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Todo Briante
Todo Briante
Battista, Saccomano, Ferreira, M.Garcia, Corbiere, Moreno, Fowill, Lojo, Friera, Parodi,
-Los ejes del hecho cultural -sostenía Briante-, son tres: la libertad, el compromiso y la
acción. La cultura no debe estar asociada al arte decorativo, sino al gesto creativo.
MIGUEL BRIANTE
LA LENGUA CLANDESTINA
LA LEY DE LA FEROCIDAD
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MIGUEL BRIANTE
A los diecisiete años ganó con su relato Kincón el Primer Premio del Segundo Concurso de
Cuentistas Americanos (premio organizado por la revista El escarabajo de oro y que
compartió con Piglia, Rozenmacher, Gettino y Villegas Vidal).
Su primer libro de relatos, Las hamacas voladoras, fue publicado por Falbo Editor en 1964 y
luego reeditado por Puntosur y Página/12. En 1993 Alfaguara publicó una nueva versión de
su única novela, Kincón, originariamente aparecida en 1975 bajo el sello venezolano Monte
Avila. Sus otros dos libros de relatos, muchos de los cuales forman parte de antologías del
género, fueron Hombre en la orilla (Editorial Estuario, 1968), y Ley de juego (Folios
Ediciones, 1983).
Briante ejerció los oficios de periodista y crítico de arte con la misma lucidez que ponía en
sus textos literarios. Aparte de los catálogos, críticas de arte en revistas internacionales y
colaboraciones en medios como La Voz, Artinf y Vogue, entre 1967 y 1975 trabajó para
Confirmado, Primera Plana, Panorama y La Opinión, entre 1977 y 1979 fue Jefe de
Redacción de Confirmado, entre 1982 y 1984 fue Jefe de Redacción de El Porteño, y desde
1987 hasta su muerte estuvo a cargo de artes plásticas en Página/12. Los artistas
argentinos también recuerdan su paso por el Centro Cultural Recoleta, primero como Asesor
(1989-90), y luego como Director (1990-93).
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Entre sus obras:
Las hamacas voladoras (1964). Falbo Editor. Reeditadopr Punto Sur y Página/12
Ley de juego
Capítulo primero
De más lejos
Capítulo – comienzo
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Recuerda Abelardo Castillo, que junto a Liliana Hecker animó la célebre revista El escarabajo
de oro, cuando el joven Briante, de 17 años, los conmovió a todos con su excelente prosa. A
pesar de las peleas, los debates o las discusiones, era difícil no quererlo a Briante, como
intelectual y como persona.
Una pasión
Decía Briante que –para nosotros la escritura es un sonido: una pasión pero también un
espacio a rodear y construir, un oficio. Y en ese oficio hay un continuo que viene desde el
fondo de los tiempos, tiempos que también en nuestra provincia tienen su línea, su
asentamiento gradual.
-Los ejes del hecho cultural -sostenía Briante-, son tres: la libertad, el compromiso y la
acción. La cultura no debe estar asociada al arte decorativo, sino al gesto creativo, a la
libertad, a la difusión, al estímulo, a la actualización de los programas educativos.
Todo ello cumplió durante su vida y también como funcionario a cargo de la responsabilidad
de una dirección cultural representativa. ¿Cuántos pueden decir lo mismo? Briante poseía no
sólo una fina escritura y una pasión creativa.
Conocía a los grandes escritores y frecuentaba su lectura. Entre ellos solía recordar Los
cuentos de inquietud de Conrad, Pedro Páramo de Rulfo, los dublinenses de Joyce, el cuento
largo La balada de café triste de Carson M’Cullers, el Bell Ami del prodigioso y malogrado
Guy de Maupassant o el Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. La presencia de Borges en él fue
fundamental.
Rechazaba la pedantería de muchos escritores, las sentencias, las profecías, las astucias
sobre la realidad. Pero se divertía con la ironía de Stevenson, de Leon Bloy, de Oscar Wilde.
Le gustaba Faulkner no sólo como escritor sino por aquel trabajo que tuvo en un prostíbulo.
Y también la vida de aventura y riesgo -y por sus mujeres-de Hemingway; a Píndaro por –la
lentitud -decía Miguel- con que se tomaba el vino en aquellos días. Descubrió que la
literatura inglesa de talento -Kipling, Stevenson- había retornado al Viejo Continente de la
mano de Borges, Pavese, Sartre y André Malraux.
Tal vez, el periodismo y los años trágicos de la dictadura desalentaron al escritor durante un
período de su vida. Pero él había retornado firmemente por el camino de la creación, en
realidad nunca lo abandonó. Se hace difícil pensar en Miguel alejado de la bohemia, de la
amistad fraterna, de las redacciones, pero recordémoslo con Petrarca cuando decía: sobre la
vida triunfa el amor/, sobre el amor, la muerte/, sobre la muerte la fama,/ sobre la fama, el
tiempo,/ sobre el tiempo, la eternidad.
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La lengua clandestina
Pagina 12/
La historia que Briante pone en acción siempre pivotea sobre el método de la audición:
alguien cuenta y lo que cuenta fue escuchado. Para tener boliche, escribe Briante, hay que
ser traductor. Si hay un dato que importa, se lo señala. Con el dedo.
De lo que se trata entonces no es tanto leer a Briante sino cómo leerlo. Recién ahora,
terminando con el ninguneo y el olvido, empieza a analizarse su escritura y se van
publicando ensayos sobre su obra. Briante tiene fama de escritor de escritores. Lo cual es
cierto en un aspecto si se tiene en cuenta esa prosa de orfebre que lo distingue. Pero en
otro aspecto, esa misma fama elitista oblitera su acercamiento.
La literatura de Briante no es fácil. Ninguna literatura verdadera, cabe acotar, lo es. Briante
exige del lector, como se dijo, un pacto tácito. Al igual que en el boliche, hay que prestar
atención no sólo a lo que se cuenta, esa atención particular, sino a cómo se cuenta, porque
en el tono hay otra historia, subterránea, no menos reveladora y definitiva en cuanto
arrojará luz sobre el sentido.
Cuando el bolichero se propone como traductor, lo que hay que traducir en Briante es un
pedido al lector: el aprendizaje sosegado de una lengua que rehuye a un tiempo el guiño
para avisados y el populismo.
