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EFE GÓMEZ

Efe Gómez se formó durante la última parte del siglo pasado y su actividad de
escritor se desarrolló, hasta donde puede establecerse, sobre todo entre 1897 y
1925. Su adolescencia y la entrada al mundo adulto coinciden con un período de
reordenamiento político en el país, cuando se establecen las líneas dominantes
del período de la regeneración. En Antioquia los grupos de la élite se transforman
aceleradamente durante esos años. De la sociedad rural inculta, con poco
contacto con el mundo exterior de mediados de siglo, descrita con gracia y desdén
por Emiro Kastos, se pasa a unos años de febril actividad. La vida social de
Medellín se hace más activa y compleja, y los grupos de donde se extraen los
dirigentes económicos y políticos manifiestan de múltiples formas su interés por
colocar a Antioquia y ante todo a Medellín en contacto con la cultura universal. La
efervescencia se advierte en la proliferación de revistas culturales, como |La
Miscelánea (1894-95), de Carlos E. Molina: |El Movimiento (1893) de Camilo
Botero Guerra: |El Repertorio (1896-97) de Luis de Greiff y Horacio Rodríguez, |El
Cirirí (1897) de Jesús del Corral y Jesús Velásquez García y sobre todo |El
Montañés (1897-98) de Gabriel Latorre y Mariano Ospina Vásquez, en el cual se
publican algunos de los primeros textos de Efe.

La guerra de los mil días apenas interrumpe brevemente este afán literario, y
recuperada la paz, aparecen |Vida Nueva (1904-05), |Lectura Amena ( 1904-
1905), de Luis Cano, |Alpha (1906-12) de Mariano Ospina Vásquez, |Panida(1914)
de León de Greiff y Félix Mejía, |Colombia (1916-22) de Carlos E.
Restrepo, |Studio (1918) de César Uribe Piedrahita, |El Intelectual (1919) de
Alfonso Mora Naranjo, |Sábado (1921-22) de Francisco Villa (Quico
Villa), |Cyrano(1921), |Lecturas Breves (1923), también de Quico Villa, donde se
publicó |Guayabo Negro, La Pluma Semanal (1922-23) y muchas más. Tan en
serio se tomaban estas revistas literarias, que algunas como |Alpha |, donde se
publicó |Un Zaratustra Maicero, hasta pagaban a sus colaboradores: en 1906 Don
Tomás Carrasquilla se quejaba de que escribía "¡para publicar! ¡Que horror! Lo
hago por vil lucro". La fascinación con la literatura se prestaba ya a la ironía: Efe
Gómez en un cuento de 1896 hace decir a su personaje: "Aquí todos quieren ser
artistas, y a no hay quién cargue la herramienta", frase que retomó Carrasquilla en
1906: "Aquí ya no hay quién cargue la herramienta: todos somos genios y almas
enfermas".

En ese ambiente, la familiaridad con la literatura europea alcanzó un alto nivel.


Balzac, Zola, W. Scott, Dickens, y los españoles Varela, Pereda, Emilia Pardo
Bazán y Pérez Galdós eran leídos y discutidos. Para Efe Gómez el más grande de
los novelistas vivo era, en 1897, Tolstoi. Anatole France, Amiel, Dostoievski fueron
también muy populares entre los escritores antioqueños. ¿Pero, desde cuándo?
¿Qué tan conocidos serían Flaubert, Stendhal, Maupassant, Poe? ¿En qué
momento llegó el interés por D’Annunzio? En todo caso, aunque la producción

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antioqueña era antes de 1890 casi inexistente, el consumo de novelas era para
entonces ya muy amplio.

Muchas de estas obras se discutían en tertulias literarias y se comentaban en


periódicos y revistas. Baldomero Sanín Cano nos habla de una tertulia de |La
Consigna, un seminario dirigido por don Fidel Cano. Allí aparecían escritores que
seguían un clasicismo artificioso o que preferían un costumbrismo picaresco. Uno
de los contertulios era un médico que importaba libros franceses, de ciencia y
literatura. ¿Qué traería? ¿Se conocerían Baudelaire o Rimbaud, o sólo los
prestigios más fugaces de la literatura francesa, gente como Jules Lemaitre, Paul
Bourget y Catulle Mendes?

Para 1895, Carrasquilla contrasta el amplísimo conocimiento de la literatura que


se tiene en Medellín con las lecturas más superficiales y provincianas de Bogotá:
dice que allí apenas se conoce a Tolstoi y se burla de los escasos conocimientos
literarios de algunos intelectuales. Entre los autores que cita como ejemplos en
sus argumentos están Dickens, Zola, Goncourt.

En el campo de la filosofía, Schopenhauer debió ser más o menos conocido, y su


nombre aparece en un cuento de Efe. Kurt Levy ha sostenido que su influencia es
muy importante en su obra. Pero más interés despertó Nietzche. A comienzos de
la década de 1890, en Bogotá, Silva se interesó en él, y trató de conseguir sus
obras, pero no se encontraban sino en alemán: Baldomero Sanín Cano consiguió
algunos libros y se los leía. Ya en 1902 parece que en Medellín se leía en
traducciones más asequibles, y con algo de disciplina: Carrasquilla en 1906 insiste
en que se le conoce mucho mejor en Medellín que en Bogotá: "No te diré que he
leído a Nietzche -escribe en una carta-, lo vengo estudiando, obra por obra, hace
cosa de cuatro años. Mis amigos Efe Gómez y Félix Betancourt -que son bastante
más fuertes de lo que cualquiera pueda figurarse - son los virgilios que me han
guiado por esos infiernos de la inteligencia". Es más: según don Tomás, Nietzche
era "por estas Beocias de lo más leído y comentado, de lo más traído y llevado,
pues por acá se lee muchísimo, aunque no crean, ni aproveche. En casi todas las
bibliotecas particulares figuran las obras de Federico Único. Y como es condición
del antioqueño ser muy metido, no faltan por ahí quienes se fajen sus exégesis,
bastante claras y convincentes, sobre la nueva revelación. Acaso hayas leído la
que publicó Sebastián Hoyos...". Que este interés se mantuvo lo prueba que en
1919 un Enrique Restrepo publicara en la revista barranquillera |Voces, orientada
por Ramón Vinyes, un extenso artículo llamado "La influencia de Federico
Nietzche en las generaciones jóvenes de Antioquia", en el que
desafortunadamente se mantiene en tal plano de abstracción que es imposible
saber en qué autores estaba pensando. Sin embargo, allí afirma que el Zaratustra
"ha venido a ser como el Korán de la juventud antioqueña, a juzgar por la
frecuencia con que se le invoca". Muchas veces se ha subrayado la influencia de
Nietzche sobre Efe, aunque sin precisarla mayor cosa: en un plano superficial, uno

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de sus cuentos tiene un título alusivo al filósofo del superhombre: |Un Zaratustra
Maicero.

El ambiente literario reflejaba también la naciente influencia del modernismo:


durante la última década del siglo se había publicado la mayoría de la obra de
Silva, y las |Prosas Profanas de Rubén Darío (1896), la última de las cuales
tendría un fuerte peso sobre el estilo de muchos cuentistas latinoamericanos y
reforzaría la búsqueda de preciosismos verbales y sonoros. Durante estos años,
puede decirse, surge el cuento en América Española, como un género diferente al
de los cuadros de costumbres: el primer libro de Horacio Quiroga, casi un total
contemporáneo de Efe, es de 1904; el primer libro de cuentos de Lugones es de
1906: |Las Fuerzas Extrañas; de 1895 a 1910 aparece ese tipo de narración breve
cuyos principales modelos son de Poe y Maupassant.

En Colombia, los últimos años del siglo son testigos de una creciente producción
narrativa. Las tres novelas de Marroquín se publican entre 1896 y 1899 (y una de
ellas será parodiada en una serie de textos de Efe en 1903), así como la primera
novela de Carrasquilla, |Frutos de mi Tierra. Ya en 1890 había publicado su primer
cuento, |Simón el Mago, y antes de fin de siglo narró esa pequeña obra maestra
de la literatura popular, |En la Diestra de Dios Padre. José María Vargas Vila
publicaría, entre otras obras, |Flor de Fango en 1895, y Eduardo Zuleta, en
Antioquia, daría a conocer |Tierra Virgen (1896).

Son, pues los noventa los años de la aparición de la novela y el cuento en


Antioquia, y los del surgir de una tradición novelística continua en Colombia; es
también la época en la que surge el cuento en Hispanoamérica. En Antioquia, en
particular, los antecedentes narrativos se enmarcan muy claramente entre las
convenciones del costumbrismo, y hasta la década de los 80 la literatura en prosa
se redujo prácticamente a ese tipo de obras, de las que fueron buen ejemplo
Emiro Kastos, Manuel Uribe Ángel, Lisandro Restrepo y Camilo Botero Guerra.

De Efe Gómez, de su vida real, se han conservado muchas anécdotas y pocas


precisiones. Fue un destacadísimo ingeniero, aunque no recibió el título, por
razones hidalgas, según la leyenda. Fue minero, a título personal y por encargo:
estuvo en Marmato, en Titiribí del Zancudo, varios años en el Chocó. Casado, tuvo
muchos hijos, ya en el último tercio de su vida y acabó trabajando en el Ferrocarril
de Antioquia. No se sabe mucho de los detalles de su vida, se ha perdido la
secuencia. Lo que queda es una especie de imagen legendaria: parece que
seducía a todos, y se fue creando desde temprano la figura del Maestro, altivo,
manirroto, generoso, aristocrático, cordial, conversador, caballeroso. Sus amigos
lo adoraban, y los testimonios escritos resultan, de lo puro laudatorios, poco
reveladores. Escribieron sobre él Carrasquilla, Horacio Franco, Alonso Restrepo
Moreno, Luis de Greiff. León de Greiff evoca las tertulias "con Efe y con Mexía y
con Tizasa". A don Saturnino Restrepo, ya anciano, se le iluminaba el rostro
cuando hablaba de él. Jaime Barrera Parra dejó una crónica entusiasta a

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mediados de los treinta. Casi todos se refieren a su personalidad, a sus salidas, a
sus gestos algo excéntricos. Pero también se refieren a su obra con similar ánimo
laudatorio.

Son muchos los elementos de la vida de Efe que se reflejan en lo que escribió.
Pero conocemos tan poco de aquella, en particular para los años anteriores de su
matrimonio, que tuvo lugar cuando ya había alcanzado la edad madura, que no
tendría nada de raro que parte de los que hoy creemos que vivió lo imaginemos a
partir de sus cuentos. Sus personajes tienen la generosidad, la imprevisión, la
actitud aristocrática que desprecia el dinero, lo mezquino, el llevar cuentas. No se
amoldan con las exigencias de vida práctica y rutinaria, y por desesperanza o
bohemia, se entregan a al "aguardientico de mi Dios", como parece que lo hizo
Efe, sobre todo en su juventud. Sus protagonistas urbanos son cultos, han
estudiado ingeniería, pero los atrae la vida en la selva, en las minas y rechazan la
hipocresía de las ciudades. Sin embargo, existe un contraste violento entre vida y
literatura: los testimonios, los recuerdos de quienes lo conocieron nos lo dibujan
optimista, alegre, vital, lleno de humorismo, de confianza y amor por la vida. Y su
obra es, sobre todo, una descripción de los horrores de la vida, de las fuerzas que
impiden la felicidad, de la poco confiable condición humana, del valor de la muerte,
liberadora.

Si se pretendiera hacer una biografía literaria se deberían buscar aquellos


elementos profundos de la personalidad del autor que permitan comprender los
contenidos centrales de la obra, aquellas experiencias a partir de las cuales se
forman esa manera de vivir y de sentir que se comunican a través del texto
literario. Sin embargo, no hay elementos adecuados para hacer estos análisis
sobre una base sólida, pues no se ha escrito una biografía cuidadosa de Efe, ni es
fácil hacerla, ya que son pocos los testimonios que pueden obtenerse de su vida
antes de 1923, cuando realizó la mayor parte de su producción, y no ha quedado,
por ejemplo, una amplia correspondencia, una documentación personal. Por ello,
sólo haré alusiones ocasionales a la relación entre la vida y la obra de Efe, y
deberé centrarme más bien en el análisis de sus escritos. De todos modos, el
interés y el valor de un texto literario son independientes, para el lector, de los
incidentes biográficos del autor, que sólo ofrecen apoyo secundario a los
esfuerzos de críticos e historiadores por comprender y analizar una obra.

Por esto trataré de reconocer lo que en el lenguaje tradicional se denomina el


contenido de la obra literaria: las experiencias centrales que se tratan de
comunicar mediante el texto, tanto aquellas que hacen parte de las ideas,
recuerdos y vivencias conscientes del autor, como los contenidos inconscientes,
los fantasmas centrales a los que se debe en buena parte la energía y el
dramatismo de sus mejores cuentos. Además, me referiré en alguna medida a la
organización de esos contenidos, a la estructura que adoptan en la narración (lo
que podría llamarse algo paradójicamente la |forma del contenido) y por último a lo

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que tradicionalmente se llama la forma, que son ante todo los procedimientos
retóricos, el manejo de las figuras expresivas, del lenguaje, del estilo.

La primera impresión que deja la lectura de la obra de Efe es su desigualdad. Se


advierte la existencia de cuentos perfectamente acabados, vigorosos y en los que
nada sobra, al lado de textos que han la impresión de ser esbozos, descripciones
rápidas que no han sufrido una elaboración paciente, ensayos que quizás
destinaba a quedar integrados dentro de obras más amplias. En |Mi Gente se ve
que el autor reunió apresuradamente los cuentos ya escritos, surgidos en distintos
momentos de su vida, sin encontrar un principio unificador que diera una
estructura firma a la novela: sólo una anécdota externa permite unirlos como
incidentes sucesivos en la vida del protagonista. Muchos de los materiales
publicados en sus obras son páginas de ocasión, escritas probablemente sin
intención de que se publicaran: los materiales inéditos, con pocas excepciones,
son también páginas de álbum, discursos conmemorativos, que añaden poco a su
obra literaria.

Lo anterior tiene probablemente que ver con una característica del autor, que no
se dedicó en forma continua y disciplinada a la escritura: su escasa ambición de
gloria literaria, que hizo que escribiera impulsado más bien por el placer de la
escritura misma, sin preocuparse por guardar o editar sus trabajos. Y si en
algunos años de su vida pudo ser la literatura una ambición profunda, entró en
competencia evidente con las necesidades de la vida cotidiana, con la práctica de
la ingeniería, con el trabajo en las minas, con el goce de la conversación, de la
amistad, de vida misma; más que inventar una obra de arte quiso ser un artista de
su propia vida.

Es difícil seguir la secuencia de su producción literaria, pues son pocos los relatos
cuyas fechas se reportan en las ediciones de sus libros. Por los pocos datos que
he podido reunir, la mayoría de los cuentos fueron publicados en tres períodos
relativamente concentrados: hacia 1897-99, hacia 1906, y entre 1919-23. Existen
algunos textos de las épocas intermedias, años que pasó probablemente en las
minas y en los que quizás elaboró varios cuentos publicados a partir de 1919.
Después de 1923 aparecieron dos novelas frustradas: |Jesusito y Dientedioro,
publicada en 1928 con una carta de remisión irónica y quizá algo amarga, en la
que subraya que lo tiene sin cuidado lo que está escribiendo. Y en 1937,
publicó |Mi Gente, supuestamente por presión de sus amigos, o por ganarse
algunos pesos, como dice en el prólogo.

Dedicado entonces más a la vida que a la literatura, a la búsqueda de la emoción


embriagante de la pinta que aparece en la batea o de la veta que surge en el
socavón, al culto de la amistad o del amor conyugal o paternal, y por supuesto, en
la etapa final, a sostener una familia numerosa después de haber vivido con una
imprevisión que tenía si tono de grandeza, su obra es pues, muchas veces,
ocasional y apresurada. Y aunque en toda ella es posible encontrar rasgos

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comunes - el mismo dominio del idioma, la misma riqueza descriptiva- sólo los
cuentos breves, quizás aquellos que podía escribir de una sola vez, tienen el
acabamiento que los hace impecables, mientras que los textos extensos tienden a
diluirse, a llenarse de digresiones, de debates discursivos, de comentarios intrusos
del narrador, y sobre todo, pierden la energía de su concepción en una
organización que no da fuerza a la narración sino que se apoya fundamentalmente
en la capacidad retórica y descriptiva del autor. Esto puede deberse a que éste no
utiliza argumentos complejos, a que la mayoría de sus cuentos se apartan del
modelo clásico (como muchos cuentos clásicos, por lo demás) narrativo, a que
están formados sobre todo por un incidente de una carga emocional muy fuerte,
cuyos antecedentes no se desarrollan, no se traman, y que se resuelve en un acto
de violencia o -en los cuentos irónicos y humorísticos-, en una frase afortunada
que da salida a las tensiones esbozadas. Uno de los cuentos que en forma
excepcional tienen un desarrollo amplio y sin embargo mantiene toda su enérgica
unidad es |Guayabo Negro.

Dentro del panorama antioqueño, la obra de Efe inicia el tratamiento de problemas


y situaciones ajenos a las convenciones del costumbrismo, con el que en forma
superficial se ha asimilado habitualmente. Si este término tiene algún sentido, no
puede ser tan amplio que permita cubrir con él los cuadros descriptivos, bucólicos
o burlones, complacientes y sin conflicto, que dominaron el quehacer literario
colombiano hacia 1869-90, la novela realista de Carrasquilla y los dramas
psicológicos y las tragedias vitales de los cuentos de Efe Gómez.

En la obra de Efe se encuentran algunos temas tratados con reiteración. Buena


parte de sus cuentos tienen como punto central un crimen: casi siempre este
crimen es el resultado de celos, de la rivalidad por el amor. En otras ocasiones se
da muerte a inocentes para ahorrarles una vida que se supone de sufrimiento. Con
frecuencia el crimen ocurre en un ataque de locura o bajo el influjo del alcohol. Los
autores de estos crímenes se presentan a veces como inocentes de lo que han
hecho, o a veces en vez de la condena moral y el arrepentimiento, encontramos
que reivindican sus acciones, las defienden y desafían, si es del caso, al infierno,
aceptando con orgullo la condena eterna.

Otro de los elementos recurrentes en esta cuentística es la contraposición entre


cultura y vida: el conocimiento, la conciencia, la complejidad mental se presentan
como opuestos a la vida y al logro de la felicidad, al goce inmediato de la
existencia. La cultura es una fuerza de represión, un freno al ejercicio de la
energía vital de los hombres. La represión cultural y social encauza la vida de la
mayoría de los hombres en rutinas conformistas. Algunos se rebelan, pero
usualmente su rebelión es derrotada, y el refugio que queda es el alcohol. Otros
exhiben su triunfo aparente: son los que han conquistado el poder y la riqueza,
que en la visión pesimista de Efe se apoyan necesariamente en la corrupción, la
mezquindad, la falsedad, el robo y el engaño.

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Lo anterior conduce a una visión muy crítica de la sociedad que entonces surgía
en Medellín, dominada por los valores de la riqueza y el éxito económico. En este
mundo el triunfador es ante todo un explorador, que ha abandonado lo que tiene
un valor genuinamente humano para recorrer tras el becerro de oro. Sin embargo,
Efe presenta con algo de simpatía irónica a algunos de los triunfadores en la
guerra antioqueña por la plata: aquellos que parecen continuar la tradición del
pícaro español, los que explotaban a sus prójimos son un desparpajo y un ingenio
burlón. Los derrotados son los indios, los negros, los proletarios, víctimas de los
mentirosos, los venales, los triunfadores. Pero por otra parte hay un arquetipo de
vencido: el hombre inteligente, orgulloso y sensible que no acepta contaminarse,
el poeta, que afirma lo bello y lo auténtico, la honestidad y el coraje real: es este
personaje el que descubre, por ejemplo en |Retorno, la inutilidad de la vida, el
incremento del dolor a medida que la conciencia aumenta, y acaba derrotado,
entregado al alcohol o la autodestrucción.

Raras veces tienen estos cuentos un final feliz, y cuando lo tienes es sobre la base
de la aceptación del crimen: en un cuento los personajes pueden amarse porque
el protagonista ha dado muerte bruta a su rival, en otro el final se apoya en ver a la
muerte cono liberadora de los horrores y tristezas de la vida. En muchos relatos se
nos presenta simplemente el triunfo de los malvados y corruptos, y quizá sólo hay
uno, |Lorenzo, en el que el protagonista, son su valentía genuina, gana el afecto
de su amada, mientras el farsante, el militarcito vanidoso que estaba
conquistándola, resulta derrotado. El cuento, de argumento algo convencional,
está escrito con maestría, sobre todo el incidente central en el socavón de la mina;
a pesar de ello no tiene el poder de convicción de aquellos cuentos en los que la
tragedia parece cebarse ante todo en los inocentes.

Algunos de los elementos de esta visión pesimista de la vida encuentran expresión


explícita en los textos de Efe: "¿No está la vida gritando a todas horas que a
medida que se agranda lo consciente, el campo del dolor también se agranda?
¿Que no podemos suprimir jamás ese desgarrador contraste entre el infinito que
anhelamos, que ideamos, que imaginamos y creamos, y lo exiguo del vivir que
actuar logramos, nosotros, fáciles floraciones de un instante? ¿Y la inutilidad de la
existencia? ¿El dolor de los que amamos?" ( |Retorno).

En |Evohe se defiende el alcohol por su capacidad de dar algo de alegría y olvido


a una vida que está lejos de ser "amante y madre": "Está bien que no beban los
fuertes, los adaptados, los victoriosos. Pero mientras en el mundo haya seres
frágiles, fogosos, cuyas lamas generosas y selectas no pueden avenirse con la
mezquina realidad ambiente, el alcohol, la religión, el arte disputarán a la vida real
el privilegio de abrigar, de acoger las angustiadas humanas muchedumbres".
"Mientras haya vencidos, mientras haya proletarios, mientras haya poetas,
mientras haya oprimidos, mientras haya dolor, mientras haya injusticia, habrá
alcohol en el mundo"... "El dolor es eterno, irremediable, fatal; los hombres
bebemos para escapar unos instantes, ... al implacable, al horror de vivir... La vida,

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la cual tiene contra el dolor los estados febriles, el sueño, el delirio, el llanto, el
delito, la locura, la blasfemia... La dulce amnesia, precursora de la total, la celeste
amnesia de la muerte".

En |Y le dije, que tiene la estructura de un apólogo que permite al autor expresar


algunas de sus ideas, un joven que acaba de terminar su carrera se lamenta: es
inútil para la vida, pues lo aprendido, idealista, no corresponde a la corrupción de
la realidad: los más sinceros las "almas rectas" se sublevan; los "temperamentos
poéticos", "se entregan al desorden de las pasiones, sin dejar tras de sí más que
tal cual estrofa, tal cual dicho agudo en la memoria de sus compañeros vulgares
de la prostitución"; sólo los mediocres triunfan, en medio de vilezas, para casarse
con alguna joven que tiene esa "simpatía sincera que comunican las pocas ideas y
mucha salud". El pesimismo se extiende a las futuras generaciones: quien tiene
esa "fementida distinción que comunica la cultura", no puede legar a sus hijos
riquezas, sino esa "intelectualidad que ha de ser su martirio": los hijos acabarán en
la misma miseria, la taberna, el delito, mientras las hijas serán risibles, con
distinción pero sin riquezas. En resumen, sufrimiento y desesperación, en un
mundo dominado por el egoísmo: "en esa lucha de selección social el débil está
destinado a abonar con sus despojos el humus en donde el fuerte se levanta. Y ya
que no he de poder triunfar en la vida, busco siquiera el triste placer de elegir el
lodazal en donde deba consumirme". En forma similar, |Rafael es una diatriba
contra el progreso, pero no en los términos costumbristas de la idealización de la
tradición o la naturaleza. Se idealizan lejanos valores aristocráticos, el orgullo, la
arrogancia, la imprevisión, atribuida a los conquistadores, pero pronto dominada
por la conquista de los comerciantes y agricultores que los siguieron.

Un curiosos mito se elabora: el pueblo antioqueño desciende de esos primeros


conquistadores, mientras las clases altas provienen de la burguesía mediocre de
la segunda conquista. "Porque eso, un gran señor arruinado, es nuestro pueblo...
verdadero descendiente de los conquistadores semidioses. Eso se le ve en todo:
en su imprevisión magnífica, en su orgullo taciturno, en la arrogancia con que tira
de la espada ante cualquier ultraje... Pasada la epopeya, vino para ellos la paz con
todos sus horrores..." "Estos primeros pobladores cayeron luego bajo el dominio
de una nueva oleada de españoles, llegados cuando se había concluido la lucha
de la conquista, oportunistas y negociantes". De estos descenderían las clases
altas antioqueñas, y de ellos habrían heredado "las virtudes acaparadoras que los
han tornado ricos y prósperos". Los descendientes de los conquistadores, tras
esta "segunda conquista feroz, callada, incruenta", han sido víctimas, como el
protagonista, de esta sociedad despreciable, donde rige la voracidad del dinero
que cría, de ese dinero que parece haber bebido agua". Al morir, huyendo de la
policía, Rafael lamenta no dejar nada a sus hijos y no haber cedido a la tentación
del crimen: "felices los que robaron a tiempo".

Cuando se afirma la esperanza y la moralidad aceptada, decae la energía literaria


de Efe: Venga a nos tu reino, que contrapone la vida ordenada y disciplinada al

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desorden, donde el personaje mira un porvenir de sol "barrido de las inmundicias
que para asegurar sus éxitos de la librería, vomitaran en él los Schopenhauers de
a cincuenta centavos la docena", | es, pese a la calidad sostenida de la escritura,
un cuento moralista, ingenuo y plano. En |Inofensivo, a una perorata pesimista del
personaje, se contrapone la "vida inagotable", que tiene "tristezas y consuelos
para todos": si no fracasa completamente como narración es por el tono ligero del
final, por la ironía de que la vida se manifieste en los pasos "airosos de una moza
liviana", en contra de la moralidad convencional provinciana.

En forma igualmente explícita se hace con frecuencia el elogio del antioqueño,


aunque este elogio está casi siempre mezclado con violentas críticas. El mulato,
raza "de plasticidad intelectual sorprendente, adoradora de la instrucción, con
ideas de libertad y de igualdad en la cabeza, inquieta y novelera, prolífica y sexual,
producto verdadero de los trópicos por lo fecundo y ardoroso". "La magnificencia
incomparable de los mineros de raza", luchadores de los que ninguno ha flotado,
mientras "a muchos de esos zánganos usureros he visto después convertidos en
padres de la Patria" ( |En las Minas).

Sin embargo, Efe se encuentra lejos de admitir las caracterizaciones usuales del
costumbrismo sobre Antioquia, y rechaza expresamente varios de los mitos
usuales sobre el antioqueño. En |Un Zaratustra Maicero o en |El Paisano Alvarez
Gaviria, las virtudes antioqueñas resultan ser sobre todo la capacidad de
explotación y engaño. Y "el hacha que sus abuelos dejaron por herencia" al
antioqueño no es motivo de elogios: "El hacha del antioqueño y el casco del
caballo de Atila serán en la historia, los símbolos definitivos de la desolación, con
la sola diferencia de que Atila asolaba para saquear y los antioqueños para
sembrar maíz. Y saquear ha continuado siendo un magnífico negocio, en tanto
que sembrar maíz no ha dado nunca los gastos".

La imagen de la sociedad que nos presenta el autor se completa con una visión de
injusticia social y de opresión de los de abajo: "Qué podemos nosotros, los
infelices habitantes de los campos contra ustedes, los que saben, los que tienen la
plata, los que viven en los pueblos grandes. Yo no digo que ustedes no se hagan
justicia unos a otros, sobre todo si son igualmente ricos. ¡Pero a nosotros! El
poderoso puede matar al pobre: ¡Él es rico, él saldrá libre!", reflexiona un
personaje de |En las Minas.

En una sociedad regida por el dinero, el |míster se mueve como un pez en el


agua, y su figura es descrita con ironía y ferocidad por Efe en varias ocasiones: el
trozo siguiente de |Mi gente puede servir de ejemplo:

Y lo vaciaron todo en una gran cuyabra. Más o menos tres almudes de sancocho:
nadando en un caldo celestial, tajadas blancas de una yuca de tierra caliente,
caponeada, docilitas; papas del páramo, del tamaño de pamplemusas; huevos de

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arracacha como pantorrillas de muchacha bonita; chócolos de perla; cebollas de
cabeza; repollo, y las presas de cinco gallinas.

Míster -gritó uno de los maiceros-. Ya está esto |for itin.

Entró el míster. Corrió un banco junto al sancocho, tomó como cuchara un


remellón hecho con una totuma de regular tamaño encabada en un palo redondo.
Y comenzó. Dos remellonados de caldo, y mano a la presa: una rabadilla. La
aplico por un extremo -del lado hondo de la presa- los dientes de abajo y con un
cuneíto, con un pandeíto... fue avanzando, fue recorriéndola, hasta el otro
extremo; luego volteó la presa por el otro lado, hizo el mismo movimiento de
garlopa que la vez primera, y tiró al suelo el hueso mondo. Cayó a los pies de
Pedro. El cual se puso a examinarlo. Estaba como cepillado. Una hormiga,
recorriéndolo con anteojos de aumento, no habría, en quince días, encontrado allí
una partícula de carne. Iba cayendo al suelo una lluvia de huesos: fémures,
esternones, costillares... todos mondos, limpios. Después comenzó a tragar yucas.
Se metía a la boca una tajada de yuca de media libra -por ejemplo- la apretaba
con la lengua contra el paladar, la yuca cogía para adentro y el pabilo se salía por
las narices.

Deben estar patentados para comer yucas estos místeres, pensó Pedro.

Van desapareciendo en el interior de ese míster, papas, hartones, huevos de


arracacha, repollos. Se le representaba viéndolo comer, una estampa de un libro
que tiene papá Cristóbal escrito por un tal Fray Gerundio, en la que un hombre
que representa el Tiempo, engulle ciudades, trenes, escuadras, generaciones de
hombres y mujeres...

Hace a un lado la cuyabra vacía y le hecha mano a una totuma grande, en donde
los maiceros le han vaciado tres kilos de conserva de frutas, con cuatro quesitos
migados: se la manda. Después se agarró a un litro de café tinto y... ¡trán!, adentro
con él. Encendió la pipa, se tendió cobre un troje de maíz y se quedó quietecito.

-¿Qué opinás?

-Ese míster tiene que ser popo.

-Hasta la punta de los dedos.

-¡Vea que poder acomodarse todo ese mundo de cosas adentro!

Ya ven: tanta bulla con los místeres y son hasta muy fáciles de manejar. Con tal
de que todo sea para ellos, no dan ni lidia.

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En resumen exhibe Efe una concepción de la sociedad y la vida profundamente
pesimista, según la cual las pocas cosas dignes no logran afirmarse ni imponerse
en un medio entregado a la venalidad y la corrupción. Quien adquiere esa
conciencia superior que le impide entregarse a la mediocre acumulación de
riquezas, acaba derrotado por una sociedad que no lo alienta ni le permite realizar
sus ideales. Todo esto se encuentra expresado en forma consciente y explícita, en
múltiples variantes, en un conjunto de cuentos en los que los textos declarativos,
las exposiciones y debates de opinión se sobreponen sobre el desarrollo
dramático: en algunos de ellos, la mínima elaboración argumental ha impedido
encarnar el drama, hacer que en vez de surgir en la conciencia y en el discurso del
personaje, resulte del proceso ineluctable de la vida. Esta es su debilidad, a pesar
de la riqueza de la descripción, de la complejidad ocasional de los matices
psicológicos de los personajes, de la cuidadosa composición literaria de la frase y
de la búsqueda del lenguaje vigoroso y justo.

Declaraciones expresas como las citadas, contenidos manifiestos de las opiniones


de los personajes o el narrador, ayudan a definir el mundo ideológico de Efe. Pero
para captar con mayor precisión las ideas y experiencias más significativas para el
autor, vale la pena analizar superficialmente la estructura de algunos cuentos en
los que, precisamente en la medida en que estas experiencias están incorporadas
en la acción, en lo que sucede, parecen corresponder a vivencias más profundas
que las frases ingeniosas y los discursos colocados en boca de los personajes.

Uno de los primeros elementos que destaqué es la presencia del crimen, el


desafío blasfemo, la ausencia de finales felices, el triunfo del mal sobre el bien.
Muchos textos, ya lo he reiterado, son más bien imágenes muy plásticas y bien
descritas, momentos, estados de ánimo. Pero aquellos cuentos en los que alcanza
a elaborarse un argumento servirán ahora de ejemplo.

Ya mencioné a |Lorenzo, y a |Venga a nos tu reino: cuentos convencionales, en


los que triunfa el bien: se ve que no estaba en ello el talento de don Efe. |In
memoriam describe con sencillez el fin de un maquinista: su muerte es el único
salario digno de una vida de lucha y de dolor. |Almas Rudas narra también una
muerte, en este caso natural, pero la contradicción entre la resignación y la
protesta introduce el drama. Momentáneamente el protagonista confía en que va a
curarse, el agua aparece como símbolo de la vida, pero al ir a tomarla advierte que
no logrará hacerlo. Invoca a la Virgen, pero un momento después la protesta
rompe la ideología religiosa y la pone de cabeza:

"y antes de rodar muerto en la hojarasca, articuló con voz fiera; que se abra el
infierno y que venga el Maldito. ¡Tú estás aquí, Maldito! ¿No me haces la vida?
¡Llévate mi alma!"

El mismo tema de la rebeldía blasfema, de los valores de la vida que no aceptan


sujetarse a la promesa de la bienaventuranza, aparece en Cepas Raciales, donde

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el personaje, que va a morir, asesinó hace años a un noble español y lo suplantó,
y ha vivido de su nombre y su riqueza. El sacerdote trata de que se arrepienta,
pero él prefiere la honestidad del infierno al compromiso de un arrepentimiento
que no tiene: mató para darle posición y riqueza a sus hijos, y el mismo Jesucristo,
si en vez de "redimir a la humanidad hedionda" hubiera tenido hijos de la carne,
"habría muerto por esos pedazos de su alma; habría, como yo, desafiados por
ellos el infierno, habría, por ellos, renunciado a la diestra de su Padre". Entre
revelar el crimen, con el consiguiente deshonor para los hijos, y el infierno para él,
escoge esto último: "Por mis hijos he sacrificado mi vida, por ellos sacrificaré mi
eternidad". El autor lo denomina héroe, y concluye, en frases sobrias que
contrastan con la demasía desafiante y casi truculenta del personaje: "Aflojáronse
sus miembros. Cayósele la espalda. Puso la muerte en sus facciones paz augusta.
Quedó de cara al cielo".

