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Sobre el cine

y sus hermanas

Juan Diego
Caicedo González

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Sobre el cine
y sus hermanas
Juan Diego
Caicedo González

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Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia
Caicedo González, Juan Diego Antonio Pablo, 1955-
Sobre el cine y sus hermanas / Juan Diego Caicedo González -- Bogotá : Universidad
Nacional de Colombia. Facultad de Artes, 2009
304 p.
ISBN : 978-958-xxxx-xxx

1. Crítica de cine 2. Cine y arte 3. Cine y música 4. Críticos de cine I. Tít

CDD-21 791.43015 / 2009

Rector Moisés Wasserman


Vicerrector de Sede Fernando Montenegro
Decano Facultad de Artes Jaime Franky
Director Centro de Divulgación y Medios Alfonso Espinosa
Diseño y diagramación Maria Victoria Guerra
Corrección de estilo Javier Correa

Sobre el cine y sus hermanas


Juan Diego Caicedo González
Primera edición: julio de 2009
ISBN: 978-958-719-265-0
© Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes

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CONTENIDO

Introducción 8

Primera parte: Desde los medios masivos y sobre ciertas


películas AMADAS de antaño 18

La Nueva Ola después de veinte años 19


Amor sin barreras (West Side Story), de Robert Wise 22
Los setenta años de Jacques Tati 24
Nos amamos tanto, de Ettore Scola 27
El inocente, de Luchino Visconti 30
Regreso sin gloria, de Hal Ashby 31
Un día muy especial, de Ettore Scola 32
Los duelistas, de Ridley Scott 34
¿Quién puede matar a un niño?, de Narciso Ibáñez Serrador 35
Manhattan, de Woody Allen 36
Muerte, fe y arte en El séptimo sello 38
Lo sublime en Viridiana, de Luis Buñuel 43

Segunda parte: Ensayos 48

Crítica a la crítica de cine 49


Realismo y memoria en el lenguaje cinematográfico 76
Las afinidades electivas entre el cine y la música 105
Actualidad del proyecto educativo de Roberto Rossellini 135
Pensamiento crítico y realización en el cine francés 160
Stalker, de Andrei Tarkovski. La metafísica de la debilidad 168
Círculo familiar y familiaridad con el cine en el cine de Martin
Scorsese 185
Robert Bresson: el ideario de un difunto obstinado 190
Una propuesta de análisis de Dies Irae, de Carl T. Dreyer, según
el método fenomenológico 197
Los placeres de la comida chabroliana 210
La música como utopía del humanismo integral 224

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Tercera parte: Cine Colombiano 266

Tulia de San Pedro de Iguaque, de Jorge Echeverri 267


Rodrigo D.: No futuro!, de Víctor Gaviria 271
Nuestra película, de Luis Ospina 274
El desamparo amparado por la forma, crítica a De(s)amparo,
de Gustavo Fernández 278
Las luces se prenden para Gustavo Ibarra 283
El guión como uno de los rigores más placenteros del cine 286

Bibliografía 296

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A Josefina, la primera entre todos.
A la memoria de Hernando Salcedo Silva,
maestro, amigo y pionero

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Introducción

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Jorge Echeverri, Álvaro Mutis y Juan Diego Caicedo.
1991, Postgrado en Guión en la Universidad del Ro-
sario, dirigido por este último.

Los textos que se ofrecen al lector a continuación hacen


parte de la larga trayectoria como crítico que he tenido hasta hoy,
en medio de la cual he padecido públicamente y, a la vez, disfruta-
do (¡y de qué manera!), tanto por la respuesta calurosa de los inte-
resados, como en la intimidad y privacidad de mi amor al cine.

Se padece como crítico porque, como tan oportunamen-


te lo subrayaba François Truffaut (1976), en su inmejorable intro-
ducción a su libro Las Películas de mi vida, no es fácil convencer
a un director o realizador de la importancia de este trabajo (por
supuesto, sólo cuando se hace seriamente, con sensibilidad activa,
inteligencia despierta y conocimiento del oficio fílmico, cosas ex-
cepcionales, a decir verdad, en este ámbito), en especial cuando
se le señalan sus fracasos y caídas, pudiendo ser éstos los de toda
una vida. Tampoco al público acostumbrado a tragar entero, a no
querer sentir y pensar lúcidamente sobre lo que ve (o, más bien,
consume) en las salas o la televisión, hoy en día también por DVD
e Internet, público al cual pertenecen, además, como por si fuera
poco, presuntos intelectuales, élite de fachada diletante, esnobista
e impostora (muchos de ellos, es claro, deberían dedicarse a otra
cosa, negocios o diversiones, pues su mentalidad es por completo
ajena al arte), que no quiere saber nada acerca de cómo y en cuá-
les elementos una obra descansa para poder ser reconocida por su
calidad, sus méritos universales, o lo contrario. Ello dentro de las
intuiciones de lo que es universal, a partir de la subjetividad, a la
manera de Kant en su Crítica del Juicio y, a la inversa, de lo que es
subjetivo (personal, único, en la creación de un autor), en términos
de la objetividad, siempre limitada, en virtud de la cual puede adu-
cirse el por qué una obra tiene un valor indudable, a la luz, más
de esas intuiciones inteligibles, que de los patrones conceptuales

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racionalistas, poco o nada adecuados para entender cabalmente lo ar-
tístico como tal.

La actividad crítica demanda un proceso emocional parecido


al de la dinámica en la música, hecho de alternados crescendos y de-
crescendos, fortissimos y pianissimos. Si el crítico no vibra animosamente,
por el deseo de hacer partícipe a otros de su entusiasmo, experimenta la
desazón de una sensibilidad vapuleada, ofendida, o explota airadamente
con lo que percibe y valora, está perdido. Se podría decir que es como
un paciente (¡Qué paciencia la requerida por un crítico! Recuerdo que
André Bazin hablaba, entre otras, de un festival de cine como un ejercicio
ascético para el crítico), de estados altamente variables, pues bailotea a
merced de lo que tiene por delante; a ratos hipertenso, a ratos víctima de
la baja tensión, atendiendo a los productos que puede soportar o gozar.
El termómetro de sus reacciones, si no marca grados altos de feliz febrili-
dad, sumas ebriedad báquica o radical indignación, pone el dedo en la
llaga respecto a lo peor que puede pasarle: la fatal tibieza anímica (“¡Ay
de vosotros, tibios…!), la mediocridad de la actitud ante la mediocridad
de las obras, y la falta de apasionamiento, argumentado hasta donde es
posible, ante lo que es, sencillamente, grande.

Aquí las medias tintas despiertan la suspicacia del conocedor


genuino. Esto aproxima necesariamente el crítico al artista –si es que no lo
es también él, de por sí–, ser pasional por excelencia, como lo han puesto
tan de relieve, explícitamente, de muy distintas formas, un Schopenhauer
y un Kandinski, un Stanislavski y un Chopin, para no hablar de muchos
más. Por eso, tanto los unos como los otros, artistas y críticos de valía, son
vistos frecuentemente por la sociedad –especialmente por comerciantes,
burócratas y envidiosos– como enfermos, locos de atar. Pero crítica y arte
piden a gritos, igualmente, la paciencia anotada, disciplina, un delirar
extasiado, pero atenuado o mesurado precisamente por la medida, la ne-
cesidad de limpiar las emociones en el plano de la reflexión, la sindéresis
pensante, que tampoco puede ser excesiva, pues puede degenerar en la
rigidez academicista o un pensamiento racionalista.

En ambos casos, las actitudes normales, corrientes, no aportan


nada. Vivimos sumidos, regularmente, en el conformismo, los lugares co-
munes, las miradas convencionales, la apatía, la ley del menor esfuerzo.
Sobradas razones asistían al gran Martin Heidegger (1998) cuando es-
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cribía que el arte no acontece en los caminos de lo usual, lo ordinario,


precisamente porque es un acontecimiento, una revelación. Si el crítico
no lo entiende es porque es, más bien, acrítico, uno más dentro del ser-se
anónimo (Heidegger, 1995), del uno igual a todos, del gregarismo diario,
un ejemplar más, despersonalizado, en el grisáceo marco del trasegar
rutinario por lo trillado y consabido. El buen crítico pone en guardia con-
tra ese sopor, clama por un despertar de sentidos y conciencias. Pone,
en pocas palabras, las cosas en su sitio. Ya lo ha hecho, y mucho mejor
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que él, hay que reconocerlo, el artista, pero, como ese sopor en el que
andamos sumidos habitualmente es tan evidente, en más de una ocasión
han sido necesarios los críticos para potenciar ese despertar, en términos
formativo-educativos, sobre todo cuando los acontecimientos que se es-
tán viviendo o se están preparando son de primera magnitud, también
cuando el sopor se ha hecho desmedido, pestífero, atrozmente indolente.
Por eso es tan infrecuente, en términos de justicia real (cineastas como
Alfred Hitchcock y Fritz Lang han puesto en duda el alcance de ésta, en
general), hacer y saber valorar la crítica. Normalidad, cotidianidad, farra-
gosamente arrastradas, de modo inconsciente y sumiso, están muy, pero
muy lejos, de ambos, arte y crítica.

Todo eso, en un país como el nuestro, se ve agravado por la


múltiple existencia de individuos que, posando ya de cineastas, ya de
críticos e, incluso, docentes en el campo cinematográfico, ignoran por
completo qué es el cine, cómo, porqué y para qué se hace. Desde los
tiempos de la Colonia (bastaba entonces con ser español, no criollo, para
descollar y someter a otros, fuera quien fuera el fulano en cuestión, capaz
o incapaz; los hubo, como siempre, de ambos tipos), pasando por el muy
poco ilustre general Francisco de Paula Santander, caudillos de ambos
partidos políticos históricos y los políticos ahora calificados como cívicos,
independientes o de izquierda, con rutilantes y muy momentáneos ca-
sos atípicos, siempre olvidados por nuestra muy crónica amnesia (Bolívar,
Núñez, Reyes, López Pumarejo), una de las peores enfermedades para la
psiquis, si no la peor, la norma política impuesta a nuestra comunidad,
tan individualista y poco solidaria, ha sido y es la mediocridad. En nuestro
terreno, el del cine, cualquiera aquí lo hace, formula lineamientos esta-
tales, escribe sobre él, hace disertaciones o enseña. Basta un poquito de
astucia para tener un reconocimiento, figurar, descrestar; por supuesto,
eso sucede no solamente en el cine, sino en la totalidad de los campos
de la vida nacional (¡Qué decir de la televisión, por Dios que, entre otras
cosas, tiene colonizado, en buena medida, al cine!).

Los muy contados representantes de una crítica cinematográfica


respetable que hemos tenido –Hernando Salcedo Silva (siempre el primero),
Andrés Caicedo, Jaime Manrique Ardila (no confundir con un homónimo,
hablo de ese excelente crítico barranquillero que escribiera en Nueva Fron-
tera, allá por los años setenta), Luis Alberto Álvarez–, han sido criaturas
marginales, muy poco reconocidas, social y culturalmente hablando.

Si por aquí llueve, por allá no escampa, ni Europa se salva.


Quiero decir: cualquiera con dos dedos de frente y alguna información a
su haber, sabe que la buena crítica en todo el mundo ha escaseado y que,
cuando no ha sido así, el crítico, como lo observaba Truffaut, ha sido uno
Introducción

de los seres más estigmatizados del planeta por aguafiestas, por ir contra
la corriente de las alienaciones de moda, por espantar inmisericordemen-
te a la frivolidad y la vanagloria. Particularmente ahora, en pleno apogeo
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del poderío mediático e informático, el crítico es cada vez un bicho más
raro. Por ningún motivo, el espectador quiere pensar, problematizar el
cine, mucho menos el mundo. La angustia heideggeriana por invitar al
hombre a pensar como último refugio para salvarlo de la hecatombe espi-
ritual, pronosticada a tiempo –hoy al borde de su cumplimiento definitivo,
con creces; también en lo económico, ecológico y material–, no ha sido ni
puede fácilmente ser sosegada o consolada. Mas, acaece entre nosotros
que, al carecer de tradición, respirando mecánicamente a la deriva, sin el
alimento de la reflexión cultural e histórica, insustituible para que un pue-
blo forje un destino importante, la crisis se agrava. El subdesarrollo men-
tal, más preocupante que el material, obstaculiza casi totalmente el flujo
del pensamiento, adormilando a la par la sensibilidad con el soporífero
de unos medios masivos que no sólo inyectan somníferos, sino arsénico,
como los nazis, rematando, lentamente, a veces sin remedio, lo que fami-
lias, instituciones educativas y pérdida de rumbo político han comenzado
a matar, desde muy pronto, en corazones y cerebros.

Retomo el hilo de cómo vemos en Colombia el otrora llamado


séptimo arte, remitiéndome al hecho de cómo se afronta y maneja el
espinoso asunto del cine nacional. Un flamante Consejo Nacional de la
Cultura en Cinematografía (¡qué nombrecito tan rimbombante para tan
magros resultados!), integrado, en su mayoría, por burócratas del Estado
y sus delegados (por lo general con muy escasos o inexistentes conoci-
mientos sobre cine), representantes de los distribuidores y exhibidores,
con gentes del oficio que constituyen una minoría (representantes de los
productores y realizadores, quienes a veces nada tienen que ver con la
práctica profesional, elegidos un poco a la topa tolondra, sin mayor cla-
ridad ni metas: responsabilidad de las agremiaciones o, en general, del
sector, donde predomina, como en tantas esferas del andamiaje nacio-
nal, la tendencia a gozar de privilegios y prebendas, no precisamente por
méritos), más un representante de unos supuestos comités regionales de
cinematografía –de cuya eficacia, labores o fines casi nadie sabe nada–,
decide olímpicamente sobre políticas y criterios (¿?). Prima, como es de
esperarse de una composición de tal género, viciada de antemano, una
mirada espúrea, torpe e indecisa. Se quiere servir a dos señores, la cali-
dad y el dinero, cuando es un hecho –como todos los hechos, incontro-
vertible por su misma naturaleza-, que toda política cinematográfica de
algún relieve en cualquier país del mundo busca, ante todo, propiciar la
calidad, elevando el nivel de apreciación de un público, tan aberrante y
Sobre el cine y sus hermanas

comúnmente maltratado por la voraz e insaciable sed de ganancias de la


industria del espectáculo.

Las consecuencias las conoce bien el ciudadano con sentido


común, que sabe ver más allá de sus narices. Se impone, a la larga, el
sentir de esos mismos representantes del capital y la politiquería, a los
que el Estado colombiano sirve como un lacayo muy bien amaestrado.
Manda la parada, en una Ley del Cine concebida para todo menos para
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lo realmente importante, y unas convocatorias de fantoches –una farsa
típica de nuestra cultura, en las cuales los eufemísticamente llamados co-
mités evaluadores están integrados, casi siempre, por gentes no idóneas
e incompetentes–, el sentir de las señoras de los políticos o sus amigas,
a quienes se ha encomendado la dirección de esa cultura, y los intereses
de los distribuidores-exhibidores (la más grande empresa del ramo en el
país abarca los dos frentes, siendo una de las más beneficiadas con la
Ley del Cine), quienes han llegado incluso a ser jurados de las susodichas
convocatorias. La farsa es adornada cuando conviene, para aparentar
seriedad, de jurados internacionales, de mirada sesgada hacia lo que
puede y debe ser el cine latinoamericano (por favor, que sólo se hable de
ladrones, sicarios, narcotraficantes, asesinos, estafadores, avivatos; todas
las demás posibilidades de personajes y temáticas están vedadas, mirada
ampliamente compartida por sus congéneres colombianos), quienes se
tienen en cuenta primeramente, para su selección, sólo por el éxito co-
mercial de sus trabajos, productos de una calidad acerca de la cual poco
o nada saben, ni les interesa, aquéllos que los buscan y nombran.

Se quiere, con los estímulos que se reparten, a diestra y sinies-


tra, las más de las veces entre proyectos cinematográficos de una medio-
cridad y miseria espiritual abrumadoras, asegurar la taquilla (cosa casi
nunca lograda: la certeza de esa clase de pronósticos nadie la tiene en el
planeta), así como apoyar, al mismo tiempo, a los autores, pasando por
alto la circunstancia de que en el país no existe realmente, en sentido es-
tricto, ninguno. Un autor es un individuo de largo recorrido, con una obra
significativa a su haber, un dominio completo del oficio, un estilo y una
personalidad propios e indiscutibles, que deja en la comunidad nacional
e internacional del público un sabor grato y estimulante, forjador influyen-
te de opinión, clave para identificar los rasgos de una cultura que, siendo
propia de él, puede llegar a ser apreciada aquí o en Cafarnaúm.

Nada de eso tenemos en Colombia, donde un director alcanza


apenas la suma de dos o tres largometrajes, máximo, y quienes más pro-
meten muy pronto sucumben a la tentación de las ganancias exorbitantes
que se obtienen haciendo publicidad o televisión, mientras que otros se
ven obligados a archivar indefinidamente sus proyectos, ante la avalancha
desenfrenada de películas vulgares y nocivas para la salud mental. No nos
engañemos. Ningún autor nacional ha conquistado al público internacio-
nal, a pesar de las reiteradas estadísticas de Proimágenes en Movimiento
(un ente burocrático que maneja millonadas de devaluados pesos, sin ton
ni son, es decir, al sol o son que más calienta, el de los criterios de los
distribuidores y exhibidores), sobre participación de películas colombianas
en festivales internacionales. En ningún festival de los más reconocidos
han ganado nunca, recientemente, un premio importante; más bien han
Introducción

hecho el oso cierta grosería y atropellos a la estética inherentes al cine de


una nación envilecida por la corrupción, los muy ostensibles atrasos mo-
ral e intelectual, la cultura de la trampa y el hampa disfrazada de nueva
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aristocracia, con un toque exótico aún de revolucionario (lo trasnochado y
retro, en el peor sentido, sigue siendo aquí admirado), el cual impresiona
positivamente a los nostálgicos regímenes de algunos países vecinos e
ingenuos manipulados de cinco continentes.

Tanto la Ley como el Consejo de marras se habían propuesto


inicialmente, como un aspecto central, la formación de públicos y alcanzó
a haber convocatorias en esa modalidad. Pero de eso no queda nada.
Una única publicación de crítica cinematográfica, Kinetoscopio, la cual se
debate en discusiones y polémicas internas acerca de si hacer una crítica
seria o ceder a las veleidades de la farándula (ambigüedad muy caracte-
rística de nuestro entorno cultural), se sostiene difícilmente, aislada, poco
leída por los espectadores, a juzgar por lo que ha sido la respuesta de
éstos, como lectores, a las revistas que más han calado en los gustos de
otras latitudes. Las salas de arte y cine clubes, de los cuales sólo que-
dan unos pocos fieles a la tradición que los honra, tan sobresaliente en
los últimos sesenta años de cine mundial, se han venido a pique por el
comercialismo (el programador de uno de ellos decía, en un encuentro
nacional de salas alternas, que él “maneja su sala como un Kokoriko”,
para mantenerla siempre llena), y los precios, tan asequibles aun para los
más “varados”, de las copias piratas de películas en DVD (a propósito,
querido lector: trate usted de emprender un proyecto sólido de formación,
sin ningún interés mercantilista, con material en este formato, y verá cómo
las autoridades cinematográficas rasgan sus vanas vestiduras (“Vanidad
de vanidades es la burocracia”, proclamaba antaño, parafraseándolo, el
bíblico predicador), poniendo el grito en el cielo respecto a los derechos
de autor, mientras el negocio de los piratas es cada vez más próspero, por
más redadas de película keatoniana que se hagan a veces en las calles
de nuestras ciudades, trabajos ocasionales de una Dirección de Impuestos
y una Policía que… ejem… ejem… mmmmm… dejan un poquitín que
desear, por decir lo menos.

En este contexto, no muy favorable, nace pues la idea de presen-


tar al lector estos textos. Queda por decir, eso sí, lo mejor. Anunciaba yo
más arriba que habían surgido al calor de un disfrute muy íntimo y perso-
nal, compartido con los interesados, ya tratándose de textos publicados, ya
leídos en conferencias (en realidad, no sé que tantos; recuerdo que cuando
colaboraba para El Espectador me llegaron cartas gratificantes de una se-
cretaria, el exhibidor de una pequeña sala de pueblo, próxima a la quiebra,
Sobre el cine y sus hermanas

un ingeniero, un médico y un tendero, comunicaciones mucho más gratifi-


cantes que las de quienes presumen de conocedores), con aquella inmensa
minoría de público selecto, amante de la lectura, la buena música o el buen
cine que, según Doris Lessing y unos simpáticos estudiantes rusos de Pe-
tersburgo (me encanta el humor ruso, el de Gogol, Bulgákov y Stravinsky),
quienes se exhibieron hace un tiempo como lectores detrás de una jaula, en
un zoológico, tiende a desaparecer cada vez más.
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Pero el goce de escribir, en particular cuando se da como un
puente, un paso hacia la dirección de películas, o una forma alterna, ha-
ciéndolas, de estar vivo intelectualmente, es incomparable. Desde muy niño
fui educado en el amor a la lectura y la escritura, una verdadera bendición
del cielo. Amar, de todas las formas posibles, hacer arte, escribir y leer son
los actos más dignos de la condición humana. Por lo demás, se escribe
porque se ama, podrían haber dicho un Dickens o un Dostoyevski, un Bau-
delaire o un Eliot, también muchos otros. (Mozart se lo dijo abiertamente a
su padre, Leopoldo, en una carta: componer música, esa forma tan privi-
legiada de escritura, a la que él estaba, en general, tan ligado, pendiente
como vivía de los libretos de sus óperas y sus textos de música religiosa, es
amar). La palabra nos enaltece, nos conduce directamente al ser, es el ser.
Cada vez creo entender mejor a Heidegger en esos escritos y conferencias
tan finos en lustre que nos donó, como crepúsculo lleno de asombrosos
resplandores de la muy disminuida cultura occidental, en los cuales home-
najeaba y alababa a la palabra, reina de la cultura y morada del ser.

Escribiendo, pues, las páginas que siguen, he gozado sobrema-


nera, combinando dos pasiones o, mejor, tres, por lo que sigue inmedia-
tamente. Sí, he gozado, acertando y equivocándome. El crítico que toma
a pecho su misión sabe perfectamente que, aunque nunca quiere caminar
a tientas, puede caer así en lo uno como en lo otro.

Es ésta, la de los altibajos ineludibles a los que está expuesto el


crítico, una de tantas lecciones de ese insuperado maestro de cristiandad
auténtica, ética literaria y artística en el siglo XX, que fue el gran T.S. Eliot,
hombre tan naturalmente embebido de caballerosidad y rectitud, que se
lamentaba de haber escrito su Muerte en la Catedral por el solo hecho de
haber contribuido, con el título (desde luego, sin habérselo propuesto en
lo más mínimo, que quede claro para quienes leen mal), al desprestigio
de Igor Sravinsky, abucheado en el estreno de su obra serial Canticum Sa-
crum, el cual tuvo lugar en plena catedral de San Marcos. Allí, en la villa
tizianiana de los canales, a no demasiada distancia de la tumba de Sergio
Diagilev, el jovial y genial empresario de los ballets rusos, tan amigo del
compositor, quien fuera enterrado años más tarde a su lado, pocas horas
después de la que sí fue, verdaderamente, muerte real y suprema de este
músico que amo cada vez mayormente, con suma reverencia.

No quiero expresar nada más respecto a estas críticas: deseo


sólo compartir, de alguna manera, lo que fue el disfrutar escribiéndolas.
No les he cambiado nada, en relación con lo que fueron originalmente.
Apenas me he limitado, a ratos, a hacerles algunos ajustes de estilo, en
aras de la precisión de ideas. No puedo callar aquí, a la hora de rendir
tributo a quienes han sido mis orientadores y modelos en el ejercicio de
Introducción

la crítica cinematográfica, los nombres de Hernando Salcedo Silva, André


Bazin, François Truffaut, Eric Rohmer y Jacques Rivette, reconociendo lo
decisivos que han sido en mi existencia. Con el primero me unió una pro-
funda amistad, mientras que con los restantes siento una afinidad total,
absoluta, especialmente con Bazin y Rohmer.
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Mi reconocimiento debo hacerlo extensivo también a Andrés
Caicedo (q.e.p.d.), Jaime Manrique Ardila, Mario Rivero (q.e.p.d.), Ma-
rio Arrubla, Álvaro Rodríguez, Camilo Delgado, Carlos Mayolo (q.e.p.d.),
Bernardo Hoyos, Santiago Mutis, María Mercedes Carranza (q.e.p.d.),
Guillermo Cano Isaza (q.e.p.d.), Jorge Silva (q.e.p.d.), Luis Alberto Álva-
rez (q.e.p.d.), Alberto Giraldo Castro, Otto Morales Benítez, Luis Ospi-
na, Hugo Chaparro, Juan Manuel Ruiz, Mauricio Durán, Juan Guillermo
Ramírez e Iván Gómez (a Iván Karamazov, eso sí, no puedo agradecerle
nada, excepto mucho, muchísimo, a su autor, en sus cimas y simas). Si al-
gún nombre se me escapa, que Dios sepa perdonarme. En estas personas
encontré y he encontrado siempre, aun cuando hayan pasado a mejor
vida, apoyo decidido, si no ferviente, en espaldarazos que jamás olvidaré,
a mi trabajo crítico, tan tentado, más de una vez, por el desánimo y el
sentimiento de inutilidad, dadas las características del medio y la época.
De algunas de ellas he recibido, también, propuestas y obervaciones críti-
cas a mis críticas, valga la redundacia, que creo haber sabido aprovechar
en su momento.

Y ya que hablo de música, quiero finalizar refiriéndome a ella.


Comparte con el cine mi veneración diaria. Como verá el lector, incluyo
unos textos sobre música, aquellos que me han deparado la más grande
satisfacción entre mis escritos y estoy en mora de continuar. Después
del amor a la música, están el placer y las enseñanzas, todos ellos ma-
yúsculos, que he tenido recibido de una larga lista de compositores e
intérpretes.

Mi deuda con los músicos, lo que compusieron, escribieron y


dijeron sobre su arte, y el arte en general, es demasiado cuantiosa como
para saldarla en unas pocas palabras. Mi ánimo de espectador cinema-
tográfico, cinéfilo, crítico y hombre, integralmente hablando, siempre ha
rebosado de música y músicos. Las dos pasiones empezaron y se mantie-
nen simultáneamente, alimentándose en feliz reciprocidad. En ellas, aun
cuando debo reconocer que, ante todo, en Dios, he encontrado siempre
las fuerzas necesarias para soportar las arremetidas de la burocracia, la
envidia y la mala fe.

¡Enhorabuena, maestro Pitágoras! ¡Tu alma, quizá (Mmmm….)


en perpetua y poética transmigración orfeica, sigue actuando benéfica-
mente en el mundo, adoptando unas veces las formas del matemático y
Sobre el cine y sus hermanas

el filósofo, otras, las del músico y el sacerdote iniciado en los armoniosos


misterios de las esferas celestes!
Por supuesto que nada de lo dicho habría sido posible de haber-
se podido realizar el que por mucho tiempo ha sido mi sueño dorado, el
de hacer cine y más cine, incesantemente. Pero la realidad del fenómeno
cinematográfico en Colombia tal vez ha puesto obstáculos para bien. No
lo lamento. Por lo demás, ya he podido realizar algunos trabajos audio-
visuales que han gozado de algún reconocimiento entre los entendidos.
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Cuando llegue el momento de despertar, más bien, de ciertas pesadillas
ocasionadas por los empecinamientos mercantilistas y burocráticos, como
en Kafka, estaré mejor preparado que otros. Amo el cine y lo conozco.
Mis modelos seguirán siendo siempre, en este y otros casos, mis queridos
maestros de la Nueva Ola, en particular el gran Eric Rohmer.

Juan Diego Caicedo González


Bogotá, D.C., agosto de 2009

Introducción
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Primera parte
Desde los medios masivos y sobre
ciertas películas amadas de antaño

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Hernando Salcedo Silva, gran pionero
de la crítica de cine en Colobia.

La Nueva Ola después de veinte años

En 1948, la revista L´Ecran Français publicaba un artí-


culo del crítico (más tarde realizador) Alexander Astruc intitulado
“Nacimiento de una nueva Vanguardia: La Caméra – Stylo”. En
él se planteaba la siguiente pregunta: “¿Por qué un hombre a los
veinticinco años puede escribir un libro y publicarlo, pero se le nie-
ga madurez para escribir un filme?”. Astruc, refiriéndose particu-
larmente a las condiciones de sobrevivencia de la industria fílmica
francesa en ese momento, pero también a la concepción del cine
imperante en cualquier producción mundial a gran escala, dejó
sentada entonces, su teoría de la cámara - estilo, de gran resonan-
cia en los años subsiguientes.

Autónomo y genuino

Este crítico, verdadero precursor de la llamada Nueva


Ola, que surgió impetuosamente una década más tarde, definía
la cinematografía como un arte tan autónomo y genuino como la
pintura, la literatura y la música. Astruc se preguntaba en sus notas
por qué a la cámara no podía atribuírsele la misma importancia
que al pincel o a la pluma, en tanto materiales creadores de comu-
nicación, de lenguaje artístico.

Si, como se ha dicho siempre, añadía Astruc, el estilo es


el hombre, ¿cuál es la razón de ser de la desdeñosa discriminación
que establece el principio de que ni los estilos, ni los hombres (los
artistas) tienen cabida en el cine?

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En 1954, otro crítico y futuro realizador, François Truffaut, es-
cribió para Cahiers du Cinéma el ensayo “Una Cierta Tendencia del Cine
Francés”. Allí se hablaba de la tradición de calidad de esa cinematografía,
especialmente del realismo psicológico posterior a la guerra, como un
indicativo, el más diciente, del esclerosamiento del cine en su nación ma-
dre, Francia. Truffaut catalogaba las películas dominantes de productos
una y mil veces reiterados, sofocantes, convencionales en grado sumo, y
patrimonio exclusivo de los guionistas y los géneros de consumo. “Duran-
te dieciséis años los mismos personajes, las mismas aventuras, los mismos
amores, los mismos decorados. Prostitutas, madres de familia, burgue-
ses, obreros, campesinos, asesinos, empleados, oficiales, curas, taxistas,
conserjes, maniquíes de alta costura o mecanógrafas, tienen la misma
sicología artificial, lenguaje convencional –troquel fabricado según su ca-
racterización social–; su solidez depende de la habilidad de los guionistas
y dialogistas. Los directores sólo deben hacer un buen trabajo, organizar
el conjunto. Según el caso, estilo Barrio Saint Honoré o Saint Antoine”.

El artículo de Truffaut reafirmaba el de Astruc y contenía ya las


bases estéticas en que se apoyaría la Nueva Ola. El concepto de cine de
autor y la crítica implacable a todo un sistema de producción, son las
premisas que llevan a sus portavoces a la propuesta y ejecución de un
novedoso método de autoría cinematográfica. Corrían tiempos en los que
la crítica había conquistado su fase adulta, su estatuto de trabajo especia-
lizado y fundado metodológicamente. André Bazin, Jean-Georges Auriol
y Jacques Doniel-Valcroze, los pioneros en ese entonces, hicieron de la
crítica cinematográfica un oficio sagrado y riguroso. El primero y el tercero
fundaron con Lo Duca los Cahiers...”, revista prioritaria en la crítica mo-
derna cuyo primer número (Homenaje a Auriol) apareció en 1951.

En esta publicación se van a centralizar rápidamente las ener-


gías de todos los jóvenes cinéfilos que reclaman un cambio diametral en
la industria y en el arte del filme. Su equipo de redacción está integrado
por una parte esencial de los realizadores que, desde el 58, demostrarán
con hechos sus pretensiones: Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude
Chabrol, Eric Rhomer, Jacques Rivette y Pierre Kast. Su bandera será la
vindicación del cine de autor, idea original de Bazin, guía espiritual del
grupo (Truffaut le dedicará su primera película), para quien la naturaleza
del cine estaba indisolublemente ligada a la creación personal, a la ma-
nera de Astruc.
Sobre el cine y sus hermanas

No bastaron los elogios

Cahiers..., en su etapa primigenia, escribirá en memorables pá-


ginas, la historia del cine a la luz de la obra de sus más grandes autores:
Jean Renoir, Roberto Rosellini, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Kenji Mi-
zoguchi, Elia Kazan... El rango inconfundible de autor sólo era atribuido
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por los redactores de la revista a aquel cineasta que, a despecho de las
imposiciones del productor o de las compañías, se hacía dueño de su obra,
supeditándola, en toda la extensión de su magnitud, a su decisión o inspira-
ción personal. Y el cine, según ellos, no podía pensarse de otra forma que
como obra de los distintos autores que han marcado su trayectoria.

Los primeros frutos de este credo vinieron de parte de los realiza-


dores que remozaron la industria francesa con alguna propiedad, debida
más a la publicidad que a la realidad en ciertos casos: Roger Vadim con
su despampanante descubrimiento: Brigitte Bardot; Louis Malle, el mismo
Astruc y los pioneros de la producción independiente Jean-Pierre Melvi-
lle, Alain Resnais, Jacques Demy y Agnes Varda. Los elogios se lanzaron
estrepitosamente a los cuatro vientos, pero hubo consenso en percatarse
de que no bastaba con eso. Nuevos directores y nuevas estrellas se dieron
a conocer y resolvieron las apremiantes necesidades de comercialización
de los filmes franceses (el público también estaba hastiado de la tradición
de calidad) y, sin embargo, lo fundamental estaba todavía por hacerse:
la completa autonomía del autor-innovador de los medios de expresión
cinematográficos.

El primer golpe lo dio Claude Chabrol en 1958 con dos pe-


lículas: El bello Sergio y Los Primos, producidas ambas por él mismo en
escenarios naturales, con actores no profesionales, en blanco y negro, a
la manera del Neorrealismo italiano. El éxito de su compañero indujo a
los demás críticos de Cahiers... a seguir su ejemplo.

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


Truffaut hace en el 59 Los Cuatrocientos Golpes, que se toma
por asalto, literalmente, el festival de Cannes. Ese mismo año Godard
hace Al Final de la Escapada (Sin Aliento), Rohmer El Signo del León y
Rivette empieza París nos pertenece. Realizados con la participación y co-
operación de todos extendida, a veces, al plano económico, los filmes
de los discípulos de Bazin inauguran, al margen de los requerimientos
industriales, la auténtica Nueva Ola.

¿Qué queda de sus prédicas?

Lo que sigue de allí en adelante ha sido materia de numerosas


especulaciones. ¿Traicionaron sus hipótesis aquellos directores por acep-
tar después el ingreso al comercio regular? ¿Fueron y siguen siendo ver-
daderos autores o innovadores? ¿Cambiaron el cine o el cine los cambió
a ellos? ¿Qué queda de sus prédicas?

La obra de Godard representa el único salto de proporciones


en el quehacer cinematográfico desde Orson Welles. Truffaut y Chabrol,
herederos directos del más notable cine nacional francés, han dejado una
obra digna de extraordinaria admiración y la continúan perfeccionando.
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Romher es un autor insólito que con su serie Seis Cuentos Morales se ha
hecho acreedor a sitios de honor en el cine contemporáneo. Otro tanto
puede decirse de Rivette quien, no por desconocido entre nosotros, ha
dejado de sorprender con sus películas y las reflexiones sobre las mismas
que inserta en ellas. Evidentemente, fuera de los antiguos niños terribles
de Cahiers..., son pocos los directores de importancia que también se han
asociado al grupo de la Nueva Ola: Resnais, Malle, Demy, Varda, Michel
Deville, Maurice Pialat... No todo podía ser maestría.

Ciertos publicistas y críticos se refieren con desdén por estos


días a los veinte años de la Nueva Ola. Responden a las preguntas que
formulábamos más arriba con un no rotundo al decir: nada quedó de
ellos, nada más que la intelectualidad y pedantería. Como para ellos la
labor crítica de la Nueva Ola se debe desconocer fácilmente con el objeto
de ocultar sus compromisos con una u otra casa productora o distribui-
dora, no les queda más remedio que hablar en esos términos. Así quieren
disfrazar su idea del oficio de crítico, que aquellos franceses derrumbaron
despiadadamente, antes de transplantar a sus filmes sus antiguas ideas.
Sus aseveraciones de que el cine es un arte, una plataforma de acción
para individuos-autores, siguen causando estragos en medio de la crítica
de la adulación. Una de las mejores pruebas de que la Nueva Ola no ha
muerto. Las aprensiones contra ella son muy elocuentes.

Suplemento dominical, El País, 1979.

Amor sin barreras (West Side Story),


de Robert Wise

Los Travoltas y demás endebles figurines con que Hollywood


quiere volverse nostálgica, caen convertidos en mil pedazos con la reposi-
ción de esta película excepcional entre los musicales habidos y por haber,
versión cinematográfica de la obra original de Broadway. La producción
de West Side Story data de 1961 y, desde entonces hasta hoy, no hay filme
que la supere en altura y fuerza dramática, en lo relativo al muy restringi-
do marco de concepciones e ideas prefabricadas que, con frecuencia, se
asignan al baile y al canto en las compañías productoras de sello made
in U.S.A. La especialísima conjugación de talentos que en la película se
Sobre el cine y sus hermanas

unieron como anillo al dedo (Leonard Bernstein en la música, Jerome


Robbins en la coreografía, Ernest Lehman en el guión, Rita Moreno y Na-
talie Wood en las mejores actuaciones, Robert Wise en la co-dirección),
dotó a Amor sin Barreras –equívoco título español de la película– de una
vitalidad asombrosa, profundamente reveladora de su época y de las que
la sucedieron hasta ahora.
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Lejos de ser un pastiche inútil en que el que todo y todas rebo-
san de dicha, cantándoles a las flores, al Empire State y la Casa Blanca,
West Side Story es una obra de descarnada crudeza, a ratos débil o es-
quemática, pero fundamentalmente auténtica, sincera. La clara referencia a
Romeo y Julieta, con sus confrontaciones entre Capuletos y Montescos, que
el magnífico Ernest Lehman, uno de los mejores guionistas de Hollywood
(trabajando para Alfred Hitchcock, los grandes del musical e, inclusive para
filmes de hoy como Domingo Negro de John Frankenheimer, Lehman ha
cubierto una amplia gama de temas con soberbia claridad y comprobada
eficacia), trasladó a los barrios bajos de Nueva York para escenificar la
lucha entre pandillas juveniles, no pudo ser más intensa y esclarecedora de
lo que una generación dijo y puso por obra en esos momentos.

La historia de amor que envuelve a una joven portorriqueña


emigrada y un bobalicón (en esto los autores no escapan al estereotipo),
retirado de los Jets, la pandilla de los rudos monitos que reta a los latinos
por la supremacía en su barrio, es tan real, en medio del melodrama
azucarado por la brillante musicalización y los efectos coreográficos, que
recuerda no sólo los dominios shakesperianos (guardadas las proporcio-
nes), sino también los desgarradores gritos de pasión de Tristán e Isolda
y de todos los impetuosos amantes que el arte ha revestido de heroica
grandeza. Es una tragedia propuesta al espectador como mensaje de ver-
dad y generosidad (pido perdón por el uso de tan desacreditado término
a los Christian Diors del lenguaje) que, sin tomar partido, resume, desde
dentro, las esperanzas alrededor de las cuales giran unas vidas, cuyos
destinos ahora pueden repetirse si no se ven con prejuicios ni tergiversa-

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


ciones mensajes tan significativos como el de West Side Story.

Estas notas no pueden terminar sin que se hable de la huella in-


deleble que dejó en los musicales Leonard Bernstein, quien por esos años
ya se exhibía en el mundo como uno de los mejores directores de orquesta
de la segunda mitad del siglo al frente de la Filarmónica de Nueva York.
Los contrapuntos entre los ritmos latinos y los que causaban furor entonces
entre los jóvenes de E.U., preludios de la fiebre del rock and roll, están
tratados con un colorido musical único en su especie. A ello responde con
destreza la realización de Robert Wise, con la asistencia para los números
coreográficos de Jerome Robbins. Wise hizo, con esta, su mejor película;
aunque sin ser santo de mi devoción por sus novicias rebeldes y amenazas
de Andrómeda, se dice que en los cincuenta y comienzos de los sesenta
dirigió cosas sensacionales, después de haber hecho el montaje de El
Ciudadano Kane de Orson Welles. No me consta, pero si bordearon la
talla de West Side Story quizás sea cierto.

El Espectador, 1978.
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Los setenta años de Jacques Tati

El pasado ocho de octubre Jacques Tati, el genial cómico fran-


cés, sin rival en el cine contemporáneo, cumplió setenta años. Se presenta,
entonces, una excelente ocasión para repasar su obra, acentuadamente
moderada en cantidad, pero de creciente e inconmensurable vigencia en
una época en la que cómicos mediocres certifican sus actas de defunción
al ser sobrepasados, plenamente, por sus antecesores, los creadores y
maestros de uno de los géneros más estrechamente vinculados al mejor
balance histórico del cinematógrafo y a su muy benéfica influencia, poten-
cial o efectiva, sobre todo tipo de generaciones y espectadores.

Los estridentes malabarismos de Jerry Lewis (1), las gesticula-


ciones deformantes de la pantomima personificadas en Louis de Funes,
las insulsas y grotescas aventuras de los cinco loquitos, las insípidas
andanzas de Pierre Richard, las pretensiones intimistas y psicologizantes
de Woody Allen, y los fáciles e insignificantes arrebatos de locura de Mel
Brooks y su séquito, han quedado a la zaga de los viejos humoristas,
los máximos autores de la comedia cinematográfica. Tati se suma a esta
prolífica y venerable galería del ingenio en la cual Max Linder, Mack
Sennet, Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, los hermanos Marx y Fer-
nandel, son abuelos sin descendencia en la pantalla, muertos vivos que
pasan por alto, sin la menor consideración, esos cómicos de pacotilla
que hoy pululan por las carteleras.

Tati cautivó al mundo en 1947 con Día de Fiesta (Jour de Fête),


luego de su experiencia en el music – hall, también como intérprete, guio-
nista y realizador en filmes menores. Su fama definitiva se la dieron dos
obras de antología, Las Vacaciones de Monsieur Hulot (Les Vacances de
M. Hulot) y Mi Tío (Mon Oncle), películas que configuraron su universo y
su inconfundible personaje de Monsieur Hulot, el solitario silencioso del
paraguas, la gabardina y el sombrero, quien sucedía a Charlot, trastor-
nando el mundo de las convenciones y las obligaciones. Su inusitado mé-
todo de trabajo lo llevó a preparar concienzuda y meticulosamente cada
una de sus películas. Entre una y otra hay lapsos de inactividad que van
de los cuatro a los ocho años, lo cual ha redundado sistemáticamente en
el enriquecimiento de su inagotable estilo que, de filme a filme, se ha ido
haciendo más preciso, más compacto y orgánico en su articulación.
Sobre el cine y sus hermanas

“Como todos los grandes cómicos, Tati, antes de hacernos reír


crea todo un universo. Todo un mundo se ordena a partir de su personaje,
cristaliza como la solución sobresaturada alrededor del grano de sal. El
personaje creado por Tati es ciertamente divertido, pero casi de una ma-
nera accesoria y en todo caso de una manera relativa al universo que ha-
bita. Y puede incluso estar ausente en los gags cómicos, porque M. Hulot
no es más que la encarnación metafísica de un desorden que se prolonga
mucho tiempo después de su paso” (Bazin, 1966: 104, 105).
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Nada más cierto. Hulot es la conciencia cómica del absurdo, de
la fatuidad de los tiempos modernos a la que ya Chaplin había apuntado
como objeto de la comedia. Sus relaciones con la época, si bien son inevi-
tables, son también irreverentes; señalan el conflicto, mediatizado por el hu-
mor, entre la libertad y la nobleza simbolizada por Mi Tío por ejemplo, y el
mentiroso equilibrio social, el cual nunca se revela más irreal y ridículo que
cuando Hulot participa en sus coordenadas. Tati no puede ser sometido ni
por las máquinas, ni por los cánones de la actividad productiva. Los ritos de
la educación no lo subyagan y para él no existe la cultura de la información:
es un enemigo del orden, pero, al mismo tiempo, hace todo lo posible por
actuar en función de él, sin llegar a entender jamás su irracionalidad, pese
a las tentativas que hace por adaptarse, por ser alguien en la vida, como le
reclaman los demás personajes adultos de sus películas.

Las claves de la forma

Si algo distingue a Tati de cómicos actuales como Woody Allen,


es que su humor es, ante todo, puramente visual, propiamente cinemato-
gráfico. La composición de cada plano y el montaje son, en sus filmes, el
producto de la sutileza más elaborada que, valiéndose de cortes elípticos
y contrapuntos gráficos, descarta lo tangencial, lo ajeno a las propiedades
del cine. El preámbulo de Mi Tío es muy claro en ese sentido: alternando
vistas de un grupo de perros corriendo por las calles del barrio residencial
en el que viven los familiares de Hulot (los animales callejeros permane-
cen al pie de la verja que se cierra, viendo entrar al perro de los ricos), con

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


las primeras imágenes de esta familia, que ya resumen el mundo y toda la
concepción del autor (el gigantesco pez haciendo de fuente manejado a
control remoto, para impresionar a las visitas), y unas cuantas pinceladas
acerca del ambiente y los personajes que rodean a Monsieur Hulot (un
barrio de clase media baja habitado por gentes sencillas), Jacques Tati
comunica sus más caros temas.

En unos pocos minutos se describen ampliamente los valores


en pugna durante la totalidad de la obra, la vida y la farsa, la risa fresca
y la mascarada cotidiana. Allí, en medio de esas coordenadas, está el
marginado Hulot, quien busca, afanosamente, la complicidad de su pú-
blico, el único receptáculo de su tragedia fuera de los niños, los animales,
la naturaleza y algunos seres excepcionales. Así lo vemos en una escena
de Monsieur Hulot al Volante (Traffic), patas arriba, colgado de una en-
redadera que desea poner en su sitio, como un murciélago, mientras un
pintoresco galán le declara sus deseos a la compañera de la fábrica de
automóviles donde trabaja Hulot; ninguno de los dos lo ve a él quien,
ubicado al fondo del plano, deja traslucir su desesperación, la que sólo
puede sublimarse a través del gag, la justa medida para una sociedad tan
precaria en la significación del individuo.
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La cámara de Tati se ocupa muy incisivamente de esa simulta-
neidad, de ese espacio que comparten, de manera tan opuesta, el perso-
naje y su contexto. Hulot siempre se sitúa en el cuadro permaneciendo, a
la vez, fuera de él. Sus peripecias, aunque divierten a unos cuantos elegi-
dos, provocan la conmoción general y de su conducta íntima, a espaldas
de sus acompañantes, se ocupa la cámara con una cierta ternura, que
no puede rechazar ningún espectador pensante, a riesgo de perecer de
tedio. Esa elevada maestría del encuadre es el recurso privilegiado con
el cual Tati incorpora su encarnación de Monsieur Hulot a una sociedad
que, simplemente, no está hecha para él, como no lo estaba para Charlot
y Keaton, porque el cómico en este siglo y siempre pertenece a otro pla-
neta, a una dimensión surreal.

Los objetos y la banda sonora

En las películas de Tati se sugiere la atroz homogenización de


las personas y los objetos. La mayoría de sus protagonistas parece fabri-
cada en serie, son ellos copias de un mismo modelo sin personalidad,
derivado de una petrificada monotonía. Los conductores de los automó-
viles estacionados frente al semáforo metiéndose los dedos en las narices
o recibiendo estatuillas en el peaje, en Monsieur Hulot al Volante, son las
imágenes vivas de un orden planificado de estímulos al que se responde
automáticamente, sin tomar decisiones personales, sin libertad.

Ello lo recalca la inane funcionalidad de las cosas, la utilidad ca-


rente de sentido de los objetos. Los momentos en la cocina de la casa y la
secuencia en la fábrica de plásticos de Mi Tío, la futilidad sacralizada de los
carros y sus aditamentos en Monsieur Hulot al Volante, traducen la estupidez
de sus usuarios, la semejanza calcada de éstos con su espacio, la pérdida del
encanto de lo hecho por el hombre. Los sonidos se mantienen a una altura
superior a la normal y, más aún, expresan lo que la imagen no alcanza a
decir, hacen del cine parlante, por primera vez en la historia, un nuevo mé-
todo de la comedia fílmica para probar la banalidad del mundo moderno y
enfatizar en el hecho de que lo que se quiere decir de él tampoco dice nada,
en la reducción de la palabra al grado de pieza de un motor. André Bazin lo
asevera con emoción inteligente: “Toda la astucia de Tati consiste en destruir
la nitidez con la nitidez. Los diálogos no son en absoluto incomprensibles sino
insignificantes, y su insignificancia es puesta de manifiesto por su misma pre-
Sobre el cine y sus hermanas

cisión. Tati lo consigue sobre todo deformando las relaciones de intensidad


entre los planos sonoros, a veces llegando incluso a conservar el sonido de
una escena fuera de campo sobre un acontecimiento silencioso. General-
mente su decoración sonora está constituida por elementos realistas: fin de
diálogos, gritos, reflexiones diversas, pero ninguno de ellos rigurosamente co-
locado en situación dramática. Precisamente por su relación con este fondo
sonoro cualquier ruido intempestivo adquiere un relieve absolutamente falso
(...) Es el sonido que da al universo de M. Hulot su espesor, su relieve moral.
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Preguntaos de dónde viene, al terminar el filme, esa grande tristeza, ese des-
mesurado encanto; descubriréis quizá que procede del silencio”, concluye
Bazin (Op. Cit.: 107, 108) a propósito de Las Vacaciones de Monsieur Hulot.

Magazín Dominical, El Espectador, 22 de octubre de 1978.

(1) Revisando este texto, al cabo del tiempo, me encuentro con este
exabrupto. Entonces no conocía bien la obra de Jerry Lewis. Pude hacerlo un
tiempo después gracias a la influencia de Andrés Caicedo, quien publicó en su
revista Ojo al Cine mi primera crítica ambiciosa, acerca de Claude Chabrol. Hoy
considero que Lewis es, al lado de Buster Keaton y Chaplin, el cómico más genial
que han dado al mundo los Estados Unidos.

Nos amamos tanto, de Ettore Scola

En pocas películas y pocas obras de arte se funden tantas inda-


gaciones sobre lo que es vivir bajo la tutela de unos patrones culturales
con el hecho de hacerles frente mediante las armas de una profesión que
se quiere desaforadamente (ni más ni menos que el cine), para deducir
de allí, lúcidamente, unos componentes esenciales de la naturaleza hu-
mana, individual y socialmente hablando; de la lucha por la vida, del arte
que la devuelve dramatizada, de una nacionalidad amada determinante
y del transcurrir histórico: la mirada al pasado y sus más terminantes in-
fluencias, recubierto de ficción en tanto síntesis de variadas expresiones

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


artísticas: el teatro, la música, el cine.

Ettores Scola optó para hacer Nos amamos tanto (C´Eravamo


tanto Amati) por el camino de una suerte de novelística histórica cinemato-
gráfica, de la novela hecha filme pletórico en contactos con la historia y la
sicología que la jalona, haciéndola motor ineludible de la vida cotidiana.
Su filme está novelado históricamente en el sentido en que Visconti, en sus
primeros años como cineasta, se declaraba partidario de un cine antropo-
mórfico, es decir, de un arte que se confundiera con la vida de una comu-
nidad contándola sin imaginarla sino, por el contrario, reconstruyendo su
armazón a nivel del individuo que se ubica en su interior y la legitima o la
renueva en la vida diaria, no en la teoría o la ideología.

La película de Scola se reúne, pues, con la novela-historia, al


dar cuenta de un salto de anales, siempre a través de quienes lo viven, lo
alimentan y lo sienten. Los tres personajes principales y la mujer que los
quiso a todos son los protagonistas y, al mismo tiempo, los narradores de
un tiempo que avanza sobre ellos pero que ellos mismos crean, renuevan
y modifican. El filme se divide, magistralmente, en dos partes. La primera
muestra a Antonio, el enfermero de hospital; Gianni, el abogado de iz-
quierda, y Nicola, el crítico de cine, cuando se recuperaban de las vicisitu-
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des de la guerra en la que habían luchado juntos contra el fascismo. Son
instantes de alegría y calor en los cuales cada uno vive de sus fantasías,
del interregno sosegador de la posguerra, que deslumbra por las ilusiones
que comporta, haciendo grata la amistad, haciéndolos solidarios en la
búsqueda de un rumbo. El blanco y negro de la fotografía pone énfasis en
la fábula, en el pasado, en lo cinematográficos, por lo encantadores, que
son sus afanes y sus desenfados: es, al parecer, simplemente, una película
divertida, una anécdota descriptiva relatada con buen humor, con esa
gracia tan italiana que distinguió a la comedia posterior al Neorrealismo.
Aunque las inclinaciones de cada uno tienden a despertarse y a separar-
los, priman la serenidad, armonía y amabilidad de camaradas; todos para
uno y para todos es la consigna, como en Los tres mosqueteros de Dumas,
que más tarde recordarán con esa vergüenza que se apodera del rostro
de Gianni, al reconocerse fatalmente empobrecido en su humanidad.

Se aman tanto, en el primer acto del drama, que Gianni (Vittorio


Gassman) se marcha con la mujer de Antonio (Nino Manfredi) y Nicola
(Stefano Satta Flores) también pide participación de ella (Stefania Sandrelli),
al dejar a su familia para emprender la lucha por sus ideas. Se aman tan-
to que el porvenir es su mejor promesa de felicidad, sin que importen las
tribulaciones momentáneas a las cuales, no siendo indiferentes, responden
confiadamente. Se aman tanto que esa primera película sobre ellos es sufi-
ciente para divertir al espectador, para infundirle esperanzas en sí mismo y
en esos personajes, que no están alejados del estado anímico perfecto (?)
con el cual se afrontan los días en que se busca la película no conflictiva,
que no haga pensar y retribuya con el descanso, la placidez.

Luciana intenta suicidarse al ser abandonada por Gianni y sa-


berse motivo de discordia entre Antonio y Nicola. Éstos, luego de echarse
en cara las divergencias de una amistad que ya empieza a ser distinta, se
ocupan de la común amiga hasta el día en que sale del hospital. Gianni,
avisado por Nicola, llega precisamente ese día y, escondiéndose tras los
periódicos que cuelgan de una caseta, presencia la partida de Luciana en
un camión y la de sus dos amigos que caminan, cada uno por diferente
camino, el que han escogido a esta altura de su historia personal y de la
película. Momentos después, el mismo Gianni se aleja. La escena está fil-
mada en un gran plano general que patéticamente ilustra la separación de
los cuatro, siguiendo el leit -motiv de un mendigo que dibuja una Virgen en
medio de la calle. La cámara se acerca al miserable y, al mismo tiempo, el
Sobre el cine y sus hermanas

color irrumpe en la pantalla para ceder el paso a la segunda parte del filme
que, asimismo, se subdividirá en dos capítulos claramente definidos.

Los años han pasado y Gianni, quien había sacrificado una


mujer por su carrera en la primera parte, desapareciendo tempranamente
del escenario, preside el banquete de nuevos ricos al cual asiste con su
esposa, la hija del comendador que le ofreció el éxito si lo defendía, como
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abogado, de las acusaciones que sobre él pesaban por corrupción. Gian-
ni es ahora un próspero arquitecto.

Más tarde vemos a Nicola en un concurso de televisión sobre


El Ladrón de Bicicletas al cual se presenta arruinado; demanda a la te-
levisión por no declarar correcta una de sus respuestas, la que le impide
aceptar el dinero que esperaba recibir su familia con la cual se comunica
desde la buhardilla en la cual se había instalado anteriormente. Nicola
ha fracasado en el concurso y en la obra que, en su juventud, decía tener
por delante. Gianni y Antonio lo ven en el programa y así van enterándo-
se de sus respectivas suertes, comparándolas implícitamente, con la del
infortunado. Antonio sigue en los hospitales, sigue siendo el mismo, no
ha cambiado nada. Aún sueña con los miserables de Milagro en Milán de
Zavattini y De Sica. Antonio es Antonio.

Los cortes ahora son bruscos, los paralelismos sobre los personajes
se concatenan sin compasión por el espectador, quien calla apesadumbra-
do. Esta segunda parte se detiene en Gianni, lo vislumbra en su perversión y
su frialdad. Antonio había brindado en el capítulo precedente por sus ideas
nuevas, pues para él encarnaba a uno de esos hombres progresistas que
salvarían a Italia. Ahora Gianni se ríe, despiadadamente, de esas ideas, gol-
peando la maqueta de los edificios del futuro, que se construirán urdiendo
estafas y bajezas, y humillando a su protector a quien, después de su triunfo,
abofetea cínicamente, como el Giancarlo Giannini de Arrastrados por un
insólito destino, de Lina Wertmuller con su señora burguesa. Su izquierdismo
era el de un fariseo que destruye a su esposa, la lleva de la mano al suicidio

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


y la olvida en un abrir y cerrar de ojos. “Bienaventurados los pobres porque
siempre están juntos, pobres los ricos porque su soledad es atroz”, le había
dicho el comendador. Gianni lo confirma y sus últimos días tendrá que pa-
sarlos en su mansión con la única compañía del anciano suegro quien, en su
silla de ruedas, aún mantiene algo de gallardía. El reencuentro es inevitable.
Antonio se ha casado con Luciana, la mujer que soñaba con ser actriz –como
Ana Magnani en Bellísima de Visconti con su hija–, e inclusive estuvo al lado
de Fellini, escogiendo por marido al más auténtico, a aquel ser sencillo e
inocente que nunca quiso ser más de lo que podía. Nicola es la soledad
rebelde, el romanticismo sin fronteras, derrotado en lucha dispareja contra la
realidad, pero todavía ama, tanto como en sus días de mosquetero, el cine y
la política: asiste, entusiasmado, a una conferencia de De Sica, pues no se ha
dejado amedrentar por tantos golpes; sigue siendo un apasionado defensor
de convicciones en las que ya no se distingue entre la locura y la cordura.