No es, como la lengua borgeana, una lengua con prestigio de rotograbado. Clandestina, la
lengua de Briante se habla en los márgenes literarios, que son los geográficos, donde se
anclan sus relatos, en las afueras del pueblo, en la orilla del río.
Es la lengua de los desposeídos apartados de la moral y las buenas costumbres burguesas.
Y es una lengua que, al propiciar una poética, define también una posición política. Aquello
que Briante encuentra en esta lengua de lo criollo marginal –es decir, no sellado por una
aceptación canónica como el malevaje borgeano, folklórico, cliché oficial– parece coincidir
con la cuestión de la lengua en Gramsci: ruptura con el mandarinismo intelectual y
búsqueda en lo vulgar, donde se rastrea una manifestación artística renovadora.
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La ley de la ferocidad
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La mirada de los otros es para ellos, como para los personajes de Sartre, el infierno. Pero no
se le entregan pasivamente. La violencia es a menudo la única opción que tienen para
enfrentarla, como Kincón, ex policía (marcado desde el origen por el desamparo y una
monstruosa fealdad de simio), que muere combatiendo contra los representantes de un
orden que lo excluye y al que ha tratado vanamente de asimilarse.
En los locos, asesinos, suicidas, prostitutas, o seres señalados por algún menoscabo físico o
intelectual que habitan sus relatos, se revela la verdad negada: la injusticia, la mezquindad,
el sadismo del mundo regulado, sólo aparentemente prolijo contra el cual se recortan las
existencias abruptas de los que ya no tienen nada más que perder.
También los que se encuentran o se han encontrado alguna vez en el extremo superior de la
escala social, y desde allí se permiten romper las convenciones, los valores, la moral de los
burgueses, denuncian la falsedad y la abyección del sistema.
La auténtica ley de juego (título de uno de sus libros) se comprende en otra parte: en la
ferocidad y la felicidad de los elementos naturales (como su omnipresente río Salado),
donde todos son iguales ante el riesgo, el amor, la muerte inexorables.
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La distancia temporal con la que se mira (y lee) la obra de Miguel Briante permite alumbrar
una zona medular de su escritura: narrar, a su manera, con el oído adherido al modo de
expresarse de los personajes que habitaron su mundo ficcional y periodístico.
Se dice que su estilo era económico, ajustado, afilado, que nunca sobraba un adjetivo, un
sustantivo o un verbo. Esa adhesión estética permite trazar una cronología en la literatura
argentina: hay un antes y después de Briante. No porque rompiera amarras con Sarmiento-
Borges-Arlt, o Hernández-Lugones, sino porque se sacaba de encima el peso de la herencia,
especialmente la borgeana, integrando y reescribiendo a estos autores canónicos.
Narrador precoz
Ese cuentista precoz despuntaba un estilo tan acabado y singular, tan propio de eso que se
llama –madurez en la escritura, que la marca Briante se imponía quizá con la certeza de que
sus mejores libros ya estaban escritos.
A los veinte había publicado Las hamacas voladoras, sus primeros relatos, a los que
siguieron Hombre en la orilla (1968) y Kincón (1974), su única novela.
Aunque su publicación fue posterior, buena parte de los cuentos de Ley de juego
corresponden a esta etapa inicial en la que aparecen los ecos de las influencias que
ejercieron Carson McCullers (con La balada del café triste y El corazón es un cazador
solitario), Faulkner y el mexicano Juan Rulfo, como modelo de escritor y de escritura.
Quizá porque fue un escritor que trabajó intensamente en distintos medios periodísticos –
entre 1967 y 1975 jugó en los equipos de Confirmado, Primera Plana, Panorama y La
Opinión–, su única novela y sus cuentos padecieron de una recepción mezquina, no exenta
de una deliberada crueldad, propia de los prejuicios del academicismo literario que para
analizar una obra necesitan repetir, cada dos líneas, el Padrenuestro barthesiano,
foucaultiano o derridiano, según quien escriba, tics teóricos rebuscados y pedantería
universitaria de la que Briante desconfiaba; lo suyo era la sobriedad de quien escribe con
elegancia, sin necesidad de presumir, sin estridencias ni exuberancias barrocas.
La pionera en saldar este ninguneo fue María Rosa Lojo, en 1987, con su estudio crítico Un
espacio para la marginalidad (ver aparte), y hace tres años Elisa Calabrese y Luciano
Martínez en Miguel Briante: genealogía de un olvido (Beatriz Viterbo).
La prosa de Briante fue intensa; era un equilibrista eximio de la crónica periodística, podía
hacer un corte, desviar la atención, suspender el punto álgido del relato, pero tocando
siempre las cuerdas de la armonía.
Hay que releer La noticia de los que esperan noticias, publicada en este diario en 1990, y
reunida en la antología periodística Desde este mundo (editada recientemente por
Sudamericana), para comprender su manejo de los puntos de vista, la entonación, la fluidez
de la crónica, hasta dónde contar para no caer en lo obvio.
El estilo periodístico de Briante era, vertebralmente, literario. Y para muestra basta recordar
apenas unas líneas de esa gran crónica: –Hay gente de todos lados que espera. La tiran al
suelo y todos se abalanzan. Es muy cruel, señor; la tiran como quien la tira a los chanchos,
a la comida.
También fue crítico de arte –dirigió la sección de artes plásticas de Página/12, desde 1987
hasta su muerte–, también el Centro Cultural Recoleta, y publicó reseñas en La Voz, Artinf y
Vogue.
El Rulfo de la pampa
El modo austero de contar y el hecho de que se señalara, con insistencia, que fue un autor
de poca obra publicada remiten a la construcción del mito Briante, que entronca con Rulfo,
escritor a quien admiraba. –Yo no escribo, reedito, provocaba el escritor y periodista, acaso
ironizando o contraponiendo su prematura incursión en las letras con lo que se esperaba de
él.
¿Por qué ese apetito por lo prolífico, la fábrica de cuentos o novelas listos para salir en serie,
como condición sine qua non del oficio de escribir? O, para plantearlo en términos similares:
¿es válido comparar el mundo de la producción con el ejercicio de la literatura? Tal vez sea
preciso revisar las categorías de brevedad o de abundancia a la luz del caso Briante.