En varios de los cuentos que concluyen con un crimen los celos son el motivo
esencial de aquél. En |La selva nos cuenta la historia de la rivalidad entre dos
negros por Victoria. El novio verdadero, el bueno, el que ella ama, triunfa en una
lucha final en la que da muerte a su rival rompiéndole a mordiscos la yugular: El
amor de Mareño y Victoria, a pesar de asentarse sobre una muerte, puede
realizarse, y el autor da a esto tono de final feliz. Que el autor pueda dar su
simpatía al homicida y presentar como un final feliz la muerte de su rival depende
en parte de colocar la historia en la selva, entre hombres primitivos, donde la vida
se impone sobre la moral convencional. Podría también pensarse que el torneo de
los caballeros medioevales, incongruente en las ciudades antioqueñas entregadas
al afán del lucro, puede existir entre una población negra cuyos valores primitivos
se encuentran más cerca de los de la aristocracia caballeresca.

En |Colonial son las mujeres de los indios las que tienen celos de la hija de un
español, la consideran una bruja y la queman. Los indios encarnan la vida
mientras que un sacerdote que trata de cristianizarlos, representa los valores de la
cultura y la civilización: es un personaje formalista, vacío e hipócrita, y los indios
desenmascaran fácilmente su falso puritanismo.

|Corazón de Mujer y |En las Minas son cuentos en los que las diferencias
argumentales no ocultan ciertos temas comunes. En el segundo cuento un minero
se rebela contra las provocaciones de un blanco, que quiere quitarle su novia. El
tema del conflicto es eminentemente social, aunque se apoya sobre la inseguridad
del protagonista acerca del amor de su prometida: lo que el autor subraya es la
oposición de ricos y pobres, la injusticia de la justicia y en general la opresión de
los pobres. El minero termina volando, en una explosión tremenda, al accionista
de la mina que provoca sus celos y él mismo muere en ella.

En |Corazón de Mujer el tratamiento de los celos es más psicológico, y es una


narración en la que se desarrollan con alguna complejidad los conflictos entre los
deseos inconscientes de las personas y las normas morales y sociales, entre la

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violencia de los deseos primarios y el decoro aparente de la vida consciente.
Aunque no parece que Efe haya tenido un gran interés por la obra de Freud,
sabemos que la conocía. Sin embargo, es probable que las ideas de este cuento,
y en general las de varias narraciones en las que se capta la fuerza del
inconsciente, hayan surgido sin influencia alguna del creador del psicoanálisis.
Sea como sea, |Corazón de Mujer tiene una conformación simétrica, en la que la
protagonista es causa de la muerte de su abuela, simbólicamente, cuando es niña,
y luego provoca, inconscientemente, la muerte de un enamorado. La niña juega,
mientras agoniza la abuela, con una mariposa negra, a la que hace representar el
papel de aquella; cuando no logra alimentarla y darle las drogas, usando una
astilla de madera, se impacienta y la atraviesa con ella. La abuela muere en ese
momento y la niña se aterroriza: "sus ojos se clavaron asustados en la mariposa
muerta por ella, y el pensamiento de que era la causa de la muerte de la abuela,
de que la había matado, se apoderaba irremediablemente de su ánimo".

Ya adulta, a punto de casarse, llega inesperadamente su novio de juventud y ella,


con la misma crueldad inocente de niña, juega con él, que ignora que ella está
comprometida, y lo lleva a declararle su amor y, en cierto modo, lo seduce, pero
se detiene: "comprendió que había ido demasiado lejos, más allá de lo que era
permitido: pero sentía un placer acre, un goce cruel, en jugar de esa manera con
ese corazón indefenso". Miguel, enterado de todo, da rienda a su despecho y a su
agresividad en un bar de mala muerte, donde después de emborracharse, provoca
a un mulato que finalmente lo apuñala. Al morir, sentía "un relámpago frío de
horror y gozo emparamarle el alma".

Mientras tanto Julia, que como niña había jugado con "azorada alegría" con la
mariposa que agitaba sus alas, ahora, se recuesta en su marido, mientras salta su
corazón "con azorada alegría, bajo su seno virgen, sin que la más leve sombre de
remordimiento batiera sus alas". El usar los mismos adjetivos para calificar la
alegría nerviosa de la niña y de la mujer cruel, el retorno a la imagen de batir las
alas, muestra que Efe quería subrayar la identidad de los dos actos de la
protagonista: aquel por el cual asume la culpa de la muerte de su abuela, pues en
su inconsciente le está dando muerte bajo la forma de mariposa, y aquel por el
cual crea en Miguel, con su juego cruel, el estado de ánimo que hace que busque
más o menos conscientemente la muerte. El uso del alcohol por Miguel lo
emparienta con otros personajes de Efe, y la niña que trata de alimentar a la
mariposa y la mata cuando no puede hacerlo, recuerda al personaje de |Guayabo
Negro, que da muerte a su mejor amigo después de tratar de hacerle beber a la
fuerza aguardiente.

Hemos visto ya dos relatos en los que el protagonista busca la muerte a causa de
los celos: el minero que vuela con su rival y Miguel, que provoca a un mulato para
que lo acuchille. También el personaje de |Un Padre de la Patria busca la muerte.
Se trata de un joven lleno de cualidades que, mientras se recupera de una herida
adquirida en la guerra, se enamora y es protegido por el padre de su novia. Este

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es un político débil y oportunista que termina como gobernador, permitiendo que
su futuro yerno sea acusado y destituido injustamente, y además le impide ver a
su hija. El héroe, en medio de la guerra civil, va a la batalla, y su valor convierte la
derrota en victoria, pero a costa de su vida. El relato sugiere que se trata de un
suicidio, única afirmación posible del héroe frente a los ambiciosos e hipócritas
que son siempre los que triunfan, los "padres de la patria". Estos tres cuentos
tienen en común la incapacidad de sus héroes para enfrentar lo que los aleja de
su amada, a pesar de que la narración no presenta los obstáculos como
definitivamente insuperables: el minero confiesa su derrota de antemano,
sabiendo que su rival tiene todo el poder social, y por eso su afirmación es la
explosión de dinamita en la que muere; el militar ni siquiera trata de ver a su novia
y va más bien a morir en la batalla; el protagonista de |Corazón Salvaje se da
cuenta, cuando se entera de que su antigua novia va a casarse, de que nunca
hizo nada para retenerla. Los celos son también el núcleo de |Carne, un cuento en
el que el personaje, que ha fracasado en sus negocios y debe huir para no
enfrentar las consecuencias de sus fraudes, corta la cara de su amante, la
desfigura para que nadie más se enamore de ella.

Además de los cuentos de violencia originados en los celos, en dos relatos se


presenta el tema de la muerte como bien. En |El Loco el protagonista da muerte a
sus hijos para ahorrarles el horror de vivir. "Y me decía, con una sencillez trágica
que me daba escalofrío si no era deber suyo ahorrar a esos pedazos de su ser el
sufrimiento estéril, infinito, de vivir, de sufrir, de ser hombres...". Después de que
les ha dado muerte, se reivindica: él es el verdadero "héroe moral, el solo liberado,
entre el infinito número de hombres, de la preocupación ancestral que veda a un
hombre el acto único digno de ser llamado paternal: el de librar a los hijos
inocentes, felices, del horror de despertar a la vida: del estéril, trágico, humillante
dolor de vivir...". La violencia de estas ideas no alcanza a recibir un adecuado
tratamiento literario, y el argumento del cuento resulta débil; la justificación del
hecho se presenta sobre todo en las palabras que pronuncia el loco.

A pesar de ello, es interesante el esfuerzo por presentar como aceptable y


coherente un acto que la conciencia normal rechaza con horror, en un desafío al
lector similar al de los blasfemos que escogen el infierno. |Eutanasia nos cuenta
cómo la nieta guía a la abuela ciega -una cantante famosa- a un amplio claustro y
la convence de que allí está reunido un gran público que quiere oírla. La abuela
canta y no resiste la emoción que le produce un vuelo de palomas que toma,
engañada por su nieta, por aplausos apoteósicos. La joven proporciona así una
dulce muerte a su abuela, sin que el lector rechace esta idea, también opuesta a la
moral aceptada por la sociedad. El cuento es narrado con preciosismo inusitado, y
recuerda, por su perfección, los relatos trágicos de Horacio Quiroga.

La |Tragedia del Minero tiene un argumento sencillo pero eficaz: un minero que ha
entrado difícilmente en un organal, por entre las estrechas hendiduras de las
rocas, queda apresado cuando estas se mueven. Sus compañeros lo alimentan

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con tubos durante varios días, pero después lo abandonan en esa especie de
útero, la madre tierra, a la que ha entrado. Aunque los compañeros del minero
presentan abandono de aquél como inevitable, no lo entiende así la viuda, que los
juzga culpables y los acusa de cobardía.

|Un Crimen es el título de otro cuento que trata de romper los juicios sociales
convencionales sobre asesinos y homicidas. El personaje había adquirido
alegremente en las bodegas de Nare alguna enfermedad venérea, que explica la
muerte temprana de una hija enfermiza y amada, y su debilitamiento mental. En
los ataques de locura, revive la muerte de su hija y la cacería de un tigre que lo
sacudió violentamente. En el delirio mezcla los dos incidentes, y se ve a sí mismo
dando muerte a la hija al dispararle al tigre. Sin posibilidad de defensa, paralizado,
siente el tigre que le parte el cráneo; enloquecido se lanza a correr y tropieza con
una niñita que va por la calle y "agarrándola por las gargantas de los pies,
blandióla en el aire y le estrelló la cabeza contra un peñasco". El cuento, a primera
vista, tiene una violencia excesiva. Pero pronto se advierte la compleja estructura
que le da verosimilitud literaria y psicológica. Claudio siente que es el culpable de
la muerte de su hija, por sus alegrías juveniles. La violación de las normas
sexuales represivas le trae el castigo, por partida doble, pero el personaje continúa
buscando la explicación: sus ataques comenzaron el día de la muerte de su hija, y
la revive periódicamente. Esta "compulsión de repetición" se expresa, en otro
plano de la narración, al repetir en la realidad, pero inconscientemente, el crimen
que su inconsciente se atribuye: la muerte de su hija, encarnada en esa otra niñita
que carga agua (agua que es en casi toda la obra de Efe signo de vida). Esta
cuento se escribe en un momento en el que la literatura descubre en todas partes
el inconsciente, al tiempo que Freud: ya antes Dostoievski y otros habían
presentado en la literatura esos personajes cuyo sentimiento de culpa los lleva
inexorablemente al crimen, pero a un crimen sin culpa moral. Efe no duda en
terminar el cuento contraponiendo el juicio social que lo llama asesino, con la
inocencia real de Claudio Maloca, víctima de fuerzas que no puede controlar.

Como puede verse, los cuentos anteriores tienen una gran audacia y sus
contenidos violan las convenciones morales y sociales vigentes en su época. En
este sentido, la obra de Efe resultaba profundamente desafiante y provocadora, y
se oponía al fácil optimismo social de otros escritores; sin embargo, no sobra
señalar que la actitud de rechazo a una sociedad mercantilista e hipócrita era
compartida por otros autores como León de Greiff. Algunos de los cuentos
señalados son muy bien logrados en términos literarios, y en todos ellos aparecen
las cualidades retóricas de Efe, sus descripciones magistrales, breves y
contundentes. Sin embargo, varios de ellos tienen un escaso desarrollo
argumental o argumentos arquetípicos. Esto lleva en algunos casos a desarrollar
las ideas del cuento en forma de discursos directos del personaje, de diálogos que
debaten ideas y opiniones. Esto, y el apego a algunas convenciones retóricas que
se sienten hoy artificiales, ha hecho perder fuerza y atractivo a algunos de estos
cuentos, aunque otros mantienen todo su impacto y vigor.

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Existe otro grupo de cuentos en los que la crítica a las ideas dominantes se hace
más bien mediante la caricatura, la ironía o la sátira. Varios de estos cuentos
muestran el dominio que tenía Efe del humor, pues están entre ellos los cuentos
más satisfactorios del autor. En ellos, aunque no desaparece la intención crítica ni
la visión pesimista de los hombres que permea toda la obra de Efe, ésta se
expresa a través de la burla y no de la tragedia o el crimen.

En |El Paisano Alvarez Gaviria se celebra en cierta forma el triunfo de un farsante,


de un pícaro que vive se los resultados de sus delitos. Ayudante de un
contrabandista, cuando este se ahoga se queda con su riqueza y con su hija, y
con riqueza y mujer monta una empresa civilizadora: la explotación de los negros
de las minas. El paisano Alvarez es la fonda, el comercio, la religión, la cultura, la
civilización. Aliado del estado, este le ayuda a mantener la sujeción de los negros
y le permite robarlos y extorsionarlos. El cuento concluye con el triunfo renovado
del farsante, que reafirma su dominio al aparecer como el valiente que ha puesto
en fuga un grupo de bandidos a pesar de que, en la realidad, el miedo lo ha tenido
paralizado y le impidió escapar. La actitud del narrador hacia Alvarez es ambigua,
pues aunque claramente censura el sistema explotador montado por el paisano,
no deja de ver con simpatía su ingenio estafador.

|Un Zaratustra Maicero, un cuento algo difuso y que había ganado mucho con una
poda severa, a pesar de lo cual sigue teniendo interés, relata la historia de otros
de esos pícaros desenfadados que logran, al menos en sus términos, triunfar;
cuenta cómo mientras los estudiantes y sabios ingenieros no logran nunca
encontrar el oro, éste resulta mica, el aventurero paisa traído por unos negros para
dirigirles una mina, acaba apoderándose de ella, y finalmente se apodera de la
mujer misma del dueño, al que echa río arriba después de un breve
enfrentamiento a machetazos. El pícaro triunfa, y parte de su triunfo está en haber
agarrado su negra y abandonado su noviecita paisa. Efe hace entonces el elogio -
irónico- de la raza antioqueña, "la más audaz del Universo", la que "será Colombia
entera, como la ya olvidada, tesonera, Prusia, es hoy Germania imperial y
victoriosa. Viva Antioquia".

|El Héroe de la Dura Cerviz es un cuento perfecto -permítaseme esta


manifestación edípica de admiración filial-: la prosa precisa, ajustada, sin
manierismos innecesarios. En unas pocas pinceladas se define el personaje, el
típico antioqueño, el verraco, para luego derribarlo de la mula y de su suficiencia.
El desenlace lo da una frase inesperada, que pone en ridículo la prosopopeya del
macho. Igualmente impecable es el |Alcalde de Riolimpio, breve y concentrado,
variación sobre el tema del juicio salomónico para subrayar que lo único que uno a
los hombres y a las mujeres es la coincidencia momentánea de sus intereses
egoístas: "la ideología son vacas". Y |El Monito Fleis, donde los contrastes
sociales se pintan en un pequeño y magistral apólogo que nos muestra a Dios
unido con los poderosos.

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El anecdotario de Efe subraya su ingenio, su arte mágico de conversador, su
agudeza humorística. En cuatro o cinco cuentos es el humor el mecanismo que
permite hacer la crítica de lo aceptado, y estos cuentos están entre sus mejores
producciones: se nota que allí se mueve a gusto. También la tradición sobre su
personalidad subraya, con todo y su defensa literaria de unos personajes cuyos
valores desafían violenta, agresivamente los valores de la sociedad, una
moralidad a toda prueba, un super yo muy rígido, como dice la jerga del oficio. El
humor le permitía seguramente, como permitía a Carrasquilla y como en general
permitió a los antioqueños, hasta los años recientes del "despelote", soportar una
moralidad muy represiva, sobre todo en lo que esencialmente reprime la moral: el
sexo. Y digo esto, pese a que el humor de Efe, en sus cuentos sobrevivientes, casi
nunca se aplica a asuntos sexuales, -en |Mi Gente sí- sino más bien a la crítica
social. Pero en esto adopta un mecanismo socialmente desarrollado, el
humorismo paisa, con su fascinación escatológica, su desafío de las
convenciones, su defensa de lo natural y burdo; |El Monito Fleis tuvo una
continuación, una segunda parte inédita, con ribetes más escatológicos, y si pudo
ir al cielo, allí debía pagar para respirar un aire compuesto de flatulencias
angelicales.

No pretendo hacer un análisis estilístico de estos cuentos. Sin embargo, quiero


destacar algunos aspectos que surgen a la mirada del lector. La escritura de Efe
es extraordinariamente cuidadosa. Se advierte una conciencia muy grande de los
efectos estilísticos y formales. La colocación de los adjetivos, la búsqueda de una
frase justa y ágil, el uso de un lenguaje lleno de cultismos, apunta a unas
convenciones literarias muy exigentes, y manejadas sin duda con gran destreza.
No se me ocurre de dónde pudieron surgir esas convenciones. Son muy distintas
a las de Carrasquilla, con su reproducción de los ritmos del lenguaje oral, pero
dotado de una coherencia tomada de la estructura de la frase del siglo de oro
español. El preciosismo de la adjetivación puede tener que ver con el tipo de prosa
que impulsó Rubén Darío, aunque puede provenir de una visión del lenguaje
literario originada en los clásicos españoles, en el preciosismo de Góngora y
Baltasar Gracián o incluso en las leyendas de G. A. Becquer.

El cultismo antioqueño ya existía: Sanín cano hable de un maestro, hacia 1880,


que ponía en las hojas de sus alumnos: "anda por los cerros de Ubeda", "marró"
dos veces, "hizo novillos". Para el lector actual, muchos de los cuentos de Efe
están escritos en un estilo que no ha envejecido; aquellos en los que no están
presentes ciertos preciosismos que hoy se sienten como artificiosos, y
probablemente ya lo eran entonces. Curiosamente parecen abundar en los
cuentos cuya construcción es más débil o cuyo tema central es más convencional,
mientras que están casi del todo ausentes de |Guayabo Negro, La Tragedia del
Minero, Almas Rudas, o los cuentos de picaresca y humor. Los más evidentes de
estas convenciones artificiosas son:

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1. Las interpolaciones discursivas. En muchos de los cuentos los personajes, y a
veces el narrador, se lanzan a largas disquisiciones sobre la vida, la moral, la
sociedad antioqueña, el alcohol, la familia, la pureza de la mujer, etc. La
convención narrativa del cuento ha rechazado más y más este procedimiento en
nuestro siglo. Lo usaron muchos de los mejores cuentistas del siglo XIX, de Poe
en adelante. Pero ya a fines del siglo Maupassant, Chejov y otros estaban
afirmando un modelo para la narración breve que iba a imponerse en el siglo XX.
No hay que olvidar que Efe Gómez, al escribir sus primeros cuentos, es casi
contemporáneo del surgimiento del cuento en Hispanoamérica.

2. El manejo muy especial del diálogo. Los personajes principales casi siempre
son seres urbanos y cultos, metidos en los dramas de la vida y orientados en esos
dramas por una cultura literaria y hasta filosófica. No resulta extraño que a veces
hablen en forma muy culterana y elaborada. Pero, con excepción de los cuentos
humorísticos, tales personajes hablan casi siempre así. Incluso personajes cuya
condición no autorizaría tal lenguaje: el misionero de |Colonial trata de adoctrinar
al indígena con discursos en los que dice "si la lujuria llega a aposentarse en
nuestro ser, como es monstruo insaciable que tiene sed hidrópica y hambre de
chacal ayuno, beberá nuestra sangre, devorará nuestras carnes, triturará nuestros
huesos, hasta chupar su postrimer médula". Las convenciones del diálogo realista
son diferentes, y son las que se han impuesto: Efe lo usa cuando hablan los niños,
los mendigos, los negros y las mujeres, y muestra entonces que puede hacerlo en
forma muy convincente.

3. El uso repetido de procedimientos retóricos que hoy suenan arcaizantes o


artificiosos. La inversión del pronombre personal y el verbo ha envejecido mucho.
Por ejemplo, "difundióse por le rostro divino de Isabel..."; "la alusión fuela
poseyendo... presentábansele entonces..." son formas que se encuentran con
mucha frecuencia. También utiliza Efe un hipérbaton demasiado fuerte: "sus
manos, que besadas fueron por reyes y héroes"; "cadenas en los extremos de
garrotes policiales puestas". A veces lo atraen expresiones cultas, arcaizantes,
exóticas: "albos fragmentos"; "placas de argento"; "fulgurado de terror". Algunos
adjetivos se reiteran como un esfuerzo por probar que pueden repetirse sin
convertirlos en lugares comunes: el uso de la palabra "divina", con todos sus
peligros, daría pie para un interminable análisis.

Sin embargo, lo que domina en su literatura es el dominio extraordinario del


idioma, el uso creador y eficaz del lenguaje. En las descripciones, unos trazos
breves, usualmente atentos al color y reforzados con alguna comparación o
metáfora audaz, construyen un paisaje y dibujan una acción con el talento de un
pintor puntillista: "la luz se derramaba en las montañas, se enhebraba centellando
en el curso de los riachuelos; penetraba y se difundía en las casas"; "de las
entrañas de la roca saltaba un manantial, cuyas ondas limpias corrían sin ruido
debajo de los helechos"; "moduló un chit tan suave, que ni una arruga rizó el
océano de silencio que por los ámbitos de los muertos salones, el patio

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inmensurable, de las desiertas terrazas, se extendía"; "nubes doradas de semillas
de trigo"; "alcanzó a ver sobre el suelo cubierto de charcas, fango y guijarros
alisados, desparramándose como un esputo de luz, la claridad que se escapaba
por la puerta de una tenducha"; "el torcido sendero tallado en la carne viva de ese
suelo estéril que alcanzaba apenas a cubrirse a veces con una crin de paja
retostada, que se quedaba otras descubierto en terrenos como úlceras resecas".

No sería difícil ilustrar todo un diccionario de figuras retóricas, de formas de


adjetivación, de recursos expresivos, con la obra de Efe: no es de extrañar que
Carrasquilla hubiera aludido a las "elegancias hipócritas" de su estilo. Doy
simplemente algunos ejemplos:

"sus manos inefables, blancas y traslúcidas", donde se recurre como en muchos


lugares, a un ritmo ternario;

"de su cuerpo oscuro y lanudo salió, pura y radiosa, su abuela", donde los dos
sustantivos reciben, en distribución simétrica, dos adjetivos;

"hasta el delirio, hasta el automatismo, hasta la brutalidad", donde se usan


simultáneamente la repetición y el recurso a ritmos ternarios. Igualmente utiliza la
repetición un ejemplo como el que sigue: "sus ojos parpadeaban, parpadeaban
como dos golondrinas que aleteasen".

"Pálidas miradas, y feroces, se entrecruzaron", donde los adjetivos se colocan


distribuidos alrededor del sustantivo.

"Todo arde, vegeta luz; los retazos de río que se ven correr entre sauzales son luz
líquida", donde además de la repetición vemos el uso insistente de la aliteración:
retazos de río, luz líquida.

El siguiente ejemplo, muestra de técnica descriptiva de efe, termina también con


una aliteración reiterada, propia del lenguaje poético:

"Un momento asomóse la luna por entre unos nubarrones, y sus rayos, al herir el
río, formaron en la masa de sus aguas una columna fosforescente, cuya superficie
temblaba con estremecimientos de ser vivo... Llovía grueso. De improviso un
latigazo de luz recorría el espacio vapulando las pupilas".

Termino con tres ejemplos de esas descripciones apretadas, casi


cinematográficas -recuérdese que Efe hizo el guión para una película sobre Rafael
Uribe Uribe, la cual se filmó- que caracterizan su prosa:

"Ve Lezama pasar ante sus ojos como relámpagos blancos los techos de los
toldos enemigos: siente un golpe terrible, se detiene, vacila, cae de espaldas, y
por sus facciones se difunde la paz sublime de la muerte".

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"Un camino atroz, imposible. Camino de las montañas antioqueñas en invierno.
Fangales hondos, blandos, sin orillas, como de purgante. Espinazos
estrechísimos: un abismo a la izquierda, otro a la derecha".

Y por último, perfecta en su brevedad:

"La cuesta era agria y paréme a respirar".

Los ejemplos anteriores muestran una actitud muy consciente de preciosismo en


el idioma, y el mismo Efe aludía a veces a ello: "estas pedanterías que las gentes
de gusto y talento, los escolásticos, las gentes que saben escribir, me critican con
razón, son mis vegetales".

Dejando de lado anotaciones estilísticas, y antes de considerar brevemente el


cuento que es sin duda la obra maestra de Efe, vale la pena hacer algunas
consideraciones algo abstractas: Desde Freud, y ante todo con base en las
interpretaciones lacanianas de su obra, hemos aprendido a considerar el
inconsciente como un lenguaje. Esas estructuras inconscientes, que son el
resultado de la represión, se apoderan en determinadas circunstancias de los
mensajes conscientes del individuo. El síntoma, el sueño, los actos fallidos son
estructuras de comunicación en las que lo reprimido lucha por salir a la conciencia,
pero lo hace en la forma de un compromiso que hace irreconocible el mensaje
original. La literatura maneja también los contenidos del inconsciente, y su material
está de un modo y otro conformado por el retorno de lo reprimido: de los
fantasmas sexuales o de los de destrucción y violencia.

En las obras literarias de mayor violencia, en la tragedia, son los núcleos centrales
de los contenidos inconscientes, el incesto, la muerte del padre, los que con
frecuencia aparecen como tema central del texto literario. Pero el mensaje literario
no puede tener, como el sueño, una organización secundaria que impida
reconocer su sentido: cuando alguien nos cuenta un sueño, sólo raras veces
podemos sentir ese reconocimiento mínimo de que se trata de algo que también a
nosotros nos atañe. Los productos del compromiso entre el inconsciente y la
censura son ininteligibles, y su sentido sólo puede reconstruirse por un trabajo de
interpretación muy especial.

En la literatura, los conflictos dramáticos del argumento tienen que ser captados
en forma directa por el lector, el contenido de la obra debe ser reconocible y
asumible por el lector sin el recurso de una reorganización del material como la
que se da en la interpretación del sueño. Esta es una diferencia esencial entre la
literatura y las demás formas de en las que se busca expresión del inconsciente, y
una que con frecuencia olvidan quienes tratan de analizar los contenidos
profundos de la obra literaria. Al tratar el cuento o el poema como un sueño
olvidan que la forma del sueño tiende a ocultar el sentido, y que la forma de la
literatura debe permitir la comunicación del sentido: por eso es importante la forma

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del relato, la estructura de la narración, la concatenación de incidentes, y
finalmente la retórica que se use. Del vigor de los contenidos profundos que se
comunican, de la complejidad y riqueza de la forma de la narración y de las
estructuras de la retórica depende finalmente el impacto y la calidad literaria de la
obra, busque ésta el retorno de lo reprimido a través del drama y la tragedia o
evada la censura por medio del humor, y logre el goce del lector en la
identificación con el destino de los personajes o en el revivir los placeres formales
del juego con el lenguaje mismo.

Por ello no hemos buscado reducir los textos a contenidos inconscientes


profundos, pretendiendo que allí resida su importancia. Hemos atendido hasta
cierto punto a los aspectos formales y más exteriores y a los contenidos
conscientes que busca comunicar el autor. Y hemos visto cómo las estructuras
narrativas y argumentales se basan en la persistencia de ciertos nudos, en la
fascinación con el crimen, el desafío, la afirmación de la vida, el terror a la muerte
pero a la vez la visión de la muerte como liberación. Un análisis más completo
debería permitir relacionar todos los aspectos anteriores con los contenidos
fundamentales inconscientes de esta literatura, pero con plena conciencia de que
no son esos contenidos los que le dan el carácter específicamente literario.
Tratemos de ver esto por lo menos en un cuento, |Guayabo Negro.

El cuento comienza con el despertar, el retorno a la conciencia de Pedro Zabala,


el cual se describe con prolijidad, intercalando elementos subjetivos y del mundo
externo. El despertar es en el guayabo, y éste se nos presenta con toda su
brutalidad: el narrador alucina y sufre, y empieza a recordar su borrachera, y a
sentir los remordimientos. Qué habrá hecho, a quién habrá insultado. Empieza a
recordar el día anterior, y pasa a una escena de pureza y optimismo. Casado con
Matilde, tienen un niño de pecho, y salen de misa acompañados por otra pareja
estrechamente relacionada con ellos: la de su hermana Inés y Manuel, su cuñado
por ambos lados, pues es a su vez hermano de Matilde. Pedro revela que a su
mujer se le derrama la leche, y de ese modo sabe que el niño tiene hambre:
escena de ternura sexual, mezclada con otros elementos menos obvios: Pedro
está revelando a su cuñado intimidades de pareja, además admira la hermosura
de se hermana, que va a casarse con Manuel en pocos días. Tan entusiasmado
está Pedro con ese matrimonio, que está construyendo una casa para que vivan
en ella, con sus manos ha estado construyendo los decorados.

Los dos hombres, despedidas las mujeres, siguen a beber, con todo el afecto de la
borrachera de amigos cercanos: "¡sus frases se entrelazan como las trepadoras
en la selva, sus ojos se humedecen dulcemente, se juran amistad eterna, filial
amor, se cuentan todo, van a ser felices en el futuro, marchando juntos a la
conquista de la vida!, ¡y caía cada uno en los brazos del otro, y sus corazones se
juntaban cálidos, viriles!". La borrachera progresa, y la narración regresa al
despertar de Zabala, que ve el amanecer la invasión de la luz, pintada con un
placer casi excesivo. Zabala recuerda a su mujer, "la fragancia de ese cuerpo

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esbelto, firme, mórbido y divino", a su hijo, y se hace propósitos de enmienda, se
alegra y espera salir de donde está, la cárcel, a donde seguramente lo llevaron por
algún asunto menor.

Se empieza a arreglar, envía razones a su casa, cuando llegan las autoridades.


Lentamente la narración, que toma característica de tragedia griega, nos lleva al
momento en que le muestran a Pedro un cadáver: el de Manuel. Pedro tarda en
advertirlo, descubre el cuchillo que lo hirió, hecho por el mismo Manuel y de pronto
recuerda que él ha sido el asesino.

Poco a poco reconstruye el incidente: quiso obligarlo a beber, le metía él mismo la


botella y Manuel, enfurecido le dio una bofetada. Él clavó entonces el cuchillo "en
el pecho de su hermano". Aparecen entonces su hermana y su esposa, y se
describe el entrecruce de las miradas de los tres, en una descripción que tiene el
terror de una tragedia esquiliana; Pedro trata entonces de darse muerte con el
mismo puñal con el que mató a su amigo. Se lo impiden y él se queja de que
quieran obligarlo a vivir. El narrador concluye la historia haciendo ver que "su
voluntad al herir no guió su mano" y que la venganza de la sociedad es insensata:
"¿de qué se venga el monstruo ese?".

La historia supera el simple relato de una muerte casual porque en el texto


aparecen, de diversos modos, los elementos que hacen sentir que, profunda e
inconscientemente, Pedro deseaba la muerte de Manuel. Estos deseos se apoyan
en estructuras edípicas. El cuento, por supuesto, no nos habla de ellos: subraya
más bien el amor de Pedro por Manuel. Cuando su mujer regresa a casa a
amamantar el niño Pedro prefiere quedarse con Manuel, al que conduce a una
especia de idilio alcohólico y embriagado, con promesas de futuros comunes.
Ahora bien, Manuel se va a casar con su hermana, que para Pedro representa a
su madre, ya muerta. El próximo matrimonio revive la situación edípica: es como si
Manuel fuera a casarse con su madre: "y es bella Inés -comenta Pedro- tiene la
bella augusta y santa de mi madre". En este nivel Manuel es su rival, que va a
ocupar el lugar de su padre, también muerto. Un padre con el cual se ha
identificado y al cual ama.

En todo caso, en la borrachera, Pedro fuerza a beber a Manuel hundiéndole la


botella en la boca: el coqueteo culmina así con un gesto de claro simbolismo
sexual, en una especia de esfuerzo por colocar al padre en posición pasiva.
Manuel reacciona, le da la bofetada, como respondería un padre enérgico, y Pedro
le entierra el cuchillo. Este acto viola hasta tal punto la norma, la ley, que lo posee
una "¡parálisis cerebral absoluta!", es un asesinato del padre, que sólo puede
ocurrir en la más profunda inconsciencia, en la borrachera. Luego, en este juego
de espejos identificatorios, cuando descubre que mató a Manuel, trata de matarse
a sí mismo.

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Vemos pues que la estructura consciente y manifiesta del cuento la subyace una
estructura edípica, en la cual Pedro, atraído por su hermana en cuanto ésta
representa a su madre, da muerte a su rival, que representa a su vez el padre. El
hecho de que el padre esté representado por un amigo cercano, por alguien que
puede asumir el papel de hermano (y no, por ejemplo, por el amante de la madre,
o el tío, como en el mito griego o en Hamlet) facilita la colocación del rival en el
papel de recipiente de libido afectuosa, permite representar la contradicción amor-
odio que rige la relación con el padre, incluso son sugerencias sexuales más
audaces que en las versiones clásicas. Y esto, a pesar de la ideología consciente
de Efe Gómez, probablemente tan rígida y restrictiva en asuntos sexuales como la
de Pedro Zabala. En toda su obra, la mujer aparece como objeto de idealización,
como madre o hermana. Se advierte y expresa en muchas ocasiones el rechazo a
que la mujer asuma las actividades productivas tradicionalmente masculinas, y se
quiere verla sólo en la relación con el afecto y el amor de los hombres, y dentro de
una ética casi de la antigua caballería aristocrática. Esta idealización de la mujer
es por supuesto congruente con la mentalidad antioqueña, hasta donde podemos
conocerla -ver, por ejemplo, los estudios de Doña Virginia Gutiérrez de Pineda-, y
con un alto grado de represión sexual, que convierte a la mujer en la virgen
intocable. En los cuentos de Efe las mujeres son vírgenes hermosas, o madres
castas, y cuando son amantes, o compañeras (y Efe, evidentemente, no comparte
el puritanismo que sólo reconoce una relación casta en el matrimonio), sus rasgos
son muy similares a los de la joven virginal: la mujer de |Carne hace un juego de
coquetería inocente con su amante, borda con manos finas, tiene la faz dulce y
severa, el pie "atrevido y donoso" y cuando le cortan el rostro, es porque su
amante no quiere que la sapotee la golosa piara de la honorable humanidad. Las
descripciones de las mujeres, raras veces apuntan a una sexualidad explícita, sus
formas y redondeces se describen en forma abstracta: el pie y los ojos parecen
haber recibido el desplazamiento del interés. En particular los pies: no hay mujer
atractiva cuya descripción no incluya un elogio al pie. "Tiende los pies desnudos,
blancos como gajos de azucenas": "Desnudo el pie divino": "El pie desnudo sobre
el suelo, tan nítido y goloso: el delgado talón y el tobillo perfecto, asumen un gesto
intrépido. . . aquel andar divino fluye de la forma del hermoso cuerpo, que es el
propio cuerpo idealizado por el milagro del movimiento. . .".