Gianni es la contrapartida. Ha conquistado la cima y, en un


pacto fáustico, ha caído al abismo, solitario, pero, a diferencia de Nicola,
sin emoción, sin ardor. Se vuelven a ver y sólo se entienden hasta cuando
lo cardinal, lo vital en cada uno, se manifiesta. Antonio, con su esposa,
espera pacientemente poder matricular a su hijo en la escuela y lo mismo
hacen, con él, cientos de familias; Nicola le hace compañía porque, al fin
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y al cabo, su vida es muy similar. Ambos cantan y ríen, mientras Gianni se
aleja sin haber dado muestras de su fortuna, de la cual, sin que se perca-
te, se enteran sus antiguos amigos al otro día.

Nos amamos tanto narra no más que esa historia pero, al ha-
cerlo, captura lo esencial de años de vida o, si se quiere, el afán de la
vida misma y del arte que la tiene como referencia orgánica. Es un filme
esclarecedor como pocos de la praxis del cine, del tiempo en el sentido
menos figurado, de esa angustia por ganarle al hambre, a la asfixia y,
consecuentemente, dejar una huella, una obra que deje constancia de ese
mismo tiempo y a la vez lo sobrepase. Esa fue la orientación, humanística
por excelencia, del Neorrealismo italiano, que Scola asimila en toda su
magnitud, rindiéndole un apasionado homenaje, el mejor tributo que el
cine ha hecho a la memoria de Rosellini, De Sica, Visconti, Germi y de-
más. Nos amamos tanto es una obra maestra.

Magazin Dominical, El Espectador, 8 de octubre de 1978.

El inocente, de Luchino Visconti

Con dos años de retraso es estrenada en el país la obra póstuma


del gran Luchino Visconti, quien murió, precisamente, al terminar el rodaje
de esta película tan notabe como la mayor parte de su filmografía.

Un melodrama de Gabriele D´Annunzio, en el que una aristocrá-


tica familia italiana se desintegra, presagiando cambios substanciales en el
mundo occidental, se vuelve argumento ideal para un Visconti que corona
su invaluable legado cinematográfico con un filme pletórico en alusiones a
la órbita moral de la que jamás se apartaron sus preocupaciones artísticas.
Giancarlo Giannini, el actor predilecto de Lina Wertmüller, personifica al no-
ble que deja muy atrás toda referencia ética, entregándose al hedonismo y
su amante con la idea de actuar contra un orden social que no tolera. Su
esposa (Laura Antonelli), entabla relaciones con un escritor que muere lejos
de ella dejándole un hijo por nacer; cuando Giannini quiere reemprender su
vida conyugal, el hijo llega y él traslada su culpa al inocente, deseando hacer
desaparecer las consecuencias de su conducta, para reafirmarse en sus con-
vicciones, las cuales suponen la amoralidad como justificación de sus actos.
Sobre el cine y sus hermanas

El niño muere a manos de Giannini durante la noche de Navi-


dad y la culpa, en lugar de expiarse, se hace sentir en toda su intensidad,
cuando esposa y amante le hacen saber el desprecio que le profesan. La
solución para alcanzar la paz (???), siendo consecuente con sus propios
cánones, es inevitable; el suicidio pone fin a su seguridad y su época, la
que creía superada, ve morir a quien, incapaz de construir, destruyó su
pasado y su certeza de libertad.
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El Inocente propone al espectador un tema siempre actual, el
dilema de la culpabilidad o la inocencia con todas sus implicaciones psi-
cológicas, las cuales equivalen en Visconti al desgarramiento de perso-
najes que se debaten en medio de ambivalencias internas y externas, las
que se hallan en la intimidad de las convicciones y aquellas que delimitan
su contexto en un entorno social afectado por profundas rupturas (Los
Malditos, Rocco y sus hermanos, Muerte en Venecia).

La película, contada en la forma de un drama clásico, alcanza,


en los momentos de clímax, una maestría poco común –cualquiera, con
una historia como ésta, hubiera podido caer en la vulgaridad más crasa–,
en lo tocante a la dirección de actores y al extremo cuidado puesto por
Visconti en la ambientación del espacio que los rodea, con unos decorados
elocuentes que se explayan en el reflejo del meollo de los caracteres.

El Espectador, martes 12 de septiembre de 1978.

Regreso sin gloria, de Hal Ashby

Tres personajes desgarrados entre una guerra que no les perte-


nece, los devastadores actos de un ejército invasor y sus consecuencias,
cuando dos de ellos, ex combatientes del Vietnam, regresan a casa, son
los seres atormentados que dan vida a una sólida dramatización de un
intenso conflicto abordado con exhaustividad e indudable talento por Hal

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


Ashby, director que hace su obra más sobresaliente después de filmes tan
malogrados como Shampoo y El último deber.

Bob Hyde, capitán del ejército norteamericano que emprende


con vehemente patriotismo el viaje a la guerra, esperando recibir a cam-
bio la gloria de las condecoraciones; Luke Martin, sargento lisiado en el
combate y abatido por las largas tribulaciones del retorno a un hospital
de Los Ángeles; Sally Hyde, esposa del primero, mujer equilibrada de la
clase media, para quien su país y su vida conyugal son la única razón de
vivir: esos son los protagonistas de un filme en el que se van transforma-
do conscientemente hasta llegar a los límites de su condición. El marido
explota con violencia, al ver derrumbarse sus expectativas; el enfermo y
la mujer se solidarizan para construir una cálida relación que no puede
durar mucho, al interponerse las circunstancias de ese matrimonio que
ambos aceptan y comprenden porque, a la sazón, han vivido y sentido
en carne propia el oprobio del crimen organizado por encima de ellos, a
costa de su integridad.

El argumento es enormemente significativo, abarca lo esencial


de una temática: las secuelas interiorizadas, vistas desde dentro, de la
ruptura histórica de un país con las esperanzas de sus gentes; las so-
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cavadas fuerzas morales del mismo, antes ensimismado en una imagen
oscura, pero verosímil, del interés nacional, que se viene abajo cuando se
descubre su implacable envilecimiento. La película, lejos de ser el testimo-
nio frío y epidérmico del insuceso bélico, reflejado en la faz de los estado-
unidenses, se adentra en los ardientes impulsos de esa pareja de amantes
torturada y pisoteada que no se resigna a ser vencida, que recupera la
dignidad con el afecto, con el mutuo intercambio de energías para evitar
airosamente la derrota final, lo último de un desbarajuste que se ha vuelto
arma de doble filo contra sus propios artífices. Desde una silla de ruedas
y fuera del hogar derruido en lo más hondo, Luke y Sally se aferran a su
única tabla de salvación, acometiendo el naufragio con un valor a toda
prueba, el mismo de los que, en realidad, asistieron al hundimiento, pero
aún están a flote haciendo y aplaudiendo películas como ésta.

Regreso sin gloria es un filme matizado con vitalidad por tres ac-
tuaciones sensacionales, entre las cuales será difícil, si no imposible, dejar
de recordar la maravillosa actuación de Jane Fonda, la insuperable hija de
Henry, quien hace la película que siempre quiso realizar, para la cual aportó
las ideas centrales, consiguió productor, director y guionista. La fotografía, del
muy respetable Haskell Wexler (Atrapado sin salida; América, América) es so-
bria, ampliamente estudiada y planificada en su contacto, estrecho y vivencial,
con los personajes y el clima de dolorosa depresión que los circunda; el guión
es uno de los más vibrantes que se hayan conocido en el cine norteamericano
en muchos años y la música (los Beatles, los Rolling Stones, Dylan Simon y
Garfunkel, Hendrix, Aretha Franklin) recoge más y más voces de indignación
contra el infierno de Vietnam, la canción unánime de una juventud que, sin
temores ni formalismos, consignó su imborrable grito de protesta.

El Espectador, martes 3 de octubre de 1978.

Un día muy especial, de Ettore Scola


Los dos actores representan a dos marginados de una sociedad
que, jubilosamente, acude un día al encuentro del Führer con el Duce, en
un desfile multitudinario que constituye el telón de fondo –banda sonora
y documentales de archivo introductorios– de las situaciones que dan ori-
Sobre el cine y sus hermanas

gen a una relación muy particular entre dos seres sin anhelos, aplastados
por un régimen de fuerza y machismo.

Cuando la familia de ella sale apresuradamente a contemplar


el espectáculo, junto con los demás habitantes de un edificio romano
donde confluyen la frialdad arquitectónica y el hacinamiento, donde so-
breviven gentes de la clase media baja, los dos se conocen casualmente,
al escapar de su jaula el animal que hace compañía a la solitaria mu-
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jer esa mañana. Después de intercambiar esos saludos de rigor, se van
percatando, paulatinamente, de la opacidad de sus vidas y empiezan a
comunicarse sus coartadas, lo que los hace aún creer en algo, rodeados,
como están, por el apogeo de un sistema que pregona la infalibilidad del
poder, del dominio sobre los débiles.

Él, un homosexual tentado por el suicidio, y ella, un ama de casa


para quien los años transcurren sin otra razón de ser que la de los oficios
domésticos y la confianza impuesta en unas jerarquías políticas fundadas
en el sometimiento incondicional, padecen una misma angustia derivada
del opresivo anonimato que diluye sus personalidades, sumergiéndolas tras
la apariencia de un sistema que se alimenta de las masas, del colectivo de
individuos. La Loren, confundida por el obnubilamiento común a su ge-
neración, controla inicialmente sus impulsos, tratando de evitar a quien,
de acuerdo con los rumores escuchados a la portera del edificio, es un
proscrito, un anormal que merece el exterminio. Tarda en reconocer las
necesidades afectivas de éste, pero finalmente lo acepta como es, para
amarlo por unos minutos, antes de que la jornada termine y deba volver a
su resignación habitual. Ambos comparten así, en un instante, la humani-
zación que les está usualmente negada y luego regresan al abatimiento del
que han querido librarse, ella a su hogar y él a su asilamiento, de donde va
a ser trasladado en breve al sepulcro de vivos en el cual dejará de perturbar
a una comunidad cerrada sobre sus engañosos paradigmas.

El filme está tratado con una admirable economía de medios


expresivos que se localizan en muy contados espacios: los apartamen-

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


tos de cada uno, la fachada, la terraza y las escaleras del edificio. Ello
permite una global observación de los caracteres, su cotidianeidad y sus
antecedentes. Todo está dicho sabiamente por Ettore Scola, director que
comenzara como guionista de comedias y de quien conocemos Celos
estilo italiano y Archidiavolo (El diablo enamorado), películas poco difun-
didas que merecerían especial atención de los cine clubes. Una fotografía
reposada y atenta a los menores detalles en colores un tanto insólitos por
su mezcla de monocromatismo y color delicado, una escenografía austera
pero altamente expresiva y dos actuaciones impecables, distinguen un
filme que debe verse y hasta repetirse varias veces.

El Espectador, jueves 14 de septiembre de 1978.


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Los duelistas, de Ridley Scott

Magnífica revitalización del cine inglés con un filme de méritos


múltiples que van desde las meticulosas incursiones en las raíces mismas
del tema, hasta un depurado estilo de reconstrucción histórica patente en
la elaboradísima fotografía y la imponente plasticidad de los decorados,
ambos inspirados en las pinturas francesa e inglesa de los comienzos del
XIX, la era napoleónica.

Una historia simplificada con una fresca y muy notable concep-


ción del cine, basada en la novela homónima de Joseph Conrad, cuenta
el interminable antagonismo entre dos duelistas que se retan de escena en
escena sin que muestren, aparentemente, las razones de la disputa, deriva-
da de un ambigüo sentido del honor. Gabriel Ferraud y Armand D´Hubert
son dos militares enrolados en las filas del ejército francés, en los días que
señalan el advenimiento de Napoleón al poder. El uno declara la guerra al
otro cuando éste va a capturarlo por haber herido al sobrino de un alcalde
en un duelo; de ahí en adelante, no hay tregua y la rivalidad se vuelve parte
de sus vidas. Año tras año, y con las armas más disímiles, combaten frente
a frente, mientras en su país se presentan, sucesivamente, los cambios que
siguen a la suerte de las campañas de Bonaparte en Europa.

Ambos ascienden, paralelamente, en sus respectivos rangos,


hasta que son nombrados generales y están, al mismo tiempo, en el frente,
victoriosos o derrotados, detrás del emperador a quien sigue apasionada-
mente el uno (el plebeyo, Hervey Keitel) y a quien el otro (aristócrata, Keith
Carradine) obedece con reservas. Lo que los une y los separa, irreconci-
liablemente, es la naturaleza del militar, del deber, a cuyo cumplimiento
acuden por su patria y por la singular enemistad que se profesan, una de
esas cuestiones que comprometen su honorabilidad y sus indestructibles
vínculos con la carrera militar.

Las eras revolucionaria y napoleónica ceden paso a los aristó-


cratas, quienes retoman prebendas enterradas anteriormente con la lle-
gada al trono de Luis XVIII. Es entonces cuando se aclaran los motivos
de una rivalidad que se torna símbolo en el duelo de hombre a hombre
que contiene, en sí mismo, la demarcación entre dos épocas. Ferraud es
salvado de la ejecución, a la caída de Bonaparte, por D´Hubert, quien
ya ocupa lugar preponderante en el ejército de la nobleza. La lucha, una
Sobre el cine y sus hermanas

vez más, no se detiene, pero el triunfo es del que ahora detenta los privi-
legios, quien somete a su enemigo al esquema de honor que le es propio,
perdonándole la vida, sin caer en desgracia por ello, lo que sí le ocurre al
obsesivo servidor del emperador. Los dos eran, en un principio, militares, y
como tales, estaban destinados a la igualdad de condiciones, a la guerra
sin cuartel y sin que valiera la inconformidad con las decisiones de los
altos mandos. Luego, lo que antes era una coartada para su antagonis-
mo, los sorprende en su respectiva capa social y allí el honor deja de ser
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ambigüo para particularizarse y materializarse en resentimiento, de una
parte, y desprecio, por la otra.

Los Duelistas es una obra que supera la época de la trama, re-


tratada con ese cultivado sentido pictórico de la imagen cinematográfica
del cual hablaba más arriba, para estructurarse como prolongación inde-
finida de un discurso ético que no pierde vigencia, en la medida en que se
opone al sentimiento de honor hoy imperante, lo cual queda acentuado
en el filme por los muy completos trazos que se dan sobre la personalidad
de D´Hubert.

El Espectador, jueves 5 de octubre de 1978.

¿Quién puede matar a un niño?,


de Narciso Ibáñez Serrador

Una pareja de turistas norteamericanos, ansiando pasar tran-


quilamente sus vacaciones en una isla, se encuentra con que allí habita
un grupo de niños enloquecidos, poseídos por quién sabe qué diabólicas
fuerzas, dedicados a asesinar a cuanto adulto se presente a su paso, a
la manera de un divertidísimo juego infantil. La pareja se va percatando
poco a poco de una situación en la que se ve envuelta y termina por
convertirla en un par de nuevas víctimas, tan inocentes como los niños

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


(¿), quienes preparan su final de forma desconcertante para ellos y para
los espectadores, que asisten espeluznados al mejor filme de horror y te-
rror que haya podido verse en mucho tiempo, cuando la decadencia del
género es muy ostensible, a falta de obras renovadoras que desborden
marcos tan trillados como el de los vampiros, las casas infernales, los
exorcistas y profecías de sangriento cumplimiento.

La película está realizada por el español Narciso Ibáñez Serra-


dor, de quien se conoce también La residencia, con una hábil dirección
que imprime a la historia un fascinante poder de convicción, ausente de
las inverosímiles estafas cuya publicidad ha saturado la cartelera.

¿Quién puede matar a un niño?, además de cumplir con el


objetivo de aterrorizar en gran escala, crea una metáfora no muy pueril
que digamos, pues son los niños, encarnaciones habituales de la pureza
y la ingenuidad, los artífices de un monstruoso crimen que amenaza la
humanidad entera, según se da a entender en el epílogo de la película. La
violencia, el instinto de muerte y la perversión se apoderan de ellos, como
si las actuales perspectivas del mundo dieran lugar a una apocalíptica
alucinación a través de la cual se vislumbrara un desastre irreversible, que
invade las reacciones del público al salir de la sala.
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El niño, pieza moldeada por la maquinaria social con base en
terroríficos métodos –el aborto, la televisión, la educación contemporá-
nea, los juguetes mecánicos–, pasa a la ofensiva en el filme y su respuesta
es, justamente, la que el mundo de los mayores le obliga a dar, en su ven-
ganza contra los abusos de poder embozados en mensajes moralizantes.
Allí está el indiscutible acierto de una película singularmente atractiva, el
que la aproxima a la literatura clásica sobre el tema, ejemplificada por
Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y también a filmes igualmente clá-
sicos, como Juegos prohibidos (Jeux Interdits, 1952), de René Clement.

Para finalizar, añadamos que está película representa al más


calificado cine español, aquel que sufrió el impacto de la dictadura y
ahora es atropellado por un destape arrollador e ínfimo, artísticamente,
aunque de consumo masivo (lo peor es lo dominante). ¿Recuerda ud.
Mauricio, mon Amour o El Anacoreta? Olvídelas, por favor.

El Espectador, 1978.

Manhattan, de Woody Allen

Hace unos días leía las observaciones de un buen crítico nor-


teamericano acerca del actual cine cómico y sus insuficiencias estilísticas.
El crítico trataba de mostrar cómo la comedia en las películas tiende a
perder unidad, a presentarse como colcha de retazos, desarmada y desa-
brida. El mismo articulista atribuía a la procedencia de la mayor parte de
los cómicos modernos (Mel Brooks, Woody Allen y otros menos conocidos
por el público nacional), esta falta de elementos unificantes, de obras
cohesionadas y fluidas con todos los rigores –aparentes o no– pertene-
cientes al cine de largometraje.

Dicha procedencia poco o nada tiene que ver con el cine. Tanto
Allen como Brooks y otros cómicos del momento provienen de la televi-
sión, los escritos humorísticos de libros y periódicos, o las funciones públi-
cas de cuenta-chistes, para usar una denominación tomada del argot de
nuestra televisión. Estos antecedentes, quiérase o no, afectan una obra.
Acostumbrados al efecto hilarante episódico, emanado de una narración
que brota en el tiempo más breve posible, a la ocurrencia momentánea
Sobre el cine y sus hermanas

que no requiere mayor articulación o desarrollo, estos cómicos, como es


natural, tratan de transplantar al cine sus experiencias en otros medios ob-
teniendo, por lo general, resultados en nada comparables a la obra de los
grandes cómicos de antaño: Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Llo-
yd o Jacques Tati. Sostener hilos conductores o desarrollar creativamente
en un largometraje una idea cómica, son los retos que estos directores no
pueden vencer, pues, tarde o temprano, su impotencia para integrar los
gags a un conjunto aflora en la superficie de sus películas.
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Habituados como están al sketch, la columna períodistca o el
show de cabaret, desconocen la forma de dotar de continuidad a sus filmes
que, no por ser cómicos, están exentos de las exigencias de unidad que se
expresan en cualquier película. Woody Allen no es, pues, una excepción.
Ha hecho ensayos con todos los estilos y géneros para procurar una obra
personal pero, a mi modo de ver, no ha logrado el éxito esperado en nin-
guno de ellos, si se dejan a un lado Interiores, su mejor filme desde todo
punto de vista, y su contribución en el guión a Sueños de un seductor, la
excelente comedia del artesano Herbert Ross. Allen ha probado habilidades
en la parodia a la ciencia-ficción (El dormilón), la sátira política (Bananas),
la caricatura del policíaco (Robó, huyó y lo pescaron), la reconstrucción
histórico-humorística (La verdadera historia de Boris Grushenko), el filme
de sketchs (Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y no se atrevía a
preguntar), el drama psicológico (la muy lograda Interiores) y la comedia
íntima (Dos extraños amantes y Manhattan). Ha dado una y otra vuelta a los
temas, ha tratado de decirlo todo y de abarcar cuanta moda le ha pasado
por delante: el psicoanálisis, el sexo, Cuba, los robots y el futurismo, Berg-
man, Antonioni, la nostalgia por la vieja Nueva York.

Casi nunca Woody Allen puede fundir el apunte aislado, las situa-
ciones verdaderamente cómicas, a una hora y media de ingenio elaborado
y, lo que es más, puramente cinematográfico, visual por decir lo menos.

Los excesos en los diálogos, la falta de movimientos y acciones


en sus películas, el errático manejo de la cámara, el montaje y los actores
frustran, lamentablemente, sus ambiciones. Esto se vuelve más notorio

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


cuando Allen ha hecho un intento por superar los límites entre la comedia
y el drama, y desde Dos extraños amantes quiere volver autobiográficos
sus filmes, haciendo partícipe al espectador de sus fracasos sentimentales
(la vida con Diane Keaton) y sus interioridades. La experiencia de esta
película, a la que se suman las de Interiores y Manhattan, ofrece pruebas
bien sustentadas de hasta qué punto Allen es consciente de este eclecti-
cismo de estilos y de la necesidad de dejarlo atrás, apuntando hacia una
resolución propia, unitaria, de lo que desea expresar en la pantalla.

Aunque tampoco aquí consigue la plenitud en la integridad


que busca –parlamentos desmesurados, cierta inanidad de la imagen,
cambios bruscos sin mesura y control en las transiciones de tiempos y
espacios, estereotipos y comportamiento egotista– , Allen ya puede pro-
poner un estilo más o menos definido, más cinematográfico, pero todavía
balbuciente y precario. Los premeditados movimientos de la cámara en
las conversaciones al aire libre, largas caminatas en las que las conver-
saciones se hacen menos sofocantes, y una mayor concentración en la
dirección de sus actores, le permiten un sostenimiento más eficaz de la
trama que el que se detectaba en sus anteriores películas.
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Las ideas de Allen de contar su vida a los pacientes especta-
dores no se hacen esperar. Categorías psicoanalíticas con manos y pies
exhiben sus acartonamientos, su falsedad de muestrarios clínicos, en una
exposición de patologías de la que él, como buen aprendiz de normali-
dades (recuérdese Sueños de un seductor) anhela escapar a toda costa.
Rechazando a una joven de 17 años con la que vive, Allen repite la his-
toria de Dos extraños amantes en su tentativa de unirse a Diane Keaton,
una erudita pedante, espejo de su psicoanalista. Desilusionado del artifi-
cioso mundo de las caretas y obsesiones psiquiátrico-psicológicas, que en
Norteamérica envuelven hasta a los intelectuales más seguros de sí, de su
modernismo, Allen vuelve a la joven, después de recordar los motivos por
los cuales vale la pena vivir en un autoexamen interior ante la grabadora.
Convencido de la inutilidad de la farsa montada a su alrededor, el cómi-
co reclama para sí, para el individuo, el derecho a actuar libremente y a
elegir su suerte al margen de los slogans “científicos” de consumo.

Allí también parece salir a flote otra ansiedad de Allen que


busca solución a la par de sus preocupaciones formales. Rodeado de
especímenes de consultorio a lo largo de toda su obra, clama por la in-
dependencia, ¡porque lo dejen en paz! Hasta ahora se ha burlado tanto
de los psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, como les ha profesado
particular devoción, todo en sus películas es así y en Manhattan repite la
dosis. Es irreverente con los intelectuales neoyorkinos pero no oculta sus
deseos de ser uno de ellos. Parece detestar la chismografía de best seller
(las memorias de su ex esposa lesbiana), pero se aferra sin cesar al chiste
prosaico corto en finura y sugestividad. Ama a Nueva York hoy y la detesta
mañana. Ambigüedades explicables en cualquier ser humano, pero que
en Allen saltan con tanta facilidad de extremo a extremo, que se hacen
poco convincentes.

Quizás el venerado Woody Allen quiera ser él por encima de


todo. En esa medida sería sincero y encontraría una manera consecuente
de comunicarse con su auditorio, por demás innumerable, en el cine.
Creo que sus últimas películas se encaminan hacia esa madurez, necesa-
ria en alguien que sin lugar a dudas tiene talento. Habrá que esperar.

Revista Nueva Frontera, 1979.


Sobre el cine y sus hermanas

Muerte, fe y arte en El séptimo sello

El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), es una película en


la cual el conflicto dramático tiene lugar entre la fe y el escepticismo, la
esperanza y la certeza, la trascendencia y la mundanidad, la eternidad y la
muerte. En el regreso de Las Cruzadas que afrontan el caballero Antonius
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Block, personaje protagónico, y su escudero, Jöns, se refleja todo una
trayectoria existencial que oscila entre uno de los polos de cada pareja
semántica de oposición y el otro, en una rica dialéctica cuya síntesis,
según el director, Ingmar Bergman, sólo la puede proporcionar el arte,
representado por el artista creador. Me refiero al actor Jof, quien, por su
inocencia, su gran distancia respecto a los quebraderos de cabeza intelec-
tuales, o preguntas sin respuesta, soportando la humillación y el sacrificio,
no abandonando jamás la paz interior, que resulta de una relación ma-
trimonial y familiar muy armoniosa, base de su muy buena relación con
Dios, no duda, no se atormenta, no quiere resolver enigmas que rebasan
las capacidades de la condición humana.

El juego de ajedrez con la muerte, en el cual el caballero es uno


de los contrincantes, se describe en la película como toda una metáfora
espiritual. Si bien está inscrito dentro del contexto de una Edad Media
obsesionada por el afán de edificar, de cualquier manera posible, el reino
de Dios desde lo temporal, desde lo terreno propiamente dicho, una Edad
Media asediada por las continuas campañas bélicas (¿hay diferencia con
la actualidad?), las epidemias de peste, los llamamientos más severos a
la penitencia, la renuncia al mundo, la idea fija de que hay un mal que es
necesario combatir a muerte, dicho juego representa, en sentido estricto,
la lucha entre la certeza que tiene todo hombre de su fin y las argucias
de que hace gala para evadirse ante su inminencia, lo cual explica así
Heidegger (1995: 281 y 282):

“Uno sabe de la muerte cierta y sin embargo no ‘es’ cierto

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


propiamente de ella. La cadente cotidianidad del ‘ser ahí’ conoce la cer-
tidumbre de la muerte y sin embargo esquiva el ‘ser cierto’. Pero este es-
quivarse atestigua, con el fenómeno de aquello ante que se esquiva, que
la muerte tiene que concebirse como posibilidad más peculiar, irreferente,
irrebasable y cierta.

“Uno dice: la muerte llega ciertamente, pero por ahora aún no.
Con este pero le quita uno a la muerte la certidumbre (...). La cotidiani-
dad (...) se escapa de las cadenas del fatigado, del ‘inactivo pensar en la
muerte’. Esta se aplaza hasta ‘un día al cabo’, y ello apelando a la llama-
da ‘opinión general’. Así encubre el uno lo peculiar de la certidumbre de
la muerte, el ser posible a cada instante. A la certidumbre de la muerte va
unida la indeterminación de su cuándo”.

El caballero Antonius, con su poderío humano, pide, a medida


que transcurre la partida, un aplazamiento del momento decisivo, ga-
nando así una cierta tranquilidad que es cada vez más relativa, pues a su
alrededor todo le recuerda que la muerte es una realidad; su inmediato
pasado, la Cruzada, ha sido de muerte; la peste extermina gentes sin
piedad; los religiosos la asocian sin cesar al juicio divino llamando a la
conversión, y la propia muerte personificada, al compás de la iconografía
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medieval nórdica (una muy elocuente evocación de ello se encuentra en
la serie de grabados que el pintor alemán Hans Holbein hace en el siglo
XVI), se presenta continuamente para exigir la cabeza de su víctima.

El caballero asciende por la cuesta de una evasión, de una


fuga, que cada vez lo es menos, pues en la cima está, irreversiblemente, el
último aliento. No le queda alternativa distinta, como al enfermo terminal,
a preguntarse qué le espera a ciencia cierta. Aunque por formación ha
sido educado en la fe y su alimento espiritual diario es la oración (pen-
sando en el carácter del personaje estas palabras del Cardenal Newman
no dejan de ser perturbadoras: “¿Quién puede realmente orar a un ser
sobre existencia se halla seriamente en duda?” (Citado en Dessain, 1990:
209), en su mente bullen los que serán los paradigmas sintomáticos de la
modernidad, la búsqueda afanosa de certezas y demostraciones cabales.
Por eso quiere ver, quiere palpar a Dios y al diablo, busca afanosamente
respuestas que lo ratifiquen en su convicción, cada vez más tambaleante,
de que no está equivocado. Lejos está de lo que el mismo Newman des-
cribe de la siguiente forma:

“Manteniendo firmemente como mantengo… la certeza de


nuestro conocimiento, creo que es suficiente apelar a la voz común de la
humanidad para probarla. Hemos de considerar como una facultad na-
tural ordinaria lo que los hombres en general de hecho ejercitan. Ésta es
una ley de nuestra inteligencia que se cumple en toda clase de acciones,
tanto si a priori hemos de considerarla una ley como si no... Nuestra pose-
sión de certezas es una prueba de que el estar cierto no es una debilidad
o un absurdo. No es de mi incumbencia aquí determinar cómo se explica
que podamos llegar a la certeza: me basta con que sintamos de hecho
que estamos ciertos (...).

Si la religión deber ser entrega personal y no simple asunto de


sentimientos; si debe convertirse en el principio que rige nuestras vidas; si
nuestras acciones, una por una, y nuestra conducta diaria deben orien-
tarse coherentemente hacia al ser invisible, necesitamos algo que supere
el mero equilibrio de argumentos para fijar y controlar nuestras mentes.
El sacrificio de riqueza, fama y cargo que se ocupa, la fe y la esperanza,
el vencimiento de sí mismo, la comunión con el mundo espiritual, presu-
ponen una afirmación real y una intuición habitual de los objetos de la
revelación, lo que es la certeza bajo otro nombre” (Idem: 207 - 209).
Sobre el cine y sus hermanas

Ese nombre es el de asentimiento, ese gran concepto de Newman.

De esta manera, el caballero reclama pruebas sensoriales, po-


sitivas, acerca de la existencia del bien y el mal, siendo su fe insuficiente al
pedir certezas por una vía en la que nunca las obtendrá, mientras Jof, el
actor-artista y bufón, cuenta con esas certezas a flor de piel, cultivándolas
dentro de la limpidez de su alma, la cual hace que vea, sin dudar, a la Vir-
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gen y al Niño, y a la misma Muerte, al final, encabezando el cortejo de los
que parecen más bien condenados que simples criaturas abandonando el
reino de los vivos. Es un espíritu sencillo, que le ha dado su asentimiento a
la verdad sin enredar la mente en dudas por falta de pruebas, conjeturas
o especulaciones. Por eso, no está exento de humillaciones, como aque-
lla que experimenta en la taberna por parte de Raval, el antiguo clérigo
pervertido, organizador de la Cruzada, bajo la aquiescencia de todos los
parroquianos reunidos para divertirse. Moralmente sano, ama a su familia
sin traicionarla, lo que sí hace Skat, su compañero en las lides del espec-
táculo, por lo cual es castigado por la Muerte con la muerte.

Al lado de ellos está Jöns, el escudero, adalid del escepticismo,


frío e imperturbable, en quien sin embargo hay una ética secularizada o
laica que se debe ver con mucho interés. Se inclina siempre por la justicia,
ayuda a la mujer muda, de rostro tan expresivo e impresionante, salván-
dola de los atropellos de Raval, lo mismo que a Jof, salvándolo de la
vejación. Es leal con su amo, está perfectamente habituado a ver muerte,
crueldad y mentira a su alrededor; no se angustia, no cree en nada ni en
nadie. Más que escéptico, es un estoico de principios; no se conmueve
demasiado ante el dolor, lo acepta como una realidad inevitable, pero
toma, en cualquier circunstancia, el camino de la rectitud.

El apocalipsis según Bergman

“Y cuando el Cordero hubo abierto el séptimo sello, siguióle un

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


gran silencio en el cielo, cosa de media hora.
Y vi luego siete ángeles que estaban en pie delante de Dios, y
diéronseles siete trompetas.
Vino entonces otro ángel y púsose ante el altar con un incen-
sario de oro, y diéronsele muchos perfumes compuestos de las oraciones
de todos los santos para que los ofreciese sobre al altar de oro, colocado
ante el trono de Dios.
Y el humo de los perfumes o aromas encendidos de las oracio-
nes de los santos subió por la mano del ángel al acatamiento de Dios.
Tomó luego el ángel el incensario, llenólo del fuego del altar, y
arrojando este fuego a la tierra, sintiéronse truenos, y voces, y relámpa-
gos, y un grande terremoto.
Entretanto los siete ángeles, que tenían las siete trompetas, se
dispusieron para tocarlas” (Sagrada Biblia, 1983: 1.391).

Estas palabras del Apocalipsis son las que inspiraron a Berg-


man para hacer su película. El clima que debía crearse, era, por tanto,
extraordinario, también alucinante, un universo sobrecogedor de plagas
y ruina. El gran maestro sueco lo logra, aunque creo que es ligeramente
tendenciosa su descripción de la atmósfera medieval de la Suecia católi-
ca; el religioso predicador es, evidentemente, un fanático; también lo son
los flagelantes que le siguen en la procesión. Es casi imposible tener otra
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actitud para el hijo de un pastor luterano, quien por lo demás ha reñido
siempre con una interpretación totalmente serena de la fe (ello es evidente
en otras de sus películas), hasta el punto de que hoy, simple y llanamente,
no acepta desprenderse de las prevenciones contra la Iglesia Católica y el
cristianismo, en general. No sobra, para nada, escucharlo.

“El séptimo sello es una de las pocas películas que verdadera-


mente llevo cerca del corazón. En realidad, no sé por qué. Realmente no
es una obra impecable. El producto arrastra sus locuras y se vislumbra la
prisa. Pero me parece que es vital, tiene fuerza y no es nada neurótica.
Elabora además su tema con gusto y pasión.
Como en aquella época yo estaba firmemente atrapado en la
problemática religiosa, presenté dos opiniones, una al lado de la otra. A
cada una se le permitió hablar su propio idioma. Por eso reina un relativo
alto el fuego entre la devoción infantil y el duro racionalismo. No hay
complicaciones neuróticas entre el caballero y su escudero.
Y luego la santidad del Ser Humano. Jof y Mia representan algo
importante para mí: si uno quita la teología queda lo Santo.
Además hay una bondad juguetona en la imagen de la familia.
El niño realizará el milagro: la octava pelota del malabarista debe quedar
quieta en el aire un vertiginoso instante- un microsegundo (...).
En aquella época me quedaban algunos raquíticos gestos de
mi devoción infantil, una idea absolutamente ingenua de lo que se podía
llamar una salvación que no es de este mundo.
Al mismo tiempo se había manifestado mi convicción actual.
El Ser Humano lleva en sí su propia santidad, una santidad que
es de este mundo y no tiene explicación fuera de él. En mi película vive,
pues, un resto bastante poco neurótico de una devoción sincera e infantil.
Coexiste en paz con una concepción de la realidad dura y racional.
El séptimo sello es definitivamente una de las últimas expresio-
nes de profesión de fe manifiesta, expresiones que había heredado de mi
padre y que llevaba conmigo desde la infancia.
Cuando hice El sello la oración, tanto por mí como por los
demás, era una realidad central en mi vida. Rezar era un acto completa-
mente natural” (Bergman, 1992a: 203 - 207).

La forma en la película
Sobre el cine y sus hermanas

En la película coexisten también lineamientos estilísticos diferen-


tes, de por sí encontrados en la historia del cine, pero que Bergman sabe
fusionar felizmente. Las apariciones de la muerte, el recorrido a través
del bosque en medio de la tempestad, la lectura del Apocalipsis en torno
a la mesa, el delirio sofocante de la procesión con los flagelantes en la
que se canta la secuencia del Dies Irae, casi todas escenas en las que la
iluminación se cimienta en el claroscuro y la ambientación de pesadilla
expresionistas, conviven con la primera aparición de los actores –cuando
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Jof ve a la Virgen y al Niño–, sus presentaciones en público, la taberna,
etc., momentos cuando el realismo e, incluso, un cierto naturalismo, se
hacen enteramente apreciables. Esa ha sido, en resumidas cuentas, la
historia del cine sueco y sus hermanos nórdicos: a caballo entre el más
apesadumbrado expresionismo y la vocación realista. Bergman conduce
a la armonía lo opuesto, como hacen los grandes músicos y, en general,
los más grandes artistas.

Por su parte, la cámara tiende a ser muy realista en sus movi-


mientos y encuadres, al igual que los criterios de montaje. Piénsese, por
ejemplo, en el plano secuencia en que se relata cómo Jof, quien duerme
al lado de su familia y grupo teatral, se despierta, desciende de la carreta y
termina topándose con lo sobrenatural; aquí el seguimiento de la cámara al
personaje es de una pureza realista muy prístina y traslúcida. En oposición
a la febrilidad tortuosa del tema, el director no quiere excitar emociones
desmedidas en el público; el equilibrio de lo clásico impera, para que la mi-
rada autoral sea intelectualmente precisa, sin que por ello se altere el fuerte
calibre de las emociones expresadas. Como quien dice, Mozart en el cine;
Bergman lo ama, hizo una primorosa versión fílmica de La Flauta Mágica,
y no cesa, en la totalidad de su obra, de ofrecer esa referencia, directa e
indirectamente. Los clásicos concilian extremos, como los santos, Heráclito
y el gran Hegel, de quien nos ocuparemos en breve.

Texto de la conferencia dictada en la Universidad Católica de Colombia


como parte del Seminario Persona, Imagen y Espiritualidad, coordinado por el
autor. Primer semestre de 2003.

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


Lo sublime en Viridiana, de Luis Buñuel

Me parece importante, antes de proceder a hablar de la pelícu-


la de Buñuel, complementar la excelente exposición del profesor Humber-
to Grimaldo, acerca de la estética kantiana, con la manera como Arthur
Schopenhauer, en “El Mundo como Voluntad y Representación”, entiende
el concepto de lo sublime. Schopenhauer suponía que su filosofía era, a
la vez, un desarrollo y una revisión crítica del sistema kantiano, no sólo en
cuanto a la estética. Por esa razón, sus planteamientos, si bien se derivan
en buena medida de éste, contienen una buena dosis de aportaciones
personales, a las cuales me quiero referir.

En el Libro Tercero de “El mundo como voluntad y represen-


tación” –Segunda Consideración–, de la obra en cuestión, después de
afirmar que el orden armonioso de la naturaleza, particularmente el del
reino vegetal, invita casi necesariamente a la contemplación, pareciendo
reclamar, de por sí, la presencia de un individuo exterior a él, dotado de
inteligencia y capaz de representárselo, continúa así:
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“Ahora bien, cuando estas mismas condiciones favorables de la
Naturaleza, es decir, estas formas claras y precisas que hacen resaltar las
ideas individualizadas por ellas, son lo que nos aparta del conocimiento
de las meras relaciones, o sea del conocimiento supeditado a la voluntad,
para elevarnos a la contemplación estética y convertirnos en sujeto puro
del conocimiento puro, lo que obra sobre nosotros es lo bello y el senti-
miento que en nosotros se despierta es el sentimiento de la belleza. Pero
cuando estos mismos objetos, cuyas formas simbólicas nos invitan a la
contemplación, se presentan en una relación de hostilidad con el hombre
y la voluntad humana en general, tal como se objetiva en nuestro cuerpo;
cuando le amenazan con su poder irresistible o su grandeza inconmen-
surable, haciéndole parecer un átomo; cuando el hombre se ve expuesto
a su acción destructora, y, sin embargo, convertido en mero espectador,
no pone atención en esta relación hostil, sino que, viéndola y reconocién-
dola, se eleva sobre ella desasiéndose de su voluntad y olvidándose de
sí mismo y, abandonándose a la contemplación, mira con calma y fuera
de toda volición esos mismos objetos terribles, concibiendo únicamente la
Idea pura y sin mezcla de relación alguna y se absorbe en ella, elevándo-
se por este mismo hecho sobre su individualidad y su querer, entonces es
presa del sentimiento de lo sublime” (Schopenhauer, 1950: 421 - 422).

La hostilidad, lo irresistible y lo terrible son aquí, pues, las fuen-


tes de la emoción estética. ¿Cómo puede darse eso? Por medio de la
contemplación que se sobrepone a la voluntad, el concepto primordial
dentro de la visión del mundo del filósofo, para quien ésta es fuerza ciega,
impulso avasallador, cosa en sí de la existencia, ímpetu que solo puede
ser contenido y superado, aunque momentáneamente, nunca de modo
totalmente continuo, por la representación, en cuyo más alto rango, esa
misma contemplación de lo bello, lo artístico y lo sublime, encontramos
la mayor objetivación posible del conocimiento de las cosas, finalmente
Ideas, según él. Esta visión es importantísima para poder comprender
el arte moderno y contemporáneo, una buena parte del cual provoca,
en primera instancia, el rechazo, la hostilidad abierta, la sensación más
inmediata de desagrado, molestia e, incluso, angustia. No obstante, es
arte, gracias a la mediación de lo sublime, estéticamente hablando.

Prosigue así Schopenhauer (Op. cit.: 422) en su texto:

“Podemos concretar la distinción entre lo bello y lo sublime en


Sobre el cine y sus hermanas

los siguientes términos: frente a lo bello, el conocimiento puro se produce


sin lucha, pues la belleza del objeto, que no es más que su propiedad de
facilitar el conocimiento de la Idea, aparta de una manera suave e inad-
vertida para la conciencia, la voluntad y el conocimiento de las relaciones
sujeto a ella. Sin embargo, la conciencia subsiste como sujeto puro del
conocimiento, borrando el recuerdo de la voluntad. Pero en lo sublime el
conocimiento puro ha de ser logrado previamente por el sujeto, arran-
cándose con violencia y conscientemente a las relaciones del objeto, que
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conoce como hostiles para él, y elevándose libre y deliberadamente por
encima de su voluntad y del conocimiento, de todo lo que con ella se re-
laciona. Pero este estado de elevación hay que conquistarlo y conservarlo,
y va constantemente acompañado de una reminiscencia de la voluntad,
no de una voluntad individualizada o especializada, como el temor o la
esperanza, sino de la voluntad humana en general, tal como se manifiesta
en el cuerpo humano, es decir, en su objetivación. Si el miedo o la angus-
tia se sobrepusieran a la contemplación, produciendo en la conciencia
un solo movimiento instintivo de la voluntad, el estado de contemplación
desaparecería, y la impresión de lo sublime quedaría destruida, pues el
individuo no pensaría ya más que en su propia defensa o salvación”.

Se habrá advertido, por supuesto, que estoy estableciendo un


paralelo entre lo sublime en la naturaleza y lo sublime en el arte, paralelo
que es válido si se llega hasta las últimas consecuencias que, partiendo
de sus conceptos estéticos, alcanzaron tanto Kant como Schopenhauer.
Antes de esclarecer algo más en ese sentido, no considero improcedente
insistir en la complejidad del concepto de voluntad schopenhauriano, la
que permite entender cabalmente el universo intelectual y, ante todo, vi-
tal, en el que se movía este gran pensador, subestimado por los filósofos
académicos, mas sobremanera estimado por otros pensadores, artistas y
poetas, Nietzsche, Wagner y Borges, entre otros, valga la redundancia.
Si el hombre es el impulso ciego y violento de la voluntad (caracterizado
por el polo de las partes genitales como foco) y al mismo tiempo el sujeto
eterno, libre y puro del conocimiento (polo del cerebro) (Schopenhauer,
Op. Cit.: 423 y 424) y la voluntad, ávida siempre de desear y adquirir

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


(Schopenhauer, Op. Cit.: 427), difícilmente encuentra respiro y descanso
en su torrencial precipitación de ardorosos impulsos, la representación
contemplativa de lo bello y sublime, en la naturaleza y el arte, se torna
especialmente gratificante al ponerle coto a esa voluntad, al dignificar la
existencia humana en grado sumo, prescindiendo del agobiante cansan-
cio al que conducen las pasiones, ese agotamiento visceral que conlleva
el pesimismo que se le ha atribuido a Schopenhauer.

“Esta doctrina de lo sublime es aplicable también a la esfera


moral, es decir, a lo que llamamos un carácter sublime. También aquí
resulta que la voluntad no es excitada por los objetos y el conocimiento
conserva su predominio. Un carácter de esta índole considerará a los
hombres de una manera puramente objetiva, prescindiendo de las rela-
ciones posibles entre ellos y su voluntad; reconocerá sus faltas, el odio
que le profesan o la injusticia con que le tratan, sin sentirse inclinado por
su parte a odiarlos; contemplará su dicha sin sentir envidia, reconocerá
sus buenas cualidades sin desear trato con ellos; percibirá la belleza de
las mujeres sin desearlas. Su felicidad o desdicha personales no le afec-
tarán fuertemente (...).
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“Con todos los reveses inherentes a su propia existencia verá en
ella antes que su destino individual el de la humanidad in genere y será
para él tema de estudio más que causa de dolor” (Idem).

El carácter sublime, me atrevo a decirlo, es propio de un direc-


tor de cine como Luis Buñuel. Aceptar y admirar los valores artísticos de
Viridiana (1961) es reconocer que toma al hombre como un objeto de
estudio capaz de la mayor nobleza y de la mayor bajeza, sin inmutarse
demasiado ante lo uno o lo otro. Puede uno no estar de acuerdo, como
en mi caso, con las que parecen ser sus conclusiones de ateo, gracias a
Dios, según sus célebres palabras –las mismas ideas que enuncian los
interlocutores de Sócrates en la iniciación del Diálogo La República de
Platón: para qué sirven la caridad y la generosidad si el mundo es, sin
remedio, sórdido y perverso, si, tarde o temprano, la bajeza se impone?–,
pero ello no obsta para que se puedan encontrar en ella las cualidades
de una obra maestra, para cuya justa apreciación la noción de lo sublime
viene como anillo al dedo.

Tomaré como ejemplo ante todo el fragmento del clímax (Bu-


ñuel, iconoclasta irreverente, como todos los surrealistas, nos dejó, pa-
radójicamente, obras perfectamente construidas según los cánones más
clásicos), secuencia inspiradísima en la que, como pocas en el cine, se
despliegan, en toda su extensión y volumen, las prodigiosas dotes de un
artista de lo sublime.

Viridiana y su primo han salido de la casa. Los mendigos están


solos, pueden ponérsela de ruana, nada se lo impide. Sus voluntades,
siguiendo con la acepción schopenhauriana del término, se desbordan
inconteniblemente; para ellos no hay normas de educación, convivencia
o moral que valgan. El alcohol estimula sus reacciones. Las injusticias,
maltratos y agresiones de que han sido víctimas por parte de la sociedad,
se revierten vengativa y cruelmente sobre los bienes de la única persona
que en verdad ha querido hacer algo por ellos, la muy religiosa Viridiana.
Hasta tal punto se desinhiben, que, a su regreso, terminan violándola.

La secuencia produce en el espectador todas y cada una de


las respuestas emocionales propias de lo sublime, genera hostilidad e,
incluso, fobia ante lo horrible de la situación. Hombres y mujeres sucios y
desdentados, desaliñados y primitivos a más no poder, se pliegan al poder
Sobre el cine y sus hermanas

destructivo de sus bárbaros instintos, que nadie se ha preocupado por


educar. No valen aquí ni la gratitud ni el respeto hacia la mujer que los ha
recibido en su casa. Las fuerzas destructivas campean, no da tregua la vo-
luntad en su deseo de satisfacerse a como dé lugar. Dramáticamente, Ra-
món del Valle Inclán habría denominado a esta secuencia un esperpento,
dada su teoría de que la acción teatral debía sumir al espectador en una
ola de hollín lanzado desafiantemente a su cara. En eso, en la macabra
ilustración del frenesí malévolo de la destrucción, el cual no se diferencia
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en nada del poderío inexorable de la muerte, la cultura española goza
de una rica tradición; piénsese, si no, al lado de Valle Inclán y Buñuel, en
esos desastres de la guerra y aquelarres de brujas que inmortalizó Goya o
en el mismo espectáculo del toreo.

La secuencia es una apoteosis, pero exactamente a la inversa,


un majestuoso fresco de Tiepolo hecho trizas por los denigrantes abismos
humanos. No lo sería con tanta elocuencia si Buñuel no hubiera introducido
un contraste, que se podría juzgar un tanto diabólico, con el arte clásico
y con su correspondiente sentimiento de la belleza, tal como lo estimaban
Kant y Schopenhauer. Los mendigos, en número de doce, se han sentado a
la mesa, en una composición, para algunos blasfema, que es una explícita
parodia de cualquier pintura clásica relativa al acontecimiento bíblico en el
que el Señor instituye la Eucaristía; por otro lado, cuando se desfogan sin
límites los afanes del deseo en los personajes de los mendigos, resuena,
gracias a un disco que encuentra uno de ellos en la sala, el que es quizá,
con el movimiento final de la 9ª Sinfonía de Beethoven, el pasaje coral más
conocido en la historia de la música, el Aleluya del Oratorio El Mesías de
Händel. En una verdadera danza macabra, el arte clásico y barroco, hecho
de proporciones y grandeza, se reviste de podredumbre y miseria. Lo bello
ha sido atacado y demolido con la catapulta de la impiedad que procede
del arte sublime, de lo sublime como tal.

Independientemente del espectáculo de la degradación y de


nuestras íntimas convicciones morales de católicos, si se es conocedor del
cine, si se ama la magnitud artística de unas imágenes, hay que reconocer

Desde los medios masivos y sobre ciertas películas amadas de antaño


una proeza mayúscula en la puesta en escena de Luis Buñuel que vemos
aquí, tanto más cuanto que la precisión de las actuaciones, el trabajo fo-
tográfico y el montaje son de calibre mayor, inversamente proporcionales
a la irrefrenable destrucción que representan. Si dejamos a un lado nues-
tra voluntad y contemplamos esos horrores del comportamiento humano
con la suficiente distancia, sabremos a ciencia cierta que son una obra y
un carácter sublimes, Viridiana y el carácter de un director goyesco, para
citar el título de las bellas obras pianísticas de Enrique Granados, bellas
pero no sublimes. Ese director es Luis Buñuel, modelo de lo sublime en el
arte cinematográfico de todos los tiempos.

Texto de la conferencia dictada en la Universidad Católica de Colombia


como parte del Seminario Persona, Imagen y Espiritualidad, coordinado por el
autor. Primer semestre de 2003.
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Segunda parte
Ensayos

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Actividades del proyecto Cine al Patio,
que dirigió el autor en cárceles del país.

Crítica a la crítica de cine

Lo primero que se debe señalar, cuando hablamos de la


crítica de cine, es que consiste en una educación de los sentidos y
la percepción, por supuesto y fundamentalmente, del ver, aunque
también del escuchar. El arte, y hace mucho que nadie duda de
que el cine lo es, es una actividad creadora de nuevas aparien-
cias, de una obra que hace visible lo invisible1; es, por tanto, una
producción de formas, a las que se llega inicialmente a través de
los sentidos.

Los equívocos y confusiones a los que éstos son muy pro-


pensos requieren, según la tradición empirista y positivista, de las
certidumbres de la experiencia, clave del conocimiento para los
deudores de esa tradición. Al respecto dice David Bordwell: “Los
estímulos sensoriales no pueden determinar por sí mismos una per-
cepción, puesto que son incompletos y ambigüos. El organismo
construye un juicio perceptual basándose en inferencias incons-
cientes”; y, más adelante: “En todas estas actividades, llamémoslas
perceptuales o cognitivas, conjuntos de conocimiento organizados
dirigen nuestra creación de hipótesis. A estos conjuntos se les llama
esquemas” (Bordwell, 1996: 31).

Para Bordwell, el espectador, lejos de tener que plantear-


se necesariamente, durante el proceso del visionar, una lectura que

1 “Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo


muerto, para poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo fini-
to. Un sustitutivo. El infinito no es materializable, tan sólo se puede
crear una ilusión, una imagen” (Tarkovski, 1991: 62).

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descifre o comprenda, por una operación sólo abstracta-intelectual, la narra-
ción de una película es, sencillamente, copartícipe del acto narrativo; infiere
activamente, a partir de un continuo flujo de hipótesis, enmarcadas entre los
distintos tipos de esquemas, sobre las posibilidades que van resultando de la
intriga y la trama; despeja y llena las lagunas propias del acontecer dramáti-
co, recibe información que comparte o no con los personajes; saca conclu-
siones y, a medida que aumenta su cultura cinéfila, sabe cada vez mejor a
qué atenerse respecto a clases de películas y estilos.

En pocas palabras, el ver, elaborado por los conjuntos percep-


tuales, los cuales son eminentemente inferenciales, ni es el acto pasivo
de acomodar mecánicamente en casillas fijas de la mente información
procedente del objeto percibido, una película, ni un arduo trabajo ex-
clusivamente racional que rebase las capacidades de un espectador con
un mínimo de referencias culturales. Verla es poner en funcionamiento
un arsenal de recursos perceptivos que jalonan una participación del re-
ceptor en lo que ve; éste, al hacerlo, está vivo, es potencia que con unos
estímulos convierte rápidamente su papel en actos perceptivos.

En todo espectador, pues, hay una dinámica de lo que podría-


mos llamar facultades preconscientes y semiconscientes del juicio estético.
Como quien dice que todos viendo una película, sin interpretarla todavía,
somos cómplices o jueces de lo que vemos; tenemos a nuestro favor, in-
dependientemente del abuso o no de nuestra indulgencia por parte de los
directores, los productores y la industria del cine en general, la amplitud
y magnitud de un ver co-creativo, de un ver potencialmente muy fértil
porque, como lo dejó consignado Aristóteles, refrendado por Goethe,“....
de todos los sentidos, la vista es el que posibilita en mayor grado el cono-
cimiento y revela mayores diferencias” .

De ahí a familiarizarse con unas técnicas cinematográficas y


hacer la intelección de unas formas narrativas, dramáticas, plásticas y
sonoras, no media una distancia tan abismal como pudiera creerse. Mi
experiencia, tanto en la crítica como en la pedagogía, con grupos muy
disímiles entre sí (adultos, profesores y estudiantes universitarios, maestros
y alumnos de secundaria, empleados públicos y privados, presidiarios, sa-
cerdotes y seminaristas, niños, etc.), me permite expresar categóricamente
que los más diversos tipos de público (el ideal, desde luego, es el más
asiduo, el que más ve, sabiendo ver intuitivamente, aunque nunca haya
Sobre el cine y sus hermanas

tenido acceso al pensamiento crítico), llegan con facilidad a distinguir


o, más bien, a hacer totalmente conscientes las primeras, las técnicas y,
con un poco más de atención o esfuerzo, jamás desmedido ni volcado
hacia abusos especulativos –siempre y cuando se acepte que vale la pena
madurar en la construcción del gusto–, a educarse más conceptualmente
en el exquisito imperio de las formas. Ello no obsta, desde luego, para su-
brayar nuevamente aquí que hacer crítica supone un aprendizaje técnico y
uno conceptual-estético, una ineludible apropiación de conocimientos.
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Anticipándome a un aspecto que trataré posteriormente, quiero
anotar de plano lo siguiente: un saber sobre la forma no está separado de
una noción de realidad. Siendo la forma el epicentro del contenido, en sí
lo significante, sin que ninguno de los dos pueda disociarse del otro, y la
unidad de la forma una representación de lo real, la crítica que ha hecho
mayores aportaciones culturales resulta, mucho más que de un subjetivis-
mo exacerbado, de una concepción realista del mundo y sus relaciones
con el arte –descontando ya, naturalmente, los conocimientos menciona-
dos–, a la par, claro, de una subjetividad, aunque educada y purificada
de prejuicios. El realismo asume que hay objetos y otros seres fuera de
mí, reconoce unos hechos como innegables, mientras todo subjetivismo,
al margen de lo muy valioso e interesante que pueda decirnos acerca del
arte (uno de los más excelsos ejemplos de ellos es la visión kantiana),
corre el riesgo de naufragar en la arbitrariedad o la miopía, si no en la
imposibilidad escéptica del conocimiento.

A pesar de que, como indicaba, no es tan difícil como pudiera


creerse asimilar los sustratos técnico-formales de un análisis cinemato-
gráfico, en la disposición del público hacia los cursos de apreciación y
la lectura de textos críticos, no deja de haber reticencias, especialmente
cuando el primitivismo o el rudimentarismo de los propósitos saltan a la
vista. Hay quienes no aceptan ni estarán dispuestos a aceptar nunca que
sirva de algo saber que es un travelling, un montaje paralelo o un plano-
secuencia, menos una estructura narrativa o una forma composicional y
lumínica de la imagen cargada de sentido. La educación requiere de una
voluntad de aprender, de una humildad hacia el saber no apropiado, y no
todos, así cuenten con las oportunidades, se prestan para ello.

El ver, reitero, catapulta del percibir, es ver algo o una repre-


sentación de algo o, mejor de la realidad. El cine lo es hasta el punto de
constituirse en el arte más realista de cuantos haya podido conocer el
hombre. El paso de las zonas inconscientes o preconscientes de la per-
cepción a la consciencia del juicio, paso que todos damos, de una u otra
manera, así sea balbuceando o vacilando, para terminar calificando lo
que vemos o hemos visto de acuerdo con un criterio, influya o no en él
el papel del crítico, comporta una actitud ante la realidad, una negación
o afirmación-aceptación de ésta. Si el cine representa la realidad, una
película es una nueva realidad cultural y artística, una obra que nos dice
algo sobre el mundo.

Aquí aumentan las dificultades que a la buena crítica le ante-


ponen los espectadores más reticentes, alimentados por unas ideas y pa-
trones filosóficos cuyas particularidades, en la mayor parte de los casos,
ignoran por completo, pero a los cuales se aferran empecinadamente.
¿Qué me importa el trabajo crítico, si lo que cuenta es lo que a mí me gus-
Ensayos

ta, lo que yo siento? Si todo es subjetivo, para mí nada vale lo que digan
esos señores tan cansones, que no hacen nada útil....
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Se hace entonces obligatorio, para seguir adelante en el que-
hacer crítico, recogiendo lo ya dicho y también avanzando, reconocer:

1. Que técnicas y formas cinematográficas hacen parte de un


patrimonio cultural objetivo de la humanidad, edificadas por otros indivi-
duos y sociedades, quiera yo o no aceptarlo.