Es cierto que su obra literaria estuvo en desventaja si se la compara con sus artículos
periodísticos –en las redacciones buscaba ese mango que te haga morfar–, pero no es
menos cierto el problema de los márgenes; cuántas de sus crónicas periodísticas cabalgan
entre el periodismo y la literatura, como atentamente lo percibió Luis Chitarroni, a cargo de
la selección de los trabajos periodísticos de Briante, al incluir al final del libro la nota sobre el
secuestro y el asesinato del embajador Hidalgo Solá bajo la categoría de –cuento
periodístico.
Briante era el Rulfo de la llanura pampeana; al igual que su maestro, a quien pudo
entrevistar en México a mediados de 1968, se había ejercitado en el lenguaje rural y
semiurbano que había oído hablar en su infancia, en su adolescencia, y rehuyó de la retórica
porque prefería capturar la complejidad de lo simple. Si sus ficciones resisten los achaques
del tiempo es porque restituyó la palabra contar –tantas veces descalificada no sólo en la
pintura sino en la narrativa– a la literatura argentina.
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El escritor, pintor y crítico de arte fue homenajeado en General Belgrano, su pueblo natal.
Briante disfrutaría, además, con el recuerdo crítico de sus lectores menos complacientes.
-Poné una coma para bajar a tomar agua, indicaba como quien enseña a desmalezar un
campo. O a una mujer respondona a la que desaconsejaba posar de James Dean: –Si ganás
siempre no vas a perder nunca. Se trataba de algo más que de cultivar aforismos: de un
gusto por la síntesis que comenzó como un ideal aristocrático y terminó afilándose en un
estilo que hacía de lo mínimo otra cosa.
Miguel Briante, escritor, pintor y crítico de arte, murió hace cinco años pero,
involuntariamente, curó, el día del aniversario de su muerte, 25 de enero, una suerte de
performance con la estructura de la Cruz del Sur.
En Gral. Belgrano era, dicen, demasiado tarde o demasiado temprano para detectar entre
las sombras esas lucecitas de bar que orientan, en los cuentos de Briante, al Loco Toledo a
quien le tocó un caballo como a nadie, a Marcelino Iglesias el que pide perdón, al Moro que
sabe que seguir la ley de juego que consiste en lanzar la taba con la mano (literalmente,
quedar manco por no perder la mano de la suerte), todos ordenados en torno al bolichero
Arispe que comparte con Enrique Wernicke el Don que indica respeto (Don Enrique
Wernicke es un nombre en una dedicatoria, Don Arispe la insistencia de muchos relatos).
Pero es mejor porque de ese modo se puede seguir soñando con esas pulperías metafísicas
adonde unos gauchos de Molina Campos hablan con sentencias zen, creando una
postgauchesca adonde la única política es la de la lengua.
Cicatrizar e inscribir viene a ser lo mismo y está bien esa placa en el cementerio, aunque a
Briante debía de gustarle más ese otro, lleno de yerbas malas y de ladrones, adonde el
Huckleberry Finn de Mark Twain iba a fumar su pipa de pasto y a buscar gatos muertos para
frotarse las verrugas y hacerlas desaparecer.
Faltan las versiones de Briante de aquellos que a él le importaban por sobre todo, los
lectores capaces de usar el facón contra la corrección política y de guiarse por el propio
gusto sabiendo explicarlo (cortito). Por algo leyó mucho antes que la mayoría La cultura de
la queja de Robert Hughes, crítico destemplado y fino, hombre de otro gran lugar vacío:
Australia, que es como decir –al menos en el mito– una manera de la pampa.
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Pagina 12/
-Miguel nació aquí y fue nuestro amigo. Y también escribió sobre nosotros, como escribió
sobre ese personaje de este pueblo que se llamaba Kin Kon, en realidad un policía malo
cuya historia Miguel transformó en poesía.
El intendente de Gral. Belgrano, Esteban Tolosa, se sonrió frente a las cincuenta personas
que anteayer se reunieron en el cementerio local para recordar a Briante, fallecido hace
cinco años al caer de una escalera en su casa en las afueras de la ciudad bonaerense.
A las 8 de la tarde comenzó el homenaje que vecinos, familiares, autoridades y amigos del
escritor le hicieron frente a su tumba, donde se descubrió la placa que testimonia el
recuerdo del pueblo de General Belgrano.
Allí estaban y también hablaron sus amigos, entre ellos los artistas plásticos Luis Felipe Noé
y Oscar Smoje, como si todavía no hubiesen podido disipar el estupor que les causó aquel
25 de enero de 1995 la muerte de Briante.
El acto fue breve y terminó bajo la luz cada vez más tenue del atardecer. Hubo un silencio
que se rompió con un aplauso que resonó entre las tumbas del cementerio. Afuera, en el
inmenso cielo sobre el horizonte del campo bonaerense volaba una bandada de pájaros.
Alguien recordó el rito de las Hamacas Voladoras del noroeste argentino. Cuando muere una
persona, sus amigos buscan el árbol más alto para colgar una hamaca y balancearse hasta
el vértigo para ayudar al alma del muerto a llegar rápido al cielo.
Miguel Briante supo de ese rito y así se llama uno de sus libros. Pero afuera del cementerio
no había ningún árbol cercano y mucho menos una hamaca. Entonces, el otro homenaje –
más próximo a su memoria– se hizo en el café frente a la plaza del pueblo donde las
anécdotas corrieron sobre la mesa como el cinzano y el fernet. Y después, un asado al
asador con litros de vino tinto donde se decidió que en mayo del 2001, en el mes que el
escritor, amigo y vecino hubiese cumplido 56 años, el homenaje se hará en el Centro
Cultural Miguel Briante de este pueblo que cada vez se llama más Miguel Briante.
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Crónicas periodísticas
En el momento de presentar un libro de Miguel Briante, autor de una de las obras literarias
y periodísticas más rigurosas e intensas de nuestro panorama literario, quizá sea imposible
prescindir de los elogios. Por haber producido una obra breve y espaciada (ya que no
renunció a distribuir su arte narrativo entre los textos de ficción y los periodísticos), su
nombre no ha prosperado, como el de gran parte de sus contemporáneos, en el casillero del
canon literario argentino, pero el talento y la elegancia de su escritura permanecen como
una lección digna de ser retomada.
Es preciso recordar que Briante perteneció a una generación de escritores que entendía el
ejercicio de la literatura y del periodismo como regidos por una misma moral: el compromiso
con la palabra y la escritura es un compromiso político (varios nombres lo acompañaron en
esta dirección, como el de Rodolfo Walsh o el de Tomás Eloy Martínez, a pesar de los
caminos divergentes que, con el tiempo, tomarían cada uno de ellos).
