado por este, de modo que sólo vale
dentro de los límites que el derecho fija.
En la perspectiva actual, el principio de legalidad se construye sobre la base de
dos ideas distintas: la subordinación de la administración al legislador (párrafo
1) y la integración de la ley dentro de un sistema jurídico más amplio (párrafo 2).
Como se muestra en seguida, se trata de dos ideas claramente diferenciables. La
primera tiene una relevancia histórica cierta en el surgimiento de la administra-
ción como concepto moderno y de su fisonomía institucional. La segunda idea,
en cambio, es un dato consustancial al ordenamiento jurídico, cualquiera sea la
dimensión en que se proyecte (público o privado, civil, penal, etc.) y, por eso, no
es privativa del derecho administrativo. El resultado de la conjunción de estas
dos ideas es, sin embargo, de extraordinaria importancia, porque revela que la
administración está íntegramente sujeta al derecho objetivo, incluso a sus mani-
festaciones más sencillas. Aunque en sus orígenes la legalidad identificaba normas
contenidas en leyes formales, actualmente debe entenderse en sentido más amplio,
como comprensiva de la totalidad del derecho objetivo.
Título I. El principio de legalidad 141

PÁRRAFO 1. SUBORDINACIÓN
DE LA ADMINISTRACIÓN AL LEGISLADOR
174. En su dimensión históricamente más relevante, el principio de legalidad
es la traducción jurídica de un arreglo institucional. La distribución de competen-
cias que implica la separación de poderes, al menos en la tradición continental,
presupone el principio de legalidad (sección 1). La administración está sometida,
ante todo, a la ley considerada desde el punto de vista formal (sección 2), que es
la que le atribuye poderes jurídicos (sección 3), de donde resulta que la legalidad
administrativa supone, al menos de manera general, vinculación positiva de la
administración a la ley (sección 4). Con esta conceptualización en mente se com-
prende que el principio de legalidad, inicialmente leído en clave liberal, se adapte
también a cualesquiera propósitos que legislador soberano se proponga perseguir
(sección 5).

Sección 1. Orígenes y fundamentos del principio


175. El principio de legalidad es un invento positivo, que surge en el contexto
histórico-político de la Ilustración. En realidad, tal como se la conoce en el dere-
cho continental (y por eso, en derecho chileno), la administración es una noción
moderna, propia del siglo XIX, que representa la herramienta práctica de que
dispone el Estado para la ejecución de las orientaciones políticas definidas por el
Pueblo soberano; conceptualmente, pues, la administración se identifica en rela-
ción a la ley. Ahora bien, el motor fundamental del principio de legalidad fue una
reacción contra el modelo del absolutismo, que hacia fines del siglo XVIII entró
en una crisis de legitimidad que condujo a la desmembración del poder público,
identificando distintas funciones que se radicarían en órganos separados; este fe-
nómeno provocaría el sometimiento de la administración moderna a la ley. El
fundamento del principio de legalidad debe buscarse en ese momento histórico
por tres series de razones:

(a) La búsqueda de frenos al poder absoluto


176. El modelo de organización política imperante en Europa desde finales de
la Edad Media hasta fines del siglo XVIII descansa en la monarquía absoluta: el
monarca concentra en sus manos un cúmulo de poderes de toda naturaleza, sin
que lo detengan frenos auténticamente jurídicos (en parte, porque se creía que su
poder era divino: el monarca sólo respondía de sus actos ante Dios).
142 José Miguel Valdivia

La identificación entre el monarca y el Estado es evidente (como se muestra en


la conocida expresión atribuida a Luis XIV). El monarca concentra todos los po-
deres jurídicos. En general, es él quien define la política y gestiona (por intermedio
de la corte) los asuntos del reino. Cuando lo cree necesario legisla, aunque no se
ve vinculado por esas reglas, que en teoría puede cambiar en todo momento. Por
último, también es capaz de avocarse el conocimiento de asuntos litigiosos.
Las difundidas máximas princeps legibus solutus est y quod principi placuit
legis habet vigorem reflejan la posición jurídica de la monarquía: está por encima
de las leyes, que puede manejar a su amaño. Ciertamente ese era un terreno fértil
para el abuso. Por eso, una de las primeras reivindicaciones de la Ilustración con-
sistirá en poner frenos jurídicos al poder, sometiéndolo a reglas.

(b) El propósito de someter el poder a reglas definidas por el Pueblo


177. Mientras la legitimidad del monarca se reputaba de origen divino, la Ilus-
tración va a proponer un cambio de eje: en lo sucesivo, el soberano es la Nación
o el Pueblo (con los matices conceptuales del caso). En realidad, el régimen ab-
solutista estaba marcado por un fuerte grado de personalismo del poder: éste no
debía rendir cuentas (más que a Dios). Al modificarse la fuente de la soberanía
y residenciársela en el Pueblo, el poder del monarca adquiere un carácter subor-
dinado. Esta subordinación no es solo finalista (como quizá podía serlo ya bajo
el absolutismo ilustrado), sino sobre todo procedimental. El monarca deviene así
un instrumento del Pueblo. En este contexto, el Pueblo se reservará el papel más
significativo entre las funciones jurídicas del Estado: la definición de las reglas
generales y abstractas que han de regir la sociedad y encauzar la actuación del po-
der. La concepción de la ley como fruto de la voluntad soberana, imperante hasta
la actualidad (Código Civil, art. 1), es demostrativa de este papel subordinado de
la autoridad ejecutiva.

(c) Idea de un poder “ejecutivo”


178. Los filósofos de la Ilustración emplearon la gráfica expresión “poder eje-
cutivo” para referirse a la burocracia monárquica que más tarde devendría en ad-
ministración pública. La fórmula sugiere que las potestades confiadas a la admi-
nistración se limitan a la ejecución de la ley; correlativamente, el modelo supone
una capacidad de iniciativa muy restringida de la administración.
El carácter “ejecutivo” de la administración presenta analogías con la función
jurisdiccional, que también se reputa aplicar la ley sin innovar en el ordenamien-
to. Es sabido que, con respecto al orden judicial, el predominio de la ley se ma-
Título I. El principio de legalidad 143

nifestó de manera particularmente intensa. Ante todo, en el desconocimiento de


la jurisprudencia como fuente del derecho, limitando la eficacia de las sentencias
al caso concreto en que recaigan (Código Civil, art. 3). En seguida, en la instau-
ración del recurso de casación como medio destinado a uniformar la aplicación
de la ley, asegurando su prevalencia sobre las concepciones de los jueces. En ter-
cer lugar, en el papel subordinado que se asigna a la justicia en la interpretación
de la ley; para tener carácter “generalmente obligatorio”, esa interpretación sólo
puede provenir del mismo legislador (mediante ley interpretativa). Por último, en
la figura del referimiento al legislador (référé législatif), del que quedan vestigios
en el discurso inaugural del año judicial, que es el único mecanismo que tiene el
Poder Judicial para dar cuenta al legislador de las dificultades que experimenta en
la aplicación de las leyes y rogarle modificaciones o enmiendas. La majestad de la
ley alcanzó su paroxismo con respecto a la jurisdicción.
La idea de una potestad meramente ejecutiva no refleja el papel exacto que la
administración juega en la actualidad. De hecho, una comparación entre la juris-
dicción y la administración muestra precisamente la identidad de esta última de
cara a la aplicación de la ley: mientras los jueces aplican la ley sin propósitos que
la trasciendan, la administración lo hace, al revés, con propósitos utilitarios. En
el elocuente ejemplo de García de Enterría, “cuando la Administración construye
una carretera... lo hace no para ejecutar la Ley de Carreteras, sino en virtud de las
razones materiales que hacen a dicha carretera conveniente u oportuna en el caso
concreto”. De aquí que ese autor concluya que “el objeto de la actuación admi-
nistrativa no es, pues, ejecutar la Ley, sino servir los fines generales, lo cual ha de
hacerse, no obstante, dentro de los límites de la legalidad”. Sin duda, la adminis-
tración es un importantísimo motor del progreso social y jurídico. Ahora bien, sin
perjuicio de la identidad propia de la administración, concebirla caricaturalmente
como poder ejecutivo permitió asentar hábitos y prácticas que disciplinaron el
poder, sometiéndolo a la ley.

Sección 2. El principio de legalidad como observancia de la ley formal


179. En el periodo fundacional del derecho administrativo, no se discute que
la legalidad que importa es de carácter formal: la norma con rango o jerarquía
de ley, y no otro tipo de reglas de derecho (supra, ni a fortiori infralegales). Tal es
un reflejo concreto de la supremacía del parlamento –el cuerpo representativo por
excelencia– sobre el aparato administrativo del Estado. En suma, el sentido inicial
del principio de legalidad administrativa, al igual como ocurre con el de legalidad
penal o el de legalidad tributaria, supone apego a una ley formal.
144 José Miguel Valdivia

En el periodo de formación de los conceptos básicos del derecho administrati-


vo, la superioridad de la ley proviene de su jerarquía. Se asume que, en términos
prácticos, en la ley se expresa la voluntad del Pueblo, titular de la soberanía, lo
que basta para justificar su predominio sobre otro tipo de normas o de decisiones.
Además, durante el siglo XIX el legislador no parece verse encerrado por límites
de orden material, de modo que en teoría puede reglar con fuerza de ley cualquier
asunto de interés público, incluso algunos típicamente administrativos. Es cierto
que en este periodo aún no hay plena claridad respecto de las tareas que corres-
ponden respectivamente al parlamento y al gobierno. También es verdad que este
tipo de definiciones depende en muy buena medida de criterios pragmáticos, pro-
pios de cada tradición e historia nacionales, y no tanto de un modelo dogmático
único.
180. Por obvias razones, las mayores fricciones entre el gobierno y el parla-
mento debieron surgir a propósito de las potestades normativas del gobierno,
reconocidas desde antiguo. En cuanto cada uno pretendía ejercer sus competen-
cias normativas, no tardó en plantearse un desorden institucional, que exigiría
el establecimiento de parámetros que deslindaran sus tareas respectivas. Ésa es
la función actual que cumple la “reserva de ley”: distribución de competencias
normativas (entre la ley y el reglamento) por medio de una cláusula constitucional
de apoderamiento al legislador para abordar una materia determinada. Conse-
cuencialmente, en las materias reservadas al legislador, el reglamento no puede
intervenir como norma primaria, sino únicamente como norma secundaria, esto
es, complementaria de las orientaciones definidas por el legislador. Ahora bien,
esta distribución de competencias importa, además, un mandato de exhaustividad
en la regulación legislativa: el legislador tiene el deber de agotar su competencia
en las materias que le son reservadas, definiendo las normas generales pertinentes,
sin descansar en la eventual intervención posterior de normas subordinadas (p.
ej., mediante remisiones normativas al reglamento). La importancia incesante de
la reserva de ley en el régimen constitucional actualmente vigente continúa dando
cuenta del predominio de la legalidad formal en materias administrativas.
La reserva de ley juega un papel de primera importancia en la protección de los
derechos fundamentales de cuño clásico: libertad y propiedad. En la literatura del
constitucionalismo los orígenes de esta técnica, a propósito del impuesto y los cas-
tigos penales, se atribuyen a la Carta Magna. Siglos más tarde la doctrina propug-
naría, mediante un juicio deductivo a partir de esa experiencia antigua, la necesi-
dad de ley formal para las regulaciones que afectaren la libertad y la propiedad.
En línea con estos postulados, sólo por ley formal pueden limitarse los derechos
fundamentales; como la ley es expresión de la comunidad, esa regulación puede
tenerse por una legítima autolimitación de los derechos. Hasta la fecha se concibe
a la ley como garantía de la libertad, particularmente frente a las prerrogativas de
Título I. El principio de legalidad 145

la administración. Un número significativo de reservas de ley se contiene precisa-


mente a propósito de la regulación de los derechos fundamentales.
En lo que aquí interesa (y con prescindencia de la regulación constitucional de
los derechos fundamentales), el derecho positivo chileno consagra explícitamente
una reserva de ley a propósito de la definición de potestades públicas. El artículo
7 de la Constitución dispone que las autoridades públicas no “pueden atribuirse
ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos
que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las
leyes”. A la luz de lo que viene diciéndose, esta regla supone que sólo cabe a la
ley formal la atribución de poderes a la administración. La subordinación de la
administración a la ley propiamente tal se muestra así en su más nítida expresión.

Sección 3. Legalidad como técnica de atribución de potestades


181. En el medio doctrinal chileno (que en este punto sigue a la doctrina es-
pañola), la explicación más difundida sobre el modo en que opera el principio de
legalidad consiste en la necesidad de una atribución legal de potestades públicas a
la administración. Pareciera haber consenso doctrinal en que conceptualmente la
idea de potestad presupone el principio de legalidad. Para comprobarlo (d) es útil
revisar la noción misma de potestad (a), sus caracteres (b) y los rasgos distintivos
de la potestad pública (c).

(a) Noción de potestad


182. En términos muy generales, la potestad es un tipo de posición jurídica
activa que, a diferencia del derecho subjetivo, se traduce en el poder de crear, mo-
dificar o extinguir relaciones jurídicas.
Por su elevado grado de abstracción, la noción tiene una vocación amplísima,
pues cubre posiciones de poder tanto de derecho público como privado (p. ej.: la
libertad contractual, la de testar o de casarse, la patria potestad, el derecho fun-
damental de ejercer acciones judiciales, la potestad reglamentaria, la jurisdicción,
etc.).
A pesar de su pertenencia a los conceptos jurídicos fundamentales, es en dere-
cho público que la figura de la potestad alcanza su mayor importancia práctica.
Aquí suministra una explicación técnica para el poder de acción unilateral de las
autoridades, refleja la asimetría de posición entre el Estado y el ciudadano y, por
eso, permite definir la posición jurídica del Estado, y concretamente, de la admi-
nistración.
146 José Miguel Valdivia

La influencia de estas ideas en la doctrina chilena parece tener origen en la


amplia difusión de la noción de potestad en el derecho administrativo español,
proveniente a su vez de explicaciones más tempranas de origen italiano (cuyo
mejor exponente es Santi Romano).

(b) Características

(i) Abstracción de la potestad


183. En sentido técnico, la noción de potestad tiene un marcado carácter abs-
tracto que la distingue del derecho subjetivo en sentido estricto. La potestad no
recae sobre objetos determinados, porque no persigue inmediatamente una cosa o
una prestación. Su contenido es abstracto y puramente jurídico, destinado a tra-
ducirse en una serie indeterminada de relaciones jurídicas, que sí puedan conllevar
deberes u obligaciones y, correlativamente, derechos. De esta manera, la noción de
potestad juega un papel lógicamente previo al surgimiento del derecho subjetivo
(entendido como derecho a incidir concretamente en una conducta ajena); en el
mejor ejemplo, la libertad contractual es una potestad que sólo al actualizarse por
medio del contrato da origen a derechos y obligaciones civiles.
Esta distinción conceptual entre la potestad y el derecho subjetivo no puede
llevar a ignorar que en el lenguaje vulgar muchas veces las nociones se confunden
(como ocurre con la potestad de provocar un proceso judicial, comúnmente lla-
mada derecho a la acción). Así, es corriente que las potestades de la administra-
ción sean denominadas “facultades”. Evidentemente, de la circunstancia de que
la potestad pública sea la posición jurídica característica de la administración no
se sigue que ésta sea inhábil para ser titular de derechos subjetivos, al igual que
otros agentes jurídicos.

(ii) La potestad como fruto del ordenamiento


184. En razón de la aptitud particular de las potestades para incidir en la crea-
ción de derechos, según la opinión doctrinal mayoritaria, éstas sólo proceden del
ordenamiento jurídico. Esta premisa se explica porque las potestades configuran
aspectos singulares de la capacidad jurídica, cuya conformación corresponde pre-
cisamente al derecho objetivo. De esta idea resulta que las potestades no son ni
pueden nunca ser fruto de una decisión de su propio titular. En su concreción en el
terreno administrativo, la teoría supone que las potestades públicas sólo pueden
ser creadas por la ley (u otras fuentes supralegales); inversamente, la propia admi-
Título I. El principio de legalidad 147

nistración no puede arrogarse potestades mediante autogeneración (por ejemplo,


por medio de reglamento).
Es esta concepción la que explica los fuertes lazos de parentesco entre la noción
de potestad y el principio de legalidad. La potestad (pública o privada) siempre
procede de la ley. Este aspecto de la doctrina clásica es lo que justifica el auge de la
idea de potestad pública en derecho chileno. La doctrina nacional entiende que la
idea de potestad es perfectamente reconducible a los principios básicos del Estado
de Derecho recogidos por el derecho positivo. En circunstancias de que el artículo
7 de la Constitución prevé que los órganos del Estado no “pueden atribuirse…
otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en
virtud de la Constitución o las leyes”, la expresión “autoridad o derechos” podría
ser sustituida sin problemas por la idea de “potestad”.
De la necesidad de su atribución legal no se desprende necesariamente que
las potestades deban ser “expresas”. Ciertamente su establecimiento en términos
formales y explícitos ofrece el mayor grado de certeza posible, sobre todo tratán-
dose de potestades cuyo ejercicio que puede acarrear consecuencias gravosas para
terceros. Pero otro modelo es imaginable; el derecho comparado ofrece teoriza-
ciones posibles para los “poderes implícitos” (implied powers o incluso inherent
powers).
Algo similar debe decirse de las potestades concebidas en términos generales y
abstractos. Ejemplos de estas potestades existen (como se muestra, de nuevo, en la
libertad contractual del derecho privado, que no se asocia a contratos o negocios
jurídicos típicos; muchas autoridades administrativas cuentan con potestades de
contratar concebidas en términos igualmente generosos). Naturalmente, mientras
se la conciba con mayor grado de precisión, mayor certidumbre genera la potestad
y menor el riesgo de contestación respecto de su ejercicio. Pero conceptualmente,
esta atribución puede ser genérica y reglamentarse con más o menos profundidad
por las leyes o por normas infralegales, respetando los criterios constitucionales
de distribución de competencias normativas.

(iii) Indisponibilidad de la potestad


185. En razón de su configuración jurídica, como atributo inherente a la ca-
pacidad de las personas o de alguna categoría de personas, las potestades son
indisponibles para su titular. De este modo, el titular de la potestad no puede
transferirla a terceros ni renunciar válidamente a su ejercicio. En sí mismas, las
potestades no son transferibles. Sin embargo, puede habilitarse a terceros su ejer-
cicio, bajo condiciones limitativas. La delegación de potestades es sólo en apa-
riencia una excepción, porque implica una potestad en sí misma (la de delegar)
148 José Miguel Valdivia

que, como cualquier otra potestad, procede cuando el ordenamiento la reconoce


como tal. Además, las potestades son irrenunciables, lo que implica que su titular
no puede despojarse de ellas por su propia decisión, sin perjuicio de que decida no
ejercer la potestad en concreto.
Por razones similares, las potestades son imprescriptibles. No se ganan por
prescripción, ni se pierden por su falta de ejercicio. Sólo en cuanto el derecho las
reconozca, las potestades tienen existencia legal y permanecen vigentes.
Por cierto, no toda potestad es de duración indefinida. Algunas pueden estar
sujetas a plazo o a otro tipo de modalidades (como la delegación de potestades
legislativas en el Presidente de la República, que se actualiza mediante decretos
con fuerza de ley); pero este supuesto es relativamente inusual. La permanencia
temporal de las potestades es consistente con su carácter abstracto: las potestades
no se agotan por su ejercicio (ni por su falta de ejercicio), de modo que –sin per-
juicio de limitaciones legales– pueden ejercerse tantas veces como su titular desee,
incluso con ocasión al mismo asunto.

(c) La potestad pública


186. La idea de potestad es un concepto doctrinario, desarrollada para expli-
car mejor fenómenos jurídicos. Aunque es inusual que los textos legales se refieran
a la idea, dos de ellos tienen particular importancia en el derecho administrativo
chileno. Por una parte, la definición legal de acto administrativo lo concibe (en
plural) como “las decisiones formales que emitan los órganos de la Administra-
ción del Estado en las cuales se contienen declaraciones de voluntad, realizadas
en el ejercicio de una potestad pública” (LBPA, art. 3 inc. 2). Por otra, a propósito
de las instituciones ajenas a la administración pero en la que ésta ejerce su pree-
minencia en razón de vínculos propietarios o contractuales (como las sociedades
del Estado o la llamada “administración invisible”), el derecho administrativo
general impide el ejercicio de potestades:
“El Estado podrá participar y tener representación en entidades que no formen parte
de su Administración sólo en virtud de una ley que lo autorice, la que deberá ser de quó-
rum calificado si esas entidades desarrollan actividades empresariales.
Las entidades a que se refiere el inciso anterior no podrán, en caso alguno, ejercer
potestades públicas” (LOCBGAE, art. 6).

El reconocimiento de la noción de potestad pública exige un par de precisio-


nes, con el fin de delimitar sus contornos (en ausencia, por cierto, de toda defini-
ción legal al respecto). Sus notas más típicas son, de modo general, la titularidad
pública, su justificación en el interés general y su carácter unilateral.
Título I. El principio de legalidad 149

(i) Titularidad pública


187. En principio, sólo los organismos públicos pueden ser titulares de po-
testades públicas. El contenido regulativo del artículo 6 de la LOCBGAE indica,
precisamente en este sentido, que las instituciones ajenas a la administración, por
muy vinculadas que estén a ella, no pueden ser titulares de estas potestades. Por
cierto, el ordenamiento podría introducir soluciones aberrantes o atípicas.

(ii) Orientación al interés general


188. Las potestades suponen un poder de acción en favor de un interés pro-
pio o ajeno. El derecho privado conoce mayoritariamente ejemplos de potesta-
des concebidas en beneficio del interés personal de su titular, y algunas hipótesis
marginales de potestades en interés ajeno (como, típicamente, la patria potestad).
Como afirmaba Romano, los poderes animados por un interés ajeno u objetivo,
“toman el nombre de ‘funciones’, o de ‘oficios’, y se presentan principalmente en
el derecho público”. Las potestades públicas siempre encuentran su justificación
en el interés general o interés público; incluso en aquellas potestades de orden
doméstico de la administración, el interés “del servicio” es una denominación
cómoda para referirse a la parcela o dimensión del interés general cuya cautela
corresponde al organismo respectivo. Así, la idea de potestad pública identifica
los poderes jurídicos con que el ordenamiento dota al Estado, poderes finalizados
hacia la obtención del interés general.

(iii) Ejercicio unilateral


189. De un modo general, las potestades dan a la administración su fisonomía
jurídica específica, pues la ponen en posición de supraordenación respecto de los
particulares (y a éstos en posición de subordinación frente a ella).
El vínculo entre la noción de potestad y la idea de subordinación, tan típica
del derecho público, ha sido puesto en evidencia en el didáctico análisis de W. N.
Hohfeld. Según el autor pueden distinguirse cuatro categorías típicas de posiciones
jurídicas activas: derecho propiamente tal, libertad o privilegio, inmunidad y po-
testad (o competencia). En este análisis, la pretensión o derecho en sentido estricto
permite dirigir la conducta ajena y supone en otro u otros la obligación o deber de
hacer o no hacer alguna cosa. En cambio, la libertad o privilegio de realizar algo, es
la posibilidad de disponer su actuar sin someterse a deberes, que tiene por correlato
la ausencia de posiciones jurídicas que permitan a terceros interferir en esa libertad
(no-derecho). La posición de aquel que está exento de las relaciones jurídicas crea-
das por otro corresponde a una inmunidad, cuyo correlato implica la incompeten-
150 José Miguel Valdivia

cia de ese otro a su respecto. En este esquema la idea de potestad identifica una po-
sición jurídica particular cuya especificidad consiste en crear o modificar relaciones
jurídicas, respecto de terceros que están en posición de sujeción.
Desde una perspectiva más general, tal vez pueda discreparse de que las potes-
tades públicas se conciban siempre con relación a un tercero subordinado. En tal
sentido, no toda potestad entraña la imposición de cargas o sacrificios, sino que
puede ampliar la esfera jurídica de su destinatario (p. ej., mediante la atribución
de subsidios). Sin embargo, la generalidad de las potestades administrativas puede
concebirse así.
Aunque el derecho administrativo también concibe potestades contractuales, su-
jetas a una disciplina específica, es típico de las potestades públicas estar concebidas
para su ejercicio unilateral por parte de la administración, de modo que se actualizan
por medio de actos de voluntad unilateral. De hecho, es esto lo que justifica la inclu-
sión de la idea de potestad en la definición antes transcrita de acto administrativo,
destinada a cubrir fundamentalmente los actos unilaterales de la administración.
Con toda seguridad, el temor que procura conjurar la LOCBGAE al impedir el
ejercicio de potestades públicas por parte de organismos ajenos a la administra-
ción es el de las consecuencias a que podrían quedar expuestos terceros en virtud
de decisiones unilaterales de tales organismos. Mientras el derecho administrativo
ofrece medios de impugnación eficaces contra los abusos o excesos relativos a
esos actos, el derecho privado no suele tratar aquellas materias; la atribución de
potestades públicas a entidades de derecho privado puede, así, dejar en indefen-
sión a los destinatarios de sus actos.
Ahora bien, a pesar del claro tenor del artículo 6 de la LOCBGAE, permanecen
vigentes algunos textos legales que atribuyen potestades públicas a organismos
de esta índole. El problema más típico concierne a la Corporación Nacional Fo-
restal, constituida como corporación de derecho privado, sin integrar la admi-
nistración, aunque es evidente que participa al menos como auxiliar de ésta en
el cumplimiento de algunas funciones administrativas. Algunos cuerpos legales
siguen atribuyendo a Conaf potestades públicas (por ejemplo, para ordenar la
paralización de faenas forestales, conforme previene el DL 701 de 1974, sobre
Fomento Forestal, art. 29). El Tribunal Constitucional se ha pronunciado abier-
tamente contra este tipo de prácticas legislativas (1° de julio de 2008, Rol 1024,
Ley sobre recuperación del bosque nativo).

(d) Síntesis
190. La cuestión de las potestades ha sido erigida por la doctrina en una de las
principales preocupaciones del derecho administrativo chileno (como si frente a
Título I. El principio de legalidad 151

cualquier movimiento de la administración la primera pregunta relevante recayese


sobre las potestades con que cuenta al efecto). Indudablemente, esta perspectiva
contribuye a fortalecimiento de la disciplina legalista del derecho administrativo.
Sin embargo, el lugar dogmático de la idea de potestad (y la sujeción correla-
tiva) calza más precisamente con la noción de acto administrativo. La potestad es
el “título” que permite dictar actos administrativos, que concretizan el poder de
la administración. Ahora bien, como advirtiera Forsthoff, en un Estado de bien-
estar la administración moderna actúa cada vez menos mediante actos jurídicos,
sino de actividades materiales (que se traducen en prestaciones concretas). En este
contexto, la idea de potestad no explica suficientemente en toda su extensión el
principio de legalidad.

Sección 4. Intensidad del principio de legalidad


191. Según una máxima ampliamente difundida, en derecho público quae non
sunt permissa prohibita intelliguntur (esto es, lo no permitido se entiende prohibi-
do). Sin embargo, para que una operación se ajuste a la ley lo mínimo que se exige
es que no transgreda los límites legales, y esta manera de ver las cosas también
podría ser extensible al Estado.
La comprensión del principio de legalidad administrativa fluctúa entre estos
dos criterios. Su denominación común (según terminología atribuida a Günther
Winkler) las designa como principio de vinculación positiva o de vinculación ne-
gativa a la ley. En el modelo de la vinculación positiva la ley opera como condi-
ción habilitante para el ejercicio de cierta actividad; en cambio, en el modelo de
vinculación negativa la ley sólo actúa como límite a su ejercicio, cuya legitimidad
se subentiende. Algo parecido (aunque no idéntico) puede plantearse en términos
de conformidad o mera compatibilidad –e incluso, no incompatibilidad– entre
una acción y la ley (Eisenmann). Ninguna de estas perspectivas es neutra. La ma-
yor o menor intensidad de vinculación de la administración al derecho, incide en
la esfera de libertad o flexibilidad de gestión de la administración (en principio, en
favor del interés público), e inversamente en las libertades del ciudadano.
Históricamente, una de las cuestiones más delicadas relativas a esta definición
tenía que ver con la discrecionalidad. Por buen tiempo hubo la creencia de que
la discrecionalidad importaba un ámbito de libertad de la administración frente
al vacío de las reglas, de modo que en ausencia de limitación legal ésta podía re-
solver libremente sobre determinada materia; esta concepción era consistente con
un modelo de vinculación negativa. Sin embargo, la progresión de las técnicas de
control de la legalidad, que han reducido sustancialmente los ámbitos exentos de
152 José Miguel Valdivia

control, ha permitido ver que la discrecionalidad también es un poder jurídico,


creado y legitimado por el derecho, en línea con la tesis de la vinculación positiva.
En el ordenamiento chileno, en que la atribución de potestades públicas a las
autoridades estatales requiere siempre de ley formal, el principio general sólo
puede ser el de la vinculación positiva de la administración a la ley. Prima facie,
para actuar la administración requiere de la atribución de potestades previamente
configuradas por el ordenamiento. La administración sólo puede actuar en la me-
dida en que esté autorizada por el derecho.
Ahora bien, sólo desde una creencia ingenuamente normativista puede pensar-
se que el principio de legalidad exigiría que el más mínimo gesto de la administra-
ción esté predeterminado por la ley. Al contrario, los poderes jurídicos que se le
atribuyen normalmente le dejan un margen de maniobra que permite la adapta-
ción de las decisiones públicas a los cambios sociales, culturales, técnicos, etc. En
algunos terrenos, como ocurre característicamente con las potestades normativas
o de planificación (p. ej., urbanística), el contenido de las decisiones administrati-
vas apenas está prefigurado por la ley; ciertamente la operación reglamentaria o
planificadora debe estar prevista por la ley, pero a muchos respectos la adminis-
tración puede conformarse con no transgredir ciertas normas superiores. El prin-
cipio de la vinculación positiva no debe llevar a ignorar la necesaria flexibilidad
en la conducción de los asuntos públicos
Conviene tomar distancia de los axiomas que hasta ahora han caracterizado al
derecho público y al derecho privado, como dominados por dos lógicas comple-
tamente distintas. Por lo mismo, también debe desconfiarse de la tesis que asume
que el fundamento del principio de legalidad radica en la personalidad jurídica del
Estado, porque en razón de su carácter ficticio depende en todo del ordenamiento
que los crea (Soto Kloss). En cuanto algunas personas jurídicas actúan en derecho
público y otras en derecho privado, están más o menos sujetas a un principio de
vinculación positiva o negativa respecto del ordenamiento; pero en sí misma la
personalidad jurídica es una categoría neutra.

Sección 5. La ideología del principio de legalidad


192. La observancia del principio de legalidad fue promovida sin contrapesos
durante el siglo XIX, en buena medida porque estaba en sintonía con los valores
de la época. En Europa la burguesía (y en Chile, la oligarquía) hegemonizó el
sistema político, adhiriendo a un ideario en que la ley era pieza clave en la orde-
nación de la sociedad. Sin embargo, el respeto a la legalidad ha sobrevivido a la
crisis de ese modelo político, obligando a replantear su significado.
Título I. El principio de legalidad 153

(a) La legalidad al servicio de la libertad del ciudadano


193. El siglo XIX vio en la ley una obra de la razón. En el espíritu de la época,
eso supuso concebir la legalidad al servicio de los derechos del hombre y del ciuda-
dano. Por eso la ley debía entenderse general y abstracta, de modo de promover la
igualdad y la libertad de los ciudadanos en el plano civil. La libertad del ciudadano es
consecuencia inherente a la mecánica institucional del sistema: la participación de los
ciudadanos en la instancia legislativa asegura que las reglas de conducta se adoptarán
tomando en cuenta todos los intereses en juego, asegurando su libertad. Y, en retros-
pectiva, las principales reglas adoptadas en el siglo XIX pueden analizarse en clave
liberal: autonomía privada, libertad contractual, libre circulación de la riqueza, segu-
ridad jurídica del propietario. Correlativamente, el derecho de propiedad adquiere
una importancia y protección significativas: frente a la propiedad de los ciudadanos,
el Estado debe mantenerse al margen, limitando su gestión a resguardar esos derechos
mediante la conservación del orden público y la aplicación de la ley.
En derecho público, la majestad de la ley se proyectaría en la sumisión del po-
der público a la ley. Es el Pueblo representado en el Congreso quien determina las
orientaciones de la acción política, con el fin de satisfacer las necesidades públicas.
La sola sumisión de la administración a la ley parece imponer un modelo de Estado
mínimo: se asume que éste sólo existe en áreas de interés de la clase dirigente, y no
interfiere en su esfera de negocios. La administración asume principalmente funcio-
nes de policía o conservación del orden público, que también está al servicio de la
libertad. El servicio público, aunque no inexistente, no adquiere aún la dimensión ni
caracteres que tendrá durante la expansión del Estado de bienestar. En cuanto habi-
lita a la autoridad administrativa a actuar, el derecho público se entiende necesaria-
mente fragmentario, excepcional y, por eso, de interpretación restrictiva (razón por
la cual se rechazará el recurso a la analogía para colmar lagunas, conceptualmente
inexistentes en esta área). El paso de esta concepción a una visión pasiva de la ad-
ministración se produce en forma insensible. El “fetichismo de la regla” (expresión
de Danièle Lochak) describe la aproximación práctica de los funcionarios a la ley:
sin ley específicamente aplicable al caso, la administración no actúa… actitud que
vaticina la impotencia del poder, por una parte, y la “inflación legislativa”, por otra.
Es inequívoco que la legalidad se impone de modo distinto al Estado y a los
particulares. Las concepciones usuales del derecho público y del derecho privado
en función de las nociones de sumisión y autonomía provienen de esta época.

(b) La legalidad como técnica de cambio social


194. La lectura liberal del principio de legalidad no puede proyectarse por mucho
tiempo más fuera del siglo XIX. La presión política de grupos sociales desplazados se
154 José Miguel Valdivia

hará sentir, impulsando un cambio de concepciones. La ampliación de la base electo-


ral (que es el objeto de la universalización del derecho a sufragio) tendrá por efecto
una mutación de los propósitos del Estado. La misión del Estado ya no puede enten-
derse circunscrita a garantizar la libertad de los particulares (o mejor, de los pocos
particulares que pueden pagársela), sino que propenderá a un resultado mucho más
ambicioso, como la felicidad de la población, y en especial de los grupos menos favo-
recidos. Son estos grupos, que acceden ahora efectivamente al status de ciudadano,
quienes impulsarán las nuevas líneas de acción del Estado. En muy buena medida
también, las nuevas orientaciones del Estado serán fruto de los movimientos ideológi-
cos que germinan al compás de estas modificaciones institucionales.
El Estado de bienestar (o Estado-providencia, o Estado de la procura existen-
cial, o Estado social, sin perjuicio de los matices conceptuales del caso) muestra
una virtualidad de la ley que no se había percibido hasta entonces. Mientras la
lectura liberal asignaba a la ley un papel neutro en la garantía de la libertad, aho-
ra la ley deviene una herramienta de política (que es, por definición, no neutra).
Hoy en día es trivial concebir la ley en esos términos: la política se juega en muy
buena medida en el Congreso. La ley sigue siendo manifestación de la voluntad
soberana, pero ahora que el soberano son los pobres, oprimidos y desplazados,
la ley persigue la satisfacción de las necesidades sociales. Para tal efecto, la ley
constituirá una densa red de servicios públicos encargados de satisfacer esas ne-
cesidades, echará mano del impuesto para financiarlos, o recurrirá a técnicas de
coordinación o colaboración entre privados para alcanzar el interés general. La
ley pasa a ser un mecanismo de intervención económica. Entonces, la legalidad
no puede seguir significando lo mismo. No es garantía de un Estado mínimo sino
condición de que el Estado alcance los fines que la ciudadanía quiere que persiga.
Un autor clásico como Georges Ripert responsabilizaba al “régimen democrático”
de la pérdida de ese sentido neutral de la ley (en El régimen democrático y el derecho
civil moderno, de 1936). Independientemente de esa mirada despectiva hacia la de-
mocracia, la afirmación tiene sentido en cuanto pone de manifiesto que la ley no es en
sí misma neutra, sino una herramienta funcional a los fines que la nación se propon-
ga. En realidad, la neutralidad de la ley no carecía de color político (era instrumental a
los fines económicos de la burguesía o de la oligarquía). Y, por lo demás, aun antes del
Estado de bienestar se desarrollaron políticas intervencionistas por la administración:
la política monetaria chilena durante el siglo XIX es testimonio fiel de la intensidad de
la intervención estatal en los negocios. Por otra parte, la compleja trama de las obras
públicas en una morfología tan caprichosa como la del territorio chileno, es también
muestra de un desarrollo importante de actividades de servicio público por parte de
la administración. En suma, esa concepción aséptica con que se ha querido ver a la
legalidad desde la perspectiva liberal es probablemente infiel a los orígenes mismos
del régimen republicano, que reposa en la madurez política del Pueblo.
Título I. El principio de legalidad 155

PÁRRAFO 2. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD


COMO RESPETO AL SISTEMA JURÍDICO
195. La posición que la ley ocupó entre las fuentes positivas del derecho du-
rante el siglo XIX va a ser relativizada a lo largo del siglo XX, que va a situarla
en el contexto de un sistema más amplio y complejo, integrado por distintos
componentes. Se adquirirá así conciencia de que el soberano se muestra más en la
constitución que en la ley, que ésta queda sujeta a límites y que convive con otras
reglas. El protagonismo de la constitución como pieza maestra de un régimen
estructurado y jerarquizado de normas es uno de los rasgos más distintivos de la
concepción contemporánea del ordenamiento jurídico. Esta materia forma parte
de las enseñanzas más elementales del sistema jurídico y, por su naturaleza misma,
excede con creces del ámbito del derecho administrativo.
Aquí basta con tener en cuenta que esta toma de conciencia del nuevo lugar de
la ley conducirá a una reformulación del principio de legalidad, sin alterar su filo-
sofía general. La doctrina verá que la cultura de la legalidad forjada a lo largo del
siglo XIX es susceptible de operar en condiciones análogas en este universo más
complejo de normas. Es eso lo que explica el surgimiento de la expresión “bloque
legal” o “bloque de legalidad” (cuyo origen puede atribuirse a M. Hauriou), que
denota la naturaleza heterogénea del compuesto que da forma a la legalidad.
Incluso se ha propuesto una variante lexical para el mismo principio de legali-
dad, que da cuenta de la dilución de la importancia de la ley en el conjunto de las
fuentes: principio de “juridicidad”. Esta expresión, atribuida a A. Merkl, ha hecho
fortuna en el derecho chileno a partir de los años 1980. Sin embargo, este cambio
es principalmente terminológico: el principio de juridicidad de hoy es el mismo
principio de legalidad de ayer. Tal vez por razones didácticas sea conveniente el
uso de esa expresión, de modo que el control de legalidad no se entienda restrin-
gido únicamente a la observancia de la ley en sentido formal.
Algunos ordenamientos constitucionales recogerán explícitamente esta nueva
concepción, reconociendo que “los poderes ejecutivo y judicial [están sometidos]
a la ley y al Derecho” (Ley Fundamental de la República Federal Alemana, art.
20.3), o que la administración pública ha de actuar “con sometimiento pleno a la
ley y al derecho” (Constitución Española, art. 103.1).
Esta configuración del sistema jurídico trasciende las fronteras del derecho pú-
blico y del derecho privado. En otros términos, la estructura ordenada y jerarqui-
zada de las fuentes del derecho está presente en esos dos grandes ámbitos. Así, el
bloque de legalidad no es un concepto exclusivamente aplicable al derecho admi-
nistrativo. Abundan ejemplos de actividades privadas cuyo ejercicio está supeditado
a la observancia de normas constitucionales, legales, reglamentarias y aun de jerar-
156 José Miguel Valdivia

quía subalterna. Es el caso de la construcción inmobiliaria, sujeta a normas legales


(Ley General de Urbanismo y Construcciones), reglamentarias de alcance nacional
(Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones) y reglamentarias de alcance
local (plan regulador comunal respectivo). Es, también, el caso de las industrias
reguladas, sujetas a un cúmulo crecientemente importante de regulaciones adop-
tadas por autoridades administrativas, que se suman a exigencias constitucionales,
legales y reglamentarias. En suma, la existencia de una legalidad diversificada, que
puede calificarse con el neologismo de juridicidad, no es un rasgo propio del dere-
cho público, sino del derecho a secas. Sin duda se extiende al principio de legalidad
administrativa, como ocurre con cualquier otra disciplina jurídica.

Capítulo 2
Reconocimiento positivo del principio
196. Entendido de modo trivial, como subordinación de la administración al
derecho en su integridad, el principio sólo aparece recogido en toda su extensión
en una norma de jerarquía legal. En efecto, la LOCBGAE dispone:
“Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a
las leyes. Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que las
que expresamente les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el
ejercicio de sus potestades dará lugar a las acciones y recursos correspondientes” (art. 2).
Ahora bien, la praxis nacional entiende recurrentemente que el principio se con-
tiene en dos preceptos de la Constitución, que se citan como si constituyeran una
unidad: los artículos 6 y 7. Tal vez los contornos del principio se aprehendan mejor
con una presentación racional de los aspectos singulares que lo integran. En ámbitos
cruciales la administración sigue estando sujeta a la observancia de leyes consideradas
en sentido formal (párrafo 1), sin perjuicio de que en sus actuaciones corrientes deba
proceder conforme a criterios de regularidad jurídica (párrafo 2), en cuyo contexto la
legalidad se identifica con el sistema jurídico en su conjunto (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. LA RESERVA DE LEY EN MATERIAS


ADMINISTRATIVAS
197. La Constitución exige la intervención de la ley formal para múltiples
materias, por lo común vinculadas con la regulación de los derechos fundamen-
tales y con la configuración del aparato del Estado. En lo que aquí interesa, las
reservas de ley más significativas para el derecho administrativo general son la
que concierne a la organización administrativa (a) y el funcionamiento de la ad-
ministración (b).
Título I. El principio de legalidad 157

(a) Organización administrativa


198. A propósito de las leyes de iniciativa exclusiva del Presidente de la Repú-
blica, la Constitución (art. 65, inc. 4, N° 2) prevé:
“Corresponderá, asimismo, al Presidente de la República la iniciativa exclusiva para:
Crear nuevos servicios públicos o empleos rentados, sean fiscales, semifiscales, autóno-
mos o de las empresas del Estado; suprimirlos y determinar sus funciones o atribuciones”.
De la regla se sigue que la creación de instituciones administrativas sólo puede
efectuarse por ley formal (que, además, debe tener origen en una iniciativa presi-
dencial); sólo el legislador, o a fortiori el mismo constituyente, puede dar forma
a la administración. La administración requiere necesariamente de la ley para
adquirir forma orgánica; es una subordinación plena a la ley formal. La materia
se estudia con mayor detalle en el título sobre organización administrativa (cf.
§§ 57 y ss.).

(b) Atribución de potestades


199. El artículo 7, inc. 2, reza:
“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”.
Según se ha visto, la doctrina chilena ve en esta regla, con razón, el recono-
cimiento del principio de legalidad en la atribución de potestades públicas, de
modo que los órganos del Estado no tienen más autoridad que la que les entrega
el ordenamiento al que están subordinados. Aquí interesa remarcar la reserva
de ley (i.e., la necesidad de una ley formal) en la configuración de las potestades
públicas.
La Constitución refuerza esta exigencia mediante el uso del adverbio “expresa-
mente”. No sólo se requiere una atribución por norma de jerarquía legal, sino que
se la conciba en términos formales y explícitos. Con esta formulación la Consti-
tución parece rechazar el recurso a las potestades implícitas en el derecho público
chileno, lo cual importa un criterio muy estricto.
Por cierto, una pregunta de singular relevancia concierne aquello que se
debe entender por “potestad” (o “autoridad o derechos”) en el contexto es-
trictamente formal del precepto en análisis. A propósito de la teoría del acto
administrativo, la doctrina ha desarrollado una acabada taxonomía de los ele-
mentos que integran el ejercicio de las potestades públicas, y que debe tenerse
en cuenta para estos propósitos. Al parecer, en toda potestad hay dos elemen-
tos estrictamente indispensables: el objeto del acto, que se refiere al tipo de de-
158 José Miguel Valdivia

cisiones que se puede adoptar (otorgamiento de beneficios, imposición de san-


ciones, elaboración de reglas, etc.) y la competencia, es decir, la identificación
del órgano encargado de ejercer la potestad. Es más dudoso que la regulación
mediante ley formal deba ser exhaustiva con respecto a los demás aspectos.
En cuanto a las formas o el procedimiento, la Constitución se conforma con
que la ley establezca las bases sobre la materia y no una regulación acabada
(art. 63, N° 18); por lo demás, esas bases ya están definidas por la LBPA, que
opera con alcance supletorio respecto de la generalidad de los procedimientos
administrativos. Con relación a los motivos, es bastante usual que los textos
legales configuren potestades sobre la base de conceptos jurídicos indetermi-
nados, cuya particularidad es reconocer a la administración un cierto margen
de apreciación. Por último, la finalidad de la potestad pública, que también es
un requisito que la integra, suele no ser definido por la ley sino desprenderse
de ella mediante un ejercicio interpretativo.

PÁRRAFO 2. REGULARIDAD JURÍDICA


DE LA ACTUACIÓN ADMINISTRATIVA
200. El principio de legalidad se refiere fundamentalmente a las operaciones
jurídicas de la administración, que pueden estimarse como actos administrativos.
Sin embargo, la legalidad también se extiende en alguna dimensión a los actos
meramente materiales de la administración.

(a) Regularidad de los actos administrativos


201. En su texto íntegro, el artículo 7 de la Constitución dispone:
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus inte-
grantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley.
Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades
y sanciones que la ley señale”.
Una lectura literal de los preceptos transcritos pone en evidencia el marcado
carácter técnico jurídico de los conceptos ahí empleados. Los textos sugieren que
la administración (y los demás poderes públicos) deben respetar un cumulo varia-
ble de exigencias para que sus actuaciones se consideren válidas, so pena de incu-
rrir en nulidad. Salta a la vista la conexión entre la validez, referida en el primer
inciso, y la nulidad, mencionada en el último.
Título I. El principio de legalidad 159

Prácticamente toda la doctrina chilena de la “nulidad de derecho público” se


ha construido sobre la base de este precepto, a pesar de que la brevedad de su
texto arroja más sombras que luces sobre la materia.
En cuanto a los requisitos de regularidad jurídica de las actuaciones, la Consti-
tución enumera, esta vez sin ningún rigor técnico: investidura regular, competen-
cia y formas. El requisito de investidura, al que se ha aludido en materia organiza-
cional, es un aspecto de la competencia, que aparece así mencionada por partida
doble. Desde antiguo la doctrina ha relativizado la incidencia de la investidura en
la eficacia de las decisiones públicas, frente al peso de la confianza en la aparien-
cia. Por su parte, “la forma que prescriba la ley” envuelve requisitos tanto instru-
mentales como procedimentales. En cualquier caso, a la vista del principio de “no
formalización” de los procedimientos administrativos (LBPA, art. 13) la densidad
de este requisito como necesariamente invalidante es más que dudosa. Esta rápida
lectura del inciso 1 aconseja, más bien, desconfiar de la literalidad del precepto.
Sobre todo, el inciso 1 se refiere únicamente a requisitos de índole formal de
los actos administrativos, aquellos que la doctrina francesa considera de “regula-
ridad externa”, y cuya singularidad está dada por su débil incidencia anulatoria.
Una decisión ilegal por incompetencia o por vicio de forma puede ser adoptada
de nuevo, en los mismos términos, pero esta vez con plena eficacia jurídica, por la
autoridad que correspondía o mediando las formalidades inicialmente omitidas.
Para que la regularidad se entienda también referida al contenido mismo de la
decisión o a su justificación legal, es decir, a su “regularidad interna” habría que
remitirse más bien al inciso 2; en buenas cuentas, hay que entender que al hablar
de “autoridad o derechos” de los órganos públicos la Constitución se está refirien-
do a todos los elementos nucleares de la potestad pública.
En este sentido, es elocuente que la fórmula jurisprudencial empleada para
referirse a las causas que justifican la nulidad de derecho público de un acto admi-
nistrativo rebase el marco de lo previsto en el inciso 1, y comprenda “la ausencia
de investidura regular del órgano respectivo, la incompetencia de éste, la inexis-
tencia de motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y pro-
cedimiento en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la
materia y la desviación de poder” (últimamente, Corte Suprema, 27 de diciembre
de 2017, Astaburuaga Suárez c/ Fisco, Rol 82.459-2016).
Conviene tener aquí presente que la Constitución lleva al extremo la exigencia
de regularidad jurídica, relativamente al ejercicio legal de las potestades admi-
nistrativas. Tal como indica el inciso 2, tal exigencia rige en todo caso, incluso
frente a “circunstancias extraordinarias” o excepcionales. La consagración del
principio de legalidad impone así al legislador la necesidad de prever reglas tanto
para situaciones normales como para hipótesis excepcionales, pues de otro modo
160 José Miguel Valdivia

la administración podría incurrir en actuaciones jurídicamente ineficaces. Ni las


circunstancias excepcionales ni la urgencia hacen ceder el vigor de este principio.
Posiblemente es esta razón la que explica el entusiasmo con que algunos conci-
ben esta regla, como la “regla de oro” del derecho público chileno (Soto Kloss) o
“el más cardinal de los principios” de este ámbito del derecho (TC, 26 de marzo
de 2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario, Rol 681-
2007). Con todo, se trata ésta de una concepción muy rigurosa de la legalidad;
sobre este punto el derecho comparado también ofrece modelos alternativos, me-
nos rígidos.
Esta revisión sugiere que, en orden a recoger la evolución actual del derecho
administrativo chileno, el artículo 7 debiera ser objeto de una reforma vigoro-
sa. Con pocas variantes, el texto ha integrado las constituciones chilenas desde
1833; es posible que su importancia sea más histórica (y, por eso, simbólica) que
genuinamente jurídica. Tal vez una manera inteligente de salvar su contenido sea
entenderlo como el establecimiento de una garantía institucional: un mandato di-
rigido al legislador para que articule un régimen de sanciones de ineficacia de las
decisiones irregulares. Pero es muy poco más lo que se puede decir por la Consti-
tución en esta materia, sin congelar (con consecuencias potencialmente graves) la
evolución del derecho positivo.

(b) Regularidad de las operaciones materiales


202. Las operaciones puramente materiales escapan, evidentemente, al ámbito
de aplicación del artículo 7 (porque no son susceptibles de la calificación de váli-
das o nulas). Por supuesto, de aquí no se sigue que estas operaciones estén exentas
de la legalidad. La exigencia de regularidad de estas operaciones podía extraerse
extensivamente de otros preceptos, en particular de aquel que opera como norma
general de sometimiento de los órganos públicos al ordenamiento. En lo pertinen-
te, el artículo 6 de la Constitución dispone, en su inciso 1:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella […]”.

Ahora bien, por lo mismo que los actos materiales no son ejercicio de poderes
jurídicos, su materialización no parece quedar subordinada al derecho del mismo
modo que los actos jurídicos. Sin duda, existen límites a respetar, provenientes
de la consideración de los derechos fundamentales o de exigencias legales diver-
sas; pero como ha advertido Santamaría Pastor a propósito de las actividades
prestacionales de la administración, es razonable pensar que en este campo el
principio de legalidad opere conforme a un modelo de vinculación negativa (esto
Título I. El principio de legalidad 161

es, prescribiendo límites más que condiciones al ejercicio de la actuación de la


administración).
203. Es especialmente relevante en relación con estas materias el principio de
legalidad presupuestaria, que se extiende tanto a la actividad jurídica como la ac-
tividad material de la administración. El artículo 100 de la Constitución dispone:
“Las Tesorerías del Estado no podrán efectuar ningún pago sino en virtud de un de-
creto o resolución expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley o la
parte del presupuesto que autorice aquel gasto. Los pagos se efectuarán considerando,
además, el orden cronológico establecido en ella y previa refrendación presupuestaria
del documento que ordene el pago”.
Más allá de las condiciones formales para su eficacia, el precepto da cuenta
de la necesidad de previsiones legales en relación con el gasto público. Aunque
alguna flexibilidad se reconoce al gobierno en esta materia en casos extremos
(Constitución, art. 32, N°  20), para las simples autoridades administrativas las
exigencias son rigurosas. El control de la legalidad del gasto público por parte de
la Contraloría muestra la eficacia del principio en el establecimiento de respon-
sabilidades administrativas, civiles y penales de los agentes que den mal uso a los
recursos públicos.

PÁRRAFO 3. LA INTEGRIDAD DEL SISTEMA JURÍDICO


204. El artículo 6 de la Constitución ordena:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas
dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República.
Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos
órganos como a toda persona, institución o grupo.
La infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determi-
ne la ley”.
El precepto envuelve al menos tres ideas. Por una parte, reconoce el carácter
jurídicamente obligatorio del sistema normativo en su conjunto, al que están su-
peditados ante todo los órganos públicos. Por otra, prevé que la ordenación de
este sistema normativo es presidida por la Constitución. Por último, contempla
consecuencias jurídicas, en forma de responsabilidades y sanciones, en caso de
infringirse alguna de las reglas integrantes del sistema.
Literalmente, el artículo 6 da a entender que la Constitución tiene carácter de norma
jurídicamente obligatoria, y por eso debe ser respetada. El carácter obligatorio o vin-
culante es un presupuesto inherente a toda norma jurídica, aunque ella no lo exprese;
dicho de otro modo, expresarlo resulta superfluo o trivial. Por eso, el principal valor de
la norma es simbólico o pedagógico (lo que muestra que la importancia de la regla es
162 José Miguel Valdivia

más política que jurídica). Por cierto, este aspecto de la regla tiene significación histó-
rica, pues las prácticas antiguas no prestaban demasiada atención a la Constitución (a
menudo vista como un acuerdo de caballeros destinado a regir la gestión política en sus
grandes líneas). Se quiso así reafirmar su importancia jurídica y, por lo mismo, práctica.
Hoy día la regla es testimonio de aquella época en que la praxis jurídica y política em-
pezó a tomarse en serio la Constitución; pero su valor propiamente jurídico es limitado,
y si la regla se suprimiera no cambiaría mucho en el derecho positivo chileno.
También es probable que con esta regla se pretendiera abandonar la prácti-
ca de introducir “disposiciones programáticas” en la Constitución, normas que
de facto no eran inmediatamente aplicables porque requerían de desarrollo por
medio de textos normativos subordinados. Al disponer su obligatoriedad, se su-
gería a los jueces que podían aplicar directamente la Constitución en los asuntos
litigiosos de que conocieran. De hecho, una buena parte del control judicial de la
administración, tal como fue modelado por la doctrina a partir de los años 1980,
operó sobre la base de esa aplicabilidad inmediata de la Constitución: nulidad
de derecho público construida a partir del artículo 7, responsabilidad del Estado
que se pretendía incluida en el artículo 38, recurso de protección de derechos
fundamentales, etc. Sin embargo, las reglas programáticas no han desaparecido y,
mientras la política siga teniendo relevancia, seguirán existiendo, porque es muy
frecuente que los acuerdos políticos se forjen en torno a principios cuya operati-
vidad se prefiere postergar. Más aún, a despecho de su obligatoriedad inmediata,
muchas normas constitucionales necesitan concreción legislativa para ser operati-
vas (entre otras, las relativas a la descentralización, a la división político-adminis-
trativa del país, al régimen electoral y a muchos derechos fundamentales).
Además, la regla reconoce de modo general la obligatoriedad de toda otra
norma jurídica que se conforme a la Constitución; la regla concierne así a la nor-
matividad del sistema jurídico en su conjunto. Con todo, desde esta perspectiva,
la norma en análisis diluye la especificidad del principio, pues, así como ocurre
con la misma Constitución, la normatividad del sistema jurídico rige no sólo para
el Estado, sino para “toda persona, institución o grupo”. Si se asume que el prin-
cipio de legalidad es una marca característica del derecho público, este precepto
parece referirse a otra cosa. El objeto de regulación de la regla está más en la su-
premacía constitucional que en el principio de legalidad en sentido estricto.

Capítulo 3
La legalidad y sus fuentes
205. Como se ha visto, si en su origen el principio de legalidad implicaba vincu-
lación de la administración a la ley entendida en sentido formal, en su dimensión
Título I. El principio de legalidad 163

actual supone que actúa sometida, en condiciones similares, a las demás normas
que integran el ordenamiento jurídico. Esta concepción es en buena medida fruto
de la estructura jerarquizada del ordenamiento jurídico, en que la ley misma está
enmarcada por reglas superiores y es desarrollada por normas de jerarquía inferior.
Las preguntas que plantea una actuación al margen de las competencias con-
feridas por ley a un organismo administrativo no son sustancialmente distintas de
las que suscita la violación de reglas o principios recogidos por normas de jerar-
quía distinta a la ley. Asimismo, el control de legalidad que practican los jueces
sobre la administración se funda tanto en la ley en sentido formal como en otras
normas de referencia. Esto explica, tal como afirmaba Hauriou, que “en materia
de validez o de invalidez de los actos administrativos particulares, la violación de
una regla de origen reglamentario haya sido considerada como un vicio de igual
naturaleza que la violación de una regla de origen legal”.
Por las razones anteriores, se entiende que la enseñanza del derecho admi-
nistrativo también se detenga en estos aspectos generales del sistema jurídico,
por lo común concentrados en el capítulo de las “fuentes” de la disciplina. Esa
presentación no puede aspirar a agotar esta materia, que se explica mejor preci-
samente desde la teoría del derecho que desde las disciplinas aplicativas (como el
derecho administrativo). En consecuencia, el análisis que sigue debe entenderse
condicionado por esas reservas, y únicamente con la perspectiva de subrayar los
problemas más comunes que se presentan en esta área.
Las explicaciones usuales acerca de las fuentes integrantes del bloque de legali-
dad realzan el carácter jerarquizado de sus componentes (Constitución, tratados,
ley, reglamento, etc.). Sin embargo, esta manera de ver olvida que hay cierto tipo
de fuentes que es difícil de clasificar desde una perspectiva jerárquica (párrafo 3).
E incluso al interior de las fuentes de origen autoritativo, las reglas no son homo-
géneas; desde la perspectiva de los fundamentos y, en parte también, del régimen
jurídico, es relevante distinguir entre la legalidad de origen “externo” (párrafo 1)
y la legalidad de origen “interno” a la administración (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. FUENTES DE LA LEGALIDAD


DE ORIGEN EXTERNO
206. El núcleo originario del principio de legalidad consiste en la sumisión de
la administración a la ley, norma externa y superior a la administración. La con-
cepción del sistema normativo como conjunto ordenado y jerarquizado de reglas
conduce a pensar que junto a la ley (sección 3) otras fuentes de origen externo,
164 José Miguel Valdivia

como la Constitución (sección 1) y los tratados internacionales (sección 2), se


imponen a la administración de un modo análogo.

Sección 1. La Constitución
207. La administración está sometida ante todo a la Constitución, cúspide del
sistema jerarquizado de normas en derecho interno. Uno de los rasgos distintivos
del derecho contemporáneo reside en la revalorización de “la Constitución como
norma jurídica” (título de un importante artículo de García de Enterría), y su apli-
cación concreta por los jueces en casos litigiosos. Sin duda, la consideración de los
derechos fundamentales (reconocidos en preceptos de jerarquía constitucional)
no es ajena a este fenómeno.
El fenómeno de constitucionalización del derecho alcanza a todas las discipli-
nas jurídicas. Por el objeto sobre el que recae, ese fenómeno es particularmente
intenso respecto del derecho administrativo. En otra parte se han mencionado las
numerosas disposiciones constitucionales explícitamente referidas a la adminis-
tración, y que configuran su marco normativo más general (v. § 35).
Aunque la importancia de la Constitución en el derecho moderno no puede
soslayarse, la densidad de sus reglas puede plantear dificultades de aplicación.
En efecto, aunque las reglas constitucionales pueden definir de modo concreto y
preciso modalidades de actuación de la administración, es usual que contengan
únicamente principios generales, que deban ser desarrollados por reglas jerárqui-
camente inferiores (típicamente, la ley). Algunas reglas constitucionales encierran
principios tan genéricos que no admiten una única solución posible (p. ej., aquella
que encomienda al legislador proteger la vida del que está por nacer). Además, la
índole política de la Constitución favorece la adopción de compromisos abstrac-
tos que necesitan ser concretizados por otro tipo de reglas. Así se muestra en el
ejemplo reciente de los cambios al sistema electoral: la Ley 20.337 fijó una regla
constitucional de incorporación automática de los ciudadanos al registro electo-
ral, pero sus modalidades de aplicación necesariamente dependían de modifica-
ciones a la ley orgánica respectiva, que debieron efectuarse por ley (Ley 20.556,
de 2011 y Ley 20.568, de 2012). También puede referirse el ejemplo más antiguo,
pero de continua actualidad, del imperativo constitucional de descentralización
del poder, cuya operatividad siempre pasa por la adopción de normas legales.
En suma, la pretensión de superar el déficit de normatividad de la Constitución
mediante un principio de aplicabilidad inmediata (que estaría contenido en el ar-
tículo 6) no puede ocultar este fenómeno, ni tampoco excluir de plano la eventual
adopción de normas meramente “programáticas”.
Título I. El principio de legalidad 165

La relación entre la Constitución y las reglas legales que inciden en su radio de


acción suscita en el derecho administrativo problemas típicos, que se relacionan
con la prevalencia de la Constitución sobre la ley y los mecanismos formales que
permiten materializarla.

(a) Prevalencia de la Constitución sobre la ley


208. En principio, la administración está obligada por las reglas constitucio-
nales. Sin embargo, también lo está respecto de la ley, que puede consagrar reglas
más específicamente aplicables al caso concreto de que se trate. Cuando la admi-
nistración ejecuta mandatos legales explícitos puede resultar difícil observar la
Constitución.
Las reflexiones tradicionales en este campo han estado dominadas por la cons-
trucción francesa de la “teoría de la ley pantalla” (théorie de la loi-écran). Con-
forme a esta teoría, la Constitución integra el bloque de legalidad y, por tanto, la
administración, debe respetarla. Con todo, si el acto administrativo se ha adopta-
do directamente en aplicación de una ley, ésta se interpone entre la Constitución y
el acto (produciendo, en sentido figurado, un efecto de “pantalla”, que impide que
irradie la luz de la Constitución). Entonces, para el control de legalidad basta con
que el acto se ajuste a la ley y, luego, el juez no puede chequear su conformidad
con la Constitución.
La teoría da cuenta de las dificultades derivadas de la posición jerárquica y
de la textura de la Constitución como norma, que requiere de su concretización
mediante leyes. Sin embargo, en sí misma, parece responder a las limitaciones
procesales del sistema de control de constitucionalidad de las leyes. En el derecho
francés, ese control fue prácticamente inexistente a todo lo largo de los siglos XIX
y XX. Las competencias iniciales del Consejo Constitucional sólo le permitían
llevar a cabo un control preventivo de constitucionalidad, con el resultado de
que una vez votada y promulgada la ley, y en ausencia de un control represivo o
a posteriori, los jueces estaban obligados a darle aplicación, sin poder censurarla.
Ahora bien, los datos procesales franceses han cambiado con la irrupción de la
excepción de inconstitucionalidad de las leyes (question prioritaire de constitu-
tionnalité, en vigencia recién desde 2008), que guarda analogías con el recurso de
inaplicabilidad por inconstitucionalidad del derecho chileno. Con todo, el control
de constitucionalidad así instaurado es concentrado, con lo cual la teoría de la
ley pantalla subsiste en un campo relativamente importante. A fin de cuentas, la
teoría arbitra dos principios contradictorios: por un lado, la coherencia del sis-
tema jurídico, fundado en la jerarquía de reglas y, por otro, el formalismo en la
verificación de esa coherencia, en función de la seguridad jurídica.
166 José Miguel Valdivia

Si la teoría reposa en las peculiaridades procesales del control concentrado de


constitucionalidad, entonces es posible extrapolar algunas de sus consecuencias
al derecho chileno. Por cierto, resulta inaceptable concluir que la Constitución no
rige como norma jurídica. Pero si en un caso concreto el Tribunal Constitucional
ha descartado la inconstitucionalidad de una ley o simplemente no ha llegado
a pronunciarse sobre ella, no puede tenerse esa regla por inconstitucional. Los
tribunales, que conforme a la tradición procesal están obligados a aplicar la ley,
no pueden prescindir de una regla cuya inconstitucionalidad no se ha reconocido
mediante los canales formales que el derecho instituye al efecto.
Algunos autores contrarios a la teoría de la ley pantalla refieren como precedente,
en apoyo de su planteamiento, el caso del Reglamento de acceso a las playas, resuelto
por el Tribunal Constitucional en 1996 (sentencia de 2 de diciembre de 1996, Rol
245). Como se sabe, las playas de mar son bienes nacionales de uso público (Código
Civil, art. 589). Para hacer posible ese uso público, el DL 1939, de 1977, que establece
normas sobre adquisición, administración y disposición de bienes del Estado, prevé que
“los propietarios de terrenos colindantes con las playas de mar, ríos o lagos, deberán
facilitar gratuitamente el acceso a éstos, para fines turísticos y de pesca, cuando no exis-
tan otras vías o caminos públicos al efecto”; en caso de no haber acuerdo directo entre
los interesados, la vía de acceso será fijada por la autoridad administrativa (artículo 13,
énfasis añadido). En 1996 el gobierno decidió especificar las modalidades de aplicación
de este mecanismo legal por medio de un reglamento, sobre cuya constitucionalidad el
Tribunal Constitucional debió pronunciarse. El argumento central del fallo, que en de-
finitiva declaró inconstitucional el reglamento, consistía en que las vías de acceso a las
playas importaban una limitación significativa al dominio de los propietarios riberanos
sobre sus predios y, por eso, se sostuvo entonces, su apertura no podía ser gratuita. Sin
embargo, la gratuidad estaba ordenada directamente por la ley (y sigue estándolo). Pa-
ra resolver como lo hizo, el Tribunal analizó en forma directa la constitucionalidad del
reglamento, haciendo abstracción de la ley en cuya virtud había sido dictado (y cuyas
reglas iban precisamente en el sentido del reglamento). Sin declarar inconstitucional la
ley, que no fue siquiera analizada, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el
reglamento. Ahora bien, aunque esta solución parece ir contra la teoría de la ley panta-
lla (en cuanto el fallo prescinde de una ley vigente), se justifica única y exclusivamente
por las peculiaridades del tribunal competente en el caso, cuya misión es justamente
velar por la aplicación de la Constitución por encima de otras reglas. No parecería
legítimo que este proceder se repita por parte de tribunales ordinarios.

(b) Mecanismos de control de la constitucionalidad de la ley


209. Teóricamente, los sistemas de control concentrado de constitucionalidad
de las leyes se distinguen de los sistemas de control difuso, en consideración al
Título I. El principio de legalidad 167

o los órganos encargados de ejercerlo: en estos últimos la totalidad de los jueces


puede verificar la adecuación de una ley a la Constitución, mientras que en los
primeros estas atribuciones están radicadas en organismos específicos.
El derecho positivo chileno contempla un régimen concentrado de control de
constitucionalidad de las leyes, con arreglo al cual el Tribunal Constitucional es la
única autoridad habilitada para declarar formalmente que una ley es contraria a
la Constitución y, por consiguiente, impedir su aplicación en un asunto sujeto al
conocimiento de la jurisdicción. Inicialmente, la Constitución de 1980 entregó al
Tribunal Constitucional únicamente un control preventivo o a priori de la cons-
titucionalidad de las leyes. El modelo actualmente vigente data de 2005, cuando
se radicaron en él, además, las funciones que desde 1925 y hasta entonces se
habían confiado a la Corte Suprema para conocer de los recursos de inaplicabi-
lidad por inconstitucionalidad de las leyes (control represivo o a posteriori). Las
modalidades del control represivo de constitucionalidad se detallan en la mis-
ma Constitución (artículo 93) y en la Ley Orgánica Constitucional del Tribunal
Constitucional.
En este modelo de control concentrado los tribunales ordinarios de justicia
no pueden prescindir de la aplicación de una ley, ni aun bajo pretexto de ser ésta
inconstitucional, a menos de contar con el pronunciamiento previo del Tribunal
Constitucional en tal sentido. Conforme a un modelo tradicional, los códigos de
procedimiento ordenan a los tribunales aplicar la ley, y el sistema concentrado
de control supone precisamente impedir a los tribunales censurar la ley. Desde
luego, la Corte Suprema no puede declarar una ley inaplicable o prescindir de
su aplicación, porque la reforma constitucional de 2005 tuvo precisamente por
objeto despojarla de tal atribución. A fortiori, tampoco pueden hacerlo los demás
tribunales, jerárquicamente inferiores a la Corte Suprema. Con todo, la misma
Constitución ofrece a los jueces la posibilidad de plantear directamente al Tribu-
nal una cuestión de constitucionalidad relativa a leyes cuya aplicación se discute
ante ellos (artículo 93, inciso 11). En consecuencia, para que un tribunal deje de
aplicar una disposición legal por ser contraria a la Constitución, el camino pasa
necesariamente por un pronunciamiento favorable del Tribunal Constitucional,
ya sea requerido por las partes o por el juez de la causa.
210. Durante los años 1980 surgió una jurisprudencia (siempre minoritaria)
tendiente a reconocer una especie de control difuso de constitucionalidad de las
leyes preconstitucionales. Con arreglo a esta jurisprudencia, en el marco de la
determinación del derecho aplicable en alguna disputa sujeta su conocimiento
–tarea inherente a la función jurisdiccional– cualquier tribunal podía constatar
la contrariedad entre la Constitución y un precepto legal adoptado con anteriori-
dad a su entrada en vigencia, declarándolo derogado tácitamente. La derogación
168 José Miguel Valdivia

tácita de las leyes preconstitucionales se apoya tanto en la posterioridad de la


Constitución como en su superioridad jerárquica.
Esta jurisprudencia se inauguró a propósito del DL 2695, sobre regularización
de la posesión de la pequeña propiedad raíz. Ese texto permite al tenedor material
de un inmueble obtener de la administración (Min. de Bienes Nacionales) un títu-
lo formal de posesión, que puede inscribirse en el registro conservatorio y condu-
cir a una prescripción adquisitiva de muy corto tiempo. El sistema es consistente
con el Código Civil, porque conserva la estructura típica de los modos de adquirir
–y perder– el dominio de las cosas corporales. Como toca al legislador definir los
modos de adquirir el dominio (Constitución, art. 19 N° 24), la regla se ajusta al
sistema jurídico. Con todo, algunos tribunales han juzgado que ese sistema sería
inconstitucional porque permite que mediante acto administrativo un propietario
raíz sea desposeído en beneficio del mero tenedor. Más recientemente, la Corte
Suprema ha procedido de igual manera con respecto a la ley de extranjería, en
cuanto obliga a los servicios públicos exigir a los extranjeros interesados en pro-
cedimientos administrativos, que acrediten “su residencia legal en el país” (DL
1094, de 1975, art. 76). La regla había sido invocada por el Servicio del Registro
Civil para rehusarse a celebrar el matrimonio en Chile de inmigrantes ilegales,
negativa que se estimó ilegal por fundarse en norma derogada por la Constitu-
ción de 1980 (asumiendo que el reconocimiento de la igualdad ante la ley de las
personas es incompatible con el establecimiento de diferencias que impidan a esos
extranjeros casarse).
Con la tesis que promueve la derogación tácita de las leyes preconstitucionales
se consigue que los jueces –ordinarios o especiales, cualquiera sea su posición
dentro de la jerarquía judicial– efectúen un control de constitucionalidad de las
leyes. Aunque esta habilitación no sea incondicional, importa desconocer el sis-
tema del control concentrado y, por eso, defrauda la Constitución. La práctica es
inaceptable y debe ser censurada.

Sección 2. Los tratados internacionales


211. Las reglas de derecho internacional vigentes en derecho interno también
integran el bloque de legalidad y son, por tanto, oponibles a la administración.
La manera en que el tratado internacional se incorpora al derecho inter-
no está recogida principalmente por el derecho internacional y por el derecho
constitucional, pero escapa al derecho administrativo general. En cuanto a su
valor, la práctica legal chilena asume que las reglas del derecho internacional
convencional tienen, en el plano interno, al menos una jerarquía igual a la ley.
En verdad, la cuestión no está regulada de manera precisa, pero tal interpreta-
Título I. El principio de legalidad 169

ción deriva de las exigencias procesales que condicionan la aprobación de un


tratado, el que “se someterá, en lo pertinente, a los trámites de una ley” (Cons-
titución, art. 54 N° 1, inc. 1). Algunos autores opinan que ciertos tratados (de
“derechos humanos”) tienen o deben tener un valor superior a la ley, pero esta
tesis está lejos de ser pacífica.
Históricamente el derecho internacional convencional ha tenido una inciden-
cia limitada en el derecho administrativo, porque los tratados son (por su natura-
leza misma de acuerdos supranacionales) instrumentos inidóneos para configurar
el aparato del Estado. Ni la articulación orgánica de los servicios públicos ni la
atribución de potestades públicas puede ser efectuada por medio de tratados,
atendidas las definiciones constitucionales sobre la materia. En fin, el conocido
déficit democrático de los tratados impide asignarles una función equivalente a
la de la ley en la definición de los objetivos sociales y los medios para alcanzar-
los. Sin embargo, varios acuerdos supranacionales imponen deberes específicos
a los Estados signatarios, y no es infrecuente que en los actos de suscripción se
identifique a los organismos administrativos responsables de materializarlos. Adi-
cionalmente, el desarrollo de ámbitos específicos del derecho internacional, como
el de los derechos humanos o del medio ambiente, ha multiplicado los deberes
exigibles de los Estados, cuyos principales destinatarios son, por obvias razones,
los organismos administrativos.
Entre los problemas derivados de las relaciones entre el derecho internacional
y el derecho interno deben mencionarse dos de especial importancia para el de-
recho administrativo: el carácter inmediatamente aplicable de los instrumentos
convencionales y el control de la adecuación del derecho interno al derecho in-
ternacional.

(a) Aplicabilidad directa de los tratados en el derecho interno


212. Numerosos tratados internacionales tienen una densidad normativa simi-
lar a la de la Constitución. Atendido su origen concordado entre representantes de
ordenamientos disímiles, no es inusual que se limiten a consagrar principios muy
elementales, que no determinan soluciones de tipo binario, sino que sólo pueden
cumplirse en la mayor medida posible. Este carácter es particularmente fuerte
respecto de los instrumentos que definen el derecho internacional de los derechos
humanos. En estos casos, la observancia del tratado puede requerir la adopción
de normas de derecho interno.
En algún grado, esta dificultad derivada de la consistencia de las reglas in-
ternacionales se traduce en el reconocimiento de tratados autoejecutables y tra-
tados no autoejecutables. Esta distinción proviene del derecho norteamericano,
170 José Miguel Valdivia

pero ha sido acogida por la jurisprudencia constitucional chilena. Según el Tri-


bunal Constitucional, las primeras son aquellas que por su contenido y preci-
sión son susceptibles de ser aplicadas en el derecho interno sin más trámite que
la aprobación del tratado; las segundas, en cambio, serían aquellas que para su
entrada en vigencia requerirían de alguna manifestación normativa adicional
por parte del Estado suscribiente (TC, 4 de agosto de 2000, Constitucionalidad
del Convenio N° 169, sobre pueblos indígenas y tribales en países independien-
tes - Rol 309, cons. 48).
La jurisprudencia interamericana ha entendido que la Convención Interame-
ricana de Derechos Humanos (un típico tratado de derechos humanos) tiene ca-
rácter autoejecutable, porque confiere –sin más– derechos a las personas. Este
entendimiento no es muy convincente, porque conduce a la conclusión de que
habría “principios autoejecutables”. La idea es paradójica, porque si se asume
que los principios operan como “mandatos de optimización”, sus principales des-
tinatarios son los órganos políticos (que determinan la forma de materializar esos
principios). En buenas cuentas, el mayor rendimiento de estos tratados, a despe-
cho de su pretendido carácter autoejecutable, requiere de la adopción de medidas
de implementación conforme al derecho interno.

(b) Compatibilidad del derecho interno frente el derecho internacional


213. Ordenamientos provenientes de distintas tradiciones legales han incor-
porado entre sus instituciones un “control de convencionalidad” tendiente a ve-
rificar la compatibilidad del derecho interno a la luz del derecho internacional.
Como resultado de este control, disposiciones normativas internas, como leyes o
reglamentos, podrían ser estimadas inconvencionales (esto es, contrarias a una
convención o tratado) y, luego, ineficaces en un caso práctico.
Los riesgos que entraña el control de convencionalidad son similares a los que
podría producir un control difuso de constitucionalidad de leyes. Entre esos ries-
gos puede mencionarse la dispersión de soluciones, el debilitamiento de la fuerza
de la ley y el desprestigio de las instituciones democráticas. También entraña una
pérdida de certeza jurídica, porque la ley define –mejor que las normas de mayor
jerarquía, pero menor densidad normativa– las expectativas de comportamiento
de los distintos agentes sociales, incluida la administración. Para la autoridad
administrativa, las técnicas oblicuas de control de la ley suponen volver a la in-
certeza. ¿Cuándo la autoridad está segura de actuar conforme a derecho? Si los
controles siguen siendo ex-post (materializados por la intervención del juez), la
solución siempre llega tarde. Por eso, conviene guardar extrema reticencia frente
a la técnica del control de convencionalidad.
Título I. El principio de legalidad 171

El control de convencionalidad reposa en la idea de que la eficacia de las le-


yes está condicionada por los tratados, en razón de su jerarquía normativa. Ese
argumento carece de sustento textual explícito en el derecho chileno, según se ha
expresado. Tal vez podría construírselo sobre la base de cierta intangibilidad de
los tratados frente a la ley, derivada de su carácter bilateral, que los hace inmodi-
ficables (unilateralmente) por el legislador nacional. Seguramente, algunos invo-
carán también en favor de la idea el principio pacta sunt servanda, en cuya virtud
“todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena
fe” (Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, art. 26). Ahora bien,
asumir que todo tratado internacional tiene aptitud para provocar la derogación
del derecho positivo interno implica asignarle per se carácter autoejecutable, lo
que también está lejos de ser pacífico.

Sección 3. La ley
214. Las reglas legales propiamente tales son fuente primaria del bloque de
legalidad. Por eso, son directa y ordinariamente aplicables a los asuntos admi-
nistrativos y su observancia por la autoridad pública es obligada. El predominio
de la ley sobre la administración se explica suficientemente bien por la virtud
democrática de la ley, vale decir, de su procedimiento de aprobación; la inter-
vención de los representantes del pueblo se reputa el instrumento idóneo para
que la ley sea el reflejo del interés general. Estas cuestiones ya se han analizado
más atrás.
El régimen jurídico de la ley opera como modelo respecto del estatuto de las
normas en general. Su definición no pertenece al derecho administrativo, sino que
al sistema jurídico en su conjunto. Históricamente, su enseñanza estuvo radicada
en el derecho civil, en razón de la inclusión de un número importante de reglas
generales sobre la materia en el Código Civil chileno (al igual que, antes, en el
Código Civil francés). Esas reglas, que dan cuenta de la filosofía legalista del siglo
XIX, conviven con varias otras más modernas previstas en la Constitución, que
fija el marco normativo de las competencias y procedimientos legislativos. Esas
razones justifican la parquedad de las explicaciones que siguen, que se concentran
en la tipología de las leyes y su eficacia.

(a) Tipología de leyes


215. Para lo que aquí interesa, por ley debe entenderse todo precepto de je-
rarquía o rango legal. Desde luego, la ley por excelencia es la que surge de la
discusión parlamentaria. La misma definición de ley que entrega el Código Civil
172 José Miguel Valdivia

la identifica como “manifestación de la voluntad soberana”, esto es, del Pueblo


(artículo 1). Sin embargo, esa noción formal de ley se complementa con una di-
mensión material, que en el régimen constitucional se traduce el reconocimiento
de “materias de ley” (Constitución, artículo 63). La definición de las materias
de ley atribuye a la noción de ley un cierto carácter técnico, que la separa de su
soporte formal (y permite entenderla como un tipo de instrumento normativo
jurídicamente idóneo para regular cierto tipo de materias).
De ahí que cuenten también como leyes otros actos que recaen sobre ma-
terias de ley (o ya reguladas previamente por medio de ley). Es el caso de los
decretos con fuerza de ley, cuyo paradigma son aquellos dictados sobre materias
de ley por el Presidente de la República previa habilitación efectuada por ley
parlamentaria (Constitución, artículo 64). Es, en seguida, el caso de los textos
refundidos, coordinados y sistematizados de leyes, también contenidos en de-
cretos con fuerza de ley dictados –sin mediar ley habilitante– en ejecución de la
potestad que al efecto la Constitución entrega al gobierno (artículo 64, inciso
5). Por último, es también el caso –más discutible en términos de legitimidad,
pero difícilmente controvertible en la práctica– de los decretos leyes, dictados
en períodos de anormalidad política o constitucional (como la dictadura de Pi-
nochet en el periodo 1973-1981 o, antes, la dictadura de Ibáñez hacia fines de
los años 1920).
Del procedimiento de formación de las leyes se ocupa, con lujo de detalles,
el derecho constitucional. Debe recordarse que, en el régimen chileno vigente,
más allá de las etapas que integran este procedimiento, la aprobación de las
leyes puede estar sujeta a la obtención de quórums diferenciados en razón de
la materia. Junto a la ley simple, cuya aprobación requiere de la mayoría de los
parlamentarios presentes en cada cámara, hay que tomar en cuenta las leyes de
quórum calificado, que requieren la mayoría absoluta de los diputados y sena-
dores en ejercicio, y las leyes orgánicas constitucionales, que debe ser aprobada
por cuatro séptimos de los diputados y senadores en ejercicio. Este tipo de leyes
supramayoritarias suele tener importancia para el derecho administrativo, pues
muchas de las materias en que intervienen se asocian a la configuración del
aparato del Estado. Entre las leyes orgánicas constitucionales más significativas
para el derecho administrativo se cuentan aquellas que definen la organización
básica de la administración pública (Constitución, art. 38), así como las que
inciden en la organización y atribuciones o el personal de la Contraloría Gene-
ral de la República (artículo 99), la Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad
Pública (artículo 105), el Banco Central (artículo 108) o las instituciones del
gobierno y administración regionales y comunales (artículos 110 y siguientes).
Por su parte, la ley de quórum calificado tiene gran relevancia en materia de
Título I. El principio de legalidad 173

publicidad y transparencia (artículo 8) y a propósito del régimen del Estado


empresario (artículo 19, N° 21).
En principio, los distintos quórums necesarios para la aprobación de la ley
son relevantes para el derecho constitucional, pero son relativamente indife-
rentes para la administración: una ley de quórum calificado es una ley. Con
todo, la antinomia entre una ley supramayoritaria y una ley simple puede ser
problemática y exigir una definición precisa acerca de su vigencia respectiva,
por parte del aplicador del derecho (administración o juez). Por ejemplo, en
circunstancias que la responsabilidad del Estado integra la regulación de la
organización básica de la administración pública (contenida en la LOCBGAE,
dictada conforme al artículo 38 de la Constitución), sería discutible que una
ley simple desligara a algún servicio público de toda responsabilidad en un
caso concreto; podría cuestionarse la eficacia jurídica de esa ley, si no hubiere
sido adoptada conforme a las formalidades propias de una ley orgánica cons-
titucional.

(b) Eficacia de la ley


216. En relación a la manera en que producen sus efectos y deben interpretarse
las leyes, los criterios definidos en el Código Civil también operan como marco de
referencia generalmente suficiente para el derecho administrativo.

(i) Interpretación de la ley


217. El estatuto de la ley contempla tradicionalmente reglas de interpretación,
que se contiene en el Código Civil (artículos 19 a 24). En mayor o menor grado,
los distintos “elementos” que configuran los principios interpretativos dan cuenta
de la modernidad del artefacto legislativo. La primacía del texto (tenor literal) por
sobre las intenciones que pudieron precederlo (espíritu) revela la importancia de
la dimensión formal de la noción de ley en el derecho moderno. El derecho admi-
nistrativo no ha innovado, de un modo general, en estos criterios interpretativos.

(ii) Eficacia espacial de la ley


218. El principio en derecho administrativo es la territorialidad de la ley, que
es, además, coincidente con el fuerte carácter político de la disciplina. Las leyes
administrativas chilenas se aplican en Chile. Sólo excepcionalmente sería imagi-
nable que desplegaran sus efectos fuera de las fronteras (como podría ocurrir con
el servicio exterior, a cargo del cuerpo diplomático).
174 José Miguel Valdivia

En sentido inverso, el mismo principio explica que el derecho administrativo


extranjero no tenga, prima facie, aplicación en el país. Solo en caso de remisión ex-
plícita parecería procedente la aplicación de estándares administrativos extranjeros.
Para un ejemplo de estas remisiones, la dispuesta en el artículo 11 del Reglamento
del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, aprobado por DS 40, del Min.
del Medio Ambiente, de 2012; la regla declara como normas de referencia para los
efectos de evaluar si se genera o presentan determinados riesgos medioambientales,
y siguiendo criterios de similitud, las normas de calidad ambiental y de emisión vi-
gentes en Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, España, México, Estados
Unidos, Nueva Zelandia, Países Bajos, Italia, Japón, Suecia y Suiza.

(iii) Eficacia temporal de la ley


219. La exigencia primaria de la vigencia de las leyes es su publicación (Consti-
tución, artículo 75; Código Civil, artículo 6). A la vista de este principio no debie-
ra caber duda de que son inadmisibles las leyes secretas, a pesar de que la práctica
ha conocido algunas de ellas (por ejemplo, la Ley 13.196, de 1958, llamada ley
reservada del cobre, publicada en forma restringida en su minuto, pero que dejó
de ser secreta recién con la Ley 20.977, de 2016).
220. Las leyes y, en general, los enunciados contenidos en cuerpos normativos,
están hechos para durar indefinidamente en el tiempo. Aunque es cierto que algunas
leyes parecen tener fecha de vencimiento (por ejemplo, la ley de presupuestos de
cada año), esta situación es excepcional. El principio de perpetuidad de la ley puede
leerse como garantía de estabilidad y, luego, de seguridad jurídica. Sin embargo, en
un régimen moderno, el necesario dinamismo del derecho supone que las leyes pue-
den ser reemplazadas por otras (derogación, tanto expresa como tácita, Código Ci-
vil, artículos 52 y 53). El legislador siempre puede derogar la ley antigua, lo cual es
funcional al interés general, porque cada nueva ley se reputa mejor que la anterior.
Con todo, en ocasiones la jurisprudencia constitucional (y en el campo de los regla-
mentos, la jurisprudencia judicial) ha aplicado un principio de no regresión, en cuya
virtud la ley antigua sólo puede ser derogada para mejorársela, pero no para rebajar
estándares de protección de objetivos valiosos; esta práctica es bien discutible.
221. Una cuestión que tradicionalmente ha preocupado a los autores concierne a
la retroactividad de la ley. El principio es el efecto prospectivo (Código Civil, artículo
9) pero, dada la jerarquía simplemente legal de este criterio, podría adoptarse explíci-
tamente una solución de sentido contrario. La Constitución, por su parte, no impide
la retroactividad de la ley, salvo en materia penal (lo que, a la luz de experiencias com-
paradas, no se extiende necesariamente al derecho administrativo sancionador). En
un pasado relativamente cercano, con más o menos éxito, se ha intentado fundar en
el derecho de propiedad un argumento tendiente a impedir la afectación retroactiva
Título I. El principio de legalidad 175

de derechos adquiridos, definidos en forma bastante difusa; pero la mejor doctrina


entiende que no puede haber derechos adquiridos a la conservación del ordenamien-
to jurídico. También se ha recurrido a la doctrina de la protección de la confianza
legítima (sin recepción positiva, pero susceptible de construirse como derivación de
la idea más antigua de seguridad jurídica, también sin reconocimiento textual por la
Constitución). Esta última doctrina puede proveer de soluciones más aceptables para
enfrentar los cambios normativos, porque no los excluye, aunque aconseje introducir
en ellos una cierta gradualidad, a fin de que se prevean reglas transitorias que faciliten
el mejor cumplimiento de las nuevas disposiciones.

PÁRRAFO 2. FUENTES DE LA LEGALIDAD


DE ORIGEN INTERNO
222. La administración también está obligada, con las prevenciones que se di-
rán, a respetar fuentes que emanan de ella misma, como los reglamentos (sección
1) y los actos administrativos singulares (sección 2).
El fundamento en que descansa la obligatoriedad de estas fuentes no es el
mismo principio de legalidad. En efecto, un principio estructural del sistema ju-
rídico moderno consiste en su dinamismo, esto es, la posibilidad de evolucionar
mediante actos posteriores de idéntica jerarquía y valor: “las cosas se deshacen
de la misma manera como se hacen” (idea a veces expresada como principio de
paralelismo de las formas). Al igual que ocurre con las leyes, los reglamentos pue-
den ser derogados por otros, ya sea para modificarlos o para extinguirlos. Y de
modo similar, conforme a este criterio también los actos administrativos pueden
ser dejados sin efecto por otros posteriores. ¿Por qué, entonces, la administración
estaría obligada por los reglamentos y sus demás actos? La observancia por la
administración de las fuentes de origen interno a ella misma parece más bien des-
cansar en un principio de autolimitación.