2- Que el cine, comportando una altísima dosis de realismo


representativo, se remite a realidades existentes fuera de lo que yo pueda
o quiera pensar.

3. Que, en consecuencia, es perfectamente factible que el dis-


curso crítico posea su nivel de objetividad en el cual, así como fundamen-
tos técnicos y conceptos formales se constituyen en un mundo artístico-
cultural, real, existente ante mí, los referentes de las películas, tendiendo
por sí mismos a un grado mayor o menor de objetividad, pueden comu-
nicar una verdad o verdades sobre la realidad (sobre todo si en una obra
se da el auténtico rango artístico), aspectos que son objetivos de ésta y
que el cine plausiblemente puede mostrar o representar. Éstos transmiten,
mediante la forma artística o representación creada y personalizada, po-
siciones, inclinaciones y actitudes de un cineasta o autor cuya manera de
hacer o crear, cuyo estilo artístico, es también un dato o hecho objetivo
para mi conciencia.

4. Nunca se podrá lograr, es claro, la objetividad interpretativa


pura. Siempre habrá algo de parecer subjetivo e inconsciente.

Nuestra época, la de la modernidad (dudo mucho que se pue-


da hablar de posmodernidad, ésa fue una moda tonta que ya pasó), la
cual se inicia en el Siglo de las Luces, pasando por el Romanticismo, el
Realismo, el Simbolismo, otros movimientos y las vanguardias del siglo
XIX, hasta llegar al muy confuso panorama que nos es más próximo y
contemporáneo, ha hecho gala, ya del individualismo liberal y neoliberal
de corte burgués, ya de un colectivismo totalitario fundado en la coer-
ción, como proyectos políticos dominantes. En ambos casos, el relativismo
ideológico-filosófico ha sido el caldo de cultivo, por un lado del hedo-
nismo, el sensualismo y el egocentrismo; por otro, de un falso realismo,
inspirado en el sesgo, la tendenciosidad, el odio y el resentimiento extre-
mos impuestos, verticalmente, a precio masivo de sangre y exterminio,
Sobre el cine y sus hermanas

a sociedades enteras. Así las cosas, hacer arte y reflexionar sobre éste
han venido a ser prácticamente cualquier cosa, siempre y cuando ello
convenga a los intereses mercantilistas, a las doctrinas arbitrarias de las
políticas culturales del Estado o a la comodidad conformista del individuo
sin responsabilidad social.

¿Cómo hacer, por lo tanto, para que el realismo o, al menos,


antes de cualquiera de sus enunciados filosóficos, el simple reconocimien-
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to de la realidad de hechos y cosas, de objetos u objetivaciones de otros
sujetos, recupere sus inalienables derechos? Para mí tengo que se puede
hacer manteniendo vivo el método fenomenólogico, pues es aquel que
funde lo subjetivo y lo objetivo, lo aparente y lo esencial, lo interior y lo
exterior del hombre, rompiendo con nocivas dicotomías, pero también
proclamando enfáticamente que el mundo es mundo independientemente
de mi voluntad y mi sentir.

En palabras de Maurice Merleau-Ponty: “La fenomenología es


el estudio de las esencias, y todos los problemas, según ella, se reducen a
definir esencias: esencia de la percepción, esencia de la conciencia, por
ejemplo. Pero la fenomenología es también una filosofía que vuelve a co-
locar las esencias en la existencia y considera que no se puede compren-
der al hombre y al mundo sino a partir de su ´facticidad´. Es una filosofía
trascendental que pone en suspenso, para comprenderlas, las afirmacio-
nes de la actitud natural, pero es también una filosofía para la cual el
mundo está siempre ´ya ahí´, antes de la reflexión, como una presencia
inalienable, y todo cuyo esfuerzo se encamina a recobrar este contacto
ingenuo con el mundo para darle de una buena vez calidad filosófica. Es
el ambicionar una filosofía que sea una ´ciencia rigurosa´, pero también
un dar cuenta del espacio, del tiempo y del mundo ´vividos´. Es el intento
de hacer una descripción directa de nuestra experiencia tal cual es, y sin
ninguna consideración de su génesis psicológica y de las explicaciones
causales que el especialista, el historiador o el psicólogo puedan dar; (...)
(Merleau-Ponty, 1957: V).

Esta presentación del canon fenomenológico me resulta parti-


cularmente útil para explicar cuál es la crítica de cine y de arte a la que
atribuyo la mayor importancia, aun cuando no es muy común, al presen-
tarse de modo muy excepcional. Un buen crítico lo que busca es comuni-
car a sus lectores o a su audiencia lo esencial de una película. Eso que es
esencial existe, es un hecho, una realidad fáctica exterior al yo; pero existe
a la vez, de manera vivida, vívida, experiencial, en mis sentidos y mi con-
ciencia. La película está ahí, ha sido realizada previamente a mi querer
como obra-hecho, acerca del cual mis pronunciamientos, por acertados
que sean, no afectan su existencia, su objetividad.

No obstante, ¿por qué eso de la filosofía y de un cierto rigor


científico si habitualmente los críticos que mejor identificamos, los de los
medios masivos de comunicación y aun los de las publicaciones especia-
lizadas, a todo aspiran menos a semejantes propósitos? Porque un punto
de vista crítico, cualquiera que sea, resulta de un criterio estético, de una
manera de apreciar la calidad, lo bello o lo sublime de una obra, consi-
derando su incidencia sobre los sentidos y el pensamiento2. Por su parte,
Ensayos

2 Personalmente prefiero acoger, más que la definición kantiana


de sublime, la de Schopenhauer: “Podemos concretar la distinción entre
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la estética se desprende de una filosofía general, de una concepción del
hombre y del mundo, del conocimiento y la sensibilidad, del gusto y los
valores. Poco importa en ese sentido que el crítico sea o no consciente
del origen o alcance filosófico de sus aseveraciones; las posturas con-
ceptuales también se dan objetivamente, evidencie yo o no ánimo de
diferenciarlas y discernirlas.

Es connatural en el hombre una búsqueda de la verdad; el ser


es en la verdad, puntualiza Heidegger. Por tal razón, no puede parecer
extraño que también en la crítica nos preocupemos, de acuerdo con Aris-
tóteles en su Metafísica, “por un saber que indague por los primeros prin-
cipios y causas”, ambición de toda filosofía.

En cuanto a la ciencia, su mera posibilidad descansa en la va-


lidez global del método fenomenólogico. Hacer ciencia no depende en
absoluto de lo que a mí me parece o yo creo que es científico; son los
hechos únicamente los que nos autorizan a descubrir o encontrar en ellos
la certeza de nuestras tesis. Ciencia y crítica se basan, pues, en una misma
consideración fáctica. Difieren empero en sus resultados y procedimien-
tos; un crítico fracasa siempre en la pretensión de ser completamente un
científico (tampoco puede o debe ser un filósofo en toda la extensión del
término), mas para quien espere algo positivo de lo que hace no es un
secreto que la loable dimensión de un rigor analítico en su argumentación
es garantía insustituible del sentido de su trabajo.

lo bello y lo sublime en los siguientes términos: frente a lo bello, el co-


nocimiento puro se produce sin lucha, pues la belleza del objeto, que no
es más que su propiedad de facilitar el conocimiento de la Idea, aparta
de una manera suave e inadvertida para la conciencia, la voluntad y el
conocimiento de las relaciones sujeto a ella. Sin embargo, la conciencia
subsiste como sujeto puro del conocimiento, borrando el recuerdo de
la voluntad. Pero en lo sublime el conocimiento puro ha de ser logrado
previamente por el sujeto, arancándose con violencia y conscientemente a
las relaciones del objeto, que conoce como hostiles para él, y elevándose
libre y deliberadamente por encima de su voluntad y del conocimiento,
de todo lo que con ella se relaciona. Pero este estado de elevación hay
Sobre el cine y sus hermanas

que conquistarlo y conservarlo, y va constantemente acompañado de una


reminiscencia de la voluntad, no de una voluntad individualizada o es-
pecializada, como el temor o la esperanza, sino de la voluntad humana
en general, tal como se manifiesta en el cuerpo humano, es decir, en su
objetivación. Si el miedo o la angustia se sobrepusieran a la contempla-
ción, produciendo en la conciencia un solo movimiento instintivo de la
voluntad, el estado de contemplación desaparecería, y la impresión de lo
sublime quedaría destruída, pues el individuo no pensaría más que en su
propia defensa o salvación” (Schopenhauer, 1950: 422).
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Pero el crítico se apoya más en la retórica, como subraya Bord-
well (Op. cit.: 12); no se puede por ello desconocer, en la subjetividad
interpretativa, que el crítico, sin distar tanto de la ciencia como pudiera
creerse a primera vista, se desenvuelve entre la estética como campo fi-
losófico y la literatura o poesía, mientras para el autor estadounidense
“La crítica no es una ciencia ni un arte, pero se parece a ambos. Al igual
que éstos, depende de las capacidades cognitivas; requiere imaginación
y conocimiento; y se basa en actividades de resolución de problemas...”.
Sobre la relación de la crítica con la retórica, la literatura y el arte versará
una parte posterior de mi exposición.

La fenomenología como método crítico

Edmund Husserl, el primer y gran artífice de la filosofía feno-


menológica, al igual que Aristóteles y Descartes, quiso crear una ciencia
primera, un saber inicial básico, asimismo elemental, sin que deba sen-
tirse temor ante esta última expresión. Por eso, no escatimó esfuerzos en
poner nuestras visiones del mundo entre paréntesis –la famosa reducción
fenomenológica- cuando se trata de producir conocimiento; de ahí que
Merleau-Ponty, su discípulo, habla de que hay que dejar a un lado, para
tan altos fines, las explicaciones causales de los especialistas, historiado-
res o sociólogos. Para nuestros efectos cuenta, ante todo, antes de lan-
zarse apresuradamente al quehacer interpretativo, la descripción de cómo
es y está hecha una película, de cómo la experimentamos y vivenciamos
(el concepto de vivencia, sin las prosaicas deformaciones posteriores, es
cardinal para Husserl), puesto que así se debe sustentar la apreciación
crítica, a partir de lo que la película es en sí misma, lo cual intento hacer
a través de las críticas a varias películas colombianas y otros artículos
publicados en este libro.

Toda vivencia de conocimiento tiene, a su vez, su correlato en


hechos, fenómenos del mundo. Dentro de la intencionalidad que carac-
teriza las vivencias, todas ellas se refieren a algo que se da por supues-
to, el mundo, acerca del cual el fenomenólogo renuncia a emitir juicios,
desconociendo los hechos y su naturaleza, los fenómenos, los cuales hay
que describir, reconocer y conocer, ante todo. Esta es la razón última de
la reducción: para saber hay que poner mi mirada sobre el mundo, los
juicios y posiciones ante él, entre paréntesis. Solamente así se puede saber
realmente algo, en propiedad.

Dicha descripción, sumamente funcional para ver con calma,


sin las distracciones propias de la atención y la memoria, preparando en-
tonces el camino a una interpretación o lectura con asidero en los hechos,
debe consistir, cuando el abordaje crítico se da seriamente, con propó-
Ensayos

sitos ambiciosos (la crítica que más me interesa aquí es la que autoedu-
ca y educa la sensibilidad de futuros realizadores, como la de la Nueva
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Ola), debe consistir en todo un proceso. Cuando el espectador ha visto
previamente la película, una primera vez, en condiciones normales de
proyección ( este procedimiento es recomendable en conferencias, clases,
programas de televisión), debería seguir la reconstrucción de la estructura
del filme, volviendo a ver, o, mejor, viendo bien, por una segunda vez o
varias veces más, secuencias, escenas o fragmentos enteros, reparando
en encuadres, posiciones o emplazamientos de cámara, composición,
iluminación, montaje, dirección artística, actuación, banda sonora, etc.,
en una palabra, en la totalidad de componentes del oficio artístico ci-
nematográfico. Si la crítica es escrita, su autor debe procurar hacer otro
tanto recurriendo a descripciones de los planos, imágenes y sonidos a la
manera de quien vuelve a hacer casi, por momentos, un guión técnico; de
lo contrario, la tentación de la charlatanería y del discutir en los cine-foros
pasando por alto las características del objeto, la película misma, está a
la vuelta de la esquina.

Aquí la crítica, bien entendida, puede convertirse a la vez en un


aprendizaje y una enseñanza. Aprendizaje respecto a lo que es verdade-
ramente un oficio. Enseñanza porque, sistematizándola y expandiéndola,
se contribuye a la formación de creadores. Así enseñaba Olivier Messiaen
la composición musical a sus estudiantes en el Conservatorio de París,
analizando, por ejemplo, en todas sus minucias, la tetralogía wagneriana
El Anillo del Nibelungo. Así aprendieron a hacer cine –sin escuela, acadé-
micamente hablando- y se lo han enseñado a hacer a otros (sin necesidad
tampoco de cátedra académica) críticos-directores o teóricos-directores
de la talla de Eisenstein, Pudovkin, Truffaut, Rohmer, Lindsay Anderson y
Karel Reisz.

Aun cuando el crítico habitualmente está condenado a ser un


especialista en su materia (en lo que a mí toca, ¡Dios me libre de inte-
resarme, a estas alturas, sólo por el cine!), de poco o nada sirve en la
crítica sobre la esencia-existencia de las películas el bagaje sociológico o
psicológico de los conocimientos, si éste no sirve para ahondar en el en sí
de estructuras y formas; el cine y el arte son autónomos, requieren de un
discurso focalizado en lo que les es propio, lo cual no descarta como es-
tériles los estudios que sobre ellos puedan efectuar la historia o las demás
ciencias sociales, en calidad, eso sí, de investigaciones no centrados en
la esencia-existencia artística sino en las relaciones entre ella con saberes
diferentes.
Sobre el cine y sus hermanas

“El mundo está ahí antes de cualquier análisis que yo pueda ha-
cer de él....” (...) (Merleau-Ponty, Op.Cit.: VIII). Parafraseando a Merleau-
Ponty, podemos afirmar lo mismo de una película, está ahí, previamente a
la crítica. Es importante, en consecuencia, que yo la conozca, la describa
(cómo está construida; qué estructuras, formas y técnicas la construyen),
la vea sin prejuicios, con detenimiento, antes de proceder a calificarla. El
fenomenólogo francés añade: “La percepción se abre hacia las cosas.
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Ello quiere decir que se orienta como a su fin hacia una verdad en sí,
en que se encuentra la razón de todas las apariencias (....)” (Idem: 58),
lo cual, traducido al lenguaje crítico, significa que la percepción apunta
finalmente a las relaciones entre el filme y la realidad, entre el filme como
apariencia formal nueva o realidad recreada, y diferentes aspectos de esta
última, es decir, a lo que según Roberto Rossellini y Eric Rohmer, un par de
grandes maestros de la pantalla, una película muestra de la realidad, más
aún, del ser de ésta representado por la película en cuestión.

Está en juego aquí no únicamente la percepción a secas. La


fenomenología husserliana, en sus orígenes, nos enseña que antes de
la percepción, que empieza a juzgar, existe primeramente la intuición, la
cual, para un Max Scheler, se orienta ya por criterios de valor, por una
jerarquía de valores, entre los cuales los espirituales, artísticos y relaciona-
dos con lo sacro ocupan el más alto rango. La actividad sensible se rige
por la intuición que, sin ser saber racional puro, prepara el camino para
éste y lo determina, señala Scheler en su Ética (El Formalismo en la Ética
y la Ética material de los valores). La percepción, entendida fenomenoló-
gicamente, sale por la vía del saber esencial, bajo la égida de la intuición
de los fenómenos, a la búsqueda de órdenes, relaciones, concordancias y
disonancias: “Mas en general, la idea misma de lo inmediato se encuentra
transformada: de ahora en adelante lo inmediato ya no es la impresión,
el objeto que forma unidad con el sujeto, sino el sentido, la estructura, el
acomodo espontáneo de las partes” (Idem: 62).

Es por eso que el análisis crítico del cine está vinculado con lo
que todos buscamos, las más de las veces sin tener consciencia de ello: el
sentido de las cosas, su organización, la forma como están estructurados
los fenómenos, o sea las películas como realidades sensibles que, a su
vez, nos remiten a los fenómenos de la realidad. Si sólo el crítico quisiera
llegar allá, su labor sería, como lo quieren quienes por mediocridad de
fines quieren ser perpetuamente neófitos, efectivamente nula; pero cual-
quier espectador en el que hierva la sed perceptiva e intuitiva, la cual haya
podido satisfacer mediana e instintivamente, quiere algo más, un disfrutar
más pleno de su objeto, una integridad más clara de sus apetencias, un
madurar más reposado y exigente de su sensibilidad, entroncados con
la convicción, ya experimentada con anterioridad al ejercicio crítico, de
que una buena película invita no sólo a sentir, sino a pensar y reflexionar
ya conflictiva, ya sosegadamente, sobre la realidad embellecida o subli-
mada artísticamente. En ello insistía Kant, en que el juicio sobre lo bello,
lo sublime y lo artístico activa al ser humano integral, intuitivo, reflexivo
y dotado de entendimiento, juicio que no es enunciado de racionalidad
pura o práctica (imperativo moral).

Acerca del particular manifiesta Umberto Eco (1970: 22) que


Ensayos

“...tanto la contemplación común de la obra como el razonamiento críti-


co-interpretativo especializado sobre ella, no son tipos de actividad que se
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diferencien por la intención o el método, sino distintos aspectos del mismo
proceso de interpretación; se diferencian por la conciencia y la intensidad
de la atención, la capacidad de penetración, por una mayor o menor
maestría interpretativa, pero no por sus estructuras substanciales”.

El problema para hacer una crítica socialmente pertinente ra-


dica en que vemos usualmente muy mal, no sólo una película, sino a los
otros, al mundo; percibimos erróneamente e intuimos equivocadamente.
Los prejuicios nos abruman, la memoria nos falla (¿quién recuerda real-
mente bien, de principio a fin e, incluso, en unos pocos detalles relevan-
tes, una película que haya visto no más que una vez, o aun más veces?);
la concentración y la atención se distraen penosamente. Creemos ver,
pero no vemos. Esto se ha vuelto cada vez peor en las últimas décadas;
nuestro muy acelerado modo de vida, la saturación de movimiento y ac-
ción desbordados, el stress y el cálculo, la adicción al celular, Internet y
el automóvil, las prevenciones contra los demás debidas a la falta de una
genuina solidaridad social, han hecho que se venga a pique un ver sin
pajas en el ojo, un ver armónico y equilibrado, placentera y gozosamente
absorbido por los imperecederos atributos de la mágica forma artística,
conjuración ideal de todos los fantasmas y tribulaciones que nos acosan
sin cesar. Es que, como el propio Merleau-Ponty (Op. cit.: 63) declara,
“nada es más difícil de saber que aquello que vemos precisamente”.

Sintetizando lo dicho, es sobre la base de la reconstrucción des-


criptiva de los componentes fenoménicos de una película, del referido
modo cómo está hecha, a lo cual ayudaron significativamente los estruc-
turalistas y algunos semiólogos, –cuyas lucubraciones alcanzan, pese a
ello, puntos realmente insostenibles, al estar desprovistas de un énfasis
estético-filosofófico e, incluso, de sentido común– cómo mi interpretación
analítica de una película puede sustentarse. Una interpretación apartada
de lo fáctico no es más que una serie de suposiciones sometidas al vaivén
del capricho o las variaciones de las circunstancias.

Interpretar, por otro lado, no es decir lo que a mí me parezca,


a la buena de Dios: es tratar de comprender el sentido de algo, propo-
niendo al lector u oyente una manera de captarlo: “Toda interpretación
se funda en el comprender. Lo articulado en la interpretación en cuanto
articulado en ella y lo diseñado como articulable en el comprender en
general, es el sentido. En tanto la proposición (el “juicio”) se funda en el
Sobre el cine y sus hermanas

comprender y representa una forma derivada de llevar a cabo la interpre-


tación, también ella tiene un sentido” (Heidegger, 1995: 172).

Ahora bien, volviendo al objeto tentativamente comprendido,


una obra cinematográfica, para que la interpretación tenga la sustenta-
ción de la que hablamos, debe haber un modo de verificar sus hipótesis, a
lo cual necesariamente se llega “´mostrándose el objeto`” de la proposi-
ción, esto es, el ente mismo, como él mismo. Verificación significa: mostrar-
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se los entes en su identidad (...) Una proposición es verdadera” significa:
descubre al ente en sí mismo. Pro-pone, muestra, “permite ver” (...) al ente
en su ´estado de descubierto´. El “ser verdadera” (la verdad) de la proposi-
ción ha de entenderse como un ´ser descubridora´” (Idem: 239).

Garante de que una interpretación no es vacua o gratuita, for-


zada ni acomodaticia (muy común es querer acomodar una película a
lo que yo pienso de la vida, del mundo, pudiendo ésta desmentir, por
sí misma, mi parecer), es en la crítica de arte el indicado conocimiento
de estructuras y formas, y de la naturaleza misma del arte. Sólo quien da
adecuadamente cuenta de ellas en un proceso descriptivo, puede llegar a
conclusiones dignas de ser tenidas en cuenta.

Pero conviene no atribuir jamás a un texto crítico un carácter


totalmente dogmático o infalible; si la ciencia está obligada a reformu-
larse continuamente (se despeja una laguna e inmediatamente aparece
otra, observaba Husserl; cada descubrimiento científico nos pone ante
la presencia de Dios, anotaba Einstein), mucho más los estudios críticos,
los cuales, pudiendo contener mucho de verdadero, se sitúan dentro de
un margen de error y vulnerabilidad, más o menos considerable según el
método empleado por sus autores. Por más precisión que ostente, el buen
crítico sabe muy claramente que nunca podrá decir la última palabra
sobre la creación artística, la cual escapa de por sí a cualquier intento de
aprehensión absolutizante, normativamente aleccionador, así como los
misterios permanentemente no resueltos del mundo escapan a las certe-
zas pretendidamente irrefutables de las explicaciones racionalistas de la
ciencia o la filosofía.

Allí, en las zonas oscuras de lo que no es fácil comprender,


menos analizar, emerge la sana e inevitable subjetividad del juicio, a la
cual no pretendo de manera alguna renunciar, tampoco ignorarla; lo que
sí rechazo tajantemente es eso de que todo en la apreciación del arte es
puramente subjetivo. A lo largo de mi vida he visto tantas abominaciones
y he escuchado tantas estupideces fundadas en tal máxima mediocre,
que no puedo menos de horrorizarme al escucharla. Uno no se explica
cómo un Fellini o un Beethoven, un Magritte o un Dostoyevski, ganaron la
universalidad del indudable reconocimiento, debido en buena parte a la
crítica (interesante pregunta: ¿cuántos se han acercado a obras artísticas
y literarias movidos por la recomendación del crítico?), si no es porque
hay criterios estéticos de valor y calidad perfectamente compatibles con lo
objetivo de los fenómenos de la naturaleza, así al iletrado o acomplejado
de formación cultural bastarda se le ericen los pelos en su refunfuñar im-
potente. Por eso Scheler empuñaba la espada de un caballero campeón
de lucidez al proclamar hasta el cansancio que lo valores son objetivos,
existen como fenómenos, no obedecen al capricho de los arbitrios o in-
Ensayos

tereses pasajeros.
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El crítico puede, por lo tanto, enseñar a ver, a auscultar las cla-
ves de una película o, mejor, llegar a ser el mediador didáctico entre las
películas y los espectadores, entendiendo por ello, ya muy fenomenológi-
camente, la actividad aunada de los sentidos, la intución y la percepció,
junto con algo de razonamiento (no racionalidad pura), el estrictamente
aconsejable para comprender el arte, como lo veremos en breve a propó-
sito de Schiller. He aquí su responsabilidad moral, social y estética, trazar
modelos –flexibles, no autoritarios, pero tampoco relativistas ni ciento por
ciento subjetivizantes–, para un ver enriquecedor, desprevenido y estimu-
lante, para una lucidez del goce lúdico en comunidad.

Deficiencias de la crítica más extendida

En muy raras oportunidades tales paradigmas críticos hallan un


lugar dentro del tejido social. Veamos por qué.

Hay, señala David Bordwell (1995), tres tipos de crítica:

-La crítica de la mera comprensión inmediata, la cual se fija


en lo que es a todas luces explícito y literal: las historias que cuentan
las películas con sus referentes diegéticos o realistas; se puede dar por
descontado, en ese sentido, que todos comprendemos el que podríamos
denominar un filme común y silvestre, aun cuando la comprensión de-
pende del contexto cultural y es viable sólo en caso de que las exigencias
inferenciales no superen las medidas promedio.

-La crítica explicativa o de lo implícito, centrada en la interpre-


tación, lectura o, como su nombre lo indica, la explicación de lo que se
ve y entiende. Etimológicamente, resalta Bordwell, interpretación procede
de intérprete, traductor o intermediario.

-La crítica sintomática o de lo reprimido, según la cual el autor


de una película esconde algo o dice cosas sin querer, inconscientemen-
te, condicionado por la sociedad, la ideología dominante y los propios
patrones inconscientes del comportamiento; esta clase de aproximación
a la crítica es el resultado de la aplicación del psicoanálisis freudiano y la
sociología.
Sobre el cine y sus hermanas

Consecuentemente, encontramos tres tipos de textos críticos: la


reseña, cuyo espacio característico es el del periodismo y, en general, los
medios de comunicación e Internet; el ensayo, por naturaleza más extenso
y denso, acogido en las páginas de la revista especializada, pudiendo
estar ligado a una teoría del cine, y el texto de erudición académica o
exposición más sistemática de ideas convertida en tratado, material in-
vestigativo o libro, exposición más relacionada todavía con la teoría que
el ensayo.
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La crítica explicativa descansa sobre la suposición del universo
autoral, del autor consciente que se expresa con toda intencionalidad. La
sintomática no siempre, puesto que entran en juego aquí los juicios alre-
dedor de la subconsciencia e inconsciencia de los cineastas, representan-
tes de un aparato productivo de la industria de la entretención, en la cual
se reflejan las respectivas contradicciones sociales.

Siendo la crítica, de acuerdo con el estudioso norteamericano,


una institución social práctica, los críticos terminan siendo seres pragmáti-
cos y rutinarios. La labor que les compete fácilmente acaba de ser presidi-
da por fórmulas tópicas, en las que obviamente se imponen, más tempra-
no que tarde, limitaciones, lugares comunes o, simple y llanamente, una
retórica, la cual puede reducirse a una fraseología alambicada o juegos
de palabras poco reveladores de la naturaleza y carácter de una obra.
La retórica, insiste Bordwell, es un componente sustancial de la crítica, al
cual ésta jamás renuncia a riesgo de perder su fisonomía institucional, lo
mismo que su peso intrínseco: “La retórica, según la concepción clásica,
se ocupa sólo de la persuasión, no de la verdad (...) Definir la retórica
crítica como el uso persuasivo del discurso tiene la ventaja de reconocer
el papel comparativamente pequeño que desempeñan la lógica rigurosa
y el conocimiento sistemático” (Idem: 53). Más adelante volveremos sobre
esto, para ilustrar, con la retórica de los poetas, no ceñida puramente a la
lógica, pero compenetrada con una estética de verdades, una vía alterna
para examinar válidamente el arte.

Los tres modos de hacer crítica parten de dos hipótesis funda-


mentales: son ellas la mimética (toda película se inspira o apoya en la
realidad, en unos hechos, acontecimientos o caracteres tomados de ésta),
y la de la coherencia (toda película, si es de calidad, es un todo unitario
articulado). La mimética, cuyos anales se remontan a la Poética de Aris-
tóteles, es, en principio –arriba lo daba a entender cuando me extendía
acerca de las relaciones entre el cine y la realidad–, una guía muy con-
sistente, mas, para que lo sea con transparencia, ojalá el crítico, antes de
llegar a emitir su pronunciamiento, haya puesto provisionalmente entre el
paréntesis husserliano su concepción de realidad (marxistas, freudianos,
censores iletrados y otros pecan por un sesgo obsesivo, si no enfermizo),
sin hacer caso omiso de la obra en sí, su estructura y formas, para no
acomodar forzosamente –ya anotaba que puede suceder lo mismo con
el espectador común–, los presuntos valores o deficiencias de esta obra a
sus categorías mentales. Lo ideal es que la elucidación de la concordan-
cia de la obra con las convicciones del crítico se dé, si hay lugar a ello,
con la claridad meridiana que únicamente posibilita el haber descrito o,
mejor, conocido muy bien la primera; es muy deseable que, en la direc-
ción contraria, la de la discordancia o disparidad, se siga una idéntica
honradez y ecuanimidad de procedimientos.
Ensayos
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El concepto de realidad de la crítica, si no es fenomenológico,
desprendido de los hechos, de lo fáctico, de lo que está ahí, degenera
en lo que es real sólo para mí o lo único que cuenta está en mis sentidos
o mi mente –todo inmanentismo conlleva el poner en duda finalmente el
realismo–, desviando el análisis hacia una variante más del subjetivismo
y el relativismo.

Similares operaciones se ejecutan con las categorías de un


materialismo a ultranza. Una obra de contenido espiritual, por ejemplo,
bien de Robert Bresson, bien de Andrei Tarkovski u otros directores, nunca
podrá ser bien entendida por ciertos exponentes del trabajo crítico, para
quienes la realidad o es solamente material o no es, no existe, existien-
do sólo mi realidad y un sinnúmero de realidades de otros, enteramente
subjetivas.

Por su parte, la hipótesis de la coherencia, también digna, ge-


néricamente, de ser tenida en cuenta, se puede diluir en una falsa lógica,
producto de igual tendenciosidad o del ignorar impunemente elementos
del oficio cinematográfico. Hay perspectivas interpretativas que no están
en capacidad de asimilar como coherentes elementos estilísticos que lo
son de manera genuina, aunque demanden una formación o preparación
especial para las tareas de la hermenéutica.

La reseña y el ensayo, continuando con la excelente clasifica-


ción que hace Bordwell, no siempre surgen de la teoría. Es más, pueden
ser muy poco rigurosos o “científicos” y estar muy poco amparados por el
conocimiento teórico. Un modelo muy popular de reseña, según el mismo
Bordwell, estriba en: unas cuantas palabras sobre la historia resumida de
la película o sinopsis elemental; una esquematización o categorización
de la cinta en cuestión en un género (thriller, western, road movie, etc.);
la asociación –analogía– del tratamiento de la historia con un concepto,
atribuyéndole significados simbólicos del tipo “parábola de la libertad” o
“desmitificación de la sociedad burguesa”; y, finalmente, un juicio de valor
sobre la calidad, v. gr., adjetivos y epítetos con los que se elogia o ataca
al director, los actores, la fotografía, el sonido, etc.

Un buen número de críticos, yo incluido, ha tenido que hacer


en alguna ocasión reseñas. Es tan evidente que una mínima educación
puede inculcarse al público a través de tales textos, como lo contrario y
Sobre el cine y sus hermanas

más corriente, que la reseña no diga nada valedero ni interesante, dete-


riorando el gusto más que formándolo. Ejemplos apropiados tenemos en
las secciones de los periódicos y páginas de Internet en los que se califica
con una cantidad determinada de estrellitas lo aparentemente mucho o
poco recomendable.

En el ensayo, por otra parte, se pueden hacer presentes una


declaración de intenciones, el planteamiento de hipótesis y el intento de
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demostrarlas, no en todos los casos tan racional y lógicamente como lo
pedirían los modelos de la mayor exhaustividad investigativa. Asimismo,
el estudio de erudición académica comporta un conocimiento de la teoría
o de varias teorías cinematográficas, el desarrollo de una ya existente o la
configuración de una nueva. En los términos bordwellianos, “una teoría
fílmica consiste en un sistema de proposiciones que dicen explicar la na-
turaleza y las funciones del cine” (Idem: 20).

Es indudable que, para el entendido, los dos últimos tipos de


crítica son los que ofrecen las opciones más satisfactorias. Sin embargo,
a más de las faltas de rigor y el muy superficial conocimiento teórico que
se descubren en ellos continuamente, ambas carencias observadas por
Bordwell, otros dos vacíos pueden precisarse. Los críticos muy raramente
se prestan a la sensatez de una reflexión reposada y, desconociéndola,
circunscriben los aspectos poético-estéticos, definitivos para entender la
forma de una obra, a una serie de simples combinaciones retóricas elo-
giosas o descalificadoras del tenor de bella fotografía, mala actuación,
sorprendente musicalización, etc.

La gran mayoría de los ensayos y tratados académicos giran


en torno a las dos modalidades dominantes de la crítica, la explicativa y
la sintomática, en los términos bordwellianos. Llega un momento en que
ambas llegan a flaquear, en ocasiones muy seriamente.

“La crítica explicativa se basa en la creencia de que el principal


objetivo de la actividad crítica consiste en asignar significados implícitos
a las películas”, precisa Bordwell (Idem: 61), prosiguiendo: “El cine pro-
ducía (el texto se enfoca hacia los años sesenta) experiencias complejas e
intensas que podían dar ocasión a debates y reflexiones intelectuales. Los
efectos de esta tendencia crítica tuvieron un impacto y omnipresencia tales
que tanto sus métodos como sus nociones fundamentales aportaron las
bases de la interpretación fílmica” (Idem: 88).

Citando ejemplos característicos en su libro El significado del


filme, en los cuales creo que no viene al caso detenerse, el eminente
investigador norteamericano demuestra cómo, tanto esta clase de crítica,
la explicativa, como la sintomática, someten su discurso a “un proceso
continuo de propagación, solapamiento y refundición de conceptos, una
“aplicación” difusa que se apropia de todo aquello que pueda ser com-
patible, aunque sea a la fuerza, con la producción de interpretaciones
apropiadas. Se renegocian las afirmaciones teóricas en interés de la críti-
ca práctica (...) (Idem: 47).

Reuniendo méritos innegables, estas dos vertientes de la crítica


nos exponen, sin embargo, a faltas de sistematización y disciplina que lle-
Ensayos

gan a ser a veces muy ostensibles, a las cuales se suman las ya enunciadas
de los factores retóricos de toda crítica. Le sobran entonces razones a Bord-
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well para proponer una poética histórica del cine que, tomando vuelo sobre
los esquemas interpretativos literales, explicativos y sintomáticos, inserte la
crítica en los linderos muy pertinentes del examen atento de la forma y sus
nexos con una época determinada. Para mí tengo que a esta excelente pro-
puesta del mejor, de lejos, crítico-teórico de la actualidad, hay que sumarle
la exhaltación de los proyectos de estudios estético-filosóficos del cine, tra-
tando de dar cuenta, quienes aspiramos a disponer de ellos con los rigores
de una disciplina intelectual inseparable de la sensibilidad, la percepción y
sus componentes inferenciales –los cuales son universales, abarcan tanto al
crítico como al espectador–, de lo que a este arte le es propio como tal, en
cuanto oficio, y creación representativa de la realidad.

Creo firmemente, sin juzgar inútil recalcarlo, que los pilares de


tales poética y estética deberían estar basados, con apreciable sindéresis,
en un pensamiento como el fenomenológico, el único que asegura un
mayor margen de objetividad diferente a los subjetivismos recalcitrantes,
preocupantes secuelas del colapso moral de hoy, el del individualismo
indiferente, causante de una auténtica ceguera, la de la imposibilidad de
aceptar que los hechos son los fundamentos legítimos de todo saber.

¿Por qué no volverse a ocupar del espíritu?

En el majestuoso Prólogo a su Fenomenología del Espíritu, te-


ñido por el tenor poético que quizás le había proporcionado su amistad
con Hölderlin, escribía Hegel (1978: 11): “Hubo un tiempo en que el
hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y
de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía
al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se
deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia
situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse sobre lo terre-
nal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y
hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía
lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en
que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la
atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia.
Actualmente, parece que hace falta lo contrario, que el sentido se halla
tan fuertemente enraizado en lo terrenal, que se necesita la misma violen-
cia para elevarlo de nuevo. El espíritu se revela tan pobre, que, como el
Sobre el cine y sus hermanas

peregrino en el desierto, parece suspirar tan sólo por una gota de agua,
por el tenue sentimiento de lo divino en general, que necesita para con-
fortarse. Por esto, por lo poco que el espíritu necesita para contentarse,
puede medirse la extensión de lo que ha perdido”.

Si eso escribía el gran filósofo a comienzos del siglo XIX, ¿qué


podríamos responder hoy? Hechos, realidades fácticas- y con esto retomo
un motivo de meditación que había ya salido a la luz tangencialmente,
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muy raro en la crítica moderna- son también en el arte cinematográfico
y el conjunto del arte, las esferas espirituales o metafísicas del hombre,
condensadas en formas representativas que ameritan el análisis y la críti-
ca. Tres siglos de materialismo capitalista y dialéctico-histórico han tendi-
do una cortina de humo sobre ellas descalificándolas y subestimándolas
como irrealidades, ilusiones o espejismos. El método fenomenológico, al
reconocer la existencia de objetos ideales, de lo suprasensible, a lo cual
arribamos también por la vía sensible, nos sitúa frente a las realidades
del espíritu como la raíz primordial de la expresión artística, tal como lo
vemos en tantas obras y artistas a lo largo de los siglos. Así lo expone
Hegel, espléndidamente, en sus Lecciones de Estética y otro tanto hace
André Malraux en su vasta e impresionante Metamorfosis de los dioses.

La fenomenología le abrió las puertas al renacimiento de la on-


tología, la ciencia del ser. Toda obra de arte, lo repito, es una búsqueda
de la verdad sobre el ser. Max Scheler, destacando en la representación
archifenoménica –el fenómeno en su máximo grado de irradiación–, el
conducto para llegar a una idea y, por consiguiente, a una metafísica del
ser, el sentido último de la creación artística, nos enseña un modelo de
análisis estético que está en mora de ser reconstituido, años después de
la gran obra crítica de André Bazin, para aproximarse, particularmente,
aunque no sólo a éste, al cine que escapa a las definiciones racionalistas
y hedonistas, el de los autores espirituales que nos han hablado cinema-
tográficamente de fe, de mística y de Dios.

A propósito de mística, conviene hacer, por desgracia rápida-


mente, la observación de que Edith Stein, discípula de Husserl y monja
carmelita católica sacrificada por los nazis durante la II Guerra Mundial
en un campo de concentración, canonizada por Juan Pablo II, arribó a
ella, a una Ciencia de la Cruz, título de una de sus obras más insignes,
desde las cátedras de fenomenología.

Husserl no solamente dejó su impronta en meditaciones sus-


tanciales, tanto para la filosofía, como para la ciencia, sino que rompió
radicalmente con las maniobras propias del culto idolátrico a esta última,
y del racionalismo que les da pie, abriendo una ventana hacia la fe, la re-
ligiosidad y la mística, en tanto fenómenos de la realidad fáctica, siempre
y cuando ellos sean objeto de una mirada serena, exenta de integrismos
proclives al fanatismo e imperativos excluyentes: “La vida del hombre no
es más que un caminar hacia Dios. Yo intento alcanzar este fin sin prue-
bas teológicas, métodos o ayudas, en otras palabras, alcanzar a Dios sin
Dios. Como sea, yo tengo que eliminar a Dios de mi pensamiento cientí-
fico para preparar el camino hacia Dios a aquellos que (...) no tienen la
seguridad de la fe a través de la Iglesia”3.
Ensayos

3 Palabras de Edmund Husserl citadas en Sancho Fermín, 1998: 22.


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Bazin, afirmaba yo, brinda un magnífico ejemplo de crítica fe-
nomenológico-ontológica orientada hacia el principio espiritual del ser.
Era un hombre docto en el sentido de la acepción aristotélica de sabio,
aquel “que debe poseer un saber, dentro de lo posible, de todas las co-
sas”. Sobre El diario de un cura rural (Le Journal d´un Curé de Campagne,
1951), de Robert Bresson, se extendía en los siguientes términos: “Lo que
se nos pide que leamos sobre sus rostros (los de los actores) no es el refle-
jo momentáneo de lo que dicen, sino una permanencia del ser, la másca-
ra de un destino espiritual”; y “...el cine nos ofrece no solamente un film
en el que los únicos verdaderos acontecimientos, los únicos movimientos
sensibles son los de la vida interior sino, más aún, una nueva dramatur-
gia, específicamente religiosa, mejor teológica: una fenomenología de la
salvación y de la gracia” (Bazin, 1966: 195).

Tengo un maestro imprescindible para lo que modestamente


he intentado por años hacer en la crítica y, ése, claro, no es otro que
Bazin. Me veo obligado a agregar, y en esto sigo teniendo como modelo
al mismo maestro francés, que para mí la crítica de cine no se opone, en
el fondo, a la de las demás artes. Es muy de fiar igualmente, dentro de
las coordenadas en que me muevo, la visión crítica de los poetas, seres
espirituales cuya retórica, la cual encierra la famosa licencia poética, debe
ser no sólo tolerada, sino, aún más, celebrada, al ir mucho más allá de
los tópicos de la crítica institucional, siendo ella misma creación artística
y literaria, un complemento fecundo y grato de la descripción analítica
fenomenológica, el cual, ya en las páginas inspiradas de Scheler, Edith
Stein y Bazin, se entroncaba directamente con la poesía. Y es que un buen
número de egregios pensadores ha hecho colindar filosofía y ciencia con
bella prosa literaria; ideas del mayor relieve abstracto con la más pura
poesía. Hoy en día los límites entre todas ellas no podemos establecerlos
exactamente, para lo cual vale la pena volver en espíritu a los tiempos
presocráticos o al pensamiento de un san Agustín y un san Juan de la
Cruz, en cuyas obras encontramos plenitud de prosa y poesía ejemplares.

Por una crítica que escuche a los poetas

Ya Andrei Tarkovski explicitó exitosamente las razones por las


cuales hay una comunidad profunda de orígenes (comunidad ontoló-
Sobre el cine y sus hermanas

gica), que une al cine con la poesía ( y a la poesía con la filosofía y


el pensamiento ontológicos, añadiría Heidegger)4; debido a ello no es
aconsejable volver sobre el tema. Solamente quisiera agregar que si
los poetas han sido faro, sol y luna elegidos de las naciones, augures y
profetas, han acertado igualmente a cabalidad en lo que Eco llama la
definición del arte, desentrañando con la mayor claridad los secretos del

4 Véase de nuevo su obra citada.


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misterio artístico como sacerdotes conscientes de la liturgia que celebran
en su altar, el de la metáfora y el simbolismo en su mayor cercanía a
la verdad última de las cosas. Para mí, en concreto, ha sido particular-
mente provechoso y dignificante el trasladar al quehacer crítico lo que
del arte, la literatura y la propia crítica proclaman poetas como Eliot,
Schiller y Baudelaire, para citar sólo unos cuantos.

Empecemos por Eliot (1967: 20), quien declara: “La crítica es


una actividad instintiva de la mente civilizada”. Esto nos hace recordar
algo que se halla más arriba en cuanto a que todos, de alguna forma,
queremos hacer crítica o la hacemos, para mal o para bien. Kant, en ese
texto cumbre que es La Crítica del juicio, puntualiza, efectivamente, que
todos sentimos la necesidad de emitir juicios sobre el arte, pretendiendo
incluso imponerle a los demás su alcance universal, siendo para él tales
juicios subjetivos. La paradoja kantiana de los juicios estéticos subjetivos,
pero universales, es apenas uno de tantos puntos de vista familiares con
el axioma de Eliot. Una sociedad, entre más civilizada sea, más siente la
necesidad de la crítica y, por ende, más demanda de ésta.

Si todos deseamos que se tenga en cuenta nuestro parecer so-


bre cosas de belleza y arte, dando rienda suelta a nuestra sensibilidad
natural, con mayor razón tenemos que respetar al buen crítico, si realmen-
te tiene algo crucial que decirnos. Es esta una medida de las conquistas
intelectuales y sensibles de una civilización. De mi parte, no necesito para
nada de ninguna otra autorización para hacer crítica; el hecho de que un
hombre íntegro, cristiano convencido, que tan hondas huellas dejó en la
cultura de su tiempo, a la par poeta y crítico de muchos quilates, haya
hecho notar que mi trabajo responde a un instinto civilizado, me despreo-
cupa por completo de las prevenciones contra éste procedentes de los
señores bárbaros, quienes abrigan un resentimiento mezquino contra los
espíritus poco inclinados a lo bajo.

Asimismo, es de la cosecha de Eliot: “Lo mejor de ella (de mi


crítica), es la que he escrito sobre autores a los que admiraba de todo co-
razón” (Idem: 26). Estamos ante una verdad de a puño, nada mejor para
el crítico que pronunciarse sobre las obras y autores que ama, intentando
que sus lectores compartan, de una u otra forma, esa admiración, la cual
es ante todo pasional. Por eso se puede sentenciar que la buena crítica es
una combinación feliz de rigor, elevación de espíritu y pasión; fenomeno-
logía, poesía y amor. En cuanto a la pasión, al revestirse contrariamente,
a veces, de feroces armas contra lo malo y tibio, pisando ampollas, tiene
también todo derecho a exteriorizarse, duélale a quien le duela.

Concluyo así este breve trozo de comentarios acerca de Eliot:


“Reconozco que estoy mucho más interesado en lo que otros poetas han
Ensayos

escrito sobre poesía que en lo que han dicho de ella los críticos que no
son poetas (....) cuando estamos más cerca de la crítica literaria pura es
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con la crítica de los artistas que escriben acerca de su propio arte (....); la
crítica de los artistas que escriben sobre su arte tiene una mayor intensidad
y encierra una mayor autoridad, aunque el ámbito de competencia del
artista sea mucho más restringido”(Idem: 29).

Muy cierto. Lo que me encanta de Bazin es que poco le faltó


para situarse detrás de una cámara, hasta tal punto que su empuje y
pasión animó sobremanera a sus compañeros en la redacción de varias
revistas a lanzarse a hacer cine. Lo que sobre éste han escrito o declarado
personalidades, como los mencionados Tarkovski y Bresson, Michelan-
gelo Antonioni, Jean Epstein, Jean Renoir, Eric Rohmer, François Truffaut,
Roberto Rossellini, Federico Fellini, Carl Dreyer, Ingmar Bergman, Paul
Schrader, Martin Scorsese, King Vidor, Grigori Kozintsev, Vsevolod Pudov-
kin o el siempre genial Sergio Eisenstein, ha sido la estrella reluciente de
Oriente en mi actividad escribiendo sobre cine.

Ello porque desde un determinado momento de la vida, luego


de haber visto centenares de películas desde los primeros años de in-
fancia (Este joven está enfermo de ver tanto cine, recuerdo que decía un
espectador despistado, quien me miraba extrañado un día de planes de
recorridos por la cartelera con un cómplice inmejorable que tuve en el
Colegio), decidí que lo mío –Dios lo había decidido desde un principio–,
iba a ser meterme en el oficio, muy duro pero muy rico, de las 24 imá-
genes por segundo, el de la persistencia retiniana. Nunca he dejado de
considerar la crítica como un trampolín para la creación o una compañe-
ra de viaje que acompaña a la profesión audiovisual. A veces, hastiado
de la intensidad con que, como de costumbre, me he dedicado al trabajo
crítico, he querido mandar todo al carajo, para centrar la actividad única
y exclusivamente en hacer películas. Lastimosamente nací en un país en
el cual es difícil lograrlo, en el cual los conocedores apasionados deben,
por ahora, ceder terreno a los vivos sin información ni pasión ningunas, y
he debido limitarme, en cuanto a la práctica del oficio, a escribir guiones
y realizar trabajos en vídeo o televisión.

Sinceramente, no lo lamento. La crítica ha mantenido vivo mi


amor al cine, a más de que me ha relacionado, en plan pedagógico, con
decenas de estudiantes y aficionados en quienes –muchos de ellos me lo
han dicho– he dejado una huella mediante cursos, talleres de crítica y es-
critos. He podido contagiar la pasión y eso cuenta, es un bien socialmente
Sobre el cine y sus hermanas

hablando.

Retornando a los impulsos que tienen en Eliot su fuente, he


sentido pues en carne propia sus conclusiones; nadie habla mejor del cine
que quienes lo hacen –por supuesto, con maestría; sobra decir que del
mediocre no hay absolutamente nada que aprender, así haya rodado mu-
chísimas películas–, y para comunicar algo de alguna valía acerca de un
oficio artístico hay que estar impregnado de un contacto vivencial con el
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mismo, en cuanto se esté envuelto en la deliciosa fragancia que exhalan
las Musas, aroma regocijante para el espíritu.

Razón, moral y juego de la crítica

A Schiller, prosiguiendo con estas pautas contenidas en los pen-


samientos de los poetas acerca del arte, lo tengo, ni más ni menos, que
por un coloso; tener en cuenta las apreciaciones filosóficas que plasmó en
La Educación Estética de la Humanidad es hacer de la crítica una actividad
liberadora, esperanzadora y muy deleitable, en ambos sentidos de la corre-
lación, los que se originan tanto en quien la hace, como en el receptor.

El poeta, dramaturgo e historiador alemán, una de las almas


más nobles y valientes del Romanticismo, considera que el estado estético,
como el ideal del hombre, evita los excesos de la razón formal (lógica) y
moral, y los de la sensibilidad pura; como estado intermedio, contribuye
poderosamente a suscitar en el individuo y la sociedad un orden moral,
sin los peligros de un moralismo simplista o puritano; mientras se con-
vierte en acicate, como ningún otro ámbito de la vida, del pensamiento,
sin pretender la hegemonía de la razón o el hundimiento en el fango as-
fixiante del racionalismo. Partiendo de Kant, va más allá de éste, le hace
críticas y desarrollos muy certeros, aun cuando Goethe se ofuscaba por
las veleidades filosóficas de su gran amigo, las que consideraba ajenas a
la naturaleza del artista.

Las dos cosas se tornan determinantes en las tentativas del crí-


tico de analizar una obra. Penetra, por el entramado de la forma, en su
inteligibilidad y sentido, suministrando una interpretación, ojalá lo más
argumentada posible, de su contenido; lo hace porque, como hemos vis-
to, el arte no deja de actuar nunca sobre el intelecto y la inteligencia.
Relaciona la película con un orden ético puesto que, ya lo acotaba más
arriba, detrás de la representación fenoménica de la realidad hay posicio-
nes, actitudes de los directores de las películas, con las cuales está o no
de acuerdo por juzgarlas o no verdaderas.

Es curioso ver cómo, dentro del caos conceptual del mundo


que nos rodea, la realidad es tratada popularmente con una ética híbrida
y a través de ideas híbridas. Yo diría que en ese confuso maremágnum
de lo que se conoce como opinión se mezclan ahora dosis de raciona-
lismo materialista o marxista, liberalismo, freudianismo, nietzscheanismo,
cristianismo revisado por el marxismo, el liberalismo y el permisivismo;
hedonismo y un esoterismo cada vez menos disimulado, todo ello muy en-
deblemente articulado y pegado, mal digerido por dudosos sincretismos
y eclecticismos. Es lo que Heidegger denominaba habladuría como uno
Ensayos

de los tres rasgos del ser cotidiano del ahí, junto con la ambigüedad y la
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avidez de novedades (Véase El ser cotidiano del ´ahí´... en la obra citada
de Heidegger: 186-200).

Muchos combaten abiertamente, en función del relativismo, las


conclusiones éticas elocuentemente claras, las que llaman al pan pan y al
vino vino, pero no dejan de protestar contra las guerras, la política econó-
mica de las grandes potencias o las injusticias sociales como males invete-
rados de la humanidad. Quiere esto decir que, de uno u otro modo, la éti-
ca cuenta, que todos aceptamos unas cosas y rechazamos otras. Incluso
la crítica más rabiosamente relativista y hedonista, no deja de poner en el
banquillo a ciertas películas, por ejemplo, debido a su presunto racismo o
nefastas contribuciones a la discriminación de grupos y comportamientos.
Hay siempre, quiérase o no reconocer, una visión de la moral.

Ello no es impedimento para que el crítico trate con supremo


cuidado esta zona de la moral, en la medida en que la ética artística es de
una inmensa amplitud, al estar anclada en una comprensión sin fronteras
del hombre, con todas sus grandezas y debilidades. Sea como fuere, no
se puede confundir la moral con la forma artística; están relacionadas, en
ocasiones muy íntimamente, pero no son iguales, tal como lo desarrolla
Thomas Mann (1985: 15), trayendo a cuento la conflictiva relación entre
ambas: “Pero la decisión moral, más allá de todo saber, de todo conoci-
miento disolvente y apático, ¿no significa al mismo tiempo una simplifi-
cación moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una propensión
al mal, a lo prohibido, a lo moralmente prohibido? Y la forma, a su vez,
¿no presenta un doble aspecto? ¿No es moral e inmoral a la vez: moral
como resultado y expresión del esfuerzo disciplinado, pero amoral, e in-
cluso inmoral, puesto que encierra por naturaleza una indiferencia moral
y porque, más aún, aspira esencialmente a humillar lo moral bajo su ceño
orgulloso y despótico?”.

Las dimensiones intelectiva y moral –las dos integrantes del pla-


no racional, kantianamente hablando–, alternan en el arte, y Schiller lo
explicó muy bien, con el universo sensible, el cual justifica, por sí solo, la
existencia de la estética, saber que estudia una serie de efectos sobre los
sentidos, para ascender a temas como la definición de los objetos que los
cautivan, arte, belleza y sublimidad artísticas. Un crítico se distingue por su
sensibilidad y es ella la que principalmente posibilita el establecimiento de
un canal de comunicación con su público ideal, el cual, antes que nada,
Sobre el cine y sus hermanas

ha vibrado, en sus fibras más íntimas, a favor o en contra de un filme,


siendo la crítica, hay que reconocerlo –este es su doloroso talón de Aqui-
les u omóplato de Sigfrido–, una expresión sólo complementaria, nunca
absolutamente indispensable ni determinante, de unos sentidos que han
sido tocados o removidos por la forma de la obra, lo más importante del
proceso. Es por eso que el crítico más pasional, quien da la vida por el
arte que ama sinceramente, sueña siempre con cambiar la pluma, hoy
digamos mejor el teclado del computador, por la cámara, un género de
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participación en el arte por otro más egregio. Fue Schiller quien también
hizo la prédica de que el arte es para los artistas.

Vemos, pues, que el arte se consigue gracias a un equilibrio en-


tre lo sensible y lo racional, siendo los extremos, en una u otra dirección,
como siempre, viciosos. La crítica tiene que hacerse eco de este equili-
brio, dando cuenta de lo que en una película es incentivo para el deleite
sensorial, producto de la fineza y exquisitez de un dominio del oficio, y,
simultáneamente, de lo que en ella puede ser detonante de la activación
del pensamiento, siguiendo los derroteros que le pertenecen a este último:
“La belleza conduce al hombre que sólo por los sentidos vive, al ejercicio
de la forma y del pensamiento; la belleza devuelve al hombre, sumido en
la tarea espiritual, al trato con la materia y el mundo sensible” (Schiller,
1943: 90). El crítico, aportando su granito de arena a la educación de
la sensibilidad, sabe además que la obra de arte es muy benéfica para
la humanidad en ambos polos de interacción: “La actividad estética es la
más provechosa para el conocimiento y la moralidad” (Idem: 107).

Ahora bien, una película, como toda obra de arte, oscila entre
la máxima seriedad o gravedad, y la máxima satisfacción del ansia lúdica
del hombre, o mejor, el juego, ese pasatiempo organizado para concen-
trarse en la distracción, un ocio con agradable y placentera ocupación:
“(...) si nos hemos entregado al goce de la verdadera belleza, entonces
somos, en aquel momento, dueños en igual proporción de nuestras po-
tencias activas y pasivas; con la misma suma ligereza nos entregamos a
lo serio y al juego, al reposo y al movimiento, a la condescendencia y a la
reacción, al pensamiento absoluto y al instintivo” (Idem: 109).

Esto lo supo ver Schiller con envidiable agudeza, lo mismo que


la característica irrenunciable de libertad del arte, muy estrechamente in-
tegrada a ese nivel de juego, la cual se encuentra como un factor distin-
tivo por excelencia de la obra artística, tanto en el acto creador como en
el receptor: “Si en el Estado dinámico del derecho, el hombre se enfrenta
con el hombre, como una fuerza frente a otra fuerza, y limita su actividad;
si, en el Estado ético del deber, el hombre opone al hombre la majestad
de la ley y encadena su voluntad, en cambio en la esfera de las relaciones
de la belleza, en el Estado estético, el hombre aparece sólo como figura,
como objeto de libre juego. La ley fundamental de este Estado es: dar
libertad por medio de la libertad” (Idem: 151).

El juego schilleriano de la libertad, el de un hombre de espíritu


cordial y afable que sabía tomar del pelo o mamar gallo cuando las cir-
cunstancias lo propiciaban, según esa formidable semblanza que de su
juventud y edad madura hace Goethe en sus conversaciones con Ecker-
mann (Goethe, 1991), halla una variante en la levedad, o gravedad sin
Ensayos

peso, de Italo Calvino en una de sus Seis propuestas para el próximo mi-
lenio. El aspecto lúdico del arte y la literatura es, para el escritor italiano,
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una manera de alterar, positivamente, el orden y la rigidez insoportables
del mundo cuando no es mirado estéticamente, el aburrimiento y la pesa-
dez que se apoderan de nosotros cuando perdemos la facultad de reírnos,
bien de ese mundo de compartimentos cerrados que nos agobia, bien de
nuestra propia falsa seriedad cuando caemos en sus trampas: “Así como
la melancolía es la tristeza que se aligera, el ´humour´ es lo cómico que
ha perdido la pesadez corpórea y pone en duda el yo y el mundo y toda
la red de relaciones que los constituyen” (Calvino, 1989: 31).