Volviendo a |Guayabo Negro, es la energía del inconsciente, con sus estructuras


edípicas, la que es elaborada en un relato verosímil, en el que lo reprimido
inaceptable retorna, desplazado pero inteligible: el lector atento siente que la
violencia trágica e inesperada de Pedro tiene que ver justamente con la felicidad
de su vida familiar, con la estrechez casi incestuosa de los lazos entre las dos
parejas. El desarrollo de este cuento impecable tiene la inexorabilidad de las
grandes tragedias, en cuanto está regido por la lógica inevitable del inconsciente.
Por su vigor, y por la perfección literaria y estilística de la escritura, constituye la
obra maestra de Efe y es un cuento que puede figurar en cualquier antología del
cuento universal.

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A partir de este análisis se podría regresar a los demás cuentos, para identificar
también en ello los contenidos inconscientes, los elementos que conformaban la
visión del mundo que Efe Gómez trata de comunicar en sus textos. Pero esto
exigiría una exposición demasiado extensa. Lo dicho hasta acá, espero, debe
haber ayudado algo a aclarar las características literarias y los contenidos
profundos de una obra en parte desconocida y con frecuencia malinterpretada,
cuyos momentos culminantes, en medio de muchos trabajos inacabados, tienen
una grandeza, una energía, un vigor literario inolvidables.

Clarita Gómez

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ALMAS RUDAS
Efe Gómez

Pedro el Barcino, tan madrugador en otro tiempo, aguardaba ahora que el sol
viniera a despertarle y se echaba fuera del lecho perezoso y tardíamente. El viejo
no estaba rendido por la edad; era que una dolencia, una mordedura tenaz
hincada en el vientre, agotaba su vigor, se llevaba la vida de Pedro el Barcino. Y el
viejo no pensaba en morir. Tumbando robles desde la mañana hasta la tarde;
viendo medrar en torno los becerros saltones y los hijos robustos, la muerte es
una imagen lejana, un polvillo inconsciente que se deshace entre las manos.

Un día, después de otros muchos en el lecho, sintió algo como un prurito de salud
a lo largo de los brazos y el Barcino saltó alborozado para ir a descolgar la
cantimplora.

En seguida bebió, bebió ruidosamente, y asomado al portal sintió que su corazón


se regocijaba en la luz de la mañana. Horas más tarde, trepaba, con el hacha al
hombro, camino de la montaña. Cómo parecía joven y fuerte: ancho de espalda, el
andar firme, serpenteándole las venas hinchadas en torno de los brazos y de las
piernas ágiles. La camisa, mal abrochada, dejaba al descubierto el pecho velloso;
su barba gris se abría en dos porciones, meneada por el viento y aunque el rostro
aparecía demacrado, brillaba, intenso de vida, el ojo zahorí. Tal era el Barcino, a
cuyos golpes de hacha se estremecía la montaña, como el buey, tesonero en las
labores del plantío, certero y audaz como el novillo cuando era menester vengar el
honor de su hembra.

El Barcino miraba, miraba con grandes ojos ambiciosos la inmensidad del


horizonte. El sol iba triunfante por el cielo. ¡Santo y bendito sol que adoraran sus
abuelos! La luz se derramaba en las montañas; se enhebraba centelleando en el
curso de los riachuelos; penetraba y se difundía en las casas. Los ojos de Pedro
eran insaciables. Cómo habían madurado los maíces en sus cañas morenas;
cuánta alegría derramaban en su alma el oro verdegueante de los alverjones y la
temprana blancura de los habales en flor. Una ternura paternal, un orgullo de
esposo alentaba en su pecho. La tierra era buena para él. ¡Qué importaban las
fatigas de otro tiempo; el insecto enemigo que devastó la cosecha, qué, en fin, la
maldita dolencia clavada en el vientre, siempre fija allí, semana tras semana!

-La tierra no es ingrata para el Barcino; el Señor bendice el trabajo de mis manos-
pensaba el labriego; y hería el suelo con los desnudos pies, quebrantando los
rastrojos marchitos, como para cerciorarse mejor de que sus miembros habían
reconquistado la pujanza nativa.

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Una bandada de loros salvajes cruzó charloteando sobre su cabeza y fue a
posarse en los más tiernos renuevos de un surco. Pedro los contempló en silencio
y no tuvo cólera de los pájaros merodeadores. Por un atajo apenas marcado entre
los arbustos, penetró en el bosque. El ruido de las aguas, del viento, del valle
sonoro fue borrándose a medida que Pedro avanzaba en la espesura. Su paso era
menos seguro desde que entró en el bosque; la mordedura hincada en el vientre
había venido despertando sordamente y ahora estaba allí, viva, rabiosa, como en
los primeros días de la enfermedad. El Barcino caminaba siempre e iba de pláticas
con su pensamiento. Recordaba que el cura le había dicho: -Pedro, no andes
descuidado; el Señor puede llamarte a cuentas y las tuyas no van a la justa. Otro
día el boticario le había llenado de ungüentos, atosigándole con feas y amargas
bebidas. ¿Estaría enfermo de veras; iba él a morir como todo el mundo; como sus
vecinos; lo mismo que sus viejos perros de caza? -No, dijo rechinando los dientes,
mientras descargaba con brío, hasta hundirla en el musgo, el hacha cortante. No,
tornó a repetir, siempre hiriendo el suelo, mirando rencoroso la hambrienta tierra
que lo quería devorar.

Cuando llegó al claro del bosque, donde tenía costumbre de cortar y hacinar la
leña, un sudor que no era el ardiente sudor de otro tiempo, le mojaba las sienes.
Sentado en un tronco se puso a remover con el hacha las desprendidas ramas,
donde brotaban los renuevos. De las entrañas de las rocas saltaba un manantial,
cuyas ondas limpias corrían sin ruido debajo de los helechos. Contemplándolas,
se acordó Pedro de las aguas vivas en que la Virgen María pone virtudes de
salud. Si bebiera estas aguas, pensó.

Algo como una ternura religiosa alboreaba en su corazón. ¿Por qué no había de
sanar cuando bebiera en el claro arroyo? ¡Ah!, un cirio para la Virgen bendita; una
romería, acompañado de su mujer y de sus hijos. ¿Cómo, hasta en ese instante
no pensaba en ella? El Señor ponía la medicina cerca de su boca y él era tan
borrico que no alargaba la mano para recibirla. Quiso beber, mas cuando iba a
inclinarse, la punzada mortal le retuvo sin fuerzas ni alientos apenas. Vibrándole,
vibrándole en el vientre, subió hasta su garganta un vapor amargo, una congoja de
muerte. -¡Virgen María, socórreme!- clamó el viejo, tratando de juntar las manos,
buscando después sobre el pecho las cuentas del rosario. El dolor se alejaba,
pero un frío intenso le invadía las rodillas, subía hasta su pecho. Miraba,
esforzándose en ver, y las cosas le aparecían como envueltas en humo ligero.
Dios le abandonaba; el Barcino tuvo un impulso de rebeldía.

26

CARNE
Efe Gómez
Era la noche fría y destemplada.

Sobre esa cuchilla estéril y reseca, parecían las casas del pueblo, así agrupadas
bajo el jirón de bruma que se disolvía en lluvia menuda sobre ellas, como
apretadas unas contra otras, ateridas, buscando calor para dormirse.

Pedro, envuelto en su amplia ruana, recostado a un pilar del corredor de una casa
abandonada, se dejaba calar por la llovizna, indiferente a todo, sumido en sus
tristezas.

Oyóse el galope de un caballo, ahogado sobre el sendero liso y blando; luego, su


tropel sonoro sobre el empedrado; después, el estregón seco de la parada.

-¿Qué hay? -preguntó Pedro con ansiedad al que llegaba.

-Que la cosa va mal.

-¿Hablaste con mi padre?

-Dice que él nada puede hacer. Que ta abandona a tu suerte. Que harto ha hecho
ya por ti.

-¿Y los dueños de la Renta?

-Están calientísimos. Hablé con uno de ellos esta tarde, y me dijo que el alcance
que tienes pasa de cinco mil pesos; que lo que has hecho es un abuso de
confianza, y que te van a calentar.

-Y por el otro lado, ¿qué pudiste hacer?

-¡Nada! Los bancos no sueltan un medio ni con firmas, ni con hipotecas. Dicen que
no tienen dinero... Aquí no hay más remedio que largarte.

-¡Irme! -dijo Pedro, abstraído.

-No hay de otra. Puede que esta misma noche reciba el Alcalde de aquí la orden
de prenderte. Aquí está mi caballo; huye en él -dijo, apeándose-. Te llevará hasta
los infiernos.

-Voy a despedirme de Ventura.

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-Ojalá no hicieras tal -dijo el amigo de Pedro, en tanto que se zafaba las espuelas-
. En fin; haz lo que quieras. ¡Qué diablo! ¡Mundo este!...

Y no dijo más.

Y se alejó entre las sombras, sin despedirse, porque su brusquedad era la de


tantos otros: el disfraz de un corazón tiernísimo, cuyas oleadas de emoción ya le
anudaban la garganta.

Pedro se quedó solitario.

Y de codos sobre el galápago de su montura, la frente entre las manos, sumióse


en ese sufrir turbio y oscuro de las grandes crisis de la vida.

Él había amado. Él amaba todavía con una pasión inmensa y loca. Y su error era
no haber comprendido que en nuestras sociedades son imposibles las pasiones
grandes; que el secreto para vivir en ellas consiste en hacer creer que se ama
mucho, aun cuando no se ame; que se ha gozado mucho, aun cuando no se goce;
que se sufre hondo, aun cuando uno sea incapaz de sufrir. Esa jactancia pueril de
hacer creer que se ha sentido la existencia en todos sus matices; de exhibirse
como desengañado de todo. Prurito que lleva a insultar la vida en estrofas infelices
a gentes que no merecen ni vivirla.

Debatíase en una red que cedía sin romperse, embotando sus esfuerzos, sin que
por ninguna parte le presentase resistencias en qué ejercitar las energías de su
voluntad viril; fatigado, anhelante, acribillado de sufrimientos voluptuosos.
Paladeaba a diario esos placeres crueles en que el llanto y la risa se confunden;
en que la sensibilidad se afina hasta lo espiritual, y el placer hace vibrar los
nervios hasta los confines del dolor; en que se besa con tristeza y se goza entre
amarguras. Él conocía esas fiebres, esas locuras, esos apegos morbosos e
imbéciles a una criatura de carne, que nos hacen impotentes ante el impulso que
nos lleva a palpar unas manos, a besar unos ojos, a sollozar ente un regazo.
Gravitaba en esos limbos en que uno quizá no es responsable al anudar un
eslabón más a la cadena que lo ata, aunque sí lo fue cuando empezaba a
forjársela. Y acontecióle muchas veces, cuando vagaba solitario por la población,
maldiciendo de su debilidad, sorprenderse a sí mismo golpeando a la misma
puerta.

Y así le sucedió esa noche.

Allí estaba ella. Mirábala por el hueco de la cerradura, fascinado, palpitante;


devorábala, ahogando el grito de su conciencia que le ordenaba huir sin
despedirse, con la fruición que determina la vista de un ser querido, por última vez
saboreada. Allí estaba: sentada en una silla baja: el pie izquierdo, atrevido y
donoso, estribando firme sobre el pavimento; la punta del derecho, que pendía

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rebasando apenas el borde del vestido; en el regazo un tambor que bordaba;
inclinada, atenta sobre la labor, la faz dulce y severa.

Mil veces se había dicho que no entraría, que la miraría en silencio, que huiría
cuando se hubiese saciado de mirarla.

Y, sin embargo, empujó la puerta dulcemente.

-¡Ah! -exclamó ella, dando un grito alegre-; me quiere, me quiere mucho.

Y haciéndolo sentar a su lado:

-Mira: comencé a bordar este racimito de uvas, y me decía: si cuando él llegue voy
en número par, es que me quiere... Y ve: cuenta y lo verás: ¡voy en la octava!...
Pero ¿por qué no contestas? ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo, crespecito
mío?...¡Eh... se embobó! No sabe hablar... A ver: saque la lengua... ¡Eh!... ¡no
puede! Tiene el frenillo el muchachito.

Luego, fingiéndose enojada:

-Es que le ha pesado haberme regalado el anillo que me trajo hoy, y viene a
hacerse el bravo para que se lo vuelva, ¡el cicatero! Tome su anillo: no quiero
nada de gente que pone trompa, como para cobrar lo que regala.

Y llevando a la altura del pecho sus manos breves, elásticas, blancas, en las
cuales el trabajo delicado de su sexo había cincelado las líneas enérgicas,
batalladoras, de las manos que no son un órgano útil, ciñó el anular izquierdo con
los dedos de la diestra, recogidos, y, atrancándolos en una sortija de oro que lo
rodeaba, cerró los ojos, mordió el labio inferior en ademán de hacer un grande
esfuerzo y.. luego, sonriendo, con los ojos a medio cerrar, claros, grandes,
acariciadores, desde allá del sedoso enrejado de las crespas pestañas:

-¿No ves?, se me atrancó: no puedo sacarlo.

Pedro sintió ante esa mirada crepitar todo su ser y partírsele en pedazos; y
tendiendo la diestra abierta sobre aquellos ojos, los tapó, mientras con la izquierda
cerrada se oprimía la frente, dando un vagido doloroso.

Ella se apoderó de esa mano con ternura. Luego, reclinándose en la cama,


comenzó a charlar, alegre, bulliciosa; hasta que, arrullada con el sonido mismo de
su voz, se fue quedando dormida, entreabierta y sonriente su boca charladora.

-Ahora es tiempo -pensó Pedro.

Y cerrando los ojos para no verla, se arrojó a la puerta.

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No pudo contenerse, y, del umbral, dedicóle una última mirada.

Estaba tan hermosa en su confiado y dulce sueño, ignorante de lo que pasaba a


su rededor. ¡Y al día siguiente se despertaría abandonada!

Volvió a su lado y se inclinó sobre ella a contemplar, así de cerca, ese rostro,
único para él; ese rostro que hacía nacer en su alma los temblores irremediables y
crueles del amor.

Y ¿por qué abandonarla? -pensó-. ¿Por qué no arrostrarlo todo y escaparse con
ella? ¿No había ya quemado en la hoguera de esa pasión su caudal, y su
juventud, y hasta el jirón último de su honra?

Y pasándole un brazo dulcemente por debajo del cuello, fue a levantarle en vilo.
Rebullóse ella, y dejó caer la cabeza desmayada sobre el hombro de su amante,
sonriendo dulcemente en medio de su sueño.

Faltáronle a Pedro entrañas para turbar ese reposo tranquilo con la realidad
desnuda y espantosa; y, dejándola reclinar de nuevo sobre el lecho, fue a sentarse
en un rincón, exasperado, las sienes en los puños.

-¿Por qué es tan hermosa este demonio? -exclamó.

Y sintiéndose poseído de celos furiosos, se miró olvidado de la que en ese


momento palpitaba toda para él; vio bocas odiadas posarse sobre esos labios
adorados; y ante su vista se abrió esa escala de Jacob invertida, por donde
desciende la belleza en desamparo, sapoteada por la golosa piara de
la honorable humanidad.

Y estúpidamente dejó pasear sus miradas por la estancia.

Allí, alcance su mano, sobre una mesa, brillaba la hoja limpia de su navaja de
afeitar. Sintióse atraído por su filo frío y sutil; y con la velocidad brutal de la
tentación, empuñó el arma en la diestra, colocóse de un salto al laso de su amada,
y marcóle la faz con herida ancha y larga.

Sonó un grito, y brotó la sangre.

-¡Ahora ya nadie la querrá para sí! -dijo casi alegre, espantoso de verse, arrojando
la navaja

A poco se oyó el escape de su caballo sobre el fango del camino.

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CORAZÓN DE MUJER
Efe Gómez
La abuelita, anciana, se moría. Las personas mayores, pálidas por el insomnio,
preocupadas y tristes, se deslizaban silenciosas por los corredores y aposentos
del caserón de la familia. En los rostros se pintaba el recogimiento doloroso, el
soplo frío que encoge el corazón cuando se contempla de cerca ese negro agujero
de la muerte que se entreabre para tragarse un ser querido.

Julia, la nietecilla de seis años, vagaba, abriendo sus grandes ojos llenos de
curiosidad a esa escena, nueva completamente para ella y que apenas entendía.

Por la mañana, después de que hubo salido el viático, a cuyo paso deshojara
flores, había visto entrar, lentamente, avanzando con su vuelo incierto, vacilante,
de copo que el viento lleva y mece, una mariposa negra y grande, que recorrió los
corredores y fue a posarse sobre el dintel del aposento en que la anciana
agonizaba. Al entrar una tía suya, nerviosa y debilitada por las vigilias y el dolor, al
cuarto de la enferma, distinguió la mancha oscura de la mariposa que se
destacaba sobre lo blanco de la pared. La pobre señora, herida por
presentimientos angustiosos, llevóse las manos a los ojos para cubrírselos, y
entróse precipitadamente, dejándose caer sobre un sofá del interior, en donde
Julia la viera desde entonces, escondida la cabeza entre los brazos, vuelta un lío
de ropas que se adivinaba cubrían a una persona porque a cada momento se
agitaban con hipidos de sollozos.

Entró también la niña al aposento de la agonizante. Levantada sobre muchas


almohadas, vio su cara pálida con perfiles de agonía, sus manos flacas que
reposaban en el hundido crucifijo sobre el cual los dedos se agitaban convulsos,
único movimiento de ese cuerpo inerte. Llena de curiosidad, acercóse a la cama,
y, prendida de las almohadas, se empinó hasta poner su rostro casi sobre el de la
abuelita. Sintió en ese instante que un brazo pasaba alrededor de su cuello, que
su rostro era atraído hacia otro rostro, que su mejilla tocaba otra mejilla
humedecida por lágrimas calientes: adivinó, sin verla, que quien así la abrazaba
era su madre, que velaba día y noche al borde del lecho de la anciana y a quien
no había visto arrimar, a causa de la semioscuridad del aposento. A un cambio de
tono en el estertor de la moribunda, su madre la dejó libre, para sacudir a la
cabecera del lecho.

Julia salió al corredor. Aún estaba en el dintel la mariposa. Sobre un sillón vio un
chal abandonado, recogiólo y lo disparó sobre el bicho. Este, cogido debajo, cayó
dando atontadas palpitaciones anhelantes con las alas. La niña se arrodilló en el
suelo, y con azorada alegría, temblándole las manitas, agarróla de las
extremidades de las alas, se incorporó y púsose a observarla y a soplarle el
lanudo buchecito, para empezar en seguida a pasearse por toda la casa,

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llevándola así cogida. De golpe se tropezó con su tía, la que sollozaba en el sofá:
la cual se incorporó sobrecogida, y al ver el para ella pavoroso animal en manos
de la niña, no pudo contenerse y dio un grito. Acudieron todos. El papá, que
conversaba en voz baja por allí cerca con otros caballeros, vino también, levantó a
la niña en brazos, llevóla al jardín, púsola en el suelo y se volvió en silencio,
cerrando tras sí la puerta. Echóse Julia a llorar, llena de despecho. En una mano
tenía un pedazo roto de una ala: en la otra, la mariposa, pegada del muñón del ala
opuesta. La arrojó al suelo con ira, y se tumbó en el césped a llorar inconsolable.
Pero pronto cambió de humor y se entregó a un vivo monólogo, del cual resultó
que la mariposa era la abuelita moribunda, y que ella la cuidaba y le encomendaba
el ánima.

Con una astilla de madera, que ella decía ser una cuchara, le administraba
alimentos y drogas, como había visto practicarlo con la enferma. Al fin se
impacientó: esa enferma no tragaba nada. Púsole la astilla de punta en la cabeza
y empezó a hundírsela lentamente. El pobre animalito azotaba la tierra con sus
alas destrozadas, retorciendo su cuerpo de gusano: luego empezó a temblar
débilmente, hasta que, al cabo, se quedó muerta. En ese mismo instante se elevó
allá adentro un gran grito, formado de sollozos y gemidos. Julia corrió al agujero
de la cerradura, y vio pasar por el corredor del frente a Juana, la criada vieja, con
las manos en la cabeza, gritando con voz enronquecida y entre lágrimas: "¡ay, que
se ha muerto mi señora!" Julia sintió un terror súbito, sobrenatural, desconocido.

Sus ojos se clavaron asustados en la mariposa muerta por ella, y el pensamiento


de que era la causa de la muerte de la abuela, de que ella la había matado, se
apoderaba irremisiblemente de su ánimo. Oyó que los gritos redoblaban, que se
acercaban a la puerta del jardín. El pánico la invadió, y corrió a esconderse en lo
más enmarañado, bajo una enredadera. Allí se ocultó completamente, tapándose
los oídos para no oír los gritos que venían del interior de la casa. Su corazoncito
temblaba como el de una corza perseguida, sus ojos grandes escrutaban,
espantados, por entre los claros del follaje, reprimiendo medrosa la respiración.
Creyó sentir pasos por allí cerca: sin duda la perseguían. Dióle el corazón un
chapaleo, cerró los ojos como para ocultarse mejor y se volvió un ovillo. Poco a
poco fue abriéndolos con mañita, como si temiese hacer ruido con los párpados.

No veía a nadie. Comenzó entonces a pensar que, si la cogían, lo negaría todo:


diría que ella no había sido. "¡No: yo no fui, yo no fui!", repetía meneando la
cabecita. Y, así diciendo, y mirando hacia el cielo, donde nadaban nubes
blanquísimas y enormes en el azul inmenso, se fue quedando dormida. Cuando, a
la oración, tras larga pesquisa, la hallaron dormida, soñaba que su tía y su mamá
lloraban junto a una mariposa que agonizaba con un chuzo atravesado en la
cabeza. De repente la mariposa se murió, y de su cuerpo oscuro y lanudo salió,
pura y radiosa, su abuela, que fue ascendiendo por el aire hasta ir a recostarse,
como sobre almohadones, en las nubes blanquísimas del cielo. Se recostó en los

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brazos de Juana, la criada vieja. "Yo no fui", gritaba con desesperación. Sólo
cuando su madre la recibió en su regazo, comenzó a tranquilizarse.

***

Todavía se levantaban los pechos con la respiración anhelosa causada por el


último rápido valse, cuando Julia fue a sentarse al piano. "¿Qué ira a tocar?", se
preguntaba Miguel en el rincón en donde había ido a situarse, apartado de todos.
La joven empezó a preludiar. Sus manos leves se deslizaban revolando sobre el
teclado como si acariciasen el silencio, e iban despertando un susurro dulce,
semejante al ruido distante del plácido aguacero que se derrama sobre el bosque.
Miguel sintióse estremecer suavemente el escuchar esos acordes. Decididamente,
Julia quería hechizarlo. Después de la acogida dulce de esa noche, de su
abandono delicioso, venir también con esa música querida a zarandearle el
corazón, a riesgo de reabrir la herida oculta que él llevaba en la mitad del alma y
que, a fuerza de voluntad y de ausencia, principiaba a sentir cicatrizada. Toda la
historia de su amor, silencioso, desconocido para el mundo, iba surgiendo en su
recuerdo a los golpes evocadores de la música.

"Pero, ¿habrá ella adivinado mi amor?", se preguntaba al oír con qué cierto infinito
hería las fibras escondidas de su alma. Aquello era más elocuente, más íntimo
que lo han sido jamás labios humanos. Parecíale que no era el piano lo que las
manos de la joven estrujaban, sino su corazón mismo, fibra a fibra. ¡Ah!, debe de
haber un místico y arcano parentesco entre la música y la palabra soberana que
hizo brotar del caos a la vida los mundos y la luz, y es profundamente humana la
creencia de que cuando todo yazga en el silencio: cuando, como sepulcro
inmenso de la humanidad, surque la tierra los espacios fríos y tenebrosos del
futuro: al retumbar las notas poderosas de la trompeta final, la superficie del globo
se conmueva y arroje a la humanidad de nuevo a la vida, como arroja sus
recuerdos un cerebro adormecido. Tal le sucedía en ese momento a Miguel.
Porque, ¿en qué punto de su memoria dormía la escena que surgía ahora íntegra,
con todos sus detalles, al influjo de la música de Julia?

¡Hacía eso tanto tiempo! … Su prima Elvira le exigió que fuera por ella esa noche
a casa de Julia. Cuando entró, ésta tocaba: sin interrumpirse, volvióse y lo saludó.
Sentóse él en el borde de una silla a darle vueltas al sombrero entre las manos.

-Oye, Elvira: -dijo Julia volviéndose de nuevo- podías ensayar los lanceros con tu
primo.

Y, sin aguardar respuesta, se puso a tocarlos.

-¡A ver! -contestó Elvira levantándose-.

33

Colocáronse de frente y empezaron a danzar, avanzando el uno hacia el otro.
Miguel se sentía cohibido: al llegar cerca a su prima, no supo hacer cortesía y se
enredo en la vuelta: se puso colorado, embarazábalo la vergüenza, y perdió el
compás.

-Es que Elvira no da la vuelta como es -observó Julia, dejando de tocar y viniendo
a ellos-. Vé, toca tú ahora: verás.

Elvira obedeció.

Empezaron los compases. Julia, de frente, el piecillo derecho avanzando sobre el


tapiz en actitud de romper a bailar, se mecía llevando el compás y sonriendo.
Diéronse los primeros pasos. Al llegar cerca a su galán, se inclinó y esperó a que
éste lo hiciera. "Ahora la vuelta", dijo. "Dos pasos de valse", exclamó enlazándole
a él al volver a encontrarse. Miguel estaba encantado. Las figuras iban saliendo
con regularidad. Sentíase feliz: a los pocos momentos le parecía que su amistad
con Julia era cosa antigua.

Así había comenzado esa intimidad fomentada por una temporada en el campo
que vino en seguida, con lecturas en las tardes apacibles, largos paseos,
conversaciones íntimas, en que sus vidas se habían mezclado como las hebras de
una misma urdimbre. Poco después, la separación. Ausentóse él: el egoísmo de
los hombres sus bajezas, los dolores de la vida, la muerte de seres queridos, todo
eso había ido poco a poco reduciendo el círculo de sus afectos, héchole perder el
gusto de vivir. Empezaba a paladear esa soledad que va formando la Providencia
en torno a nuestro corazón al agostar a nuestro lado lo que más amamos, como
para orientarnos hacia otra vida futura y hacernos menos triste el abandono de la
presente.

Vuelto a su tierra hacía pocos días, habíase encontrado extraño en ella: cada cual
vivaqueaba al lado de su hogar para no helarse: otros se morían de frío y de
tristeza, contemplando de lejos el chisporroteo del hogar ajeno. Tan solo Julia era
la misma. La misma tontuela alegre que había caído mala cuando niña porque se
imaginó haber dado muerte a su abuela: la que le enseñara los lanceros en ese
mismo salón: la que en seguido se hizo adorar, y que ahora evocaba para él ese
mundo ya olvidado de las profundidades del recuerdo. La miraba encantado
pasear sus manos por el piano, y la adoraba. Qué bien había hecho en venir.
Cuando entró al salón se quedó frío: no conoció a ninguna de las personas allí
reunidas: pero ella había suplido todo. La madre de la joven lo presentó en
seguida como a un viejo amigo de la casa, y la velada siguió su curso ordinario.

Julia terminó su tocata entre rollos sonoros de acordes estrepitosos. Levantó la


cabeza y lo buscó con los ojos, envolviéndolo en una mirada larga y acariciadora.
En seguida se dirigió a su lado, él se levantó a su paso: ella se apoyó en el brazo
del joven, y comenzaron a pasearse por el salón.

34

-Me ha hecho usted soñar despierto -díjole Miguel.

-¿Cómo así?

-Ahora, cuando usted tocaba, me vi entrando por vez primera a esta casa,
recibiendo de usted una lección de baile… ¡Tiempo feliz ese!

Julia lo miró complacida.

-Creí que ya no recordaba -replicó.

-¡Fue ese un tiempo tan grato! -contestó Miguel, y luego continuó, exaltándose:
puede uno olvidarlo todo: pero lo que nos sucede en la época en que nuestro
corazón inició su despertar a la vida del amor no se olvida nunca, por insignificante
que sea.

Julia sintió bajo su desnuda manecita temblar el brazo del joven.

"¿Pero este pobre Miguel no sabrá que me caso?", pensó. "No debe saberlo.
¿Quién había de decírselo? Su madre murió: Elvira vive lejos. Ninguno de sus
amigos actuales conoció nuestra intimidad de otros días". Y sintiendo una
curiosidad loca por conocer esa pasión que ella había adivinado en otro tiempo,
empezó fríamente a hacer descender la sonda en el alma del joven.

-¡Qué mal amigo es usted! -murmuró-. Conque amaba entonces y, sin embargo,
nada me contó. ¡Y yo que me creía su amiga!

-¿Y para qué había de contárselo? -repuso Miguel emocionado.

-¿Para qué? Francamente ignoro para qué se cuentan esas cosas: pero lo cierto
es que se necesita ser bien frío, bien excéntrico para ocultarlas a sus amigos.

Miguel se detuvo con un movimiento inesperado, su brazo cayó a lo largo del


cuerpo, y la mano de Julia resbaló de él. Esta lo miró medio azorada, comprendió
que había ido demasiado lejos, más allá de lo que le era permitido: pero sentía un
placer acre, un goce cruel, en jugar de esa manera con ese corazón indefenso.
Así es que añadió:

-Veo que jamás me ha tenido usted confianza, y que su amistad ha sido sólo de
nombre.

Miguel sintió el vértigo de casi inconsciencia que acompaña las resoluciones


extremas, y dijo precipitadamente:

-Pues, sepa, Julia, que es a usted a quien he amado siempre…

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Reinó en seguida un silencio largo, embarazoso, durante el cual las miradas
tenían miedo de encontrarse: uno de esos silencios vengadores que son como la
sanción de frases que no debieron jamás haber sido proferidas. Sonó,
afortunadamente, el preludio de un valse.

-Si no llego tarde, ¿tendría usted la amabilidad de concederme esta pieza? -dijo
un caballero, acercándose a Julia.

-Con mucho gusto -contestó ésta enlazándose a él.

Miguel, aturdido, se quedó plantado, mirándola mezclarse y desaparecer entre el


tumulto.

***

Por las ventanas abiertas de la casa de Julia se derramaban a la oscura calle


torrentes de luz y de armonías. A cada instante desembocaban coches resonantes
que se detenían de un golpe al frente del zaguán ancho y luminoso. Abríanse las
portezuelas y descendían caballeros envueltos en largos sobretodos, y damas
elegantes que penetraban, apoyadas en el brazo de aquéllos, a engrosar la
aristocrática muchedumbre que se cruzaba allá adentro, en medio de flores
blanca, mares de luz y flotantes cortinajes. Grupos de curiosos se detenían en
mitad de la calle.

Recostado a la pared de la acerca opuesta, entre la mancha de sombra que


separaba luz que dos ventanas contiguas proyectaban, las manos entre los
bolsillos, y el sombrero de fieltro blando caído sobre los ojos, Miguel miraba todo
eso. ¿Por qué estaba allí? El mismo no lo sabía: ni siquiera se lo había
preguntado. ¡Ah! para ser delicado, para ser correcto, para conservar lo que las
gentes formales llaman tacto social, se necesita cierto grado de ventura: pero
cuando el dolor hiere brutalmente, cuando el dolor hunde hasta el puño su espada
en el corazón indefenso de su víctima, ésta se revuelve cínica, y quisiera arrojar
bocanadas de lodo sobre los dichosos, encontrando hondamente injusto, irritante
en grado altísimo, que los demás puedan ostentarse magnánimos, solamente
porque están libres de cuidados y una gran desgracia no ha pasado como ráfaga
de huracán sobre sus almas, barriendo todas esas vanidades.

Experimentaba un placer amargo en entregarse a sí mismo en el rostro su


desdicha, alegría cruel en vapular con sarcasmo sangriento su conciencia
honrada, sus delicadezas de caballero, su vida pura, por ese dolor inmerecido que
ahora caía sobre él. Lo brutal, lo desvergonzado que duerme en el fondo de todo
ser humano bajo el decoro apacible que engendra el armónico bienestar de que se
disfruta normalmente en la vida, habíase levantado fanfarrón y triunfante, y lo
empujaba a reír de todo lo puro, de todo lo grande, de las delicadezas del corazón
y de las dulces quimeras de la fantasía.

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-La novia -dijeron en los grupos de curiosos, empinándose para mirar hacía
adentro. Miguel miró también. Envuelta en los esbeltos pliegues de su traje de
reina, la negra cabellera tocada con blancos azahares, radiando los ojos grandes
sobre la faz pálida y dulce, cruzó Julia por los cuadros luminosos de las ventanas.

-¡Qué linda está! ¡Álzame para verla! -exclamó una niña de diez años, dirigiéndose
a una criada con quien se había detenido al pasar, levantándose en las puntas de
sus botinas diminutas.

"¡Ah!, ¡la cachorra de pantera!", se dijo Miguel al mirarla. "¡Cómo observa y estudia
para preparar sus caricias! ¿A qué corazón de hombre honrado… ¡de hombre
imbécil!, ¿irá a dar el salto esta chica deliciosa, para clavar en él sus afiladas
uñitas y sus dientecillos blancos, hasta chupar toda su sangre, para después de
harta pisotearlo e ir a enlazar el brazo al de algún vividor, como le está haciendo
en este momento su modelo de allá arriba?"

Se quedó mirando a la chica, que se alojaba por la acera con taconeo airoso y
limpio, dirigiendo a la criada preguntas candorosas.

"Así era ella", se dijo. "Así empecé yo a amarla. Luego se vistió de largo, y cayó el
telón sobre todos esos encantos que dejaba a la vista la niña inocente, y que ya
no habrán de volver a manifestarse sino en las intimidades escondidas del amor…
¡y del amor de otro!"

Luego se inclinó pensativo, y se internó en las tinieblas de la calle. Caminaba sin


rumbo. Hallóse pronto en las afueras de la población. En un costado de la calle
alcanzó a ver sobre el suelo cubierto de charcas, fango y guijarros alisados,
desparramándose como un esputo de luz, la claridad que se escapaba por la
puerta de una tenducha. Se dirigió allá. Llegó al boquete luminoso y miró hacia
adentro. Un vaho tibio y nauseabundo le azotó la cara, pero se zampó
resueltamente.