Sección 1. Los reglamentos


223. Un reglamento es un texto normativo adoptado por un órgano de la ad-
ministración del Estado (dotado de competencias para hacerlo). Esta breve defi-
nición pone en evidencia los dos rasgos más salientes de la noción de reglamento:
se trata de una norma de origen administrativo. Por su incidencia en el derecho
administrativo, conviene revisar rápidamente también la eficacia de los reglamen-
tos y su control.
176 José Miguel Valdivia

(a) Naturaleza normativa de los reglamentos


224. Ante todo, el reglamento contiene normas generales y abstractas. Su na-
turaleza es análoga a la ley (lo que, para la doctrina, justifica su inclusión en la
categoría de “ley material”). Por eso, en algún modo su estatuto corre la suerte
de la ley: para efectos de publicación y vigencia, derogación e interpretación, por
ejemplo, el estatuto de la ley contiene un modelo regulativo que es en buena me-
dida aplicable al reglamento.
La equivalencia funcional de la ley y del reglamento puede ser problemática.
En efecto, la regulación por medio de reglamentos podría desvirtuar las garantías
que representa la ley propiamente tal (al menos, sus garantías procedimentales,
al servicio del pluralismo político y la democracia). Por eso conviene mantener
las diferencias entre ambos tipos de instrumentos normativos, por lo menos en
el plano jerárquico: el reglamento está siempre subordinado a la ley y no puede
implicar “legislar por decreto”. Un reglamento es conceptual y prácticamente al-
go enteramente distinto de un decreto con fuerza de ley o, con mayor razón, de
un decreto ley; estos instrumentos tienen jerarquía idéntica a la ley y, por tanto,
escapan a las limitaciones usualmente impuestas a los reglamentos. El camino
institucional que permite distinguir a la ley del reglamento es una distribución de
competencias normativas, cuya pieza clave es la reserva de ley.
Tal como se ha dicho con anterioridad, una reserva de ley implica un ámbito
reservado exclusivamente a la intervención del legislador. En sí misma, la identi-
ficación de las reservas de ley da cuenta de que las competencias normativas del
legislador son limitadas y de que comparte el espacio de configuración normativa
con alguien más (esto es, con la administración dotada de potestad reglamenta-
ria). Frente al legicentrismo del siglo XIX, bajo este esquema la ley deja de poseer
una competencia general para regir todos los campos en que el legislador decida
intervenir. En cambio, su dominio pasa a ser limitado, y el legislador se ve definir
una competencia “de atribución”. En el derecho positivo, este cambio se materia-
lizó en el mecanismo de empoderamiento al legislador, mediante una reconfigu-
ración de las competencias legislativas bajo la fórmula “sólo son materias de ley”
(Constitución, artículo 63, énfasis añadido). Por eso se dice que, en el esquema
constitucional vigente, el ámbito de intervención del legislador o “dominio legal”
es máximo (lo que da cuenta de su mayor extensión posible). Con todo, la nor-
ma de clausura de ese dominio legal máximo permite al legislador definir “toda
norma general y obligatoria que estatuya las bases esenciales de un ordenamiento
jurídico” (Constitución, art. 63 N° 20). Así, el terreno en que el legislador puede
incidir es amplísimo, aunque su profundidad es más o menos limitada: puede par-
ticipar en cualquier ámbito, con tal de definir “las bases esenciales” de la materia.
Título I. El principio de legalidad 177

225. Las reservas de ley son múltiples; sin embargo, la experiencia constitucio-
nal en la materia –que ha conocido una evolución significativa– ha permitido ver
que poseen densidad variable, vale decir, que no todas son igualmente importan-
tes. El Tribunal Constitucional, sensible a las aspiraciones (más o menos legítimas)
de las minorías parlamentarias, ha logrado distinguir al menos dos categorías de
reservas de ley. Llama absolutas a aquellas que exigen una definición específica,
en profundidad, por parte de la ley; relativas, en cambio, son aquellas reservas de
ley carentes de especificidad, marcadas por fórmulas ambiguas tales como “con-
forme a la ley”, que no excluyen una convocatoria al reglamento. Con todo, en
lo que parece ser el último estadio de esta evolución, la jurisprudencia identifica
dos grandes ámbitos en que se agrupan las reservas de ley, con distinto grado de
intensidad. “En la medida que la regulación aborde derechos, la convocatoria que
hace la ley al reglamento debe ser determinada y específica y la ley debe abordar
los aspectos esenciales de la regulación, entregando al reglamento los aspectos de
detalles” (TC, 16 de enero de 2013, Proyecto de Ley que crea el Ministerio del
Deporte, Rol 2367). En contraste, las reservas de ley relativas a la organización
del aparato del Estado pueden implicar un grado más significativo de intervención
reglamentaria en la definición de las reglas del juego.
En el modelo clásico de distribución de competencias normativas, la tarea del
reglamento se limitaba simplemente a ejecutar la ley, vale decir, a especificar las
modalidades de detalle de su ejecución o materialización. En este sentido el re-
glamento no puede innovar con respecto a la ley. Sin embargo, la autoridad re-
glamentaria dispone de un significativo margen de maniobra en la definición de
las reglas: la potestad reglamentaria es discrecional en un sentido bastante fuerte.
226. Ahora bien, la redefinición del sistema de fuentes en base a reservas de ley
permitió ver el surgimiento de una especie nueva, distinta del reglamento de eje-
cución: el reglamento autónomo. La “autonomía” de esta clase de reglamentos se
entiende con relación a la ley: las competencias normativas de la administración
no dependen de la ley (como en el reglamento de ejecución), sino que las recibe de
la Constitución misma. Esta noción, recogida de la experiencia comparada, refleja
un cambio de perspectiva del constituyente respecto del reglamento, valorándolo
como instrumento de adecuación normativa. Teóricamente, en su ámbito de ma-
terias el reglamento autónomo puede definir las reglas fundamentales y primarias,
y no sólo los detalles de ejecución. Con todo, el ámbito propio del reglamento
autónomo es muy limitado. En principio, el dominio del reglamento autónomo
es residual con respecto a la ley; sin embargo, la norma de clausura del dominio
legal máximo refleja que ese campo residual es bastante estrecho (Constitución,
art. 63 N° 20). Fuera de los contadísimos casos en que la Constitución le atribu-
ye directamente la regulación de ciertas materias (por ejemplo, regulación de la
libertad de reunión o de los contratos especiales de operación de hidrocarburos
178 José Miguel Valdivia

y otros minerales), el reglamento autónomo tiene muy pocas ilustraciones (de las
cuales, una de las más relevantes es probablemente la instauración de comisiones
asesoras del gobierno).

(b) El origen administrativo de los reglamentos


227. No obstante su naturaleza normativa, los reglamentos surgen de la admi-
nistración; son manifestación de potestades confiadas a autoridades administrati-
vas y se adoptan por medio de procedimientos administrativos.

(i) Competencias normativas de la administración


228. En todo ordenamiento resulta delicado determinar las autoridades habi-
litadas para dictar normas generales. Para evitar el desorden normativo conviene
circunscribir al máximo esta habilitación; sin embargo, la necesidad de especiali-
zación de la normativa justifica su atribución a autoridades sectoriales.
La Constitución reconoce al Presidente de la República una potestad regla-
mentaria singularmente importante. El artículo 32 N° 6 prevé:
“Son atribuciones especiales del Presidente de la República: Ejercer la potestad regla-
mentaria en todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal, sin perjuicio
de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones que crea conve-
nientes para la ejecución de las leyes”.
Como se ha visto, el campo natural del reglamento es la ejecución de las leyes
(reglamento de ejecución): toda ley puede ser reglamentada por el Presidente, y en
este ámbito el reglamento importa definir los detalles de aplicación de la ley. Sin
embargo, la Constitución también consagró una potestad reglamentaria propia
del Presidente, que se ejerce en campos ajenos a la competencia normativa del le-
gislador (reglamento autónomo, en el sentido de no necesitado de una ley previa);
en este ámbito es el reglamento el que establece las reglas primarias.
229. Hay varias otras autoridades investidas de potestades normativas aná-
logas a la del Presidente de la República. La Constitución se las reconoce, por
ejemplo, a los gobiernos regionales, las municipalidades y al Banco Central. Se ha
discutido si el legislador (y no sólo el constituyente) podría conferir este tipo de
potestades a otras autoridades. Hay buenas razones –de eficacia, de especializa-
ción, de equilibrio institucional– que pueden justificar estas atribuciones al mar-
gen de las prerrogativas presidenciales. Finalmente, el Tribunal Constitucional ha
zanjado la cuestión de modo afirmativo: la atribución de potestades normativas
a organismos distintos, típicamente aquellos que intervienen en la regulación de
actividades económicas –como las superintendencias– es conforme a la Consti-
Título I. El principio de legalidad 179

tución (p. ej., entre otros, TC, 22 de mayo de 2008, Rol 1035 y 15 de marzo de
2012, Rol 1669; a la luz de estos precedentes, no debería tomarse en cuenta un
reciente pronunciamiento en sentido contrario: TC, 18 de enero de 2018, Rol
4012, sobre reforma al Servicio Nacional del Consumidor).
230. Es necesario distinguir los reglamentos de las meras instrucciones, direc-
tivas o circulares (aunque desde una perspectiva formal parezca difícil diferen-
ciarlos). Todo jefe administrativo posee, por su condición de superior jerárquico
de su servicio, la potestad de impartir instrucciones de alcance general a su de-
pendencia; pero, según un entendimiento compartido en la doctrina, estos actos
sólo tienen trascendencia intraadministrativa y no configuran auténticas fuentes
normativas. Por desgracia, el legislador no es muy riguroso con la terminología,
y a veces faculta a determinados organismos administrativos a dictar circulares
o instrucciones con eficacia ad extra, es decir, con fuerza vinculante respecto de
terceros. Se trata de un tipo anómalo de normas reglamentarias o, eventualmente,
de actos interpretativos de otras normas.

(ii) Procedimiento administrativo de elaboración de reglamentos


231. Formalmente, un reglamento está contenido en un acto administrativo.
Cuando el reglamento es dictado por el Presidente de la República, necesariamen-
te adopta la forma de un Decreto Supremo y, por consiguiente, debe ser firmado
por un Ministro de Estado (Constitución, art. 35). La jurisprudencia ha entendido
–de manera discutible– que en la materia no cabe la delegación de firma, de modo
que todo acto administrativo de competencia presidencial que contenga normas
generales debe ser suscrito personalmente por el Presidente, sin que quepa hacerlo
a sus ministros con la fórmula “por orden del Presidente de la República” (TC, 25
de enero de 1993, Plan Regulador Intercomunal La Serena-Coquimbo, Rol 153).
Tratándose de las potestades normativas de las demás autoridades, las normas de
carácter reglamentario se materializan por medio de resoluciones.
El procedimiento de adopción de los reglamentos no está especificado por la
ley. La doctrina ha discutido (sin llegar a acuerdo) que se apliquen a su formación
los estándares del procedimiento administrativo general, contenidos en la LBPA.
Con todo, aunque ese texto está concebido más bien pensando en los actos ad-
ministrativos de efecto singular, contiene algunas prescripciones aplicables a los
actos de efecto general, que sin duda pueden aplicarse a los reglamentos. Tratán-
dose de algunas regulaciones de naturaleza económica se ha previsto un “análisis
de impacto regulatorio” en forma previa a su adopción (p. ej., Ley 20.416, que fija
normas especiales para las empresas de menor tamaño, artículo quinto). Además,
para las regulaciones susceptibles de incidir en ámbitos sectoriales de competencia
180 José Miguel Valdivia

de distintas autoridades la ley ha instituido mecanismos de coordinación previos


(LBPA, art. 37 bis).
Los reglamentos dictados por el Presidente de la República, en cuanto no son
susceptibles de delegación de firma, requieren siempre y necesariamente de la
toma de razón por parte de la Contraloría General de la República, no pudiendo
quedar exentos de este trámite (LOCGR, art. 10, inc. 5). Respecto de los demás
actos reglamentarios rigen las normas generales.

(c) La eficacia del reglamento frente a la administración

232. En circunstancias que los reglamentos pueden ser dejados sin efecto por
la misma autoridad que los dictó, su observancia no puede sustentarse en la su-
perioridad jerárquica de las reglas, como es típico del principio de legalidad. Al
contrario, suele justificarse en un principio de inderogabilidad singular de regla-
mentos, que se expresa en la máxima tu patere legem quam ipse fecisti (padece
la ley que tú mismo hiciste). El principio da cuenta de la sustancia normativa del
reglamento, que fija normas permanentes, y, por tanto, no puede ser modificado
por operaciones destinadas simplemente a reglar de modo puntual y pasajero un
asunto concreto. En virtud de este principio, pues, la administración no puede
infringir una norma de jerarquía reglamentaria con ocasión de un acto adminis-
trativo singular (en otras palabras, los actos administrativos singulares deben res-
petar los reglamentos vigentes); si la administración está interesada en modificar
el criterio reglamentario, debe previamente modificar el reglamento o introducir
alguna excepción en él.
Por cierto, los distintos órganos administrativos deben respetar las competen-
cias normativas de otras autoridades. Así, por ejemplo, el gobierno central debe
ser respetuoso de las competencias municipales, y adaptarse, en lo que correspon-
da, a las ordenanzas municipales. Así, una operación de obras públicas, de com-
petencia del gobierno central, debe ajustarse a los instrumentos (normativos) de
planificación territorial, como los planes reguladores comunales, de competencia
municipal. Pero en esta dimensión, el deber de respetar los actos normativos de
otras autoridades arranca de las leyes que distribuyen competencias entre ellas.

(d) Control de los reglamentos

233. Por su importancia política y jurídica, los reglamentos dictados por el


Presidente de la República están sujetos a controles excepcionales.
Título I. El principio de legalidad 181

El más antiguo de todos es la toma de razón por la Contraloría, que supone


un control de legalidad previo a la vigencia del reglamento y que, de hecho, puede
demorar mucho su eficacia.
Además, estos reglamentos son susceptibles de impugnación ante el Tribunal
Constitucional. Este control tiene notas particulares, que dan cuenta de su marca-
do carácter político, como catalizador de disputas entre el ejecutivo y el Congreso,
fundamentalmente en lo que concierne el reparto de competencias normativas
entre la ley y el reglamento. La impugnación sólo puede ser provocada por parla-
mentarios (y no por particulares) y sólo puede fundarse en la inconstitucionalidad
del reglamento (y no en su mera ilegalidad, materia sobre la cual el Tribunal es
incompetente).
Posiblemente a partir de estas singularidades algunos han pretendido que los
reglamentos no serían susceptibles de control jurisdiccional, idea que excepcio-
nalmente algunos fallos han recogido. Sin embargo, esa idea resulta contraria
al principio de la tutela judicial efectiva y, por eso, debe descartársela. Ninguna
razón textual, sustantiva ni procesal, impide el ejercicio de acciones judiciales en
contra de un reglamento, sea presidencial o de autoridades inferiores y, de hecho,
la práctica las acepta de modo mayoritariamente pacífico (para una afirmación
de principio de su impugnabilidad por medio de un recurso de protección, Corte
Suprema, 11 de agosto de 2015, Agencia de Acreditación y Evaluación de Educa-
ción Superior S.A. c/ Comisión Nacional de Acreditación, Rol 6370-2015).

Sección 2. Actos administrativos singulares


234. Los actos administrativos singulares no contienen auténticas reglas de
derecho, porque carecen de generalidad y abstracción. En cambio, rigen parti-
cularizadamente una situación puntual, definiendo la posición respectiva de su
destinatario y de la administración.
Los actos administrativos singulares también deben ser respetados por la ad-
ministración, dentro de ciertos límites.
Ciertamente, en principio los actos administrativos podrían ser dejados sin
efecto total o parcialmente por actos posteriores. Al efecto el ordenamiento chile-
no reconoce dos importantes poderes jurídicos con que la administración cuenta
para hacer progresar el ordenamiento frente a actos antiguos: invalidación y re-
vocación, ambas especies del género retiro.
En términos generales (la materia se analiza con mayor detalle a propósito de
la extinción del acto administrativo — cf. §§ 269 y ss.), la potestad revocatoria
permite a la autoridad volver sobre sus actos antiguos y modificarlos o extin-
182 José Miguel Valdivia

guirlos por simples consideraciones de oportunidad (o mérito o conveniencia), es


decir, por una reevaluación del interés público que lo justificaba. En cambio, la
potestad invalidatoria sólo permite a la administración dejar sin efecto sus actos
ilegales, es decir, se justifica en consideraciones de legalidad. Dado que el ejercicio
de estas potestades podría afectar la estabilidad de las posiciones jurídicas de sus
destinatarios, el derecho adopta ciertos resguardos en beneficio de ellos; así, la
revocación no procede contra actos que hayan conferido o declarado derechos
en favor de sus destinatarios, y la invalidación sólo puede disponerse dentro de
un plazo perentorio, que es de dos años contados desde la entrada en vigencia del
acto en cuestión.
Así las cosas, fuera de los casos en que la administración puede retirar sus
propios actos, éstos se imponen obligatoriamente a ella, por razones de seguridad
jurídica.

PÁRRAFO 3. FUENTES DIFUSAS DE LA LEGALIDAD


235. La doctrina explica que el bloque de legalidad está también conformado
por grupos de fuentes menos fácilmente identificables, como los principios genera-
les y la jurisprudencia. La consistencia propia de estas fuentes es difícil de precisar.

(a) La jurisprudencia
236. La jurisprudencia no tiene un status normativo oficial en la generalidad
de las ramas del derecho chileno. El Código Civil declara abiertamente que “las
sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en
que actualmente se pronunciaren” (art. 3), de modo que pareciera desconocer a
la jurisprudencia su carácter de fuente normativa. Esa aproximación legalista a la
obra de la jurisprudencia influye en el trabajo de los jueces, que normalmente no
se sienten vinculados por decisiones anteriores recaídas sobre la misma materia.
Sin duda en algunos ámbitos la jurisprudencia es suficientemente fuerte como
para ver en ella el reconocimiento de una auténtica regla de derecho, pero en
muchos casos no es así.
En contraste, la jurisprudencia administrativa emanada de los informes y dic-
támenes de la Contraloría General de la República, tiene definido en forma posi-
tiva un cierto status vinculante. Según la Ley Orgánica de la Contraloría (LOCC-
GR, arts. 6, 9 y 19), que habla sin rodeos de jurisprudencia, los dictámenes de ese
organismo son vinculantes para el caso concreto en que recaigan y, además, con-
figuran una jurisprudencia que debe ser conocida y respetada por los organismos
Título I. El principio de legalidad 183

administrativos. En esas condiciones, parece razonable pensar que la observancia


de la jurisprudencia administrativa se impone a la administración. Ahora bien, en
general el efecto propio de la jurisprudencia consiste en interpretar textos legales
o reglamentarios, de modo que la transgresión de la jurisprudencia puede tenerse
por transgresión de los textos positivos a que se refiera.
Por último, debe tenerse presente que las sentencias judiciales pasadas en auto-
ridad de cosa juzgada son obligatorias también para la administración. El deber
de observarlas resulta más que del principio de legalidad, de la consideración
debida a las competencias propias de los órganos jurisdiccionales, y que son ex-
presión del principio de separación de poderes (Constitución, art. 76).

(b) Principios generales del derecho

237. Suele afirmarse que los principios generales del derecho también integran
el bloque de legalidad y por consiguiente configuran límites a la acción adminis-
trativa. Dado el carácter fragmentario de las regulaciones aplicables a la admi-
nistración del Estado, los principios debieran tener una importancia mayor en el
derecho administrativo, al menos en el plano discursivo.
Sin embargo, los principios presentan dos déficits en su consideración como
inequívocas fuentes de la legalidad. Ante todo, un déficit de cognoscibilidad, pues
cuando no son reconocidos como tales por textos positivos (por ejemplo, los
principios del procedimiento administrativo definidos en los arts. 4 y s. de la Ley
19.880), los principios se presentan de manera muy difusa en el ordenamiento.
En muchos casos, su consagración parece depender únicamente del juicio del ór-
gano llamado a aplicar el derecho, quien ciertamente está expuesto a error. En
segundo lugar, y conforme a un entendimiento difundido (y que suele atribuirse
a Alexy), los principios se diferencian de las auténticas reglas de derecho en que
no proveen soluciones binarias frente a un caso, es decir, no son normas que se
pueden cumplir o no, sino que se pueden cumplir en la mayor medida posible, y
entonces operan como mandatos de optimización que, en el caso concreto, deben
ser ponderados junto con otros principios.
Así las cosas, el lugar preciso de los principios en la jerarquía de reglas es
dudoso. La práctica legal chilena no distingue, como suele hacerse en el derecho
comparado, entre principios de jerarquía constitucional, legal o infralegal, ni su
compatibilidad con tales o cuales reglas positivas. Por eso, sin desconocer la im-
portancia de los principios, su observancia por la administración suele ser fuente
de incertezas.
184 José Miguel Valdivia

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
238. La literatura sobre el principio de legalidad es la de la parte general del
derecho administrativo, incluyendo la revisión de las fuentes que lo integran. Por
eso, cabe aquí una remisión a los textos generales del derecho administrativo o,
más generalmente, de las fuentes del derecho (sin apellidos). Entre las principa-
les influencias en la estructura y el contenido de este título se cuentan el famoso
artículo de Charles Eisenmann, “Le droit administratif et le principe de légalité”
(Études et documents du Conseil d’Etat, 1957, y ahora en sus Ecrits de droit
administratif, París, Dalloz, 2013), y el bellísimo ensayo de García de Enterría,
Revolución Francesa y administración contemporánea (Madrid, Taurus, 1972).
El estudio de las fuentes del derecho, integrantes de la legalidad, recorre prácti-
camente la totalidad de las disciplinas jurídicas, de modo que la enunciación de la
bibliografía sería extenuante. Con todo, por el talante teórico de sus autores, debe
citarse una colección de ensayos sobre aspectos puntuales de las distintas fuentes
del derecho público, en Eduardo Cordero y Eduardo Aldunate, Estudios sobre el
sistema de fuentes en el derecho chileno (Santiago, Legal Publishing, 2013).
Respecto del tema específico de las potestades, el texto seminal es el de Santi
Romano “Poderes, potestades”, en Fragmentos de un diccionario jurídico (Grana-
da, Comares, 2002), aunque en general tanto la doctrina italiana como española
contienen referencias suficientemente ilustrativas sobre el punto. El trabajo referi-
do de W. N. Hohfeld es Conceptos jurídicos fundamentales (México, Fontamara,
1992). En el derecho los chilenos, una actualización de la noción de potestad pú-
blica se contiene en Christian Rojas, Las potestades administrativas en el derecho
chileno. Un estudio dogmático-jurídico en torno a su configuración, estructura y
efectos (Santiago, Legal Publishing, 2014).
Título II. El acto administrativo 185

Título II
El acto administrativo
239. La administración del Estado se caracteriza por desempeñar un papel
activo en la vida social: interviene en muchos ámbitos de interés práctico, sea
asumiendo la gestión inmediata de determinados proyectos, sea grosso modo con-
trolando la actividad de terceros. En el desempeño de estas operaciones cabe dis-
tinguir la actividad estrictamente material de la actividad jurídica. Esta última se
traduce en la elaboración de “actos administrativos”, que son la actualización de
las potestades o poderes jurídicos con que el derecho habilita a la administración.
La actividad material, en contraste, no se canaliza mediante formas jurídicas, sino
que implica el cumplimiento de las misiones públicas mediante simples operacio-
nes de hecho. Por cierto, la actividad material de la administración (que en un
Estado social es cuantitativamente muy importante: p. ej., prestaciones hospitala-
rias, construcción de viviendas sociales, etc.) también puede dar origen a proble-
mas prácticos de que el derecho administrativo se hace cargo, como se muestra
característicamente en la responsabilidad del Estado.
El derecho administrativo ha prestado una persistente atención al concepto de ac-
to administrativo, que es la figura más representativa de la actividad jurídica o “activi-
dad formal” de la administración. El acto administrativo es, en un grado importante,
el equivalente administrativo del acto jurídico o negocio jurídico del derecho privado:
el acto administrativo es el medio por el cual la administración modifica el mundo ju-
rídico, creando derechos u obligaciones, o atribuyendo ventajas o cargas reconocidas
como obligatorias o vinculantes. Esta perspectiva del acto administrativo se ajusta
bien a dos rasgos característicos del derecho administrativo.
Por una parte, a diferencia de lo que ocurre en el modelo del negocio jurídico
del derecho privado, el acto administrativo por excelencia es un acto jurídico uni-
lateral: el acto es adoptado unilateralmente por la administración, sin concurso de
la voluntad de sus destinatarios. De aquí que en la figura del acto administrativo
se advierta una manifestación típica del rasgo tradicionalmente autoritario del
funcionamiento de la administración pública o del fuerte desequilibrio en que se
sitúan Estado y ciudadano. Ciertamente, en el derecho administrativo el contrato
(acto bilateral) también ocupa un lugar importante, pero su importancia teórica
es secundaria en comparación a la del acto unilateral; en todo caso, el régimen
jurídico del contrato de la administración se construye sobre la base de la teoría
del acto administrativo unilateral.
Por otra parte, en cuanto concierne al ejercicio de un poder jurídico, la teoría del
acto administrativo constituye la aplicación práctica más acabada del principio de
legalidad de la administración (que se manifiesta en la atribución de potestades públi-
186 José Miguel Valdivia

cas a la autoridad administrativa). La estrecha conexión entre la teoría del acto admi-
nistrativo y el principio de legalidad explica la tradicional importancia que aquélla ha
tenido frente a los mecanismos de control de la administración, y muy especialmente
frente al control jurisdiccional, en cuanto tienden precisamente a verificar si los actos
administrativos se ajustan a la ley. Más recientemente (al menos, en derecho chileno),
la vinculación del acto administrativo al principio de legalidad se ha desplegado en
una dirección procedimental: el acto administrativo es fruto de un procedimiento
administrativo tendiente a asegurar una toma racional de decisiones.
240. Estas orientaciones ponen en evidencia la complejidad de la noción de
acto administrativo, que no se deja encasillar fácilmente en una definición. Con
todo, una adecuada conceptualización del acto es relevante, al menos en tres ór-
denes de materias:
– El acto administrativo en cuanto acto jurídico:
En sí mismo, el acto administrativo es un acto jurídico, que genera efectos ju-
rídicos (derechos u obligaciones, ventajas o cargas). En consecuencia, el régimen
jurídico del acto administrativo es relevante porque permite determinar su validez
y fuerza legal.
– El acto administrativo en cuanto fruto de un procedimiento administrativo:
El régimen jurídico del acto administrativo comprende actualmente un nú-
mero importante de exigencias procedimentales que condicionan su formación.
Entonces, el concepto de acto administrativo es relevante para determinar la apli-
cabilidad de las reglas de procedimiento administrativo, actualmente contenidas
con carácter sistemático (pero supletorio) en la LBPA, sin perjuicio de numerosas
reglas especiales de aplicación preferente.
– El acto administrativo en cuanto acto impugnable:
El derecho positivo contempla múltiples medios de acción contra las actuacio-
nes (jurídicas o materiales) de la administración; sin embargo, el acto administra-
tivo es objeto de remedios específicos. Típicamente ocurre así con la teoría jurídica
de la nulidad, que sólo puede concebirse respecto de auténticos actos jurídicos (no
se anula un mero hecho, ni menos una abstención, sin perjuicio de otros medios
para revertir sus efectos). De aquí que los modelos clásicos de control judicial de
la administración se hayan desarrollado en torno a la impugnación de actos admi-
nistrativos, como ocurre en derecho chileno con la acción de nulidad de derecho
público y las acciones especiales de reclamación administrativa. Reconociendo la
singularidad de las formas jurídicas, otras instancias de control sólo recaen sobre
actos administrativos, como ocurre con la “toma de razón” que la Contraloría
General de la República practica respecto de algunos de ellos.
Título II. El acto administrativo 187

241. Con estas rápidas notas queda en evidencia la importancia de la materia.


Para efectos de una exposición sistemática, se comenzará por la identificación
conceptual del acto administrativo (capítulo 1) y, en seguida, del régimen general
de su eficacia jurídica (capítulo 2). En tercer lugar se analizan las principales cla-
sificaciones, que suponen regímenes parcialmente diversificados de algunos actos
administrativos (capítulo 3). Las secciones siguientes exploran aspectos relevantes
para la validez jurídica de los actos administrativos (sin perjuicio de su impor-
tancia autónoma): los elementos del acto (capítulo 4), con especial detención en
cuanto incide en la discrecionalidad (capítulo 5) y el régimen de la nulidad de los
actos administrativos (capítulo 6).

Capítulo 1
Conceptualización
del acto administrativo
242. La definición del acto administrativo ha sido un desafío constante para
la doctrina, al menos por dos series de razones. Por una parte, porque exige un
importante esfuerzo de abstracción sintetizar en un concepto simple una realidad
extremadamente variada de manifestaciones jurídicas del poder administrativo
(certificaciones del registro civil, ordenanzas locales de urbanismo, autorizaciones
de ingreso o expulsión de extranjeros, etc.). Por otra parte, porque según lo ana-
lizado, esta noción tiene vocación múltiple, a fin de cumplir distintas funciones
que no son necesariamente coincidentes; así, el acto administrativo definido en
términos procedimentales puede no corresponder al acto administrativo desde la
perspectiva del control judicial de la administración.
Para el análisis de la materia es necesario tener presente la evolución teórica del
concepto (párrafo 1), que en cierto modo es recogida por el derecho positivo (párrafo
2), sin perjuicio de las variantes terminológicas adoptadas en la práctica (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. FORMACIÓN DEL CONCEPTO


DE ACTO ADMINISTRATIVO
243. En la formación del concepto de acto administrativo confluyen al menos
tres orientaciones relevantes del derecho comparado: el acto como monopolio
de la administración, como una “decisión” administrativa o como un “negocio
jurídico” de la administración.
188 José Miguel Valdivia

(a) El acto administrativo, monopolio de la administración


244. Los primeros acercamientos a una definición del acto administrativo se
originan en el derecho francés, en la recomposición institucional de las relaciones
entre el ejecutivo y la judicatura. Como se sabe, la Revolución impuso una con-
cepción particular de la separación de poderes (la “concepción francesa”), que se
traduciría en la inhibición de los tribunales para juzgar a la administración. Este
modelo se articularía parcialmente sobre la prohibición dirigida a los jueces ordi-
narios para “conocer de actos administrativos, de cualquier especie que sean” (Ley
de 16 de fructidor del año III, esto es, 2 de septiembre de 1795). Varias décadas
más tarde se seguiría entendiendo que el sistema francés de justicia administrativa
(que implicaba la creación de un orden de jurisdicción paralelo, específicamente
encargado de juzgar a la administración) se justifica en el objetivo de “proteger
el acto administrativo” frente a una eventual intromisión de la justicia ordinaria
(así, fallo Pelletier, de 1873).
En este plano la noción de acto administrativo carece de pleno rigor técnico
(pues podría reemplazarse por otra –más insípida– de “operaciones de los cuerpos
administrativos”, tal como se refería a la materia la no menos influyente Ley de
16-24 de agosto de 1790). Con todo, una vez incorporada a las prácticas, esta
noción sin duda propició el establecimiento de soluciones técnicas propias del
control de los actos administrativos. Característicamente ocurre así con el deno-
minado “recurso por exceso de poder”, que es la principal herramienta de control
jurisdiccional de la administración en derecho francés y que opera como modelo
comparativo, tanto desde la perspectiva del fondo (el remedio anulatorio a que
conduce es un antecedente importante de la teoría administrativa de la nulidad),
como en relación con el mecanismo procesal de control.

(b) El acto administrativo, una decisión administrativa


245. Una importante línea de razonamiento concibe al acto administrativo,
por contraste con otras formas de actuación jurídica estatal, como una manifesta-
ción típica de las funciones de la administración del Estado. Así como el Congreso
adopta leyes y los tribunales, sentencias, la administración decide mediante actos
administrativos. Con este ejercicio comparativo se buscaba sin duda precisar la
fuerza jurídica específica del acto administrativo.
De aquí resultaría la definición del acto administrativo como una decisión ad-
ministrativa (usualmente atribuida a Otto Mayer). Esta noción asimila en cierto
modo el acto administrativo a la decisión judicial o sentencia, pues uno y otro
consistirían en operaciones de aplicación de la ley a un caso concreto.
Título II. El acto administrativo 189

246. En algunas tradiciones, este criterio permite discriminar al reglamento del


conjunto de actos administrativos, atendido el carácter abstracto del reglamento.
La cuestión no es pacífica, pues otras tradiciones, reconociendo la singularidad del
reglamento, no dudan en calificarlo (al menos desde la perspectiva formal) como
un acto administrativo, sujeto al régimen general de estos actos (cf. §§ 288 y ss.).
247. Sin perjuicio de esta discrepancia académica, la analogía entre el acto ad-
ministrativo y la sentencia se muestra fértil en dos aspectos relevantes.
Desde la perspectiva de su eficacia jurídica, los atributos típicos con que la teoría
clásica reviste al acto administrativo son tributarios de esta asimilación. Esos atribu-
tos –que la doctrina denomina presunción de legalidad, ejecutoriedad y ejecutividad–
son concebidos en cierto modo inspirándose en el acto jurisdiccional por excelencia.
Al igual que la sentencia, el acto administrativo tiene una eficacia inmediata, al menos
provisoria, que es susceptible de ponerse en ejecución por la fuerza de ser necesario.
Por otra parte, desde la perspectiva de las condiciones formales de origen, al
igual que ocurre con las sentencias, el acto administrativo se plasma en una forma
instrumental típica y su formación depende de la observancia de un procedimien-
to específico: el procedimiento administrativo. El acto administrativo es fruto de un
procedimiento conducido por la administración, formado por una sucesión de actos
procedimentales ordenados en etapas que conducen a la elaboración de una decisión.
Por cierto, al igual que ocurre con las resoluciones judiciales, el procedimiento
administrativo permite apreciar la existencia de actos administrativos puramente
procedimentales, no destinados a trascender fuera del procedimiento, denomina-
dos “actos trámite”. Siguiendo orientaciones comparadas, la ley reconocerá que
estos actos intermedios no están sujetos al mismo régimen de las resoluciones
finales, particularmente en cuanto a la impugnación (el acto de trámite es suscep-
tible de recursos sólo por excepción, cuando presenta gran trascendencia).

(c) El acto administrativo, un negocio jurídico de la administración


248. Por último, no debe minimizarse la influencia de las categorías civiles del
acto jurídico para conceptualizar al acto administrativo. En la concepción más
difundida, el acto o negocio jurídico es, en esencia, una manifestación de voluntad
a la que el derecho asigna aptitud para generar efectos jurídicos. El acento puesto
en el carácter decisional del acto administrativo permitirá pensar en él también
como una manifestación de la voluntad administrativa.
Esta concepción se refleja en el análisis de la estructura interna del acto ad-
ministrativo. De modo similar (pero no idéntico) a lo que ocurre con el negocio
jurídico, el derecho comparado entenderá que el acto administrativo puede ser
190 José Miguel Valdivia

observado a la luz de sus “elementos” constitutivos. Estos elementos recuerdan en


grado importante a aquellos que el derecho civil reconoce también como condi-
ciones de validez del acto jurídico: voluntad (expresada por autoridad competen-
te, habilitada legalmente para emitirla), formalidades, causa, objeto.
Por cierto, algunos harán ver la fragilidad de la analogía construida entre ambas
categorías de actos a partir de la idea de voluntad. La extraordinaria potencia creadora
de la voluntad en derecho privado no tiene comparación con el papel limitado que
desempeña en derecho público. Por importante que sea la libertad de la administración
en casos de potestades con componentes discrecionales, siempre el acto administrativo
se reputa aplicación de la ley, manifestación de una función concebida por el derecho
para satisfacción de intereses que están materialmente fuera de la administración. La
disciplina jurídica del acto administrativo no está al servicio de la voluntad expresada
por la administración sino de la ley; por eso, el principio en la materia sigue siendo el
de legalidad y no puede ser el de la afirmación de la autonomía de la administración.
249. Además, otros notarán que en varios casos la declaración que suponen los
actos administrativos no entraña propiamente una manifestación de voluntad, si-
no de otras operaciones intelectuales. Mientras en el acto decisorio la declaración
está directamente encaminada a producir efectos jurídicos, en varias otras ocasio-
nes la administración está llamada a emitir declaraciones carentes de efecto direc-
to, aunque susceptibles de incidir en la condición jurídica de las personas. Estas
declaraciones no decisorias también son manifestaciones concretas del ejercicio
de potestades públicas y de aquí que también se las comprenda en el concepto de
acto administrativo. Cuando el Registro Civil certifica que una persona ha muer-
to, por ejemplo, no está decidiendo nada, sino sólo informando de manera oficial
aquello que le consta acerca de la sobrevivencia de esa persona. Varios otros actos
no decisorios se pueden mencionar también: informes de organismos llamados a
participar en un procedimiento, comunicaciones internas, simples instrucciones
no destinadas a los administrados, etc. Sin duda estos actos son muy distintos de
las decisiones; por eso, aunque el concepto de acto administrativo está destinado
a disciplinar las condiciones de elaboración y de impugnación de las operaciones
jurídicas de la administración, es difícil extender a este tipo de actos el mismo
régimen que caracteriza a los actos administrativos en sentido estricto.

PÁRRAFO 2. DEFINICIÓN LEGAL


DEL ACTO ADMINISTRATIVO
250. En el derecho positivo la LBPA formula algunas definiciones del acto ad-
ministrativo. Desde luego, estas definiciones son útiles porque permiten superar
desencuentros doctrinales. Pero, más allá de su proyección científica, el éxito de
Título II. El acto administrativo 191

estas definiciones depende de su capacidad de identificación de categorías jurídi-


cas a que van asignadas ciertas consecuencias. Atendido el marco en que se sitúan,
estas definiciones tienen por efecto someter los actos administrativos a un régimen
común de procedimientos administrativos; sin embargo, ese propósito calza me-
jor con los actos administrativos en sentido estricto (las decisiones) que con otro
tipo de declaraciones estimadas en forma extensiva como actos administrativos.

(a) El acto administrativo en sentido estricto


251. En el marco de las disposiciones de generales sobre procedimientos adminis-
trativos se entiende por actos administrativos “las decisiones formales que emitan
los órganos de la Administración del Estado en las cuales se contienen declaraciones
de voluntad, realizadas en el ejercicio de una potestad pública” (LBPA, art. 3 inc. 2;
una definición análoga se contenía en el hoy derogado Reglamento sobre el secreto
o reserva de los actos y documentos de la Administración del Estado, aprobado por
DS 26, del Min. Secretaría General de la Presidencia, de 2001).
Esta es una definición de fuerte contenido doctrinal, que identifica al acto ad-
ministrativo con la idea de decisión, vale decir, de una “declaración de voluntad”
encaminada a desplegar efectos jurídicos en forma directa e inmediata.
En segundo lugar, la definición pone el acento en la noción de “potestad pública”.
Es inusual que los textos legales aludan a esta noción teórica. La conexión conceptual
entre las nociones de acto administrativo y potestad pública reafirma la vigencia del
principio de legalidad en este campo. En el fondo, el derecho no reconoce como acto
administrativo (ni, por consiguiente, efectos jurídicos) a las meras manifestaciones de
voluntad o de fuerza, que no sean fruto de un poder jurídico conferido por la ley. Por
otra parte, tampoco son actos administrativos aquellos que sean ejercicio de poderes
no regidos por el derecho administrativo (sino por el derecho privado: si son actos
jurídicos, se trataría de negocios o actos jurídicos privados).
Por último, la definición se refiere a decisiones “formales”. La formalidad más
elemental consiste en la escrituración del acto, que determina su soporte instru-
mental (pues, como indica el inc. 1 del mismo precepto, “Las decisiones escritas
que adopte la administración se expresarán por medio de actos administrativos”).
En seguida, la condición de formalidad del acto administrativo remite a sus con-
diciones de elaboración: todo acto administrativo es fruto de un procedimiento
administrativo, lo que supone su adopción racional y excluye la arbitrariedad.
Por supuesto, también puede haber “decisiones” informales (p. ej., simplemente
verbales o gestuales); pero del contexto regulativo de esta definición legal debe
entenderse que es inapropiado extender a tales decisiones los parámetros norma-
tivos propios del procedimiento administrativo.
192 José Miguel Valdivia

(b) Actos administrativos en sentido amplio


252. La ley entiende que también cuentan como actos administrativos “los
dictámenes o declaraciones de juicio, constancia o conocimiento que realicen los
órganos de la Administración en el ejercicio de sus competencias” (LBPA, art.
3, inc. 6). De este modo, abraza un concepto amplio de acto administrativo, no
circunscrito únicamente a las decisiones encaminadas a producir efecto jurídico
directo.
Según fuentes italianas, de donde parece haberse tomado esta noción (Guido
Zanobini), las operaciones intelectuales de que dan cuenta los actos jurídicos pue-
den reducirse a dos: voluntad y conocimiento. En las declaraciones de voluntad
cabe incluir los actos administrativos en sentido estricto, y además las “decla-
raciones de deseo”, en que una autoridad simplemente expresa una orientación
eventualmente a seguirse por otra, como en las propuestas de acto. En cambio,
las “declaraciones de conocimiento” simple, no necesitadas de algo más que una
constatación (como en los actos de constancia o registro), se distinguen de las
operaciones “de juicio”, técnicamente más complejas.
La ley reconoció carácter de acto administrativo a estos actos que no son de-
cisorios. Sin embargo, no es muy seguro que se les aplique la integralidad de las
disposiciones de la ley. No son actos administrativos como los otros. Muchos de
ellos tienen una trascendencia acotada a los procedimientos administrativos o a
la vida interna de los servicios públicos (los informes emanados de otras institu-
ciones, por ejemplo, que son actos de juicio que suelen enmarcarse en un procedi-
miento administrativo principal). Aunque algunos de estos actos sean susceptibles
de contestación judicial (por ejemplo, la rectificación de las partidas del Registro
Civil), es difícil generalizar la regla.

PÁRRAFO 3. NOMENCLATURA
DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVOS
253. Más allá del concepto legal de acto administrativo, conviene tener en
cuenta la terminología más o menos oficial de actos administrativos, en cuanto
pueda incidir en su régimen jurídico.

(a) Decretos y resoluciones


254. Conforme a la LBPA, los actos administrativos “tomarán la forma de de-
cretos supremos y resoluciones” (art. 3, inc. 3). Por decreto supremo se entiende
Título II. El acto administrativo 193

“la orden escrita que dicta el Presidente de la República o un Ministro ‘Por orden
del Presidente de la República’, sobre asuntos propios de su competencia” (inc.
4), y por resoluciones, los “actos de análoga naturaleza que dictan las autoridades
administrativas dotadas de poder de decisión” (inc. 5).
Respecto de esta terminología tradicional cabe formular las siguientes preci-
siones:

(i) Carácter nominal de las categorías


255. Los conceptos legales dan a entender que entre decretos y resoluciones
no existen diferencias sustanciales (pues su “naturaleza” es análoga). En conse-
cuencia, la distinción entre ambas categorías es estrictamente terminológica o
nominal: podría decirse que el decreto es una resolución dictada por el Presidente
de la República o, inversamente (como hacía Silva Cimma) que los decretos de las
autoridades infra-presidenciales se llaman resoluciones.
De acuerdo al precepto en análisis, el criterio diferencial entre ambas catego-
rías es orgánico, dado que atiende a las competencias respectivas del Presidente
de la República y de las demás autoridades administrativas: el Presidente decreta
y los otros resuelven.
Sin embargo, atendido el carácter nominal de estas categorías, no sorprende
que la distinción terminológica no sea homogénea. El ejemplo más sobresaliente
es el de las “resoluciones que adopten las municipalidades”, término que agrupa
indistintamente a “ordenanzas, reglamentos municipales, decretos alcaldicios o
instrucciones” (LOCM, art. 12). En fin, así como al resolver asuntos particulares
los alcaldes decretan, en la terminología tradicional también decretan los rectores
de las Universidades estatales (al rector de la Universidad de Chile, por ejemplo,
“le corresponde especialmente: dictar los reglamentos, decretos y resoluciones de
la Universidad”, dispone el art. 19 letra b de su estatuto orgánico, DFL 3, del Min.
de Educación, de 2006).

(ii) Carácter formal de estas nociones


256. Las definiciones transcritas se entienden referidas fundamentalmente a
los actos decisorios, con los que, en general, concluye un procedimiento adminis-
trativo; de hecho, el “acto terminal” del procedimiento administrativo (art. 18)
es denominado indistintamente por la ley como “resolución final” (art. 41). En
cualquier caso, la terminología recogida por la ley designa únicamente a una cate-
goría formal de acto según su continente (instrumentum), con total prescindencia
194 José Miguel Valdivia

de su contenido (negotium): los decretos y las resoluciones pueden tener carácter


favorable o desfavorable, individual o general, etc.
Esta precisión es particularmente importante respecto de los actos de conte-
nido reglamentario, que a menudo se identifican con los decretos. Es verdad que,
atendida la amplísima potestad reglamentaria del Presidente de la República, la
práctica usualmente designa como reglamentos a aquellos contenidos en decre-
tos supremos. Sin embargo, en vista del carácter formal, pero sustancialmente
neutro de estas nociones instrumentales, no debería excluirse conceptualmente
la existencia de “resoluciones reglamentarias”; de hecho, numerosas resoluciones
emanadas de organismos técnicos pueden calificarse (materialmente) como regla-
mentarias.

(iii) Singularidad del decreto


257. Por cierto, los decretos supremos ocupan un lugar especialmente relevan-
te en el derecho administrativo chileno. Atendido el presidencialismo centralista
que tradicionalmente ha caracterizado al régimen institucional chileno, el decreto
supremo ha recibido un tratamiento jurídico particularizado. Esto se debe indu-
dablemente a la importancia institucional de las competencias del Presidente de la
República y, correlativamente, a la responsabilidad (política, administrativa, civil,
etc.) que compromete en su gestión.
Por eso, a diferencia de lo que ocurre con los actos de otras autoridades pú-
blicas, la elaboración de los decretos supremos ha sido abordada por normas
constitucionales y legales con mucha antelación a la dictación de la LBPA. La
Constitución prevé, por ejemplo, formalidades mínimas de signatura de los decre-
tos supremos (que por regla general “deberán firmarse por el Ministro respectivo
y no serán obedecidos sin este esencial requisito”, dispone el art. 35, norma que
arranca del art. 86 de la Constitución de 1833). La antigua “Ley de Ministerios”
(DFL 7.912, del Min. del Interior, de 1927, que Organiza las Secretarías del Es-
tado) estableció tempranamente ciertas reglas formales para “el trámite de los
decretos supremos”, normas que aún están vigentes. Según el artículo 17, incisos
1 y 2 de este cuerpo legal:
“El trámite de los decretos supremos será el siguiente: firma del Presidente de la Repú-
blica, cuando corresponda, o, en su caso, sólo del Ministro, numeración y anotación en
el Ministerio de origen, examen y anotación en la Contraloría General, y comunicación a
la Tesorería General, cuando se trate de compromisos para el Estado.
Ninguna oficina de Hacienda, Tesorería, Contaduría, etc., dará cumplimiento a decre-
tos que no hayan pasado por el trámite antes indicado. El funcionario público que no dé
cumplimiento a esta disposición perderá por este solo hecho su empleo. Para este efecto
los jefes de servicios no serán considerados como tales”.
Título II. El acto administrativo 195

Es cierto que tales regulaciones son fragmentarias y dejan un amplio margen para
la aplicación residual de las normas generales sobre procedimientos administrativos.
La especificidad del decreto se muestra, en seguida, en sus mecanismos propios
de control. En el plano constitucional, a diferencia de las resoluciones, los decre-
tos pueden ser revisados por el Tribunal Constitucional. Sin perjuicio de varios ca-
sos especiales, la competencia residual de control de “la constitucionalidad de los
decretos supremos”, cualquiera sea su contenido o el vicio invocado, se contiene
en el artículo 93 N° 16 de la Constitución. En cambio, el Tribunal carece de com-
petencias de control respecto de meras resoluciones de autoridades subalternas.
En el campo más tradicional del control de legalidad que efectúa la Contraloría
General de la República, los decretos supremos son el caso típico del acto afecto a
la toma de razón. Por cierto, muchos decretos supremos (que recaen sobre mate-
rias secundarias o estimadas no esenciales) han quedado exentos de este control;
pero, con arreglo a la ley, tal exención sólo puede referirse a decretos respecto de
los cuales se ha previsto la delegación de firma, de modo que los decretos firmados
directamente por el Presidente siempre deben ser tomados de razón.

(b) Oficios
258. La ley no denomina de un modo particular a los demás actos emanados de
la administración. Sin embargo, un término ampliamente extendido en la práctica
administrativa designa como “oficios” o incluso “documentos” a las comunicacio-
nes originadas en la administración. La categoría más difundida corresponde a los
“oficios ordinarios”, que están destinados a ser conocidos de todos (por contraste
con los oficios secretos o reservados, que aun contempla el Reglamento para ela-
boración de documentos, contenido en el DS 291, del Min. del Interior, de 1974)
La categoría de oficios carece de contenido técnico. Agrupa a la “correspon-
dencia” de las instituciones administrativas, de modo que comprende un sinnúme-
ro de comunicaciones, sea que se refieran a trámites necesarios para el avance de
un procedimiento administrativo o a decisiones que (de modo anómalo) no han
sido recogidas en decretos o resoluciones. En muchos casos las autoridades comu-
nican, mediante simples oficios, órdenes dirigidas a particulares o interpretaciones
de textos legales. Estas decisiones debieran entenderse impugnables conforme a
las reglas generales.

(c) Otros
259. La LBPA se refiere particularmente a los “acuerdos” de órganos admi-
nistrativos colegiados (“Las decisiones de los órganos administrativos pluriper-
196 José Miguel Valdivia

sonales se denominan acuerdos”, art. 3, inc. 7). Según la misma disposición, los
acuerdos “se llevan a efecto por medio de resoluciones de la autoridad ejecutiva
de la entidad correspondiente”. En buenas cuentas, el acuerdo de un cuerpo cole-
giado no produce consecuencias jurídicas por sí mismo, sino a partir de su forma-
lización instrumental mediante resolución de la autoridad ejecutiva (unipersonal).

Capítulo 2
Efectos del acto administrativo
260. El análisis de la eficacia del acto administrativo engloba dos aspectos
importantes: por una parte, el de su vigencia o efectos en el tiempo (párrafo 1) y,
por otra parte, el de la fuerza jurídica del acto (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. VIGENCIA DEL ACTO ADMINISTRATIVO


261. El derecho positivo no contiene una regulación sistemática acerca de la
vigencia temporal de los actos emanados de la administración. Al respecto es ne-
cesario construir de lege ferenda categorías que permitan responder desde cuándo
(sección 1) y hasta cuándo (sección 2) los actos administrativos producen sus
efectos.

Sección 1. Entrada en vigencia del acto administrativo


262. Las reglas generales suponen que la eficacia del acto administrativo está
condicionada por su publicidad, que por regla general esa eficacia es prospectiva
y no retroactiva y que, con todo, eventualmente podría suspenderse.

(a) Exigencia de publicidad


263. Por regla general, todo acto administrativo sólo puede entrar en vigencia
una vez que ha recibido publicidad. La vigencia del acto no comienza en la fecha
estampada formalmente en el acto, ni en aquella (más indefinida aún) en que
se haya firmado, ni menos en aquella (por lo demás eventual) en que haya sido
tomado razón por la Contraloría o se haya practicado cualquier otro trámite ter-
minal. Al contrario, la publicidad condiciona la vigencia del acto. Así lo dispone
con alcance general el artículo 51, inciso 2, de la LBPA:
“Los decretos y las resoluciones producirán efectos jurídicos desde su notificación o
publicación, según sean de contenido individual o general”.
Título II. El acto administrativo 197

Esta exigencia deriva ante todo del principio de publicidad de los actos es-
tatales, recogido por reglas constitucionales (Constitución, art. 8) y legales (Ley
20.285, sobre acceso a la información pública, que contiene la Ley de transpa-
rencia de la función pública y de acceso a la información de la administración del
Estado). En principio, y salvo habilitación legal especial y justificada, no caben
actos administrativos secretos, reservados o confidenciales.
En principio, las modalidades que puede revestir la publicidad varían en fun-
ción del círculo de destinatarios concernidos por el acto (cf. §§ 388 y ss.). Los
actos administrativos de efectos singulares producen sus efectos desde la noti-
ficación; en cambio, los actos administrativos de efectos generales los producen
desde su publicación (LBPA, capítulo III “Publicidad y ejecutividad de los actos
administrativos”, arts. 45 a 48). Por cierto, la ley prevé una serie de otros casos en
que la publicación es requerida.
La notificación debe practicarse, salvo regla especial, dentro de los cinco días
siguientes a aquél en que el acto haya quedado totalmente tramitado (art. 45 inci-
so 2). Conforme a las reglas generales, la notificación de los actos administrativos
se efectúa por carta certificada, aunque se admiten otras modalidades. Por su
parte, la publicación se efectúa en el Diario Oficial (art. 48). En todo caso, gracias
a avances tecnológicos, en este plano son cada vez más importantes los medios
electrónicos.
Una consecuencia importante derivada de esta exigencia de publicidad se
muestra a propósito de la impugnación del acto administrativo. En principio,
los plazos de impugnación (sea mediante recursos administrativos o acciones ju-
diciales) corren a partir del momento en que el acto ha recibido las medidas de
publicidad apropiadas. Ahora bien, la aplicación de estos criterios puede resultar
problemática tratándose de actos administrativos de efecto singular, que no se no-
tifican a terceros distintos de su beneficiario; en estos casos cabe entender que los
plazos de impugnación corren para los terceros desde que toman conocimiento
material del acto (por ejemplo, a raíz de su ejecución), lo que es consistente con
el propósito de la exigencia de publicidad, que es excluir la clandestinidad de las
operaciones administrativas.

(b) Eficacia generalmente prospectiva


264. También por regla general, el acto administrativo produce sus efectos
hacia el futuro, es decir, en forma prospectiva.
Como ya se ha visto, la eficacia del acto se inicia en el momento en que inter-
vienen las medidas de publicidad que convengan. Por cierto, es posible que el acto
198 José Miguel Valdivia

mismo disponga que su eficacia sea diferida en el tiempo, a partir de un momento


posterior a la fase de publicidad, si la ley así lo admite.
Conforme a exigencias elementales de seguridad jurídica, sólo por excepción
los actos administrativos podrían tener efecto retroactivo. De un modo general,
sólo se admite, y a condición de que así se prevea en el acto respectivo, cuando
“produzcan consecuencias favorables para los interesados y no lesionen derechos
de terceros” (LBPA, art. 52). Ahora bien, aunque no se los haya mencionado, debe
preverse al menos dos series de casos en que conceptualmente los actos adminis-
trativos están destinados a producir consecuencias hacia el pasado: por una parte,
los actos anulatorios (es decir, los que se dicten en ejercicio de la potestad invali-
datoria), porque la anulación tiende por naturaleza a restablecer el statu quo ante
y, por otra, los actos interpretativos, que se reputan esclarecer ab initio el sentido
del texto normativo que persiguen interpretar.

(c) Suspensión eventual de la eficacia del acto


265. Eventualmente, los actos pueden ver suspendidos sus efectos si así se
decide explícitamente por la administración o por el juez (LBPA, arts. 3, inc.
final y 57).
En general, ni los recursos administrativos ni las reclamaciones judiciales que
se intenten contra un acto administrativo tienen por efecto suspender la eficacia
de tal acto (conforme a lo que algunos denominan principio de insuspensibilidad
de los actos administrativos). Con todo, la suspensión no está excluida, sino supe-
ditada a una orden expresa, sea de la autoridad administrativa o del juez. Sólo ex-
cepcionalmente algunos mecanismos de reclamo producen per se efecto suspensi-
vo (p. ej., el amparo de nacionalidad previsto en el artículo 12 de la Constitución).
El reconocimiento de la posibilidad de suspensión judicial de los actos admi-
nistrativos es un paso importante para la tutela del derecho. En el pasado, con
argumentos frágiles, se discutió si los jueces podían hacerlo. Hoy es bastante claro
que los jueces pueden disponerla, ya sea como una medida explícitamente con-
templada por la ley (como ocurre con la “orden de no innovar” en el recurso de
protección o en el reclamo de ilegalidad municipal) o, a falta de previsión textual,
con fundamento en las herramientas generales de tutela cautelar, en forma de una
medida precautoria innominada de suspensión de los efectos del acto.

Sección 2. Cesación de la vigencia del acto administrativo


Los medios más característicos de extinción de actos administrativos son los
siguientes:
Título II. El acto administrativo 199

(a) Agotamiento del acto en razón de su contenido


266. La vigencia del acto puede extinguirse normalmente (de pleno derecho o,
lo que es lo mismo, sin necesidad de ulterior declaración judicial o administrativa)
en función de su contenido, sea en relación al cumplimiento de su objeto principal
o a la verificación de eventos que así lo determinen, como el vencimiento de un
plazo o el acaecimiento de una condición.
Ante todo, el acto se extingue por el cumplimiento de su objeto. Así, un per-
miso de construcción se extingue por el hecho de levantarse la edificación que
amparaba.
En seguida, puede ocurrir que el acto mismo o el derecho objetivo hayan dis-
puesto un plazo o término extintivo para la vigencia del acto, transcurrido el cual
éste se extingue. Las licencias de conducir, por ejemplo, tienen la duración espe-
cificada en cada caso, transcurrido cuyo término se entienden extinguidas por el
solo ministerio de la ley.
La doctrina también agrega la posibilidad de que el acto se extinga por el cum-
plimiento de una condición resolutoria que determine su vigencia. En tal sentido,
todo permiso de construcción debe ponerse en ejecución dentro de los 3 años
siguientes a su otorgamiento, de modo que se extingue si a la llegada de ese plazo
su titular no ha iniciado las faenas de construcción (Ordenanza General de Urba-
nismo y Construcciones, art. 1.4.17, refiriéndose a la “caducidad” del permiso).
En cuanto hecho futuro e incierto, el inicio de la construcción dentro del plazo es
una condición de la que depende la eventual extinción de los efectos del permiso.
Todo lo dicho vale para los actos administrativos en sentido estricto. Los regla-
mentos, en cambio, en cuanto fijan auténticas reglas de derecho, tienen vocación
de perpetuidad; rigen indefinidamente mientras no se los derogue, modificándolos
o extinguiéndolos.

(b) Imposibilidad de ejecución y caducidad


267. Los actos cuyo cumplimiento o ejecución deviene imposible, física o jurí-
dicamente, dejan de producir sus efectos. Así, la declaración de un edificio como
monumento histórico se extingue por la destrucción total del inmueble consecuti-
va a un terremoto (pero podría subsistir si la destrucción fuese parcial).
Este tipo de casos debe vincularse con algunas hipótesis de “caducidad” o “de-
caimiento” del acto administrativo. Estos términos son ambiguos, pero en algunas
de sus acepciones recubren el caso en que, en razón de un cambio de las circuns-
tancias jurídicas o fácticas que justificaban el acto (en otras palabras, el motivo),
éste ya no se adapta al interés público al que es funcional. Por razones de certeza
200 José Miguel Valdivia

jurídica se exige que la administración constate formalmente este cambio de cir-


cunstancias y consecuentemente declare la extinción (sin perjuicio de su control
judicial ex post).

(c) Extinción judicial


268. El juez puede poner término a la vigencia de un acto administrativo,
cuando se pronuncia sobre su eficacia y a fortiori sobre su validez. Los distintos
mecanismos de reclamación judicial, desde los previstos en leyes especiales hasta
la innominada acción de nulidad de derecho público, e incluso algunas acciones
cautelares, como el recurso de protección, permiten al juez poner término a la
vigencia de un acto administrativo ilegal.

(d) Extinción unilateral por la administración


269. Adicionalmente, hay modalidades especiales de extinción por decisión
unilateral de la administración, que interesan desde un punto de vista técnico.
La doctrina chilena denomina “retiro” al género de operaciones consistentes en
privar de efectos a un acto administrativo mediante una decisión posterior de
contrario imperio. Este género engloba dos especies:

(i) Revocación
270. Es el retiro motivado por razones de oportunidad, mérito o conveniencia
(vale decir, por una simple reevaluación de las circunstancias que llevaron a dic-
tarlo inicialmente: LBPA, art. 61).
Antiguamente se afirmaba que los actos administrativos eran “esencialmente
revocables”. Pero esa concepción, que no era muy respetuosa de la seguridad ju-
rídica, ha sido abandonada por el derecho positivo. Actualmente la ley contempla
una serie de casos en que, por regla general, la revocación no procede, el más
importante de los cuales concierne a los actos administrativos favorables (lite-
ralmente, “actos declarativos o creadores de derechos adquiridos legítimamente”
por sus destinatarios). Tampoco pueden revocarse aquellos actos respecto de los
cuales la ley haya determinado expresamente otra forma de extinción o aquellos
que, por su naturaleza, la ley impida que sean dejados sin efecto.
Debe tenerse presente que los textos legales muchas veces denominan revocación
a operaciones que no son tales y que sólo tienen en común con ella la extinción
unilateral de un acto administrativo. Así ocurre con la llamada revocación-sanción,
que es el reconocimiento de la extinción del acto por incumplimiento de alguna
Título II. El acto administrativo 201

carga impuesta al destinatario o por desaparición de algún requisito para gozar de


los beneficios asociados al acto; se trata, más bien, de un tipo de caducidad.

(ii) Invalidación
271. Es el retiro motivado en la ilegalidad del acto inicial, es decir, por estimar-
se que el acto que se extingue debía ser anulado. La invalidación es una auténtica
nulidad del acto declarada por la administración.
Sin perjuicio de algunas reglas especiales, de un modo general la potestad in-
validatoria sólo puede ejercerse dentro de los dos años siguientes a la vigencia del
acto, previa audiencia de los interesados. Según establece la ley, el acto invalidato-
rio siempre podrá impugnarse en juicio sumario (LBPA, art. 53).
Tanto la revocación como la invalidación plantean delicados problemas de seguri-
dad jurídica. El derecho privilegia la estabilidad de ciertos actos, particularmente aque-
llos que confieren derechos a terceros. Por eso, impide la revocación de los actos favo-
rables y limita el ejercicio de la potestad invalidatoria a un plazo acotado (de dos años).

PÁRRAFO 2. EFICACIA JURÍDICA


DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVOS
272. Según el art. 3, inc. final, de la LBPA:
“Los actos administrativos gozan de una presunción de legalidad, de imperio y exigi-
bilidad frente a sus destinatarios, desde su entrada en vigencia, autorizando su ejecución
de oficio por la autoridad administrativa, salvo que mediare una orden de suspensión
dispuesta por la autoridad administrativa dentro del procedimiento impugnatorio o por
el juez, conociendo por la vía jurisdiccional”.

El precepto transcrito especifica determinados atributos que, in abstracto, ca-


racterizan a todos los actos administrativos y que determinan la fuerza jurídica
con que despliegan sus efectos. No se trata propiamente de los efectos concretos
de cada acto, que están definidos por su objeto, y pueden ser infinitamente varia-
bles (un permiso, una sanción, etc.), sino del marco teórico dentro del cual esas
consecuencias particulares pueden llevarse a cabo (pero que ni siquiera se extien-
de de modo uniforme a todo tipo de acto).
En el análisis doctrinario usual, estos atributos son la presunción de legali-
dad, la ejecutoriedad y la ejecutividad de los actos administrativos. Grosso modo,
mientras la ejecutoriedad corresponde a la obligatoriedad del acto, la ejecutividad
se refiere a su carácter coercible y la presunción de legalidad pareciera ser la pro-
yección procesal de estas nociones.
202 José Miguel Valdivia

(a) “Presunción” de legalidad


273. En sentido literal, la idea que encierra la presunción de legalidad consiste
en que por el solo hecho de dictarse el acto administrativo debe tenerse por ajus-
tado a derecho. Así las cosas, la validez del acto administrativo se presumiría a
partir de su propia adopción.
No obstante su reconocimiento legal explícito, la idea de una presunción de
legalidad es falsa. En realidad, es una fórmula figurativa que no concierne a la le-
galidad del acto administrativo sino a su eficacia jurídica: mientras no se impugne
o, mejor, mientras no sea dejado sin efecto, el acto administrativo se tiene por un
acto jurídico eficaz.
Conforme a su tratamiento típico en el derecho probatorio, una presunción es
un mecanismo ficticio de sustitución de la realidad. Mediante una presunción, a
partir de datos conocidos pueden extraerse otros que se ignoran (el caso más tí-
pico es el de la presunción pater is est, presunción legal de paternidad: por el sólo
hecho de nacer un niño durante la vigencia de un matrimonio, el marido se reputa
su padre, Código Civil, art. 184). Sin embargo, la noción no funciona respecto
de la legalidad del acto administrativo, porque éste no es un hecho, sino un puro
fenómeno jurídico que depende de calificaciones jurídicas.
En segundo lugar, la idea parece tomada únicamente en sentido figurado. Des-
de luego, conviene descartar que con ella se aluda a una presunción de derecho,
esto es, aquella que no admite prueba contraria y por esa razón configura más
bien el efecto de una regla de fondo que una técnica de apreciación de los hechos
(nunca se sabrá si efectivamente es cierto lo que afirma una presunción de dere-
cho). La fórmula se refiere más bien a las presunciones simplemente legales, vale
decir, aquellas que admiten prueba contraria y producen un efecto característico
de inversión de la carga de la prueba (porque desplazan sobre la contraparte la
carga de enervar el juego de la presunción). La presunción de legalidad se asemeja
en algún sentido a las presunciones simplemente legales, por el efecto de inversión
de cargas que refleja. En efecto, en virtud de esta “presunción” la administración
queda dispensada de justificar que actuó con sujeción a derecho y, en cambio, toca
al interesado en la ineficacia del acto deducir los recursos o acciones tendientes
a mostrar su ilegalidad. Desde esta perspectiva, la presunción de legalidad gra-
fica la posición característica del administrado frente a la administración: ésta
se encuentra en situación de predominio, pudiendo imponer sus actos en forma
unilateral, y en cambio es el administrado quien debe intentar derribarlos, si así
conviene a sus intereses.
Por otra parte, es bastante cuestionable atribuir a la presunción de legalidad un
efecto probatorio. En general, la carga del administrado es de impugnar el acto, y
Título II. El acto administrativo 203

de esgrimir las razones que muestran su ilegalidad. Pero los aspectos probatorios
dependerán de cada caso particular. En algunos ámbitos parecería muy difícil
asignarle una dimensión probatoria en sentido estricto: por ejemplo, si en el te-
rreno sancionatorio se entendiera que rige la presunción de inocencia, es la admi-
nistración quien debe probar las circunstancias de hecho que llevan a sancionar,
y el acto administrativo insuficientemente motivado no debiera prevalecer sólo en
razón de la presunción de legalidad. Es probablemente por razones similares que
algunos autores se muestran tan firmemente opuestos a la idea de una presunción
de legalidad: el acto administrativo sólo puede ser legal en cuanto se ajuste a de-
recho, sin que pueda presumirse ex ante tal validez o legalidad.
En el derecho chileno, a las razones teóricas que se invocan en el derecho
comparado en apoyo de esta presunción (legitimidad de la autoridad pública,
confianza en la autoridad, continuidad del servicio público), algunos autores agre-
gaban una justificación adicional: el control preventivo de legalidad a que en
general están sujetos los decretos y resoluciones (“toma de razón”, que efectúa la
Contraloría). Los actos sujetos a toma de razón no surten sus efectos, en general,
sin el previo pronunciamiento favorable que efectúa la Contraloría General de la
República precisamente para verificar si éste es legal. Con todo, hay muchos ac-
tos administrativos que están exentos del trámite de la toma de razón, y la LBPA
también les reconoce presunción de legalidad. Por eso, el planteamiento de estos
autores ha perdido fuerza.
La supuesta “presunción de legalidad” opera como presupuesto de la actuación
de los órganos públicos. Importa el reconocimiento de la eficacia jurídica de la
acción administrativa. Manifestación del poder, ésta no tiene que pedir permisos,
en principio, para imponerse jurídicamente. Sin embargo, algo similar ocurre con
otros actos jurídicos unilaterales. El testamento, por ejemplo, también rige por sí
solo, aunque sea injusto o ilegal, y corresponde a los interesados instar por dejarlo
sin efecto. Incluso los actos bilaterales, como los contratos, deben ser impugnados
por quienes están interesados en desconocerles eficacia (por ejemplo, los sucesores
o cesionarios de un contratante que pretendan evitar las consecuencias de esos
contratos). Así, la presunción de legalidad no parece ser un atributo exclusivo de
los actos administrativos sino de los actos jurídicos en general.

(b) Ejecutoriedad
274. La expresión empleada por la ley –imperio y exigibilidad frente a sus
destinatarios– corresponde, aparentemente, a la noción comparada de “ejecuto-
riedad” (España) o a la definición del acto administrativo como una “decisión
ejecutoria” (Francia). En el pasado, la noción ha estado rodeada de cierta ambi-
204 José Miguel Valdivia

güedad, porque ha sido confundida con la posibilidad de ejecución de oficio del


acto administrativo; sin embargo, esta última materia está prevista expresamente
en la LBPA bajo una denominación distinta.
El carácter imperativo del acto administrativo o su exigibilidad inmediata pue-
den explicarse como el carácter propiamente jurídico del acto: desde su entrada
en vigencia, el acto crea, modifica o extingue derechos u obligaciones, determina
posiciones jurídicas, interfiere en relaciones jurídicas. En otros términos, el acto
administrativo es “obligatorio” o vinculante para sus destinatarios, vale decir,
éstos quedan sujetos a lo dispuesto por el acto (cuyo contenido, obviamente, no
siempre se traduce en obligaciones). Ahora bien, no debe olvidarse que el acto es
vinculante también para la propia administración, sin perjuicio de las potestades
con que ésta cuenta para extinguirlo unilateralmente.
Según los términos legales la exigibilidad del acto administrativo opera desde
que éste entra en vigencia, sin necesidad de mayores requisitos. Específicamente,
no se requiere que el acto administrativo se encuentre “firme” (en el sentido de no
ser susceptible de modificación en vía de recursos). En otras palabras, la ejecuto-
riedad del acto administrativo es distinta de su firmeza. Desde esta perspectiva, el
acto administrativo guarda estrecha similitud con aquellas resoluciones judiciales
que, en la terminología del derecho procesal chileno, “causan ejecutoria”.
Una ilustración importante de la ejecutoriedad está dada por el caso Mackenna. El
caso concierne a la multa impuesta a un hombre de negocios por resolución de una
superintendencia. El multado interpuso acciones judiciales contra la resolución san-
cionatoria, pero falleció mientras estaban pendientes esas impugnaciones, y entonces
los herederos pretendieron que la sanción se habría extinguido con la muerte del cau-
sante. La Corte Suprema, afirmando el carácter ejecutorio de la resolución sanciona-
toria, desechó el planteamiento de los herederos, porque los efectos del acto ya habían
nacido a la vida del derecho y, entonces, la multa debía ser pagada por los herederos
(Corte Suprema, 30 de octubre de 2014, Fisco c/ Dörr Zegers, Rol 1079-2014).
El carácter inmediato de la ejecutoriedad del acto administrativo se ve fortale-
cido por un principio de “insuspensibilidad”, también consagrado por la ley: por
regla general, la interposición de acciones judiciales o de recursos administrativos
en contra del acto no suspende su ejecución. La suspensión de la eficacia del acto
administrativo está admitida, pero debe disponérsela expresamente (LBPA, arts.
3, inc. final y 57).

(c) Ejecutividad
275. La ley ha reconocido explícitamente a la administración la posibilidad de
ejecutar de oficio sus actos administrativos.
Título II. El acto administrativo 205

No debe exagerarse el alcance de este reconocimiento. Muchos actos adminis-


trativos despliegan sus efectos por sí solos, sin necesidad de ejecución forzada (co-
mo ocurre característicamente con los actos normativos o las resoluciones dene-
gatorias). Tratándose de actos favorables para el interesado, la ejecución depende
de la iniciativa del beneficiario, sin que sea necesaria ejecución administrativa (el
cumplimiento de un permiso de construcción, por ejemplo, depende de las faenas
del constructor). La cuestión de la ejecución forzada se plantea fundamentalmen-
te respecto de los actos de gravamen que importan para sus destinatarios deberes
análogos a las obligaciones de dar, hacer o no hacer. Respecto de los actos que
imponen obligaciones para la propia administración, la ejecución no está norma-
da de modo general.
La doctrina distingue dos tipos de ejecutividad: ejecutividad impropia, si para
la ejecución se requiere la intervención de un juez al que la administración debe
recurrir y ejecutividad propia, si la administración goza de potestades para ejecu-
tar por sí sola, sin participación del juez, como parece reconocer la LBPA.
276. A pesar de la generalidad de esta regla, en los casos más significativos de
actos administrativos susceptibles de ejecución material la ley arbitra medios de
ejecución que contemplan la intervención del juez o que, al menos, emulan formas
judiciales.
Así ocurre, en forma consistente, respecto de los actos administrativos que
entrañan obligaciones pecuniarias. En materia tributaria es frecuente que el cobro
de impuestos dependa de la atribución de mérito ejecutivo a determinadas actua-
ciones de la administración, que pasan así a ser títulos ejecutivos que habilitan a
iniciar procedimientos civiles de ejecución; en estos procedimientos, el embargo y
la realización de los bienes quedan confiados a los tribunales (Código Tributario,
arts. 168 y s.). Análogamente, el cobro de los “derechos municipales” depende de
gestiones judiciales (DL 3063, de 1979, Ley de Rentas Municipales, según texto
refundido por DS 2385, del Min. del Interior, de 1996, art. 47).
Algo similar ocurre con actos administrativos que suponen la obligación de
entregar un objeto material, como es característico de las operaciones expropia-
torias: la toma de posesión material requiere autorización judicial, salvo acuerdo
entre expropiante y expropiado, o incluso si habiéndolo, éste se resiste (DL 2186,
Ley Orgánica del Procedimiento de Expropiaciones, art. 21).
La ejecución administrativa parece, en cambio, admitirse con más facilidad
respecto de actos administrativos cuya ejecución supone una actuación material
o una abstención. Así ocurre, por ejemplo, con las órdenes de clausura de locales
(Ley de Rentas Municipales, art. 58) o de demolición de edificios (Ley General
de Urbanismo y Construcciones, art. 148). Por su parte, las medidas de policía
agrícola, como control de plagas, sacrificio de animales o destrucción de plantíos,
206 José Miguel Valdivia

deben ser ejecutadas por los administrados y, en caso de resistencia, por la ad-
ministración en su reemplazo y a su costo (sin perjuicio del cobro judicial de los
costos que irrogue esa ejecución).
277. Fuera de estas hipótesis –especiales, pero de importancia significativa– la
ejecución de oficio plantea enormes dudas. La ley no establece de un modo gene-
ral los medios de ejecución con que cuenta la administración. En este aspecto la
ley chilena se aparta del derecho comparado que le sirvió de modelo, que contem-
pla una variada gama de medios a disposición de la autoridad, en orden sucesivo
de importancia (apremio sobre el patrimonio, ejecución subsidiaria en caso de
obligaciones que pueden cumplirse por un tercero, multas coercitivas y en último
término, tratándose de obligaciones personalísimas, medidas de compulsión sobre
las personas, para el caso español, según dispone la Ley 39/2015, del Procedimien-
to Administrativo Común de las Administraciones Públicas, art. 100). Así, en vista
de este referente comparado, da la impresión de que la posibilidad reconocida a la
administración para ejecutar sus actos no ha sido acompañada de la atribución de
potestades efectivas de intervención en el patrimonio o la libertad de las personas.
Salvo que una norma especial habilite a la autoridad (como ocurre, por ejemplo,
a propósito de las órdenes de clausura o demolición de locales), parece difícil que
las reglas generales previstas por la LBPA sean inmediatamente operativas.
Lo único que la LBPA prevé es que la administración debe instruir un procedi-
miento específico de ejecución de sus decisiones previas, cumpliendo ciertas garantías:
“La Administración Pública no iniciará ninguna actuación material de ejecución de
resoluciones que limite derechos de los particulares sin que previamente haya sido adop-
tada la resolución que le sirva de fundamento jurídico.
El órgano que ordene un acto de ejecución material de resoluciones estará obligado
a notificar al particular interesado la resolución que autorice la actuación administrativa”
(LBPA, artículo 50).

Capítulo 3
Clasificaciones
de los actos administrativos
278. Se examinan a continuación las distinciones más relevantes para el derecho
positivo chileno. Los actos administrativos son susceptibles de ser clasificados en
atención a diversos criterios. Desde una perspectiva puramente procedimental, una
distinción clave separa a los actos resolutorios de los actos de mero trámite (pá-
rrafo 1). Atendiendo al modo de exteriorización de la voluntad que los hace nacer,
junto al paradigma de los actos administrativos expresos aparecen actos formados
por medio del silencio (párrafo 2). En fin, una última distinción procedimental se
Título II. El acto administrativo 207

forma entre actos firmes y actos no firmes, en función del régimen recursivo que les
es aplicable (párrafo 3). En consideración a su contenido, los actos administrativos
pueden ser de efecto individual o general (párrafo 4) y, si se mira el efecto material
que generan en sus destinatarios, pueden ser favorables o de gravamen (párrafo 5).

PÁRRAFO 1. ACTOS TRÁMITE Y ACTOS TERMINALES


279. El procedimiento administrativo está definido legalmente como “una su-
cesión de actos trámite vinculados entre sí, emanados de la administración y, en su
caso, de particulares interesados, que tiene por finalidad producir un acto admi-
nistrativo terminal” (LBPA, art. 18). Esta definición deja en evidencia que, desde
la perspectiva de su función procedimental, hay dos tipos de actos: a imagen de lo
que ocurre en el derecho procesal, también en el derecho administrativo hay actos
cuyo significado es instrumental para la emisión de otros.
Los actos de mero trámite son aquellos actos intermedios cuyo objeto es servir
de base a la progresión del procedimiento, a fin de producir un acto terminal;
en principio, los actos trámite no tienen trascendencia fuera del procedimiento.
En cambio, los actos terminales ponen término al procedimiento, resolviendo las
cuestiones sobre las que éste recae y, por lo tanto, incidiendo en el mundo median-
te la creación de reglas, derechos u obligaciones; este es el acto administrativo por
excelencia, que la ley denomina “resolución final”. La distinción entre estos dos
tipos de acto tiene doble importancia jurídica.

(a) Contenido del acto


280. Por una parte, la ley determina el contenido mínimo de la resolución final:
preceptúa que “La resolución que ponga fin al procedimiento decidirá las cuestio-
nes planteadas por los interesados... Las resoluciones contendrán la decisión, que
será fundada. Expresarán, además, los recursos que contra la misma procedan,
órgano administrativo o judicial ante el que hubieran de presentarse y plazo para
interponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan ejercitar cualquier otro
que estimen oportuno” (LBPA, art. 41, incs. 1 y 4). En contraste, la ley no deter-
mina el contenido del acto trámite, que varía según las circunstancias.

(b) Impugnabilidad
281. Por otra parte, en circunstancias que los actos administrativos terminales son
plenamente impugnables, la ley determina reducidas posibilidades de impugnación
208 José Miguel Valdivia

de los actos de mero trámite. Según la ley, éstos sólo son impugnables “cuando de-
terminen la imposibilidad de continuar un procedimiento o produzcan indefensión”
(LBPA, art. 15, inc. 2). En principio, las irregularidades procedimentales (causadas
mediante actos trámite) son objeto de reclamación conjunta con la impugnación del
acto terminal, y sólo por excepción pueden ser impugnados separadamente, cuando
con ellos el procedimiento no pueda seguir su curso o causen indefensión al interesa-
do, esto es, cuando tengan una trascendencia análoga a la del acto terminal. Así, por
ejemplo, en el sumario administrativo (procedimiento sancionatorio típico) es impug-
nable la negativa a dar a conocer las imputaciones que se formulan contra el acusado,
o la negativa a admitir los medios de prueba propuestos por él.
Ahora bien, esta regla conoce una contraexcepción importante en la teoría de
los “actos separables”, que admite la impugnación separada de los trámites pro-
cedimentales. Hasta ahora, el campo de aplicación más conocido de esta teoría es
el de los procedimientos administrativos contractuales, como la licitación pública.

PÁRRAFO 2. ACTOS EXPRESOS Y ACTOS TÁCITOS


282. La distinción atiende a la forma en que la administración manifiesta su
voluntad. En los actos expresos, ésta se formula en términos formales y explícitos.
En cambio, en los actos tácitos la administración calla y, por una ficción legal, el
derecho atribuye significado a su silencio. Conviene tener presente que estas cate-
gorías de actos se distinguen por la forma en que se originan, pero no en cuanto
al régimen jurídico de fondo, pues en cuanto a sus efectos los actos tácitos son
idénticos a los expresos. En el análisis doctrinal, el fenómeno de los actos admi-
nistrativos tácitos corresponde a la figura del “silencio administrativo”.

(a) Formación del acto


283. En la regulación general de los procedimientos administrativos (y sin
perjuicio de lo dispuesto en leyes especiales), la formación de los actos tácitos está
sujeta a un régimen formal riguroso. En general, para que se forme un acto por
medio del silencio administrativo se requiere, además del transcurso de un plazo
legal, la práctica de ciertos trámites formales por parte del interesado (LBPA, arts.
64 y 65). En otras palabras, por regla general el silencio no opera ipso iure, sino
que tiene que ser rogado, conforme a cierto formalismo que varía en función del
carácter positivo o negativo del acto de que se trate.
El silencio positivo se concibe en estos términos:
“Silencio positivo. Transcurrido el plazo legal para resolver acerca de una solicitud
que haya originado un procedimiento, sin que la administración se pronuncie sobre ella,
Título II. El acto administrativo 209

el denunciado podrá denunciar el incumplimiento de dicho plazo ante la autoridad que


debía resolver el asunto, requiriéndole una decisión acerca de su solicitud. Dicha autori-
dad deberá otorgar recibo de la denuncia, con expresión de su fecha, y elevar copia de
ella a su superior jerárquico dentro del plazo de 24 horas.”
“Si la autoridad que debía resolver el asunto no se pronuncia en el plazo de cinco
días contados desde la recepción de la denuncia, la solicitud del interesado se entenderá
aceptada”.
“En los casos del inciso precedente, el interesado podrá pedir que se certifique que
su solicitud no ha sido resuelta dentro del plazo legal. Dicho certificado será expedido
sin más trámite” (artículo 64).
En cuanto al silencio negativo, la ley dispone:
“Silencio negativo. Se entenderá rechazada una solicitud que no sea resuelta dentro
del plazo legal cuando ella afecte el patrimonio fiscal. Lo mismo se aplicará en los casos
en que la Administración actúe de oficio, cuando deba pronunciarse sobre impugnacio-
nes o revisiones de actos administrativos o cuando se ejercite por parte de alguna perso-
na el derecho de petición consagrado en el numeral 14 del artículo 19 de la Constitución
Política”
“En los casos del inciso precedente, el interesado podrá pedir que se certifique que
su solicitud no ha sido resuelta dentro del plazo legal. Dicho certificado será expedido
sin más trámite, entendiéndose que desde la fecha en que ha sido expedido empiezan a
correr los plazos para interponer los recursos que procedan” (artículo 65).
El silencio administrativo sólo conoce dos modalidades: es positivo o negativo.
Esta dicotomía binaria refleja que el ámbito en que opera el silencio es siempre el
de las decisiones provocadas o procedimientos iniciados a petición de interesado
(en que la administración debe responder sí o no). En el derecho chileno el silen-
cio administrativo es, por regla general, positivo o afirmativo, es decir, importa
aceptación de las peticiones formuladas a la administración. Los casos de silencio
negativo, que importan rechazo a las peticiones, están determinados con carácter
específico o excepcional; estos casos conciernen a las peticiones que afecten el pa-
trimonio fiscal, a la impugnación o revisión de actos administrativos, al ejercicio
del derecho constitucional de petición, o en general a los procedimientos en que
la administración actúe de oficio.

(b) Eficacia del acto


284. En cuanto a su eficacia, tal como reconoce la ley, los actos que se formen
por medio del silencio “tendrán los mismos efectos que aquellos que culminaren
con una resolución expresa de la Administración” (LBPA, art. 66). En consecuen-
cia, si ha operado el silencio positivo, las certificaciones que emita la administra-
ción contarán como un título en favor del interesado; y si ha operado el silencio
negativo, como una denegación de un beneficio, susceptible de impugnación con-
forme a las reglas generales.
210 José Miguel Valdivia

Históricamente, el propósito de reconocer a los actos tácitos los mismos efec-


tos que a los actos expresos tuvo por objeto extenderles idénticas posibilidades
de impugnación: la denegación tácita de un beneficio es plenamente impugnable
(y, por consiguiente, anulable, si es ilegal). Actualmente, la plena eficacia de los
actos formados por silencio tiene una dimensión positiva; de hecho, la ley chilena
tuvo por motivo agilizar el procedimiento de autorización de actividades priva-
das, subentendiendo que el silencio frente a una solicitud de permiso se entendería
aceptación del mismo.
285. De lege ferenda, tal vez puede discutirse que el silencio deba operar por
regla general con carácter positivo. Ante todo, la operatividad del silencio está
concebida únicamente desde la perspectiva de los intereses del solicitante, descui-
dando los efectos adversos que podrían generarse para los intereses generales (por
ejemplo, si el silencio administrativo condujera al agotamiento de ciertos recursos
naturales). Por otra parte, el silencio positivo también puede ser fuente de incerti-
dumbre, porque atendido su carácter confidencial –los actos formados por silen-
cio no se notifican ni menos publican– a los terceros interesados en derribarlo en
principio no debería correrles plazo para interponer sus impugnaciones; salvo en
caso en que la ejecución o el cumplimiento del acto se manifieste exteriormente,
como no hay fecha conocida del acto, los terceros podrían impugnarlo sin límite
de tiempo, lo cual conlleva una inseguridad jurídica evidente. Por lo mismo, por
largo tiempo el derecho comparado asumió que el silencio negativo era una solu-
ción más óptima (aunque esa orientación parece estar cambiando).

PÁRRAFO 3. ACTOS FIRMES Y ACTOS NO FIRMES


286. La única mención formulada por la ley respecto del “acto firme” se en-
cuentra a propósito del recurso extraordinario de revisión (LBPA, art. 60). Del
contexto de esta regla se infiere que acto firme es aquel contra el cual no proceden
recursos administrativos ordinarios (de reposición o jerárquico, art. 59), ya sea
por el vencimiento del plazo para interponerlos o por haberse resuelto los que se
interpusieren; en cambio, mientras penden esos recursos o los plazos para inter-
ponerlos, el acto no está firme. El acto firme no es susceptible de impugnación me-
diante recursos ordinarios, pero sí puede serlo mediante el recurso extraordinario
de revisión (y sujeto a las exigentes condiciones de procedencia de este último).
En consecuencia, la firmeza del acto implica la preclusión de los recursos or-
dinarios. Desde que los recursos ordinarios suponen la facultad del interesado de
requerir una revisión plena del acto, que penetre tanto en aspectos legales como
en las consideraciones de oportunidad que la autoridad hubiere tenido en cuenta,
respecto de los actos firmes el interesado no puede requerir su modificación o
Título II. El acto administrativo 211

supresión únicamente por razones de oportunidad. En cambio, los aspectos de


legalidad del acto pueden revisarse incluso con posterioridad (mediante la inva-
lidación).
En derecho chileno la firmeza del acto sólo opera en relación a los recursos
administrativos, y no respecto de las acciones judiciales de impugnación. En este
punto, el derecho chileno se diferencia del derecho comparado, en que los actos
no impugnados judicialmente dentro de cierto lapso, o cuyas impugnaciones hu-
bieren sido desechadas, devienen definitivos.
Ya está dicho que la firmeza administrativa no es condición de la ejecutoriedad
del acto administrativo (atributo que éste tiene per se desde su entrada en vigencia).

PÁRRAFO 4. ACTOS INDIVIDUALES


Y ACTOS GENERALES
287. Esta distinción atiende al círculo de destinatarios del acto. Un acto de
efecto individual se dirige a una o más personas determinadas; en cambio, un acto
de efectos generales recae de manera general y abstracta sobre una pluralidad de
terceros indeterminados.
La distinción aparece recogida por la ley de modo incidental a propósito de
las modalidades de publicidad, que es condición de la vigencia del acto adminis-
trativo. La forma de cumplir este requisito varía según se trate de actos de efecto
individual, que se notifican (LBPA, art. 45), o de actos de efecto general, que se
publican en el Diario Oficial (art. 48).
La pregunta más interesante que plantean los actos de alcance general se refie-
re al status del reglamento (sección única).

Sección única. El régimen de los reglamentos


288. Los reglamentos ¿son actos administrativos?
Algunos ordenamientos (Alemania, Italia, España) reconocen la singularidad
del reglamento, en razón de su carácter normativo. Ciertamente el reglamento
es un tipo de norma, y por eso su eficacia temporal y su interpretación opera de
un modo similar a la ley. Realzando esta singularidad, se pretende que el regla-
mento no sería un acto administrativo. El razonamiento más fino a este respecto
(tesis llamada ordinamentalista) distingue el acto administrativo, operación de
aplicación concreta de la ley y, por lo mismo, pasajera, de las auténticas normas,
destinadas a aplicarse indefinidamente en el tiempo sin respecto a una situación
212 José Miguel Valdivia

determinada. En este entendido, la sola circunstancia de que un acto administra-


tivo tenga efecto general no le priva de su carácter administrativo: si no establece
inequívocas reglas de derecho, es una operación concreta de aplicación de la ley
para una generalidad de destinatarios (por ejemplo, la autorización de una mani-
festación social).
Sin embargo, el soporte instrumental del reglamento es formalmente idéntico
al de los actos administrativos, como un decreto o una resolución. Por eso, otra
orientación comparada (característicamente, el derecho francés) no discute que se
extiendan al reglamento medios de impugnación similares a los del acto singular
y, por este camino, un cierto estatuto común con los demás actos administrativos.
En el contexto chileno, la pregunta acerca del estatuto jurídico del reglamento
se ha concentrado en la eventual aplicación de la LBPA a su respecto. Quienes
deniegan al reglamento carácter de acto administrativo entienden que no corres-
ponde aplicarles esta ley. Ahora bien, a pesar de las particularidades de la potestad
reglamentaria (sobre todo la del Presidente de la República), de todas formas es
aconsejable dotar al reglamento de un estatuto que defina un cierto estándar de
racionalidad, estándar que en el estado actual del derecho lo provee precisamente
la LBPA (cf., para otras precisiones sobre el procedimiento de elaboración de re-
glamentos, § 231).
Entre otras diferencias de régimen entre reglamento y acto administrativo sin-
gular, aunque sin reconocimiento legal, pueden anotarse las siguientes.

(a) Invalidación
289. Es discutible que proceda la invalidación de reglamentos, por razones
de seguridad jurídica. En general, la doctrina asume que a su respecto sólo cabe
la derogación, que produce efectos ex nunc (prospectivos, no retroactivos). En
cambio, la invalidación, que tiene característicamente efectos retroactivos, po-
dría arrastrar consigo la invalidez consecutiva de una serie imprevista de actos
de aplicación singular del reglamento y, por eso, debiera evitársela. Con todo, la
jurisprudencia aún no tiene mucha claridad sobre este punto, y en algunos casos
ha aceptado la invalidación de reglamentos (v., por ejemplo, el controvertido dic-
tamen 39.979, de 2010).

(b) Excepción de ilegalidad


290. Adicionalmente, la doctrina comparada postula que la “excepción de ile-
galidad”, es decir, la alegación incidental de la ilegalidad de un acto no destinada
a obtener su nulidad sino sólo su inaplicación en determinado asunto (cf. § 342),
Título II. El acto administrativo 213

se admite sin límite de tiempo respecto de los reglamentos; en cambio, y sin per-
juicio de excepciones, respecto de actos singulares hay buenas razones para limi-
tarla a los plazos de ejercicio de las acciones de impugnación que procedieren.

(c) ¿Impugnación judicial?


291. Por último, algún planteamiento doctrinario deniega la procedencia de
los mecanismos usuales de anulación respecto de los reglamentos, atendidas las
competencias especialísimas del Tribunal Constitucional respecto de la potestad
reglamentaria del Presidente de la República (cf. § 510). Sin embargo, este plan-
teamiento no ha sido respaldado por la jurisprudencia, que ha aceptado en su
contra tanto la procedencia de acciones anulatorias (nulidad de derecho público:
CS, 2 de septiembre de 2013, Consejo Ciudadano de Lago Ranco c/ Mun. Lago
Ranco, Rol 2054-2013; reclamo de ilegalidad municipal: CS, 10 de septiembre de
2013, Libertades Públicas A.G. c/ Mun. Huechuraba, Rol 7929-2012), como de
acciones cautelares (recurso de protección: CS, 11 de agosto de 2015, Agencia de
Acreditación y Evaluación de Educación Superior S.A. c/ Comisión Nacional de
Acreditación, Rol 6370-2015).

PÁRRAFO 5. ACTOS FAVORABLES


Y ACTOS DE GRAVAMEN
292. A diferencia de las clasificaciones antes analizadas, de carácter formal,
esta distinción atiende al contenido de los actos: algunos amplían la esfera jurídi-
ca del interesado (actos favorables) y otros la reducen (actos desfavorables o de
gravamen).
Ejemplos de actos favorables son la admisión, la concesión, la autorización,
la aprobación y dispensa. Entre estas categorías, en algunas latitudes del derecho
comparado se asigna un lugar central a la distinción entre autorización y conce-
sión (cuyo criterio definitorio está en el carácter preexistente o nuevo del derecho
a que se refieren, respectivamente). Por su parte, casos típicos de actos de grava-
men son las órdenes, y todo tipo de actos traslativos (como la expropiación), ex-
tintivos (como la caducidad de derechos) o sancionatorios (paradigmáticamente,
la imposición de multas sancionatorias).
La doctrina afirma que los actos favorables son fáciles de dictar, pero difíciles
de modificar o dejar sin efecto. Con esto se muestra un cierto favoritismo del
derecho por los actos favorables, en cuanto facilita su dictación (pues reduce las
214 José Miguel Valdivia

exigencias o limitaciones al efecto) y propende a su estabilidad. Así se manifiesta


al menos en los tres aspectos que se analizan en seguida.

(a) Retroactividad
293. La ley no excluye la retroactividad respecto de todo acto administrativo,
sino sólo de los actos perjudiciales. En otras palabras, el acto favorable podría
tener, si así se lo decide, efecto retroactivo:
“Los actos administrativos no tendrán efecto retroactivo, salvo cuando produzcan
consecuencias favorables para los interesados y no lesionen derechos de terceros” (LBPA,
art. 52).

(b) Motivación
294. En segundo lugar, la ley define un estándar profundizado de motivación
para los actos de gravamen:
“Los hechos y fundamentos de derecho deberán siempre expresarse en aquellos ac-
tos que afectaren los derechos de los particulares, sea que los limiten, restrinjan, priven
de ellos, perturben o amenacen su legítimo ejercicio, así como aquellos que resuelvan
recursos administrativos” (LBPA, art. 11 inc. 2).
En verdad, los actos favorables también deben motivarse (“Las resoluciones
contendrán la decisión, que será fundada”, LBPA, art. 41), pero el tratamiento
diferenciado respecto de los actos de gravamen sugiere un estándar más exigente.