Calvino enfila baterías hacia algo en lo que el crítico puede


colaborar muy enérgica y oportunamente, rescatando para el hombre
aquello que, saliéndose de la rutina grisácea del cálculo egoísta y la pér-
dida de metas humanísticas, puede hacer al hombre extraordinariamente
libre y gozosamente juguetón: “Si quisiera escoger un símbolo propicio
para asomarnos al nuevo milenio, optaría por éste: el ágil, repentino salto
del poeta filósofo que se alza sobre la pesadez del mundo, demostrando
que su gravedad contiene el secreto de la levedad, mientras que lo que
muchos consideran la vitalidad de los tiempos, ruidosa, agresiva, piafante
y atronadora, pertenece al reino de la muerte, como un cementerio de
automóviles herrumbrosos” (Idem: 24).

Para no dar lugar a tergiversaciones, bajo las cuales se pueda


creer entonces que arte es, como lo apuntaba antes, cualquier cosa, una
mera propuesta desarticulada, sin pies ni cabeza, y que, por lo tanto la la-
bor del crítico consiste en caer en la habladuría o una ridícula vocinglería
en torno a obras cuya construcción y significación desconoce, si es que
no elogia lo que de todo tiene menos de calidad artística, Calvino arguye:
“La levedad para mí se asocia con la precisión y la determinación, no con
la vaguedad y el abandonarse al azar” (Idem: 28). Por alguna razón ha-
blamos de reglas de juego y el que las viola, en los salones o los campos
deportivos, es sancionado; los méritos artísticos no se obtienen a las pa-
tadas, con chapucería, o a la deriva, al ritmo de embarcaciones sin timón
ninguno. Hay que sancionar la mediocridad disfrazada de suma novedad
atractiva, la cual es tan acuciosamente importante detectar hoy en día,
como en todas las épocas; pero yo me atrevería a decir que en ésta más
que en ninguna otra. Eso no se lo perdonan al crítico muchos petimetres,
el hecho de revelar verdades al respecto. Juego limpio, es decir, disfruta-
ble para los sentidos y el espíritu, no es lo mismo que todo vale.
Sobre el cine y sus hermanas

Volviendo a la libertad, enraizada según Schiller en lo lúdico del


juego, un artista no puede pretender imponerle una visión del mundo a un
espectador, coaccionando su mente, y menos puede hacerlo un crítico. El
arte es patrimonio de hombres libres, no sometidos a ninguna unidimen-
sionalidad. Por eso todos los regímenes totalitarios han fracasado en su
intento de no tolerar opciones diferentes a un único tipo de creación o,
más bien, de impostura y farsa creativa, pues la amenaza de persecución
72

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genera conformismos medrosos, refugiados en la huida de una confron-
tación que puede fácilmente causar la muerte.

Para finalizar con la idea del juego libre, artista y crítico son
partners, miembros del mismo equipo o team, o de equipos contrarios;
aquí da exactamente lo mismo cómo se quiera establecer la analogía.
Son socios en el compartir el esparcimiento, un esparcimiento refinado e
inteligente, por supuesto, que puede llegar a ser supremamente grave y
justamente serio; recordemos que Schiller no lo niega.

Grandiosidad engañosa y grandeza

De la herencia crítica de Baudelaire impactan la exaltación fe-


bril, la fogosidad, jamás exenta de luminosidad. Sabía levantarse hasta
el éxtasis contemplativo de lo espléndidamente divino del hombre, tanto
como poner el dedo en la llaga de lo abominablemente monstruoso;
mostrarse inmerso, hasta el mismísimo fondo de los fondos, en todos
los abismos más funestos, así como salir majestuosamente de ellos, cual
Fausto gloriosamente redimido al terminar la segunda parte de la obra
de Goethe. Ello, en arte o crítica no es poca cosa porque hacer arte y
entender algo acerca de éste, no es más que conocer, con especiales
dotes, toda la gama de emociones, estados anímicos, sombras y luces de
la naturaleza humana.

Un principio estético de Baudelaire (1996: 231) enunciado en


El público moderno y la fotografía es para mí de un valor infinito: “El
deseo de asombrar y de sentirse asombrado es muy legítimo. ´Es una
felicidad sentirse asombrado´, pero también, ´Es una felicidad soñar´.
Todo el problema, si exige que le confiera el título de aficionado a las
bellas artes (le escribe a alguien que aspira a tener buen criterio –nota
mía) consiste en saber mediante qué procedimientos desea crear o sentir
el asombro. Porque lo Bello es siempre asombroso, sería absurdo suponer
que lo asombroso es siempre bello”.

El público desea regularmente que se lo asombre con medios


ajenos al arte, haciéndole la venia a los planes de la industria cultural,
lo mismo que dejándose engañar por fantoches para quienes innovación
equivale a dejar boquiabierta una audiencia en aras del efectismo o la
provocación que se torna simplemente grosería u obscenidad, de lo cual
está plagado el cine que se produce ahora. Tarea inaplazable del crítico
es despojar de sus emperifollados ropajes esos cadáveres que se hacen
pasar por muy vivos y relucientes héroes, cual Mío Cid falsificado y des-
virtuado. Poder distinguir las joyas auténticas del vulgar relumbrón, pasa-
jero y fugaz, de las falsas, las cuales asombran por una manipulación de
Ensayos

hechicería, mero asunto de fachada y maquillaje, mas no por cualidades


intrínsecas, es una virtud del crítico, sobre todo de ése que más nos inte-
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resa, quien posee talento además para hacer lo más sustancioso, quien
está tan cerca de por sí al arte.

Esto hace parte de un instinto infalible, aunque momentánea-


mente pueda haber dudas, desmentidas siempre más tarde por la notorie-
dad de los hechos. Quienes transitan por las sendas no muy habitualmente
trasegadas del divino efebo Apolo, el dios del arco de plata, poseen este
don de discernimiento, lo cual me recuerda el dictamen que a favor de su
buen gusto, el que emanaba de su canto y lira, se pronuncia después de
una competencia artística con su rival Pan, en una de las cantatas profa-
nas de Bach: “Consuélate, le dice Momus, el juez conocedor a Midas, el
engañado: tus compañeros, tus semejantes, son legión. El desatino y el
disparate se molestan ahora por tener de vecina a la sensatez. Se juzga
con ceguera, y los que así proceden son todos de tu fraternidad”5.

A Baudelaire, como a otros críticos poetas, hay no solamente


que perdonarle la retórica, sino tomarla como algo muy laudable; el buen
crítico habla con convicción atronadora, fundiendo en un todo consistente
las palabras exaltadas, fruto de emociones viscerales, con las paciente-
mente minuciosas y metódicas, producto de la inteligencia. Veamos ahora
qué le escribía a Wagner, luego de escuchar uno de sus dramas musi-
cales, en correspondencia muy próxima a los artículos y ensayos críticos
que publicó: “Ante todo, he de decirle que le debo el mayor gozo musical
que nunca he sentido... Me pareció que esa música era mía y la reconocí
como cualquier hombre reconoce las cosas que está destinado a amar...
Luego, el rasgo que me sorprendió principalmente fue la grandeza. Ésta
representa lo grande, impulsa a lo grande. Uno se siente elevado y subyu-
gado. En todas partes hay algo arrebatado y arrebatador, algo que aspira
a subir más alto, algo excesivo y superlativo”.

En lo tocante a los músicos críticos, teóricos y ensayistas, la his-


toria conoce más de uno. Wagner, Rameau, Gluck, Schumann, Stravinsky,
Schönberg, Liszt, Berlioz, Debussy y Hindemith, entre otros, escribieron
cosas nada baladíes sobre su oficio. De ese inmenso emporio de textos,
me han llegado al alma siempre las críticas de Schumann. Hombre muy
recto y de sentimientos delicados, amaba la música fervorosamente hasta
el punto de que, yo diría, enloqueció por quererla tanto; es el peligro que
se corre cuando el arte es para alguien mucho más que un simple pasa-
tiempo, por lo cual Schopenhauer asemejaba el artista al loco.
Sobre el cine y sus hermanas

5 Véase el libreto de la cantata Geschwinde, Geschwinde Ihr Wir-


belnden Winde, BWV 201, en el Volumen 5 de la Edición Completa Bach
2000, de la firma Teldec.
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Enloqueció porque, como Cristo y sus discípulos, no era de
este mundo6. El poeta, cuando es inmensamente fiel a lo suyo, sin desfi-
gurarlo con mezclas de órdenes opuestos, no lo es, no está hecho para
pensar únicamente en hacer un capital o una carrera, no es apto para la
zalamería ni la lagartería, no se rige por una prudencia mundana cuando
hay que hablar o callar, sino por las alas del espíritu que lo conducen al
Parnaso.

Admiro incondicionalmente a Schumann como músico y crítico.


Ponía en su sitio a los filisteos, a los que alude en varias de sus obras pia-
nísticas, sentenciando y profetizando, irrebatible y calurosamente, sobre lo
decididamente magnífico. Para la muestra un botón. Escuchó por primera
vez a Brahms, quien sería posteriormente su gran amigo, tocando al piano
una de sus propias composiciones, e inmediatamente tomó la pluma: “...va
a dar el testimonio ideal de los sentimientos de una nueva época (...) Posee
todos los rasgos –también en su aspecto físico– que nos dicen: ´He aquí un
elegido (...) “Que el más grande genio le dé fuerzas para cumplir con lo que
anuncia de sí mismo, porque lo distingue también otro genio, el genio de la
modestia. Sus compañeros lo saludan, a él, que se pone en movimiento por
primera vez en el mundo, donde lo esperan –es posible– dolorosos golpes,
pero también coronas de laurel; saludamos en él a un fuerte combatiente.
Entre los espíritus fraternos existe siempre un vínculo secreto; cerrad filas,
vosotros, los que pertenecéis a su círculo, para que la verdad del arte res-
plandezca cada vez más claramente, esparciendo por todas partes alegría
y bendición” (Erhard, 1969: 49. La traducción es mía).

Vuelta final a la tónica

A lo largo de estas páginas le he dado rienda suelta a la trans-


cripción sobre el papel de casi todo lo que pienso alrededor de la crítica
de cine y la crítica de arte, en general. A manera de resumen de una
buena parte de lo dicho y muy oportuna coda, quiero concluirlas con un
testimonio de David Hume a favor de lo que es y cómo favorece a una
sociedad la cultura estética, dentro de la cual un buen crítico desempeña
un rol sobresaliente; cultura cada vez más mortalmente herida por los
deplorables acontecimientos que a diario padecemos en un país como el
nuestro, donde todavía no parece vislumbrarse, ni en los altos círculos ni
en los más bajos que dicen combatirlos, la menor comprensión de lo que
ella puede hacer por un pueblo. Aparece en su ensayo Sobre la sensibili-
dad del gusto y los sentimientos:

6 Véase en la obra citada de Schopenhauer La Contemplación de


las Ideas... Genio y Locura. Págs. 403-414. Allí desarrolla el filósofo un
Ensayos

muy interesante paralelismo entre el artista y el loco.


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“Si el hombre posee ese don (el de la sensibilidad artística),
entonces, lo que contenta su gusto, lo hace más feliz que lo que satisface
su ambición o deseo; y más alegría le proporciona un poema o el pensar,
que la que le podría traer consigo el mayor lujo o comodidad (...) ...nada
contribuye más al perfeccionamiento del carácter, que el estudio de la be-
lleza en la poesía y en la elocuencia, en la música y en la pintura. Esta be-
lleza le da a las vivencias cierta elegancia ajena al resto de la humanidad.
Las emociones que despierta son suaves y tiernas; aparta al intelecto del
tumulto de los asuntos y los intereses (materiales); inclina a la reflexión,
conduce al sosiego; provoca una placentera melancolía que, de todos los
estados de la mente, es el que mejor educa para el amor y la amistad”7.

El buen crítico está llamado a ser un coprotagonista, al lado


del artista, de este guión de película idealmente perfecta, que no cesan
ambos de proponerle a la humanidad para que realice, al fin, sus más
preciados sueños.

Variaciones sobre el tema de dos conferencias dictadas como introduc-


ción al curso Ver, entender y amar el cine 2, los días 17 y 24 de agosto de 2002,
en la sala de cine Avenida de Chile 2, curso organizado por el Cine Club El Muro.
Inédito. El texto se dirige especialmente a aquéllos para quienes, como yo, que
lo he aprendido de otros, entienden que la buena crítica ha sido y puede ser un
camino para aprender un oficio, dándole luces a la creatividad personal; también,
para enseñarle sus claves a los afiebrados y apasionados que quieran conocerlo
y ponerlo por obra.

Realismo y memoria en el lenguaje cinematográfico

El del realismo es en la historia del arte y la estética y, por ende,


del cine, uno de los puntos más controvertidos y debatidos. No podría ser
para menos pues es mucho lo que está en juego: básicamente, siendo
extremistas, si la obra artística representa algo existente fuera de sí misma,
o si es un producto aleatorio completamente desligado, absolutamente
marginado de una realidad cuya existencia puede ser, ya supuesta, ya
rechazada, ya juzgada desde muy diversos puntos de vista.

Como cualquier controversia que se respete, la del realismo


Sobre el cine y sus hermanas

pide a gritos claridad filosófica ya que, siendo la filosofía el dominio de


los conceptos, mientras ha sido la estética, tradicionalmente, una de sus
ramas, es en ella donde debe buscarse el apoyo para que sepamos, en
éste y quizá en todos los casos, de qué estamos hablando.

7 Hume, 1955: 4-6. La traducción también es de mi autoría, pues


no conozco una traducción española aunque, de seguro, debe existir.
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Nos proponemos en este texto revisar por lo menos algunas de
las perspectivas filosóficas que pueden servirnos de muy luminosos faros
para guiar las naves de nuestro andamiaje conceptual por las turbulen-
tas aguas del – en últimas, en las circunstancias presentes– muy confuso
y harto equívoco tema del realismo. Esto porque, desde la década del
veinte del ya pasado siglo XX, se han ventilado tesis acerca del realismo
cinematográfico, al igual que, en torno a lo que muchos creen que es
la completa dependencia del producto artístico de la subjetividad de un
autor. Abundan desde el siglo XVIII, el de la Ilustración, hasta los comien-
zos de este nuevo milenio, las versiones que podríamos designar como
anti-realistas.

Casi todos los planteamientos de los filósofos sobre el realis-


mo, ramificados ­en estéticas correlativas, entiéndase como se entienda
el concepto, han encontrado eco en la historia del cine. Trataremos de
ver en qué consiste esa correspondencia, sin desconocer la autonomía
del objeto artístico. Desde los muy variados realismos haremos luego una
transición hacia la memoria histórica a que dan lugar, cimiento de cual-
quier cultura dentro del ámbito de la representación artística.

Revolución copernicana en la estética del cine

Entre la segunda mitad de los años cuarenta y la década del


cincuenta, que finalizó con su muerte, significando ésta una gran pérdida
para el pensamiento referido al séptimo arte, como lo señalaba el gran
director Jean Renoir, edificó un sistema, entonces y ahora, novedoso para
el cine, el crítico y ensayista francés André Bazin8, quien afirmó tajante-
mente: “El cine aparece como la conclusión en el tiempo de la objetividad
fotográfica” (Bazin, 1966: 19).

Al respecto, puntualiza su discípulo, aún en actividad como ci-


neasta, Eric Rhomer (1993: 24):

“Por medio de esa pequeña, esa modesta frase, Bazin hace en


el dominio de la teoría cinematográfica su revolución copernicana. An-
tes de él, era todo lo contrario: sobre la subjetividad del séptimo arte se
quería poner el acento. Se tenía por lo general el siguiente razonamiento:
“¿El cine es un arte? Quien dice arte, dice interpretación: reunamos pues
las pruebas de infidelidad, destaquemos las huellas de la interpretación
del artista”; etapa útil, necesaria de la reflexión, pero que nos ha ocultado

8 Con posterioridad a la muerte de Bazin, Jean Renoir declaró


“Más tarde, cuando escriban la historia del arte francés en el siglo XX,
los historiadores, en el capítulo del cine, concederán un lugar de honor
Ensayos

a André Bazin, siendo el mismo historiador”. Veáse Maillot, Le Cinema


Francais, París, MA Éditions, 1988. La traducción es mía.
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por largo tiempo el ser de un arte del cual desconocíamos la originalidad
al querer distinguir en él sus analogías con los otros”.

Bazin parte de que el viejo sueño en la historia de la humanidad


de disponer en el arte de una representación puramente realista de las
cosas, se realiza a plenitud en el cine. Sólo faltaba el movimiento en el
afán de tantos pintores, fotógrafos y pensadores, de sustituir éstas por su
doble, de imitarlas sin frenos. Lo mismo que la fotografía, el cine es hijo
de la mecánica:

“Por primera vez, entre el objeto inicial y su presentación, no se


interpone más que otro objeto. Por primera vez una imagen del mundo ex-
terior se forma automáticamente, sin la intervención creadora del hombre.
Todas las artes son fundadas sobre la presencia del hombre; solamente en
la fotografía gozamos dc su ausencia” (Bazin, Op. cit: 18).

Siendo el cine fotografía animada, la cual se ha prestado siem-


pre para los más libres e incluso estrafalarios juegos de la fantasía, el dis-
currir de la imaginación en su seno jamás estará exento de una poderosa
dosis de ilusión de realidad:

“Lo fantástico en el cine no es permitido más que por el rea-


lismo de la imagen fotográfica. Es ella la que nos impone la presencia
de lo inverosímil, la que lo introduce en el universo de las cosas visibles”
(Citado por Rohmer, Op. cit.: 24).

El esteta francés quien, tanto influyó en el quehacer de la prác-


tica cinematográfica, como adalid teórico del movimiento de la Nueva
Ola, que diera sus primeros pasos en la realización de películas inmedia-
tamente después de su muerte, distingue dos tipos de realismo. El primero,
que llama Complejo de la momia, obedece a la necesidad humana, emi-
nentemente psicológica, de vencer la resistencia del tiempo, perpetuando
lo existente dentro de una segunda dimensión que supere, al menos en su
representación, la condición mortal del hombre.

El doble del faraón, en su pomposo sepulcro de la pirámide, evo-


luciona hacia el retrato, inicialmente pictórico, luego fotográfico, finalmente
fílmico, pasando por una amplia gama de variantes, las cuales se extienden
a la imitación de toda suerte de modelos, naturales o sociales, también en
Sobre el cine y sus hermanas

el teatro, la novela, la poesía y, por supues­to, no sólo en el campo del arte.


El hombre, profese o no una fe religiosa, aspira sencillamente a la inmor-
talidad, hacia ella siente de manera innata, una vocación y debe elegir,
como lo indica Soren Kierkegaard, entre ésta o el tiempo, o mejor la tumba.
Cualquier alternativa en esa dirección es y será bienvenida, así sea la de
un simulacro de vida –momia, retrato, cuadro, película–, conservado con
posterioridad a la desaparición física del modelo. Es lo que Bazin tilda de
pseudorrealismo, el que aspira a reemplazar el mundo por su doble.
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El otro realismo, más complejo, es el que nos va a obligar a ha-
cer un pequeño recorrido por ciertas fuentes filosóficas. Por el momento,
contentémonos con lo que nos dice el mismo Bazin (Op. cit.: 16):

“El conflicto del realismo en el arte procede de este malenten-


dido de la confusión entre lo estético y lo pisocológico, entre el verdadero
realismo que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación
concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que satisface con la
ilusión de las formas”.

Lo concreto y esencial –aquí el autor, educado en el persona-


lismo católico de E. Mounier, se inscribe dentro de las coordenadas inte-
lectuales a las que en breve vamos a dedicar un espacio de reflexión– lo
hace concluir que se trata de “la expresión de realidades espirituales don-
de el modelo queda trascendido por el simbolismo de las formas” (Idem:
15); y agrega: “(...) los grandes artistas han realizado siempre la síntesis
de estas dos tendencias: las han jerarquizado dominando la realidad y
reabsorbiéndola en el arte” (Idem).

Tenemos, por consiguiente, que para la concepción de Bazin, el


cine está en la cúspide de la satisfacción del sueño dorado de la imitación
perfecta de lo existente; por ser arte del movimiento, es momificación del
cambio. Pero, por otra parte, prolonga lo que para él es más propio del
arte, adentrarse en el ser de lo real, al cual atribuye el rango de lo espiritual.
El realismo que le interesa es el de una espiritualidad metafísica. ¿Cómo
entender, entonces, esta problemática del realismo, cuando por lo regular, a
la luz del marxismo y otros materialismos, descansa en su asociación intrín-
seca con lo material, en consecuencia pasajero, en todo caso no espiritual?
Justamente por eso se hace provechoso, a estas alturas, detenerse más en
las connotaciones, muy diferentes en cada caso, del concepto de realismo,
lo cual satisfará una exigencia que consideramos muy importante: la de ver
en el cine un medio artístico para tener la expresión viva, coincidente con
muy divergentes aproximaciones al asunto de la realidad –aunque, por su-
puesto, nunca idéntica a un verdadero equivalente de ésta: el arte tiene su
mencionada autonomía, así sea relativa–. Ello puede brindarnos la medida
de su enorme peso para la cultura universal.

¿Qué es realidad?

En el Diccionario de Filosofía abreviado de José Ferrater Mora


(1978), leemos:
“El predicado ´es real´ (y el sustantivo ´realidad´) se definen a
veces de modo negativo y a veces de modo positivo. En el primer caso se
afirma que el ser real sólo puede entenderse como un ser contrapuesto al
Ensayos

ser aparente, o al ser potencial o al ser posible. Lo que se diga acerca de


las nociones de apariencia, potencia y posibilidad permite entender en tal
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caso la naturaleza del ser real. En el segundo caso se afirma que ‘es real’
equivale a ‘es´ o a ´es actual’ o a ´existe’ (y ‘realidad’ equivale a ´ser’,
a ‘actualidad’, a existencia). En tal caso hay que saber lo que se entiende
por las nociones de ser, de existencia, de acto, con el fin de establecer lo
que se va significar por ´es real´´ o por ´realidad’.

“Ambas maneras de definir lo que se entiende por el ser real


tienen sus ventajas y sus inconvenientes. La manera negativa permite po-
ner de relieve que no de todo lo que hablamos podemos decir que es
real, pues, en tal caso referirse a algo y a su realidad serían exactamente
la misma cosa y el concepto de realidad resultaría completamente inútil.
Pero a la vez impide dar una noción suficientemente positiva de la reali-
dad. La manera positiva proporciona esta noción. Pero a la vez obliga a
remitir el concepto de realidad a otros conceptos, y en este caso también
el concepto de realidad resulta inútil. En vista de esto pueden proponerse
dos métodos: uno consiste en usar simultáneamente las definiciones ne-
gativas y positivas; el otro consiste en intentar una serie de características
–distintas del ‘ser’, la existencia o la actualidad– que permitan establecer
en cada caso si aquello de que se habla es real.

“Ambos métodos han sido usados por la mayor parte de los


filósofos. Casi todos ellos, además, han considerado que el problema de
la realidad es un problema de índole metafísica. Como tal ha obligado a
ligar el examen del problema de la realidad con el de los problemas de
la esencia y de la existencia. Algunos han supuesto que sólo la esencia es
real; otros han proclamado que la realidad corresponde únicamente a la
existencia. Otros, finalmente, han señalado que solamente una Esencia
que implicara su propia existencia es verdaderamente real y que todos los
demás entes son formas menos plenas o más imperfectas de realidad”.

Franco despropósito sería aquel en el que nos hallaríamos si


quisiéramos demasiado rápidamente acoger una paralizante definición
de reali­dad, positiva o negativamente, notoriamente simplificada, que nos
facilitaría las cosas hasta el punto de poder dar por terminada nuestra ten-
tativa de uno de los dos siguientes modos lapidarios: el cine nunca podrá
re­presentar las realidades esenciales (por lo tanto, hasta aquí llegamos), o
las representa de hecho, en tanto arte, y por sus características es un arte
ciento por ciento realista, si no el más realista de todos (invitación tam-
bién a ponerle punto final al presente texto). Como se ve, Bazin no quería
Sobre el cine y sus hermanas

precipitarse a ninguna de las dos rígidas formulaciones sin matizar lo


bastante la segunda, pero a la vez el hilo de su discurso puede meternos
en un embrollo insoluble. Por eso, cuando Ferrater introduce la noción del
método y sobre todo, la de la esencia que implica su propia existencia,
según una po­sición filosófica determinada, se hace posible darle una di-
rección a todo esto que nos haga avanzar.
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Fenómeno y fenomenología

El cine representa fenómenos, su radio de acción es el de los


hechos captados por la cámara y los sentidos del espectador que obser-
van su trabajo Se puede ir más lejos aún, entendiendo bien a Bazin: es el
paradigma mismo de los fenómenos, presenta fenómenos en movimiento
–es decir la vida misma –, duplicándolos con toda fidelidad fotográfica-
mente. Si nuestro concepto de fenómeno es kantiano el cine nada podría
comunicarnos de lo no cognoscible por los sentidos, de acuerdo con su
autor, cosa en sí o esencia. Si, por el contrario, abandonamos estos lin-
deros, encaminando nuestra visión por la fenomenológica, a la que Bazin
le hace honor repetidas veces en sus escritos tanto explicita como implíci-
tamente, el panorama varía diametralmente. Es ella la de la “esencia que
implica su propia existencia”, la que nos plantea que la propia represen-
tación de las cosas sensibles, fenómenos, por la intuición, no se queda
con lo que muchos filósofos denominaron despectivamente apariencia
(concepciones negativas de la realidad), sino que, de por sí, penetra con
las esencias, pudiendo ser estas puramente ideales o metafísicas, nada
menos que las ideas platónicas como resulta, por ejemplo, del ensayo de
Max Scheler, Arte y metafísica9.

Scheler, discípulo selecto del ilustre maestro del método feno-


menológico Edmund Husserl, nos da muchas luces al respecto, aseveran-
do allí que toda obra artística se repliega hacia un archi o epifenómeno,
fenómeno por antono­masia, el cual a su vez representa una idea. Sin
embargo, revistiendo el tema caracteres de mucho alcance, conviene sus-
tentarlo más allá de la estética, en la ontología, a través de las páginas de
otro discípulo, muy aventajado, de Husserl, Martin Heidegger, quien en El
ser y el Tiempo afirma que fenó­meno es “lo que se muestra, lo patente”,
forma media de un concepto griego que significa “poner o sacar a la luz
del día en general”, concepto cuya raíz se remonta a “aquello en que algo
puede hacerse patente, visible en sí mismo”. Prosigue Heidegger (1993:
39): “Como significación de la expresión ‘fenómeno’ hay por ende que,
fijar esta: lo que se muestra en sÍ mismo, lo patente (...) los ´fenómenos´
son entonces la totalidad de lo que está o puede ponerse a la luz (...) (los
entes). Ahora bien, los entes pueden mos­trarse por sí mismos de distintos
modos, según la forma de acceso a ellos. Hay hasta la posibilidad de que
un ente se muestre como lo que no es en sí mismo. En este mostrarse tiene
el ente el ‘aspecto de...’ Tal mostrarse lo llamamos ‘parecer ser...’ (...)
Para comprender mejor el concepto de fe­nómeno, todo está en ver cómo
es algo coherente por su estructura lo men­tado en las dos significaciones
(...) (‘fenómeno’ en el sentido de lo que se muestra, y ‘fenómeno’ en el

9 El ensayo de Scheler, MetaphysiK and Kunst, publicado póstuma-


mente por su viuda, es consutlado por mí en traducción polaca, Sztuka
Ensayos

i Metafísica, Warszawa, Panstwowe Wydawnictwo Naukowe, 1987. No


conozco una traducción española.
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sentido del ‘parecer ser...’) Sólo en tanto algo en general pretende por su
propio sentido mostrarse, es decir, ser fenómeno, puede mostrarse como
algo que ello no es, puede no más que ‘tener aspecto de...’”.

El sentido de parecer ser está encerrado en el concepto griego


original de ‘fenómeno’ que contiene, a la vez, el otro sentido de fenóme-
no como lo patente: “Nosotros reservamos terminológicamente el nombre
de ‘fenóme­no’ a la significación primitiva y positiva (...) y distinguimos
fenómeno de parecer ser... como la modificación primitiva de fenómeno.
Pero lo que expresan ambos términos no tiene por lo pronto nada que ver
con lo que se llama ‘apariencia’, ni menos ‘simple apariencia’” (Idem.).

La ruptura que establece la fenomenología con una tradición


viciada que separaba apariencia de esencia, fenómeno de realidad ver-
dadera es, fundamentalmente, guardadas las proporciones, análoga a
la que se opera en aquellas obras de arte que, trasladándonos a una
metafísica del ser, y estando fundadas en la imagen, pintura, escultura,
fotografía, cine, etc., en representaciones visibles de fenómenos, se opo-
nen a la opción negativa de ver en ellas un vano reflejo o imitación de
apariencias, tan distanciadas estas últimas de lo esencial, tal como llegó
a pensarlo Platón.

Si los fenómenos pueden engañarnos, ocultándonos el ser, pare-


ciendo ser algo sin serlo, también nos pueden revelar, desocultar, en pala-
bras de Heidegger, el ser mismo, mostrándolo sin tapujos: es que fenómeno
es lo que se muestra, lo patente y lo patente puede ser el ser mismo. En El
origen de la obra de arte, el propio Heidegger insiste en que el ser tiende a
ocultarse, a no dejarse ver, y por eso la lucha de la obra del artista está en
dar fijeza, estabilidad y trascendencia en el tiempo a su representación, por
naturaleza desocultamiento, para que no todo quede oculto en una noche
sin fin y sin verdad, sabiendo nosotros de antemano que en toda labor artís-
tica se asumen y se crean fenómenos, los de la realidad exterior (referente),
conjuntamente con el accionar de los instrumentos o materiales de trabajo,
y los de la nueva realidad constituida por la obra.

Todo el arsenal conceptual del autor de la ontología existencia-


ria apunta hacia una no polarización de esos extremos que antes tanto
dividían al mundo filosófico. Ya Scheler había bautizado a esta época
como la de la conciliación de los contrarios. La esencia del ser ahí es la
Sobre el cine y sus hermanas

existencia, recalca sin vacilar Heidegger; da por hecho que éste es en el


mundo con otros sobre la base de un paraje o entorno preciso, el cual,
históricamente, en un tiempo, hace la existencia mortal, finita, relativa a
la muerte. El ser ahí tiene su cotidianidad, estado de la caída, detectable
a cada instante en su miseria, en un ser –ser anónimo, el de una colecti-
vidad en la que todos son un mismo ser impropio mientras que el estado
de resuelto del ser ahí es el peldaño al que hay que ascender para ser
con toda propiedad. La esencia, pues, está ahí, en los fenómenos, no es
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necesario indagar por la verdad de ellos, apartarse de ellos para saber.
Y el lenguaje, articulación del ser en la verdad, originariamente poesía,
morada del ser, es el desocultamiento de éste, lenguaje que se apropia de
lo que se hace patente, se muestra como ser en los fenómenos.

La filosofía existenciaria, cuyo método es el fenomenológico,


está lejos, sin embargo, de imponernos el reconocimiento de una quin-
taesencia espiritual, o de una metafísica del espíritu como tal, de ideas
platónicas, o de Dios. No parece haber en ella espacio alguno para el
idealismo o la teología, aun cuando pudo interpretarse desde posiciones
católicas. Su filiación ontológica– descriptiva le impide adscribirse a lo
que, divergiendo considerablemente las opciones, puede edificarse sobre
ella en términos de sistemas filosóficos. No deseaba su creador matricu-
larse en ninguna tendencia, tampoco en el materialismo. Su universo está
restringido a la observación ontológica de lo que podríamos designar
como lo inmediato del hombre, cuya actividad diaria central radica en
lo que para Heidegger es el ver en torno curándose de,.. siendo la cura
un concepto de mucha densidad sobre el cual no vamos a extendernos:
la esencia de la existencia. No obstante, aquel mé­todo fenomenológico,
explicado de manera tan coherente por Heidegger, impul­sa enormemente
la búsqueda de plataformas filosóficas para entender la naturaleza del
cine y, si se quiere, del arte, en general. ¿No es acaso una película la
documentación o representación de una existencia en su trajinar fenomé-
nico, en su ir y venir de cotidianidades ocultantes a la verdad desocultante
sobre el ser? ¿No es todo cine histórico, resultado de una temporalidad
concreta? ¿No son sus espacios los de los parajes, nacionales, regionales
o locales, en los que los hombres conviven? ¿No es también un arte y,
como tal, hecho para poner por obra el acontecimiento de la verdad?

Sólo con herramientas de tal origen se hace posible preguntar-


se por realidades ideales o por la espiritualidad que pueden tener, y de
hecho tie­nen, cabida en el cine. Porque, en su caso, éstas descansan en
fenómenos, son representadas por fenómenos visibles y audibles. Con-
secuentemente, se da perfecta cuenta el lector de que hemos tomado de
Ferrater Mora una vía muy definida. Elegimos, para pensar en el realismo
cinematográfico, un mé­todo a la vez positivo y negativo de ver la reali-
dad, no separamos aparien­cia de esencia (por eso recurrimos a la noción
heideggeriana de fenómeno y no a otra), y para nosotros lo real es el ser.
Ahora bien, no compartimos con este último filósofo, o mejor, no podría-
mos hacerlo, habiendo un cine de elevación espiritual e ideal que ama-
mos, su terrenalidad, su consciente desprendimiento de la especulación
en ese sentido, sin que sea un materialista.

¿Podríamos no reconocer que en el cine ha habido, hay y ha-


brá, una zona, no por poco caudalosa en cantidad, muy prolífica espi-
Ensayos

ritualmente? Hay que declararlo sin ambages. El ser es, para nosotros,
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lo mismo que para los directores cinematográficos empeñados en hacer
películas sobre el par­ticular, una realidad espiritual.

El cine está dotado, por su realismo inmanente, de una pode-


rosa, muy verdadera mirada a los fenómenos, los cuales pueden llegar a
contener tal espiritualidad, la que ciertas obras han expresado maravillo-
samente, tal y como sucede con el arte en general. De Scheler recogemos
su inquietud idealista en la estética, su metafísica; de Heidegger, su ar-
gumentación me­todológica. Ambos, al fin y al cabo, derivan sus tesis del
tronco común de la fenomenología. Y tampoco podemos olvidar que otro
tanto sucede con las ideas de Bazin. Por lo demás, adoptar un método no
implica necesariamen­te identificarse con lo que en él está ausente (más
que una visión negativa de lo espiritual, la filosofía existencial lo deja a
un lado, de ella está ausente), sino reconocer su legitimidad, aparte del
plano moral o de las más persona­les convicciones.

Vale la pena afrontar lo que concepciones negativas de la rea-


lidad, clásicas en la historia de la filosofía, habrían sacado a relucir en
relación con el cine. De hecho, una de ellas se aplicó al arte de su tiempo.
Éstas, de negativas se convertirían en positivas, si aceptaran las pruebas
proporcionadas por un realismo fenomenológico. Después, nos dedica-
remos a lo contrario, a buscar en discursos positivos símiles de algo que
encontramos en la pantalla grande. Así podrá tener una mayor justifica-
ción lo que hacemos.

Los sentidos que engañan y el ser uno

La amalgama de mitología pagana, especulación científica in-


cipiente y ensoñación poética, que conviven en el pensamiento preso-
crático, produjo en el celebrado proemio del poema de Parménides un
primer acercamiento al ser, digno de recordar. Negativa, por su recalci-
trante rechazo a la posibilidad de que los sentidos lleguen a conocer el
ser por estar subordinados a las costumbres que ciegan el entendimiento,
la exposición de este sabio –o por lo menos el fragmento que de ella
se conserva–, quien recibe la iluminación de la majestuosa diosa de la
verdad, signa una impotencia confesa para abrir a la vez una puerta, tal
vez no exactamente al racionalismo como habitualmente se entiende, sino
al saber ontológico del logos, concepto muy rico para el poeta- filósofo
Sobre el cine y sus hermanas

(observaciones de Heidegger) sobre los fenómenos. La diosa le habla así


al afortunado que la persigue y encuentra:

“Se debe decir y pensar lo que es; pues es posible ser mien-
tras a la nada no le es posible ser. Esto te ordeno que muestres. Pues
jamás se impondrá esto: que haya cosas que no sean. Pero tú aparta el
pensamiento de este camino de investigación... en el cual los mortales
que nada saben deambulan, bicéfalos de quienes la incapacidad guía en
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sus pechos a la turbada inteligencia. Son llevados como ciegos y sordos,
estupefactos, gente que no sabe juzgar, para quienes el ser y no ser pasa
como lo mismo y no lo mismo. Ni te fuerce hacia este camino la costum-
bre muchas veces intentada de dirigirte con la mirada aturdida y con el
oído aturdido y con la lengua, sino juzga con la razón el muy debatido
argumento narrado por mí”10.

Llama la atención la forma poética del discurso de Parménides.


Al no hacer parte de la exposición sistemática de un tratado, sino estar
plagado de metáforas (carruaje, yeguas, doncellas de la luz y sus velos en
la cabeza, etc.), se confunde con la poesía primigenia del pueblo griego,
esa construcción del lenguaje que, según el autor de El origen de la obra
de arte, es la que da origen a la cultura de una nación; de esa manera,
filósofo, sabio y poeta vienen a ser una sola persona. La diosa podría
haber hablado así: “A ti que entiendes de la belleza superior, a la cual as-
piras con ahínco, me dirijo para premiarte con el conocimiento”. Si todo
arte es un saber esencial, siendo la poesía la primera entre las artes, como
lo quieren Hegel y Hei­degger, el artista-poeta- pensador gana acceso
único a las revelaciones de la diosa. El cine es arte; el director, un artista.
Gracias a metáforas audio­visuales, penetra en los secretos de las cosas,
haciendo que en los fenómenos resplandezca el ser.

Por lo tanto, aquél ve lo que otros, engañados, no ven y como


pien­sa, concibe sus películas, participa del logos fecundo que enaltece
Parmé­nides. En las páginas que escribió, por ejemplo, Andrei Tarkovski
(1991: 59-62) acerca del trabajo del cineasta, nos topamos de nuevo con
ese carácter de descubri­miento de la verdad en metáforas poéticas que le
confiere al cine su magne­tismo físico y metafísico:

“... para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte


que no quiera ser ‘consumido’ como una mercancía consiste en explicar
por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia hu-
mana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de
su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo
enfrentarlo a este interrogante.

“(...) El arte y la ciencia son, pues, formas de apropiarse del


mundo, formas de conocimiento del hombre en camino hacia la ‘verdad
absoluta’.

“(...) el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada


vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de
la verdad absoluta. Se pre­sentan como una revelación, como un deseo

10 Heráclito, Parménides, Zenón de Elea, Meliso de Samos. Los filó-


Ensayos

sofos presocráticos, Serie Los clásicos de Grecia y Roma, Madrid, Editorial


Planeta De Agostini, 1998:. 178.
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del artista, un deseo apasionado que re­fulge repentinamente, un deseo de
acogida intuitiva de todas las leyes del mundo, de su belleza y su fealdad,
de su humanidad y su crueldad, de su ser ilimitado y de sus límites. Todo
esto, el artista lo reproduce en la creación de una imagen que de forma
independiente recoge lo absoluto. Con ayuda de esta imagen se fija la
vivencia de lo interminable y se expresa por medio de la limitación: lo
espiritual, por lo material; lo infinito, por lo finito. Se podría decir que el
arte es símbolo de este mundo, unido a esa verdad absoluta, espiritual,
escondida para nosotros por la práctica positivista y pragmática (...).

“El arte surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna,
incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se
congreguen en torno al arte”.

Lo que se percibe en las películas del cineasta ruso, particular-


mente Solaris (1972), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986),
sobre las cuales versan sus reflexiones, es revelación de esencialidades
ausentes en “las inteligencias turbadas”. El ser, fundamentalmente espíritu
para Tar­kovski, puede enseñorearse del cine en un imperio feliz de for-
mas que, él mismo lo dijo, se sobreponen a las pasiones, a esa turba de
engaños de los “ciegos y sordos”, las cuales oscurecen el pensar. Se ha
insistido en que el artista es visionario, oráculo y augur. ¿Por qué no ha de
serlo también el ci­neasta? Por lo demás, muchos se han pronunciado ya
en torno a las afinidades de poetas y filósofos.

En cuanto a los medios de expresión, el director ruso nos retro-


trae al realismo ontológico baziniano: “Como forma de conocimiento que
es, todo arte tiende a lo realista, pero lo realista no se debe identificar con
la descripción del ambiente y con el naturalismo. ¿O es que un Preludio
de Juan Sebastián Bach no hace relación a la verdad y –en ese sentido– es
realista?” (Idem: 183).

Lo real necesario y lo real abstraído

El ser es “inengendrado e imperecedero, íntegro, único en su


género (...) uno, continuo (...) es un todo homogéneo (...) inmóvil (...) no
carece de nada...’ ( Heráclito, Op. cit.: 180). En sus atributos, se ha di-
cho, está el germen de una visión espiritual del mundo, hasta de una teo-
Sobre el cine y sus hermanas

logía. Parménides es uno los primeros maestros de la abstracción, gracias


a la cual puede comunicarnos lo concerniente al ser. Otro gran cineasta
metafísico, Carl Th. Dreyer, quiso elevarse desde el realismo de la “ilusión
de las formas” hasta la abstracción.

“Y llegamos ahora a la cuestión esencial: ¿cómo se puede


realizar una renovación artística en el cine? No puedo responder más que
por mí mismo, y no alcanzo a ver más que un medio: la abstracción. Para
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hacerme entender diré que la abstracción es algo que exige del artista que
sepa abstraerse de la realidad, para reforzar el contenido espiritual de su
obra, ya sea éste de orden psicológico o puramente estético. En definitiva,
el arte debe describir la vida interior, no la exterior. Por eso hay que aban-
donar el naturalismo y hallar los medios de introducir la abstracción en
imágenes. La facultad de abstracción es esencial para toda creación ar-
tística. La abstracción permite que el director salga de la cárcel en la que
el naturalismo ha encerrado al cine. Así pues, el cine tiene que trabajar
para alejarse del arte puramente imitativo. El realizador ambicioso debe
buscar una realidad más elevada que aquella que se encuentra cuando
se fija la cámara para fotografiar simplemente la realidad. Sus imágenes
no deben ser sólo visuales sino espirituales. La tarea del director consiste
en que los espectadores compartan sus propias experiencias artísticas o
interiores. La abstracción le ofrece una oportunidad de hacerlo (...)” (Dre-
yer, 1999: 91).

Dreyer se esforzó, a lo largo de toda su carrera, para ascender


a esa espiritualidad en imágenes y sonidos que ennobleciera una pantalla
grande harto saturada de productos ‘ciegos y sordos’, fabricados por la
industria que ‘no sabe juzgar’. Ello lo llevó a cabo teniendo unos severos
requerimientos realísticos, los únicos que, a su leal saber y entender, po-
dían servir de escalera para remontar el vuelo hacia el plano abstracto, es
decir, expresó éste por lo concreto, como habría resaltado Tarkovski:

“El cine empezó en las calles –y en las callejuelas– en su calidad


de reportaje de actualidades. Desgraciadamente, se convirtió en presa de
los hombres de teatro, de cuya tenaza, para su bien, está a punto de libe-
rarse lentamente, ya que, para conver­tirse en arte autónomo, tendrá que
volver a la calle –a la callejuela– y al reportaje. El auténtico cine sonoro
tiene que dar la impresión de que un hombre, equipado con una cámara
y un micro, se ha colado disimuladamente en uno de los hogares de la
ciudad, justo en el momento en que se está gestando un drama familiar.
Oculto bajo la capa de la invisibilidad, ha rodado las escenas más im-
portantes del drama y ha desaparecido sin hacer ruido, igual que había
venido” (Idem: 41).

El director danés escribía estas palabras en una crítica, eviden-


temente profética, publicada en 1933. Él, uno de los directores más me-
tafísicos que se conozcan, si no el más, apoyaba su imponente idealismo
en la muy fina tela de cortar de la veracidad del documento, lo cual
refrendaba así uno de sus asistentes, quien, a propósito de su método de
trabajo en La pasión de Jua­na de Arco (1928), recordaba:

“Dreyer utilizó la autenticidad como instrumento estético. Hizo


del rechazo del maquillaje, de las barbas postizas y de las pelucas, así
Ensayos

como del vestuario caro (que en las películas históricas da siempre la sen-
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sación de mascarada y nos hace creer que los personajes llevan los trajes
del domingo), un realismo cinematográfico consecuente” (Idem: 139).

Dreyer obraba como empecinado realista justamente para tra-


tar de repre­sentar el ser en las cualidades enumeradas por Parménides,
uno de los pre­socráticos que intentaba saltar del mito al logos, sin aban-
donar totalmente el primero. Toda su obra, especialmente creaciones ma-
gistrales como La pasión de Juana de Arco, Dies Irae (1943) y La palabra
(1955), está im­pregnada de esa elevación del espíritu hacia el ser único.

La metafora platónica de la caverna retomada por otro cineasta

Los hombres viven encadenados en una caverna. Sus ataduras


les im­piden moverse hacia la entrada de ésta, a la que forzosamente de-
ben dar la espalda, sin gozar de comunicación con el mundo exterior, del
cual sólo perciben sombras proyectadas sobre las paredes de su sitio de
cautiverio, el único hacia el cual pueden mirar, captando dichas sombras
en virtud del fuego de una hoguera que dificultosa, muy parcialmente,
ilumina el antro subterráneo. La eventualidad de salir de la caverna es
algo tan doloroso que obliga a mirar hacia el suelo, a los reflejos de las
cosas en el agua; la luz entonces deslumbra, ella misma no los deja ver,
habiendo estado durante tanto tiempo acostumbrados a la oscuridad. Le-
vantar la vista para estar cara a cara con la luz es ese penoso esfuerzo que
debe proponerse para alcanzar la sabiduría. Es lo que los hombres deben
proponerse en una república o estado ideal bajo la guía y tutela de los
sabios. Metáfora muy conocida esta de la caverna de Platón en su diálogo
La República, sigue seduciendo, a lo largo de los siglos, a centenares de
lectores, espectadores de cine en potencia.

“Y bien, mi querido Glaucón, ésta es precisamente la imagen


de la condición humana. El antro subterráneo es este mundo visible; el
fuego que le ilumina es la luz del sol; este cautivo, que sube a la región
superior y que la contempla, es el alma que se eleva hasta la esfera inte-
ligible. He aquí, por lo menos, lo que yo pienso, ya que quieres saberlo.
Sabe Dios si es conforme con la verdad. En cuanto a mí, lo que me pare-
ce en el asunto es lo que voy a decirte. En los últimos límites del mundo
inteligible está la idea del bien, que se percibe con dificultad; pero una
vez percibida no se puede menos de sacar la consecuencia de que ella es
Sobre el cine y sus hermanas

la causa primera de todo lo que hay de bello y de bueno en el universo;


que, en este mundo visible, ella es la que produce la luz y el astro de que
ésta procede directamente; que en el mundo invisible engendra la verdad
y la inteligencia; y en fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el que
quiera conducirse sabiamente en la vida pública y en la vida privada”
(Platón, 1975: 208).
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Esto declara Platón, por boca de Sócrates, en el capítulo VII de
su muy polémica obra. Si hay un filósofo que en la antigüedad tuvo una
visión negativa de la realidad, ese fue Platón. Con ese común rasero,
como ya se anotó, llegó a juzgar el arte, un mero imitador de los fenóme-
nos, sombras de las ideas –lo único real–, que jamás podrá dar cuenta
de ellas: imitador de imitadoras fútiles de la suprema realidad. Como por
si fuera poco, el artista, corruptor de las costumbres, inventa fábulas pe-
caminosas acerca de los dioses, haciéndolos culpables de odiosas faltas,
meramente humanas, desconociendo que éstos sólo pueden tender hacia
el bien; por esa razón, debe ser desterrado de la república ideal.

Sin embargo, en Ion o de la poesía, el poeta es tan sabio como


el gran Parménides, dado que el trance en el cual entra con su creación le
permite remontarse hacia los arcanos de los dioses, inspirado o poseído
por los daimons, los demonios o criaturas aéreas intermediarias entre los
hombres y los dioses. También en Hipias mayor o de lo bello el poeta y
el artista (en realidad, prácticamente todo género de practicantes de un
oficio: acordémonos del sentido que por siglos tuvo el término artista),
son elogiados por hacer cosas bellas de cuyo origen, finalmente, como de
todo, es poco lo que se puede saber. Son las contradicciones de un hom-
bre del talante de Platón, artista por naturaleza, pero, a la larga, enemigo
acérrimo del error, de lo que para él no era la verdad, a la cual, según él,
falta tan osadamente el arte con sus ilusiones

Una de las luminarias indiscutibles de la pantalla, Ingmar Berg-


man –aunque se podrían citar otros nombres y hasta relacionar la metá-
fora de la caverna con el cine en general–, se parece a ese cautivo que
sale de ella a ver la luz. Seducido desde niño por el misterio de La linterna
mágica (título de su autobiografía), medio para proyectar sombras anima-
das sobre una pantalla y, por supuesto, aún más por el cinematógrafo,
un primer pro­yector de cine que hacía las delicias de su generación, ha
dedicado toda una vida al arte de las imágenes en movimiento, no pro-
piamente para encadenar los ojos de sus espectadores a las oscuras pa-
redes laterales de las salas de cine, sino para ofrecerles la luz que emana
del proyector cinematográfico, para perseguir lo bello y lo bueno. Hasta
tal punto es así, que en esa mis­ma infancia, un episodio desafortunado,
aunque consabido en su vida fa­miliar, una discusión sangrienta, a golpes,
entre sus padres, lo hizo pensar en ofrecer, como sacrificio, su pasión, a
cambio de la reconciliación de los progenitores:

“Mi madre, sentada en el sofá de su habitación, sangrando por


la nariz, trataba de calmar a mi hermana. Yo, en el cuarto de los niños,
contemplo mi cinematógrafo, caigo patéticamente de rodillas y le ofrezco
a Dios las películas y el aparato si mi pa­dre y mi madre vuelven a hacerse
amigos. Mi plegaria fue escuchada” (Bergman, 1992: 27).
Ensayos
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Esta no es sino una forma de decir que, por lo bueno, si por ello
en­tendemos, al menos, el no odiar y no derramar sangre, el cineasta sue-
co ha estado dispuesto a hacer mucho pues, como adulto, hoy anciano,
sigue viviendo una in­fancia espiritual, esa que se respira amorosamente
en Fanny y Alexander (1982), la cinta con la cual –sin haberlo logrado
hasta ahora definitivamente– pensó en abandonar el cine.

Bergman es un convencido de que, a pesar de las tortuosas


angustias del ser humano, que muy pocos han descrito tan sombríamente,
merece la pena jugársela toda por el amor a otros y a la vida, por esa
idea del bien, para él absoluta, o casi absoluta, debido a su formación
religiosa a la cual, empero, renunció a partir de un cierto momento de
su vida. El personaje central de su película Cara a cara (1975) –no es el
único en su filmogra­fía– descubre que nada hay más importante que el
amor, mientras un joven olvidado por su padre concluye en Como en un
espejo (1961) que, al hablarle por fin éste (llevaban largo tiempo inco-
municados), se puede estar cerca de ese amor absoluto. Director tanto de
teatro como de cine, ha dejado su impronta muy personal en ambos, algo
que sale a flote, principalmente, debido a su excelente entendimiento con
los actores, a quienes ha amado sin fronteras, lo mismo que a su público:
“...en realidad, se puede hacer teatro sin amor, pero (...) entonces no vive
ni respira, sin amor es imposible. Sin un tú, no hay yo” (Idem: 61).

Bergman explora obsesivamente en los laberintos infernales de


la condición humana, tratando de entresacar lo que, a pesar de todo,
es lo hermoso de ésta: los afectos, la firmeza de los postulados éticos, la
solidaridad en las comunidades, ya familiares, ya actorales o mayores. Su
cine libera de las cadenas del egoísmo, purifica, en una muy dramática
y desgarradora catharsis aristotélica, de los malestares sociales e indivi-
duales, para alegrar el ánimo de los espíritus ansiosos por recuperar el
equilibrio. De esa alegría nos habla de la siguiente manera, evocando un
día de su excepcional existencia en su autobiografía:

“El domingo estamos Erland Josephson [uno de sus actores pre-


feridos –N. del A.] y yo en mi despacho hablando de Juan Sebastián Bach.
El maestro acababa de regresar de un viaje. Durante su ausencia habían
muerto su esposa y dos de sus hijos. Escribió en su diario: ‘Dios mío, no
dejes que pierda mi alegría’.
Sobre el cine y sus hermanas

“Desde que tengo razón he vivido con eso que Bach llamaba
su alegría. Me salvó de crisis y miserias y funcionó con la misma fidelidad
que mi corazón. A veces avasalladora y difícil de manejar, pero jamás
hostil ni destructiva. Bach llama a ese estado su alegría, una alegría de
Dios” (Idem: 53).

¿Habría desterrado Platón a Bergman de su República o, más


bién, habría congraciado con él en calidad de uno de los invitados más
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selectos al Banquete –otro diálogo cumbre– de los que concebía como
bienes eternos del amor?

Cristianismo en el cine

Vertiente negativa del realismo es, igualmente, por su lado, el


pensamiento de san Agustín, si nos atenemos a la clasificación de Ferrater
Mora. Crítico implacable de la sensualidad pagana, amante de Platón,
condenaba, como él, el vicio promovido desde los teatros, censurando
el papel de ilusionistas perniciosos de los poetas y actores. Pero, por las
paradojas de la filosofía y la teología, su alma rebosaba de compren-
sión hacia el ritmo en la poesía y la música, para las cuales estaba muy
dotado, por nacimiento y por su educación en la retórica latina. Todas
las cosas poseen un ritmo y una armonía de proporciones, un número
regulador de lo bello, a la manera de los pitagóricos, que proviene de
Dios; tal era una de sus posiciones más ínti­mas (en los fenómenos se re-
fleja la armonía procedente de su creador). Tarkovski, King Vidor y otros
prominentes directores de cine han puesto el acento en la cuestión del
ritmo, componente indispensable del lenguaje cinematográfico; Bergman
también considera que cine y música son her­manos gemelos...11.

Evidentemente, el ser para san Agustín, la máxima realidad, o la


realidad por excelencia, es Dios. Atendamos a unas frases de La ciudad de
Dios, su obra magna, en la que, entre otras, pone en la picota el teatro, el
circo y los templos romanos, alaba a Platón –sin perder el sentido crítico
de un obispo católico– y sigue, con robusta clarividencia, pero sin augu­rios
esotéricos, solamente orientado por la razón exegética de sus estudios bí-
blicos, la evolución y el devenir del reino de Dios, cuyo fin es la eternidad,
aunque esté enfrentado en la tierra, hasta el último día, a su contrario. Dios,
de cuya existencia estuvo cerca el pensamiento de Platón, según el obispo
de Hipona, es ese ser cuya existencia intuyó asimismo Parménides:

“(...) cuando insinúa Platón que el filósofo es amante de Dios


no hay objeto que más nos encienda en la lectura de las sagradas letras;
especialmente aquella expre­sión me incita a creer que Platón no dejó de
instruirse en los libros, donde se refiere que el ángel habló en nombre de
Dios al santo Moisés, de modo que, preguntándole éste qué nombre tenía
el que le mandaba ir a poner en libertad al pueblo hebreo, sacándole de
la servidumbre de Egipto, le respondió: ‘Yo soy el que soy, y dirás a los
hijos de Israel: el que es me envió a vosotros’; como dando a entender
que las cosas que son mudables son nada en comparación del que verda-
deramente es, porque es in­mutable” ( San Agustín, 1.998: 176.).
¿Hay un cine que aborda el tema de la existencia de Dios?
Desde luego. El ser único al que nos referíamos a propósito de Dreyer
Ensayos

11 Véase Caicedo, 1995-96: 97-13.


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es, incues­tionablemente, Dios, asumido desde la mirada cristiana. Dreyer
es, valga la redundancia, el único director de cine que nos ha mostrado
en una película, La palabra, el milagro de una resurrección. No creemos,
sinceramente, que san Agustín hubiera visto nada de malo en ésta, la
última secuencia de su película. La suprema realidad o, mejor, el ser su-
premo, está presente en todo, sólo está ausente en el mal como carencia
de bien. No serían vanas, por consiguiente, las tentativas de plasmar su
omnipotencia en una película. La visión negativa de la realidad meramen-
te física se torna en san Agustín en admiración positiva de esa presencia,
omnipresencia, en el interior de los fenómenos, lo cual comparte Dreyer,
a su manera.

De una forma ciertamente un tanto equívoca, pero de impor-


tante categoría artística, la metafísica religiosa de Dreyer reaparece en su
émulo contemporáneo, Lars von Trier, también danés, quien, sobre todo
en Contra viento y marea (1995), crea, con su dogma realista, una feno-
menología mística de admirable aliento nórdico.

Santo Tomás de Aquino, por su parte, encendido por la con-


templación mística, a la que llegaba después de encontrar pruebas de la
existencia de Dios en todas las manifestaciones de la vida creada, decía:
,“‘El arte imita la naturaleza’ (...). Las cosas naturales pueden ser imitadas
porque gracias a cierto principio del entendimiento toda la naturaleza está
ordenada hacia su fin, pues por medios definidos tiende hacia ciertos fines
y es esto lo que el arte imita en su operaciones”12.

Estos fines, entiéndase espirituales, encausados todos hacia


Dios, son los que presiden la vida y la forma de una película de Robert
Bresson, El diario de un cura rural (1951), relato, adaptado de una no-
vela, de George Bernanos, sobre los sinsabores de un sacerdote que es
enfermo terminal, incomprendido y agobiado, mas no falto de fe.