-¡Eh!, vea dónde pisa cachaquito! -gritó, encarándosele, un hombre negro y


mugriento que estaba del lado de adentro, tras la puerta, retrayendo el pie pisado.
Todas las caras del grupo que trasegaba alcohol junto al mostrador se volvieron a
él, caras ebrias y toscas, de bandidos y de tahúres.

Miguel se abrió paso por entre ellos con alegría brutal, y saltó al mostrador, se
acomodó encima, cruzó las piernas y gritó a la tendera:

-¡A ver! ¡Un trago!

-¿De qué? -dijo está, abarcando con la derecha el cuello de una botella, la
izquierda en la cintura.

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-De aguardiente. ¡Pero más, más, llénelo usted! -decía mientras le iban sirviendo
el líquido en un vaso. Alzóse en seguida y se lo echó al cuerpo de un golpe. Luego
se puso a hacer cajón con los nudillos sobre la tabla del mostrador y a pasear
miradas burlonas y despreciativas por la multitud, en la cual se notaban
movimientos de hostilidad hacía él, ademanes agresivos, voces de amenaza. Un
mulato de ojos audaces, la cara cruzada por una ancha cicatriz, pasó junto él, se
rebujo en la ruana y le metió el hombro con insolencia, diciendo entre dientes:

"Así se estrega pa que blanqué!".

Miguel miró de un modo feroz. Tendió la mano y cogió una botella llena, la llevó a
los labios y empezó a tragar aguardiente. Cuando la hubo agotado, arrojóla sobre
los vasos y las copas que estaban en el otro extremo, los cuales fueron
arrastrados al suelo con fragor. Un murmullo de protesta se elevó de todas las
bocas "No hay cuidado", exclamó Miguel son su misma cínica carcajada,
arrojando a la ventera un grueso billete blanco. Y volviéndose al mulato de la
cicatriz, dióle una palmadita en la espalda y le dijo: "mira, hombre: recoge aquella
guitarra y canta. Cántame una canción de amores. ¡Soy tan feliz!, ¡tan feliz!" Y
continuó su risa extraña. Cerró después los ojos un instante, se comprimió las
sienes con los puños y apretó los dientes. "¡Eh!, ¡acabemos de una vez!",
prorrumpió incorporándose. Y, alzando la mano abierta, cruzó la cara del mulato
con una sonora bofetada.

Un puñal brilló en la crispada diestra de este. Miguel sintió un relámpago frío de


terror y gozo emparamarle el alma: hundióse el puñal en su garganta, un torrente
de sangre tiñó la blanca pechera, dobló la cabeza, vaciló un segundo y cayó de
cara sobre el mostrador.

***

En ese mismo instante dejaba Julia reclinar su sien purísima sobre el pecho de su
marido, mientras se apagaban en la escalera los pasos de los últimos convidados
que se retiraban, y su corazón saltaba con azorada alegría bajo su seno virgen,
sin que la más leve sombra de remordimiento batiera sus alas sobre esas santas y
supremas emociones.

UN CRIMEN

Aquella atmósfera caldeada era un lago de luz móvil, sofocante. Las briznas de los
aleros pajizos de las casas crepitaban y se volvían carrujos abrasados: sobre las
superficies desnudas y áridas de los pedrejones de la rambla en que estaba
edificado el exiguo caserío, reverberaba el calor como un enjambre. Allá, debajo
de ese reguero de peñascos, de muy hondo, ascendía el mugido sordo, cual
huracán lejano, de un torrente que retorcía oprimido por esas enormes piedras
que él mismo quizá, cuando se cavaba su cauce, había arrastrado entre sus olas

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crespas y rugientes. ¡Ay!, asimismo agobia nuestras almas, convertido en
obstáculos y complicaciones cuando ya el raudal de nuestro entusiasmo juvenil
declina, todo eso que fue placer malsano y goces cálidos. Ciñendo por todas
partes el pedregal desnudo y yermo, se extendía el bosque oscuro, por donde
vaga el Magdalena en llanuras inmensas, que se van empinando en comba suave
hasta coordinarse a la mole gigantesca de los Andes de Santander, que
desenvuelven en vaivenes dulces y untuosos las superficies verdes de su
escultura soberana, y alejándose, alejándose blandamente, van a derretir su azul
sobre el azul del cielo.

Claudio Majoca, sentado sobre su ruana hecha un rodete, a la sombra de una


casita de la calle única de la aldea, miraba este paisaje, y tal vez no lo veía. Tal
vez el pobre hombre no tenía ojos sino para mirar el cercado sembrado de cruces
donde reposaba su hija: la criatura dulcísima, silenciosa, de ojos grandes,
meditabundos y tristes sobre su rostro infantil. La había visto crecer pálida,
enfermiza, los ojos febriles siempre abiertos con esa curiosidad dolorosa de los
organismos débiles en los que el sufrimiento despierta precozmente la inteligencia.

Y una mañana, se extinguió la llama débil de esa existencia, sin sacudimientos,


suavemente: sin que él, que no había tenido la vitalidad bastante para infundirle la
vida alegre de los seres sanos que la respiran a todo pulmón, pudiese reanimarla
con su aliento. Y allí mismo, ante ese lecho de muerte, había sentido el pobre
padre la primera crisis de ese mal sombrío que lo mantenía aterrado, y, en medio
de sacudimientos epilépticos, cayó como un cadáver al pie mismo del cadáver de
su hija. ¡Quién le hubiera dicho al pobre hombre que esas dos desgracias horribles
de su vida -la pérdida de su hija y la de su salud- obedecían ambas a ese pequeño
mal de su juventud, adquirido tan alegremente en la bodega de Nare, y que
trabajaba aleve y callado en lo más recóndito de su organismo!

Desde ese día -él, cazador apasionado y famoso- no volvió a cazar. Su escopeta
se corroía de orín en un rincón de su cuarto. En vano le decían los mineros,
cuando regresaban de sus labores, que allá, a la sombra del bosque, erraban en
manadas las tatabras: en vano salían los venados, tímidos, a reventar los tiernos
retoños de las batatillas a la luz moribunda del crepúsculo: en vano veía él mismo,
cuando vagaba distraído, los ojos en el suelo, el rastro sospechoso de tigres
merodeadores grabado sobre la arena húmeda. Nada le sacaba de su indiferencia
mórbida: todo le era igual, y se le veía casi constantemente sentado sobre el
umbral de la casa, mirando hacia ese cementerio que se había tragado a su hija.

De repente se estremeció lleno de horror. Había sentido como un soplo helado


sobre su párpado izquierdo. Era el anuncio del mal terrible. Un dolor fulgurante,
agudísimo, que sacudió hasta las últimas ramificaciones de sus nervios, recorrió
súbito, como una descarga eléctrica, como el golpe de un azote ferrado, toda la
mitad izquierda de su cuerpo: sintió la lengua pesada y rígida como un bocado de
granizo: sus párpados se paralizaron: quedaron inmóviles, extraviados,

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desmesuradamente abiertos a la inmensidad los globos de sus ojos. Luego, a
manera de una tela que se rasga, sintió en el fondo de su cerebro una pequeña
explosión luminosa y sonora, que siguió extendiéndose en hipidos de luz roja,
hasta llenarlo todo: y allá, en el seno de esa lumbre vibrante, empezaron a
cuajarse los contornos de la visión apocalíptica que lo torturaba en los accesos de
su mal, y que en vano trataba de rehacer cuando tornaba a la vida, no obstante el
serle tan conocida, tan familiar en esos mundos anormales del delirio en que se
atascaban los sucios rodajes de su cerebro carcomido por el gálico.

Presentábansele entonces, barajados monstruosamente, los dos episodios que


habían sacudido más hondamente su ser: la muerte de su hija y la cacería de tigre
hecha allí, bajo las cuevas negras que formaba debajo de sí ese reguero de
peñascos sueltos, cuñados unos con otros, que se veía al frente, en las afueras
del caserío.

Entre reflejos de luz vacilante, como los reflejos de muchas hogueras, vio una
multitud inmensa, todo el vecindario, coronando las crestas de los pedrejones.
Debajo, como un huracán en cueva, rechinaba el latir de todos los perros de los
alrededores que luchaban con el tigre. A cada instante un chillido lastimero venía
hasta él. "Ese maldito gato está acabando con los perros".
¿Y Coronel y Clavellina, sus perros queridos? Metíase los dedos a la boca, y
silbaba: " ¡fohí!, ¡fohí!, ¡fohí!"… ¡Nada! ¡Qué iban a oír en medio de esa bulla! Y se
paseaba febril. "¿No hay entre tanta gente un hombre que quiera entrar a
alumbrarme, yo bajo a matar ese gatico?", clamó con rabia, pero como a su pesar,
porque el corazón le dio un vuelco doloroso. Todos se miraron e inclinaron en
silencio la cabeza. "Bajaré solo", dijo con despecho. Y tomando un candil entró en
la cueva. Y comenzó a internarse en ese dédalo negro, en la derecha la escopeta,
la luz en la otra mano: arrastrándose a veces como un reptil entre angosturas
imposibles, irguiéndose otras en salones enormes, cuyos techos altísimos de
bloques sueltos parecían derrocarse sobre su cabeza.

Sintió de repente que le arrebataban el candil de la mano: volvióse y vio a su hija.


"¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Vuélvete afuera!", gritó con angustia. Mas ella, sin
responder, mirándolo con sus ojos grandes, ardorosos de sufrimiento, tomó
adelante, la luz en la mano, aérea y ágil. Deslizábase como una visión, y seguía
él, jadeante, loco de angustia, muerto de fatiga. Ya se oían cerca, muy cerca los
latidos furiosos de los perros. "¡Detente!, ¡detente!, ¡hija del alma!", exclamaba
anonadado… Paróse fulgurado de terror. Allí, al frente, sobre una salida de un
peñasco, tendido sobre el pecho, los ojos en lumbre, el espinazo en arco como un
resorte recogido, estaba el tigre en acecho, esperando el paso de su hija: y ella no
lo había visto. El padre quiso gritar, y murió la voz en su garganta. Ya llegaba junto
al monstruo la hija de su alma: ya el cuerpo de la fiera se inclinaba sobre ella
silencioso y aleve como el peñasco que vacila antes de rodar por la pendiente. El
hombre, loco, en impulso ciego, tendió su escopeta: sonó un disparo, y su hija
cayó con la cabeza abierta… Volvióse la fiera hacia él, lenta, silenciosa.

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Calláronse los perros al estallido: y sentados sobre las patas, lo miraban desde
sus asientos de piedra, como esfinges, mudos, los ojos encendidos. El tigre se
acercaba más cada vez, y él, hipnotizado, no podía moverse. De la voluminosa
cabeza de la fiera partían estremecimientos de onda límpida, que recorrían su
lomo terso y manchado, hasta morir en su trasera grácil: de la armada boca salía
la lengua, plegándose sobre la quijada hirsuta con felino saboreo. Y avanzaba,
avanzaba siempre: con cruelísima lentitud, con calculada pausa, como gozándose
en la horrorosa expectativa de su víctima. Ya llegaba. El desdichado cazador
quiso huir, y se sintió de nuevo paralizado por el espanto. Sopló su cara un vaho
hediondo: la armada boca se abrió sobre su cráneo, y los agudos colmillos
penetraron en él, produciendo un chasquido como de pasta frágil triturada entre
las muelas: sintió unas garras clavarse en sus carnes palpitantes…

Y Claudio Majoca, el pobre enfermo, dando corcovos epilépticos, golpea con la


cabeza y con los miembros rígidos contra el umbral y contra el duro suelo donde
yacía tendido.

Era el momento más terrible de crisis de su mal.

Levantóse, extraviado, loco y diose a correr calle arriba.

En su carrera tropezó con una niña que traía agua, y, agarrándola por las
gargantas de los pies, blandióla en el aire y le estrelló la cabeza contra un
peñasco…

Cuando volvió de ese infierno patológico, se encontró atadas las manos y


arrastrado por el suelo por una multitud airada e ignorante que lo miraba hosca, y
lo llamaba asesino.

CORAZÓN DE MUJER

La abuelita, anciana, se moría. Las personas mayores, pálidas por el insomnio,


preocupadas y tristes, se deslizaban silenciosas por los corredores y aposentos
del caserón de la familia. En los rostros se pintaba el recogimiento doloroso, el
soplo frío que encoge el corazón cuando se contempla de cerca ese negro agujero
de la muerte que se entreabre para tragarse un ser querido.

Julia, la nietecilla de seis años, vagaba, abriendo sus grandes ojos llenos de
curiosidad a esa escena, nueva completamente para ella y que apenas entendía.

Por la mañana, después de que hubo salido el viático, a cuyo paso deshojara
flores, había visto entrar, lentamente, avanzando con su vuelo incierto, vacilante,
de copo que el viento lleva y mece, una mariposa negra y grande, que recorrió los
corredores y fue a posarse sobre el dintel del aposento en que la anciana
agonizaba. Al entrar una tía suya, nerviosa y debilitada por las vigilias y el dolor, al

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cuarto de la enferma, distinguió la mancha oscura de la mariposa que se
destacaba sobre lo blanco de la pared. La pobre señora, herida por
presentimientos angustiosos, llevóse las manos a los ojos para cubrírselos, y
entróse precipitadamente, dejándose caer sobre un sofá del interior, en donde
Julia la viera desde entonces, escondida la cabeza entre los brazos, vuelta un lío
de ropas que se adivinaba cubrían a una persona porque a cada momento se
agitaban con hipidos de sollozos.

Entró también la niña al aposento de la agonizante. Levantada sobre muchas


almohadas, vio su cara pálida con perfiles de agonía, sus manos flacas que
reposaban en el hundido crucifijo sobre el cual los dedos se agitaban convulsos,
único movimiento de ese cuerpo inerte. Llena de curiosidad, acercóse a la cama,
y, prendida de las almohadas, se empinó hasta poner su rostro casi sobre el de la
abuelita. Sintió en ese instante que un brazo pasaba alrededor de su cuello, que
su rostro era atraído hacia otro rostro, que su mejilla tocaba otra mejilla
humedecida por lágrimas calientes: adivinó, sin verla, que quien así la abrazaba
era su madre, que velaba día y noche al borde del lecho de la anciana y a quien
no había visto arrimar, a causa de la semioscuridad del aposento. A un cambio de
tono en el estertor de la moribunda, su madre la dejó libre, para sacudir a la
cabecera del lecho.

Julia salió al corredor. Aún estaba en el dintel la mariposa. Sobre un sillón vio un
chal abandonado, recogiólo y lo disparó sobre el bicho. Este, cogido debajo, cayó
dando atontadas palpitaciones anhelantes con las alas. La niña se arrodilló en el
suelo, y con azorada alegría, temblándole las manitas, agarróla de las
extremidades de las alas, se incorporó y púsose a observarla y a soplarle el
lanudo buchecito, para empezar en seguida a pasearse por toda la casa,
llevándola así cogida. De golpe se tropezó con su tía, la que sollozaba en el sofá:
la cual se incorporó sobrecogida, y al ver el para ella pavoroso animal en manos
de la niña, no pudo contenerse y dio un grito. Acudieron todos. El papá, que
conversaba en voz baja por allí cerca con otros caballeros, vino también, levantó a
la niña en brazos, llevóla al jardín, púsola en el suelo y se volvió en silencio,
cerrando tras sí la puerta. Echóse Julia a llorar, llena de despecho. En una mano
tenía un pedazo roto de una ala: en la otra, la mariposa, pegada del muñón del ala
opuesta. La arrojó al suelo con ira, y se tumbó en el césped a llorar inconsolable.
Pero pronto cambió de humor y se entregó a un vivo monólogo, del cual resultó
que la mariposa era la abuelita moribunda, y que ella la cuidaba y le encomendaba
el ánima. Con una astilla de madera, que ella decía ser una cuchara, le
administraba alimentos y drogas, como había visto practicarlo con la enferma. Al
fin se impacientó: esa enferma no tragaba nada. Púsole la astilla de punta en la
cabeza y empezó a hundírsela lentamente. El pobre animalito azotaba la tierra con
sus alas destrozadas, retorciendo su cuerpo de gusano: luego empezó a temblar
débilmente, hasta que, al cabo, se quedó muerta. En ese mismo instante se elevó
allá adentro un gran grito, formado de sollozos y gemidos. Julia corrió al agujero
de la cerradura, y vio pasar por el corredor del frente a Juana, la criada vieja, con

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las manos en la cabeza, gritando con voz enronquecida y entre lágrimas: "¡ay, que
se ha muerto mi señora!" Julia sintió un terror súbito, sobrenatural, desconocido.
Sus ojos se clavaron asustados en la mariposa muerta por ella, y el pensamiento
de que era la causa de la muerte de la abuela, de que ella la había matado, se
apoderaba irremisiblemente de su ánimo. Oyó que los gritos redoblaban, que se
acercaban a la puerta del jardín. El pánico la invadió, y corrió a esconderse en lo
más enmarañado, bajo una enredadera. Allí se ocultó completamente, tapándose
los oídos para no oír los gritos que venían del interior de la casa. Su corazoncito
temblaba como el de una corza perseguida, sus ojos grandes escrutaban,
espantados, por entre los claros del follaje, reprimiendo medrosa la respiración.
Creyó sentir pasos por allí cerca: sin duda la perseguían. Dióle el corazón un
chapaleo, cerró los ojos como para ocultarse mejor y se volvió un ovillo. Poco a
poco fue abriéndolos con mañita, como si temiese hacer ruido con los párpados.
No veía a nadie. Comenzó entonces a pensar que, si la cogían, lo negaría todo:
diría que ella no había sido. "¡No: yo no fui, yo no fui!", repetía meneando la
cabecita. Y, así diciendo, y mirando hacia el cielo, donde nadaban nubes
blanquísimas y enormes en el azul inmenso, se fue quedando dormida. Cuando, a
la oración, tras larga pesquisa, la hallaron dormida, soñaba que su tía y su mamá
lloraban junto a una mariposa que agonizaba con un chuzo atravesado en la
cabeza. De repente la mariposa se murió, y de su cuerpo oscuro y lanudo salió,
pura y radiosa, su abuela, que fue ascendiendo por el aire hasta ir a recostarse,
como sobre almohadones, en las nubes blanquísimas del cielo. Se recostó en los
brazos de Juana, la criada vieja. "Yo no fui", gritaba con desesperación. Sólo
cuando su madre la recibió en su regazo, comenzó a tranquilizarse.

***

Todavía se levantaban los pechos con la respiración anhelosa causada por el


último rápido valse, cuando Julia fue a sentarse al piano. "¿Qué ira a tocar?", se
preguntaba Miguel en el rincón en donde había ido a situarse, apartado de todos.
La joven empezó a preludiar. Sus manos leves se deslizaban revolando sobre el
teclado como si acariciasen el silencio, e iban despertando un susurro dulce,
semejante al ruido distante del plácido aguacero que se derrama sobre el bosque.
Miguel sintióse estremecer suavemente el escuchar esos acordes. Decididamente,
Julia quería hechizarlo. Después de la acogida dulce de esa noche, de su
abandono delicioso, venir también con esa música querida a zarandearle el
corazón, a riesgo de reabrir la herida oculta que él llevaba en la mitad del alma y
que, a fuerza de voluntad y de ausencia, principiaba a sentir cicatrizada. Toda la
historia de su amor, silencioso, desconocido para el mundo, iba surgiendo en su
recuerdo a los golpes evocadores de la música. "Pero, ¿habrá ella adivinado mi
amor?", se preguntaba al oír con qué cierto infinito hería las fibras escondidas de
su alma. Aquello era más elocuente, más íntimo que lo han sido jamás labios
humanos. Parecíale que no era el piano lo que las manos de la joven estrujaban,
sino su corazón mismo, fibra a fibra. ¡Ah!, debe de haber un místico y arcano
parentesco entre la música y la palabra soberana que hizo brotar del caos a la

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vida los mundos y la luz, y es profundamente humana la creencia de que cuando
todo yazga en el silencio: cuando, como sepulcro inmenso de la humanidad,
surque la tierra los espacios fríos y tenebrosos del futuro: al retumbar las notas
poderosas de la trompeta final, la superficie del globo se conmueva y arroje a la
humanidad de nuevo a la vida, como arroja sus recuerdos un cerebro adormecido.
Tal le sucedía en ese momento a Miguel. Porque, ¿en qué punto de su memoria
dormía la escena que surgía ahora íntegra, con todos sus detalles, al influjo de la
música de Julia?

¡Hacía eso tanto tiempo! … Su prima Elvira le exigió que fuera por ella esa noche
a casa de Julia. Cuando entró, ésta tocaba: sin interrumpirse, volvióse y lo saludó.
Sentóse él en el borde de una silla a darle vueltas al sombrero entre las manos.

-Oye, Elvira: -dijo Julia volviéndose de nuevo- podías ensayar los lanceros con tu
primo.

Y, sin aguardar respuesta, se puso a tocarlos.

-¡A ver! -contestó Elvira levantándose-.

Colocáronse de frente y empezaron a danzar, avanzando el uno hacia el otro.


Miguel se sentía cohibido: al llegar cerca a su prima, no supo hacer cortesía y se
enredo en la vuelta: se puso colorado, embarazábalo la vergüenza, y perdió el
compás.

-Es que Elvira no da la vuelta como es -observó Julia, dejando de tocar y viniendo
a ellos-. Vé, toca tú ahora: verás.

Elvira obedeció.

Empezaron los compases. Julia, de frente, el piecillo derecho avanzando sobre el


tapiz en actitud de romper a bailar, se mecía llevando el compás y sonriendo.
Diéronse los primeros pasos. Al llegar cerca a su galán, se inclinó y esperó a que
éste lo hiciera. "Ahora la vuelta", dijo. "Dos pasos de valse", exclamó enlazándole
a él al volver a encontrarse. Miguel estaba encantado. Las figuras iban saliendo
con regularidad. Sentíase feliz: a los pocos momentos le parecía que su amistad
con Julia era cosa antigua.

Así había comenzado esa intimidad fomentada por una temporada en el campo
que vino en seguida, con lecturas en las tardes apacibles, largos paseos,
conversaciones íntimas, en que sus vidas se habían mezclado como las hebras de
una misma urdimbre. Poco después, la separación. Ausentóse él: el egoísmo de
los hombres sus bajezas, los dolores de la vida, la muerte de seres queridos, todo
eso había ido poco a poco reduciendo el círculo de sus afectos, héchole perder el
gusto de vivir. Empezaba a paladear esa soledad que va formando la Providencia

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en torno a nuestro corazón al agostar a nuestro lado lo que más amamos, como
para orientarnos hacia otra vida futura y hacernos menos triste el abandono de la
presente. Vuelto a su tierra hacía pocos días, habíase encontrado extraño en ella:
cada cual vivaqueaba al lado de su hogar para no helarse: otros se morían de frío
y de tristeza, contemplando de lejos el chisporroteo del hogar ajeno. Tan solo Julia
era la misma. La misma tontuela alegre que había caído mala cuando niña porque
se imaginó haber dado muerte a su abuela: la que le enseñara los lanceros en ese
mismo salón: la que en seguido se hizo adorar, y que ahora evocaba para él ese
mundo ya olvidado de las profundidades del recuerdo. La miraba encantado
pasear sus manos por el piano, y la adoraba. Qué bien había hecho en venir.
Cuando entró al salón se quedó frío: no conoció a ninguna de las personas allí
reunidas: pero ella había suplido todo. La madre de la joven lo presentó en
seguida como a un viejo amigo de la casa, y la velada siguió su curso ordinario.

Julia terminó su tocata entre rollos sonoros de acordes estrepitosos. Levantó la


cabeza y lo buscó con los ojos, envolviéndolo en una mirada larga y acariciadora.
En seguida se dirigió a su lado, él se levantó a su paso: ella se apoyó en el brazo
del joven, y comenzaron a pasearse por el salón.

-Me ha hecho usted soñar despierto -díjole Miguel.

-¿Cómo así?

-Ahora, cuando usted tocaba, me vi entrando por vez primera a esta casa,
recibiendo de usted una lección de baile… ¡Tiempo feliz ese!

Julia lo miró complacida.

-Creí que ya no recordaba -replicó.

-¡Fue ese un tiempo tan grato! -contestó Miguel, y luego continuó, exaltándose:
puede uno olvidarlo todo: pero lo que nos sucede en la época en que nuestro
corazón inició su despertar a la vida del amor no se olvida nunca, por insignificante
que sea.

Julia sintió bajo su desnuda manecita temblar el brazo del joven.

"¿Pero este pobre Miguel no sabrá que me caso?", pensó. "No debe saberlo.
¿Quién había de decírselo? Su madre murió: Elvira vive lejos. Ninguno de sus
amigos actuales conoció nuestra intimidad de otros días". Y sintiendo una
curiosidad loca por conocer esa pasión que ella había adivinado en otro tiempo,
empezó fríamente a hacer descender la sonda en el alma del joven.

-¡Qué mal amigo es usted! -murmuró-. Conque amaba entonces y, sin embargo,
nada me contó. ¡Y yo que me creía su amiga!

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-¿Y para qué había de contárselo? -repuso Miguel emocionado.

-¿Para qué? Francamente ignoro para qué se cuentan esas cosas: pero lo cierto
es que se necesita ser bien frío, bien excéntrico para ocultarlas a sus amigos.

Miguel se detuvo con un movimiento inesperado, su brazo cayó a lo largo del


cuerpo, y la mano de Julia resbaló de él. Esta lo miró medio azorada, comprendió
que había ido demasiado lejos, más allá de lo que le era permitido: pero sentía un
placer acre, un goce cruel, en jugar de esa manera con ese corazón indefenso.
Así es que añadió:

-Veo que jamás me ha tenido usted confianza, y que su amistad ha sido sólo de
nombre.

Miguel sintió el vértigo de casi inconsciencia que acompaña las resoluciones


extremas, y dijo precipitadamente:

-Pues, sepa, Julia, que es a usted a quien he amado siempre…

Reinó en seguida un silencio largo, embarazoso, durante el cual las miradas


tenían miedo de encontrarse: uno de esos silencios vengadores que son como la
sanción de frases que no debieron jamás haber sido proferidas. Sonó,
afortunadamente, el preludio de un valse.

-Si no llego tarde, ¿tendría usted la amabilidad de concederme esta pieza? -dijo
un caballero, acercándose a Julia.

-Con mucho gusto -contestó ésta enlazándose a él.

Miguel, aturdido, se quedó plantado, mirándola mezclarse y desaparecer entre el


tumulto.

***

Por las ventanas abiertas de la casa de Julia se derramaban a la oscura calle


torrentes de luz y de armonías. A cada instante desembocaban coches resonantes
que se detenían de un golpe al frente del zaguán ancho y luminoso. Abríanse las
portezuelas y descendían caballeros envueltos en largos sobretodos, y damas
elegantes que penetraban, apoyadas en el brazo de aquéllos, a engrosar la
aristocrática muchedumbre que se cruzaba allá adentro, en medio de flores
blanca, mares de luz y flotantes cortinajes. Grupos de curiosos se detenían en
mitad de la calle. Recostado a la pared de la acerca opuesta, entre la mancha de
sombra que separaba luz que dos ventanas contiguas proyectaban, las manos
entre los bolsillos, y el sombrero de fieltro blando caído sobre los ojos, Miguel
miraba todo eso. ¿Por qué estaba allí? El mismo no lo sabía: ni siquiera se lo

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había preguntado. ¡Ah! para ser delicado, para ser correcto, para conservar lo que
las gentes formales llaman tacto social, se necesita cierto grado de ventura: pero
cuando el dolor hiere brutalmente, cuando el dolor hunde hasta el puño su espada
en el corazón indefenso de su víctima, ésta se revuelve cínica, y quisiera arrojar
bocanadas de lodo sobre los dichosos, encontrando hondamente injusto, irritante
en grado altísimo, que los demás puedan ostentarse magnánimos, solamente
porque están libres de cuidados y una gran desgracia no ha pasado como ráfaga
de huracán sobre sus almas, barriendo todas esas vanidades.

Experimentaba un placer amargo en entregarse a sí mismo en el rostro su


desdicha, alegría cruel en vapular con sarcasmo sangriento su conciencia
honrada, sus delicadezas de caballero, su vida pura, por ese dolor inmerecido que
ahora caía sobre él. Lo brutal, lo desvergonzado que duerme en el fondo de todo
ser humano bajo el decoro apacible que engendra el armónico bienestar de que se
disfruta normalmente en la vida, habíase levantado fanfarrón y triunfante, y lo
empujaba a reír de todo lo puro, de todo lo grande, de las delicadezas del corazón
y de las dulces quimeras de la fantasía.

-La novia -dijeron en los grupos de curiosos, empinándose para mirar hacía
adentro. Miguel miró también. Envuelta en los esbeltos pliegues de su traje de
reina, la negra cabellera tocada con blancos azahares, radiando los ojos grandes
sobre la faz pálida y dulce, cruzó Julia por los cuadros luminosos de las ventanas.

-¡Qué linda está! ¡Álzame para verla! -exclamó una niña de diez años, dirigiéndose
a una criada con quien se había detenido al pasar, levantándose en las puntas de
sus botinas diminutas.

"¡Ah!, ¡la cachorra de pantera!", se dijo Miguel al mirarla. "¡Cómo observa y estudia
para preparar sus caricias! ¿A qué corazón de hombre honrado… ¡de hombre
imbécil!, ¿irá a dar el salto esta chica deliciosa, para clavar en él sus afiladas
uñitas y sus dientecillos blancos, hasta chupar toda su sangre, para después de
harta pisotearlo e ir a enlazar el brazo al de algún vividor, como le está haciendo
en este momento su modelo de allá arriba?"

Se quedó mirando a la chica, que se alojaba por la acera con taconeo airoso y
limpio, dirigiendo a la criada preguntas candorosas.

"Así era ella", se dijo. "Así empecé yo a amarla. Luego se vistió de largo, y cayó el
telón sobre todos esos encantos que dejaba a la vista la niña inocente, y que ya
no habrán de volver a manifestarse sino en las intimidades escondidas del amor…
¡y del amor de otro!"

Luego se inclinó pensativo, y se internó en las tinieblas de la calle. Caminaba sin


rumbo. Hallóse pronto en las afueras de la población. En un costado de la calle
alcanzó a ver sobre el suelo cubierto de charcas, fango y guijarros alisados,

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desparramándose como un esputo de luz, la claridad que se escapaba por la
puerta de una tenducha. Se dirigió allá. Llegó al boquete luminoso y miró hacia
adentro. Un vaho tibio y nauseabundo le azotó la cara, pero se zampó
resueltamente.

-¡Eh!, vea dónde pisa cachaquito! -gritó, encarándosele, un hombre negro y


mugriento que estaba del lado de adentro, tras la puerta, retrayendo el pie pisado.
Todas las caras del grupo que trasegaba alcohol junto al mostrador se volvieron a
él, caras ebrias y toscas, de bandidos y de tahúres.

Miguel se abrió paso por entre ellos con alegría brutal, y saltó al mostrador, se
acomodó encima, cruzó las piernas y gritó a la tendera:

-¡A ver! ¡Un trago!

-¿De qué? -dijo está, abarcando con la derecha el cuello de una botella, la
izquierda en la cintura.

-De aguardiente. ¡Pero más, más, llénelo usted! -decía mientras le iban sirviendo
el líquido en un vaso. Alzóse en seguida y se lo echó al cuerpo de un golpe. Luego
se puso a hacer cajón con los nudillos sobre la tabla del mostrador y a pasear
miradas burlonas y despreciativas por la multitud, en la cual se notaban
movimientos de hostilidad hacía él, ademanes agresivos, voces de amenaza. Un
mulato de ojos audaces, la cara cruzada por una ancha cicatriz, pasó junto él, se
rebujo en la ruana y le metió el hombro con insolencia, diciendo entre dientes:

"Así se estrega pa que blanqué!".

Miguel miró de un modo feroz. Tendió la mano y cogió una botella llena, la llevó a
los labios y empezó a tragar aguardiente. Cuando la hubo agotado, arrojóla sobre
los vasos y las copas que estaban en el otro extremo, los cuales fueron
arrastrados al suelo con fragor. Un murmullo de protesta se elevó de todas las
bocas "No hay cuidado", exclamó Miguel son su misma cínica carcajada,
arrojando a la ventera un grueso billete blanco. Y volviéndose al mulato de la
cicatriz, dióle una palmadita en la espalda y le dijo: "mira, hombre: recoge aquella
guitarra y canta. Cántame una canción de amores. ¡Soy tan feliz!, ¡tan feliz!" Y
continuó su risa extraña. Cerró después los ojos un instante, se comprimió las
sienes con los puños y apretó los dientes. "¡Eh!, ¡acabemos de una vez!",
prorrumpió incorporándose. Y, alzando la mano abierta, cruzó la cara del mulato
con una sonora bofetada.

Un puñal brilló en la crispada diestra de este. Miguel sintió un relámpago frío de


terror y gozo emparamarle el alma: hundióse el puñal en su garganta, un torrente
de sangre tiñó la blanca pechera, dobló la cabeza, vaciló un segundo y cayó de
cara sobre el mostrador.

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***

En ese mismo instante dejaba Julia reclinar su sien purísima sobre el pecho de su
marido, mientras se apagaban en la escalera los pasos de los últimos convidados
que se retiraban, y su corazón saltaba con azorada alegría bajo su seno virgen,
sin que la más leve sombra de remordimiento batiera sus alas sobre esas santas y
supremas emociones.

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EL ALCALDE DE RIOLIMPIO
Efe Gómez
Primero me arrancaban la mano -dijo la vieja Chana-. Y apretaba la diestra en que
empuñaba el billete del banco, hasta tornar, por el esfuerzo, blancos los nudillos
de la mano, mientras Jenaro, el comisario, forcejeaba por abrírsela.

-Déjala, Jenaro; deja eso -dijo el secretario, levantando la cabeza de los papeles
donde escribía, y paseando por el despacho la mirada turbia de sus ojillos garetas.

Y dirigiéndose a Jenaro:

-Asómate a ver si el señor alcalde viene ya.

-Allá viene cuesta arriba -dijo desde la puerta Jenaro, asomándose.

Reinó silencio unos instantes.

-¡Ay, señor! -exclamó el alcalde, entrando-. Sube uno aquí con la lengua de
corbata.

Y resollando grueso, se dejó caer en un taburete.

-¿A ver qué es lo que pasa? -dijo cuando se hubo serenado.

-Que esta vieja Santoslarga... -exclamó la Chana.

-Que esta maldita... -clamó Santoslarga.

-¡Ladrona!

-¡Alcahueta!

-Silencio, apreciabilísimas damas -interrumpió el alcalde-. Habla tú, Jenaro.

-La cosa fue -dijo Jenaro- que una señora que iba de paso dio de limosna a estas
viejas...

-¡La tuya!