(c) Revocabilidad
295. Por último, el derecho propende a la estabilidad de los efectos del acto
favorable, impidiendo su revocación. Tal como dispone el artículo 61, letra a) de
la LBPA, aunque por regla general todo acto administrativo puede ser revocado
por el órgano que lo hubiere dictado:
“La revocación no procederá… cuando se trate de actos declarativos o creadores de
derechos adquiridos legítimamente”.
Así, en principio, el acto favorable es irrevocable.
Con todo, es importante tomar en cuenta que la revocación no es el único
medio de que dispone la administración para retirar sus actos (cf. §§ 269 y ss.).
La revocación implica un retiro del acto motivado en meras consideraciones de
mérito u oportunidad, es decir, en una reevaluación del interés público; aceptar-
la respecto de los actos favorables implicaría legitimar el arrepentimiento de la
administración a su respecto, lo cual es contrario a la más elemental seguridad
Título II. El acto administrativo 215

jurídica. En cambio, la invalidación es una operación conceptual y jurídicamente


distinta, que implica el retiro de un acto administrativo motivado en su ilegalidad;
por eso, cabe entenderla como una especie de nulidad que, por principio, debe
operar retroactivamente y, en consecuencia, con prescindencia de los derechos
adquiridos que pudiera haber generado la aplicación del acto invalidado. La ley
ha propiciado este entendimiento que fragiliza los efectos de los actos favorables
al definir reglas distintas para la revocación y la invalidación (LBPA, arts. 61 y
5, respectivamente). Sólo en el caso de la revocación impone necesariamente la
protección de los “derechos adquiridos” y en cambio, respecto de la invalidación,
sólo establece un plazo de 2 años para el ejercicio de la potestad revisora, que
también propende a la estabilidad de los efectos favorables del acto (cf. § 271).
Sin embargo, como complementando la fórmula legal, la jurisprudencia en algu-
nos casos defiende el mantenimiento de los derechos adquiridos mediante actos
que debieran invalidarse.
296. Sin perjuicio de las diferencias apuntadas, conviene no ver esta distinción
categorial entre actos favorables y de gravamen como algo hermético. Hay muchas
soluciones intermedias, en que la administración arbitra intereses y lo que da a
unos es algo que perjudica a otros. Así se advierte en forma cada vez más frecuente
respecto de autorizaciones o concesiones, en materia ambiental (resolución de ca-
lificación ambiental) o urbanística (permiso de construcción), de aguas o recursos
naturales, etc.: los derechos que otorga a algunas personas disminuyen la calidad de
vida de terceros o los recursos disponibles para ellos. Es frecuente que la dimensión
favorable de estos actos oculte una dimensión desfavorable (para los vecinos, p. ej.).
Una fe demasiado ciega en la idea de “derechos adquiridos” podría conducir
al inmovilismo. En estos casos, no se olvide, el tercero perjudicado siempre puede
instar por la revisión administrativa o judicial del acto. En suma, la distinción
entre acto favorable y acto de gravamen proviene de un entendimiento puramente
bilateral entre la administración y el particular, pero oculta el carácter complejo
(si se quiere, triangular) que es típico de las relaciones administrativas modernas,
en que además del interesado y de la administración, los intereses generales pare-
cen tener un protagonismo propio.

Capítulo 4
Elementos del acto administrativo
297. La doctrina suele analizar un acto jurídico a la luz de sus “elementos”,
probablemente por influencia de las disciplinas morales sobre la estructura de los
actos de voluntad. En el derecho moderno, los elementos se conciben como re-
quisitos estructurales de un acto jurídico, sin los cuales éste adolece de un defecto
216 José Miguel Valdivia

que impide su eficacia. Así, en derecho civil los elementos del negocio jurídico se
analizan como requisitos de validez y, según planteamientos antiguos, también
de existencia. En derecho administrativo, los elementos del acto administrativo
también se conciben como condiciones de validez en cuanto vienen determinados
por la ley, y en razón de la importancia del principio de legalidad.
Por lo anterior, la identificación de los elementos del acto administrativo es de
importancia crucial para la teoría de la nulidad en derecho público: los elementos
del acto administrativo son aquellas condiciones estructurales necesarias para su
validez, sin cuya concurrencia (perfecta) el acto es susceptible de ser anulado.
Existe, pues, una correlación fuerte entre elementos del acto y su anverso, que
configuran vicios de nulidad.
En el estado actual, la jurisprudencia entiende que los vicios que pueden even-
tualmente provocar la nulidad de un acto administrativo son la ausencia de inves-
tidura regular del órgano respectivo, la incompetencia de éste, la inexistencia de
motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y procedimiento
en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atinente a la materia y la
desviación de poder. De esta enunciación resulta que los elementos del acto son:
(i) la competencia, una de cuyas manifestaciones es la investidura regular del ór-
gano, (ii) la forma, que incluye al procedimiento administrativo, (iii) el fin, que se
ve defraudado en caso de desviación de poder, (iv) el motivo, y (v) el objeto, cuyo
defecto recibe usualmente la denominación de “violación de la ley”.
En la teorización de estos elementos el punto de partida ha sido, para el de-
recho chileno, la descripción mínima de los requisitos que enuncia el artículo 7
de la Constitución (investidura regular de sus integrantes, competencia y forma).
Estos requisitos corresponden en general a los elementos de “regularidad externa”
del acto, que miran a su estructura puramente formal, sin penetrar en su lógica
interna (párrafo 1). La adjunción de los elementos de “regularidad interna” (fin,
motivo, objeto) se debe muy probablemente a la influencia del derecho compara-
do, particularmente de matriz francesa (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. ELEMENTOS DE LEGALIDAD EXTERNA


298. La Constitución enuncia como elementos de validez de los actos estatales
la investidura regular de los agentes públicos, la competencia (sección 1) y la for-
ma que prescriba la ley (sección 2). Estos requisitos son puramente formales, al
punto que su inobservancia no concierne al fondo del acto: el acto de una autori-
dad incompetente es nulo, pero podría ser adoptado de modo idéntico por quien
corresponda legalmente y en tal caso sería válido. Sin embargo, las exigencias
Título II. El acto administrativo 217

formales son importantes para el derecho porque cautelan la correcta atención a


los intereses públicos.

Sección 1. Competencia
299. La terminología tradicional chilena (cf. § 201) obliga a analizar separada-
mente los aspectos generales de la competencia y la cuestión mucho más específica
de la investidura regular de los agentes públicos.

(a) La competencia en clave conceptual


300. La voz “competencia” se emplea con alguna equivocidad en el derecho
administrativo (cf. §§ 77 y ss.).
En sentido latísimo, evoca el conjunto de misiones confiadas por la ley a un
órgano público, lo que en la práctica se confunde con la idea de “atribuciones” o
incluso “potestades”. Sin embargo, en este sentido, la competencia corre el riesgo de
dejar de configurar propiamente un elemento del acto, para pasar a ser una noción
que los engloba a todos. Si un órgano público está habilitado para imponer multas
de hasta 100 unidades monetarias, podría decirse, sin rigor analítico, que incurre en
incompetencia al imponer una multa de 101. Por su déficit técnico, esta noción lata
no puede ser aceptada en el campo de los elementos del acto administrativo.
En sentido más restringido, la noción de competencia permite individualizar con-
cretamente dentro de una institución administrativa a la autoridad o funcionario do-
tado de poder de decisión o habilitado específicamente, conforme a la ley, para tomar
la decisión contenida en el acto administrativo de que se trata. En este sentido, y tal
como se analiza a propósito de la organización administrativa, cabe entender que la
competencia es “la medida de la potestad que corresponde a cada órgano”.
Las consideraciones orgánicas son cruciales en la determinación de las com-
petencias. En este plano, por regla general es el superior jerárquico del respecti-
vo organismo el órgano competente para resolver una determinada materia (cf.
§ 78): el competente es el Ministro del ramo, el Contralor, el Director Nacional
de un servicio, etc. Sin embargo, en la determinación de las competencias también
inciden las variadas técnicas de distribución del poder al interior de la adminis-
tración. En supuestos de desconcentración (esto es, la radicación por ley de ciertas
atribuciones en un órgano inferior del servicio — cf. § 79), el competente es el
órgano desconcentrado, típicamente el Director Regional de un servicio. En casos
de delegación, la competencia depende de la regularidad del acto delegatorio,
dentro de las materias determinadas a que se refiera (cf. § 80). El subrogante de
un agente titular o suplente que no esté desempeñado efectivamente su cargo o
218 José Miguel Valdivia

esté impedido de hacerlo, también es competente para cumplir sus funciones en


caso que corresponda (la subrogación opera por el solo ministerio de la ley y re-
cae, por regla general, en el funcionario de la misma unidad que siga en el orden
jerárquico y que reúna los requisitos para el desempeño del cargo, salvo orden
de subrogación diverso determinado, cuando proceda, por la autoridad facultada
para efectuar el nombramiento, EA, arts. 79 y ss. — cf. § 75).
En caso de competencias compuestas la adopción del acto requiere la interven-
ción de dos o más órganos (por ejemplo, los nombramientos de competencia pre-
sidencial que requieren acuerdo del Senado); algo similar se observa en los casos
en que para adoptar una decisión la ley exige contar previamente con el informe
favorable de un órgano distinto.

(b) La investidura regular


301. La Constitución exige, para que los órganos públicos obren válidamente,
actuar “previa investidura regular de sus integrantes”.
La investidura regular de la autoridad o funcionario deriva de la observancia
de los mecanismos reconocidos por el derecho para su instalación, y que corres-
ponden a su elección o nombramiento (cf. § 72). No obstante su apariencia for-
mal, la cuestión puede encerrar apreciaciones de fondo, como el cumplimiento
requisitos para detentar determinados cargos públicos. En cualquier caso, se trata
de un aspecto puntual del requisito más general de la competencia.
Ahora bien, a pesar del reconocimiento constitucional de esta exigencia, debe
tenerse en cuenta que desde antiguo el derecho positivo ha mirado con alguna con-
descendencia los problemas derivados de la investidura regular. Salvo en casos abe-
rrantes, el nombramiento defectuoso de un agente puede pasar desapercibido a ojos
del público, y en razón de la protección de la apariencia o la seguridad jurídica,
el derecho privilegia la confianza de los terceros en su desempeño. De aquí que,
conforme a la teoría del “funcionario de hecho”, se reputan válidos los actos del
funcionario inhábil o cuyo nombramiento no fuere regularizado, por no haber sido
tomado de razón (LOCBGAE, art. 63; EA, art. 16, inc. 2); esta solución, eminente-
mente práctica, parece contraria al excesivo formalismo de la regla constitucional.

Sección 2. Forma
302. La Constitución ordena a los órganos públicos actuar en “la forma que
prescriba la ley”. Esta exigencia formal comprende dos aspectos diferentes: por
un lado, los requisitos del instrumento que sirve de soporte al acto administrativo
Título II. El acto administrativo 219

y, por otro, los requisitos procedimentales que deben observarse en la elaboración


del acto administrativo.

(a) Formalidades instrumentales


303. Las formalidades instrumentales son escasas en el derecho chileno. Des-
de luego, los actos administrativos en sentido propio tienen que adoptar forma
escrita. El contenido típico de los actos resolutorios está prefigurado por la ley
(LBPA, art. 41), tal como se analiza en el título siguiente sobre el procedimien-
to administrativo. En pocas ocasiones las leyes exigen formalidades adicionales,
como ocurre con la obligación de reducir a escritura pública determinados actos
(contratos de obra pública, decretos de concesión eléctrica, etc.)

(b) Procedimiento
304. En el estado actual del derecho positivo, las exigencias formales concier-
nen principalmente al procedimiento administrativo que debe observarse en for-
ma previa a la dictación del acto. Las reglas procedimentales son muy numerosas
y varían de un servicio a otro, de una materia a otra (procedimientos especiales).
Sin embargo, desde 2003 rige la Ley de Bases de los Procedimientos Administra-
tivos, que establece ciertos estándares comunes de racionalidad en la conducción
de los procedimientos, ley que rige supletoriamente respecto de todos los procedi-
mientos legales y directamente en los ámbitos no regulados por la ley.
Las exigencias procedimentales persiguen un propósito de racionalidad en la
toma de decisiones por parte de la administración. Se trata de obtener que ésta
actúe con todos los antecedentes de juicio necesarios para satisfacer el interés
general. Todo procedimiento administrativo está orientado a obtener que la ad-
ministración actúe sobre la base de razones, y no siguiendo su solo arbitrio, pero
sin descuidar la necesidad de eficacia de la acción administrativa.
Con todo, en materia administrativa rige un principio de informalidad relati-
va, en cuya virtud los defectos insustanciales no tienen efecto invalidante. En tal
sentido, la ley consagra este principio (denominado de “no formalización”) en
estos términos:
“El vicio de procedimiento o de forma sólo afecta la validez del acto administrativo
cuando recae en algún requisito esencial del mismo, sea por su naturaleza o por mandato
del ordenamiento jurídico y genera perjuicio al interesado” (LBPA, art. 13, inc. 2).

La importancia adquirida por las exigencias procedimentales en el derecho


administrativo general justifica su análisis en un título propio (cf. §§ 345 y ss.).
220 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 2. ELEMENTOS DE LEGALIDAD INTERNA


305. Por contraste con los elementos formales, los elementos de “regularidad
interna” conciernen a la adaptación del contenido del acto administrativo a la le-
galidad. Fundamentalmente, estos elementos se refieren a la causa del acto, tanto
final o fin (sección 1) como eficiente o motivo (sección 2), y a su objeto, que está
configurado por el efecto jurídico que se pretende alcanzar con él (sección 3).

Sección 1. Fin
306. La doctrina entiende que todo acto administrativo está orientado a una fi-
nalidad que consiste en el objetivo a alcanzar mediante la atribución de la potestad
pública. Desde luego, todo acto administrativo debe orientarse a la persecución del
interés general o bien común, que es el fin transversal a toda actuación estatal; pero
por lo general cada potestad se reputa establecida en función de una finalidad típica
específica (la causa final del acto). Se introduce así en el acto un elemento teleológi-
co, que los textos legales no siempre establecen de modo explícito (y, entonces, debe
inferirse mediante un examen funcional de la potestad pública).
Desde mediados del siglo XIX el derecho comparado designa con la expresión “des-
viación de poder” el vicio consistente en ejercer una potestad para un fin distinto del que
típicamente corresponde al acto. Este fin desviado puede consistir en un fin privado, ya
sea propio del agente público o de un tercero, pero en cualquier caso incompatible con
la ética del servicio público (como ocurre característicamente en casos de corrupción).
Pero también puede tratarse de un fin público distinto de aquel para el cual la ley ha
conferido la potestad (como podría darse en caso de que las potestades policiales de
control del tránsito se ejerzan no para mantener el orden público en las calles, sino para
“financiar” la caja comunal). Alguna vez la doctrina puso grandes expectativas en la
desviación de poder como técnica de control de legalidad, especialmente en supuestos
de discrecionalidad. Sin embargo, esta técnica no admite una utilización sencilla, porque
(al igual que en otras hipótesis de fraude) la comprobación de los auténticos móviles
del acto puede ser muy difícil, si no constan de algún modo en su motivación; el están-
dar probatorio de la desviación de poder es necesariamente elevado. De aquí que, en
la práctica, los casos de desviación de poder sean rara vez reconocidos y sancionados.

Sección 2. Motivo
307. La justificación sustantiva de toda decisión administrativa reposa en la
concurrencia de circunstancias de hecho que configuran el motivo, del que se deja
constancia formal en la motivación.
Título II. El acto administrativo 221

(a) La exigencia sustantiva


308. El motivo es el supuesto de hecho que condiciona el ejercicio de la potes-
tad pública y, por eso, determina la adopción del acto. Su importancia es central,
porque esa circunstancia de hecho constituye la justificación inmediata del acto
administrativo (su causa eficiente).
Las proposiciones normativas en general, y en especial aquellas que sirven
de base a la construcción de potestades públicas, presentan una estructura teó-
ricamente simple, en que un supuesto de hecho determina la producción de una
consecuencia jurídica. Ese supuesto de hecho es el motivo que justifica el recono-
cimiento de un derecho o ventaja o la imposición de una obligación o carga, o una
declaración de otra índole.
En casos sencillos, la ley determina con precisión la circunstancia de hecho que
justifica el acto. Por ejemplo, en el ámbito del empleo público la ley dispone que
el “funcionario calificado por resolución ejecutoriada en lista 4 o por dos años
consecutivos en lista 3, deberá retirarse del servicio” y si así no lo hiciere dentro
de cierto plazo “se le declarará vacante el empleo a contar desde el día siguiente a
esa fecha” (EA, art. 50); así, el acto de declaración de vacancia del empleo público
debe tener por motivo la circunstancia de una calificación deficiente del funciona-
rio, no seguida de su retiro voluntario.
La mayor parte de los casos no son tan simples, pues en la configuración del
supuesto de hecho que habilita a actuar la ley recurre a conceptos jurídicos inde-
terminados, cuya precisión exige un esfuerzo reflexivo o valorativo por parte de
la administración. Por ejemplo, en materia de extranjería la ley dispone que “los
extranjeros que hubieren ingresado al país no obstante encontrarse comprendidos
en alguna de las prohibiciones señaladas en el artículo 15…, podrán ser expul-
sados del territorio nacional” (Ley de Extranjería, DL 1094, de 1975, art. 17) y
entre aquellas prohibiciones se incluye a “los que no tengan o no puedan ejercer
profesión u oficio, o carezcan de recursos que les permitan vivir en Chile sin cons-
tituir carga social” (art. 15 N° 4). El concepto “carencia de recursos que permitan
a un extranjero vivir en Chile sin constituir carga social” no se deja aprehender
con facilidad, debiendo ser correctamente precisado al momento de su aplicación.
En algunas ocasiones la ley deja abierto el supuesto de hecho que justifica una
decisión, para que la administración lo complete en el caso concreto. En materia
de regulación de la industria eléctrica, por ejemplo, la ley habilita a la Superinten-
dencia de Electricidad y Combustibles a “adoptar, transitoriamente, las medidas
que estime necesarias para la seguridad del público y el resguardo del derecho de
los concesionarios y consumidores de energía eléctrica, de gas y de combustibles
líquidos, pudiendo requerir de la autoridad administrativa, el auxilio de la fuerza
222 José Miguel Valdivia

pública para el cumplimiento de sus resoluciones” (Ley 18.410, orgánica de la


Superintendencia de Electricidad y Combustibles, art. 3 N° 22). En este precepto
no logra advertirse cuáles serían las circunstancias de hecho que, para resguardar
el derecho de los concesionarios y consumidores de electricidad, justifiquen la
adopción de medidas transitorias necesarias. La extrema apertura de ese supuesto
de hecho refuerza el carácter discrecional con que la potestad ha sido concebida.
El motivo debe ser real, es decir, debe siempre sustentarse en antecedentes de
hecho materialmente comprobables.
Por cierto, estos antecedentes de hecho usualmente requieren una calificación ju-
rídica para entenderse comprendidos en el supuesto de hecho al que la ley se remite.
Como ha dicho la jurisprudencia, “la autoridad administrativa se encuentra faculta-
da para efectuar la calificación jurídica de los hechos, lo que ocurre cada vez que la
autoridad aplica a un hecho una norma o un concepto jurídico que le sirve de funda-
mento a aquél y que justifica la dictación del acto administrativo”; sin perjuicio de lo
anterior, si la autoridad incurre en un error en dicha calificación, sus actos pueden ser
censurados por el juez (Corte Suprema, 24 de junio de 2015, Rosales Angulo c/ Fisco,
Rol 3674-2015). Desde luego, debe advertirse una tendencia jurisprudencial signi-
ficativa a observar deferencia hacia las calificaciones jurídicas de la administración,
especialmente en casos (política, económica o socialmente) sensibles.
El control judicial de los motivos es uno de los desafíos mayores del derecho
administrativo.

(b) La motivación
309. El motivo debe distinguirse de la motivación, con la cual guarda estrechas
relaciones. Mientras el motivo es un elemento de fondo de los actos administrati-
vos, la motivación es un requisito formal consistente en la expresión de los moti-
vos. En la práctica, en los instrumentos que sirven de soporte a actos administra-
tivos la motivación suele ser identificada con la expresión “considerandos” (los
“vistos”, por su parte, identifican las reglas legales en que se sustenta la decisión).
La motivación tiene gran importancia en el derecho administrativo actual. Por
de pronto, permite conocer la justificación del acto (el motivo) y, por tanto, facili-
ta su control. La motivación también es una exigencia derivada de los principios
de publicidad y transparencia, que son consustanciales al poder público: mediante
el motivo la administración rinde cuenta de sus actos, esto es, de las razones por
las que procede. En un régimen jurídico en que el poder es impersonal, la moti-
vación tiene una importancia central para el respeto a la legalidad. Las decisiones
públicas deben sustentarse en razones y no pueden justificarse únicamente en la
posición de predominio que confieren los cargos públicos. Por otra parte, aunque
Título II. El acto administrativo 223

todo acto deba tener un motivo, si la administración está dispensada de dar cuen-
ta de él, sus motivos pueden ser desde erróneos hasta inconfesables.
Cuando la ley exige en ciertas materias un decreto o resolución “fundado” o
“motivado”, contempla una exigencia particular de motivación. Así ocurre es-
pecíficamente respecto de los actos de gravamen y aquellos que se pronuncian
sobre impugnaciones administrativas (LBPA, art. 11, con referencia a “los hechos
y fundamentos de derecho” del acto). Con todo, en el derecho positivo vigente
por regla general todo acto administrativo resolutorio debe ser motivado: “Las
resoluciones contendrán la decisión, que será fundada” (LBPA, art. 41, inc. 4).
Ahora bien, sin perjuicio de la importancia de la motivación, no debe minimi-
zarse su carácter de requisito formal. Por eso, en aplicación del principio de no
formalización, la omisión de la motivación sólo conduce a la nulidad del acto si
recae en una exigencia esencial y causa perjuicio al interesado (lo cual vale espe-
cialmente respecto de los actos de gravamen).

Sección 3. Objeto
310. El objeto del acto administrativo corresponde a su contenido resolutorio,
esto es, la decisión concreta que contiene: la regla que fija, el derecho o beneficio
que confiere, la carga que impone.
El objeto debe necesariamente ajustarse a la ley. Un acto administrativo no
puede disponer una consecuencia jurídica que el derecho objetivo no establezca.
En tal sentido, la ley asigna normalmente una determinada consecuencia a un
supuesto de hecho, cuya concurrencia o no determina el contenido del acto; así,
por ejemplo, si el proyecto de construcción cumple con las normas urbanísticas,
el Director de Obras Municipales otorgará el permiso de edificación solicitado
(Ley General de Urbanismo y Construcciones, art. 116, inc. 5), pero lo denegará
en caso de que el proyecto no se ajuste a esas normas. La consecuencia también
puede estar concebida en términos amplios; por ejemplo, una multa puede estar
prevista en función de un rango de unidades monetarias, de modo que el objeto
será alguna cantidad comprendida dentro de ese rango, pero no puede rebasarlo.
En algunos casos, las leyes prevén el objeto de las decisiones administrativas en
términos alternativos, como ocurre, por ejemplo, en materia de nombramientos
sobre la base de una terna o quina.
El objeto del acto debe ser, además, de ejecución posible. Esta posibilidad está
entendida no sólo en sentido físico, sino también en sentido jurídico (de modo
que el acto que contiene decisiones contradictorias, que se anulan entre sí, carece
de objeto).
224 José Miguel Valdivia

Por cierto, el objeto está en íntima relación con el motivo, pues éste debe poder
justificarlo. Por eso, el control del objeto también suele presentar dificultades en
casos de potestades concebidas sobre la base de componentes discrecionales.

Capítulo 5
Discrecionalidad
311. Por su estrecha conexión con la teoría del acto administrativo, y en par-
ticular de algunos de sus elementos sustantivos –como el motivo y el objeto– es
útil tratar aquí acerca de la discrecionalidad. El examen que sigue pasa revista a
la noción de discrecionalidad (párrafo 1), su justificación y límites (párrafo 2) y su
empleo como técnica de atribución de potestades (párrafo 3). Siempre en el pla-
no conceptual, se revisa la dificultad de distinguir la discrecionalidad de algunas
figuras afines (párrafo 4). Por último, se esbozan algunas técnicas de control de la
discrecionalidad (párrafo 5).

PÁRRAFO 1. NOCIÓN DE DISCRECIONALIDAD


312. En términos muy generales, la discrecionalidad administrativa es la posibi-
lidad que el derecho reconoce a la administración para actuar con cierta libertad.
Según una definición ampliamente aceptada, la discrecionalidad es “una libertad de
elección entre alternativas igualmente justas, o, si se prefiere, entre indiferentes jurí-
dicos” (García de Enterría y Fernández). Frente al carácter aparentemente riguroso
del principio de legalidad, la discrecionalidad presenta la particularidad de flexibili-
zar la acción administrativa, legitimando las opciones que se adopten.
Hay múltiples ámbitos en que la administración puede actuar discrecional-
mente. La doctrina distingue una discrecionalidad de acción, consistente en defi-
nir si se actúa o no y cuándo hacerlo, y una discrecionalidad de elección, relativa
al contenido de las decisiones administrativas. La primera es prácticamente co-
mún a todo ámbito de la acción administrativa; la segunda, en cambio, necesita
habilitación legal específica y suscita mayor discusión.
El planteamiento doctrinal antes referido entiende que el peso de la legalidad
es menos intenso en casos de discrecionalidad, porque aquí “la decisión se funda-
menta en criterios extrajurídicos (de oportunidad, económicos, etc.) no incluidos
en la Ley y remitidos al juicio subjetivo de la administración” (García de Enterría
y Fernández). La distinción entre legalidad y oportunidad es un lugar común en
la literatura especializada sobre la discrecionalidad, porque remite a las conside-
raciones que la autoridad debe o puede tomar en cuenta al decidir y, correlativa-
Título II. El acto administrativo 225

mente, a lo que el juez puede o no controlar ex post. Conceptualmente, el control


de legalidad sólo puede extenderse a la aplicación de la ley u otras normas jurídi-
cas, pero no a las opciones administrativas ejercidas en consideración a la oportu-
nidad (política, social o económica, etc.), que es monopolio de la administración.
Con esta rápida revisión del concepto puede apreciarse uno de los principales
riesgos de la discrecionalidad. Básicamente, ésta reduce las posibilidades efecti-
vas de practicar un control de legalidad de los actos de la administración, pues
si el derecho habilita a la administración a elegir libremente, no puede al mismo
tiempo censurar sus elecciones. El margen de libertad que la ley confiere a la ad-
ministración en casos de discrecionalidad es también un margen de maniobra e,
incluso, de error. Y la opacidad que implica la reducción del control puede facili-
tar la arbitrariedad u otros comportamientos irregulares.

PÁRRAFO 2. JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES


313. La discrecionalidad cumple una valiosa función en la operación cotidiana
de la administración, aunque su ejercicio puede envolver algún riesgo de abusos.
De aquí resulta que el derecho positivo se oriente más hacia el control de ejercicio
que al control de atribución de la discrecionalidad.
Ante todo, conviene tomar por punto de partida la legitimidad de principio
de la discrecionalidad. Esta es una técnica jurídicamente neutra de atribución de
potestades públicas. En principio, el legislador es libre de articular las potestades
conforme a dos grandes modelos: la potestad es reglada si la totalidad de las con-
diciones para su ejercicio son predefinidas por la ley; en cambio, es discrecional
si el legislador entrega libertad a la administración para determinarse. En verdad,
la distinción entre potestades regladas y potestades discrecionales se presenta rara
vez en estado puro; más bien, toda potestad está compuesta de elementos regla-
dos y puede contener elementos de apreciación discrecional. La teoría admite que
hay aspectos necesariamente reglados (en donde no cabe ninguna elección por
la autoridad): competencia, formas, fin. Es muy discutible que haya potestades
auténticamente discrecionales.
En variados contextos la discrecionalidad es necesaria, pues el legislador sim-
plemente no puede concebir –en el plano de su función de elaboración de normas
generales y abstractas– la totalidad de las situaciones que puedan presentarse en
la realidad. Entonces, para hacer operativas las orientaciones definidas por la ley,
la administración recibe un margen de maniobra más o menos significativo que
le permite discriminar las situaciones que se presenten y que justifiquen un tipo u
otro de decisión. Desde que administrar supone la aplicación concreta de la ley, la
administración está en mejores condiciones que el legislador para efectuar estas
226 José Miguel Valdivia

apreciaciones. Pretender que cada decisión pública dependa de un juicio previo


del legislador (y, por tanto, de un debate parlamentario que puede ser largo y
azaroso) entrabaría enormemente el funcionamiento del Estado. En nombre de la
eficiencia, la atribución de potestades discrecionales permite al Estado funcionar
mejor y más rápido.
En consecuencia (y aunque algunos hayan podido creer algo distinto), la dis-
crecionalidad es en sí misma legítima. Algunos –probablemente cegados por la
confusión retórica entre discrecionalidad y arbitrariedad– han sugerido que la
discrecionalidad sería inconstitucional. Por las razones recién referidas, este plan-
teamiento no puede aceptarse. Sólo excepcionalmente podría estimarse que la
discrecionalidad es una forma impropia de atribución de potestades, como cuan-
do por su intermedio el legislador incumple su deber de agotar la regulación de
cierta materia, esto es, en contextos de “reserva de ley” reforzada (cf. § 180). La
reserva de ley es el mecanismo técnico de atribución de competencias normativas
al legislador. Cuando la reserva de ley es exigente (particularmente, en materia de
libertades públicas), el legislador debe regular la materia en forma exhaustiva o,
en palabras del Tribunal Constitucional, con suficiente determinación y especifici-
dad. Tanto las remisiones normativas (al reglamento u otras fuentes infralegales)
como las potestades administrativas discrecionales podrían defraudar la atribu-
ción de competencias normativas al legislador en estos casos. Con todo, esto no
significa que la discrecionalidad esté completamente ausente de aquellos ámbitos
en que imperan reservas de ley. No se puede dar un juicio categórico en estas ma-
terias, que hay que analizar caso a caso.

PÁRRAFO 3. LA DISCRECIONALIDAD
COMO TÉCNICA DE ATRIBUCIÓN DE POTESTADES
314. Según lo revisado, la discrecionalidad aparece como una modalidad de
configuración de las potestades públicas: frente a las potestades regladas (cuyos ele-
mentos de ejercicio son regulados exhaustivamente por la ley), hay potestades dis-
crecionales (en que la administración recibe poder para configurarlos libremente).
Ante todo, conviene reafirmar que en derecho chileno la atribución de potesta-
des públicas es necesariamente fruto de la ley (cf. § 199). Desde esta perspectiva,
incluso las potestades discrecionales (o configuradas sobre la base de elementos de
apreciación discrecional) son manifestación de un poder atribuido por el derecho.
La libertad de elección que conllevan estas potestades no es, como pudo pensarse
en otro tiempo, una condición “natural” del titular del poder, sino una libertad
conferida específicamente por el derecho para la satisfacción precisa de las nece-
sidades de que se trate. Por cierto, las condiciones de ejercicio de las potestades
Título II. El acto administrativo 227

configuradas sobre la base de elementos de apreciación discrecional debilitan la


fuerza del principio de legalidad, que, bajo ciertos respectos, deja de explicarse
como una exigencia de conformidad a la ley, y pasa a revestir más bien la forma
de una exigencia de mera compatibilidad o no contrariedad a la ley (cf. § 191).
La libertad de elección que conlleva la discrecionalidad puede ser configurada
de distintas maneras.
315. Ante todo, en diversos casos la ley habilita a la administración a adoptar,
en presencia de un determinado supuesto de hecho, una o más medidas previstas
en un catálogo más o menos extenso. Un ejemplo especialmente elocuente de esta
técnica está dado por el amplio elenco de medidas de protección agrícola que el
Servicio Agrícola y Ganadero puede adoptar al constatar la existencia de una
plaga y que consisten, “entre otras”, en “cuarentena o aislamiento, eliminación,
desinfección y desinfestación e industrialización” (DL 3557, Ley de protección
agrícola, arts. 1 y 6). Lo mismo puede decirse de los casos en que la ley configu-
ra sanciones pecuniarias sobre la base de un rango monetario dentro del cual la
administración puede moverse; por ejemplo, la “multa de ciento cincuenta a dos
mil unidades tributarias mensuales” prevista por el artículo 50 de la Ley 19.995,
de casinos de juego. Igualmente ocurre en los numerosos casos en que la admi-
nistración puede elegir libremente a un candidato dentro de un universo más o
menos definido, ya sea de oferentes en una licitación, participantes en un concurso
funcionarial, integrantes de una nómina o simplemente individuos que cumplan
las condiciones exigidas para llenar un cargo de confianza política.
316. En segundo lugar, la discrecionalidad puede aparecer bajo las formas
verbales empleadas por la ley, como ocurre típicamente tras el empleo del verbo
poder (“podrá”). Sin embargo, este no es un criterio infalible, porque esta termi-
nología podría encerrar simplemente la designación de una potestad (entendida,
como hacían antiguamente algunos, como un “poder-deber”). En consecuencia,
para determinar si el verbo poder supone una auténtica potestad discrecional, se
hace necesaria una interpretación contextual de los términos legales, que denote
efectivamente una libertad de decisión. Por ejemplo, en materia migratoria, las
reglas sobre impedimentos de ingreso contempladas en la Ley de Extranjería se es-
tructuran sobre la base de dos técnicas distintas: por una parte, disponen que “se
prohíbe el ingreso al país” de ciertas categorías de extranjeros e, inmediatamente
a continuación, especifican que “podrá impedirse el ingreso al territorio nacional”
de otras categorías de extranjeros (DL 1094, de 1975, arts. 15 y 16). Como se
advierte de este contexto normativo, el empleo del verbo poder da cuenta de un
cierto margen de maniobra de la autoridad migratoria que se explica técnicamen-
te mediante la noción de discrecionalidad.
228 José Miguel Valdivia

317. Por último, es posible que la ley permita a la administración decidir del
modo que estime más conveniente o adecuado a las circunstancias. Así, en un
ejemplo antes referido, la Ley 18.410, orgánica de la Superintendencia de Electri-
cidad y Combustibles, habilita a ese organismo a “adoptar, transitoriamente, las
medidas que estime necesarias para la seguridad del público y el resguardo del
derecho de los concesionarios y consumidores de energía eléctrica, de gas y de
combustibles líquidos” (art. 3 N° 22). Sin necesidad de regulación explícita que
dé cuenta de su carácter discrecional, también lo son (y en un sentido especial-
mente fuerte) las potestades de la llamada “administración conformadora”, que
no se limitan a aplicar el derecho sino más bien a configurarlo. Así ocurre, por
ejemplo, con las potestades de planificación –típicamente la de planificación urba-
na– así como con la gestión de proyectos viales o de obras públicas en general, en
las cuales la administración goza de un amplio campo de iniciativa para decidir.
También deben mencionarse aquí, de un modo mucho más general, las potestades
normativas, como la potestad reglamentaria del Presidente de la República, que
–sin perjuicio de los límites legales– se ejerce en condiciones de extrema libertad.
Ahora bien, independiente de la técnica legislativa empleada, es pertinente no-
tar que en cada caso la libertad de la administración recae sobre las medidas que
se trata de adoptar o no, vale decir, sobre el objeto del acto administrativo.

PÁRRAFO 4. DISCRECIONALIDAD Y OTROS CASOS EN QUE LA


ADMINISTRACIÓN CUENTA CON MARGEN DE ACCIÓN
318. Conforme a la doctrina dominante, la auténtica discrecionalidad sólo se
sitúa en presencia de una libertad de elección entre alternativas correlativas a un
determinado supuesto de hecho. Sin embargo, en ocasiones el supuesto de hecho
es configurado por la ley en condiciones que suscitan alguna incertidumbre y
corresponde a la administración dotarlo de sentido. Aunque es inequívoco que
mediante esta técnica la ley también confiera a la autoridad alguna flexibilidad en
la gestión administrativa, es discutible que esta labor (de concretización de una
regla) corresponda a un tipo de discrecionalidad.
Así ocurre con los supuestos de hecho configurados sobre la base de conceptos
jurídicos indeterminados y en los casos denominados de discrecionalidad técnica.

(a) Discrecionalidad y conceptos indeterminados


319. Según planteamientos ampliamente difundidos, los conceptos jurídicos
indeterminados –empleados en todas las ramas del derecho– se caracterizan por
Título II. El acto administrativo 229

cierta vaguedad o imprecisión respecto de las hipótesis de hecho susceptibles de


subsumirse en ellos. Entre otros, podrían mencionarse como tales las nociones de
“plaga”, “sequía”, “salud irrecuperable o incompatible con el desempeño del car-
go” de un funcionario, “la propuesta más ventajosa” en una licitación, “elusión
tributaria mediante el abuso de las formas jurídicas”, etc.
Al igual que los conceptos jurídicos descriptivos, a la hora de concretizarlos
en la práctica, los conceptos jurídicos indeterminados presentan una zona de cer-
teza positiva y una zona de certeza negativa, pues es inequívoco que determina-
das situaciones de hecho se enmarcan o no dentro del concepto. Sin embargo, lo
propio de los conceptos jurídicos indeterminados es que también presentan una
zona de incerteza, en que es difícil definir si algún caso se subsume dentro de él.
Así, es prácticamente seguro que un funcionario con trastornos mentales severos
presenta una salud incompatible con cualquier cargo público, mientras que si
sólo tiene un resfrío su salud sigue siendo compatible con él; pero entre ambos
extremos hay muchas hipótesis dudosas, en que prácticamente cualquier afección
permanente, incluso no muy grave, podría suscitar incertidumbre, por ejemplo,
si el funcionario pertenece a las Fuerzas Armadas y su empleo requiere un alto
rendimiento físico.
La doctrina española entiende que las dificultades de concreción de un concep-
to jurídico indeterminado no importan discrecionalidad. En otros términos, para
estimar que un supuesto de hecho corresponde a la categoría legal definida sobre
la base de estos conceptos indeterminados la administración no tiene libertad; al
contrario, aquí imperaría una “única solución justa”, sin que quepa sostener al
mismo tiempo que ese supuesto corresponde y no corresponde al concepto: “Lo
peculiar de estos conceptos jurídicos indeterminados es que su calificación en una
circunstancia concreta no puede ser más que una: o se da o no se da el concepto;
o hay buena fe o no hay buena fe en el negocio… o hay utilidad pública o no la
hay; o se da, en efecto una perturbación del orden público o no se da… Tertium
non datur” (García de Enterría y Fernández).
Este planteamiento busca reducir la discrecionalidad únicamente a la deter-
minación de las consecuencias de un supuesto de hecho, pero excluirla de la ca-
lificación de las circunstancias que determinan la concurrencia del presupuesto
normativo de esas circunstancias; en otras palabras, persigue encerrar la discre-
cionalidad en el objeto del acto administrativo, pero excluirla del motivo del acto.
Sin embargo, en otras corrientes comparadas (p. ej., en Alemania) se postula
que en la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados, sobre todo en
aquellos conceptos que remiten a un juicio valorativo de la autoridad, yace un
margen de apreciación conferido a la administración. Ese margen de apreciación
es conceptualmente distinto de la discrecionalidad entendida en sentido estricto,
230 José Miguel Valdivia

pero su control suscita dificultades similares a las de la discrecionalidad. De he-


cho, en la enseñanza francesa, el control de la discrecionalidad suele depender del
control de motivos, admitiendo que en algunos casos la calificación jurídica de los
hechos (dentro del presupuesto normativo configurado sobre la base de elementos
de apreciación flexible) es muy difícil de censurar, salvo en casos marginales.

(b) La llamada “discrecionalidad técnica”


320. Un planteamiento ampliamente difundido en derecho comparado (sobre
todo español, pero de raíces germánicas) postula que en determinadas operacio-
nes caracterizadas por la aplicación de soluciones técnicas la determinación de los
presupuestos fácticos que justifican una decisión depende del juicio de organismos
que cuentan con “discrecionalidad técnica”.
Esta tesis no es muy rigurosa, a la luz de las explicaciones precedentes. En sen-
tido estricto, la discrecionalidad reside en la determinación de las consecuencias
jurídicas de una determinada hipótesis de hecho, pero no en el discernimiento
acerca de la concurrencia de ese supuesto de hecho. Luego, la discrecionalidad
técnica no sería propiamente discrecionalidad.
A pesar de su difícil conceptualización como una genuina discrecionalidad, la
llamada discrecionalidad técnica da cuenta de restricciones del control judicial
análogas a las que suscita aquélla. Cuando el ordenamiento instituye procedi-
mientos o a fortiori organismos técnicos especializados para la gestión de deter-
minados intereses públicos, confía en esos cauces institucionales como medios de
acción. Aunque los jueces puedan ilustrar su juicio mediante el auxilio de peritos,
las limitaciones de su conocimiento especializado no permiten augurar un control
eficaz de estas operaciones. Al menos por razones institucionales (que a la larga
derivan del principio de separación de poderes) no es sencillo promover la plena
justiciabilidad de este ámbito de la acción administrativa.

PÁRRAFO 5. CONTROL DE LA DISCRECIONALIDAD


321. Por diversas razones, el control de la discrecionalidad es complejo. Insti-
tucionalmente, la administración y la jurisdicción cumplen dos funciones distintas
que no pueden confundirse. A la administración incumbe la satisfacción inmediata
de necesidades públicas y, en cambio, el juez en principio sólo verifica que ésta se
ajuste a la ley. Por eso, la administración cuenta con una especialización sectorial
y técnica de que los jueces normalmente carecen. Por lo mismo, los jueces deben
Título II. El acto administrativo 231

abstenerse de sustituir a la administración: sólo les corresponde verificar que la


ley sea respetada, sin arrogarse funciones que corresponden a la administración.
En tal sentido, algunas orientaciones comparadas distinguen dos modalidades
de control judicial de la administración a la luz de su profundidad o extensión,
concibiendo un control normal y un control restringido o mínimo. Mientras el
control normal recae sobre la totalidad de los elementos que integran la potestad
pública y habilitan a ejercerla, el control restringido da cuenta de que la revisión
que efectúan los jueces respecto de algunos aspectos de la potestad es inexistente o
superficial. El control normal sería idóneo para comprobar la legalidad del ejerci-
cio de las potestades regladas, mientras el control restringido se manifestaría en la
revisión de las potestades discrecionales (pero también en otros ámbitos en que el
juez, por razones políticas o técnicas o de otra índole, se muestra deferente frente
a determinadas operaciones administrativas). Aunque esa experiencia no sea di-
rectamente aplicable al derecho chileno, es interesante analizar las herramientas
que implica el control restringido, porque algunas de ellas parecen susceptibles
de explicar la forma en que se comportan los jueces frente a la discrecionalidad
administrativa.
En la experiencia chilena el control de la discrecionalidad se concentra (en
términos cuantitativos) en el recurso de protección, pues, conforme a la termi-
nología empleada por la Constitución, ese recurso permite enfrentar tanto actos
ilegales como arbitrarios (cf. §§ 639 y ss.). En el marco de ese recurso se asume
que la ilegalidad se configura cuando la administración viola parámetros normati-
vos textuales (legales, supra o infralegales), mientras que la arbitrariedad aparece
cuando la administración transgrede criterios no previstos directamente por los
textos; dado que respecto de las potestades discrecionales un control meramente
textual es insuficiente (por la libertad conferida a la administración) han prolife-
rado herramientas de control de la arbitrariedad, que bajo diversos respectos se
asemejan a las herramientas del control restringido del derecho comparado. Por
cierto, nada impide que la discrecionalidad sea controlada eficazmente fuera del
marco del recurso de protección, mediante todo tipo de mecanismos de control,
judiciales o administrativos (dictámenes de Contraloría, reclamos especiales de
ilegalidad, acción de nulidad de derecho público, etc.).
El control de la discrecionalidad siempre es complejo. Por la libertad que im-
plica en la decisión sobre el objeto de un acto (vale decir, en la determinación de
la consecuencia jurídica frente a un determinado supuesto de hecho), los jueces
suelen no censurar las opciones tomadas por la administración. En cambio, el
control de la discrecionalidad suele tomar un aspecto oblicuo o indirecto, pues
recae fundamentalmente en los motivos del acto. En el fondo, se asume que defi-
niendo bien si concurren las circunstancias de hecho que justifican una decisión (o
232 José Miguel Valdivia

sea, los motivos) podría verificarse eficazmente si la discrecionalidad ha sido bien


o mal ejercida. Sin embargo, el control de motivos tampoco es sencillo, atendida
la frecuente configuración abierta de los presupuestos de ejercicio de una potestad
pública, mediante remisión a conceptos jurídicos indeterminados en los que pue-
de verse un margen de apreciación.
Se analizan en seguida las principales herramientas de control en ámbitos ca-
racterizados por potestades discrecionales, que recaen sobre la motivación (sección
1), la revisión de la materialidad de los hechos que operan como presupuesto de la
toma de decisiones (sección 2), la calificación jurídica de tales hechos (sección 3)
y también aquellas técnicas basadas en la noción de proporcionalidad (sección 4).

Sección 1. Control de la motivación


322. En la práctica legal chilena una de las herramientas más empleadas en la
materia es el control de la motivación, que consiste en verificar si el acto admi-
nistrativo cuenta o no con la expresión formal de los motivos que lo justificarían.
Si la motivación falla, ya sea porque es inexistente o insuficiente, en general los
jueces estiman que el acto impugnado es arbitrario.
Este control es puramente formal, porque la motivación es en sí misma un
elemento de forma. En consecuencia, este control no entra en el núcleo duro de la
discrecionalidad: es un control deferente para con la administración.
Aun así, la motivación permite conocer la justificación de la decisión, y co-
nociéndola, el juez podrá evaluar si ha habido adecuación entre los motivos de
hecho y las medidas adoptadas. También permite conocer otros aspectos, como
las finalidades perseguidas.

Sección 2. Control de la materialidad de los motivos


323. Conociéndose los motivos, sea que la administración los invoque en el
acto mismo o dé cuenta de ellos posteriormente en sede judicial, corresponde ve-
rificar la materialidad de los hechos que los configuran.
La prueba de los motivos varía en función de las circunstancias que los consti-
tuyan. Aunque en algunos casos esta verificación es sencilla (p. ej., la prueba de una
infracción administrativa), puede haber otros más complejos, si los motivos depen-
den de una variedad de apreciaciones de la autoridad (p. ej., la prueba respecto de
las circunstancias que configuran las necesidades urbanísticas de una ciudad).
Si los motivos no concurren de hecho, el acto debe tenerse por ilegal, por ca-
recer de justificación.
Título II. El acto administrativo 233

Sección 3. Control de la calificación jurídica de los hechos


324. Las circunstancias de hecho que la autoridad invoca ¿son el presupuesto
fáctico que debería justificar la decisión? La cuestión corresponde a un análisis
jurídico del motivo, tendente a determinar si los hechos se enmarcan en las previ-
siones normativas. Si las reglas se estructuran sobre la base de conceptos descrip-
tivos esta calificación es sencilla: el candidato designado por la autoridad ¿tiene la
mayoría de edad exigida? En cambio, si se estructura sobre la base de conceptos
indeterminados los jueces suelen inhibirse. Esta deferencia tiene sentido cuando
los conceptos legales requieren de alguna valoración por parte de la autoridad:
tratándose de la aplicación de la Ley 19.856 sobre rebaja de condenas, ¿el conde-
nado tiene “comportamiento sobresaliente”? Como se ha visto, algunos explican
esta deferencia de los jueces en la existencia de un margen de apreciación de la
autoridad. Pero aun así, existen medios indirectos de control, dentro de los cuales
cabe referirse especialmente a los siguientes:

(a) Error manifiesto de apreciación


325. En la jurisprudencia francesa, una calificación incorrecta de los hechos
puede ser censurada en aplicación de la noción de “error manifiesto de aprecia-
ción”. Detrás del error manifiesto está la idea de exceso: en general, los jueces son
deferentes respecto de las determinaciones de la administración, a menos que ésta
incurra en aberraciones que salten a la vista.
Según la Ley de protección agrícola, se entiende por plaga “cualquier orga-
nismo vivo o de naturaleza especial que, por su nivel de ocurrencia y dispersión,
constituya un grave riesgo para el estado fitosanitario de las plantas o sus pro-
ductos” (art. 3, letra b). La presencia en Chile de la llamada mosca de la fruta
(ceratitis capitata) es normalmente fuente de inquietud para la autoridad agrícola;
pero si se trata de casos aislados en el territorio, estimar que el hecho configura
una plaga –y dar pie a la aplicación de las medidas contempladas en la ley– puede
parecer un exceso que merecería censura, pues se trataría de un error manifiesto.

(b) Análisis costo-beneficios


326. Algunas operaciones administrativas dependen de valoraciones de hecho
respecto de las necesidades públicas, que podrían ser revisadas ex post, al menos
superficialmente. Así ocurrió inicialmente en la experiencia francesa en torno a la
expropiación, que debe justificarse en la noción de “utilidad pública”. ¿Se justifica
la expropiación proyectada en la utilidad pública? Para apreciarlo, los jueces prac-
ticaron un balance costo-beneficio, ponderando por una parte los sacrificios que la
234 José Miguel Valdivia

operación entraña (erradicación de las familias o empresas instaladas en el terreno


a expropiar, pérdida de tierras agrícolas, etc.) frente a las ventajas esperadas (ex-
pectativas de desarrollo local asociadas al proyecto de que se trate); si las ventajas
superan los costos, el proyecto se funda en la utilidad pública, y viceversa.
El análisis costo-beneficio se presenta como un control profundizado de las
apreciaciones de la autoridad, porque en la práctica equivale a reemplazar la
valoración de ésta por la del juez. Sin embargo, también es un control superficial,
porque se limita a verificar que la autoridad no ha efectuado una calificación de
los hechos incompatible con la ley.
La técnica ha sido criticada por la dificultad metodológica que conlleva con-
trastar ventajas y beneficios, que rara vez se miden conforme a un parámetro
común. Por lo general, la ponderación depende, prima facie, del criterio político
de la autoridad, que en cada caso determina las debilidades y fortalezas de los
intereses en conflicto.

(c) Otros criterios de razonabilidad


327. Las herramientas de control de la calificación de los hechos antes descri-
tas se emparentan con otras de control de razonabilidad. En general, el estándar
de razonabilidad reposa en la existencia de una justificación racional de las apre-
ciaciones de la autoridad, que apela a ideas más o menos genéricas de justicia
o pueden vincularse a la noción de igualdad ante la ley. En este sentido, para
estimar si las apreciaciones de la autoridad son aceptables o razonables también
suele recurrirse a un análisis comparativo entre la apreciación actual de la auto-
ridad y otras que haya podido efectuar en el pasado respecto de casos similares
(en función de criterios igualitarios o de respeto al “precedente administrativo”)
o incluso en el mismo caso (mediante una idea vecina a la doctrina de los “actos
propios”). En estos casos, la experiencia previa sobre la materia en cierto modo
restringe el margen de apreciación de la administración; aunque no lo suprime, si
la administración quiere apartarse del modo en que ha entendido los conceptos
en el pasado, debe dar buenas razones que la justifiquen.

Sección 4. Control de proporcionalidad


328. Por su importancia creciente en áreas transversales del derecho, el control
de proporcionalidad merece analizarse por separado. Su desarrollo se ha produ-
cido a partir de la revisión de operaciones de diversa índole que pueden afectar
derechos fundamentales, con el objeto de revisar su justificación. Sin embargo, el
Título II. El acto administrativo 235

método que implica podría extrapolarse a otros casos en que están en juego inte-
reses contrapuestos entre los cuales hay que zanjar.
A diferencia de los criterios precedentes, éste penetra derechamente en el cora-
zón de la discrecionalidad, con el objeto de evaluar si la medida adoptada (conse-
cuencia jurídica del acto) se ajusta o está en consonancia con el motivo que dice
justificarla (presupuesto de hecho). Por eso, suele verse aquí un control de gran
intensidad.
En su formulación más difundida (Alexy), el control de proporcionalidad
depende de la verificación de tres “tests”, que recaen sobre la idoneidad, ne-
cesidad y proporcionalidad de una medida. El control de idoneidad plantea la
cuestión de si la medida tomada sirve para el fin perseguido (pues si el sacrificio
que conlleva la medida es inútil, la decisión es a todas luces excesiva). En se-
guida, el de necesidad indaga si, comparativamente, existen medios alternativos
menos gravosos para alcanzar el fin perseguido con la decisión (pues si parece
que el sacrificio que implica la medida es un precio comparativamente alto, la
decisión también se mira como excesiva). Por último, a falta de luz proveniente
de los tests anteriores el control de proporcionalidad en sentido estricto sopesa
el sacrificio y el beneficio que conlleva la medida, de modo que si aquél no se
ve compensado por éste la decisión también parece excesiva y tampoco puede
tenerse por justificada. Este último test depende de ponderaciones entre intere-
ses contrapuestos, análogas al análisis costo-beneficios antes mencionado, y con
déficits metodológicos similares.

Capítulo 6
Nulidad de actos administrativos
329. El análisis de los “elementos” del acto administrativo –incluidos aquellos
que inciden en la discrecionalidad– tiene por objeto identificar las condiciones
bajo las cuales el derecho reconoce eficacia jurídica a las decisiones de la adminis-
tración. Correlativamente, los defectos del acto en relación a tales elementos son
anomalías frente a las cuales el derecho reacciona desconociéndole valor legal.
Este entendimiento conduce a radicar el estudio de la nulidad de los actos
administrativos al interior de la teoría del acto administrativo. Tanto los aspectos
conceptuales (párrafo 1) como sustantivos de la nulidad (párrafo 2) se compren-
den mejor desde esta perspectiva. Con todo, los canales procedimentales de la
nulidad (párrafo 3) obligan a analizar la materia también desde la perspectiva del
control judicial, como se hace más adelante.
236 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 1. CONCEPTUALIZACIÓN
330. En ausencia de regulación positiva, sólo pueden formularse apreciaciones
abstractas respecto de la noción de nulidad de actos administrativos y su tipología.

(a) Noción
331. Por lo general, se concibe a la nulidad como una sanción de ineficacia de
los actos jurídicos que adolecen de vicios esenciales. En el derecho administrativo,
la nulidad se predica de los actos administrativos ilegales, vale decir, de aquellos
cuyos elementos estructurales presentan vicios de legalidad. En los términos más
simples posibles, en derecho administrativo la nulidad es la sanción de ineficacia
de los actos administrativos ilegales.
La ineficacia de un acto jurídico es su pérdida de efectos jurídicos, ya sea ha-
cia el futuro (esto es, la cesación de los efectos por producirse) o hacia el pasado
(esto es, la neutralización o reversión de los efectos ya producidos). La pérdida
de eficacia de un acto administrativo, como de un acto jurídico en general, puede
tener distintas causas, que van desde el agotamiento de los efectos producidos, el
acaecimiento de un plazo o de una condición previstos para tal fin, la revocación
del acto por razones de oportunidad, la desaparición de su objeto, etc. La nulidad
es sólo una de las circunstancias que dan pie a la ineficacia de un acto, por lo que
los dos conceptos no pueden confundirse (al igual como, inversamente, las nocio-
nes de validez y eficacia).
Frente a las demás hipótesis de ineficacia, el aspecto distintivo de la nulidad
está en el tipo de circunstancia que la provoca, que es siempre un defecto o vi-
cio en alguno de los elementos estructurales del acto, originado al tiempo de su
adopción. En otras palabras, la nulidad se origina en un vicio genético del acto.
Así, la nulidad supone la respuesta oficial del derecho ante un acto que, visto en
retrospectiva, no debió haber nacido.
La estrecha conexión entre la legalidad y los poderes de las autoridades ad-
ministrativas facilitan la confusión entre nulidad e ilegalidad. Conceptualmente,
tal asimilación también es un error, porque la ilegalidad (cometida en relación a
alguno de los elementos del acto) es causa de la nulidad. En el entendido de que
las autoridades administrativas sólo poseen los poderes jurídicos que el orde-
namiento limitativamente les atribuye, la nulidad se presenta como la respuesta
ordinaria del derecho frente a la ilegalidad. La privación de efectos jurídicos que
la nulidad lleva consigo contribuye en gran medida al restablecimiento de la lega-
lidad. En la medida que la legalidad es valiosa, porque determina la forma en que
la comunidad política quiere que se alcance el interés general, la nulidad es una
Título II. El acto administrativo 237

de las herramientas más útiles para reencauzar la acción administrativa dentro de


los márgenes que le corresponden.

(b) Regulación
332. Los textos de derecho positivo apenas se refieren a la nulidad. Pocas
normas la abordan con carácter general y abstracto. Por lo mismo, muchos de los
aspectos relevantes del régimen sustantivo o procesal de la nulidad no están pre-
vistos por normas (en contraste con lo que ocurre en el derecho civil) y han debido
ser construidos teóricamente por la doctrina y la jurisprudencia.
El más significativo de los textos sobre la nulidad se contiene en el artículo 7 de
la Constitución. Conforme al análisis pertinente (del título sobre el principio de
legalidad), esta regla define un número variable de condiciones que los actos ad-
ministrativos deben respetar a riesgo de incurrir en nulidad. La doctrina canónica
de la llamada “nulidad de derecho público” se apoya –a veces, muy constructiva-
mente– sobre este precepto. La regla, varias veces transcrita en este manual, reza:
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus inte-
grantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley.
Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni
aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades
y sanciones que la ley señale”.
Muy pocas reglas más aluden a la nulidad de operaciones administrativas. Sin
ánimo exhaustivo pueden mencionarse:
– Constitución, artículo 35, en cuanto exige que los decretos supremos sean
firmados por el ministro respectivo, en calidad de “esencial requisito”, sin
el cual “no serán obedecidos”.
– LBPA, artículo 13, de sentido contrario, pero no inconsistente con el ante-
rior, prevé que “el vicio de procedimiento o de forma sólo afecta la validez
del acto administrativo cuando recae en algún requisito esencial del mismo,
sea por su naturaleza o por mandato del ordenamiento jurídico y genera
perjuicio al interesado”.
– LBPA, artículo 53, que habilita a la administración a “invalidar los actos
contrarios a derecho”, en las condiciones ahí descritas (que, en su vertiente
procesal, se analizan en el título del procedimiento administrativo).
– LOCBGAE, artículo 63, relativo al nombramiento de servidores públicos en
general, prevé que la designación de persona inhábil “será nula”, disponien-
238 José Miguel Valdivia

do modalidades particulares para el restablecimiento del statu quo ante,


tanto en relación con las remuneraciones percibidas por el inhábil, como de
modo más general, a los actos realizados por él.
– Ley 19.886, de bases sobre contratos administrativos de suministro y pres-
tación de servicios, artículo 4, inciso 9, que prescribe la nulidad de contra-
tos administrativos de suministros suscritos en circunstancias de conflicto
de interés.
– Ley 20.416, que fija normas especiales para las empresas de menor tamaño,
artículo sexto, en cuanto prescribe que el incumplimiento de ciertas exi-
gencias por funcionarios fiscalizadores dará lugar “a la nulidad de derecho
público del acto fiscalizador, además de las responsabilidades administrati-
vas que correspondan”; probablemente es el único texto legal que enuncia
explícitamente la expresión nulidad de derecho público.
333. El carácter fragmentario de estas regulaciones explica la relevancia del
razonamiento teórico en la construcción de la nulidad de actos administrativos en
el derecho chileno. En ausencia de previsiones normativas suficientemente com-
prensivas de los distintos aspectos que envuelve la materia, cupo a la doctrina la
formulación de algunos criterios.
En este plano, conviene destacar el nombre de tres autores que han sobresalido
en la teorización de la materia. La primera monografía sobre la cuestión perte-
nece a Mario Bernaschina, un destacado constitucionalista de mediados del siglo
XX, que puso el acento en la originalidad del régimen público de nulidades frente
al derecho civil. Durante los años 1980, y sobre la base de la doctrina del autor
recién mencionado, Eduardo Soto Kloss elaboró en diversas publicaciones un ra-
zonamiento que tendría honda repercusión en la academia y en la jurisprudencia.
Conforme a este autor, la “nulidad de derecho público” presenta características
originales: opera de pleno derecho, es insanable e imprescriptible. En fin, ya a
inicios del siglo XXI, el análisis científico más acabado sobre la institución de la
nulidad en derecho administrativo se debe al profesor Jaime Jara, quien cuestiona
varios de los aspectos de la doctrina originalista de los autores antes referidos.
Ahora bien, en la actualidad, y en contraste con lo que ocurría hasta apenas unas
décadas, la bibliografía sobre la nulidad es muy abundante.
Es útil tener presente que la práctica judicial de la nulidad de los actos adminis-
trativos es muy reciente. Sólo desde finales de la década de 1980 (y, de modo más
desformalizado, desde la irrupción del recurso de protección en 1976) los tribuna-
les ordinarios comienzan a conocer de manera sistemática de acciones de nulidad
dirigidas contra actos administrativos. Esta experiencia ha arrojado importantes
dudas sobre algunas de las especulaciones doctrinarias, configurando un régimen
jurídico más o menos consistente de la nulidad.
Título II. El acto administrativo 239

(c) Tipología
334. El derecho chileno no dispone de reglas que configuren estatutos diferen-
ciados de nulidad en derecho administrativo, de modo que puede asumirse que
existe una única categoría de nulidad.
En algunos regímenes comparados (como el español) se estila distinguir dos
categorías de nulidad, a semejanza de lo que ocurre en derecho privado: una nu-
lidad absoluta o simplemente nulidad, y una nulidad relativa o anulabilidad. A
priori, la diferencia entre una y otra proviene de los vicios de ilegalidad que las
suscitan (su gravedad o apariencia), y se refleja en distintos aspectos del régimen
sustantivo y procesal a que están sujetas. En todo caso, el establecimiento de estas
dos categorías requiere regla expresa. Otros ordenamientos (como el francés) no
conocen esta distinción en derecho público. En el derecho chileno no hay ningún
antecedente normativo que justifique formular esta categorización.
La noción de inexistencia jurídica tiene reconocimiento jurisprudencial en algu-
nos ordenamientos comparados. En el derecho francés, por ejemplo, esa categoría
sirve fundamentalmente como vía de escape frente a las restricciones procesales del
régimen de nulidad (por ejemplo, permite eludir el plazo para pedir judicialmente
la declaración de ineficacia de un acto). Sin embargo, para no desvirtuar por com-
pleto el sistema, la idea de inexistencia sólo puede entenderse referida a ilegalidades
aberrantes y extremas (como la usurpación de funciones judiciales por la adminis-
tración). En el fondo, se trata de una noción más pragmática que conceptual. Si se
asume que la nulidad recubre todo tipo de ilegalidades, no hay razón para excluir
de ella las hipótesis más extremas que algunos califican como casos de inexistencia.
En síntesis, el derecho administrativo chileno conoce un único tipo de nulidad,
cuyo régimen conviene analizar en seguida.

PÁRRAFO 2. RÉGIMEN JURÍDICO


DE LA NULIDAD EN DERECHO ADMINISTRATIVO
335. El estatuto jurídico de la nulidad está compuesto de dos aspectos: los
fundamentos o causas de la nulidad (sección 1) y sus efectos (sección 2).

Sección 1. Causas de nulidad


336. La nulidad es provocada por un vicio de legalidad de origen que afecte a
un acto administrativo; el análisis de los elementos del acto es, en este plano, de
primera importancia.
240 José Miguel Valdivia

En el estado actual, la jurisprudencia ha abrazado una concepción amplia de


los vicios de legalidad susceptibles de provocar la nulidad de un acto administrati-
vo, siguiendo reglas textuales chilenas y criterios de inspiración francesa. Confor-
me a esta tendencia, son vicios de nulidad de un acto “la ausencia de investidura
regular del órgano respectivo, la incompetencia de éste, la inexistencia de motivo
legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y procedimiento en la
generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la materia y la des-
viación de poder” (Corte Suprema, 27 de enero de 2010, Benito Taladriz c/ Fisco,
Rol 780-2008, entre muchas otras). De este modo, debe tenerse por superada
la jurisprudencia antigua que aparentemente sólo consideraba invalidantes los
vicios formales a que alude el artículo 7 de la Constitución (por ejemplo, Corte
Suprema, 28 de junio de 2006, Camacho Santibáñez c/ Fisco, Rol 3132-2005).
Esta conceptualización de los vicios de nulidad torna obsoletas las reglas que su-
peditan la procedencia de determinados medios de impugnación a la comisión de una
“arbitrariedad” como hipótesis alternativa a una “ilegalidad” (como ocurre, entre otros,
en el recurso de protección). Para la práctica legal chilena, la arbitrariedad relativa a
operaciones administrativas está sistemáticamente asociada a vicios que afectan a los
motivos o los fines de un acto administrativo, los cuales, como se acaba de mencionar,
son típicos vicios anulatorios. Por eso, hay que entender que la arbitrariedad es una
especie del género más vasto de los vicios de ilegalidad. La distinción entre ilegalidad y
arbitrariedad tiene, atendido su origen vinculado al recurso de protección, un valor sobre
todo pedagógico, en la medida que muestra que la revisión judicial de los actos adminis-
trativos no puede limitarse a un puro examen formal de la violación de textos positivos.
La legalidad contra la que debe contrastarse un acto administrativo, para efec-
tos de apreciar su validez o nulidad, comprende todas las reglas integrantes del
bloque de legalidad, cualquiera sea su jerarquía normativa. Además, salvo regla
especial (como la que impera en materia de permisos urbanísticos), se trata de la
legalidad en vigor a la fecha de adopción del acto.

Sección 2. Efectos de la nulidad


337. Por naturaleza, la nulidad implica supresión de las consecuencias futuras
y pasadas del acto anulado. En derecho administrativo, la onda expansiva de la
nulidad alcanza a todos y no sólo a quienes la hubieren solicitado.

(a) Efectos en el tiempo


338. La nulidad está llamada a eliminar los efectos del acto ilegal. En este
sentido, la nulidad es mucho más que la simple constatación o declaración de la
Título II. El acto administrativo 241

ilegalidad del proceder de la administración (que es el fundamento de la nulidad).


Los efectos de la nulidad se despliegan en dos direcciones.
La nulidad tiene eficacia prospectiva (ex nunc), de modo que el acto anulado se
ve desprovisto de eficacia hacia el futuro. En consecuencia, si el acto no ha recibi-
do aplicación ya no podrá recibirla y, en caso contrario, su ejecución deberá cesar.
Adicionalmente, y porque reposa en vicios de legalidad originarios del acto, la
nulidad tiene por naturaleza un efecto retroactivo (ex tunc), que refleja que el acto
anulado se reputa no haber intervenido jamás. Conforme a este modelo lógico, la
nulidad conlleva el restablecimiento del statu quo ante, que debe traducirse en la
supresión de las consecuencias derivadas de la aplicación del acto en el pasado,
sea que estas consecuencias tengan carácter procedimental, patrimonial u otro. La
nulidad de actos de procedimiento arrastra consigo las de los actos sucesivos que
sean su consecuencia lógica. La nulidad de actos que envuelven desplazamientos
patrimoniales se traduce, en principio, en restituciones de los bienes o dineros
respectivos. La nulidad de otro tipo de actos puede exigir otro tipo de medidas
de restablecimiento de la legalidad (por ejemplo, la demolición de edificaciones
construidas al amparo de un permiso urbanístico ilegal y que no sean compatibles
con las normas urbanísticas).
Por largo tiempo la jurisprudencia ha cuestionado el efecto retroactivo de la
invalidación administrativa, pretendiendo que por este camino la administración
no podría privar a terceros de buena fe de los derechos adquiridos en virtud del
acto nulo. En los hechos, esta jurisprudencia implicaría que los efectos favorables
de los actos administrativos, por ilegales que sean, son intocables. Ahora bien,
el sustento legal de esta línea jurisprudencial es discutible, toda vez que la LBPA
ha consagrado como modalidad de fortalecimiento de la seguridad jurídica, un
plazo perentorio para el ejercicio de la potestad invalidatoria; el vencimiento de
ese plazo tiene por objeto brindar cierta estabilidad a los efectos derivados de un
acto ilegal. Ahora bien, es bastante evidente que esta orientación jurispruden-
cial también se justifica en alguna concepción sobre la seguridad jurídica (como
aquella que promueve la doctrina de la protección de la confianza legítima). En
todo caso, esta corriente jurisprudencial sólo concierne a la invalidación y no a
la nulidad judicialmente declarada. Es más, la extensión de esa idea a los litigios
sobre la validez de operaciones administrativas presenta el riesgo inaceptable de
tornar ilusorio el control de legalidad por la vía jurisdiccional, y con ello el princi-
pio de la tutela judicial efectiva, como ha dicho la jurisprudencia reciente (CS, 27
de diciembre de 2017, Manterola Carlson c/ Mun. Valparaíso, Rol 15.561-2017).
Ahora bien, frente a la radicalidad de las consecuencias retroactivas de la nuli-
dad, algunos ordenamientos comparados se han mostrado sensibles a otro tipo de
consideraciones de seguridad jurídica, procurando su atenuación. Así, y sujeto a
242 José Miguel Valdivia

una justificación circunstanciada, en ocasiones el derecho comparado acepta que


el juez module los efectos de la nulidad disponiéndola solo pro futuro, esto es,
sin extraer de ella consecuencias relativas al restablecimiento del statu quo ante.
Naturalmente este camino solo puede explorarse con muchas reservas, pues de lo
contrario la nulidad corre el riesgo de desnaturalizarse al quedar reducida a poco
más que una declaración de ilegalidad.

(b) Efectos en cuanto a las personas


339. Conforme a la teoría clásica, en derecho público los efectos de la nulidad
operan erga omnes, esto es, son oponibles a todos. Así, las anulaciones pronuncia-
das judicialmente, hacen excepción al principio del efecto relativo de las sentencias,
alcanzando aun a terceros ajenos a la litis. Este efecto absoluto de las anulaciones en
derecho administrativo se sustenta en consideraciones relativas a la proyección social
de las decisiones administrativas. Por eso, debe dudarse de ciertos pronunciamientos
jurisprudenciales que entienden que algunas anulaciones solo “producen efectos rela-
tivos, limitados al juicio en que se pronuncia”. ¿Quiere decir que un servicio público
ajeno a la litis podría dar por subsistente el acto anulado, en otro contexto?
Por cierto, para que la anulación tenga por efecto privar a los destinatarios del
acto de las ventajas que éste les hubiera conferido se requiere emplazarlos en juicio
(o, como ocurre en la invalidación administrativa, darles audiencia durante el pro-
cedimiento), a fin de que hagan valer sus intereses oportunamente. El principio del
debido proceso exige que el destinatario de un acto que está expuesto a suprimirse
tenga ocasión de comparecer oportunamente en juicio para defender su estabilidad.

PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCEDIMENTALES


340. La definición de los caminos procedimentales que permiten cuestionar la va-
lidez (o legalidad) de un acto administrativo pertenece al título sobre el control de la
administración. Ahí se analiza con mayor detalle el régimen procesal de las acciones
anulatorias. Con todo, para efectos didácticos es útil formular una descripción pano-
rámica de la materia respecto de las sedes en que puede plantearse la nulidad y las for-
mas en que puede discutírsela, así como algunas limitaciones eventuales a su examen.

(a) Canales procedimentales de la nulidad


341. Los mecanismos de control jurídico de la administración son, por lo gene-
ral, idóneos para materializar la nulidad de actos administrativos.
Título II. El acto administrativo 243

La cuestión no es en absoluto dudosa respecto del control judicial. Diversas


acciones judiciales típicas o atípicas permiten obtener la declaración de nulidad
de actos administrativos, como las múltiples reclamaciones previstas por leyes
especiales o la denominada acción de nulidad de derecho público.
En seguida, por vía administrativa la nulidad se traduce en la invalidación. La
potestad invalidatoria es una potestad de autocontrol de la administración, cuyo
objeto es extinguir unilateralmente sus actos contrarios a derecho. En cuanto al
fondo, la invalidación presenta caracteres y efectos análogos a la acción de nuli-
dad. Conforme a su régimen general (LBPA, artículo 53), la potestad invalidatoria
sólo puede ejercerse respecto de actos ilegales, mediante un procedimiento que
contempla necesariamente la audiencia del interesado, y sujeta a un plazo de ca-
ducidad de 2 años desde la vigencia del acto; salvo regla especial, la impugnación
de la decisión invalidatoria se tramita en un juicio sumario.
Por su fuerte carácter jurídico, el control que practica la Contraloría General de
la República también debiera ser idóneo para poner en ejercicio la nulidad de actos
administrativos. Sin embargo, no parece ser así. En ejercicio de su función de control
preventivo de ciertos actos administrativos –toma de razón– la Contraloría puede im-
pedir que determinadas operaciones nazcan, pero no afectar su eficacia ex post (salvo
en casos por completo excepcionales, cuando la toma de razón se posterga frente a la
ejecución provisional del acto). Por su parte, mediante la llamada potestad dictaminan-
te, por razones que podrían concebirse como de política institucional, la Contraloría
nunca anula decisiones administrativas, y en presencia de ilegalidades se conforma con
ordenar a la administración proceder a su corrección y, en el extremo, su invalidación.

(b) Nulidad por vía de acción y por vía de excepción


342. La nulidad puede alegarse tanto por vía de acción como por vía de ex-
cepción. En otras palabras, la ineficacia del acto ilegal puede ser objeto de la
pretensión principal de un pleito (acción de nulidad), o sólo ser el presupuesto de
la defensa del demandado, tendiente a escapar a las consecuencias del acto ilegal
(excepción de nulidad).
Cuando la nulidad se esgrime por vía de acción, la autoridad que decide (típi-
camente, el juez) tiene en sus manos la posibilidad de hacer desaparecer el acto
ilegal, si se reúnen los requisitos de la pretensión. En cambio, cuando la nulidad se
esgrime como simple excepción no corresponde pronunciar la anulación del acto,
sino únicamente prescindir de todas o algunas de las consecuencias que entrañaría
su aplicación respecto del demandado; en el fondo, sólo puede conducir a una
inaplicabilidad del acto, cuyo contenido varía en función de las circunstancias y
las peticiones de las partes.
244 José Miguel Valdivia

La excepción de ilegalidad o de nulidad también puede ser esgrimida por el


demandante; en este caso, se la plantea en forma incidental, como fundamento
de otras pretensiones. En un antiguo caso (Corte Suprema, 3 de mayo de 1967,
Juez de Letras de Melipilla c/ Presidente de la República), un juez accedió a una
querella posesoria para amparar a un individuo en la posesión de su predio, no
obstante haberse dispuesto por decreto la designación de un interventor estatal en
él. La sentencia no declara la nulidad del decreto, pero para acoger la demanda
debió prescindir de él, por estimarlo ilegal.
Esta práctica de la excepción de ilegalidad ha suscitado cuestionamientos, atendi-
do el principio de la ejecutoriedad de los actos administrativos. Puede pensarse que,
si el demandante persigue revertir o reducir las consecuencias desfavorables de un
acto que despliega sus efectos de modo permanente en el tiempo o da origen a una
situación jurídica duradera, debe pedir la nulidad (en forma previa o coetánea a otras
acciones). En cambio, frente a actos de contenido singular que agotan sus efectos cau-
sando algún impacto pecuniario, la nulidad no presenta ninguna ventaja comparativa
respecto de la indemnización o la restitución, porque cualquiera de las dos soluciones
ofrecerá al demandante una satisfacción equivalente. ¿Tiene sentido anular una orden
de sacrificio de animales una vez que ha sido ejecutada? Si la nulidad no brinda nin-
gún servicio al demandante no parece razonable que el derecho le obligue a pedirla.
La distinción entre acción y excepción de nulidad puede ser importante de cara a
los plazos de ejercicio de las pretensiones anulatorias. Por lo general, las reclamacio-
nes de ilegalidad (que son acciones anulatorias) están sujetas a plazos relativamente
breves. Ahora bien, conforme a un antiguo adagio, quae temporalia sunt ad agen-
dum perpetua sunt ad excipiendum (vale decir, lo que es temporal para la acción es
perpetuo para la excepción, o sea, las acciones son temporales pero las excepciones
perpetuas). Este criterio justificaría mantener indefinidamente abierta la posibilidad
de cuestionar la legalidad de operaciones administrativas por vía de excepción, aun-
que no de acción; pero esta no siempre es una solución muy razonable. Tratándose
de actos administrativos de carácter normativo (es decir, reglamentario), la legali-
dad siempre podría discutirse. En cambio, no es claro que la excepción de ilegalidad
deba subsistir indefinidamente respecto de los actos administrativos singulares; si
el destinatario de una sanción administrativa no la impugnó oportunamente, pa-
recería impropio que pudiera eludir su cumplimiento cuestionándola por vía de
excepción a propósito de la ejecución coactiva de la sanción.

(c) Circunstancias que impiden alegar la nulidad


343. Dos tipos de circunstancias objetivas pueden impedir la discusión sobre
la validez o nulidad de un acto administrativo: el transcurso del tiempo y la con-
firmación o ratificación del acto.
Título II. El acto administrativo 245

La ley puede fijar un plazo para materializar la anulación de los actos admi-
nistrativos. Así, la invalidación administrativa está sujeta a un plazo (de caduci-
dad) de dos años, contados desde la vigencia del acto. Respecto de las acciones
judiciales tendientes a la declaración de nulidad, es frecuente que la ley encierre
su ejercicio dentro de plazos de prescripción o de caducidad, cuyo vencimiento
clausure la posibilidad de cuestionarlos. Estos antecedentes permiten cuestionar
aquella opinión doctrinal que estima que la nulidad de derecho público sería im-
prescriptible. La materia se analiza con mayor detalle en el título sobre el control
judicial (v. § 628).
Con respecto a la confirmación o ratificación del acto, una opinión doctrinaria
bien difundida plantea que en derecho administrativo la nulidad sería insanable.
En principio, esta opinión parece razonable, atendido el carácter indisponible del
principio de legalidad, tanto para la administración como para los administrados.
Con todo, debe advertirse que algunas orientaciones del derecho comparado ad-
miten la convalidación del acto irregular, principalmente frente a vicios de orden
formal. En esta línea, y de modo congruente con un principio de conservación de
los actos administrativos, la LBPA admite que los vicios de forma sean corregidos,
a condición de no perjudicar derechos de terceros (artículo 13, inciso final). Den-
tro de límites rigurosos, la jurisprudencia administrativa chilena ha reconocido la
convalidación de actos irregulares.
Además, en ocasiones el juez mismo salva un acto cuya nulidad se pide por de-
fectos de motivos, atribuyéndole otros fundamentos jurídicos o fácticos (técnica
llamada de “sustitución de base legal”).
Una pregunta relevante suscita el caso en que la ley interfiere en un acto irre-
gular y decide sanear una operación. A veces, leyes declaran retroactivamente que
tal o cual vicio no se cometió, o que un acto dudoso debe entenderse ajustado a
derecho. Esas leyes pueden entenderse como una opción interpretativa del legis-
lador respecto de la validez de un acto; pero podrían estimarse inconstitucionales
si obstaculizan la resolución de un juicio pendiente (por transgredir el ámbito de
competencias de la jurisdicción, Constitución, artículo 76) o si vedan el acceso
de los ciudadanos a la justicia (violando el derecho a la tutela judicial efectiva,
implícito en los artículos 19 N° 3 y 38, inciso 2).

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
344. Prácticamente todo manual de derecho administrativo aborda en profun-
didad la teoría del acto administrativo. Aparte de esos textos deben mencionarse,
por su gran calidad, los apuntes de Jaime Jara, Apuntes sobre acto y procedimien-
to administrativo, Ley N°19.880 (Santiago, U. de Chile, 2011), así como los muy
246 José Miguel Valdivia

exhaustivos de Carlos Carmona, Las formas de actuación de la Administración. 1.


El acto administrativo (Santiago, U. de Chile, 2005). También puede consultarse
Claudio Moraga, La actividad formal de la administración del Estado (tomo VII
del Tratado de derecho administrativo, Santiago, Legal Publishing, 2010).
Para el derecho español, dos buenas monografías recientes sobre la cuestión:
Raúl Bocanegra, Lecciones sobre el acto administrativo (Cizur Menor, Civitas, 4ª
ed., 2012) y Alfredo Gallego et alii, Acto y procedimiento administrativo (Ma-
drid, Marcial Pons, 2001).
Entre las fuentes francesas consultadas en la elaboración de este trabajo, aparte
de los manuales de uso corriente, cabe mencionar un interesante estudio sobre los
orígenes del concepto de acto administrativo en Anne-Laure Girard, La formation
historique de la théorie de l’acte administratif unilatéral (París, Dalloz, 2013). Una
brillante síntesis sobre los “efectos” del acto administrativo, en la introducción
de la tesis de Xavier Dupré de Boulois, Le pouvoir de décision unilatérale (París,
LGDJ, 2006); esta tesis es en sí misma del mayor interés, en cuanto se destina
a cuestionar la originalidad de la teoría del acto administrativo, mediante una
comparación con el régimen –no menos exorbitante– de algunos actos jurídicos
de derecho privado.
Para la estructura del análisis de los “elementos” del acto administrativo se
ha seguido una matriz francesa (y, por consiguiente, descartado la perspectiva de
análisis corriente en derecho español). La materia es analizada en derecho francés
a propósito de los vicios de nulidad o causas que justifican la procedencia del
recurso por exceso de poder (cas d’ouverture del recours pour excès de pouvoir)
de un modo bastante transversal en la doctrina; entre otros, v. Fabrice Melleray,
“Recours pour excès de pouvoir. Moyens d’annulation”, (fascículo del Répertoire
Dalloz de contentieux administratif, 2014).
Sobre la discrecionalidad, la literatura española es impresionante, lo que da
cuenta del vivo debate que tuvo lugar a partir de los años 1990. Uno de los estu-
dios más iluminadores sobre la discrecionalidad administrativa está en Mariano
Bacigalupo, La discrecionalidad administrativa: estructura normativa, control ju-
dicial y límites constitucionales de su atribución (Madrid, Marcial Pons, 1997).
El trabajo de Bacigalupo contiene una síntesis de esa disputa, con abundantes
referencias bibliográficas, pero a la vez una propuesta para superarla (con fun-
damento en nutridos desarrollos del derecho alemán). Para el derecho chileno,
además de numerosas monografías sobre este punto, el trabajo más completo es
el de Rubén Saavedra, Discrecionalidad administrativa. Doctrina y jurisprudencia
(Santiago, Legal Publishing, 2011).
En fin, sobre la nulidad de derecho público, los textos chilenos citados (que
son fundamentales), corresponden a Mario Bernaschina, “Bases jurisprudenciales
Título II. El acto administrativo 247

para una teoría de las nulidades administrativas” (Boletín del Seminario de De-
recho Público de la Escuela de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de
Chile, 1949, 4° trimestre), Eduardo Soto Kloss, “La nulidad de derecho público
en el derecho chileno” (Rev. de Derecho Público, N° 47-48, 1990 y después con-
tenido en su Derecho administrativo de 1996) y J. Jara, La nulidad de derecho
público ante la doctrina y la jurisprudencia (Santiago, Libromar, 2004). Un volu-
men colectivo con contribuciones de relevancia sobre la materia, en Juan Carlos
Ferrada (coord.), La nulidad de los actos administrativos en el derecho chileno.
IX Jornadas de Derecho Administrativo (Santiago, Legal Publishing, 2013). En-
tre la doctrina tradicional de la nulidad, deben destacarse diversos estudios de
Gabriel Bocksang, cuya mayor expresión está en su tesis doctoral, L’inexistence
juridique des actes administratifs. Essai de théorie juridique comparée: France,
Chili, Espagne, Italie (París, Mare & Martin, 2014). En relación con la nulidad y
sus singularidades motivadas en consideraciones de seguridad jurídica, v. la tesis
doctoral de Raúl Letelier, Nulidad y restablecimiento en procesos contra normas
(Cizur Menor, Civitas, 2011).
248 José Miguel Valdivia

Título III
El procedimiento administrativo
345. La importancia creciente del derecho administrativo en la práctica legal
chilena justifica su estudio en detalle. El título se estructura en cinco capítulos
que abordan definiciones generales (capítulo 1) y los textos legales de referencia
(capítulo 2). El procedimiento propiamente tal es analizado a partir de sus reglas
generales (capítulo 3), su estructura básica (capítulo 4) y los mecanismos de revi-
sión de las decisiones a que dé origen (capítulo 5).

Capítulo 1
Definiciones
346. ¿Qué es el procedimiento administrativo? ¿Qué funciones está llamado a
cumplir? ¿Cuál es su justificación profunda?

(a) Concepto
347. El procedimiento administrativo es el conjunto ordenado y coherente de
actuaciones formales que deben practicarse para elaborar un acto administrativo.
Según la definición legal,
“El procedimiento administrativo es una sucesión de actos trámite vinculados entre sí,
emanados de la Administración y, en su caso, de particulares interesados, que tiene por
finalidad producir un acto administrativo terminal” (LBPA, art. 18 inc. 1).
En derecho público, las decisiones –que no son manifestación de poderes per-
sonales, sino ejercicio de potestades finalizadas conferidas por el derecho– no se
toman a ciegas, sino ciñéndose a parámetros de regularidad formal. Así ocurre
de modo característico en el ámbito jurisdiccional y también en la canalización
procedimental de los debates parlamentarios para la formación de la ley. El pro-
cedimiento administrativo es el equivalente de esos otros procedimientos, en la
esfera de asuntos cuya decisión formal concierne a la administración.
En suma, el procedimiento administrativo es forma al servicio de la toma de
decisiones administrativas.

(b) Funciones
348. Las formas procedimentales encauzan la toma de decisiones y la facilitan.
Desde luego, introducen plazos, que son tiempos de espera necesarios para la
reflexión sobre el asunto. Además, permiten el acopio de antecedentes y de opi-
Título III. El procedimiento administrativo 249

niones, ilustrando así el parecer de la autoridad llamada a resolver. Por último,


también posibilitan la participación de los interesados, al menos formulando ale-
gaciones, de modo que la decisión, además de razonada, tome en consideración
sus intereses materiales.
De aquí resulta una doble función del procedimiento administrativo: por una
parte es garantía de los intereses públicos, pues propende a una decisión razonada
que se ajuste al interés general; y por otra, es una garantía de los intereses de los
particulares que pueden verse alcanzados por los efectos de las decisiones que se
trata de tomar.
Independientemente de los fines a que sirva puntualmente la observancia del
procedimiento administrativo, debe notarse su papel institucional en el contexto
de los medios de control administrativo, que explica su creciente importancia
en la actualidad. En efecto, en la medida que la revisión judicial de los actos de
la administración actúa como control ex post, el procedimiento administrativo
permite incidir en ellos ex ante. Frente a las restricciones del control judicial (por
ejemplo, respecto de las decisiones discrecionales), los operadores jurídicos han
tendido a hacer un uso intensivo de las herramientas que lleva consigo el procedi-
miento administrativo, participando en él con opiniones y antecedentes, a fin de
ejercer oportuna influencia en la toma de decisiones.

(c) Fundamento
349. Es discutido el fundamento jurídico del procedimiento administrativo.
Para algunos, el procedimiento administrativo debiera satisfacer garantías
análogas a las de los procedimientos judiciales. Cabría, pues, hablar de un “de-
bido proceso administrativo”, cuyo antecedente más amplio sería el derecho al
debido proceso.
No es seguro, pero podría haber influido en ese planteamiento el amplio al-
cance de la due process clause en el derecho norteamericano, cuya raíz parece
hallarse en principios de natural justice del derecho inglés, ambos extensibles a
los procedimientos administrativos y no sólo a los judiciales. Con todo, es difícil
conectar esa reflexión comparada con el derecho constitucional chileno; aunque
la jurisprudencia constitucional es de lo más errática, la Constitución circunscribe
las garantías de un justo y racional procedimiento a la sustanciación previa de
un proceso conducente a la sentencia de órgano que ejerza jurisdicción (Cons-
titución, art. 19 N° 3, inc. 5); en sentido riguroso, el debido proceso no es una
garantía exigible de los actos administrativos, que no son sentencias ni suponen
ejercicio de la jurisdicción.
250 José Miguel Valdivia

La posición del ciudadano frente a la administración no es idéntica a la del jus-


ticiable frente a la jurisdicción. De la jurisdicción se espera la aplicación imparcial
y desinteresada de la ley; en cambio, la administración aplica la ley utilitariamen-
te, para alcanzar propósitos de bienestar general. Por eso, y sin perjuicio de una
exigencia superior de objetividad, no es incorrecto pensar que la administración
es “juez y parte” en los procedimientos que conduce. Las garantías que envuelve
el procedimiento administrativo no pueden ser equivalentes a las que supone el
funcionamiento de la jurisdicción.
De aquí que el fundamento último del procedimiento administrativo parece
más bien situarse en un objetivo de razonabilidad de las decisiones públicas, en la
lógica de proscripción de la arbitrariedad a que se refiere la elemental exigencia de
igualdad ante la ley (Constitución, art. 19 N° 2). Alguna orientación comparada
emparienta los procedimientos administrativos con un principio de “buena admi-
nistración”, concebido como un derecho fundamental de tercera generación, pero
sin reconocimiento positivo en derecho chileno.

Capítulo 2
Regulación del procedimiento administrativo
350. Por expresa habilitación constitucional, la materia es objeto de legisla-
ción básica, que no excluye la participación de leyes especiales ni la colaboración
reglamentaria.

(a) Definiciones constitucionales


351. Descontando su posible conexión con los derechos fundamentales (a que
se acaba de aludir), la Constitución se refiere a los procedimientos administrativos
explícitamente a propósito de las materias de ley.
Es cierto que el artículo 7 también alude a la forma que debe observarse en las
actuaciones públicas (“Los órganos del Estado actúan válidamente… en la forma
que prescriba la ley”). Sin embargo, la regla se refiere indistintamente a todo ór-
gano del Estado y no es inconciliable con aquella que se ocupa específicamente de
la administración.
La Constitución incluye dentro de las materias de ley: “Las que fijen las bases
de los procedimientos que rigen los actos de la administración pública” (art. 63
N° 18). La regla pareciera no dejar espacio a la duda: la Constitución se confor-
ma con que el legislador fije “las bases” de los procedimientos administrativos.
En general, la previsión de una ley básica supone correlativamente la existencia
Título III. El procedimiento administrativo 251

de una normativa de desarrollo (de esas bases) contenida en otra clase de fuentes.
De aquí que los aspectos de detalle del procedimiento administrativo pueden ser
definidos mediante normas reglamentarias.
Con fundamento en esta habilitación competencial el legislador ha elaborado
la LBPA, que define en general las bases de todo tipo de procedimientos adminis-
trativos. Por cierto, podrían establecerse bases de categorías especiales de proce-
dimientos administrativos, como alguna vez se intentó hacer con los procedimien-
tos sancionatorios.

(b) La LBPA
352. Desde 2003 rige en derecho chileno la Ley 19.880, que “establece bases
de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Ad-
ministración del Estado” (referida en varias partes de este trabajo como “LBPA”).
La importancia de la LBPA no puede minimizarse. Ante todo, porque ordena
una materia que hasta inicios de los años 2000 se hallaba disgregada en leyes
especiales y sólo parcialmente regida por la jurisprudencia administrativa. En ese
contexto desordenado, la LBPA proporciona algunas orientaciones generales que
traducen imperativos de buena administración (recogidos, en gran medida, de
soluciones positivas del derecho español, hoy contenidas en las Leyes del Proce-
dimiento administrativo común de las administraciones públicas y del Régimen
jurídico del sector público, ambas de 2015).
La LBPA no define algo parecido a un “procedimiento ordinario” (o un “pro-
cedimiento tipo”) que, por analogía con lo que ocurre en derecho procesal, opere
como cauce de la generalidad de los asuntos administrativos que no tengan aso-
ciada una tramitación diversa. Al contrario, propone estándares o reglas generales
que habrían de respetarse en cada procedimiento y dotarlo de sentido, incluyendo
una estructura típica del mismo. El carácter general de las reglas y su superposi-
ción a los procedimientos contemplados por otros textos se muestra con particu-
lar fuerza en los “principios” del procedimiento, desarrollados en los artículos 4
a 16 de la LBPA.
La LBPA no tiene fuerza derogatoria respecto de los procedimientos previstos
en otras leyes. En sus propios términos, “en caso de que la ley establezca procedi-
mientos administrativos especiales”, la LBPA “se aplicará con carácter de suple-
toria” (art. 1). Por consiguiente, esas leyes procedimentales especiales se aplican
de modo preferente, aunque sean incompatibles con la LBPA. Con todo, la índole
principialista de la LBPA dificulta su desplazamiento por normas especiales; al
menos por su estructura, las normas de la LBPA difieren de las normas especiales,
lo que en muchos casos es suficiente para justificar su prevalencia. Dicho en otros
252 José Miguel Valdivia

términos, las categorías dogmáticas de la LBPA se superponen a los procedimien-


tos especiales, permitiendo entender sus particularidades y en el extremo colmar
sus vacíos. De este modo, aunque sólo tenga valor supletorio (y no derogatorio),
la LBPA se erige en un modelo procedimental del que es difícil que el legislador
se aparte.