Como ejemplo de ese activismo fue jefe de redacción de Confirmado entre 1977 y 1979;
entre 1982 y 1984, de El Porteño, y además publicó innumerables trabajos sobre literatura y
artes plásticas en Artinf, Vogue, Panorama, La Opinión. A su vez, en Página/12 se encargó
de la sección de artes plásticas.
En los trabajos publicados en todos estos medios pudo desplegar y poner en juego un estilo
y una actitud que algunas empresas periodísticas prefieren sacrificar ante al altar del dato.
Desde este mundo reúne una parte significativa de su producción periodística, dispersa en
diarios y revistas en el período que va desde fines de los años ’60 hasta mediados de los
’90. Además de ser una suerte de testimonio de comunidades, problemas, coyunturas y
discrepancias de nuestra historia reciente, es una riquísima muestra de quien supo conciliar
–sin confundir– la prosa de la mejor literatura con la pasión de la más rigurosa investigación
periodística.
En el libro encontramos, por un lado, en la primera parte, una serie de crónicas sobre las
diversas Argentinas escondidas en un vasto territorio (la vida de los indios tobas, de los
matacos, de los wichi, y también la de organizaciones laborales marginadas, como los
trabajadores portuarios). Por otro lado, la segunda y tercera parte reúnen textos y
entrevistas en formato de crónica sobre escritores (Borges, Bioy Casares, Rulfo, Oesterheld,
entre otros) y artistas plásticos (León Ferrari, Carlos Alonso, Gorriarena, Benedit). El libro
cierra con una crónica literaria sobre el secuestro de Hidalgo Solá.
Todos los textos, como también los recopilados en 2003 en Al mar y otros cuentos (así
como la feliz edición de Sacate la careta, de Alberto Ure , ese mismo año) transmiten la
convicción de que la activa política de edición por parte de las editoriales, debe ir
acompañada de una no menos activa política de recuperación de autores y textos perdidos.
Una recuperación de obras y voces que tuvieron–y aún tienen– cosas importantes para
decir.
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Una ansiada reedición acerca los últimos relatos de Briante y su poética de locos y
desesperados.
En 1964, a los veinte años, Briante publicó Las hamacas voladoras. Kincón, uno de los
cuentos del libro, había obtenido el primer premio en un concurso organizado por la revista
El escarabajo de oro. Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Humberto Costantini y Augusto Roa
Bastos, jurados de ese concurso, coincidieron en que de Kincón les habían asombrado dos
cosas: primero, la calidad del cuento y luego, la edad del cuentista.
Pero un buen cuento no alcanza para juzgar a un narrador. La publicación de Las hamacas
voladoras disipó las dudas. Miguel Briante, un jovencito de veinte años, había realizado una
acabada relectura de Jorge Luis Borges, lograba una perfecta reelaboración de su escritura y
resolvía, de paso, un conflicto que preocupaba a la mayoría de los narradores de la llamada
generación del 60 y que sería, además, tema de futuras polémicas: ¿Cómo tomar la voz de
Borges y forjar con esa voz un estilo propio?
Miguel Briante nació en General Belgrano y, aunque a los nueve años ya vivía en la Capital
Federal, el río Salado, el Club Social, el Rotary, la intendencia, las calles y las gentes de ese
pueblo bonaerense continuaron siendo las escenografías y los personajes de sus relatos.
Regresaba a General Belgrano una y otra vez, acaso a la búsqueda de nuevos asuntos o
quizá, para encontrar la respuesta a alguna oscura pregunta que no dejaba de formularse. A
General Belgrano fue a morir en el verano del año 1995.
En 1975, Kincón aquel cuento inaugural, se había convertido en una novela. Antes apareció
otro volumen de relatos, Hombre en la orilla, y en 1983 publicó el que iba a ser su último
libro: Ley de juego, ahora reeditado.
Las hamacas voladoras se abría con un cuento: Capítulo primero. Ese mismo cuento abre
Ley de juego. Una apertura que de alguna manera también significa un cierre, un modo de
poner todas las cartas sobre la mesa, una forma de volver al pueblo del que, en definitiva,
nunca se había ido. –Creo que en aquella época de los 60 todos confesábamos, escribió
Briante. Capítulo primero es una confesión, un acabado perfil de quienes iban a ser sus
personajes y un anticipo de los conflictos que poblarían sus historias.
Doce cuentos integran Ley de juego. Es un volumen de relatos que se puede leer con el
aliento de una novela: sus protagonistas pasan naturalmente de uno a otro cuento, pueden
ser actores en éste y mero miembro del coro en aquél. –No había esperanzas, leemos al
comienzo del libro, y esa desazón permanece: impregnará el resto de sus páginas.
No hay esperanzas en el padre borracho sin remedio al que una ambulancia llevará vaya
saberse a dónde; tampoco hay esperanza en el hijo internado en un colegio religioso, ni en
la burda iniciación sexual que ese mismo chico vivirá en el próximo relato.
Así se encadenan doce cuentos en los que Briante pone en movimiento su notable técnica
narrativa, con los distintos y definitivos puntos de vista a los que recurre para contar sus
historias: una poética que ya había inaugurado en los primeros textos.
Miguel Briante cometió el error de morirse joven. Su obra se reduce a una sola novela y a
una veintena de cuentos, que en su momento suscitaron envidias y rechazos. Sin embargo,
hoy no parecen preocupar a los estudiosos de nuestra literatura: Briante no integra el
vacilante y arbitrario canon argentino.
No hay que inquietarse más de la cuenta: con el natural paso del tiempo y una vez que se
hayan calmado los tumultos del presente, los textos de Miguel Briante ocuparán el sitio que
verdaderamente merecen. Hay que celebrar, entonces, está reedición de Ley de juego.
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En 1987 compartimos con Miguel Briante la militancia peronista por el retorno de los
peronistas a la lucha eleccionaria luego de años de liderazgo alfonsinista. Miguel venía del
Partido Intransigente que por entonces conducía el Bisonte Oscar Alende y quiso participar
con nosotros en un ámbito cultural-artístico-reflexivo que terminó llamándose La Comisión
de Diletantes, por obra y gracia, sobre todo por la gracia de Alejandro Dolina.