-¡Mugroso!

-Silencio, o las hago poner en el cepo.

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-... dio la limosna a estas "apreciabilísimas damas" un billete de a peso. La Chana,
que lo recibió, lo empuñó y dice que a ella sola se lo dieron. La Santoslarga dice
que fue a las dos. Y se han tirado del pelo, y se han arañado, y se han dicho
bellezas. Y aquí las traigo. Tienen el pueblo en guerra.

El alcalde se pasea meditabundo. Deteniéndose ante las viejas:

-Presta acá el billete, Chana.

La vieja le mira perpleja; duda, se revuelve en el asiento; y abre, al fin, la mano.


Toma el alcalde el billete y continúa paseándose. Y deteniéndose ante las viejas
asombradas, parte el billete en dos.

-Toma tú -dijo a la Chana, dándole la mitad.

-Toma tú -dijo a la Santoslarga, dándole la otra mitad.

Las viejas recibieron su porción y se miraron. Salieron cabizbajas, una en pos de


otra. Adelante, la Santoslarga, la Chana detrás. Al cabo de ir calle abajo, la
Santoslarga se volvió a mirar a la Chana. Sonrió ésta; se juntaron. Y entraron
juntas a la tienda de la turca Zoraida.

-Préstenos el frasco con la goma, doña Zoraida -dijeron a un mismo tiempo.

Unidas las cabezas, sonrientes ya, se pusieron a pegar las dos porciones del
billete.

Deme a mí, Zoraidita, un trago de aguardiente -dijo la Santoslarga, permitiendo


entrambas que la turca tomara de encima del mostrador el billete.

-A mí me da cinco centavos de panela de coco y cinco de pandequeso.

-Y nos vuelve cuarenta centavos a cada una...

-Mírelas usted. Están amigas ya. Es usted un Salomón, señor alcalde -dijo el
secretario.

Los dos pasaban en ese preciso momento por enfrente a la tienda. El alcalde con
un aguacate a la diestra y el bastón en la izquierda; el secretario jugando a dos
manos con una llave (la del despacho) del tamaño de una barra de grillos.

El alcalde callaba.

-Sí señor; un Salomón -continuó el secretario.

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-¡Hum! Hice coincidir sus intereses un momento. Eso fue todo. Es lo solo que une
a los humanos. Pero cuando acaben con el billete, volverán a reñir esas viejas.

¡La ideología son vacas!

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EL PAISANO ALVAREZ GAVIRIA
Efe Gómez
Tas, tas… tas, tas…tas, tas… resonaba el trotar de mi macho Mojojoy en el
silencio de las calles solitarias.

Desemboqué en la plaza. Una plaza engramada, enorme: una plaza sin pueblo,
como definiera un arriero envigadeño el caserío ese.

Eché pie a tierra. Quité el freno a Mojojoy para que paciera a sus anchas, y me
tendí en la grama, cuan largo, a la sombra de una ceiba.

Llovía fuego. Insectos, aves, hombres, callaban guarecidos en la sombra. A la


orilla de los grandes ríos de los trópicos el sopor meridiano es más hondo que el
de la medianoche.

Por el tronco de la ceiba, una avispa enorme ascendía arrastrando una araña, a
quien con estocada magistral, paralizara de antemano.

Con vuelo aleve, silencioso, como el andar de los gatos cuando cazan, vuela un
gavilán del ramaje de la ceiba que me da su sombra al de otra que se eleve como
veinte metros de distancia. De la cual surgen, volando con estrépito, dos mirlos.
Saltan de una rama en otra, pían, gimen, dolientes, lastimeros.

…¡Ah!, su nido, ha sido robado. Allá se alza, volando siniestro, el gavilán. Los
pichones penden de su pico y de sus garras. Y los mirlos pían, gritan, lloran.

-El universo -pienso- está admirablemente calculado para que los fuertes devoren
a los débiles. La supervivencia de estos, reposa sólo en su capacidad inmensa de
reproducción. Están ellos más cercanos a la especia, están adheridos a la
especie. Brotan de las nupcias fatales, lamentables, del amor y del dolor, viviendo
siempre en desgarradora promiscuidad con la vida y con la muerte, fugaces,
desamparados, dulces.

¿Por qué acude a mi memoria, pensando en estas cosas, el recuerde de mis


amigos muertos: el recuerdo de los más selectos de entre mis amigos vivos: el
recuerdo de los seres distantes, que son toda mi vida?

Pienso, luego, por contraste, en mis acreedores, en los hombres y en las hembras
fuertes, implacables, duros, crueles.

Abro los ojos al paisaje rodeante. Miro, escruto… Allá por la acera de la izquierda,
veo una puerta que se va entreabriendo… Y asomando, cautelosa, una cabeza.
Me alzo de la grama y, presuroso, voy allá.

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-Buenas tardes.

-Buenas tardes paisano…

Y, simpático, quien a mi saludo contestara:

-Prosiga usted, añade, abriendo de par en par la puerta. La cual lo era de una
tienda. Me zampo, y, de un salto, me acomodo sobre el mostrador. Mientras, mi
huésped abre cuan anchas, puertas… puertas… Por las del fondo se cuela un
golpe toda la claridad exterior. Vense a través de ellas, cultivos, pastales,
arboledas. Más allá la selva, la selva interminable, espléndida, inundada de sol y
de misterio, y cuyos tonos van cambiando, van viajando hacia el azul del cielo
hasta fundirse en él.

-Qué cosa más espléndida, exclamo arrobado.

-Sí, este pueblo es muy bonito paisano… y muy amañador… ¡Y lo sosegao!,


paisano. ¡Y lo sosegao!

Me quedo mirando a mi interlocutor. Es un mozo alto, blanco, bien trabado, de


ojos espléndidos, de cara inteligente, audaz.

-¿Y el señor es…?

-Antioqueño, de Medellín, del puro plan de la villa… Alonso Alvarez Gaviria, para
servir a usted… Nací en la Quebrada Arriba entre el Puente de Mejía y el Puente
de La Toma.

-¿Y trabaja aquí desde…?

-Desde que vine. Soy el único que trabaja aquí. Me lo trabajo todo: soy el alcalde,
la Sociedad de Mejoras Públicas, la Liga Patriótica de Antioquia por Colombia, el
Concejo Municipal, la Prensa Unida, el Cuerpo de Bomberos, la Banda Marcial, la
Escuela de Música, el Instituto de Bellas Artes… ¿Una cervecita? -díjome
vaciando una botella de cerveza Zapa legítima, en un vaso enorme, en cuyo cristal
limpidísimo ardía la luz de todo ese mediodía deslumbrante.

-Gracias.

-¿Qué opina usted del surtido de mi tienda? -dijo, al ver que yo, paseándome por
el interior, el vaso en la mano mientras bebía lentamente, hacía ademán de ir
examinando los objetos de los estantes-. En Medellín no lo hay igual… ¿Qué no? -
dijo cuadrándoseme, al ver que yo, abriendo mucho los ojos, lo miraba
interrogador-. ¿Qué me mira usted con esos ojos? ¿Cree que son cañas? No
solamente no hay en Medellín un surtido igual sino que no lo conseguirían

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semejante reuniendo en un solo, el Almacén Británico, la Droguería Restrepo y
Peláez, el almacén de don Alejandro Echavarría, La Bastilla, la Cacharrería
Mundial, el almacén de abarrote de los Piedrahitas, el almacén de la Buena
Prensa… Así es paisano, así es. Usted no sabe de esas cosas. Esté seguro de
que así es.

-¿Y en un pueblecito como este para qué un surtido semejante?

-¿Que para qué? Mire usted -dijo sacándome a la puerta del fondo y tendiendo la
diestra-. Bajo esa selva, invisibles, dispersos, hay más de siete mil negros
sacando oro en los cauces de los ríos, en los aluviones de sus orillas, en los
aventaderos y en los cerros: extrayendo caucho, chicle, tagua… Pues bien, esos
siete u ocho mil negros trabajan para mí, exclusivamente para mí.

-¿Para usted?

-Para mí.

-En Colombia no hay esclavos.

-No diga pendejadas paisano. Esclavos hay en todas partes. En todas partes el
pobre es esclavo del rico, del poderoso.

-De manera -dije- que el paisano es un poderoso de la tierra.

Se quedó mirándome receloso.

-Mire paisano -contestó-. No me ponga cebo. No se me haga el bobo. No se me


quiera montar. Usted sabrá más que yo, pero yo soy más perro que usted.

Nos miramos a los ojos fijamente, observándonos, y rompimos enseguida a reír. Y


desde ese instante éramos dos paisanos, dos camaradas, dos maiceros perdidos
en la selva.

-Bueno paisano: así sí -dijo sirviendo sendas botellas de cerveza. Y luego de


paladear el primer sorbo:

-Viera usted, paisano, en los eneros y en los julios, cuando el verano merma las
aguas de los ríos y permite a los mineros trabajar los cauces, y no caen aguaceros
que laven de los troncos la goma de los perillos y los cauchos, cómo se cuaja este
puerto de canoas, cómo hormiguean estas calles y estas plazas de negros y de
negras… Y con qué trapaos de oro, y con qué cargamentos de goma y de tagua…
Y salimos a recibirlos mi mujer y yo. Ella se encarga de las negras. Les corta las
melenas, secas como yesca, a lo garçon: les mete las piernas y las patas negras
en medias de seda de color de carnes blancas, tiernas: las enguanta todas: les

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zampa el busto y las caderas en uno de esos chalecos con que salen ahora las
señoras a la calle, porque las señoras salen ahora en puro chaleco, paisano: las
encarama en zapatillas de veinte centímetros de tacón: les mete en la cabeza
unos sombreritos que parecen tarralíes boca abajo: las unta de colorete, las
empolva, las perfuma y las cuelga del brazo de los negros a quienes yo he puesto
un traje de ceremonia con los smokings y los fracs que me vienen por
cargamentos de las prenderías de Bogotá… ¡Y a bailar! Debajo de aquella ceiba
les instalo una pianola. ¡Cómo bailan, paisano! Secan la yerba de la plaza: hunden
el piso: tuercen los tacones: se mascan las medias… y bailan, bailan, bailan.
Bailan y fuman, y beben. Se beben todo lo que hay: el whisky, el brandy, el
aguardiente, el vino, el petróleo, el aceite, las tinturas medicinales… Se fuman
hasta las garras tiesas y hediondas en donde viene empacado el tabaco de Santa
Bárbara y de Palmira… Y el orito de los trapos va pasando a mi caja… Y el dinero
que les di en cambio, va pasando a mi caja… Y los cargamentos de caucho y
chicle van entrando a mis depósitos…

-Y cuando les ha quitado -interrumpíle- lo que trajeron en oro y otros valores, tiene
usted que darles de beber al fiado… Y, o no le pagan… o pagan parte no más… Y
se pierde el dinero, y se pierde el cliente y… no me diga paisano, esas cuentas no
salen.

-Pues a mí sí me salen, paisano.

-De suerte que me va a decir usted ahora que a los seis mil o más negros a
quienes usted les ha sacado el dinero de su trabajo en cambio de juerga, y que se
despiertan enguayabados, jartos, hediéndoles la vida a cobre, les va a decir muy
fresco, echándose las llaves al bolsillo y dándoles la espalda: hasta luego
muchachos, no les fío, no soben, friéguense… ¡Eh! Conozca paisano. ¡Conozca!

-Y ai verá paisano. Ai verá… Y lo curioso es que después de que los pelo, les sigo
sacando… ¿Y se ríe? ¿Cree que son cañas? No sabe usted con quién zampa.
Mire: cuando ya el dinero se les va acabando le hago una señal al inspector -aquí
todos son míos- y el inspector va cogiendo a los más percudidos, a los más
pobres, y así, blanditos, tambaleándose, los pone en la cárcel. Mire: allí, en aquel
edificio del frente. ¡Tiene un salón! Hasta que no quedan aquí sino los ricos, los
formales. A esos sí los mimo. Los meto a dormir adentro. Cuando vuelven de la
mona, les brego el guayabo, los caldeo con caldos de espinazo de puerco y de
cola de novillos, los refresco con tisanas, les compongo el cuerpo con traguitos de
anisao… Luego van llegando poco a poco, uno a uno, los que estaban en la
cárcel, avergonzados, retraídos, tímidos, silenciosos. Vienen ya en el traje de las
selvas: desnudos, sin más vestido que un pañuelo de yerbas en la cintura, y un
sombrero de caña de anchas alas en la cabeza. Me llaman a palabra con mucho
misterio. Y cogiendo el lío que traen debajo del brazo con el frac y las otras
prendas de sus vestimentas de etiqueta, me proponen que se los empeñe, en
cambio de unos centavos para volverse a las selvas y de un trago con qué calmar.

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-¡Exactamente lo que pasa en los centros civilizados!

-¡No le digo, paisano! Si yo al fin civilizo a estos negros.

-Tiene razón el paisano: al fin los civiliza. Es el método usado por los civilizadores:
robar, corromper, envenenar…

-Mírelos, paisano, allá vienen por media plaza -interrumpió el paisano saliendo
presuroso.

Salí tras él.

-Son -continuó-, mi mujer y mi muchacho, la parentela que vive con nosotros y los
negros que nos sirven… Me habían dejado solo desde esta mañana. Estaban
visitando a unos compadres.

-¿Qué tal? -preguntó a los que venían-. ¿Los cuidaron mucho los compadres?

Y alzando al niño en los brazos besándolo:

-Mire, paisano, qué muchacho tan bien jalao… ¡Pero, es que no es gracia
tampoco! Qué le parece: con toda la sangre que tiene este angelito. Por el abuelo
es levantino, griego: por la abuela, maicero, envigadeño… mientras que por los
abuelos paternos, por mí… pues nada menos que de los Alvarez del Pino y los
Gaviria del Cañón… ¡Figúrese la fierita que irá a salir este cachorro!-. Y mirando al
niño, arrobado, diole un beso resonante, unió al niño su rostro viril, barbudo, y le
mordió entrambas mejillas. Espabiló el niño los ojos espléndidos, dio un grito de
protesta y, con ira súbita, con fuerza, las dos manos empuñando las barbas del
padre, apartólo de sí. Quedaron mirándose, y las facciones de entrambos se
encendieron con sonrisa inefable de amor mutuo.

Luego, volviéndose a su esposa:

-Te presento al paisano. Es nuestro huésped.

Y a mí:

-Zoraida de Alvarez Gaviria.

La joven me tendió la mano y puso en mí los ojos en silencio. Unos ojos de esos
que encadenan los destinos de los hombres: que apaciguan los corazones
turbulentos. Quedé un instante aislado del mundo. Y comprendí, sentí que había
un alma de hombre y un hogar feliz para quienes esos ojos eran lo que es el sol al
mundo.

-Le haces arreglar al paisano las piezas que dan a la arboleda.


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Y dirigiéndose a mí:

-Y usted no debe seguirse, paisano. Desde aquí puede estudiar las minas que le
faltan. Con que záfese esas espuelas: no ha de ser usted de peor condición que
su macho, que ya está comiendo en la pesebrera.

-¡Un encanto esos diez días pasados en casa del paisano! -pienso, acodado al
barandal que rodea por este lado los aposentos que me fueron destinados.

Duerme la soledad entre el ambiente blanco de esta noche de plenilunio. Se siente


palpitar la vida intensa de la selva bajo los tules de la bruma. Flotan en el aire
fragancias turbadoras de flores y follajes. Rojos, entre el ambiente alcalino de la
bruma, lucen como chispas los hogares de las cabañas de los mineros, perdidas
en las remotas soledades. Las colinas, que se comban suaves, heridas por la luz
de la luna, son de argento. A su lado los valles profundos son pozos negros de
tinieblas. Más acá los grupos de palmeras fingen precisiones silenciosas de
fantasmas. Aquí, bajo mis ojos, los objetos se relievan misteriosos entre móviles
planos de sombra y de luz blanca. Echadas en el sesteadero las vacadas rumian,
mansas. Se oye reventar yerba a los caballos y a las mulas hundidos hasta el
vientre en los pastales. En el estanque nadan, blancos, los ánades insomnes…
Engañado por la luna canta un gallo: y otro, y otro, y otro le responden… Se alza
de la selva el grito agudo del tigrillo, azote de los gallineros. Se extingue la
clarinada de los gallos, y entre el silencio se oye sólo el redoble del chorro de agua
en el jardín. Miro hacia allá. Los senderos enarenados, barridos, brillan a la luna.
Por donde quiera el orden, la limpieza.

-¿Pero cómo ha hecho el paisano -me pregunto- para plantar en estas soledades
el hogar dulce en donde imperan la paz, la abundancia, la alegría? Porque
estamos en la línea que limita por este lado el sector por donde avanza la
expansión de nuestra raza por el territorio de la Patria. Y lugares como este, son,
en donde quiera que los he visitado, la línea de fuego, como si dijéramos, en que
radica lo más intenso de la lucha. Aquí, el reo prófugo, la mujerzuela, el mozo
reacio a toda disciplina que abandonó el hogar paterno, el tahúr, el pendenciero.
En el equilibrio móvil de la vida de la raza, es este lugar que corresponde a lo más
anormal, a lo más desligado, a lo más explosivo de un pueblo que compacta sus
filas, hierve y vive en el núcleo central de donde irradia. ¡Y qué mano de hierro,
qué prestigio, qué valor, qué tino ha necesitado este valiente para hacer que se le
respete, se le quiera y se le tema! Habíamos dicho que no tenía que manejar más
que negros tímidos. Y yo he podido ver en las excursiones que con él he hecho,
trabajando en sus minas, el ganado más bravo de nuestros centros mineros más
famosos. Y esas gentes no respetan sino lo respetable: el valor, la probidad en los
varones: la virtud clara, sin mancha en las mujeres. Todo lo demás desata,
irrestañables, sus burlas crueles, sus sarcasmos. Y yo he visto las olas de este
agitado mar humano romperse, tenderse mansas, tácitas, en los umbrales del
hogar de esta familia. ¡Y no haber logrado que me cuente la peripecia última del

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éxodo que le arrimó al abrigado puerto! Entre bromas y entre risas, rehuye
siempre relatármela. Es, por otra parte, ésta, una modalidad de nuestra raza. El
antioqueño, oculta siempre tenazmente sus íntimos sentires. Por eso -en otro
orden de actividades- son tan escasos aquí los poetas líricos. Nos falta la
ingenuidad que se necesita para mostrar desnuda el alma: la vanidad adorable
que precisa para creer que pueda interesar a los demás la expresión de nuestros
propios dolores y de nuestras propias alegrías. El poeta de Aures compara la
dicha de la vida a la flor de batatilla que se abre a la sombra y que la luz del sol
marchita. Abel Farina, el gran desdeñoso, cuando canta su dolor ante la vida, ante
el misterio, parece sentir una amargura más desgarradora por la fatalidad que le
obliga, irremediablemente, a exponer las interioridades de su adusto corazón a las
miradas de las gentes, que por el dolor mismo que lo tortura, que lo roe. Y entre
los vivos, nuestro escritor cimero, nuestra más alta gloria literaria, ¡cómo rescata
su ser íntimo! Cómo desconcierta a los hombres de las generaciones nuevas que
se acercan a él para sondear, para bucear, curiosos, en el prismal, extenso y
hondo mar de su cultura. Oyen ellos, de sus labios, las más desconcertantes
paradojas, móvil cortina tras la cual esconde su viejo corazón de oro. Refractario a
la confidencia íntima, la ternura de su alma corre, señera, en recatados cauces,
para fluir luego por los picos de su pluma a las páginas de sus novelas
portentosas…

Las pisadas del paisano, que ascienden la escalera, me arrancan a mis pensares.

-Perdone paisano, que lo haya dejado tanto tiempo solo -dice entrando.

-Pensando estaba en usted, paisano.

-No lo merezco.

-Es decir, pensaba en… diga una cosa… ¿Cuánto tiempo hace que vino aquí, a
esta población, usted, por vez primera?

-Veintitrés años van a cumplirse el nueve del presente.

-Y cuando usted vino -me decían la otra tarde- era dueño de esto, del negocio que
usted explota ahora, su suegro… es decir, el que, corriendo el tiempo, habría de
llegar a ser su suegro.

-Pues sí… pero… cuando yo vine, ya él no estaba.

-Pero si no estaba él aquí cuando usted vino, si había ya muerto, entonces ¿cómo
se explica su amistad con él, cómo se explica? …

-Mire paisano. Usted trueca los frenos, se enreda todo… Tendré que contarle en
orden todo eso… No sé qué empeño tenga usted en ello… No vale la pena.

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-Pues le cojo la palabra -dije tomando asiento.

-Pero mire: si en mi relato resultara mi figura demasiado… cómo le dijera yo…


demasiado solemne… demasiado heroica… porque tal vez yo sea un héroe…

Se acomodó en su asiento, mordió la punta del cigarro, y comenzó:

-Como le decía paisano, yo soy de Medellín. Cuando estalló la guerra grande, la


de los tres años, y se cerró la universidad, yo, que estudiaba en ella, quedé libre.
Y me puse a azotar calles. Y un día, a escondidas de mi madre, me enrolé en un
batallón que salía de campaña. No sabría decir a usted por qué -yo no era el jefe
de operaciones- vino a dar la fuerza en que servía a las Sabanas de Bolívar. En
fin: que en una marcha precipitada, me quedé enfermo de fiebre, en uno de tantos
caseríos -el nombre importa poco- como hay por estos mundos. Cuando volví en
mi de la fiebre, no me preocupé por volver a las filas: me tenía la guerra jarto. Pero
había que vivir. Me puse a vender específicos. Preparé uno, sobre todo,
mezclando tres partes de agua a dos y media partes de agua, que lo curaba todo,
absolutamente todo: compré en una hacienda, a un vaquero, una serpiente sin
colmillos, que me enredaba al cuello cuando hablaba. Y así, encaramado en una
mesa, peroraba. ¡Esa sí era verba, paisano! ¡Esa sí era verba! Así se ponían esas
plazas y esas calles de gente, oyéndome, con la boca abierta, pendientes de mis
labios. Los hipnotizaba, los subyugaba. Los racimos de manos febriles se tendían
a mí para recibir mis frascos milagrosos. Vendía por docenas, por gruesas, por
millares. El agua comenzó a escasear…

Hasta que un día, una tarde, después de haber hablado dos horas, yendo para la
posada, fatigado, en una mano el cajón de la serpiente, en la otra, en una valija, el
saldo de específicos, emparejó conmigo un señor. El cual caminó a mi lado largo
trecho y en silencio.

-Lo he estado oyendo hablar toda la tarde, me dijo sin mirarme, andando
siempre…

-¿Y que tal?

-Se conoce que el señor es antioqueño.

-Muchas gracias.

-Habla usted muy bien.

-Más gracias.

-Pero usted nació para cosas más grandes.

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-Yo creo lo mismo.

-Opino que debe cambiar de ocupación.

-No deseo otra cosa.

-¿Usted sabe callarse?

-Cuando me conviene.

-Así me gusta. Lo espero esta noche en casa.

Y me dio las señas.

Y nos entendimos.

Se trataba de un contrabando que había que recibir en cierto puerto, y había que
hacer llegar aquí, a esta población, a través de guerrillas, de caños, de selvas, de
lagunas.

Nos pusimos en camino.

Mi hombre estaba encantado de mí. De mi don de mando: de mi actividad


infatigable.

Más de cien leguas llevaríamos andadas, cuando una noche… una noche muy
oscura, subíamos un río. El patrón y yo íbamos detrás, dirigiendo la expedición.
Delante iban once canoas cargadas. Porque la cosa era en grande. De repente
sonó un tiro allá… adelante, entre las sombras. Luego otro, y otros.

Habíamos sido descubiertos por la guerrilla.

Di orden de voltear proas, y por la mitad de la corriente, huir río abajo. El tiroteo,
cada vez más intenso, se acercaba. Detuvimos en la orilla nuestra canoa, y ante
nosotros, huyendo río abajo, iban desfilando las canoas que antes iban adelante
río arriba, negras, silenciosas… Una… dos… nueve… once. Detrás de la
undécima botamos la nuestra a la corriente. Yo iba sentado en la popa. El patrón a
mi lado, en pie, escrutaba los fogonazos de los disparos, a cada instante más
lejanos. No se veía gota… Oigo un golpe seco… En seguida el batacazo húmedo
de un cuerpo que cae al agua, al mismo tiempo que los remeros nos gritaban:
¡agáchense patrones! Miro a todos lados. ¡El patrón no estaba! Habíamos pasado
por debajo de un tronco de un árbol tendido sobre la corriente, y fue lanzado al
agua. Era un hombre excelente el patrón. Aquí lo llamaban "El Turco". Según me
contó, era griego, de Atenas. Persona distinguida, que después de una
conspiración abortada en que tomó parte, tuvo que emigrar para salvar la vida.

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Cuando me convencí, al día siguiente, de que el patrón había muerto, me hice
reconocer por jefe. Y a los diez días completos, entraba aquí con el cargamento
íntegro.

-Y dio buenas cuentas, y se casó con la niña heredera del tesoro, y fueron felices,
y en eso me vino yo... -díjele riendo.

-No me crea tan... chiquito, paisano. No olvide que soy un héroe. Y eso que acaba
de decir... eso cualquiera lo hace. En Antioquia no conozco una, una sola persona
que no sea capaz de hacerlo. ¡Dar buenas cuentas! En Antioquia todos estamos
convencidos de que lo único que no se puede hacer son pendejadas. Y la
pendejada más grande que uno puede hacer en la vida es no ser honrado en esos
asuntos. Y continúo paisano. Usted va a ver muy pronto cuando llegue a lo de mi
heroísmo, que yo tal vez sí soy un héroe...

Como le iba contando, llegué aquí con mi cargamento. Y pensé, por le momento,
que todos mis esfuerzos habían sido vanos. Porque no encontré con quién
entenderme. La viuda del patrón no quería oír hablar de negocios; estaba
desolada. ¿Qué iba yo a hacer? Ya pensaba en largarme, cuando una tarde me
envían a llamar de la casa de "El Turco". Y me encuentro con Zoraida, con la hija.
Empezamos a hablar y me quedé pasmado. ¡Qué inteligencia, qué discreción! Me
tomó cuentas de todo, absolutamente de todo, y se hizo cargo de la situación
hasta en los últimos detalles.

-Se ha portado usted como un hombre -me dijo-. Pero su labor apenas comienza.
La mayor parte de este cargamento -añadió- no debe ser realizada aquí. Y exhibió
informes de precios en los diversos mercados del interior.

-Estúdiese esto -me dijo, entregándome un legajo-. Ahí se informará usted del
valor de los fletes, del valor del cambio, de los agentes con quienes tiene que
entenderse. Y arregle viaje para que salga mañana.

Tenía un amo a quién obedecer. ¡Y qué amo! Era una mezcla de adoración, de
amor, de respeto lo que sentí por ella.

Volé a Medellín. Exhibí mis despachos de oficial del ejército. Se me ascendió, se


me mimó. Adquirí salvoconductos amplísimos. Coloqué mis artículos como quise.
Centupliqué el capital. Convertí en barras de oro los valores obtenidos, y di la
vuelta, radiante, feliz.

¡No sabía lo que aquí se me esperaba!

Y era, paisano, que por la situación de la guerra, la más distinguida juventud de


los grandes centros de la república andaba dispersa en los campamentos. Y como
la guerra tocaba a su fin, habían venido a dar a este poblado, aventados por el

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Destino, hasta cinco jóvenes, gentes de verdá, procedentes de las oficialidades de
los ejércitos, dispersos, disueltos, capitulados. Y todos ellos ¡todos!, andaban
locos de amor por Zoraida. Ella atendíalos a todos por igual, discreta, sencilla. Y
había entre todos uno: un bogotano, de educación esmeradísima, que llevaba
dignamente un apellido ilustre en nuestra historia, caballeroso, gallardo... que me
tenía aterrado. Y vino a agravar más la situación, el que uno de los pretendientes,
un costeño, el más fatuo quizá, o el más enamorado, se declaró a la joven. Y
recibió uno nones tan redondos, que no pudo soportar la situación en que
quedara... y se voló.

Nos mirábamos unos a otros recelosos. Nos huíamos. Nos odiábamos. Cómo
sufrí, paisano. Yo que me había acostumbrado a la idea de que esa mujer era mía,
¡mía! verme relegado a segundo plano, eclipsado por gentes socialmente,
económicamente, intelectualmente superiores a mí.

De improviso sacudió la población íntegra una nueva terrible que puso pánico en
todos los corazones, que hizo palidecer de horror a todas las caras: bajando el río
había sido vista una banda de forajidos sin partido político, la hez de todos los
presidios y de todos los campamentos, que a órdenes de un bandido famoso,
venían robando, violando, incendiando, asesinando. Esa noche llegarían al puerto.
Al día siguiente muy temprano, entrarían al pueblo. En mi cabeza fulguró un plan.
Y temblando de gozo, corrí a ponerlo en obra.

Estuve ausente todo el día. Por la tarde volví al pueblo. Fuime a casa de Zoraida.
Todos sus pretendientes estaban allí reunidos.

-Se le esperaba -díjome Zoraida, pálida, serena, poniendo en mí los ojos.

-¿Sabe usted lo que pasa? -preguntóme el bogotano.

-Sé más aún. Sé que dentro de dos o tres horas llegarán al puerto y que mañana
estarán aquí.

-¿Y por qué no esta misma noche?

-Estoy seguro de que no, contestéle desdeñoso.

-¿Qué opina usted que debemos hacer?

-Primero oigamos la opinión de ustedes.

-Claro: debemos, escoltando a estas señoras, echarnos río abajo. Las canoas nos
esperan. Y si no lo hemos hecho es porque Zoraida se ha empeñado en esperarlo
a usted.

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Sentí ímpetus de arrojarme a los pies de ella y besar el polvo que pisaba.

Y con insolencia, sardónico, recalcando las palabras:

-Si a los caballeros les da miedo, pueden irse río abajo. Yo espero aquí.

-¡Miedo! -gritó el bogotano dando a mí dos pasos, crispados los puños, temblando
de ira... -No fuera por estas damas y habría castigado ya tu insolencia.

-O yo la tuya -dije fríamente-. En lances personales -como dice Marañas- no hay


seguridá.

-¿Y es que piensas resistir aquí, baladrón? Pues entiende que mi ordenanza que
los vio, que los contó desde un escondite, dice que son cuatrocientos y tantos,
armados de máuser, y gentes valerosas y aguerridas; ¿cómo esperas tú...?

-Esos son asuntos míos -dije, volviéndole la espalda.

-Pues que este hombre está loco, o es un malhechor -dijo el bogotano- es


necesario salvar de él a estas señoras.

-Caballeros, ayúdenme ustedes a amarrarlo.

Avanzaron sobre mí.

Gané de un salto, la puerta de salida, di un silbido, entraron veinte hombres que


tenía apostados en el zaguán. Y dirigiéndome a quien los mandaba:

-Saque a estos señores de aquí, Maturana. Los hace conducir al puerto de abajo.
Los hace embarcar con orden de navegar toda la noche y mañana todo el día.

Quedamos solos Zoraida y yo.

-¿Y ahora? -me dijo mirándome, con ojos ansiosos, infinitamente bellos.

-A obrar señora.

-¿Cuenta con medios de resistencia?

-Tengo ochenta hombres.

-Pocos son... ¿Y armas?

-Tienen sus machetes. Nos hemos hecho esta tarde una trocha que nos permitirá,
dando un rodeo por la selva, llegar sin ser vistos... Ellos acamparán esta noche en
el puerto. A las tres de la mañana estaremos a quince metros de sus centinelas,

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esperando el momento de caerles. Cogidos de sorpresa, en medio al sueño, en un
combate cuerpo a cuerpo, estoy seguro de aniquilarlos.

-Qué horror... Pero y así... entre las sombras... confundidos entre las sombras los
unos con los otros... ¿no corren el riesgo de degollarse mutuamente?

-Mis negros irán desnudos y palparán antes de herir.

Un estremecimiento visible recorrió su hermoso cuero, y levantándose pálida y


tendiéndome la mano:

-Que la Virgen los proteja, Alonso.

Salí a la plaza. La noche estaba negra.

Surgió un pelotón de entre las sombras.

-Han llegado ya -me dijo el que los mandaba.

-¿Y acamparon en la playa?

-Sí.

-Que se les vigile de cerca. Incesantemente. Que me comuniquen todos sus


movimientos.

Me dirigí al cuartel. Entré. Silencio. Los negros dormían o reposaban. Faroles


puestos en el suelo proyectaban en los muros sus siluetas fantásticas. Me dejé
caer ante una mesa. Las manos hundidas en las palmas, empecé a meditar. Me
levanté en seguida y me puse a pasearme. Estaba nervioso. -¿Qué es lo que he
hecho? -me dije-. ¿Pero podría yo dejar de hacerlo? Antes que dejarme arrebatar
a Zoraida... ¡todo! Lo más cuerdo, indudablemente, era tomar el partido de huir: lo
que mis rivales aconsejaban. Pero continuar la lucha con ellos... Seguir en esta
incertidumbre, en estos celos feroces...

Continué paseándome.

-Indudablemente yo estoy loco... ¡Es una locura! Porque supongamos... tantas


cosas. Supongamos que una avanzada nos descubra... Que un centinela da la voz
de alarma... Porque la sola probabilidad de éxito es una sorpresa que me permita
caer sobre ellos mientras duerman... Pero... ¿y si están acampados de modo que
mientras lucho con una porción de ellos, los otros se aperciben a caer sobre mí?

Me tendí en el suelo, sobre una estera, boca arriba. Cerré los ojos y traté de
dormir... Me iba quedando dormido cuando ¡tran!, brinqué como una pelota de

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caucho. Las manos cruzadas, los ojos anchos de terror, el pelo parado sobre la
frente, me sorprendí a mí mismo cuando hube despertado bien.

Volví a extenderme y a cerrar los ojos. La misma cosa de la vez anterior: el


hombre... El hombre que cuando me iba quedando dormido veía... el hombre que
ví una tarde en los llanos del Tolima, en un lugar en donde se había combatido
tres días antes... Un gallinazo que está asentado sobre él no me le deja ver la
cara. El gallinazo se aparta. Está acabándole de sacar los ojos... Y esa cara
horrible con las cuencas vacías, me miraba... Esta vez me puse en pie de un
salto... Me sobé los ojos... Seguía viendo la maldita cara de cuencas sangrantes,
vacías, por los rincones... por el techo...

Comencé a pasearme... a pasearme... Sentí un temblorcito que me hacía dar


diente con diente... ¿Será frío?...