(c) Leyes procedimentales especiales


353. Muchas leyes especiales fijan reglas sobre procedimientos administrati-
vos. El alcance de esas reglas está circunscrito al tipo de decisiones públicas a que
se refieran. En general, tales reglas contemplan trámites que guardan alguna con-
sistencia teórica con las categorías generales de la LBPA, aun cuando no puedan
descartarse soluciones anómalas.
Algunos de estos textos legales tienen gran importancia, por lo menos cuanti-
tativa, al dar pie a series de procedimientos similares, de impacto significativo. Así
ocurre, por ejemplo, con los procedimientos sumariales previstos en el Estatuto
Administrativo (arts. 119 y ss.), conducentes al establecimiento de la responsabi-
lidad disciplinaria de los funcionarios públicos. Naturalmente, este régimen legal
juega en conjunto con la LBPA, en los aspectos no contemplados por él.
Para un ejemplo coetáneo de la LBPA, la Ley 19.886, de bases sobre contra-
tos administrativos de suministro y prestación de servicios, define una estructura
procedimental para los procedimientos precontractuales de uso habitual (para
adquisiciones o contratación de servicios), tendencialmente generalizable a otros
procedimientos precontractuales. En la jurisprudencia del Tribunal de Contrata-
ción Pública es pacífico que ese texto convive con la LBPA como marco de refe-
rencia de los procedimientos concursales.
Se echa de menos una norma general sobre procedimientos administrativos
sancionatorios. Un proyecto de ley que definía bases en tal sentido fue archivado
tempranamente (Boletín 3475-06). Contar con él sería útil porque la filosofía y es-
tructura del procedimiento administrativo previsto en la LBPA es preponderante-
mente “contradictoria” y los procedimientos sancionatorios, al revés, suelen tener
un carácter inquisitivo acusado. La LBPA no siempre es un buen marco de refe-
rencia para esos procedimientos. Ese proyecto de ley obedecía a las admoniciones
iniciales de la jurisprudencia constitucional, que estimaba que, en ausencia de un
“debido” procedimiento administrativo, el ejercicio de potestades administrativas
sancionatorias no era legítimo (TC, 17 de junio de 2003, Rol 376, Transparencia,
límite y control del Gasto Electoral). Sin embargo, con el tiempo esa apreciación
parece haber cambiado, viéndose en las herramientas de la LBPA los rudimentos
Título III. El procedimiento administrativo 253

de tal “debido proceso”, incluso en este tipo de materias (CS, 7 de enero de 2009,
Rol 6144-2007, AFP Planvital c/ Superintendencia de AFP).

(d) Normas reglamentarias


354. Según la Constitución, corresponde a la ley definir las bases de los proce-
dimientos administrativos. La LBPA regula esos procedimientos en forma bastan-
te exhaustiva, estableciendo algo más que meras “bases”, pues fija una estructura
típica de los procedimientos y una serie de trámites que normalmente deberían
contemplar.
Sin perjuicio de esta regulación legal, numerosos procedimientos administrativos
están desarrollados por normas infralegales (por ejemplo, en el ámbito disciplinario
de las fuerzas armadas y de orden y seguridad pública). En cuanto esos reglamentos
facilitan la ejecución de la ley es difícil cuestionarlos en sí mismos. Es más, la LBPA
ha venido a reforzar el sustento normativo de esos procedimientos reglamentarios,
que hoy pueden percibirse también como medios de implementación de esa ley.
Por cierto, esos reglamentos hoy se encuentran supeditados en su validez y efi-
cacia a las normas de la LBPA; el efecto supletorio de esa ley sólo opera respecto
de otras normas legales, pero (de modo consistente con el sistema de jerarquía de
normas) no respecto de regulaciones infralegales. De aquí que en varios casos la
jurisprudencia administrativa haya estimado ineficaces las normas reglamentarias
incompatibles con principios y reglas de la LBPA. Con todo, la textura más o me-
nos abierta de algunas prescripciones de la LBPA relativiza su fuerza derogatoria
respecto de los procedimientos reglamentarios.
Las cuestiones más problemáticas en relación con estas materias podrían darse a
propósito de los procedimientos de tipo inquisitivo, como típicamente ocurre con los
procedimientos disciplinarios o sancionatorios. En general, el modelo procedimental
que recorre la LBPA obedece más bien a una lógica contradictoria. Para salvar an-
tinomias que podrían obstaculizar algunas prácticas bien asentadas en los servicios
administrativos parecería conveniente dotarse de una ley de bases de procedimientos
de esta naturaleza, que reconozca sus particularidades y orientaciones propias.

Capítulo 3
Reglas generales
del procedimiento administrativo
355. La LBPA define un conjunto de exigencias tendencialmente aplicables a
los distintos procedimientos administrativos. Entre otros, merecen la pena anali-
254 José Miguel Valdivia

zarse cuestiones como el tratamiento de los sujetos intervinientes en el procedi-


miento (párrafo 1), el peso de la formalidad (párrafo 2), el rol de la administración
en la progresión del procedimiento (párrafo 3), los plazos (párrafo 4), los medios
de comunicación de las actuaciones procedimentales (párrafo 5) y, en general, la
transparencia (párrafo 6).

PÁRRAFO 1. LOS INTERVINIENTES EN EL PROCEDIMIENTO


356. En el procedimiento administrativo siempre intervienen agentes de la ad-
ministración pública (sección 1), y pueden participar en él, además, los particula-
res a quienes se le reconozca la calidad de interesados (sección 2).

Sección 1. La administración
357. Conviene distinguir al órgano administrativo a cargo del procedimiento
de otros organismos que podrían tener alguna participación en él.

(a) El órgano a cargo del procedimiento


358. En todo procedimiento siempre actúa al menos un órgano de la adminis-
tración del Estado, que es el titular de las competencias que permiten la dictación
del acto de que se trate. El ejercicio de las potestades públicas corresponde siem-
pre al órgano, que es la autoridad o funcionario dotado de poder de decisión.
Normalmente éste es el jefe del servicio público involucrado, pero puede ser un
funcionario subalterno (en casos de desconcentración o delegación de funciones).
Con todo, la cara visible del organismo en el procedimiento, vale decir, el en-
cargado de las gestiones internas tendientes a ponerlo en estado de resolverse, es
por lo general un funcionario subalterno. La LBPA parece referirse a éste como
“personal al servicio de la administración, bajo cuya responsabilidad se trami-
ten los procedimientos” (art. 17 letra b) o como “instructor” (arts. 10 y 35). La
doctrina entiende pacíficamente que la conducción del procedimiento por este
funcionario no importa transgresión de las competencias legales, usualmente asig-
nadas de modo genérico a un organismo en su conjunto, sin perjuicio de que las
resoluciones se adopten por quien corresponda.
Parece razonable entender que las exigencias de imparcialidad y objetividad,
que se prolongan en deberes de abstención frente al conflicto de interés, se extien-
dan tanto a los órganos propiamente tales como a los demás funcionarios que
intervienen en el expediente.
Título III. El procedimiento administrativo 255

La LBPA confiere a las personas el derecho de identificar tanto a las autorida-


des como a los funcionarios subalternos que participen en el procedimiento, lo
cual es especialmente relevante de cara a las responsabilidades.
Los procedimientos se tramitan ante el órgano competente. Si las peticiones o
requerimientos de interesados se formulan ante un órgano incompetente, la LBPA
prevé que éste remitirá los antecedentes a quien corresponda (art. 14, inc. 3).

(b) Otros órganos administrativos llamados a intervenir


359. En los procedimientos administrativos pueden intervenir, además, otros
organismos administrativos. Por lo general, su intervención se traduce en la emi-
sión de “informes”, esto es, opiniones o análisis técnicos sobre alguna materia que
incida en la resolución del procedimiento.
Otros mecanismos de coordinación pueden exigir la participación de otros
órganos administrativos.

(c) Abstención de agentes públicos frente a conflictos de interés


360. Las autoridades o funcionarios (y, conforme a la jurisprudencia adminis-
trativa, en general todo agente público) están sujetos a imperativos de probidad
administrativa en cuya virtud deben abstenerse de participar en decisiones en que
exista cualquier circunstancia que les reste imparcialidad (LOCBGAE, art. 62
N° 6). Estas circunstancias están tipificadas, sin carácter exhaustivo, por la LBPA
en el artículo 14 (titulado “principio de abstención”).
En general, estas circunstancias obedecen a la necesidad de precaver conflictos
de interés. Tales conflictos pueden suscitarse en la conexión de intereses entre el
agente público y los interesados en el procedimiento (inhabilidades subjetivas, co-
mo las consistentes en poseer vínculos de parentesco o afectos –amistad o enemis-
tad– con el interesado, de propiedad o participación en la persona jurídica inte-
resada, o aun vínculos profesionales con ellos) o bien, conexión de intereses entre
el agente público y la cuestión o materia misma sobre que recae el procedimiento
(inhabilidades objetivas, como la circunstancia de “tener interés personal en el
asunto de que se trate o en otro en cuya resolución pudiera influir la de aquél” o
la de haber intervenido como perito o testigo en el procedimiento de que se trate).
La operatividad del principio de abstención pasa necesariamente por la deci-
sión del superior jerárquico del funcionario o agente potencialmente implicado,
ya sea alertado por éste o en su defecto por los particulares interesados en re-
cusarlo. La aplicabilidad de la regla es más compleja tratándose de agentes que
256 José Miguel Valdivia

pertenecen a un órgano colegiado carente de superior jerárquico; en estos casos,


no cubiertos por la letra rigurosa de la ley, la abstención debería pronunciarse por
el órgano colegiado con exclusión del miembro de cuya abstención se trate, como
se ha propuesto en el derecho comparado.
Según la ley, la infracción del deber de abstención, aunque puede poner en ries-
go la responsabilidad administrativa del infractor, no conlleva necesariamente la
invalidez del acto en que haya intervenido debiendo abstenerse. Desde el derecho
comparado se ha propuesto equiparar la infracción de este deber a los vicios de
forma, de modo que la validez del acto sea cuestionable en caso de que la inter-
vención del implicado incida en aspectos esenciales del acto o del procedimiento
y conlleve perjuicio. Así ocurriría cuando esa intervención sea determinante o
tenga influencia decisiva en el acto adoptado o en la obtención del acuerdo que
lo precede, siempre tratándose de actuaciones que supongan apreciaciones discre-
cionales (pues si la potestad es reglada y la decisión no tiene vicios de legalidad
sustantivos, el conflicto de interés puede tenerse por irrelevante).

Sección 2. Los interesados


361. Convencionalmente se designa a los particulares llamados a intervenir en
un procedimiento administrativo como interesados. Esta terminología, que toma
distancia del vocabulario propio del derecho procesal (que alude a las partes),
posiblemente obedezca a la estructura frecuentemente simplificada de los proce-
dimientos administrativos, en que sólo concurre una persona frente a la adminis-
tración. Por lo demás, incluso en los procedimientos administrativos con mayor
carácter adversarial los particulares no contienden entre sí del mismo modo que
en una disputa judicial.

(a) Identificación de los interesados


362. En general, la ley considera interesados a quienes tienen derechos o in-
tereses implicados en la toma de decisiones de que se trata. La ley no ahonda
en la distinción entre derechos subjetivos y simples intereses (legítimos), aunque
parece asumir que la densidad de estos últimos es menor que la de los derechos.
En general, el “simple interés” en la observancia de la ley no habilita a los terce-
ros a intervenir en un procedimiento administrativo; al contrario, deben poseer
un “interés cualificado”, que implique en términos amplios (no necesariamente
patrimoniales) un beneficio o un perjuicio en caso de que la decisión se adopte.
En la medida que la ley también reconoce como interesados a los portadores de
Título III. El procedimiento administrativo 257

“intereses colectivos”, indirectamente la comunidad se ha visto reconocer el sta-


tus de interesada.
Conforme a las reglas generales, se conciben tres categorías de interesados:

(i) El interesado “promotor”


363. Ante todo, es interesado el promotor del procedimiento, que requiere su
apertura mediante solicitud o petición, en cuanto titular de derechos o intereses.
Esta figura es típica de los procedimientos rogados o tendientes a la dictación de
un acto favorable.
En el ámbito sancionatorio se entiende pacíficamente que el denunciante no
reviste per se el carácter de interesado. La denuncia es un simple medio de comu-
nicación de la existencia de una situación irregular (notitia criminis en el dere-
cho procesal), pero en sí mismos, los procedimientos sancionatorios se inician de
oficio por la administración. Todo lo cual se entiende sin perjuicio de reconocer,
conforme a otros criterios, el status de interesado al denunciante cuyos derechos
o intereses estén potencialmente afectados.

(ii) El interesado afectado “necesario”


364. En seguida, también se considera interesado a aquel cuyos derechos sub-
jetivos pueden verse alcanzados por la decisión que se adopte en el procedimiento.
Es típicamente el destinatario principal de los efectos de los procedimientos ad-
ministrativos tendientes a la dictación de un acto de gravamen: el propietario ex-
propiado, el imputado en el procedimiento disciplinario o sancionatorio, el sujeto
fiscalizado en los procedimientos inspectivos de los organismos reguladores, etc.

(iii) El interesado afectado “eventual”


365. Por último, la ley también reconoce la condición de interesados a quienes
pueden verse alcanzados en sus intereses legítimos (no ya derechos) por la deci-
sión que se adopte, y siempre que comparezcan al procedimiento antes de que se
dicte la resolución final.
Por este camino la LBPA reconoce un papel importante a terceros no directa-
mente envueltos en el resultado del procedimiento administrativo, pero que expre-
san su intención de participar en él aportando antecedentes o planteamientos que
puedan ser relevantes para la toma de decisiones. El alcance de esta legitimación de
258 José Miguel Valdivia

los terceros es potencialmente bien amplio, en cuanto la ley alude a intereses indi-
viduales o colectivos, pudiendo entenderse incluidos en ellos los intereses difusos.
En síntesis, la ley reconoce como habilitados para intervenir en los procedimien-
tos al “interesado promotor” o “interesado activo”, quien insta por una decisión en
su provecho y también al “interesado afectado” o “interesado pasivo”, quien puede
verse alcanzado en sus derechos o intereses por la decisión que se trata de tomar.
En ésta última categoría distingue, en función de los bienes jurídicos susceptibles
de verse afectados, entre el titular de derechos subjetivos, que es necesariamente
interesado, aunque no comparezca al procedimiento (“interesado necesario”), y el
portador de meros intereses legítimos, quien tiene la carga de apersonarse oportu-
namente al procedimiento para ser estimado interesado (“interesado eventual”).

(b) Capacidad y comparecencia


366. Los interesados pueden comparecer personalmente ante la administra-
ción. Esta regla alcanza incluso a los menores de edad, respecto de derechos e in-
tereses que puedan ejercer sin asistencia de la persona que ejerza patria potestad,
tutela o curatela sobre ellos (LBPA, art. 20).
También pueden comparecer por intermedio de representantes. Al efecto el
poder debe constar en escritura pública o documento privado suscrito ante no-
tario, aunque la escritura pública será siempre necesaria si el acto administrativo
de que se trate ha de producir efectos que exijan esa solemnidad (LBPA, art. 22).
Esta regla facilita la intervención de los asesores de los interesados (tal como se
desprende del principio de contradictoriedad, LBPA, art. 10, inc. 3). En este punto
las soluciones del derecho positivo prolongan desarrollos más antiguos, que asu-
men que la administración no puede obstaculizar la participación de abogados en
representación de los interesados (Ley 18.120, art. 7: “Los servicios de la adminis-
tración del Estado… no podrán negarse a aceptar la intervención de un abogado
como patrocinante o mandatario de los asuntos que en ellas se tramiten”).

(c) Status jurídico del interesado


367. Identificar adecuadamente a los interesados tiene efectos jurídicos impor-
tantes, pues las prerrogativas de actuación que contempla la LBPA respecto de
particulares están concebidas normalmente en beneficio de los interesados.
En particular, las posibilidades concretas de intervención procedimental deri-
vadas del “principio de contradictoriedad” (LBPA, art. 10) se conciben en función
de los interesados: “Los interesados podrán, en cualquier momento del procedi-
miento, aducir alegaciones y aportar documentos u otros elementos de juicio”
Título III. El procedimiento administrativo 259

(inc. 1). “Los interesados podrán, en todo momento, alegar defectos de tramita-
ción...” (inc. 2). “Los interesados podrán, en todo caso, actuar asistidos de asesor
cuando lo consideren conveniente en defensa de sus intereses” (inc. 3).
En seguida, son las peticiones de los interesados aquellas que determinan, con-
forme al principio de congruencia, la extensión de la resolución final (art. 41,
inc. 3: “En los procedimientos tramitados a solicitud del interesado, la resolución
deberá ajustarse a las peticiones formuladas por éste…”).
La notificación de las resoluciones de efecto individual se concibe, igualmente,
en atención a los interesados (art. 45: “Los actos administrativos de efectos indi-
viduales, deberán ser notificados a los interesados…”).
En fin, es también el interesado el titular de los medios de impugnación en con-
tra de la resolución que se adopte al término del procedimiento (art. 15: “Todo
acto administrativo es impugnable por el interesado mediante los recursos admi-
nistrativos…”, etc.).
Aunque la ley no define en forma orgánica el régimen jurídico del interesado,
el artículo 17 de la LBPA contempla un catálogo de derechos de “las personas, en
sus relaciones con la Administración”, derechos que en el contexto de esta regu-
lación legal tienen por titular normalmente al interesado.

(d) Participación ciudadana


368. Entre los diversos mecanismos imaginables de participación ciudadana en
la toma de decisiones (que incluyen la codecisión o la concertación o negociación
de decisiones públicas), el modelo más común en derecho chileno se traduce en la
mera consulta del público respecto de ciertos asuntos.
La consulta tiene por objeto recabar la opinión de la comunidad respecto de
determinado asunto bajo decisión. En los casos en que la ley la exige, la adminis-
tración está obligada a requerir la intervención de la ciudadanía y a hacerse cargo
de estas opiniones, en la motivación del acto; estos requisitos de forma pueden
tenerse por trámites esenciales. Con todo, la consulta no es vinculante, en el senti-
do de que la administración no está obligada a seguir el parecer de la ciudadanía;
por cierto, aunque la consulta no sea un “plebiscito”, apartarse de una opinión
ciudadana mayoritaria puede tener consecuencias jurídicas y políticas relevantes,
de modo que la administración deberá justificar muy bien su parecer contrario.
La LBPA contempla un único caso de participación ciudadana mediante el
trámite de la “información pública” (art. 39), que supone la exhibición del proce-
dimiento al público, para recoger sus observaciones. Al margen de este mecanis-
mo, diversos otros cuerpos legales han puesto en práctica dispositivos de consulta
260 José Miguel Valdivia

pública respecto de instrumentos normativos o meramente administrativos, de


efectos colectivos importantes. Así ocurre característicamente en el campo de la
planificación urbana (LGUC, art. 43), de la evaluación ambiental de proyectos
(LBMA, art. 29), o de algunos actos de efectos normativos sobre mercados re-
gulados (p. ej., recientemente, Ley 21.000, a propósito de las normas de carácter
general, circulares, oficios circulares y otras resoluciones de la Comisión para el
Mercado Financiero). Con un alcance material mucho más amplio e impreciso,
debe mencionarse también la consulta a los pueblos indígenas respecto de las me-
didas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente (Con-
venio 169, de la OIT, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes).
En una línea similar, la Ley 20.500, sobre asociaciones y participación ciuda-
dana en la gestión pública, reconoció a “las personas el derecho de participar en
sus políticas, planes, programas y acciones”, instituyendo diversos mecanismos
de participación, que incluyen la creación de “consejos de la sociedad civil” en
cada servicio público, instituciones de carácter consultivo llamadas a incorporar
la voz de la ciudadanía en la gestión de las políticas públicas. Estos mecanismos
son particularmente importantes en el ámbito municipal, que es típicamente el
más cercano a los problemas cotidianos de la comunidad.
El nivel más fuerte de participación ciudadana se encuentra en mecanismos
de democracia directa, que en el derecho chileno sólo se contemplan en el ám-
bito municipal. Los plebiscitos comunales, regulados minuciosamente por la ley
(LOCM, arts. 99 y ss.), pueden recaer sobre programas o proyectos de inver-
sión específicos de desarrollo comunal (típicamente, obras de infraestructura o
servicios), la aprobación o modificaciones del plan de desarrollo comunal o del
plan regulador comunal y, en general, cualquier otra materia de interés para la
comunidad local, siempre que sea de competencia municipal. A diferencia de las
simples consultas, los resultados del plebiscito comunal son “vinculantes para la
autoridad municipal”, a condición de que hubiera votado más del 50% de los
ciudadanos habilitados para votar en la comuna.
En contraste, en su nivel más mínimo, la participación ciudadana es también
posible mediante la amplísima legitimación de los interesados previstos en el artí-
culo 21 de la LBPA, que permite a todo titular de intereses legítimos, individuales
o colectivos, apersonarse a un procedimiento en curso para hacer valer sus plan-
teamientos.

PÁRRAFO 2. INFORMALIDAD (RELATIVA)


369. La importancia creciente de las formas en derecho administrativo chileno
(de que da cuenta la existencia misma de la LBPA) no supone necesariamente
Título III. El procedimiento administrativo 261

erigir al formalismo en un valor digno de respeto. Al contrario, el principio en la


materia es el de informalidad relativa (o, dicho en los términos puramente nega-
tivos que emplea la ley, “no formalización”). Según expresa la LBPA con carácter
general, “el procedimiento debe desarrollarse con sencillez y eficacia, de modo
que las formalidades que se exijan sean aquéllas indispensables para dejar cons-
tancia indubitada de lo actuado y evitar perjuicios a los particulares” (art. 13).
En derecho administrativo el procedimiento garantiza una toma racional de
decisiones públicas, con respeto a los intereses de los involucrados; las formas
son, en otros términos, funcionales a una buena toma de decisiones. En este punto
el derecho administrativo se diferencia de lo que ocurre en el proceso judicial, civil
o penal, en que el juez usualmente media los intereses en disputa, de modo que
las formas aseguran que la decisión sea imparcial. En cambio, la administración
está institucionalmente involucrada con los resultados de los procedimientos ad-
ministrativos; por eso los conduce con sencillez, sin detenerse escrupulosamente
en las formas.
Por supuesto, ahí donde la tarea de la administración más se asemeja a la de la
jurisdicción o adjudicación imparcial, más importancia recobran las formas. Esto
explica las mayores exigencias que suelen presentarse en los procedimientos con-
cursales, como las licitaciones (materia en que una larga tradición jurisprudencial,
hoy recogida por la ley, ha conducido a erigir un principio de “estricta sujeción”
a las bases que rijan el concurso). Algo similar, pero con matices, puede decirse de
los procedimientos sancionatorios, en que la observancia de los procedimientos
garantiza el derecho de defensa de aquellos contra quienes se dirigen.
El principio de informalidad se declina fundamentalmente en dos direcciones,
que se refieren a la ordenación del procedimiento (sección 1) y a la eventual recti-
ficación de vicios de forma (sección 2).

Sección 1. La ordenación del procedimiento


370. Conforme a la previsión de la LBPA, la informalidad de los procedimien-
tos administrativos se traduce en una reducción de los trámites al mínimo necesa-
rio para dejar constancia de lo actuado y asegurar los intereses de los involucra-
dos. En este sentido, el principio guarda estrecha relación con un imperativo de
celeridad, que cuenta con reconocimiento normativo autónomo (LOCBGAE, art.
8, inc. 2 y LBPA, art. 7), que entre otras cosas manda hacer expeditos los trámites
que deba cumplir el expediente y remover todo obstáculo que pudiere afectar a su
pronta decisión; a su vez, esta exigencia se encuentra en algún grado desarrollada
mediante el principio de economía procedimental (LBPA, art. 9).
262 José Miguel Valdivia

Esta imagen mínima de las formalidades se traduce, al menos, en dos aspectos


puntuales:

(a) Escrituración
371. Ante todo, los procedimientos deben constar por escrito, ya sea en formato
impreso o por medios electrónicos (LBPA, art. 5); aunque la ley prevé la posibilidad
de otros medios que sirvan para dejar constancia de las actuaciones procedimenta-
les, mantiene apego a la forma impresa, que es tradicional garantía de certeza res-
pecto de los antecedentes, opiniones y decisiones que se vierten en un procedimiento
administrativo. Sin duda, esta percepción puede cambiar en el mediano plazo por la
persistente penetración de nuevas tecnologías de información.
En el estado actual, la escritura debe efectuarse en lengua castellana; aunque ésta
no tenga el carácter de lengua oficial de la República, un antiguo texto adoptó como
“ortografía oficial, la de la Real Academia Española para todos los documentos de la
administración pública de Chile” (DS 3876, de 1927, del Min. de Instrucción Pública).

(b) Soporte instrumental (expediente)


372. En seguida, de modo similar a los procedimientos judiciales, los procedi-
mientos administrativos deben constar en un “expediente”, físico o virtual –esto
es, en papel o formato electrónico (LBPA, art. 18, inc. 3). La importancia del ex-
pediente es instrumental, porque brinda certeza respecto de las actuaciones prac-
ticadas: es el lugar físico en que se guarda registro de tales actuaciones. Además,
según la fidelidad con que sea llevado, el procedimiento normalmente refleja la
oportunidad temporal en que los distintos antecedentes relevantes para la toma
de decisiones llegan a manos de la autoridad, lo que en casos complejos facilita la
reconstrucción de los procesos intelectuales que conducen a una decisión.

Sección 2. Tratamiento de los vicios de forma


373. Como se ha explicado en otro lugar, el aspecto más significativo del prin-
cipio de no formalización reside en el reducido impacto del vicio de forma o de
procedimiento en la validez del acto administrativo. Según dispone la LBPA, “El
vicio de procedimiento o de forma sólo afecta la validez del acto administrativo
cuando recae en algún requisito esencial del mismo, sea por su naturaleza o por
mandato del ordenamiento jurídico y genera perjuicio al interesado”, vale decir,
cuando tienen algún carácter sustancial.
Consistentemente, la administración queda habilitada para “subsanar” los vi-
cios de que adolezcan los actos que emita, siempre que con ello no se afectaren
intereses de terceros.
Título III. El procedimiento administrativo 263

Esta regla guarda ciertamente coherencia con la que limita la impugnabilidad del
acto trámite (susceptible de impugnación sólo cuando determine la imposibilidad
de continuar un procedimiento o produzca indefensión, LBPA, art. 15). En general,
la ley desalienta el planteamiento de alegaciones dilatorias, como las que suelen
formularse a propósito de la observancia de las formalidades; nuevamente, el pro-
pósito es de celeridad y expedición en el tratamiento de los asuntos administrativos.
Aunque la LBPA no ha descartado el planteamiento de incidentes de nulidad
procedimental (aludidos en el art. 9, inc. final), las herramientas para corregir los
vicios formales son diferenciadas. Para las resoluciones definitivas (o los actos
trámite que tengan una trascendencia equivalente) se contemplan medios de re-
visión como los recursos o la potestad invalidatoria; para las demás actuaciones,
en cambio, parecen haberse previsto medios más informales de “subsanación”, en
cuanto no perjudiquen a los interesados o a terceros.

PÁRRAFO 3. PROGRESIÓN DEL PROCEDIMIENTO


374. La oficialidad es un principio básico de la acción administrativa (LO-
CBGAE, art. 8) que naturalmente se proyecta a los procedimientos (LBPA, art.
7). Por eso, el impulso del procedimiento y la responsabilidad por su progresión
descansa en la administración misma.
Este principio ordenador de los procedimientos administrativos es consistente
con la iniciativa particular de la mayor parte de los procedimientos tendientes
a la dictación de actos favorables o de otros procedimientos rogados (como los
originados en recursos administrativos). Algunas actuaciones de particulares inte-
resados son igualmente necesarias para que el procedimiento quede en estado de
resolverse. No sin razón, a semejanza de lo que ocurre en procedimientos judicia-
les civiles, la LBPA ha contemplado una regla de “abandono” del procedimiento
iniciado por solicitud, para el caso en que éste quede paralizado por más de trein-
ta días por inactividad imputable al interesado (art. 43).
La conducción del procedimiento se proyecta, al menos, en dos direcciones: la
autoridad debe proceder con economía procedimental y teniendo como norte la
terminación del procedimiento mediante la decisión.

(a) Economía procedimental


375. Desarrollando este principio, la ley explica que la administración actua-
rá conforme a la “máxima economía de medios con eficacia, evitando trámites
dilatorios” (art. 9, inc. 1). Entre las aplicaciones de la idea cabe mencionar las
siguientes:
264 José Miguel Valdivia

(i) Simultaneidad de trámites


376. En la medida en que existan trámites que “por su naturaleza” puedan
decidirse en un solo acto, la administración deberá hacerlo, a menos que la ley
establezca que deben tramitarse sucesivamente (art. 9, inc. 2).

(ii) Acumulación de procedimientos


377. La instrucción y resolución de procedimientos que guarden identidad
sustancial o íntima relación (sea por recaer sobre la misma cuestión de hecho o
de derecho) puede efectuarse conjuntamente mediante su acumulación (art. 33).

(iii) No suspensión del procedimiento en razón de incidentes


378. Por regla general, los incidentes que se susciten durante la tramitación del
procedimiento no provocan la suspensión del mismo, a menos que la administra-
ción (fundadamente) lo determine (art. 9, inc. final)

(b) Conclusión del procedimiento


379. La administración está obligada a llevar los procedimientos adelante y
ponerles término, así fuese en caso de no poder pronunciarse sobre el fondo del
asunto (aunque el “principio conclusivo” recuerda que todo procedimiento es-
tá concebido para obtener una decisión sobre el fondo, LBPA, art. 8). Los pro-
cedimientos administrativos no deberían permanecer indefinidamente abiertos,
aunque –en ausencia de soluciones legales especiales– no es clara la sanción que
conlleva su prolongación excesiva (cf. §§ 384 y ss.).
Con el imperativo de concluir los procedimientos se emparienta el principio
de “inexcusabilidad” (art. 14), que ciertamente tiene resonancias procesalistas,
pues obliga a la autoridad requerida en asuntos sobre su competencia a pronun-
ciarse expresamente sobre la petición (y, si es incompetente, a derivarla al órgano
efectivamente competente). La administración está obligada a dictar resolución
expresa en todo procedimiento, sin que pueda excusarse de hacerlo a “pretexto
de silencio, oscuridad o insuficiencia” de los textos legales (art. 41, inc. 5). La
operatividad de este principio se ve relativizada por las reglas de silencio adminis-
trativo, pues la ley asume que el transcurso de los plazos para pronunciarse sobre
una petición puede derivar, mediante una ficción legal que se ve gatillada por la
observancia de ciertos trámites, en la aceptación o rechazo implícitos de la misma.
Título III. El procedimiento administrativo 265

Por cierto, la operatividad del silencio también requiere de actuaciones formales


(certificaciones) que pondrían término al procedimiento.

PÁRRAFO 4. PLAZOS
380. Los plazos son periodos determinados de tiempo dispuestos por una regla
para la práctica de alguna actuación.
A modo ejemplar, pueden indicarse los siguientes. Para la dictación de las pro-
videncias de mero trámite se prevé un plazo de 48 horas desde la recepción de la
solicitud, documento o expediente. El plazo de dictación de las decisiones defini-
tivas es de 20 días contados desde que, a petición del interesado, se certifique que
el procedimiento se encuentra en estado de resolverse. Por otra parte, los orga-
nismos tienen 10 días de plazo para evacuar los informes o dictámenes que se le
hayan solicitado, contados desde la petición de la diligencia (art. 24). En el caso
de que la administración deba decretar la apertura de un periodo de prueba, ésta
deberá determinar su duración, que no puede ser inferior a 10 ni superior a 30
días (art. 35). Por último, la LBPA prevé que, salvo caso fortuito o fuerza mayor,
el procedimiento administrativo no podrá exceder de 6 meses, desde su iniciación
hasta la fecha en que se emita la decisión final (art. 27).
Los plazos tienen gran importancia en el procedimiento administrativo, pues
normalmente condicionan su progresión y la observancia de algunos trámites.
Conviene estudiar brevemente algunos aspectos jurídicos de la materia.

(a) Cómputo
381. La LBPA ha establecido reglas de alcance general acerca de los plazos en
el procedimiento administrativo (art. 25). Sin embargo, pueden sobrevivir reglas
especiales que difieran de estas, de modo que siempre es útil revisar adecuadamen-
te el marco normativo sobre esta cuestión.
Algunos plazos están previstos en horas, pero por lo general, se expresan en un
número de días necesarios para la práctica de ciertas actuaciones. En los proce-
dimientos administrativos, esos plazos son por regla general de días hábiles (y no
corridos). La LBPA ha especificado que no son hábiles los días sábado, domingo
y festivos.
El primer día del plazo es el siguiente al de la notificación o publicación del ac-
to que le da inicio (art. 25, inc. 2). Cuando el plazo no depende de una resolución,
la ley determina el modo especial de computarlo.
266 José Miguel Valdivia

Para los plazos expresados en meses o años, que no son objeto de regulación
por la LBPA, y en cuanto por ley especial no se dispusiere algo diverso, mantienen
vigencia las reglas generales previstas en el Código Civil (art. 48). Con todo, una
regla común a todo tipo de plazos prevé que cuando el último día del plazo sea
inhábil, se entenderá prorrogado hasta el día hábil inmediatamente siguiente.

(b) Ampliación o reducción de plazos

382. La ley admite que los plazos se amplíen de oficio o a petición del interesa-
do, si las circunstancias lo aconsejan y no se perjudican los derechos de terceros.
La ampliación puede extenderse hasta la mitad del plazo inicialmente señalado.
En todo caso, ha de pedirse y resolverse antes del vencimiento del plazo, sin que
puedan revivirse plazos fenecidos (art. 26).
Inversamente, los plazos pueden reducirse a la mitad, también de oficio o a
petición del interesado, si razones de interés público aconsejan aplicar un “proce-
dimiento de urgencia” (art. 63). La reducción de plazos no afectará a los que rijan
para la presentación de solicitudes y recursos.
Estas reglas valen para los plazos previstos por normas legales o reglamenta-
rias. Tratándose de plazos definidos por la misma autoridad, su extensión siempre
puede ser modelada por la administración, salvo los límites impuestos por el de-
recho positivo.

(c) Obligatoriedad

383. La ley proclama la obligatoriedad de los plazos legales, tanto para la ad-
ministración como para los interesados (art. 23). Por contenerse en una ley (per se
obligatoria) la utilidad de esa declaración parece superflua.
Ahora bien, una larga tradición jurisprudencial entiende que los plazos dirigidos
a la administración tienen por finalidad la implantación de un buen orden admi-
nistrativo, a fin de que los órganos públicos puedan cumplir oportunamente sus
tareas, pero que, salvo disposición especial diversa, no son fatales. En consecuencia,
el vencimiento de los plazos no impide a la administración practicar útilmente las
diligencias que le correspondan. En otras palabras, el incumplimiento del plazo
configura un vicio de forma no invalidante de la decisión de que se trate. La obliga-
toriedad de los plazos, en todo caso, puede ser relevante de cara a la responsabilidad
administrativa de los funcionarios; más allá del deber de observarlos, la expedición
en el cumplimiento de las tareas es una componente del principio de probidad.
Título III. El procedimiento administrativo 267

Ciertamente, esta jurisprudencia introduce una asimetría en el tratamiento de


los plazos, pues no se prevé una flexibilidad análoga respecto de los retrasos en
que incurran los particulares. Un recurso de reposición intentado fuera de plazo
es, con seguridad, improcedente por extemporáneo.

(d) Consecuencias de la dilación de los procedimientos


384. No se han previsto con carácter sistémico las consecuencias de las dila-
ciones excesivas del procedimiento. Hay que distinguir si el retraso es imputable
al interesado en procedimientos iniciados a su requerimiento o si es imputable a
la autoridad.

(i) Abandono
385. Si un procedimiento iniciado por solicitud de un interesado se paraliza
por inactividad de éste, por un periodo superior a treinta días, la administración
puede declararlo abandonado (art. 43). El abandono sólo tiene efectos procesales,
de modo que no determina (en cuanto al fondo) la prescripción de las acciones del
particular o de la administración; sin embargo, la ley precisa que los procedimien-
tos abandonados no tienen la virtud de interrumpir los plazos de prescripción que
estuvieren corriendo.

(ii) Silencio administrativo


386. Si, en cambio, la paralización o el retraso son obra de la administración,
el derecho positivo contempla como única consecuencia la figura del silencio ad-
ministrativo.
Mediante una ficción legal, el vencimiento de un plazo puede ser constitutivo
de una decisión afirmativa o negativa. Los criterios que determinan si el silencio
opera como aceptación o rechazo, antes analizados (cf. § 283), están descritos en
los artículos 64 y 65 de la LBPA: por regla general el silencio es afirmativo y por
excepción negativo, cuando i) la petición sea desfavorable al patrimonio fiscal; ii)
recaiga sobre impugnaciones o recursos; iii) se funde en el derecho de petición o
iv) cuando incida en procedimientos iniciados de oficio.
La operatividad del silencio depende de gestiones del interesado. Si el silencio
es negativo, el interesado ha de requerir una certificación del vencimiento del
plazo, y ese certificado, que debe expedirse sin más trámite, cuenta como acto
administrativo denegatorio de su solicitud. En cambio, si el silencio es positivo, el
interesado debe formular una última petición para que la administración se pro-
268 José Miguel Valdivia

nuncie; la autoridad (que debe informar a su superior a la brevedad) tiene cinco


días más para resolver, transcurridos los cuales sin pronunciamiento expreso, la
petición se entiende aceptada. El interesado puede requerir para mayor certeza un
certificado que dé cuenta del vencimiento de los plazos, el que deberá otorgarse
sin más trámite.

(iii) Decaimiento
387. El decaimiento, caducidad o perención del procedimiento administrativo
es su terminación (sin resolución sobre el fondo) por inactividad de la adminis-
tración.
El derecho chileno no cuenta con regla alguna que contemple, con carácter
general, el decaimiento de los procedimientos iniciados de oficio, normalmente
tendientes a la emisión de un acto de gravamen (a diferencia de lo que ocurre, por
ejemplo, en el derecho español).
En algún momento la jurisprudencia quiso importar esta idea al ámbito de los
procedimientos sancionatorios, articulándola sobre la base de diversos principios
del procedimiento que se verían defraudados por la pasividad de la administra-
ción. Sin embargo, esa jurisprudencia no se ha impuesto de modo consistente y
sistemático.
La idea misma de este tipo de decaimiento es criticable, pues las potestades pú-
blicas no vencen por el transcurso del tiempo. Sin disposición legal que lo contem-
ple (que también sería cuestionable, porque podría impedir la necesaria ejecución
de la ley) no debe ser admitida.

PÁRRAFO 5. ACTOS DE COMUNICACIÓN


Y PUBLICIDAD
388. Según dispone la LBPA, los actos administrativos producirán efectos ju-
rídicos desde su notificación o publicación, según sean de contenido individual o
general (art. 51, inc. 2). Esta regla se aplica tanto a los actos resolutorios como a
los actos de trámite que tengan incidencia sobre terceros (confiriéndoles audien-
cias, disponiendo diligencias probatorias o medidas provisionales, entre otros).

(a) Notificación
389. Es el medio de comunicación de actos administrativos por excelencia, por
el que advierte al interesado acerca de su adopción y eficacia.
Título III. El procedimiento administrativo 269

La notificación recae sobre el texto íntegro de la resolución o acto de que se


trate. Conforme a una regla prevista respecto del contenido de la resolución, pero
más bien aplicable al acto de notificación, debe también darse noticia al interesado
acerca de los medios de impugnación respectivos y su plazo de ejercicio (art. 41).
La notificación se practica en el plazo de cinco días desde que el acto quede
totalmente tramitado. De aquí que, respecto de los actos afectos a toma de razón
por Contraloría, la notificación sea posterior a ese trámite (salvo regla legal diver-
sa). El incumplimiento de este plazo no impide practicar la notificación después;
pero si las diligencias a que se refiere el acto se llevan a cabo sin notificación
previa, puede incurrirse en un vicio formal más o menos importante, si deja a los
interesados en indefensión.
Respecto de la forma de notificación, la ley estima intercambiables la carta cer-
tificada y la notificación personal, practicada por agentes del organismo adminis-
trativo, ya sea en el domicilio del interesado o en las oficinas del servicio. Si la ley
lo autoriza –y las condiciones del interesado lo hacen posible–, las notificaciones
también pueden verificarse por correo electrónico; un ejemplo reciente (del que en
un futuro próximo debería haber muchos más), a propósito de los procedimientos
conducidos por la Superintendencia de Educación, en la Ley 20.529, sobre el Sis-
tema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación parvularia, básica
y media y su fiscalización (art. 63).
La notificación por carta certificada tiene, en todo caso, el carácter de regla ge-
neral. Según la jurisprudencia administrativa, ésta se efectúa por intermedio de la
empresa pública Correos de Chile (y no por intermedio de compañías privadas de
courier, Dictamen 84.659 de 2014). La notificación se entiende practicada al tercer
día hábil siguiente a su recepción en “la oficina de Correos respectiva”, que con-
forme a la jurisprudencia administrativa es la oficina de correos “del domicilio del
notificado y no la del órgano remitente de la carta” (Dictamen 34.319 de 2007).
La ley no reglamenta de modo preciso las consecuencias de la notificación irre-
gular, aunque sí prevé que ésta pueda presentar “vicios”. Los vicios consisten nor-
malmente en la insuficiencia de la notificación (por incompleta, o por no señalar los
recursos en su contra, etc.); también puede ocurrir que una resolución sencillamente
no se notifique, debiendo hacerse. La ley asume que el interesado puede reclamar
la falta o la nulidad de la notificación, en cuyo caso la administración resolverá y,
si acoge el reclamo, procederá a notificar regularmente. Sin perjuicio de lo ante-
rior, si el interesado practicare cualquier gestión en el procedimiento que suponga
conocimiento del acto mal o no notificado, la notificación se entenderá practicada
tácitamente. En suma, al interesado a quien no se ha notificado correctamente una
resolución no le corre el plazo que ésta desencadenare, mientras no se resuelva el
incidente de regularidad de la notificación o no se notifique tácitamente de ella.
270 José Miguel Valdivia

(b) Publicación
390. Deben publicarse en el Diario Oficial los actos a los que se refiere el artículo
48 de la LBPA y los demás que dispusieren las leyes o que ordenare el Presidente de
la República. Se trata fundamentalmente de actos de efecto general (como los ins-
trumentos normativos o de planificación territorial), aquellos que miren al interés
general de la comunidad (es decir, cabe entender, que no se identifiquen con intere-
sados singulares), los que conciernan a un número indeterminado de personas y los
que afectaren a personas cuyo paradero o domicilio se desconociere.
Las publicaciones también recaen sobre el texto íntegro de la resolución de que
se trate, salvo excepción legal. Según la jurisprudencia administrativa, no basta
con publicar un extracto o resumen de ella que se remita para mayor detalle a
otro medio de difusión, como un sitio electrónico (Dictamen 33.688, de 2003).
Las publicaciones se practican en el Diario Oficial, salvo que una regla legal
dispusiere otro medio de difusión. Un ejemplo de este tipo de reglas, en la que
acepta la difusión de las resoluciones que dicten las municipalidades en “los siste-
mas electrónicos o digitales de que disponga la municipalidad” (LOCM, art. 12,
inc. final).
No se contempla un plazo para la publicación. Respecto de los actos que afec-
taren a personas cuyo paradero se ignore y de aquellos que acojan recursos contra
actos previamente publicados, la publicación debiera hacerse los días 1 o 15 del
mes respectivo.

PÁRRAFO 6. TRANSPARENCIA
391. Sin perjuicio de los actos de comunicación de actuaciones del procedi-
miento, que corresponde llevar adelante a la administración de oficio, los proce-
dimientos se rigen por el principio de publicidad y transparencia en el ejercicio de
la función pública. En el campo del procedimiento opera un mecanismo especial
de transparencia, que se suma al régimen general.

(a) El principio
392. La publicidad de las actuaciones estatales es una poderosa herramienta de
control ciudadano, que permite materializar una de las premisas en que descansa
el Estado de Derecho. Los órganos del Estado cumplen funciones orientadas a la
obtención del interés general, y es para alcanzarlo que reciben del derecho poderes
de acción excepcionales; el poder es siempre instrumental al interés del Pueblo, y
Título III. El procedimiento administrativo 271

no un atributo personal de quien lo detenta. Dada la naturaleza vicarial del poder,


las autoridades deben “rendir cuentas” a la comunidad acerca del modo en que
lo ejercen (idea que, en la terminología inglesa, cada vez más en boga, se expresa
con la voz accountability). La idea es antigua, casi consustancial al constitucio-
nalismo moderno. En tal sentido, la Declaración de 1789 disponía: “La sociedad
tiene derecho a pedir a todo agente público cuentas de su administración” (Decla-
ración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, art. 15). Sin embargo, por largo
tiempo prevalecieron maneras opacas de actuar en los organismos públicos. Ese
tiempo parece haber quedado atrás. Las concepciones jurídico-políticas actuales
suponen un control ciudadano sobre los órganos públicos, que conllevan dotar a
la comunidad de herramientas para acceder a la información estatal.
El artículo 8 de la Constitución reconoce el principio de publicidad en la ges-
tión pública, como una exigencia conexa con el principio de probidad pública. El
precepto dispone:
“Son públicos los actos y resoluciones de los órganos del Estado, así como sus fun-
damentos y los procedimientos que utilicen. Sin embargo, sólo una ley de quórum califi-
cado podrá establecer la reserva o secreto de aquéllos o de éstos, cuando la publicidad
afectare el debido cumplimiento de las funciones de dichos órganos, los derechos de las
personas, la seguridad de la Nación o el interés nacional” (inciso 2).
La LBPA reproduce el principio en términos similares (art. 15). De aquí que,
por principio, sean públicos los actos estatales, así como sus fundamentos, vale
decir, los antecedentes que sirven de base para su adopción, normalmente conteni-
dos en los procedimientos formales que los preceden. El principio sólo puede ser
invertido por norma legal especial, aprobada con quorum calificado, y fundada
en las causas de justificación que detalla la Constitución. Para las leyes anteriores
a la reforma constitucional de 2005, una norma transitoria entiende cumplido el
requisito del quorum (art. 4 transitorio).
El principio de publicidad se operativiza mediante el de transparencia, que impone
a los órganos públicos deberes de información que han de cumplirse de oficio (trans-
parencia “activa”) o a petición de interesado (transparencia “pasiva”). Las reglas ju-
rídicas sobre transparencia, ampliamente desarrolladas por la Ley de Transparencia
de la función pública y de acceso a la información de la Administración del Estado,
contenida en la Ley 20.285, sobre Acceso a la información pública, configuran un
auténtico derecho de acceso a la información pública en favor de los ciudadanos.

(b) Derecho de acceso a la información pública en la LBPA


393. Junto con afirmar el principio de transparencia y de reconocer como “de-
recho de las personas” en sus relaciones con la administración el de “acceder a los
actos administrativos y sus documentos, en los términos previstos por la ley” (art.
272 José Miguel Valdivia

17, letra d), la LBPA contempla un mecanismo simplificado de transparencia, a


favor de los interesados en un procedimiento administrativo.
Los interesados en un procedimiento administrativo pueden “obtener copia au-
torizada de los documentos que rolan en el expediente… a su costa” (artículo 17,
letra a). Este derecho es derivación del principio de contradictoriedad, que favorece
la participación de los interesados en el procedimiento administrativo y les permite
imponerse en cualquier momento del estado en que se encuentre su tramitación.
Es razonable pensar que este derecho encuentra su límite en las disposiciones
legales específicas sobre secreto o reserva de determinados antecedentes o actua-
ciones estatales.
Por excepción al principio de gratuidad (LBPA, art. 6), el ejercicio de este de-
recho puede irrogar costos pecuniarios al interesado, destinados a solventar las
copias autorizadas que solicitare.

(c) Régimen general de acceso a la información pública


394. La Ley de Transparencia de la función pública y de acceso a la informa-
ción de la Administración del Estado, contenida en la Ley 20.285, sobre Acceso a
la información pública contempla una serie de disposiciones que hacen efectivo el
derecho de los ciudadanos a acceder a la información administrativa.
Ante todo, impone a los órganos públicos deberes positivos de transparencia
activa, esto es, deberes información que han de cumplir espontáneamente (de ofi-
cio), poniendo a disposición del público en su sitio electrónico una serie de ante-
cedentes relativos a su funcionamiento y organización, contrataciones y ejecución
presupuestaria, entre otros (arts. 7 y ss.).
En seguida, mediante los mecanismos conocidos como transparencia pasiva,
la ley habilita a cualquier persona a requerir, sin expresión de causa, la entrega
de información pública, que comprende actos, resoluciones, actas, expedientes,
contratos y acuerdos, así como a toda información elaborada con presupuesto
público, cualquiera sea el formato o soporte en que se contenga (art. 10).
En sede administrativa, la solicitud del interesado se tramita dentro del plazo
de 20 días hábiles (eventualmente prorrogable), y sólo puede denegarse fundada-
mente, en razón de concurrir causas de secreto o reserva admitidas por la ley (art.
21), que son similares a las que define la Constitución al efecto.
La negativa a entregar información, expresa o tácita, habilita al peticionario a for-
mular un reclamo conocido como “amparo del derecho de acceso a la información”
(art. 24), cuyo conocimiento compete al Consejo para la Transparencia, organismo ad-
ministrativo (esto es, no jurisdiccional) dotado de una amplia autonomía. El amparo
Título III. El procedimiento administrativo 273

debe formularse dentro del plazo de 15 días desde la notificación de la negativa o del
vencimiento del plazo para la entrega de la información. El Consejo comunica el ampa-
ro al organismo público recurrido y a eventuales terceros interesados, quienes tienen un
plazo de 10 días hábiles para formular descargos (art. 25). El amparo se resuelve dentro
de quinto día del vencimiento de ese plazo, o del que se hubiera fijado para practicar
diligencias probatorias (art. 27). Contra la resolución del amparo sólo procede un recla-
mo de ilegalidad ante la Corte de Apelaciones respectiva (arts. 28 y ss.).
Este mecanismo de reclamo es, considerando su carácter semi-litigioso, extre-
madamente favorable al acceso a la información, así como lo demuestra la juris-
prudencia del Consejo para la Transparencia.
Debe advertirse que respecto de organismos dotados de un estatuto jurídico
particular (fundamental, pero no exclusivamente, autónomos), así como de ins-
tituciones ajenas a la administración del Estado, la Ley 20.285 contempla reglas
especiales, que aplican con matices los mecanismos antes referidos.

Capítulo 4
Estructura básica del procedimiento
395. La ley concibe al procedimiento como un conjunto de actos procedimen-
tales o “actos trámite” encaminados a la producción de un acto administrativo
resolutorio (LBPA, art. 18, inc. 1).
En un camino que guarda similitud con el de los procedimientos judiciales
cognitivos, los procedimientos administrativos se componen de tres fases o etapas
básicas: “iniciación, instrucción y finalización” (inc. 2). La iniciación determina
la finalidad del procedimiento, esto es, las cuestiones esenciales que se abordarán
(párrafo 1), la instrucción permite el acopio de antecedentes relevantes para resol-
ver (párrafo 2) y la finalización es la fase conclusiva (párrafo 3).
También están sujetas a alguna regulación procedimental fases posteriores a la
toma de decisiones, como el eventual control preventivo de legalidad (toma de ra-
zón, de competencia de la Contraloría), las exigencias de publicidad y la eventual
ejecución del acto. Por su importancia práctica, conviene analizar en particular
la regulación procedimental de los recursos administrativos (capítulo siguiente).

PÁRRAFO 1. INICIACIÓN
396. La primera fase de los procedimientos está definida por el acto (de la ad-
ministración o de interesados) que les da inicio. Con todo, eventualmente puede
haber actuaciones previas, como ocurre con las medidas provisionales.
274 José Miguel Valdivia

(a) Modalidades de iniciación


397. Los procedimientos administrativos pueden iniciarse de oficio o a peti-
ción de parte.
La ley determina que los procedimientos que se inician de oficio (art. 29) pue-
den serlo: por propia iniciativa del órgano, en cumplimiento de una orden su-
perior (vale decir de alguno de los órganos superiores de aquel que instruya el
procedimiento), por solicitud de otro órgano administrativo (subentendiéndose
que éste carece de competencia para instruirlo por sí mismo) o por denuncia.
En general, se inician de oficio aquellos procedimientos tendientes a la elabo-
ración de un acto con efectos normativos o generales (como los de planificación
urbana), así como los procedimientos tendientes al pronunciamiento de un acto
de efectos desfavorables para algún interesado.
En cambio, por regla general se inician a petición de “persona interesada”
aquellos procedimientos tendientes a la elaboración de un acto de efectos favora-
bles para esta. La ley determina los requisitos necesarios para proveer una solici-
tud de interesado (art. 30). Estos requisitos son bastante elementales; fundamen-
talmente corresponden a una identificación suficiente del interesado, incluyendo
la indicación de un domicilio u otro medio por el cual practicar las notificaciones
del caso, las razones que justifican su actuación, y las peticiones que dirija a la
administración, a quien también debe identificar. En caso de inconsistencias o
insuficiencia de la solicitud, la administración invitará al interesado a subsanarla
(art. 31).
La iniciación del procedimiento abre camino a su instrucción, e impone a la
administración el deber de concluirlo, en función de los antecedentes y las actua-
ciones que se verifiquen en él.

(b) Medidas provisionales


398. A partir de la iniciación del procedimiento, pero eventualmente también
con anterioridad, el órgano administrativo está habilitado para adoptar “medidas
provisionales”. Estas medidas tienen una inequívoca naturaleza cautelar, pues es-
tán destinadas a asegurar el resultado del procedimiento o, en palabras de la ley,
la eficacia de la decisión.
La LBPA contiene una novedosa regulación sobre la materia (art. 32). Es ver-
dad que con anterioridad ya existía una que otra medida de esta especie (por
ejemplo, la clausura temporal de determinados locales o instalaciones), pero esta
ley brinda un marco genérico para otras que pudieran adoptarse.
Título III. El procedimiento administrativo 275

La ley no fija un catálogo de medidas provisionales, de modo que la adminis-


tración puede disponer las que juzgue apropiadas a la naturaleza del procedimien-
to. El límite está puesto en función de los efectos: “No se podrán adoptar medidas
provisionales que puedan causar perjuicio de difícil o imposible reparación a los
interesados, o que impliquen violación de derechos amparados por las leyes”.
Las medidas provisionales son siempre potencialmente gravosas, de modo que el
alcance que deba darse a este límite vinculado a los “derechos” debe armonizarse
con la eficacia de la acción administrativa.
Estas medidas son siempre provisionales, de modo que su eficacia está acota-
da a la extensión del procedimiento. Si aparecen circunstancias sobrevinientes o
que no pudieron tenerse en vista al tiempo de disponerlas, podrán modificarse o
alzarse mientras penda el procedimiento. En cualquier caso, su vigencia cesa con
la resolución que ponga término al procedimiento.
En cuanto a los requisitos, la ley establece pocos. Proceden de oficio o a pe-
tición de parte, sin necesidad de recabar la opinión de aquel a quien pudieren
afectar, en cuanto existan “elementos de juicio suficientes”. Es razonable pensar
que, aún en el silencio de los textos, la justificación sustantiva de estas medidas
dependa de criterios análogos a los que el derecho procesal postula para las me-
didas cautelares (fumus boni iuris y periculum in mora).
Mayores exigencias rigen para el caso de decretarlas con anterioridad al proce-
dimiento. Su procedencia depende de la urgencia y de la necesidad de protección
provisional de los intereses implicados. Además, el procedimiento debe iniciarse
dentro de los quince días siguientes, oportunidad en que las medidas habrán de
ser confirmadas, modificadas o levantadas, quedando sin efecto si así no se hiciere.

PÁRRAFO 2. INSTRUCCIÓN
399. La instrucción es la fase central del procedimiento, destinada a verificar
los antecedentes –en general, de hecho– necesarios para decidir. En tal sentido, la
ley define como actos de instrucción “aquellos necesarios para la determinación,
conocimiento y comprobación de los datos en virtud de los cuales deba pronun-
ciarse el acto” (art. 34). La importancia de la instrucción reside en su aptitud para
canalizar las informaciones que se recojan y sean relevantes para la decisión que
se trata de adoptar. Estas informaciones se contienen en las alegaciones de los in-
teresados (sección 1), la prueba de los hechos pertinentes (sección 2), los informes
que puedan allegar otros órganos administrativos (sección 3), y otras opiniones
(sección 4).
276 José Miguel Valdivia

Sección 1. Las alegaciones


400. Las alegaciones son los argumentos de hecho o de derecho que los inte-
resados planteen en relación con las materias sobre que recae el procedimiento.
Sin perjuicio de las que puedan haberse formulado en la solicitud que diera
inicio al procedimiento, los interesados pueden aducir alegaciones “en cualquier
momento del procedimiento” (y, además, aportar los documentos u otros elemen-
tos de juicio que estimaren del caso, según reza art. 10 de la LBPA). Un precepto
legal dispone que las alegaciones podrán plantearse “en cualquier fase del proce-
dimiento anterior al trámite de audiencia” (art. 17 letra f), pero este trámite –que
supone precisamente una última oportunidad para allegar argumentos ante la
administración, tras haber tomado conocimiento íntegro del expediente– no está
contemplado en la ley chilena con carácter general.
La relevancia de los planteamientos de los interesados se muestra en que “de-
berán ser tenidos en cuenta por el órgano competente al redactar la propuesta
de resolución” (art. 17 f). Ésta, como se sabe, debe recaer sobre las “cuestiones”
planteadas por los interesados. En suma, en la resolución definitiva la adminis-
tración debe dar respuesta a estos planteamientos, independientemente de que los
desestime en cuanto al fondo.

Sección 2. La prueba
401. La decisión que se trata de adoptar puede estar condicionada por elementos
de hecho. Así ocurre usualmente en los procedimientos tendientes a la elaboración
de actos de efecto singular; pero su comprobación también puede ser relevante en
decisiones de otra índole (normativas, por ejemplo) sujetas a estándares exigentes de
motivación. La comprobación de estos hechos puede efectuarse de distintas maneras:
a) mediante una actividad inspectiva o fiscalizatoria previa por parte de la administra-
ción, b) por iniciativa del interesado en la solicitud que da inicio al procedimiento, o c)
mediante la prueba que se agregue durante la instrucción del procedimiento.
Es bastante evidente que en la regulación de la prueba la ley se ha inspirado de
las reglas imperantes en el ámbito jurisdiccional. Con todo, el informalismo de los
procedimientos administrativos, conforme al cual los interesados pueden allegar
antecedentes en todo momento, puede tornar innecesaria esta regulación.

(a) Oportunidad e iniciativa de la prueba


402. En los términos de la LBPA, la prueba recae sobre los antecedentes de he-
cho aducidos por los interesados, siempre que “a la Administración no le consten”
Título III. El procedimiento administrativo 277

y su comprobación no “sea manifiestamente improcedente o innecesaria” (arts. 35,


incs. 2 y 3). De proceder su averiguación, se dispondrá “la apertura de un período
de prueba, por un plazo no superior a treinta días ni inferior a diez, a fin de que
puedan practicarse cuantas juzgue pertinentes” (art. 35, inc. 2). La administración
deberá motivar las decisiones por las cuales excluya pruebas propuestas por los
interesados. Algunas de estas diligencias probatorias dependen de la actividad de
los interesados, aunque otras pueden ser practicadas por la administración misma.

(b) Medios de prueba


403. En cuanto a los medios de prueba admisibles en el procedimiento administra-
tivo, la ley prácticamente no fija límites. Dispone que los hechos pueden “acreditarse
por cualquier medio de prueba admisible en derecho” (art. 35, inc. 1), expresión con
la que deben entenderse excluidos los medios ilícitos de prueba. La ley no contempla
reglas pormenorizadas sobre los medios de prueba en particular; según se ha plan-
teado en derecho comparado, esta fórmula legal no importa una remisión a las reglas
probatorias propias del procedimiento civil o penal, cuya ritualidad no siempre es
compatible con la informalidad que caracteriza a los procedimientos administrativos.
Las pruebas más relevantes en el ámbito administrativo consistirán en documentos
(escritos o no), eventuales testimonios y análisis periciales sobre determinados hechos.

(c) Valoración de la prueba


404. Por último, la flexibilidad impera en la apreciación de los antecedentes
por parte de la administración, quien debe proceder “en conciencia”, es decir, en
función de un juicio valorativo a su respecto, sin ceñirse a parámetros prestable-
cidos por la ley.

Sección 3. Los informes


405. El juicio de la autoridad puede ser iluminado mediante el análisis de informes
elaborados por otros órganos administrativos, normalmente dotados de competen-
cias sectoriales o técnicas en alguna materia relevante para el asunto en decisión.
Algunos informes los exige la ley con carácter obligatorio, pero la administra-
ción puede requerir que se emitan otros, según “juzgue necesario”, motivándolo
(art. 37). Tratándose de los informes ordenados por la ley, la administración está
obligada a solicitarlos, aunque no tengan carácter vinculante, pues debe hacerse
cargo de ellos en la motivación del acto; según la jurisprudencia, la omisión de
278 José Miguel Valdivia

este requerimiento configura un vicio de forma sustancial que afecta la validez de


la decisión que se adopte.
Con todo, si los informes no se evacuaren por los organismos interesados, el
procedimiento podrá seguir su curso (art. 38, inc. 2).
Sin perjuicio de lo dispuesto en reglas especiales, los informes se entienden no
vinculantes (art. 38, inc. 1), en el sentido de que la autoridad que resuelve no está
obligada a seguir el parecer expresado en ellos. Ahora bien, con prescindencia
de su carácter meramente ilustrativo u orientativo, la autoridad debe justificar
suficientemente (en la motivación del acto) las razones por las que se aparta del
parecer expresado en un informe emanado de otro órgano. Si la administración
sigue el parecer expresado en el informe, en la motivación del acto podrá remitirse
a él, sin necesidad de reproducir sus planteamientos (art. 41, inc. final).
Los informes vinculantes, en cambio, condicionan el contenido de la resolu-
ción que se trata de dictar. En verdad, cuando un órgano administrativo debe
proceder previo informe favorable de otro, la ley configura una especie de compe-
tencia compartida, cuya observancia necesariamente incide en la validez del acto.

Sección 4. Otras opiniones


406. El trámite de “información pública”, al que la administración puede pro-
ceder “cuando la naturaleza del procedimiento lo requiera” (típicamente cuando
la decisión tiene efectos generales o normativos), permite precisamente recoger las
“observaciones” o planteamientos de la comunidad respecto del asunto en deci-
sión. Al efecto la autoridad debe anunciar el trámite mediante publicación en el
Diario Oficial, y exhibir el expediente o ponerlo a disposición del público, con el
fin de recoger sus opiniones, dentro de los plazos que define la ley (LBPA, art. 39).

PÁRRAFO 3. FINALIZACIÓN
407. El procedimiento está encaminado a la elaboración de una resolución
final, aunque puede ponérsele término mediante actos distintos (sección 2). Más
aún, la fase terminal del procedimiento se compone, además, de ciertas operacio-
nes previas a su clausura (sección 1) y a otras posteriores (sección 3).

Sección 1. Trámites previos a la terminación del procedimiento


408. A diferencia de la ley española que le sirvió de modelo, la LBPA no contem-
pla los trámites de vista y audiencia de los interesados. Mediante estos trámites,
Título III. El procedimiento administrativo 279

los interesados pueden consultar íntegramente el expediente (vista), con el objeto


de formular una última presentación con argumentos –y eventuales antecedentes
probatorios– que cierren la discusión (audiencia). La LBPA alude incidentalmente
a este trámite (art. 17 letra f), pero no lo regula. Es verdad que en el ambiente de
transparencia que hoy día impera respecto de los procedimientos administrativos,
los interesados siempre pueden requerir la consulta del expediente (art. 17, letra
a) y también les asiste el derecho de formular alegaciones en cualquier momento
(art. 10). Por cierto, es enteramente posible que este trámite se contemple, por vía
reglamentaria u oficiosa, en algunos procedimientos.
En cambio, sí se prevé en la ley chilena una solicitud del interesado tendiente
a que se certifique que el expediente se encuentra en estado de resolver (art. 24,
inc. final). Según la LBPA, a partir de tal certificación la autoridad contaría con un
plazo de 20 días para dictar la resolución.
En forma previa a la resolución, la administración, debe estudiar acuciosamen-
te el expediente, con el objeto de preparar la resolución. Si advirtiera “cuestiones
conexas”, subentendiéndose por tales aspectos relevantes para la decisión, pero
sobre los cuales aún no se ha levantado discusión, los significará a los interesados
para recabar su opinión dentro de un plazo de 15 días, vencido el cual podrá
resolver (art. 41, inc. 2). También es posible que, a semejanza de lo que ocurre
en procedimientos judiciales civiles, la administración disponga la práctica de
algunas diligencias probatorias para ilustrar mejor su parecer en forma previa a
la decisión.
La fase de estudio previa a la toma de decisiones es necesariamente interna a
la administración y, teóricamente, una operación intelectiva difícilmente regula-
ble por el derecho. Con todo, la ley alude a la “redacción” de una “propuesta de
resolución” (art. 17, letra f), que precedería a la resolución en términos formales.
Ciertamente, en órganos colegiados, esta operación intelectual transcurre median-
te un cauce procedimental específico: la deliberación conjunta del asunto por los
integrantes del colegio, de la que –en armonía con el principio de publicidad de
los asuntos públicos– debe dejarse constancia escrita.

Sección 2. El acto de terminación del procedimiento


409. La LBPA ha contemplado de modo novedoso en el derecho administrativo
chileno diversas hipótesis en que el procedimiento puede concluir sin resolución
sobre las cuestiones debatidas en él. En principio, sin embargo, el procedimiento
está concebido para que la autoridad se pronuncie sobre el fondo, conforme al
deber de resolver que conlleva el llamado principio de “inexcusabilidad” (art. 14).
280 José Miguel Valdivia

(a) Terminación sin pronunciamiento en cuanto al fondo


410. La ley chilena contempla cuatro hipótesis:

(i) Desistimiento
411. Importa una manifestación de voluntad del interesado promotor del pro-
cedimiento en orden a no perseverar en él.
El desistimiento produce únicamente efectos procedimentales (y no sobre el
fondo), de modo que no impide volver a solicitar la apertura de otro procedimien-
to análogo con posterioridad. Sus efectos son estrictamente personales respecto
del interesado que lo hubiere formulado; el procedimiento podría seguir en curso
respecto de otros interesados que lo hubieren promovido.

(ii) Renuncia a derechos


412. Si el interesado promotor renuncia al derecho envuelto en la pretensión
para la cual ha dado inicio al procedimiento, éste también debe concluir. En el
fondo, la renuncia a este derecho priva de objeto al procedimiento. Conforme a
las reglas generales, pueden renunciarse los derechos que miran sólo al interés
personal del renunciante y siempre que su renuncia no esté prohibida (Código
Civil, art. 12). No se contemplan formalidades para la renuncia.
A diferencia del desistimiento, la renuncia concierne al fondo (y por consi-
guiente impide plantear nuevamente un procedimiento análogo, con el mismo
fundamento que aquel que concluye). La renuncia también es estrictamente per-
sonal, y no alcanza a otros interesados que hubieren promovido el procedimiento.

(iii) Abandono del procedimiento


413. Según se ha referido con anterioridad (§ 385), el procedimiento iniciado a
instancias de interesado y cuya progresión se haya paralizado por más de treinta
días precisamente por inactividad del interesado (frente a trámites que dependen
de sus gestiones), puede declararse abandonado. En forma previa a la declaración
de abandono la administración debe apercibir en tal sentido al interesado moro-
so, dándole un plazo de 7 días para materializar las diligencias de su cargo.
El abandono no produce efectos extraprocedimentales, ni determina la pres-
cripción de las acciones o derechos del interesado; pero las gestiones del procedi-
miento abandonado se entienden carecer de mérito suficiente para interrumpir los
plazos de prescripción que hubieren estado corriendo al tiempo de su iniciación.
Título III. El procedimiento administrativo 281

(iv) Imposibilidad material sobreviniente


414. Este caso, previsto en el inciso final del artículo 40 de la LBPA, está con-
templado en otro precepto como la “desaparición sobreviniente del objeto del
procedimiento” (art. 14, inc. final). En caso de sobrevenir circunstancias de hecho
que impidan la continuación y conclusión del procedimiento por privarle de ob-
jeto, corresponde dictar una resolución fundada que lo declare así, omitiéndose
pronunciamiento sobre el fondo.
Racionalmente, la imposibilidad de resolver debe obedecer a antecedentes de
hecho que determinen la pérdida de objeto del procedimiento. Así ocurriría, por
ejemplo, en caso de muerte de un interesado imputado en procedimiento sancio-
natorio, o de renuncia del funcionario que hubiere promovido un procedimiento
relativo a sus derechos estatutarios, de destrucción del inmueble de cuya protec-
ción patrimonial se trata, etc.

(b) La resolución final


415. El acto terminal del procedimiento es la resolución recaída sobre las cues-
tiones objeto del mismo.
Por obvio que parezca, conviene subrayar que la voz “resolución” está tomada
aquí en su sentido genérico (como acción y efecto de resolver algo) y no en cuan-
to categoría nominal de determinados tipos de actos, distinta a los decretos (cf.
§ 254). En otros términos, la elaboración formal de decretos está sujeta al mismo
régimen jurídico.
La resolución debe satisfacer requisitos sustantivos y formales, algunos de los
cuales están descritos en el artículo 41 de la LBPA.

(i) Requisitos sustantivos


416. La resolución contiene “la decisión” que conviene tomar al cabo del pro-
cedimiento (art. 41, inc. 4). La decisión es el contenido del acto administrativo,
que varía en función del tipo de cuestiones para que se haya iniciado el procedi-
miento o que se hayan discutido en él.
De un modo general, la ley expresa que la resolución “decidirá las cuestiones
planteadas por los interesados”, con lo cual significa que en el pronunciamiento
que emita, la administración debe hacerse cargo de todos los planteamientos de
(todos) los interesados. Sin embargo, en concreto es necesario distinguir si el pro-
cedimiento se ha instruido de oficio o a petición de interesado.
282 José Miguel Valdivia

• Procedimientos iniciados a instancias de interesado


417. La LBPA sólo se ocupa de regular los procedimientos tramitados a soli-
citud del interesado. En ellos, expresa, “la resolución deberá ajustarse a las peti-
ciones formuladas por éste” (art. 41, inc. 3). Esta exigencia es designada por la
doctrina como requisito de “congruencia”. Por supuesto, que la administración
deba ajustarse a las peticiones del interesado no supone necesariamente que deba
acogerlas, pues eso depende de los datos del derecho positivo y de los anteceden-
tes que obren en el procedimiento: el principio de congruencia se satisface tanto
por la aceptación como el rechazo de tales peticiones.
En cambio, defrauda el principio de congruencia el que la administración re-
suelva, en este tipo de procedimiento, sobre la base de elementos que no hayan
sido objeto de discusión. Desarrollando un aspecto puntual del principio, la ley
expresa que la decisión en ningún caso podrá agravar la situación inicial del inte-
resado que promueva el procedimiento, de modo que éste no se vuelva una ame-
naza en su contra. Con esta regla la ley parece condenar la reformatio in pejus en
esta clase de procedimientos.
La prohibición de reformatio in pejus es una regla estrictamente procedimen-
tal que podría conducir a resultados contrarios a derecho. Supóngase que una
persona sancionada en un procedimiento administrativo formula un recurso de
reposición para que se rebaje su sanción, pero la administración advierte que la
sanción inicialmente impuesta no se ajusta a derecho, porque la ley exige para
ese caso una sanción más drástica; la prohibición referida podría impedir a la
administración adoptar la resolución que jurídicamente corresponde. En verdad,
la ley es débil al condenar la reformatio in pejus, pues a reglón seguido agrega
que ella no obsta a la potestad de la administración de incoar de oficio un nuevo
procedimiento, si fuere procedente. Por razones de economía procedimental, tam-
bién satisfaría las exigencias legales la instrucción paralela de otro procedimiento
iniciado de oficio, acumulado con el primero, que eventualmente conduzca a des-
medrar la posición del interesado.

• Procedimientos iniciados de oficio


418. El contenido de la resolución en este tipo de procedimientos no puede
determinarse a priori, pues dependerá de las potestades con que cuente la admi-
nistración y de los antecedentes que se hubieren vertido en el procedimiento. La
exigencia de congruencia procedimental debe entenderse referida a esos antece-
dentes, vale decir, fundamentalmente, las alegaciones y probanzas que consten en
el expediente.
Título III. El procedimiento administrativo 283

(ii) Requisitos formales


419. La ley no determina la forma típica de los actos administrativos resoluto-
rios. Esta resulta de prácticas tradicionales, algunas con sustento normativo.

• La forma típica
420. Por lo general, los actos resolutorios constan de tres partes diferenciadas:
un encabezamiento, una parte considerativa y una parte resolutoria.
El encabezamiento permite individualizar el acto, indicando el órgano de la
administración del que emana, la fecha de su adopción, el número respectivo –
usualmente vinculado a la condición de estar afecto o exento del trámite de toma
de razón (habiendo por lo general dos numeraciones paralelas)– y una referencia
a su contenido.
La parte considerativa constituye la motivación del acto. Contiene tanto los motivos
jurídicos como fácticos que justifican la decisión. La parte usualmente designada como
“vistos” da cuenta de los textos legales que confieren a la autoridad las potestades para
adoptar el acto, y los demás que incidan en la materia. A su vez, la sección denominada
“considerandos” da cuenta de los razonamientos, suscitados por circunstancias de he-
cho relevantes, que movieron a la autoridad para obrar como lo hizo.
La parte resolutoria expresa el objeto del acto, es decir, la decisión. Por lo gene-
ral, la decisión va seguida de unas fórmulas imperativas (“imperativos del acto”),
que denotan la obligación de proceder a gestiones administrativas posteriores a su
emisión, que pueden variar en función de su contenido, y cuyo objeto es el siguiente:
– “Anótese”: dar número y fecha al acto;
– “Refréndese”: verificar la existencia de recursos disponibles para atender el
gasto que representa el acto;
– “Regístrese”: dejar constancia del acto en un registro, tratándose de deci-
siones relativas a la condición estatutaria de un funcionario o bien a los
bienes del Estado;
– “Tómese razón”: remitir el acto a la Contraloría General de la República
para su control de legalidad;
– “Comuníquese”: informar del acto a la Tesorería General de la República
para que disponga el pago de una suma de dinero;
– “Notifíquese” o “publíquese”: proceder a las medidas de publicidad que
correspondan al alcance o la naturaleza del acto.
Los actos deben ser firmados por su autor, la autoridad dotada de las com-
petencias respectivas. Requisitos de doble firma, calificados expresamente como
284 José Miguel Valdivia

esenciales, rigen para los decretos del Presidente de la República, que deben “fir-
marse por el Ministro respectivo” (Constitución, art. 35).

• En especial, la motivación
421. La única exigencia formal que enuncia la LBPA es la de motivar la de-
cisión: “las resoluciones contendrán la decisión, que será fundada” (art. 41, inc.
4). Como se ha señalado en otro lugar, la motivación es la expresión formal del
motivo o justificación del acto.
El tenor literal de la regla y su ubicación sistemática en la ley dan a entender
que la motivación es una exigencia común a todo acto administrativo resolutorio.
Por eso, parece haber perdido peso aquel planteamiento que entendía que la mo-
tivación era una exigencia excepcional, aplicable sólo a los casos en que la ley la
exigía expresamente. Con todo, en aquellos casos en que la ley sigue exigiéndola
para casos puntuales (por ejemplo, respecto de actos de gravamen o de resolución
de recursos administrativos, LBPA, art. 11, inc. 2), el deber de motivar el acto
debe cumplirse con mayor desarrollo que en la generalidad de los casos, en que
puede bastar una motivación sucinta. A las exigencias legales de motivación debe
agregarse un número cada vez mayor de exigencias jurisprudenciales en el mismo
sentido, generalmente asociadas a actos dictados en ejercicio de potestades con
componentes discrecionales que puedan afectar a valores sensibles, individuales
o colectivos.
Ahora bien, debe advertirse que, dada la naturaleza esencialmente formal del
requisito, su ausencia puede tenerse por constitutiva de un vicio de forma que, en
caso de actos más o menos sencillos, carezca de trascendencia invalidante.

• Indicaciones sobre los recursos administrativos disponibles


422. La LBPA precisa que en la resolución se indicarán “los recursos que con-
tra la misma procedan, órgano administrativo o judicial ante el que hubieran de
presentarse y plazo para interponerlos”. Esta indicación no parece formar parte
de la resolución misma, sino del acto por el cual se la comunica, es decir, la notifi-
cación; su ausencia vicia la notificación más que la resolución misma. Por cierto,
esta mención es de carácter orientativo, y no impide a los interesados ejercitar
cualquier otro recurso que estimen oportuno.

Sección 3. Trámites posteriores a la resolución del procedimiento


423. Por lo general en los “imperativos del acto” (v. § 420) se enuncian los trá-
mites posteriores a su emisión. Entre éstos, para el derecho los más significativos
son la toma de razón y las medidas de publicidad.
Título III. El procedimiento administrativo 285

De la toma de razón se habla más adelante, en la tercera parte del manual


(§§ 354 y ss.). Aquí basta tener en cuenta que se trata de un control de legalidad
preventivo que realiza la Contraloría General de la República, al que están afectos
ciertos actos administrativos (determinados por la ley y, en la práctica, por una
resolución reglamentaria de la misma Contraloría). En cualquier caso, la toma de
razón es indispensable para la eficacia de los actos afectos, que –salvo excepción
legal– no pueden ponerse en ejecución antes de este requisito. De aquí se sigue
que las medidas de publicidad del acto sean, con las mismas reservas, siempre
posteriores a la toma de razón.
También se ha hablado en otro lugar de las medidas de publicidad del acto
(§§ 388 y ss.). Según expresa la LBPA, la notificación o publicación es requisi-
to de ejecutoriedad del acto administrativo, vale decir, una condición necesaria
para que despliegue sus efectos respecto de sus destinatarios: “Los decretos y
las resoluciones producirán efectos jurídicos desde su notificación o publicación,
según sean de contenido individual o general” (art. 51, inc. 2). La práctica de las
notificaciones está usualmente regulada por la ley. Sus vicios o irregularidades no
pueden perjudicar a los interesados.

Capítulo 5
Revisión de los actos administrativos
424. Por su estrecha conexión con los resultados del procedimiento adminis-
trativo, conviene analizar también los mecanismos administrativos de revisión de
actos administrativos.
La revisión es necesariamente eventual; no es una fase del procedimiento de
elaboración del acto, sino que puede ocurrir en caso de que surjan cuestiona-
mientos a su respecto. Estos mecanismos pueden tener su origen en la iniciativa
espontánea de la administración o ser provocados por otros organismos públicos,
o por los interesados, que es el ejemplo más característico (los recursos adminis-
trativos).
El análisis que sigue recae ante todo sobre los fundamentos de la revisión
administrativa (párrafo 1), y sus manifestaciones prácticas (párrafo 2), para abor-
dar en último lugar los procedimientos específicos de revisión (párrafo 3), que la
doctrina italiana califica como “procedimientos de segundo grado”, en razón de
su conexión con otro procedimiento (aquel en que se dictó el acto que se trata de
revisar).
286 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 1. FUNDAMENTOS
DE LA REVISIÓN ADMINISTRATIVA
425. Un presupuesto básico de la formación del derecho consiste en que las
potestades no se agotan por su ejercicio, de modo que el titular puede ejercerlas
tantas veces como concurran los supuestos para hacerlo, mientras la potestad siga
siendo reconocida por el derecho (cf. § 185).
De esta idea deriva una segunda, consistente en que los actos jurídicos pueden
modificarse o, en el extremo, extinguirse mediante otros actos de la misma natu-
raleza (y siguiendo a priori el mismo tipo de procedimiento) del que los creó. Un
testamento puede ser revocado y modificado indefinidamente por el testador, así
como un contrato puede ser resciliado o enmendado por los contratantes; en el
derecho público ni el constituyente ni el legislador pueden congelar la evolución
del derecho (amarrando a las generaciones futuras), que puede progresar median-
te otros actos de reforma o revisión de la Constitución o de las leyes.
Estas ideas son extensibles al derecho administrativo. Por principio, la auto-
ridad administrativa puede volver sobre sus actos, modificarlos y extinguirlos,
en virtud de los mismos poderes que le permitieron dictarlo en primer lugar (cf.
§§ 269 y ss.).
Algunos autores, sin embargo, pretenden identificar una “potestad reviso-
ra” conceptualmente distinta de las potestades primarias de acción. Aunque
esta idea es discutible (en razón de lo antes expuesto), subyace a ella el afán
de reforzar la seguridad jurídica, que no puede descuidarse. En efecto, la mo-
dificación o extinción de actos estatales puede ser fuente de incertezas, que
son especialmente preocupantes cuando afecten los derechos de las personas.
Si las autorizaciones para el ejercicio de una actividad (como la instalación
de industrias o la edificación) estuvieran continuamente sujetas a revisión, la
seguridad jurídica se pondría seriamente en riesgo. Esta preocupación justifica
las cautelas que el derecho toma para la revisión de ciertos actos, cautelas que
son fundamentalmente de orden procedimental. Con todo, la especificidad de
los procedimientos de revisión no habilita necesariamente a hablar de potes-
tades de revisión.
Los procedimientos de revisión, los más significativos de los cuales son los
recursos administrativos, contemplan fundamentalmente dos particularidades:
plazos de iniciación y audiencia de los interesados. Los plazos (que están natu-
ralmente orientados a clausurar discusiones encerrándolas en un periodo limi-
tado de tiempo) son característicos de los recursos administrativos; pero algu-
nas manifestaciones de la revisión de oficio también están sujetas a límites de
tiempo, como ocurre típicamente con la invalidación. El trámite de audiencia
Título III. El procedimiento administrativo 287

de los interesados o, tratándose de los recursos, de los contrainteresados, está


contemplado por diversas reglas (LBPA, arts. 53 y 55 para la invalidación y los
recursos, respectivamente).
Algunas manifestaciones de la revisión administrativa también están sujetas
a límites sustantivos, como ocurre con la rectificación de errores materiales, que
deben ser manifiestos, o más característicamente con la revocación, que (entre
otros) no procede contra actos declarativos de derechos legítimamente adquiridos
por sus destinatarios.
Los mecanismos de revisión no tienen por efecto suspender la ejecución de los
actos que se trata de revisar. Esta es una consecuencia propia de la ejecutoriedad de
los actos administrativos, que es explicitada por la ley (art. 57; cf. §§ 265 y 274).

PÁRRAFO 2. EL RESULTADO
DE LOS PROCEDIMIENTOS DE REVISIÓN
426. La revisión sólo puede concluir de tres maneras: confirmando, modifican-
do o extinguiendo el acto revisado.

(a) Confirmación del acto


427. El procedimiento de revisión puede concluir mediante el rechazo de los
cuestionamientos que surgieren en su contra, y entonces la decisión importará
confirmar el acto revisado.
La confirmación del acto puede revestir modalidades particulares.
En ocasiones, el procedimiento de revisión puede brindar a la autoridad la oca-
sión para rectificar o subsanar vicios formales, complementar o incluso subsanar
su motivación, practicar trámites omitidos o recabar antecedentes suplementarios
que, en definitiva, no incidan en el contenido de la decisión primitiva.
La aclaración del acto, o aún la rectificación de errores materiales manifiestos
(es decir, cuya evidencia salte a la vista sin necesidad de un examen acucioso),
también es una especie de confirmación, en cuanto no altera el contenido del acto
revisado. Por su relativa intrascendencia, la aclaración no está sujeta a trámites
o formas exigentes (p. ej., no está encerrada por plazos). Sin embargo, para su
procedencia, los vicios deben de ser de entidad insignificante, pues de otro modo
se podría modificar el contenido de un acto, defraudando las cautelas previstas
por el derecho.
288 José Miguel Valdivia

(b) Modificación del acto


428. La revisión del acto puede derivar en la modificación de su dispositivo,
sea por supresión o adjunción de alguno de sus componentes, o por su sustitución
total o parcial.
La modificación lleva consigo (explícita o implícitamente) un efecto extintivo
del acto que se trata de revisar. De hecho, el grado mínimo de modificación resulta
de la supresión parcial del acto revisado, por vía simplemente consecuencial (p.
ej., de su invalidación parcial). Por eso, el acto modificatorio está sujeto a las mis-
mas condiciones que rigen los actos extintivos de otros. Sin embargo, modificar
un acto es, cualitativamente, mucho más que suprimirlo, porque supone conser-
var algo de él –aunque sea únicamente un aspecto del procedimiento en que se
origina– para cambiar su sentido o contenido.
Como se advierte, las posibilidades de acción reconocidas a la administración
para adoptar sus actos o para extinguirlos son presupuesto lógico de la modifica-
ción de los mismos.
Tratándose de actos normativos, su modificación lleva consigo la derogación
de las normas antiguas. Por principio, estas modificaciones no tienen efecto re-
troactivo sino prospectivo.
Eventualmente, la autoridad puede disponer la “suspensión” de los efectos del
acto, que puede mirarse como una modificación del mismo que concierne sólo a
su eficacia temporal. Sin embargo, la suspensión es siempre provisional y de natu-
raleza cautelar, y por eso su lugar dogmático está en las medidas provisionales a
las que antes se ha aludido (cf. § 398).

(c) Extinción del acto inicial


429. Por último, la revisión del acto puede tener por efecto pura y simplemente
su extinción o supresión (total o parcial), en razón de un juicio desfavorable mo-
tivado en consideraciones de legalidad o de oportunidad.
En el lenguaje empleado a propósito de los procedimientos de oficio, se designa
como invalidación a la extinción del acto motivado en su ilegalidad y como revo-
cación a su extinción suscitada únicamente por razones de mérito u oportunidad,
es decir, por una reevaluación de las exigencias del interés general. No hay buenas
razones que impidan extender esta terminología a los procedimientos de revisión
provocados por la iniciativa de interesados (esto es, los recursos); con todo, en
este ámbito no suele haber mucha precisión en los remedios que la administra-
ción adopta, y es probable que los recurrentes se conformen con pedir, de manera
Título III. El procedimiento administrativo 289

atécnica, que se deje sin efecto el acto impugnado y la administración, en su caso,


disponerlo así.
La revocación está sujeta a límites sustantivos más que procesales. No procede
en una serie de casos que enuncia el artículo 63 de la LBPA. Sin duda el más sig-
nificativo es el que concierne a los derechos adquiridos, terminología antigua y de
contornos imprecisos, con la que se alude a los efectos consolidados de la relación
jurídica surgida en virtud del acto. En verdad, la revocación sólo procede respec-
to de actos de efecto durable en el tiempo (p. ej., actos normativos) y sólo tiene
efecto prospectivo, por lo que no podría alcanzar a los derechos adquiridos. La
ley habla de derechos adquiridos “legítimamente”, con lo que introduce alguna
incertidumbre; pero si en verdad su pronunciamiento tiene por objeto desconocer
ventajas “ilegítimas”, no pareciera tratarse de una auténtica revocación sino de
una invalidación más o menos encubierta, que tiene un régimen diferente.

PÁRRAFO 3. LOS PROCEDIMIENTOS DE REVISIÓN


430. Hay que analizar por separado el régimen de los recursos (sección 1)
de las gestiones que la administración emprenda de oficio para revisar sus actos
(sección 2).

Sección 1. Los recursos administrativos


431. En general, los recursos administrativos son actuaciones de un interesa-
do por medio de los cuales se da inicio a un procedimiento de revisión de una
decisión previa. El recurso tiene por sí solo el efecto de iniciar un procedimiento
de revisión, de modo que la autoridad a quien se dirige está en el deber de resol-
verlo, conforme a las reglas generales. El procedimiento iniciado por el recurso
es distinto, aunque conexo con aquel en que ha recaído la decisión impugnada.
Atendido que estos procedimientos se inician a petición de parte, rige en ellos con
particular vigor el principio de congruencia, que proscribe la reformatio in pejus
(es decir, que impide a la autoridad agravar la situación inicial del interesado que
lo promueva, art. 41 inc. 3).
Los recursos administrativos son la manifestación doméstica del principio de
impugnabilidad de los actos administrativos (LBPA, art. 15). Por eso, proceden
sobre todo contra actos terminales y limitadamente contra actos de mero trámite
(cf. § 281). Por cierto, los recursos administrativos mantienen relaciones estrechas
con los mecanismos de impugnación judicial del acto.
290 José Miguel Valdivia

Con carácter general, la ley contempla dos recursos administrativos “ordina-


rios” (los recursos de reposición y jerárquico) y un recurso “extraordinario” (de-
nominado de “revisión”). Pero puede haber otros recursos especiales.

(a) Los recursos ordinarios, de reposición y jerárquico


432. La ley contempla con carácter general la procedencia de dos clases de
recursos ordinarios contra toda decisión (LOCBGAE, art. 10, LBPA, art. 59). Se
trata de los recursos de reposición y jerárquico que, aunque distintos, presentan
rasgos comunes.

(i) Órgano competente para conocer del recurso


• El recurso de reposición
433. Este recurso, también llamado de reconsideración o (antiguamente) “gra-
cioso”, tiene por objeto que el mismo órgano autor del acto impugnado se pro-
nuncie de nuevo a su respecto y, si procede, reconsidere su decisión. Según la
LOCBGAE, este recurso procede “siempre”, con lo que quiere decir que es una
instancia de revisión mínima y común a todo acto administrativo.

• El recurso jerárquico
434. Este recurso tiene por objeto que el superior jerárquico del autor del acto
lo revise y, si lo acoge, corrija la decisión del inferior. El recurso jerárquico es ma-
nifestación de los poderes derivados de la posición de jerarquía (concretamente,
de la llamada “jurisdicción retenida”). Por eso, sólo procede en caso de que el
autor del acto se encuentre, en relación al acto, en situación subordinada respecto
de un órgano superior.
En este sentido, la LBPA da cuenta de una serie de actos respecto de los cua-
les el recurso jerárquico es improcedente, por provenir de una autoridad que es
superior jerárquico en la materia. La ley se refiere a los actos del Presidente de la
República, de los alcaldes y los jefes superiores de los servicios públicos descen-
tralizados.
Por razones análogas, pero sin texto expreso, tampoco procede el recurso je-
rárquico contra decisiones de órganos desconcentrados, respecto de las cuales
éstos han recibido poderes directamente de la ley. La exclusión del recurso jerár-
quico contra los actos de los Ministros de Estado puede justificarse por esta razón
al ser estas autoridades órganos desconcentrados del Presidente.
Título III. El procedimiento administrativo 291

Conforme a la jurisprudencia, el recurso jerárquico procede respecto de los actos


adoptados por un órgano en ejercicio de potestades delegadas por su superior (Con-
traloría, Dictamen 66.655, de 2010). Al efecto, se ha esgrimido que la potestad de
revisión –es decir, la de conocer recursos– sería distinta de la potestad de fondo que
hubiera sido delegada y por eso el superior jerárquico la retendría para sí. Si esta
jurisprudencia fuera correcta, querría decir que una vez dictado el acto, el órgano
delegado no podría volver sobre él, ni siquiera para rectificarlo o para modificar
su contenido, lo que no parece muy razonable. Además, supondría que el único
órgano que puede modificar el acto es el delegante, pero hacer eso es precisamente
“ejercer la competencia delegada”, lo cual contraría la ley chilena, que prohíbe la
avocación por el superior respecto de los asuntos decididos por el inferior, a menos
que se revoque previamente el acto delegatorio (LOCBGAE, art. 41, inc. 2: “El
delegante no podrá ejercer la competencia delegada sin que previamente revoque
la delegación”; cf. § 80). Un razonamiento teóricamente ortodoxo lleva a concluir
que en la potestad delegada se entiende incluida la posibilidad de volver sobre el
acto, modificándolo o extinguiéndolo, a menos que este aspecto se hubiera excluido
expresamente de la delegación. Por cierto, el delegante tiene, en cuanto superior
jerárquico, potestades de control sobre el delegado, en cuya virtud puede instruirle
acerca del modo de proceder in concreto en un caso determinado.
Como puede apreciarse, el ámbito de procedencia del recurso jerárquico es
mucho más modesto que el de reposición.

