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A Salto de Imágenes - Jorge Ayala Blanco
A Salto de Imágenes - Jorge Ayala Blanco
A salto de imágenes
Algunos estilos cinematográficos a principios de los 80s
ePub r1.0
Titivillus 17.04.2018
Título original: A salto de imágenes
Jorge Ayala Blanco, 1988
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Por eso, decimos a salto de imágenes como decir a salto de mata en pos de
imágenes prevalecientes, a saltos en la espesura de las imágenes, expuestos al
asalto de imágenes, dispuestos a asaltar las imágenes o a ser asaltados por ellas,
para prevalecer literariamente a ambos asaltos, a salvo de las imágenes, a salto
de imágenes.
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48 horas o la comedia-thriller
Pretendiendo atrapar vivo al desencajado asesino fugitivo de un chain gong que
mata por placer (James Remar) y a un piel-roja gorilón con cara de Hulk que lo
ayudó a fugarse (Sonny Landham), el detective blanco Jack Cates (Nick Nolte)
pierde a sus colegas más queridos en sádica balacera dentro de un hotel y jura
vengarlos como algo personal; para lograrlo tendrá que desafiar las órdenes
terminantes de su vociferante jefe negro Haden (Frank McRae) y pedir prestada
en la prisión, por sólo 48 horas, a la «basura negra» Reggie Hammond (Eddie
Murphy), avezado conocedor de las prácticas y escondrijos del hampa local; con
él se lanzará, a la cacería criminal, intercambiando primero insultos y luego
obscenidades, hasta que el pícaro del submundo se gane su confianza, acabe
defendiéndolo con frases altisonantes («Tiene más sesos de los que tú nunca
tendrás y más agallas que cualquiera de los compañeros que he tenido») y juntos
logren su arriesgado objetivo, ya en perfecta complicidad lumpenpoliciaca.
Desde el arranque de sorpresiva ferocidad (la escapatoria en el campo de
trabajos forzados) hasta las últimas escenas trepidantes (el ajuste de cuentas en el
barrio chino de San Francisco, el mutuo adiós sardónico de los triunfantes
perseguidores sin aliento), la acción física puede ser rebosante a todo lo largo y
lo ancho de las 48 horas (48 Hours, 1982), sexto largometraje de Walter Hill, y
la violencia espectacular puede ir estallando compulsiva a cada momento,
incluso de manera brutal, cuando no sanguinaria o casi gratuita; pero,
prodigiosamente, el tono ligero de esta mañosa comedia jamás se abandona ni
flaquea. Estamos ante un nuevo tipo de thriller, otra forma concertante del
neothriller de los 70s/80s, con todas las estridencias de una Ruta suicida
(Eastwood 77) o de un Impacto fulminante (Eastwood 84), donde la acción rauda
y excitante, que parece dinamita pura de la más alta calidad de
diversión/diversificación, coexiste con arlequinadas chispeantes y
caracterizaciones llenas de colorido, sin caer jamás ni en la sátira clásica (Los
ocho sentenciados de Hamer 49) ni en el kitsch retumbante (Bullit de Yates 68),
ni en la relectura cerebral (Dioses de la peste de Fassbinder 69) ni la disolución
volatinera (Juego de masacre de Jessua 67), ni la parodia (La diosa azul de
Chabrol 65), ni la autoparodia desintegradora (Cliente muerto no paga de
Rainer 82), ni la sangronada (Juego sucio de Higgins 78) ni la tierna inocentada
(Los cazafantasmas de Reitman 84).
En la punta de los nervios, la acción del thriller debe cortar el aliento y
además, como una sobrecarga alivianante, secretar la dimensión cómica, un lujo
que avalora más que descreer o autocriticar. Desde esta perspectiva, Action Hill
(Los guerreros 79, Cabalgata infernal 80) ha conseguido en el thriller lo que
George Roy Hill había logrado dentro del western con Butch Cassidy (69), que
nada tenía que ver con las payasadas de El carapálida (McLeod 48) o La tigresa
del oeste (Silverstein 65): un delicioso estudio seriocómico de personajes al
interior de una mascarada con disfraz de thriller, diríamos glosando la
architópica definición del TV Movies de Maltin. La comedia-thriller cobra su
primera presa original, genera una pieza clave en el cine de acción
contemporáneo y eleva al nuevo subgénero como una de las bellas artes
cinematográficas.
Nada puede ser menos inocente fílmicamente que una comedia-thriller. Ya
en una enjundiosa nota Pauline Kael (New Yorker 10-I-83) hacía una lista
impresionante de películas célebres con las que, según ella, 48 horas arrasaba en
su «acción de montaña rusa». Pero, más que de un arrasamiento, se trata de una
puesta en irrisión en bloque, voluntaria o involuntaria lo mismo da, de Butch
Cassidy, Fuga en cadenas, Al calor de la noche, Harry el sucio y Contado en
Francia. Veamos de qué manera, caso por caso.