Hombre de reconocida espiritualidad, Bresson anhelaba en sus


películas – prescindiendo de emociones de la fuerza dramática como tal,
gracias a un hieratismo acompasado por la austeridad constante– trans-
mitir lo inexpresable e inexplicable, los misterios metafísicos de la exis-
tencia. Recorriendo la superficie de la realidad, lo visible de las cosas,
levantaba sus alas hacia los fines últimos de éstas, Dios, en virtud de
las circunstancias de este cura debilitado por la mala salud, raramente
Sobre el cine y sus hermanas

fortalecido en una fe por la que le cuesta trabajo, sufrimiento sin cuento,


dejarse gobernar:
“Hay un fino aporte de Leonardo de Vinci, el cual tiene que
ver con esto: Piense acerca de la superficie de la obra. Ante todo piense

12 Santo Tomás de Aquino, citado por Tatarkiewicz, l960: 298-299


(la tra­ducción es mía).
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acerca de la superficie... Lo sobrenatural en el cine se constituye sola-
mente en lo real, dado de forma más precisa. Las cosas reales se ven así
mucho más de cerca (...) Yo deseo ser, y me convierto a mí mismo, en el
más realista de los cineastas, dentro de lo posible. Pero también concluyo,
finalmente, que el realismo al que llego no es un simple realismo”13.

Asimismo, Tarkovski, Dreyer y Bergman han tocado, en su obra,


la problemática religiosa. Los tres coinciden en una espiritualidad que, so-
bre todo en algunas de sus obras, no escapa a la órbita del cristianismo. Su
me­tafísica no es otra, en ellas, que la del ser que es agustiniano, aunque
Berg­man, poco tiempo después de terminar su película El séptimo sello
(1956), parábola de atmósfera medieval, hecha con toda convicción de
creyente, acerca de la dificultad de la fe en el hombre (el temor y el temblor
que ésta comporta, habría terciado Kierkegaard, citando a san Pablo), em-
pezó a creer que no hay más allá porque todo está dentro del hombre.

La espiritualidad del cine japonés

El complejo e inmenso sistema filosófico de Hegel, cúspide del


idea­lismo abstracto, se arma en virtud del concepto de espíritu, realidades
inse­parables porque el uno es el otro y el otro es el uno. El espíritu abarca
todo lo existente en sí mismo, asumiéndolo para sí mismo, conciencia que
se equipara, en el saber absoluto, a la autoconciencia. El arte, uno de los
gra­dos máximos del conocimiento del espíritu, a la par de la religión y la
filo­sofía, es aquella actividad humana de índole muy particular en la que
el concepto se vuelve sensible, presentándose el espíritu en forma tangi-
ble, con­creción para los sentidos de aquello que, por definición, parece
superarlo. ¿Por qué decimos parece? Por cuanto el concepto no puede
dejar de opo­nerse y a la vez realizarse en su contrario: cuando se hace
determinado, descendiendo a los hechos, se hace verdadera fuerza motriz
del todo, como quien dice, espíritu encarnado, percibido por los sentidos.
En sí misma, sin objetivación, el concepto no es realidad.

El arte es, pues, para este filósofo, que no tan sencillamente


se deja clasificar, el reino privilegiado de la plasmación del espíritu (con-
cepto-contenido) en forma fenoménica para los ojos y los oídos. Está por
encima de la naturaleza precisamente por ser creación humana, siendo
el hombre el único ser facultado para exteriorizar los ímpetus del espíri-
tu, concibién­dolos para su proyección fuera de sí, para sentirlos y luego
volverlos a llevar a los dominios del concepto, en un ir y venir de formas
y contenidos, obje­tos artísticos sensibles y conceptos, emanados de indi-
viduos creadores:
“Lo bello del arte es la belleza nacida y renacida del espíritu
(...) En verdad, lo superior del espíritu y de su belleza artística sobre la
Ensayos

13 Citado por Schrader, 1988: 62-63 (la traducción es mía).


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naturaleza no es algo pura­mente relativo. Más bien, el espíritu es por pri-
mera vez lo verdadero, que lo abarca todo en sí, de modo que cualquier
cosa bella sólo es auténticamente bella como partí­cipe de esto superior y
engendrada por ello” ( Hegel, 1989: 10).

Hegel, el primer pensador de Occidente que concentró su aten-


ción, siendo un erudito en lo concerniente a lo propio de su civilización,
en la riqueza del arte oriental, no hubiera tenido nada en contra de que
relacionemos su visión estética con las películas de eximios directores ja-
poneses. Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi, los tres cineas-
tas clásicos más respetados de esta cinematografía, amén de otros que
siguen dando de qué hablar, impresionan nuestros sentidos, dejando en-
trever una espiritualidad que no es cristiana, pero que en nada se opone
a sus valores primordiales.

Ozu, por ejemplo, un maestro de las pequeñeces, de la mayor


humildad en actitud y estilo, habló de la importancia de la familia y de
las tradiciones, de una forma muy elocuente. Personajes sentados en el
suelo a la usanza de su pueblo, encerrados entre cuatro paredes, con una
cámara permanentemente estática, emplazada desde el suelo, a la altura
de ellos; exteriores, que ambientan el diario trasegar, reducidos a lo míni-
mo necesario para dibujar las líneas de su paraje existencial, nos ponen
en contacto con un ser, asociado a la espiritualidad trascendental que se
resiste a los embates del tiempo, por crudos y descarnados que sean.

Respetuoso, como su país, de las huellas imborrables de los


antepasados, Ozu estampó en conmovedoras imágenes, casi de sagrado
relicario, la perennidad del espíritu, su superioridad sobre los cambios
sociales y naturales. El proceso de desintegración de una familia, uno de
sus temas favoritos, es presentado con todos los aires de espiritualización
hegeliana de lo sensible-inmediato en una de sus obras maestras, Una
historia de Tokio (1953).

Por su parte, Kurosawa nos regaló las que son, muy probable-
mente, para hablar apenas de uno de los aspectos de su gran obra, las
más bellas imágenes de la muerte, de cadáveres insepultos, que el cine
nos haya mostrado. Odios feroces, rapiñas impenitentes por el poder, se
traducen en esa orgía de destrucción que presenciamos en Kagemusha
(1980) y Ran (1985); los hombres yacen por pilas, en el esplendor de su
Sobre el cine y sus hermanas

juventud venido a menos por la destrucción irrefrenable de las pasiones,


y los hilillos de sangre que corren por sus lívidas facciones traen a cuento
la dignidad única del hombre, su espiritualidad que se resiste a desapa-
recer. Desde el punto de vista del cielo, como lo quería el director, vemos
frecuentemente, en sus películas, un poderío de la muerte que nunca llega
a ser total: nobleza y belleza de cuerpos y sueños de individuos superio-
res, los que le hacen frente al freno de la devastación, nos devuelven la
magnitud de un espíritu superior a los desafíos de la muerte. Lo sensible,
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presidido por el cielo y representado abajo por los escombros terrenos,
traduce ese concepto una y otra vez resucitado: la invencible dinámica y
nobleza de la vida.

Dialéctica en la construcción dramática

Entre la totalidad de los directores cinematográficos, ninguno


se ocu­pó tan seriamente de estudiar los vínculos entre dialéctica, materia-
lismo his­tórico-conflicto dramático, como Serguei Eisenstein. Este director
llegó a erigir un completo y muy consistente sistema teórico para ver el
cine, el cual asimiló por excelencia al concepto de montaje. Atracción-
colisión, imagen­-choque, metáfora-oposición, son parejas de articula-
ción visual y sonora cuyo discurso adquiere sentido en cuanto el cine es
montaje, es decir, relación-conflicto entre distintos planos, como unidades
técnicas y de significación esenciales, al igual que entre todos los diversos
componentes del lenguaje fílmico. En los fenómenos, contrapuestos en
imágenes y sonidos, veía la rea­lidad en toda su esencia.

Eisenstein nutrió su sistema, ante todo, de la dialéctica hege-


liana puesta patas arriba por el marxismo, llevando hasta las últimas
consecuen­cias todos los dictados filosóficos e ideológicos de este último,
acreditado por sus autores, Marx, Engels y Lenin, como materialismo dia-
léctico e histórico. Así, la ilustración de tesis surgidas de éste –formación
social, modo de producción, relaciones de producción, plusvalía, lucha
de clases, vanguardia del proletariado o partido leninista, aparato estatal
del poder de clase, dic­tadura del proletariado, revolución social, superes-
tructura como expresión de una ideología dominante, etc.–, fue llevada a
cabo por el cineasta ruso de la era soviética con una consecuencia rayana
en el exceso. Ello a juzgar por la reacción del régimen al cual sirvió con
un indeclinable compromiso de militancia, pues éste acabó por condenar
sus intentos expresivos calificándolos, bien de abstractos e incomprensi-
bles –La línea general (1929) y La pradera de Bezhin (1935-37)–, bien
de psicologizantes, individualizantes y “pequeño-burgueses” en extremo,
apartados de la asunción social –lucha de clases– ,como en los dramas
históricos –Iván el Terrible (1945)–. En resumidas cuentas, la penúltima
de estas cintas fue destruida por dicho régimen, mien­tras que la segunda
parte de Iván... fue prohibida personalmente por Stalin.

Tal represión, por parte del Estado soviético al que fuera su más
insigne cineasta, evidencia el hecho irrefutable de que el marxismo, por su
propia naturaleza de doctrina sesgada y autoritaria, radicalmente antide-
mocrática (aunque se diga comúnmente lo contrario), en ma­nos de todos
los proyectos políticos que han implementado hasta ahora sus modelos
de comprensión de la realidad, ha degenerado en tota­litarismo y férrea
Ensayos

censura a la libertad artística. Lo más lamentable es que sus rivales en


tiempos de la pasada guerra fría, los de índole capitalista, hoy triunfantes
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y dominantes, no ven en el arte otra cosa que una mercancía, despojada
de cualquier vida u origen espiritual. Eisenstein, quien sufriera las vicisitu-
des de ambos órdenes de ideas, pues también estuvo en Hollywood algún
tiempo, atestigua, de primera mano, lo doloroso del tratamiento social
moderno a la obra artística, fatal desenlace de la degradación moral y, a
la vez, del descentrado racionalismo, los cuales están en las raíces de la
actual civilización. Algo que ya temían los artistas románticos, una de cu-
yas bocas más representativas, la de Schiller, clamaba por una remozada
educación estética de la humanidad, la de su verdadera liberación.

Lejos de nuestros fines el tratar de agotar un tema sobre el cual,


por lo demás, se ha escrito bastante, aunque pocas veces tan bien como
lo hizo Walter Benjamin. Lo que deseamos subrayar aquí es lo provechoso
del matrimonio cine-filosofía, unido a una versión positiva del realismo,
en esta ocasión materialista que, como anillo al dedo, confirma Eisenstein
(1977: 51 - 52) con estas palabras:

“El camarada Razumovsky escribía: ‘Según Marx y Engels, el


sistema dialéctico es solamente la reproducción consciente del curso
dialéctico (substancia) de los acontecimientos externos del mundo’. De
este modo: la proyección del sistema dialéctico de las cosas dentro del
cerebro, dentro de la creación abstractivamente, dentro del proceso del
pensamiento, produce: los métodos dialécticos del pensamiento, el mate-
rialismo histórico: filosofía.

“Y también: la proyección del mismo sistema de cosas al crear


concretamente, al dar forma, produce: arte.

“El fundamento de esta filosofía es un concepto dinámico de las


cosas: el ser como una constante evolución que proviene de la interacción
recíproca de dos opuestos contradictorios.

“La síntesis, que surge de la oposición entre la tesis y la antítesis.

“Una comprensión dinámica de las cosas es también básica,


en el mismo grado, para un correcto entendimiento del arte y de todas
las formas artísticas. En el terreno del arte, este principio dialéctico está
sintetizado en el conflicto como el principio fundamental para la existencia
de todas las obras y de todas las formas de arte.
Sobre el cine y sus hermanas

Pues el arte es siempre un conflicto.


A) conforme a su misión social;
B) conforme a su naturaleza;
C) conforme a su metodología”.
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Tragedia familiar e histórica

Relacionado con posiciones marxistas, mas, a la larga, indepen-


diente de ellas, por la raigambre profunda de su estética, está el cine de
Luchino Visconti. Esta figura, la de otro gigante del cine, emerge de las filas
del movimiento neorrealista italiano, para sumergirse luego en los anales
del melodrama, la ópera y la música clásica en general, la novela histórica
y la tragedia de nuevo cuño, influencias todas que su personalidad agrupó
en los inconfundibles trazos de una espléndida puesta en escena.

De todas éstas, es la presencia de la tragedia la que más se


siente en sus películas, tragedia familiar como la de Rocco y sus hermanos
(1960), incursión en el desmoronamiento de una familia de provincia
dividida en medio de la pujante ciudad industrial, epicentro de miserias
sin cuento; o la de Grupo de familia (1975), fértil prolongación de la
primera, girando en ella el conflicto alrededor de una familia acomodada
que entabla amistad con un solitario y generoso profesor de arte. Tragedia
histórica, en la cual el fracaso de los sentimientos y expectativas más per-
sonales de sus persona­jes protagonistas está atado a las modificaciones
históricas de una sociedad, tal como lo vemos en Senso (1954), El gato-
pardo (1963) y Ludwig (1973). Tragedia de la crisis de una concepción
del mundo, de una estética y del deseo erótico en el caso de Muerte en
Venecia (1971).

Tampoco pretendemos, a estas alturas, hacer una disquisición


relativa al género trágico. Abundan los estudios sobre el particular. No
sobra, eso sí, señalar que, claro, de la original tragedia griega sólo perdu-
ran, en las películas de Visconti y otros ejemplos, tanto del cine como del
drama tea­tral, algunos elementos, aunque esenciales, pese a la pérdida
del mito. El ya mencionado Dreyer, por otro lado, intentó dar gestación
a una tragedia ci­nematográfica cristiana, dejando constancia de ello en
sus películas y escritos, así como el joven Nietzche creía encontrar en los
dramas musicales de Wagner la tragedia revivida. No fue, entonces, el
director italiano el primero en vol­ver sobre los pasos del pathos ático.

El propio Visconti se habría sentido aludido por estos trozos de


la obra de Schopenhauer (1950), uno de los maestros de Nietzche, los
cuales atañen mucho a una definición de lo trágico:

“Tanto sobre la mayor impresión que produce sobre el especta-


dor como por sus grandes dificultades, se considera con razón la tragedia
como el género poético más elevado. Para comprender bien el conjunto
de las reflexiones hechas en este libro, conviene observar que el fin de
esa labor suprema del genio poético es mostrarnos el as­pecto terrible
de la vida, los dolores sin número, las angustias de la humanidad, el
Ensayos

triunfo de los malos, el vergonzoso dominio del azar y el fracaso a que


fatalmente están con­denados el justo y el inocente, lo que nos suministra
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una indicación importante sobre la naturaleza del mundo y de la vida. La
tragedia nos representa el triunfo de la voluntad consigo misma en todo su
horror y en el desarrollo más completo del grado supremo de objetivación.
Y nos presenta este cuadro, ya provengan nuestros errores del azar o del
error que gobiernan el mundo bajo forma de fatalidad y con tal per­fidia
que tiene todas las apariencias de una persecución personal deliberada, ya
tengan su origen en la misma voluntad humana, en los proyectos y esfuer-
zos individuales que se entrecruzan y combaten, o en la malicia y estupidez
de la mayor parte de los mor­tales. Una y la misma voluntad es la que vive
y se manifiesta en todos; pero sus ma­nifestaciones luchan y se destrozan
entre sí”. El filósofo citado concibe la voluntad como la fuerza ciega, sin
finalidades racionales, que gobierna el universo, un ímpetu de caracterís-
ticas arrolladoras que arrastra a todos los seres sin sentido ni obstáculos.
Respecto al arte, nos dice que cada una de sus expresiones representa un
grado de objetivación de la voluntad, que su metafísica cobija en ideas
platónicas, modelos eternos de la realidad sensible. Quizá Visconti no era
tan pesimista como este pensador, pero lo cierto es que, de forma indirecta,
aparentemente sin percatarse de ello (al menos, no nos lo dan a entender
sus biógrafos, hasta donde sepamos), le era deudor en un aspecto más, el
de la música. Melómano consumado, intérprete –no público– del violpn-
chelo, hijo de una mujer que no tocaba mal el piano, el autor de Muerte
en Venecia hacía del flujo musical de sus bandas sonoras una corriente
sustancial del caudal pasional de sus obras, a ratos subterránea, a ratos
muy enérgica, en un mano a mano de marca mayor con la imagen. La
música de Gustav Mahler en esta película es muy relevante, hasta el punto
de que su personaje hace las veces, no explícitamente, de este compositor;
mientras la de Anton Bruckner en Senso recoge los secretos más ocultos de
un derrumbe pasional, cumpliendo un rol idéntico la de César Franck que
se escucha en La vaga estrella de la Osa Mayor (1965).

No nos olvidemos de que, según Niestzche en El origen de la


tragedia este género era inicialmente música y sólo música, la entonada
por ­el sacerdote y el pueblo en los rituales dionisíacos, que se desplazó
hacia la estilización poética de personajes y coro en la tragedia ática. De
la música afirmaba también Schopenhauer que “se refiere a la esencia
interior del mundo y de nuestro yo” (Idem: 487) y es “un lenguaje dotado
del grado ‘sumo de universalidad’” (Idem: 482). En su jerarquización de
las artes, le concedía a la música la corona porque ésta encierra en sí, no
las Ideas, sino la propia existencia del mundo y de nuestro yo, “es una ob-
Sobre el cine y sus hermanas

jetivación tan inmediata y una imagen tan acabada de la voluntad como


el mundo mismo y hasta podemos decir como son las Ideas...” (Idem:
485), llegando al corolario de que la música podría incluso darse sin el
universo porque de por sí configura uno en su globalidad (el universo
mismo). La filiación romántica de Schopenhauer lo hacía declarar asimis-
mo que “la obra del genio consiste en la invención de la melodía, en el
descubrimiento de los más profundos secretos de la voluntad humana”
(Idem: 477- 478).
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La música en la obra de Visconti adquiere las proporciones de
un continuum sustancial, próximo a la melodía infinita wagneriana; en va-
rios de sus filmes, no cesa de arrebatar nuestra atención para conducir no
ya sólo la mirada, sino también la audición hacia lo crucial, psicológica,
histórica y ontológicamente hablando, del acontecer trágico:

“(...) en la tragedia hasta los caracteres más nobles renuncian,


tras cruentos combates y prolongados dolores, a los fines que hasta en-
tonces habían perseguido. Vemos que sacrifican los goces de la vida, y
hasta se desembarazan voluntariamente y con gozo de la carga de la
vida” (Idem: 479).

Suerte semejante corren repetidamente los héroes de Visconti,


aun cuando las fuentes del melodrama y el realismo social, de las que
bebe abundantemente, nos hagan engañarnos acerca del rango del dra-
ma: “La tragedia más perfecta es la que nos presenta la desgracia como
un acontecimiento natural, familiar, constante” (Idem: 480).

Se deduce de lo anterior que la esencia de lo real, de acuerdo


con Schopenhauer y Nietzche, sale a flote en la tragedia, radicalmente
reformada, primero por la civilización cristiana y, más tarde, por Viscon-
ti, a partir de sus antecedentes neorrealistas, esencia que es para todos
ellos dolor. De la tragedia, para finalizar, sostiene el historiador del drama
Alardyce Nicoll que murió en su cuerpo, sobreviviendo sin embargo sus
claves espirituales en las situaciones límite de los más grandes dramatur-
gos occidentales y universales.

Dinámica de lo existencial

Más arriba abordábamos el tema de Heidegger y su estudio onto-


lógico de lo existencial. Una ejemplificación cinematográfica de ello, aunque
más familiarizada con el enfoque de Albert Camus, admirador del filósofo
alemán, hallamos en la obra de Michelangelo Antonioni. Algunas de sus
películas, v. gr. La aventura (1960), La noche (1961) y el El eclipse (1962),
trilogía que se constituyó en hito del cine contemporáneo, al igual que El de-
sierto rojo (1964), Blow up (1966) y El pasajero (1975), mantendrían puntos
de contacto con el escritor por ese sin sentido de la existencia que el hombre
encara a través de la rebeldía, un resistirse a aceptarlo, el cual desemboca en
el crítico sobreponerse a la nada, a sabiendas de lo inútil del desafío a ésta,
de los personajes de ambos. Confluiría así el mundo de An­tonioni con aque-
lla argumentación filosófica de Camus en su notabilísimo texto de juventud El
mito de Sísifo), del cual extractamos algo que parece estar escrito con letras
de molde en las películas del cineasta italiano:
Ensayos

“Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda li-


gado a ello para siempre. Un hombre sin esperanza y consciente de no te-
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nerla no pertenece ya al porvenir. Esto es natural. Pero es natural también
que haga esfuerzos por liberarse del universo que él mismo ha creado”
(Camus: 240).

La construccion audiovisual de la memoria

El mismo Heidegger (1995: 253 en adelante) puntualiza que


“el fundamento ontológico original de la existenciariedad del “ser ahí” es
la “temporalidad”, es decir, la historicidad. El hombre es un ser histórico y
sus productos culturales lo son siempre. Por eso, también el cine participa
de las delimitaciones y determinaciones del entorno de sus distintas épo-
cas, razón de más para considerarlo como memoria de los fenómenos de
la historia, cuyo cuidado y estudio son cruciales para la sociedad.

Todas las concepciones filosóficas repasadas, a vuelo de pájaro,


en este escrito, si bien han gozado de acogida, consciente o inconsciente-
mente, en la obra y declaraciones de los cineastas enumerados, tal como
ha quedado consignado antes, se han inscrito dentro de la historia del
arte cinematográfico, atestiguando su irreductible ligazón al pensamiento
estético, parte de la filosofía, al igual que la del arte en general con éste.
La historicidad de las obras en cuestión, retomando idearios de muy larga
trayectoria o transplantando a la pantalla inquietudes coexistentes con el
hombre de hoy, ameritan su conservación y examen para entender que el
presente es el resultado de procesos históricos a los cuales es necesario
volver una y otra vez, pues dan luces en torno a las direcciones, nunca
unívocas ni unidimensionales, de la producción cultural que nos sentimos
llamados a continuar. Sean cuales fueren las propensiones de los múlti-
ples realismos metafísicos hacia la realidad del espíritu –Dios, las ideas o
un ser intemporal–, o de los realismos materialistas (identificados asimis-
mo como metafísicos por algunos) hacia la de la materia; sean positivas o
negativas, el cine, arte de los fenómenos en movimiento, en unos y otros
casos, nos ha enseñado mucho sobre la totalidad de ellos, matizados por
una gran variedad.

Cada obra aquí proyectada sobre la memoria, individual y so-


cial, siendo expresión viva de un pensamiento, ya esté aislado o sistema-
tizado, entra a hacer parte del patrimonio histórico. De ello no podemos
prescindir aunque queramos, tanto más cuanto que todas poseen valores
Sobre el cine y sus hermanas

suficientemente ponderados por los analistas del cine. Idealismos y espi-


ritualidad, materialismos y perspectivas fenomenológico-existenciales, co-
rrientes enraizadas comúnmente por Ferrater Mora en la órbita genérica
del realismo, han sido cartas de navegación de un arte que ha mostrado
con maestría la dignidad del hombre en su diaria integración a la historia.
Memorizar, pues, la diligencia con que unos y otros han sido representa-
dos por los cineastas, ha sido un trabajo prioritario, no únicamente para
los investigadores del séptimo arte, sino también para los de la filosofía
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y el amplio espectro de las ciencias sociales, de lo cual poseemos, por
fortuna, copiosa bibliografía. El cine, quizá con mayor énfasis que todas
las demás artes del pasado milenio, nos ha representado brillantemente
al hombre histórico. Lo seguirá hacien­do, ahora con el concurso de la
tecnología electrónica y digital. La memoria de sus conquistas es, simul-
táneamente, memoria de la vida social e histórica en general. De esta
última sabemos mucho gracias al realismo cinematográ­fico que Bazin
dilucidó felizmente.

Si Heidegger (1998: 40) indica que “la belleza es uno de los


modos de presentarse la verdad como desocultamiento”, pertinente es el
estudio de todas esas verdades emanadas de la pantalla grande. “El arte
es un llegar a ser y acontecer de la verdad” (Idem) ; filosofía, ciencia, arte
–Hegel agregaba: reli­gión– luchan por penetrar en la verdad, lo común
a las búsquedas de todas estas instancias del conocimiento. La verdad
del hombre en la historia se ofrece a ellas a través, entre otros, del cine,
medio óptimo de nuestra época para dichas indagaciones: lo fue en el
siglo XX, lo será en el nuevo milenio.

El caso colombiano

Nuestra cinematografía, pequeña mas no insignificante, ha es-


crito audiovisualmente una memoria de la mentalidad y cultura naciona-
les que, desgraciadamente, no ha sido investigada lo bastante como para
tener en la actualidad balances críticos exhaustivos. El texto de mayor
envergadura en ese sentido es la Historia del cine colombiano, de Hernan-
do Martínez Pardo (1998), el cual, por abarcar solamente el período que
llega hasta los años setenta, requiere de complementos urgentes. Quien
escribe estas líneas ha procurado hacerlos en dos monografías: El cine
y el video colombianos de finales de siglo, 1980-1994, y Tres cineastas
colombianos: Jorge Echeverri, Óscar Campo y Luis Ospina14, siendo esta
última una reflexión más por­menorizada y reciente de aspectos tratados
en la primera. Hay otros pocos materiales bibliográficos en los que se
pretende llenar los numerosos vacíos de los cuales adolece el trabajo
crítico nacional, muy limitado por los criterios y visiones de quienes tienen
la responsabilidad de emprenderlos.

Nos falta una orientación más consciente de los puntos de vis-


ta estéticos que permita disponer de un diagnóstico metodológicamente
justificado del terreno en el cual confluyen las obras y las ideas, el carácter

14 El primero de estos textos, fruto de una Beca de Colcultura,


otorgada en 1993, se encuentra en los archivos del Ministerio de Cultura,
Sección de Becas, al igual que en la biblioteca de la Fundación Patrimonio
Ensayos

Fílmico Colombiano. Tres cineastas colombianos (1999), por su parte,


puede consultarse en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional.
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realista del cine y las diferentes visiones de las realidades humanas. No obs-
tante, una recopilación intensa de las películas producidas en el país, por
parte Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, ha facilitado enormemen-
te, durante las dos décadas anteriores, la realización de tales propósitos.

En cuanto al escarbar del cine en la memoria histórica de la


nación, misión altamente valiosa de toda cinematografía, la nuestra, en el
contexto de una cultura enfermizamente dominada por el olvido, parece
marchar, con unas cuantas honrosas excepciones, por la vía de la amne-
sia generalizada.

Imperativo categórico para los cineastas es el de construirla, o


reconstruirla, con el fin de reflejar una idiosincrasia cuyos moldes no pue-
den encasillarse exclusivamente en la frivolidad y la inexistencia de ambi-
ciones artísticas o intelectuales. Los padecimientos, tanto de una educa-
ción, que el capital grupo de la revista Mito calificó en los cincuenta de
farsa (las cosas no han cambiado mucho), como de una política cultural
anacrónica, afectan claramente los pasos de cojo del audiovisual colom-
biano, entendiendo por ello el hecho de que ahora no puede juzgarse el
cine independientemente de la televisión o el vídeo.

En El origen de la obra de arte, Martin Heidegger (1998: 54


– 55) plantea que:

“La esencia del arte es poema. La esencia del poema es sin


embargo la fundación de la verdad. Entendemos este fundar en tres senti-
dos: fundar en el sentido de donar, fundar en el sentido de fundamentar y
fundar en el sentido de comenzar. Pero la fundación sólo es efectivamente
real en el cuidado. Por eso, a cada modo de fundación corresponde un
modo de cuidado (...).

“El proyecto poético de la verdad que se establece en la obra


como figura, tampoco se ve nunca consumado en el vacío y lo indeter-
minado. Lo que ocurre es que la verdad se ve arrojada en la obra a los
futuros cuidadores, esto es, a una humanidad histórica. Ahora bien, lo
arrojado no es nunca una desmesurada exigencia arbitraria. El proyecto
verdaderamente poético es la apertura de aquello en lo que el Dasein ya
ha sido arrojado como ser histórico. Aquello es la tierra y, para un pueblo
histórico, su tierra, el fundamento que se cierra a sí mismo, sobre el que
Sobre el cine y sus hermanas

reposa con todo lo que ya es, pero que permanece oculto a sus propios
ojos. Pero es su mundo el que reina a partir de la relación del Dasein con
el desocultamiento del ser. Por eso, todo lo que le ha sido dado al ser
humano debe ser extraído en el proyecto fuera del fundamento cerrado
y establecido expresamente sobre él. Sólo así será fundado como funda-
mento que soporta.
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“Por ser dicha extracción, toda creación es una forma de sacar
fuera (como sacar agua de la fuente). Claro que el subjetivismo moderno
malinterpreta de inmediato lo creado en el sentido del genial resultado
logrado por el sujeto soberano. La fundación de la verdad no sólo es fun-
dación en el sentido de la libre donación, sino también en el sentido de
ese fundar que pone el fundamento. El proyecto poético viene de la nada
desde la perspectiva de que nunca toma su don de entre lo corriente y
conocido hasta ahora. Sin embargo, nunca viene de la nada, en la medi-
da en que aquello proyectado por él, sólo es la propia determinación del
Dasein histórico que se mantenía oculta.

“La donación y fundamentación tienen el carácter no mediado


de aquello que llamamos inicio. Ahora bien, el carácter no mediado del
inicio, lo característico del salto fuera de lo que no es mediable, no sólo
no excluye, sino que incluye que sea el inicio el que se prepare durante
más tiempo y pasando completamente inadvertido. El auténtico inicio es
siempre, como salto, un salto previo en el que todo lo venidero ya ha
sido dejado atrás en el salto, aunque sea como algo velado. El inicio ya
contiene de modo oculto el final. Desde luego, el auténtico inicio nunca
tiene el carácter pri­merizo de lo primitivo. La primitivo carece siempre de
futuro por el hecho de carecer de ese salto y salto previo que donan y
fundamentan. Es incapaz de liberar algo fuera de sí, porque no contiene
nada fuera de aquello en lo que el mismo está atrapado.

“Por el contrario, el inicio siempre contiene la plenitud no abier-


ta de lo inseguro, esto es, del combate con lo seguro. El arte como poema
es fundación en el tercer sen­tido de provocación de la lucha de la verdad,
esto es, fundación como inicio. Siempre que, como ente mismo, lo ente
en su totalidad exige la fundamentación en la apertura, el arte alcanza su
esencia histórica en tanto que fundación”.

Sería una verdad de perogrullo sentenciar que la cultura colom-


biana ya ha tenido un inicio. Pero en buena medida sigue oculto, por lo
menos en lo tocante al audiovisual. Hay que abrirlo para reencontrar sus
fundamen­tos, solidificándolos hacia un porvenir más digno para nuestros
ciudadanos, el cual no estriba sólo en las metas económicas, por lo de-
más harto maltra­tadas (ello lo vio proféticamente el poeta Jorge Gaitán
Durán). También hay que cuidarlo para combatir el olvido. Es preciso des­
prenderse del egocentrismo que nos distingue, muy especialmente a los
artistas, si se quiere donar a un país –agobiado por la violencia, la injus­
ticia y la mediocridad de fines–, obras fundadoras de identidad histórica,
fundamentos de solidaridad social para dejar atrás nuestra crisis.

Es por eso que nos hemos propuesto llevar a la práctica el pro-


yecto audiovisual Memoria, una serie de realizaciones en el formato del
Ensayos

vídeo, cuyo objetivo es el de representar al ser histórico del colombiano


con una mirada desde el presente hacia el pasado, que comprenda los
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funda­mentos de nuestra cultura en sus diferentes ámbitos, realizaciones
que po­drían apuntar, como granitos de arena, en la dirección de una
patria mejor para todos espiritualmente15.

Campanada aristotélica final

Revisando este escrito un tiempo después de su publicación, no


puedo menos que hacer explícito algo que siempre tuve en mente duran-
te su redacción y desgraciadamente nunca plasmé sobre el papel. Si se
trata de relaciones de la filosofía con el cine, ningún filósofo ha influido
tan profundamente con sus ideas sobre la pantalla como Aristóteles. Sus
planteamientos sobre la construcción y el personaje trágicos, la épica y la
comedia, no sólo encuentran eco en el drama clásico, sino en lo que Da-
vid Bordwell llama tan atinadamente el relato canónico cinematográfico,
el cual se reproduce en miles de películas con miles de variantes.

Su concepción del arte como mímesis, imitación de la realidad,


está detrás de las formualciones de Bazin y de sus émulos. No sin razón
Rohmer confiesa ser un viejo aristotélico. Es una parte no más, cuántas
veces se ha dicho, de su considerable presencia en el tomismo. Es, en
última instancia, la raíz indiscutible de todo realismo, desde el más espi-
ritual (no olvidemos que Aristóteles es el primer artífice consciente de una
ciencia metafísica y teológica), hasta el más materialista (deja en todos los
materialismos la impronta de sus tan exactas taxonomías en la descripción
de lo real empírico). Sus observaciones sobre lo verosímil en la Poética,
por ejemplo, como panacea exterior del realismo, cuyo fondo más rico en
destellos está en la habilidad con que el poeta hace pasar lo inverosímil
por verosímil, sentencia en la que se podría resumir todo el virtuosismo de
un Alfred Hitchcock, es algo que estará dirigido siempre a los mejores en
el oficio de la representación, sea cual fuere la materia del arte y la época
de su actividad.

Que el fundador peripatético me perdone desde su tumba. Es que


es tan indispenable, que por eso lo olvidamos los muy débiles humanos, así
como tan frecuente y desastradamente olvidamos a los padres. Él ha sido
guía primordial, tanto como de Alejandro, en mis batallas por la dignificación
del cine –que tan difícilmente ha pasado a ser parte de la cultura universal, de
acuerdo con Christian Metz–, en la práctica y en un pensamiento.
Sobre el cine y sus hermanas

Puedes descansar tranquilo, glorioso estagirita. Tú fuiste el pri-


mero en hacer comunes los rigores del filósofo con los del poeta, reco-

15 Para disponer de un marco teórico muy pertinente, referido a la


experiencia del director italiano Roberto Rossellini, se recomienda leer mi
artículo “Actividad del proyecto educativo de Roberto Rossellini” (Caicedo,
1998-1999: 98-99).
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nociéndole a éste toda su libertad creadora, de la cual partiste para tu
concepción del arte, pues, aunque no se te haya entendido muchas veces,
no pretendiste imponerle nada, sino que te limitaste a describir cómo ope-
ra el talento cuando acoge la disciplina del orden constructor, sin aban-
donar jamás esa libertad e inspiración, que tienen tanto de inexplicable e
irracional, según las explicaciones que te dio tu incomparable maestro, y
cómo los modelos dramáticos y narrativos más grandes seguirán siendo
siempre los de tu patria. Yo también, al igual que Rohmer, me declaro una
humilde pieza de tu escuela.

Ensayos, Revista del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Facultad


de Artes de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá; Número 6, Año
VI; 2000-2001. El texto fue redactado sobre la base de una conferencia dictada
como parte de la Cátedra Manuel Ancízar de la Universidad, en el segundo se-
mestre del 2000. Revisado (Campanada Aristotélica) en mayo de 2004.

Quisiera agregar hoy a este texto dos cosas: La primera es que mi


admiración por Aristóteles se ha hecho extensiva a su Ética a Nicómaco, su Política
y su gran Metafísica, textos que decidí estudiar a fondo hace poco. A ello, aunque
parezca mentira, me han llevado mis reflexiones sobre el cine, sobre todo las que
hice en mi primer libro (como compilador y ensayista principal), Movimientos y
Renovación en el Cine (Universidad Central y Grupo Movimiento, 2005). La se-
gunda es que del proyecto Memoria, al cual quise vincular en un momento dado,
a otros realizadores, sólo ha sido posible realizar hasta ahora un primer esbozo
documental audiovisual de mi autoría, Los Tambores de Arturo (2003), inspirado
en la obra de Aurelio Arturo, junto con Silva y Pombo, el más grande de los poetas
colombianos

Las afinidades electivas entre el cine y la música

HabIar de música es hablar de un todo, cósmico y humano. Se


ha­ dicho que este arte nació como expresión de los movimientos acom-
pasados, regularmente dados, del trabajo del hombre en sus instancias
­primitivas. Los esfuerzos por la sobrevivencia, consistentes en un domi­nio
relativo sobre las fuerzas de la naturaleza, delimitados y organizados a
partir de una actividad física reiterada, con unas constantes de acción
precisadas de acuerdo con las diferentes etapas del proceso de trabajo,
también diversificado por sus funciones, encaminaron la lucha para la
satisfacción de las necesidades materiales. Así, hasta hoy, en todo trabajo
perduran las huelIas de este nexo ancestral entre el movimiento de unos
miembros, que no excluye el mental sino que está supeditado a él, y su
recreación artística abstracta como música.

Se ha señalado, asimismo, que aquella relatividad en la subyu-


gación de la naturaleza, la conciencia de unas limitaciones, del azar y el
Ensayos

poderío de fuerzas ingobernables por la voluntad, engendró en el hombre


la idea del culto a lo superior, sobrenatural y desconocido, los mitos y
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las religiones. La antropología estructural, por ejemplo, brinda estu­dios
dignos de consideración al respecto. Sea cual fuere la interpretación, his-
toricista o inmanentista, por así decirlo, del ámbito religioso, lo cierto es
que su vía natural de manifestación, la más característica y preciada, por
las emociones indelebles que mueve en el alma del creyente o fiel, se
encuentra en la música. Dios o los dioses, la natura­leza potente traducida
en animismo, la comunicación con los seres humanos superdotados que
desde la eternidad intervienen aliviando las miserias de la vida terrena, el
diálogo con los espíritus de las tinieblas o de la luz, la invocación de los
antepasados privilegiados por su proximidad feliz a las verdades trascen-
dentes, todo ello, en fin, ya sea a través de rituales socializados, cultural-
mente establecidos, ya por la convicción íntima, interiorizada en lo más
secreto e intransferible del individuo, posee una exteriorización musical
altamente estimada, insustituible por el grado de autenticidad y elevación
al que llevan los sentimientos del hombre religioso. La música parece ser
la voz más autorizada de la religión, la más sincera, la más social, en la
medida en que nada identifica mejor la idea de comunidad creyente que
el canto unánime, la profesión de una fe determinada por intermedio de
una música igualmente particularizada. En el himno religioso, observaba
Hegel, educado en la tradición de las corales luteranas, el hombre se
encuentra a un paso de un saber absoluto que sólo se le escapa por no
conceptualizar el espíritu hasta las cimas de la filosofía.

El conflicto entre los hombres, que bíblicamente brotó de la


so­berbia y de la envidia y, según los materialistas, del afán de expandir
mercados o adquirir más fácilmente las materias primas, a más de otras
razones semejantes, degeneró en antagonismos perpetuos cuyos puntos
culminantes son las guerras, las claves de la existencia humana para el
filósofo Hobbes. Allí, entre preparativos bélicos y movilización de comba-
tes, entre los persas dolorosamente derrotados que Esquilo inmortaliza y
los triunfantes ejércitos de las potencias aliadas vencedoras en la Il Gue-
rra Mundial, cuyos contingentes desfilan ante multitudes entusiasmadas,
como lo muestra con tanta vehemencia el cine, siempre está presente la
música: los himnos nacionales, las marchas y canciones militares repre-
sentan la única faceta amable de la guerra, sin la cuál ésta quizá sería de-
masiado monstruosa como para ser admitida. De todos modos, la guerra
no sería lo que es sin la música.

Podría seguirse enunciando, indefinidamente, todo aquello que


Sobre el cine y sus hermanas

pa­ra el hombre es caro o fatalmente inevitable, y jamás podría pasarse


por alto el hecho de que es la música la que transmite su esencia, la
que consagra su valor despertando solidaridad, pasiones y emociones
colectivas, todo el mal y todo el bien posibles. Las uniones de las parejas,
la fertilidad de la mujer y de la tierra, los rituales y cortejos fúnebres, el
distensionamiento y el relajamiento que siguen a la fatiga o la rutina, el
peculiar encanto del mundo infantil, esto y lo de más allá, lo estrictamente
generacional y lo intemporal, tienen en común, infaliblemente, una carta
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de presentación, una legitimación convalidada a lo largo de los siglos,
que conlleva un vínculo inmediato, en el espíritu del oyente, superando
las fronteras nacionales, de una melodía con el carácter de un hecho: es
la música la que naturalmente lo refleja, la que le proporciona una vida
propia, actual y póstuma, en los corazones.

En su principal obra, El mundo como voluntad y representación,


Arthur Schopenhauer concibe la voluntad como la fuerza ciega, el ele-
mento vital por excelencia, el principio motor de todo lo existente, cuya
objetivación máxima –grado sumo de la realidad– está en las ideas. Den-
tro de la estética schopenhaueriana, el arte está llamado a re­presentar, de
la manera más perfecta, esas ideas, mientras que en la jerarquía de sus
géneros la música ocupa el primer lugar porque, en vez de ser portavoz
de las ideas, de distintos tipos de ideas, como la arquitectura, la pintura,
la poesía, etc., constituye la representación de la voluntad misma.

En sí, el concepto de voluntad es complejo, en este caso. Se


refiere a un impulso metafísico, creativo, pero también destructor, irracio-
nal, indeterminado, intemporal, unitario, –es uno para todas las formas
de Vida–, planteado sin ninguna relación con la casuística, el finalismo
o el moralismo con los que tradicionalmente se ha vinculado la noción
de voluntad. No nos detendremos en dicho concepto pues, para ello, el
lector debería conocer la totalidad del texto schopenhaueriano citado,
que para Borges contiene el descubrimiento del enigma más importante
del universo y para Wagner la revelación filosófica de las intenciones que
el genio romántico, en la febrilidad de su inconsciencia, no habría podi-
do dilucidar sin el discurso, poco académico pero muy clarividentemente
compendiado, del pensador alemán. Ello, aplicado visiblemente a la im-
ponente gestación de la tetralogía El Anillo del Nibelungo. Sin embargo,
para nuestros propósitos, la voluntad de Schopenhauer coincide comple-
tamente con lo que hemos venido denominando el todo. Afirma el autor
en el tercer volumen de El mundo cómo voluntad y representación, donde
edifica su estética:

“Las ideas (platónicas) constituyen la adecuada objetivación de


la voluntad. Estimular el conocimiento de estas Ideas por la representa-
ción de las cosas sin­gulares (pues no otra cosa es la obra de arte) es el
fin de todas las artes. Esta estimulación sólo es posible por una variación
en el sujeto que conoce. Por consiguiente, todas las artes sólo objetivan
la voluntad de una manera mediata, a saber: por medio de las ideas; y
comoquiera que nuestro mundo no es más que la manifestación de las
Ideas en la multiplicidad por medio del ingreso en el principium individua-
tionis (única forma posible del conocimiento del individuo como tal), la
música, que trasciende de las Ideas y es por completo independiente del
mundo fenomenal y aun lo ignora en absoluto, podría subsistir, en cierto
Ensayos

modo, aun cuando el mundo no existiese; lo que no se puede afirmar de


las demás artes. Por lo tanto, la música es una objetivación tan inmediata
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y una imagen tan acabada de la voluntad como el mundo mismo, y hasta
podemos decir como lo son las Ideas, cuya varia manifestación constituye
la universalidad de las cosas singulares.

“Por consiguiente, la música no es, en modo alguno, la copia


de las Ideas, sino la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por
las Ideas; por esto mismo el efecto de la música es mucho más poderoso
y penetrante que el de las otras artes, pues éstas sólo reproducen formas,
mientras que ella esencias” (Schopenhauer, 1950: 482-83).

Más adelante, el mismo filósofo asevera que la música

“…nunca expresa el fenómeno, sino la esencia interior, el en sí


de todo fenómeno, es decir, la voluntad. Por tanto no expresa este o aquel
determinado goce, ni tal o cual amargura o dolor, o terror o júbilo o alegría
o calma, sino estos sentimientos mismos, por decirlo así, en abstracto, su
esencia sin ningún atributo circunstancial, sin sus motivos siquiera”.

Añade luego: “Pues la música expresa siempre la quintaesencia


de la vida y de sus acontecimientos, nunca estos mismos, por lo que sus
diferencias no siempre la afectan”. Schopenhauer considera a la naturale-
za y a la música “como dos expresiones distintas de la misma cosa que es
el lazo de unión entre ambas” y por eso el musical es “un lenguaje dotado
del grado sumo de universalidad”.

Concluyentemente, resume su pensamiento sobre el tema del


modo siguiente:

“Todas las excitaciones, todos los esfuerzos posibles de la volun-


tad, todos aquellos procesos del espíritu del hombre que la razón arroja
en el molde ancho y negativo del concepto, son expresados por el infinito
número de melodías posibles, pero siempre en la generalidad de la forma
pura sin materia, siempre según el en sí, no según el fenómeno, alma
interior, por decirlo así, de los mismos, sin cuerpo” (Idem: 488).

De ello resulta que, siendo la voluntad el principio generador


del todo, siendo todo lo que es una forma de objetivación de la volun-
tad (la forma más alta, las ideas que, dentro de la metafísica platónica,
trascienden al mundo y al hombre en tanto verdadero ser; la más baja
Sobre el cine y sus hermanas

la de la naturaleza inorgánica) y siendo la música voluntad en la mayor


plenitud posible, ésta, en sus diferentes formas, da cuenta artísticamente
del todo y el ser mejor que cualquier otro producto humano. La música,
superando apariencias y transitoriedades, representa lo que es tanto
como es lo que representa, lo verdaderamente real de manera absolu-
tamente inmediata.
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La tragedia como construcción cimera de la unidad
de la voluntad en el todo

Nietzsche, partiendo de Schopenhauer, juzga la tragedia grie-


ga como la síntesis ideal que se construye entre los espíritus apolíneo
y dionisíaco con preeminencia, en los orígenes, de este último, el cual
arrastra el dolor primordial de la existencia, para ascender en embriaguez
compartida por los adoradores del dios del que surge el nombre del culto,
Dioniso, hacia la unión objetiva con el todo, con la voluntad indivisible,
suprimiendo toda individualidad. Tal unidad tiene su plano expresivo en
la música, la cual, al correr el tiempo histórico, se aúna a la poesía lírica,
pasando por la plasticidad armónica de la mirada de Apolo –el mundo
del ensueño, la ilusión de orden y belleza proporcionada apolíneos, que
finalmente degenera, según el mismo Nietzsche, en el moralismo socráti-
co-euripidiano, antesala del cristianismo– para configurar la construcción
trágica que, en sus comienzos, era música y sólo música. Aquella etapa
genealógicamente inicial de la tragedia la ligaba inseparablemente al
rito dionisíaco, en el cual el ditirambo descansaba en la conjunción con
la música, era música. La división posterior entre las partes individuales
(al principio mínimas, es más: una sola) y las corales que practican los
trágicos, se desprende de la estructura del solo sacerdotal articulado con
el canto del coro, ambos identificados para alabar a Dioniso en las cere-
monias orgiásticas de su alabanza.

Según Wagner (1975: 171), parece ser que la tragedia “se


desgajó muy pronto en dos partes principales, en el canto coral y en la
recitación dramá­tica que se convierte, a través de un curso in crescendo,
en melopeia”.

Nietzsche y Wagner, tan unidos en un principio (más tarde, ra­


dicalmente separados) por una admiración grande hacia Schopenhauer y
por el sueño de revivir la tragedia antigua, entendían la música tam­bién
como una instancia suprema en la revelación del élan vital cósmico. Por
ello, trataron de revestir los hábitos de sus profetas griegos.

Para el Nietzsche juvenil, militante incondicional del wagneris-


mo, de El origen de la tragedia, crear artísticamente significa la disolu­ción
del individuo en la totalidad de la voluntad viviente. El trágico en particu-
lar, siendo a la vez artista de la embriaguez dionisíaca y del ensueño plás-
tico apolíneo, este último apartado cada vez más de la verdad trágica, es
el primer eslabón en esta aspiración a la unidad definitiva:

“Así es como debemos considerarle cuando, exaltado por la


embriaguez dionisiaca hasta el místico renunciamiento de sí mismo, se
abandona solitario, se aparta de los coros delirantes y, por el poder del
Ensayos

ensueño apolíneo, su propio estado, es decir, su unidad, su identificación


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con las fuerzas primordiales más esenciales del mundo, se le revela como
una visión simbólica” ( Nietzsche, 1990: 28).

Sólo sumergiéndose en el mar avasallador de la música, el ar-


tista consigue dicha integración sin barreras al todo:

“El poeta lírico se identifica primeramente de una manera ab-


soluta con el Uno primordial, con su sufrimiento y sus contradicciones, y
reduce la imagen fiel de esta unidad primordial en cuanto música, por
lo que ésta ha podido ser cali­ficada, con razón, de reproducción, de
segundo vaciado del instinto; pero entonces, bajo la influencia apolínea
del sueño, ésta música se manifiesta a él de una manera sensible, visible
como un ´ensueño simbólico´” (Idem: 40 - 41).

Cuando se piensa en transmitir en palabras lo que dice la mú-


sica, o en la relación limitada, aparentemente subordinada, de la música
con un texto dramático, no se tarda en volver a Nietzsche, quien refrenda
la convicción de Schopenhauer:

“Tampoco al lenguaje Ie es posible llegar a agotar la univer-


salidad simbólica de la música, porque ésta es la expresión simbólica
de la lucha y del dolor primordiales en el corazón del Uno primordial, y
simboliza así un mundo que se cierne por encima de toda apariencia, y
que existía antes de todo fenómeno” (Idem: 48).

Si la armazón trágica como mayor monumento de la esfera


artística debe la mayor parte de sus cimientos a la música, el drama mu-
sical wagneriano (que no opera en el sentido tradicional) viene a ser una
transposición moderna de este pensamiento al teatro sin olvidar (prefigu-
ración del ritual del cine) que el maestro de Bayreuth no pierde de vista
el carácter religioso del arte así concebido: Parsifal se pre­senta como
un drama místico, solemne misterio escénico, como en la Edad Media
(Bühnenweithfestspiel); el teatro de la pequeña ciudad, construido bajo
las indicaciones del compositor, es el templo del culto al arte del futu-
ro; nace el wagnerismo como una suerte de religión; el mismo Wagner,
suerte de sacerdote vegetariano, con sus arrebatos regeneradores de la
humanidad, escribe y actúa, en sus últimos años, desenvolviéndose den-
tro de esa órbita de inquietudes. Tal visión que, por su íntima conexión
con el cristianismo (el tema del Grial remite necesariamente a la Pasión
Sobre el cine y sus hermanas

de Cristo), despierta la antipatía furibunda de Nietzsche, quien entendía


la religión de otro modo (Wagner, a sus ojos se había acercado dema-
siado a los débiles), visión de la que el autor del Zaratustra había sido el
primer apólogo, encuentra su arraigo en lo que Alfred Einstein llama el
sinfonismo wagneriano. La música, liberada de la esclavitud que la ponía
en función de libretos baladíes y de la tiranía del lucimiento del cantante,
ambos propios de la ópera que Wagner combatía, vuelve a ser el sustrato
del misterio, y el drama (religioso o cuasi-religioso), su eje cardinal, su raíz
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más profundamente sumida en el todo de la voluntad. Pretendiendo con-
tinuar el dramatismo sinfónico de Beethoven, el compositor de El Anillo...
lo insertará en la obra de arte total, dentro de cuyo diseño es su columna
vertebral. Por eso las voces de los cantantes en Wagner, por importantes
que sean, nunca opacan el sonido jalonador de la orquesta, ni mucho
menos se imponen sobre éste, de lo cual Wagner acusaba en crítica, tan
a menudo injusta, a la ópera italiana si se piensa por ejemplo en el Verdi
maduro o en el mejor Rossini. La melodía sinfónica infinita representa, al
fin y al cabo, el drama del infinito.

Pero la obra de Wagner no es más que una de las reconquistas


más preciadas del espíritu musical trágico. Tampoco en la Edad Media
el misterio y otras formas de dramatización habían estado al margen de
la música. Girando en torno a la Iglesia, todas ellas, transitando por los
caminos que conducían a Roma, parecían levantar la vista hacia el canto
gregoriano, guía número uno en la celebración –“dramáti­ca”– del culto.

De la liturgia católica decía Federico Fellini: “Me gustan su coreo-


grafía, sus representaciones inmutables e hipnóticas, las magníficas puestas
en escena...” (pág. 60 de Conversaciones con Fellini; veánse notas).
­
En el teatro isabelino –Hamlet, con sus actores vocingleros y
cantantes tan amados por el personaje, es una buena muestra–, y en
sus prolongaciones posteriores, dentro de las cuales sobresale la magna
figura de Henry Purcell, la mú­sica sigue lanzando sus destellos hacia la
escena, como los lanzará des­pués, hasta ahora, sobre ella, porque quizá
su separación del teatro no sea más que un artificio convencional. ¿Qué
decir de tanta música inci­dental compuesta para el teatro, del melodra-
ma, de la opereta, del ballet, de tantos géneros dramático- musicales que
actualmente vuelven a florecer con mayor ímpetu que en otras épocas?
Tal vez los griegos sólo hayan sido los primeros en detectar la naturaleza
de los vínculos de esta unión fraterna entre imágenes, palabras y música,
preclaro germen del cine como lo proclamaron cerebros eminentes de la
década del veinte, empezando por el siempre recordado Canudo.

Comienzos del cine: presencia por ausencia

Varios teóricos han sostenido con suficientes argumentos que


el cine mudo nunca fue mudo. La música estaba presente en las salas
de proyección de las películas silentes a manera de acompañamiento
vivo, sin que faltaran los compositores y los intérpretes habituales de un
oficio con­sistente en musicalizar para el nuevo arte (Paul Hindemith, como
violinista y violista, fue uno de ellos). Estas circunstancias, que todo el
mundo conoce, han motivado hoy una nostalgia creciente que ha llevado
Ensayos

a acontecimientos del espectáculo: la exhibición, con la música original


ejecutada por un pianista o una orquesta, de obras clásicas de aquel pe-
ríodo joven de las imágenes en movimiento. Éxito rotundo se anotó, por
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ejemplo, Carmine Coppola con su reposición fílmico mu­sical del Napo-
león (1927), de Abel Gance.

¿Qué necesidad tenía el cine mudo de la música? Habría que


subrayar, para empezar, el hecho de que la proyección de un filme reúne
todos los poderes y hechizos de un ritual. La sala oscura (la luz molestaría
e impediría la invocación de los actores ídolos; por eso, la caverna plató-
nica, escenario de la ilusión, se mantiene en las sombras, y sus habitantes,
en caso de que salgan de ella, quedan confundidos y anonadados por el
exceso de luz, algo parecido a lo que nos ocurre a veces al salir del cine);
la ceremonia, con trajes de gala, parafernalia y masas de fans a la entrada
de los templos del fotograma; la animada figura de los ídolos que mágica-
mente convocan a las masas a una entrega embriagadora e incondicional,
todo ello, como lo ha argumentado Edgar Morín en su excelente estudio El
cine o el hombre imaginario, hace del cine, desde su estadio de bebé, con
mayor tuerza entonces que ahora, un arte fundado en el rito, una forma –en
ocasiones angustiada–, de recuperar el pasado primitivo de la magia y la
religión. ¿Y cuándo es que, en los rituales, está ausente la música?

El torrente de emociones v sentimientos que irradiaba de la


pantalla silente requería, como también lo va a requerir la sonora, del
subtexto musical en cuanto potenciador, narcótico más fuerte, expresión
culminante e indefinible de ese torrente, el de la voluntad schopenhaua-
riana. Sin música, dicen muchos de los espectadores desprevenidos que
contemplan películas mudas con una banda sonora añadida, mucho
tiempo después, a la imagen original, éstas no serían lo que son, una
prolongación altamente tecnificada y socializada del imperio de Dioniso.

Por otra parte, hay un factor capital que escapa a la atención


de esos mismos espectadores, pero que ciertos vanguardistas de los veinte
y grandes cineastas tienen muy claro en su conciencia. Antes del sonido
incorporado a la cinta de celuloide, haciendo abstracción de la música
interpretada directamente en las salas, el lenguaje cinematográfico, en su
sola sucesión de imágenes secuencializadas, tiene mucho de musical. Es
arte del tiempo como la música, cuya duración se distribuye en unidades
rítmicas. Es ritmo. De ello se dan perfectamente cuenta directores como
David W. Griffith, el patriarca mayor, y King Vidor, en Hollywood; Murnau,
en Alemania; Eisenstein, en la desaparecida U.R.S.S., y Rene Clair, con
su Entreacto (Entreact 1924), en el que actúa su amigo Eric Satie. Griffith
Sobre el cine y sus hermanas

era un melómano consu­mado, se dice que tenía una de las discotecas


más copiosas y selectas de la nación del norte. Su célebre salvamento
en el último minuto, embrión del suspense posterior, puede ser apreciado
ya como ejemplo de factura polifónica a dos voces, ya como un allegro
inicial de sonata con dos temas expuestos, desarrollados y llevados hasta
el clímax de la coda con la maestría de un clásico vienés. Nos referimos,
desde luego, a los bloques narrativos de perseguidores y perseguidos, sal-
vadores e infractores que, por medio del montaje paralelo – creo recordar
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que el ilustre sureño, de temperamento victoriano, amaba a Mendelssohn,
consentido de la reina Victoria y los ingleses, romántico cultor del clasicis-
mo–, recogió en cosecha de la madurez cinematográfica.

Por su parte, King Vidor, en su autobiografía Hollywood al des-


nudo, habla de cómo hacía tocar tambores durante los rodajes, para que
los actores siguieran el ritmo conductor de la puesta en escena.