(ii) Aspectos procesales


435. Ambos recursos son ordinarios, en el sentido de que no responden a cau-
sales predeterminadas. Por su intermedio puede formularse todo tipo de alega-
ciones, tanto de legalidad como de oportunidad. Corresponde al recurrente dar
forma a su recurso, con los planteamientos que estime del caso.
La LBPA define para ambos recursos un plazo de interposición común, de 5
días desde la notificación del acto impugnado. En caso de interponerse conjun-
tamente, habrán de serlo en forma subsidiaria, de modo que ante el rechazo del
de reposición quepa aún el recurso jerárquico. Pero el recurso jerárquico también
puede oponerse en forma directa, sin mediar recurso de reposición (art. 59).
Conforme a las reglas generales, la interposición de los recursos se notificará a
todos los demás interesados que hubieren participado en el procedimiento, para
que aleguen lo que les convenga, dentro del plazo de 5 días.
La ley fija un plazo “no superior a 30 días” para la resolución de estos recursos
(art. 59, inc. 5). El transcurso de este plazo es relevante para la procedencia del
silencio administrativo, que conforme a las reglas generales debiera ser negativo
292 José Miguel Valdivia

(al igual que en otras hipótesis de “impugnaciones o revisiones de actos adminis-


trativos”, art. 65).

(iii) Efectos de los recursos ordinarios respecto


de la impugnación judicial
436. La LBPA incorporó un precepto de alcance general relativo a las relaciones
entre los recursos administrativos y los mecanismos judiciales de impugnación de ac-
tos administrativos (art. 54). El tenor literal de la regla pareciera ser más amplio, pues
alude a “reclamaciones” ante la administración. Sin embargo, la regulación tiene más
sentido si se la entiende circunscrita a los recursos ordinarios antes que a otros meca-
nismos administrativos de reclamación. Este precepto encierra tres reglas importantes.

• Derecho de opción sobre la estrategia impugnatoria


437. Ante todo, la ley reconoce al interesado un auténtico derecho de opción
para acudir a la vía administrativa o a la vía judicial para provocar la revisión de
los actos administrativos. En otras palabras, la estrategia impugnatoria es deter-
minada por el interesado y no predefinida por la ley.
El sentido de la regla consiste en descartar el modelo que exige el “agotamiento de
la vía administrativa” como requisito previo a la interposición de acciones judiciales
de impugnación: salvo regla expresa, no es necesario ejercer recursos administrativos
para recurrir después ante la justicia a propósito de la misma materia (para un ejem-
plo del requisito de agotamiento, v. el reclamo de ilegalidad municipal, art. 151 de la
LOCM; cf. § 604). En un régimen de agotamiento de la vía administrativa, la acción
judicial es improcedente si no se ejercieron previamente recursos. Por eso, la regla del
artículo 54 parece más bien construida pensando en recursos que en “reclamaciones”.

• Inhibición recíproca
438. En seguida, el mecanismo de impugnación que haya escogido el interesa-
do tiene por efecto inhibir temporal o definitivamente al otro.
Si se interpone una reclamación ante la administración, el interesado no puede
deducir igual pretensión ante los tribunales, mientras no se resuelva expresa o
tácitamente esa reclamación. De este modo, mientras penden recursos administra-
tivos en contra de un acto no puede impugnárselo judicialmente (y si así fuera, las
acciones debieran rechazarse por extemporaneidad); la posibilidad de impugnar
judicialmente revivirá una vez resueltos los recursos administrativos, a menos que
el interesado se desista de ellos. Alguna doctrina ha sugerido que mientras penden
recursos administrativos el juez carecería de competencia para conocer de impug-
Título III. El procedimiento administrativo 293

naciones contra el mismo acto; pero la ley parece más bien haber restringido el
ejercicio de la acción judicial, antes que la competencia de los tribunales.
Inversamente, si el interesado opta por la vía judicial, la administración deberá inhi-
birse de conocer cualquier reclamación que éste interponga sobre la misma pretensión.
Naturalmente, una vez que la justicia se haya pronunciado sobre una reclamación, es
probable que la autoridad de cosa juzgada de la sentencia impida al interesado reflotar
sus pretensiones ante la administración mediante recursos administrativos.

• Conservación de plazos para acudir a la justicia


439. Por último, la ley prevé que la interposición de recursos administrativos
interrumpe los plazos de impugnación judicial en contra del mismo acto. Este efec-
to interruptivo de los recursos administrativos permite conservar íntegramente el
plazo de impugnación judicial que proceda, pues tal plazo se comienza a computar
íntegramente una vez resueltos los recursos administrativos, expresa o tácitamente.
En buenas cuentas, la interposición de recursos administrativos permite a los intere-
sados “ganar tiempo” a fin de articular una estrategia judicial adecuada.
Naturalmente, aunque la ley no lo explicite, este efecto sólo puede predicarse
de los recursos ordinarios, a diferencia de lo que ocurre con el recurso extraordi-
nario de revisión, que procede contra resoluciones firmes (esto es, una vez venci-
das las posibilidades de recurso administrativo ordinario, por no ejercicio oportu-
no o por resolución desestimatoria a su respecto).
El efecto interruptivo de los recursos ordinarios no es uniforme. En algunos
casos, leyes especiales han dispuesto únicamente un efecto suspensivo de la inter-
posición de recursos administrativos (v., p. ej., Ley 18.410, art. 18-A). La suspen-
sión sólo detiene momentáneamente el cómputo de un plazo, que se reanuda (en
el punto en que hubiere quedado) desde que se resuelva el recurso administrativo.
Debe tenerse presente que una jurisprudencia nutrida, aunque no uniforme,
estima que el efecto interruptivo de los recursos administrativos no opera frente
al recurso de protección de derechos fundamentales (pues entiende que, por la
jerarquía constitucional de las normas que lo contemplan, este recurso no pue-
de verse obstaculizado en aplicación de reglas de rango infraconstitucional). En
cuanto priva a los recurrentes de su derecho de opción respecto de la estrategia
impugnatoria, esta jurisprudencia es discutible.

(b) El recurso extraordinario de revisión


440. La LBPA instituyó un “recurso extraordinario de revisión” (art. 60), hasta
entonces inédito en derecho chileno. Su regulación está tomada del derecho es-
294 José Miguel Valdivia

pañol que, a su vez, se inspira del tradicional recurso procesal de revisión contra
sentencias firmes.

(i) Carácter extraordinario


441. El recurso de revisión es extraordinario por tres series de razones.
• Procede contra actos firmes
442. Ante todo, procede contra actos “firmes”. En principio, la ley entiende
que el agotamiento de las instancias de recurso ordinario (sea por transcurso del
plazo o por habérselos desestimado) confiere cierta firmeza al acto administrati-
vo, que no podrá ser impugnado por los particulares por vía administrativa. Sin
embargo, en esta hipótesis aún es procedente el recurso de revisión.
El recurso se aviene más a las condiciones específicas del derecho positivo
español, que admite pacíficamente que la firmeza del acto se alcanza una vez
cerrados todos los canales de impugnación, administrativos o judiciales, sea por
transcurso de los plazos o por haberse resuelto los recursos o acciones. En ese
contexto, efectivamente el recurso de revisión aparece como equivalente al recur-
so procesal de revisión contra sentencias. De hecho, el plazo para interponerlo es
superior al que contempla el derecho chileno (2 años).
En derecho chileno es muy difícil de configurar la noción de firmeza del acto
administrativo. Si, como afirma la doctrina más difundida, la acción de nulidad de
derecho público no prescribe jamás, nunca se alcanzaría tal firmeza. Adviértase,
con todo, que en muchos casos leyes especiales consagran reclamos de ilegalidad
que son equivalentes a la acción de nulidad, sujetos a plazos limitados.

• Procede por causales específicas y excepcionales


443. En seguida, el recurso de revisión procede por causales específicas, que de-
notan graves vicios de legalidad en la toma de decisiones. Estas causales, que son
extremadamente restrictivas, consisten en (i) haberse dictado el acto sin emplaza-
miento del interesado, (ii) fundarse en un error de hecho “manifiesto” o sin tomar
en consideración antecedentes “esenciales” que aparezcan con posterioridad o
que no hayan podido acompañarse oportunamente, (iii) fundarse en documentos
o testimonios declarados falsos por sentencia firme, o (iv) ser producto de la co-
rrupción, violencia o fraude, también declarados por sentencia firme.

• Su plazo de interposición es extraordinario


444. Por último, el recurso también es extraordinario por el plazo para su
interposición, que es muy largo y puede prolongarse hasta un año siguiente a la
Título III. El procedimiento administrativo 295

dictación del acto o al reconocimiento formal del vicio, tratándose de aquellos


que consisten en figuras delictivas.

(ii) Aspectos procesales

445. El recurso de revisión se interpone ante el superior jerárquico del órgano


autor del acto o, en caso de no haberlo, ante ese mismo órgano. El trámite debe
contemplar la audiencia de los demás interesados, conforme a las reglas genera-
les. No se contempla un plazo para resolver este recurso; atendido su carácter de
procedimiento nuevo, cabría aplicar las reglas generales que admiten un plazo
máximo de hasta 6 meses.
La experiencia en torno al recurso de revisión es muy limitada, por el carácter
restrictivo de las condiciones para su procedencia. Aparece, en verdad, como un
recurso de ultima ratio frente a decisiones aberrantes. Sin embargo, ese carácter
restrictivo de la revisión de actos firmes no es muy consistente con la potestad in-
validatoria de la administración, que puede ejercerse (en la práctica, muy a menu-
do a petición de interesado) por un periodo de tiempo superior y bajo condiciones
relativamente sencillas.

(c) El recurso “jerárquico impropio”

446. Alguna doctrina comparada designa como recurso “jerárquico impropio”


a un tipo de recurso cuyo conocimiento es de competencia de un órgano distinto
al superior jerárquico del autor del acto. Estos recursos ponen en evidencia (y se
justifican por) una relación de supervigilancia o tutela entre el órgano competente
para conocer de este recurso y el autor del acto; por eso, algunas veces se les ha
designado como recursos “de tutela”.
Para la procedencia de estos recursos se requiere de regla expresa que los con-
sagre. No son recursos ordinarios; están circunscritos en los aspectos formales y
de fondo a las exigencias que en cada caso disponga la ley. En principio, la auto-
ridad de tutela (o supervigilancia) carece de poderes para modificar o extinguir
directamente las decisiones del órgano inferior, pero sí para instruirle –con fuerza
vinculante– que éste lo haga.
Un ejemplo de este tipo de recursos es el reclamo urbanístico contra los actos
del Director de Obras Municipales, de competencia de la Secretaría Regional Mi-
nisterial del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, previsto en el artículo 118 de la
Ley General de Urbanismo y Construcciones.
296 José Miguel Valdivia

Sección 2. Revisión de oficio


447. Los procedimientos de revisión son procedimientos administrativos nue-
vos, que tienen la misma estructura que los demás.

(a) Iniciación
448. Los procedimientos de revisión pueden iniciarse de oficio, siguiendo la
modalidad usual de iniciación de los procedimientos administrativos.
Su iniciación de oficio no excluye la intervención de eventuales interesados
también en la fase inicial. Es más, la apertura de un procedimiento de revisión
puede estar motivada en presentaciones de interesados que así lo requieran (por
cierto, sin forma de recurso administrativo propiamente tal). En tal sentido, la
LBPA expresa que la invalidación puede proceder “a petición de parte” (art. 53).
Es discutible que la “petición” a que se alude en este campo específico sea equiva-
lente a aquella que por sí sola tiene la virtud de iniciar un procedimiento conforme a
las reglas generales (art. 30). Mediante los recursos administrativos, los interesados
pueden provocar por sí solos la apertura de un procedimiento de revisión, de los
que surge una obligación de resolverlos para la administración. Si los recursos ordi-
narios están sujetos a plazo, vencido el cual el acto administrativo adquiere firmeza,
no se entendería muy bien que mediante una petición de instruir un procedimiento
de invalidación pudieren también provocar la apertura de otro procedimiento de
revisión, pues eso burlaría precisamente el régimen de recursos administrativos.
Parece más bien que la intervención de los interesados (así como de otros órganos
administrativos) en el origen de los procedimientos de revisión debe mirarse más ti-
biamente, como actos de “preiniciativa” (siguiendo a la doctrina italiana), análogos
a la denuncia. En suma, debe entenderse que en este campo los procedimientos se
inician rigurosamente de oficio, por la sola iniciativa del órgano público.

(b) Instrucción
449. Durante la fase de instrucción, siguiendo las reglas generales, pueden
practicarse diligencias probatorias o requerirse informes, si se lo estima oportuno
para esclarecer la decisión. Por cierto, el material de base para esta revisión es la
resolución revisada y el expediente en que incida.
Un requisito que debe tenerse por común a todos los procedimientos de revisión
iniciados de oficio es el de audiencia de los interesados, es decir, la notificación del
acto de inicio del procedimiento, que dé cuenta de las razones que lo motivan, a
fin de recoger su opinión u observaciones según convenga a sus interesados, dentro
de un plazo razonable. La ley contempla este trámite sólo respecto de la invalida-
Título III. El procedimiento administrativo 297

ción (art. 53), pero parece necesario observarlo, para respetar el derecho a defen-
sa, también en los procedimientos revocatorios. Por su naturaleza estrictamente
rectificadora, y no innovativa, podría dispensarse este trámite en la aclaración o
rectificación de errores manifiestos; pero en caso de dudas, es preferible practicarla.

(c) Finalización
450. La resolución del procedimiento puede intervenir en cualquier momento
si su contenido es aclarativo o rectificatorio o revocatorio. En cambio, la ley fija
un plazo para la adopción del acto invalidatorio; en el estado actual del derecho
chileno, este plazo es de dos años, contados desde la publicidad de la decisión. En
otros ordenamientos, plazos análogos para la invalidación de actos administrati-
vos suelen ser más breves.
La fórmula empleada por la ley impone un límite riguroso a la adopción del
acto invalidatorio. Para la jurisprudencia se trataría de un plazo de “caducidad”,
la que acaecería por el solo ministerio de la ley al vencimiento del plazo, sin
posibilidad de interrupción o suspensión. En consecuencia, un procedimiento ad-
ministrativo iniciado con el objeto de verificar eventuales vicios de legalidad del
acto, debería concluir al vencimiento de ese plazo, cualquiera sea el estado en que
se encuentre.
451. Esta es una solución completamente artificial (pues en principio las potes-
tades no perecen, salvo por disposición legal), que se justifica en consideraciones
de seguridad jurídica. La invalidación es conceptualmente una anulación del acto
administrativo de que se trata y, por consiguiente, tiene por efecto retrotraer las
cosas al estado anterior al acto invalidado; por su naturaleza misma, tiene por
ámbito de aplicación no sólo los actos de gravamen sino también (y en esto se di-
ferencia de la revocación) los actos favorables para un interesado. De aquí que su
uso siempre introduzca reticencias, ante la afectación a derechos pretendidamen-
te adquiridos o la defraudación de la confianza depositada en actos irregulares.
La fórmula por medio de la cual la ley ha buscado la seguridad jurídica de esos
derechos (irregularmente) adquiridos o esa confianza (irregularmente) generada
consiste en el establecimiento de un plazo de caducidad: transcurrido que sea, la
administración por sí sola no podrá alterar el statu quo provocado por el acto,
por irregular que este sea (aunque tal mecanismo no “blinde” a este acto frente al
control judicial).
Desde antiguo la jurisprudencia administrativa de la Contraloría ha sostenido
que la invalidación tiene como límite los derechos adquiridos en virtud del acto
invalidado. Con la dictación de la LBPA hubiera podido pensarse que, en cuanto
reduce la invalidación a una mera declaración de ilegalidad sin efectos retroacti-
298 José Miguel Valdivia

vos respecto de los actos favorables, esta jurisprudencia habría quedado supera-
da; sin embargo, aquel razonamiento antiguo parece negarse a desaparecer.
La LBPA dispone explícitamente que el acto invalidatorio será siempre im-
pugnable en procedimiento judicial sumario. En cambio, no se prevé una acción
judicial contra el acto que niegue lugar a la invalidación; esta disparidad de tra-
tamiento tiene sentido, pues la resolución desestimatoria de la invalidación tiene
por efecto confirmar el acto revisado, el cual podría estar firme. El procedimiento
de invalidación, a diferencia de los procedimientos recursivos, no produce por
sí solo el efecto de interrumpir el plazo para la impugnación judicial (plazo que
podría estar vencido al tiempo que la administración instruye el procedimiento
invalidatorio).
452. En el campo ambiental hay reglas especiales, que básicamente admiten
un reclamo judicial en contra de la resolución recaída en un procedimiento admi-
nistrativo de invalidación iniciado respecto de un acto administrativo de carácter
ambiental, cualquiera sea el resultado de ese procedimiento, favorable o adverso
al reconocimiento de la invalidación (Ley 20.600, que crea los Tribunales Am-
bientales, art. 17 N° 8). En el fondo, al procedimiento administrativo de invalida-
ción se asigna un tratamiento similar al de una especie de recurso administrativo,
cuyo plazo de interposición no está precisado por la ley, lo que ha generado una
jurisprudencia muy difícil de interpretar.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
453. El trabajo más exhaustivo sobre el procedimiento administrativo chi-
leno bajo la vigente LBPA está conformado por los apuntes de clases (bastante
avanzadas) del profesor Jaime Jara, Apuntes sobre acto y procedimiento admi-
nistrativo, Ley N°19.880 (Santiago, U. de Chile, 2011). Para otra monografía
reciente, v. Claudio Moraga, Anotaciones sobre el procedimiento administrati-
vo según la jurisprudencia de los tribunales chilenos (Santiago, Legal Publishing,
2013). Entre los textos de divulgación de la legislación cabe destacar el libro de
Luis Cordero, El procedimiento administrativo (Santiago, Lexis Nexis, 2003) y
el del Min. Secretaría General de la Presidencia, Manual sobre procedimiento
administrativo (Santiago, Min. Secretaría General de la Presidencia, 2003). En el
campo práctico, un recuento jurisprudencial sobre la LBPA, en José Luis Lara y
Carolina Helfmann, Repertorio Ley de Procedimiento Administrativo (Santiago,
Legal Publishing, 2011). En fin, a propósito del décimo aniversario de la LBPA
la U. Católica compiló una serie de estudios pertinentes: Gabriel Bocksang y J. L.
Lara (coords.), Procedimiento administrativo y contratación pública. Estudios a
Título III. El procedimiento administrativo 299

diez años de la entrada en vigencia de las leyes N° 19.880 y N° 19.886 (Santiago,


Legal Publishing, 2013).
Para un intento de sistematización de varios procedimientos administrativos
especiales, v. G. Bocksang, El procedimiento administrativo chileno (Santiago, Le-
xis Nexis, 2006).
Para el derecho positivo español, que en este campo específico tiene influencia
directa sobre el derecho chileno, una fuente de inestimable valor está en Jesús
González Pérez y Francisco González Navarro, Comentarios a la Ley de régi-
men jurídico de las Administraciones Públicas y procedimiento administrativo
común (Cizur Menor, Civitas, 5ª ed., 2012, 2 vols.). Para el derecho argentino,
un buen texto de estudio es el de Pedro Aberastury y María Rosa Cilurzo, Curso
de procedimiento administrativo (Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1998). Respecto
del derecho comunitario europeo, la Red de investigación sobre Derecho adminis-
trativo de la Unión Europea (ReNEUAL) elaboró una propuesta de gran interés,
destinada a inspirar al legislador comunitario en materia de procedimientos ad-
ministrativos, sobre la base de distintas tradiciones legales: Oriol Mir et al., Có-
digo ReNEUAL de procedimiento administrativo de la Unión Europea (Madrid,
Instituto Nacional de Administración Pública, 2015).
Por su índole reflexiva puede referirse la colección de estudios compilados por P.
Aberastury y Hermann-Josef Blanke, Tendencias actuales del procedimiento adminis-
trativo en Latinoamérica y Europa. Presentación de la traducción de la Ley alemana
de procedimiento administrativo (Buenos Aires, Eudeba-Konrad Adenauer Stiftung,
2011). Un trabajo de gran envergadura teórica sobre las exigencias procedimentales
es el de Giacinto Della Cananea, Due Process of Law Beyond the State. Requirements
of Administrative Procedure (Oxford, Oxford University Press, 2016).
La estructura del título es, en esencia, tributaria del manual de J. A. Santamaría.
300 José Miguel Valdivia

Título IV
Cuestiones básicas
de la contratación administrativa
454. La teoría de la contratación administrativa tiene una extensión conside-
rable, que no cabría en el marco de un manual elemental como este. Por eso, los
desarrollos que siguen sólo pretenden echar un vistazo muy general a la materia,
de modo de transmitir lo estrictamente indispensable para aprehender los princi-
pios que la gobiernan y la índole de los problemas que suscita.
El título se estructura en tres capítulos, que abordan aspectos generales sobre
el papel del contrato en el derecho administrativo (capítulo 1), sus formas de
celebración (capítulo 2) y algunas cuestiones relativas a su ejecución (capítulo 3).

Capítulo 1
Introducción
455. El concepto del contrato en derecho administrativo ¿es el mismo que se
emplea en derecho privado? Una explicación de la figura no puede pasar por alto
su importancia práctica. Los aspectos jurídicos de la contratación administrativa
dan cuenta de estas dos series de problemas, vinculados al origen del contrato y
a su ejecución.

(a) Concepto del contrato en el derecho administrativo


456. Es usual concebir legalmente al contrato como un acuerdo de voluntades
que genera efectos jurídicos. Esa definición, que subraya el origen convencional
del contrato, minimiza su función económica: el contrato es la forma jurídica de
los intercambios y por eso se lo utiliza como técnica de colaboración voluntaria
entre agentes libres. Los problemas más interesantes que plantea la ejecución del
contrato en el ámbito administrativo conciernen a sus aspectos económicos.
Por cierto, también hay intercambios no voluntarios, sobre todo en derecho
público (como p. ej., la expropiación), pero su materialización pasa por la adop-
ción de actos administrativos unilaterales, cuyo régimen jurídico depende más
de las condiciones de la legalidad que de la lógica conmutativa de los contratos.
Por eso conviene mantener el origen convencional del contrato como criterio di-
ferencial. En todo caso, debe tenerse en cuenta que en derecho administrativo la
formación de los contratos depende de condiciones formales más o menos exigen-
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 301

tes, que son muy similares a las que rigen los actos administrativos unilaterales
(procedimientos administrativos).
En comparación con el derecho privado, en derecho administrativo tal vez
conviene tomar distancia de la idea de que el acuerdo de voluntades permita per
se configurar el derecho. Aunque no es completamente impensable, debe mirarse
con reticencia la posibilidad de extender la técnica convencional más allá de la
contratación y emplearla como modo general de gestión administrativa: podría
suponer transferencia de potestades públicas (en principio indelegables) y legi-
timar sólo por el consenso soluciones extra legem o abiertamente contra legem.

(b) Importancia práctica del contrato de la administración


457. Los contratos administrativos son mecanismos de gestión administrativa.
En otros términos, junto a los actos administrativos (unilaterales), también son
medios que permiten a la administración alcanzar los fines que persigue. Me-
diante la colaboración de privados (o, incluso, de otras instituciones públicas) la
administración consigue ejecutar las misiones de que es responsable. Por ejemplo,
mediante concesiones de obra pública la administración logra mantener en buen
estado obras viales –tales como carreteras, túneles u otras– sin necesidad de cons-
truirlas o repararlas por sí misma y sin siquiera pagar por ellas (al menos en teo-
ría, porque prima facie el concesionario recupera su inversión mediante las tarifas
o peajes que recauda). Por su aptitud funcional como mecanismo de satisfacción
de necesidades públicas, el derecho administrativo se ocupa de definir condiciones
que garanticen que la ejecución del contrato sirva de modo efectivo a los intereses
públicos.
Por otra parte, en general en los contratos administrativos la administración
actúa como “cliente” (porque compra o requiere la prestación de servicios o, de
modo más abstracto, la colaboración de terceros). En este sentido, no debe pa-
sarse por alto que los contratos públicos envuelven importantes flujos de dinero
público. Para asegurar que los fondos públicos sean bien invertidos y propendan
de modo eficaz a la satisfacción del interés público, el derecho se ocupa también
de definir condiciones adecuadas de celebración de contratos.
Por cierto, la administración también puede ser proveedora de bienes o ser-
vicios. Sin embargo, para esos efectos recurre a la técnica del servicio público
(otorgando prestaciones conforme a un modelo público — por ejemplo, en los
hospitales) o, en el extremo, a la condición de empresa estatal (que actúa funda-
mentalmente conforme a contratos sujetos al derecho privado). En ambos casos,
la teoría de la contratación administrativa no ofrece un marco analítico adecuado
para comprender estos fenómenos.
302 José Miguel Valdivia

(c) Aspectos jurídicos de la contratación administrativa


458. En términos muy generales, la contratación administrativa plantea dos
grandes series de problemas legales:
En cuanto a la celebración de los contratos, el derecho se ocupa de definir me-
canismos adecuados, tanto en relación con la formulación de los proyectos como
en cuanto a la selección del cocontratante. Como el contrato es el acto de pre-
visión del futuro por excelencia, una buena elección del contratante anticipa un
buen cumplimiento y tiende a minimizar los problemas de ejecución del contrato.
En cuanto a la ejecución del contrato, el derecho administrativo propende a que
el contrato satisfaga de modo efectivo el interés general. Por eso, contempla solucio-
nes especiales a los problemas que suscita la aplicación práctica del contrato.

Capítulo 2
Condiciones formales para la celebración
de contratos de la administración
459. Conforme a una regla de alcance general (cuya racionalidad es reprodu-
cida por varias reglas especiales de alcance más reducido),
“Los contratos administrativos se celebrarán previa propuesta pública, en conformi-
dad a la ley… La licitación privada procederá, en su caso, previa resolución fundada que
así lo disponga, salvo que por la naturaleza de la negociación corresponda acudir al trato
directo” (LOCBGAE, art. 9, incs. 1 y 3).
La regla muestra que los mecanismos típicos de celebración de contratos públi-
cos reconocidos por el derecho administrativo son la licitación pública, la licita-
ción privada y el trato directo. La licitación pública implica un concurso abierto a
todos los oferentes que cumplan ciertos requisitos objetivos; la licitación privada,
un concurso cerrado dirigido a ciertos oferentes predeterminados por la adminis-
tración; por su parte, el trato directo importa la selección del cocontratante de la
administración y la celebración del contrato sin previo concurso (y, por tanto, en
condiciones más flexibles).
Sin duda, la ley privilegia la licitación pública como modelo de celebración
de contratos. Así se muestra en que la licitación privada o el trato directo sólo
procedan si recurrir a estos procedimientos está suficientemente justificado en las
circunstancias (mediante “resolución fundada”). La licitación pública, en cambio,
no requiere justificación; es la regla general.
En cuanto al fondo, la preferencia del legislador por la licitación pública se
justifica por sus características. Por una parte, como procedimiento libre y compe-
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 303

titivo, la licitación simula las condiciones de funcionamiento del mercado. De este


modo, la licitación pública recibe el prestigio del mercado, en cuanto conduciría
a una óptima asignación de recursos. El modelo legislativo reposa en la creencia
de que, orientada por el mercado mediante la licitación, la administración estaría
en condiciones de efectuar una adecuada inversión de los fondos públicos, desig-
nando al contratante más capacitado y que ofrezca mejores condiciones para el
suministro de un bien o la prestación de un servicio.
Por otra parte, en razón de esas mismas características, se asume que la licita-
ción pública presenta virtudes que reducen el riesgo de corrupción. Si la licitación
conduce a una contratación guiada por condiciones similares a las del mercado,
se asume que los recursos públicos son destinados de manera eficiente y no por el
favoritismo o cualesquiera condiciones ajenas a la ética del servicio público.
Nada de lo anterior supone excluir el recurso a modalidades de contratación
más flexibles. La licitación pública es costosa, engorrosa y lenta. Por eso, en ope-
raciones más sencillas (que involucran un menor gasto público) o en condiciones
particulares que harían inconveniente la ritualidad excesiva de la licitación pú-
blica, resulta justificable recurrir a mecanismos simplificados de contratación. En
todo caso, cuando la administración acude al trato directo o la licitación privada,
la ley exige obtener “un mínimo de tres cotizaciones previas” (Ley 19.886, art. 8,
inc. final).
460. En el ámbito del contrato de suministro, la ley ha instituido un meca-
nismo particular de contratación basado en convenios marco. Por medio de esta
figura, un organismo de la administración general del Estado (la Dirección de
Compras y Contratación Pública) selecciona mediante licitación pública a un ofe-
rente, bajo condiciones determinadas, a fin de que provea bienes o servicios a los
distintos organismos administrativos que lo soliciten (Ley 19.886, art. 30, letra d).
Así, la licitación sólo permite escoger a un oferente en función de las condiciones
contractuales que proponga, pero cada contrato se forma mediante las órdenes de
compra que los distintos servicios públicos emitan en relación al convenio marco.
Por su importancia práctica y por el papel modélico que representa para otras
modalidades de contratación, la licitación pública será objeto de un análisis por-
menorizado en lo que sigue (párrafo único).

PÁRRAFO ÚNICO. LA LICITACIÓN PÚBLICA


461. La licitación pública es un concurso abierto a todos interesados (que
cumplan ciertas condiciones objetivas) en formular ofertas a la administración
para la provisión de bienes o la prestación de servicios. Este concurso se canaliza
304 José Miguel Valdivia

mediante un procedimiento administrativo reglado, compuesto de varias etapas


(sección 2), que suele dar origen a disputas (sección 3). Ahora bien, más allá de
los aspectos procedimentales, importa conocer también los principios que rigen
la licitación (sección 1).

Sección 1. Principios que rigen la licitación


462. Conforme a la LOCBGAE,
“El procedimiento concursal se regirá por los principios de libre concurrencia de los
oferentes al llamado administrativo y de igualdad ante las bases que rigen el contrato”
(art. 9, inc. 2).
De aquí se sigue que los principios fundamentales de la licitación son el de
libre concurrencia e igualdad de los oferentes, al que cabe vincular –en un plano
formal– el de estricta sujeción a las bases del concurso.

(a) Libre concurrencia


463. El principio de libre concurrencia imprime a la licitación pública su espí-
ritu competitivo (que es el propio del mercado, cuya lógica se reputa emular). La
licitación es un concurso, vale decir, un certamen en el que deben poder participar
distintos agentes, sin que ninguno tenga per se una condición preferente para ad-
judicarse el contrato.
Este principio cobra especial importancia en el diseño de las bases de la licita-
ción, que deben elaborarse de modo que –sin perjuicio de las singularidades del
mercado de que se trate– puedan presentarse todos los interesados que satisfagan
condiciones objetivas e igualitarias de acceso. Luego, en principio, las bases no
deben establecer barreras de entrada que no guarden relación con el objeto del
contrato. En su caso, las condiciones restrictivas impuestas a los oferentes pueden
ser estimadas contrarias al principio y, por consiguiente, ilegales.
En razón de la filiación ideológica de este principio, en algunos casos se ha
provocado la intervención del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia res-
pecto de operaciones licitatorias; la procedencia de este medio de control no es
cosa pacífica (cf. § 569).

(b) Igualdad de los participantes


464. El principio de igualdad se explica por sí mismo. Los oferentes se encuen-
tran en pie de igualdad frente a la administración, al tenor de las reglas del juego
que presiden el certamen (esto es, las bases). La igualdad de los participantes su-
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 305

pone que la decisión del concurso no debe estar teñida de favoritismos ni prejui-
cios respecto de ninguno de ellos, sino que debe ser precisamente fruto del juego
del mercado (que permitiría identificar la oferta más conveniente).
De aquí que la totalidad de las actuaciones del procedimiento deban ser idén-
ticas para todos los oferentes, sin que se admitan tratos diferenciados en favor
o en perjuicio de ninguno. Así, por ejemplo, cualquier modificación a las bases
del concurso debe ser puesta en conocimiento de todos ellos (de donde deriva,
posiblemente, la denominación de “circulares” de los actos que las enmiendan o
aclaran). Igualmente, la administración licitante no debe entrar en conversaciones
con ninguno de los oferentes, a menos de hacerlo con todos ellos.
El principio de igualdad tiene incluso proyecciones posteriores a la licitación. En
efecto, las eventuales modificaciones al contrato que se hubiere celebrado también
podrían defraudar este principio (porque si todos los oferentes hubieran sabido a
tiempo que la cantidad de obra a ejecutar sería mayor, por ejemplo, quizás hubieran
hecho una oferta distinta). Por eso se explican los límites legales a las prórrogas y
modificaciones unilaterales o convencionales al contrato de la administración.

(c) Estricta sujeción a las bases


465. El propósito igualitario recién mencionado tiene un correlato formal par-
ticularmente fuerte, que se traduce en el respeto riguroso a las condiciones de la
licitación, definidas normalmente en las bases del concurso, y que configura un
tercer principio de la licitación. Resumiendo este entendimiento, que ha dado
origen a una jurisprudencia muy nutrida, una regla aplicable al contrato de sumi-
nistro (pero de alcance generalizable) dispone:
“Los procedimientos de licitación se realizarán con estricta sujeción, de los partici-
pantes y de la entidad licitante, a las bases administrativas y técnicas que la regulen” (Ley
19.886, art. 10, inc. 3).
En circunstancias que el principio de no formalización es una constante de
los procedimientos administrativos, en el campo licitatorio la observancia de las
formalidades es marcadamente rigurosa (esto es, “estricta”). Por cierto, en casos
extremos la jurisprudencia muestra un espíritu de compromiso entre la observan-
cia de la ritualidad procedimental y las finalidades sustantivas a que sirven las
formalidades de licitación.

Sección 2. Etapas de la licitación


466. En cuanto procedimiento administrativo, la licitación consta de varias
etapas concatenadas entre sí. En términos muy esquemáticos, la licitación pública
306 José Miguel Valdivia

supone ante todo la definición de las reglas del juego que presidirán el concurso,
que son publicadas y pueden ser objeto de precisión mediante respuestas a las
cuestiones que levanten los interesados. Luego, las fases más salientes del concur-
so son la recepción de las ofertas, su apertura y posterior evaluación, previa a la
adjudicación del contrato.

(a) Preparación de las “bases” de licitación


467. Las bases de licitación (llamadas en otras tradiciones “pliegos”) configu-
ran las reglas del juego a que se sujeta la licitación, y que determinan el alcance
del contrato en proyecto. Una definición legal cuyo contenido es tendencialmente
generalizable las concibe como:
“Documentos aprobados por la autoridad competente que contienen el conjunto
de requisitos, condiciones y especificaciones, establecidos por la Entidad Licitante, que
describen los bienes y servicios a contratar y regulan el Proceso de Compras y el contrato
definitivo. Incluyen las Bases Administrativas y Bases Técnicas” (Reglamento de la Ley
19.886, art. 2 N° 3).

Como se advierte, las bases tienen una importancia mayor en el procedimiento


licitatorio, pues: (i) determinan las condiciones formales y sustanciales que deben
respetarse en el procedimiento de licitación en particular (pudiendo considerarse
como una especie de “reglamento” de cada licitación); (ii) expresan la materia
sobre la cual la administración se propone contratar y, entonces, predeterminan
el contenido que deben reunir las ofertas, respecto del objeto del contrato; y, por
último (iii) normalmente contienen un proyecto del contrato que se ha de celebrar,
y por eso suele verse en ellas, al menos en germen, la “ley del contrato”.
En el derecho chileno, las resoluciones que aprueben las bases, así como las
que las modifiquen, deben eventualmente ser objeto de mecanismos de control
preventivo de legalidad (toma de razón; cf. §§ 545 y ss.).

(b) Publicación de bases y llamado a licitación


468. Consiste en la convocatoria dirigida al público general para presentar
ofertas conforme a las bases que rigen el respectivo procedimiento. El llamado
debe ser publicado por medios adecuados para lograr la máxima difusión, de mo-
do que el concurso esté en condiciones materiales de atraer en la mayor medida
posible a los agentes económicos del mercado.
En algunas licitaciones tramitadas en soporte impreso las bases no son publi-
cadas sino difundidas restringidamente entre quienes las compren. Sin embargo,
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 307

en las licitaciones sujetas a la Ley 19.886, tramitadas en soporte digital, la regla


es la publicación electrónica de las bases.

(c) Período de aclaración de bases


469. Desde que el interesado y posible oferente toma conocimiento de las ba-
ses se encuentra en condiciones de dirigirse a la entidad licitante y formular con-
sultas o solicitudes de aclaración. La administración absolverá dichas consultas
por medio de circulares aclaratorias que comunicará a todos quienes los oferentes
interesados. A pesar de la terminología, estas “circulares” deben ser aprobadas
por medio de actos administrativos resolutorios, ya que contienen precisiones o
eventuales modificaciones a las bases de licitación y, por tanto, pasan a incorpo-
rarse a ellas. En la práctica es usual que se designe a este periodo de aclaración o
redefinición de las bases como etapa de “preguntas y respuestas”.

(d) Recepción de ofertas


470. Las bases instituyen un plazo específico (con precisión horaria) para que
los oferentes presenten sus ofertas.
Normalmente, la oferta se divide en oferta económica (que dice relación con
los costos que irrogaría a la administración) y oferta técnica (que es una des-
cripción de los aspectos materiales y de logística necesarios para la ejecución del
contrato). Las bases pueden disponer que las ofertas se formulen conjuntamente
en un solo documento o separadamente, distinguiendo las ofertas técnicas y eco-
nómicas. Usualmente, junto con la oferta los oferentes deberán presentar una ga-
rantía de seriedad (que cautela la voluntad de obligarse en caso de ser escogido).
Tradicionalmente, las ofertas se presentaban en formato físico, en sobres cerra-
dos (o “plicas”). Actualmente es cada vez más frecuente el uso de medios informá-
ticos para estos propósitos.

(e) Apertura de las ofertas


471. Recibidas las ofertas, la administración, procede a revisar su contenido.
La oferta debe respetar los requisitos de las bases, pudiendo ser rechazada si no
cumple con esas exigencias. Los requisitos de admisibilidad versan sobre si las
ofertas fueron presentadas en tiempo y forma, según lo estipulado en las bases.
La apertura de las ofertas puede proceder en uno o dos pasos, según se haya
exigido ofertas conjuntas o separadas en sus aspectos técnico y económico. La aper-
308 José Miguel Valdivia

tura separada de las ofertas tiene la ventaja de preseleccionar de modo objetivo e


imparcial las ofertas que satisfagan los requerimientos técnicos, sin tomar en con-
sideración para este efecto los aspectos monetarios, que serán analizados después.
Si no se presentan ofertas, o si las que se presentaren no se estiman válidas o nin-
guna es conveniente al interés público, la licitación será declarada desierta o fallida.

(f) Evaluación de las ofertas


472. La apreciación comparativa de las ofertas es llevada adelante, por lo ge-
neral, por una comisión de funcionarios de la administración contratante, que
tiene a su cargo el análisis pormenorizado de las ofertas, en miras a asignarles
un puntaje al tenor de los factores de ponderación definidos en las bases. A cada
ítem se le adjudicará un puntaje, con el objeto de poder comparar las ofertas en
función de criterios homogéneos.

(g) Adjudicación
473. La adjudicación es el acto terminal del procedimiento licitatorio, por me-
dio del cual el órgano competente escoge la oferta que estima más conveniente
(esto es, se elige al oferente con quien se celebrará el contrato). Según la fórmula
recogida por la ley en materia de suministros, la mejor oferta es aquella que pro-
pone “la combinación más ventajosa entre todos los beneficios del bien o servicio
por adquirir y todos sus costos asociados, presentes y futuros” (Ley 19.886, art.
6). La literatura aun discute si, concebida en esos términos, la adjudicación es
una operación de naturaleza discrecional. Normalmente, la mejor oferta es la que
obtiene mejor calificación en la fase de evaluación, pero es muy frecuente que las
autoridades pretendan reservarse para sí algún margen de maniobra y escoger una
distinta, o aun rechazarlas todas y declarar la deserción de la licitación; la juris-
prudencia ha confortado este entendimiento. En la medida que la adjudicación
siempre debe ser fundada (como todo acto administrativo, LBPA, art. 41), ese
margen de maniobra no puede ser muy significativo, pues no puede apartarse de-
masiado de los antecedentes del procedimiento, y puntualmente de la evaluación.
Por medio de la adjudicación concluye el procedimiento administrativo licita-
torio. Por eso, la adjudicación (acto terminal) se materializa por medio de resolu-
ción o decreto de la autoridad competente. Eventualmente este acto está sujeto al
control preventivo de legalidad (toma de razón).
Con todo, es usual que textos legales especiales prevean formalidades particula-
res, posteriores a la adjudicación –como la suscripción de un contrato o su reduc-
ción a escritura pública, u otros– para dar oficialmente por celebrado el contrato.
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 309

Sección 3. Control de la licitación

474. El formalismo imperante en las licitaciones ofrece a los interesados una


justificación legal para cuestionar operaciones contractuales que presenten irre-
gularidades. Las herramientas generales del control administrativo permiten en-
frentar la ilegalidad cometida en las licitaciones o, en general, en la contratación
administrativa. Así, los procedimientos recursivos, o la función dictaminante de
la Contraloría General de la República pueden servir de cauce a las reclamaciones
que se levanten en este campo.
En principio, también ocurre algo similar en el terreno del control judicial (por
ejemplo, mediante el recurso de protección), aunque en esta precisa materia la
ley ha instituido un mecanismo particular de solución de controversias, a cargo
del Tribunal de Contratación Pública. Por su importancia, se analizan en seguida
algunos rasgos de la configuración orgánica del tribunal, su competencia y proce-
dimiento, así como la política jurisprudencial que ha venido observando.

(a) El Tribunal de Contratación Pública

475. Este tribunal es un organismo jurisdiccional creado por la Ley 19.886


con el objeto exclusivo de conocer reclamaciones suscitadas por ilegalidades co-
metidas en procedimientos de contratación administrativa. Se trata de un tribunal
colegiado integrado por tres ministros de designación presidencial, que no pro-
vienen –necesariamente– de la carrera judicial, y que duran en su cargo un pe-
riodo de cinco años (art. 22). Exceptuados los tribunales tributarios y aduaneros
(en razón de su especialización disciplinar) probablemente sea el único tribunal
exclusivamente encargado de asuntos contencioso-administrativos en el derecho
chileno (cf. § 563).

(b) Competencias del Tribunal de Contratación Pública

476. El Tribunal de Contratación Pública sólo es competente respecto de la


fase precontractual de los contratos administrativos. Inversamente, no tiene com-
petencia respecto de las vicisitudes originadas por la ejecución de los contratos
(a las cuales se aplican, salvo regla especial, los medios generales de litigación
administrativa).
La competencia del tribunal está definida por la ley en torno a las distintas
fases del procedimiento de licitación pública:
310 José Miguel Valdivia

“El Tribunal será competente para conocer de la acción de impugnación contra actos
u omisiones, ilegales o arbitrarios, ocurridos en los procedimientos administrativos de
contratación con organismos públicos regidos por esta ley.
La acción de impugnación procederá contra cualquier acto u omisión ilegal o arbi-
trario que tenga lugar entre la aprobación de las bases de la respectiva licitación y su
adjudicación, ambos inclusive” (Ley 19.886, art. 24, incs. 1 y 2).

De aquí resulta, mediante una interpretación a contrario que el tribunal ha


hecho suya, que la competencia no se extendería a las reclamaciones sobre irregu-
laridades administrativas cometidas en procedimientos de contratación distintos
de la licitación (como el trato directo o las órdenes de compra dispuestas con
fundamento en convenios marco).
Cabe tener en cuenta que las licitaciones a que se refiere la ley a propósito de
este mecanismo de control judicial son, aparte de las relativas a contratos de su-
ministro, aquellas que incidan en contratos para la construcción o concesión de
obra pública (Ley 19.886, art. 3, letra e, inc. final).
Por último, el tribunal es competente respecto de la decisión consistente en el
rechazo o aprobación de las inscripciones en el Registro electrónico oficial de con-
tratistas de la administración, a cargo de la Dirección de Compras y Contratación
Pública (art. 16).

(c) Procedimiento ante el Tribunal de Contratación Pública

477. El procedimiento ante el tribunal es aparentemente simple.


La reclamación debe recaer en actos “ilegales o arbitrarios” del procedimien-
to de licitación (entendiendo esos conceptos a la luz de la experiencia vinculada
al recurso de protección). El plazo para interponer la reclamación es de 10 días
contados desde que se toma noticia del acto impugnado. El organismo recurrido
tiene, en seguida, un plazo de 10 días para informar al tribunal al respecto. Si es
necesario abrir un término probatorio, este se extiende por un plazo de 10 días
más. Desde la citación de las partes a oír sentencia, el tribunal tiene un plazo de 10
días para emitir su fallo. En lo demás imperan las disposiciones comunes a todo
procedimiento, contempladas en el Código de Procedimiento Civil, lo que incluye
las reglas sobre el juicio ordinario (Ley 19.886, art. 27); de aquí que en la práctica
estos juicios no sean tan breves como se esperaría.
Conforme a las previsiones legales, el tribunal tiene poderes extendidos, en
gran medida análogos a los que tienen las cortes de apelaciones en el marco del
recurso de protección:
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 311

“En la sentencia definitiva, el Tribunal se pronunciará sobre la legalidad o arbitrarie-


dad del acto u omisión impugnado y ordenará, en su caso, las medidas que sean necesa-
rias para restablecer el imperio del derecho…” (art. 26, inc. 1).

Esta sentencia es susceptible del recurso de reclamación ante la Corte de Ape-


laciones de Santiago. A su vez, contra el fallo de ésta “no procederá recurso algu-
no”, fórmula que –a pesar de su categórico tenor– no excluye el recurso de queja
ante la Corte Suprema; este último recurso sólo ha prosperado en muy contadas
ocasiones.

(d) La política jurisprudencial del Tribunal de Contratación Pública


478. La jurisprudencia del tribunal ha sido criticada en razón de su dudosa
efectividad. En efecto, el tribunal rara vez anula nada, porque tiene una concep-
ción demasiado restrictiva de sus propios poderes. Característicamente, cuando el
procedimiento licitatorio en que incide la reclamación ya ha concluido mediante
la suscripción de un contrato, el tribunal reconoce explícitamente que no puede
hacer mucho por el reclamante vencedor. En caso de comprobar ilegalidad (o
arbitrariedad) en la licitación, por lo general el tribunal acoge la acción del recla-
mante, pero no hace lugar a sus pretensiones anulatorias, limitándose a reconocer
un derecho a la indemnización de los perjuicios correspondientes.
Aunque la jurisprudencia del tribunal todavía necesite ser perfeccionada, sin
duda alguna su creación ha representado un avance en esta materia. Efectivamen-
te, era necesario dotar de mecanismos de control efectivos sobre la manera en que
la administración contrata con los particulares. Con el tiempo, la jurisprudencia
del tribunal permitirá construir un catálogo de buenas y malas prácticas en las
licitaciones, que oriente mejor tanto a las autoridades como a los particulares que
contratan con ellas.

Capítulo 3
Ejecución del contrato administrativo
479. La doctrina chilena (siguiendo orientaciones francesas y españolas) dis-
tingue dos clases de contratos públicos: los “contratos administrativos” en sen-
tido estricto, que son grosso modo aquellos celebrados en miras de satisfacer un
interés público y que están regulados conforme a normas y criterios de derecho
administrativo, y los “contratos privados de la administración”, que no guardan
una conexión tan intensa con las misiones de la administración y se rigen por el
derecho privado.
312 José Miguel Valdivia

La ejecución de los contratos administrativos depende, ante todo, del tipo es-
pecífico de contrato de que se trate, es decir, de los derechos y obligaciones que ge-
nera para las partes. Corresponde, en consecuencia, revisar los tipos más frecuen-
tes de contratos administrativos (párrafo 1). Sin embargo, la doctrina también
identifica algunas reglas propias de derecho administrativo que determinan, con
carácter general, la forma en que han de cumplirse los contratos administrativos
(párrafo 2).

PÁRRAFO 1. TIPOLOGÍA DE CONTRATOS ADMINISTRATIVOS


480. En la experiencia chilena, los contratos administrativos de mayor impor-
tancia práctica son los siguientes:

(a) Suministro
481. Mediante este contrato la administración compra bienes muebles u ob-
tiene la prestación de servicios a cambio de un precio. El suministro es por lo
general una relación contractual extendida en el tiempo (lo que le imprime notas
singulares, por ejemplo, frente a una compraventa ordinaria); con todo, algunas
de sus modalidades pueden cubrir también transacciones instantáneas.
Este contrato está regulado básicamente por la Ley 19.886, de bases sobre con-
tratos administrativos de suministro y prestación de servicios, y por numerosos
otros textos especiales.

(b) Concesión de servicio público


482. En virtud de la concesión de servicio público la administración confía
la ejecución de una función propia de la actividad estatal a un tercero, quien la
asume a cambio de la explotación del servicio, que usualmente supone el cobro de
una tarifa a los usuarios. Sólo pueden concesionarse actividades auxiliares al ejer-
cicio de las potestades públicas (que en sí mismas son indelegables). La remunera-
ción del concesionario no consiste en un precio, sino que fluctúa en función de la
explotación del servicio, con arreglo a una tarifa determinada contractualmente.
La concesión de servicio público tiene gran importancia histórica, porque has-
ta la primera parte del siglo XX fue el arquetipo del contrato administrativo y en
torno a ella se construyó la teoría general de la contratación administrativa.
En Chile no está regulado por textos de alcance general. Su ámbito de aplica-
ción más importante está en el mundo municipal (p. ej., la recolección de basuras
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 313

o los estacionamientos municipales), sobre la base de muy pocas reglas previstas


en la ley orgánica de municipalidades.

(c) Concesión de obra pública


483. Más allá de su definición legal precisa, la imagen teórica de este contrato co-
rresponde a una especie de concesión de servicio público asociado a una obra pública.
Una obra pública es un inmueble de propiedad estatal afectado a fines de interés gene-
ral. El contrato de concesión supone la explotación de esa obra, que el concesionario
debe construir, reformar o conservar conforme a ciertos estándares convenidos. El
concesionario se remunera mediante la explotación del servicio a que está afecta la
obra pública en cuestión; en el ejemplo más característico (esto es, el de las autopistas
o carreteras), esa remuneración se basa en el peaje cobrado a los usuarios.
La concesión de obra pública configura el mecanismo privilegiado de “parti-
cipación público-privada” o “asociación público-privada” en el derecho chileno.
En razón del volumen de las inversiones que envuelven las concesiones de obra
pública, la ley consagra un régimen jurídico singular, que brinda importantes ni-
veles de seguridad jurídica al concesionario, y que en buena medida se aparta del
régimen general de los contratos administrativos. Además, para las controversias
que surjan entre concedente y concesionario la ley ha instituido la participación
de instancias técnicas, así como un régimen de conciliación y arbitraje que no
guarda parangón con otros contratos administrativos.
La concesión de obra pública está regulada en una ley cuyo texto refundido se
contiene en el DS 900, del Min. de Obras Públicas, de 1996, y en su reglamento,
contenido en el DS 956, del Min. de Obras Públicas, de 1997.

(d) Contrato de obra pública


484. Este tipo de contrato tiene por objeto la construcción de edificaciones de
diversa índole (siempre inmuebles estatales destinados a fines de bien público).
Presenta similitudes con el contrato de arrendamiento de servicios para la con-
fección de una obra material (Código Civil, arts. 1996 y ss.). La remuneración
del contratista consiste en un precio, que varía en función de la distribución de
riesgos que importa la respectiva modalidad contractual (suma alzada o serie de
precios unitarios, como modelos más arquetípicos).
Está regulado por un reglamento contenido en el DS 75, del Min. de Obras
Públicas, de 2004.
314 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 2. REGLAS GENERALES DE EJECUCIÓN


DE LOS CONTRATOS ADMINISTRATIVOS
485. En derecho privado se asume por principio que la “ley del contrato”, mo-
derada en función de las exigencias de la buena fe, basta para definir las vicisitudes
contractuales. Sin embargo, en derecho administrativo, la teoría postula varias mo-
delaciones al rigor de la regla pacta sunt servanda, en atención al fin público que fun-
damenta los contratos administrativos. Estos criterios reflejan que el interés general
incide en la ejecución del contrato administrativo. Estas modelaciones se mostrarían
en especial en la idea de potestades exorbitantes de la administración (sección 1) y en
la mantención del equilibrio financiero a favor de su cocontratante (sección 2).

Sección 1. Potestades exorbitantes


486. La idea de cláusula exorbitante o potestad exorbitante identifica una se-
rie de poderes de acción unilateral con que cuenta la administración durante la
ejecución de los contratos administrativos. El calificativo “exorbitante” refleja el
carácter excepcional de estas soluciones, que no guardan comparación con los
cánones del derecho privado. La doctrina comparada ha llegado al extremo de
afirmar que estas potestades serían “implícitas”, o sea, que regirían aun sin pacto;
pero en general en derecho chileno cuentan con algún reconocimiento legal.
Las potestades exorbitantes más significativas, según la doctrina, son las de inter-
pretación unilateral del contrato, de dirección y control (ej.: inspección técnica), de
imponer sanciones contractuales y las de introducir modificaciones a las obligaciones
del contratante (o ius variandi) así como de disponer la terminación del contrato.
Sin duda, las dos últimas son aquellas que guardan mayor distancia del arquetipo
del contrato de derecho privado. En circunstancias que el artículo 1545 del Código
Civil dispone que todo contrato legalmente celebrado no puede ser invalidado sino
“por el consentimiento mutuo” de los contratantes o por otras causas legales, en
derecho administrativo la administración dispondría de facultades que le permiten
derechamente modificar el contrato o ponerle término, por razones de bien público.
Desde luego, el ejercicio de estas prerrogativas, en cuanto puede desvirtuar la lógica
económica de la operación contractual, debe ser compensado por la administración (a
menos que tengan por motivo los incumplimientos contractuales del cocontratante).

Sección 2. Mantención del “equilibrio financiero”


487. En general, el cocontratante de la administración tiene los derechos que
le confiere el contrato (exigir cumplimiento de la administración, alegar responsa-
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 315

bilidades, etc.). Sin embargo, la teoría postula, además, la existencia de regímenes


especiales de compensación en caso de alteración de la economía del contrato. En-
tre las hipótesis más significativas de compensación a la alteración del equilibrio
financiero se cuentan la “teoría de la imprevisión” y la del “hecho del Príncipe”.

(a) Teoría de la imprevisión


488. Planteamientos recurrentes del derecho chileno y comparado sugieren la
aplicabilidad de la denominada “teoría de la imprevisión” al derecho de los con-
tratos administrativos. Sin duda, la experiencia francesa ha sido determinante en
estas orientaciones, admitiendo el juego de esta teoría en la contratación adminis-
trativa desde principios del siglo XX (en concreto, a partir de un famoso fallo del
Conseil d’Etat, de 30 marzo 1916, Gaz de Bordeaux).
La teoría de la imprevisión supone que en caso de alteración significativa de la
economía del contrato en razón de un cambio sobreviniente de circunstancias el
contrato debe ser revisado (es decir, reformulado), incluso por el juez si las partes
no se avienen en una solución amistosa. La procedencia de la teoría en derecho
público se justificaría en las necesidades del servicio público a que atiende el con-
trato y no en la estructura propia del derecho de contratos (es decir, en la idea de
conmutatividad, pues de otro modo su alcance sería transversal al derecho con-
tractual, tanto público como privado).
Es controversial admitir la procedencia de la teoría, pues un contrato es nece-
sariamente un acto de previsión del futuro, mediante el cual las partes arbitran
entre ellas los riesgos que conlleva su relación duradera en el tiempo. A priori, el
contrato se basta a sí mismo y no debiera ser revisado por causas sobrevinientes.
Ahora bien, los ordenamientos comparados que han acogido esta teoría han
establecido requisitos más o menos rigurosos para su procedencia, que en general
consisten en: (i) un cambio de circunstancias que provoca una alteración significa-
tiva de la economía del contrato; (ii) cambio que debe ser imprevisto, de acuerdo
al horizonte de expectativas de ambas partes al tiempo de contratar; y (iii) que no
conlleve la materialización de un riesgo que por naturaleza deba soportar el deu-
dor, de acuerdo con la distribución que supone la operación económica envuelta
en el contrato.

(b) Hecho del Príncipe


489. La idea de hecho del Príncipe designa un fenómeno de mayor onerosi-
dad en el cumplimiento del contrato provocado por la intervención de decisiones
legítimas de la administración (actuando como poder público, es decir, en ejerci-
316 José Miguel Valdivia

cio de potestades distintas a las contractuales); así ocurre, por ejemplo, con las
restricciones a la importación, a la mano de obra, etc. Conforme a la teoría, en
estos casos la administración debiera compensar al cocontratante en razón de los
mayores costos que le irrogue cumplir el contrato bajo estas condiciones.
En el derecho chileno, se encuentra reconocido positivamente respecto de las
concesiones de obra pública:
“El concesionario podrá solicitar compensación en caso de acto sobreviniente de au-
toridad con potestad pública que así lo justifique, sólo cuando, copulativamente, cumpla
los siguientes requisitos: el acto se produzca con posterioridad a la adjudicación de la
licitación de la concesión; no haya podido ser previsto al tiempo de su adjudicación; no
constituya una norma legal o administrativa dictada con efectos generales, que exceda
el ámbito de la industria de la concesión de que se trate, y altere significativamente el
régimen económico del contrato” (Ley de concesiones de obra pública, art. 19).

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
490. La teoría más relevante en el derecho chileno de los contratos admi-
nistrativos es de origen francés. En este campo, las primeras teorizaciones con
perspectiva de conjunto parecen atribuirse a Gaston Jèze, cuya obra –inicialmente
titulada Les contrats administratifs de l’Etat, des départements, des communes et
des établissements publics– pasaría a formar parte de su monumental Les princi-
pes généraux du droit administratif, bajo el título de Théorie générale des contrats
de l’Administration (París, Giard, 1934-1936, 3 vols.) ; más tarde, una importante
contribución se debe a Georges Péquignot, Théorie générale du contrat adminis-
tratif (París, Pédone, 1945). El trabajo más completo sobre la contratación admi-
nistrativa, por desgracia en buena parte desactualizado, es el tratado de André de
Laubadère, Franck Moderne y Pierre Delvolvé, Traité des Contrats Administratif,
(París, LGDJ, 2ª ed., 1983-1984, 2 vols.). Entre los textos más sintéticos del dere-
cho reciente, Laurent Richer, Droit des contrats administratifs (París, LGDJ, 10ª
ed., 2016) y Philippe Yolka, Droit des contrats administratifs (París, LGDJ, 2013).
Para el derecho chileno, la monografía reciente más importante sobre el con-
junto de la materia se debe a Claudio Moraga, Contratación administrativa (San-
tiago, Jurídica, 2007). Entre los libros de factura más antigua, cabe mencionar
uno de los volúmenes del tratado de Enrique Silva Cimma, Derecho administrati-
vo chileno y comparado. Actos, contratos y bienes (Santiago, Jurídica, 1995). Un
enfoque teórico, igualmente clásico (por sus resonancias francesas), en dos ensa-
yos de Eduardo Soto Kloss “La contratación administrativa” y “La contratación
administrativa: Un retorno a las fuentes clásicas del contrato” (Rev. Derecho y Ju-
risprudencia, v. 75, 1978). En 2015 las Jornadas de derecho administrativo estu-
vieron consagradas a la contratación administrativa; los trabajos se contienen en
Título IV. Cuestiones básicas de la contratación administrativa 317

Jorge Bermúdez (coord.), Perspectivas para la modernización del derecho de la


contratación administrativa (Valparaíso, Eds. Universitarias de Valparaíso, 2016).
La doctrina más reciente sobre el tema contractual se ha concentrado predo-
minantemente en las concesiones de obra pública. El libro de referencia sobre este
contrato es el de Dolores Rufián, Manual de concesiones de obras públicas (San-
tiago, Fondo de Cultura Económica, 1999). Algunos ensayos de importancia se
contienen en AAVV, Concesiones. El esperado relanzamiento (Santiago, Libertad
y Desarrollo, 2012).
Tercera parte
El control de la administración

491. La expresión “control” denota la acción y el efecto de una operación


(controlar) que, en abstracto, supone comprobar o verificar algo. En concreto,
tratándose de la administración, consiste en confrontar una actuación administra-
tiva (jurídica o material) con algún criterio de regularidad — moral, legal, políti-
co, financiero, etc. La administración del Estado, en cuanto complejo institucional
instrumental al interés de la comunidad, está sujeta a una serie de controles cuyo
objeto, en general, es velar por que cumpla sus misiones adecuadamente. Por
cierto, la relevancia del control de la administración depende del parámetro de re-
gularidad que se tenga en cuenta, de la profundidad con que se efectúe y, también,
del grado de eficacia que alcancen sus conclusiones.
El sistema de control de la administración en Chile posee una heterogeneidad
que se advierte ya desde su regulación constitucional. La Constitución contempla
al menos cuatro mecanismos distintos de control: la fiscalización parlamentaria
sobre “los actos del Gobierno” a cargo de la Cámara de Diputados (art. 52 N° 1),
el control de constitucionalidad de los decretos supremos a cargo del Tribunal
Constitucional (art. 93 N° 16), la función de “control de la legalidad de los actos
de la Administración” confiada a la Contraloría General de la República (art.
98) y la posición institucional de los tribunales de justicia, ante los cuales “podrá
reclamar” cualquier persona lesionada en sus derechos por los organismos de la
administración del Estado (art. 38, inc. 2).
Como se aprecia de esta rápida revisión de la regulación constitucional, el
control de la administración tiene una importancia política cierta, pues se asume
que permite determinar si la administración conduce adecuadamente los asuntos
públicos. En parte, el control jurídico es traducción de esa preocupación política,
pues consiste en comprobar si la administración se ajusta a la ley, que (en una
democracia) define la manera en que la comunidad quiere que sean satisfechas las
necesidades sociales. Ahora bien, junto a esa dimensión objetiva (que supone el
respeto a la legalidad), el control jurídico de la administración presenta un interés
evidente para los ciudadanos, en la medida que sirve para verificar si la adminis-
tración respeta los derechos de los demás, o les da lo que les corresponde.
492. Históricamente en Chile el principal organismo de control de la adminis-
tración ha sido la Contraloría, institución administrativa sui generis cuya misión
puede describirse como fiscalizar a las diferentes instituciones administrativas y
servicios públicos (título 2). En el plano teórico y siguiendo orientaciones compa-
320 José Miguel Valdivia

radas, el paradigma del control de la administración es el que ejercen los tribuna-


les de justicia; su gravitación práctica en Chile es creciente, aunque no tenga una
tradición antigua que la respalde (título 3). El terreno específico de la responsabi-
lidad del Estado es uno de aquellos en que los tribunales han tenido mayor pro-
tagonismo (título 4). Por su marcado carácter jurídico, el análisis de esta terceera
parte recae fundamentalmente en estos ámbitos del control. En forma previa,
conviene detenerse en algunas cuestiones de alcance general (título 1).
Título I. Una teoría del control de la administración 321

Título I
Una teoría del control de la administración
493. El análisis de los medios de control de la administración excede con cre-
ces el de los mecanismos de revisión judicial.
Por de pronto, muchas otras instituciones ejercen funciones de control, con
intensidad variable. Desde el control interno a cargo de la misma administración
hasta la Contraloría, pasando por la supervisión que efectúan las oficinas del Mi-
nisterio de Hacienda, todas las herramientas concebidas para verificar la manera
en que la administración actúa tienen relevancia.
La trascendencia institucional del control de la administración es de primer
orden. El sistema de control es la cara visible del régimen de frenos y contrape-
sos (check and balances) a que conduce el principio de separación de poderes.
Un buen sistema de control del gobierno y de la administración es un elemento
central de un régimen constitucional sano. El control de la administración, es, en
suma, muy valioso para el funcionamiento de la administración, porque permite
monitorear la conducción de los asuntos públicos, detectar sus disfuncionamien-
tos y enviar señales para corregirlos y, en el extremo, frenar los abusos o errores
en que puedan incurrir las autoridades.
El alcance práctico de los mecanismos de control es variable: van desde un sim-
ple requerimiento de información hasta la anulación de decisiones administrativas.
Por supuesto, algunas de estas herramientas son particularmente potentes, pues
pueden llegar a paralizar los medios de acción con que cuenta la administración o
los programas que ponga en ejecución. Sin embargo, ni aún los medios menos inva-
sivos de control carecen de relevancia: un juicio negativo respecto del modo en que
la administración actúa es una mancha que puede expandirse, sin que se sepa bien
hasta dónde. Para la gestión administrativa, el control es de enorme importancia.
La importancia que tiene para el Derecho es otra cosa. Sin duda, el control
judicial tiene gran relevancia jurídica, porque ilustra acerca de las herramientas
con que los ciudadanos pueden enfrentar al Estado y defender sus intereses en
caso de litigios. Pero un análisis más amplio, comprensivo de la totalidad de las
herramientas de control de la administración es, a despecho de su trascendencia
política, difícilmente reconducible a categorías jurídicas operativas. El control de
la administración, visto en su conjunto como un solo concepto, es una noción
de baja densidad jurídica, porque engloba figuras tan heterogéneas que es difícil
someterlas a un régimen común.
Sin embargo, en el caso chileno ha sido usual que el derecho administrativo
tenga la pretensión de abordar la generalidad del control de la administración,
como capítulo de estudio. Esta aspiración tiene muy probablemente raíces his-
322 José Miguel Valdivia

tóricas. En circunstancias que en el derecho administrativo comparado el tema


de la revisión judicial de la administración (enfoque inglés) o de lo contencioso
administrativo (vertiente francesa) siempre ocupó un lugar central, hasta épocas
recientes el derecho chileno sobre esta materia fue muy pobre. Entonces, hacía
falta analizar algún sustituto del control judicial, que en algún grado mostrara los
medios con aptitud para pedir cuentas al Estado, como lo era (y sigue siendo) la
Contraloría. La categoría “control” se formó así, sobre la base de una vertiente
magra (el control judicial) y otra un poco más robusta (el control por la Contra-
loría); la teoría unitaria siguió siendo deficitaria, pero algo era algo.
En verdad, el derecho comparado también presta atención a instituciones o me-
dios de control distintos de los tribunales, desde la perspectiva de su eficacia frente
a la ciudadanía y frente a su utilidad para orientar a la administración. Ocurre que
el control judicial, aunque es el arquetipo del control, es elitista, porque los litigios
son largos y una buena asesoría legal es costosa; a veces es necesario diseñar herra-
mientas eficaces para quienes no pueden pagar buenos (o malos) abogados o, en
otras palabras, para democratizar el control. Además, el control judicial se enfoca
en el litigio que opone a un individuo (o más) con el Estado y, entonces, puede que
las soluciones vengan más determinadas por las particularidades del caso que por
consideraciones sistémicas funcionales al interés general; los tribunales no son sedes
idóneas para el diseño de políticas públicas. Por último, las líneas jurisprudenciales
tardan mucho tiempo en consolidarse y mostrar su consistencia (o inconsistencia)
con el sistema legal o con los objetivos de acción administrativa. Son esas, en parte,
las justificaciones que ha tenido la proliferación de medios de control al margen del
sistema jurisdiccional, cuyos mejores ejemplos son el llamado “control de mérito”
(merits review) a cargo de instituciones no jurisdiccionales sino administrativas lla-
madas, paradójicamente administrative tribunals en el Reino Unido o administra-
tive law judges en Estados Unidos; también es el caso de la figura del ombudsman
o defensor del pueblo o mediador, de origen escandinavo, pero exportada a varios
ordenamientos europeos y latinoamericanos.
Ahora bien, por sencillo que parezca construir una categoría sobre cimientos tan
heterogéneos (capítulo 1), la unidad de la noción sigue despertando dudas (capítulo 2).

Capítulo 1
Diversidad de mecanismos de control
494. Para efectos de ordenar una materia per se diversificada, pueden intentar-
se algunas caracterizaciones más o menos comunes, que muestran la diversidad
de los medios de control en cuanto a su parámetro de revisión (párrafo 1), su
oportunidad (párrafo 2) o el órgano que los tiene a su cargo (párrafo 3).
Título I. Una teoría del control de la administración 323

PÁRRAFO 1. DIVERSIDAD DE PARÁMETROS DE CONTROL


495. El control es siempre una operación que contrasta la actuación adminis-
trativa con un estándar de actuación, que puede obedecer a diversos criterios.

(a) Control político


496. Hay controles puramente políticos, que suponen revisar una actuación a
la luz de las preferencias políticas de alguien (un órgano, un grupo, la ciudadanía
más o menos organizada). Lo típico de este control es un juicio de aprobación o
de censura a la luz de lo que se reputan ser las expectativas del pueblo. Este con-
trol reposa en meras apreciaciones políticas, eventualmente contingentes o coyun-
turales, pero tiene importancia institucional en tanto se ejerza por organismos o
grupos dotados de algún grado de representatividad. Por su naturaleza misma, las
apreciaciones en que se sustenta este tipo de control exceden las meras cuestiones
de legalidad y se adentran en consideraciones de mérito, oportunidad o conve-
niencia de las actuaciones públicas (que son normalmente el monopolio de la ad-
ministración activa). En este aspecto el control político se diferencia radicalmente
del control jurídico, que sólo puede verificar el cumplimiento de la ley y no juzgar
las decisiones (legítimamente) fundadas en consideraciones de oportunidad.
El control político por excelencia en el derecho chileno es el que ejerce la Cá-
mara de Diputados respecto a los actos del Gobierno. A escala regional, el consejo
regional cumple una tarea similar respecto del intendente en cuanto órgano ejecu-
tivo del gobierno regional, vale decir, el gobernador regional conforme al nuevo
régimen. Lo mismo ocurre en el plano municipal con el concejo comunal respecto
de las actuaciones del alcalde. El inorgánico “control ciudadano” también es de
naturaleza política, aunque el fenómeno pertenezca más al ámbito de la sociología
o de la ciencia política que al del derecho. También tiene una componente política
el control que ejerce el Presidente de la República respecto de la administración
(centralizada o descentralizada).

(b) Control financiero


497. El parámetro de control puede consistir en criterios de buena gestión
financiera. En parte, este criterio viene determinado por reglas jurídicas (sean nor-
mas permanentes sobre administración financiera del Estado, o las más pasajeras
de la ley de presupuestos). El control financiero tiene una naturaleza híbrida, por-
que en parte es un control jurídico, pero apunta sobre todo a la buena inversión
324 José Miguel Valdivia

de los fondos públicos, lo cual puede envolver apreciaciones colindantes con la


oportunidad o mérito, canalizadas mediante los conceptos de eficacia y eficiencia.
La Contraloría cuenta con múltiples competencias de control financiero, cuya
mejor ilustración son las auditorías (sobre la ejecución de programas, el cumpli-
miento de contratos públicos o la gestión general de un servicio público, entre
otros).

(c) Control de gestión o de resultados


498. En un campo adyacente (o parcialmente superpuesto) al control finan-
ciero, debe considerarse el control de gestión, que atiende a los resultados de la
acción administrativa. Este tipo de control materializa postulados de la llamada
Nueva Gestión Pública (New Public Management), que asumen como objetivos
la eficacia y eficiencia de la administración, que son susceptibles de medición por
medio de la evaluación de los resultados de la gestión administrativa. En buenas
cuentas, este control se centra en el desempeño efectivo de la administración, ca-
racterísticamente mediante el examen del cumplimiento de metas cuantificables
conforme a variables analíticas.
El control de gestión proporciona información valiosa para el Estado, pues
permite identificar ámbitos (sectores, organismos, programas) que, en función
de los resultados satisfacen adecuadamente objetivos de interés público, detectar
problemas de gestión y orientar en consecuencia la asignación de los recursos
públicos (mediante el presupuesto). Esta información es de primera importancia
para la planificación y discusión legislativa del presupuesto, y también para el
control ciudadano, cada vez más atento a la “calidad de servicio” del servicio
público.
Aunque las variables eficiencia y eficacia configuran conceptos jurídicos (LO-
CBGAE, art. 3), el enfoque del control de gestión contrasta con el que se sigue
tradicionalmente en el control de legalidad, centrado más en la regularidad de los
procedimientos de acción o de decisión que en los resultados.
Por su incidencia en la macroeconomía del país, es razonable que este control
esté radicado en el propio Gobierno, y concretamente, en el Ministerio de Hacien-
da (Dirección de Presupuestos). Es lo que dispone la ley: “La verificación y eva-
luación del cumplimiento de los fines y de la obtención de las metas programadas
para los servicios públicos son funciones que competen a la Administración del
Estado y cuyo ejercicio corresponde al Ejecutivo” (Ley Orgánica de Administra-
ción Financiera del Estado, art. 52 inc. 2). En ejercicio de este control, la DIPRES
ha puesto en práctica una variada gama de instrumentos de medición (evaluacio-
nes de desempeño, programas de mejoramiento de gestión o “PMG”, etc.).
Título I. Una teoría del control de la administración 325

(d) Control jurídico


499. El control jurídico supone verificar el cumplimiento de mandatos lato
sensu legales por parte de la administración. El parámetro de control es siempre
el derecho positivo, que no está ni puede estar condicionado por las preferencias
personales del órgano de control. De aquí se sigue que el cuestionamiento de la
oportunidad o mérito de las decisiones públicas quede al margen de este tipo de
control (a menos, por cierto, que las apreciaciones de mérito estén limitadas o
condicionadas por la legalidad). Su fundamento también tiene una raíz políti-
ca, pues el principio de legalidad que la administración está obligada a respetar
reposa en la superioridad política del pueblo que, por medio de la ley, define las
prerrogativas de acción y los objetivos a alcanzar por la administración.
La Contraloría, en ejercicio de sus funciones jurídicas (toma de razón y dic-
támenes) y los tribunales de justicia desarrollan controles jurídicos. Por cierto, el
control jurídico varía en función del aspecto de la legalidad a que atienda, que
puede ser el mero respeto a la legalidad desnuda (control objetivo) o a la esfera de
derechos de uno o más ciudadanos (control subjetivo).

PÁRRAFO 2. DIVERSIDAD DE LOS MOMENTOS DEL CONTROL


500. Por lo general, las operaciones de control suponen verificar el cumpli-
miento de un estándar de actuación administrativa una vez que ésta ya se ha
practicado. Sin embargo, eventualmente puede haber controles previos a las ac-
tuaciones, su perfeccionamiento o su puesta en ejecución. Hay pues, controles
preventivos y represivos.

(a) Controles preventivos


501. Los controles preventivos tienen por objeto comprobar el cumplimiento
de un estándar en forma previa a la materialización de la actuación administrati-
va. La intensidad de estos mecanismos preventivos puede ser bastante fuerte, pues,
para ser eficaz, esa comprobación previa debe traducirse en alguna medida que
condicione la posibilidad de poner en ejecución el acto o actuación controlada;
un juicio previo que se limita a un simple análisis desprovisto de consecuencias es
más bien un informe cuya importancia reside en su papel procedimental. De aquí
que los controles preventivos se asemejen a las autorizaciones, que también supo-
nen comprobación de requisitos de modo previo a la práctica de una actividad (a
priori libre, pero condicionada). En cuanto estas operaciones de control pueden
derivar en un juicio negativo, que impidan la materialización de la actuación pro-
326 José Miguel Valdivia

yectada, en la práctica los controles preventivos suponen una especie de poder de


veto del órgano de control.
En derecho chileno, la toma de razón es un tipo de control preventivo de legali-
dad, que recae sobre algunos actos administrativos y cuyo objeto es precisamente
verificar si éstos se ajustan a derecho, condicionando su eficacia jurídica.

(b) Controles represivos


502. Los controles preventivos son inusuales, lo que se debe probablemente
a su carácter intrusivo, que diluye el sentido de los poderes de acción unilateral
confiados a las autoridades administrativas. Son más comunes los controles re-
presivos, es decir, los que se desarrollan con posterioridad a la toma de decisiones
o a la práctica de las operaciones administrativas. En principio, este tipo de con-
trol es menos invasivo respecto de las potestades públicas y, por lo mismo, más
conforme con el ordenamiento. Ahora bien, la gama de herramientas represivas
es muy diversificada, pudiendo ir desde un requerimiento de información o de
explicaciones hasta la formulación de un juicio crítico –por ejemplo, de censu-
ra– eventualmente seguido de una orden de restablecimiento del estado de cosas
previo a la actuación administrativa.
Los requerimientos de información o de rendición de cuentas por parte de una
autoridad (por ejemplo, la interpelación de un Ministro de Estado o la citación
de autoridades ante comisiones investigadoras), aunque por sí solos no lleguen a
tener consecuencias materiales, pueden proporcionar datos relevantes para poner
en práctica otros mecanismos de control.
El control puede traducirse en la formulación de recomendaciones o sugeren-
cias, o de interpretaciones u opiniones que orienten el camino a seguir por las
autoridades en casos futuros.
La censura, política o jurídica, fragiliza una operación administrativa, y puede
desencadenar el desprestigio de la autoridad, que eventualmente conduzca a hacer
efectiva su responsabilidad (política, administrativa, penal, etc.).
En el nivel más extremo de los controles represivos se sitúan las medidas extin-
tivas u otras que tiendan al restablecimiento del statu quo ante. Por supuesto, la
nulidad de actuaciones administrativas es particularmente fuerte, pues puede de-
rribar una línea de acción administrativa o uno o más actos singulares de aplica-
ción (incorrecta) de la ley. A veces las anulaciones pueden carecer de trascendencia
práctica, si inciden únicamente en la observancia de formas procedimentales, pero
no impiden a la autoridad volver a tomar la misma decisión inicialmente cues-
tionada. Aun así, desafiar una decisión administrativa es de gran relevancia, pues
Título I. Una teoría del control de la administración 327

aun cuando no aporte satisfacción inmediata a un individuo concreto, orienta a


la administración acerca del modo en que se espera que actúe. El restablecimiento
de la legalidad quebrantada puede también tener consecuencias importantes (pe-
cuniarias, por ejemplo, en caso de que impliquen restituciones de bienes o dineros
o indemnizaciones de perjuicios).
La generalidad de los mecanismos de control de la administración opera de
modo represivo. Una pregunta que por largo tiempo ha recibido respuestas confu-
sas en el derecho comparado consiste en determinar las características del control
judicial desde esta perspectiva. Históricamente, el derecho continental (de matriz
francesa) preconizó un modelo de justicia puramente revisora que intervenía ne-
cesariamente ex post facto, en consideración a alguna concepción de la teoría de
la separación de poderes. Sin embargo, con el desarrollo más o menos reciente
de la tutela cautelar en materias administrativas, no puede excluirse de plano la
intervención preventiva de la justicia en estas materias.

PÁRRAFO 3. DIVERSIDAD DE ÓRGANOS DE CONTROL


503. Una pluralidad de organismos, radicados en los más diversos poderes del
Estado, participan en el control de la administración. Lo hace la administración
misma (sección 1), una parte del Congreso Nacional (sección 2) y, desde luego,
organismos jurisdiccionales (sección 3).

Sección 1. Control administrativo


504. Una vertiente importante del control es el que practica la administración
sobre sí misma y que, en general, corresponde a un autocontrol. El autocontrol
presenta una sustancia común a las potestades controladas, de modo que puede
llegar a implicar un reexamen de las decisiones o una revisión de las actuaciones
materiales, tanto desde la perspectiva de la legalidad como de la oportunidad.
Por cierto, la complejidad institucional de la estructura de la administración
del Estado ha generado el surgimiento de mecanismos de control que no guardan
mucha relación con esta idea de autocontrol; así ocurre con el control administra-
tivo externo. La calificación de estos controles como administrativos atiende a la
naturaleza del órgano que lo ejerce, sus procedimientos y el valor jurídico de los
actos por medio de los que puede concluir.
Pueden mencionarse al menos tres categorías de control administrativo: el con-
trol jerárquico, el control interno y el control administrativo externo.
328 José Miguel Valdivia

(a) Control jerárquico


505. La estructura jerarquizada de la administración del Estado conlleva en sí
misma una idea de control.
De la posición institucional reconocida al Presidente de la República respec-
to de la administración (Constitución, art. 24: “El gobierno y la administración
del Estado corresponden al Presidente de la República”) se desprende un control
permanente sobre toda ella, sea centralizada o descentralizada. Este control es de
naturaleza eminentemente política y por tanto se extiende al mérito, la eficacia
y eficiencia y también a las consideraciones de legalidad. Debe tenerse presente
que el Presidente de la República es el superior jerárquico de la administración
centralizada, y también el titular último de los poderes de tutela o supervigilancia
que se ejercen respecto de la administración descentralizada. A priori, el control es
inherente a la posición de jerarquía y, en cambio, las relaciones de supervigilancia
suponen algún grado de autonomía de los organismos descentralizados. Por eso,
los poderes de control de tutela o supervigilancia requieren norma legal expresa
que los contemple. Por cierto, la influencia política del Presidente puede ser, en
algunos casos, tan eficaz como los mecanismos formalizados de control.
Para el cumplimiento de sus misiones de control, el Presidente de la República
cuenta con el apoyo técnico de distintas oficinas que revisan aspectos singulares
del funcionamiento del aparato estatal. Así ocurre con el control de gestión, radi-
cado en la Dirección de Presupuestos del Ministerio de Hacienda. El Consejo de
Auditoría Interna de Gobierno es un organismo asesor del Presidente que desplie-
ga su acción en cada ámbito sectorial del Gobierno a fin de fomentar prácticas
comunes en el ámbito de la auditoria interna, el control interno y el respeto a la
probidad. Existe también una Comisión Defensora Ciudadana, asesora del Minis-
terio de Secretaría General de la Presidencia, cuya misión es monitorear el funcio-
namiento de la administración desde la perspectiva de la atención a la ciudadanía;
este parece ser el germen de un ombudsman en Chile.
La posición del Presidente se reproduce, mutatis mutandis, en los demás casos
de jerarquía, conforme a las reglas generales que definen el estatuto del jerarca.
La LOCBGAE, dispone:
“Las autoridades y jefaturas, dentro del ámbito de su competencia y en los niveles
que corresponda, ejercerán un control jerárquico permanente del funcionamiento de los
organismos y de la actuación del personal de su dependencia. Este control se extenderá
tanto a la eficiencia y eficacia en el cumplimiento de los fines y objetivos establecidos,
como a la legalidad y oportunidad de las actuaciones” (art. 11);
“A los jefes de servicio les corresponderá dirigir, organizar y administrar el correspon-
diente servicio; controlarlo y velar por el cumplimiento de sus objetivos; responder de su
gestión, y desempeñar las demás funciones que la ley les asigne” (art. 31, inc. 2).
Título I. Una teoría del control de la administración 329

Estos poderes son correlativos a los deberes de los funcionarios, que tendrán
que “obedecer las órdenes que les imparta el superior jerárquico” (art. 7).

(b) Control administrativo interno


506. En el ámbito doméstico de la administración pueden identificarse al me-
nos dos series de instancias específicas de control.
Ante todo, diversas instituciones administrativas cuentan con unidades de con-
trol interno, instituidas conforme al artículo 18 de la Ley Orgánica de la Contra-
loría:
“Los servicios sometidos a la fiscalización de la Contraloría deberán organizar las ofi-
cinas especiales de control que determine este Organismo, y en los casos y de acuerdo
con la naturaleza y modalidades propias de cada entidad. Los contralores, inspectores,
auditores o empleados con otras denominaciones que tengan a su cargo estas labores
quedarán sujetos a la dependencia técnica de la Contraloría General…”.
En seguida, en materia de procedimientos administrativos deben recordarse las
reglas sobre recursos administrativos (de reposición, jerárquico y extraordinario
de revisión: LOCBGAE, art. 10 y LBPA, arts. 59 y 60). Su utilidad práctica es
relativa. Los recursos ofrecen a la administración la posibilidad de reexaminar
una decisión y detectar errores o inconsistencias, pero, en la práctica, el órgano
recurrido rara vez está dispuesto a enmendar sus actos. Sin embargo, en contextos
de cambio de gobierno o de autoridades, pueden servir para echar marcha atrás
respecto de decisiones que parezcan erradas o inconvenientes. Los recursos admi-
nistrativos tienen una amplitud superior a los controles judiciales, porque pueden
fundarse tanto en parámetros de legalidad como de oportunidad. Además, en
razón de las reglas que determinan las relaciones entre recursos administrativos
y judiciales (cf. §§  436 y ss.), gracias a su efecto interruptivo de los plazos de
impugnación judicial, el ejercicio de recursos administrativos suele permitir a los
particulares ganar tiempo para articular mejor su estrategia litigiosa.

(c) Control administrativo externo


507. Varios organismos de naturaleza administrativa participan también en el
control de la administración. Nuevamente, la diversidad reina en la materia.
El más significativo de todos estos organismos, y también el más antiguo, es la
Contraloría. De sus funciones jurídicas (toma de razón y dictámenes) se habla en
el título siguiente (§§ 523 y ss.). Aquí basta recordar que aparte de esas funciones
cumple otras de control financiero, en resguardo de la buena inversión de los fon-
dos públicos. La Contraloría tiene a su cargo, además, el juicio de cuentas de los
330 José Miguel Valdivia

funcionarios públicos, mediante el cual se hace efectiva su responsabilidad (más


bien de naturaleza civil) respecto del buen uso de los recursos públicos.
El Consejo para la Transparencia (creado por la Ley 20.285), también es una
institución administrativa encargada de controlar un aspecto puntual del funcio-
namiento de la administración: el cumplimiento de los deberes de transparencia
que pesan sobre ella. El Consejo tiene, entre otras, la misión de conocer de los
“amparos” de acceso a la información, en cuya virtud puede ordenar a la admi-
nistración entregar a terceros antecedentes públicos de todo orden (cf. § 394).
El Instituto Nacional de Derechos Humanos (creado por la Ley 20.405) no
está previsto como un organismo de control, pero entre sus misiones está elaborar
una especie de balance anual acerca de la observancia de los derechos humanos
a nivel nacional. Evidentemente, esta función lo lleva a revisar el funcionamiento
de variados servicios públicos (típicamente, servicios penitenciarios, policiales o
militares). Consecuentemente, sus misiones también comprenden formular obser-
vaciones y proposiciones a fin de enmendar la marcha en este aspecto puntual.
Por último, variadas Superintendencias (organismos reguladores y fiscalizado-
res de áreas determinadas del quehacer económico), también pueden extender su
acción respecto de instituciones administrativas. Así ocurre, por ejemplo, con la
Superintendencia de Salud, que controla al Fondo Nacional de Salud (FONASA),
y con la Superintendencia de Seguridad Social, que controla al Instituto de Previ-
sión Social.

Sección 2. Control parlamentario


508. A semejanza con lo que ocurre en los regímenes parlamentarios, en el ré-
gimen presidencialista chileno la Cámara de Diputados ejerce (al menos desde la
Constitución de 1925) un control de índole política sobre los actos del Gobierno.
De este control es necesario recalcar tres ideas.
En primer lugar, lo ejerce exclusivamente la Cámara de Diputados, de modo
corporativo (es decir, las gestiones de los diputados individualmente considerados
no están reconocidas institucionalmente como una especie de control). Es claro
que el Senado (ni a fortiori los senadores) no tiene esta misión.
En segundo lugar, el control recae sobre los actos del Gobierno. La expresión
está tomada en sentido orgánico, pero sus contornos son objeto de interpreta-
ciones divergentes. Una tesis restrictiva identifica como tal al Presidente de la
República y sus colaboradores más cercanos (ministros, delegados presidenciales
regionales y provinciales, y eventualmente embajadores). En contraste, una tesis
Título I. Una teoría del control de la administración 331

más amplia llega a considerar como Gobierno prácticamente a toda la adminis-


tración del Estado; esta tesis es prevaleciente en la práctica parlamentaria.
Por último, en el ejercicio del control la Cámara puede: (i) adoptar acuerdos o
sugerir observaciones y pedir antecedentes, (ii) interpelar a un Ministro de Estado
y (iii) crear comisiones “investigadoras”, con el objeto de reunir informaciones
relativas a determinados actos del Gobierno (Constitución, art. 52 N° 1). Estos
mecanismos de control tienen fundamento y efectos políticos. Aunque también
pueden pronunciarse sobre la legalidad, no afectan la eficacia de los actos ad-
ministrativos. Por supuesto, las conclusiones que deriven de un control parla-
mentario tienen hondas repercusiones políticas, que pueden fragilizar la acción
administrativa o reorientarla en un sentido determinado.
Es discutido que la acusación constitucional (Constitución, arts. 52 N° 2 y 53
N° 1) configure un mecanismo de control. A favor de esa calificación, es claro que
en la práctica el llamado juicio político puede canalizar las críticas a la gestión de las
autoridades. En contra, es cuestionable (y contrario a un régimen presidencialista)
que la mera crítica política pueda dar pie a sanciones tan extremas, que parecen más
bien motivarse en graves ilícitos que justifican el ostracismo político de un dirigente.

Sección 3. Controles jurisdiccionales


509. En el título III de esta parte se habla del control que ejercen los tribunales
ordinarios (integrantes del Poder Judicial) o los tribunales especiales en materia
contencioso administrativa. Ese control se sustenta fundamentalmente en el artí-
culo 38 de la Constitución que, según un entendimiento común, consagra el prin-
cipio de tutela judicial efectiva en materia administrativa y que dispone:
“Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Es-
tado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que
determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario
que hubiere causado el daño”.
Aquí conviene referirse sólo al control que ejerce el Tribunal Constitucional
sobre algunas operaciones administrativas.

(a) Tribunal Constitucional


510. La Constitución asigna al Tribunal Constitucional varias atribuciones que
inciden en actos emanados del Presidente de la República: control de constitucio-
nalidad de los decretos con fuerza de ley (art. 93 N° 4), de los decretos promul-
gatorios de leyes (art. 93 N° 8), de los decretos o resoluciones representados por
la Contraloría en razón de su inconstitucionalidad, y siempre que el Presidente
insista en su intención de aprobarlo (art. 93 N° 9).
332 José Miguel Valdivia

La más relevante de estas atribuciones le permite “resolver sobre la constitu-


cionalidad de los decretos supremos, cualquiera sea el vicio invocado, incluyendo
aquéllos que fueren dictados en el ejercicio de la potestad reglamentaria autó-
noma del Presidente de la República cuando se refieran a materias que pudieran
estar reservadas a la ley por mandato del artículo 63” (art. 93 N° 16).
Como se advierte, el ámbito de aplicación de este mecanismo de control es extraor-
dinariamente amplio, pues es susceptible de abarcar a todos los decretos supremos dic-
tados por el Presidente de la República, tanto los que sean manifestación de la potestad
reglamentaria de ejecución como de la potestad reglamentaria autónoma. Teóricamen-
te, este mecanismo de control está concebido como medio de resolución de contiendas
de competencias normativas, distribuidas entre el Gobierno y el Congreso. Sin embar-
go, la práctica (estimulada por la generosidad de los preceptos constitucionales) lo ha
convertido en un medio de cuestionamiento de las opciones políticas del Gobierno.
El requerimiento de inconstitucionalidad de un decreto sólo puede provenir
del Congreso (cualquiera de las Cámaras o, en caso de reglamentos autónomos,
una cuarta parte de sus miembros en ejercicio), dentro de los 30 días siguientes a
la notificación o publicación del acto impugnado. Correlativamente, este control
no puede ser provocado por particulares.
La naturaleza de este control es evidentemente jurídica, pues el Tribunal sólo
puede contrastar los decretos controlados con las reglas constitucionales. No obs-
tante, también presenta una cierta naturaleza política, aunque sea en razón de la ín-
dole de los conflictos (entre el Congreso y el Gobierno) que está llamado a catalizar.
En una ocasión, el Tribunal ha ido aún más lejos del texto constitucional, contro-
lando la constitucionalidad de una resolución de un Ministro de Estado, estimando
que correspondía a un decreto presidencial encubierto (fallo de 11 de enero de 2007,
Rol 591, Resolución que aprueba Normas Nacionales sobre Regulación de la Fer-
tilidad — caso Píldora del día después). Esta decisión es muy cuestionable, porque
sugiere que el Tribunal podría extender su control a toda la administración y no sólo
al órgano que la encabeza. La Constitución no habilita al Tribunal Constitucional
para controlar operaciones administrativas distintas de las que se han mencionado.