Nos juntábamos con Miguel, con Alejandro Dolina; con Emilio del Guercio (ese grande de
Almendra y Aquelarre, un excelente diseñador gráfico); con Carlos Nine, otro monstruo, el
enorme plástico, dibujante y caricaturista, que hacia las tapas de la revista HUM® y
muchas de las ilustraciones de Clarín; el innovador y talentoso Chango Farías Gómez; el
cineasta de Cine Liberación, Gerardo Vallejos; la exquisita escritora y periodista Cecilia
Absatz; el poeta, rocanrolero y humorista Pancho Muñoz; Helenita Goñi, personalidad
autosustentable; Cecilia Rossetto; el amado escritor y periodista oriental Alberto el Gato
Carbone; Alberto Cormillot, Jose Pablo Feinman; Julio Bárbaro que nos prestó una oficina
para que nos reuniéramos; Carlos Carella, el nunca bien ponderado Alfredo Moffath, en fin,
una banda. Tuvimos charlas interesantísimas, cuando la prensa-en plena campaña- nos
visitaban, los dejábamos participar pero les prohibíamos las notas y las fotos,
prohibidísimas, (por llevar la contra). Luego del triunfo de Antonio Cafiero en la Provincia de
Buenos Aires y de un montón más en las demás provincias (pasamos de 12 provincias
gobernadas por el Justicialismo a 17) con Busti, Bordon, etc. comenzamos a reunirnos por
cuestiones muy concretas como los chicos de la calle y que había que hacer, mejorar los
institutos de menores o sacarlos de allí y ponerlos con sus familias o con familias sustitutas,
en fin. De allí salió una línea de pensamiento que apuntaló el Plan de Familias Sustitutas que
pusieron en marcha Alberto Cormillot con el fuera de lo común Alberto Morlachetti, que hace
rato milita en los derechos humanos de los niños desde Pelota de Trapo. Miguel Briante
aportaba a esa discusión con pasión y valentía.
Después compartimos muchas cosas con él. Cuando todo creíamos que Menem iba a ser
Perón II, Miguel se comprometió en la gestión publica tratando que el Estado fuera lo que
ahora empujan Castro y Chávez, en sus respectivos gobiernos y administraciones, es decir
que le sirviera al pueblo y no fuera un kindergarten de gente desocupada y desesperanzada
y mucho menos, soberbia y maliciosa e hizo esfuerzos y tomo decisiones para mejorar la
atención al pueblo y brindarle más cosas y mejores por menos plata. Actuó como lo que era,
un militante comprometido con la gente común, la gente del pueblo.
Gracias a Miguel pusimos en el aire, por tres días, un canal abierto de TV para Buenos
Aires, el Canal 5 de Recoleta, con autorización del COMFER, y una frecuencia asignada por
la Secretaria de Comunicaciones que servía solo para tres días de uso. Esa experiencia fue
visitada por 20.000 personas. Participo todo el mundo: Las Escuelas ORT; los estudiantes de
locución de COSAL; Batato Barea; la asociación de videastas; con la dirección del legendario
Pancho Guerrero; y la producción general de tres grandes ejecutivos de la Televisión,
Bernarda Lorente, (hoy en TELEFE, primera en audiencia ); María Laura Leguizamón, una
ídolo y el escritor, y director Claudio Ferrari (Hoy y triunfando en la tele , como tantas otras
veces -ahora con Casados con hijos- con Florencia Peña y Guillermo Francella).
Sin Miguel Briante, su apoyo, su libertad y su decisión, esa experiencia hubiera sido
imposible.
Después compartimos muchos cafés, charlas al aire libre en la placita de San Telmo,
puchos, comentarios irónicos sobre la gorilada y demás momentos inolvidables, que
compartidos, hacen que una ciudad como Buenos Aires, un país como Argentina y un lugar
como La Patria Grande, sean, cotidianamente tan disfrutables y eternamente, tan
entrañables. Cuando me toque tomarme el buque, me llevaré de esas calles, de esos cafés,
esos momentos inolvidables con el gato Carbone, con Miguelito Briante, con Alberto Breccia,
con Nicolás Sarquis, en fin, la lista es grande y maravillosa, como los compañeros.
Y una para el final, un cuento de una gauchada memorable de Miguel, que todo lo hacia
fácil y al mismo tiempo, todo lo sorprendía. Cuando hacíamos la publicidad del PAMI en una
nueva etapa –para mí la mejor que recuerde en décadas- con aquello de El Instituto de los
Grandes junto a actores de la talla de Juan Carlos Thorry, Osvaldo Miranda; Amelita Vargas
y la divina Iris Marga, vino Anthony Quinn a la Argentina. Como la campaña se basaba en
la cultura que compartían los grandes, que era el cine, (después y en paralelo con la radio y
mucho antes que la televisión), y en los cines de barrio, Anthony Quinn aparecía en una
película u otra, a cada rato (Sangre y Arena, Viva Zapata; Réquiem para un luchador;
Barrabas, Los Bucaneros; y luego Zorba, Lawrence de Arabia, La Strada, en fin) nos
tentamos a pedirle si no haría un aviso para el PAMI. Quinn había venido a la Argentina a
exhibir sus pinturas y sobre todo sus esculturas en el Centro Cultural Recoleta que dirigía
Briante. Le pedimos a Miguel que intercediera por nosotros, ante tan extraordinaria figura
del cine mundial y le dijera si no podríamos filmarlo para una publicidad del PAMI, una
institución de servicios, públicos, estatales, de los jubilados para anunciar los nuevos
servicios y beneficios, etc. Había solo un requisito, que debía aceptar Anthony Quinn, y era
que si lo hacia debía ser gratis, sin cachet. Y Miguel acepto el desafío de nuestra changa
paraguay como le dicen a estas misiones en el norte del litoral. No sé cómo hizo Miguel,
será que estuvieron escabiando, o tomándose un café por ahí, lo cierto es que Anthony
Quinn actuó para el PAMI, por obra y gracia de Briante, dijo que sí que como no, que él era
presidente de una asociación de actores jubilados de Hollywood y que con mucho gusto. Así
fue como Anthony Quinn se incorporó a las demás estrellas de la campaña del PAMI,
guioneado por Norberto el Pato Vieyra ( Extraña Dama, El Cordobazo), fotografiado por el
escritor y fotógrafo Oscar el tano Balducci y dirigido por el querido y legendario cineasta
Carlos Jaletina, por entonces, también miembro activo de la Comisión de Diletantes del
Justicialismo, como nosotros.