Discípulo de Griffith, este tejano laborioso y serio como pocos,


quien –a juzgar por las fotografías– nunca abandonó el sombrero propio
de su estado natal, fue uno de los primeros cineastas que, con la transi-
ción al sonoro, demostró que estaba preparado, con ojos y oídos, para
dar este paso. Aleluya (Hallelujah, 1929) es un filme precursor en el uso
creativo del sonido, lo cual se debe, en buena medida, a la música. Otro
tanto puede decirse del muy agudo y clarividente Réné Clair, quién en
Bajo los techos de París (Sous les Toits de Paris, 1930), con la experiencia
interdisciplinaria que había asimilado en el mudo –música, vanguardias
plásticas– subió el peldaño del sonido con gran soltura. Esta película, en
la que el pueblo parisino canta con amor, como un coro que articula imá-
genes, otorgándoles el más alto nivel de su sentido, es una obra musical
por excelencia.

Eisenstein, cuyo cerebro bullía con el acompañamiento incesan-


te de un bajo continuo, era un amante de las construcciones formales ma-
temáticas. Su escrito acerca de cómo hizo El acorazado Potemkin (1925),
lo hace tributario, no sólo de la dramaturgia clásica, sino de la música
a la manera platónica de La República, como una de las claves de la
formación humana que enseña orden, disciplina intelectual, pa­triotismo,
civismo, ética (recuérdense las preocupaciones de Paul Hin­demith) armo-
nía y paz interiores, garantes de lo mismo en la comu­nidad. Esto lo deci-
mos porque más tarde, durante el hito histórico de su colaboración con
Prokofiev, el director de El Acorazado... configurará espacios para dos de
las mayores partituras fílmicas que se conozcan, las de Alejandro Nevsky
(1938) e Iván, el Terrible (1945), siempre atendiendo al bien de Rusia y a
la elaboración de la obra de arte total wagneriana. Dirigiendo La Walkyria
en el teatro de ópera, Eisenstein corroborará que su rumbo artístico, como
el de Luchino Visconti, estaba presidido por la ópera, la ópera del pueblo
ruso en el país de Mussorgski, Rimski Korsakov, Chaikovski y Prokofiev,
maestros encumbrados del género.

Caso aparte es el de F. W. Murnau, otro de los genios de la era


del cine mudo, quien en la era del sonoro ya había dejado de existir. Refina-
do, sensible y culto, este director, uno de los maestros de Alfred Hitchcock16,
titulará significativamente a una de sus obras más excelsas Nosferatu, eine
Ensayos

16 Véase Spoto, 1988.


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Symphonie des Grauens (1922). Oportuno traer a cuento algo sobre la
personalidad de este hombre misterioso, esotérico y musical.

“Es probablemente el primer intelectual que se consagra a la


tarea del cine, el primero que, con plena conciencia, trata de inscribir la
obra de la pantalla en el ámbito teórico y práctico de la cultura. No puede
ser ajena a su labor creadora la formación que poseía en la rigurosa dis-
ciplina universitaria, que le dio el admirable rigor mental de que siempre
haría gala (y del que Hitchcock fue testigo en Alemania: este paréntesis
es nuestro). Era un hombre serio y solitario, como un poco distante, fino,
cortés, de modales refinados, meticuloso, incansable en la tarea, preocu-
pado para los problemas técnicos y estéticos, conver­sador, sensible e in-
genioso, con enorme peso de cultura, cargado de curiosidades, autoridad
en la historia de la pintura, sobre todo la alemana de los siglos XV y XVI,
pero sin asomo alguno de pedantería” (Fernández Cuenca, 1966: 12).

La cita biográfica no tendría utilidad alguna si no fuera porque


en las películas de Murnau todo lo precedente adquiere valor construc-
tivo y estructural, en las que Walter Rutmann, su colega y compatriota,
llamó sinfonías de imágenes. Murnau conocía divinamente el teatro de su
tiempo. Trabajó como actor para Max Reinhardt, insigne director atento
a cuanto sucedía en el campo de la música contemporánea –a Bartók
le propuso una colaboración infortunadamente truncada–, quien en sus
espectaculares puestas en escena –v. gr., Hamlet, mo­dernizado en un am-
plio estadio deportivo–, disponía de la música como uno de los efectos
dramáticos que más le interesaban. Reinhardt formó los mejores actores
expresionistas del cine mudo alemán y, de hecho, estuvo cerca de este
movimiento artístico, aunque no fue uno de sus representantes, quizá por-
que amaba demasiado la luz.

No es tampoco casual que los nombres de Arnold Schönberg


y Alban Berg hayan sido emparentados con el expresionismo: una misma
densidad, pues un mismo sobrecogimiento interior, una misma expresividad
desaforada, distinguen la labor de estos músicos antes y después de la pro-
mulgación, por parte de Schönberg, del dogma dodecafonista y serial.

Así eran los días brumosos, previos a la tormenta nazi, en los que
Murnau se educó, tan depresivos y agitados como propensos a la actividad
de mentes muy organizadas, al mejor estilo germano, para producir gritos
Sobre el cine y sus hermanas

angustiados. Si se observa con cuidado de su cine, se comprenderá que


sus compases fílmico-musicales, que superaron finalmente al expresionismo
con la objetividad austera del Kammerspielfilm, evolucionan dentro de la
atmósfera opresiva de una partitura schonbergiana. Sus dilataciones des-
piadadas del tempo, aunadas a una apropiación del espacio que pone al
montaje cinematográfico en un segundo plano, como bien lo decía André
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Bazin17, tienen en común con la música más de lo que cree el cinéfilo puris-
ta, acostumbrado a creer que la realidad es sólo cine.

Así como hace hablar a sus imágenes sin que haya sonido, lo
que han evidenciado hasta la saciedad los historiadores, Murnau las hace
cantar con sonidos de bajo lúgubre; sin armonía ortodoxa –casi nunca
vuelve a la tonalidad inicial, de satisfacción en El último hom­bre (Der letzte
Mann, 1924; recuérdese que el final feliz de esta película le fue impuesto
por el productor); de tranquilo viaje del esposo feliz en Nosferatu, con
su sugestivo plano final amenazante, aun cuando las excepciones como
Amanecer (Sunrise, 1927) no hacen más que reafirmar una permanente
y descomunal ten­sión metafísica por el sobrecargado peso de su tortuosa
dinámica– y sin seducción melódica tradicionalmente entretejida.

En pocas palabras, Murnau es el Schönberg del cine, compara-


ción que estaría además sustentada por la ascendencia judía de ambos,
que, como la de Reinhardt, aporta al arte alemán de la época un tono
pecu­liar, emitido por temores ancestrales y conciencias perseguidas por la
infelicidad interior, fruto de una historia aciaga.

Luego de este recorrido por el cine mudo, que no lo era tanto,


lo mismo que por las realizaciones sonoras de algunos de los cineastas
citados, podemos concluir, por el momento, que el nuevo arte se nutría
también de música, incorporando sabiamente ésta a su síntesis de las ar-
tes, de la que hablaba Ricciotto Canudo, al igual que dejándole el papel
de trasfondo del ritual de la proyección en la sala oscura, el de expresar
los impulsos primordiales de la voluntad sin mediaciones, para lo cual
imágenes e intertítulos, con sus diálogos, se quedaban cortos.

Lo más importante de consignar como premisa, hasta aquí, es


aquello de la sinfonía de imágenes. Por una coincidencia natural con la
música, que sale a relucir ya en el montaje dentro del cuadro, ya en el
montaje propiamente dicho, como organizador final de planos cinema-
tográficos; el cine es a su modo, sin prescindir por supuesto, de lo que
posee específicamente, una forma del ritmo universal, es ritmo. Retoma-
remos posteriormente esta idea. Antes, conviene esclare­cer los roles de la
música en el cine parlante, desde sus inicios hasta hoy.

De la ausencia a la saturación, y de ésta a la economía: vistazo


a la música cinematográfica en tanto elemento de la banda sonora

Si en el cine faltaba, aparentemente, la música, en los primeros


años del sonoro ésta balbuceaba para existir luego en demasía, saturan-
Ensayos

17 Véase “La evolución del lenguaje cinematográfico”, en Bazin,


1966.
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do los oídos, mientras las normas comerciales empezaban a imponerle su
función de soporífero meloso, a veces de termómetro –a menudo ridículo
por sus excesos– del suspense dramático. La industria en contadas oca-
siones tiene en cuenta al arte y, así, la inventiva de los cineastas-músicos
mencionados, quienes solamente esperaban una señal para dar el paso
tan satisfactoriamente, como Clair y Vidor, fue relegada como paliativo de
la minoría en las personas de sus adeptos conocedores.

En principio, la música o no se oía, o se oía muy mal. Con


temor, acrecentado por las deficiencias técnicas, hacía las veces de zum-
bido ineficaz. Después, a músicos y musicalizadores de películas se les
fue, literalmente, la mano, durante los años que siguieron al balbuceo
introductorio del cine parlante. No es raro encontrarse con obras merito-
rias de la época, las cuales pueden incluso bordear la maestría, que pe-
can por indigestión musical: sencillamente la copa se desborda en ellas,
para derramar una gula de alimentación sonora sobre el público, ávido
de las sensaciones desvirtuadas de Dioniso. Desvirtuadas porque lo que
para Nietzsche era objetivación, unificación con el todo, se descompone
en subjetivización sin fronteras y emocionalismo simplista, mediocremente
aferrados a la búsqueda de un mercado fácil.

Seguramente, también el cine mudo contó con tales aberra-


ciones. Sabido es que se recurría a melodías populares, ajenas al espec-
táculo filmado, y a improvisaciones pianísticas que, en una buena parte
de los casos, no pertenecían a las escuelas más prestigiosas. Pero, para
el cinéfilo y las gentes de sensibilidad digna, la pantalla silente exhala un
hálito de ingenuidad y candor tan gratos que, a la larga, todo se le puede
perdonar, como al niño travieso. Chaplin, Keaton, los natu­ralistas sue-
cos, los ampulosos italianos, el expresionismo, el western embrionario, las
obras maestras de aquellos grandes citados arriba, a más de tanto filme
perdido que de cuando en cuando resucita en la luminosidad espléndida
de las verdaderas filmotecas (en Colombia no las hay), son tan musicales
e inocentes, que... ¡al diablo con el valor de una musicalización cuyas
características, en muy buena medida, ignoramos!

Volviendo al subjetivismo crónico del mensaje musical, que aún


perdura y perdurará bajo el aspecto de basura multiplicada, aclaremos
algo. Hablamos del sentimentalismo, de la dulzura forzada, tanto como
de la música calculada para suscitar miedo o desazón puerilmente asu-
Sobre el cine y sus hermanas

midos, de las fórmulas que toman al sujeto-espectador como depositario


inane, atrozmente pasivo, de una carga de emoción prefabrica­da, casi
que químicamente plastificada. Edgar Morin y Michelangelo Antonioni
producen la crítica más contundente sobre el particular.

Después de los años de saturación musical, con el trabajo de


monstruos sagrados, como Bernard Herrmann, William Walton, Dimitri
Shostakovich y Serguei Prokofiev, echado a un lado por los industriales de
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la cultura, la crítica al fenómeno de la saturación cristaliza en una teoría
luminosa y, lo que es más trascendental, en una práctica por for­tuna cada
vez más extendida en el arte fílmico: la de la economía musical o, en su de-
fecto, la de las relaciones de complementariedad más plenas, si es el caso
de contrapunto, como lo querían Eisentein y Pudovkin, entre las dos artes.

Los primeros lustros de música contemporánea

La era de la saturación siguió, como se decía antes, a la del


balbuceo, el cual se distinguió justamente por lo contrario, por eclipsar la
música, por creerla algo demasiado secundario. Por eso, en 1944, cuan-
do todavía es poco lo que la música fílmica ha conseguido, estéticamente
hablando, Adorno y Eisler publican su libro El cine y la música (Komposi-
tion für den Film), afirmando que está muy exten­dido entre las personas
del oficio el lugar común de que “la música no debe oírse”. Increíble que
más tarde se haya invertido tan diame­tralmente el peso fuerte de la balan-
za para llegar a los ruidosos escán­dalos del abuso de los que aún somos
víctimas: Waterworld (1995) sería una buena muestra de ello.

Sobre aquella máxima de los años treinta y cuarenta, los dos


autores escriben:

“La ideología de este prejuicio es la creencia más o menos vaga


de que el filme como unidad organizada otorga a la música una función
modificada, a saber, solamente la de servicio. En líneas generales, el filme
es una acción hablada, el interés material y el interés técnico que de él se
derivan están centrados en el acto, y todo lo que pueda hacerle sombra se
considera un estorbo (...) Nunca ha sido (la música) realmente elaborada
según su contenido propio” ( Adorno y Eisler, 1976: 23).

Adorno y Eisler prosiguen diciendo que la tendencia a pensar


que la música debe tener una justificación óptica “se ha debilitado en los
últimos años”’ y en lo atinente a la ilustración puntualizan:

“La música (según Hollywood) debe seguir al acontecer visual,


ilustrarlo, bien imitándolo al pie de la letra, o bien reproduciendo clisés
que son asociados con los estados de ánimo y los contenidos representa-
tivos de las respectivas imágenes” (Idem: 27).

Los dos estudiosos alemanes –el primero filósofo, sociólogo,


musicólogo y compositor de reconocida influencia sobre el pensamiento
del siglo que termina; él segundo, también compositor–, se refieren asi-
mismo a la costumbre de arreglar rápidamente canciones folclóricas para
concederle un sitio de autenticidad a la ambientación de una película en
Ensayos

un país determinado:
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“La música cinematográfica está siempre a punto de proceder
según el esquema ‘música folclórica por encima de todo’. Los caracte-
res nacionales específicos podrían ser alcanzados si se prescindiese del
obligatorio empavesamiento musical en un estilo grandilocuente. Muy
semejante es la praxis historizante de mezclar los filmes de época con
música de su tiempo (...). Si por encima de todo tiene que haber películas
de época, cabe prestarles un servicio utilizando sin miramientos los más
avanzados medios musicales” (Idem: 30).

El texto traído a colación pone además en entredicho el stock


music como procedimiento algo manierista de recurrir a piezas famosas
para musicalizar pasajes fílmicos que guardan una cierta y remota simi-
laridad con las obras en cuestión. Los autores condenan la utilización de
clisés musicales:

“La producción masiva de los filmes ha conducido a la creación


de situaciones típicas, momentos emocionales repetidos, a la estandari-
zación de los recursos para estimular la tensión. A esto corresponde la
creación de lugares comunes musica­les. La música suele entrar a menudo
en acción precisamente cuando en virtud del ´estado de ánimo´ o de la
tensión se intenta conseguir efectos especiaImente característicos. EI pre-
tendido efecto se frustra, porque el recurso se ha hecho familiar a través
de innumerables situaciones análogas” (Idem: 31 - 32).

Los dos severos críticos de los métodos de trabajo de entonces


agre­gan, sumariamente, que ello desencadena también la estandariza-
ción de la interpretación musical.

Adorno y Eisler proponen, para contrarrestar todos estos vicios,


la interacción del cine con el trabajo de la vanguardia musical que ubi­can
(1944) dentro del serialismo schönbergiano, llamado a comprender, de
un modo mucho menos estereotipado, la función de la música en el cine.
Su valiosísimo estudio, a pesar de lo que de él ha perdido actua­lidad,
encontró y seguirá encontrando correspondencias con el trabajo en llave
de compositores modernos con directores como Antonioni y Tarkovski, tra-
bajo reciente que, como otros, no se circunscribe exclu­sivamente al seria-
lismo. Igualmente, lo mejor de músicas populares, como el rock y el jazz,
ha permitido el florecimiento de una música fílmica con mayor conciencia
de su misión que ésa tan cuestionada por la pareja de teóricos.
Sobre el cine y sus hermanas

La saturación posterior a los primeros lustros


y la fusión definitiva

Por su lado, Edgar Morin pone el dedo en la llaga de la satura-


ción, retomando además la premisa de la indisolubilidad de los vínculos
entre la música y el cine:
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“(....) la película sonora, con voces y ruidos, sigue necesitando
la música. Vive en la Música, se baña en la música. No hablemos de las
películas operetas (...) o de lo que Maurice Jaubert llama música ‘real’ de
la película (jazz en un club nocturno, órgano en la iglesia). El cine sólo
se satisface de esta música exterior cuando la emplea abundantemente.
Principalmente le es necesaria una música integrada, ‘mezclada’ al filme,
inherente a él, que sea su baño nutritivo. El cine es musical como la ópe-
ra, aunque el espectador no se dé cuenta.

“Rarísimas son las películas carentes de música, y las que no la


tienen la sustituyen con una sinfonía de ruidos (....). No hay película sin
música (....) (Morin, 1972: 96).

Morin, quien analiza los mecanismos de participación afectiva


que el cine estimula, reproduciendo la ritualidad mágica de la identifi-
cación-proyección, la cual pasa extrañamente por el filtro de la razón,
que hace verosímil, convincente y objetivo el imaginario fílmico, el sueño
pletórico de subjetividad que la pantalla visualiza, continúa:

“Debido a que da un suplemento de vida subjetiva, fortifica la


vida real, la verdad convincente, objetiva, de las imágenes del filme.

“La música, movimiento del alma, ilustra la gran ley del movi-
miento. Música y movimiento, que son el alma de la participación afecti-
va, ilustran la gran ley de la participación: el alma da la carne y el cuerpo,
la participación afectiva convierte la subjetividad en presencia objetiva”
(Idem: 154).

Hay otras observaciones suyas importantes alrededor de las re-


laciones entre la música y el cine:

“Lo más frecuente es que veamos a la vez cómo la música signi-


fica la imagen y la imagen significa la música en una especie de concurso
de inteligencia. Esta complementariedad analógica surge de la consan-
guinidad de la música y del cine... La música del filme, lenguaje inefable
del sentimiento, se realiza como lenguaje inteligible de signos. Explica,
como dice (el compositor) Maurice Jaubert (Idem: 206).

El cine, como la música, contiene la percepción inmediata del


alma por sí misma (Idem: 232).

Morin, cómo científico social que es, no oculta su simpatía,


con­trariamente a las evidencias que hay en ambos de vida emocional
subjetiva, por su cara más oculta, objetiva, creada por el hombre como
vehículo para el conocimiento –científico, añadiría Rossellini– del mundo,
Ensayos

de ­la esencia objetiva de la voluntad:


119

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“¿Tiene alma el cine?, se preguntan los filisteos. No tiene más
que eso. Desborda de ella en la medida en que la estética del sentimiento
se convierte en la estética del sentimiento vago, en la medida en que el
alma deja de ser exaltación y abertura para convertirse en el jardín cerra-
do de las complacencias interiores. Amor, pasión, emoción, corazón: el
cine, como nuestro mundo, se halla viscoso y lacrimal a causa de ellos. Se
comprende la reacción que se perfilaba contra la proyección –identifica-
ción grosera, contra ese ‘rezumar’ alma, en el teatro con Ber­told Brecht;
en el filme, bajo diversas formas, con Eisenstein, Wyler, Welles, Bresson,
etc.” (Idem: 131).

El cine de los últimos lustros ha ampliado la lista de tales autores.

En las consideraciones críticas del subjetivismo causante de la


modorra y el letargo que emanan de la mala música cinematográfica,
lo mismo que del acompañamiento distractor de ésta en la producción
industrial, intervino, en la década del sesenta, Michelangelo Antonioni,
cineasta vital para el cine contemporáneo. En sus declaraciones y en su
trabajo, el italiano se mostró partidiario de la parquedad en la musi-
calización, en determinados casos de la casi total ausencia de música.
Su personalidad, forjada en el Neorrealismo, aunque contraria a toda
convención realista agotada, no se acomodaba al lagrimeo-excitación
de qué habló Morin. El espectador avezado sabe hasta donde llegó en
ese sentido haciendo cine puro, purísimo, es decir, ritmo, forma artística
objetivada del ritmo del mundo.

No obstante la disparidad de criterios, de concepciones y posi-


ciones de los individuos que hemos citado, se observará que no es mucha
la distancia que los separa de Shopenhauer y Nietzsche: la música es
verdad íntima y última de las cosas; el cine la tiene como aliada natu­ral
para expresar esa verdad; la industria cinematográfica no está inte­resada,
generalmente, en la belleza de la verdad; por lo tanto, el cine y la música
deben marchar estrechamente unidos –porque pueden y están hechos
para eso– hacia su fusión con el todo de la voluntad, hacia su expresión
en formas artísticas. Es lo que ha venido pasando, cada día con mayor
persistencia, en la obra de cineastas-insignias del mejor cine actual. Insis-
tamos, para terminar la parte que nos ocupa, en que la reacción contra
el sentimentalismo musical ha hecho que algunos supriman la música
completamente o por lo menos en grandes fragmentos de sus películas.
Sobre el cine y sus hermanas

Un ejemplo nítido son ciertos filmes de Robert Bresson. No olvidemos, sin


embargo, que, como en el mudo, los filmes sonoros sin música son tam-
bién música de imágenes, palabras, sonidos. Son ritmo.

¿Qué es el ritmo cinematográfico?

Hemos dado por sentado que el cine de ficción respira a tra-


vés de construcciones dramáticas, las cuales se funden con estructuras
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narrativas. Unas y otras han absorbido en su evolución patrones tanto
literario- novelescos (Eric Rohmer declaraba en una oportunidad que hay
más adaptaciones literarias en el cine de lo que generalmente se cree;
para Eisenstein, Griffith le confirió al cine una categoría artística propia
inspirándose en Dickens. Alexander Astruc, crítico de la Nueva Ola y tam-
bién realizador, le concedía a Joseph Conrad el título de autor modelo del
cine moderno, etc), como teatrales, consolidando a la vez procedimientos
formales y técnicos autónomos que sólo se hallan en el lenguaje fílmico
como arte independiente.

El ritmo es componente necesario de la materialización del dra-


ma en la puesta en escena teatral, puesto que introduce equilibrio entre
las partes, dosificando las alternancias de tensión con distensión, de ex-
tensiones mayores con menores en esas mismas partes, de movimiento
con estatismo. El ritmo en la música, por otra parte, llegó a su etapa
adulta con la existencia de un sistema de distribución regular de unidades
de tiempo, con una duración determinada, que en la partitura se escriben
en compases separados por las barras de compás. Las distintas clases
de ritmo musical, de acuerdo con la duración de cada nota o sucesión
de notas, dentro de un tiempo dado, se dividen en “unidades métricas
medidas”18.

Siendo el cine arte del movimiento, éste, como el de las extremi-


dades del hombre que producen el sonido musical, es la causa del ritmo.
En un solo plano cinematográfico, el ritmo se obtiene con la regularidad
propia de fases diferenciadas del movimiento actoral y de la cámara,
tomadas desde un punto de vista o angulación del encuadre que, por
su oportuna y plásticamente sugerente selección, establece por sí mismo
pautas para la combinación cohesionada del ritmo del movimiento (in-
terno y externo, el primero actoral, el segundo él de la cámara) con los
emplazamientos fijos de esta última.

Andrei Tarkovski (1991: 138, 142 - 43) apuntaba:


­
“La imagen fílmica está completamente dominada por el ritmo,
que reproduce el flujo del tiempo dentro de una toma (. . .). El ritmo de
una película surge más bien en analogía con el tiempo que transcurre
dentro del plano. Expresado brevemente, el ritmo cinematográfico está
determinado no por la duración de los planos montados, sino por la ten-
sión del tiempo que transcurre entre ellos. Si el montaje de los cortes no
consigue fijar el ritmo, entonces el montaje no es más que un medio esti-
lístico. Es más, en la película el tiempo transcurre no gra­cias, sino a pesar
del montaje de los cortes. Este es el transcurso del tiempo ­fijado ya en el
plano. Y precisamente eso es lo que el director tiene que recoger en las
partes que tiene ante sí en la mesa de montaje.
Ensayos

18 Véase Copland, 1986: 33 - 34.


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“El tiempo fijado en un plano es lo que dicta al director el prin-
cipio de montaje que corresponde en cada caso. Por eso aquellas par-
tes de una película que no son ‘montables’ –como se dice–, que no se
pueden unir, son las que por principio transcurren en tiempos diferentes.
Por eso, el ‘tiempo real’ y un tiempo elaborado de modo artificial no se
pueden montar: sería lo mismo que intentar montar cañerías de agua con
dos diámetros diferentes. La consistencia temporal que recorre un plano,
la tensión del tiempo que crece o se va ‘evaporando’, eso lo podemos lla-
mar la presión del tiempo dentro de un plano. Según eso, el montaje sería
una forma de unificación de partes de una película teniendo en cuenta la
presión del tiempo que se da en ellas”.

Como ningún otro, sobre la base de sus personales logros crea-


tivos, tan maravillosamente subyugantes, Tarkovski enfoca así la musica-
lidad inherente a su arte: “Yo estoy profundamente convencido de que el
ritmo es el elemento decisivo –el que otorga la forma– en el cine. ­No lo
es, por otra parte, el montaje, según se suele creer” (Idem: 145).

Más adelante, el director de Stalker (1979) puntualiza:

“El ritmo, en el cine, se transmite a través de la vida del objeto,


visible, fija­da en el plano. Así, del movimiento de los juncos se puede re-
conocer el carácter de la corriente del río, la presión del agua. Del mismo
modo, el proceso vital que la toma reproduce en su movimiento informa
del movimiento del tiempo” (Idem: 146 - 147).

Sea cual fuere nuestra admiración por el cineasta ruso, vale


destacar que ya hoy, sin los dogmatismos de la deificación soviética-mar-
xista del montaje que se radicaliza en la década del veinte, podemos
juzgar con cabeza fría el rol del montaje en la obra cinematográfica total
abordando, especialmente, la cuestión del ritmo. Si bien es cierto que
éste empieza a adquirir vida en los instantes del rodaje por breves que
sean, en cada plano como unidad mínima de acontecer dramático, al
montaje le resta la tarea de aplicar los brochazos posteriores, delicados
y complejos, a la materia rítmica anteriormente filmada: si cada plano
descansa sobre su ritmo (y su melodía) propios, al montaje le compete la
facultad de la dirección de la orquesta que abarca la totalidad de ellos,
algo parecido también a la instrumentación como faena final del proceso
de composición.
Sobre el cine y sus hermanas

Karel Reisz (1960: 218), montajista y director británico, dejó un


texto clásico acerca del montaje, en el cual se analizan con minuciosidad
los aspectos del ritmo que en el oficio de montar (o editar) una película,
de calidades artísticas, son directrices de primer orden. De su muy puntual
y concreto estudio extraemos el siguiente fragmento:
122

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“El problema de cortar los planos con arreglo a un patrón rít-
mico es cuestión que depende de las variaciones de longitud mínimas, a
veces casi imperceptibles. Es difícil hablar en términos generales porque
la longitud del plano está rela­cionada estrechamente con su contenido,
y las calidades rítmicas sólo se pueden apreciar sobre pasajes de cierta
longitud De todos modos, las faltas de ritmo resultan siempre evidentes y
notorias, así como el buen efecto rítmico parece natural y no da idea del
esfuerzo invertido en su consecución”.

Reisz se ocupa igualmente del lugar del sonido y la música ci-


nematográficos en la consecución del ritmo. Ésta, claro está, es uno de
los mas vigorosos factores de unificación rítmica en la película terminada,
por no decir que nos suministra el tono, el matiz de la voluntad en que
tenemos que situarnos para penetrar en la significación profunda de unas
atmósferas, integrantes de una unidad –la misma película en su conjun-
to– cuyo fondo o centro de sentido, en los casos de los compositores más
insignes de la pantalla, la música lo transmite con una in­tensidad de la
que carecen las imágenes, aun cuando está compenetrada con ellas de la
manera indisoluble a la cual hemos venido refiriéndonos sin cesar.

Debíamos una explicación del por qué el cine es ritmo, música


en imágenes, independientemente de si hay o no en un filme una presen-
cia musical directa encaminada a la audición por parte del espectador.
La terminamos volviendo a tocar el tema de la funcionalidad de la música
dentro del conjunto significativo de una película. Quedémonos aquí para
entrar en el siguiente acápite de nuestro escrito.

Generalidades concernientes a la música cinematográfica

La música, que se constituye como una parte –en abundantes


ocasiones muy considerable– de la banda sonora de un filme, se identi-
fica casi siempre a partir de un contenido melódico, el cual es fácilmente
reconocible por las personas de buen oído.

Schopenhauer (Op. Cit.: 484 - 85) afirmaba, refiriéndose a la


dimensión melódica de la música:

“(...) en la melodía, en la voz cantante, la que dirige el conjun-


to, la que marcha libremente entregada a la inspiración de la fantasía,
conservando siempre desde el principio al fin el hilo de un pensamiento
único y significativo, yo veo el grado de objetivación de la voluntad, la
vida reflexiva y los anhelos del hom­bre (...); en la música la melodía es
lo único que presenta desde el principio al final una línea continuada
con sentido e intención. Nos cuenta, por consi­guiente, la historia de la
Ensayos

voluntad iluminada por la reflexión, cuyas manifesta­ciones constituyen la


conducta humana; pero dice aún más, nos refiere su historia secreta, nos
123

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pinta cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la voluntad, todo
aquello que la razón concibe bajo el concepto ancho y negativo de sen-
timiento, sin poder ir más allá de esta abstracción. Por lo mismo, siempre
se ha dicho que la música es el lenguaje del sentimiento y las pasiones,
como las palabras el de la razón”.

La música para el cine parece no apartarse de estos designios.


Con frecuencia, una melodía distintiva, a veces todo un tema, a veces
una simple frase o incluso un pequeño motivo melódico, jalonan una
película, apareciendo y reapareciendo en momentos escogidos por el di-
rector, árbitro de los conflictos dramáticos que se mueven en su obra. El
compositor está para crear bajo su égida e indicaciones. Esta técnica,
cuando el desarrollo del tema es mínimo –algo que se da asimismo con
mucha frecuencia– es muy próxima a la del tan cacareado leit–motiv wag-
neriano, como ya lo apuntaban Adorno y Eisler. Los temas conductores
se escuchan durante la proyección de una película tanto en los créditos o
comienzos (sin créditos) como al final, lo cual asegura cíclicamente una
unidad, como en momentos privilegiados emocionalmente para sumir al
público oyente en el baño musical, esencial de las cosas. Temas de amor,
de dolor, de terror, de virilidad y estrategia triunfantes en una confronta-
ción, de solidaridad patriótica, de libertad y frescura en campo abierto al
contacto con la naturaleza, de humor gratificante, y tantos otros, desfilan
por la pantalla al por mayor como fuerzas propulsoras del espectáculo.

Un tema, cuando la música vuela más alto, cosa no muy co-


mún, puede desarrollarse u oponerse a un segundo tema y hasta a un
tercer tema, como en el allegro inicial de la forma sonata y, si la partidura
es lo suficientemente extensa, entrar en relación con otros motivos nuevos,
sin perder su lugar conductor, un poco a la manera del rondó. Caracte-
rístico es en ciertos compositores cinematográficos el recurrir a una forma
semejante al tema con variaciones, una vía más hacia la unidad, dando
preponderancia, desde luego, a la melodía generadora, que vuelve a ser
intercalada entre dichas variaciones. Cuando la música emana de todo
un trabajo dispendioso en una película (caso Shostakovich), puede adqui-
rir la forma de una suite, cuyo origen genérico remoto se encuentra en la
danza o la sucesión de danzas, como sucesión de distintos movimientos
libremente hilvanados, dotados –cada uno– de una cierta autonomía.

La brevedad de los motivos ha originado, en las décadas más


Sobre el cine y sus hermanas

recientes, un acompañamiento (la música superior hace más que eso) mi-
nimalista que convierte ínfimos trozos musicales, también un leit-motiv si
se quiere, en la totalidad de la música del filme. Dichos motivos, obrando
por reiteración, pueden reducirse a unos pocos acordes o a unas cuan-
tas notas, lo que hace pensar que, igualmente en el cine, la poderosa
influencia del puntualismo de Anton Webern se deja escuchar con brío.
Mundos enteros, universos afectivos de amplitud infinita, se apresan en-
tonces en una sola célula inmaterial, o unas pocas células, para marcarle
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una dirección al corazón del oyente-espectador (ejemplo interesantísimo
es del tema de György Ligeti que preside la estructura sonora en Ojos bien
cerrados (Eyes wide shut, 1999) de Stanley Kubrick). Los ricos hallazgos
instrumentales de la música contemporánea en el terreno de la percusión,
hacen que estos diminutos cristales melódicos se presen­ten a veces bajo
la figura de pulsaciones percusivas de muy corta duración. En casos de
otro orden, la música inunda, casi por completo, la película, triunfando o
fracasando en su contenido, dependiendo de la habilidad del compositor.

Armónicamente, la música preferida por compositores y públi-


co del cine, sigue siendo la tradicional de funciones y tonalidades. Las
disonancias, la atonalidad, el serialismo (curiosamente comercializados
en las películas de terror clásicas de la Universal, obra generalmente de
compositores emigrantes de la Alemania nazi hacia Hollywood), y todas
sus consecuencias en la música del siglo XX, irritan aún a las masas de
neófitos, y los productores se cuidan muy bien de no echar a perder sus
filones sonoros de taquilla, tan usualmente respaldados por discos que
con­tienen los temas de las películas.

No obstante, tal como lo propusieron Adorno y Elser, el cine de


rango artístico ha ido acercándose lentamente a las fuentes de la música
renovada interior y exteriormente. EI acercamiento ha gozado de tanta
aceptación por parte de cineastas estelares, que aun en los filmes de
promoción más comercial, se cuelan faltas a la vieja armonía. No se
podía esperar menos de la marcha ascendente de una música que, al fin
y al cabo, si se piensa en el Tristán, de Wagner, empezó a componerse
durante las postrimerías del siglo XIX. Quizá fue Alfred Hitchcock uno de
los primeros directores en tomarse la libertad de atentar contra la armonía
académica: es tal el impacto de las imágenes y el montaje, que el público
perdona, sin darse cuenta, las agresivas disonancias de la antológica se-
cuencia del asesinato en Psicosis (Psycho, 1960), di­sonancias debidas al
gran Bernard Herrmann, un discípulo de Stravinsky.

Antes y después de este acontecimiento feliz (el músico había tra­


bajado, entre otros, con Orson Welles, en los años cuarenta), ha habido
mucha tela que cortar. Una vertiente del cine más notable no ha cesado
de acoger cualquier alternativa sonora que posibilite la creación de algo
nuevo. Ello no obsta para que le concedamos la razón a Aaron Copland:
en salas de concierto y salas de cine continúa el reinado de las reglas de
la armonía clásica.

Instrumentalmente, puede decirse que en la música cinematográ­


fica, entendiendo por ella la especialmente la compuesta para la película,
el conjunto sinfónico primó por mucho tiempo. Pero en eso también no
es poco lo que ha cambiado. Desde el apogeo de la comedia musical
Ensayos

norteamericana, sin excluir los ejemplos de Vidor y Clair citados, ha sido


obstinada la tendencia a hacer compatible con la pantalla la voz humana
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mediante canciones. Proliferan los títulos fílmicos en que una o varias
canciones muy populares tuvieron y tienen su plataforma de lanzamiento.
A veces el sinfonismo (otro golpe de los románticos wagneriano-berlio-
zanos, habría señalado el gran músicologo Alfred Einstein) convive con
la canción, de lo cual da una idea exacta la música para la serie del
007, James Bond, a la cual volveremos. Asimismo, la cameralidad sale
a flote en obras de maestros del cine que no consiguen los ingresos de
sus colegas menos dotados, mientras que el sonido electrónico, la música
electroacústica y la programación digital, han ido adquiriendo cada día
mejor reputación.

En cuanto al carácter, dicen los atrasados en noticias que la


música del cine está condenada a ser ligera, viniendo a ser una especie
de hermana menor de la música brillante. Se trata a todas luces de un
equívoco, aun cuando no sean mentados los nombres respetadísimos
de Walton, Shostakovich, Prokofiev y Penderecki, compositores –ellos
también– de partituras para cine. En la inspiración de relieve se ha apo-
yado el nacimiento de obras excelentes del mundo musical que, así
estén, a menudo, a medio camino entre lo popular y lo culto, no dejan
de proceder del cincelamiento de la maestría mas pura. Tanto que, por
su calificación, como otras obras históricas de música incidental o la
música programática (sobra afirmar que la del cine lo es) de ópera para
dramas y comedias teatrales hoy olvidadas, han alcanzado el status de
composiciones autónomas, para escuchar en las salas de concierto o en
discos cuidadosamente preservados por el melómano, hasta tal punto
de que, como en esas óperas, con algunas de ellas sucede que incluso
no se recuerdan las películas, en virtud de su mala calidad, por el placer
que procuran al oído piezas como las de varios de los compositores
que, seguidamente, serán objeto de un comentario. Esa autonomía de
la música cinematográfica, tanto en salas de concierto como en graba-
ciones, es muy mal vista por un Antonioni, quien por este hecho subraya
que esta música nada aporta a la autonomía del cine como tal, como
sucesión de imágenes.

Sobre autores cinematográficos y compositores

Eisenstein – Prokofiev. Esta mutua colaboración diríase que


la más clásica que se haya dado en el cine entre dos grandes de las dos
Sobre el cine y sus hermanas

artes, se tradujo, como ya se dijo, en la música para las películas sonoras


de Eisenstein, Alejandro Nevsky e Iván, el Terrible. A ambas partituras el
compositor de El ángel de fuego dio forma de oratorio dramático, de
música vocal-sinfónica hecha para una representación dramático-fílmica.

Como muchas obras del género en la historia de la música,


vacilan entre la escena (en este caso fílmica y teatral; puestas en esce-
na teatrales: de la obra Iván el Terrible, de Prokofiev, se siguen llevando
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a cabo, como pudimos observarlo en la reciente programación de con­
ciertos de la Orquesta Sinfónica de Colombia), y la ejecución en la sala
de conciertos, pues su valor autónomo es tan mayúsculo, que se salió del
control de los especialistas del cine. Eisenstein (1970: 221 - 245) escribió,
sobre el per­fil del compositor y su trabajo mancomunado, unas notas de
excepcional interés. Realmente, como también lo consignamos ya, esta
música reviste un carácter prominentemente operático, género en el cual
Prokofiev era un consumado maestro.

Kozintsev – Shostakovich. Activo como vanguardista ex-


céntrico –di­rector, con Trauberg, del Laboratorio del actor excéntrico–
desde el período del cine mudo, el cineasta ruso, quien escribió unas
hermosas memorias, a más de unos textos sobre Shakespeare19 (26),
confió a Di­mitri Shostakovich la composición de la música de dos de
sus obras maestras, Hamlet (1964) y El Rey Lear (1971). Música de
elevadísimo vuelo, rodea la puesta en escena de la primera de estas
películas de una aureola de gravedad –sufrida lamentación de cori-
feo antiguo– y nobleza raramente oídas en la pantalla. También en la
segunda los efectos son grandiosos. Existen grabaciones de estas dos
bandas musicales que, al igual que en el caso anterior, hablan por sí
solas de su valor, más allá del servicio ocasional a unos filmes. El com­
positor nos legó partituras para otras películas, pero nunca como en
éstas brilló tanto su talento dramático.

Olivier – Walton. Nuevamente Shakespeare es aquí la semilla.


Para las tres adaptaciones que Laurence Olivier hizo de obras suyas –En­
rique V (1945), Hamlet (1948) y Ricardo III (1956)–, Sir William Walton
firmó una música algo desigual, a veces árida, pero de una imponencia
admirable en los trozos monumentales. Las tres películas ­fueron vistas por
teóricos o, mejor, estetas importantísimos, como André Bazin, a la luz de
su extraordinaria aportación al dúo cine-teatro.

Téngase por seguro que, en inferioridad de condiciones frente a


Shostakovich, la música no juega en ellas un papel secundario. El mismo
Walton compuso una ópera shakespeariana, Troilo y Crésida. Por su par-
te, el actor-director abandonó infortunadamente su carrera en la última
de las profesiones. Se ha dicho que porque sus proyectos eran demasiado
costosos y ambiciosos.

Visconti – Franck, Visconti – Bruckner y Visconti – Mahler


Hijo de una pianista aficionada, asiduo asistente a La Scala
desde niño –conoció a Arturo Tóscanini y fue su amigo; amó a Verdi como

19 En ruso y en otros idiomas existen libros del cineasta con los


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títulos de La profundidad de la pantalla y Shakespeare, sin traducciones


conocidas en español.
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pocos–, intérprete del violonchelo, director escénico de óperas, Luchino
Visonti fue uno de los cineastas más musicales que hayan vivido. En su
filmografía, la música se inserta como vocera del talante de cada obra.
En ella sobresalen, desde este punto de vista, La Vaga Estrella de la Osa
Mayor (Vaghe SteIle dell Orsa, 1965), en la que la atormentada música
pianística de César Franck, tormentos a los que sigue la contemplación
mística más pura –Preludio, Coral y Fuga–, expresa lo más recóndito de
los laberintos de un drama familiar. Visconti, de niño, había oído tocar
la obra a su madre, obra símbolo de su propio desasosiego familiar y
su desmesurado amor por ella; Livia (Senso, 1954), posee música de
la VII Sinfonía de Anton Bruckner, cuyo inmortal Adagio –compuesto a
la memoria de Wagner, una de las más grandes debilidades del autor
de este ensayo–, es espléndidamente utilizado para magnificar la des-
composición progresiva a que conduce una pasión destructora, uno de
los temas viscontianos favoritos (en el contexto de la descomposición de
Austria como potencia imperial, han agregado los biógrafos del director,
atenidos al criterio de que por medio de Bruckner comienzan a exhalar
los Ausburgo sus postreros ardores de magnificencia); en Muerte en Ve-
necia (Morte a Venezia,1971), adaptación de la novela corta de Thomas
Mann, el milanés toma fragmentos de la tercera y quinta sinfonías de
Gustav Mahler mientras que retoma, una vez más, el tema de la pasión,
esta vez homosexual, de Senso. Suntuosamente desgarradas, rezumando
olores de peste y muerte, de mar y deseo tardíos, y de calles llenas de un
perturbador culto a la belleza, las notas mahlerianas nunca resuenan con
mayor eficacia que como cuando Aschenbach sigue a Tadzio por la playa
adriática, en la dirección que trazan las palabras de Nietzsche, extraídas
de Así habló Zaratustra –presentes también en la formidable A Mass of
Life, de Frederick Delius–, cantadas por la contralto:

¡Oh, hombre, pon atenclón!


¿Qué dice la profunda medianoche?
¡Dormí!
¡De profundo sueño desperté!
¡El mundo es profundo
y más profundamente pensado que el día!
¡Profundo es su dolor!
¡El placer es aún más profundo que el dolor del corazón.
El dolor dice: ¡pasa!
Pero todo placer quiere eternidad,
Sobre el cine y sus hermanas

quiere profunda, profunda eternidad.

Canto de embriaguez de Zaratustra, texto del 4º. movimiento


–muy lento, misterioso– de la 3° Sinfonía de Gustav Mahler (traducción
de Otto de Greiff).

Ingmar Bergman. “Si no hubiera sido cineasta y director tea-


tral, habría sido músico”, ha declarado Bergman quien, además, ha pues-
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to el acento en las afinidades cine-música. Melómano fervoroso, gozó por
un tiempo de la participación en sus obras del estupendo compositor Erik
Nordgren. Pero, al igual que Visconti, ama el repertorio de los grandes
músicos, inclinando sus preferencias hacia Bach, quien está pre­sente, por
ejemplo, en Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1960), Los Comul-
gantes (Nattvardasgästerna, 1962) y Gritos y Susurros (Viskningar och rop,
1971). En este último filme conmueve hasta el llanto la audición de la
zarabanda de la Suite N° 3 para chelo de Bach, cuando dos hermanas,
que se odian y no se hablan, se reconcilian fu­gazmente, se abrazan, se
besan y hablan... aunque no sabemos lo que dicen, sus voces no se oyen:
lo que se dicen es música, en uno de los momentos cumbres de ésta en el
cine. Bergman ha musicalizado asimismo sus obras con piezas de Chopin,
Scarlatti, William Byrd, Bo Nilsson, –sueco contemporáneo– y otros. A él
se debe la mejor ópera que se conozca llevada a la pantalla, superior a
las versiones de Zefirelli –de por sí muy recomendables– y a cuantos han
querido asociar estas dos artes tan fraternalmente cercanas: La Flauta
Mági­ca (1974) es ciento por ciento mozartiana; tanto, que se presenta
como cabal ilustración del credo artístico y humano del compositor, un
himno al amor universal que cinematográficamente reposa en la exhi­
bición amable e incesante de sus lemas escritos en cuasi-pancartas.

Bueno es destacar que Bergman abandona la música duran-


te lar­gos pasajes de sus películas –en algunas, la falta de ella se hace
soberana–, entregándose a un ritmo fílmico sin notas, cuyas cadencias,
reforzadas por la innata musicalidad de la lengua sueca, corresponden
abiertamente con cuanto aquí se ha dicho sobre el ritmo. El cineasta nór-
dico entona siempre la música del alma de sus personajes y situa­ciones,
haciéndose eco diamantino del pensamiento schopenhaueriano.

Aunque sostenga que no, Bergman es un señor músico pertene-


ciente al Panteón, al firmamento del cine-música y de la música-cine.

Tarkovski – Artemiev. En Solaris (1972), El Espejo (1474) y


Stalker (1979), el director ruso disfruta de la colaboración de un contem-
poráneo y compatriota, el compositor Eduard Artemiev. En la última de
dichas películas, la música acabó por integrarse, sin una diferenciación
señalizada, a los sonidos del mundo natural y social.

“La música en una película es para mí siempre un elemento na-


tural del mundo sonoro, una parte de la vida del hombre, aunque siempre
es posible que en una película sonora, trabajada con toda consecuencia,
no quede sitio para la música, y sea suplantada por ruidos, más intere-
santes desde el punto de vista cinematográfico, cosa que yo he procurado
(…). Un mundo sonoro organizado en forma adecuada es, por esencia,
un mundo musical y como tal un mundo profundamente cinematográfico”
Ensayos

(Tarkovski, Op. Cit.: 187).


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Tarkovski en El Espejo (1974) y Nostalgia (1983) se remitió a
las dos Pasiones reconocidas de Bach, las de San Juan y San Mateo res-
pectivamente. Tuvo asimismo a su lado, en La Infancia de Iván (1962) y
Andrei Rublev (1966), al compositor Viatcheslav Ovtchinnikov. Sus dotes
para la música cinematográfica y la articulación rítmico-musical de sus
filmes ameritan estudios particulares, porque a ese y otros niveles fue un
completo innovador.

Antonioni – Fusco. La labor creativa a cuatro manos de Mi-


chelangelo Antonioni y Giovanni Fusco comprende la no módica suma de
ocho películas, desde Crónica de un amor (Cronaca di un amore, 1950),
primer largometraje del cineasta, hasta El Desierto Rojo (Deserto Rosso,
1954). Es este un caso de consciente inmersión del lenguaje del cine en
el de la música moderna, con unos resultados fran­camente sorprendentes
por su notabilidad expresiva y su ajustado balance de reciprocidades,
controladas con un grado de precisión pitagórico. Antonioni, que habría
podido ser filósofo –el máximo exponente del existencialismo en el cine–,
es escritor, pintor, músico de imágenes y director de cine. Recurrió igual-
mente a la música electroacústica, para encontrase luego en una posición
próxima a la de Tarkovski:

“La música se funde raramente con la imagen, las más de las


veces no sirve sino para adormitar al espectador y le impide apreciar
cIaramente lo que ve. Considerando todas las posibilidades, me opongo
al ´comentario músical´, al menos en su forma actual. Presiento que hay
allí alguna cosa vieja o rancia. El ideal sería construir con los ruidos una
formidable banda sonora y llamar a un director de orquesta para que la
dirigiese. Pero entonces, al hacerlo, ¿no sería el director de orquesta un
director de cine?” (Leprohon, 1969: 127 (la traducción es mía)).

Hitchcock – Herrmann. Pareja archiconocida del cinéfilo-me-


lómano, produjo un universo alucinante, de pesadilla, de decididos tintes
y contornos psicoanalíticos. La música, al fin y al cabo, bien puede ser la
hechicera del inconsciente colectivo que conjura todos sus demonios. Es lo
que hacía Herrmann para el fenomenal caballero de la barriga: desenca-
denar las fuerzas primitivas para que el inconsciente aflorara brutalmente
a la mente del espectador. Este onirismo fundamental que –Herrmann lo
reconocía y lo dijimos mas atrás –, mucho debía al Stravinsky provocador
de la época de La Consagración de la Primavera, arribó tal vez a su meta
Sobre el cine y sus hermanas

mas soñada con la partitura de Vértigo (1958), joya cautivante del sinfo-
nismo fílmico, verdadero amuleto para encarar los instintos prohibidos o
reprimidos, según Freud. El compositor, como queda dicho, firmó también
partituras para otros directores, entre los cuales se encuentra un admira-
dor ferviente de Hitchcock, François Truffaut, quien dejó unas notas, muy
ilustrativas, sobre su trabajo conjunto para Fahrenheit 451 (1956), en un
diario de rodaje y postproducción (Véase Truffaut, 1980).
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Truffaut – Delerue y Truffaut – Jaubert. Uno de los cineastas
más sensibles a la mutua alimentación música-cine, el excrítico revoltoso
halló en la alegría, serenidad y tonos elegíacos de Delerue a compañeros
invalua­bIes de sus películas. Maravillas de tal compaginación resaltan en
Jules et Jim (1961) y, sobre todo, en La Noche Americana (La Nuit Amé-
ricaine, 1973). En otras oportunidades, el director sacó del anoni­mato
composiciones del previamente fallecido Maurice Jaubert, compositor
que había trabajado para los directores del Realismo Poético francés que
el Truffaut articulista atacaba con cierta malicia. Solemne y majestuosa,
la música de Jaubert asciende con singular encantamiento en La Alcoba
Verde (La Chambre Verte, 1978) y despierta una com­plicidad gratísima
con el personaje de El Amante del Amor (L’ Homme qui aimait les Femmes,
1977)­, esta vez haciendo gala de ternura e indulgencia. Truffaut musi-
calizaba con increíble acierto, el sabor de sus filmes perdura no sólo en
nuestro paladar visual, sitio también en el auditivo. Al igual que Bergman,
quería mucho la música barroca, de lo cual da cuenta bellamente El Niño
Salvaje (L’Enfant Sauvage, 1969), íntimamente entrelazada con Vivaldi.

Fellini – Rota. Dieciséis películas, incluyendo tres cortas para


filmes de sketchs de dirección compartida con otros nombres, suma esta
de­senfadada y dichosa complicidad, tal vez la de mayor sinceridad que se
haya escuchado en materia de música cinematográfica, por lo que tiene
de confesión personal, de rasgos distintivos netamente individuales.

Fellini, quien declaraba no haber sido nunca un melómano (más


bien, eso sí, un gran lector de Jung), encontró en Rota a un colaborador
entusiasta que compuso una serie de obras magistrales imbuidas del háli-
to juguetón, circense, ensoñador y gravemente critico de ese cineasta que
tanto queremos quienes sabemos perfectamente que cine y televisión no
son lo mismo: el cine ha perdido, desgraciadamente, una buena parte de
sus atractivos; la muerte de Fellini lo demuestra. Más memorable que todas
sus partituras, es, quizá, la de Ocho y Medio (Otto e Mezzo, 1962) aunque
La Dulce Vida (La Dolce Vita, 1960), Amarcord (1973) y todas las demás,
inscriben indudablemente al fallecido compositor en la lista de los más ge-
nuinos clásicos de la pantalla. Fellini dijo pocos años antes de morir:

(...) el más valioso de todos mis colaboradores, puedo contestar


sin necesidad de reflexionar, fue Nino Rota. Entre nosotros hubo ensegui-
da un entendimiento pleno, total, desde el Sceicco Bianco, primer filme
que hicimos juntos. Nuestro entendimiento no tuvo necesidad de ‘rodaje’.
Yo me había decidido a ser el director y Nino era ya la condición para que
siguiera siéndolo. Tenía una imaginación geométrica, una visión musical
de las esferas celestes, por lo que no tenía necesidad de ver las imágenes
de mis películas. Cuando le preguntaba qué motivos musicales tenía en
mente para una u otra secuencia podía advertir con claridad que las imá-
Ensayos

genes no le interesaban. El suyo era un mundo interior donde la realidad


tenía escasa posibilidades de acceso. Vivía la música con la libertad y la
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facilidad de una criatura que vive en una dimensión que le es espontá-
neamente compatible.

“Se trataba de un ser que llevaba en sí una rara cualidad, esa


preciosa cualidad que pertenece al campo de la intuición. Éste era el don
que lo mantenía tan inocente, agraciado y alegre. Pero no quisiera ser
mal interpretado. Cuando se presentaba la ocasión y también cuando
ella no se presentaba, decía cosas agudísimas, profundas, emitía juicios
de una exactitud impresionante sobre hombres y cosas. Como los niños,
como los hombres sencillos, como algunos sensitivos, como alguna gente
inocente y cándida, decía de pronto cosas deslumbrantes...” (Grazzini,
1985: 120 y 121).

Rota compuso un ballet sobre la música de La Strada, fue autor


de reconcoidas obras de música pura, no programática, y trabajó tam­bién
con Visconti y otros cineastas.

Chabrol – Jansen. Durante la primera etapa de la carrera del


director francés, Jansen estuvo siempre a su lado. Autor de música de ba-
jos, disonancias y cuerdas puestas al servicio de un misterio y un suspense
inmer­sos en los abismos de la condición humana, el compositor escribió
páginas estremecedoras, como las de La Ruptura (La Rupture, 1970) y
La Mujer Infiel (La Femme infidèle: 1968). Chabrol ha contado des­pués
con la ayuda de un hijo músico, Mathieu Chabrol y de otros composito-
res.

Wim Wenders y el Rock. Antológica, dicen los conocedores,


es la selección que de melodías de esta clase de música deja oír Wim
Wen­ders en sus películas. Buen hijo de la generación del sesenta, el ale-
mán ha sabido armonizar magníficamente con su obra las voces de nos-
talgia y melancolía con que dicha generación respondió a la amargura de
sus tiempos. Sobre el tema hay escritos autorizados (Véase Muñoz, 1995).

Algunos otros compositores del cine internacional

Ennio Morricone. Desde los días de su colaboración con el


denominado western spaghetti de Sergio Leone y otros de sus burdos imi-
tadores, hasta el presente, ha sido, con Maurice Jarre, el más solicitado
Sobre el cine y sus hermanas

compositor de la música cinematográ­fica. Su sonido es, por así decirlo,


vitalista; no sólo anima las imágenes sino que las desplaza hasta encabe-
zar, por momentos, la narración de las películas con una instrumentación
finísima y un sentido melódico verdaderamente soberbio. Las grabaciones
de su música se cotizan muy por arriba en Europa. Entre sus muchos y me-
recidos éxitos demos relieve a Investigación de un ciudadano sobre toda
sospecha (lndagine su un cittadino ali di sopra di ogni sospetto, 1970), de
Elio Petri; Los buitres tienen hambre (Two mules for sister sara, 1970), de
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Don Siegel, Escarlata y negro (The scarlet and the black, 1983), de Jerry
London, y su reciente colaboración con el cineasta Giuseppe Tornatore.

Maurice Jarre. Este otro veterano se parece a un monopo-


lista. Tanto y con tan variable fortuna ha escrito para el cine, que no es
fácil recordar el listado completo de sus composiciones. Francés hasta la
médula en sus comienzos (¿Arde París? –Paris brule- t-il?, 1966), de René
Clement), ha ido perdiendo su colorido nacional en los avatares de la
internacionalización. Tan lírico como épico, exhibe un talento nada ago-
tado en películas como Testigo en Peligro (Witness, 1985), de Peter Weir.
Piezas suyas magistrales, regrabadas hoy a altísimos precios de discos
compactos, que quien escribe pagó con gusto en su momento, son las de
Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962).

John Barry. Supo capitalizar la fama que ganó con su música


para la serie James Bond, desplegando una actividad que en raras oca-
siones le ha traicionado. Uno de sus más celebrados trabajos fue Perdidos
en la noche (Midnight Cowboy, 1969), de John Schlesinger.

Alfred Newmam. Reliquia del pasado multimillonario de Ho-


llywood, compuso tanto como Morricone y Jarre: hubo una época en que
su nombre no faltaba en los créditos de toda película de algún prestigio.
No ofrece dudas de que era un músico de categoría la partitura de La
más grande historia jamás contada (The Greatest Story Ever Told, 1965),
de George Stevens, la última de sus obras, dulce y cálida invocación de
la figura del Salvador del mundo, el más musical de los seres según san
Agustín. También excelente es la música del clásico Las uvas de la ira (The
grapes of wrath,1940).

Miklós Rozsa. Húngaro muy dotado para la espectacularidad


y el cine de multitudes romano -californianas. Puede decirse que, con el
Cinemascope, los 70 mm. y el Cinerama, al lado de los directores respon-
sables, salvó al cine de la competencia de la T.V. Sus discos se ven­dieron y
se siguen vendiendo mucho (también son carísimos). Autor de la música de
¿Quo Vadis? (1951) de Mervin, Le Roy y Ben-Hur (1919), de William Wyler.
Sus obras de música pura, después de años de olvido, empiezan a ser
conocidas y apreciadas como merecen gracias al sexo discográfico Naxos.

Elmer Bernstein. El consentido de Hollywood después de és-


tos, sus antepasados en el oficio. Exponente de la mejor cultura musical
norteamericana, ha atinado y fracasado con las desigualdades del vaivén
del mercado. Excelente en clásicos como Los 7 magníficos The Magnifi-
cent Seven, 1960), de John Sturges, vampiristícamente absorbido por las
cuñas de Marlboro, y filmes recientes como La edad de la inocencia (The
Age of Innocence, 1993), de Martin Scorsese. Su hija se está encargando
Ensayos

de recuperar y recopilar toda la inmensa cantidad de cosas que compuso,


muchas de ellas perdidas por el trato que les dan a las partituras las casas
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productoras, con el fin de hacerlas revivir, ya en las salas de grabación, ya
en la reproducción directa en el disco.

