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Meditación
Tú entiendes por qué Cristo exige a sus discípulos la renuncia yel abandono,
así como la docilidad a la gracia. Esas disposiciones son imprescindibles para
ponerse en marcha, para andar en las huellas de Cristo. Y ahora, ¡que empiecen
las buenas obras! María Magdalena siempre es la primera que pregunta, que
pide las enseñanzas, que escucha atentamente cuando habla el maestro. Una
cosa es disponerse a recibir todo de Cristo. Otra es recibir y escuchar la palabra
de Dios, tratar de ponerla en práctica y construir al hombre virtuoso. En efecto,
esta disposición del corazón sólo es válida si estamos buscando la verdad y el
amor de Dios. María Magdalena comprende la importancia de la sabiduría
bíblica. Escucha, Israel. Escucha. Presta atención, busca la verdad, recíbela de
tu Dios, acoge la palabra de Dios sembrada en tu corazón, arráigate en el
Verbo de Dios, deja que germine la semilla que Cristo ha depositado en tu
inteligencia. Que te aclare la luz del profeta por excelencia. Y entonces,
comprenderás cómo Dios ama y sólo desearás una cosa: amar como Dios ama.
Amarás a Dios por encima de todo y a tus hermanos en un verdadero amor
que busca el bien de Dios. Cuantas más palabras de amor digas, realizarás más
actos conscientes, y las virtudes se desarrollarán más en ti, desearás proclamar
aún más las maravillas de Dios. Al seguir a Cristo, liberada de todos sus pecados
y de todos sus demonios, María Magdalena toma conciencia de la suerte que
tiene de estar con Él. Se deja guiar por Él. Piensa que nada podrá turbarla.
Cristo está aquí, Jesús está presente en mi vida, ¿a quién temeré?
Al permanecer a los pies de Cristo, al estar cerca del manantial de agua viva, al
colmar tu verdadera sed, nos muestras la importante, la necesaria, la última
tarea de cualquier vida humana, de nuestro ser, de nuestras expectativas. Al
defenderte, Cristo te muestra el final de tu vida: ver a Dios en la vida eterna. Te
permite comprender para qué Dios nos ha creado: estar en Él y compartir su
vida. Jesús te asegura que él mismo es realmente quien apaga tu sed. ¡Qué
felicidad escuchar su voz! Lo miras y lo ves, él quien es el Verbo que estaba
junto a Dios y que adoptó nuestra condición humana. Cristo te permite vivir un
momento privilegiado y nadie puede quitártelo. Estás probando, en este
instante, lo que serán las delicias de la vida eterna, la dulzura de la palabra
divina. Cristo te alimenta. Disfrutas desde ahora de las delicias del banquete
divino en el Reino. Te alimentas en la mesa del Señor. Te acuerdas del
momento del encuentro de Cristo con la samaritana. Cristo le había dicho: «Yo
soy el agua viva», «el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a
tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará
hasta la Vida eterna» (Juan 4, 14). ¿Has comprendido, Magdalena, lo que Cristo
te muestra? ¿Lo que será la vida eterna? La vida eterna es la contemplación del
misterio de Dios, de su verdad, de su bondad, de su unidad con el Padre y con
el Espíritu Santo, de su sencillez, de su amor, de su belleza. ¿Todavía
tendremos hambre y sed? «Cuando nos adhiramos a la bondad sumamente
pura y perfecta, no rendiremos ya tributo a necesidad alguna. Seremos felices,
sin necesidad de nada; lo poseeremos todo y nada buscaremos» (San Agustín,
sermón 255). Nos embriagará la abundancia de la casa de Dios; nos saciaremos
cuando se manifieste su Gloria. ¡Esto es lo que María había comprendido!
Aunque ella aún no poseía esa vida íntima, definitivamente, poseía por lo
menos al que, siéndolo todo, embriaga y sacia. Ésa era la parte, la mejor, que
María se había escogido; nunca le será arrebatada.
Tomo un minuto para meditar todas estas cosas en mi corazón (Lucas, 2:19)