Cada tanto, uno va por Buenos Aires, y de pronto piensa en Miguel y su esposa, la hermosa
Michele y te falta Miguel Briante. Te falta. Cuando un amigo se va, deja un buraco. Y al
mismo tiempo, te acompaña. El amor es eterno, la amistad, también. Los compañeros,
están presentes.
Desde que se fue, es parroquiano del boliche del Comando Celestial, junto al Bisonte, al
viejo, a Santa Marta, a Manuel, Mariano, el Chacho, Felipe, a la Eva, a Rodolfo, Haroldo,
Paco, Vicky, Benito, Arturo, Raúl, Macedonio, en fin, ya sabemos.
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LITERATURA ARGENTINA
MIGUEL BRIANTE
Kincón
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UNO
Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostumbrado a morir. Se lo digo nada más
para que se acuerde, Miranda, ya que usté es joven y le puede faltar la memoria. Se lo digo
para que vaya sabiendo que si se me antoja que no pasa, por fuerte que sepa pechar su
tobiano y filoso que tenga el cuchillo. Yo no soy hombre de esos que se pueden sacar
cagando a lonjazos. Todavía me le puedo plantar a un caballo por ancho que sea de pecho y
duro de garrones que sea. Y mentira eso de que puedo salir corriendo si me ponen un
espejo enfrente, porque hasta para mi cara estoy curado de espanto. Y no se ría, porque es
de verdá mi nombre, acuerdesé. Bentos Márquez Sesmeao, y nada de eso que me nombran
en el pueblo. Ni Negro ni Carneiro ni el Cabo Negro ni Kincón, que fueron nombres que,
contra todo, ya me empezaban a gustar. Pero no en gentes como usté, Miranda, que al fin y
al cabo son lo mismo que yo, peones o así. Hubo otros que me lo pudieron decir y hasta me
gustaba, contra todo. Pero usté no, Miranda, usté mejor no. Así que mejor haga el rodeo
que le digo, cada vez que sale. Mejor endereza para el lado de la estancia misma y se
aguanta la vuelta, por lejos que le quede el pueblo en ese modo. Después de todo debe ser
lindo andar por los cardos, ahora que es verano, porque a cada pata que pone el caballo en
las tierras se largan a volar un montón de gritos, a más de las perdices. Eso digo. Mejor eso
y no lo de andar probando qué de ligero le sale el cuchillo, bien a tiro de mi vista, para
intimarme y que no me arrime al alambrado, cada vez que usté amaga para acá. Aparte que
le va a costar trabajo porque ya hace rato que apuntalé bien la tranquerita, con tres clavos
así contra el poste, y es mi derecho. Cuando mucho se costea un poco más para arriba,
porque mi franja es corta y alambrado de la estancia hay a patadas, contra el camino, para
pasar. Ya sé que a los ingleses no les gusta, pero mejor se anima a eso en vez de andar
jodiendomé a mí. Usté dirá que es una pavada eso de poner la estancia, digo la tranquera
principal por allá a cuatro leguas, y yo digo que sí. La tranquera principal de le estancia.
Pero también digo que cuando la pusieron (y esas épocas yo lo sé mejor que usté, porque
algo a mí me trajo Don Tomás), cuando la pusieron el pueblo no era ni así de grande. Y
aparte que ahora es lo mejor, porque los patrones salen derecho al camino, y están a lo
mismo de Monte que de Belgrano. No a lo mismo, pero lo mismo de cómodos una vez que
encaran la ruta. Imaginesé si para ir a Buenos Aires, o mismo a Monte, tuvieran que salir
por este lado. Sería como media hora más, que es lo que hay del Manantiales a la entrada
de la estancia ida y vuelta. Se lo digo más justo, para que entienda. Usté sabe que en auto,
desde la entrada de la estancia al puente Manantiales, que es como decir el pueblo, hay
cuarto de hora, y sería bastante perder tiempo, cuando se quiere ir a Monte, venir en coche
por el lado de adentro un cuarto de hora, para hacerlos de vuelta por el camino que uno
vendría viendo todo al costado en el viaje. Media hora justa, fijesé. Claro que usté es el que
se jode porque con el tobiano se hace como hora y media para venir a Belgrano cuando con
cruzar ya casi está. Pero no es mi culpa, Miranda, y yo no paro de aconsejarlo bien. Usté
tramitesé con los ingleses de abrir una tranquera donde termina mi terreno, ahí cerca.
Porque no es mi culpa que la parte mía caiga justo donde estaba esa tranquera, Miranda.
Así me gusta, cebesé el último, solito, ahí en su puesto, y no insista en arrimarse porque
esta franja es mía, según consta en el testamento del mismo Don Tomás, y yo bien que la
voy a hacer respetar a la memoria dél. Algún día vas a tener un lugar para morirte, Bentos.
Así me dijo una vez. Cumplió y acá estoy y yo voy a hacer respetar su memoria, la memoria
del que fue su patrón. Pero el campo está bueno, a esta hora, y mejor no discutir. Ni pelear.
Eso también decía Don Tomás, a veces, a la tarde. Que el campo estaba bueno y yo digo
que quería decir que estaba tranquilo, el campo, y él en esas veces no paraba de dibujar y
de dibujar. Y él decía que días así uno podía ser como los chicos y agarraba el lápiz más
finito y ahí se estaba, dele darle y darle vueltas al lápiz con rayas muy finitas y así en el
papel le salían plantas como de juguete y vacas como de juguete y él se reía. Eran las cosas
que más me gustaban, claro que yo nunca entendí mucho y para esas cosas hay que
entender. Porque las cosas que no hacía con lápiz, esas de color, no me gustaban nada.
Pero las de lápiz y esas de rayas gruesas, con la carbonilla, siempre me hacían algo. Esas
más gruesas eran todas retorcidas y oscuras y a mí no me gustaban mucho, pero me las
quedaba mirando y él me decía que era porque cuando las miraba me hacían acordar cosas,
pero no sé. En cambio, esos dibujos de rayas finitas me ponían contento y de ahí tengo la
costumbre de decir que el campo está bueno a esta hora, como él decía, y yo mismo me
pongo alegre y nada de ganas de pelear. Ni discutir. Así que mejor que cada uno de
nosotros se lama solo, Miranda, cada uno en su misma casa. Va a ser mejor. Es lindo
cuando uno puede terminar el día en paz de Dios, sin que le tiemblen las manos por las
rabietas. Mejor terminar el día sereno, mirando cómo se acaba la luz natural, ahora que es
verano y junto con lo oscuro empiezan a joder los grillos y cada charco parece un circo, de
lo alborotado. Puras ranas y sapos, aparte de los ladridos, que recién empiezan. Es así.