Quincy Jones. Hábil compositor de raza negra a quien se de-


ben formidables piezas de suspense y acción. Por desgracia, su nombre
no aparece ya con la periodicidad y el vigor de décadas anteriores, en
lo que al cine se refiere. Digna de evocación en la música de A Sangre
Fría’ (In Cold Blood, 1967), de Richard Brooks, adaptación de la novela
de Truman Capote.

John Williams. Edecán musical de Steven Spielberg y George


Lu­cas, ha vendido como el pan, gustando en demasía de estridencias y
ruidos. Sin embargo, denota poseer una cultura sonora muy amplia y un
sexto sentido dramático, envidiables en películas cómo El imperio del sol
(Empire of the Sun, 1987), de Spieiberg, mezcla de orientalismo estilizado
con un afortunado homenaje a las tradiciones de la música coral occiden-
tal. Esto último se escucha sobre todo al final de la película.

Lalo Schifrin. Virtuoso del teclado, entiende además muy bien


de instrumentación y melodías para el thriller y el filme de aventuras. Dig-
na de elogios es su colaboración con Don SiegeI, por ejemplo, en Mi
Nombre es violencia (Coogan’s Bluff, l968).

Bob Dylan. Aunque no ha trabajado mucho para el cine, este


can­tante norteamericano es autor de la inolvidable música de Pat Garrett
and Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, temas de trovador del Oeste
en Ios que el country expresa de manera óptima el clima de leyenda y
tristeza que preside este western crepuscular. El mismo Dylan actúa y canta
en la banda sonora, al modo de un narrador-testigo-juglar que cuenta la
historia, es testigo de ella e interpreta con aliento poético su significación.

Conclusión

La música para ese ritual, para esa magia en imágenes y soni-


dos que es el cine, en pleno siglo XX, ha sustituido con creces, para bien y
para mal, a la de la tragedia y el drama que le precedieron por siglos.

Siendo en principio, como la música en sí misma, subjetivi-


Sobre el cine y sus hermanas

dad en estado primario, emoción e intuición, es, por esa paradoja que
hallamos en Schopenhauer y Nietzsche, el lenguaje más universal del
propio cine, al cual pertenece, haciéndolo a su vez pertenecer a ella;
puesto que, desentendiéndose de esa subjetividad, como lo aseveran
Antonioni y Tarkovski, siguiendo a aquellos filósofos, se convierte en so-
nido objetivo del mundo, en el arte develador de los secretos básicos de
la existencia, de los que el cine tanto nos ha comunicado. Pero es seguro
que no habría podido hacerlo sin la música: ésta la lleva en su sangre,
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como el rito trágico dionisíaco; quizá es la forma idónea de que dispone
para recuperar el espíritu religioso de la existencia, el cual contiene de
hecho la tragedia griega.

Ensayos, Número 1, Año I; 1995; con pequeños añadidos escritos


en 2004.

Actualidad del proyecto educativo


de Roberto Rossellini

Roberto Rossellini merece una ma­yor atención hoy en día de la


que generalmente se dispensa a su obra por parte tanto de los críticos,
como de los espectadores cinematográficos. Además de situarlo como
un repre­sentante del Neorrealismo italiano, de censurar la no demasiada
transparencia de su postura política (en sus primeras películas su actitud
hacia el fascismo de Mussolini no fue la que esperaban los comunistas
ita­lianos; tampoco después del apogeo neorrealista se mostró muy polí-
ticamente correcto para estos mismos), y las referencias ocasionales a su
gran proyecto pedagógico, muy pocos han comprendido una visión que,
de ser puesta en práctica, contribuiría enormemente a cambiar el mundo,
la meta final de toda filosofía y todo pensamiento, según los marxistas.

François Truffaut (1976: 278), quien fuera su secretario perso-


nal durante tres años, decía lo siguiente acerca de sus comienzos:

“Se puede uno preguntar cómo ha llegado a ser director de cine,


cómo se metió en el cine. Se metió por casualidad o, mejor, por amor.
Se había enamorado de una chica que habría sido seleccionada por los
productores y contratada para rodar una película. Por puros celos, Roberto
la acompañaba todos los días al estudio y, como la producción no estaba
sobrada de dinero y a él se le veía allí desocupado, le pidieron, puesto que
tenía coche, que pasara todos los días a recoger al protagonista masculino
del filme, Jean Pierre Aumont, a su casa para llevarlo al estudio”.

Sin embargo, Rossellini había visto cine desde pequeño en una


de las mejores salas de Roma, construida por su padre, arquitecto respe-
tado, cuya casa era visitada permanentemente por artistas e intelectuales
de la capital italiana. Lo rescatable de la anécdota de Truffaut está en el
hecho de que, como veremos mejor más adeIante, el director no daba
tanta importancia a sus privilegios de artista, ni mucho menos mistificaba
su oficio. Hacer cine para él era, simple y llanamente, una manera de
servir a sus semejantes, así como un juego placentero que perfectamen-
te habría podido ser sustituido por el pilotaje de autos de carrera, pues
era un excelente conductor a quien fascinaba este tipo de com­petencias.
Ensayos

También, y ante todo, habría podido ser un personaje de la ciencia, en


que finalmente se convirtió, aunque detrás de las cámaras. Prueba de
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ello puede ser, inicialmente, el hecho de que sus primeras películas son
cortometrajes sobre ­peces.

Inicios y floración neorrealista

La carrera de Rossellini como autor de largometrajes se inicia


en el período de la Segunda Guerra Mundial, cuando Italia abraza la
causa del Duce, revestida en un primer momento de tintes socialistas. Sus
películas de entonces constituyen una amalgama de ingenuidad y espíri-
tu de riesgo; este último acompañará al director italiano hasta su muerte.
La nave blanca (La nave bianca, 1941) se desarrolla en un navío-hospital
adonde ha sido llevado un marino herido, mientras que Un piloto regresa
(Un piloto ritorna, 1942) relata la aventura de un italiano prisionero de los
ingleses. El hombre de la cruz (L’uomo dalla croce, 1943) elogia la figura
de un sacerdote que atiende a los soldados de la patria enviados al fren-
te soviético. Tres películas sobre el tema bélico, la segunda de las cuales
cuenta con un argumento y supervisión de Vittorio Mussolini, creador de
los estudios de Cinecitá, y la revista Cinema, máximo responsable de la
política cinematográfica del régimen, y guión de Michelangelo Antonioni.
Tres películas en las que pueden, más que el encargo, la propaganda y el
nacionalismo, la pasión por el mar y el heroísmo de los pequeños actos.
Haciendo la última de ellas, el director anhelaba encontrarse con soldados
norteamericanos cuyo frente estaba cerca de las locaciones de rodaje, algo
que nunca consiguió y fue el verdadero propósito de su empresa.

Es, por supuesto, Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta,


1945) la película que concentra en él la atención internacional como
eximio representante del susodicho movimiento neorrealista. Aparece ya
aquí uno de los motivos dominantes de su cine: la solidaridad que, a la
par de la fe, mueve montañas, al margen de diferencias sociales y de
posición política. Es esta una de las obras en las que palpita con mayor
veracidad y emoción el sentido de lo comunitario, de la colectividad uni-
da en un propósito común. La lenta pero segura liberación de la Ciudad
Eterna se lleva a cabo, en la película, en medio de los actos domésticos
que tejen la existencia, aun siendo el entorno el del acontecimiento histó-
rico. La cámara hace de la realidad circundante tanto su materia, como
su objetivo final, el cual no es otro que mostrar lo potencial convertirse
en acto, la manera como un proyecto colectivo se torna hecho consu-
Sobre el cine y sus hermanas

mado. La película es, si se quiere, un retrato fenomenológico del cambio


animado por el espíritu de lucha y sacrificio que distinguen una época de
agitación febril, la cual paga su precio por alcanzar la libertad. ­Podría
añadirse que es una ejemplificación imperiosa de la importancia de la
política o, más exactamente, de aquel principio platónico consistente en
que la consecuencia lógica e inmediata de una dictadura extrema es la
democracia más excesiva también –lo contrario puede ser objeto de me-
ditación también en estos tiempos de virulencia capitalista exacerbada y
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libertina: ¿Hacia un segundo Hitler?–. Viéndola podríamos quizá darle la
razón a Hobbes, para quien la naturaleza del mundo estaba en enfrentar
a todos contra todos y sólo la guerra lograba despertar la solidaridad,
venciendo el egoísmo rutinario.

Con Paisà (1946), Rosellini lleva la guerra a su grado cero, es


decir a su pura irracionalidad y condición abismal. Más que una película
pacifista, es una operación de lógica implacable, pues nos hace testigos de
lo que somos y podemos ser en cualquier momento, criaturas vapuleadas
por el vaivén de la necesidad y la muerte, interrogadores perpetuamente
defraudados ante respuestas tan contundentes a las preguntas de siempre
por fines y medios. Aparentemente descuidada en su factura, tremenda-
mente simple y desnuda por una puesta en escena desposeída del menor
atisbo de ornamentalidad, Paisà pasa del relato al hecho en bruto, de la
realidad reconstruida por la ficción al ser del simple acontecer, dejando
hablar al hecho sin ningún retoque estructural de fondo. Es la historia en
paños menores, el diáfano transcurrir de un tiempo viciado por la natura-
leza humana, inexorablemente atada tanto a los grandes períodos de la
construcción, como a los de una destrucción que no conoce límites.

Un camino solitario

A continuación filma L´amore (1947-48) y Alemania año cero


(Germania anno zero, 1947), cintas con las cuales empieza a verse se-
riamente afectado su prestigio. En la segunda, expone crudamente, pero
sin abusar del tema, la realidad de la Alemania postnazi encarnada en
un niño quien, acon­sejado por un adulto que obedecía las órdenes del
Führer, mata a su padre enfermo, y luego se suicida. El criminal sigue
siendo siempre un niño, un inocente desprotegido conducido a los extre-
mos por un entorno demencial. En las calles vacías de la capital alemana,
invadidas ya por la miseria, se desenvuelve este drama mayor de la infan-
cia profanada, una de las películas más estremecedoras que se hayan he-
cho jamás. Rechazada por la crítica y el público alemanes, está concebida
desde un tono nada lastimero, tampoco tendencioso. La narración avanza
con una insólita naturalidad, como si en una atmósfera de grandes críme-
nes de estado las secuelas no se hicieran esperar, arrasando incluso con
la quintaesencia del candor, que degenera en un paradójico altruismo
macabro: el niño piensa, en términos de una eutanasia implacable, que le
hace un bien a su progenitor matándole. El filme está desprovisto de to-
ques estilísticos que interfieran con un material tan sencillo, tan impertur-
bablemente claro, que parece responder a la autoría narrativa del propio
niño homicida. Planos de larga duración, prácticamente sin esceno­grafía
ni el menor efecto o artilugio de montaje, son el marco para actuaciones
que, sin recurrir al sofisma mentiroso de “la vida tal cómo es”, sí están
Ensayos

alejadas de cualquier teatralidad o exhibición actoral narcisista.


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Seguiría poco después, resumiendo, en la trayectoria de Rosse-
llini, su asociación, carnal y artística, con Ingrid Bergman, vedette consen-
tida de Hollywood, tratada por Alfred Hitchcock como casi una tonta sin
personalidad. Luego de ver las películas de su futuro marido, la Bergman
viajó a Roma afanosamente para decirle en actitud de veneración: “Soy
suya y quiero trabajar con usted, nadie en la tierra está haciendo un cine
como el de Paisà, déjeme hacer parte de él”.

La pasión trae fuego nuevo a la vida de esta pareja que, com-


penetrada hasta la médula, produce una sucesión de títulos-manantiales
del caudaloso río del cine contemporáneo, dispuesto a decirlo todo sin
convencionalismos ni hipocresía. Stromboli (1949), Europa 51 (1952), Te
querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), Giovanna d´Arco al rogo (1954)
y La paura (1954), hacen cada vez más coherente la estética del director,
empeñado en hacer películas como quien cocina en un modesto espacio,
con muy pocos ingredientes, o lava la ropa con el agua de un río cercano.
Los criterios de raccord, belleza de encuadres y composiciones, perfec-
ción y fluidez en el movimiento de la cámara, se reducen a la mínima
expresión. Académicamente, son películas llenas de defectos y carencias;
existencialmente, son la más acabada crónica del desasosiego y el can-
sancio que perturbaban a la Europa de postguerra, apenas el aperitivo de
la crisis que llega hasta nuestros días. El desamor cunde en ellas, el lazo
de la solidaridad se ha roto, la comprensión empieza a implicar tentativas
casi heroicas de entender y aceptar al otro tal como es. La renuncia a la
espectacularidad se hace más consciente. La austeridad de los medios ya
no es una elección, es una condición para entender, al modo del religioso
que pone entre paréntesis el mundo, para adentrarse en el conocimiento
de lo que verdaderamente lo mueve.

En ese sentido, y a la pregunta de alguien respecto al bajo


presupuesto de Paisà, consuetudinario en las obras posteriores, el director
declaraba:

“(...) rodé con medios extremadamente pobres porque creo fir-


memente que es preciso que la imagen sea útil. Y para que la imagen sea
útil es preciso poder producir mucho; para que se pueda producir mucho
es preciso que el coste de la producción sea muy bajo. Por consiguiente,
siempre he tenido la preocupación de reducir el coste lo más posible para
tener la posibilidad, para mí mismo en primer lugar y después para los
Sobre el cine y sus hermanas

demás, de hablar, de expresarme con plena libertad” (Oliver y Guarner,


1972: 16).

Rosellini vuelve así al Quatrocento de la pintura, inocente,


despojado, hecho de ternura sustancial hacia el mundo y sus criaturas,
ternura que, como en Piero della Francesca, sólo se deja percibir por el
observador atento del arte, oculta tras una rigurosidad iconográfica del
pensamiento creativo. Adiós a la retórica, adiós al arte por el arte.
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Europa 51 es un espléndido trabajo de seguimiento de un mun-
do deshumanizado. Allí, la Bergman, sintiendo todo un complejo de culpa
por el suicidio de un hijo al que casi había olvidado, emprende amorosas
jornadas de servicio a una familia necesitada, la cual se convierte casi en
la suya propia. Recuperando el sentido de la generosidad y el desapego,
superando toda visión clasista, despierta, como el mismo Rossellini, la
suspicacia de gentes como su marido, quien llega a creer seriamente que
está loca.

Rechazando la opción marxista por su resentimiento y tenden-


ciosidad inherentes, estigmatizada igualmente por representantes de la
Iglesia, esta mujer, proveniente de la alta burguesía italiana, es sacrificada
como anormal y encerrada en un manicomio. Nunca antes el cine había
sido tan severo con una época, nunca antes le había cantado a la sensi-
bilidad de una mujer con tan abarcadoras repercusiones. Según José Luis
Guarner, gran estudioso de la obra de Rossellini, ya fallecido, la película

“tiende a identificarse con el rostro de la protagonista y la es-


tructura misma adopta su carácter confuso y apasionado. Su desarrollo es
brusco y espasmódico. No hay tiempos muertos, no hay encadenamientos
lógicos que justifiquen el abrupto desarrollo de la acción o que le den
´verosimilitud´. La película es una simple constatación de hechos, que
implican, sin embargo, una toma de posición muy violenta en algunos
aspectos (...). A través de una simple serie de hechos y acciones que se
esbozan en unos pocos trazos de un esquematismo que roza la abstrac-
ción, se quiere expresar un drama moral de amplio alcance, que se hace
carne en un rostro de mujer” (Guarner, 1972: 79).

Por su parte, Stromboli, tierra de Dios nos introduce en un mun-


do de la más absoluta soledad y misterio. Es una obra que, como las de
Caravaggio, asciende hasta lo supranatural metafísico sobre la base de
una naturalidad transparente. Casada con un pescador, antiguo soldado
oriundo de aquella región italiana, la Bergman, una extranjera, arriba a
su nuevo e inhóspito hogar después de la guerra. Mirada como la foránea
indeseada, aislada totalmente por el primitivismo de sus vecinos, debe
soportar la larga ausencia de su marido incomunicada, condenada sólo
por el hecho de pertenecer a otra cultura. El filme llega a su clímax cuan-
do el volcán que separa el lugar del pueblo en el cual se encuentra su
marido entra en erupción y ella, desesperada ante el oprobio público que
pa­dece, opta por atravesar ese mismo volcán en busca del calor afectivo
que se le ha vuelto tan distante. Se pierde, se queda dormida y, al des-
pertar, pronuncia el nombre de Dios. Una de las películas más sugerente
y connotativamente religiosas de la historia, Stromboli no se borra de la
memoria por sus topografías, tratamiento del espacio y representación
actoral realista. Las ventanas que se cierran frente a los pasos de la ago-
Ensayos

biada rubia, los rostros semimonstruosos de las mujeres que las cierran,
impávidas y brutales, émulos de los cuadros de un Breughel, las blancas
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edificaciones trogloditas próximas a las cavernas del hombre prehistórico,
que contrastan magistralmente con el negro de vestidos y atmósferas, son
elementos que hacen de la rudeza, lo mismo que de la desnudez cons-
tante en los encuadres, virtudes de una puesta en escena liberada, como
siempre en Rossellini, de cualquier dramaturgia verticalmente impuesta a
los lugares y gentes en medio de los cuales se desenvuelve la acción.

Te querré siempre se refiere a una pareja de prósperos y ruti-


narios ingleses que viajan a Italia de vacaciones. Allí, se dan cuenta de
que es poco lo que sabían, el uno del otro, ya que las ocupaciones les
impedían hablar, comunicarse. Surgen las tensiones, resultando que la
relación conyugal estaba edificada sobre falsas expectativas. La ruptura se
hace inminente. En una de las escenas más bellas, se encuentran los dos
esposos (George Sanders e Ingrid Bergman) en Pompeya, rodeados de
cuerpos calcinados, en especial una pareja sorprendida por la erupción
del Vesubio cuando hacía el amor. Deterioro y muerte, ruinas y desola-
ción, traen a cuento una actualidad deshecha por el universo del interés
(“la cerveza fría del cálculo egoísta”, de Balzac). Durante una fervorosa
procesión religiosa, él y ella, separados también por la masa de piadosos
fieles, se sienten angustiosamente solos. Están allí por la curiosidad del
turista, no porque los anime la religiosidad. Sin embargo, a la par de lo
que parece ser el milagro de la curación de un enfermo participante en la
ceremonia, los esposos se reconcilian.

Es esta una obra de factura casi amateur. La composición de


cuadro se simplifica en ella hasta tal punto que pasa por inexistente, sólo
comprende lo estrictamente necesario para introducir al espectador en el
conflicto. Los cortes son salteados, carecen de la fluidez del perfecciona-
miento ortodoxo. La cámara vacila, trastabilla, entorpece la fijación de las
líneas sagradas del cuadro. Por eso va a decir Rossellini:

“Siempre fui un gran cultivador de la cámara a mano y empecé


a utilizarla porque mi idea ha sido siempre la de desdramatizar y desmiti-
ficar todo lo que se hace en el cine. El cine hay que hacerlo con sencillez,
de forma directa, debe utilizarse un lenguaje lo más claro posible, y para
librarme de su gran organización industrial elegí la cámara a mano. Des-
pués se ha hecho de ella un uso absolutamente demencial; ahora ir al
cine no es ya ir a ver una película: es embarcarse y sufrir mareos” (Idem:
38, nota 2).
Sobre el cine y sus hermanas

Es entonces cuando la crítica italiana, predominantemente cer-


cana al Partido Comunista, empieza a hacerle la guerra al director, quien
llegó a ser también el máximo responsable del Centro Sperimentale di
Cinematografia de Roma, escuela muy importante dentro del cine interna-
cional. Así las cosas, Rossellini se encontró siendo objeto de la animadver-
sión enconada tanto de tirios, como de troyanos. Los tirios de los medios
de comunicación católicos, que venían de reprocharle su divorcio para
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unirse a Ingrid Bergman, decidieron dejarle a un lado a favor de nuevos
nombres, como el de Federico Fellini, quien justamente había iniciado su
carrera al lado de él, coescribiendo guiones ­como los de Paisa y Roma,
ciudad abierta.

Los troyanos, armados con su discurso de siempre, le censura-


ron el haber abandonado presuntamente la realidad social, el afán revo-
lucionario, para entregarse a hacer un estudio demasiado psicológico y
ético (de ello los marxistas nunca se han ocupado demasiado) de su tiem-
po. Sintieron muy poco entusiasmo en particular por Te querré siempre,
obra que abre la posibilidad de una reconciliación conyugal en medio del
fervor religioso, quedando incluso en el espectador la inquietud de que el
director se pronuncia por un milagro en la más propia extensión del tér-
mino: final fuera de tono por su estirpe reaccionaria y derechista, dijeron
en páginas acusadoras.

El reconocimiento del que no es profeta en su tierra

Sólo la crítica francesa, especialmente aquella que contiene en


germen a la Nueva Ola, se ocupa a fondo de su obra. París se torna para
él en elíxir de rejuvenecimiento, su verdadera patria. Es recibido allí con
todos los honores por futuros cineastas como Jacques Rivette, François
Truffaut y Jean-Luc Godard, aprendices de las enseñanzas impartidas por
su Gran Jefe André Bazin quien, en un artículo titulado “En Defensa de
Rossellini”, emprende el rescate de la cuestionadísima obra del cineasta
italiano.

A manera de carta dirigida a Guido Aristarco, redactor jefe de


la revista Cinema Nuovo, escribía Bazin (1966: 580) en el mencionado
texto: “La independencia de Rossellini da a su obra, se piense lo que se
piense de ella por otra parte, una integridad de estilo, una unidad moral,
que son cosas demasiado raras en el cine y que fuerzan, antes incluso que
a la admiración, a la estima”.

Continuaba diciendo más adelante el que quizá sea el más


importante de los teóricos del cine:

“A Rossellini le gusta decir que el fundamento de su concepción


de puesta en escena es el amor, no sólo de sus personajes, sino de la rea-
lidad en cuanto tal, y es justamente ese amor el que le prohíbe disociar lo
que la realidad ha unido: el personaje y su decorado. El neorrealismo no
se define por un negarse a tomar posición acerca del mundo, ni a admitir
un juicio acerca de él, pero sí supone una actitud mental; la realidad está
siempre vista a través de un artista, y refractada por su conciencia: pero
Ensayos

por toda su conciencia, y no sólo por su razón, ni por su pasión ni por sus
creencias y recompuesta a través de elementos disociados [(...). Sin duda
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su conciencia, como toda conciencia, no deja pasar toda la realidad,
pero su elección no es lógica ni psicológica: es ontológica, en el sentido
de que la imagen de la realidad que nos restituye sigue siendo global,
de la misma manera, si vale la metáfora, que una fotografía en blanco y
negro no es una imagen de la realidad descompuesta y recompuesta ‘sin
el color’, sino una verdadera huella de la realidad, una especie de molde
luminoso en el que el color no aparece. Hay identidad ontológica entre el
objeto y su fotografía” (Idem: 582).

Por su parte, Jacques Rivette, uno de los mejores críticos de su


generación y hoy director de mucho relieve, escribía en su célebre “Carta
sobre Rossellini”, escrita para el número 46 de mayo de 1955 de Cahiers
du Cinéma:

“Si considero a Rosselini el cineasta más moderno, no es sin razo-


nes; no es tampoco por una razón. Me parece imposible ver Viaggio in Italia
sin sentir como un latigazo la evidencia de que este filme abre una brecha y
que todo el cine debe pasar por ella bajo pena de muerte. (Sí, desde ahora
no queda otra oportunidad de salvación para nuestro miserable cine francés
que una buena transfusión de esta sangre joven). No es más, como se ve, que
un sentimiento personal. Y quisiera evitar en seguida un malentendido: pues
hay otras obras, otros autores, que sin duda no son menos grandes que éste,
sino como diría yo, menos ejemplares; quiero decir que, llegados a ese punto
de su carrera, su creación parece cerrarse sobre sí misma, lo que hacen vale
para ella y dentro de sus perspectivas. He aquí ciertamente la culminación
del arte que no debe dar cuentas más que a sí mismo y que, superados los
ensayos y experimentos, desalienta a los discípulos aislando a los maestros:
su dominio muere con ellos, como las leyes, los métodos que lo constituían”
(Filmoteca Nacional de España, 1972-1973, núm. 9: 1-2).

Todo ello va acompañado de las excelentes relaciones persona-


les entre el maestro italiano y los que eran entonces sus jóvenes epígonos
franceses. François Truffaut, por ejemplo, describe de la siguiente forma el
momento en que entabló comunicación con él:

“Cuando conocí a Rossellini en 1955, en París, su desánimo


era total. Acababa de terminar en Alemania Angst (La paura) basada en
Stefan Zweig, y estaba pensando seriamente en dejar el cine. Todas sus
películas, a partir de Amore, habían sido fracasos comerciales y fracasos
Sobre el cine y sus hermanas

también según la crítica italiana.

“La admiración que prestábamos los jóvenes críticos france-


ses a sus últimas películas –precisamente las más ´malditas´: Francesco,
Stromboli, Te querré siempre–, le reconfortó. Que un grupo de periodistas
ilusionados con la idea de hacer cine le hubieran elegido a él como maes-
tro del cine rompió con su aislamiento y despertó su enorme entusiasmo”
(Idem: 274, nota 1).
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A tan hermosa evocación, Rossellini respondería, años después,
aten­diendo a la pregunta sobre su influencia en la Nueva Ola Francesa,
confor­mada, en buena medida, por los antiguos críticos de Cahiers:

“En el joven cine francés, sí, quizá he influido. Pero en el joven


cine italiano, no. Con los jóvenes cineastas franceses actuales mis relacio-
nes han sido muy cálidas y humanas. Pero estas relaciones no han existido
con los cineastas italianos. Si he influido a algunos cineastas italianos, ha
sido a través de mis películas, no ha habido contactos personales. Con
los franceses, ha habido estos contactos. La última vez que ví a Truffaut le
dije que habían operado a mi hija. Y eso le afectó. Es una cosa que me ha
conmovido y emocionado extraordinariamente. Y luego me dijo: ‘Sabes,
eres uno de la familia’. Bien, ésta es la gran conquista que debe hacerse.
En Italia, nunca he encontrado este calor en las relaciones” (Filmoteca
Nacional de España, 1972-1973, núm 8: 7-8).

El director de Te querré siempre decía esto cuando Jean-Luc


Godard era aclamado como uno de los máximos renovadores del cine
moderno. Y así se había expresado Godard respecto a la misma película
en junio de 1959, el año de su consagración con Sin Aliento (A bout de
souffle):

“Cada imagen es bella, no porque sea bella en sí, como un


plano de Que viva México (película de Eisenstein), sino porque es el es-
plendor de lo verdadero y porque Rosseliini parte de la verdad. Ha partido
ya de donde los demás llegarán sólo dentro de veinte años, quizá” (Idem:
231, nota 3).

Cuando la Nueva Ola estaba germinando en las páginas de


la crítica, Rivette lo catalogaba como el más moderno de los directores
y Truffaut se convertía en su secretario durante tres años de proyectos
abortados. Por su parte Godard, ya como cineasta activo, pondría luego
en escena un guión de Rossellini, coescrito por el mismo y Jean Gruault,
Los carabineros (Les carabiniers, 1963). Entre estos cinéfilos apasionados,
que habían sacado a la palestra “la política del autor”, se sentiría Rosse-
llini como en casa, pues ellos lo salvarían de la pena de estar a la deriva,
tratado como alguien fuera de tiempo y lugar, en su propia patria. Se
haría su amigo, tratado familiarmente como Roberto, el padre adoptivo,
artísticamente hablando, el consejero, el guía espiritual, el hermano de
afanes éticos y estéticos.

Truffaut, quien comparte tantas cosas a su lado, es testigo de


su particular método de trabajo: “Recopila inicialmente la mayor cantidad
y variedad de información alrededor de los temas que piensa tratar; el
fuerte de su preparación lo encuentra en la bibliografía científica, textos
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de historia, sociología y ciencias naturales, nunca literatura. Se entera de


todo lo concerniente a topografía, costumbres, léxico y antecedentes de
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los espacios donde planea filmar. Toma infinidad de notas al respecto,, deli-
ra de entusiasmo, habla con decenas de personas y, con la misma facilidad
pasa de un tema a otro, sin detenerse en lamentaciones sobre la frustración
del proyecto anterior. Curiosamente, no hace lo que otros cineastas, no
busca apoyo y referencias en la ficción novelesca o la poesía. Su espíritu
está más próximo al del hombre de ciencia o, más bien, al del artista que
sueña con las alas de éste, las de un Leonardo o un futurista” (Idem: 276,
nota 1). A propósito del pintor, al escribir La lucha del hombre por la sobre-
vivencia lo cita significativamente: “La pintura más digna de elogio es la que
está más conforme con la cosa imitada” (Idem: 9, nota 9).

Un interregno de meditación hacia el vuelo definitivo

Siguen en su singular trayectoria películas como India (1958),


producto de su permanencia y contacto fecundos con la cultura hindú,
una de las primeras incursiones de la televisión occidental en ese país del
que tanto se habla ahora, las más de las veces sin la vocación ecuméni-
ca de ese maestro de la ciudadanía mundial que fue Rossellini. Diciente
en ese sentido es la anécdota que refiere cómo el cineasta entabla una
conversación con un anciano que se expresa en sánscrito, antigua lengua
universal, que puede entender gracias a su conocimiento del latín, com-
partiendo así los dos, separados por barreras geográficas, la columna
vertebral de dos saberes milenarios.

A contracorriente de una falsa espiritualidad, he aquí una de


sus afirmaciones características:

“Todo el pensamiento indio es un pensamiento que podríamos


llamar materialista, un pensamiento científico. Los Vedas, los libros sagra-
dos, son libros de ciencia; como la ciencia está hecha de observaciones
directas y concretas, científicamente sabemos que el hombre tiene tam-
bién una dimensión metafísica. ¿Existe Dios o Dios ha nacido en la mente
de los hombres? No lo sé, pero el hecho existe en sí. Por ello, tiene impor-
tancia un examen científico del mismo” (Idem: 34, nota 2).

Los siguientes pasos los da Rossellini en largometrajes de transi-


ción hacia su gran testamento artístico, todavía en el cine, aunque empe-
zando a dudar de su eficacia. Desde El General De la Rovere (II generale
Sobre el cine y sus hermanas

de la Rovere, l959), en la qué actúa Vittorio De Sica, otra de las figuras es-
telares del ya dejado atrás Neorrealismo, hasta Alma negra (Anima nera,
1962), las películas se suceden sin ser acontecimientos, ni para el público
ni para la crítica. Sentenciará luego con el mayor acierto: “El público es
tan poco respetado que cuando se ve profundamente respetado se siente
perdido” (Idem: 8, nota 9).
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La decisión enérgica y admirable

Pasa el tiempo y el director se siente cada vez más descontento


con el cine de su generación. Algo está agotado para él en el arte del
siglo; el cine, como diría después su antiguo asistente y guionista Fellini,
empieza a perder buena parte de su magia y conjuros. El cineasta común
se enclaustra en su egocentrismo, en un peligroso soliloquio en el que el
público no participa; la industria de la entretención, en la que las películas
juegan un papel de primer orden, genera una visión de esclavos, la de
la alienación en el estricto sentido hegeliano: el hombre construye una
civilización al margen de sí mismo, escapando a la inmediata realidad
de la ética, erigiendo un conglomerado ajeno a su ser natural, separado
del saber absoluto, el del espíritu sobre su propio carácter. ¿Qué hacer,
entonces, para no traicionarse, para desempeñar el rol activo del inte-
lectual en una sociedad inconscientemente ávida de recuperar el tiempo
perdido, retomando, puede decirse, los ideales peripatéticos de educa-
ción que tenían como meta precisamente ésta, la de una formación que
hiciera mejores a los individuos y su sociedad? La respuesta del italiano,
separado ya de la gloriosa actriz sueca, es tajante. Podemos transponerla
en nuestras palabras así: “Hay que sacrificar el cine, si es preciso, para
dar nacimiento a uno de los granos de arena que impida la caída de la
humanidad por el despeñadero de una nueva esclavitud”.

La decisión, que ha ido madurando con los fracasos y la sole-


dad, con el cosechar en mentes sensibles a la crisis y a la vez experimentar
el desasosiego ante la burocracia (el término es de Godard) de un oficio
despersonalizado, tan afectado por lo superfluo de las frivolidades, llá-
mense espectacularidades de taquilla o coartadas pseudointelectuales,
supone un valor increíble, el de un Savonarola o un Francisco de Asís.
Rossellini se encuentra claramente ante la disyuntiva de ciertos personajes
de Albert Camus: o renunciar a la acción, en aras de reconocer pasiva-
mente el absurdo de la existencia, o abrazar aquella para contrarrestar la
epidemia de peste generalizada. Es éste, a nuestro modo de ver, uno de
los momentos cruciales del cine contemporáneo, cuando un cineasta tiene
ante sí la posibilidad de permanecer indiferente en el cielo estrellado de la
fama bien ganada entre otros, rodeado de prosélitos casi incondicionales,
como sus seguidores franceses, pero sin incidencia sobre el tejido social,
tan ajeno a la cinefilia; o dar de sí en función de las carencias y dolores
de las grandes mayorías. La respuesta, decíamos, es de una integridad tan
majestuosa, como humilde: hay que abandonar el cine por un programa
masivo de educación, para implementar cambios definitivos en la menta-
lidad del hombre de nuestro tiempo. Y el medio escogido para ello va a
ser la televisión, condenada por los filisteos en tanto aparato cultural de
segundo orden, tal como lo había sido el cine en sus comienzos por parte
de académicos e ilustrados prohombres. Rossellini es el primer cineasta
Ensayos

del planeta que se libera públicamente de ese complejo de superioridad,


aceptando la realidad de la época, proponiéndose introducir en dicho
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aparato, lleno también de taras y aberraciones, tal vez más que el mismo
cine, el criterio del educador que destruye insanos prejuicios.

De esta manera surge la idea de un gigantesco fresco para-


documental que reconstruya la historia de Occidente, tomándola en sus
acontecimientos y personalidades de mayor envergadura. El propio Ros-
sellini escribía al respecto en 1976, un año antes de su muerte:

“Hace quince años que estoy realizando experiencias para pro-


mover una didáctica nueva a través de la imagen. Estas tentativas tienen
por objeto llegar, concreta y fácilmente, a la educación integral. He aquí
la lista de tales experiencias, no por el orden de su realización, sino si-
guiendo su cronología histórica:

1. La lucha del hombre por la superviviencia (12 horas)


2. La edad de hierro (5 horas)
3. Sócrates (2 horas)
4. El Mesías (2 horas, 25 minutos)
5. Los hechos de los apóstoles (6 horas)
6. Agustín de Hipona (2 horas)
7. La era de los Medicis (El desarrollo del mercantilismo
y del humanismo) (4 horas, 10 minutos)
8. Blaise Pascal (2 horas)
9. Cartesius (2 horas, 40 minutos)
10. La toma del poder por Luis XIV (1 hora, 35 minutos)
11. ¡Viva Italia! (2 horas, mi primera tentativa en este género)
12. Año uno (2 horas)

Y preparo ahora una película sobre Karl Marx” (Rossellini,
1979: 74-75).

La muerte del director, acaecida en junio de 1977, le impidió


seguir trabajando en este último proyecto.

Hilo conductor de la serie es el romper, justamente, con los


prejuicios de que antes se hablaba, vengan de donde vinieren. Es el volver
sobre la espi­ritualidad de esos personajes y sus épocas, viéndola despre-
venidamente, sin preconcepciones, provenientes ya de la izquierda, ya
de la derecha, dentro de una simbiosis de las aproximaciones marxista y
Sobre el cine y sus hermanas

cristiana a los eventos históricos, mezcla comprensible en la Italia de los


años sesenta y setenta, movida por dos fuerzas enemigas pero que inte-
ractuaban en el interior de las capas intelectuales. La ciencia, epicentro
de la modernidad, debía darse a conocer en su carácter no discriminador
ni fundado en las prevenciones o las pasiones de tono desmedido. Para
Roberto Rossellini, el hombre tiene el derecho de empaparse de lo que
han hecho sus antepasados por el bien común, apartándose de cuantos
equívocos circulan por la desinformación y la manipulación política. El
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nuevo hombre, espíritu libre, tiene que pasar necesariamente por esta
etapa de decantación didáctica, de purificación filosófica, que quite los
lastres de un conocimiento reemplazado por las frases de cajón y la pueril
novelería de las modas.

Roberto Rossellini, auténtico ser de su tiempo, coincide con filó-


sofos como Husserl y su discípulo Scheler, para quienes había que partir
de esas rupturas con yugos ideológicos y fanatismos, para devolverle a
los fenómenos su elasticidad y carácter inherentes, dejándolos hablar por
sí solos, sin las mediaciones de una opinión maniatada por sus propios
extremismos. También Kandinsky, otro personaje de su tiempo, quiere vol-
ver con su arte a la belleza de las formas puras, a la geometría amable y
clara de las proporciones, dejando atrás sentimentalismos y comuniones
doctrinales con la falsa cientificidad de los realismos totalitarios. Otro
tanto hará Anton Webern en la música, teniendo corno objeto las partí-
culas más elementales de los cristales sonoros, independientemente de
toda sugestión emocional encasillada en fórmulas sentimentales o mode-
los doctrinarios del discurso del pentagrama. Todo ello dentro del siglo
XX y el nuevo milenio en gestación, época utópicamente soñada como
la de la reconciliación de las contradicciones, de la supresión cabal de
las antinomias, del que hablaba Max Scheler desde la perspectiva de su
antropología filosófica:

“Si la época anterior fue, en su estructura fundamental, la de un


constante y decidido crecimiento de las tensiones entre fuerzas, las cuales
cobraron intensidad de una manera cada vez más particular; como la lla-
mó Rudolf Eucken, la de la ´acumulación de fuerza´, interrumpida de for-
ma relativamente excepcional por procesos violentos y revolucionarios de
descarga de dichas tensiones –las guerras campesinas, las revoluciones
inglesa y francesa, la pequeña revolución alemana y la grande de Rusia–,
me parece que la fórmula más general a la cual puede reducirse la época
que está hoy en germen, es la de un cada vez más universal proceso de
superación de antagonismos en la esfera de las relaciones humanas, de
supresión de oposiciones entre las fuerzas. Igualmente, será una época
en la cual el hombre, gracias a su corazón y espíritu vivos, se esforzará de
nuevo por dominar lo demoníaco de las fuerzas que, liberadas en la pa-
sada época de sus lazos, se convirtieron en potencias de carácter objetivo,
para insertarlas dentro del servicio a la felicidad de la humanidad y una
sensata realización de los valores. Una potente, imparable corriente de
resolución de contradicciones, sacará de su camino a cualquier política
que pretenda, simplemente, convertirse en factor capaz de detener o po-
ner obstáculos a este proceso, acorde con el destino de desaparición de
antinomias o alguno de sus aspectos. Toda tarea política formulada hoy
de modo apropiado es de hecho la de conducir este proceso y liderarlo en
Ensayos
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cada una de sus fases, con el objeto de que pueda marchar hacia adelan-
te con un mínimo de destrucciones, explosiones, sangre y lágrimas”20.

Scheler manifiesta esto en su ensayo El hombre en la época de


la desaparición de los antagonismos, publicado póstumamente en 1929.

La exposición escrita de su pensamiento

Todos sus planteamientos teóricos los hace Rossellini en su libro


Un espíritu libre no debe aprender como esclavo. Allí, el director estable-
ce como premisa de su proyecto educativo audiovisual la de que “sea-
mos capaces de superar las prefiguraciones y conjeturas para acceder a
las realidades tangibIes” (Idem: 18). El texto se inicia con una descripción
muy entrada en razón del mundo contemporáneo, haciendo hincapié en
la revolución industrial, el reinado de la máquina, la teoría del capital y
el nacimiento del proletariado. Señala cómo el sistema productivo bajo el
régimen de la mer­cancía brinda sólo seguridades engañosas, pues el es-
tancamiento de los inter­cambios y de la misma producción al que éste está
constantemente expuesto, llevan a su resquebrajamiento: “Surgen entonces
las crisis, las ´recesiones´, características del sistema capitalista. La historia
nos demuestra que estas crisis se repiten periódicamente. Pasamos entonces
de la euforia al pánico. Y cabe afirmar que la sociedad capitalista es neu-
rótica por naturaleza” (Idem: 25).

Refiriéndose a la evolución de la democracia y al ejercicio del


poder, citando a Alexis de Tocqueville y su obra La Democracia en Améri-
ca, la cual evidencia la existencia de un poder inmenso, tutelar, paternal,
que busca confinar al hombre irrevocablemente en la infancia, consa-
grándose de buen grado a su felicidad y llegando hasta el extremo de
quererle redimir del esfuerzo de pensar y la agitación de vivir, Rossellini
escribe:

“Violencia, sexo, erotismo y toda clase de perversiones se han


hecho materia de consumo habitual, incluso bajo pretextos psicoanalíti-
cos. Curiosamente, quienes se pretenden ´revolucionarios´, reivindican
estas prácticas como una conquista sobre los esquemas convencionales.
Pero muy al contrario, tales procedimientos sirven sólo para crear nuevos
fetiches y para hacernos cada vez más confusos, insensibles, incapaces
Sobre el cine y sus hermanas

de percibir la realidad: vivimos cada vez más frenéticamente de ilusiones.


A medida que desfilan ante nuestra vista esas imágenes confusas, nos
alejamos un poco más de la visión coherente de las cosas. Y así resulta

20 Este ensayo hace parte del volumen Escritos de antropología


filosófica y teoría del conocimiento. (Scheller, 1987a: 205 - 206). La tra-
ducción la he hecho del polaco, no por pedantería, sino por no disponer
de otra edicicón en una lengua diferente.
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fácil guiarnos, condicionarnos y orientarnos en la dirección que se desee”
(Idem: 29 - 30).

Haciendo una crítica de fondo a los medios de comunicación,


espejo del mundo contemporáneo, se detiene en la manera como infor-
man acerca del sexo, la cultura y la política, concluyendo:

“Aparece obvio, asimismo, que los delincuentes comunes se


´politizan’, proclaman su adscripción a ideologías revolucionarias, para
subrayar de este modo, siguiendo la moda, la importancia de sus actos.
Estos pretextos ideológicos hacen concebir la sospecha –compartida por
los periódicos– de que se proclaman para provocar la reacción y la limi-
tación de las libertades.
El resultado de todo ello es la creciente desintegración de las
relaciones humanas. Ya no es posible el diálogo, la confrontación de teo-
rías opuestas. La agresividad hecha moda es la manifestación dominante
de la personalidad” (Idem: 33 - 34).

Retrotrayendo al lector al concepto de alienación ya menciona-


do, el texto propone un antídoto para superarla, afirmando que “la estra-
tegia que se pede seguir y –probablemente la única a nuestro alcance– es
la de analizarnos a través de la historia” (Idem: 37).

Más adelante, el autor continúa así con su duro diagnóstico del


hombre a la luz de la civilización contemporánea:

“Si fuera posible reunir todos los datos históricos, llegaríamos


a la conclusión de que existe en nuestra especie una cierta tendencia a
crearse ilusiones para convertirlas luego en certidumbre absoluta. Ahí esta
el signo más evidente de nuestra locura (...).

“La civilización, según enseña la historia, es un mundo artifi-


cial y reducido, simplificado, a la sombra del cual buscamos seguridad y
amparo, pero que constituye, con el tiempo, la fuente de todas nuestras
aflicciones, de nuestra desorientación, de nuestra desolación.

Ello conlleva un creciente empobrecimiento del conocimiento,


“el incremento de la ignorancia relativa (porque en realidad no sabemos
todavía muy bien como difundir todo este nuevo saber, todos los conoci-
mientos acumulados a lo largo de los últimos decenios)” (Idem: 39).

Como contrapartida a la flagrante descomposición de las es-


tructuras económicas, sociales, morales, culturales y políticas, que Rosse-
llini observa en su tiempo, propone un retorno a los ideales de educación
integral, haciendo el boceto de una nueva forma de educación:
Ensayos
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“Todos los hombres políticos, todos los moralistas, todos los
idealistas que se propongan sinceramente llevar a cabo transformaciones
sociales, deben tener muy en cuenta una operación esencial: la de conce-
bir y promover nuevas formas de instrucción, de educación y de cuItura.
Como es sabido, todo cambio radical presupone el desarrollo de nuevos
sistemas de pensamiento, nuevos ´intelectos´, nuevos ´valores´, nuevos
modelos culturales con qué sustituir los esquemas tradicionales. Hay que
plantearse, por consiguiente, la instrucción, la educación y la cultura en
términos enteramente nuevos, sin pasión y guiados por un espíritu racio-
nal: así es como conseguiremos expresar, con una claridad absoluta, lo
que conviene poner en práctica para acelerar una transformación cohe-
rente del hombre y de un mundo en perpetua evolución” (Idem: 53).

Se trata de una educación que “permita eliminar todas las ideas


falsas, todos los prejuicios, todo cuanto nos aleja de la verdad, y barrer
la hojarasca de sugestiones malsanas, de egoísmos, de vanidades y de
celos que nos asaltan” (Idem: 54). Para acabar de precisarla, se remonta
a Comenio, sacerdote moravo del siglo XVII, uno de los padres de la
pedagogía moderna, quien se propuso crear la ciencia de la pansofía, la
cual englobase a todas las otras ciencias y fuese capaz de enseñar todo a
todos. Reafirmando el papel esencial de la memoria como factor primor-
dial del conocimiento, enfatizando en las diferentes vías que puede ha-
ber para “preparar al individuo al pensamiento”, dentro de una sociedad
orientada hacia la cooperación, hacia el intercambio de saberes útiles y
dignificantes, Comenio aseveraba que:

“la dificultad de aprender proviene del hecho de que las cosas


no se enseñan a los alumnos por visión directa, sino mediante descripcio-
nes tediosísimas, a través de las cuales difícilmente se imprime la imagen
de las cosas en el intelecto; tan débilmente penetran en la memoria que
se desvanecen con facilidad o se comprenden de forma distinta a la ade-
cuada. El remedio será el de ofrecer todas las cosas por visión directa,
haciéndolas presentes a los sentidos: las cosas visibles a la vista, las tan-
gibles al tacto, las gustables al gusto” (Idem: 70).

Al llegar a esta altura de su exposición, Rossellini explica en


qué consiste su proyecto de películas para la televisión. Su objetivo es,
justamente, mostrar, y no demostrar, el grado de saber y de alternativas
sensatas de convivencia que la sociedad tiene ante sí, inspirándose en la
Sobre el cine y sus hermanas

obra de aquellos hombres que han hecho contribuciones significativas a


ello a lo largo de los siglos, fuera de las ideologías o los prejuicios tan
desafortunadamente exten­didos en el mundo actual. Para llegar a concre-
tar tales fines, el director ita­liano enuncia una disyuntiva: o conocimiento
auténtico, o cultura ornamental. Hay que

“renunciar a las incoherencias a las que nos hemos habituado;


abolir la emotividad y la ´sensibilidad´ que nos caracterizan hoy. Hay que
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preferir la objetividad y la impasibilidad a las impresiones, por seducto-
ras que éstas parezcan, a los abandonos, los desvaríos, las tentaciones,
los ´deleites´, de los cuales tan fácilmente nos dejamos llevar; en una
palabra, hemos de renunciar a la embriaguez para comportarnos con
templanza” (Idem: 89).

Sus planteamientos coinciden ampliamente con los que Stefan


Zweig, uno de sus escritores y ensayistas preferidos, hizo reiteradamente,
en sus conferencias y textos, antes de su trágico suicidio durante el domi-
nio nazi. Rossellini considera que en las manifestaciones culturales, lo mis-
mo que en la actividad de las diversas capillas intelectuales, se “preconiza
una pérdida de lucidez bastante próxima al alcoholismo” (Idem: 89).

Continúa:

“Hoy en cuanto se pronuncia la palabra ´cultura´, se piensa


automáticamente en imágenes exquisitas, en ejercicios refinados, en dis-
ciplinas ornamentales (...). Los medios de comunicación de masas culti-
van una cierta cultura abstracta, cuya base pura y simple es la emotivi-
dad. Todo cuanto suele llamarse ´actividad cultural’, todos los festivales,
exposiciones, ´semanas´ musicales o artísticas, bienales, trienales, etc.,
resumiendo, todas las ´manifestaciones´ presuntamente artísticas, no ha-
cen sino exaltar la abstracción y la emotividad, es decir, la pura y simple
alienación. Para darse cuenta de hasta qué punto nos hallamos aliena-
dos, basta considerar la superabundancia de ´debates culturales´ que se
celebran en nuestros días: puros ejercicios intelectuales, juegos de crítica
artística o psicológica, a los que nos prestamos de buen grado” (Idem:
89 - 90).

Estas reflexiones alcanzan a los equívocos ´artísticos´ como for-


ma de promoción social:

“Según el concepto liberal del individuo como autor de su pro-


pio destino, la vía más fácil para la promoción social ha resultado ense-
guida la ´intelectualidad´, el refinamiento estético, la experimentación ar-
tística. El ejercicio de una de estas actividades ha bastado con frecuencia
para adquirir un valor de peso en la balanza de los valores sociales. No es
difícil para el hombre dotado de una fantasía procurarse un bagaje más
o menos elaborado de refinamientos y sutilezas; en ciertos casos, la fama
de ser ´original´ resulta un medio de promoción suficiente (...) Museos,
bibliotecas, colecciones artísticas, archi­vos históricos, y todas cuantas ma-
nifestaciones culturales ilustran y exaltan a esos orga­nismos, sirven para
así intimidar a la gran masa de individuos. De esta manera se consigue
mitificar a las personas de ´categoría superior´ e incrementar la admi-
ración hacia sus doctrinas y su previsión, así como la gratitud hacia su
Ensayos

generosidad de mecenas. Estos condicionamientos provocan igualmente,


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por reacción, rencores duraderos, odios feroces y rebeldías irreductibles”
(Idem: 91 - 94).

En las antípodas de una cultura y una educación sumidas en


tamaño desbordamiento de los elementos destructivos y negativos, el gran
cineasta busca modelos en ciertos proyectos de educación popular del
pasado. Es así como cita el ejemplo de la escuela fundada en Dinamarca
por Nikolai Frederik Severin Grundtvig, teólogo que, sin prometer a sus
alumnos un diploma ni una evaluación tradicionales, los convoca a ciclos
disciplinados de conversaciones acerca de las fuerzas y bienes reales que
sirven al bien común, las ventajas de su Constitución política y sus valores
culturales. Abierta a todos los estamentos sociales, edades y generacio-
nes, la FoIkehjskole de Grundtvig transformó el panorama cultural danés
de su época, ya que los egresados de ella crearon las primeras cooperati-
vas, “ocuparon escaños en el parlamento y forjaron la nueva Dinamarca,
un país sin recursos naturales, ni potencia militar, pero uno de los pocos
lugares del mundo donde el bienestar se halla más extendido y la vida civil
está edificada con mayor armonía” (Idem: 97).

Roberto Rossellini traslada la experiencia del pedagogo danés a


su propio papel como cineasta para decir que

“bastaría, al principio, abrir el diálogo con el mayor número


posible de individuos. Partiendo de sus pequeños problemas contingentes,
deberíamos estar en condiciones de remontarnos a las grandes causas, a
las cuestiones históricas, a los problemas que se desprenden de nuestros
comportamientos humanos, sociales, económicos y políticos” (Idem: 98).

En su análisis de la crisis de la cultura y los medios de comuni-


cación de masas, vuelve a tocar el tema de la política:

“Todos los movimientos políticos, sean liberales, socialistas o


conservadores, solicitan la confianza del electorado mediante consignas,
y no mediante un conocimiento sólido de la historia y de sus ideas. Este
procedimiento suscita, de forma inexorable, el fenómeno que se deno-
mina peyorativamente ´clientelismo´; los supuestos ´revolucionarios´,
por otra parte, no dudan también en emplearlo. Así, más que nunca, el
mundo de hoy está lleno de opiniones y vacío de saber: las motivaciones
sentimentales prevalecen sobre el conocimiento.
Sobre el cine y sus hermanas

“Por esta razón, profundamente dividida entre los grupos que


la componen, la sociedad actual se comporta cómo un ser neurótico:
los clanes y las tribus que la constituyen generan sus propios tabúes, sus
propias interdicciones sagradas, que limitan su campo de acción y su
responsabilidad” (Idem: 108).
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No nos olvidemos de que el texto de Rossellini data de 1977,
año de su muerte. Interesantísimo es vincularlo con la ensayística de esta
década de los noventa, en los albores del siglo XXI, cuyo germen tal vez
más importante se encuentre en las filosofías de Hegel y Heidegger, para
quienes la Humanidad debía tener de nuevo como Oriente el pensamien-
to, si quería evitar una inevitable caída en el precipicio de la irracionali-
dad, la bestialización y el desenfreno neuróticos. Toda una gama de pen-
sadores de la estética, la ética y la misma política, coinciden con las ideas
del director italiano y también, en lo más genérico, con las propuestas que
hace. Bástenos, ahora, con traer a cuento a Tzvetan Todorov, cuya exce-
lente obra, El hombre des­plazado, hace consideraciones muy próximas a
las del italiano acerca de estos clanes y tabúes, de los ghettos intelectuales
y raciales que, en aras de los derechos de las minorías, pretenden impo-
nerles a las mayorías unos cánones de comportamiento, de una manera
que colinda con la del totalitarismo, cuyo fantasma ve reaparecer Todorov
en la intolerancia motivada, paradójicamente, por la exigencia de tole-
rancia (Véase Todorov, 1998: 257-280).

Rossellini insiste, de un modo que integra la mayéutica socrá-


tica con los afanes de los humanistas renacentistas, en la importancia
del conocimiento como meta de su trabajo audiovisual, expresión viva
y personal del cambio que reclama para la cultura en general: “Con el
conocimiento, podremos adquirir el rigor necesario que nos convertirá en
seres capaces de pensar y no en criaturas que se dejan dominar por la
fatalidad”. La escuela no responde a seme­jante programa de ilustración,
dentro de esta sed de cambio del rumbo social: “La escuela nos tornea,
cepilla, pule y hace de nosotros otro engranaje más, otra pieza de recam-
bio en esta gigantesca máquina de la sociedad que nos somete, y a la
que contribuimos a hacer así más grande y más eficiente” (Idem: 111, las
notas 15 - 31).

La ´semicultura´ es el arma más poderosa de los medios de


comunicación para alienarnos:

“La semicultura es peor que la ignorancia, porque nos engaña.


Su engaño hace posible tenernos atados de pies y manos, subyugados por
quimeras. La semicultura, en efecto, es la ilusión de saber” (Idem: 113).

Ya finalizando la justificación de su formidable testamento, Ro-


berto Rossellini prosigue:

“Mientras no se tome conciencia de que el narcisismo es uno


de los atributos psicológicos preponderantes en la humanidad, no con-
seguiremos mejorar al hombre. Mientras no se tome conciencia de que
nuestro yo nos domina como un monarca absoluto y orgulloso, que no se
Ensayos

digna comprometerse bajamente con la realidad, ¿cómo conseguiremos


mejorar y liberarnos? (...). Pero si fuésemos capaces de imponer a nues-
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tros deseos los límites de la realidad, llegaríamos a dominar y poseer todo
cuanto existe” (Idem: 116).

Y más adelante:

“La cuestión está en elegir entre el consuelo embriagador del


arte y de nuestros fantasmas, y la inquietud de la ciencia. En otras palabras,
¿cómo debemos vivir, en la embriaguez o en el conocimiento? El ideal se-
ría, a todas luces, que se llegara a disfrutar de ambas cosas, de la embria-
guez para el ocio y de la ciencia para el conocimiento. Pero la semicultura
sólo conduce a la frustración: nos procura un estado de semiembriaguez sin
enseñarnos nada. Por esto, no satisface a nadie” (Idem: 116).

Desde esta perspectiva, es claro que el cine y la televisión, te-


niendo mucho que aportarle a la renovación cultural de la educación in-
tegral y al conocimiento en sentido estricto, permanecen a la deriva, como
caballos de batalla de la semicultura v la semiembriaguez. Padecen, al fin
y al cabo, la misma crisis de la sociedad que los alimenta y los condicio-
na. El monopolio estatal, en vez de impulsar dicha educación, sirve a fines
políticos que esperan exactamente lo contrario del espectador, estimu-
lando nada más que la apatía y la confusión. Y qué decir de la televisión
privada entregada al sensacionalismo, a la conquista de audiencias en
virtud de los platos fuertes que atraen solamente por sus poderes como
soporíferos. Sin embargo, aquella intervención del Estado en la cultura,
a la vez que los intereses determinados de unos pocos productores priva-
dos, abren un margen, aunque estrecho, de posibilidades que es preciso
saber aprovechar. Es más fácil, para Rossellini, intentar este trabajo en la
televisión, dada la necesidad que como aparato tiene de llenar espacios
de todo tipo, tratando de satisfacer a toda clase de audiencias. Es un
medio más democrático que el cine y que, además, puede llegar a más
vastas audiencias, con una mayor capacidad de incidencia sobre ellas.
Con una de sus obras de la gran serie planeada, y realizada sólo en parte,
Pascal, Rossellini logró, por ejemplo, cumplir en buena medida la misión
que se había propuesto como educador: antes de la emisión por la RAI
de la película, una encuesta reveló que únicamente el uno por ciento de
los entrevistados había oído hablar del matemático-filósofo-hombre de
fe, mientras que, con posterioridad a la misma emisión, una segunda en-
cuesta sorprendió con la información de que el porcentaje había subido
al 45 por ciento, subiendo también las ventas de las obras del pensador
Sobre el cine y sus hermanas

francés21, del que tanto se habla en el filme de Eric Rohmer Mi noche con
Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) –Rohmer es un rossellinista impeniten-
te–, de forma considerable.