Y pensaba -yo que he sido siempre un desentendido en estos asuntos- pensaba


¡con ternura!, en mi madrecita, en mis hermanas, en un sobrinito que había
conocido la última vez que estuve en Medellín... Y se me representó Zoraida...
¡Zoraida! ¡Por ella estoy yo en estas! Porque vamos a ver: si me matan -¡que me
matan!-, ¿para qué la quiero yo?

Y pensé en la escena última. Ella que me vio como a un héroe, que oyó de mis
labios esa frase trágica que la hizo temblar toda, que me oyó decir con entonación
que envidiaría al actor Calvo: "no hay riesgo de que en el asalto que vamos a dar,
entre la sombra, nos degollemos los unos a los otros: mis negros irán desnudos y
palparán antes de herir..." ¡Y palparán antes de herir! ¡El farsante soy yo! Si ella
me viera en este momento tiritando de miedo...

Saqué el reló. Faltaban cinco minutos para las tres. No hay tiempo que perder. Es
preciso dar la orden de marcha...

Y me paseaba, sin osar darla, como un loco, las manos en la cabeza...

Doy un salto. El corazón de aporrea aquí, en la garganta... ¡Una descarga en la


plaza!... Gritos, tropel, vivas... ¡Se entraron los bandidos! ¡Se tomaron la
población! Me tiro al fondo del salón, me escondo tras la puerta que da al interior;
entro la cabeza por un espacio que dejé medio abierto, y espero preparado para
huir. Los negros de mi batallón se habían levantado todos. Y agrupados en la
puerta opuesta, en la que da a la plaza, observan empinados los unos sobre los
otros. De golpe se vuelven un lío, se aprietan, retroceden... ¡Se entraron al cuartel!
Voy a huir y no puedo. Las manos se me han vuelto como garfios, y aprietan las
maderas de la puerta; las piernas no me obedecen...

Abriéndose paso a viva fuerza, entran al salón, uno... dos... la mar de hombres. Y
uno de ellos, cayendo de rodillas en medio de la sala, alza al cielo los brazos y

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exclama: -Alabemos a Dios y bendigámosle para siempre. ¡Que el nombre del
Señor sea glorificado por los siglos de los siglos!

-¿Pero qué é? ¿Qué pasa? -pregunta un negro.

-A ver, ¿qué sucede? -dice otro.

-¡Digan, digan!

-¡Que los bandidos se han ido río abajo. Que dos batallones de fuerzas regulares
que los siguen han llegado al puerto!

-Ni uno queda ya. Yo los he visto. Yo que había sido puesto por el jefe, de
avanzada.

Y usted no lo creerá, paisano. Pero cuando oí decir eso, sentí que la sangre corría
libre, generosa en mis arterias. Sentí que un león rugía en mis entrañas. Y
sacando mi machete salté a media sala.

-¡Cobardes! ¡Miserables! -exclamé. ¡No, no se han ido por eso que están ahí
diciendo. Han huido porque supieron que yo iba a atacarlos. ¡Porque sabían que
iba a caer sobre ellos como un rayo el coronel Alonso Alvarez Gaviria!

Me hicieron campo. Y ahí fulgurante como Aquiles, hacía vibrar mi acero sobre
todas aquellas cabezas conturbadas.

-A ellos, muchachos, Seguidme. No nos dejaremos arrebatar ¡vive Dios!, por


nadie, el laurel de la victoria. ¿Que se han ido? ¿Que han huido? Los seguiremos
por la playa. A nado abordaremos sus canoas.

-Y ej muy capaj de hacé lo que ejtá diciendo, dijo un negro.

-¿Capaj? ¡Vea! -contestó otro. Si ese hombre no ej cristiano... Diablo é que é.

Con la esquina de un ojo, vi, sin volverme, que Zoraida, radiante de alegría,
entraba al salón seguida de su madre.

-Lo que quieren esos cobardes -grité esta vez con todas mis fuerzas- es
arrebatarme la gloria de morir por ella, de verter hasta la última gota de mi sangre
por Zoraida, por la mujer a quien adoro. Y salté al umbral vibrando en alto mi
acero formidable.

Cien manos amigas, me cogieron, me retuvieron. Bufaba yo de coraje sacrosanto.

Sentí que unas manos leves se posaban en mi espalda.

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Me volví.

Y dulce y quedo, díjome Zoraida clavando en mí los ojos como astros:

-¿Y para qué había de quererte muerto? ¡Vivo, vivo te quiero yo, querido mío!
¡Valiente mío! ¡Héroe mío!

Y como a los héroes nos está permitido todo, absolutamente todo, me volví a ella,
estrechéla entre mis brazos, su cabeza se dobló sobre mi pecho y mis labios se
posaron en su frente.

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EL MONITO FLEIS
Efe Gómez
El éxito en la vida tiene un nombre: yo quiero; -dijo Gerardo Rivas, heredero
opulento, que había derrochado parte de su inmensa fortuna en empresas
utópicas, para hacer creer que lo que había heredado, conseguido había sido por
él, trabajando, bregándose la vida; para hacer creer que are, como él a sí propio
se llamaba, un self-made man.

-Mira: -contestó Perucho, el químico de la empresa- existen las buenas y existen


las malas. Voy a probártelo. Óyeme: en aquel tiempo había en la región un
agricultor que...

-No, por Dios: ¡parábolas no, y no!, -clamó Gerardo.

-Déjalo, -dijeron los demás de la tertulia- déjalo; cada uno elige su manera de
expresarse.

-Cuanto más que la parábola es un modo muy noble de expresión: en las


parábolas hizo parte muy grande de sus enseñanzas N. S. Jesucristo; en
parábolas se produjo gran número de ocasiones el Chato Aparicio Arango; en
parábolas dio al mundo sus enseñanzas don Vicente Montero... En fin, que
muchos grandes hombres han preferido la parábola como medio de expresión, dijo
el director de la mina, hombre doctísimo.

-Di pues tu parábola, ya que estamos en los tiempos de las mayorías.

-Oíd pues: en aquel tiempo había en la región un agricultor que plantó dos rosales
en su huerto. El uno en un suelo abonado cuidadosamente, en un arenal reseco el
otro. Creció el primero hermoso, sus tallos llenos de jugo, erizados de espinas
sonrosadas, cuajáronse de frondas verdes, consteláronse de rosas magníficas,
tan magníficas que merecían morir dulcemente sobre el seno de jazmines de
Noemí, la morena más bizarra que el pulgar de la raza logró jamás modelar en
carnes firmes en las montañas de mi tierra, en tanto que el rosal sembrado sobre
arena, retorcía sus tallos desmedrados, de hojas escasas, amarillentas y resecas.

-Lo cual nada tiene de raro -interrumpió con viveza Gerardo.

-Es cierto. Nada de raro tiene eso -dijo Perucho- como no lo tiene tampoco lo que
sigue. Pues aconteció que el rosal sembrado sobre abonos, escribió un libro en
cuatro volúmenes, a la manera de los Smiles, de Silvan Roudes y de Marden:
cuajado de sentencias profundas, de máximas y de filosofías, sobre la influencia
de la voluntad en el éxito de los negocios de la vida. Libro en el cual, entre otros
muchos ejemplos de individuos que han triunfado por su esfuerzo, contaba cómo
había hecho él -el rosal- para hacerse tan frondoso y producir tantas rosas

69

sobreponiéndose a la hostilidad del medio, y a fuerza de disciplina interior y de
voluntad tesonera. De paso, y como para contraste de su actuación brillante,
citaba el caso del rosal que crecía sobre arena, el cual -decía- por pereza, por
indolencia y por desgreño, no lleva jamás flores. Según he logrado averiguarlo, al
rosal moralista se dio la sentencia aquella que tú nos citabas: "el éxito tiene un
nombre: yo quiero". Porque como todos los que la fortuna plantó sobre las arterias
por donde la vida universal circula intensamente, nuestro rosal estaba convencido
de que a su personalidad moral se debía su floración magnífica.

-El rosal era sincero al creer eso: afirmaba un acto de conciencia íntima -dijo el
director de la mina, hombre docto, quien ironizaba con el mismo aire de inocencia
con que otros dicen tonterías.

-¿Y los que nacieron desvalidos, y por esfuerzo propio triunfaron: un Rockefeller,
un Carnegie, un...? -replicó fogosamente Gerardo.

-Esos vegetaron tristemente, mientras que sus raíces chupaban de su reseca


arena; pero cuando por azar las hundieron en capas ricas de sustancias nutritivas,
entonces...

-Pero para llegar a esas capas ricas necesitaron del esfuerzo heroico de su
voluntad.

-Necesitaron, sobre todo, que las capas ricas existieran...

-¿Conocieron ustedes al Monito Fleis? -dijo de pronto, interrumpiéndolos, el


director de la mina.

-¿Al marido de la Mona Dávila?

-¿Al papá del Monito Colibacilo?

-El mismo. Pues bien: el Monito Fleis era un hombre de malas.

-Algún haragán, contestó Gerardo.

-Era diligente, era honrado. Oigan pues: hace de ello mucho tiempo, antes de la
guerra última, hubo cierto mes en que estas minas de Echandía pasaron por una
crisis formidable. En la cantina de Manuel Antonio Taborda se comentaba el
asunto.

-Sí Señor -decía Cusuco-; se berrió Echandía. ¿Qué no?, miren: el filón de
Boquejoyo no ha dado más que jumos de oro en los molinos; en la Amalgamación
de la Línea, dos o tres barritas de plata aurífera... y esa es toda la remesa de este
mes.

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-No puede ser.

-Pues lo irán a ver.

Y unos a otros se miraban asombrados. Porque eso de que no fueran a Medellín


en ese mes, de los veneros insignes de don Bartolomé Chaves, hileras, filas
interminables de mulas cargadas, agobiadas, pujando bajo el peso de barras de
metal auroargentífero, eso no podía concebirse siquiera: sería la primera vez que
sucediese.

-Y la mina no tiene la culpa.

-Claro: la tienen los mineros.

-Y los molineros.

-Y los químicos.

-Porque Echandía es una mina de verdá.

-La mejor de la pelota.

-¿Tiene algún mandadito qué hacerle, don Manuel Antonio? -dijo Fleis entrando.

Nadie lo miró siquiera. Silencio burlón. Profundo. Luego uno aquí, más allá otro:

-¡Qué hacer!

-¡Mandaditos qué hacer!

-¡Qué les parece!

-¡Fleis pa bien guaimarón!

-¡Salir con esas cuando la remesa...!

Quedóse Fleis parado. Debo de haber dado una lora madre -pensó-... Y salió, se
escurrió de la tienda, pasitico, vergonzoso.

-Yo debo ser un animal -se iba diciendo-. Salir con esas cuando la remesa... (Y se
quedó parado mirando a la distancia, estático, abstraído, lelo).

-Y haber amanecido en casa sin qué desayunar, un día como hoy en que la
remesa... ¡Qué imprudencia!

71

Y pensando en sus doce hijos a quienes dejara esa mañana berreando de
hambre, en cuclillas al lado del fogón puesto en el suelo y apagado, doce hijos,
¡doce!, doce monos flacos, tuntunientos, pecosos como él y como la Mona Dávila
su mujer:

-Tal vez en Marmato encuentre un inglés a quién poder ganarle algún jediondo
peso con qué desayunar a esos flacuchentos.

Y cogió camino abajo.

En la esquina del estanco de Marmato comentaban lo de la remesa de Echandía.


Se acercó cohibido. Resolvióse al fin:

-¿Se le ocurre algún mandadito, mister Brandon?

Los místeres se miraron entre sí. Miraron a Fleis de abajo a arriba. Tornaron a
mirarse unos a otros. Y rompieron a reír.

-Soy bien animal, de veras -dijo Fleis, tomando el camino del Boquerón.

Era ya la una del día y Fleis, sin hallar en qué ocuparse, vagaba por caminos y
veredas. Paróse de repente. Vio que allá venía un hombre rubio, bello; vestía larga
túnica ceñida a la cintura; la partida barba y los cabellos, como mies, dorados; los
ojos grandes, mansos.

-Oh, Señor -dijo Fleis reconociéndolo-. Y se arrojó de rodillas a sus plantas.

Puso el Señor sus dos manos divinas sobre los hombros de Fleis. Puso luego sus
ojos absolutos en los de Fleis hambrientos, desteñidos, y... apartándolos a un
lado, dispúsose a proseguir el camino que traía. Levantóse Fleis, y, rápido, tornó a
cerrarle el paso:

-Señor, Señor -clamó-; un peso, uno siquiera. A mí -tú lo sabes- ya nadie me da al


fin, y en casa, mi mujer no tiene para alzar al fogón y mis hijos lloran de hambre...

Tornó el Señor a evitar a Fleis y a seguir su camino, los ojos puestos en el suelo
como si buscase algo perdido.

-Señor, Señor -clamó Fleis poniéndosele de nuevo por delante.

Detúvose el Señor y díjole severo:

-Pero hombre Fleis, tienes tamañas ocurrencias: ¡Qué te parece! Yo con harto
afán buscando la manera de completar la remesa a don Bartolomé Chaves y tú,
¡dale! con la simpleza de que ¡en tu casa no amanece con qué desayunar!

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-Tengo yo, de veras, unas ocurrencias -dijo Fleis monologando, mientras Cristo se
alejaba-; ¡unas ocurrencias! Salir con que mis hijos lloran de hambre cuando la
remesa...

Y compungido, contrito, desolado, meneando de un lado para el otro la cabeza:

-Tengo yo, de veras, unas ocurrencias... ¡Unas ocurrencias!

73

EL TÍO TOMÁ
Efe Gómez
Prudencia: -Los yanquis también son ayudaos, ¿cierto Tío Tomá?

Tío Tomá: (Doctoralmente). -No: el yanqui no es ayudao. Lo que é, e que tiene


mucha electricidá p’al oro.

Coloca la batea sobre el pretil del canalón. Tantea en la mochila. Extrae de ella el
eslabón, el pedernal, la mecha. Da lumbre. Se quita el sombrero; escoge del
interior de la copa de este una colilla: chupa y puja... chupa y puja... los otros
negros abandonan las herramientas (que su oráculo va a hablar) y se van
acomodando alrededor de Tío Tomá, atentos a escucharlo. El cual continúa:

-Sí seño: Mucha electricidá p’al oro. Oigan, verán, les cuento un sucedido: cuando
yo trabajé abajo, en las Minas de Remedios; fundieron un montón de "moles"
ricas, y el Diretó, un señó mú sabio y mú ingenioso, quiso ensayá a vé si convenía
má copelá las barras para apartá el oro y la plata der plomo, o exportarlas así. Y
como yo, cuando mozo, trabajé en las Fundiciones de Titiribí, fui encargao para
hacé el ensaye.

Conque mi amo e mi vida, cojo un par de albañiles y, trabajá... trabajá... hasta que
armé el horno e copelación con su ventilaró y su chimenea e toro: No me fartaba
más que la copela. Conque voy y le digo a Juan Pablo Cuzco, un viejito que había
allá, medio limosnero él.

-Ole Juan Pablos: conseguíme un tercio e güesos, yo te los pago bien. Conque al
otro día, se aparece el diablo der viejo con su "cataca" retaquiaá de calambombos
y de paletas, y de costillas.

Y cojo yo todo aquello, y lo meto en un horno, y le doy candela, le doy candela...


Después lo polvorizo bien; lo polvorizo bien... y armo mi copela; la piso enseguida;
la dejo secá; le meto leña poco a poco, poco a poco, aumentando er fuego... hasta
que cuando ya empieza a estar roja, pongo una pareja de mineros en el ventilaró
y... ¡bú!, ¡bú!, ¡bu!... ¡berriaba ese horno!... Y echo a cebá barras en la copela, a
cebá barras... y ese baño e metal a cubrirse de litargirio y yo a retirarlo con una
cuchara e jierro: hice tanto cerro así de litargirio.

Quince días me estuve cebándole barras a la copela. Cuando ya se acabaron


llamo al Diretó y le digo:

-Esto ya debe estar próisimo a dar colores; véngase pa que saquemos la torta de
oro y plata.

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Conque, mi amo e mi vida, se viene el Diretó y er Químico y toda la Mayoría a vé
sacá la torta. Y comienza ese baño e metal a mermá, a mermá... y todos asomaos
viendo a vé cuándo se fijaba, ¡y ni señas! Ya no había sino tanto un charquito así
de metal en el asiento de la copela... y ni colores ni náa. Todos esos blancos se
voltiaban a vé, unos a otros asustaos, sin sabé qué pensá, hasta que de golpe,
¡fú!... se acabó er metal y se quedó la copela vacía.

Que eso debe tener tantos gramos de oro y tantos de plata, decía er Químico y
mostraba los boletos de ensaye. Que alguna grieta en la copela. Que esto. Que lo
otro. Que lo de más allá. Desbaratamos el horno... nada: ni una grieta. Ni señas de
oro no de chorreaduras de metal por parte alguna. Todos estábamos confusos sin
saber qué pensá. Hasta que de golpe dice el Diretó:

-Dígame una cosa Tío Tomá: ¿dónde consiguió usted el güeso para fabricar la
copela?

-Juan Pablos Cuzco me lo trajo.

-Llámenme a Juan Pablos Cuzco.

Conque llamamos al viejito que se apareció todo asustao.

-¿De dónde trajo, Juan Pablos, el güeso para fabricar esta copela?

-Yo... señó... y no se atrevía er pobre viejo a desatá palabra.

-Diga. No le dé miedo.

-Señó... yo pensé que en eso no había curpa, porque el hombre ese no lo


enterraron en camposanto, yo creí...

-¿Pero de que hombre habla usté?

-Pues del dueño de los güesos, del míster que se murió en una perra y lo
enterraron a orillas de la acequia... yo lo desenterré y me traje el esqueleto y...
pero por Dios mis amos, que yo no lo hice por mal hacé, porque como creí...

Hubieran ustedes oído la carcajada del Diretó.

-¿No era ese hombre yanqui?, preguntó.

-Yanqui era, le contestaron.

-Pues claro, dijo: Si la cosa está clarísima. Más clara no sirve: él fue el que se
llevó el oro. Si yanqui no se puede ajuntá con oro, ni muerto, ni en esqueleto,
porque alza con él, se lo chupa, se lo chorrea...
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FINANZAS
Efe Gómez
a Luis de Greiff

No sé qué están parlando.

La muchacha

sigue planchando, dale, dale, dale…

El viejo, de su asiento

(un taburete recostado al muro)

mira a la niña y habla, y habla, y habla…

Está varado el viejo,

que los cuatro destinos que él ejerce:

músico, peluquero,

abogado y minero

necesitan verano

que en el invierno el río no da oro

y se queda desierto el caserío.

El se quedó invernando en este octubre

y está feliz. Es un perrazo el viejo:

Usa anillo de plata, fuma Dandy,

el sombrero hacia atrás, la frente orlada

de cachumbo teñido y entrecano,

muy teñido el bigote

y pañuelo de seda en el cogote.

La muchacha se calla persistentemente.


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Es alta, erguida.

Sabiamente se mueve

relievando al moverse sus encantos:

El pie donoso y blanco

huella desnudo el pavimento: el borde

de la ceñida falda

en la faena del planchado muestra

las deslumbrantes piernas

desde el tobillo leve

finalmente esculpido

en el marfil viviente,

a la rodilla fina, sugiriendo

"los muslos de amapola" que decía

Federico García

Lorca.

(El poeta inmenso de poemas y gemas

y "ríos de leones" que hoy se reflejan trágicos

sobre la charca roja de esa sangre vertida…

"Oh ruiseñor de sus venas

yo no quiero ver esa sangre"

quién me grita que me asome

No

¡¡Yo no quiero verla!!)

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"Los muslos de amapola" -iba diciendo:

la línea pura, inquieta:

el pecho firme, los redondos brazos:

la nuca que se dobla

blanquísima y redonda,

pobladas de pelusas encrespadas

y en lo alto de la espléndida cabeza

el pelo recogido

"precisamente el pelo de esos ojos"

de esos ojos inmensos, tenebrosos

(tinieblas luminosas)

de esos ojos de todos los demonios

que dicen que han poblado

muchos más manicomios

que unas crisis de aquestas

que en Colombia acaece,

con bajas de café, con elecciones,

con recetas de teguas financieros

y huelgas, y Leopardos, y Congresos

de esos ojos atentos

a planchar sólo y no mirar al viejo.

Quien se siente embriagado

con el moverse de ese cuerpo hermoso

78

que palpita y que ondea

como la roja tela

de la muleta que el torero agita

ante los ojos de la res… El viejo,

el pobre viejo, embiste enloquecido

y entra, franco en la lid.

La muchacha sonría, el viejo arguye…

Aquello es un asalto de florete

en que la niña está a la defensiva

y en que el viejo acomete…

Ríe, ríe la niña: y algo dijo

que yo no puedo oír, pero que al viejo

debió de parecerle un despropósito

porque le replicó muy resentido

-¡Y eso qué! ¿… que esté viejo?

-¡Que eso qué!… ni aun trabajo

tiene usted ya, ¿qué opina?

y querer… pretender… ¡mucho descaro! …

-¿Y el amor?

-¡A pereza!

¿No le digo don Lucas,

que muchísimo más de dan por eso?

¡y muchachos…! ¡Muchachos!

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El viejo se levanta. Se pasea

(del chaleco en las sisas los pulgares.

Se pasea y se calla,

se calla y se pasea)

¡Los años! ¡La vejez! ¡Lo ineluctable!,

piensa, amargo entre sí… Pero indomable,

tesonero y audaz:

-Bella Gertrudis,

(es un machazo el viejo)

-Gertrudis bella -dice:

¡A mí! … ¡Ríete hombre! … decir…

tú… eso,

¡sí a mí Hembras!, ¡pero Hembras! Por ejemplo…

¡será mejor no hablar!

¡hembras de alto coturno, todavía!

¡TODAVÍA me lo cambian a la par!

80

GUAYABO NEGRO
Efe Gómez
Sobre ese caos flotaba un dolor de cabeza.

Un dolor de cabeza autónomo.

Luego, dentro de esa nebulosa de dolor, pero con nexos apenas perceptibles en
ella, comenzó a esbozarse la personalidad consciente de Pedro Zabala.

¿Era aquello un dolor enorme a que él, Pedro Zabala, iba uncido, del cual su ser
fluía: o, al contrario, todo ese dolor, toda esa angustia, toda esa tortura informe
emanaban de él, procedían de él?

Sintió sed, una sed aureolada de dolor, náuseas y vértigos: su conciencia


individual se hizo más viva, más diferenciada: el dolor mordió en ella más hondo.
Un olor acre, de orinal, penetró en la íntima encrucijada de sus sentidos: luego
penetró el canto lejano de un gallo.

Se palpó la cara, se exploró los bolsillos… Miríadas de imágenes, de sensaciones,


de recuerdos truncos, vagos torturantes, atravesaron su ser como atraviesa el
horizonte una nube de langostas: y como su esa nube ideal trocárase de pronto en
ráfaga candente que fustigara su cerebro Pedro Zabala fue creado, reconocióse,
tuvo conciencia clara de sí propio.

Abrió los ojos: los luceros brillaban sobre el cielo negro. Frotóse los ojos con los
dorsos de las manos: bostezó. Con un esfuerzo largo, apoyando las palmas en el
suelo, incorporóse. Paseó en derredor los ojos extraviados. Se alzó, luego,
dolorido: dio unos pasos, vacilante: la cabeza se le abría. Apretóse las sienes con
las palmas y apoyó la frente contra el muro. Su cerebro era el centro de un
zumbido que, en espiral, se alejaba, se alejaba hasta extinguirse casi y luego
volvía, se acercaba hasta hincarse en el propio centro de la cabeza con el silbido
de un hierro al rojo vivo que se sumerge rápidamente en el seno fresco de las
aguas. Tortura inefable, silencio… y otra vez el zumbido empieza a alejarse, pero
ahora en línea ondeada, retorcida, vibrante, trepidante, que chispeaba, que
estallaba en frases airadas, cínicas, contumeliosas… El ruido del surtidor del patio
entretejía su charla al grito de las células cerebrales, y era esa una vocería
apocalíptica como el ruido de muchas cataratas… Y rostros congestionados de ira,
de amenaza: rostros odiados, rostros temidos, rostros despreciados se le venían
encima amenazadores, gesticulantes… Y él se encogía, se anonadaba: y
tapándose las orejas con fuerza y apretándose los párpados para no oír, para no
ver, para eliminarse, se dobló, fláccido como un trapo, al pie del muro, en colapso
irremediable. "¡Orgías estúpidas! Acabarán por…". Y su cerebro desplomóse en la
nada a ese esfuerzo de ideación consciente: y un dolor fulgurante enroscándose a
su cuerpo torturado llevó a los centros nerviosos la alucinación de qué él era un
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gusano destripado sobre el pavimento. Y veía sus vértebras, sus anillos
retorciéndose en una linfa espesa: y se veía allí pudriéndose eternamente: y
bandadas de moscas abatían su vuelo zumbador sobre él: y las agudas trompas
de los asquerosos insectos penetraban sus carnes deshechas, pero infinitamente
sensitivas: y quería huir, correr, desaparecer, anonadarse…

Una rata hizo ruido en un rincón. Pedro Zabala saltó como una pelota y púsose en
pie. Miró a todas partes, los ojos brotados de las órbitas.

-¿Quién, quién es? -clamó en los lindes del horror de cerval miedo. El corazón
chapaleábale en el pecho, corríale de la cabeza a los talones el temblor del
pánico. Repitióse el ruido más intenso ahora. Los cabellos erizáronsele y huyó en
furiosos escape. Topetó con estrépito contra el muro de enfrente. Volvióse
atontado, jadeante. En el surtidor rielaba la luz de las estrellas, y a él figurósele el
fulgor suave, indeciso, fríos ojos de espectros: y el ruido manso de las aguas
airado vocerío, el surtidor un monstruo apocalíptico de algún negro apocalipsis de
taberna y borrachera, el cual vertía para él, de manera misteriosa, frases que
hacían explosión en la mitad de su cabeza dolorida.

-¡No!¡No! -gritaba. Pero la voz implacable continuaba vertiendo su mensaje


horrendo. ¿Era su conciencia moral, proyectada al exterior por su organismo en
hiperestesia lamentable, quien descargaba esos golpes de maza proféticos,
terribles?

-Eres un miserable -decíale la voz del monstruo-. Tus orgías agotarán tu


organismo. Vendrá la enfermedad, vendrán el desamparo, la desnudez, el hambre
y la miseria. Y tu hijo será un degenerado, tu hogar será prostituido.

-¡No! ¡No! ¡No! … ¡Calla! -Y se retorcía como un epiléptico, y sus manos se


tendían amenazantes, crispadas, como las zarpas de un león.

Y la voz continuaba:

-Y tu hogar será derruido, aventado… y tu esposa…

-¡Miserable! -clamó Pedro Zabala, desaferrándose de la inmovilidad en que la


parálisis lo tenía clavado, y abalanzándose para tapar con sus manos esa boca
del infierno, para sofocar esa garganta contumeliosa, para torturar en un abrazo
de Hércules ese pecho, nido de Euménides, hervidero de iras y de afrentas. Y sus
manos apretaron la incoercible y fresca columna de aguas del surtidor, y cayó de
bruces, la cara entre el brocal, en donde el agua, coronada de espumas, rebosaba
y huía cantarina.

El zambullón despejó su cabeza. Sacudió las mojadas melenas y tornó a zambullir


la cabeza entre las linfas benéficas: y bebió de ellas: se abrevó con ansia, con

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fruición, con delicia… Sintió arcada y reversó ondas amargas, detersivas, que
ardían sus fauces, y tornó a beber, a beber… Invadióle un dulce desaliento,
tumbóse sobre el húmedo brocal. Y empezó la rebusca. Esa horrible incursión de
la memoria por entre los recuerdos borrosos, fragmentarios, de una orgía de la
víspera.

-¿Qué habré hecho yo? ¿A qué amigo habré insultado?… ¡Horror! ¿Pero cómo
sucedió -pensaba- que yo me emborrachara ayer? A ver: por la mañana, a las
seis, había salido de casa con su mujer y con su hermana. Una mañana fresca,
limpia, luminosa: ¡una cosa linda!

En el camino se les juntó Manuel, su cuñado, y siguieron los cuatro juntos a oír
misa. Terminada ésta, propuso él que dieran un paseo por el Morro. Se bañarían
en la quebrada del Juncal. Luego almorzarían huevos con chocolate donde Úrsula,
la viuda de Anselmo.

-Convenido -dijeron Inés su hermana y Manuel su cuñado.

-¡Ellos! ¡Cuando no! -contestó Matilde su mujer, mirándolos sonrientes-. ¿Pero no


están viendo que yo no puedo? ¿Que dejé al niño solo, en poder de la criada?

-Ven. Volveremos pronto.

-¿Pero no ves que el niño está llorando?

-¿Y cómo sabes tú que está llorando?

-¡Tan bobo! Yo lo sé.

-A ver: ¿cómo lo sabes?

-Pues… yo lo sé. Y se acabó.

-No: dime, dime.

Llevóla a un lado y ella toda ruborizada y toda sonriente contóle su secreto… Se lo


habían contado cuando soltera y no lo había creído… Pero ahora por experiencia
sabía que era muy cierto. Pedro Zabala reía, reía con risa gozosa, irrestañable, de
la ingenua confidencia, y queriendo que los otros compartieran su gozo, empezó,
entre risas, a contárselo:

-Que el niño está llorando, que tiene hambre, dice Matilde, porque… (Aquí ella le
tapó la boca con las manos adoradas)… porque… (Y él forcejeaba por decirlo, y
sus palabras salían truncas, ahogadas)… porque, dice ella, de sus pechos está
derramándose la leche.

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-¡Bobo!, ¡bobo!, ¡indiscreto! Ven, Inés, dejemos a esos… y vámonos. Y los ojos de
Matilde miraban a Pedro Zabala con rencor acariciante.

"Esos ojos -decía él- cuya arcana lumbre he tratado de apagar en vano con mis
besos…" Y sentía un deseo loco, irresistible, de estrecharla ahí mismo entre sus
brazos y ¡besarla!, ¡besarla!…

-Los esperamos a almorzar. Cuidado no van -gritóles, alejándose, Matilde.


Mientras Inés, grave, se iba, puestos en los de Manuel los ojos bellos. Porque
Manuel y ella se adoraban e iban a casarse dentro de quince días.

-Y es bella Inés -pensó Pedro Zabala-: tiene una hermosura que se impone: la
belleza augusta y santa de mi madre.

Sintió la sensación aguda de contárselo a Manuel todo. De contarle que la casa


que estaban terminando ahí, cercana a la suya, la edificaban ellos, su mujer y él:
que eso que decían de que él la construía por cuenta de un capitalista de Medellín
que la destinaba a pasar en ella temporadas con su familia, era puro cuento: que
ese cuadro de Cano que desde que estudiaban en la Universidad tanto él había
deseado y que cuando lo vio en la sala de esa casa, de la que iba a ser su casa,
contemplaba con la alegría con que se vuelve a ver a un antiguo conocido, y con
la tristeza de lo que jamás quizá ha de poseerse, era suyo. Que ese decorado
flamante… todo eso que él mismo con sus manos había contribuido a crear, iban a
ser testigos de su ventura… Y echándole el brazo, arrancólo del lugar de donde
veía aún alejarse a su novia y llevólo plaza arriba.

Entráronse a los apartamentos interiores de "El León de Bronce": tomaron asiento


ante una mesita. Empezaron a hablar de su vida. Esa mañana luminosa, ese
ambiente recatado, el estado de sus almas, convidaban a las reminiscencias
íntimas. Hablaron de sus tiempos de la Universidad adonde sus padres, a quienes
unió una amistad a la suya semejante, los enviaron casi niños: de su vida en
Medellín, mimada e indolente, de muchachos ricos. Luego de su ingreso a la
Escuela de Minas: de sus luchas, de sus triunfos, de sus derrotas: de sus
compañeros de estudio, la mayor parte muertos, ¡ay!, tempranamente, luchando
como buenos en sus labores de ingenieros, con esta naturaleza enervante y
asesina. Recordaron el día angustioso en que fue llamado Pedro Zabala
urgentemente porque su padre moría. ¡Había ya muerto! Luego fue Manuel quien
tuvo que dejar los estudios por haber venido a menos la fortuna de los suyos. La
carrera de uno y otro fue truncada: pero no sus inclinaciones a las ciencias
matemáticas y físicas. Asociáronse, establecieron talleres de fundición y
cerrajería. De entonces acá, ¡cuántos cambios! Quedaron totalmente huérfanos.
Pedro Zabala casóse con Matilde, a quien amaba desde niño: sus negocios
prosperaron a golpes de inteligencia y de energía. ¡Cómo hicieron danzar los
martillos sobre el yunque sus brazos de titanes: cómo corrió a los moldes,
chispeante, el metal fundido de los cubilotes: cómo mordió la retemplada lima

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esgrimida por sus manos tenaces, ¡el acero aún más tenaz! En veinte leguas a la
redonda no señalaba en torre alguna, las horas, un reloj que no fuese obra de
ellos: no hería el aire, danzando alegre, una campana que no hubiera sido fundida
por ellos: no estrujaba el tallo dulce de las cañas, trapiche alguno que de sus
talleres no saliera… Y hablaban de esas cosas fraternalmente, férvidos,
entrelazando sus frases como se enlazan las trepadoras en la selva: y sentían que
el alcohol era luz que el penetrar en sus cerebros crepitaba, y al circular en su
corazón era afectos férvidos: y sus ojos se humedecían dulcemente. Ya no
dialogaban: cada cual seguía su monólogo sembrado de protestas de amistad
eterna, de filial amor, contándoselo todo: sus secretos proyectos, sus anhelos
escondidos. ¡Cuán felices iban a ser en el futuro, marchando unidos a la conquista
de la vida! Y caía cada uno en los brazos del otro, y sus corazones se juntaban
cálidos, viriles.

Cada una de las adquisiciones más altas de psiquis del hombre culto iba, al influjo
del alcohol, exaltándose hasta el paroxismo, hasta la parálisis definitiva: flotaba un
instante, rígida, y luego se hundía en el océano de lo inconsciente.