Primero yo lo veo a Miranda que ceba el último mate y va para el lado del corral, que está a
unos cincuenta del rancho donde vive. A unos cincuenta metros. A unos cien de mi vista,
más menos que más, de seguro. Por lo menos, así era cuando yo estuve en la estancia, que
se decía que el rancho del puesto número cuatro estaba justo a cien metros de la salida
para el pueblo. Entonces más más que menos, ahora me doy cuenta. Porque mi terreno es
de este lado, donde era el camino vecinal y era de la misma estancia. Después hicieron el
camino y el gobierno le compró la parte a los de San Manuel, así que El Negrete se agrandó
en lo que era, claro que los ingleses no tocaron nada y así parece de ancho el camino a lo
largo, nada más que con alambre en el pedacito que me dejó Don Tomás, justo acá en la
punta y cerca del pueblo, que hasta eso pensó. Y habría que sacar la cuenta de cuánto
terreno se pierde así, que serían treinta metros de ancho por todo lo largo que hay desde el
Manantiales hasta más allá de la tranquera de entrada, con curvas y todo el camino, como
más de cuatro leguas. Una punta de plata, digo yo. Esas cosas se las podría decir a Don
Tomás pero no a éstos de ahora, que apenas para no quedar mal con el pueblo ni nadie me
dejaron venirme al terreno éste. Me dejaron por cumplir con el testamento de Don Tomás,
que me trajo del Brasil y que se acordó de mí siempre y hasta el último momento y hasta
escribió de mí y de cómo me encontró y todo en esos papeles que me dejó con algunos
dibujos. Pobre Don Tomás.
* Capítulo 1 de Kincón, de Miguel Briante (1975). Republicado en 1993 por Alfaguara. ©
1992 Alfaguara
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MIGUEL BRIANTE
Ley de juego
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–De aquí–, y sacó una taba. Fue un gesto silencioso, tan viejo que el otro se levantó.
Afuera, el sol se iba cayendo, seguro. En la punta de los pastos empezaba la noche. El de la
taba, tiró.
–Usted tiene mala vista –comentó el otro, caminando. Serio, metió la taba en el tirador y
casi como si no se moviera llegó hasta un rosillo alto, de patas oscuras, y casi como si no se
moviera se acomodó en el recado.
–Moro, cierro.
El Moro estaba apoyado contra el mostrador cuando vio entrar al hombre. Tenía el
mismo tirador de cuero de carpincho, de otras tierras, y la misma mirada forastera de
aquella vez, cuando lo de la taba. Arispe, que venía de las piezas, le dijo, bajo:
–Moro, quieto –y el Moro se tanteó la parte de atrás, sintió el mango y descubrió que de
golpe le habían empezado a sudar las manos.
–Se le va a resbalar si suda tanto –dijo el otro, tocándose el ala del sombrero, en saludo.
–Tardes –dijo el Moro, y se agarró al vaso de ginebra, y agregó: –Yo sabía que nos
íbamos a volver a encontrar.
–No charquee, paisano –dijo el hombre, y con un gesto de la mano izquierda imitó el
gesto de la mano izquierda del Moro sobre el vaso de ginebra, y con la voz dijo: –A
encontrar.
El Moro alejó la mano del cuchillo, la sostuvo un rato en el aire, para que se viera que
estaba limpia, chasqueó los dedos antes de cerrar la mano y la cerró y cuando la abrió
Arispe le puso una taba en la mano. El Moro miró a Arispe con agradecimiento y con rabia.
–Bueno –dijo el otro, y de un manotazo se quitó el sombrero. Tenía tierra en las uñas y
ese tranquilo, salvaje olor de otros lugares. –Salgamos. La noche empieza en la punta de los
pastos –dijo–, y va ser mejor ir saliendo.
–Tiro yo.
El hombre concedió con la boca, a media sonrisa. El Moro tanteó, profesional, la taba; a
través de la mano le llegó, hasta la boca, un gusto raro, como de acero que se iba
pudriendo hacia la carne. La dio vuelta; el hueso, del lado opuesto al metal, estaba tibio,
pegajoso. Tuvo miedo.
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Así que el Moro tiró. Según dirían después, se le fue la mano en ese tiro. Sintió que la
muñeca le quemaba, supo que se le iban los huesos y la carne, pero no quiso mirar,
todavía. La taba dio sus necesarias vueltas en el aire y cayó con suerte y el Moro, dolorido
pero triunfal, se dio vuelta y le dijo al otro:
–A usted.
El otro lo miró, ladino, incomprensible como siempre, y le contestó, con una voz que
Arispe, parado en la puerta del boliche, medio lejos, se acordaría para siempre:
El Moro se miró el muñón, miró la mano caída contra el pasto, muy cerca de la taba,
miró la taba caída contra el pasto, muy cerca de la mano y brillante, ganadora, y con la
mano que le quedaba sacó el cuchillo.
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Estilo
Anécdotas que escapan del habitual escenario urbano, personajes presentados por el habla
antes que por la descripción y un sentido del ritmo natural son algunas de las características
que Briante aporta y con las que consigue renovar el arte de la narración
Tanto en las narraciones de mayor extensión como en las escenas breves que no pierden un
ápice de intriga narrativa y amplitud ficcional, Miguel Briante demuestra ser uno de los
valores más nítidos de la literatura argentina.
En una entrevista a Briante de 1977 realizada por María Moreno, la escritora cuenta que
“en el BárBaro se podía sentir nostalgia de esas pulperías metafísicas de Briante en las que
unos gauchos de Molina Campos hablan con sentencias zen y crean una posgauchesca cuya
única política es la de la lengua”. La política de la lengua en el sentido del sinfín de
narraciones de estos personajes que en definitiva siempre están contando las mismas
historias. Y son estas historias y estos personajes los que forman un elenco estable de
rotación permanente. Sobre esto se lee que “hablábamos mucho porque en esa época era
natural, no una felicidad o un cansancio como ahora”. Esa cita es del cuento “La vasca” y
es, si se quiere, una sentencia que podría ser empleada por un historiador para caracterizar
una etapa; pero también -como señala Piglia- es parte del “nadie inventa nada” donde “el
modo de narrar viene de Faulkner (o mejor, de la manera de narrar
que Faulkner aprendió de Conrad)”. Esas lecturas que circulaban en la época pueden
rastrearse rápidamente en Onetti o Rulfo, por mencionar algunos.