Capítulo 2
Carácter básico del régimen unitario del control
511. La extrema diversidad de los mecanismos de control de la administración
arroja dudas acerca de la unidad de la categoría, articulada sobre la base de un prin-
cipio de control (párrafo 1) y sujeta a muy elementales criterios comunes (párrafo 2).
Título I. Una teoría del control de la administración 333

PÁRRAFO 1. EL “PRINCIPIO DE CONTROL”


512. El artículo 3 de la LOCBGAE enuncia una serie de principios cuya obser-
vancia se impone a la administración; entre ellos se encontraría el “principio de
control”. La fórmula es imprecisa y exige alguna reflexión.
Según una explicación ampliamente difundida, un principio es un tipo de nor-
ma jurídica que da cuenta de un objetivo a seguir valioso para el derecho, pero
que no especifica su proyección concreta. Un principio es un “mandato de opti-
mización” en cuanto ese objetivo se puede cumplir en mayor o menor medida,
a la luz de las circunstancias del caso y de los demás datos del derecho positivo.
Tratándose del principio de control, se aprecia con perplejidad que el objeto mis-
mo del principio es difícil de aprehender. ¿A qué está obligada la administración
en virtud de este principio?
Ciertamente, la institucionalización de mecanismos de control (la definición de
los órganos que los tienen a su cargo, sus procedimientos y objetivos) están defi-
nidos por reglas propias, y ahí el “principio” sería redundante o irrelevante, por
limitarse a dar cuenta de la diversidad de controles ya existentes. En la medida
que el control exige potestades de acción singulares, su creación pasa por la ley y
no puede inferirse deductivamente de un mero principio.
Es posible que la importancia del principio sea más simbólica que propiamente
jurídica. En un contexto como el de la administración en Chile, donde proliferan
mecanismos variados de control, la referencia al principio parece ser un modo de
recordar a la administración que su tarea debe ser supervisada o monitoreada, ya
sea desde dentro como desde fuera de ella misma. El principio de control cumpli-
ría un papel fundamentalmente discursivo, promoviendo una “cultura de control”
y, por consiguiente, de exposición al control (interno o externo). Se trataría de
un llamado de atención a la administración para que disponga su organización
y funcionamiento de modo de responder a los requerimientos del control. Desde
esta perspectiva, la noción de principio de control parece proyectarse en dos di-
recciones: transparencia de los modos de acción de la administración y capacidad
de adaptación a los resultados del control.
La primera, que tiene el valor de principio constitucional, se manifiesta prácti-
camente en la motivación de los actos administrativos y en el cúmulo de exigen-
cias de transparencia activa y pasiva formulada por la Ley de Transparencia de
la función pública y de acceso a la información de la Administración del Estado,
contenida en la Ley 20.285, sobre Acceso a la información pública. En el plano
del control, supone que la administración debe colaborar con las instituciones de
control, informando lealmente acerca de sus acciones.
334 José Miguel Valdivia

La segunda orientación resulta de los mismos poderes de control, pero exige


de la autoridad una buena disposición a los resultados de los procedimientos de
control, en cuanto redefinen las condiciones de ejercicio del poder (idea que po-
dría denominarse responsividad, por adaptación de la expresión inglesa respon-
siveness). El control es valioso porque entrega señales acerca de lo que se espera
–jurídica o políticamente– de la administración, pero por lo mismo, esas señales
deben ser incorporadas en la gestión pública. Un juicio de censura no puede ser
defraudado mediante decisiones que lo ignoren o minimicen su trascendencia; el
respeto a las instituciones exige que los dictámenes, las sentencias u otros actos
de control se cumplan.

PÁRRAFO 2. EL RÉGIMEN ELEMENTAL DEL CONTROL


513. Desde la perspectiva de los medios de control, tampoco es sencillo deter-
minar si existen criterios jurídicos unitarios. A lo más pueden sugerirse algunas
orientaciones a partir de los intereses en tensión que subyacen a él. Esta tensión se
produce entre dos objetivos fundamentales: eficacia del control, que se desprende
de su legitimidad (sección 1), y limitación del control, que deriva de la legitimidad
de principio de la actividad controlada (sección 2).

Sección 1. Limitaciones del control


514. El control es siempre una actividad secundaria, en cuanto dependiente de
la actividad controlada. El dato de base en el control es, en efecto, la actuación
administrativa sujeta a control. Así como las normas que instituyen el control no
tienen fuerza derogatoria sobre las que reconocen a la administración su exis-
tencia y medios de acción, el control no está destinado a neutralizar la actividad
controlada, sino únicamente a verificar su corrección a la luz de los parámetros
de control relevantes.
La coexistencia de estas dos actividades se traduce en dos orientaciones bási-
cas: deferencia hacia la administración y excepcionalidad de los poderes de susti-
tución de sus decisiones.

(a) Deferencia hacia la administración


515. En principio, los mecanismos técnicos de control deben guardar defe-
rencia para con las opciones tomadas por la administración, salvo en cuanto es-
tas mismas sean cuestionables a la luz de los parámetros de control. Una idea
Título I. Una teoría del control de la administración 335

ampliamente difundida afirma, en este sentido, que el control de legalidad debe


mantenerse en sus límites, sin derivar en un control de oportunidad. Esta idea,
proclamada desde antiguo por la jurisprudencia administrativa, está hoy recono-
cida legalmente en relación a la fiscalización de la Contraloría:
“La Contraloría General, con motivo del control de legalidad o de las auditorías, no
podrá evaluar los aspectos de mérito o de conveniencia de las decisiones políticas o ad-
ministrativas” (LOCCGR, art. 21 B).
En el ámbito judicial, la idea ha sido expresada reiteradamente por la jurispru-
dencia. La deferencia para con la administración cobra especial fuerza a propósito
del control de potestades que envuelven un margen de apreciación o de discrecio-
nalidad relevante. Extensivamente, también se predica del control de actividades
marcadas por un fuerte tecnicismo, o ahí donde el sistema legal ha querido que
una decisión técnica sea adoptada mediante procedimientos sofisticados o por
organismos en cuya composición dominen los expertos.
516. Por cierto, las fronteras entre legalidad y oportunidad suelen ser difusas. A
priori, estas son dos áreas bien delimitadas. El reino de la legalidad se extiende por
todo campo en que el derecho positivo establece alguna regla que debe ser obser-
vada por la administración. En cambio, las decisiones públicas suelen estar condi-
cionadas por consideraciones de índole extralegal (ante todo políticas, o más am-
pliamente, utilitarias social o económicamente): ese es el mundo de la oportunidad.
Aun cuando no se sitúen en el mismo plano conceptual, las dos áreas mantienen
relaciones complejas, porque la pretensión juridificadora del derecho administrati-
vo entiende que la oportunidad sólo se define negativamente, como aquello que está
fuera de los límites del derecho. Lógicamente, esta manera de ver las cosas precariza
a la oportunidad, dejándola expuesta a reducir su ámbito en forma correlativa a la
extensión de la legalidad. Obviamente, si la ley proscribe una opción política o eco-
nómica, esa opción ya no se puede sustentar en la oportunidad; del mismo modo, la
sofisticación de las técnicas de control de legalidad, como es el caso del control de
proporcionalidad, ha conducido a censurar muchas decisiones que antes se enten-
dían incuestionables sólo por fundarse en la oportunidad.
La deferencia es menos intensa en los controles que tienen un componente
político más marcado. Sin duda, la crítica política no reconoce límites materiales
(ninguna actuación de Gobierno o de la administración está exenta de ella). Con
todo, la legitimidad de principio con que cuentan las autoridades se traduce en las
cautelas formales que el derecho impone a estos medios de control. Por lo mismo
también, salvo cuando el control político se ejerce desde dentro (de la misma ad-
ministración), la crítica política no menoscaba la eficacia jurídica de las acciones
de la administración. Evidentemente, esta crítica puede fragilizar la legitimidad
de las decisiones públicas y exponerlas a su cuestionamiento en otra sede, o a su
reemplazo, si cambia el contexto político o normativo bajo el cual se adoptaron.
336 José Miguel Valdivia

(b) Excepcionalidad de los poderes de sustitución


517. Un segundo límite institucional de los mecanismos de control administra-
tivo radica en su inidoneidad de principio para reemplazar las decisiones admi-
nistrativas.
El control supone ante todo un ejercicio de contraste, del que puede resultar un
juicio de reprobación. Ese juicio no está per se orientado a alterar la eficacia jurídi-
ca de las decisiones administrativas, aunque –en razón de la estructura normativa
del sistema jurídico– los controles de legalidad pueden, y de hecho suelen, llegar a
afectarla. Una pregunta importante se abre cuando, como resultado de los procedi-
mientos de control, una decisión pública es suprimida (por ejemplo, anulada) y es
necesario volver a tomar decisiones sobre la materia. ¿A quién corresponde decidir?
En general, los órganos de control no están habilitados para tomar este tipo de
decisiones, porque es bastante evidente que las potestades de control no replican
las potestades activas del órgano controlado. Poder de control no significa poder
de sustitución.
Esto es rigurosamente efectivo en el control político y de gestión. Por su parte,
la Contraloría asume regularmente carecer de estos poderes, de modo que en sus
dictámenes o auditorías se limita a instruir a la administración acerca del modo
de proceder frente a un juicio de censura, sin limitar excesivamente el ámbito de
apreciación reservado a la administración activa.
En el terreno del control jurisdiccional, las soluciones son de facto más difíciles
de descifrar. Por ejemplo, es frecuente que en la revisión judicial de sanciones ad-
ministrativas los tribunales, al acoger un reclamo (sustentado más o menos abier-
tamente en consideraciones de proporcionalidad), rebajen por sí solos la sanción.
Esta práctica, que puede guardar consistencia con un objetivo de economía pro-
cedimental, no es para nada ortodoxa, porque desafía el principio de separación
de poderes. Tratándose de actos que dependen de valoraciones discrecionales,
todo indica que los jueces no pueden sustituir a la administración, sino a lo más
reenviar el asunto a una fase administrativa adecuada; pero la doctrina plantea
que la sustitución no debería admitirse ni siquiera respecto de potestades regla-
das, porque la administración está en todo caso mejor preparada para apreciar
las incidencias de una decisión pública. Con razón, uno de los últimos cuerpos
legales que ha intervenido en materia de justicia administrativa ha dispuesto que,
al acogerse un reclamo de ilegalidad en materia ambiental, la sentencia
“anulará total o parcialmente la disposición o el acto recurrido y dispondrá que se
modifique, cuando corresponda, la actuación impugnada. En el ejercicio de esta atri-
bución el Tribunal no podrá determinar el contenido específico de un precepto de al-
cance general en sustitución de los que anulare…, así como tampoco podrá determinar
Título I. Una teoría del control de la administración 337

el contenido discrecional de los actos anulados” (Ley 20.600, que crea los Tribunales
Ambientales, art. 30).
En contraste, mientras más cerca de la administración activa se encuentre el
órgano de control, más probable es que se le reconozca un poder de sustitución.
Este poder va típicamente envuelto en el recurso de reposición (de que conoce la
misma autoridad de la cual emana el acto revisado). Teóricamente, también lo
está en la idea de jerarquía perfecta que caracteriza a la organización administra-
tiva, aunque la regulación específica del recurso jerárquico y la jurisprudencia han
minimizado al extremo este poder de sustitución.

Sección 2. Eficacia del control


518. La institucionalización de los mecanismos de control conlleva el recono-
cimiento de su legitimidad. Entonces, su consagración implica también el recono-
cimiento de la eficacia de los actos de control. En términos muy simples, porque
el control de la administración es socialmente valioso, debe estar en condiciones
de incidir en el funcionamiento de la administración (revelando errores o abusos,
señalando caminos o alternativas para su rectificación o eventualmente privando
de efectos a las decisiones inadecuadas o ilegales).
La eficacia de los controles es indispensable para su prestigio y el de las insti-
tuciones. El control de la administración no puede agotarse en el formalismo hie-
rático de los procedimientos: tiene que servir para mejorar el funcionamiento de
la administración. Ahora bien, pueden identificarse tres dimensiones de la eficacia
de los controles:

(a) Presupuestos comunes para la eficacia del control


519. En términos generales y abstractos, la eficacia de los controles depende
de la respuesta que susciten en la administración, en las dos dimensiones antes
referidas (a propósito del denominado “principio de control”): colaboración con
los controles en curso y responsividad frente a sus resultados. Ambas son aspectos
de primer orden de la idea de accountability.

(b) Eficacia del control en sentido propio


520. La eficacia de cada medio de control varía en función de su ámbito y obje-
tivos, que derivan fundamentalmente del parámetro de control, de su oportunidad
y del órgano que los tiene a su cargo. En otras palabras, el diseño institucional y
procedimental de los medios de control determina su eficacia práctica. El control
338 José Miguel Valdivia

político es eficaz de cara a la opinión pública, pero no tiene incidencia directa e


inmediata en la gestión administrativa. Los mecanismos de transparencia pasi-
va son eficaces en su propio ámbito, que se agota en la entrega de información,
aunque a su vez ésta pueda ser empleada en el marco de otro procedimiento de
control. El control jurídico, en cambio, debe estar en condiciones de introducir
modificaciones en las decisiones o actuaciones puntuales a que se refiera.
Esta visión necesariamente fragmentaria del control puede hacer dudar del
rendimiento de la idea de eficacia. En buena medida, los efectos prácticos del
control se potencian cuando se lo aprecia desde una perspectiva sistemática: las
expectativas concretas que se depositan en el control deben también determinar
la elección del medio de control que se sigue en cada caso.

(c) Eficacia del control frente a los ciudadanos


521. En estrecha conexión con la dimensión precedente de la eficacia, surge
la pregunta concerniente al universo de personas o autoridades habilitadas para
requerir la instrucción de procedimientos de control. Este es un aspecto de sin-
gular relevancia en el plano de la eficacia, sobre el cual no se pueden dar recetas
generales, pues también está determinado por el ámbito y objetivos del control.
En términos concretos, hay mecanismos de control concebidos fundamental-
mente como funcionales a la acción pública y, por eso, reservados a autoridades u
organismos determinados. Categóricamente ocurre así con el control parlamenta-
rio, cuya iniciativa depende únicamente de los representantes del pueblo, sin que
la comunidad tenga protagonismo inmediato en él. De modo similar, los meca-
nismos de control de gestión, en cuanto proveen insumos relevantes para la pla-
nificación y discusión presupuestaria, son de iniciativa de la Dirección de Presu-
puestos, aun cuando a la postre también tengan impacto sobre la opinión pública.
Es claro que los ciudadanos pueden provocar la apertura de procedimientos
judiciales de control (conforme al principio de tutela judicial efectiva). Sin embar-
go, tratándose del control jurisdiccional de naturaleza objetiva (mero control de
legalidad), suelen plantearse cuestiones delicadas de legitimación activa, que pue-
den excluir la iniciativa de algunos particulares (cf. § 589). La Contraloría admite,
con pocas restricciones, el requerimiento de particulares para el ejercicio de la
potestad dictaminante. El Tribunal Constitucional, en cambio, porque su función
es un híbrido que se justifica principalmente por consideraciones políticas, sólo se
pone en marcha –con respecto al control de decretos supremos– a requerimiento
de parlamentarios u otras autoridades públicas, pero no de particulares.
En suma, también en este plano se dibuja un mapa fragmentario que varía de
control en control, y que aconseja analizar bien las características de cada medio
Título I. Una teoría del control de la administración 339

de control antes de requerir su iniciación. La frustración de las expectativas depo-


sitadas en el control puede evitarse o minimizarse gracias a un adecuado conoci-
miento del sistema institucional.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
522. El tema del control en general (no circunscrito al control jurisdiccional)
ha sido una constante de la literatura científica chilena, seguramente originada en
la ausencia de una justicia administrativa. Para un mapa sinóptico sobre las dis-
tintas formas que asume el control en el derecho positivo chileno, Juan Carlos Fe-
rrada, “La evolución del sistema chileno de control de la administración: desde el
control político y administrativo al control judicial”, en Andrés Bordalí y J. C. Fe-
rrada, Estudios de justicia administrativa (Santiago, Lexis Nexis, 2008). Un exa-
men reflexivo sobre la cuestión del control de la administración, en Luis Cordero,
El control de la administración del Estado (Santiago, Lexis Nexis, 2007). Entre
los textos más antiguos, Enrique Silva Cimma, Derecho administrativo chileno y
comparado: El control público (Santiago, Jurídica, 1994). Ocasionalmente, la li-
teratura comparada también aborda el control desde una perspectiva integral; en
la elaboración de este manual se prestado atención fundamentalmente a fuentes
anglosajonas, como el trabajo de Peter Cane, Controlling Administrative Power.
An Historical Comparison (Cambridge, Cambridge University Press, 2016).
340 José Miguel Valdivia

Título II
El control por la Contraloría General
de la República
523. Uno de los aspectos más singulares del derecho administrativo chileno
está en la institución de la Contraloría General de la República, organismo de
naturaleza administrativa encargado de controlar a la administración (capítulo
1). Desde la perspectiva del derecho, sus principales funciones son la emisión de
dictámenes obligatorios sobre asuntos concretos, relativos a la aplicación de la ley
(capítulo 2) y la toma de razón de determinados actos administrativos (capítulo
3). Estos singulares mecanismos de control invitan a una reflexión sobre el siste-
ma chileno del control de la administración (capítulo 4).

Capítulo 1
Introducción
524. La Contraloría General de la República ocupa una posición de gran re-
levancia en la institucionalidad administrativa chilena. En efecto, la Contraloría
participa activamente en el control de legalidad de las operaciones administrativas
y en la elaboración de la jurisprudencia administrativa. Su importancia histórica
no puede negarse; en un ordenamiento que nunca se dotó de una justicia adminis-
trativa especializada y en que los tribunales ordinarios fueron reacios a controlar
a la administración (más o menos, hasta la década de 1980), la Contraloría fue
por años la vía de control más eficaz de los actos de la administración. Aún hoy
día desempeña un papel importante en la elaboración del derecho administrativo,
no obstante enfrentar la concurrencia de los tribunales ordinarios en el control de
legalidad de la administración.
Aquí se revisa rápidamente la originalidad del sistema de control por la Con-
traloría (párrafo 1) y las reglas básicas que la regulan (párrafo 2), sus funciones
(párrafo 3) y el ámbito en que se ejercen (párrafo 4).

PÁRRAFO 1. ORIGINALIDAD DEL SISTEMA


525. Conforme a sus orígenes históricos, la Contraloría es heredera de institu-
ciones antiguas que velaban por la corrección de la contabilidad pública. Hasta
la fecha conserva (al igual que muchas de las instituciones que, con nombres si-
milares, existen en Iberoamérica) la función de tribunal de cuentas, encargado de
Título II. El control por la Contraloría General de la República 341

juzgar la responsabilidad contable en que incurran quienes tengan a su cargo el


manejo de dineros públicos.
A esa función inicial se ha acumulado una serie importante de atribuciones
que, en general, permiten configurarla como fiscalizador de los distintos servicios
públicos que integran la administración. Esta fiscalización no sólo se ejerce en el
plano financiero o contable (conforme a sus orígenes), sino también en materias
jurídicas.
Tempranamente en el siglo XX se le encomendó revisar la legalidad de de-
cretos, por medio de la toma de razón, esto es, una especie de visto bueno que
debía emitirse antes de que el decreto entrase en ejecución. Esta práctica legal,
rápidamente asentada, dio una fisonomía particular a la Contraloría, pues la hizo
partícipe del procedimiento de formación de los actos administrativos de mayor
relevancia. En el panorama comparado es por completo inusual que un orga-
nismo de control de legalidad intervenga preventivamente respecto de los actos
administrativos (en general, la herramienta privilegiada de control es la nulidad
de los actos administrativos, que es por naturaleza represiva).
Más allá de la singularidad de esta función y del prestigio alcanzado por la
Contraloría en ejercicio de ella, la ley también le confía otra importante atribu-
ción: la emisión de dictámenes vinculantes para la administración. Esa función
se extiende a toda materia relativa al funcionamiento de los servicios públicos
de modo que su campo de aplicación cubre virtualmente todas las áreas de inte-
rés del derecho administrativo. La función dictaminante se ejerce ordinariamen-
te a requerimiento de particulares interesados en obtener un pronunciamiento
jurídico en materias delicadas (contratos administrativos, recursos naturales y
bienes públicos, regulación de servicios públicos y otras actividades económicas,
urbanismo, etc.) En la práctica, en la estrategia procesal de los administrados, la
Contraloría se presenta como un foro alternativo a la jurisdicción, lo que también
acentúa su originalidad.

PÁRRAFO 2. REGULACIÓN DE LA CONTRALORÍA


526. La Contraloría está prevista en la Constitución desde 1943. Este rango
constitucional asegura a priori una estabilidad normativa particular a su régimen
jurídico.
La jerarquía normativa de estas reglas obedece fundamentalmente al status or-
ganizacional de la Contraloría. Para que la Contraloría pueda cumplir satisfactoria-
mente su misión de controlar a la administración se requiere dotarla de autonomía
frente al gobierno. En un régimen presidencial fuerte, como el chileno (Constitu-
342 José Miguel Valdivia

ción, art. 24), es difícil configurar instituciones que se encuentren fuera del ámbito
de influencia del Presidente. Para asegurar la independencia de Contraloría, procla-
mada en su ley orgánica, es preciso configurarla como “autonomía constitucional”.
La consecuencia de esta regulación constitucional consiste en que el núcleo
(mínimo, aunque bastante extenso) de funciones de la Contraloría no puede ser
reducido por el legislador.
Por imperativo constitucional, las normas que inciden en la estructura orgá-
nica y funcional de la Contraloría deben ser aprobadas en forma de ley orgánica
constitucional. Luego, la Ley 10.336 –originalmente de 1953 pero cuyo texto
refundido data de 1964– tiene carácter de ley orgánica constitucional (en virtud
del artículo 4 transitorio de la Constitución).

PÁRRAFO 3. FUNCIONES
527. La Constitución describe las funciones de la Contraloría de esta manera:
“Un organismo autónomo con el nombre de Contraloría General de la República ejercerá
el control de la legalidad de los actos de la Administración, fiscalizará el ingreso y la inversión
de los fondos del Fisco, de las municipalidades y de los demás organismos y servicios que
determinen las leyes; examinará y juzgará las cuentas de las personas que tengan a su cargo
bienes de esas entidades; llevará la contabilidad general de la Nación, y desempeñará las de-
más funciones que le encomiende la ley orgánica constitucional respectiva” (art. 98, inc. 1).
Estas funciones, desarrolladas por la ley orgánica respectiva, pueden ordenarse
en términos esquemáticos en torno a cinco categorías de actividades: control de
legalidad de las actuaciones administrativas, control del gasto público, juicio de
cuentas, contabilidad general de la nación, entre otras funciones.

(a) Control de la legalidad de los actos de la administración


528. Esta es la función que mayor interés presenta para el derecho administrativo.
Los mecanismos mediante los cuales se ejerce directamente el control de legalidad son
la toma de razón y la emisión de dictámenes. Con todo, es usual que la Contraloría
opine acerca de la legalidad de determinadas operaciones administrativas con ocasión
del ejercicio de funciones diversas (por ejemplo, el registro de actos sobre funcionarios
públicos, principalmente del orden municipal, o la práctica de auditorías).

(b) Fiscalización de ingresos y gastos de los fondos públicos


529. Para el cumplimiento de esta función –históricamente, su núcleo de ac-
tividad– la Contraloría cuenta con fuertes potestades inspectivas que se ejercen,
Título II. El control por la Contraloría General de la República 343

gracias a la independencia institucional con que cuenta, sobre prácticamente to-


dos los servicios públicos. Puede requerir datos o informaciones (mediante decla-
raciones o la entrega de documentos) e inspeccionar papeles y oficinas públicas.
De especial importancia son las auditorías, que permiten monitorear de forma
exigente la gestión financiera de los servicios públicos, y que suelen concluir con
recomendaciones pertinentes.

(c) Juzgamiento de cuentas


530. En la Contraloría están residenciados los tribunales que juzgan las cuen-
tas de toda persona o entidad que reciba, custodie, administre o pague fondos
públicos. En primera instancia conoce de estos asuntos el Subcontralor y, en se-
gunda, un tribunal colegiado integrado por el Contralor y dos abogados de de-
signación presidencial. Esta función no presenta originalidad sustancial frente a
instituciones comparadas análogas.

(d) Contabilidad general


531. Sin perjuicio de diversas funciones de contabilidad financiera radicadas
en el Ministerio de Hacienda (y en concreto, en la Dirección de Presupuestos),
corresponde a Contraloría elaborar la contabilidad general de la Nación.

(e) Otras funciones


532. La ley confía a la Contraloría diversas otras funciones. Por su importancia
práctica cabe mencionar entre ellas el registro de los funcionarios públicos (LOC-
CGR, art. 38), y la facultad de conocer de las reclamaciones que los funciona-
rios públicos elevaren por afectación ilegal de sus derechos estatutarios (EA, art.
160), que ha dado origen a una frondosa jurisprudencia. También le corresponde
(“exclusivamente”, LOCCGR, art. 26) recopilar y editar en forma oportuna y
metódica todas las leyes, reglamentos y decretos de interés general y permanente.

PÁRRAFO 4. ÁMBITO DE FISCALIZACIÓN


533. En términos sintéticos, la función de la Contraloría equivale a la “fiscali-
zación” de la administración. Con todo, los organismos administrativos están so-
metidos de modo variable a esta fiscalización. Desde la perspectiva de los sujetos
controlados, cabe distinguir al menos cuatro ámbitos diversos: la administración
propiamente tal, algunas extensiones de la administración bajo la forma de orga-
344 José Miguel Valdivia

nismos de derecho privado, los particulares, en tanto perciban fondos públicos, y


las empresas del Estado.

(a) La administración del Estado


534. En principio, toda la administración del Estado está sometida a la fiscalización
de la Contraloría. La ley se refiere a “los servicios, instituciones fiscales, semifiscales,
organismos autónomos, empresas del Estado y en general todos los servicios públicos
creados por ley” (LOCCGR, art. 16, inc. 1). La descripción de las instituciones, que
sigue una terminología antigua, cubre la totalidad de las instituciones integrantes de
la administración, cualquiera sea su denominación o status. Tanto la administración
centralizada o fiscal como descentralizada está cubierta por ella. Del mismo modo,
las instituciones dotadas de algún margen de autonomía, aun constitucional, también
están sujetas al control de la Contraloría, en la medida que integren la administración
del Estado. El Banco Central, las municipalidades, el Consejo Nacional de Televisión,
por ejemplo, son objeto de fiscalización por este organismo.
Este es el terreno propio de la fiscalización de la Contraloría. Aún así, la fisca-
lización puede ejercerse con matices. Las municipalidades, por ejemplo, están in-
dudablemente sujetas a esta fiscalización, pero por disposición de la ley sus actos
administrativos no están afectos a la toma de razón. En cuanto a las empresas del
Estado, v. el último punto.

(b) Organismos de derecho privado en que la administración


tiene propiedad o participación
535. En segundo lugar, la fiscalización se ejerce, en condiciones distintas, res-
pecto de “las empresas, sociedades o entidades públicas o privadas en que el Es-
tado o sus empresas, sociedades o instituciones centralizadas o descentralizadas
tengan aportes de capital mayoritario o en igual proporción, o, en las mismas con-
diciones, representación o participación” (art. 16, inc. 2). Se trata de un conjunto
variado de instituciones integrado por las empresas públicas y otras entidades en
las que el Estado participa en calidad de propietario o socio, pero que no integran
la administración en sentido formal; está integrado por las denominadas “socie-
dades del Estado” (por ejemplo, Metro S.A.) y las corporaciones o fundaciones de
derecho privado creadas por el Estado para auxilio de la función administrativa
(por ejemplo, la Corporación Nacional Forestal, Conaf).
Sobre estos organismos, la fiscalización tiene un carácter más acotado que la
que se ejerce en general respecto de la administración del Estado. Tiene por objeto
“cautelar el cumplimiento de los fines de estas empresas, sociedades o entidades,
Título II. El control por la Contraloría General de la República 345

la regularidad de sus operaciones, hacer efectivas las responsabilidades de sus


directivos o empleados, y obtener la información o antecedentes necesarios para
formular un Balance Nacional”. La especificidad de este control parece justificar-
se por los modos de operación de estas instituciones, sujetas más al derecho pri-
vado que a limitaciones de derecho público. En cualquier caso, en la medida que
la Contraloría puede revisar la “regularidad de las operaciones” de estas institu-
ciones, cabe pensar que la menor intensidad del control es más aparente que real.

(c) Particulares que perciban fondos públicos


536. Es por completo inusual que la Contraloría controle a sujetos privados.
Con todo, las personas o instituciones privadas que perciban fondos públicos en
virtud de leyes permanentes a título de subvención o aporte del Estado para una
finalidad específica y determinada, también están sujetas a la fiscalización de la
Contraloría, respecto de la “correcta inversión” de esos dineros, esto es, para es-
tablecer si se ha dado cumplimiento a dicha finalidad (art. 25).

(d) Empresas del Estado


537. Sin perjuicio de lo dispuesto con carácter general en el artículo 16, inciso
2, las empresas públicas creadas por ley están con mucha frecuencia sujetas a con-
diciones diferenciadas de fiscalización, probablemente con el propósito legislativo
de hacerla más flexible.
El caso más significativo es el de Televisión Nacional de Chile, que “sólo estará
afecta al control de la Contraloría General de la República en los mismos casos,
oportunidades, materias y forma en que lo estaría una sociedad anónima abierta
privada” (Ley 19.132, art. 34). A su vez, la fiscalización de Codelco se ejerce por
intermedio de la Comisión Chilena del Cobre –“Cochilco”– en términos similares
a los de la administración invisible (DL 1349 de 1976, según texto refundido por
DFL 1 de 1987, del Min. de Minería, art. 12). El Banco del Estado, que según su
ley orgánica está sometido “exclusivamente a la fiscalización de la Superintenden-
cia de Bancos e Instituciones Financieras”, ha intentado infructuosamente escapar
al control de la Contraloría (DL 2.079 de 1977, art. 1).

Capítulo 2
Los dictámenes de la Contraloría
538. Una de las funciones más importantes de la Contraloría en el plano del
control de legalidad de las actuaciones de la administración consiste en la emisión
346 José Miguel Valdivia

de dictámenes o informes que recaen sobre asuntos concretos. Los textos que
regulan esta función son extremadamente parcos y no permiten apreciar comple-
tamente su virtualidad.
Aquí se revisa el régimen jurídico de los dictámenes (párrafo 1) antes de for-
mular un juicio crítico a su respecto (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS DICTÁMENES


539. Conforme a la ley,
“En los casos en que el Contralor informe a petición de parte o de jefaturas de Servi-
cio o de otras autoridades, lo hará por medio de dictámenes” (LOCCGR, art. 5, inc. 3).
Los dictámenes son pronunciamientos jurídicamente obligatorios sobre dudas o
discrepancias relativas a la aplicación del derecho en casos concretos. Este concepto
se desprende del régimen jurídico previsto por la ley, que puede analizarse separando
la naturaleza de los dictámenes, su procedimiento de elaboración y su valor jurídico.

(a) Naturaleza de los dictámenes


540. Ante todo, un dictamen supone siempre un pronunciamiento acerca del
derecho aplicable a una situación concreta.
Según la ley (LOCCGR, art. 6, inc. 1 y 2), corresponde a la Contraloría “infor-
mar” sobre un amplio número de materias.
Ante todo, le cabe dictaminar sobre el “funcionamiento de los servicios públi-
cos”, desde la perspectiva de “la correcta aplicación de las leyes y reglamentos que
los rigen”. Este terreno es extraordinariamente amplio, y puede entenderse que
cubre todo sector de actividad administrativa. En efecto, los dictámenes pueden
recaer sobre la organización o el funcionamiento propiamente tal de un organis-
mo administrativo, y sobre sus operaciones jurídicas o materiales.
En segundo lugar, le corresponde informar acerca de “asuntos que se relacionen
con el Estatuto Administrativo”. La ley enuncia como regla general que a la Contra-
loría cabe determinar en concreto las condiciones de aplicación del régimen laboral
de los funcionarios públicos, especificando por vía ejemplar un extenso grupo de as-
pectos singulares (“sueldos, gratificaciones, asignaciones, desahucios, pensiones de
retiro, jubilaciones, montepíos”). Esta enunciación guarda cierta coherencia con las
funciones que le entrega el Estatuto Administrativo (que permite “reclamar” ante
Contraloría contra las ilegalidades que vulneren los derechos de los funcionarios).
Por último, le corresponde emitir informes vinculantes sobre cualquier otro
asunto relativo a “la inversión o compromiso de los fondos públicos”, desde la
Título II. El control por la Contraloría General de la República 347

perspectiva legal. Las competencias históricas de la Contraloría se refieren al con-


trol del gasto público, como da cuenta la mayor parte de sus potestades. La ley
deja en claro que la emisión de dictámenes en el terreno de la inversión y gasto
públicos se justifica (principalmente) en la medida que haya incertidumbre acerca
de las condiciones de aplicación de la legalidad presupuestaria.
541. En todos los casos, la función dictaminante supone determinar el derecho
aplicable a una situación particular. Por eso, la doctrina entiende comúnmente
que Contraloría posee una facultad de interpretar la legalidad administrativa. Sin
embargo, a diferencia de la interpretación de textos de alcance general (facultad
que poseen distintos organismos, como el Servicio de Impuestos Internos, varias
autoridades del Ministerio de la Vivienda o las Superintendencias), la Contralo-
ría determina la manera en que la legalidad se aplica a una situación específica.
Entonces, no sólo interpreta, sino también califica las situaciones de acuerdo a la
legalidad que resulte aplicable. En este sentido, la función dictaminante guarda
estrecha semejanza con la función jurisdiccional.
Esta similitud justifica una de las limitaciones más importantes que se imponen
a la función dictaminante. Según la ley, “la Contraloría no intervendrá ni infor-
mará los asuntos que por su naturaleza sean propiamente de carácter litigioso,
o que estén sometidos al conocimiento de los Tribunales de Justicia” (art. 6, inc.
3). Este límite es interpretado rigurosamente en cuanto a los asuntos sujetos al
conocimiento de los jueces, a fin de no interferir en ellos y evitar pronunciamien-
tos contradictorios. En cambio, es entendido con alguna flexibilidad en lo que
se refiere a los asuntos “litigiosos por naturaleza”; en verdad, si se lo entendiera
en términos expansivos, como cualquier asunto susceptible de pronunciamiento
judicial o sobre el que exista controversia jurídica, la función de la Contraloría
tendería a desaparecer, atendidas las amplísimas competencias contencioso-admi-
nistrativas de los tribunales ordinarios o especiales (cf. §§ 565 y ss.).
La Contraloría sólo puede pronunciarse acerca de la legalidad administrativa.
En cualquier caso, no puede “evaluar los aspectos de mérito o de conveniencia de
las decisiones políticas o administrativas” (LOCCGR, art. 21 B). En los ámbitos
(extremadamente amplios) en que la autoridad dispone de márgenes de discre-
cionalidad, la Contraloría debería abstenerse de efectuar juicios. Pero es evidente
que en ejercicio de estas funciones le corresponde determinar previamente si esos
márgenes de discrecionalidad tienen reconocimiento legal.

(b) Procedimiento
542. No existen reglas específicas que determinen el procedimiento que debe
seguirse para la emisión de un dictamen. Ha sido la misma Contraloría quien
348 José Miguel Valdivia

entregue algunas indicaciones prácticas, que se contienen principalmente en la


circular 24.143 de 2015 (que reemplaza las antiguas instrucciones impartidas por
la circular 24.841 de 1974).
En principio, la Contraloría dictamina a requerimiento de los servicios públi-
cos interesados en obtener claridad acerca del derecho aplicable a un caso concre-
to (requerimiento que debe emanar, en general, del jefe del servicio). Este requeri-
miento debe fundarse en un informe interno del servicio.
Sin embargo, la Contraloría también puede emitir su opinión a solicitud de
funcionarios públicos o de particulares. Según la circular mencionada, en estos
casos la Contraloría sólo se pronuncia respecto de asuntos en que haya recaído
una resolución denegatoria o se haya incurrido en demora en resolver, pero la
práctica ha superado ampliamente estas previsiones. Es común que la Contralo-
ría dictamine respecto de resoluciones que no tienen carácter denegatorio, sino
únicamente que presenten reparos de legalidad. Por ejemplo, puede pronunciarse
sobre objeciones de legalidad respecto de actos favorables para un tercero (permi-
sos de edificación ilegales) o sobre normas de carácter reglamentario (fijación de
tarifas o regulaciones técnicas).
Aunque no está previsto (art. 5, inc. 3), la Contraloría podría emitir dictáme-
nes de oficio. De hecho, es lo que ocurre cada vez que expresa reparos de legali-
dad respecto de actos administrativos que están exentos de toma de razón (por
ejemplo, actos municipales recaídos en materia de función pública, que deben
registrarse en la Contraloría).
Por lo general, la Contraloría dictamina previo informe de los servicios públi-
cos pertinentes. Naturalmente es así cuando el procedimiento se inicia a petición
de particulares (o, cosa frecuente, parlamentarios). Pero aun tratándose de dictá-
menes originados en requerimiento de autoridades, puede ser útil contar con la
opinión de otras instituciones públicas.
El procedimiento no consta de fases probatorias. En general, la Contraloría
cuenta con facultades fiscalizatorias suficientes para proveerse de información
que esté en poder de los órganos administrativos. La aplicación de los estándares
generales de la LBPA (que incluyen la recepción de pruebas) podría complementar
esas herramientas.

(c) Valor jurídico


543. El valor formal de los dictámenes resulta de una serie de disposiciones
dispersas.
Título II. El control por la Contraloría General de la República 349

En lo inmediato, los “informes” que emite “serán obligatorios para los funcio-
narios correspondientes, en el caso o casos concretos a que se refieran” (art. 9 inc.
final). Como se aprecia, la ley asigna a los dictámenes un efecto vinculante para la
administración, en los casos precisos sobre los que recaigan.
Más allá de ese alcance puntual, los dictámenes “serán los medios que podrán
hacerse valer como constitutivos de la jurisprudencia administrativa” (art. 6, inc.
4). En otros términos, el razonamiento contenido en un dictamen tiene un valor
normativo que rebasa el caso preciso con ocasión del cual se haya pronunciado, y
contribuye a formar un acervo jurisprudencial que tiene valor autónomo.
Por último, reafirmando la fuerza normativa de los dictámenes, la ley prescribe
que la “jurisprudencia y resoluciones [de la Contraloría] deberán ser observadas”
por “los abogados, fiscales o asesores jurídicos de las distintas oficinas de la admi-
nistración” (LOCCGR, art. 19).
Salta a la vista la diferencia de régimen existente entre los dictámenes de la
Contraloría (que forman jurisprudencia) y las sentencias judiciales, que “no tie-
nen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronun-
ciaren” (Código Civil, art. 3). Ahora bien, la posición institucional de la Contra-
loría frente a los tribunales dificulta pensar en la superioridad de la jurisprudencia
administrativa sobre la judicial. Es más, en una resonante sentencia recaída en
una materia sobre la que la Corte Suprema y la Contraloría sostenían interpre-
taciones divergentes, la Corte declaró que la Contraloría debía “inclinarse frente
a la jurisprudencia de los tribunales” (Corte Suprema, 3 de julio de 2012, Mun.
Zapallar c/ Contraloría General de la República, Rol 2791-2012).
Los dictámenes no gozan de una autoridad equivalente a la cosa juzgada. De
hecho, debe advertirse que la fórmula legal prevé el carácter vinculante de los dic-
támenes sólo “para los funcionarios correspondientes”, y no expresa que lo sean
para los particulares, respecto de quienes los dictámenes se presentan simplemen-
te como actos administrativos, susceptibles de impugnación judicial.
A su vez, un entendimiento jurisprudencial asentado lleva a entender que no
obstante su efecto vinculante para la administración, los dictámenes “no obli-
ga[n] a los tribunales de justicia, para los que no constituyen sino antecedentes
u opiniones a sopesar en la resolución del asunto sometido a su decisión” (Corte
de Apelaciones de Puerto Montt, 7 de octubre de 1988, Rol 239, Salmones Aucar
Ltda. c/ Intendente de la X Región; en un sentido similar, recientemente, Corte
Suprema, 16 de agosto de 2016, Lucas Alfaro c/ Fisco, Rol 6417-2016). En suma,
los tribunales son libres para interpretar el derecho aplicable a una disputa en par-
ticular, sin verse constreñidos por los pronunciamientos previos de la Contraloría.
350 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 2. JUICIO CRÍTICO A LA POTESTAD DICTAMINANTE


544. El análisis precedente revela la importancia y también las limitaciones de
la potestad dictaminante de la Contraloría.
Por una parte, es indiscutible que, en la formación de la jurisprudencia admi-
nistrativa, la Contraloría ha contribuido y sigue contribuyendo al desarrollo del
derecho, procurando de manera uniforme el respeto a la legalidad. Pero, por otra
parte, como mecanismo institucional los dictámenes tienen un régimen jurídico
que presenta cierta inconsistencia.
En cuanto los dictámenes dicen el derecho aplicable a casos concretos, se pre-
sentan en cierto modo como sustitutos de la jurisdicción. En términos prácticos,
para los particulares la Contraloría opera como un foro alternativo a los tribu-
nales, de modo que en la estrategia contenciosa pueden elegir la sede ante la cual
presentar sus planteamientos. No obstante, las falencias del sistema son fácilmen-
te perceptibles.
Ante todo, el procedimiento tendiente a su elaboración no ofrece garantías
comparables a la jurisdicción. Ya se ha sugerido que este déficit puede ser signifi-
cativo a la hora de apreciar la totalidad de los hechos relevantes para la decisión:
sin una prueba completa de los hechos el dictamen muchas veces tiene un conte-
nido abstracto que dificulta su ejecución práctica. Por lo demás, la manera relati-
vamente confidencial en que se llevan adelante estos procedimientos puede dejar
fuera de la discusión a algunos terceros que deberían ser interesados por derecho
propio: si se pretende reconocer la ilegalidad de un acto favorable, el tercero be-
neficiario de ese acto (un permiso de edificación, p. ej.) debiera ser emplazado y
tener posibilidad de defender sus intereses en esta sede. Esta limitación también
puede en ocasiones tornar ineficaz el dictamen.
En segundo lugar, ¿cómo se cumple un dictamen? La Contraloría asume que
su papel de administración consultiva debe dejar suficiente margen de acción a la
administración activa, de modo que es usual que los dictámenes solo contengan
indicaciones generales acerca del camino a seguir. Este estilo contralor hace muy
difícil la ejecución forzosa de los dictámenes.
Por último, desde el punto de vista de su fuerza normativa, el dictamen posee
una naturaleza doble que es difícil de aceptar. Es vinculante para la autoridad,
pero la ley no dice que lo sea también para el particular. Esta asimetría no es
satisfactoria, pues si el dictamen dice el derecho debiera prevalecer con prescin-
dencia de la calidad de los interesados. Por cierto, la Contraloría puede incurrir
en errores y, por eso, los dictámenes deben ser impugnables por quienquiera. Sin
embargo, por consideraciones procesales de orden práctico, su impugnación está
abierta sólo a los particulares, y sólo excepcionalmente se ha aceptado que algu-
Título II. El control por la Contraloría General de la República 351

nas instituciones públicas (municipalidades, empresas públicas) recurran judicial-


mente en su contra, por lo menos mediante recursos de protección.
Por esta y por otras razones, los tribunales se han enfrentado a menudo con la
Contraloría, a veces con opiniones críticas. En algunas ocasiones, la jurispruden-
cia judicial ha pretendido reducir el control de la Contraloría a puros aspectos
de “forma”, desconociéndole potestades para zanjar cuestiones de fondo (entre
otras, Corte de Apelaciones de Santiago, 25 de abril de 2006, Fundación Club
Deportivo de la Universidad Católica de Chile c/ Contralor General de la Repú-
blica, Rol 8344-2005, confirmada por Corte Suprema, 2 de julio de 2006, Rol
2224-2006). La distinción es por completo artificial (¿o acaso la jurisdicción no
puede revisar aspectos formales en materia contencioso-administrativa?), pero da
cuenta de la difícil comprensión de la función de la Contraloría. Algún autor ha
propuesto que la revisión de la Contraloría se limite a aspectos de pura legalidad
objetiva, asumiendo que los tribunales tienen el monopolio del amparo de los
derechos subjetivos de los ciudadanos frente al poder público. También es una
distinción falsa o, al menos, muy difícil de implementar, porque hay pocos casos
en que la legalidad objetiva no influya sobre la situación jurídica de las personas.
Más bien parece un intento por seguir asignando a la Contraloría alguna función
útil frente a una visión reductora de la justicia administrativa (que debe, como
mínimo, cautelar los derechos de las personas, pero también podría ser llevada a
pronunciarse sobre la legalidad de los actos de la administración).
La función dictaminante de la Contraloría era comprensible en un régimen
institucional que no contaba con tribunales competentes en materias contencioso
administrativas. Entonces la Contraloría no era una sede alternativa, sino la única
en términos prácticos ante la cual los interesados podían requerir una revisión de
la legalidad de actuaciones administrativas. Sin embargo, hoy en día la valiosa
opinión de la Contraloría aparece muchas veces contradicha, precisamente por
estos déficits institucionales. Si se pretende contar con una jurisprudencia ad-
ministrativa cierta y estable, quizás el camino más razonable sea precisamente
corregir esos déficits, y otorgar a la Contraloría un estatus más inteligible, como
es el de la jurisdicción.

Capítulo 3
La toma de razón
545. El aspecto más original del funcionamiento de la Contraloría reside en
la toma de razón de determinados actos administrativos. Se trata de un control
de legalidad previo a la entrada en vigencia de tales actos, practicado con total
prescindencia de cualquier alegación relativa a la ilegalidad de esos actos. Es una
352 José Miguel Valdivia

institución antigua, asentada en las prácticas legales chilenas, que plantea perma-
nentes dudas acerca de su utilidad.
La toma de razón es un procedimiento de control que consiste en contrastar
un acto administrativo con la legalidad relevante. En algunos casos este ejercicio
es casi mecánico, y la Contraloría ha dispuesto de mecanismos informáticos que
facilitan su materialización (tomas de razón “electrónica” y “automática”); pero
en otros casos, tratándose de decisiones política o jurídicamente más delicadas,
puede tardar varios meses.
En otro tiempo se asignó a la toma de razón un papel extremadamente re-
levante en la formación de los actos administrativos. Se la tuvo por requisito
indispensable de la formación de esos actos, e incluso se pretendió justificar en
ella la presunción de legalidad de esos actos. Es cierto que la toma de razón es
un aspecto en que las instituciones administrativas chilenas no guardan compa-
ración con las instituciones comparadas. Sin embargo, la importancia práctica
de la institución ha decaído sustancialmente, y es claro que son muchos más los
actos exentos de ella que los que están afectos. La presunción de legalidad, por
otra parte, beneficia a todos los actos administrativos, estén o no afectos a toma
de razón.
Más allá de los textos legales que la rigen, la toma de razón está prevista por
la Constitución (art. 99). En parte, esta previsión constitucional se justifica por su
importancia política en un régimen fuertemente presidencialista como el chileno;
pero también se explica por las excepciones, también de índole política, consagra-
das desde antiguo en la figura del “decreto de insistencia”.
Aquí se analiza el concepto de la toma de razón (párrafo 1) y se formulan apre-
ciaciones críticas a su respecto (párrafo 2).

PÁRRAFO 1. CONCEPTO
546. La definición más simple de la toma de razón atiende a sus elementos di-
ferenciales: se trata de un control de legalidad preventivo y obligatorio de ciertos
actos administrativos.

(a) Es un control de legalidad


547. La idea está consagrada por la Constitución:
“En el ejercicio de la función de control de legalidad, el Contralor General tomará
razón de los decretos y resoluciones que, en conformidad a la ley, deben tramitarse por
la Contraloría” (art. 99).
Título II. El control por la Contraloría General de la República 353

El concepto de legalidad debe entenderse en términos amplios, comprensivos


de la totalidad del bloque de legalidad, que incluye reglas constitucionales, dis-
posiciones del derecho internacional convencional, textos con jerarquía de ley,
reglamentos, principios jurídicos, etc.
La ley orgánica de Contraloría se refiere únicamente a las normas legales y
constitucionales (“El Contralor General tomará razón de los decretos supremos y
de las resoluciones de los Jefes de Servicios, que deben tramitarse por la Contralo-
ría, representará la inconstitucionalidad o ilegalidad de que puedan adolecer…”,
art. 10, inc. 1), pero esa mención no supone una restricción del concepto de lega-
lidad. En verdad, la referencia separada a estas dos vertientes de la legalidad tiene
sentido de cara a una eventual insistencia presidencial: si Contraloría estima que
el decreto o resolución es contrario a la Constitución, la insistencia no procede,
y si el Presidente persevera en su apreciación sólo puede proceder previo requeri-
miento al Tribunal Constitucional, quien se pronunciará en definitiva (Constitu-
ción, art. 93, N° 9).
Ahora bien, este control sólo se ejerce respecto de la legalidad. En la materia
rige, al igual que en las demás funciones encomendadas a la Contraloría, la pro-
hibición de “evaluar los aspectos de mérito o de conveniencia de las decisiones
políticas o administrativas” (LOCCGR, art. 21 B). De este modo, la Contraloría
debe respetar los márgenes de discrecionalidad conferidos por la ley a las autori-
dades administrativas.

(b) Es un control preventivo


548. La toma de razón opera, por regla general, en forma previa a la entrada
en vigencia del acto examinado. En verdad, en los casos en que se la exige, es un
requisito necesario para que el acto adquiera plena eficacia.
El sistema fue ideado tempranamente por la llamada “Ley de Ministerios”
(DFL 7912, de 1927, del Ministerio del Interior, que Organiza las Secretarías del
Estado). Según este texto:
“El trámite de los decretos supremos será el siguiente: firma del Presidente de la Repú-
blica, cuando corresponda, o, en su caso, sólo del Ministro, numeración y anotación en
el Ministerio de origen, examen y anotación en la Contraloría General, y comunicación a
la Tesorería General, cuando se trate de compromisos para el Estado.
Ninguna oficina de Hacienda, Tesorería, Contaduría, etc., dará cumplimiento a decre-
tos que no hayan pasado por el trámite antes indicado. El funcionario público que no dé
cumplimiento a esta disposición perderá por este solo hecho su empleo. Para este efecto
los jefes de servicios no serán considerados como tales” (art. 17, incs. 1 y 2).
El carácter preventivo de la toma de razón sólo opera por regla general. Exis-
ten casos en que se impone la regla inversa, y la toma de razón es a posteriori. La
354 José Miguel Valdivia

ley consagra algunos casos relativos a medidas adoptadas en medio de la emer-


gencia, o “que perderían su oportunidad o estarían expuestas a desvirtuarse si no
se aplicaren inmediatamente, siempre que no afecten derechos esenciales de las
personas” (LOCCGR, art. 10 inc. 7), y también a nombramientos de funcionarios
públicos que deban asumir inmediatamente (EA, art. 16). En estos casos, el con-
trol de legalidad opera propiamente como un juicio sobre la validez (o nulidad)
del acto, debiendo cesar sus efectos si se lo estima ilegal, sin perjuicio de las res-
ponsabilidades que procedieren.

(c) Es un control obligatorio


549. Los actos afectos a toma de razón no pueden ejecutarse sin ella. De aquí
que la toma de razón sea indispensable para la plena eficacia de los actos admi-
nistrativos de que se trata.
El control de legalidad puede producir sólo dos consecuencias. Si el acto es
legal, el Contralor tomará razón de él, y si en cambio es ilegal lo representará o
devolverá sin tramitar. Los textos reconocen esta disyuntiva. Según la Constitu-
ción, el Contralor tomará razón de los decretos y resoluciones “o representará
la ilegalidad de que puedan adolecer” (art. 99), norma que reproduce las alter-
nativas ofrecidas por la ley: “El Contralor General tomará razón de los decretos
supremos y de las resoluciones de los Jefes de Servicios, que deben tramitarse por
la Contraloría, representará la inconstitucionalidad o ilegalidad de que puedan
adolecer” (LOCCGR, art. 10, inc. 1).
La práctica ha reconocido una variante de la toma de razón, que denomina
toma de razón con “alcance”. Mediante un alcance, la Contraloría toma razón
de un acto por estimarlo, en general, conforme al ordenamiento, pero formula
reservas respecto de él en aspectos que no lo afectan mayormente. La Contraloría
puede sentirse autorizada a formular una interpretación del acto, para efectos de
hacerlo coincidir con la legalidad (alcance interpretativo); o puede salvar ciertos
errores formales, de transcripción, o de otro orden, contenidos en el acto (alcance
rectificativo). El alcance es una técnica de compromiso que permite conservar el
acto, haciendo presente los elementos de él que pugnan o podrían pugnar con
la legalidad; de este modo, evita censuras intrascendentes contra los actos de la
administración.
Tampoco tiene reconocimiento legal la práctica consistente en dilatar la toma
de razón mediante la formulación de observaciones. La Contraloría muchas veces
tiene conciencia de las dificultades que supone la preparación de determinadas
operaciones administrativas, como ocurre típicamente con los reglamentos. Por
eso, evita censurar a la administración de manera directa, y posibilita que los
Título II. El control por la Contraloría General de la República 355

actos sean retirados de la Contraloría, dando pie a un diálogo informal con la


administración, a fin de que se corrijan determinadas objeciones.
Por excepción al carácter obligatorio de la toma de razón respecto de los
actos afectos a ella (que se traduce en la imposibilidad de ejecutar un acto cuya
ilegalidad ha sido representada por la Contraloría), el Presidente de la Repúbli-
ca tiene la potestad de insistir en su planteamiento. Sin embargo, la insistencia
presidencial confirma la regla, pues por medio de ella el Presidente obliga al
Contralor a tomar razón del decreto o resolución inicialmente representado (lo
que da cuenta de la necesidad de la toma de razón como trámite para la plena
eficacia del acto).
La insistencia presidencial está contemplada con algún detalle en la Constitu-
ción (art. 99), que define algunos límites formales (el Presidente de la República
debe contar “con la firma de todos sus Ministros”, quienes se hacen así responsa-
bles de la decisión) y sustanciales (la insistencia no cabe respecto de decretos con
fuerza de ley, decretos que promulguen leyes representados por haberse apartado
del texto aprobado, o decretos o resoluciones contrarios a la Constitución; en
todos estos casos, la “insistencia” se plantea en forma de requerimiento ante el
Tribunal Constitucional). No puede sostenerse, como algunos afirmaron en el
pasado, que la insistencia sea contraria al régimen constitucional. Se trata de un
acto de significación política extrema, en que la razón política prima sobre los
controles. Sólo se ha practicado una vez en los últimos treinta años.

(d) Recae sólo sobre ciertos actos administrativos


550. Es un error sostener que la toma de razón procede sobre todos los actos
administrativos. Sólo algunos (no necesariamente los más importantes o de ma-
yor gravedad) están legalmente sujetos a este control. Tanto el legislador como
el propio Contralor pueden disponer que determinadas series de actos no estén
sujetos a este trámite.
En principio, conforme a la Constitución, es “la ley” la que determina “los
decretos y resoluciones que… deben tramitarse por la Contraloría” (art. 99). Se-
gún la interpretación constitucional, en la medida que esta cuestión incide en las
facultades de la Contraloría, sólo por ley orgánica constitucional puede eximirse
a determinados actos de la toma de razón.
La regla general es que (todos) los decretos y las resoluciones (esto es, actos
terminales, decisorios, conforme a la Ley 19.880, art. 3) están afectos a toma de
razón. El legislador puede sin embargo eximir del trámite a determinadas catego-
rías de actos. El ejemplo más característico de exenciones legislativas corresponde
a las resoluciones municipales (cualquiera fuera su denominación específica):
356 José Miguel Valdivia

“Las resoluciones que dicten las municipalidades estarán exentas del trámite de toma
de razón, pero deberán registrarse en la Contraloría General de la República cuando
afecten a funcionarios municipales” (LOCM, art. 53).
Sin embargo, la ley orgánica de la Contraloría permite al mismo Contralor
disponer la exención de toma de razón respecto de categorías completas de actos
administrativos. El texto dispone:
“El Contralor General podrá eximir a uno o más Ministerios o Servicios del trámite
de la toma de razón de los decretos supremos o resoluciones que concedan licencias,
feriados, y permisos con goce de sueldos, o que se refieran a otras materias que no con-
sidere esenciales.
Tratándose de decretos supremos, la exención sólo podrá referirse a decretos firmados
‘por orden del Presidente de la República’. Esta exención podrá ser concedida por plazos
determinados y dejada sin efecto por el Contralor, de oficio o a petición del Presidente de la
República, según sea el uso que se haga de tal liberalidad” (LOCCGR, art. 10, incs. 5 y 6).
Conforme a esta regla, el Contralor puede eximir de toma de razón a determi-
nadas series de actos administrativos. Con todo, esta exención no puede recaer
sobre decretos supremos expedidos por el Presidente de la República; sólo cabe la
exención respecto de los decretos supremos firmados con la fórmula “por orden
del Presidente de la República” (esto es, previa delegación de firma, cuando la ley
la admita; cf. § 81).
En circunstancias que la habilitación conferida al Contralor para eximir de toma
de razón se refiere a actos que recaigan sobre materias estimadas “no esenciales”, la
práctica ha consagrado una fórmula contraria, en que el Contralor exime en bloque a
todo tipo de actos administrativos, salvo aquellos que estima “esenciales”. Por ejem-
plo, el texto vigente de la Resolución 1600, de 30 de octubre de 2008, que fija normas
sobre exención del trámite de toma de razón, emplea como cláusula tipo la siguiente:
“Exímanse de toma de razón los decretos y resoluciones sobre la materia de este
Título, salvo los que se dicten sobre las siguientes, consideradas esenciales y que, en
consecuencia, se encuentran afectos a dicho trámite”.
Algunos autores llaman la atención sobre esta práctica, porque ciertamente
invierte el orden legal (haciendo de la exención la regla general). La práctica tiene
una justificación pragmática: sería impracticable que la Contraloría controlase
todos los actos administrativos; mediante esta fórmula, persigue hacer más eficaz
su control, y centrarse en aquellos actos más significativos desde la perspectiva de
los intereses públicos.

PÁRRAFO 2. JUICIO CRÍTICO SOBRE LA TOMA DE RAZÓN


551. En el panorama comparado es por completo inusual que los actos ad-
ministrativos estén sujetos a controles de legalidad preventivos. Por el contrario,
Título II. El control por la Contraloría General de la República 357

confían a los tribunales (especializados en lo contencioso administrativo, u ordi-


narios, de no haberlos) el control represivo de esos actos, en la medida que hayan
interesados en su revisión. Un régimen contencioso administrativo eficaz podría
tornar innecesaria la toma de razón, particularmente respecto de los actos que
afecten a particulares. También podría extenderse la revisión judicial respecto de
otros actos, de alcance incierto respecto de particulares o que tengan contenido
principalmente político (típicamente, los reglamentos).
Un número importante de actos administrativos concierne, sin embargo, a la
gestión puramente administrativa. En este ámbito, en cuanto pueda concernir a
las finanzas públicas, la toma de razón parece cumplir un papel importante en la
ordenación administrativa y en la probidad pública. La toma de razón impediría
que estos actos lleguen a ejecutarse, cuando sean contrarios al buen orden finan-
ciero administrativo. Sin embargo, las estadísticas muestran que el mayor número
de actos examinados en esta sede conciernen al personal administrativo (cifras
cercanas al 90% de los actos afectos), y en muy menor medida a operaciones
contractuales o que importen flujos de recursos públicos. Por lo demás, en su ma-
yor parte estos actos son tomados de razón, lo que sugiere que el control tal vez
podría asumir un carácter mecánico o rigurosamente formal.
Es difícil abandonar una tradición tan prolongada como la que ve en la toma
de razón un aspecto característico del derecho administrativo chileno. Sin em-
bargo, es una tradición que parece no justificarse muy bien en los tiempos que
corren. Si se la piensa mantener, quizá sea necesaria una rearticulación de la toma
de razón, privilegiándola respecto de aquellos casos en que sea eficaz para impedir
actuaciones contrarias a los intereses públicos.

Capítulo 4
Reflexiones críticas sobre la Contraloría
552. La Contraloría cumple un papel de gran importancia en el régimen ad-
ministrativo chileno. En el plano político e institucional su opinión es escuchada
con atención. Su contribución al buen orden administrativo en aspectos cruciales
de administración financiera y probidad pública no puede soslayarse. Sin duda,
también, le ha correspondido una responsabilidad enorme en la formación del de-
recho administrativo chileno. En una época en que los tribunales no se mostraban
dispuestos a controlar a la administración, la Contraloría fue prácticamente la
única institución que supo ponerle frenos, haciendo observar el derecho objetivo.
En muy buena medida, la importancia institucional de la Contraloría se debe
precisamente a sus funciones jurídicas — aquellas que se han analizado en este tí-
tulo. La Contraloría está muy consciente de que en esas funciones jurídicas reside
358 José Miguel Valdivia

su especificidad propia, al menos frente a otras entidades de fiscalización superior


de la experiencia comparada, como las que existen incluso bajo la misma deno-
minación de la Contraloría chilena (así, entre otros, opinión de la Contraloría
sobre el proyecto de reforma constitucional referido a la creación de un órgano
autónomo denominado Defensoría de las Personas, oficio 22.321, de 2008).
Ahora bien, esas funciones de control de legalidad son, en cierto modo, pro-
blemáticas o, al menos, no muy consistentes con los otros mecanismos de control
existentes, que poseen una fisonomía mejor definida.
De hecho, a medida que el control jurisdiccional de la administración se ha
robustecido, han ido surgiendo roces o conflictos entre los tribunales y la Con-
traloría. En varios casos la Contraloría ha provocado contiendas de competencia
cuando ha temido que su ámbito de acción sea invadido por los tribunales. En
varios otros, los mismos tribunales han mostrado no comprender exactamente
lo que la Contraloría hace o cree poder hacer. Así, aún está fresco el recuerdo de
aquella serie de sentencias de 2006 que declararon que el control de legalidad
que compete a la Contraloría sólo podía recaer sobre cuestiones de forma y no
de fondo (cf. § 544). De modo más crítico, alguna vez la jurisprudencia ha esti-
mado que “el dictamen [de la Contraloría] no constituye control de la legalidad”
(Corte Suprema, 28 de mayo de 2015, Abufrut Limitada c/ Servicio Agrícola y
Ganadero, Rol 21.920-2014). En fin, en el muy comentado caso Municipalidad
de Zapallar, desconociendo tal vez la fuerza normativa de la jurisprudencia admi-
nistrativa, la Corte Suprema declaró que la Contraloría “debe inclinarse frente a
la jurisprudencia de los tribunales” (cf. § 543).
Posiblemente, las dificultades que está enfrentando la Contraloría resulten de
un enfoque ambiguo acerca de su misión. La Contraloría entiende (a partir de su
independencia institucional) que su misión consiste, en buena medida, en amparar
los derechos de las personas frente a la administración y servir así de contrapeso
al poder público. Para citar un ejemplo elocuente, la Contraloría ha llegado al
extremo de afirmar que el control de legalidad que le compete se efectúa “preci-
samente con el objeto de limitar jurídicamente –formal y materialmente– la ac-
tividad de la Administración y de evitar que los derechos de las personas –como
también los intereses colectivos– sean amagados o lesionados indebidamente por
los órganos de la Administración Estatal” (oficio 22.321, de 2008, antes citado).
Desde una perspectiva institucional, amparar los derechos de las personas o
servir de contrapeso al poder público es más propio de la función jurisdiccional
que de la colaboración que se espera de un organismo administrativo. La Con-
traloría es –si no por definición, por descarte– un organismo administrativo; por
eso, su función debe ser entendida de modo consistente con las que desempeña en
general la administración: aplicar la ley para alcanzar fines de interés general. La
Título II. El control por la Contraloría General de la República 359

administración es per se utilitaria. En cambio, la aplicación de la ley en términos


no utilitarios (esto es, con prescindencia de los efectos concretos que genera) es
propia de los tribunales.
En parte, las dificultades que enfrenta hoy en día la Contraloría se deben a
este enfoque ambiguo. La Contraloría pareciera querer funcionar como si fuese
un tribunal, desconociendo su herencia histórica, que se traduce en su carácter
de organismo administrativo. Por cierto, debe ser independiente de la autoridad,
pero el dato de la independencia institucional no es decisivo del tipo de funciones
que ejerce (¿acaso alguien pensaría que el Banco Central ejerce jurisdicción?). En
verdad, su pertenencia a la administración debiera hacer pensar en un papel más
colaborativo con la administración activa que el de un genuino contrapeso.
Es difícil pensar que un organismo con tan alta conciencia de su especificidad
cambie motu proprio sus maneras de ser. La principal defensora de este modelo de
control es, de hecho, la propia Contraloría. Ahora bien, es plausible pensar que al
reiterar que la especificidad del modelo chileno reside en las funciones jurídicas de
la Contraloría se mantiene el statu quo, que ha impedido el surgimiento de otras
soluciones mejor definidas institucionalmente, como una justicia administrativa
en forma. La rearticulación del régimen de control jurídico de la administración
pasará necesariamente por decisiones políticas, y entonces habrá que ver qué ha-
cer con la Contraloría, con su vocación y su rico acervo jurisprudencial. Probable-
mente calce mejor en una institución propiamente jurisdiccional, o estrechamente
vinculada con ella.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
553. El régimen jurídico de la Contraloría está bien analizado en el breve tra-
bajo de Raúl Letelier, “Contraloría General de la República”, en Jaime Bassa,
Juan Carlos Ferrada y Christian Viera (eds.), La Constitución chilena. Una revi-
sión crítica a su práctica política (Santiago, Lom, 2015). Un agudo comentario
sobre la función dictaminante, en L. Cordero, “La jurisprudencia administrativa
en perspectiva: Entre legislador positivo y juez activista. Comentario desde el
dictamen sobre la píldora del día después” (Anuario de Derecho Público UDP,
2010). Respecto de la toma de razón, deben citarse el artículo de Enrique Rajevic
y Fernanda Garcés, “Control de legalidad y procedimiento de toma de razón”, en
Consorcio para la Reforma del Estado, Un mejor Estado para Chile. Propuestas
de modernización y reforma (Santiago, Consorcio para la Reforma del Estado,
2009), un antiguo análisis de Iván Aróstica, “El trámite de toma de razón de los
actos administrativos” (Rev. de Derecho Público, N° 49, 1991) y, por cierto, el de
Eduardo Soto Kloss, “La toma de razón y el poder normativo de la Contraloría
360 José Miguel Valdivia

General de la República”, en AAVV, La Contraloría General de la República. 50


años de vida institucional (1927-1977) (Santiago, U. de Chile, 1977).
Un interesante ensayo en clave histórica, en Eduardo Aldunate, “La evolución
de la función de control de la Contraloría General de la República” (Rev. derecho
de la U. Católica de Valparaíso, vol. 26-2, 2005). El libro de Julio Faúndez, De-
mocratización, desarrollo y legalidad. Chile 1831-1973 (Santiago, Eds. U. Diego
Portales, 2011), contiene una muy importante revisión sobre las condiciones po-
lítico-institucionales que llevaron al fortalecimiento del poder de la Contraloría.
Para otras fuentes históricas, Sonia Pinto, Luz Mª Méndez y Sergio Vergara, Ante-
cedentes históricos de la Contraloría General de la República (Santiago, Contra-
loría General de la República, 1977).
Título III. El control judicial 361

Título III
El control judicial
554. Ante el derecho, la dimensión más relevante del control de la administra-
ción es la que corresponde a los tribunales sobre las actuaciones administrativas.
Este título intenta dar una mirada de conjunto al fenómeno del control judicial
(capítulo 1) y sus herramientas prácticas más notorias en el derecho chileno, que
son la acción de nulidad de derecho público (capítulo 2) y el recurso de protección
(capítulo 3).

Capítulo 1
Generalidades
555. ¿Existe una teoría general de lo contencioso administrativo en el derecho
chileno?
A pesar de la importancia cada vez mayor de la litigación administrativa, la
respuesta a esa pregunta sigue siendo deficitaria.
En verdad, por largo espacio de tiempo el Chile moderno careció de herra-
mientas eficaces de control judicial. Bajo la Constitución de 1925 (que rigió du-
rante el periodo de expansión del Estado de bienestar en Chile), los tribunales
ordinarios de justicia se declaraban, salvo raras excepciones, sistemáticamente in-
competentes para juzgar a la administración, aun en ausencia de una jurisdicción
especializada sobre la materia. Ese periodo ha quedado atrás, pero, por desgracia,
la irrupción del control judicial de la administración no ha sido acompañada de
una elaboración técnica del derecho procesal específicamente aplicable a la ad-
ministración. En consecuencia, muchas preguntas de interés teórico y práctico en
este campo siguen recibiendo respuestas confusas o insuficientes.
Conviene tratar de poner algún orden en este plano, al menos respecto de tres
aspectos de singular relevancia: las definiciones orgánicas acerca de los jueces de
la administración (párrafo 1), el protagonismo que cabe reconocer a los particu-
lares como promotores de pretensiones ante la justicia administrativa (párrafo 2)
y los procedimientos que encauzan sus acciones (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. LOS JUECES DE LA ADMINISTRACIÓN


556. El derecho chileno actualmente vigente en la materia (sección 3) se ex-
plica a la luz de una evolución (sección 2) suscitada en torno a los principales
modelos que ofrece el derecho comparado (sección 1).
362 José Miguel Valdivia

Sección 1. Modelos comparados


557. En el panorama comparado no existe un único modelo de justicia admi-
nistrativa. Al contrario, pueden mencionarse tres grandes familias de sistemas,
cuya diversidad revela que la búsqueda de un adecuado régimen orgánico obedece
a consideraciones pragmáticas, funcionales a los caracteres de la cosa pública. En
buena medida, el diseño orgánico de la jurisdicción es expresión de los orígenes
históricos del derecho administrativo en cada régimen.

(a) Modelo francés


558. El sistema que mayor impacto ha tenido en el derecho comparado ha sido
el derecho francés de lo contencioso administrativo. En la actualidad, la justicia ad-
ministrativa está confiada a un orden de jurisdicción paralelo al poder judicial (vale
decir, a los tribunales ordinarios, competentes en asuntos civiles y penales). Ese orden
de jurisdicción es presidido por el Consejo de Estado, que opera como una auténtica
corte suprema (fundamentalmente competente en materia de recursos de casación)
en relación con los asuntos administrativos; las cuestiones administrativas son de
competencia de tribunales administrativos en primera instancia y de cortes adminis-
trativas de apelación, en segunda. Los jueces que integran estos tribunales provienen,
en general, del mismo estamento que los altos funcionarios públicos, de donde resulta
una sensibilidad importante de los jueces ante los problemas que tiene que enfren-
tar la administración. El Consejo de Estado, en particular, cumple además funciones
consultivas respecto de la administración. Así, el adagio “juzgar a la administración
también es administrar” tiene una materialización bastante concreta.
Este modelo es resultado de una evolución bicentenaria muy importante. Ini-
cialmente, el modelo surge simplemente como una reacción contraria a la inje-
rencia de los tribunales ordinarios en los asuntos públicos. La Revolución quiso
evitar esa intervención de los tribunales, simplemente negándola, lo cual implicó
de facto que en un principio las reclamaciones contra la administración fueran
conocidas por ella misma. Sobre las cenizas de un Consejo del Rey –de origen me-
dieval–, Napoleón instituyó un principio de diseño institucional que coadyuvaba
a la resolución de estos reclamos (el Consejo de Estado, inicialmente compren-
dido como cuerpo consultivo); pero se trataba de una institución que, aunque
respetable, carecía de independencia frente al gobierno. Ese régimen estuvo en
vigencia hasta finales del Segundo Imperio, cuando se reconoce a la jurisdicción
administrativa una auténtica independencia institucional. Sin embargo, la for-
mación jurisprudencial del derecho administrativo francés hunde sus raíces en
esa experiencia revolucionaria, que desde mucho antes de la independencia de la
jurisdicción administrativa había alcanzado un alto prestigio.
Título III. El control judicial 363

(b) Modelo inglés


559. La falta de independencia de la jurisdicción administrativa en el modelo
francés fue duramente criticada por un autor inglés de fines del siglo XIX, Arthur
V. Dicey. Este autor entendía que el derecho administrativo entendido a la france-
sa (el régime administratif) no podía implantarse en derecho inglés (caracterizado
por la rule of law), toda vez que los organismos públicos podían ser demandados
ante los tribunales ordinarios, sin privilegios, como cualquier persona. El modelo
inglés se delineó clásicamente sobre la base de esa descripción, en el entendido de
que la administración podía ser juzgada por los tribunales del fuero común.
Este aspecto sigue siendo un rasgo distintivo del derecho inglés, aunque no es
suficientemente descriptivo del estado actual de ese derecho. En efecto, durante
el siglo XX han proliferado mecanismos de solución de controversias al margen
del sistema judicial, que han alcanzado gran prestigio; se trata de los administra-
tive tribunals, cuerpos integrantes de un organismo administrativo, formado por
miembros con conocimiento especializado en la materia que tratan de resolver,
no necesariamente expertos en derecho. Con todo, esquemáticamente puede afir-
marse que en el derecho inglés por regla general son los tribunales ordinarios los
jueces que juzgan a la administración.

(c) Modelo europeo híbrido


560. Un tercer modelo, menos caracterizado, se ha seguido en otros ordena-
mientos europeos (como Alemania o España). Consiste fundamentalmente en la
creación de tribunales especializados en el conocimiento de asuntos administra-
tivos, pero integrados dentro de la esfera del poder judicial (es decir, sin dar pie a
la formación de un orden de jurisdicción paralelo, como en derecho francés). Los
jueces son reclutados conforme a los mismos criterios que rigen respecto de los
jueces ordinarios, aunque se les exigen conocimientos específicos. Se trata de un
modelo híbrido, porque mantiene la presencia del Poder Judicial en el juzgamien-
to de los asuntos administrativos, por regla general; pero por otro lado confía en
la especialización de la justicia administrativa, en razón de las particularidades de
los conflictos y la necesidad de un conocimiento profundo de los problemas que
conlleva la gestión del interés general.

Sección 2. Discusión en Chile


561. Es difícil determinar el peso que tuvieron los modelos comparados de con-
trol judicial durante el siglo XIX. La Constitución de 1833 había instituido un
Consejo de Estado, a quien inicialmente (hasta 1874) se le confió, entre otras, la
364 José Miguel Valdivia

misión de “resolver las disputas que se suscitaren sobre contratos o negociaciones


celebradas por el Gobierno Supremo i sus agentes” (art. 104 N° 7). ¿Cuáles fueron
las fuentes que llevaron a la creación de esta figura? Uno de los autores más críticos
respecto de reglas de este tipo, Jorge Huneeus, el gran comentarista de esa Constitu-
ción, seguramente imbuido de las tesis de Dicey, invitaba a este respecto a abando-
nar todo lo “que aún se conserva en nuestras instituciones del sistema francés, que
se ha bautizado con el curioso nombre de administrativo-contencioso”.
La influencia comparada es más perceptible en la Constitución de 1925, que
pretendió modelar un sistema de justicia administrativa de inequívoca matriz
francesa:
“Habrá Tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resol-
ver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de
las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros
Tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de
ley” (Constitución de 1925, art. 87).
La implementación de esta regla requería el diseño de una institucionalidad
orgánica específica para estos tribunales, con indicación del régimen estatutario
de sus integrantes y una definición adecuada de sus competencias. Desde luego,
esa tarea correspondía afrontarla al legislador. Sin embargo, nunca se dictó la
mentada ley, y esos tribunales sencillamente no se crearon. Según una explicación
recurrente, en la materia la Constitución se había limitado a establecer una dispo-
sición meramente “programática”. Por esa razón, los tribunales ordinarios (exce-
sivamente respetuosos de la institucionalidad, y probablemente reacios a asumir
nuevas cargas) se declararon sistemáticamente incompetentes para conocer de
asuntos administrativos.
Por cierto, hacia los turbulentos inicios de los años 1970, algunos tribuna-
les, tironeados por demandantes que se habían visto afectados en sus derechos
de propiedad, se arrogaron el conocimiento de ciertos asuntos administrativos.
Aunque se avanzaron algunos argumentos justificativos de la competencia de
los jueces ordinarios para revisar decisiones administrativas, esta situación distó
de ser la regla.
Los redactores de la Constitución de 1980 no pretendieron innovar en la ma-
teria. Es posible que confiaran en la dictación de un texto legal que abarcara de
modo integral “lo contencioso administrativo”, y por eso propusieron una regla
que prolongaba un diseño análogo al que había planteado la Constitución de
1925. En su texto original, el artículo 38 inc. 2 rezaba:
“Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del
Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales
contencioso administrativos que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que
pudiere afectar al funcionario que hubiere causado el daño” (énfasis agregado).
Título III. El control judicial 365

Pero la dictadura tampoco elaboró texto alguno sobre la justicia administra-


tiva.
El panorama del control judicial de la administración hasta finales de la dic-
tadura era lamentable, pues no existían tribunales especializados para conocer
de estos asuntos y los jueces ordinarios seguían encontrando en la Constitución
argumentos textuales que avalaban su incompetencia en la materia. Esta situa-
ción era, sin duda, inaceptable a la luz del principio de la tutela judicial efectiva,
pues conducía de facto a una auténtica denegación de justicia. En 1989, durante
la discusión de un paquete de reformas constitucionales inmediatamente previo
al retorno a la democracia, se acordó someter a plebiscito, que posteriormente la
aprobó, una modificación al artículo 38 y a otros textos constitucionales que tuvo
por efecto suprimir toda referencia a los tribunales administrativos.
A partir de entonces, en el entendimiento común de la jurisprudencia y la doc-
trina, la competencia común que poseen los tribunales ordinarios de justicia abarca
también los asuntos administrativos. Por eso, ya no es controvertido que –a falta de
tribunales especiales encargados de conocer algún aspecto del funcionamiento de la
administración– los tribunales ordinarios son competentes para juzgarla.

Sección 3. Panorama del derecho positivo


562. El estado actual del derecho está marcado por la consagración de algunos
tribunales especiales competentes para conocer de parcelas acotadas del funcio-
namiento de la administración. No obstante, a falta de soluciones especiales de
esa índole, se entiende pacíficamente que los tribunales ordinarios cuentan con
competencias residuales para juzgar a la administración. Las soluciones son me-
nos claras respecto de otros tribunales especiales pero dotados de competencias
amplias. En fin, junto a los tribunales establecidos por el Estado, corresponde
analizar también el rol que tiene en el derecho administrativo la justicia privada,
impartida por tribunales arbitrales.

(a) Tribunales especiales en materia administrativa


563. En la actualidad deben mencionarse algunos tribunales específicamente
competentes para conocer de asuntos administrativos.
Ante todo, conviene mencionar al Tribunal de Contratación Pública (creado por
la Ley 19.886 e instalado en 2004). A este tribunal se han confiado competencias
relativas a las reclamaciones que se formulen a propósito de los procedimientos ad-
ministrativos de contratación, que en la práctica corresponden fundamentalmente a
procedimientos de licitación pública. Sólo la fase precontractual está sujeta al con-
366 José Miguel Valdivia

trol de este tribunal, y no las vicisitudes suscitadas durante la ejecución ni a fortiori


la terminación de los contratos. El tribunal, que es uno solo para todo el territorio
del país, tiene sede en Santiago. Conoce en única instancia, pero sus sentencias son
susceptibles de un recurso de reclamación ante la Corte de Apelaciones de Santiago.
Los Tribunales Tributarios y Aduaneros (creados por la Ley 20.322, de 2009)
también conocen de asuntos administrativos, vinculados al funcionamiento de la
administración tributaria. Estos tribunales se encuentran distribuidos en el terri-
torio a razón de uno por cada región, salvo en la Región Metropolitana, donde
hay cuatro. En razón de la fuerte especialización del derecho tributario (y su
vecino, el derecho aduanero), el análisis de este ámbito del control usualmente se
entiende ajeno al derecho administrativo, aunque a veces en esta sede también se
discutan cuestiones regidas por esta rama del derecho.
Los Tribunales Ambientales (creados por la Ley 20.600, de 2012) tienen com-
petencias mixtas, vinculadas con el derecho ambiental. Por una parte, les corres-
ponde el conocimiento de la acción por daño ambiental, vale decir, aquella ten-
diente a la reparación del medio ambiente dañado. Por otra, poseen variadas
competencias relativas a la impugnación de actos administrativos que intervengan
en materia ambiental, entre los que pueden mencionarse las sanciones administra-
tivas impuestas por la Superintendencia del Medio Ambiente, y las autorizaciones
administrativas de proyectos con incidencias ambientales, esto es, las resoluciones
de calificación ambiental. En su mayor parte, pues, la competencia de los tribu-
nales ambientales es de carácter administrativo, y se resuelven en aplicación –al
menos supletoria– del derecho administrativo general. Existen tres tribunales am-
bientales, con asiento en Antofagasta, Santiago y Valdivia, cuyas competencias se
encuentran delimitadas en razón del territorio.
Podría mencionarse también al Tribunal de Propiedad Industrial (creado por Ley
19.966, de 2005), que es competente para resolver variados asuntos vinculados con
la Ley de Propiedad Industrial (Ley 19.039, en texto refundido por DFL 3, del Min.
de Economía, Fomento y Reconstrucción, de 2006). Una de sus principales compe-
tencias es conocer de las “apelaciones” contra las resoluciones dictadas en primera
instancia por el Jefe del Departamento de Propiedad Industrial, del Ministerio de
Economía, Fomento y Reconstrucción. Parece razonable entender que este Tribunal
es el auténtico organismo jurisdiccional en la materia, que se pronuncia respecto
de decisiones administrativas de las autoridades del Ministerio; sin embargo, en la
práctica está muy instalada la idea, conceptualmente discutible, de que el Jefe de ese
Departamento actuaría como tribunal (de primera instancia).
Por último, también cabría incluir en este recuento al Panel de Expertos de la
Ley General de Servicios Eléctricos (creado inicialmente por la Ley 19.940, de
2004, pero actualmente regulado en el DFL 4, del Min. de Economía, Fomento y
Título III. El control judicial 367

Reconstrucción, de 2006). Esta institución tiene su cargo la resolución de disputas


surgidas entre los actores del mercado eléctrico, incluidas impugnaciones de algu-
nas operaciones administrativas relevantes en la materia (por ejemplo, decisiones
de la Comisión Nacional de Energía relevantes en la tarificación de la industria).
Sin embargo, aunque algunos autores han planteado lo contrario, la naturaleza
jurisdiccional de este organismo es muy controvertible.

(b) Competencias de atribución de tribunales


no especializados en materias administrativas
564. La organización y atribuciones de los tribunales es materia que correspon-
de regular a la ley (ley orgánica constitucional: Constitución, art. 77). Por consi-
guiente, el legislador es soberano para atribuir el conocimiento de determinados
asuntos a tales o cuales tribunales. En varios casos, el legislador ha procedido de
manera de aprovechar la existencia de tribunales ya constituidos, para entregarles
el conocimiento de determinados asuntos contencioso administrativos. Esta téc-
nica se justifica sólo cuando se entiende necesario alterar el juego normal de las
reglas de competencia.
Así, tratándose de decisiones de alto impacto económico o social, el conoci-
miento de algún asunto puede entregarse directamente a la Corte Suprema como
tribunal de única instancia. Es el caso de algunos reclamos en materias migrato-
rias o de nacionalidad (v., p. ej., el amparo de nacionalidad previsto en el art. 12
de la Constitución, y el reclamo de ilegalidad contra la expulsión de extranjeros,
contemplado en el art. 89 de la Ley de Extranjería, DL 1094 de 1975). También
pueden mencionarse las reclamaciones contra algunas medidas extremas adopta-
das por la Subsecretaría de Telecomunicaciones (p. ej., la revisión judicial de las
sanciones consistentes en la caducidad de las concesiones de telecomunicaciones,
contemplada por la Ley 18.168, General de Telecomunicaciones).
En seguida, es bastante frecuente (pero no sistemático) que respecto de los or-
ganismos reguladores de la actividad económica en algún sector, y especialmente
si tienen atribuidas potestades sancionatorias, el conocimiento de los reclamos
de ilegalidad contra sus resoluciones se entregue en primera instancia a una Cor-
te de Apelaciones. Este mecanismo altera el juego normal del diseño institucional
del Poder Judicial, que hace de las Cortes tribunales de apelación, es decir, de
segunda instancia. Tal es el modelo típico de reclamaciones contra resoluciones
de las superintendencias. Por otro lado, es bien sabido que la Constitución de
1980 prolongó soluciones más antiguas que van en un sentido parecido respec-
to de acciones cautelares: los recursos de amparo desde 1925 y de protección
desde 1976 (Acta Constitucional N° 3, DL 1552) son de competencia de estas
368 José Miguel Valdivia

Cortes en primera instancia, y de la Suprema en segunda. Algo similar hizo la


Ley 18.971, que siguió el mismo modelo respecto del denominado “recurso de
amparo económico”.
El legislador también puede atribuir competencia contencioso administrati-
va a tribunales de base, ordinarios o especiales, integrantes del Poder Judicial.
Así ocurre con los reclamos de ilegalidad contra sanciones administrativas
impuestas por la Dirección del Trabajo, cuyo conocimiento se entrega por
buenas razones –relativas a la especialización o a la sensibilidad o perspectiva
que adoptan a partir del tipo de conflictos de que conocen– a los tribunales del
trabajo en primera instancia (v. Código del Trabajo, art. 420 letra e, que con-
fiere a estos tribunales una competencia concebida mucho más genéricamente,
respecto de “las reclamaciones que procedan contra resoluciones dictadas por
autoridades administrativas en materias laborales, previsionales o de seguri-
dad social”). También debe mencionarse aquí las competencias contencioso
administrativas de los jueces de garantía (es decir, jueces penales) respecto
de la administración penitenciaria, implícita pero inequívocamente compren-
didas en aquellas que conciernen a las “solicitudes y reclamos” relativos a
la ejecución de las condenas criminales y las medidas de seguridad (Código
Orgánico de Tribunales, art. 14 letra f, en armonía con el art. 466, inc. 1 del
Código Procesal Penal).
Por cierto, también podrían mencionarse en este rápido inventario de com-
petencias jurisdiccionales aquellos textos legales que entreguen directamente el
conocimiento de un asunto en primera instancia a un juzgado de letras en lo civil.
Así ocurre, por ejemplo, respecto de los reclamos contra sanciones administrati-
vas que se impongan con fundamento en el Código Sanitario (art. 171). En gene-
ral, esta atribución legal de competencias es superflua, porque no consagra una
solución distinta a la que pueda llegarse en aplicación de las reglas generales; sólo
se explica por la antigüedad de estas reglas legales, anteriores a 1989, cuando aún
no había certeza sobre esta materia.

(c) Competencias administrativas residuales


de los tribunales ordinarios
565. En el entendimiento común asentado en la práctica y la academia chilenas
desde 1989, a falta de atribución especial de competencias en materia administra-
tiva, por regla general son competentes en este campo los tribunales ordinarios
dotados de competencia civil o común, vale decir, los Jueces de Letras, como tri-
bunales de primera instancia.
Título III. El control judicial 369

(i) Competencia absoluta


566. En términos de competencia absoluta, esta competencia residual de los
jueces de letras se sustenta en la articulación de las principales reglas que intervie-
nen en este campo.
Ante todo, la Constitución alude a los “tribunales que determine la ley” (art.
38, inc. 2), regla consistente con las disposiciones más generales, que confían la
“facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer
ejecutar lo juzgado… a los tribunales establecidos por la ley” (art. 76, reiterando
el contenido del art. 1 del Código Orgánico de Tribunales).
En seguida, la determinación de estos tribunales procede de la aplicación de
dos reglas legales de alcance supletorio.
Primero, conforme a la arquitectura orgánica del sistema judicial chileno, sal-
vo que intervengan reglas especiales, los tribunales que integran el Poder Judicial
tienen la generalidad de las competencias jurisdiccionales. El Código Orgánico de
Tribunales contempla un sistema de competencias residuales, toda vez que prevé
que, salvo excepción legal, a los tribunales integrantes del Poder Judicial “corres-
ponderá el conocimiento de todos los asuntos judiciales que se promuevan dentro
del territorio de la República, cualquiera que sea su naturaleza o la calidad de las
personas que en ellos intervengan” (art. 5).
Segundo, dentro de los tribunales integrantes del Poder Judicial, la competen-
cia residual la tienen los Jueces de Letras como tribunales de primera instancia.
Como se sabe, la competencia propia de estos tribunales corresponde a las causas
civiles (COT, art. 45). Ahora bien, según un entendimiento que comienza a asen-
tarse durante la década de 1970 y que hoy no es discutido, la expresión “causas
civiles” recibe una interpretación extensiva, como comprensiva de cualquier liti-
gio que por su contenido no sea una “causa criminal”. En definitiva, los jueces
civiles son competentes para conocer de cualquier asunto de naturaleza no penal
que no esté asignado a otros tribunales por la ley. Las cuestiones contencioso
administrativas, que en un principio podía pensarse que integraban un género
distinto, hoy están inequívocamente incluidas dentro de las causas civiles.
En suma, los juicios que incidan en todo asunto de orden administrativo que
no tenga asignado un tribunal específicamente competente para conocer de él,
deben llevarse al conocimiento de los jueces letrados civiles en los lugares donde
los haya, o, en su defecto, a los jueces de letras dotados de competencia común.
Esta competencia residual tiene una importancia significativa a la luz del sis-
tema de acciones contencioso administrativas. En términos concretos, rige sobre
todo respecto de las acciones de indemnización de perjuicios por responsabilidad
extracontractual del Estado, y respecto de las acciones de nulidad de derecho
370 José Miguel Valdivia

público. Pero si se admite que cada demandante es libre de articular su estrategia


litigiosa y de someter a adjudicación judicial cualquier pretensión, el radio de ac-
ción de esta competencia residual se muestra extremadamente amplio.

(ii) Competencia relativa


567. Conforme a las reglas generales de competencia, la determinación especí-
fica del tribunal competente dentro de aquellos de una misma jerarquía depende
de varios criterios. El más amplio de ellos corresponde al domicilio del demanda-
do. En principio, y sin perjuicio de la eventual aplicación de otros criterios, son
competentes para juzgar a la administración los jueces de letras del domicilio del
demandado (COT, art. 134).
Tratándose de una persona con ramificaciones tan amplias como el Estado, el
criterio del “domicilio del demandado” podría conducir a atribuir competencia
a cualquier juez, desde que el Estado tiene asiento en todo el territorio nacional.
En tal caso, la amplitud de la regla se ve limitada por el juego de otro criterio:
la competencia recae en el lugar donde se dictó el acto o se celebró el contrato o
intervino el hecho litigioso (COT, art. 142).
Ahora bien, debe advertirse una regla específica para los denominados “juicios
de hacienda”. Por causas “de hacienda” se entienden aquellas en que el Fisco tiene
interés (pecuniario) y cuyo conocimiento corresponda a los tribunales ordinarios
(Código de Procedimiento Civil, art. 748). La personalidad jurídica del Fisco, se
recordará (cf. §  65), recubre a toda la administración centralizada e incluso a
órganos del Estado distintos de la administración y no dotados de personalidad
propia. El conocimiento de estas causas queda entregado en primera instancia a
juzgados de letras de una ciudad que sea asiento de Corte (COT, art. 48). Este cri-
terio competencial tiene un alcance práctico muy significativo, pues cubre todas
las acciones indemnizatorias o restitutorias, o aquellas que tengan por anteceden-
te un contrato y que se dirijan en contra del Fisco.