Ya no les quedaba de hombres sino lo instintivo irreductible. Cada influjo de la vida


exterior, cada fenómeno fisiológico suficientemente intenso, agitaba las delicadas
máquinas, sin gobierno ya, de sus organismos psíquicos, produciendo un reflejo
que determinaba un cambio de individualidad: y cada uno de ellos iba encarnando
por más o menos tiempo, en sucesión interminable, por misteriosas sendas
atávicas llegado, a alguno de sus antepasados, a alguno de los infinitos que han
contribuido a la existencia de cada ser humano. Y cada uno de esos cambios de
personalidad iba dibujándose y borrándose en las móviles fisonomías: ya era el
ancestral salvaje, caníbal, borracho de chicha y sangre humana, junto a su pira
que se extingue: ya el aventurero sin entrañas que en Flandes humeante o en el
bohío del indio americano roba y viola: ya el presidiario, de Ceuta fugitivo, que
viene a fundar un hogar en América remota: ya el negro que amarrado en las
bodegas del buque negrero forja proyectos de venganza contra los que le
vendieron y contra los que le compraron, contra la tierra y contra el cielo, en su
odio negro: ya el bucanero, de oro y de crímenes hidrópico: ya el héroe: ya el
santo: ya el alcahuete: ya el falsario. Porque, ¿quién es, entre los infinitos seres
que han urdido la tela de la vida de una raza, de las razas todas, el que no ha
contribuido a la existencia de cada ser humano? Ese es el mar pavoroso, arcano,
cuyo oleaje sentimos golpear contra el cerebro en nuestras horas de locura.

Pero cuando nos turba la embriaguez, entonces por la brecha abierta en nuestra
personalidad, irrumpe la procesión de los fantasmas del pasado, se sustituyen a
nosotros, empuñan el cetro de la vida, mandan, ordenan: y su dureza resucitan en
nosotros, y oímos entrechocarse lanzas y macanas, espadas y broqueles, gritos
de guerra y relinchos de caballo: y el olor de la sangre nos embriaga, y nuestras
manos se cierran como garras, y las mandíbulas se aprietan como mandíbulas de

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tigre, y el brazo homicida avanza, hiere. ¿Y quién es el que hiere? ¿Qué juez, qué
tribunal osará decirlo?

Afortunadamente, en el grado de civilización en donde estamos, nuestras leyes en


vez de castigar al criminal a quien el alcohol ha enloquecido, castigan a los
envenenadores que lo producen o lo venden. Afortunadamente los hombres
ilustres que nos gobiernan y nos guían, apartan con horror esos dineros
manchados de sangre y con degeneración irremediable. ¡Afortunadamente!

Y entrecerrados los párpados, los labios caídos, inconscientes ya, pero aún en pie
si vacilantes, Pedro Zabala y Manuel prosiguen apurando vasos de alcohol en
serie interminable.

-¿Pero hasta qué horas bebimos? ¿Qué ha pasado allí? -se preguntaba Pedro
Zabala acurrucado sobre el brocal del surtidor. Sus recuerdos iban hasta cierto
punto: después, nada recordaba. Eso de que lo hubieran traído a la cárcel, nada
significaba: muchas veces le había acontecido. Porque en la cárcel estaba: hacia
rato que lo comprendiera. Pero él recordaba que don Lucas Zapata había estado
con ellos, con él y con Manuel. También recordaba que Jaime García y su primo
Tomás habíanse mezclado a su orgía bulliciosa. ¿Y luego? Debió de ser que él no
quiso retirarse, que no quiso irse a casa de ningún amigo, que se empeñó en que
lo trajeran allí. Él era terco. Y como lo era muchas veces pasárale otro tanto.

Levantóse vacilante. Sonaron las cinco en la torre de la iglesia. Empezaba a verse


claro. Fue a una puerta que en el fondo del patio se veía. Abrióla. Daba a una reja,
y la reja daba al campo.

Desde allí veía Pedro Zabala todo el paisaje del oriente, que desde la altura en
donde está su pueblo edificado alcanza a dominarse, como una masa informe,
negra, limitada hacia lo alto por el contorno gracioso de la cordillera, dibujándose
enérgico sobre el cielo azul pálido. A cada instante el cielo era más luminoso y era
más claro el paisaje. Como chispas lucían, aquí y allá, los fogones de los hogares
campesinos. Ascendía como un himno la batalladora clarinada de los gallos. El
cielo tornóse suavemente róseo, y al beso de la luz que desde él llovía
dulcemente, por la faz del paisaje, espectral antes, comenzaron a circular los
colores de la vida. Y del fondo de las frondas resucitadas ya y vivientes, surgió
polífono, rítmico y divino, el canto de los turpiales y los mirlos, de los cucaracheros
y sinsontes. Murió disuelta sobre la lumbre de los cielos la estrella de la mañana.
El linde de la cordillera con el cielo lució como el interior de los caracoles de la mar
remota: era la aurora.

Y el fulgor inefable fue creciendo hasta cubrir todo el cielo desde ahí visible. Y no
hubo jirón de tenue nube que no fuera de oro y rosa, de múrice y de fuego…

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Y parecía que lo que ascendía lentamente por detrás de la distante cordillera
desde las profundidades del espacio, lo que el mundo esperaba palpitante, lo que
iba a aparecer sobre el oriente, no fuese el globo ígneo del sol sino todas las flores
de los jardines de Granada y de Ecbatana, de Bagdad y Babilonia: los cálices
todos que brotan, lujuriosos, Ganges y Amazonas: las orquídeas todas de los
Andes portentosos, pero vivientes, con vivir supraterreno, con luz propia, unidos
en ramilletes desbordantes y abarcados por los brazos redondos de una mujer
rósea y blanca en desnudez gloriosa, Venus tal vez, Venus Uriana, la celeste
Venus que naciendo esta vez, no del seno de las aguas sino del fondo de los
cielos, iba a surgir sobre las cordilleras del oriente.

Amaneció. Tocados del sol, brillaron blancos los muros de su casa.

Y pensó con angustia: -Insomne me ha esperado allá tras esas tapias mi mujer la
noche entera. Ahora se levanta: ahora, alzando al cielo las manos y ojos bellos,
reza ferviente y por mí reza. Puesta ahora a la ventana explora la distancia.
¡Cuántas veces en las horas eternas del que espera, habrá creído oír mis pasos
en la sombra! … Y sintió, al imaginársela, el temblor inconfundible, la sacudida
torturante a la vez y voluptuosa que determinaba siempre en él la evocación de
esa mujer para él única en la vida. Jamás había logrado permanecer sereno ante
su presencia o su recuerdo. Mirábala siempre como si la viese en el seno de
limpia onda removida, o como a través del aire diáfano que ondea y vibra pulsado
por las lenguas de una llama. Y sintió el deseo imperioso de ir a ella. ¡Ah!, el grito
cálido: ¡ah!, la alegría de su llegada brillando en esos ojos, y la fragancia de ese
cuerpo esbelto, firme, mórbido y divino, y sobre esa boca en llama su beso
penetrante, detenido por la firmeza súbita de los dientes deslumbradores y
perfectos, cuyos bordes tienen diafanidades azulinas… Y su hijo luego: ¡su hijo!,
ese rollo de alegría y carnes duras…

Y arrojadas luego esas ropas infectas con alcohol vertido, sumir el ardoroso
cuerpo entre las frías linfas del baño pavimentado con baldosas esmaltadas. Y,
después, vestidas limpias telas olorosas a retama, bajar a la colmena de los
talleres resonantes, y embriagado con la acción, empuñar él y Manuel sendos
martillos de a diez kilos, y alternadamente, sobre el chispeante hierro que un
obrero hace danzar sobre el yunque, tin tan, tin tan… hasta sentir por la frente, por
el pecho, por la espalda, por los brazos, correr en sondas el sudor benéfico que
aliviara el organismo de este alcohol oxidado y pestilente que lo asfixia, que lo roe.

-Sí: no más alcohol. ¡Lo juro! El estudio, el trabajo y el amor: ¡y tu amor!…

Y entusiasta, alegre, ágil, paseaba el pavimento a largos pasos. Volvió a la reja.


Por la calle de enfrente cruzaban unas beatas camino a la iglesia. Allá, por la
vuelta, el azadón al hombro, desfilaba silencioso un grupo de braceros. Vio luego
a un hombre que subía por el sendero del prado. Reconociólo: era Jesusito, el
hermano del cura.

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-Mira, Jesusito -gritóle.

Detúvose éste sin contestar.

-Mira: vas al Alcalde: ¿oyes? Y le dices que no sea dormilón. Que estas no son
horas de tenerme aquí: ¿oyes? Que venga él o envíe pronto a sacarme de aquí.

Jesusito, sin alzar a mirarlo, siguió adelante en su camino.

-Y mira.

Tornó a detenerse Jesusito.

-Vas también a Manuel, mi cuñado. Por ahí lo encuentras en casa de algún amigo:
debe estar durmiendo: lo buscas, lo haces despertar, yo te pago, y me le dices
que se venga, que no sea sinvergüenza: que estas no son horas de estarse
dormido un hombre de pelo en pecho como él: que recuerde que tenemos la mar
de cosas que hacer hoy.

Siguió Jesusito su camino.

-Ahora, a arreglar la toilette. Sí, señor -se decía, terminando de componerse el


nudo de la corbata-: vamos a jugársela a esos perezosos. Y frotándose las manos,
pensaba con placer: -me escondo allí en aquel rincón oscuro. Ellos entran a
buscarme, y al no hallarme siguen a la parte interior del edificio: y entonces yo, en
puntillas, salgo, cierro la puerta con la llave que de seguro dejarán en la cerradura,
y… por aquí que es más derecho.

Sintió en el exterior ruido de voces. Luego oyó que abrían, inquieto, alegre, como
si fuese un niño espiando, feliz, la hora de llevar a cabo inocente travesura.

Las dos hojas del carcomido portalón se abrieron con estrépito, y, lentamente,
pesadamente, andando de lado en dos filas paralelas, de frente a él la una, la otra
dándole la espalda, llevando en medio un objeto pesado, un arcón, un… -desde el
lugar donde estaba él no veía lo que fuese- penetraron hasta diez hombres. Tras
ellos entró un grupo de gendarmes: reconociólos. "Son, se dijo, los que vigilan la
sección del presidio que construye el puente sobre le río". Luego, llevando un rollo
de papeles, el secretario del Alcalde del lugar, acompañado del Cojo Cárdenas, el
tinterillo recién establecido en el lugar, los cuales se instalaron ante una mesa que
de un rincón trajeron dos agentes. Los que llevaban el objeto pesado detuviéronse
al frente de ellos. Entonces vio Pedro Zabala lo que era: tendido sobre una tarima
desnuda, estaba un hombre. El no podía verle la cara, se lo impedía uno de los
conductores, pero en la inerte quietud de aquel reposo se adivinaba en él a un
moribundo, quizás un muerto.

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-Que traigan el reo -dijo solemne el Cojo Cárdenas.

-Ya sé lo que es -pensó Pedro Zabala-: algún muerto en riña que hubo anoche en
las minas del Saltillo. Esos mineros son el diablo… Sí: eso debe ser, pues en esos
casos semejantes mi tío Antonio, el Alcalde, se hace reemplazar por el suplente,
por este Cojo facineroso. Es el desquite que el buen tío se toma de este tipo, que
la minoría del Concejo nos impone, que nos odia cordialmente: que sería capaz de
ahorcarnos a todos… si pudiese. Nada tengo que hacer yo aquí, y Matilde me
espera.

Y dirigióse a paso vivo a la puerta. Al salir a la calle, sintióse cogido de golpe por
la espalda y detenido: sintió que dos, diez, veinte manos férreas hacían presa en
él, y sin darse de sí cuenta, estaba en pie, delante de la mesa en cuyo extremo
opuesto, erguido en su asiento, mirábale insolente el Cojo Cárdenas: en tanto que
dos esbirros sujetaban sus muñecas con cadenas en los extremos de garrotes
policíacos puestas. Las cuales retorcían lentamente, con rabia muda, con crueldad
inicua.

Borbollaba en su pecho ira sangrienta, pálido el rostro, extraviada la mirada, los


labios temblorosos.

-Señor secretario -oyó que decía el Cojo Cárdenas, con solemnidad de


melodrama-. Sírvase dar lectura al artículo 25 de la Constitución de la República.

"Artículo 25 -leyó el secretario-. Nadie podrá ser obligado, en asunto criminal,


correccional o de policía, a declarar contra sí mismo o contra sus parientes dentro
del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad".

-¿Oyó usted? ¿Entiende usted, Zabala, por qué se le va a interrogar sin


juramento? -preguntó el Cojo Cárdenas, clavando en él ojos de odio.

-¡Zabala!: ¡y me dice Zabala a secas ese miserable!

Y lentamente, socarronamente, complaciéndose en el martirio que infligía,


continuó Cárdenas:

-¿Conoció usted, Zabala, al hombre cuyo cadáver reposa ahí, mire, ahí, tras
usted, en esa camilla?

Los esbirros, con un movimiento lento, cruel, calculadamente cruel, hicieron dar a
Pedro Zabala media vuelta, hasta colocarle frente por frente del cadáver.

No quiso mirarlo y permaneció largo espacio desafiando altanero con los ojos a
toda esa muchedumbre miserable que siempre viera con él solícita, obsequiosa,
abyecta, y que ahora, sin saber por qué, tornábase siniestra. Improviso sus ojos

89

tropezaron con el cadáver y se quedaron fijos, inmóviles, desmesuradamente
abiertos, trágicamente abiertos. ¿Pero era verdad lo que veía? ¿No era una
pesadilla? ¿Esa cabeza que caía con laxitud definitiva de la muerte, ese rostro
exangüe, bello, que estaba ahí viendo: ese pecho que la camisa desgarrada
dejaba al descubierto, ese pecho marcado virilmente con negro islote de vello
corto, suave…? ¡Sí: era él, Manuel, su amigo de la infancia y de la vida, su
compañero, su hermano, la mitad de su existencia!

-¿Conoce usted -continuó el Cojo Cárdenas- conoce usted, Zabala , este cuchillo?
Mire, este. -Y un agente colocó bajo sus ojos el arma mencionada.

Zabala se quedó mirándolo.

-¿Pero qué es esto? -pensó-. ¿No es este el cuchillo que trajera él la mañana
anterior, envuelto en unos periódicos y que -ahora lo recordaba claramente- había
colocado sobre una mesita de la cantina de "El León de Bronce", para ser enviado
a uno de sus agentes como regalo: el cuchillo que Manuel mismo forjara de acero
selecto y cuyo mango de plata él repujó con bellísimos relieves?

Mirólo atentamente.

Sobre la bruñida lámina, empañando su brillantez, se extendía un velo como de


albúmina traslúcida y reseca, estriada, de apenas perceptibles vénulas, que se
unían hacia la aguda punta en una mancha de sangre renegrida.

Maquinalmente comparó el ancho de la hoja del cuchillo con el de la herida roja y


estrecha que se veía en el lado izquierdo del pecho de Manuel.

-Ni una gota de sangre debió verter la herida -pensaba, contemplando los pliegues
de la blanca camisa sobre el aún más blanco pecho rebujada-. La sangre de las
rotas arterias debió derramarse al interior en coágulo asesino, produciendo una
muerte instantánea.

Se miró las manos. ¿Pero por qué esa pesquisa? Se miró los puños, la pechera.
¿Qué vio, qué descubrió, qué recelo penetró su alma?

Tornóse aún más pálido y comenzó a temblar como azogue rebullido. Y en él iba
penetrando el terror que en los horizontes de la tragedia griega procede en las
almas de los Orestes y de los Edipos, de los marcados por los decretos del
Destino a la llegada de las Erinias vengadoras. ¿Fue que en su ser agitado hasta
los cimientos subió de lo inconsciente hasta los campos de la conciencia el
recuerdo de la tremenda noche precedente, recuerdos fragmentarios de la lucha
salvaje, de ira delirante?

¡Sí: él había sido el asesino!

90

Y las Furias tomaron posesión de su ser íntegro: y agitando sus teas fulgurantes
alumbraron el fondo total de su memoria. Y lo vio todo. Se vio a sí mismo tratando
entre locas carcajadas de hacer apurar a Manuel, que desfallecido yace en un
sofá, una botella de brandy. Manuel forcejea, se debate, protesta, ahogándose, sin
poder arrancarse la botella que él con los presentes, borrachos como ellos,
mantenía fija como una mordaza. Levántase Manuel y en los paroxismos de la
asfixia, con sacudida enérgica, logra desasirse y, colérico, ciego de alcohol, de
dolor, de ira, azota su rostro con sonora bofetada. Luego, relámpagos sangrientos,
lumbraradas de infierno arman su brazo, y su cuchillo va a clavarse en el pecho de
su hermano… Después… ¡nada! La sacudida debió ser tan formidable, que una
parálisis cerebral absoluta poseyólo hasta el instante en que despertara esa
mañana, entre las visiones y los dolores de pesadillas lacerantes.

¿Por qué al despertar no recordó nada? ¿Por qué su imaginación en las horas
precedentes se había complacido, irónica, en fingirle la próxima dicha del amor y
de la vida?

Ante esa realidad irremediable tumbóse, desplomóse su ánimo en marasmo


definitivo, irremediable: y en medio de su confusión y su vergüenza no osaba
afrontar las miradas de esa muchedumbre que instantes antes desafiaba: y sus
ojos buscaban en el techo y en el muro un lugar dónde posarse.

La muchedumbre, que en el portal se amontonaba, agitóse un momento. Veíase


que algo la hendía, que algo avanzaba en su seno. Abrióse luego en dos alas,
respetuosa, y en el círculo vacío junto al cadáver surgieron dos damas en luctuosa
palidez.

-¡Ellas! -dijo con espantada voz, Pedro Zabala.

¿Pero por qué vendrían? ¿Sabíanlo acaso ellas? ¿Dijéronles que el médico oficial
procedería dentro de poco a la autopsia, y querían verlo, ver a su Manuel, antes
que eso, que ese horror, deshiciese en repugnantes guiñapos la divina armonía de
ese pedazo de almas? Querían… pero, ¿qué tienen que ver los corazones a
quienes el dolor estruja, estriega, con lógicas mezquinas?

Arrojándose Matilde, cálida, vehemente, de rodillas al lado del cadáver:

-Mel, Melito, niño mío -clamaba besándole en la frente, en las mejillas, en el


pecho, en la garganta..

Inés, cohibida, virginal, amarga, detúvose en pie junto al cadáver.

Pedro sintió sus entrañas desgarrarse: y como se sacude una montaña cuando un
volcán en su interior revienta, sacudióse. Los eslabones de la cadena que
sujetaban sus muñecas, volaron hechos trizas. Y arrancando de manos de un

91

agente el puñal homicida, dirigiólo a su corazón, a ese pobre corazón ha poco
dulce y caliente nido de ilusiones y ventura, y ahora ventregada de víboras
voraces.

Veinte manos agarraron sus muñecas, y entre el tumulto de la brega sus ojos se
cruzaron con los de Inés y de Matilde que, desoladas, anhelantes, le miraban…
¿Qué pasó en el instante de ese choque fugaz por las almas de esos tres
infelices, de esos tres crucificados del Destino?

-¡Déjenme! ¡Permítanmelo ustedes! ¿Pero por qué no me dejan? -rogaba Pedro


persuasivo-. No comprendo por qué no dejan ustedes que me dé la muerte. ¿Pero
para qué quieren que yo viva?

¡Ah, no comprendía el pobre mozo en su razonar sencillo, honrado, amargo! Si su


voluntad el herir no guió su mano: si eso que le condujo a la locura, al homicidio, a
ese abismo de horror, es algo que la fuerza misma omnipotente que lo atrapa
ahora entre sus férreos engranajes utiliza, explota, reglamenta, goza… Y si eso es
lo mismo que le ha tornado imposible la existencia, y para él, continuar viviendo es
un martirio insoportable, entonces, ¿para qué lo ahorran? ¿Para qué lo guardan?
¿Para qué prolongan su tortura?

-Esa es -dicen- la vindicta de la sociedad.

¡Vindicta!

¿Pero de qué se venga el monstruo ese?

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HONNI SOIT QUI MAL PENSE
Efe Gómez
Es un antro, obscuro como una catacumba. En medio una mesa. Encima de ella
una bujía de parafina, cuya flama dormita ahora, ahora se mece, proyecta,
inmóviles, o hace danzar, fantásticas, sobre las paredes bajas y obscuras, las
sombras de hasta diez personas sentadas en rededor.

Un terror súbito recorre el cuerpo de Sorel, las manos golpean la madera sonora
de la mesa en donde descansan, extendidas.

-Oremos, porque un espíritu alto tome posesión de Sorel -clama el anciano


Estratón-. Padre nuestro que estás en los cielos...

Y el coro:

-Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu...

Silencio otra vez.

Las conmociones de Sorel son cada vez más frecuentes. Improviso sobreviene el
trance. La faz de Sorel se transfigura. La boca, entreabierta, sonríe beatífica.
Lucen los ojos, húmedos, los cuales fíjanse extáticos sobre un rincón del muro
colgado de negro... Desfilando van, visibles para él solo, espíritus amigos de la
casa, protectores del centro, con los cuales dialoga, a los cuales describe, de
cuyos labios oye consejos sapientísimos...

Algo insólito pasa ahora. Los ojos de Sorel ábranse desmesuradamente, se


incorporan, retrocede.

-¡El general Rafael Uribe Uribe! -clama-. Y sus manos se alzan señalándolo.

Todos los que rodean la mesa se levantan, escrutando el lugar indicado por Sorel.

El cual continúa:

-¡Qué hermoso el general Uribe! Tiene como un resplandor de santo en la cabeza.


Como que quiere hablarme.

Y uno de los presentes:

-Diga usted, Sorel, al general Uribe Uribe, que por tanto como en su vida le
quisimos, le rogamos que nos diga algo, que nos consuele. Dígale que nos
aconseje lo que hacer debemos en esta hora negra en que el partido se
desmorona, se disgrega. El partido que vio su mano firme...

93

Sorel, fijos los ojos en lo negro del muro, parece dialogar, absorto, en diálogos
abscónditos, con el espíritu.

.......................................................................

-¿Qué dice el general?

-¿Qué hubo?

-¡A ver!

-¿Qué nos aconseja?

-¿Qué debemos hacer?

.......................................................................

Sorel, lleno de estupor, mira la muro colgado de negro; mira a los que le
interrogaron, sin verlos. Expectación larga en que hasta la llama de la bujía de
parafina del centro de la mesa, erecta, alargada, quieta, escucha atenta. Sorel, en
éxtasis, va a traer de lo incognoscido la palabra de que están todos pendientes; va
a revelar el mensaje del general; el gesto de ese magnánimo ante su obra
disgregada, muriente...

El anciano Estratón, con la voz lenta, reposada:

-Oremos porque el espíritu del general se digne hablarnos: Padre nuestro que
estás en los cielos...

El coro:

-Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu...

Sorel se retuerce como si, empapado hasta los tuétanos de alcohol, ardiera
incendiado.

.......................................................................

-¡Va a hablar!

-¡Ya!

-¡Oh!

-¡Valor Sorel!

94

.......................................................................

Sorel, jadeando, tartajeando:

-El ge... el ge... gene... A... a... a... a... a... a; a a a... ¡apenas se ríe!

95

LA TRAGEDIA DEL MINERO
Efe Gómez
Es de noche. La luz de una vela de sebo del altar de los retablos lucha con la
sombra. Están terminando de rezar el rosario de la Virgen santísima. Todos se
han puesto de rodillas. Doña Luz recita, con voz mojada en la emoción de todos
los dolores, de todas las esperanzas, de las decepciones todas de su alma
augusta crucificada por la vida, la oración que pone bajo el amparo de Jesucristo a
su familia, a los viajeros, a los agonizantes, a los amigos y a los enemigos: a la
humanidad entera.

Se oyen pisadas en los corredores del exterior. Se entremiran azorados. Se ponen


de pies. Se abre la puerta del salón, y van entrando, descubiertos, silenciosos,
Juan Gálvez, los Tabares, padre e hijo, y los dos Restrepo. Son los mineros que
se fueron a veranear a las selvas de las laderas del remoto río que corre por
arenales auríferos. Se han vuelto porque el invierno se entró.

-¿Y Manuel? -pregunta Doña Luz.

Silencio.

-¿Se quedó de paso en su casa?

-No, señora.

-¿Y entonces?

Silencio nuevo.

-¿Pero qué pasa? Su mujer lo espera por instantes. Quiere -naturalmente- que
esté con ella en el trance que se le acerca.

-¡Pobre Dolores! -dice Micaela-. De esta llenada de luna no pasa.

A Juan Gálvez empiezan a movérsele los bigotes de tigre: va a hablar.

-Que se cumpla la voluntad de Dios, señora -dice al fin-. Manuel no volverá.

-¿Qué hubo, pues?... Cuenta, por Dios.

-Mire, señora. Eso fue horrible. Ya casi terminaba el verano... Y ni un jumo de oro.
Cuando una mañanita cateamos una cinta a la entrada de un organal... y
empezamos a sacar amarillo... y la cinta a meterse por debajo del organal... La
señora no sabe lo que es un organal... Son pedrones sueltos, redondeados,
grandísimos... amontonados cuando el diluvio, pero pedrones. Como catedrales,

96

como cerros... ¡Y qué montones! Con decirle que el río, que es poco menos que el
Cauca, se mete por debajo de un montón de esos... Y se pierde. Se le oye mugir
allá... hondo. Uno pasa por encima, de piedra en piedra. El otro día, por tantear
qué tan hondo pasa el río, dejé ir por una grieta el eslabón de mi avío de sacar
candela. Y empezó a caer de piedra en piedra... a caer de piedra en piedra... a
chilinear: tirín, tirín... Allá estará chilineando todavía.

Por entre las junturas de las piedras íbamos arrastrándonos desnudos, de barriga,
como culebras, detrás de la cinta, que era un canal angosto. Llegamos a un punto
en que no cabíamos... Ni untándonos de sebo pasaba el cuerpo por aquellas
estrechuras. Manuel dio con una gatera por donde le pasaba la cabeza. Y él, que
era más que menudo, pasó, sobándose la espalda y la barriga. Taqueamos en
seguida las piedras, como pudimos, con tacos de guayacán.

-Aquí va la cinta -dijo Manuel, ya al otro lado.

Le echamos una batea de las chiquitas: las grandes no cabían. La llenó con arena
de la cinta.

-¿Qué opinás viejo? -me dijo cuando me la devolvió por el agujero, por donde
había pasado, llena de material.

-Mirá: se ven, así en seco, los pedazos de oro. En este güeco está el oro pendejo.
Pa educar a mis muchachos. Pa dale gusto a Dolores...

Y pegó un grito de los que él pegaba cuando estaba alegre, que retumbó en todo
el organal, como un trueno encuevao.

Los compañeros salieron a lavar afuera, a bocas del socavón, la batea que
Manuel acababa de alargarnos. Yo me puse a prender mi pipa y a chuparla, y a
chuparla... Cuando de golpe, ¡tran! Cimbró el organal y tembló el mundo. De susto
me tragué la pipa que tenían entre los dientes. La vela se me cayó, o también me
la tragaría. Me quedé a oscuras... ¡Y las prendo! Tendido de barriga, corría,
arrastrándome, como se me hubiera vuelto agua y rodara por una cañería abajo.
No me acordé de Manuel... pa qué sino la verdá.

-¡Bendita se la Virgen! -dijeron los que estaban afuera, lavando el oro, cuando me
vieron llegar-. Creímos que no había quedado de ustedes, mano Juan, ni el pegao.

-¿Y qué fue lo que pasó?

-Es que onde hay oro, espantan mucho.

-¿Y Manuel?

97

-Por ai vendrá atrás.

Nos pusimos a clarear el cernidor. Era tanto el oro, que nos embelesamos más de
dos horas viéndolo correr, sin reparar que Manuel no llegaba.

-¿Le pasaría algo a aquél?

-Allá estará, como nosotros, embobao con todo el amarillo que hay en ese güeco.

-Vamos a ver.

Y empezamos de nuevo a entrar, tendidos, de punta, como lombrices; pero


alegres, deshojando cachos. Porque el oro emborracha. Se sube a la cabeza
como un aguardiente.

Llegamos al punto en donde habíamos estado antes.

-Pero qué sustico el tuyo, Juan. Mirá donde dejaste la pipa -dijo Quin Restrepo,
con una carcajada.

-¡Y la vela!

-¡Y los fósforos!

-Fíjate a ver si dejó también las orejas este viejo flojo.

-¡Y quien le oye las cañas!

-¡Pero qué fue esto, Dios! Vengan, verán -gritó Penagos.

-¡A ver!

-Nos amontonamos en el lugar en que estaba alumbrando con la vela. ¡Qué


espanto, Señor de los Milagros! Nos voltiamos a ver, unos a otros, descoloridos
como difuntos. Los tacos de guayacán que sostenían las piedras que formaban el
agujero por donde Manuel entró, se habían vuelto polvo. Del agujero no quedaba
nada: ciego, como ajustado a garlopa.

-¡Manuel...! -grité.

-Nada.

-¡Manuel!

-Nada.

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Volví a gritar, arrimando la boca a una grieta por donde cabía apenas la mano de
canto:

-¡Manuel!

-¡Oooh!... -respondieron al mucho rato, por allá, desde muy hondo. Desde muy
hondo...

-¿Qué hubo, hombre?

-A mí déjenme quieto.

-¿Pero qué fue, hombre?

-Por mí no se afanen. Ya yo no soy de esta vida.

-¿Qué pasa, hombre, pues?

-Encerrado como en el sepulcro... De aquí y ano me saca nadie... Sacará Dios el


alma cuando me muera... Si es que se acuerda de mí.

-Buscá, hombre, tal vez quedará alguna juntura, por onde...

-He buscado ya por todas partes... Los pedrones, juntos, apretados... ¡Y qué
pedrones!... Tengo una sed...

Inventamos un popo, por onde le echábamos agua y cacaíto.

Así nos estuvimos ocho días: callaos, mano sobre mano, como en un velorio.

Si tuviéramos dinamita -pensábamos- volaríamos el pedrejón que rompió los


tacos... pero como todos los pedrones están sueltos, sostenidos unos con otros, el
organal se movería íntegro, se acomodaría cada vez más de manera diferente... y
nos trituraría a todos.. o nos dejaría encerrados...

Y lo horrible fue que se nos acabaron los víveres.

Manuel lo adivinó. ¡Con lo avispado que era!

-Váyanse muchachos.. ya hay agua aquí. Con el invierno ha brotado entre las
piedras... Déjenme los tabacos que puedan, fósforos y mecha, y... váyanse...
¿Qué se suplen con estarse ai...? Váyanse, les digo. Déjenme a mí el alma quieta:
ya yo estoy resignao a mi suerte. Lo único que siento es no conocer el hijo que me
va a nacer, o que me habrá nacido ya. ¡Pobrecito güerfano!... Me le dicen a doña
Luz que ai se los dejo.. a él y a Dolores. Que los cuide como propios... y no me
llamen más, porque no les contesto...
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¿Qué hacíamos, pues, nosotros? Venirnos. Venirnos y dejarlo: ¡Cosa más
berrionda!

Y el viejo Juan, con un movimiento brusco, se puso el sombrero y se agachó el ala


para taparse los ojos. Lloraba.

La puerta del exterior se abrió con estrépito.

Y entra Dolores, pálida, la piel del rostro bello pegada a los huesos, los ojos
enormes, extraviados, trágicos.

-Todas son patrañas. Todo lo he oído... Me voy por Manuel. ¡Ya! ¡Cobardes, que
dejan a un compañero abandonado! ¡Quien oye al viejo Juan! ¡Viejo infeliz! Traeré
a Manuel. Lo que cinco hombres no pudieron, lo haré yo... ¡Y ustedes
sinvergüenzas, tiren esos pantalones y pónganse unas fundas! ¡Maricos...!

Abre los brazos, da un grito y cae al suelo, retorciéndose entre los dolores del
parto.

Se laza doña Luz, severa, enérgica, bella, y hace salir a los hombres y a los niños.

100

LORENZO
Efe Gómez
Era a sesenta metros verticales de la superficie, en el fondo único, sin
prolongaciones laterales, de un pozo, de la mina. De un pozo de exploración, en
busca de una capa profunda.

Y en ese negro caos, agujereado a trechos por las claridades moribundas de las
bujías que entre el ambiente espeso, irrespirable, se asfixiaban, se morían, bullen
los mineros esgrimiendo a dos manos los pesados martillos de diez kilos. Al
esfuerzo los músculos se amontonan en los hombros, se retuercen en los brazos y
en los torsos; y a compás, rebotando elásticos contra la cabeza de los taladros:
tin, tan, tin, tan, cantan los martillos en sonoro tintineo. Y ese chocar metálico es
un himno entonado a la energía y al trabajo por esos titanes victoriosos.

Y esos titanes son titanes buenos. Buenos y alegres. su vigor es el vigor del
guayacán de nuestras selvas tórridas, que se aprieta y se retuerce en los nudosos
troncos, y se expande y ríe y perfuma en las ramas florecidas.

Y están gozosos; una ráfaga de alegría sopla en cada corazón: es que es sábado,
sábado en la tarde; el trabajo va a terminarse y allá arriba los esperan la luz, el
aire puro, el jornal de la semana y las muchachas de bellos ojos. ¡Ah!, ¡la visión
del cielo abierto, el éter luminoso, adorado desde los fondos negros de las minas!

Y hablando están de sus amores, de su vida sencilla, ¡feliz vida!...

-La que sí que está bien linda es Adelaida.

-Ai sí hay, pues.

-Más querida...

-¿Y este Lorenzo qué está viendo?

-¡Si por él fuera!

-Yo me hacia matar.

-Ve que te tumban, hombre, Lorenzo.

-¿Que lo tumban?... Más tumbao pa qué.

Lorenzo no contesta. Es un taciturno, un taciturno de ojos elocuentes, ojos que


están diciendo a gritos que la procesión va por dentro. ¿Qué había de contestar?
¿No sabe él , ¡ay!, de sobra, que Adelaida lo desdeña por Rivas, el teniente Rivas,

101

que usa uniformes flamantes, que lleva las manos cuajadas de sortijas, que ha
estado no se sabe en cuántas batallas, y de cuyo valor cuentan proezas que no
acaban?

¿Y qué ha de hacer él, pobre muchacho jornalero? ¿Qué otra cosa sino callarse y
paladear en silencio su derrota?

¡Ah!, buscarlo a solas, a ese tenientillo pisaverde, provocarlo pie con pie, pecho
con pecho, acero con acero... Pero... ¿Y su madre? ¿Y su padre, ciego, a quien
una mina, al estallar, sacó los ojos? ¿Y su hermana, viuda y llena de hijos?...

Y Adelaida cree -piensa- que yo soy un cobarde. Y ese... cree otro tanto. Y
también estos... Y sonríe amargo a esta sospecha torturante.

Lejano y tronco trasmite la roca el estallido de una mina.

-Eso fue en El Cuatro.

-Fue por aquel otro lado, por El Cinco.

Oyóse otra detonación aún más cercana.

-Todos hacen estallar sus minas y se van, y nosotros aquí esperando.

-Y sin modo.

-Qué tal si no se le antoja al patrón bajar esta tarde.

-Y lo advirtió varias veces. Que cuidadito con ir a prender sin el bajar.