Briante periodista
Lo curioso es que, entre cita y cita, aparece en escena un cordobés que dice ser miembro
de la “mafia” literaria del DF por escribir en algún suplemento literario. El “mafioso”,
enterado de los encuentros de Briante con Rulfo, le indica que resultaría una pérdida de
tiempo dado que el escritor mexicano “es una planta”, además sería un autor con
limitaciones y “estaba en el aire que no escribiría más”. A lo que Briante responde que no
resulta una pérdida de tiempo y uno de los motivos era haber tenido acceso a La
cordillera, presunta novela inédita del mexicano. Si tan solo publicaran doscientas páginas
de La cordillera, escribió Briante, muchos de los que ahora hablan se van a tener que
callar.
Al día siguiente Rulfo llama a Briante para preguntarle si había dicho que había leído La
cordillera, a lo que Briante responde afirmativamente. Rulfo repara que se encontraba ante
un hombre más maquiavélico que él. La “primicia” de la novela había salido en los diarios y
Rulfo remató la charla telefónica confesando que no iba a negar nada.
El artículo de Briante concluye con una frase borgiana: “Rulfo nunca escribió ese libro. Pero
yo, a veces, creo haberlo leído”.
A los 17 años, un jurado de notables premia su cuento "Kincón". A los 20 publica Las
hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, y a los 24, los relatos de Hombre en la orilla.
Una conversación con su hermana y ante sus cuadernos, que conserva, revela el origen de
la escritura en el escritor, periodista y guionista argentino, fallecido en 1995.
Blog Eterna Cadencia
Cuenta María Cristina, la hermana de Miguel Briante, que cuando él cursaba 4° año del
secundario, su profesor de literatura de la escuela técnica donde estudiaba se le acercó y le
dijo: ¿vos qué hacés acá, pibe? Como si se tratara de una escena inaugural: alguien que
reparaba en él, que confiaba en él, que reconocía sus condiciones -y sabía que allí las
estaba desperdiciando-, lo advierte para que se vaya, para que salga al mundo a probar
suerte. Era, como dijo alguna vez Toni Morrison, “alguien que le daba permiso” para
escribir, que lo estimulaba para desplegar su talento. La mirada de otro que lee y aprueba,
la mirada del lector, quizá del que por un momento se pone en el lugar del padre.
A los 17 años, un jurado de notables premia su cuento "Kincón". A los 20 publica Las
hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, y a los 24, los relatos de Hombre en la orilla.
Sorprende encontrar en esos libros una voz y un estilo tan maduros siendo Briante tan
joven. Sorprende el hallazgo, en sus historias, de un territorio bien definido, un territorio
que se corresponde con su General Belgrano natal, acaso deformado o amplificado por las
voces que lo narran, por las voces mediante las cuales ese territorio existe, las que le dan
entidad.
Acaso la pasión por contar le venía a Briante de su abuela materna, María Josefa
Penacorveira, a quien Miguel le pedía una y otra vez que le relatara historias de su Asturias
natal. Después él pondría lo suyo, como cuando en los carnavales de pueblo se dedicaba a
observar a la gente con obsesión de entomólogo. Con esa mirada daría forma a personajes
inolvidables como el policía negro de Kincón, que en la novela homónima se despacha con
un largo monólogo que abre la historia con un tono enfático, compadrito: “Yo me llamo
Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostumbrado a morir”.
A los 16 años ya había leído a Borges y su influjo se notaba en los textos que escribía:
concisión y control, y el adjetivo preciso, o simplemente el sustantivo que bastaba. A
temprana edad también había leído a Joyce, Faulkner y Rulfo, a quien más tarde, en su
faceta de periodista, le haría una entrevista memorable.
Parece que la precocidad era su manera de estar en el mundo: su hermana recuerda que
escribía bien desde chico, donde ganaba revistas Billiken en los concursos escolares de la
Escuela 9.
Uno de los aspectos más atractivos de sus textos es ver retratado su pueblo natal. Escenas,
anécdotas, situaciones que solo pueden ocurrir en ese territorio que aparece casi como un
personaje más en sus relatos. Algunas de estas escenas insólitas son el reflejo de lo que le
ocurría a él en su vida diaria, como cuando un vecino de General Belgrano lo acusó de
robarle una chancha y él tuvo que salir de la casa con sus amigos y demostrarle, exhibiendo
la anatomía del animal, que en realidad se trataba de un chancho lo que estaban por asar.
Su hermana refiere que “lo que Miguel contaba lo había vivido”, que las ficciones de Miguel
se apoyaban en algo que en realidad había pasado y él recuperaba mediante las palabras
adecuadas.
Los personajes de Briante llevan cicatrices, marcas que la vida les hizo, como si en cada
ficción reviviera lo que le pasó a los 12 años, cuando un caballo lo tiró sobre un alambrado
de púas y le dejó marcas en la cara que más tarde el tiempo fue suavizando. Dicen que
escribió poco, pero tres libros de relatos y una novela bastan para mostrar su calidad de
escritor.
Un detalle casi secreto: tenía otra novela escrita, casi completa, que una tarde se le esfumó
de la computadora. Más allá de ese descuido, era minucioso para escribir sus ficciones. Su
hermana guarda uno de sus cuadernos de apuntes donde se leen notas detalladas de
algunas escenas de “Habrá que matar los perros”, un cuento de tintes faulknerianos que es
también uno de sus mejores cuentos. Hay elementos que se repiten como un mantra en las
narraciones de Briante –el sol, el verano, el río– y personajes y situaciones que vuelven,
como si cada relato estuviera conectado con los otros de manera subterránea, orgánica,
como un rizoma que se expande y da vida a la misma planta. Y esa forma de narrar, esas
voces que se dejan oír como el murmullo del viento entre los árboles, recuperan historias
que de otra manera se hubieran perdido, como se pierde una piedra que se arroja al río.
En lo que dicen esas voces, pero sobre todo en lo que callan, se juega la verdadera historia,
la historia secreta de cada ficción de Briante que –acaso como un detective, acaso como un
fisgón– debe descubrir el agradecido lector de sus páginas.