Como en Butch Cassidy estamos ante unos proscritos perseguidos por dos
representantes de la Ley que siempre se frustran cuando están a punto de
atraparlos; pero en 48 horas, por mero juego retozón, los papeles simpáticos y
antipáticos se han exagerado e invertido; los proscritos no son los duros
barbilindos Paul Newman (Butch Cassidy) y Robert Redford (Sundance Kid),
sino dos desalmados superasesinos sueltos en la jungla esfáltica de Frisco, y los
representantes de la justicia que padecen el atrapus interruptus se han
convertido en los héroes agradables de la ficción. Como en Fuga en cadenas
(Kramer 58) estamos ante un negro y un blanco simbólicamente esposados entre
si que deben superar sus odios raciales para actuar coordinando sus esfuerzos;
pero en 48 horas no se trata de franquear un cerco policiaco, sino irónicamente
de establecerlo e irlo cerrando cada vez más. Como en Al calor de la noche
(Jewison 67) estamos ante un policía blanco pomposamente atrabancado que a
regañadientes debe someterse a las iniciativas de un aliado negro para localizar
criminales; pero en 48 horas no se trata de tomar órdenes de un colega negro de
la gran urbe, sino sarcásticamente de un piojoso dandy negro de los bajos fondos
que purgaba una condena de tres años, y aún más sarcásticamente no se trata de
aprender métodos más profesionales para capturar criminales, sino de aprender a
incidir con más vitalidad en el seno de la realidad social.
Como en Harry el sucio (Siegel 71) el superpolicía blanco es inescrupuloso
por naturaleza y no se detiene ante ningún recurso ilegal con tal de aprehender al
superhampón escurridizo; pero en 48 horas la ilegalidad abierta del sabueso
terminará contemplando también cierta gozosa complicidad «fuera de código»
con su compañero negro, dentro de una velada envidia a sus transas. Como en
Contacto en Francia (Friedkin 71) los rencorosos perseguidores con fachada
legal acabarán por interceptar y desmontar las actividades delictuosas de los
maleantes; pero en 48 horas tendrán que interceptar y deshacer primero sus
vidas personales, contravenir sus expectativas entrañables más pragmáticas y
hasta sus hilarantes pulsiones sexuales. La irrisión en bloque a las realidades
genéricas del thriller es un sabotaje sistemático y una culpa devota que,
culminante paradoja, termina ennobleciéndolas al flexibilizarlas.
La comedia-thriller finge descreer en los arranques violentos de sus
protagonistas sólo para mejor mitificarlos. El grandulón fofo y lleno de llantas
abdominales Nick Nolte encama con exasperación el mito del blanco dominante
y paranoico. Da por cierto que se mueve como pez en el agua dentro de una
opulenta atrofia social cuyos problemas desbordan hasta a sus más afortunados
beneficiarios, para desarticularlos como seres humanos. Frenado hasta por la
propia vigilancia policial que considera sospechoso a todo excéntrico, como en
la jocosa secuencia de la persecución dentro del metro que falla en el último
minuto, es un pobre cínico autoagitado, un Steve McQueen que se acercó
demasiado al sol de los 80s, un ineficaz que se la pasa apuntando a todos lados
con su morrocotuda magnum 44 sujeta con ambas manos sin atreverse a
dispararla contra esos asesinos maniáticos que sólo necesitan escudarse detrás de
tembeleques rehenes femeninos. Es un Matt Dillon de cuarta, tronado física y
emocionalmente; un tirano que ni a golpes puede doblegar a su acompañante
indeseable y ni haciendo telefonemas cobardes puede igualarlo en su éxito con
las mujeres; un prepotente vacío que cambiará su papel de dominio con ese
subordinado cautivo al que ya admira y estima.
El pequeño y atildado Eddie Murphy encarna con elegante firmeza el mito
del negro igualitario que ya no necesita luchar por su liberación. Se reivindica
solo, gracias a su inigualable capacidad de sobreadaptación y a su humor innato.
A veces despreciado hasta por sus encumbrados hermanos de raza como el
comisario Haden, es el exacto contrario del profesional del lamesuelismo negro
Sidney Poitier, un seductor ingenioso a la misma distancia de las zalamerías de
Richard Prior que del anticarisma de Howard E. Rollins jr (Ragtime, Historia de
un soldado de Jewison 84). Es el exquisito y bien trajeado Ben Kingsley sin
gandhilocuencias que se merece la picaresca ligadora de los bares sólo para
negros y esos hamponcetes acobardables al primer abuso histriónico de una
gente de color con insignia (soberbia escena del «Ya les llegó su peor
pesadilla»). Es un imbatible hombrecillo que sí se mueve como pez en el agua,
pero dentro de un humor lumpen y en las cenegosas aguas del submundo urbano.