(d) Competencias discutibles de otros tribunales


568. Las transformaciones del derecho positivo en las últimas décadas han
trivializado la cuestión del control judicial de la administración, generando la
impresión de que, en razón de sus competencias, cualquier tribunal eventualmen-
te podría ser llamado a revisar algún aspecto de su funcionamiento. De hecho,
diversos tribunales especiales, integrantes o ajenos a la esfera del Poder Judicial
han aceptado enjuiciar a la administración o han adoptado decisiones que en la
práctica implican controlarla. Esta práctica plantea numerosas interrogantes, so-
Título III. El control judicial 371

bre las cuales no se pueden dar recetas generales o categóricas. Conviene revisar
puntualmente la situación del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y de
los tribunales del trabajo.

(i) El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia


como tribunal contencioso administrativo
569. Una abundante práctica revela que algunas decisiones de la administra-
ción son revisadas en algún sentido por el Tribunal de Defensa de la Libre Com-
petencia (creado por la Ley 19.911, y actualmente regulado por el DL 211, cuyo
texto refundido consta en el DFL 1, del Min. de Economía, Fomento y Recons-
trucción, de 2004; aunque fue formalmente instalado en 2004, el Tribunal es el
continuador de instituciones más antiguas cuya naturaleza jurisdiccional no era
inequívoca). Como se sabe, este tribunal tiene a su cargo el control de conductas
que podrían ser atentatorias contra la libre competencia en los mercados y, por
eso, ante él normalmente comparecen agentes empresariales que incurren en estas
prácticas o son víctimas de ellas.
Sin duda, la libre competencia es un principio jurídico relevante en una eco-
nomía de mercado, y por eso también debe entenderse que es un componente
del principio de legalidad cuya observancia se exige de la administración. Así,
por ejemplo, las operaciones competitivas a que convoca la administración (tí-
picamente, las licitaciones) deben satisfacer este principio en un sentido bastante
fuerte. Pero, desde que en cuanto principio la libre competencia integra el bloque
de legalidad, también deberían respetarla las regulaciones que, en general, puede
adoptar la administración.
Con todo, de la vigencia de este principio en materias administrativas no se
sigue necesariamente la competencia del tribunal a su respecto. La cuestión no
parece compleja en la práctica, que acepta de modo bastante corriente la injeren-
cia de este tribunal en materias administrativas. Sin embargo, la materia podría
ser objeto de una reflexión sustantiva, que rebase el marco formal o competen-
cial. Este tribunal es un órgano peculiar, que sólo está encargado de la misión de
promover la libre competencia y no está llamado a aplicar textos legales distintos
del DL 211; por eso, su misión tiene un carácter instrumental o utilitario que
normalmente resulta ajeno a la aplicación imparcial de la legalidad (cf. § 5), de
donde podría pensarse que bajo la forma jurisdiccional se esconde una institución
sustantivamente administrativa. Ocurre que, salvo en el ámbito de la jerarquía, las
relaciones entre organismos administrativos especializados deben regirse por el
principio de coordinación y unidad de acción (y no por mecanismos autoritarios).
372 José Miguel Valdivia

(ii) Los tribunales del trabajo


como tribunales contencioso administrativos
570. La jurisdicción laboral tiene competencias amplias para conocer de “las
cuestiones suscitadas entre empleadores y trabajadores por aplicación de las nor-
mas laborales” (Código del Trabajo, art. 420, letra a). La amplitud de esa cláusula
podría hacer posible que los conflictos entre la administración y su personal se
canalicen por esta vía, pues acceder a los tribunales del trabajo presenta múltiples
atractivos (tanto por la pretendida sensibilidad pro operario de los jueces del
trabajo como por la agilidad y demás ventajas procesales o sustantivas de sus
procedimientos… particularmente el procedimiento de tutela laboral).
La competencia de estos tribunales en materia administrativa debería recha-
zarse, porque las relaciones entre los funcionarios públicos y los organismos ad-
ministrativos en que desempeñan no son asimilables a las relaciones laborales. El
régimen funcionarial es un régimen estatutario de derecho público, compuesto
por normas legales y reglamentarias, y cuya eficacia no deriva de contratos de
trabajo sino de actos administrativos unilaterales sujetos al principio de legali-
dad. Las normas del Código del Trabajo, por otro lado, “no se aplicarán… a los
funcionarios de la Administración del Estado” (art. 1, inc. 2), salvo en aspectos no
previstos por el estatuto respectivo y que no sean inconciliables con él (inc. 3). En
la doctrina es pacífico que las relaciones funcionariales se entienden de naturaleza
distinta a la laboral. En consecuencia, aunque en derecho administrativo no hu-
biera reglas especiales sobre tutela judicial en materias funcionariales, el Código
del Trabajo no admite aplicación supletoria en este campo.
El análisis es algo más complejo respecto del personal asesor contratado sobre
la base de honorarios, pero las conclusiones que se extraigan en este ámbito debe-
rían ser análogas a las anteriores. En efecto, la contratación de personal sobre la
base de honorarios se hace posible, por lo general gracias a habilitaciones legales
expresas de carácter pasajero, dadas por las leyes de presupuesto. La fórmula
legal observada importa remisión al modelo antiguo del contrato civil de arren-
damiento de servicios y, correlativamente, rechazo al modelo laboral. Por último,
estas habilitaciones presupuestarias también determinan el horizonte pecuniario
de riesgos que tanto la administración como el asesor asumen, y que no debieran
defraudar por aplicación de un estatuto jurídico distinto.
Ahora bien, a pesar de estas razones y de una tradicional reticencia de la juris-
prudencia de los tribunales superiores a admitir la competencia administrativa de
los juzgados de letras del trabajo, en los últimos años se ha evidenciado un incre-
mento significativo de litigios que enfrentan a la administración con su personal
y que han sido llevados ante la jurisdicción laboral. Las sentencias pronunciadas
Título III. El control judicial 373

en algunos casos han tenido fuertes resonancias, sobre todo por las consecuencias
pecuniarias que su generalización podría irrogar al Estado (por ejemplo, el caso
Bussenius, referido en § 154).
Es difícil juzgar si este movimiento está llamado a persistir en el tiempo, pues,
aunque la jurisprudencia da muestras de una sensibilidad bien decidida en este
campo, su insuficiente fundamento textual la fragiliza frente a cambios de com-
posición de los tribunales superiores. Por otra parte, los procesos de reforma del
Estado todavía no han desplegado iniciativas para consagrar soluciones judiciales
específicas para el personal del sector público, que sería el camino más limpio
para enfrentar la jurisprudencia actual. En el contexto político y jurídico actual,
más que un régimen de resolución de controversias sea todo el régimen de función
pública el que necesita una rediscusión… pero considerando su previsible impacto
pecuniario es dudoso que ese debate ocurra en el corto plazo.

(e) El arbitraje en materias administrativas


571. El lugar del arbitraje en el derecho administrativo es reducido. La ra-
zón principal de la reticencia del ordenamiento a admitirlo reside en que las
materias que pueden someterse arbitraje son, por lo general, materias de libre
disposición de las partes. Este requisito se presenta con dificultad en el terreno
administrativo, especialmente en cuanto se refiere a las potestades públicas (al
menos, respecto de las potestades discrecionales). El principio de legalidad no
toleraría un arbitraje de equidad en este campo y, en cuanto al arbitraje de dere-
cho, ¿para qué evitar la justicia ordinaria o la especial señalada por la ley? Si el
arbitraje supone un foro especial para ciertos justiciables (y a condición de que
consientan en someterse a él), ¿cómo justificar esta discriminación frente a los
demás potenciales justiciables?
En el entendimiento común sobre la materia, en principio, la procedencia del
arbitraje en materias administrativas está supeditada a una autorización legal pa-
ra comprometer (es decir, para someter convencionalmente el conocimiento de un
asunto a un árbitro).
Hay pocas autorizaciones legales de esta índole. Pueden mencionarse algunas
en materias contractuales (p. ej., el DL 2349, de 1978, que establece normas sobre
contratos internacionales para el sector público, aplicable a operaciones económi-
cas o financieras, celebradas por agentes o empresas internacionales o extranjeras
que tengan su centro principal de negocios en el extranjero, con el Estado de Chile
o sus organismos, instituciones o empresas).
El caso más significativo de un arbitraje en materia administrativa se refiere a
las disputas contractuales derivadas de un contrato de concesión de obra pública.
374 José Miguel Valdivia

En este campo, la ley ha dispuesto específicamente que las controversias entre las
partes se canalicen, a opción del concesionario, mediante un arbitraje a cargo de
una Comisión Arbitral designada ad hoc para cada contrato o mediante un juicio
de conocimiento de la Corte de Apelaciones de Santiago; pero la práctica ha pre-
ferido el arbitraje. Las Comisiones Arbitrales son competentes para conocer de
“controversias o reclamaciones que se produzcan con motivo de la interpretación
o aplicación del contrato de concesión o a que dé lugar su ejecución” (Ley de con-
cesiones de obras públicas, según texto refundido por DS 900, del Min. de Obras
Públicas, de 1996, art. 36 bis). Reglas en algún grado similares rigen también
para las disputas contractuales en materia de contratos de financiamiento urbano
compartido (Ley 19.865, arts. 21 y ss.).

PÁRRAFO 2. LA PRETENSIÓN
572. El principal protagonista del control judicial de la administración es el
ciudadano, el particular que se ve enfrentado a la administración sobre un punto
de derecho. Su posición jurídica en este plano se construye sobre la base de la
posibilidad de acudir ante el juez (sección 1) formulando pretensiones que sean
atendidas en aplicación del derecho (sección 3). Por cierto, el alcance práctico de
las acciones que intente depende de los poderes del juez frente a la administración,
que en cada ordenamiento varían en atención a factores culturales, especialmente
determinados por consideraciones relativas a la separación de poderes (sección
2). También es necesario que el actor tenga calidad suficiente para deducir sus
pretensiones (sección 4).

Sección 1. Tutela judicial y derecho a la acción


573. Un presupuesto básico de todo sistema de control judicial de la adminis-
tración consiste en la posibilidad de que los ciudadanos accedan a la justicia a
fin de que esta atienda sus pretensiones mediante sentencias efectivas. Esta idea,
que por cierto presupone la existencia de una institucionalidad judicial, configura
un derecho fundamental de las personas, que en el derecho comparado recibe la
denominación de derecho a la tutela judicial efectiva.
La afirmación de un derecho a la tutela judicial efectiva que se proyecta al ám-
bito administrativo es relativamente reciente en el contexto comparado. Por cier-
to, al menos desde el siglo XIX diversos ordenamientos reconocieron a los ciuda-
danos la posibilidad de dirigir a la justicia pretensiones contra la administración,
pero la proclamación de un derecho fundamental al juez o, más ampliamente, un
derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, sólo puede datarse a partir de la
Título III. El control judicial 375

segunda mitad del siglo XX, por medio de algunas disposiciones constitucionales
comparadas o de instrumentos internacionales, sobre todo en el ámbito de los de-
rechos humanos. En el derecho chileno, la tutela judicial efectiva se entiende como
un derecho implícito en la Constitución; ésta se limita a reconocer el derecho a
“la igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos” de todas las personas
(art. 19 N° 3). La fórmula anodina que emplea la Constitución se entiende com-
prensiva de un amplio derecho de los ciudadanos para acceder a la justicia.
Con todo, en concreto en el ámbito administrativo, la Constitución establece
reglas diferenciadas. El artículo 38, inc. 2, establece:
“Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Es-
tado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que
determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario
que hubiere causado el daño”.
Más allá de las razones vinculadas a la redacción inicial del precepto, la sola
ubicación contextual de esta regla, incluida en el apartado relativo a la adminis-
tración del Estado y separada de la regulación de los derechos fundamentales,
da cuenta de la necesidad de observar criterios especiales en este campo. Ahora
bien, por especiales que sean las soluciones posibles en este terreno, especialmente
desde la perspectiva del tribunal competente, la tutela judicial efectiva supone
la presencia de algunos elementos comunes que la hagan reconocible como tal.
Entre estos elementos mínimos cabe mencionar sobre todo el acceso a la justicia,
el derecho a la acción, y un régimen que asegure la efectividad de la decisión ju-
dicial que se adopte al respecto. Un estudio acabado de estas cuestiones sería más
propio del derecho constitucional o, incluso, del derecho procesal, antes que del
derecho administrativo.
Aquí basta con tener en consideración que el acceso al juez supone, más allá
de la existencia misma del juez (aspecto analizado en el capítulo precedente), la
posibilidad del individuo de recurrir libremente ante él, sin obstáculos que entor-
pezcan su ejercicio. La gratuidad de la justicia es un corolario necesario de esta
idea. Una pregunta significativa, que no ha recibido respuestas completamente
categóricas, concierne algunos requisitos procesales exigidos en ocasiones para el
ejercicio de ciertas acciones, como la consignación previa de una suma de dinero
(llamada solve et repete, que ha sido estimada inconstitucional en varios casos
pero no en todos), o como el agotamiento de la vía administrativa mediante la in-
terposición de recursos administrativos previos al ejercicio de la acción (que en el
derecho comparado se ha estimado satisfacer las exigencias de la tutela judicial).
La tutela judicial también supone la efectividad de la justicia, lo que implica un
régimen procesal que reconozca la singularidad del ejercicio de la función judicial
mediante sentencias revestidas de la autoridad de cosa juzgada, susceptibles en
376 José Miguel Valdivia

caso necesario de ejecución forzada. En algún grado, estas exigencias van implí-
citas en la idea misma de jurisdicción (que no solo implica el conocimiento de los
asuntos que se ventilan ante ella, sino su juzgamiento y posibilidad de ejecución);
un régimen institucional adecuado, que respete la estabilidad de las sentencias y
rechace la injerencia indebida de otros poderes públicos en los procesos judiciales
(o vede la posibilidad de “revivir procesos fenecidos”), integra también esta di-
mensión de la tutela judicial efectiva.
El aspecto de la tutela judicial al que mayor importancia parece haberle asig-
nado la doctrina administrativa chilena consiste en la afirmación de un amplio
derecho a la acción, entendida en forma abstracta y neutral, como el poder ju-
rídico del individuo que consiste en someter cualquier disputa al conocimiento
de los jueces, dando origen a un proceso. Este concepto de acción es coincidente
con el que promueve la doctrina del derecho procesal, como un derecho neutro,
independiente de su contenido específico, que se agota en provocar el inicio de
un proceso judicial, pero que admite de manera indiferenciada la presentación de
todo tipo de pretensiones.
La doctrina chilena de los años 1980 se fascinó con el derecho de acción, pues
vio en él el vehículo que permitía hacer operativas las principales pretensiones
que el ordenamiento administrativo debía contemplar. Se trataba principalmente
de la acción de nulidad de derecho público (construida mediante la adjunción del
derecho a la acción y el reconocimiento de la nulidad de los actos ilegales conte-
nido en el art. 7 de la Constitución) y de la acción de responsabilidad del Estado
(elaborada siguiendo el mismo método, sobre la base de los preceptos en los que
se veía el reconocimiento de esa responsabilidad). En verdad, en la medida que el
derecho a la acción es un derecho estrictamente procesal, su neutralidad ideoló-
gica habilita la formulación de cualquier tipo de pretensiones, con tal que éstas
tengan respaldo sustantivo en el derecho positivo. Con todo, esa doctrina parece
no haber visto que, más allá del acceso a la justicia mediante la formulación de
acciones, para que el demandante obtenga satisfacción se requiere prestar aten-
ción a los poderes del juez.

Sección 2. Factores culturales que inciden en los poderes del juez


574. La definición de las pretensiones (o acciones) reconocibles en el derecho
administrativo pasa también por prestar atención al oficio del juez, esto es, a los
poderes que están en su mano y que puede poner en obra cuando un justiciable lo
solicita. La materia no ha sido analizada con profundidad en el derecho chileno,
de modo que podría ser útil una revisión del derecho comparado relevante. Sin
embargo, este análisis debe hacerse con precaución, pues en esta materia se apre-
Título III. El control judicial 377

cia el peso de factores idiosincráticos o culturales que varían de ordenamiento en


ordenamiento, en función de la concepción que se tenga de las posiciones respecti-
vas de la administración y la jurisdicción en el marco de la separación de poderes
y del papel del juez como garante del derecho, tanto frente a intereses individuales
como grosso modo colectivos.

(a) Diferencia institucional entre la administración y la jurisdicción


575. Es bastante evidente que la administración y la jurisdicción son dos fun-
ciones estatales diferenciadas, que no deben confundirse. Mientras la primera su-
pone la gestión del interés general (que la muestra como el brazo operativo de la
política), la segunda se contrae a la solución de controversias mediante la aplica-
ción del derecho. De aquí, que la administración tenga un enfoque eminentemente
utilitario del que la segunda, naturalmente, carece.
Por cierto, ambas funciones tienen un carácter jurídico marcado, en cuanto
pueden concebirse (sin desmerecer la importancia de sus enfoques singulares) co-
mo medios de ejecución de la ley. Con todo, la coincidencia que puede advertirse
entre ellas precisamente en el plano de la ejecución de la ley, no puede llegar al
extremo de borrar sus diferencias estructurales.
Los jueces no son superiores jerárquicos de la administración, que puedan
revisar sus decisiones del mismo modo o con el mismo efecto que los órganos ad-
ministrativos superiores. Por eso, la revisión judicial no puede conducir a sustituir
las decisiones que la administración adopte dentro del margen de acción que les
reconoce la ley. Por cierto, los jueces dicen el derecho y su misión puede –y aún
debe– llevarlos a censurar a la administración cuando se aparta de la ley.

(i) El papel del juez frente a las decisiones administrativas


576. ¿Cómo debe llevarse adelante el control de las decisiones administrativas?
Una primera constatación salta a la vista: la justicia no revisa los actos ad-
ministrativos en vistas a reproducir la toma de decisiones por la administración.
Múltiples razones dan cuenta de que la sede jurisdiccional no es idónea para
replicar el procedimiento decisional de la administración. Ante todo, los jueces
no tienen expertise en la toma de decisiones en el ámbito sectorial en que incide
la materia, no tienen necesariamente la información que podría ser relevante pa-
ra tomarlas o, lo que es más probable, no siempre tienen las herramientas o los
conocimientos técnicos para procesar esa información. En seguida, el proceso,
usualmente promovido por un interesado con abstracción de otros factores que
pudieran incidir en la toma de decisiones, es un escenario muy impropio para
378 José Miguel Valdivia

practicar operaciones de la misma entidad de la que se trata de revisar. Por último,


la legitimidad democrática de los jueces es mucho más tenue que la de las autori-
dades políticas o administrativas; en todo caso, aunque yerren en sus sentencias,
los jueces no arriesgan nada parecido a la responsabilidad política.
La conclusión más extrema a que conduce este punto de vista consiste en una
moderación de la intensidad o profundidad del control, tratándose de potestades
con fuertes componentes discrecionales. Esta idea da cuenta de un control res-
tringido o deferente para con la administración respecto de decisiones política o
socialmente delicadas.
Sin embargo, las diferencias institucionales entre administración y jurisdicción
sugieren una conclusión mucho más general: la revisión que hacen los jueces se
limita a verificar que el proceso decisional se ajuste a derecho. De aquí resultaría
una primera orientación de la justicia administrativa, volcada fundamentalmente
a censurar a la administración.

(ii) El predominio del remedio anulatorio


577. En la caja de herramientas del juez, un lugar central ocupa la anulación
de decisiones administrativas.
La importancia de la tutela anulatoria es, ante todo, histórica. Aunque pueda
discutirse su preexistencia respecto de otros tipos de remedios, la técnica anula-
toria se comienza a delinear muy tempranamente en la experiencia francesa del
llamado “recurso por exceso de poder”, durante las primeras décadas del siglo
XIX. La anulación de las decisiones ilegales se valora en cuanto medio de reforzar
la preeminencia de la ley frente a su ejecución desleal por la administración. Al
mismo tiempo, la jurisprudencia en torno al recurso por exceso de poder favorece
al desarrollo dogmático de la teoría del acto administrativo y de sus elementos.
Pero en términos teóricos, su importancia deriva del papel estructural que juegan
la administración y la jurisdicción en la gestión del interés general. A priori, esta
gestión está confiada sólo a la administración. Entonces, en la gestión de los asuntos
públicos la actuación administrativa aparece como un prius lógico, es decir, un pre-
supuesto necesariamente previo a la intervención del juez. El papel del juez aparece
como secundario, y necesariamente reactivo frente a las decisiones administrativas.
De aquí resultaría el carácter (meramente) revisor de la jurisdicción administra-
tiva, que en algunos ordenamientos se tuvo prácticamente por consustancial a ésta.
Algunas particularidades procesales propias de la justicia administrativa compara-
da (como el requisito del acto previo en el derecho francés, o el agotamiento de la
vía administrativa en el derecho español) son aún vestigios de esa concepción.
Título III. El control judicial 379

La tutela anulatoria es, teóricamente, funcional al interés general, porque in-


dica en negativo cómo la administración debe proceder para alcanzarlo. Sin em-
bargo, el mensaje más interesante que puede emitir la jurisdicción en ejercicio de
sus funciones es puramente negativo, en cuanto censura una decisión por haberse
apartado del cauce legal. Este tipo de remedios es claramente insuficiente desde la
perspectiva de la satisfacción de los intereses del justiciable.

(b) El juez como garante del derecho


578. En términos materiales, la función jurisdiccional implica sistemáticamen-
te la aplicación del derecho a un caso en que se debate precisamente acerca de lo
que éste implica. La intervención del juez refuerza las exigencias que derivan del
derecho en una situación concreta, ya sea brindando amparo a un justiciable o
restableciendo el imperio de la ley.

(i) Protección de los derechos del individuo


579. La Constitución prefigura la protección del individuo como el umbral
mínimo de lo que los jueces pueden hacer frente a la administración. El artículo
38, inciso 2 previene:
“Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Es-
tado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales que
determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al funcionario
que hubiere causado el daño”.
El antecedente más probable de esta regla está en el artículo 19 de la Ley
Fundamental alemana, que habilita a “toda persona cuyos derechos sean vul-
nerados por el poder público” para “recurrir a la vía judicial. Si no hubiese otra
jurisdicción competente para conocer el recurso, la vía será la de los tribunales
ordinarios…”.
Implícitamente, la regla constitucional chilena asume que en el diseño institu-
cional chileno el oficio de los jueces está concebido, por lo menos, para atender
los reclamos de las personas lesionadas por la administración, es decir, para brin-
darles protección. La anodina forma constitucional “podrá reclamar” oculta que
la efectividad de la justicia administrativa está condicionada por los poderes del
juez, cuya extensión depende del papel que juega frente a la administración. Esas
definiciones constitucionales reflejan la importancia de la protección de los indi-
viduos en la configuración del régimen de control judicial de la administración.
Esta perspectiva de la justicia administrativa centrada en la satisfacción del
justiciable también está presente, en algún grado, en la reconstrucción doctrinal
380 José Miguel Valdivia

del régimen francés de lo contencioso-administrativo. Ahí, junto a un ámbito de


control puramente objetivo (es decir, centrado en la mera observancia del dere-
cho objetivo), identificado con el remedio meramente anulatorio –canalizado por
medio del recurso de exceso de poder– existe un importante ámbito de control
que se identifica con los recursos de plena jurisdicción. Esta terminología ha sido
reconocida por la jurisprudencia chilena reciente. Sin embargo, no es muy preci-
sa, porque en verdad el recurso de plena jurisdicción no es un único recurso sino
un conjunto de acciones judiciales por las que se impetra del juez protección de
derechos o intereses de los individuos, mediante sentencias que no se conforman
únicamente con la anulación de decisiones administrativas, sino van más allá. Lo
propio de las acciones de plena jurisdicción (y de los remedios que tienen apti-
tud de provocar) consiste en que permiten determinar de modo más concreto las
exigencias de la legalidad para con la posición jurídica del demandante. De aquí
deriva una diversidad de remedios que rebasan el marco de la anulación.

(ii) Diversificación de remedios judiciales


580. De cara a la satisfacción del demandante (si triunfa en su acción) puede
advertirse en el estado actual una diversidad de remedios judiciales, que presentan
particularidades técnicas. Su análisis también debe tomar en cuenta el grado de
intrusividad para con la administración.
Las medidas de menor intensidad que el juez pueda adoptar son aquellas que
se traducen en una simple declaración del derecho aplicable a una circunstancia,
como es típico de las sentencias meramente declarativas. Este tipo de remedios es
apropiado para disipar la incertidumbre existente sobre un punto de derecho en
torno al cual el justiciable se enfrenta con el Estado.
En seguida, la declaración del derecho puede incidir directamente en un acto
administrativo que se haya pronunciado apartándose de la legalidad; en tal caso,
el juez puede declarar que el acto es nulo. Naturalmente, este remedio busca eli-
minar un acto ilegal y sus consecuencias.
Un paso más adelante en la intrusividad de los eventuales remedios a disposi-
ción del juez están las sentencias que disponen la modificación de un acto admi-
nistrativo. A veces, la situación jurídica del demandante no justifica la supresión
completa de las decisiones públicas que lo afectan, sino sólo su modificación (por
ejemplo, la atenuación –o agravación– de una sanción administrativa). Sin embar-
go, estos remedios tienen per se aptitud para limitar los poderes de acción de la
autoridad (por lo que deberían restringirse a aquellos casos en que el contenido
de las decisiones administrativas está predeterminado por el derecho, y excluirse
Título III. El control judicial 381

de aquellos terrenos en donde la administración misma cuenta con libertad de


decisión, es decir, en casos de discrecionalidad).
Intensidad similar tienen los remedios que se traducen en órdenes directas de
acción o abstención dirigidas por el juez a la administración (sentencias de con-
dena). La posición del justiciable puede exigir el otorgamiento de prestaciones o
incluso la adopción de decisiones por parte de la administración, cuando esta es
renuente a atender esos requerimientos. Sin embargo, ahí donde la administración
cuenta con una libertad de decisión reconocida por el derecho, estos remedios
deberían excluirse.
Una categoría aparte de las sentencias de condena está representada por aque-
llas que ordenan el pago de una suma de dinero (o la entrega de una cosa), justi-
ficada en algún título reconocido como fuente de obligaciones dinerarias; aunque
estas decisiones golpean las finanzas públicas –y podrían comprometer la materia-
lización futura de algún programa de acción– se las estima menos agresivas para
con la administración, porque no limitan directamente sus poderes decisionales.
Su admisión no suscita demasiadas dudas.
En general, estos remedios se conciben en favor del interés personal del indi-
viduo que se enfrenta a la administración. No obstante, deberían pensarse como
medios de “restablecimiento del imperio del derecho” (siguiendo la terminología
empleada a propósito del recurso de protección). Entonces, también sería conce-
bible su utilización en el marco de la tutela de los intereses colectivos o difusos…
aunque la litigación “de interés público” todavía tenga un aspecto embrionario en
el panorama chileno actual.

Sección 3. Principales pretensiones admitidas en derecho chileno


581. Ya se ha mencionado la tipología más corriente en la práctica: anulación
y modificación de actos administrativos, órdenes de hacer o no hacer, cobros pe-
cuniarios, meras declaraciones.

(a) Anulación de actos administrativos


582. La pretensión tendiente a suprimir actos administrativos ilegales se tradu-
ce en su anulación. La anulación borra el acto y sus efectos (directos e inmedia-
tos); por naturaleza, la anulación implica el restablecimiento del statu quo ante o
la reposición de las cosas al estado anterior a la intervención del acto nulo.
En principio, la anulación basta para reestablecer el orden quebrantado y dar
así (indirectamente) satisfacción al demandante. Sin embargo, la pretensión anu-
382 José Miguel Valdivia

latoria puede combinarse con pretensiones de condena distintas, que atiendan de


mejor modo a la posición subjetiva del demandante.
En principio, la anulación es muestra de un control jurídico objetivo. Pero,
naturalmente, la salvaguarda del principio de legalidad que la justifica puede ser
funcional al interés subjetivo del demandante.
El fundamento de la nulidad de actos administrativos siempre es (y solo puede
ser) la ilegalidad. El derecho no reconoce eficacia jurídica a los actos administra-
tivos ilegales, esto es, aquellos cuyos elementos estructurales presentan vicios de
legalidad. Por eso, aunque hayan producido efectos, están expuestos a ser derri-
bados mediante acciones de nulidad (cf. §§ 329 y ss.).
La anulación puede pedirse por medio de la acción innominada que la práctica
chilena designa como de “nulidad de derecho público” (cf. §§ 619 y ss.), así como
mediante las múltiples “reclamaciones” que instituye la ley como acciones específi-
cas frente a determinadas resoluciones (municipales, de los superintendentes, etc.).

(b) Modificación de actos administrativos


583. Eventualmente, la satisfacción del demandante pasa, más que por la anu-
lación, por la adopción de un acto administrativo de un contenido determinado
pero distinto al que la administración haya definido en la decisión impugnada.
La pretensión se orienta a cambiar el sentido del acto administrativo sea par-
cial o totalmente. La modificación parcial (distinta de la que pudiera resultar del
juego de la nulidad parcial) supone un cambio de punto de vista con respecto al
que pudiera haber tenido la administración, incidiendo en la alteración del conte-
nido mismo de la decisión, en un sentido compatible con el inicial (por ejemplo, la
moderación del monto de una sanción pecuniaria). La modificación total, en cam-
bio, supone la inversión completa del sentido de la decisión originaria (por ejem-
plo, la aceptación de una petición inicialmente desechada por la administración).
En principio la pretensión consiste en que el juez ordene a la autoridad enmen-
dar el acto cuestionado, sobre la base de los elementos de juicio que corresponda.
Sin embargo, la práctica, sobre todo en el campo sancionatorio, revela que los jue-
ces se creen autorizados para modificar por sí mismos los actos impugnados. Esta
práctica no es muy ortodoxa, porque ignora la separación de poderes y desconoce
que la satisfacción efectiva del demandante muchas veces depende de operaciones
administrativas concretas, sin que baste una simple declaración jurisdiccional.
El fundamento de esta pretensión es siempre la ilegalidad, pero en un aspecto
delimitado que concierne a vicios de objeto (esto es, de lo decisorio en sentido
estricto), aunque más probablemente originados también en vicios de legalidad
Título III. El control judicial 383

sobre los motivos (error de hecho o de derecho). Con todo, para que la preten-
sión sea efectivamente satisfecha se requiere que el margen de apreciación o de
discrecionalidad de la administración se encuentre suficientemente acotado (sea
por no existir, como en hipótesis de potestades regladas, sea por haberse agotado
por la misma administración). Si el proceso no entrega al juez elementos de juicio
suficientes, la ilegalidad sólo podría conducir a una anulación.
Algunos textos legales prevén expresamente esta pretensión en las reglas pro-
cesales aplicables a un determinado sector (por ejemplo, en materia ambiental,
Ley 20.600, art. 30). Pero la jurisprudencia se entiende habilitada para conocer
de ella aún sin texto expreso, con fundamento en el impreciso concepto de “re-
clamo”, a propósito de los actos sancionatorios. Es posible que su aceptación en
otros terrenos suscite alguna resistencia, atendida la tradicional reticencia de los
jueces a impartir órdenes a la administración. Sin embargo, respetando los límites
antes señalados (fundamentalmente limitaciones del margen de maniobra de la
autoridad al decidir), no parece haber buenas razones para oponerse a su inclu-
sión dentro de las pretensiones contencioso administrativas de alcance general.

(c) Condenas perentorias de hacer o de no hacer


584. Su objetivo consiste en que el juez imparta a la administración órdenes
perentorias de hacer o de no hacer algo; la orden puede recaer, a priori, en activi-
dades o comportamientos materiales, pero también jurídicos, como la expedición
de un acto administrativo o la elaboración de un reglamento.
Se trata de medidas fuertemente intrusivas dentro del funcionamiento de la ad-
ministración, que han sido tradicionalmente excluidas del contencioso adminis-
trativo, pero que paulatinamente han ido cobrando aceptación gracias al desarro-
llo de la tutela cautelar. La unidad de la categoría es dudosa. Se trata de acciones
muy diferentes, que sólo tienen en común su carácter invasivo.
Estas pretensiones pueden intentarse de modo auxiliar o accesorio respecto
de una pretensión anulatoria o modificatoria principal; parece razonable que en
el marco de la ejecución de sentencias anulatorias o modificatorias el juez pueda
indicar a la administración el camino a seguir con alguna precisión.
Es más dudoso que puedan intentarse como pretensiones autónomas; en prin-
cipio, sólo cabría admitirlas si el margen de acción de la administración es limita-
do, o circunscritas a ese margen. La práctica chilena en la materia es modesta, y
sólo se la aprecia en acciones de naturaleza cautelar; sin embargo, en ausencia de
criterios dogmáticos suficientemente fuertes, las soluciones que se han registrado
en este campo suelen ser objeto de críticas (por ejemplo, las sentencias que orde-
384 José Miguel Valdivia

nan conceder o practicar un tratamiento médico a favor de pacientes de hospitales


públicos o beneficiarios de prestaciones públicas).
En cambio, las órdenes de no hacer pueden tener una naturaleza y fundamento di-
ferentes, más próximos a la tutela anulatoria. Por cierto, desde que sus efectos pueden
concebirse como una anulación preventiva, su inclusión en el sistema de acciones con-
tencioso administrativas despierta fuertes dudas: no puede aceptárselas como medio
de neutralización de potestades inequívocamente conferidas por el derecho.

(d) Condenas pecuniarias


585. Son las pretensiones más fáciles de concebir, atendida su similitud con las
pretensiones comunes del derecho privado. Su objeto es una prestación patrimo-
nial usualmente consistente en el pago de una suma de dinero, aunque también
es concebible que se extiendan a la restitución (en especie) de una cosa distinta.
Los mejores ejemplos de este tipo de pretensiones son la acción indemnizatoria
fundada en la responsabilidad extracontractual del Estado, o las variadas accio-
nes patrimoniales surgidas de un contrato.
El fundamento de la acción se confunde con el del derecho de crédito (o de otra
naturaleza) que buscan amparar. La práctica reconoce su procedencia de modo no
problemático, aun sin estar reguladas de modo explícito o exhaustivo en el campo
del derecho administrativo.

(e) Mera certeza


586. Una antigua tradición procesal considera que, reducida a su mínima ex-
presión, la jurisdicción consiste en declarar el derecho aplicable en situación de
litigio, con fuerza de cosa juzgada. Así, la más elemental de las pretensiones sería
aquella que se agota en el pronunciamiento del mandato de la ley, sin necesidad
de declaración o constitución de situaciones jurídicas, sin necesidad de condena
alguna, sólo brindando certeza a las partes en disputa.
Por su apariencia sencilla, su admisibilidad pareciera no despertar dudas en
materia administrativa. Es más, en algunos ordenamientos comparados, su carác-
ter mínimamente intrusivo lleva a darles gran importancia, por el rol orientador
que cumplen respecto de la administración.
Sin embargo, no es inusual que despierten reticencias. En verdad, tras una
demanda de mera declaración podría esconderse una impugnación o incluso una
pretensión de inhibición de la administración, eludiendo los caminos instituciona-
les más aceptados para plantearlas.
Título III. El control judicial 385

Sección 4. Cuestiones de legitimación activa


587. ¿Quién puede deducir (exitosamente) una acción? Una de las condiciones ne-
cesarias para el acogimiento de una acción judicial consiste en la legitimación activa
del demandante. Esta exigencia reposa en una relación particular entre el demandante
y el objeto de la acción intentada, que es suficientemente cautelada por el derecho.

(a) Asuntos contenciosos subjetivos


588. La legitimación activa no es problemática tratándose de las acciones de
contenido pecuniario. Fundamentalmente, la acción corresponde a la víctima de
un daño causado por el Estado, al acreedor de la obligación, o al dueño de la cosa
disputada, o a sus sucesores o cesionarios.
Criterios similares deberían regir extensivamente respecto de otras pretensio-
nes de contenido subjetivo, aun cuando repercutan en el control del ejercicio de
potestades públicas, como el otorgamiento de prestaciones o incluso la dictación
un acto administrativo.

(b) Asuntos contenciosos objetivos


589. El ámbito en que han surgido mayores discrepancias concierne al lla-
mado contencioso administrativo objetivo, encabezado por la acción de nulidad
de actos administrativos, pero que también cubre otras pretensiones, como la de
modificación de tales actos. ¿Quién es la persona autorizada para desafiar judi-
cialmente una decisión administrativa?
En algunos casos las leyes resuelven abiertamente el problema, indicando que
la acción la tiene el “afectado”, “agraviado” o “perjudicado”, que es aquel cuya
esfera de derechos o intereses se ve perturbada de alguna forma por la decisión de
que se trata. Por ejemplo, no es dudoso que la persona que haya sido sanciona-
da por la administración tenga derecho a impugnar la sanción. Sin embargo, no
siempre el derecho positivo procede de esta manera y entonces surge la pregunta
respecto del círculo de legitimados activos.
Si el horizonte del análisis estuviera necesariamente condicionado por la Cons-
titución, la legitimación activa correspondería –al tenor del artículo 38 inciso 2–
sólo a aquellos cuyos “derechos” hayan sido lesionados por el acto. Sin embargo,
en muchos casos es difícil identificar un auténtico derecho subjetivo en el ámbi-
to de los intereses vitales o pecuniarios del círculo de personas potencialmente
afectadas por las decisiones públicas. En verdad, entender a la jurisdicción como
sede en que el individuo obtiene amparo sus derechos supone una concepción
386 José Miguel Valdivia

bien restrictiva de ella, casi como una extensión de la justicia civil al campo de
las decisiones públicas. La defensa de los derechos de los individuos sólo puede
ser un umbral mínimo, no máximo de intervención de los jueces en los asuntos
públicos. Por todo esto parece ser necesario superar las restricciones del texto
constitucional.
En la experiencia comparada, la legitimación activa respecto de las acciones
tendientes a la anulación de actos administrativos depende de la titularidad de un
interés legítimo afectado. Ese interés puede ser pecuniario o de otra índole, pero
debe ser directo. De este modo, los particulares individualmente considerados no
están habilitados para demandar la anulación de actos que sólo les conciernan de
manera indirecta; así, el interés por el respeto a la legalidad no es por sí solo digno
de tutela judicial. Ahora bien, los entes asociativos pueden tener un círculo de in-
tereses más amplio, en la medida que sus estatutos les encomienden la promoción
o defensa de algún interés de carácter público; así, una asociación de funcionarios
podría oponerse a la designación (que se teme ilegal) de un funcionario en un
cargo público, posibilidad que difícilmente tendría un funcionario aisladamente
considerado.
La jurisprudencia chilena ha tendido a incorporar en su discurso estos criterios
comparados. Ha entendido que la legitimación activa en esta materia corresponde
a quien tenga un “interés legítimo” en juego, que se vea perturbado por la decisión
que se trata de impugnar. Con todo, en la práctica no siempre tales criterios son
aplicados de manera ortodoxa, sino de modo restrictivo, casi como si el mencio-
nado interés debiera reunir caracteres comparables a los de un derecho subjetivo.
590. En términos generales, en materia administrativa no hay acciones popula-
res, a menos que se las reconozca explícitamente por el derecho positivo. Un ejem-
plo de una legitimación activa particularmente amplia se encuentra en el llamado
reclamo de ilegalidad municipal: tratándose de las decisiones que conciernen al
interés general de la comuna, “cualquier particular” puede reclamar (LOCM, art.
151 letra a). Con todo, incluso en estos casos se ha visto una tendencia restrictiva
por parte de la jurisprudencia; puede referirse un caso en que se rechazó la acción
contra una ordenanza municipal, intentada por una asociación de defensa de las
libertades públicas, con fundamento en que no tenía domicilio en la comuna en
cuestión (CS, 10 de septiembre de 2013, Libertades Públicas A.G. c/ Mun. Hue-
churaba, Rol 7929-2012).
El contencioso objetivo (de defensa de la pura legalidad) debiera ser el ámbito
de la litigación de interés público por excelencia, vale decir, el medio por el cual la
comunidad pueda combatir las decisiones públicas con las herramientas del dere-
cho. Por supuesto, la arena política pareciera ser el terreno más apropiado para el
protagonismo de los grupos que se arrogan la representación del interés público;
Título III. El control judicial 387

pero en su dimensión jurídica, ese protagonismo también debiera traducirse en


herramientas de control judicial. Si esto es así, la pregunta que queda por respon-
der es, de nuevo, quiénes pueden litigar en este campo. Hasta ahora, las restric-
ciones a la legitimación parecen tener por finalidad evitar que la actuación de los
tribunales no tenga efecto concreto en el mejoramiento de la condición de nadie,
y se entienda como un mero ejercicio de crítica a la autoridad; esa finalidad es
enteramente compatible con una litigación de interés público protagonizada por
grupos al menos formalmente organizados en pos de ciertas preocupaciones so-
ciales o colectivas (asociaciones de vecinos, de trabajadores o profesionales, etc.).

PÁRRAFO 3. EL PROCEDIMIENTO
591. Una constatación salta a la vista al iniciar el análisis de los procedimien-
tos judiciales de control de la administración: la materia está cubierta por una
multiplicidad de disposiciones legislativas específicas, que no la abordan con pers-
pectiva de conjunto. En suma, solo reglas especiales y ninguna regla general.
Por supuesto, esta estructura fragmentaria de la disciplina supone un desorden
importante, que dificulta su entendimiento, pero no implica una total incertidum-
bre respecto de la ritualidad de los procesos. A falta de reglas comunes al con-
junto de la cuestión, es pacífico que se aplican supletoriamente las “disposiciones
comunes a todo procedimiento” (CPC, Libro I) y, por su intermedio, las reglas
propias del procedimiento ordinario de mayor cuantía (CPC, art. 3). Tanto las
acciones sin regulación procesal como los reclamos regidos por leyes especiales
están sujetos, en mayor o menor medida, a las formas procesales típicas de los
juicios civiles.
Las acciones sujetas (íntegramente) a las ritualidades del juicio ordinario son
las acciones innominadas más comunes: la de nulidad de derecho público, la de
indemnización de perjuicios fundada en la responsabilidad extracontractual del
Estado o las de cobro de pesos que tengan por antecedente obligaciones contrac-
tuales. En las llamadas “causas de hacienda” (acciones pecuniarias a favor o en
contra del Fisco, CPC, arts. 748 y ss.), las formas procesales son, con mínimas
variaciones, también las del juicio ordinario.
Por supuesto, puede ser discutible que el marco de referencia de los juicios ad-
ministrativos sea el mismo de los juicios civiles. Prima facie, los juicios civiles se
ciñen al principio dispositivo, que es la proyección procesal de la libre disposición
de la riqueza que se asume como presupuesto de las relaciones inter privatos; esa
idea no es para nada consistente con los principios imperantes en derecho público
(legalidad, preponderancia del interés general, etc.), que podrían exigir soluciones
diversas. Por eso, de lege ferenda podría plantearse la necesidad de buscar prin-
388 José Miguel Valdivia

cipios formativos del proceso administrativo al margen de las reglas procesales


civiles.
De hecho, la sola existencia de una multiplicidad de acciones o reclamaciones
especiales, con regímenes de litigación diferentes, da cuenta de la insuficiencia o
inadecuación del modelo procesal civil típico para canalizar estos litigios. Ahora
bien, es lamentable que esos procedimientos especiales sean tan heterogéneos que
impidan descubrir constantes o criterios comunes. Tal vez, el único rasgo distinti-
vo de esos procedimientos sea su relativa brevedad, manifestada en un periodo de
discusión reducido (limitado a una presentación escrita por cada contendiente) y
en el carácter meramente eventual del periodo probatorio. Esa limitación del de-
bate judicial revela que, a ojos del legislador, para discutir cuestiones de legalidad
de los actos administrativos a priori no hace falta un “juicio de lato conocimien-
to”. Sin embargo, es poco más lo que puede especularse o decirse al respecto.
592. La construcción de un régimen procesal específico de las disputas sobre
derecho administrativo está pendiente en el derecho chileno. En el momento ac-
tual, solo pueden formularse algunos comentarios relativos a los problemas más
corrientes que suscita la aplicación de las reglas generales del procedimiento civil
a la materia. Pueden agruparse en torno a cuatro categorías de cuestiones: las
partes (sección 1), sus discusiones (sección 2), la prueba (sección 3) y la sentencia
(sección 4).

Sección 1. Las partes

(a) Calidades en que pueden intervenir las partes


593. Siguiendo la lógica de los procesos civiles, las partes pueden tener la ca-
lidad de sujeto activo o pasivo del proceso (demandante o demandado, respecti-
vamente), en atención a su posición estructural frente a la demanda. Del mismo
modo que en el proceso civil, en materia administrativa cabe la intervención de
terceros.
La posición del demandante normalmente es ocupada por un particular que
se opone a la administración y pretende algo de ella. Los organismos del Estado
por lo general no juegan este rol, a menos de que actúen en una posición estruc-
turalmente análoga a la de un particular. Por ejemplo, pueden verse en el papel de
demandantes si son destinatarios de medidas gravosas dispuestas por otro orga-
nismo administrativo (p. ej., una municipalidad sancionada por una superinten-
dencia) o en caso de estar desprovistos de medios autoritarios de acción (p. ej., en
caso de que hayan de cobrar un crédito amparado en un título ejecutivo… pero
esta no es una materia que interese propiamente al derecho administrativo).
Título III. El control judicial 389

Reflejamente, la posición del demandado corresponde por lo general a la admi-


nistración, aunque también las pretensiones contencioso administrativas pueden
dirigirse contra particulares, en cuyo caso debieran ser emplazados en esa calidad.
594. ¿Cabe la intervención de terceros en estas materias? En el entendido de
que el marco procesal trazado por las disposiciones comunes a todo procedimien-
to es extensible a los asuntos contencioso administrativos, no parece haber bue-
nas razones para excluir la intervención de terceros (en forma sucesiva o posterior
a la traba de la litis). Es más, atendido el interés público que por lo general está
envuelto en esta clase de asuntos, la intervención de terceros solo puede contribuir
al mejor entendimiento de la cuestión debatida y sus implicancias. Por eso, en este
terreno cabe dar amplia recepción a la participación de terceros, al menos en las
calidades específicas que prevé el Código de Procedimiento Civil.

(b) Capacidad para ser parte


595. Un presupuesto necesario para la intervención en un litigio judicial es la
capacidad para ser parte, que es prácticamente un atributo de la personalidad:
sólo las personas, pero todas las personas, pueden participar en un pleito.
En consecuencia, tanto las personas naturales como las personas jurídicas pue-
den participar en procesos contencioso administrativos. En contraste, las agrupa-
ciones de facto no tienen capacidad procesal por sí mismas, sino en razón de la
personalidad individual de quienes las integran.
Respecto de los organismos públicos, la capacidad procesal está radicada en la
persona jurídica por cuya cuenta actúan. Así, los organismos descentralizados tie-
nen por sí solos capacidad procesal, mientras los que integran la administración
central del Estado carecen de esa capacidad procesal, la que está radicada en la
persona jurídica del Fisco.
Con todo, estos criterios se ven ampliamente relativizados en el ámbito es-
pecífico del recurso de protección (o de otras acciones cautelares informales): la
práctica admite en este campo la participación directa de órganos públicos no
investidos de personalidad jurídica, por lo general en calidad de recurridos.
Por cierto, la capacidad procesal en sentido estricto (esto es, aquella referida a la
intervención en actos procesales) está sujeta a las reglas generales sobre la materia.

(c) Comparecencia en juicio y representación judicial


596. En ausencia de reglas especiales sobre la forma en que ha de comparecerse
en juicios administrativos, rigen plenamente las normas generales previstas en la
390 José Miguel Valdivia

Ley 18.120, sobre comparecencia en juicio, y en otras disposiciones repartidas


en diversas leyes y normas procesales (p. ej., para las Cortes de Apelaciones y la
Corte Suprema, art. 398 del Código Orgánico de Tribunales). En consecuencia, en
general se requiere de un abogado para iniciar o participar en juicios administra-
tivos, sin perjuicio de múltiples reglas especiales (la más importante de las cuales
parece ser la relativa al recurso de protección de derechos fundamentales).
Esta solución es, de lege ferenda, discutible. En efecto, exigir la comparecencia
judicial por medio de abogados supone (más allá del costo que envuelve la ase-
soría letrada) trasladar a las partes la carga de dar forma jurídica a sus plantea-
mientos, en circunstancias que el juez también está en condiciones de hacer las ca-
lificaciones pertinentes (iura novit curia). Esta carga puede ser gravosa, atendida
la entidad de los intereses envueltos en materia administrativa (p. ej., en el campo
migratorio). En el extremo, podría minar de facto las condiciones de la tutela
judicial efectiva, desincentivando a la litigación. El interés público usualmente
envuelto en cuestiones administrativas podría justificar la observancia de criterios
distintos. Con todo, debe advertirse que un régimen procesal que supone mayor
intervención del juez en la conducción del debate parece contrario a los hábitos
de la judicatura chilena; en definitiva, esa concepción del oficio del juez podría
justificar también una institucionalidad diferenciada de la actualmente existente.
Las normas sobre comparecencia son también aplicables al Estado. Sin embargo,
coexisten con las reglas específicamente previstas para la representación judicial de
los intereses estatales. Cabe referirse, en particular, a la intervención del Consejo de
Defensa del Estado en los asuntos administrativos. El Consejo es el procurador judi-
cial del Estado. Legalmente, tiene la representación judicial del Fisco, de modo que
las gestiones judiciales dirigidas contra la administración central deben ser puestas
en conocimiento del Consejo o de alguno de los procuradores fiscales.
Adviértase que el Consejo puede (si así lo acuerda) asumir también la repre-
sentación de organismos descentralizados que lo soliciten. Con todo, en principio
estos organismos descentralizados gestionan su defensa judicial con sus medios
propios, esto es, con sus propios abogados.

(d) Legitimación procesal


597. Más allá de las condiciones necesarias para participar en un proceso e in-
tervenir en él, la procedencia de las acciones está supeditada a la concurrencia del
requisito de legitimación procesal. Este requisito supone una vinculación sustan-
tiva (al menos en apariencia) entre los litigantes y las pretensiones que se debaten
en el juicio. ¿A quién corresponde una acción y contra quién debe entablársela? El
Título III. El control judicial 391

concepto de legitimación permite identificar como sujetos de la litis precisamente


a quienes tengan o parezcan tener una relación sustantiva con el objeto del pleito.
La acción corresponde, prima facie, al titular del derecho disputado o, al me-
nos, a quien invoque un interés legítimo en relación con ese derecho. Ya se ha visto
(§§ 587 y ss.) que esta concepción de la legitimación activa no resulta problemá-
tica con respecto a las pretensiones de naturaleza subjetiva (p. ej., una indemniza-
ción de perjuicios), pero puede mostrarse restrictiva cuando lo que se discute es la
declaración de nulidad o ineficacia de un acto administrativo. En ordenamientos
comparados, y discursivamente también en el chileno, la legitimación en el con-
tencioso de legalidad tiende a concebirse en forma extensiva respecto de los titu-
lares de intereses legítimos eventualmente afectados por el acto que se impugna.
La legitimación pasiva se refiere, por otra parte, a la vinculación del demandado
con el objeto del pleito, es decir, con la pretensión. Probablemente también sea útil
distinguir entre el contencioso de la legalidad y el contencioso de los derechos o de
plena jurisdicción. En el segundo ámbito, el legitimado pasivo es la persona obliga-
da en razón del derecho que se debate: la persona del autor del daño o quien debe
responder por él, el deudor de una obligación pecuniaria de cualquier naturaleza,
etc. En cambio, en el contencioso de legalidad, las cuestiones de legitimación pasiva
parecen ser más sencillas, pues casi siempre se trata de identificar al órgano públi-
co que ha adoptado o a quien le corresponde adoptar las decisiones cuestionadas.
Conforme una jurisprudencia que se ha ido asentando en el último tiempo, en caso
de que el juicio tenga por objeto o por efecto perturbar de alguna manera la condi-
ción jurídica de un tercero (privándolo de alguna ventaja, o empeorando su situa-
ción), ese tercero también tiene legitimación pasiva (cf. § 627), debiendo formarse
entre todos los demandados un litisconsorcio pasivo necesario. 
Las preguntas sobre legitimación también alcanzan a los eventuales terceros
que pudieran intervenir en el juicio. Sobre esta materia, los criterios que entrega
el Código de Procedimiento Civil (arts. 22 y 23) se vinculan con la titularidad
de “derechos subjetivos”, que se identifican expresamente por oposición a una
“mera expectativa”. Estas categorías quizá tienen sentido en el marco estricto de
las pretensiones civiles, pero no guardan mucha consistencia con la naturaleza de
las cuestiones que se pueden debatir en materia contencioso administrativa: Si la
legitimación activa del demandante depende de un simple interés legítimo (y no
de un derecho subjetivo), no se entiende por qué el tercero coadyuvante, que en
general se adhiere a su pretensión, deba reunir condiciones más exigentes. 

Sección 2. La litis
598. En el sistema procesal civil, los términos del debate judicial son definidos
por las partes mediante sus escritos fundamentales. También es así en el proceso
392 José Miguel Valdivia

contencioso administrativo. El alcance del pleito es determinado fundamental-


mente por la demanda y la contestación o el informe que emita el órgano deman-
dado. Por cierto, es interesante que en muchos procedimientos la defensa escrita
del órgano demandado esté concebida precisamente como un “informe”; esa ter-
minología da cuenta de que la intervención del organismo demandado podría es-
tar orientada, más que a controvertir los planteamientos de la demanda, a brindar
información o ilustración al juez para resolver. Sin embargo, admitir que es el juez
quien controla los términos del debate judicial, supondría una modificación sig-
nificativa de los principios formativos del proceso, que debería reflejarse de modo
más amplio en sus poderes. En todo caso, la exigencia de un debido proceso, en
cualquiera de sus dimensiones en el derecho chileno, está dominada por la idea
de una “igual protección de la ley” (Constitución, art. 19 N° 3), lo que implica
reconocer a todas las partes, y entonces también a los órganos administrativos
demandados, iguales posibilidades efectivas de defensa judicial. 
No tiene mucho sentido analizar pormenorizadamente aquí los requisitos de
la demanda o de la contestación. La remisión al menos implícita al Código de
Procedimiento Civil supone que en derecho administrativo no hay, en principio,
particularidades importantes en este plano. En cambio, parece más fructífero ana-
lizar algunos problemas específicos de la litigación pública. 

(a) La demanda
599. Como se ha dicho, rigen aquí las reglas generales (CPC, art. 254 y ss.).
Sin embargo, pueden surgir al menos dos series de preguntas en relación con esta
materia: el plazo para demandar y los eventuales requisitos previos a la interpo-
sición de la demanda.

(b) El plazo para demandar


600. El ejercicio de las acciones judiciales está con frecuencia sujeto a plazos,
ya sean de prescripción o de caducidad. Teóricamente, la prescripción concierne
al ejercicio de auténticos derechos subjetivos, mientras la caducidad se refiere al
ejercicio de potestades o poderes de acción (cuya estructura conceptual es distinta
a los derechos; cf. §§ 182 y ss.). Sin embargo, en la práctica es usual que los dos
conceptos se confundan. En principio, las acciones de contenido patrimonial es-
tán sujetas a prescripción, en las mismas condiciones que lo estarían en el derecho
común (que distingue entre “acciones propietarias” y de cobro de obligaciones,
con particularidades para la responsabilidad extracontractual). En cambio, las
acciones que inciden en el control de legalidad de la administración están común-
Título III. El control judicial 393

mente sujetas a plazos de caducidad, cuyo vencimiento supone la imposibilidad


de ejercerlas, pero no necesariamente la extinción del derecho sustantivo que po-
dría subyacer a ellas. 
Es muy difícil definir reglas generales acerca de los plazos para ejercer las ac-
ciones de esta última clase, porque el derecho positivo contempla fórmulas muy
diferentes, que no guardan consistencia entre sí. Mientras algunas acciones están
sujetas a plazos de meses, en su mayoría están sujetas a plazos de días, que fluc-
túan entre diez y treinta, pero también algunas acciones caducan en cuestión de
horas. Por supuesto, el legislador es soberano para establecer ese rango de tiempo.
Sin embargo, el establecimiento de un plazo muy breve para impugnar algún tipo
de decisiones (como ocurre en materia migratoria) podría dificultar al extremo
su ejercicio y, por eso, defraudar el derecho a la tutela judicial efectiva. Aunque
la cuestión es debatible, puede asumirse que cualquier plazo inferior a 15 días
dificulta el ejercicio de ese derecho: es ilusorio pensar un espacio de tiempo tan
reducido permita la comprensión del sentido de una medida estatal, la decisión
de desafiarla en sede judicial, la obtención de un asesor letrado que convenga a
los intereses del justiciable y, por último, la articulación de la estrategia litigiosa.
601. Una pregunta delicada, sobre la cual la jurisprudencia ha estado lejos de
arrojar luz, se refiere al cómputo de los plazos de días. La controversia surge a raíz
de la aplicación eventualmente concurrente de dos reglas de alcance supletorio:
el artículo 66 del CPC, que ordena la suspensión de los plazos de días durante
los feriados (incluyendo los domingos), y el artículo 25 de la LBPA, que entiende
que en los procedimientos administrativos el día sábado es inhábil para efectos
del cómputo de plazos. Las reglas de la LBPA tienen como horizonte temporal la
resolución terminal, y además los actos que resuelvan recursos o procedimientos
administrativos de revisión de oficio; contextualmente, esas reglas no deberían
extenderse a los plazos posteriores a las decisiones administrativas, como son
los plazos para impugnarlas en sede judicial. En consecuencia, y sin perjuicio de
posibles reglas especiales, los plazos de días para demandar debieran computarse
conforme a las normas del Código de Procedimiento Civil. La jurisprudencia, co-
mo se ha dicho, es extraordinariamente fluctuante sobre este punto. 
602. ¿Desde cuándo se cuentan estos plazos? Evidentemente, el interesado só-
lo puede estar en condiciones de presentar su demanda una vez que haya tenido
conocimiento del hecho que motiva su pretensión y, característicamente, del acto
que trata de atacar. Las medidas de publicidad que haya recibido el acto en cues-
tión son, por consiguiente, cruciales para determinar la fecha de inicio del cóm-
puto del plazo: tratándose de actos de efecto singular, la notificación marcará esa
fecha y, en cambio, tratándose de actos de efecto general, la publicación lo hará
(art. 53 LBPA). 
394 José Miguel Valdivia

Ahora bien, en muchos casos el acto despliega consecuencias directas o indi-


rectas sobre terceros, que es probable que no reciban oportunamente publicidad
suficiente (p. ej., un permiso solicitado por otra persona que genera externalida-
des sobre el interesado en litigar). En esos casos, el criterio de la notificación se
muestra insuficiente, porque implicaría cerrar la posibilidad de litigar antes de
que los interesados estén en condiciones de hacerlo, defraudando el derecho a la
tutela judicial efectiva. El derecho comparado consagra para estos casos el crite-
rio del “conocimiento adquirido”, que implica el inicio del cómputo del plazo a
partir del momento en que el interesado tenga conocimiento efectivo del acto que
trata de impugnar. En la medida en que esta solución podría conducir a mante-
ner indefinidamente abiertos los plazos para litigar –contrariando las exigencias
de la seguridad jurídica– debiera recibir aplicación restrictiva. La jurisprudencia
chilena ha dado aplicación a esta noción en el campo del recurso de protección
(ahora, con fundamento textual en el auto acordado que lo rige, art. 1), pero en
ese ámbito tiene caracteres particulares, porque el recurso no es tanto un medio
de impugnación de actos como de amparo del recurrente frente a turbaciones en
sus derechos constitucionales. 

(c) Requisitos de procesabilidad


603. Por regla general, el interesado puede acceder a la justicia sin más límites
que los que provengan de las normas procesales generales. 
En el derecho chileno no rige una institución comparable al principio de la
“decisión administrativa previa” del derecho francés. En ese ordenamiento, antes
de ejercer cualquier acción judicial el interesado debe haber puesto sus preten-
siones en conocimiento de la administración; en la práctica, la regla es relevante
para los juicios indemnizatorios, porque cuando se discute la legalidad de un acto
administrativo, ese acto cuenta como la decisión previa. La regla se justifica por
la conveniencia de evitar litigios, toda vez que la administración podría consentir
en la petición del interesado. 
Sin embargo, en algunas ocasiones el ejercicio de las acciones está supeditado
a la observancia de actuaciones previas, que conviene analizar. 

(i) Agotamiento de la vía administrativa


604. Cuando el litigio se dirige contra un acto administrativo, en el derecho
chileno, por regla general el demandante puede escoger a su arbitrio si formula
sus pretensiones inicialmente mediante recursos administrativos o directamente
mediante acciones judiciales. En otras palabras, ese derecho de opción implica
Título III. El control judicial 395

el rechazo al sistema del agotamiento de la vía administrativa, que supone preci-


samente la obligación de formular un recurso administrativo en forma previa al
ejercicio de las acciones judiciales (cf. § 437).
El sistema del agotamiento rige en algunos ordenamientos comparados (como
el español). Su constitucionalidad ha sido cuestionada, pero en general no se lo ha
estimado contrario al derecho a la tutela judicial efectiva.
Por excepción, algunas disposiciones legales chilenas han exigido este requi-
sito. El ejemplo más comúnmente citado corresponde al reclamo de ilegalidad
municipal (y al reclamo de ilegalidad de los actos del gobierno regional, sujeto a
reglas idénticas). En este caso, el ejercicio del reclamo judicial supone previamente
la presentación de un recurso administrativo ante el alcalde, y sólo tras su rechazo
explícito o por silencio puede acudirse a la Corte de Apelaciones. En materia am-
biental, también, la Ley 20.600 ha dispuesto varios mecanismos de agotamiento
de la vía administrativa. 

(ii) Mediación previa


605. En el ámbito de la responsabilidad extracontractual de los organismos del
Estado en materia sanitaria, la Ley 19.966 dispuso la mediación obligatoria como
condición necesaria para el ejercicio de las acciones indemnizatorias (arts. 43 y ss.).
El propósito de este trámite es, probablemente, reducir la litigiosidad, en cuanto
permite que las partes alcancen acuerdos reparatorios sin necesidad de acudir a jui-
cio. Es posible que la mediación opere satisfactoriamente en aquellos casos en que,
en razón de las circunstancias, sea evidente un disfuncionamiento o culpa del Esta-
do (i.e., “falta de servicio”), pero muchas mediaciones se frustran. Solo una vez con-
cluido sin éxito el procedimiento de mediación, que es conducido por funcionarios
del Consejo de Defensa del Estado, pueden intentarse las acciones correspondientes.

(iii) Solve et repete


606. Algunas disposiciones legales relativas a la impugnación de sanciones
administrativas pecuniarias, ordenan como requisito previo a la interposición de
acciones judiciales, la consignación de un monto de la multa. Este requisito es
conocido en el derecho comparado como “solve et repete” (paga primero y recla-
ma después). Se supone que esa exigencia garantizaría la seriedad de la acción,
que desincentivaría la litigación frívola. En diversos ordenamientos, incluido el
chileno, se ha cuestionado la constitucionalidad de este mecanismo, con desigual
suerte. En algunos casos, el Tribunal Constitucional ha estimado que, atendida su
396 José Miguel Valdivia

cuantía, obstaculiza el ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva, pero no ha


ocurrido sistemáticamente así.

(d) La contestación
607. Sin perjuicio de la terminología diferenciada y de las reglas especiales a
veces dispuestas por el derecho positivo (en relación con los “informes”), la con-
testación no está sujeta a exigencias distintas de las previstas por el Código de
Procedimiento Civil (CPC, art. 258 y ss.).
Los organismos públicos pueden, pues, estructurar su defensa jurídica como
estimen conveniente. 
Una pregunta relativamente importante concierne al allanamiento a las pre-
tensiones del demandante. Su procedencia no debiera ser discutible atendido el
carácter dispositivo del procedimiento civil. Sin embargo, podrían surgir dudas
acerca de su uso en el contencioso de la legalidad. Toda vez que los efectos del
allanamiento importan renunciar al derecho debatido en juicio, no debiera ser
admitido en esta materia, pues solo pueden renunciarse los derechos que miren en
exclusivo interés del renunciante (Código Civil, art. 12). Además, el allanamiento
podría dar cobertura de facto a una solución distinta de la prevista por la legali-
dad. Por eso, el allanamiento solo podría valer como la renuncia a los derechos
procesales del demandado, pero no debería liberar al juez de la obligación de
dictar sentencia con arreglo a derecho. Esta solución se impone de modo más evi-
dente cuando el allanamiento es parcial o cuando en el juicio intervienen terceros
interesados en el esclarecimiento de la cuestión debatida. 

Sección 3. La prueba

(a) Generalidades
608. El marco procesal civil en que se desarrollan los juicios en materia admi-
nistrativa lleva consigo la aplicación de las reglas generales en materia probatoria.
A falta de reglas propias del derecho administrativo de la prueba, tienen recepción
aquí las categorías generales sobre la materia, aunque las reglas de base se conten-
gan en cuerpos legales propios del derecho privado.
Así, el principio rector en materia de distribución de carga de la prueba –re-
cogido en el Código Civil– admite aplicación extensiva también en el campo ad-
ministrativo. Aunque la regla está concebida desde la posición estructural de las
partes en relaciones obligatorias (“Incumbe probar las obligaciones o su extinción
al que alega aquéllas o ésta”, art. 1698), el principio que encierra supone que al
Título III. El control judicial 397

actor corresponde acreditar los hechos fundantes de su pretensión, sea que ésta
suponga el reconocimiento o el desconocimiento de una situación u operación
jurídica.
De aquí que corresponda al demandante, que en general es el particular que
se opone a la administración, probar los hechos que justifican sus pretensiones.
En el contencioso de legalidad, le corresponderá demostrar los vicios de legali-
dad que invoca. En el contencioso de responsabilidad, el hecho dañoso, con sus
necesarias calificaciones, y la forma en que generan los perjuicios de que se queja
(confirmando este criterio a propósito de la responsabilidad del Estado en materia
sanitaria, Ley 19.966, art. 38, inc. 2).
Este mismo contexto legal supone un papel reducido del juez en la iniciativa
probatoria (cuya excepción más característica la conforman las medidas para me-
jor resolver, CPC, art. 159). Principios diferentes se aprecian en los mecanismos
procesales de amparo de derechos fundamentales (recursos de amparo o de pro-
tección) y, eventualmente, en mecanismos especiales de reclamación. Por supues-
to, es totalmente discutible que estos principios sean apropiados para conducir
la prueba de asuntos en que pueden verse afectados los intereses públicos; en
función de la importancia de estos intereses, en algunos regímenes de comparados
el juez asume un papel mucho más activo en este plano.

(b) Algunos medios de prueba


609. La aplicación extensiva de las reglas probatorias civiles recae sobre los
medios de prueba admisibles en la materia, la producción de la prueba o su incor-
poración al expediente y también su valoración. Con todo, en relación con esta
materia pueden detectarse algunas cuestiones específicas de la litigación adminis-
trativa que merecen ser analizadas con alguna detención.

(i) La confesión
610. La confesión es un medio de prueba privilegiado (confessio regina proba-
tionum) cuyo valor, según una concepción antigua, se justificaba en la renuncia
o disposición del confesante sobre los derechos a que se refiere la confesión. De
aquí que las reglas civiles sobre la confesión –espontánea o provocada– contengan
algunas exigencias comunes a los negocios jurídicos típicos. Si tal es el funda-
mento del régimen procesal de la confesión, ¿tiene sentido admitirla en derecho
administrativo?
En la medida que las operaciones administrativas son o se reputan ser fruto de
la ley y no de la voluntad pasajera de la autoridad de turno, la confesión debiera
398 José Miguel Valdivia

mirarse con reticencia en el contencioso de la legalidad de los actos administra-


tivos. Parecería anómalo que un acto administrativo se entendiera modificado o,
más aun, que su eficacia se entendiera desconocida, por las declaraciones proce-
sales del jefe de servicio o de su abogado, o aun por no concurrir a una audiencia
judicial. La práctica de la “absolución de posiciones” (como aún se conoce en
derecho chileno a la confesión provocada en juicio) no puede por sí sola tener por
efecto desconocer valor a los actos administrativos sobre los que incida.
Ahora bien, no debería ser dudosa la admisión de la prueba confesional en
procesos de otra naturaleza, y específicamente en aquellos en que se persiguen
condenas pecuniarias.

(ii) El testimonio de funcionarios públicos


611. En el proceso civil el patrón no puede prevalerse del testimonio de sus
empleados, porque se asume que las declaraciones de éstos no serán dignas de
fe en relación con las materias debatidas; por eso las reglas generales establecen
la inhabilidad de los trabajadores dependientes de la persona que los presente o
exija su testimonio (CPC, art. 358, núm. 4 y 5).
Paradójicamente, la jurisprudencia ha desarrollado argumentos para descartar
la aplicación de esta inhabilidad a los funcionarios públicos. A su juicio, como
los funcionarios están unidos con la administración por un vínculo estatutario,
protegido por la ley (y no por un simple contrato), no podría ponerse en duda
su imparcialidad o la verosimilitud de sus declaraciones. Por varias razones este
planteamiento jurisprudencial es discutible.
Ante todo, asume que el vínculo funcionarial es per se diferente de un vínculo
laboral. Aun dándola por buena, esta premisa sólo podría valer respecto de los
funcionarios de planta, que cuentan con una protección legal efectiva. Sin embargo,
numerosos agentes de la administración pública no cuentan con ese grado de pro-
tección, como los funcionarios a contrata, cuyos cargos son legalmente transitorios
(caducan a más tardar al 31 de diciembre de cada año). El argumento tampoco pue-
de referirse a los muchísimos agentes que desempeñan en la administración sobre
la base de contratos de prestación de servicios a honorarios, que están incluso peor
protegidos que los asalariados regidos por el Código del Trabajo (cf. § 135).
Más allá de esas razones, en sí mismo el argumento desconoce que, aun estan-
do protegido frente al Estado empleador, el funcionario forma parte de una comu-
nidad de esfuerzos con el servicio en que labora, que pueden llevarlo a declarar sin
la imparcialidad deseada en un escenario litigioso.
Seguramente, en muchos casos el testimonio de los funcionarios del servicio
puede aportar antecedentes valiosos para esclarecer los datos clave del juicio. Por
Título III. El control judicial 399

eso, su intervención en el proceso no debiera obstaculizarse, sin perjuicio de reco-


nocer al juez mayor libertad en la valoración de estos testimonios.

(iii) El expediente administrativo como “documento”

612. ¿Qué valor cabe asignar al expediente administrativo acompañado al jui-


cio en que se discute la legalidad de un acto administrativo?
La cuestión puede presentar dificultades. Si la administración resolvió pon-
derando opiniones provenientes de terceros, pueden surgir preguntas acerca del
valor a asignar en juicio a esas opiniones aisladamente consideradas: ¿se trata
de antecedentes emanados de terceros que carecen de relevancia si éstos no con-
curren al juicio a reconocerlos? Ciertamente, las reglas procesales antiguas no
se hacen cargo de aprehender esta materia: ¿debe calificarse al expediente como
instrumento público o como instrumento privado?
En verdad, más que un documento, el expediente es un complejo documental in-
tegrado por distintas piezas, de diversa importancia. De lo que hace fe el expediente
administrativo es simplemente de la circunstancia de que la administración acopió
en su oportunidad una serie de informaciones y antecedentes en orden a tomar una
decisión. Sin embargo, el valor preciso que corresponda asignar puntualmente a ca-
da uno de los antecedentes que obran en el expediente es una cuestión que depende
en cada caso del objeto del proceso. En el contencioso de legalidad, los antecedentes
del expediente importan en cuanto permiten reconstruir la toma de decisiones por
parte de la autoridad; la cuestión relevante no es el valor probatorio del documento,
sino el sentido en que la autoridad pudo ponderarlo en el marco de la decisión que
se trata de juzgar. En cambio, si se pretende utilizar la pieza del expediente adminis-
trativo en el marco de un litigio distinto –por ejemplo, la denuncia de alguien como
fundamento de un juicio indemnizatorio– la cuestión pasa por determinar el valor
de ese documento conforme a las reglas generales.

Sección 4. La terminación del proceso

613. ¿Pueden las partes poner término convencionalmente al juicio? La cues-


tión conduce a indagar las condiciones de procedencia de la transacción en el
derecho administrativo. Con todo, en la mayor parte de los casos el proceso con-
cluye mediante sentencia que resuelve derechamente el asunto debatido. En caso
de acogerse la demanda, puede ser relevante interrogarse sobre las condiciones de
ejecución de la sentencia.
400 José Miguel Valdivia

(a) La transacción
614. Conforme a su conceptualización por el Código Civil, la transacción es
típicamente el negocio jurídico que los contendientes en un proceso celebran para
ponerle término. Por cierto, su alcance es más amplio (pues engloba acuerdos pre-
ventivos, destinados a precaver litigios eventuales), pero en lo que aquí interesa, la
transacción es un “equivalente jurisdiccional”, vale decir, un acto que reemplaza a
la sentencia, por su aptitud de saldar de modo definitivo las disputas que enfren-
tan a las partes. Ahora bien, para ser reconocida como un medio de terminación
del juicio o, incluso, como un obstáculo a su formación, el derecho exige tradicio-
nalmente que las partes se hagan “concesiones recíprocas”. 
En la medida que la transacción es por naturaleza un acto de disposición, sólo
puede recaer sobre materias o derechos en que los transigentes tengan la libre dis-
posición. Por eso, y en razón de la prevalencia del principio de legalidad, su lugar
en el derecho administrativo siempre plantea preguntas delicadas. Es inequívoco
que por medio de la transacción la administración no puede renunciar a derechos
inalienables, como las potestades públicas. Por eso, la transacción no puede ser
un título por el cual la administración se comprometa ex ante a emitir un acto ad-
ministrativo o a abstenerse de hacerlo, o a ejercer o no ejercer cualquier potestad
pública. Por razones similares, en cuanto la legalidad misma no puede entenderse
a disposición de la administración, esta tampoco puede transigir consintiendo en
la conservación de un acto administrativo ilegal. Con todo, en el derecho chileno
ninguna disposición impide a la administración transigir sobre obligaciones pe-
cuniarias, de modo que su ámbito de aplicación en materias contractuales o de
responsabilidad extracontractual puede ser muy significativo. 
La transacción sólo puede acordarse por quien tenga facultades de disposición
sobre el objeto del litigio. Tratándose de órganos administrativos, esta exigencia
se traduce en la necesidad de habilitación legal expresa, sin la cual la transacción
no se admite. En tal sentido, puede referirse lo previsto en el artículo 7 de la
Ley Orgánica del Consejo de Defensa del Estado, que supedita la transacción a
un acuerdo de las tres cuartas partes de los miembros en ejercicio del Consejo,
respecto de los procesos en que este intervenga (que conciernen, en general, a la
administración central). En los casos en que el Consejo actúe por organismos se-
parados del Fisco se requiere, además, el consentimiento de la entidad respectiva.
Algunas disposiciones establecen exigencias especiales para la transacción, co-
mo ocurre con el artículo 56 letra h) de la Ley Orgánica de Municipalidades, que
sujeta la transacción respecto de los asuntos municipales a la intervención del
alcalde con el acuerdo del concejo. 
Título III. El control judicial 401

(b) La sentencia
615. El derecho positivo no define reglas específicas para las sentencias en ma-
teria administrativa, salvo en casos particulares.
Por eso, respecto de la forma de las sentencias, han de seguirse las reglas gene-
rales, previstas en el Código de Procedimiento Civil (art. 170) y en el auto acor-
dado de la Corte Suprema sobre la forma de las sentencias, de 30 de septiembre
de 1920.
Ahora bien, las reglas sobre la forma de las sentencias (civiles) apenas con-
siguen ocultar que en el proceso civil el oficio del juez se ve fundamentalmente
limitado por las pretensiones de las partes, a las que necesariamente debe atender.
En este esquema, salvo excepción legal expresa, la sentencia no puede extenderse
a cuestiones distintas de las planteadas por las partes a riesgo de fallar ultra petita.
Teóricamente, es más difícil comprender que en materia administrativa, en que
está en juego el equilibrio entre intereses públicos y privados, el juez carezca de
prerrogativas de acción de oficio. De lege ferenda, podría concebirse, al menos,
cierto número de asuntos en que el juez tenga posibilidad de adoptar decisiones
aun cuando las partes no lo hayan requerido.
Algunas reglas especiales entregan indicaciones parciales acerca del contenido
de las sentencias, que dan cuenta de los poderes del juez en este ámbito. Así, por
ejemplo, a semejanza de lo previsto para el recurso de protección, en el contencio-
so precontractual confiado al Tribunal de Contratación Pública, la ley determina
que al acoger el reclamo el tribunal podrá ordenar “las medidas que sean necesa-
rias para restablecer el imperio del derecho” (artículo 22). En el terreno del recla-
mo de ilegalidad municipal (y, por influencia de ese modelo, también regional) el
contenido de la sentencia se concibe como el anverso de las pretensiones que se
hubieren formulado:
“La corte, en su sentencia, si da lugar al reclamo, decidirá u ordenará, según sea
procedente, la anulación total o parcial del acto impugnado; la dictación de la resolu-
ción que corresponda para subsanar la omisión o reemplazar la resolución anulada; la
declaración del derecho a los perjuicios, cuando se hubieren solicitado, y el envío de los
antecedentes al Ministerio Público, cuando estimare que la infracción pudiere ser consti-
tutiva de delito” (LOCM, artículo 151, letra h).
El último ejemplo digno de notarse (que, por su carácter reciente, puede asu-
mirse como representativo del “estado del arte”) es el de las sentencias recaídas
en reclamos de ilegalidad contra actos administrativos de carácter ambiental, de
competencia de los tribunales ambientales:
“La sentencia que acoja la acción deberá declarar que el acto no es conforme a la
normativa vigente y, en su caso, anulará total o parcialmente la disposición o el acto re-
currido y dispondrá que se modifique, cuando corresponda, la actuación impugnada. En
402 José Miguel Valdivia

el ejercicio de esta atribución el Tribunal no podrá determinar el contenido específico de


un precepto de alcance general en sustitución de los que anulare en el caso de los actos
de los números 1) y 7) del artículo 17, así como tampoco podrá determinar el contenido
discrecional de los actos anulados” (Ley 20.600, artículo 30).

(c) Ejecución de la sentencia


616. Los datos del derecho positivo obligan a distinguir la sentencia de conte-
nido pecuniario de las demás.

(i) Sentencias pecuniarias


617. En el capítulo referido al juicio de hacienda, el Código de Procedimiento
Civil provee ciertas indicaciones acerca del modo de ejecutar las sentencias que
impliquen condenas pecuniarias contra el Fisco. Aunque esas disposiciones tienen
un ámbito de aplicación circunscrito (a los juicios contra el Fisco) parecen reposar
en exigencias de alcance más amplio.
El modelo de ejecución del juicio de hacienda supone que, para el pago de
las deudas establecidas mediante sentencia, se precisa la dictación de un decreto
supremo expedido por el ministerio respectivo (CPC, art. 752). De forma previa,
se requiere también un informe del Consejo de Defensa del Estado. Este proce-
dimiento de ejecución reposa, aparentemente, en un principio constitucional de
legalidad presupuestaria, contemplado en el artículo 100 de la Constitución (que
ordena a las tesorerías del Estado no “efectuar ningún pago sino en virtud de un
decreto o resolución expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley
o la parte del presupuesto que autorice aquel gasto”). De hecho, en algunos terre-
nos se contemplan procedimientos muy similares, como en el ámbito municipal
(LOCM, artículo 32, que supedita la ejecución de toda sentencia que condene a
una municipalidad a “la dictación de un decreto alcaldicio”).
Este procedimiento en general no es problemático, pues el Fisco paga sus deu-
das. Su extensión al ámbito municipal, sin embargo, ha generado algunas dificul-
tades, pues las municipalidades más pobres (o más renuentes) no siempre contem-
plan en sus presupuestos fondos suficientes para el pago de las deudas vencidas. 
En teoría, este procedimiento de ejecución es compatible con la aplicación
residual de los procedimientos de apremio tendientes a reforzar el pago de las
obligaciones pecuniarias. Con todo, una parte muy significativa de los bienes que
administran los organismos públicos está sujeto a estatutos de inembargabilidad.
Así ocurre, prácticamente por naturaleza, con los bienes nacionales de uso públi-
co, pues estos bienes “pertenecen a la nación toda” y en consecuencia el derecho
Título III. El control judicial 403

no admite su apropiación individual (con lo que carecería de objeto un procedi-


miento judicial que no pueda derivar en su remate). El derecho comparado adop-
ta una perspectiva aún más amplia, al extender esta solución a todos los bienes del
“dominio público”; pero se sabe que esta noción no se ha implantado muy bien
en el derecho chileno, a pesar de que ella permitiría explicar de un modo consis-
tente los variados regímenes puntuales de inembargabilidad de determinados bie-
nes públicos. Así, en muchos casos la aplicación eventual de estos procedimientos
de apremio se ve volcada al fracaso. Aunque la jurisprudencia constitucional ha
expresado alguna reticencia hacia estos regímenes de inembargabilidad, no los ha
declarado inconstitucionales (p. ej., TC, 24 de junio de 2014, Rol 2432). 

(ii) Sentencias no pecuniarias


618. Para la ejecución de condenas no pecuniarias no hay reglas detalladas,
pues el cumplimiento de la sentencia varía en función de su contenido. El mismo
CPC dispone, a propósito del cumplimiento incidental de las sentencias:
“Cuando se trate del cumplimiento de resoluciones no comprendidas en los artí-
culos anteriores, corresponderá al juez de la causa dictar las medidas conducentes a
dicho cumplimiento, pudiendo al efecto imponer multas que no excedan de una unidad
tributaria mensual o arresto hasta de dos meses, determinados prudencialmente por el
tribunal, sin perjuicio de repetir el apremio” (art. 238).
En buenas cuentas, el juez determina con alguna latitud las condiciones de
ejecución del fallo y los medios de apremio para tal fin (en algún caso se ha enten-
dido que la multa y el arresto ahí previstos sólo son referenciales).
Ya se ha sugerido la importancia de esta regla en la definición de acciones de
condena (cf. § 584). En efecto, la amplitud de la fórmula legal permite canalizar
distintas pretensiones que se traduzcan en actuaciones o abstenciones administra-
tivas concretas.
En ocasiones, el derecho positivo introduce especificidades respecto de estos
medios de apremio. El arresto del alcalde, por ejemplo, entendido como apremio
para el pago de deudas municipales, sólo procede respecto de obligaciones con-
traídas durante su mandato, y no respecto de las deudas de origen anterior.

Capítulo 2
La acción de “nulidad de derecho público”
619. En sus aspectos sustantivos, la nulidad de actos administrativos es abor-
dada en el título sobre el acto administrativo (§§ 329 y ss.). Aquí se refieren las
principales cuestiones concernientes al régimen de las acciones anulatorias, en el
404 José Miguel Valdivia

marco del control judicial de la administración. Hay que tomar en cuenta algunos
aspectos conceptuales que delimitan la acción (párrafo 1), el objeto mismo de la
acción, vale decir, la pretensión anulatoria (párrafo 2) y ciertas cuestiones de or-
den procesal relevantes (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. CONCEPTO
620. La identificación de la acción de nulidad de los actos administrativos
pasa por conceptualizarla, aislar su ámbito de aplicación, diferenciándola de la
anulación de otro tipo de actos sujetos al derecho público y la determinación de
la dimensión procedimental del concepto.

(a) Definición
621. En sentido racional, la acción de nulidad de derecho público es aquella
acción judicial cuyo objeto es la pretensión tendiente a la supresión de un acto
administrativo ilegal, en razón de su declaración de nulidad.
El fundamento de la acción es el respeto al principio de legalidad, entendido
en sentido clásico. La legalidad habilita a la administración para actuar, pero al
mismo tiempo delimita sus actuaciones, de modo que si éstas exceden del marco
legal no son reconocidas como jurídicamente eficaces por el derecho. La acción
de nulidad es un instrumento privilegiado de defensa de la legalidad. Por su inter-
medio la legalidad prevalece frente a actos de la administración que la ejecutan
de manera desleal; por lo mismo, esta acción permite restablecer la legalidad que-
brantada (fundamentalmente, gracias a los efectos retroactivos y prospectivos de
la nulidad). Si se busca un fundamento explícito en textos positivos, puede vincu-
larse la acción con el artículo 7 de la Constitución, en cuanto alude a la nulidad
de los actos que incurran en vicios de legalidad.
Ahora bien, en la breve tradición jurídica chilena, la expresión “acción de nuli-
dad de derecho público” tiene una pesada carga conceptual, vinculada a la doctri-
na de los años 1980 que pretendió asignarle un estatuto normativo específico. En
general, la idea designaría una acción reconocida por la Constitución, conducente
a la declaración de nulidad de actos administrativos, con los atributos que esa
doctrina le asignaba (operatividad de pleno derecho, insanabilidad, imprescripti-
bilidad). En circunstancias que el estatuto de la nulidad de actos administrativos
es difícilmente reconducible a la Constitución, con el tiempo esta concepción doc-
trinal ha ido perdiendo prestigio.
Título III. El control judicial 405

(b) Ámbito de aplicación


622. La acción de nulidad de derecho público permite desafiar la eficacia de
actos administrativos ilegales, pronunciados por cualesquiera autoridades admi-
nistrativas.
Es verdad que, atendido el generoso tenor literal de la Constitución al respec-
to (el artículo 7 alude sin distinción a los “actos” de los “órganos del Estado”),
alguna doctrina ha procurado extenderla también a otro tipo de actos públicos.
Nada es más dudoso que la utilidad de esta acción fuera del contexto de la admi-
nistración del Estado. Pero puede pensarse que la Constitución fija un principio
susceptible de dar lugar a distintas reglas en consideración al tipo de función pú-
blica de que se trata. Así, respecto de los actos jurisdiccionales las leyes procesales
contemplan amplios remedios tendientes a su supresión o corrección (recursos
procesales), cuyo fundamento está en exigencias procesales elementales que deri-
van de la cláusula del debido proceso, o simplemente en la violación de la ley que
los tribunales tienen por misión aplicar. Frente a las leyes, por su parte, la propia
Constitución arbitra mecanismos específicos para evitar su inconstitucionalidad,
radicados en el Tribunal Constitucional. Así puede pensarse que la “nulidad de
derecho público” (o simplemente, nulidad) de esas operaciones se actualiza me-
diante esos procedimientos específicos.
En contraste, la nulidad de derecho público de los actos administrativos no
está regulada de modo general en ningún otro cuerpo legal. Por eso ha tenido
tanta importancia el artículo 7 de la Constitución en la formulación de la preten-
sión anulatoria relativa a los actos administrativos; ese precepto reconoce que la
anulación de actos administrativos es una pretensión legítima, susceptible de ser
discutida ante el juez. En suma, para lo que aquí interesa, la nulidad de derecho
público queda reservada para los actos de los órganos administrativos.

(c) Diversidad de acciones de nulidad de derecho público


623. El derecho positivo no contempla un único camino procesal para obtener
la declaración de nulidad de actos administrativos. Diversas vías pueden explo-
rarse con este propósito: las acciones cautelares que permiten reaccionar frente
a actos ilegales, las múltiples reclamaciones de ilegalidad reconocidas por leyes
especiales y, por último, una acción innominada de nulidad ejercida conforme
a las reglas generales. Según ha reconocido recientemente la jurisprudencia, la
denominada acción de nulidad de derecho público es “toda acción contencioso
administrativa encaminada a obtener, por parte de un tribunal de la República,
la anulación de un acto administrativo. Estas acciones pueden establecerse por el
legislador para situaciones concretas y respecto de materias determinadas, - como
406 José Miguel Valdivia

es el caso de los casi doscientos procedimientos de reclamo contra la aplicación de


sanciones administrativas…” (Corte Suprema, 25 de septiembre de 2017, Aguas
Araucanía c/ Fisco, Rol 100.752-2016).
Este entendimiento reposa en una concepción racional de la acción de nulidad,
que atiende a su objeto: la pretensión anulatoria. De aquí que la misma jurispru-
dencia entienda que, a falta de un canal procedimental específico para una acción
de nulidad, los interesados pueden canalizarla por medio de las reglas generales
contempladas en la legislación procesal. Entre otras, estas reglas generales supo-
nen –según se ha analizado en el capítulo precedente– la competencia jurisdiccio-
nal de los jueces de letras con competencia en materias civiles y el procedimiento
previsto para los juicios ordinarios civiles. Este es el origen de la acción innomi-
nada de nulidad de derecho público, de construcción doctrinal. Ahora bien, este
marco procesal opera con carácter subsidiario, en caso de que el legislador no
haya establecido reglas singulares para la reclamación.
Progresivamente, la jurisprudencia ha tendido a abstraer la acción de nulidad de
derecho público del texto de la Constitución, haciendo de la nulidad una pretensión
justificada en presupuestos inherentes al sistema jurídico, como el principio de legali-
dad de la administración. Por lo mismo, se ha entendido que el estatuto procesal de la
acción de nulidad de derecho público no resulta de la Constitución, como afirmaba la
doctrina de los años 1980. En tal sentido, la jurisprudencia ha dicho: “Que los artícu-
los 6 y 7 de la Constitución Política, no establecen una determinada acción procesal
encaminada a obtener la anulación de los actos administrativos. Lo que configuran
es el principio de legalidad… [que lleva consigo] la posibilidad de recurrir ante los
tribunales de justicia, para obtener la anulación de los actos contrarios a derecho”
(fallo Aguas Araucanía recién citado).
En fin, en razón de la identidad de objeto de las acciones de reclamación y la
acción innominada de nulidad de derecho público, su interposición puede llegar a
ser incompatible. En aplicación de principios básicos, las leyes especiales priman
sobre las generales, también en el ámbito de los procedimientos judiciales. Por eso,
según ha resuelto la jurisprudencia, “al existir vías específicas de reclamación contra
el acto impugnado, deben prevalecer dichos procedimientos antes que el ejercicio
de la acción genérica de nulidad de derecho público” (Corte Suprema, 3 de julio
de 2014, Inmobiliaria Las Delicias S.A. c/ Báez Subiabre y Fisco, Rol 8742-2014).

PÁRRAFO 2. OBJETO DE LA ACCIÓN Y PODERES DEL JUEZ


624. La acción de nulidad de derecho público es idónea para obtener la inefi-
cacia de un acto administrativo ilegal.
Título III. El control judicial 407

Según un planteamiento doctrinal no discutido en derecho chileno, la sentencia anu-


latoria tiene carácter declarativo; en otros términos, se limita a pronunciar el derecho en
relación a una operación administrativa ilegal. La sentencia declara que el acto examina-
do es ilegal desde su inicio y, por tanto, no es reconocido como acto jurídico por el dere-
cho. La consecuencia lógica de esa declaración es la desaparición de los efectos del acto
tanto hacia el futuro (ex nunc) como retroactivamente en relación a los efectos ya produ-
cidos (ex tunc). Ahora bien, siguiendo orientaciones francesas relativas a la clasificación
de las acciones contencioso administrativas, se ha entendido que la sentencia anulatoria
se bastaría a sí misma, sin necesidad de más declaración que la de nulidad del acto. Esa es
una concepción minimalista de la acción de nulidad, como simple medio de defensa del
principio de legalidad, tendencialmente desprovisto de consecuencias prácticas.
De estas vacilaciones jurisprudenciales resulta que la pertinencia de la acción
de nulidad de derecho público sólo es inequívoca cuando se persigue la anulación
de un acto jurídico que aún no despliega sus efectos o que solo produce efectos
normativos. En cambio, surgen dudas respecto de su utilidad para revertir las con-
secuencias jurídicas de un acto en ejecución o ya ejecutado, sobre todo si se trata
de consecuencias patrimoniales.
En algunos casos la jurisprudencia ha percibido que, si con el pretexto de la
nulidad se persiguen en realidad efectos pecuniarios, la acción debe ser otra: una
acción de tipo civil, reparatoria o restitutoria (por ejemplo, en un caso en que se
había demandado la nulidad de un acto que llamó a retiro a un funcionario pú-
blico quien, en razón de su edad, ya no podía volver a su puesto: Corte Suprema,
4 de enero de 2013, Droguett Inarejo c/ Fisco, Rol 5288-2010). Por el contrario,
en otros casos se ha estimado que la nulidad es indispensable para poner término
efectivo a las consecuencias de un acto administrativo, sin que baste, por ejemplo,
una acción restitutoria (caso Abufrut, relativo a la repetición del pago de lo no
debido, originado en tarifas definidas mediante reglamento ilegal: Corte Suprema,
28 de mayo de 2015, Abufrut Ltda. c/ Servicio Agrícola y Ganadero y Fisco, Rol
21.920-2014). Así las cosas, al parecer la acción de nulidad de derecho público
tiene un objeto puramente normativo, que se traduce en la declaración de inefica-
cia de un acto administrativo, pero para llevarla hasta sus últimas consecuencias
–en lo que se refiere a la neutralización de los efectos del acto– se requerirían
pretensiones de condena adicionales (que alterarían la naturaleza de la acción).

PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCESALES


625. Ahondando en los aspectos procesales comunes al control judicial de la
administración, conviene revisar tres cuestiones, concernientes al procedimiento
aplicable a la acción, la legitimación procesal y la prescripción.
408 José Miguel Valdivia

(a) Procedimiento aplicable


626. Para las acciones especiales de nulidad (reclamos de ilegalidad) hay que
prestar atención a las exigencias previstas en cada caso por las leyes que las reco-
nocen y que, en general, consagran procedimientos abreviados. La acción residual
de nulidad de derecho público, en cuanto acción innominada construida sobre la
base de las reglas generales, está sujeta al procedimiento ordinario para asuntos
civiles (CPC, arts. 253 y ss.). Si la acción conlleva pretensiones pecuniarias contra
el fisco (por ejemplo, restitución de bienes o dineros), el procedimiento debe reu-
nir las exigencias de los juicios de hacienda (CPC, arts. 748 y ss.).

(b) Legitimación procesal


627. Sobre la legitimación activa rigen las orientaciones generales de lo conten-
cioso administrativo. Si la acción de nulidad de derecho público tiene por objeto
la defensa de la legalidad objetiva, y no configura una acción de declaración de
derechos, la legitimación activa debiera ser lo más amplia posible. En este sentido,
la jurisprudencia chilena –siguiendo orientaciones comparadas– propende a una
legitimación amplia, basada en la afectación de intereses legítimos del reclamante;
sin embargo, a veces la práctica introduce restricciones que asemejan el concepto
de interés al de derecho subjetivo.
En cuanto a la legitimación pasiva, el legítimo contradictor de una acción de
nulidad de derecho público es tanto el autor del acto que se trata de anular como
el tercero beneficiario del mismo.
Por autor del acto debe entenderse la persona pública a que pertenece el órga-
no que lo ha pronunciado.
También deben ser emplazados en estos juicios, en calidad de demandados,
los terceros beneficiarios del acto que se trata de anular. Así lo ha reconocido
recientemente la jurisprudencia: “tratándose de una acción de nulidad de derecho
público cuyo objeto es la anulación de un acto administrativo que constituyó
derechos a favor de terceros, resulta claro que la demanda debe ser dirigida tanto
contra la autoridad que emitió el acto como contra las personas o cuyos derechos
o intereses pudieran quedar afectados por las pretensiones del demandante. Si
falta alguno de ellos, la relación procesal será defectuosa y el juez no podrá entrar
a pronunciarse sobre el fondo del asunto” (Corte Suprema, 14 de abril de 2015,
Alarcón Araneda c/ Mun. Santiago, Rol 30.323-2014). En términos procesales, la
idea de fondo es la configuración de un litisconsorcio pasivo necesario en estos
casos, formado por el autor del acto y sus beneficiarios. Esta exigencia se justifica
Título III. El control judicial 409

tanto en criterios sustanciales (relativos a la indivisibilidad del derecho objetivo)


como en razones de debido proceso.

(c) Prescripción de la acción


628. Tanto en la doctrina como en la jurisprudencia chilenas, está muy difun-
dida la opinión que sostiene el carácter imprescriptible de la acción de nulidad de
derecho público.
El sustento formal de esa opinión se encuentra en la ausencia de plazos legales
para el ejercicio de la acción. Por cierto, los reclamos de ilegalidad definidos por
leyes especiales tienen, ordinariamente, plazos de caducidad acotados para la in-
terposición de las acciones. En términos sustantivos, la justificación de la impres-
criptibilidad es más problemática, dado que la necesidad de estabilización de las
relaciones jurídicas es un objetivo de certeza jurídica transversal a todo ámbito
del derecho.
La tesis de la imprescriptibilidad de la acción ha tenido amplia recepción ju-
risprudencial; sin embargo, actualmente ha perdido gran parte de su interés. Tal
imprescriptibilidad se planteó mucho en casos sobre confiscaciones ilegales prac-
ticadas en la década de 1970 por la dictadura contra militantes de partidos de
izquierda; varios fallos dieron razón a los demandantes, ordenándose la restitu-
ción de las cosas confiscadas, o al menos una indemnización compensatoria. Sin
embargo, esta tendencia se revirtió a partir de 2000, siguiendo un razonamien-
to que distingue la nulidad de sus consecuencias: aunque pueda aceptarse que
la nulidad de derecho público no prescribe, las acciones pecuniarias derivadas
de ella prescriben conforme a las reglas generales previstas para acciones civiles
análogas (Corte Suprema, 27 de noviembre de 2000, Aedo Alarcón c/ Fisco, Rol
852-2000). Así, conforme a esta jurisprudencia –que no ha perdido vigencia– la
nulidad debe pedirse dentro del plazo de 5 años si va asociada a una pretensión
pecuniaria común, o de 4 años, si es fundamento de una pretensión resarcitoria.
Por eso, en la práctica la cuestión de la perpetuidad de la acción ha dejado de ser
tan acuciante. Como casi siempre se la ejerce como fundamento de pretensiones
patrimoniales (responsabilidad, principalmente), en algunos casos la nulidad va a
carecer de efectos útiles si se la ejerce transcurrido un plazo importante desde que
el acto administrativo entró en vigencia.
Ahora bien, cuando se opone la nulidad por vía de excepción (cf. § 342), la
posibilidad de admitirla en forma indefinida parece tener más sentido. El derecho
comparado entiende que, tratándose de reglamentos, la excepción de ilegalidad
puede oponerse en cualquier tiempo; respecto de actos de efecto singular, admite
que pueda oponérsela mientras no prescriba la acción de fondo.
410 José Miguel Valdivia

Capítulo 3
Recurso de protección
629. El denominado “recurso de protección” es una acción judicial de natura-
leza cautelar destinada a amparar el ejercicio de derechos fundamentales.
Su ámbito de aplicación es extraordinariamente amplio. Por una parte, está
establecido en beneficio de toda persona en contra de cualquier otra (tanto pri-
vada como pública). Por otra, los derechos fundamentales que está destinado a
amparar han recibido una interpretación extensiva en la jurisprudencia (espe-
cialmente el derecho de propiedad, la libertad de empresa y la igualdad ante la
ley), abarcando un sinnúmero de problemas prácticos. Estas características han
permitido su uso intensivo como acción contencioso administrativa en los más
variados ámbitos de actividad estatal (además de canalizar, también, la resolución
de disputas entre agentes privados).
Las condiciones procesales que lo caracterizan son muy ágiles y flexibles, ha-
ciendo posible la resolución de un diferendo mediante sentencia de la más alta
jerarquía judicial en breve tiempo, circunstancia que lo hace especialmente atrac-
tivo como herramienta litigiosa.
Por último, atendida la jerarquía constitucional de su fuente normativa (in-
tocable por la ley), está prácticamente siempre a disposición de los litigantes, de
modo que en su estrategia concurre como alternativa de acción tanto frente a los
remedios judiciales más tradicionales como frente a mecanismos de reclamación
específicos contemplados por la ley en ciertas materias.
Todas estas razones conducen a su tratamiento obligado en el derecho admi-
nistrativo, sin perjuicio de las críticas que pueda merecer su empleo en asuntos
delicados (párrafo 4). El análisis que sigue menciona su fuente normativa (párrafo
1), requisitos de procedencia en cuanto al fondo (párrafo 2) y singularidades pro-
cesales (párrafo 3).

PÁRRAFO 1. FUENTE NORMATIVA


630. El recurso está contemplado por el artículo 20 de la Constitución, en los
siguientes términos:
“El que por causa de actos u omisiones arbitrarios o ilegales sufra privación, perturba-
ción o amenaza en el legítimo ejercicio de los derechos y garantías establecidos en el artí-
culo 19, números 1°, 2°, 3° inciso cuarto, 4°, 5°, 6°, 9° inciso final, 11°, 12°, 13°, 15°, 16°
en lo relativo a la libertad de trabajo y al derecho a su libre elección y libre contratación,
y a lo establecido en el inciso cuarto, 19°, 21°, 22°, 23°, 24° , y 25° podrá ocurrir por sí
o por cualquiera a su nombre, a la Corte de Apelaciones respectiva, la que adoptará de
Título III. El control judicial 411

inmediato las providencias que juzgue necesarias para restablecer el imperio del derecho
y asegurar la debida protección del afectado, sin perjuicio de los demás derechos que
pueda hacer valer ante la autoridad o los tribunales correspondientes”.

Una regla especial contenida en el inciso 2 de este precepto concierne al recur-


so de protección en materia ambiental:
“Procederá, también, el recurso de protección en el caso del N°8° del artículo 19,
cuando el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación sea afectado por
un acto u omisión ilegal imputable a una autoridad o persona determinada”.

PÁRRAFO 2. REQUISITOS DE PROCEDENCIA


631. Las condiciones para que el recurso proceda pueden agruparse en requi-
sitos subjetivos (sección 1) y objetivos (sección 2).

Sección 1. Requisitos subjetivos

632. Conviene analizar las personas u organismos que pueden intervenir en


el procedimiento a que da origen en cuanto sujetos activos y pasivos (además de
eventuales terceros, admitidos en la práctica).

(a) Legitimación activa

633. En cuanto mecanismo de amparo de derechos fundamentales, el recurso


de protección está abierto a cualquier titular de tales derechos; pero, dada la im-
portancia estructural de los derechos fundamentales en un Estado de Derecho, su
amparo puede ser “provocado” incluso por terceros distintos del titular de esos
derechos (y a veces ¡contra su voluntad!). De aquí que, a pesar del carácter esen-
cialmente subjetivo de este mecanismo contencioso, la legitimación activa sea su-
ficientemente amplia como para cubrir en la práctica algunas manifestaciones de
un control objetivo de ciertas operaciones estatales, particularmente aquellas que
inciden en derechos fundamentales de fuerte carácter indisponible (p. ej., derecho
a la vida) o indivisible (p. ej., medio ambiente).
La flexible fórmula constitucional (“el que… sufra [afectación en el] ejercicio
de los derechos”) es expresiva de la amplitud que caracteriza al recurso desde la
perspectiva subjetiva: cualquier persona puede deducir un recurso de protección.
Desde luego, como titular de derechos fundamentales, el recurrente por exce-
lencia es la persona natural.
412 José Miguel Valdivia

Es discutible que las personas jurídicas sean por sí mismas titulares de dere-
chos fundamentales. Ciertamente no son titulares de los derechos de la persona-
lidad reconocidos como derechos fundamentales. Sin embargo, algunos de los
derechos constitucionales amparados mediante el recurso de protección (o los
principios que encierra su reconocimiento) también pueden extenderse, al menos
argumentativamente, a las personas jurídicas; así ocurre característicamente con
la igualdad ante la ley, la libertad de empresa o el derecho de propiedad. De aquí
que la práctica judicial las admita con bastante flexibilidad como recurrentes.
Incluso se ha aceptado como recurrentes a personas jurídicas de derecho público
(como las municipalidades o las empresas públicas), pasando por alto la objeción
conceptual consistente en que los derechos fundamentales son, al menos históri-
camente, prerrogativas del individuo contra el Estado.
La dimensión más objetiva del recurso de protección se sustenta en la posibi-
lidad de que el recurrente comparezca “por sí o por cualquiera a su nombre”. A
condición de que se individualice suficientemente a la persona que sufre menos-
cabo en sus derechos fundamentales, el recurso de protección puede ser intentado
por parientes o amigos del recurrente o por cualquier persona que se preocupe de
su bienestar (como en el antiguo caso Párroco de San Roque, Corte de Apelacio-
nes de Santiago, 9 de agosto de 1984), por dirigentes de grupos no personificados
en favor de sus integrantes, o incluso por autoridades públicas en “favor” de algu-
nos ciudadanos (ilustración a contrario: caso Galilea Ocón, en que el intendente
regional recurrió de protección “en favor de la vida de toda persona natural que
se encuentra en un perímetro de 30 km. cercano al Volcán Chaitén”, Corte de
Apelaciones de Puerto Montt, 5 de junio de 2008, Rol 102-2008).

(b) Sujeto pasivo


634. La Constitución no especifica contra quién es procedente un recurso de
protección. Ese silencio se ha entendido con la mayor amplitud imaginable, de
modo de hacerlo procedente tanto contra particulares como contra organismos o
agentes públicos, sin restricción. En consecuencia, el recurso de protección puede
intentarse como mecanismo de solución de controversias entre privados, así como
de disputas entre el ciudadano y el Estado.
Toda clase de organismos o autoridades administrativas son susceptibles de ser
sujetos pasivos de recursos de protección, incluyendo al Presidente de la Repúbli-
ca o los ministros de Estado, la Contraloría General de la República, los alcaldes
y los directores de obras municipales o aun otras autoridades.
635. En variadas ocasiones se han dirigido recursos de protección en contra de
jueces o tribunales. Cuando el recurso incide en el ejercicio de funciones jurisdiccio-
Título III. El control judicial 413

nales, en general estos recursos se estiman improcedentes en cuanto al fondo, pues


la circunstancia de que un asunto esté sujeto al conocimiento de un tribunal sugiere
que ya está bajo el imperio del derecho, de modo que el recurso de protección care-
cería de objeto. Sin embargo, en casos excepcionales algunos recursos han triunfado
como medio de reacción contra resoluciones judiciales adoptadas con defectos pro-
cesales graves (como la falta de emplazamiento de algún afectado).
636. En más de alguna ocasión también se han dirigido recursos en contra del
Congreso (o contra parlamentarios), y éstos se han estimado formalmente admi-
sibles, aunque no han prosperado en cuanto al fondo. Por las condiciones exacer-
badas de discrecionalidad en que se ejercen sus funciones políticas, los actos del
Congreso son muy difíciles de controlar por esta vía. Al menos respecto del ejer-
cicio de la función legislativa, la procedencia de estos recursos sería por completo
anómala (por la legitimidad de principio de la ley y la obligación institucional de
los jueces de respetarla).
La informalidad característica del recurso sugiere que el recurrente no requiere
hacer un gran esfuerzo en identificar al sujeto pasivo, pues la Corte requerirá in-
forme a “la persona o personas, funcionarios o autoridad que según el recurso o
en concepto del Tribunal son los causantes del acto u omisión arbitraria o ilegal”.

Sección 2. Requisitos objetivos


637. Para que un recurso de protección prospere se requiere la concurrencia de
los requisitos mencionados en la primera parte del artículo 20 de la Constitución:
el recurrente debe conseguir acreditar un acto contrario a derecho que afecte de-
rechos fundamentales.

(a) “Actos u omisiones”


638. La Constitución se refiere indistintamente a “actos u omisiones”. Estas
expresiones no tienen sentido técnico específico, sino que denotan la vocación de
este dispositivo para cubrir tanto hechos positivos como negativos.
Desde luego, puede recurrirse en contra de actos jurídicos, lo que es particu-
larmente válido respecto de actos administrativos. Se han deducido recursos de
protección en contra de todo tipo de actos administrativos, cualquiera sea su
soporte instrumental (decretos, resoluciones, meros oficios), cualquiera sea su rol
procedimental (actos de mero trámite o actos terminales) o, según ya se ha men-
cionado, cualquiera sea el órgano de quien provengan. Recientemente la Corte
Suprema ha reconocido en forma específica la procedencia de recursos en contra
de reglamentos.
414 José Miguel Valdivia

Pero también procede contra meras operaciones materiales e incluso contra


omisiones.
Sin duda, el aspecto conceptualmente más problemático lo configuran las
omisiones. Si una omisión es, por definición, algo que no ocurre, la procedencia
de los recursos en su contra plantea al menos dos dificultades. En el plano for-
mal, que es relevante para determinar el plazo para recurrir, ¿desde cuándo se
produce algo que por definición no se produce? En parte, esa pregunta podría
depender de la cuestión que se plantea el plano sustancial: ¿bajo qué circuns-
tancias una omisión puede tenerse por ilegal? Ciertamente los textos legales
suelen definir imperativos positivos de actuación, que se ven defraudados por
su inobservancia; pero no es tan frecuente que asignen un plazo perentorio para
darles cumplimiento.

(b) Ilegalidad o arbitrariedad


639. El aspecto de mayor importancia jurídica del recurso de protección con-
siste en la calificación del atentado contra derechos fundamentales: el recurso sólo
procede si el hecho generador puede calificarse como ilegal o arbitrario. Es en esta
calificación en que reposa el principal desafío intelectual para los tribunales de
protección; naturalmente, la cuestión tiene gran relevancia para el control de los
actos administrativos cuya revisión se persigue por esta vía.

(i) Significado de estas nociones


640. La experiencia práctica asume que estos conceptos legales corresponden a
dos facetas de la antijuridicidad del acto recurrido. Mientras la ilegalidad implica
incompatibilidad de ese acto con algún texto jurídico positivo (aunque sea de
jerarquía distinta a la ley), la arbitrariedad, en cambio, supone contrariedad del
acto con un estándar de actuación no expresado textualmente.
De hecho, la jurisprudencia (siguiendo una definición de diccionario) suele
decir que la arbitrariedad consiste en actuar por “mero capricho”, con lo cual
quiere significar sin razones valederas que justifiquen esa actuación. Por esta vía,
el control de la arbitrariedad suele depender de estándares de razonabilidad o
proporcionalidad. En este plano, el control de la arbitrariedad permite a las Cor-
tes desplegar un arsenal diversificado de herramientas, desde el control formal de
la motivación de los actos administrativos hasta análisis (teóricamente) más sofis-
ticados relativos a la desproporción entre los fines que el acto recurrido persigue
y los medios que emplea para alcanzarlos, como ocurre en el juicio comparativo
entre los costos y los beneficios de ciertas medidas recurridas.
Título III. El control judicial 415

Atendida esta distinta vocación de las nociones, se explica que en la práctica el con-
trol de las potestades regladas se canalice mediante el concepto de ilegalidad, mientras
que el de las potestades discrecionales, mediante el concepto de arbitrariedad.

(ii) Juicio crítico a esta categorización


641. El binomio ilegalidad o arbitrariedad es equívoco, porque –al menos, tal
como se le entiende en la práctica– conduce a pensar que una decisión arbitraria
no podría tacharse de ilegal (o, llevando las cosas al absurdo, que sería legal).
Esta confusión es inaceptable a la luz de las categorías más generales del dere-
cho administrativo, que resultan de la teoría del acto administrativo y sus elemen-
tos (cf. §§ 297). Al menos respecto de operaciones administrativas, la arbitrarie-
dad está sistemáticamente asociada a vicios que afectan a los motivos o los fines
de un acto administrativo. En consecuencia, los vicios de arbitrariedad son una
especie del género más vasto de vicios de ilegalidad. De hecho, los mismos vicios
que en sede de protección se identifican con la arbitrariedad en el derecho compa-
rado se analizan como vicios de ilegalidad; lo mismo ocurre en el derecho chileno
en otros mecanismos litigiosos concebidos como reclamos de ilegalidad, como la
acción de nulidad de derecho público o las reclamaciones especiales.
Por eso, la distinción entre ilegalidad y arbitrariedad no es técnica, sino mera-
mente didáctica. La habilitación a controlar tanto la ilegalidad como la arbitra-
riedad invita a los jueces a mirar más lejos del mero tenor literal de las reglas: la
sola cobertura textual de los actos administrativos no es suficiente para apreciar
su conformidad a derecho, que puede depender también de otros estándares (p.
ej., de proporcionalidad). Pero este control podría efectuarse de todas formas,
aunque la Constitución no se refiriera positivamente a la arbitrariedad.
Debe tenerse presente que la misma distinción entre ilegalidad y arbitrariedad
aparece recogida en otros ámbitos. El más significativo de ellos es el reclamo pre-
contractual ante el Tribunal de Contratación Pública (Ley 19.886, art. 24). Todo
lo dicho a propósito del recurso de protección es predicable de este mecanismo
de reclamación.

(iii) Importancia práctica de la distinción en materia ambiental


642. Sin perjuicio de lo anterior, conviene tener presentes las particularidades
del recurso de protección en la materia ambiental. En ese campo, por norma ex-
presa el recurso procede “cuando el derecho a vivir en un medio ambiente libre de
contaminación sea afectado por un acto u omisión ilegal imputable a una autori-
416 José Miguel Valdivia

dad o persona determinada” (Constitución, art. 20, inc. 2). La especialidad de la


regla sugiere que el control de la “arbitrariedad” estaría excluido en este terreno.
La redacción actual de la norma surgió de la reforma constitucional de 2005
(Ley 20.050). De los debates que suscitó esa reforma aparece que algunos enten-
dieron que, en tanto el recurso se dirija contra resoluciones de las autoridades
administrativas, no correspondería tachar de arbitrarios los actos estatales que se
ajustaran a la ley; es verdad que otros sugirieron que la distinción entre ilegalidad
y arbitrariedad era compleja, pues la arbitrariedad era una especie de ilegalidad.
En todo caso, atendido el inequívoco carácter especial de la regla, parece que con
su dictación se buscó reducir el margen de maniobra del juez en la formulación de
estándares extralegales en materia ambiental. Aunque no pueda descartarse que
también en este campo el tribunal de protección emplee herramientas de control
de razonabilidad y proporcionalidad, el régimen especial de esta clase de recursos
podría materializarse en soluciones anómalas.

(c) Efectos del atentado


643. En cuanto a los efectos del atentado, este debe afectar un derecho funda-
mental en grado de (i) amenaza, (ii) privación o (iii) perturbación. La definición
de estos tres grados corresponde a una ordenación más didáctica que científi-
ca. “Amenaza” es cualquier situación de afectación contingente a derechos fun-
damentales, lo que revela que el recurso puede intentarse en forma preventiva.
“Privación”, en cambio, supone la consumación del atentado. “Perturbación” es
cualquier afectación al ejercicio de un derecho fundamental que no quepa en las
otras categorías.

(d) Derechos protegibles


644. Los derechos susceptibles de amparo por esta vía son enunciados limita-
tivamente por la Constitución (numerus clausus).
En general, se trata de derechos de índole liberal-individualista (derechos ci-
viles y políticos o derechos humanos de primera generación), pero este no es un
criterio infalible, pues no todos esos derechos quedan cubiertos por el recurso.
Así ocurre, característicamente, con el derecho a la vida y a la integridad física y
síquica (art. 19 N° 1), al respeto y protección a la vida privada y a la honra (art.
19 N° 4), la inviolabilidad del hogar y de las comunicaciones privadas (art. 19
N° 5), la libertad de conciencia y de cultos (art. 19 N° 6), las libertades de opinión
y de información sin censura previa (art. 19 N° 12), la libertad de reunión (art. 19
N° 13) y la libertad de asociación (art. 19 N° 15).
Título III. El control judicial 417

El recurso también ampara derechos individuales de contenido patrimonial,


como la libertad de empresa (art. 19 N° 21), la libertad para adquirir el dominio
de los bienes comerciables (art. 19 N° 23), el derecho de propiedad en sus diver-
sas especies, sobre toda clase de bienes corporales o incorporales (art. 19 N° 24),
incluidos los derechos relativos a la propiedad intelectual (art. 19 N°  25). Sin
duda aquí se hallan algunos de los derechos más frecuentemente invocados por
los recurrentes, que son interpretados extensivamente por la jurisprudencia. En
una de sus facetas, la libertad de emprendimiento habilita al individuo a ejercer la
actividad económica que quiera, “respetando las normas legales que la regulen”;
de aquí que mediante el recurso de protección se haya impugnado toda suerte
de regulaciones administrativas sobre determinados mercados o actividades em-
presariales (incluso, por un tiempo se creyó que el art. 19 N° 21 establecía una
reserva de ley fuerte, que impedía las regulaciones administrativas, pero esa con-
cepción ha sido mayoritariamente abandonada). Por su parte, con fundamento en
el derecho de propiedad se ha protegido la titularidad de cualquier suerte de ven-
taja patrimonial, o incluso extrapatrimonial, sean derechos reales de propiedad
o de otra índole, derechos personales surgidos de contratos, o de la ley, ventajas
reconocidas mediante actos administrativos, o simplemente la disponibilidad de
dineros. A pesar de variadas y recurrentes críticas (contra la “propietarización de
los derechos”), la jurisprudencia no ha sido rigurosa en este aspecto, favoreciendo
la interposición de recursos para proteger de modo flexible una cierta intangibi-
lidad del patrimonio.
Según la Constitución, el recurso protege el derecho a la igualdad ante la ley
(art. 19 N°2), y una de sus proyecciones específicas en el campo económico, la
garantía de no discriminación arbitraria en el trato que deben dar el Estado y sus
organismos a las personas en materia económica (art. 19 N° 22). Últimamente, la
protección de la igualdad ante la ley se ha erigido en una válvula de escape para la
jurisprudencia en todos los casos en que el derecho alegado no sea tan fácilmen-
te reconocible (cubriendo incluso derechos no amparados por esta vía, como la
libertad personal, protegida mediante el recurso de amparo). Una discriminación
arbitraria se da por establecida más o menos sencillamente en la medida que al-
guien no trate a otro como correspondería, ya sea al tenor de las reglas textuales,
de la experiencia pasada (sea en relación con el recurrente o con terceros), o sim-
plemente de estándares extranormativos definidos para el caso. Por este camino,
el recurso de protección podría llegar a erigirse en una simple acción de reclama-
ción sin referencia a los derechos constitucionales.
El estatuto constitucional del justiciable, previsto en el art. 19 N° 3, no está
cubierto por el recurso de protección (lo que excluye en particular, la garantía del
debido proceso). Probablemente esta exclusión no sea problemática, en cuanto el
justiciable que interviene en un proceso se reputa estar bajo el imperio del derecho
418 José Miguel Valdivia

(y tiene a su disposición los medios de defensa que reconocen las leyes procesales).
El único aspecto de este derecho que está sujeto a amparo constitucional es el de-
recho a no ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal definido ex
ante por la ley, garantía comúnmente denominada del “juez natural” o “juez de
la tierra” (inc. 4). En algunos casos esta garantía también ha recibido una inter-
pretación extensiva, estimándosela conculcada cuando alguna autoridad pública
zanja alguna discrepancia que las Cortes estiman debiera ser resuelta por la vía
jurisdiccional (censurando entonces a esa autoridad por erigirse indebidamente
en jurisdicción).
Los derechos protegidos que tienen mayor grado de conexión con los derechos
fundamentales de segunda o tercera generación también son abordados en su
faceta más individualista: el derecho a elegir libremente algún sistema de salud,
público o privado (art. 19 N° 9), la libertad de enseñanza (art. 19 N° 11), la li-
bertad de trabajo (art. 19 N° 16) y la libertad de sindicalización (art. 19 N° 19).
Por excepción, en la práctica recibe un contenido más bien de orden colectivo la
protección del derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación (art.
19 N° 8), sujeta a reglas especiales.

PÁRRAFO 3. ASPECTOS PROCESALES


645. Ante todo, el recurso de protección se presenta como un mecanismo de
tutela cautelar de derechos. Aunque la jurisprudencia no aborde este carácter con
enfoque sistemático, la práctica se muestra receptiva a las exigencias comunes
a la tutela cautelar, que la teoría procesal denomina (i) fumus boni iuris y (ii)
periculum in mora. El fumus (literalmente, “humo de buen derecho”) supone la
verosimilitud de las alegaciones del recurrente, en el sentido de que el hecho con-
tra el que recurre efectivamente importa afectación de derechos constitucionales.
De aquí que la práctica judicial rechace frecuentemente brindar protección si se
estima que el invocado no es un “derecho indubitado” (típicamente, cuando la ex-
pectativa que se pretende requiere ser reconocida o declarada mediante operacio-
nes administrativas o jurisdiccionales específicas). Algo similar ocurre cuando se
rechaza el recurso por estimarse que para su tutela efectiva se requiere un “juicio
de lato conocimiento”, es decir, acopio de antecedentes de análisis mayores que
los que justificarían la tutela cautelar. El periculum, por su parte, se traduce en la
urgencia implícita en la brevedad del plazo para recurrir.
La regulación procesal de detalle se contiene, en lo no previsto por la Consti-
tución, en el Auto Acordado de la Corte Suprema sobre tramitación del Recurso
de Protección de Garantías Constitucionales, cuyo texto refundido, de 17 de julio
Título III. El control judicial 419

de 2015, fue publicado en el Diario Oficial de 28 de agosto de 2015. Se analizan


a continuación sus principales notas relevantes.

(a) Competencia
646. La competencia de primera instancia corresponde a “la Corte de Apela-
ciones respectiva”, pero el auto acordado confiere al recurrente un derecho de op-
ción entre aquella Corte en cuyo territorio jurisdiccional se hubiere incurrido en
el hecho contra el cual se recurre o se hubieren producido sus efectos. En segunda
instancia conoce la Corte Suprema (3ª sala).

(b) Presentación del recurso


647. La informalidad característica del recurso se traduce en que su interposi-
ción no está sujeta a grandes exigencias. Por excepción a las reglas de compare-
cencia en Cortes, puede deducirlo por sí mismo el recurrente o cualquier otra per-
sona capaz de comparecer en juicio. En particular, no se requiere la intervención
de abogados (sin perjuicio de su conveniencia para la estrategia del recurrente).
El escrito puede presentarse en papel simple o por cualquier medio electrónico.

(c) Plazo
648. La exigencia formal más rigurosa consiste en la presentación oportuna
del recurso. Al efecto el auto acordado define un plazo fatal de 30 días corridos,
“contados desde la ejecución del acto o la ocurrencia de la omisión o, según la
naturaleza de éstos, desde que se haya tenido noticias o conocimiento cierto de
los mismos, lo que se hará constar en autos” (art. 1). De este modo, el plazo se
cuenta por lo común desde la comisión material o jurídica del hecho contra el cual
se recurre, en el entendido de que el recurrente toma entonces conocimiento de
él; de lo contrario, si logra demostrarse que la materialización pasó o pudo pasar
inadvertida al recurrente, el plazo se contará desde el momento posterior en que
haya tomado conocimiento efectivo del hecho.
Respecto de actos administrativos, el plazo para recurrir se cuenta desde que
el acto se dicta (o incluso antes, si el recurrente toma conocimiento de su elabo-
ración en proyecto y estima que amenaza sus derechos) y hasta que el recurrente
tome noticia del acto. Respecto de sus destinatarios, el acto requiere, para alcan-
zar eficacia, ser notificado o publicado (cf. § 263); estos momentos determinan
también, por regla general, el conocimiento del acto.
420 José Miguel Valdivia

Una nutrida (pero no uniforme) jurisprudencia ha reafirmado la aplicación


rigurosa de este plazo incluso respecto de los actos administrativos que han sido
objeto de recursos administrativos, típicamente de reposición o reconsideración
(la jurisprudencia se inicia con Corte Suprema, 31 de mayo de 2006, Rol 1717-
2006 – son varios fallos idénticos recaídos en causas promovidas por Thunderbird
IEG contra la Superintendencia de Casinos de Juego). Esta orientación jurispru-
dencial contraría la regla general sobre la materia, que asigna a la interposición
de recursos administrativos el efecto de interrumpir los plazos de reclamación
judicial, asegurando así al interesado un derecho a opción respecto de la vía por la
cual canalizar sus pretensiones (LBPA, art. 54; cf. § 437). Esta jurisprudencia en-
tiende que, atendida su jerarquía normativa, tal regla legal no se aplica al recurso
de protección (olvidando que el plazo para recurrir no lo define la Constitución
sino un simple auto acordado). Parece que esta orientación se justifica más bien
en un entendimiento riguroso de la urgencia inherente a la naturaleza cautelar del
recurso, que quedaría desacreditada por el mismo recurrente al plantear previa-
mente sus reclamaciones por otras vías.
Respecto de terceros a quienes no se notifican los actos administrativos, el pla-
zo para recurrir depende del criterio del “conocimiento adquirido”. Este criterio
exige determinar si el recurrente tuvo conocimiento temprano del acto, eventual-
mente por la materialidad de su ejecución o implementación, o si, no existiendo
indicios en tal sentido, ha podido ignorarlo hasta el momento de la interposición
del recurso. Este mismo examen es practicado cuando el acto recurrido es un he-
cho simplemente material.
En ocasiones la jurisprudencia ha invocado la idea de un “ilícito continuado”,
que justificaría la apertura permanente del plazo para recurrir. Esta noción se apli-
ca cuando el hecho recurrido sigue produciéndose o renovándose en el tiempo,
pero muchas veces también se aplica a casos de un acto único con consecuencias
permanentes. Desde luego, la idea puede producir el efecto perverso de desvirtuar
por completo el plazo y, con él, la naturaleza cautelar del recurso; por eso, esta
construcción debiera evitarse.

(d) Examen de admisibilidad


649. La primera fase de la tramitación del recurso consiste en un examen de
admisibilidad, en que la Corte verifica dos aspectos: (i) el cumplimiento del plazo
y (ii) si se invocan los requisitos de fondo del recurso (“hechos que puedan cons-
tituir la vulneración de garantías” protegidas).
Este examen se verifica en cuenta (es decir, sin alegatos).
Título III. El control judicial 421

Si estima inadmisible el recurso, la Corte lo declarará así por resolución funda-


da. Contra esta resolución procede el recurso de reposición, con apelación subsi-
diaria para ante la Corte Suprema, dentro del plazo de 3 días.

(e) Tramitación
650. El carácter expedito es característico del recurso. La tramitación com-
prende simplemente (i) el informe del recurrido, (ii) eventuales medidas para me-
jor resolver y (iii) la vista de la causa.
Ante todo, la Corte ordena que informe la persona o autoridad recurrida, o
a aquella que estime que está en el origen del atentado. Atendido el carácter in-
quisitivo del procedimiento, podría entenderse que el informe es una exigencia
probatoria mínima, a fin de que la Corte pueda corroborar las alegaciones del
recurrente; pero también puede resolver sin que el informe se presente. Al menos
en cuanto al recurrido, la exigencia también materializa una exigencia de bila-
teralidad de la audiencia, por lo que se justifica en consideraciones básicas de
debido proceso. En la práctica, el informe del recurrido opera como una auténtica
contestación judicial.
El plazo para informar no está normado, sino que es definido por la Corte en
cada caso (debiendo ser “breve y perentorio”); puede prorrogarse.
El procedimiento no contempla un término de prueba. Bastan los antecedentes
que acompañen recurrente y recurrido en sus presentaciones; al efecto, la Corte
ha de ordenar al recurrido que remita junto al informe “todos los antecedentes
que existan en su poder sobre el asunto motivo del recurso”. Por cierto, la Corte
puede disponer diligencias probatorias especiales “para mejor acierto del fallo”;
por ejemplo, puede pedir informes a organismos técnicos o comisionar a algún
ministro para practicar una inspección personal. La prueba se aprecia conforme
a las reglas de la sana crítica.
La Corte conoce del fondo del asunto previa vista de la causa (es decir, en esta
instancia proceden alegatos).

(f) Medidas cautelares


651. La Constitución permite a la Corte adoptar medidas de protección “de
inmediato”, precisión que se ha entendido fundamento formal de la procedencia
de medidas cautelares mientras se sustancia el procedimiento. En tal sentido, el
auto acordado admite la “orden de no innovar” si se la estima conveniente para
422 José Miguel Valdivia

los fines del recurso; las más de las veces esta medida equivale a una suspensión
de los efectos del acto recurrido.

(g) Medidas de protección


652. La Constitución confiere una extrema flexibilidad a la Corte en el acogi-
miento del recurso, pudiendo determinar todas las medidas que en su concepto
tiendan a “restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del
afectado”. Esta flexibilidad ha permitido al recurso erigirse en un escenario pro-
cesal adecuado para canalizar pretensiones de condena en contra de la adminis-
tración, y no exclusivamente anulatorias.
La medida de protección más frecuente corresponde a la privación de eficacia
del acto impugnado (“se deja sin efecto”). Pero puede haber otras: aplazar la
aplicación de medidas perjudiciales para el recurrente, modificar el contenido de
un acto (una multa estimada excesiva, por ejemplo), disponer el otorgamiento de
prestaciones denegadas, ordenar el restablecimiento de un estado de cosas altera-
do, o la restitución de cosas o incluso dineros. Con todo, una jurisprudencia siste-
mática admite que esta vía no es idónea para el otorgamiento de indemnizaciones
de perjuicios (materia que se entiende per se de “lato conocimiento”, o sea, ajena
a la naturaleza cautelar del recurso).

(h) Recursos contra el fallo


653. Contra la sentencia siempre procede el recurso de apelación. En cambio,
el recurso de casación ha sido descartado expresamente (auto acordado, art. 12).
La apelación debe deducirse dentro del plazo de 5 días hábiles desde la notifi-
cación de la sentencia.
En principio, la Corte Suprema conoce de la apelación en cuenta (preferente).
No obstante, puede mandar traer los autos en relación (agregándose la causa ex-
traordinariamente), si lo estima conveniente, se le solicita con fundamento plau-
sible y especialmente si se le pide de común acuerdo por recurrente, recurrido y
quienes hayan sido considerados como partes en el procedimiento.

(i) Efectos de la sentencia


654. Conforme al artículo 20 de la Constitución, la interposición del recurso
se entiende “sin perjuicio de los demás derechos que [el recurrente] pueda hacer
valer ante la autoridad o los tribunales correspondientes”. Literalmente, esta ex-
Título III. El control judicial 423

presión da a entender que al ejercicio del recurso no obsta a la utilización de otros


medios de acción en contra del hecho recurrido. En teoría, si el recurso de protec-
ción no prospera, el recurrente puede instar después por un camino judicial más
apropiado, lo cual es consistente con su carácter meramente cautelar. Por eso, se
entiende que la sentencia sólo produce “cosa juzgada formal” (esto es, impidien-
do la rediscusión del asunto por medio de otro recurso de protección, pero no su
planteamiento mediante pretensiones ordinarias).
Ese mismo planteamiento conduciría a entender que el recurrido que ha sido
condenado en el recurso puede promover posteriormente un juicio (mediante pre-
tensiones ordinarias) para revertir los efectos del fallo de protección. En algunos
casos las sentencias dejan expresamente a salvo el ejercicio de acciones judiciales
posteriores (p. ej., en algunos casos antiguos en que se dejó sin efecto la invalida-
ción de actos administrativos, habilitando a la autoridad al ejercicio posterior de
acciones anulatorias contra de los mismos actos). Sin embargo, en general parece
de facto problemático que un tribunal de letras revierta una decisión adoptada
por una Corte de Apelaciones o a fortiori por la Corte Suprema.
En varios casos, la sentencia que acoge el recurso ha desplegado sus efectos en
una dimensión más fuerte de lo estrictamente cautelar (que es teóricamente pro-
visional); por ejemplo, cuando el recurrente intenta con posterioridad acciones
indemnizatorias o de otra índole contra el recurrido sobre la base de lo resuelto
en el recurso de protección.
La fórmula “sin perjuicio” supone que tampoco obsta a la procedencia del
recurso el ejercicio previo de otras gestiones legales, pero se ha mencionado que
las Cortes podrían estimar que en tal caso no concurre el requisito de urgencia
inherente a la tutela cautelar.
De modo más inusual, en ocasiones con fundamento en esta fórmula las Cortes
han rechazado recursos si el recurrente tenía a su disposición otras vías de acción
más específicas. En verdad, esa reacción no puede sustentarse en esa la cláusula
“sin perjuicio”, que revela que el recurso es una garantía adicional de defensa
del recurrente. Más bien, se justifica en que la especificidad de esas otras vías de
acción sería indiciaria de la complejidad del caso, que escaparía así a la finalidad
cautelar del recurso (por fallar estructuralmente el requisito del fumus boni iuris).

PÁRRAFO 4. APRECIACIÓN CRÍTICA


655. El recurso de protección ha devenido una herramienta extremadamente
versátil de litigación, que ha permitido provocar definiciones jurisprudenciales
importantes en variados tópicos. Su uso intensivo por los litigantes obedece sobre
424 José Miguel Valdivia

todo a su régimen procesal flexible y ágil, que lo emparienta con otros mecanis-
mos de amparo (típicamente, el recurso de habeas corpus o amparo de la libertad
personal, entre otros), que no guardan comparación con las formas procesales
ordinarias, tradicionalmente lentas y formalistas.
Varios indicios sugieren que sus virtudes no provienen del fundamento cons-
titucional que constituye su objeto, pues la protección de derechos fundamen-
tales en muchos casos pasa a un segundo plano. Así lo muestra, desde luego, la
interpretación en extremo extensiva de los derechos fundamentales protegidos,
pero también la admisión del recurso en favor de empresas. En el plano formal,
ciertamente se requiere que el hecho recurrido ponga en riesgo derechos recono-
cidos como fundamentales por la Constitución, pero, por la manera en que éstos
están concebidos, la jurisprudencia se conforma con que el hecho recurrido tenga
una vaga conexión constitucional para acoger el recurso. Es relativamente claro
que cuando se impugnan regulaciones sobre determinada industria o negocio no
está en juego tanto la libertad de empresa como el respeto a la jerarquía de las
normas, es decir, la lógica formal del derecho objetivo. Lo mismo cabe decir de
los derechos “patrimoniales”: se trata menos de proteger la propiedad que de
asegurar que las potestades administrativas de intervención en los derechos pri-
vados se ciña al derecho objetivo. Por ejemplo, cuando se recurre en favor de la
“propiedad del empleo” de un funcionario público, la cuestión crucial no es el
status constitucional de los derechos de los funcionarios sino el régimen jurídico
de las potestades públicas de gestión del personal administrativo. En la práctica,
el recurso de protección es mucho más un contencioso acelerado de legalidad que
un mecanismo de salvaguarda de derechos inalienables.
Desde esta perspectiva, el éxito del recurso de protección se debe a haber ca-
nalizado en forma relativamente satisfactoria la necesidad de contar con meca-
nismos eficaces de justicia cautelar, que ciertamente no son provistos por las leyes
procesales ordinarias (en particular, por las medidas precautorias del Código de
Procedimiento Civil). Por lo mismo, no parecen muy atendibles las razones que
se esgrimen contra una eventual ampliación del recurso respecto de derechos fun-
damentales no contemplados por el artículo 20 de la Constitución: si no está en
juego el respeto a los derechos fundamentales, sino más bien la legalidad de las
actuaciones de los órganos públicos, no se advierte por qué no podrían beneficiar
del recurso otras garantías constitucionales de contenido social o colectivo. Por
cierto, un resultado similar podría alcanzarse mediante la configuración legal de
regímenes procesales cautelares adecuados, sin necesidad de invocar la idea de
los derechos fundamentales, y sin correr el riesgo de vulgarizar la manera en que
deben concebirse.
Título III. El control judicial 425

El régimen sumario del recurso, que es su principal atractivo, es por otra parte
también una debilidad. El debate en el recurso es en extremo concentrado (pues
se limita a las presentaciones de las partes y sus eventuales defensas orales) y no
contempla instancias de prueba de las alegaciones de las partes. Luego, la senten-
cia puede no ser muy adecuada con respecto a todas las dificultades de cada caso.
¿Justicia sumaria, justicia somera? Estructuralmente el recurso no está diseñado
para canalizar discusiones complejas, sino más bien para enfrentar casos sencillos,
en que una ilegalidad aparezca de manifiesto o pueda construirse argumentativa-
mente en forma simple. Por eso, por atractivo que sea su régimen procesal, una
buena estrategia judicial debería desaconsejarlo en casos difíciles desde una pers-
pectiva regulatoria o política.
De hecho, en materias más complejas el recurso ha tendido a ser desplazado en
la práctica por nuevas formas de litigación, que (teóricamente) brindan un marco
más adecuado para discusiones técnicas o de lato conocimiento. Aunque la fuente
constitucional del recurso asegura su permanencia frente a esas otras formas de
litigación (p. ej., actualmente frente al contencioso ambiental definido por la Ley
20.600), su admisión flexible podría introducir distorsiones que la jurisprudencia
debería desincentivar.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
656. En el panorama chileno, la cuestión de lo contencioso administrativo o
de la revisión judicial de los actos administrativos no ha sido objeto de un análi-
sis científico acabado, que se traduzca en textos de estudio o de divulgación que
den cuenta, de modo integral, del estado actual del derecho positivo; la doctrina
aún está en un estadio preliminar, edificando las bases sobre la materia. En este
plano, una valiosa colección de artículos de reflexión, ya citada, en Andrés Bor-
dalí y Juan Carlos Ferrada, Estudios de justicia administrativa (Santiago, Lexis
Nexis, 2008). La Universidad de Los Andes organiza desde hace algunos años
unas “Jornadas de Litigación Pública” que han dado lugar a la publicación de
los trabajos respectivos y que en el tiempo debiera robustecer el corpus doctrinal
sobre el tema: Jaime Arancibia José Ignacio Martínez y Alejandro Romero (eds.),
Litigación pública, (Santiago, Abeledo Perrot, 2011), J. Arancibia, J. I. Martínez
y A. Romero (eds.), Precedente, cosa juzgada y equivalentes jurisdiccionales en la
litigación pública (Santiago, Legal Publishing, 2013) y J. Arancibia y A. Romero
(eds.), La prueba en la litigación pública (Santiago, Librotecnia, 2016).
La parte sustancial del primer capítulo está desarrollada a partir de J. M. Val-
divia, “Reflexiones sobre las acciones en derecho administrativo”, en Juan Carlos
Marín y Adrián Schopf (eds.), Lo público y lo privado en el derecho. Estudios en
426 José Miguel Valdivia

homenaje al profesor Enrique Barros Bourie (Santiago, Thomson Reuters, 2017)


y de reflexiones suscitadas por la lectura de Alejandro Huergo, Las pretensio-
nes de condena en el contencioso administrativo (Elcano, Aranzadi, 2000), Silvia
Díez, La tutela de los licitadores en la adjudicación de contratos públicos (Ma-
drid, Marcial Pons, 2012) y de trabajos de Peter Cane, como “Damages in Public
Law” (Otago Law Review, N° 9-3, 1999) y “Judicial review and merits review:
comparing administrative adjudication by courts and tribunals”, en Susan Ro-
se-Ackerman y Peter Lindseth (eds.), Comparative Administrative Law (Chelten-
ham-Northampton, Edward Elgar Publishing, 2010).
Para aspectos procesales del control judicial de la administración, en la elabo-
ración de este manual se ha prestado especial atención a los desarrollos sobre el
contencioso administrativo francés. De particular importancia en este ámbito son
los libros de René Chapus, Droit du contentieux administratif (París, Montchres-
tien, 8ª ed., 1999) y de Raymond Odent, Contentieux administratif (París, Dalloz,
2007, 2 vols., reimpresión de la 6ª ed., París, Les Cours de droit, 1977-1981).
Entre las visiones sinópticas de la materia en el derecho actual puede consultarse
también Serge Daël, Contentieux administratif (París, PUF, 3ª ed., 2010) y Camille
Broyelle, Contentieux administratif (París, LGDJ, 2011).
La literatura relevante sobre la nulidad está referida en el título sobre el acto
administrativo, al que cabe remitirse (cf. § 344).
Para el recurso de protección, el texto clásico (que no ha perdido completa-
mente su valor) es de Eduardo Soto Kloss, El recurso de protección (Santiago,
Jurídica, 1982). Varios escritos sirven de contrapunto a la visión de ese autor,
mostrando la inconveniencia del mecanismo en el control judicial de la adminis-
tración; entre otros, J. C. Ferrada, “El recurso de protección como mecanismo de
control contencioso administrativo”, en Bordalí y Ferrada, Estudios de justicia
administrativa (citado).
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 427

Título IV
Bases elementales
de la responsabilidad pública
657. Aquí se aborda muy sintéticamente el régimen jurídico de la responsabi-
lidad del Estado; el estudio integral de la materia justificaría desarrollos mucho
más extensos que, por su especialización, no tienen lugar en este manual.
La estructura del análisis es preponderantemente práctica. Luego de revisar
algunas consideraciones generales sobre la singularidad de la responsabilidad
pública (capítulo 1), se estudia el régimen general de responsabilidad, que gira
en torno a la noción de falta de servicio (capítulo 2), así como la controvertida
cuestión de las responsabilidades independientes de la falta de servicio (capítulo
3). El capítulo se cierra con breves consideraciones sobre la acción judicial de
responsabilidad (capítulo 4).

Capítulo 1
Introducción
658. La responsabilidad del Estado o responsabilidad pública pertenece al gé-
nero de la responsabilidad civil (párrafo 1) aunque presenta una indudable espe-
cificidad que le da su fisonomía particular (párrafo 2). En el derecho chileno, el
sistema de responsabilidad está caracterizado por el predominio del régimen de
responsabilidad por falta de servicio, que es una responsabilidad por culpa, así
como de potenciales regímenes de responsabilidad al margen de ella (párrafo 3).
Aquí se analiza sólo la responsabilidad del Estado administrador, aunque las cate-
gorías analíticas del derecho administrativo permitan abordar también la respon-
sabilidad que derive de hechos imputables a otros poderes del Estado (párrafo 4).

PÁRRAFO 1. CONCEPTO Y ELEMENTOS


DE LA RESPONSABILIDAD PÚBLICA
659. En Chile se habla de “responsabilidad del Estado” para referirse a la
responsabilidad civil extracontractual del Estado, es decir, aquella institución jurí-
dica que determina bajo qué circunstancias los organismos públicos deben indem-
nizar los perjuicios que ocasionen a terceros (particulares u otros organismos).
Como toda responsabilidad civil, tiene un propósito limitado, que es reparar
un daño. De aquí que su procedencia dependa de la concurrencia de tres requi-
sitos: (a) daño (que según algunos es “el alfa y el omega de la responsabilidad
428 José Miguel Valdivia

civil”), (b) una relación de causalidad que vincule a ese daño con el hecho que lo
provoca y (c) un hecho imputable a la administración que, en general, pero no
siempre, debe ser objeto de un juicio de reproche.
La responsabilidad civil está tratada tradicionalmente en el Código Civil (Libro
IV, Título XXXV, arts. 2314 y ss.). Pero, como aquí está en juego el patrimonio
del Estado, ese texto –que regula las relaciones de los particulares entre sí sobre la
base de criterios de justicia conmutativa– en principio no es aplicable. De hecho,
la materia está regulada por algunas normas específicas de derecho público.
Sin embargo, más allá del marco normativo, es inevitable preguntarse por qué
no bastaría con las reglas previstas en el Código Civil. En verdad, esa pregunta
encierra dos: ¿Hasta qué punto se podrá aplicar el derecho civil de la responsabi-
lidad al fenómeno público? ¿Basta el modelo en que reposa el Código Civil para
enfrentar satisfactoriamente todos los problemas de responsabilidad pública?

PÁRRAFO 2. SINGULARIDAD
DE LA RESPONSABILIDAD DEL ESTADO
660. Sin perjuicio de muchos aspectos de detalle que marcan diferencias entre
la responsabilidad privada y la responsabilidad pública, para el análisis de ésta
deben tenerse en consideración al menos dos aspectos centrales: la responsabili-
dad del Estado es siempre la responsabilidad de una persona jurídica cuya acción
es, en condiciones normales, fuente legítima de cargas para los ciudadanos o ad-
ministrados.

(a) El Estado es una persona jurídica


661. En esta materia siempre está en juego el patrimonio de una persona ju-
rídica. De aquí que puedan plantearse algunas dudas acerca de la posibilidad
de articular sistemas de responsabilidad por culpa. Los antiguos, inspirados en
categorías civiles que vienen del derecho romano, hablaban de “culpa o dolo”
para subrayar el fuerte rasgo subjetivo de la culpa. Es indudable que el carácter
psicológicamente subjetivo de la culpa es difícilmente extensible a las personas
jurídicas (que obviamente carecen de psiquis). El establecimiento de responsabi-
lidades por culpa en este campo exige, entonces, un esfuerzo de redefinición de la
culpa en clave objetiva. En buena medida esa es la función que cumple el concepto
de falta de servicio (§§ 665 y ss.).
Por otra parte, desde una perspectiva técnica, la circunstancia de que los or-
ganismos públicos siempre configuren personas jurídicas plantea, en el plano de
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 429

la responsabilidad, la necesidad de articular reglas particulares de imputación de


hechos dañosos de una persona natural a una persona jurídica.
Mirando el derecho civil como modelo, habría que tomar prestadas sólo las
categorías que se refieren a la responsabilidad de las personas jurídicas. En gene-
ral, se asume que éstas responden conforme a dos regímenes: responsabilidad por
el hecho ajeno (típicamente, responsabilidad de la empresa por sus trabajadores,
es decir, del empresario por el hecho de sus dependientes) y responsabilidad por
hecho propio (por ejemplo, responsabilidad de la empresa por sus propias polí-
ticas o decisiones de negocio, adoptadas por quienes –conforme a la “teoría del
órgano”– son órganos suyos).
Un aspecto problemático de la generalización de la responsabilidad por hecho
ajeno consiste en la asunción de que el empresario siempre puede (al menos en
teoría) repetir contra su dependiente. Así, la responsabilidad por hecho ajeno se
muestra como una garantía transitoria en favor de las víctimas: aunque el princi-
pal responda primero, después puede retornarse contra el verdadero responsable,
que es el agente del daño. De aceptarse este sistema en derecho público se des-
protegería a los funcionarios públicos, por actuaciones que en general redundan
en el interés de todos; a la larga, este sistema podría inhibir a los funcionarios de
participar en la cosa pública o de tomar decisiones delicadas.
Es por este tipo de razones que la responsabilidad del Estado tiende más bien a
instaurar mecanismos de imputación que radiquen directa y definitivamente las res-
ponsabilidades civiles en el organismo público en cuestión. Correlativamente, esos
organismos “cubren” en cierto modo la responsabilidad de los funcionarios. Por
supuesto, puede haber casos en que parezca inapropiado que el Estado cubra a sus
agentes, y quepa desarrollar un mecanismo inteligente de contribución a la deuda
que no genere efectos indeseables en la moral de los funcionarios públicos.

(b) El Estado es fuente legítima de cargas


662. La responsabilidad pública enfrenta una aparente contradicción lógica:
dado que el funcionamiento regular del Estado conlleva cargas que pueden im-
plicar sacrificios pecuniarios o de otro orden, pareciera que la acción del Estado
legitima el daño. Entonces, ¿cómo reclamar una indemnización?
En verdad, las actuaciones del Estado sólo son fuente de cargas si éste actúa le-
gítimamente. Si los gravámenes provienen de operaciones administrativas irregu-
lares, como ocurre típicamente cuando son efectuadas al margen de la legalidad,
entonces no pueden tenerse por sacrificios legítimos. De aquí que, por lo general,
la responsabilidad pública dependa de un juicio de reproche dirigido contra sus
430 José Miguel Valdivia

actuaciones, es decir, que la responsabilidad del Estado opera principal y mayori-


tariamente como una especie de responsabilidad por culpa.
Con todo, aunque el Estado actúe legalmente, a veces ciertos sacrificios im-
puestos a los ciudadanos pueden parecer un daño injusto. El imputado que debe
pasar un par de días en prisión preventiva antes de que se esclarezca su inocencia,
por ejemplo, sufre un perjuicio por el hecho del funcionamiento de la justicia; ese
es un perjuicio “legítimo”, pero aun así podría sostenerse (teóricamente) que es
inaceptable que esa víctima lo soporte sin compensación, de modo de configurar
regímenes de responsabilidad que reparen ese perjuicio causado con estricto ape-
go a la ley.

PÁRRAFO 3. SISTEMA DE RESPONSABILIDAD


663. En derecho privado la responsabilidad reposa fundamentalmente sobre la
idea de culpa (Código Civil, arts. 2314 y siguientes). Pero desde fines del siglo XIX
la doctrina se pregunta si eso es suficiente, vale decir, si no debiera haber regíme-
nes más automáticos de reparación, que no tomen en cuenta la culpa. La búsque-
da de regímenes más flexibles de responsabilidad se explica por la necesidad de
equilibrar de manera idónea los riesgos que los agentes provocan en el desarrollo
de determinadas actividades y, también, por la posición más o menos protegida
de estos agentes en la sociedad, y en la actividad específica que desarrollan o a
la que se ven expuestos. Es a partir de esas inquietudes que se han ido creando
algunos regímenes especiales de responsabilidad sin culpa (p. ej., el que impera en
el campo de los accidentes del trabajo). Entonces, en derecho privado el sistema
se presenta distribuido en dos grandes bloques: (a) regímenes de responsabilidad
por culpa, que operan de modo general y (b) regímenes excepcionales de respon-
sabilidad sin culpa, estricta u objetiva.
En derecho público ocurre algo análogo. Por regla general, la responsabilidad
opera también sobre la base de un juicio de reproche similar al que conlleva la
culpa; este criterio se denomina “falta de servicio”. También puede haber casos
excepcionales de responsabilidad sin culpa. En el pasado reciente, la doctrina
prestó mucha atención a estas responsabilidades sin culpa, a pesar de su rol nece-
sariamente minoritario. Ese es el trasfondo de la disputa entre los profesores Soto
Kloss y Pierry, que promovían, respectivamente, una responsabilidad del Estado
estructuralmente “objetiva” y una responsabilidad generalmente “subjetiva”.
La jurisprudencia en los años 1980 recogió algunas de las enseñanzas de la
doctrina de la época y pretendió configurar algunas hipótesis de responsabilidad
sin culpa. El mejor ejemplo es el clásico caso Galletué, en que el Estado dispuso la
prohibición de explotación de la araucaria araucana, con consecuencias pecunia-
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 431

rias importantes para un predio forestal que explotaba sólo esa especie arbórea y
tuvo que paralizar su actividad económica; el Estado debió responder en ese caso.
Sin embargo, es difícil aceptar que la responsabilidad del Estado obedezca de
modo general a un modelo de responsabilidad estricta. Fundamentalmente, ese
modelo exigiría identificar criterios para definir aquellos sacrificios que el Estado
impone y que no deben soportarse sin indemnización; pero ocurre que la lógica
justificatoria del funcionamiento de las instituciones estatales reposa sobre la idea
de que los gravámenes que impone el Estado son legítimos (y, entonces, deben
soportarse sin más), a menos de que sean ilegales. Aunque no puedan descartarse
hipótesis de sacrificios legales pero injustos, el sistema sólo puede reposar por
regla general en la exigencia de una culpa o falta de servicio.

PÁRRAFO 4. RESPONSABILIDAD PÚBLICA


POR HECHO DE OTROS PODERES DEL ESTADO
664. Antiguamente se explicaba la responsabilidad del Estado distinguiendo
los regímenes aplicables a los distintos poderes del Estado, separando la respon-
sabilidad administrativa del régimen aplicable a los actos del legislativo y al Poder
Judicial. Sin duda, no carecen de relevancia las particularidades institucionales de
esos “poderes” o, mejor, de las funciones que cumplen. Por ejemplo, el atributo
de cosa juzgada de las sentencias parece dificultar que los resultados de un juicio
se neutralicen mediante una acción de responsabilidad del Estado derivada de
errores judiciales. Por su parte, la legitimidad de principio de la ley torna nor-
malmente intrascendente la cuestión de la responsabilidad por hecho de las leyes.
Sin embargo, cabe pensar que las particularidades que presentan estas institu-
ciones también pueden canalizarse, en términos teóricos y prácticos, dentro de las
categorías analíticas de la responsabilidad pública, cuyo paradigma es la respon-
sabilidad de la administración.
El régimen del error judicial, por ejemplo, que tiene normas especialmente de-
talladas y restringidas en la Constitución (art. 19 N° 7, letra i) puede ser explicado
como un régimen de falta de servicio en que el estándar de culpa equivale al de la
culpa grave. De hecho, en el último tiempo la jurisprudencia ha venido ampliando
los supuestos en que el Estado se debe hacer responsable de los perjuicios prove-
nientes del desempeño material del poder judicial, con criterios análogos a los de
la falta de servicio, sobre la base de la extrapolación del régimen general y suple-
torio de la responsabilidad civil (Corte Suprema, 2 de junio de 2015, Espinoza
Marfull c/ Fisco, Rol 4390-2014).
432 José Miguel Valdivia

En relación a la ley, aunque todavía no hay experiencia práctica (lo cual es


elocuente de la dificultad de construir un régimen razonable de responsabilidad),
conforme a las enseñanzas del derecho comparado la responsabilidad podría
mostrarse como una manifestación de los regímenes más generales de responsa-
bilidad por ruptura de la igualdad ante las cargas públicas o de responsabilidad
por actos lícitos.

Capítulo 2
El régimen de responsabilidad
por falta de servicio
665. La responsabilidad por falta de servicio constituye el régimen general de
responsabilidad del Estado. Conforme a su tratamiento jurisprudencial, consis-
tente con los orígenes comparados de la institución, corresponde a un régimen de
responsabilidad por culpa.
Para efectos del análisis, conviene revisar los textos legales que la consagran
(párrafo 1) antes de formular una definición de la falta de servicio (párrafo 2) que
arroje luz sobre sus modos de identificación o determinación (párrafo 3). Más
allá de esos aspectos teóricos, debe tomarse en cuenta los principales casos de
aplicación de la responsabilidad por falta de servicio (párrafo 4) y, por último, sus
relaciones con el concepto de falta personal (párrafo 5).

PÁRRAFO 1. LOS TEXTOS LEGALES


666. La noción de falta de servicio ha sido incorporada al derecho positivo
chileno mediante algunas disposiciones legales:
LOCBGAE, artículo 42:
“Los órganos de la Administración serán responsables del daño que causen por falta
de servicio.
No obstante, el Estado tendrá derecho a repetir en contra del funcionario que hubiere
incurrido en falta personal”.

LOCM, artículo 152:


“Las municipalidades incurrirán en responsabilidad por los daños que causen, la que
procederá principalmente por falta de servicio.
No obstante, las municipalidades tendrán derecho a repetir en contra del funcionario
que hubiere incurrido en falta personal”.
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 433

Ley 19.966, de 2004, que establece un régimen de garantías en salud (“Plan


Auge”), artículo 38:
“Los órganos de la Administración del Estado en materia sanitaria serán responsables
de los daños que causen a particulares por falta de servicio.
El particular deberá acreditar que el daño se produjo por la acción u omisión del
órgano, mediando dicha falta de servicio.
Los órganos de la Administración del Estado que en materia sanitaria sean conde-
nados en juicio, tendrán derecho a repetir en contra del funcionario que haya actuado
con imprudencia temeraria o dolo en el ejercicio de sus funciones, y en virtud de cuya
actuación el servicio fue condenado. La conducta imprudente o dolosa del funcionario
deberá siempre ser acreditada en el juicio en que se ejerce la acción de repetición, la
que prescribirá en el plazo de dos años, contado desde la fecha en que la sentencia que
condene al órgano quede firme o ejecutoriada”.
Este breve vistazo a los principales textos legales sobre la materia muestra
una clara tendencia legislativa a acoger la falta de servicio como régimen gene-
ral de responsabilidad del Estado. Esta es también la tendencia jurisprudencial:
a hacer de la falta de servicio el régimen general, pasando por alto sus posibles
restricciones.

PÁRRAFO 2. EL CONCEPTO DE FALTA DE SERVICIO


667. Aunque la expresión no es autoexplicativa (lo que ha permitido que sur-
jan dudas o discrepancias), su entendimiento es relativamente sencillo si se lo
compara con su símil francés. La expresión usada por la jurisprudencia francesa
para referirse a la culpa del Estado es faute de service (o incluso, faute du service
public), de la cual la noción de falta de servicio parece ser la traducción literal,
palabra por palabra. La historia de la elaboración de los textos legales que han
incorporado el concepto al derecho chileno deja bien en evidencia que su inspira-
ción es francesa (v., en tal sentido, informe de la 4ª Comisión Legislativa a la Junta
Militar de Gobierno, en la historia de la Ley 18.575).
La noción de falta de servicio que con más frecuencia manejan los jueces,
conforme a un entendimiento que proviene de las primeras sistematizaciones de
la materia en derecho francés, entiende que ella concurre cuando el servicio u
organismo público no actúa debiendo hacerlo, actúa mal o tardíamente (fórmula
acuñada por Paul Duez).
La noción moderna de la falta de servicio atiende al establecimiento de la
“mala organización o el funcionamiento defectuoso del servicio, apreciando esas
nociones en forma objetiva, por referencia a lo que se está en derecho de exigir de
un servicio público moderno, es decir, a aquello que debe ser su comportamiento
normal” (fórmula de André de Laubadère).
434 José Miguel Valdivia

PÁRRAFO 3. DETERMINACIÓN DE LA FALTA DE SERVICIO


668. El concepto moderno de falta de servicio, que es análogo a la culpa enten-
dida objetivamente (como incumplimiento de deberes o estándares de actuación
jurídicamente exigibles) se concibe con respecto a deberes de servicio. En algún
grado, esos deberes corresponden a expectativas de servicio o estándares de fun-
cionamiento, respaldados normativamente, que se ven defraudados por la admi-
nistración por medio del hecho dañoso.
Ante todo, esos estándares son determinados por los textos jurídicos, es decir,
fundamentalmente leyes y reglamentos.
Pero también pueden ser definidos por el juez, ex post facto, como deberes fun-
cionales del servicio que se desprenden del objeto o de las finalidades perseguidas
por el organismo público. En todo caso, el juez debe abstenerse de deducir estos
deberes más allá de lo razonable; no puede inventar deberes si no tienen respaldo
normativo suficiente. Por cierto, en esta tarea inciden principalmente factores de
derecho público que determinan con cuánta flexibilidad cuenta la administración
para el cumplimiento de sus misiones (lo que es relevante en hipótesis de discre-
cionalidad o similares) y cuán consistentes son los “derechos” o expectativas del
público respecto del funcionamiento de los servicios públicos.

PÁRRAFO 4. CASOS DE FALTA DE SERVICIO


669. El concepto de falta de servicio es abstracto. Puede imaginarse un sinnú-
mero de ejemplos de ella. Con todo, los casos más frecuentes de falta de servicio
pertenecen a las cuatro categorías que se mencionan en seguida: mal estado del
equipamiento público, típicamente, la vialidad, negligencia médica o del personal
que labora en hospitales públicos, ilegalidad cometida en actos administrativos y
brutalidades o excesos policiales.

(a) Mal estado de las vías públicas


670. Según una regla especial contenida en la Ley de Tránsito (Ley 18.290, se-
gún texto refundido por DFL 1, del Min. de Transportes, de 2007, art. 169, inc. 5),
las municipalidades o el Fisco responden de los accidentes que tengan por causa
el “mal estado de las vías públicas”, o la “falta [de] o inadecuada señalización”,
como ocurre característicamente con los hoyos en la calle.
No obstante la regla especial, la jurisprudencia es conteste en que la responsa-
bilidad procede conforme a un modelo de falta de servicio. En este caso, la falta
de servicio se presume a partir de la defectuosidad aparente de la vía pública (de la
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 435

que se infiere que los organismos públicos a cargo no cumplieron adecuadamente


sus misiones).

(b) Negligencias médicas en hospitales públicos


671. En cuanto el concepto de falta de servicio se construye a partir de la in-
observancia de deberes de servicio o estándares de actuación, presenta analogía o
equivalencia funcional con la noción de negligencia en el derecho privado. Uno de
los campos en que mejor se aprecia esta analogía es la medicina pública.
En la determinación de la falta de servicio cometida en hospitales es de la ma-
yor relevancia el respeto a la lex artis o a los protocolos que rijan determinada ac-
tuación. Así, aunque la responsabilidad no siempre se dé por establecida en razón
de la complejidad de las circunstancias bajo el control del médico, se entienden
constitutivos de falta de servicio los errores de diagnóstico o de ejecución material
de tratamientos. Ahora bien, la responsabilidad es mucho más sencilla de configu-
rar cuando el hecho dañoso es imputable al personal no médico o simplemente a
las condiciones materiales de funcionamiento del hospital.
La responsabilidad provocada por el ejercicio de las actividades sanitarias está
regida por la Ley 19.966, antes citada. Este cuerpo legal establece un mecanismo
de falta de servicio probada.

(c) Actos ilegales


672. Toda ilegalidad es síntoma de mal funcionamiento del Estado. En efecto,
en virtud del principio de legalidad, actuar conforme a derecho es el primero de
los deberes que se imponen a la administración. En tal sentido, en el derecho fran-
cés se afirma que toda ilegalidad es falta de servicio.
Ahora bien, la jurisprudencia chilena se ha mantenido a distancia del modelo
francés, pretendiendo que determinadas ilegalidades no darían lugar a responsa-
bilidad (por carecer de incidencia causal en la generación del daño) o que serían
excusables. La doctrina está dividida respecto de esta orientación jurisprudencial.
Con todo, en la práctica es relativamente frecuente que el Estado sea responsable
en este tipo de casos, salvo en cuanto disponga de márgenes de apreciación o de
discrecionalidad importantes.

(d) Excesos policiales o militares


673. Los casos de accidentes provenientes del desempeño de las policías o las
fuerzas armadas deberían resolverse también sin problemas desde la perspectiva
436 José Miguel Valdivia

de la falta de servicio. Las brutalidades policiales, la imprudencia en el uso de


armas de fuego o la mala conservación de los equipos configuran, por lo general,
faltas de servicio.
Sin embargo, a estos cuerpos administrativos no se les aplica directamente el
régimen de falta de servicio previsto por la LOCBGAE, lo que ha provocado al-
gunas vacilaciones jurisprudenciales. Con todo, a partir de 2009 la jurisprudencia
ha declarado al Estado responsable de las faltas de servicio o las faltas personales
de los agentes policiales y militares; primero, con fundamento textual en las reglas
civiles sobre responsabilidad por hecho propio o por hecho ajeno (Corte Suprema,
30 de julio de 2009, Seguel Cares c/ Fisco, Rol 371-2008 y Corte Suprema, 14 de
enero de 2011, Morales Gamboa c/ Fisco, Rol 7919-2008) y más recientemente,
sin necesidad de recurrir a las reglas civiles de la responsabilidad (Corte Suprema,
24 de abril de 2017, Jaramillo Amoyao c/ Fisco, Rol 52.961-2016).

PÁRRAFO 5. FALTA DE SERVICIO


Y FALTA PERSONAL DEL FUNCIONARIO
674. Las leyes que consagran regímenes de responsabilidad por falta de servi-
cio prevén también que el Estado podrá repetir en contra de su agente que haya
incurrido en falta personal.
Implícitamente, al disponerlo así la ley reconoce que el Estado responde tam-
bién por esas faltas personales, pues de otro modo no se concibe que pudiera
repetir contra el agente culpable.
Falta personal es culpa civil del funcionario. Se trata de una culpa no cons-
titutiva de falta de servicio, en razón de factores individuales o subjetivos más
o menos importantes que impiden considerarla como una culpa imputable de-
finitivamente al Estado. Pero para que el Estado tenga que hacerse cargo de ella
es necesaria alguna conexión con el servicio público: un vínculo espacial (p. ej.:
lugar de trabajo), temporal (p. ej.: horario de trabajo), funcional (p. ej., indicios
que den cuenta de la pertenencia del agente al servicio público, como el porte del
uniforme) o simplemente contextual. En el estado actual, y siguiendo antiguas
orientaciones francesas, incluso se acepta que una falta personal “no desprovista
de todo vínculo con el servicio” comprometa prima facie la responsabilidad del
Estado (Corte Suprema, 14 de enero de 2011, Morales Gamboa c/ Fisco, citado).
El fundamento de la cobertura de las faltas personales por el Estado parece
consistir en no dejar desprotegida a la víctima. Es evidente que el patrimonio del
funcionario será mucho menos robusto que el patrimonio estatal para efectos de
indemnizar, lo que podría tornar ineficaz la condena indemnizatoria. En algu-
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 437

nos casos es muy difícil diferenciar las faltas de servicio de las faltas personales,
porque los límites conceptuales entre unas y otras no son tan claros o porque en
los hechos aparecen entremezcladas (falta personal concomitante con una falta
de servicio o falta personal que es, al mismo tiempo, constitutiva de una falta de
servicio). Por eso, esta jurisprudencia es una indudable garantía para las víctimas.
Ahora bien, en el plano de la contribución a la deuda, la falta personal que
justifica que el Estado repita contra su agente equivale más bien a una especie de
culpa grave. Ese es el criterio recogido en materia hospitalaria (Ley 19.966, art.
38: “imprudencia temeraria o dolo”), así como respecto del desempeño del minis-
terio público (Ley 19.640, Orgánica Constitucional del Ministerio Público, art. 5:
“culpa grave o dolo”), que la jurisprudencia también ha hecho suyo.

Capítulo 3
Responsabilidades al margen de la falta de servicio
675. Al margen de la falta de servicio, y dejando también de lado las contadas
hipótesis de responsabilidad por riesgo previstas por leyes especiales, las princi-
pales cuestiones surgen respecto de la procedencia de una responsabilidad “por
actos lícitos”. En esta materia, conviene echar un vistazo al derecho comparado,
en donde se presentan soluciones disímiles.
La jurisprudencia francesa por años afirmó que en este terreno la responsabi-
lidad debía perseguirse en función de una ruptura de la igualdad ante las cargas
públicas. En términos muy generales, esta ruptura de la igualdad depende de la
causación de un daño “anormal” (grave, excepcional) y “especial” (radicado en
unas pocas víctimas). La teoría de la responsabilidad por sacrificio especial, pro-
pia de la jurisprudencia alemana, guarda estrecha similitud con aquella construc-
ción francesa.
En contraste, en la jurisprudencia norteamericana el estándar parece corres-
ponder al de las expropiaciones regulatorias (“regulatory takings”). Según una
versión muy difundida, éstas se presentan cuando al definir los contornos de los
derechos la regulación “va demasiado lejos” y entonces debe mirársela como una
especie de expropiación (O.W. Holmes). Pero es difícil sistematizar la jurispruden-
cia norteamericana en torno a estas materias, que sigue soluciones muy matizadas.
Cualquiera sea el argumento que se emplee, esta responsabilidad es difícil de
verse configurada. Los actos legales suelen justificarse en propósitos políticos que
proscriben o restringen una determinada actividad o bienes (p. ej., la abolición de
la esclavitud). Así, el “daño” puede ser visto como una consecuencia querida de
los actos legales y perfectamente justificada. De este modo, la sola ocurrencia de
438 José Miguel Valdivia

un daño –que en el contexto de una responsabilidad objetiva o estricta sería sufi-


ciente para hacer nacer el derecho a reparación– no permite por sí solo dar origen
a la responsabilidad del Estado.
En el derecho chileno se la ha aceptado en varios casos a través del tiempo (por
ejemplo, en el antes mencionado caso Comunidad Galletué c/ Fisco, Corte Supre-
ma, 7 de agosto de 1984). Con todo, en las últimas décadas la jurisprudencia se
ha mostrado en extremo reticente a admitirla, al menos con carácter general (v.,
últimamente, Corte Suprema, 8 de abril de 2013, Universidad de Magallanes c/
Servicio Agrícola y Ganadero, Rol 8079-2010).

Capítulo 4
Acción de responsabilidad
676. Por razones de orden práctico, es útil tener en cuenta el marco general del
procedimiento judicial para el ejercicio de la acción, las definiciones sobre legiti-
mación procesal y sobre la prescripción extintiva.

(a) Reglas de procedimiento


677. Los juicios de responsabilidad del Estado se sujetan a las reglas generales
de la litigación administrativa, salvo en cuanto haya reglas especiales diversas.
Por consiguiente, si la acción se entabla contra el Fisco –esto es, en caso de que el
daño provenga de un organismo integrante de la administración centralizada– corres-
ponde demandar conforme a las reglas del “juicio de hacienda” (CPC, Libro III, título
XVI). En los demás casos –es decir, respecto de acciones intentadas en contra de orga-
nismos administrativos descentralizados, que cuentan con personalidad y patrimonio
propios– la acción debe intentarse conforme a las reglas del juicio ordinario. Hay que
tener presentes eventuales reglas especiales, como las que prevén que la acción se in-
tente en juicio sumario en forma consecutiva al ejercicio de acciones especiales de re-
clamación en contra de actos administrativos (por ejemplo, en el ámbito municipal).
Por último, en materia de responsabilidad vinculada a los hospitales públicos,
la ley ha dispuesto un mecanismo de mediación obligatoria previo al ejercicio de
la acción judicial de responsabilidad; este procedimiento está radicado en una
división del Consejo de Defensa del Estado (Ley 19.966, art. 43).

(b) Legitimación procesal


678. Respecto al sujeto activo, no hay duda de que es la víctima del daño.
Puede tratarse tanto de la víctima directa (quien recibe inmediatamente un per-
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 439

juicio en su persona o patrimonio) o de la víctima indirecta (en caso de daño por


repercusión).
En cuanto al legitimado pasivo, la regla es que la pretensión debe ser dirigida
directamente contra la persona pública a que pertenece el organismo que causó el
daño cuya reparación se pretende.
Ahora bien, hay reglas especiales de legitimación pasiva aplicables a los hospi-
tales calificados como “establecimientos autogestionados en red”, que son prácti-
camente todos los hospitales públicos (Ley 19.937, art. 15 transitorio). Aunque en
términos orgánicos estos hospitales siguen formando parte de los Servicios de Sa-
lud, gozan de una especie de patrimonio de afectación (en el ejercicio de sus atri-
buciones, “no comprometerán sino los recursos y bienes afectos al cumplimiento
de sus fines propios”, DL 2763, art. 25 A inc. 6) y cuentan con cierta autonomía
judicial (“la representación judicial y extrajudicial del servicio de salud respecti-
vo se entenderá delegada en el director del establecimiento”, art. 25 F inc. final).
Así, en los juicios de responsabilidad, aunque el sujeto de derecho demandado
siga siendo el Servicio de Salud, debe emplazarse al director del hospital autoges-
tionado de que se trate; en todo caso, el director del Servicio de Salud debe ser
advertido de estos juicios, pudiendo intervenir como “tercero coadyuvante”. Este
complejo diseño legal ha dado origen a una enorme dispersión jurisprudencial.

(c) Prescripción extintiva


679. Una intensa discusión se ha dado en torno a la prescripción, materia en
la que se advierte una clara evolución. En la década de 1980 (a partir de un fallo
Hexagon, que ha quedado aislado) la doctrina afirmaba que la acción era impres-
criptible. Pero luego este planteamiento fue superado por la jurisprudencia, que
extendió al derecho público las reglas sobre prescripción previstas para materias
civiles análogas (Corte Suprema, 27 de noviembre de 2000, Aedo Alarcón c/ Fis-
co, citada), lo cual fue expresamente ratificado en el campo de la responsabilidad
(Corte Suprema, 15 de mayo de 2002, Domic Bezic c/ Fisco, Rol 4753-2001).
Por lo tanto, se hace aplicable a esta acción lo dispuesto en el artículo 2332 del
Código Civil: la acción prescribe en el plazo de 4 años contados desde la “perpe-
tración del acto” (o, según alguna orientación jurisprudencial, desde la aparición
del daño). Respecto de la responsabilidad hospitalaria o sanitaria “el plazo de
cuatro años, contado desde la acción u omisión” tiene reconocimiento explícito
(Ley 19.966, art. 40).
El único ámbito en que subsiste alguna incertidumbre es el de las acciones de
responsabilidad consecutivas a violaciones a los derechos humanos cometidas du-
rante la dictadura, en que una tendencia jurisprudencial no uniforme (inspirada
440 José Miguel Valdivia

en criterios de derecho penal internacional, pero sin razones sustantivas de dere-


cho público) estima la acción imprescriptible.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL
680. La bibliografía en materia de responsabilidad pública es abundante en el
derecho chileno, aunque presenta un defecto de perspectiva sistémica (algo simi-
lar a lo que ocurre con el control judicial de la administración): no hay manuales
o textos semejantes que expongan de modo integral y sistemático la totalidad de
la materia. De hecho, el trabajo más exhaustivo sobre el punto se contiene en un
texto sobre la responsabilidad civil (de gran relevancia teórica y práctica): Enrique
Barros, Tratado de responsabilidad extracontractual (Santiago, Jurídica, 2006).
Entre los textos más influyentes sobre la cuestión pueden referirse: Patricio
Aylwin, “La responsabilidad del Estado” (Rev. Derecho y Jurisprudencia, t. 43,
1946), Eduardo Soto Kloss, “La responsabilidad extracontractual del Estado ad-
ministrador, un principio general del derecho público chileno” (Rev. Derecho y
Jurisprudencia, t. 73, 1976), “La responsabilidad pública: un retorno a la idea
clásica de la restitución” (Rev. de Derecho Público, N° 27, 1980) y “Bases para
una teoría general de la responsabilidad extracontractual del Estado en el derecho
chileno” (Rev. Derecho y Jurisprudencia, t. 81, 1984), Pedro Pierry, “La respon-
sabilidad extracontractual del Estado” (Anuario de Derecho Administrativo, t. 1,
1976) y “Algunos aspectos de la responsabilidad extracontractual del Estado por
falta de servicio” (Rev. Derecho y Jurisprudencia, t. 92, 1995) y Luis Cordero, La
responsabilidad de la Administración del Estado. Bases para una sistematización
(Santiago, Lexis Nexis, 2003). También debe tomarse en cuenta el excelente volu-
men colectivo de Raúl Letelier (coord.), La falta de servicio (Santiago, Legal Pu-
blishing, 2012). El autor de este manual ha escrito varios artículos sobre aspectos
puntuales de la responsabilidad pública, en una línea de investigación cuyo princi-
pal fruto es la tesis doctoral, Le droit de la responsabilité de la puissance publique
au Chili à la lumière du droit français. Étude comparée (París, U. París II, 2010).
En la literatura comparada, el derecho francés es claramente la principal in-
fluencia del derecho chileno sobre la materia. En este derecho deben mencionarse
(entre muchísimos otros): Georges Teissier, La responsabilité de la puissance pu-
blique (París, La Mémoire du Droit, 2009, ed. facsimilar de la publicada en 1906
en el llamado “Repertoire Béquet”, vol. 23), Paul Duez, La responsabilité de la
puissance publique (en dehors du contrat) (París, Dalloz, 2012, reimpresión de
la 2ª ed., 1938), Charles Eisenmann, “Sur le degré d’originalité du régime de la
responsabilité extra-contractuelle des personnes (collectivités) publiques” (Juris-
classeur périodique, La Semaine juridique, 1949), René Chapus, Responsabilité
Título IV. Bases elementales de la responsabilidad pública 441

publique et responsabilité privée. Les influences réciproques des jurisprudences


administrative et judiciaire (París, LGDJ, 1954), Michel Paillet, La faute du servi-
ce public en droit administratif français (París, LGDJ, 1980) y La responsabilité
administrative (París, Dalloz, 1996). Un manual reciente sobre la materia en Ha-
fida Belrhali, Responsabilité administrative (París, LGDJ, 2017).
Indice analítico

(Los números reconducen a los párrafos)

Acceso a la información: v. transparencia.


Acto administrativo: 239 y ss.
Acto de gobierno: 7.
Acto terminal: v. resolución final.
Acto trámite: 279 y ss.
Actos separables (teoría de los): 281.
Administración del Estado: 9, 52 y ss.
“Administración invisible”: 115.
Agencias (organismos reguladores): v. superintendencia.
Apoderados: 366.
Autoridades: 132.
Avocación: 80.
Bien común: 18, 67.
Bienes fiscales: 14.
Bienes nacionales de uso público: 14.
Bloque de legalidad: 195, 205 y ss.
Caducidad (de las acciones de reclamación): 600.
Caducidad (del acto o del procedimiento administrativo): 266, 267, 270, 387.
Centralización: 66, 99.
Circular: v. instrucciones.
Competencia (administrativa): 77 y ss., 300.
Competencia (jurisdiccional en materia contencioso administrativa): 562 y ss.
Concesión (tipo de acto): 292, 296.
Concesión de obra pública: 457, 476, 482, 483, 489, 571.
Concesión de servicio público: 10, 482.
Conflictos de interés: 144, 145, 158, 160, 358, 360.
Constitución: 35, 207 y ss.
444 Indice analítico

Contencioso-administrativo: v. control judicial de la administración.


Contiendas de competencia (administrativas): 89.
Contraloría General de la República: 30, 40, 41, 46, 491, 493, 506, 507, 523
y ss.
Contrato administrativo: 13, 25, 454 y ss.
Contrato privado de la administración: 13, 479.
Control de la administración: 491 y ss. V. también Contraloría General de la
República, control judicial de la administración.
Control judicial de la administración: 46, 493, 509, 554 y ss.
Corporaciones: v. administración invisible.
Cosa juzgada: 6, 236, 573, 586, 654.
Debido proceso: 6, 349, 353, 598.
Decaimiento (del acto administrativo): 267.
Decaimiento (del procedimiento administrativo): 387.
Decreto con fuerza de ley: 215.
Decreto ley: 215.
Decreto: 254 y ss. V. también acto administrativo, resolución, toma de razón,
Tribunal Constitucional.
Delegación de firma: 81.
Delegación: 80.
Delegado presidencial provincial: 101, 116.
Delegado presidencial regional: 101, 116.
Derecho administrativo (concepto): 1 y ss.
Derecho administrativo sancionador: v. sanción administrativa.
Derecho privado de la administración: 12 y ss.
Derechos adquiridos: 221, 270, 295, 296, 338, 425, 429, 451.
Derechos públicos subjetivos: 28.
Derogación: 220, 222 y ss.
Descentralización: 66, 99.
Desconcentración: 79.
Desviación de poder: 306.
Dictamen (de Contraloría): 538 y ss.
Indice analítico 445

Directiva: v. instrucciones.
Discrecionalidad: 191, 311 y ss.
Doctrina: 41.
Dominio público: 14, 48.
Eficacia y eficiencia: 160, 497, 498, 505.
Ejecutividad (del acto administrativo): 275 y ss.
Ejecutoriedad (del acto administrativo): 274.
Empresa pública: 15, 66, 112 y ss.
Equilibrio financiero: 487 y ss.
Especialidad de objeto (principio de): 67.
Estado (persona jurídica): 65.
Excepción de ilegalidad: 342.
Falta de servicio: 74, 663, 665 y ss.
Falta personal: 674.
Fin (como elemento del acto administrativo): 306.
Fisco: 65.
Forma (como elemento del acto administrativo): 302 y ss., 369 y ss. V. también
procedimiento administrativo, vicio de forma.
Función administrativa: 5, 6.
Funcionario a contrata: 138.
Funcionario de planta: 137.
Funcionario público: 130.
Fundaciones: v. administración invisible.
Gobernador provincial: v. delegado presidencial provincial.
Gobernador regional: 101, 116.
Gobierno regional: 101, 116.
Gobierno: 7, 99, 103. V. también Presidente de la República, ministerio.
Hecho del príncipe: 489.
Honorarios (en el empleo público): 135.
Huelga (de funcionarios públicos): 121, 126.
Igualdad ante la ley: 327, 644.
Igualdad ante las cargas públicas: 675.
446 Indice analítico

Igualdad en el acceso a la función pública: 124.


Inderogabilidad singular de reglamentos (principio de): 232.
Instrucciones: 86, 230.
Intendente: 101, 116.
Interés general: 18 y ss.
Interés legítimo: 589, 597.
Interesado: 361 y ss.
Invalidación: 234, 271, 295, 338.
Investigación sumaria: v. sumario.
Jerarquía: 26, 83 y ss.
Jurisdicción: 4, 5, 6, 178, 509. V. también competencia (jurisdiccional en mate-
ria contencioso administrativa), control judicial de la administración.
Jurisprudencia administrativa: 40, 41, 236, 543.
Jurisprudencia: v. jurisprudencia administrativa.
Justicia distributiva: 33, 37.
Legalidad (principio de): 21, 33, 36, 172 y ss. V. también bloque de legalidad.
Ley: 214 y ss. V. también legalidad (principio de).
Ley-pantalla (teoría de la): 208.
Licitación: 459, 460, 461 y ss.
Ministerio: 106 y ss.
Ministro: 107, 132.
Motivación: 309, 322, 420, 421.
Motivo: 308. V. también discrecionalidad.
Municipalidad: 65, 66, 67, 102, 103, 117. V. también reclamo de ilegalidad
municipal.
Notificación (del acto administrativo): 388, 389, 422, 423.
Nulidad (de actos administrativos): 329 y ss., 582. V. también nulidad de de-
recho público.
Nulidad de derecho público: 332, 333, 619 y ss. V. también nulidad.
Ordenanza: v. reglamento.
Organismo administrativo: 69.
Órgano colegiado: 70.
Indice analítico 447

Órgano público: 68 y ss.


Personalidad jurídica: 63 y ss.
Plazo (en el procedimiento administrativo): 380 y ss.
Plazo (en materia contencioso-administrativa): 600 y ss., 628, 648, 679.
Plena jurisdicción (recurso de): 579.
Policía (función de): 5, 45, 193.
Potestad reglamentaria: v. reglamento.
Potestad: 186 y ss.
Prescripción: 600, 628, 679.
Presidente de la República: 7, 99, 103, 105, 132.
Presunción de legalidad: 273.
Pretensión de condena: 580, 582, 584.
Pretensiones: 566, 572 y ss., 581 y ss. V. también nulidad de derecho público,
recurso de protección.
Principios jurídicos: 41, 237.
Probidad: 22, 160, 161, 162.
Procedimiento administrativo: 304, 345 y ss.
Procedimiento sancionatorio: 353, 354. V. también sumario.
Proporcionalidad (principio de): 166, 328, 516, 517, 640, 641, 642.
Publicación (del acto administrativo): 388, 390.
Reclamo de ilegalidad municipal: 437, 590, 604, 615.
Recurso de protección: 629 y ss. V. también tutela cautelar.
Recurso de reposición: 432 y ss., 517.
Recurso de revisión: 286, 439, 440 y ss.
Recurso de tutela: v. recurso jerárquico impropio.
Recurso jerárquico impropio: 92, 446.
Recurso jerárquico: 87, 434 y ss., 517.
Reglamento: 6, 223 y ss., 246, 255, 288 y ss.
Reserva de ley: 6, 180, 197 y ss., 224, 225, 226, 313.
Resolución final: 256, 279 y ss., 415 y ss.
Resolución: 255 y ss. V. también acto administrativo, decreto, resolución final.
Responsabilidad del Estado: 29, 41, 47, 585, 657 y ss.
448 Indice analítico

Responsabilidad del funcionario: 162 y ss. V. también falta personal.


Responsabilidad disciplinaria: 166 y ss.
Retroactividad (del acto administrativo): 264.
Revocación: 234, 270, 271, 295.
Sanción administrativa: 40, 111, 292. V. también responsabilidad disciplinaria.
Secretario regional ministerial: 109.
Separación de poderes: 4, 6, 36, 39, 174, 175, 574 y ss.
“Servicialidad” (principio de): 21. V. también servicio público (teoría).
Servicio público (como organismo administrativo): 110.
Servicio público (función de): 5, 19, 45, 193, 194, 457.
Servicio público (teoría): 17 y ss., 75, 126.
Silencio administrativo: 282 y ss., 379, 386.
Sindicalización (de funcionarios públicos): 121, 153.
Sociedades del Estado: 16, 112 y ss.
Subsecretario: 108, 132.
Sumario: 168.
Superintendencia: 6, 111.
Supervigilancia: 90 y ss., 103, 505. V. también recurso jerárquico impropio.
Teoría de la imprevisión: 488.
Teoría del órgano: 68 y ss., 661.
Toma de razón: 423, 545 y ss.
Transparencia: 263, 391 y ss., 507, 512, 520.
Tratado internacional: 205, 211 y ss.
Tribunal Constitucional: 209, 510.
Tribunal de contratación pública: 474 y ss., 563.
Tribunales: v. jurisdicción.
Tutela cautelar: 584, 645, 654, 655.
Tutela judicial efectiva: 573.
Tutela laboral: 154, 570.
Tutela: v. supervigilancia.
Vicio de forma: 373.
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