-¡Oigan!

-Las guías del ascensor comienzan a vibrar.

-Allá vienen.

-Por fin.

La vibración de las grúas es ya sacudimiento. Se oye descender la plataforma con


ruido de trueno lejano.

-A cargar.

-¡Vámonos con este viajao!

-¡Upa, pues, ole!

102

Y alegres van ensartando las cápsulas de fulminante en las extremidades de las
mechas, preparando los cartuchos de dinamita, introduciéndolos en los agujeros
de los taladros.

La plataforma se detiene, la cancela se abre y da paso al patrón, y tras él, en el


talón de la alta bota reluciente el espolín inane, ridículo remedo restiforme de los
apéndices sonoros y pungentes que los altivos caballeros de otros tiempos
ganaban batallando, para hacerlos luego restallar con insolencia en salones de
reyes, de nobles y burgueses; envuelto en amplia capa crujiente y encauchada
que defiende el uniforme azul y oro del fango de la mina; florete al flanco y
chambergo empenachado, salta Rivas, el teniente Rivas, cuádrase en seguida, y,
el puño izquierdo en la cadera, cortés, se inclina y tiende la mano a una dama
gorda, la cual baja pesadamente.

-Gracias Rivas.

-¿De qué?

Torna Rivas a tender la ensortijada diestra. Tocando apenas la mano que le


ofrece; ágil, esbelta, ingrávida; el blanco pie desnudo; bajo la frente alta y divina
los ojos soberanos, en cuyo fondo bulle toda la luz de nuestro cielo tórrido bendito,
salta Adelaida. Y al tocar el suelo el pie donoso, las charcas sobre las cuales cae
la luz de las bujías, son regueros de gotas irisadas.

A Lorenzo se le cae de las manos el cartucho que prepara, y tiene que apoyarse,
vacilante, contra una salida de la roca.

-¿No ve usted, mi teniente? -dice a Rivas el patrón-. ¿No ve? Ese es el fulminante.
La mecha se le pone aquí, así. ¿No ve? Pero, eso sí, teniendo mucha cuenta de
no apretarla de a mucho contra el fondo, porque es muy fácil que de pronto...
¡plum!

-¡Mama! -grita la señora gorda-. Dejá eso, maridito, por Dios.

-¡Ay, niña! He quedado tan nerviosa, tanto, tanto.

-Buena usted, señora -dice Rivas, el teniente Rivas, con sonrisa protectora- para
asistir a un combate. Ese día que les venía contando, dos divisiones que habían
tratado de echar al enemigo de las trincheras que ocupaban, habían sido
rechazadas, vueltas trizas.

-Eso es una vergüenza -grita el general-. A ver, Batallón Terrible, los valientes
entre los valientes, desalójeme de ahí esos patojos. Y cojo yo esa bandera y
adelante, adelante. Sonaban las balas en el trapo de la bandera como un
aguacero en el techo de una tolda; y yo, ¡adelante...! ¡adelante...!

103

-Figúrate, niña -dice a Adelaida la señora gorda- cómo estaría de hermoso este
ángel.

Y volviéndose a Rivas:

-¿Pero no le daba miedo, niño, por Dios?

-¿Miedo? ¡Bah! -y se irguió y se levantó las guías de los bigotes.

-Esas mechas pónganlas largas -grita el patrón a los mineros. Y volviéndose a


Rivas:

-¿No ve? Hacemos encender las mechas, saltamos al ascensor, damos la señal
para que nos suban, y como las mechas dan suficiente, nos apeamos a la salida
de la galería de El Siete al pozo, que está a unos cuarenta metros de altura,
dejamos seguir el ascensor solo, y allí, bien resguardaditos, asistimos a la
detonación de las minas. Es muy bonito; ¿no ve? En medio al fogonazo se ven
saltar las rocas, trituradas; parece, a la explosión, que se viniera abajo todo el
cerro, y el ruido va retumbando, va perdiéndose hasta extinguirse en la red de los
socavones.

-¡Oh, soberbio, magnífico! -exclamó Rivas, el teniente Rivas-. ¡Ah!, el fragor de las
descargas, el olor a pólvora... mi sueño... mi elemento.

Y volviéndose a Adelaida:

-Sólo tú, reina, eres capaz de aprisionar en cárcel amorosa este corazón mío,
hecho para palpitar, sereno, entre el horror de las matanzas.

-Vamos, pues -grita el patrón-. ¡Al ascensor todos! Dé usted, Rivas, la mano a las
señoras, mientras dispongo yo la encendida de las mechas. Vamos, Moscoso,
cada uno encienda dos mechas rápidamente, a ver si logramos que revienten a un
tiempo todos los cartuchos. Eso es... Eso es. ¡Muy bien! Ahora, al ascensor todos.
¿Todos están ya? ¡Bien! Ahora, la señal... Una, dos y tres campanadas. Ya la
máquina empieza a funcionar arriba. Subamos, subamos. Asómense, señoras, por
los agujeros del fondo, y verán cómo arden abajo las doce mechas de las doce
minas, como doce chorritos de chispas. ¿Pero qué es esto?...

Por todos los rostros corre un relámpago de palidez mortal. El ascensor se ha


detenido, luego empieza a descender de nuevo, lentamente, lentamente, y se
queda inmóvil, casi en el punto de arranque, a menos de un metro del fondo.

-¿Qué ha ocurrido? -grita el patrón temblando de terror y agitando el cordón de la


campana de señales hasta quedarse con la cuerda rota entre las manos-. ¿Qué es
esto? ¡Dios! ¿Qué es esto?

104

Desencajados los rostros, los ojos saliéndose de las órbitas, se miran unos a
otros, silenciosos, anhelantes.

¿Qué va a suceder allí? Doce minas, todas ellas con cartuchos dobles, van a
estallar bajo sus pies dentro de pocos segundos, y esas nueve personas cogidas
en medio, levantadas en alto, estrelladas contra las paredes del pozo, trituradas,
serán pronto manchones de sangre en las salientes rocas, restos sin nombre
revueltos en el fango. Y las doce mechas, como doce antorchas fúnebres, siguen
ardiendo. Y la luz roja de sus siniestro chisporroteo no alcanza a colorear la
palidez agónica de esos rostros desolados.

Ya nadie piensa en nadie. El terror, con sacudida de rayo, ha derrumbado las


individualidades, y de ellas sólo queda el instinto primitivo, el automatismo
inconsciente. Unos intentan trepar por las paredes del pozo, y después de lucha
inútil, las manos desgarradas, tornan a caer inertes. Rivas ha pretendido subir
cable arriba, pero otros se han arrojado a subir con él; el racimo humano ha
crecido, crecido, y cediendo a su propia pesadumbre, ha tornado a caer sobre la
plataforma del ascensor, en donde se lucha a puñetazo limpio, a dentelladas y a
denuestos por subir primero.

¿Pero qué sucede inaudito, qué de insólito acaece de repente que ha logrado
orientar en una sola dirección todas las miradas dementes de ese grupo
enloquecido, cambiando los gestos de terror en anhelo de esperanza?

Es que, audaz, temerario, hermoso, ha saltado Lorenzo al fondo del pozo, y con
mano firma y rápida arranca una mecha chisporroteante de su agujero de roca.
Luego arranca otra... y otra. Un fulminante no resiste; lo arranca con los dientes,
sin temor a que le estalle entre la boca. Angustiosa expectación distiende los
semblantes. ¿Acabará a tiempo? ¿Arrancará todas las mechas antes de que el
fuego llegue a alguno de los fulminantes? Una sola mina, estallando, podría
hacerlas desflagrar a todas y tornar estéril tanto heroísmo. Y es tal el estupor, tal
el asombro, tal el aplanamiento de todos estos seres, que nadie se adelanta a
ayudar a Lorenzo, que a ninguno se le ocurre que podría hacer otro tanto y
salvarse, salvándolos a todos.

Ya sólo arden dos mechas, y arden alto, en la cornisa de una roca. Vuela allá
Lorenzo. Nadie respira. Ni un sólo corazón late. Las fracciones de segundo son
eternidades. ¡Horror! Al ir a trepar resbala y cae. Un grito, grito informe, no oído,
grito de animalidad en pánico, salido de las profundidades de lo inconsciente, grito
ronco de protesta, de desamparo, de impotencia, se escapa de todas las
gargantas. Luego un segundo de terror que fueron siglos, y en seguida,
germinante, jubiloso, inmenso, reborbollante, surge otro grito de alegría. Lorenzo
ha logrado apagar la última mina.

Después todo queda a oscuras.

105

A oscuras y en silencio.

¿Qué pasa en cada uno de los seres, al ir tornando a cada una de esas psiquis
disociadas por el terror, las series de sensaciones conscientes que integran
normalmente el monstruo humano? ¿Qué mundo de sentimientos, acordes con los
personales caracteres, irán naciendo, creciendo, tornándose despóticos?

Sentimientos de alegría, de agradecimiento, de odio, de vergüenza, de encendida


envidia. En tanto, el silencio continúa; nadie osa interrumpirlo.

¿Por qué solloza dulcemente?

¿Qué es eso extraño que en alma de Adelaida se alza en oleadas de piedad, de


ternura infinita, que la enerva dulcemente y humedece con lágrimas sus ojos?
¡Ah!, es que su ser, severamente sacudido, háse despojado de caducos follajes
pasajeros, quedando a solas con la osatura misma de su ser más íntimo, con la
urdimbre irreductible de la raza, tejida hilo a hilo por las envejecidas manos de
rústicos abuelos venerables. Es el retorno a los atávicos quereres; al prístino
soñar de adolescente; a la cabaña alzada en la ladera; al huerto oloroso a
mejorana que él cavó con sus manos surco a surco y ella amaba y nombraba
mata a mata.

¿Cómo pudo ella, cruel, volver la espalda a ese nido que él, como el gorrión,
mullera con el pulmón de más suave de su pecho? No sabía que allí la esperaba
cada día, hora tras hora, mientras corría ella tras un amor que no era el de su
alma, amor de trapos, de galones, de ademanes, mientras que él, tan leal, tan
constante, tan paciente, tan heroico...

Una mano busca las suyas en la sombra. Sí: es él. Es su mano, son sus manos
que el trabajo endureció. ¡Manos queridas!

-¡Lorenzo!

-¡Adelaida!

Y los brazos se aferran en los cuellos.

Tal los dos ramales de una misma corriente cristalina que árido islote erguido en
su cauce dividiera, tornan a unir sus líquidos cristales para correr, ya, y para
siempre, unidos.

106

OPINIÓN CINCO CON SETENTA DEL ABATE
JERÓNIMO COIGNARD
Efe Gómez
Almorzaba ese día en el convento

Jerónimo Coignard, grande helenista

y hombre de muy maduro entendimiento,

en cuyo honor estaban de jolgorio

los, de ordinario, austeros religiosos

en su amplio refectorio.

Improviso, fue entrando, campechana,

la recién desposada castellana

del castillo vecino,

y dijo así a Coignard en tono alegre:

-Habeís de perdonar mi atrevimiento,

huésped ilustre, pero no he podido

contenerme, señor, y aquí he venido

de vuestro gran saber teniendo nuevas,

a consultaros si este fervoroso

dulce amor de mi esposo

que me hace tan feliz, que a mi querida

morada da sabor de paraíso,

hasta el fin de mi vida

habrá de conservar su extraño hechizo:

que el dulzor de vivir vida tan cara

107

el temor de perderla, lo acibara.

Y dijo el varón sabio y virtuoso

pulcramente arrancado con la diestra

un tierno alón jugoso:

-Habré de contestaros, noble dama,

puesto a un lado el debido acatamiento

que vuestra estirpe altísima reclama,

lo que a este pavo que a comer empiezo

habría de decir, si se empeñase

que con el deleite igual el duro hueso

y la exquisita carne saborease.

Es, señora, a saber y estadme atenta:

Si lográis conservar el exquisito

sabor que vuestro esposo encuentra ahora

en vuestra carne fresca y tentadora

y, si además, le dura el apetito,

¡claro que sí, bellísima señora!

108

PSICOLOGÍAS
Efe Gómez
I
Que Lorenzo había comprado su macho a un desconocido, era notorio.

Pero como en esos tiempos de revuelta se forjaban a tal suerte de animales,


genealogías, para explicar su limpia procedencia, semejantes a las con que su
apellido engalanaba en otras épocas un español venido a Indias, nada cierto se
sabía sobre sus orígenes primeros.

Todo era posible.

Hasta sangre de reyes recorría las venas de ese hijo de burro.

Acrecentaba más esta sospecha, su ademán desdeñoso con respecto a los


demás de su especie.

¡Ah, el buen macho!

Por las tardes, suelto ya en la posada, después de revolcarse en tres amagos, sin
lograr jamás dar la vuelta, salía sacudiéndose; y luego de resoplar dos o tres
veces, olía la yerba de los mogotes engramados, hasta elegir uno de que mordía
con displicencia, sin mirar siquiera a las flacuchas mulas de los arrieros que lo
veían pasar con la boca abierta, admiradas de su buen pelo; dejaba en seguida de
comer, y parado en un altico, estribando sólidamente en los cuatro cabos, bajaba
las orejas grandes y entornaba los párpados enormes.

Por supuesto que eso le acarreaba acerbas críticas. Pero en cambio -sobre todo
entre las mulas- eran de oírse en esos momentos circular a flor de césped, entre
mordisco y mordisco a la jugosa grama, historias misteriosas con respecto al
Mayor -que a ese nombre respondía- mezcladas de cierto terror curioso, de cierta
atracción malsana hacia el enigmático personaje.

Él, por su parte, dejaba decir.

Y hasta fomentaría, sin quererlo, los decires. Porque jamás trataba de los altos
personajes de todos los órdenes sociales sino como de amigos íntimos, y hasta
con cierta risita burlona muchas veces. Relataba otras, vagamente, grandes
batallas, recepciones suntuosas, viajes lejanos, regios amores, especulaciones
por cientos de miles de dólares.

Hasta llegó a decirse por La Capul, una mula puertera muy ladina, que podía muy
bien ser, ese señor tan raro, el hijo de Luis XVI, el Delfín perdido.
109

Se habló mucho, mucho.

Y llegó a oídos del Garitero, un veterano en uso de licencia, que de resultas de


una matadura, temperaba en la posada de La Tolda, adonde llegó esa tarde
Lorenzo con su amigo y en donde a poco volvieron a alcanzarlos los arrieros.

Al rato, conversaba el Mayor con la mula de Lucas, el amigo y compañero de


Lorenzo -con la Pisca- única persona con quien mantenía relaciones; y el Garitero,
que no se tragaba las historias que venían contando sus colegas, resolvió
examinar las cosas por sí mismo.

Fuese, pues, a ellos, mordiendo grama... mordiendo grama, como quien no quiere
cosa. Cuando se les hubo acercado, pastaba... pastaba, y no les perdía palabra ni
movimiento: era un observador formidable el tal Garitero. Cuando los examinó a
su antojo volvióse a sus compañeros que lo esperaban reunidos. Al llegar a ellos
rizaba su jeta con una sonrisa burlona.

-Ya vienes con las tuyas- dijo La Capul, que era muy agresiva y muy apegada a su
parecer.

-Si no quieres, nada diré -contestó el Garitero.

-¿Habéis reparado -contestó entonces- en la majestad del Mayor para


expresarse?

-Sí -dijeron todos.

-¿Y en el dogmatismo de sus opiniones? ¿Cómo es grande en todo: en las


palabras, en los silencios, en las pequeñeces?

-Pues demás.

-¿Cómo hay en su rostro huellas de grandes sufrimientos, grabados en sus


facciones repliegues que denuncian orgullos enormes?

-Si lo conocemos mejor que tú.

¿Cómo tiene de golpe ausencias y responde a su interlocutor dejando adivinar que


no ha oído lo que se le dice? Pues bien...

-Lo que yo decía -interrumpió La Capul-: es un príncipe que viaja de incógnito.

-Nada de eso.

-¿Que no? Entonces un nihilista desterrado.

110

-Ni príncipe, ni nihilista, ni nada... Es un enfermo.

-¿Un qué?

-Un pobre diablo atacado del delirio de grandezas, una enfermedad muy común en
las democracias pobres.

-¿De suerte que quieres decirnos que es un loco? Pero si a él no le ha dado por
ser Papa, ni rey, ni aún general. Si ni siquiera ha tratado de resolver el problema
del papel moneda.

-Todavía no. Está en el período de gestación. Pero lo veréis: lo digo yo, el


Garitero; él por fin estalla.

II
En fin de fines: tantas así era la Gómez que le tenía metida el Mayor a la buena.
Pisca, una criatura candorosa que se había venido voluntaria de su dehesa nativa,
de allá de la Altiplanicie, en la brigada de un Estado Mayor. La cual Pisca iba esa
tarde de mal modo, tascando el freno y guiñando la oreja derecha.

-¿Conque muy enamorada? -le dijo el Mayor, con esa sonrisa de compasión
dulcísima con que a los pequeños nos sonríen los que están seguros de todo lo
que valen.

-¡Ay, señor! Y qué cosa tan amarga es amor de mula -contestó dando un suspiro.

-Amor sin esperanza, nada menos. ¡Pobrecita! Cuando te vi tan prendada de ese
caballo blanco por quien ahora suspiras, que encontramos allá en la manga del
hotel, pensé aconsejarte que no pusieras amor en ese tunante; pero temí que lo
tomaras en mala parte y creyeras que yo tenía intereses en ti. ¡Es una alhaja el
objeto de tu amor! Y al tal le viene de raza lo embaucador y enamorado, pues
según informes, viene siendo nada menos que nieto del caballo aquél de Ña
Teresona. Al cual, viejo ya y achacoso, cuando veía pasar una potranca se le
brotaban los lagrimones.

-Esa sí es gente.

-¡Hombre Pisca! Después de las que te hizo, salir con esos elogios, no tiene
perdón, francamente.

-El amor sí que es sinvergüenza, de veras, ¿no? A veces creo que me voy a morir
de tanto pensar y pensar. Me propongo olvidarlo, aborrecerlo... ¡y no puedo, no
puedo!

111

-¿Pero qué le viste a ese holgazán, que así te puso?

-¡Yo qué sé! Es tan hermoso, tan querido. Y mientras más me hace sufrir, más lo
quiero. ¡Ay! ¡Y cómo me ha hecho padecer! Hacía cuatro días que nos habíamos
conocido -¡los días más felices de mi vida!- cuando una mañana en que
estábamos los dos solitos mordiendo carretón tierno al borde de una corriente de
agua fresca y dulce, oímos chirriar la puerta de la manga y vimos entrar a un
muchacho con una yegua negra que soltó a pastar. La miré y me brincó con
violencia el corazón: era una hembra soberbia. Sentí miedo de ella, comprendí
que me iba a robar mi ventura. Torné a mirar a mi compañero, y vi que la miraba y
se me emparamó el corazón. Observé un estremecimiento involuntario recorrer su
piel; se le avivó el ojo, la dilatada nariz se ensanchó más aún, y un relincho
poderoso, retumbante, apasionado, reclamo irresistible de amor auténtico y
fecundo, atronó los ecos. La hembra contestó al llamamiento con otro relincho,
femenil, de modulaciones cadenciosas. Y partieron con gallardo trote el uno para
el otro. Llegados cerca, enarcaron las crinadas nucas, confundieron sus alientos
tibios y se mordieron con delicia. Yo estaba desolada. Y cosa rara: no sentía rabia;
sentía una tristeza... porque, ¿qué era, qué podía hacer yo ante esa criatura llena
de gracia, cuyos ijares fecundos se estremecían deliciosamente, con
estremecimientos de flor recién abierta que aspira la bocanada de aire tibio que le
trae en su seno el polen fecundante, yo, criatura estéril, yo, la hija de un pollino?
Llena de humillación y de vergüenza me escondí en un matorral, baja la cabeza y
desmayadas las orejas. Y en esa posición, pensando en lo triste de mi suerte, me
sentía morirme. A poco, pasaron por allí, en tropel bullicioso, los dos enamorados,
me descubrieron, se hablaron al oído y se alejaron riéndose de mí.

-¡Los sinvergüenzas!

-No los llame usted así, Mayor. Que aun cuando a veces excedan los límites del
decoro, ellos tienen derecho: su amor enriquece el mundo de nuevos seres, bellos
y felices. ¡Cuánto los envidio!, yo, criatura infecunda que no llegaré a ver jamás,
con amoroso sombro, un ser retozón y adorable, nacido de mis flancos, hollar el
césped con sus cascos diminutos.

-Poesía, pura poesía. Uno a tu edad es muy poeta. Pero cuando se ha visto tanto
mundo como yo he visto, yo que he rodado más que una mala noticia; cuando
hemos palpado lo fugaz de los placeres de los sentidos, entonces -por mis
blasones te juro- todas nuestras pasiones se resumen en una sola: la ambición del
mando. Reinar sobre los demás, obligarlos a tener nuestro nombre en la memoria,
no importa que sea como símbolo de odio y de desprecio; eso nos resarce de
nuestros días de oscuridad, de los desaires devorados, de las humillaciones
tascadas en silencio, de la insolencia del orgullo ajeno que nos hería con solo
pasar junto a nosotros sin mirarnos. Toda la hiel secretada en la carrera larga de
nuestras luchas en la vida, se trueca en miel dulcísima cuando nos hacemos

112

hombres grandes... Pero tú no puedes no comprendes esto, pobre Pisquita; tu
alma inocente...

El Mayor cortó de repente el hilo de su peroración, paróse un instante, levantó las


orejas, en seguida bajó casi a flor de tierra la nariz y olió el sendero dando un
soplo: llegaban a un punto difícil del camino. La Pisca, que iba un poco adelante,
empezó a vacilar antes de aventurarse al difícil paso: una pendiente vivísima y
estrecha que iba a morir en un fangal profundo y sembrado de hoyos. El Mayor
que la vio vacilar pensó que debía ensayar para el porvenir su vis diplomática y le
gritó:

-Ea, pues, Pisquita. Ahí se te presenta ocasión de concluir con la pesada carga de
tu infeliz y enamorada existencia. Lánzate y acaba de una vez.

Y viendo que la Pisca continuaba vacilando:

-Tírate, tírate, sin pensarlo siquiera, como dicen que habla y escribe un muisca
paisano tuyo.

Aún no había terminado el Mayor su indirecta y ya la Pisca se había arrojado


valientemente. Y allá cayeron el jinete en su asiento y la Pisca en el barro.
Revolvióse ésta con esfuerzo, dio cinco o seis botes, zarandeando al jinete,
siempre firme, hasta salir a campo seco, temblorosa y jadeante.

-Es bueno que se baje -gritó a Lorenzo su amigo, puesto ya en salvo-: el macho se
cae, lo conozco mucho, es demasiado sublime. Y por pasar con las piernas
estiradas y la cabeza en posición es muy capaz de darse una embarrada. Siguió
aquél la advertencia y echó pie a tierra.

-¡Dizque me caigo! -dijo el Mayor a su compañera saliendo junto a ella con el


hocico untado de barro- ¡caerme yo que he visto, sin pestañar, desplomarse el
Tequendama desde la misma roca donde lo admiró Bolívar!

-Nadie está libre, Mayor, de una caída.

-Pero yo sí: primero se cae un dado falso. Y tú también eres fina, eres una
muchacha de esperanza.

-Poco más, Mayor -contestó la Pisca ruborizándose.

En esas se le fueron al Mayor las manos en un hoyo, y por más que batalló y
mordió el freno, no pudo tenerse y besó al fin el suelo con la jeta. Hincháronsele a
Pisca de risa los carrillos, no por mal corazón, sino porque es un movimiento
natural, al ver caer al otro, el reír, cosa que, entre otras muchas, prueba nuestro

113

origen altísimo. Alzóse el Mayor y volviéndose a la Pisca que, al fin mujer, cambió
su risa en seriedad, exclamó:

-Cómo se hunde el terreno bajo mis pies. ¡Ya no puede la tierra conmigo!

114

EUTANASIA
Efe Gómez
Paró el carruaje enfrente al blasonado pórtico. Saltó Isabel, aérea, ingrávida. Sus
pies nerviosos, combos ente la estrecha punta y el tacón esbelto de la charolada
zapatilla, hirieron, en tropel sonoro, el marmóreo pavimento.

-Hemos llegado, abuelita -dijo, volviéndose-.

En el interior del carruaje viéronse las manos de la anciana buscar, palpar,


atrapar, ciegas, las manos de Isabel que a ella se tendían.

-Por aquí -dijo Isabel, guiando a la anciana.

Unida toda, ceñida totalmente a Isabel, sostén, amparo, corazón, ojos, universo
íntegro de la anciana ciega y frágil, fueron ascendiendo, lentas, la monumental
escalera que desde el umbral mismo empinábase magnífica.

-Aquí, abuelita, descansa aquí un momento -dijo Isabel en voz muy queda.

-¿Y ellos? ¿No han llegado todavía?

Llevóse Isabel el índice a los labios. Pero al recordar que los ojos de la anciana
cegados estaban para siempre, moduló un ¡chit!, tan suave, que ni una arruga rizó
el océano de silencio que por los ámbitos de los muertos salones, del patio
inmensurable, de las desiertas terrazas, se extendía. Alzó la anciana los hombros
con un gesto de niño dócil en los labios. Difundióse por el rostro divino de Isabel
sonrisa de piedad que erró por aquel rostro infinitamente hermoso hasta
extinguirse en las pupilas vueltas trágicas de súbito.

-No se oye nada...¿Es que no ha llegado nadie?

-Te vieron entrar, abuelita, y se han callado... Allí están todos... casi todos...

-¿De veras? -dijo temblando de alegría-. ¿Y a quiénes conoces, di, a quiénes


conoces?

-Mira... allí están en aquellos palcos de la derecha, casi todos tus amigos
porteños... Ahora te saludan...

La anciana se inclinó profundamente, y sus manos inefables, blancas, traslúcidas,


que besadas fueron por reyes y por héroes, devolvieron el saludo imaginario.

Y continuó Isabel hablándole, enumerando, piadosa, a los ausentes más queridos


de su abuela. Y por el cerebro de la anciana surgiendo iban en sucesión divina los

115

recuerdos... Se veía joven, bella, espléndida, en sus jiras triunfales, resonantes,
por las urbes que bordean el Atlántico, ese mar heredero del mar sagrado de los
griegos; de todo el Tirreno, mar divino, desde el día en que la humanidad se
derramó a través de las columnas de Hércules hacia el incógnito Occidente.

-Muerta la Duse -continuó Isabel- la Sara muerta... de cuyas tumbas vienen esos,
en peregrinación... esos los supervivientes de tu edad... congregados están ahí, a
tu vera... Eres tú ya la sola que resta de la pléyade gloriosa... Vienen a pedirte una
limosna de arte... a pedirte que te dejes oír... ya te lo he dicho: quieren que te
dignes crear para ellos una escena... la que tú prefieras del repertorio de los
autores de tus tiempos. Luego que te hayan oído, se dispersarán otra vez por el
mundo, felices de llevar en sus memorias el tesoro de tu voz, antes de hundirse en
el silencio eterno.

Por sobre la balaustrada marmórea, criados silenciosos, arrojaban al patio, grande


como una plaza de armas, nubes doradas de semillas de trigo. De súbito, como si
la nube gloriosa que cruzaba por el cenit en ese instante se hubiera derruido y
cayera en albos fragmentos, abatieron el vuelo sobre el patio, por el trigo atraídas,
bandadas incontables de palomas. Desapareció el suelo bajo la bullente
muchedumbre.

-Empieza ya -dijo Isabel.

En voz débil comenzó la anciana. Creaba una escena de amor, de uno de sus
autores preferidos. La Maga Ilusión fuela poseyendo. Y se veía llena de vida y de
belleza, frente a los públicos predilectos de su alma, haciendo vibrar los corazones
hastiados de los vividores, dando vida a los sueños imprecisos de los corazones
de las vírgenes; prisionera entre esa red divina, inextricable, de vibraciones que se
tiende, fluye, refluye, del público al artista y del artista al público. Su milagrosa voz
-su corazón mismo hecho sonoro- era oleadas de perlas que rodaran sobre placas
de argento, que rebotaran sobre cajas de guerra, que se deslizaran sobre sedas,
que se apagaran sobre armiños, para surgir de nuevo en surtidores polífonos,
divinos.

Sobre el muro frontero deslizáronse, silenciosas, dos puertas corredizas, y en los


umbrales aparecieron cuatro halcones crueles, trágicos.

Con el vuelo de las aves de rapiña, mudo como el andar de los felinos, fueron a
posarse al barandal y clavaron sobre las palomas miradas de acero frías, duras.

Quedáronse inmóviles, quitas, las palomas. Se oía el latir de sus corazoncitos


asustados, como el galopar de escuadrones de centauros que cruzando fueran
por los remotos horizontes...

116

Abatieron los halcones el vuelo sobre el patio: un huracán helado y seco soplando
sobre un reguero de nieve...

Era el momento en que la anciana arrancaba las notas más sublimes a su corazón
y a su garganta...

El batir de las alas azotando los pechos de las palomas espantadas, levantó un
ruido como de aplausos desbordantes. Fue como si la humanidad entera, puesta
en pie ante la anciana, le batiera las palmas.

-¡La apoteosis! -gritó la anciana desplomándose-. La emoción había roto sus


arterias.

-Bendita seas, Virgen Santa -clamó Isabel, piadosa, sin saber lo que decía...

Y sobre el azul glorioso de los cielos íbase ensanchando el cándido aplauso de las
alas.

117

UN HÉROE DE LA DURA CERVIZ
Efe Gómez
Eran cuatro los caballeros que transitaban ese camino. Un camino atroz,
imposible. Camino de las montañas antioqueñas en invierno. Fangales hondos,
blandos, sin orillas, como de purgante. Espinazos estrechísimos: un abismo a la
izquierda, otro a la derecha... y las bestias trababan las patas y estiraban los
pescuezos, y los jinetes, conteniendo el resuello, vacilando y llenos de angustia,
se fruncían. ¡Oh!, ¡qué fruncideros aquellos! En esos momentos iban más
preocupados por sus huesos los malandantes viajadores, que lo estuvo nunca por
los suyos -ni en vida, ni a la hora de la muerte- el autor de María.

-Esto es una insolencia, ¡cara...te!, y no me he de apear en ninguna parte. Para


algo me sacan contribución de caminos estos ladrones -decía don Pedro, el jinete
delantero, un hombre alto, corpulento, de rostro sanguíneo, pelo apretado y frente
estrecha, bajo cuyas cejas tercas se revolvían dos ojos coléricos, y a quien sus
amigos llamaban, de lejos, don Pedrón.

Y cuando don Pedrón decía una cosa, la cumplía. Era el primer cabeciduro, el
dura-cerviz número uno. Una vez se le propuso averiguar la edad de todas las
mulas que pasaban por el frente de su casa, una posada del camino de Medellín a
Manizales. Instalóse en un taburete, en el corredor. Toda recua que pasaba la
detenía, y mula a mula, quieras que no, les abría la boca y les veía el postrero.
Pues tanto hizo y perseveró que las mulas acabaron por conocerlo, y al llegar
junto a él se detenían, alzaban la cabeza, y arremangando la trompa, le
enseñaban los dientes y luego seguían.

Figúrense si un hombre de ese temple había de ceder, apeándose.

Y sus compañeros temblaban por él. Que bien podía atascarse, desnucarse en
ese camino infernal, pero lo que es apearse, una vez que había dicho que no lo
haría, no había ni riesgo, pues.

Más de diez veces había pasado, los dientes apretados y los ojos fulminando, por
fruncideros y fangales, tieso sobre su mula -una trotona blanca, alta, huesuda,
barrigona, a la cual la gente llamaba La Vaca- mientras sus compañeros, echando
pie a tierra, dejaban ir por delante sus caballerías.

Pero llegaron a un barrizal enorme, de lodo adherente, sembrado de charcos, de


espinazos ondeados que semejaban olas, un verdadero mar rojo. Al borde del cual
llegó La Vaca de don Pedro, y se detuvo. Arrebató el freno a su jinete, tendió el
cuello, y bajando las narices al lodazal, lo olfateó dando un resoplido. Muy hondo
debió de sentirlo, porque parando las orejas, y recogiéndose toda, retrocedió,
dando una vuelta rápida. El jinete, lleno de ira, recogió las riendas con viveza,
dando tal tirón, que le hizo abrir desmesuradamente la boca, quebrándole las
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quijadas, y hundiéndole las espuelas con violencia tal, que el pobre bruto, ciego de
dolor, de botó al pantano. Y cayó como clavado. Parecía que lo tiraban de abajo.
Sobre todo las manos no las podía mover. Al fin pudo sacar las patas, y,
alzándolas, ¡pst!, botó al jinete por las orejas. Y allá fue a dar sobre el lodo, donde
empezó a patalear como mosca en miel espesa.

Los compañeros lo miraban desde la orilla, sin poderlo valer. El pobre señor
batallaba atascado. Al querer afirmar una pierna, pisaba el zamarro de la otra y se
iba de costado. Tendía entonces la mano correspondiente para apoyarse, y se le
iba el brazo hasta el hombro. Y a todas estas, la mula, que estaba en las mismas,
le echaba encima una lluvia de pringues. Al fin logró, prendido de una raíz, salir a
un barranco. Tenía barro en el seno, en la nuca, en los bolsillos, en la barba, entre
las orejas, entre la boca, en la cabeza, en los ojos, hasta en la hiel.

Empezó por limpiarse una mano contra la otra, haciendo pelotas; luego, a botar
lodo de la boca, con grandes muecas semejantes a cuando se abre, para
limpiarla, una molleja de gallina; luego, a escupir pequeños fragmentos de tierra, y
después saliva sucia. ¿Qué iba a salir en seguida por esa boca?

Los compañeros estaban consternados. Sabían que de todo era capaz ese
hombre violento: de matar la mula, de matarse él mismo, de cualquier barbaridad.
Y el gran peligro estaba en que, llevado por la ira en ese momento de arrebato, lo
dijera, pues ya no habría modo de hacerlo volver atrás.

De pronto temblaron todos. Hasta la mula atascada se quedó quietecita. Don


Pedro, son su voz ronca y poderosa, enronquecida aún más por la cólera, gritó a
sus compañeros:

-¡Un cuchillo! ¡Un cuchillo!

Estos se miraron desolados.

Uno de ellos, que llevaba uno al cinto, se volteó con mañita para ocultarlo.

-¡Un cuchillo! -volvió a tronar don Pedro.

-Pero, por Dios, don Pedrito -se atrevió a decir uno con voz suplicante-; ¿usted
cuchillo para qué?

Entonces él, sacudiéndose como un león, y con voz que parecía un rugido
contestó:

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