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Hemos dicho que la persona es un ser social por naturaleza. Esto implica que las
relaciones humanas son vitales para la sobrevivencia, pero en especial, para el desarrollo
integral de las personas. No obstante, para que esta relación sea buena, tenemos que hacer
el bien a los demás. Imaginémonos lo grato que es recibir una atención cordial y amable
cuando llevamos el auto al mecánico o el computador al servicio técnico; y para qué decir,
cuando vamos a algún servicio de salud para que nos sanen de la enfermedad o alivien el
dolor. La excelente atención que podamos recibir estará relacionada con la capacidad que
tuvo el profesional de ponerse en el lugar del otro. En efecto, toda persona espera del
profesional un mínimo de empatía o solución: que entienda la situación que está viviendo,
que le dé alguna solución o consejo adecuado, pero de manera especial, que el trato sea
como se merece una persona. Pensemos en un informático biomédico que, en gran parte,
ve registros de datos: nombres, edades, patologías, etc., pero pocas veces conoce el rostro
de estas personas, sin embargo, aquello no le quita la posibilidad que tenga empatía por los
pacientes; es más, solo en la medida en que sea capaz de tomar conciencia que detrás de
esos datos hay un rostro humano concreto, entonces, su trabajo tendrá un verdadero
sentido y podrá realizar su labor como se lo merece toda persona. Por esta razón, cuando
no experimentamos la empatía por parte de un profesional, sentimos que no se nos
consideró del todo o derechamente que fuimos pasados a llevar. Esto no solo sucede en la
vida profesional, sino también en la vida diaria. Cuando caminamos por la ciudad, cuando
vamos a un supermercado o bien a algún servicio público a realizar un trámite, nos gusta
que nos traten bien. En la perspectiva de lo anteriormente dicho, la ética nos ofrece un
criterio práctico y muy sencillo que se denomina la “Regla de Oro”: “no hagas a otro, lo que
no te gustaría que te hicieran”. Lo anterior no es nada más de lo que hemos estado
reflexionando: ponerse en el lugar de los otros1. Si bien es cierto, la Regla de Oro es un
criterio sencillo, pero no por eso deja de ser importante, pues está dirigido a entender qué
está bien o qué está mal, para así saber cómo tratar a los demás en su condición de persona.
De alguna manera, la Regla de Oro permite visibilizar a las demás personas; pone un
“rostro” concreto a los datos o cifras con que trabaja el informático biomédico, por ejemplo;
en definitiva hace del trabajo de cualquier profesional un verdadero encuentro con el otro.
Por lo mismo, la Regla de Oro se convierte en un criterio mínimo para la vida en sociedad.
Así pues, todas las profesiones tienen la posibilidad y la exigencia de ponerse en el lugar de
otros, no solo para evitar hacer mal, sino para hacer el bien concreto que tal o cual persona
merece. Un ingeniero en sonido, un profesional del rubro de la informática o del diseño,
en su quehacer diario puede ser un aporte real a la perfección de las demás personas, pero
solo lo será si es capaz de hacer el bien que le gustaría que hicieran con él. Esta es una
mirada positiva de la Regla de Oro, es decir, no es para evitar el mal, sino para hacer el bien.
1
Cfr. Cfr. Melé, Ética en la Dirección de Empresas, IESE, Barcelona, 1997, p. 18.
En este sentido, se nos presenta como criterio máximo para ir construyendo la excelencia
profesional. Esta capacidad de ponerse en el lugar del otro, “humaniza” todo trabajo y, por
ende, lo dignifica, incluso para los que no tienen la posibilidad de estar en contacto directo
con las personas. Esta Regla de Oro, de hacer el bien que me gustaría que hicieran conmigo,
se puede ver potenciada con la virtud de la benevolencia: querer bien al otro.
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