La oposición de estos dos personajes no dará como resultado un duelo de
actuaciones, sino un enfrentamiento ideologizado de antemano que se irá
complicando y negando sobre la marcha. El racismo en estas febriles 48 horas
no se entabla como una relación de personas. El racismo se ha vuelto una
desquiciada versión de la moral del amo y el esclavo (cf. Hegel), un choque de
mitos, un acuerdo entre el regocijo masoquista de los espectadores blancos y la
reafirmación caricaturesca de los espectadores negros. Al final, por encima de
toda colisión, por encima incluso de la amistad viril a puñetazos hawksianos y
del goce de los reconocimientos disonantes, el racismo será sustituido por una
obstinada e inestable unidad de los contrarios.
El discurso ideológico se escapa por la tangente, acaso contagiado por la
excelencia de las fantasías escapistas de Walter Hill. Antes de iniciarse como
auteur total en El peleador callejero (75), el realizador había escrito formidables
guiones, como los de La huida (Packinpah 72), El hombre de Mackintosh
(Huston 73) y El ladrón que llegó a cenar (Yorkin 73), todos ellos divertimentos
con las mismas cualidades de Driver (Hill 78), Los guerreros, Cabalgata
infernal y 48 horas. Ritmo en aceleración constante que es una ultrasofisticada
reconversión del más primario agárrame si puedes, fuga sistematizada con
irreprensibles articulaciones, extravagancias dispersas que pueden incluir (como
48 horas) hembras defendiéndose de intrusos a batazos o un clímax a
pistoletazos-bazooka en las sórdidas emanaciones de un callejón infernal:
fantasías y emociones de una escapatoria única que ha dado origen a relatos sin
fin.
En 48 horas el suspenso va siempre en aumento. Un autobús cambia tiros
con un auto fastuoso durante un buen trecho, a riesgo de inminente embestida. El
disparo final se logra arrostrando perforarle el cráneo al compañero. Pero hay
otro suspenso que no se ve. El ritmo del nacimiento de la amistad interracial
corre en contrapunto con el ritmo de la persecución, hasta que termina
armonizando con él. Por eso, antes de devolver al nuevo amigo a la prisión y
sabiendo que no intentará traicionar como tampoco quiso apropiarse del botín
evanescente, habrá que dejarlo que se desfogue eróticamente a solas en un
cuartucho con un ligue ocasional que lo traía entusiasmado tras largas
abstinencias.
Como las del policía ojete de Driver (Bruce Dern) que en el fondo estaba
fascinado con los arrancones del perfecto chofer de asaltantes (Ryan O’Neal), las
motivaciones de la acción son dobles, corporales y sentimentales. A la vacilante
estructura emocional del relato le corresponden súbitas inflexiones en la
impulsiva dosificación de las elipsis y de los cortes sobre el movimiento. Es el
secreto de la eficacia del cine de acción, un vértigo del efecto y del afecto.
México, D. F.
Dic. 1985/Mar. 1987
JORGE AYALA BLANCO (Coyoacán, 1942) ejerció desde muy joven la crítica
de cine en suplementos culturales (Novedades, Excélsior, Siempre!) a lo largo de
24 años, de 1963 a 1987, al más alto nivel nunca antes alcanzado en nuestro país
y sin tallar una sola semana —caso aparte en la cultura mexicana, tan pródiga en
trayectorias inconstantes y estériles prestigios, sobre todo en los campos de la
crítica y el ensayo. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores en 1965-66 y
secretario de redacción de la Revista de Bellas Artes en 1966-68; fungió como
prologuista y recopilador de El gallo de oro de Juan Rulfo (ERA, 1980); elaboró
96 programas de la serie «Mujeres compositoras» en Radio Educación, y ha sido
traductor de poesía y filosofía, a partir del francés, inglés, italiano y alemán. Es
además profesor de carrera en el Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos de la UNAM.
Entre sus libros se cuentan un temprano Cine norteamericano de hoy (UNAM,
1966) y cuatro tomos de la investigación Cartelera cinematográfica (30s, 40s,
50s, 60s), en colaboración con María Luisa Amador y auspiciados por la
UNAM. Editorial Posada ha ofrecido varias reimpresiones de su trilogía clásica
sobre el cine nacional; La aventura del cine mexicano, La búsqueda del cine
mexicano y La condición del cine mexicano. Ahora, esta misma editorial publica
el díptico de Ayala Blanco; sobre cine extranjero, formado por los libros Falaces
fenómenos fílmicos (algunos discursos cinematográficos a fines de los 70s) y A
salto de Imágenes (algunos estilos cinematográfico a principios de los 80s).