21 Dato citado por Guarner en el Prólogo a Op. Cit., pág. 11.


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Representando el cine y la televisión un servicio de interés gene-
ral, deben ser asumidos como plataformas de acción de tentativas como
las de Comenio y Grundtvig:

“Independientemente de la necesidad de modificar sus objetivos, el


factor fundamental para que la televisión y el cine sobrevivan es el de la crea-
tividad. Si se llegara a establecer una colaboración entre las dos estructuras,
las posibilidades de fomentar el espíritu de inventiva aumentarían sin duda,
con la repercusión consiguiente en beneficio de las ideas” (Idem: 127).

Como todos sabemos, esta colaboración se da hoy en día. Rossellini


no estaba equivocado; una colaboración que, efectivamente, ha redundado
en beneficio para ambas partes y ha permitido que una buena dosis de cali-
dad refresque la producción audiovisual del mundo globalizado, lo cual hace
que también las coproducciones internacionales estén siempre sobre el tape-
te. Pero, antes de seguir con este tema, se hace imperativo terminar tan larga,
pero necesaria, citación de sus presupuestos teóricos con la siguiente afir-
mación: “Los datos de que disponemos deberían hacernos ver claramente,
en su realidad, cuál es el rasgo distintivo de los medios de comunicación de
masas: la misantropía. Su actividad denota, si no odio hacia la humanidad,
al menos desprecio” (Idem: 128). Recordemos, de nuevo, las palabras de
Bazin sobre Rossellini en el sentido del amor; él amaba a su público, amaba
a la humanidad; quería, verdaderamente, hacer algo por ella. Nada tenía
que ver, entonces, no sólo con la misantropía de los medios, sino con la de
muchos ´artistas´ o más bien filisteos de hoy.

Para el amor, el pasado y la memoria son vitales. Nunca olvida lo


que otros le han dado. Por eso Rosselllini, identificado espiritualmente con Verdi
(“Quisiera vivir con un pie sobre el pasado, y otro sobre el presente y el futuro”,
exclamaba el músico cuando alcanzaba la maestría total; y en momentos de
profunda crisis, de rumbo perdido: “Volvamos al pasado, será un progreso”),
se decide a contar una historia de la humanidad para que, mirando hacia
atrás, aprendiendo de los mejores, pueda hacerse realidad el cambio:

“Pero es necesario también desconfiar de la propensión irra-


cional a la novedad. Parece como si actualmente se tendiera a valorar
la ´originalidad´ por encima de la madurez. El ansia mal entendida de
lo ´nuevo´ conduce a la extravagancia, la cual no hace sino agravar la
confusión en la que nos debatimos. Pues sería vano pretender que de
la excentricidad pura y simple puedan surgir evoluciones reales, sólidas,
concretas” (Idem: 86).

Cómo hace Rossellini sus últimas películas para televisión


Ensayos

Tal como acontecía con sus obras anteriores, el director procede


de la manera más sencilla posible en la puesta en escena del gran fresco
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histórico educativo que lo ocupó en sus últimos días, Después de recoger y
clasificar, sin programas informáticos o multimediales, pues la época aún no
lo permitía, la mayor cantidad posible de información sobre cada tema, es-
cribía unas notas muy someras, el equivalente de un guión, aunque sin seguir
ningún modelo de escritura para la pantalla: guión apenas bosquejado, para
facilitar el trabajo con el actor, siendo éste no profesional o por lo menos
no conocido en la casi totalidad de los casos; actor que, sobre la bases de
tales pautas, muy generales, improvisaba los diálogos conjuntamente con el
director, quien durante la noche anterior al rodaje, hacía un esbozo de ellos.
Una vez en el set, las escenas fluían, unas tras otras, con una gran economía
de planos y emplazamientos de cámara; largos planos- secuencias, que no
eran interrumpidos, para prolongar al máximo la concentración actoral y del
restante grupo humano de rodaje, tenían como motor de sus variaciones el
llamado travelling óptico, suerte de movimiento de zoom remozado, diseña-
do especialmente por Rossellini, que posibilitaba el hecho de abrir y cerrar los
planos sin producir los tan notorios efectos del zoom habitual, con sus cam-
bios ostensibles de distancia focal, haciendo modificaciones suaves de ésta
sin que los actores se percataran. El mismo director manipulaba su objetivo,
acercándose y alejándose sucesivamente de su objeto, en un ir y venir de
improvisaciones, nunca calculadas previamente en un guión técnico.

Extensas conversaciones con los actores, quienes se habían pre-


parado intelectualmente para la filmación con ciertas lecturas históricas y de
obras escritas por aquellas figuras que debían representar, los introducían
en las más íntimas zonas de una personalidad y el espíritu de una época. Tal
método, tomado de Grundtvig, recreaba la historia a partir de lo doméstico,
de lo común, que compartían los mismos actores con los nombres de postín
que encarnaban. Así, desaparecían las diferencias que supuestamente hay
entre unos y otros. Sobre el particular se expresaba el cineasta:

“Trato de permanecer impasible; me parece que lo asombro-


so, extraordinario, emocionante de los hombres, es precisamente que las
grandes hazañas y los grandes hechos se producen de la misma manera,
tienen el mismo eco que los simples hechos de la vida cotidiana; trato de
transcribir los unos y los otros con la misma humildad; en ello hay una
fuente de interés dramático” (Idem: 231, la nota 3).

Un cine que se hacía con lo mínimo, que aprovechaba al máxi-


mo presupuestos harto limitados, frecuentemente, era el de Rossellini; su
Sobre el cine y sus hermanas

trabajo podría reducirse a los términos de la siguiente ecuación:


Boceto de guión +
Conversación con el actor +
Improvisación del diálogo (sobre nuevo boceto) +
Planos secuencias con travelling óptico o zoom infinito (por analogía con
la melodía infinita de Wagner) +
Montaje simplificado =
Filme terminado.
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Efectivamente, el director, contrariamente a lo habitual, se demo-
raba muy poco tiempo en el montaje, al igual que Luis Buñuel. El resultado
final: Luis XIV, pedante pero algo acomplejado, viste a todo un país a su
manera, con la célebre vistosidad de los personajes de Molière y la música
de Lully, para dar una lección universal sobre cómo se ejerce un gran poder
de estado, cuando nadie lo creía capaz de tanto; Agustín de Hipona le traza
rumbos definitivos a la cristian­dad con una humildad que lo hace presentar-
se como el más insignificante de los seres; Sócrates, un individuo de la calle,
con apariencia de loco y marginal, hace a la razón, que nada sabe con
certeza, reina del comportamiento moral; Blas Pascal, enjuto y frágil, trata
de recuperar el auténtico sentido de la piedad con los jansenistas, mientras
da cuerpo a una revolución científica; los apóstoles de Cristo, parias tanto
para Roma como para los judíos, hombres de segunda para intelectuales
y guerreros, transforman irreversiblemente al mundo con su predicación;
Descartes, ansioso porque la humanidad descanse en un conocimiento so-
bre bases seguras, mide asimismo con exactitud su finitud y mortalidad, su
carácter de hombre limitado, como los otros, etc., etc.

José Luis Guarner, voz autorizada por el propio Rossellini como


la del mejor conocedor de su obra, resume así las claves de tamañas
cumbres del lenguaje audiovisual universal.

“Deseoso (Rossellini) de ser útil, pensó por algún tiempo en


dedicarse al ensayo, con el objeto de... (citando al mismo cineasta) ´ante
todo, intentar ver con ojos nuevos el mundo en que vivimos, intentar des-
cubrir científicamente cómo está organizado. Verlo. Ni afectivamente, ni
intuitivamente, sino con la mayor exactitud posible y en su totalidad´. (...)
Su discurso es sorprendentemente simple, sin la menor sofisticación, ni en
las ideas, ni en el estilo. Parece responder a la exigencia socrática de que
el lenguaje debe de estar desprovisto de retórica y de elocuencia, y que
su único fin ha de ser el de llegar a la verdad. (...). Posee el instinto innato
del saber, la humildad de ser llano en estilo, la total osadía de enfrentarse
directamente con los hechos (esta última es una cita de un artículo de
Harry Lawton)” (Idem: 7 - 8, las notas 15 - 31 y 33 - 40).

Continúa diciendo el excelente crítico catalán:

“Rossellini fue el primer (cineasta) en comprender el enorme


alcance de la televisión, y la necesidad de acomodar su trabajo a las
exigencias de la pequeña pantalla para que fuese eficaz (...) Y las caracte-
rísticas harto peculiares de estas experiencias didácticas –una síntesis de-
cididamente inusual de cine histórico, divulgación educativa, documental
científico, ensayo y reflexión personal–, las alejan del material que habi-
tualmente manejan los estudiosos, las publicaciones especializadas y las
cinematecas. Pero su estudio, sin embargo, se hace cada día más urgente
Ensayos

y necesario” (Idem: 10 - 11).


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Asimismo, para Guarner, estas obras de Rossellini

“no utilizan piedras, mapas, ni monumentos, sino que recons-


truyen escenas de la vida cotidiana de la época en cuestión gracias a
los testimonios de los historiadores, a los documentos recogidos por los
estudiosos y (...) tampoco pueden considerarse como biografías (...). Sa-
bemos también que intencionadamente despojan a sus héroes de todo su
oropel de ´figuras históricas´. Aparecen siempre fuertemente encarnados,
humanizados todo lo posible. Nunca se pretende hacerlos simpáticos al
espectador, sino ponerlos a su mismo nivel en tanto que hombres (...).
Rossellini no nos propone sus experiencias como maestro, sino como un
compañero del espectador en su búsqueda del conocimiento. Quiere in-
formar, pero también quiere clarificar posturas, señalar puntos de partida,
lanzar interrogantes (...). Y si no escapan a ciertas limitaciones (...) supo-
nen un experimento único en el campo de los medios audiovisuales de
cómo clarificar sin distorsionar” (Idem: 12 - 13).

Finalmente, Guarner trae a cuento las frases de un colabora-


dor de Rossellini, Clark Reed, a propósito del proyecto La ciencia, el cual
debía significar la culminación de una serie de proyectos del cineasta
italiano como director del Media Centre de la Rice University , en Houston
(Texas), quien recordaba de la siguiente manera las recomendaciones del
cineasta italiano : “No nos interesa hacer una película en la que aparezca
un señor con bata blanca que mira por un telescopio o por un micros-
copio, ni nada por el estilo. Queremos utilizar la cámara como si fuera
los ojos de una persona. Al observar el universo a través de la cámara, el
espectador se convierte en científico y puede tomar parte en el proceso del
descubrimiento” (Idem: 14).

Continuación del proyecto rosselliniano en la televisión de hoy

Como todo artista eminente, Rossellini terminó siendo un profe-


ta. Hoy por hoy, gracias a la televisión por cable, la satelital, las parabóli-
cas, el presente y el futuro de Internet, sabemos perfectamente cuáles son
las inmensas posibilidades educativas de los productos audiovisuales. Un
vistazo ligero a la programación de los canales de los primeros sistemas
mencionados conduce, por línea de sucesión directo, a los propósitos del
cineasta italiano. Proyectos similares a los de su inmortal fresco electró-
Sobre el cine y sus hermanas

nico (recordemos qué es, en últimas, la televisión) se dejan apreciar por


el televidente contemporáneo, desde luego sin la maestría del italiano.
Cada vez son más los espacios y series donde pueden encontrarse sus
enseñanzas vivas, quizá sin que muchos de los realizadores lo sepan. La
verdad, tarde o temprano, se impone y, al cabo de décadas de alucina-
ción masificada, la televisión empieza lentamente a educar. Desgracia-
damente, con sesgos muy ostensibles: ciencia equivale frecuentemente
para ella a combatir la espiritualidad y la religiosidad auténticas, que
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tantos beneficios le han proporcionado al mundo, gracias a Cristo, Pablo
y Pascal, Hegel, Pasteur y Einstein, entre muchos otros, estos tres últimos
hombres de ciencia que no separaban lo uno de lo otro, como Rossellini.
Habría que añadir, por supuesto, que cualquier centro de educación que
se respete, ha introducido o está introduciendo los medios audiovisuales
en el proceso didáctico.

Desde luego que apenas están despegando estos esfuerzos, los


cuales se ven contrarrestados por esa gigantesca maquinaria embrutece-
dora y castradora de la televisión dominante, algo que Rossellini sabía per-
fectamente. Suele faltar en ellos calidad audiovisual de alto rango, faltan
seguramente creatividad e invención en el oficio. Sólo unos pocos, los pri-
vilegiados económicamente, tienen acceso a tales proyectos. Sin embargo,
lenta pero seguramente, la humanidad reacciona a favor de ellos. El hastío
y desesperación que conlleva la alienación, de la tanto se ocupó el autor de
Los hechos de los apóstoles, versión audiovisual, trae como consecuencia
la búsqueda de la vida interior, la exploración en la dignidad del espíritu,
la cual está despejando zonas para el intercambio solidario de los valores
culturales, en un mundo globalizado que lo facilita enormemente.

La lucha es desigual, pero no hay motivo para el desánimo fata-


lista. Algún día volverá a verse claramente que la opción de la creatividad y
el pensamiento es más poderosa de lo que se cree a primera vista y, tal vez,
por lo menos por el tiempo que tiende a durar todo en la historia, efímero
y fugaz, saldrá triunfante contra todas las barreras. No sobra, entonces, re-
petir aquí la muy conocida sentencia de Dostoyevski en el sentido de que la
belleza salvará al mundo. En esos momentos seremos aún más conscientes,
como lo merece, de la grandeza de miras y obras de Roberto Rossellini,
uno de los hombres imprescindibles de dos siglos, el XX y el XXI, un hombre
íntegro y generosamente ambicioso, cuya mirada reposada y vigorosa a la
vez podría propiciar, si lo queremos, todo un nuevo Renacimiento de la hu-
manidad; un hombre que hizo del cine y la televisión trincheras avanzadas
en la lucha contra la descomposición y la desesperación. ¡Qué magnitud,
qué plenitud, qué luminosidad, irradian para todos los hombres de figuras
del cine como ésta! ¡Y pensar que no es la única!

Ensayos; Número 5, Año V; 1998-99; con un pequeño añadido final


del 2004.
Como complemento a este ensayo, si le interesa al lector, recomien-
do la lectura del libro ya citado, Movimientos y Renovación en el Cine.
Ensayos
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Pensamiento crítico y realización en el cine francés

“...el pensamiento precede siempre al hecho, y todos los aconte-


cimientos de la historia existen con anterioridad como leyes en
el intelecto (...). El origen común de muchas obras se halla en
cierto estado del pensamiento. La identidad radica en el espí-
ritu, no en el hecho. Por medio de una aprehensión más aguda
y no esencialmente por la adquisición laboriosa de muchas ha-
bilidades manuales, el artista adquiere la facultad de promover,
en otras almas, una determinada actividad”.

Ralph Waldo Emerson, Historia.

El pensamiento crítico ha jalonado la historia de toda cinema-


tografía que se respete, precediendo, acompañando o dando sucesión
a las grandes obras, generando atmósferas favorables a su recepción o
trazando el camino, el plan, para traducirse, posteriormente, en hechos
cumplidos. En ningún caso en el mundo esta afirmación se vuelve tanto
una verdad de a puño, como tratándose del cine francés. Tomaremos
algunos ejemplos para demostrarlo.

Se ha dicho repetidas veces que, antes de ser una realidad,


el cine estuvo, como idea y por siglos, presente en las mentes de mu-
chos artistas, artesanos, inventores, técnicos y hombres de ciencia. Pero
no bastaba el invento. Podría decirse incluso que, con su advenimiento,
sus autores no sabían muy bien qué hacer; porque los hermanos Lumière
no creían, a fondo, en el porvenir industrial y artístico del cine, situándolo
dentro de la esfera de lo potencialmente útil, a nivel de un mero instru-
mento al servicio de la ciencia. Por eso, desaconsejaban a quienes que-
rían valerse de la patente del cinematógrafo para sus propios proyectos
de producción, entre ellos a Georges Méliès.

Se necesitó de la portentosa, febril y felizmente infantil imagi-


nación de este último, para que la pantalla, no importa que de forma
balbuciente, destilara los bríos de la exaltación artística. Méliès, el mago
profesional, el hombre de teatro y, si se quiere, el encantador de serpien-
tes o, mejor, de cabezas humanas, no dejó ningún texto teórico o apuntes
sobre la magnitud de su hallazgo; no buscó inspiración en el mundo
académico ni en los tratados de estética. Era un hombre intuitivo, como lo
Sobre el cine y sus hermanas

es, ante todo, el artista, y bebía de la entraña popular. Pero, siguiendo a


Emerson, en su mente, al ver los tímidos ensayos fílmicos de los Lumière,
brilló, antes de empezar a rodar, la idea del cine, tal como lo conocemos
hoy, perfeccionada y probada por la tecnología.

Méliès es a la irradiación del sueño como el supremo conductor


en la seducción total de las imágenes en movimiento, lo que los Lumière a la
técnica y la paciente laboriosidad de los científicos; es el pensador jubiloso,
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juguetón y desenfadado que entendió a cabalidad, con sólo ver los gérmenes
de sus predecesores, lo que depararía el futuro del cine como arte. Sí: Méliès
soñó, previó, ideó la magia de la fantasía cinematográfica; sin que le fuera
preciso llegar a los susodichos textos o declaraciones altisonantes, los cuales
habrían sido demasiado prematuros, en una época en que prácticamente nin-
gún intelectual se interesaba por el incipiente cinematógrafo, antes bien éste
era ignorado y ridiculizado por los eruditos. Méliès captó lo esencial; tuvo claro
en el pensamiento, como Homero la forma épica, con antelación a la manera
como fue magnificado por él mismo y sus sucesores, el destino de la proyección
de luz y animación de fotogramas en las salas oscuras.

A la danza feliz de las hadas de las ideas en el candoroso es-


cenario de la encantadora visión creadora de Méliès, le debemos el re-
velarnos:

1º. Que el cine, producto de una ilusión, debía apoyarse en el


prolífico pasado de las artes de esta misma ilusión (los trucos de la magia,
el circo, el teatro, el cuento y la novela), para poder más tarde enrumbar-
se por un camino propio.

2º. Que sin soñadores ni artífices imaginativos, sin poetas, una


gran industria de la entretención masiva se viene a pique; es como si nos
hubiera dicho, con la expresión burlona e inocentemente maliciosa de su
simpático rostro, inflado como una bomba de fiesta infantil en la pantalla:
No basta con el dinero, señores, ¡se requiere de ideas! Lo cierto es que,
sin su cantera de locos despliegues oníricos, la naciente industria cinema-
tográfica habría erosionado sin remedio.

3º. Que sin humor, unos guiños de ojo gratos para echar por
tierra imposturas de falsos sabios, si hubiera permanecido encerrado sola-
mente en los cálculos de los inversionistas o el ropaje de las frías diserta-
ciones academicistas, el cine no sería el rey del espectáculo y el arte más
enjundioso de esta época, tan poco dada a las sonrisas amistosas.

Después de Méliès

La tradición del pensamiento detonador de obras importantes


en el cine francés la continúan, a lo largo de la segunda y tercera décadas
del siglo pasado, tres cineastas llamados a estimular a varias generacio-
nes con la antorcha del que alumbra la marcha de los innovadores: Louis
Delluc, Jean Epstein y Jean Renoir, prolongando este último sus reflexiones
críticas hasta los sesenta.

El primero fue un periodista y crítico, cuyas insaciables observa-


Ensayos

ciones y exigencias de calidad confluyeron en una única dirección: la de


la realización cinematográfica de aires frescos para su entorno. Fundador
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del primer Cine Club del mundo, Delluc, antes de hacer películas, pro-
clamaba en Cinéa, la primera revista seria que se conozca dedicada al
séptimo arte, un lema que haría carrera: “Que el cine francés sea cine,
que el cine francés sea francés”. Deslumbrado por las delicias rítmicas
del mejor cine norteamericano y universal del momento, aspiraba a que
en su país se rompiera con lo que para él significaba un preocupante
estancamiento. Fue así como, después de insistir impetuosamente en ello
por varios años, siendo, indiscutiblemente, el promotor de cabecera de la
denominada Vanguardia Francesa, Delluc empezó a escribir guiones para
Germaine Dullac, otra figura del movimiento y quizá la primera mujer
realizadora, y luego a dirigir celebradas obras como Fièvre (1921) y La
femme de nulle part (1922). La muerte pidió su cabeza cuando apenas
tenía la bíblica edad de 33 años, pero, teórica y prácticamente, su tea ha
seguido encendida gracias a lo que se podría resumir como su principal
hallazgo, que el cine es precisión, ritmo y poesía, lo cual se trasluce en la
crítica que hizo de la obra de Thomas Ince (Véase Sadoul, 1976: 111).

Compañero de batallas de Delluc en la crítica de Cinéa y la


Vanguardia, Jean Epstein, pensador y filósofo que llegó a tener a su lado
a Luis Buñuel como asistente de dirección en su película La chute de la
maison Usher (1928), adaptación de la obra homónima de Edgar Allan
Poe, llegaría a escribir, una vez pasada la euforia de la experimentación,
no siempre reflejada en resultados artísticos de peso, uno de los libros
sobre cine más consultados y citados hasta hoy, de muy sugestivo título,
La inteligencia de una máquina.

Epstein, basándose en su vasto conocimiento de la filosofía,


las ciencias exactas y la psiquis humana, esgrime en éste argumentos de
peso acerca tanto del valor, como de los peligros del cine, el cual llega
a anular el poderío de la razón y, sustituyendo sus leyes por un proceso
técnico altamente robotizado, va más allá de ella, introduciéndose en los
laberintos del sueño y el instinto. El séptimo arte nos precipita en “el tras-
fondo terrible de las cosas”, conllevando descubrimientos insospechados
para la misma ciencia, abriendo asimismo un lugar para la inteligencia
automatizada, “monstruo portador de un veneno sutil” (Epstein, 1960:
16), para trastocar, en una lírica fantasmagórica, las normas que antaño
gobernaban nuestra comprensión del universo:

“El cinematógrafo es un testigo que vuelve a trazar una ima-


Sobre el cine y sus hermanas

gen no sólo espacial sino también temporal de la realidad sensible; que


asocia sus representaciones en una arquitectura cuyo relieve supone la
síntesis de dos categorías intelectuales: la de la extensión y la del tiempo.
Síntesis en la que aparece casi automáticamente una tercera categoría:
la causalidad. A causa de este poder de efectuar combinaciones diversas
–aunque resulte puramente mecánico– el cinematógrafo demuestra ser
algo más que el instrumento de reemplazo o de extensión de uno o aun
de varios órganos de los sentidos. A causa de este poder que constituye
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una de las características fundamentales de toda actividad intelectual en-
tre los seres vivientes, el cinematógrafo aparece como un sucedáneo o un
anexo del órgano donde generalmente se sitúa la facultad coordinadora
de las percepciones, es decir, del cerebro, supuesta sede principal de la
inteligencia. No, la máquina para pensar no es ya sólo una utopía: tanto
el cinematógrafo como la máquina de calcular constituyen las primeras
realizaciones que superan el estado de bosquejo” (Idem: 96).

Por su parte, Renoir, quien hizo sus pinitos autorales en medio del
ambiente vanguardista, se convertiría, según el sentir de muchos, en el gran
maestro de la cinematografía francesa hasta la década del cincuenta, du-
rante la cual su obra fue el caballito de batalla de los críticos que propugna-
ban por una renovación, así como en uno de los forjadores ineludibles de
toda una concepción realista del cine. André Bazin, quien expondría final y
metódicamente esa teoría realista, la integraba así a la vida de los sentidos
en la obra de Renoir, haciendo hincapié en las considerables deudas que
éste tenía con su padre, el pintor Pierre-August Renoir:

“La obra entera de Jean Renoir es una moral de la sensualidad,


no la afirmación de una dictadura anárquica de los sentidos, de un he-
donismo sin freno, sino la certidumbre de que sin duda toda la belleza, la
sabiduría, por supuesto, toda la inteligencia incluso, vale sólo a través del
testimonio de nuestros sentidos y como garantía de su placer. Compren-
der el mundo es, en primer lugar, saberlo mirar y hacer que se abandone
a nuestro amor bajo la caricia de esa mirada” (Bazin, 199?: 130).

Fascinado siempre por el rango del pensamiento baziniano, Re-


noir elogiaba así su mirada realista:

“En épocas tormentosas surgen a veces hombres –o mujeres–


que se imponen como objetivo de sus vidas ayudar a sus contemporáneos
a recuperar el sentido de la realidad. Bazin fue uno de estos hombres”
(Idem: 28).

A Renoir, como a Orson Welles, debe el cine el haber ahonda-


do en la comprensión de lo que es la tercera dimensión de los dominios
del encuadre, la profundidad de campo. Fue para la perspectiva cine-
matográfica como un Brunelleschi para la arquitectura y la pintura en
el Quatrocento prerenacentista. También la clara conciencia de que una
película no es exclusivamente montaje, corte y salto o paso de un plano
a otro; hay una autonomía del plano, lo cual favorece ampliamente el
trabajo del actor, así:

“Otra de mis preocupaciones era y es todavía escapar a la frag-


mentación de las tomas y, procediendo mediante planos de metraje más
Ensayos

largo, dar al actor la posibilidad de establecer su propia progresión en


la interpretación del diálogo. Para mí es el único modo de llegar a una
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actuación sincera (...) Un plano de este tipo, bien logrado, debe ser como
un acto en sí mismo, y esto sin olvidar los segundos términos...” (Renoir,
1975: 121).

Empecinado en dotar al cine de una continuidad ideal, repre-


sentación de la unidad primera de todas las cosas, Renoir arribó al equi-
librio indisoluble del realismo y la autenticidad, por un lado, y lo que
designaba como transposición, por el otro, es decir, creación autoral de
acuerdo con una personalidad subjetiva diferenciada, lo mismo que sos-
tenía Bazin en relación con el carácter propio del arte cinematográfico.

Antes de rodar, Renoir pensaba, pensaba mucho sobre lo que


iba a hacer, no sumido en la parálisis que producen los excesos de abs-
tracción, sino en esa ebullición de ideas elevadas cuya consecuencia no
puede ser otra, tarde o temprano, que la acción. Después de rodar, saca-
ba lecciones y las sabía comunicar, bien en sus películas ya en exhibición,
bien en sus pocos pero muy notables escritos, entre los cuales descolla
primeramente esa hermosa biografía que escribió sobre su padre y maes-
tro, el pintor de pintores del Impresionismo, que lo hizo volverse hacia el
clacicismo de la desnudez femenina, tan próxima a Rubens. Aunque poco
se habla allí de cine, esta obra excelsa nos habla de cómo se forja una
sensibilidad, de cómo una ética y una pasión marchan a la par, de cómo
el mundo es observado, analizado y, podría decirse, burlado (Renoir pa-
dre, con su irreverencia y nato sentido del humor, no se sentía bien dentro
de ninguna casilla o compartimento estanco de lugares comunes o impos-
turas, tan comunes en nuestras vidas), por un gran artista, que pensaba
también permanentemente sobre su arte y el arte, en general. Las frases
que siguen nos pueden terminar de aclarar, por el momento, cómo era y
cómo pensaba Jean Renoir:

“Nuestra época ha supuesto el triunfo del maquillaje. Y no so-


lamente el de los rostros, sino sobre todo el del espíritu.
“El mundo moderno ha establecido sus raíces en el comercio.
Es necesario vender o morir (...)
“Querríamos que esta conquista fuera pacífica. Pero los aconte-
cimientos escapan a los hombres. Vivimos en plena violencia y nos encon-
tramos probablemente en puertas de una mayor violencia todavía. Hace-
mos todo lo posible por dirigir esta operación ‘con dulzura’, por triunfar
mediante la persuasión. De ahí surge el cáncer de nuestra sociedad: la
Sobre el cine y sus hermanas

publicidad (Bazin, 1996: 27 y 28).

Se conserva una breve filmación en la que Renoir, hijo, le hace


leer a una actriz las líneas de un parlamento durante una sesión de cas-
ting. ¡Con qué sapiencia le hace ver que, antes de la interpretación, con-
viene leer un texto dramático, el de un guión, con absoluta concentra-
ción, en términos de una neutralidad que, ante todo, debe ceñirse a la
comprensión, al sentido de este último! ¡Cuántos actores fracasan por su
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propensión a lucirse y exhibirse antes de tiempo, a dramatizar lo que no
saben qué significa y para dónde va, sin analizar un texto ni entender-
lo, desconociendo las recomendaciones de ese otro maestro sin par del
campo actoral que fue Stanislavski! ¡Cuánto sabía Renoir de dirección de
actores y de cine! Todo artista que se respete no puede crear su obra sin
reflexionar continuamente sobre ella. Eso lo remarcaba Hegel. Eisenstein
lo hizo en proporciones gigantescas; Renoir, en cambio, escribió poco,
casi nada. Pero basta con ver sus películas y leer sus declaraciones para
darse cuenta de que muy pocos cineastas han ocupado tanto su inteli-
gencia, y con tan prodigiosos frutos, en la reflexión sobre su trabajo y sus
medios de expresión.

Luminosidad de Bresson

Otro director cuyos pensamientos y obra removieron estructuras


de pensamiento en el cine francés y mundial fue Robert Bresson. Antes de
hacerse director, Bresson cultivó la pintura y la fotografía; fue el fundador,
en 1948, junto con Jean Cocteau y Roger Leenhardt, de la revista Objectif
49, órgano de expresión del Cine Club del mismo nombre, uno de los
baluartes de la nueva crítica de entonces, que dio lugar posteriormente al
nacimiento de Cahiers du Cinéma. Bresson no dejó, como Epstein, una
obra teórica muy elaborada; sin embargo, afirmaciones cortas, escritas
ya a manera de aforismos o sentencias, ya de síntesis telegráfica o esbozo
de metas artísticas, recogidos a lo largo de los años y consignados en su
texto Notas sobre el cinematógrafo, ilustran con creces la concepción que
lo guió, de la cual se hizo eco su filmografía, y viceversa.

Toda su vida puso en tela de juicio la ingerencia de las formas


teatrales y literarias en el cine, a pesar de que adaptó varias obras origina-
les (Diderot, Dostoyevski, Bernanos, Tolstoi). La declaración de su Credo
en ese sentido es enfática:

“Nada de actores (Nada de dirección de actores). Nada de


personajes (Nada de estudio de personajes). Nada de puesta en escena.
Sino el empleo de modelos, tomados de la vida. Ser (modelos), en lugar
de parecer (actores). (...)
“Lo verdadero del cinematógrafo no puede ser lo verdadero del
teatro, ni lo verdadero de la novela, ni lo verdadero de la pintura. (Lo que el
cinematógrafo atrapa con sus medios propios no puede ser lo que el teatro,
la novela y la pintura atrapan con los suyos)” (Bresson, 1997: 16).

A primera vista, no parecen ser éstas novedades de ningún tipo.


Ya otros, antes de Bresson, se habían pronunciado idénticamente. Lo que
causa admiración son las deducciones que de lo citado plantea, las cua-
les en sus películas adquieren una fuerza inusitada, engañosamente reves-
Ensayos

tida, para el mal observador, de inexpresividad, frialdad y hasta petulante


densidad. Lo que acontecía es que Bresson se enfrentaba a los abusos de
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la expresividad, a la emotividad que, por lo regular en el espectáculo, parte
a la caza del espectador, para reducir a cero el esfuerzo de su intelecto. No
quería convencer por la vía fácil del asombro estudiado, amparado en los
efectos exteriores. Inmerso en el espíritu, por sus convicciones metafísicas,
se refugiaba, evitando pompa, estridencias y gestos alambicados, en la
fortaleza interior de sus modelos, no actores; en imágenes y sonidos no
dramatizados a la usanza teatral, los cuales desnudaban el alma con la
propiedad del asceta, del hombre que renuncia a la espectacularidad, para
anidar en lo que apenas basta para dar rienda suelta a su interioridad.

Trabajando con lo mínimo, Bresson lo multiplicaba hacia el in-


finito de temáticas atemporales. Recuerda el clasicismo consciente de un
Rafael, aunque Paul Schrader lo asocia más al despojamiento a ultranza
del mundo exterior, que reposa en el alargamiento sobrenatural de rostros
y cuerpos del ícono bizantino (Véase Schrader, 1999: 79 - 134). Tenía
suficiente (¡y qué suficiencia!) con marchar, al pie de la letra, bajo estos
compases:

“Un único misterio: personas y objetos.


Cuando basta un solo violín, no emplear dos.
Rodaje: Situarse en un estado de ignorancia y de curiosidad intensas, y a
pesar de ello ver las cosas antes.
Se reconoce lo verdadero por su eficacia, por su potencia.
Apasionado por la exactitud (...)
Rodaje: Nada en lo inesperado que no sea secretamente esperado por ti.
Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por la inmovilidad
y el silencio (...)
Llamarás buena a la película que te dé una idea elevada del cinematógra-
fo” (Bresson, 1997: 25 - 28).

Rohmer, el amado

Producto de la ascética bressoniana, en simbiosis con la he-


rencia de Rossellini, para la cual la búsqueda de un estilo puede ser la
más grande equivocación, debiendo el ser constituirse en la preocupación
primordial del artista, y, a la vez, del realismo renoiriano-baziniano, la
obra fílmica, crítica y filosófica (no hay que vacilar en calificarla de tal:
sus escritos lo ameritan) de Eric Rohmer se constituye, como referencia, en
digno final de esta conferencia.
Sobre el cine y sus hermanas

Si se estudian sus textos críticos, publicados desde finales de los


cuarenta hasta los sesenta, se encontrará una paridad casi perfecta entre
lo dicho y lo hecho, entre las ideas y los cristales de película diseñados por
ellas. Rohmer escribía en 1948 acerca del espacio en el cine, poniendo
en duda tanto la tan cacareada aseveración de que el cine es, ante todo,
un arte del tiempo, como el preciosismo y caligrafismo fílmicos:
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“El espacio, por el contrario, parece ser la forma de sensibili-
dad que le es más esencial, en la medida en que el cine es un arte de la
mirada (...).

“Así, contrariamente a lo que podría parecer de entrada, una


película está más expuesta a la acusación de esteticismo cuanto menor
sea su grado de pureza: cuando la voluntad de estilo del realizador no lo-
gre determinar con suficiente rigor el contenido, de acuerdo con el modo
de expresión adoptado. Son las obras cuyo tema es más rico en potencia
emotiva directa las que con mayor dificultad logran quitarse de encima la
trivialidad visual: al considerar el carácter expresivo del plano sólo como
un elemento parasitario, se busca la belleza de la imagen por sí misma.
Desde nuestro punto de vista, las películas más válidas no son las que
cuentan con la fotografía más bella, y la colaboración de un operador
genial no podría conseguir que aquellas nos impusieran una visión del
mundo original” (Rohmer, 2000: 38 - 40).

Previamente a su tardía aparición como director de cine, ya que


inició su carrera después de los cuarenta años de vida, Rohmer pensaba
en esos términos. Y en nada ha modificado su parecer hasta ahora. Sus
películas restituyen los espacios arquitectónicos y naturales, urbanos y ru-
rales, como contornos que parecen inherentes a los caracteres de sus per-
sonajes, aunque también podría darse a entender lo opuesto. El espacio
soporta, por supuesto no como única medida, las indicaciones de muchas
cosas en su cine: orígenes de comportamientos, razones de soledades,
alegrías de encuentros o reencuentros, turbación o paz; sin éste, su cine
se vería privado de un componente primario.

De acuerdo con sus escritos críticos, Rohmer es todo menos


un autor inclinado a la gratuidad del preciosismo. Sus películas rebosan
de contenido, aunque no mediante esos procedimientos que Hegel cali-
ficaba como distintivos del arte romántico (Véase Hegel, 1999: 73 - 75),
arte en el cual aquél no cabe dentro de la forma, por existir en demasía,
desbordándose, en relación con ella o, vale decir, presentándose despro-
porcionadamente en la misma relación. Rohmer tiene mucho qué decir
y lo dice efectivamente, pero la forma nunca se le va de las manos; es
sobrio y discreto, no persigue el estilo como una máscara de narcisismo,
mas no olvida jamás esa sensualidad de la que hablaba Bazin a propósito
de Renoir. Sus películas poseen luces, composiciones de cuadro, sonidos
y hasta aromas de los que se impregnan tanto los sentidos del espectador,
que éste alcanza los mayores goces estéticos, los del pensamiento, la
ética y la sensualidad reunidos. Todos ellos se dan la mano en un grado
de pureza muy alto, el del cine que motiva al intelecto sin aburrir por pe-
dantería, satisfaciendo a los sentidos con mesura; el del cine que encanta
a estos últimos, activando a la vez la inteligencia, ese pensar que nunca
Ensayos

había estado tan vulnerado como hoy, lo cual Rohmer sabe perfectamente
enviándonos, como puede y quiere, mensajes de alerta.
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Nexos muy estrechos entre pensamiento y creación se dan en
otros autores franceses: Jean Rouch, Jean-Luc Godard, François Truffaut,
René Clair, etc. Destaco exclusivamente aquí aquellos a los que más debo
como cineasta y cinéfilo, teniendo en cuenta además que en cierta oca-
sión dediqué todo un ciclo de conferencias a Truffaut, a quien amo entra-
ñablemente, las cuales no quisiera repetir en estos momentos.

Texto de la conferencia dictada en la sala Los Acevedo, del Museo de


Arte Moderno de Bogotá, en el marco del Mes del Cine Francés, por invitación de
la Embajada de Francia, el 20 de septiembre de 2002.

Sobre el Truffaut crítico escribí un texto en Movimientos y Renovación


en el Cine.

Stalker, de Andrei Tarkovski. La metafísica de la debilidad

“La recreación artística de la sola belleza en su significación


material es infantilismo, el estadio bebé del arte. Los más suti-
les rasgos de la naturaleza, del hombre y de las masas humanas,
el obstinado escarbar en estos campos tan poco conocidos y su
conquista: ¡he aquí la verdadera misión del artista! (...) El hom-
bre es un animal social y no puede ser otro: en las masas hu-
manas, al igual que en cada hombre, hay siempre unos rasgos
sutiles e inasibles, no tocados por nadie. Percibirlos y analizarlos,
leyendo, observando, suponiendo; desde todo lo anterior, ense-
ñar y alimentar con ellos a la Humanidad, como en el caso de un
saludable alimento, hasta ahora desconocido para ella: ¡esta es,
solamente, la tarea!”.

De la carta de Modesto Musorgski a Vladimir Stasov 22, del 18


de octubre de 1872 (1)

Stalker es una película sobre el espíritu y la necesidad interior


de lo absoluto en la condición humana. Es todo, menos un filme animado
por el materialismo, el sensualismo o el relati­vismo vergonzantes. Conti-
nuando la tradición milenariamente metafísica del arte y la literatura rusos,
Sobre el cine y sus hermanas

Tarkovski hizo aquí, como en sus restantes obras, un angustioso llamado a


la regeneración del mundo, estimulándonos a vencer la catástrofe del fin
de siglo con un retorno a lo básico y claro: el afecto, la tierra y la paz inte-
rior. Como hay lectores quienes, por vocación esnobista, pueden calificar,
peyorativamente, nuestra posición de conservadora o moralizante (mora-
lista), sin dejar de poner en el cielo el nombre de Tarkovski, escuchemos al
propio director, tal como lo haremos a lo largo del presente artículo: “las
obras de arte surgen del esfuerzo por expresar ideales éticos. Determinan
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la imaginación y la sensibilidad del artista. Si ama la vida, también sien-
te la necesidad inaplazable de reconocer esa vida, de transformarla, de
contribuir a que sea mejor” (Tarkovski, 1991: 48. Las demás afirmaciones
del director están tomadas del mismo Ii­bro).

Tarkovski, como Eisenstein, sufrió, amó y pensó. En Stalker lo-


gró, íntegramente, plasmar sus propósitos, porque “una obra maestra
es un juicio perfecto y pleno sobre la realidad, cuyo valor se mide por el
grado en que consiga expresar la individualidad humana en relación con
lo espiritual” (Idem: 67).

La iniciación para la verdad

El filme se inicia con un largo plano fijo de un café. A cuadro


entran, sucesivamente, un mesero (¿o un administrador?) y el Profesor,
quien espera a sus compañeros, bebiendo algo. Se leen los créditos. Des-
de el primer momento, la atmósfera es realista; la ausencia del color
nos lleva a una tonalidad intimista, ajena a las codificaciones usuales de
la ciencia ficción, género al cual pertenecería hipotéticamente Stalker, al
igual que Solaris (1972). Un fundido cierra un preludio en buena medida
digno del naturalismo sórdido de Marcel Carné. Posteriormente, se lee un
texto. Son las declaraciones de un científico, Premio Nobel, al correspon-
sal de la RAI; debido a la presunta caída de un meteorito o a la acción de
extraterrestres, en un pequeño país ha surgido un fenómeno misterioso,
la Zona. El ejército fue enviado a contrarrestar sus efectos. No regresó.
El lugar fue, entonces, acordonado, bajo la vigilancia de la policía. El
científico concluye: “hicimos bien, aunque no sé...”.

Paso a una habitación vista desde la puerta entreabierta. La


cámara entra y se detiene. Se ve una cama en medio de la estancia auste-
ramente decorada. Allí hay pobreza, la escena sigue con un plano-detalle
de vasos y objetos colocados sobre una mesa de noche, los cuales se
mueven con el paso de un tren, cuyo rítmico sonido se oye en off. Paneo
por una cama y rostros en primeros planos de personas que duermen; la
madre, la hija y el padre, Stalker (Alexander Kaidanovski). El paneo se da,
ahora, en dirección contraria, de izquierda a derecha, arrancando desde
una cara, que parece la de un muerto, y terminando en las cosas de la
mesa de noche, que vuelven a su inmovilidad. El corte nos lleva al mismo
plano anterior de la habitación en vista general. Stalker se despierta, se
levanta, la atraviesa, saliendo de cuadro por la derecha. Desenfoque de
la cama y el resto de la habitación, para mostrar al hombre en primer pla-
no, que da la espalda a la cámara, mira hacia sus seres queridos y cierra
casi la puerta. El rostro, que se ve de nuevo de frente, deja el cuadro. Por
entre los dos bastidores, apenas abiertos, se distingue a la mujer, quien,
Ensayos

al fondo, se incorpora.
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En la cocina, rudimentaria, sin las comodidades modernas,
Stalker prepara su desayuno. La luz se prende, en el siguiente plano está
la mujer. El diálogo entre la pareja habla de crisis; Stalker es un ex pre-
sidiario que pasa mucho tiempo fuera de su casa, su hija no ha podido
acostumbrase a él. Su mujer le aconseja buscarse un oficio digno, pues lo
que hace puede conducirlo de nuevo a la prisión. “La prisión está en todas
partes”, replica el hombre. Ella insiste, inútilmente, en impedir su salida.
Sola, desecha, desperada, grita: “Está bien. Vete. Dios te ha maldecido
en esa niña. Esperaré pudriéndome”. Se arroja al suelo, llora, se contrae
en dolorosos espasmos casi epilépticos. La transparencia de su prenda
descubre un seno abatido por la conmoción. El personaje femenino que
se debate en el piso, el sufrimiento intenso, el rostro descompuesto; todo
ello nos retrotrae a la Hary que mana sangre por los labios, tratando de
resucitar, como criatura artificial que es, en Solaris. Tarkovski, como todo
verdadero artista , siempre es él mismo, cada vez de distinta manera.

La minuciosa reconstrucción de la escena se hace obligatoria,


ya que nos encontramos con una explícita constante formal de la pelí-
cula: los planos-secuencias y el montaje están al servicio de la duración
real de las acciones, en espacios realistas. Una vez más, la fidelidad es-
crupulosa a los hechos (en Stalker, la elipsis prácticamente no existe) es
el instrumento ideal de una puesta en escena espiritualista. Ya veremos
cómo el espíritu se deja conocer aquí por el tratamiento realista de un
autor, simultáneamente convencido del valor de su subjetividad única, de
su firma exclusivamente igual a sí misma. Paradojas y ambivalencias del
arte supremo. Tarkovski era muy consciente de lo que quería y para qué lo
quería, como lo leemos en Esculpir en el tiempo: “pretendía que aquí todo
el transcurso del tiempo se pudiera percibir dentro de un solo plano, que
el montaje indicara en este caso tan sólo la continuación de los hechos.
El plano no debía ser aquí ni una carga temporal, ni cumplir la función de
una organización del material de cara a la dramaturgia. Quería que todo
contribuyera a dar la impresión de haber rodado la película entera en un
solo plano. Este método tan sencillo, casi ascético, me parecía que ence-
rraba grandes posibilidades. Por ello, quité del guión todo aquello que me
hubiera impedido trabajar con un mínimo absoluto de efectos exteriores.
En este caso, lo que buscaba era una arquitectura sencilla y modesta para
toda la estructura de la película” (Idem: 219).

A medida que fue madurando su obra, el director ruso fue lle-


Sobre el cine y sus hermanas

gando a este modo feliz de hacer cine, inspirado en los ya legendarios


hallazgos de Murnau y Orson Welles, que tantos maestros han seguido:
Antonioni, Renoir, Bergman, Wenders, Dreyer, para citar a sólo algunos.
Interesante ver como lo justificaba: “El ansia de lo absoluto es la tenden-
cia que impulsa el desarrollo de la humanidad. Y precisamente con esa
tendencia fundamental va unido para mí el concepto de realismo en el
arte. El arte es realista cuando intenta expresar un ideal moral. El realismo
es inclinarse hacia la verdad, y la verdad siempre es bella. Aquí la cate-
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goría estética corresponde a la ética” (Idem: 138). ¿Estaremos leyendo a
Tarkovski o a Platón?

La verdad acordonada

Al salir de su casa, Stalker atraviesa la línea del ferrocarril, en


una estación. Se detiene, pues escucha la conversación entre un hombre
y una mujer, fuera de cuadro. El primero se refiere a que ni la telepatía, ni
los extraterrestres existen. El siguiente plano, plano-secuencia de acentos
capitales, nos muestra al excelente Anatoli Solonitsin, el actor preferido
de Tarkovski, ya fallecido –Andrei en Andrei Rublev (1966), Sartorius en
Solaris, el desconocido en El Espejo (1974)–, quien encarna al Escritor,
conversando con una amiga, al pie del automóvil de ésta, cuyo aspecto
reúne todas las características de un jet-set imbécil. El escritor asevera que
lo único verificable es la existencia del triángulo ABC, igual al triángulo
A1B1C1; en sus palabras, la Edad Media era más interesante, porque
entonces no todo era constatable, se creía en los duendes y en Dios. Si en
la Zona la divinidad equivale también a los triángulos, “¡qué aburrido!”,
agrega. Entra Stalker a cuadro, la cámara retrocede. Da a entender que
la mujer debe irse. Ella, ni corta ni perezosa, se va en su auto lujoso, no
sin antes dirigirse al Escritor: “¡Cretino!”. Éste le había prometido llevarla
a la misteriosa e inaccesible Zona, y así se lo ha hecho saber a Stalker;
confiesa luego haber bebido un poco. Como se verá más adelante, la
penetración en la Zona requiere de una purificación, de cara a una suerte
de solemne liturgia.

Al café, donde espera el profesor (Nikolai Grinko), entran


Stalker y el Escritor. Todos se reúnen en torno a la mesa ya vista. Un ex-
tenso y hermosísimo plano, marcado por un lentísimo dolly-in, nos acerca
poco a poco a los rostros. Desde el primer instante, el Profesor y el Escritor
se miran mutuamente con reservas. Para el primero, no tiene sentido que
su compañero ingrese en ese territorio vedado de la Zona, en el cual hay
un lugar donde se pueden expresar deseos que luego se cumplirán. Si las
mujeres y los periodistas hacen las delicias de los escritores, ¿para qué
buscar ellos la verdad? Porque se sospecha que ésta puede estar en la
Zona. El Escritor está cansado, busca nueva inspiración, y, en cuanto a
la verdad, lo primero que ha encontrado al partir en su búsqueda es un
“montón de mierda”. Por lo demás, para él los científicos contemporáneos
son sólo vanidosos infecundos, quienes aspiran a ser homenajeados con
el Premio Nobel, olvidando cualquier acción desinteresada de servicio a
la humanidad.

Stalker expresa preocupación. Parece no desear choques entre


sus acompañantes, a quienes conducirá a la Zona. Al final de este limpio
y virtuoso trozo (el movimiento de la cámara es tan lento, que no podemos
Ensayos

menos de asombrarnos por el profesionalismo idóneo del camarógrafo y


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el foquista); en la forma de un nuevo plano-secuencia, Stalker se queda
únicamente con el mesero, pidiéndole que, si no regresa, vea a su mujer.

Los planos que siguen son de una brillantez y un ritmo espléndi-


dos: “yo estoy profundamente convencido de que el ritmo es el elemento
decisivo –el que otorga la forma– en el cine” (Idem: 145) Los tres montan
en un auto, en el cual pretenden evadir la vigilancia de la Policía y entrar
en la Zona. Son pasajes de un suspenso extraño, construido sobre la base
de amplios planos generales y una magistral utilización de la profundidad
de campo. Así, por ejemplo, un policía pasa en su moto, en primer plano;
el fondo adquiere foco, para dejar ver el auto con sus tres ocupantes.
Un plano semejante es creado a la inversa: foco para ellos, inicialmente;
foco para una motocicleta y el policía inquisidor, que entra a cuadro des-
pués. Más adelante, otro plano del mejor cine. El auto entra a un lugar
cubierto de la estación, Stalker desciende y camina. Un travelling lateral,
que pasa por un muro, nos conduce nuevamente a Stalker, quien espera
agudizando el oído, para escuchar las maniobras de la policía, mientras
sus compañeros quedan fuera del alcance del foco.

Tarkovski juega en la secuencia descrita, a lo norteamericano,


con las leyes del espectáculo fílmico, en escala múltiple. Algo trae a cola-
ción a un John Frankenheimer o un Don Siegel. No se debe pasar por alto
que Stalker es, con mínimos recursos, un sorprendente espectáculo audio-
visual, que pone al hombre en relación con los secretos de su naturaleza
y de la naturaleza, en general, así como La Infancia de Iván (Ivanovo
Destno, 1962) es el espectáculo hiriente de los horrores de la guerra; An-
drei Rublev, el espectáculo en términos de superproducción (¿qué había
de malo en los colosales presupuestos de algunos filmes de artistas como
Anthony Mann, Joseph Mankiewicz o William Wyler?) de las relaciones de
un pintor con su época; Solaris, el espectáculo de las máquinas, las naves
y el poderío espacial, que no pueden suprimir lo esencial del hombre; El
espejo, el espectáculo de la certidumbre de los lazos más entrañables;
Nostalgia (Nostalghia, 1983), el espectáculo de dos culturas que se ro-
zan, pero nunca se encuentran, y Sacrificio (Offret, 1986), el espectáculo
de la ruptura del hombre con el egoísmo y el interés material. Andrei
Tarkovski, el ruso heredero de técnicas mayores del espectáculo (Stani-
vslavski, Chaikovski, Musorgski, Pitoyev, Meyerhold, Eisenstein, Pudovkin,
Diaghilev y su equipo, etc.), fue un creador de espectáculos notablemente
gratos para los sentidos. Se consigue ahora, además, en DVD esa puesta
Sobre el cine y sus hermanas

en escena formidable, espectacular, dirían los periodistas, que hizo de


Boris Godunov, la ópera de Musorgski. Ser artista no es ser aburrido,
deberíamos gritarles a muchos directores de hoy.

El espacio de la estación del tren y de sus alrededores se conju-


ga con el café y la minúscula vivienda de Stalker, para dejar impresiones
sombrías. Son lugares emponzoñados. En ellos hay estrechez, limitación,
tedio, desolación y, lo más elocuente, represión. La imagen del totalita-
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rismo es nítida. La policía ha cercado la Zona, no quiere que se sepa la
verdad. Quien atraviese la frontera que separa el orden totalitario de lo
que no puede explicarse tan fácilmente, debe morir abaleado. La alusión
al Muro de Berlín y a la prohibición expresa de viajar en el extinto mundo
socialista de Europa Oriental, no escapa al observador entendido. ¿Y lo
material? La gente estaba lejos en el mundo socialista de vivir bien (comi-
da racionada, salarios insignificantes, bienes de consumo de baja calidad
y que, además, escaseaban); el nivel de vida estaba completamente ni-
velado por lo bajo, en una economía que sólo era eficiente produciendo
armas. Eso sigue sucediendo ahora en todos los países comunistas que
aún existen y terminará sucediendo en todos los que los imitan, a veces
muy vulgar y primitivamente. Tarkovski lo sabía y lo dice en su película.

Finalmente, los tres hombres, yendo ilegalmente tras el vagón


que conduce a la antesala de la Zona, exponiéndose a las balas de tiro-
teo policial, logran llegar al sitio donde hallan el monorriel que lleva a la
enigmática región. El escritor ha hablado previamente, antes de enfrentar
el cerco de la fuerza, del mar de contradicciones en el cual se hunde el
hombre. Se quiere una cosa y se hace otra. Se aspira a algo y se obtiene
lo contrario. Es difícil saber qué es lo que a la larga se desea. En tales
condiciones, nuestro hombre ha emprendido el trayecto hacia el cuarto de
los deseos cumplidos. ¿Qué podrá pedir allí?

El viaje hacia la revelación

Stalker quiere decir guía. Pues bien. El guía es el timonel en el


monorriel. Un hombre modesto, pobre, sin ambiciones, salvo la de guiar.
Tras él están los representantes de la ciencia y del arte. Un ser marginal,
pequeño, guía a dos encumbrados intelectuales hacia la Zona. Los dos
últimos anhelan saber, descubrir lo ignorado. El mundo diario no ha po-
dido dar respuesta a sus preguntas más ínti­mas. La Zona puede aclarar
mucho. Transgredir su vigilancia es ponerse en contacto con lo descono-
cido. Para llegar a la verdad, como dice Chris Kelvin, el protagonista de
Solaris, es necesario el misterio. Ambos cargan consigo fardos propios
de la sociedad edificada al otro lado de la alambrada, de la cual han
salido; el Profesor no se separa de su mochila, en la cual hay víveres y
elemen­tos funcionales para un viaje. El Escritor, entretanto, no se separa
de su botella de vodka, de la cual se le ha impedido beber en el café y se
le impedirá en breve.

Vital para el cine y la literatura es la idea del viaje, que Tarkovski


recoge sabiamente. En los viajes de Joseph Conrad, los personajes, en
vez del éxito, conocen el fracaso y la muerte. En los de Hitchcock, florecen
el amor o el servicio a los débiles. En los de Antonioni el hombre renuncia
Ensayos

al amor o lo acoge. En los de Wenders se recuperan orígenes, un pasado


crucial. En los de Herman Melville, el hombre debe someterse a la fuerza
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de la naturaleza y al orden ignoto del mar. La aventura o Stalker son,
en este caso, títulos modélicos: viajar, para reconocerse interiormente; ir,
caminar desplazarse, para descifrar lo que la inercia oculta. El viajero es
la personificación del ser que busca la armonía con el universo y consi-
go mismo. El recorrido en el monorriel es la iniciación en el misterio, la
preparación para el ritual en que se develará la verdad. Pero para, ello,
sobran los simbolismos rebuscados: “como escribe Gogol, la ima­gen
existe para expresar la propia vida y no conceptos o ideas de la vida. La
ima­gen no significa o simboliza la vida, sino que le da cuerpo expresando
su carácter único” (Idem: 135). Tarkovski, una vez más, opta por lo real,
porque así se fija la vivencia de lo interminable y se expresa por medio de
la limitación, como igualmente quería Igor Stravinsky: lo espiritual, por lo
material; lo infinito por lo finito (Idem: 61).

Lo real, en la escena que nos ocupa, son rostros, sonido de la


máquina y música electrónica incorporada a éste. Primeros planos ais-
lados y paneos de un rostro a otro. El sostén de la expresión humana
son las espaldas, en la parte inferior del cuadro, y una serie de objetos
abandonados, vistos a través del desenfoque, en segundo plano: tubos,
tablas y formas irreconocibles. El Escritor, ex­hausto, con la barba crecida,
trata de vencer el sueño mirando a un lado y otro. El Profesor, atento, hace
girar también su cabeza. Firme, visto en perfil claro, sin que se vean sus
espaldas como soporte, Stalker conduce la nave. Él mira hacia el frente,
en dirección unívoca. Ya conoce la Zona, su misión es, simplemente, la
de ayudar a otros a conocerla. Aquellas espaldas son coincidentes con las
de Godard en su propósito de romper las ataduras convencionales de la
gramática fílmica. Son indisociables del peso de la existencia que se lleva
sobre los hombros; son objetivas: es el prescindir del efecto dramático
consignado habitualmente en los grandes primeros planos de rostros re-
ducidos a gestos estereotipados. La objetividad del mundo, contemplada
tan serenamente en imágenes y sonidos tan sencillos y bellos, es el cálido
reposo en medio de la cascada de caprichos excéntricos, arbitrariedades
desbordadas y subjetividades enfermizas, que agobia tanto al arte como
a la mentalidad del individuo del fin de siécle.

En otros tiempos, algunos hombres perspicaces, hastiados del


psicologismo individualista y apartados del acervo cristiano, llamaban
alma a todo lo que tuviera que ver con el sentimiento ególatra. Hoy en
día se prefiere el término emoción para significar lo que el alma, así con-
Sobre el cine y sus hermanas

cebida, siente. Al respecto escribía Edgar Morin: “¿Tiene alma el cine?,


se preguntaban los filisteos. No tiene más que eso. Desborda de ella en
la medida en que la estética del sentimiento se convierte en la estética del
sentimiento vago, en la medida en que el alma deja da ser exaltación y
abertura para convertirse en el jardín cerrado de las complacencias inte-
riores. Amor, pasión, emoción, corazón: el cine, como nuestro mundo, se
halla viscoso y lacrimal a causa de ellos. Se comprende la reacción que se
perfilaba contra la proyección - identificación grosera, contra ese rezumar
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alma, en el teatro con Berthold Brecht; en el filme bajo diversas formas,
con Eisenstein, Wyler, Welles, Bresson, etc” (Morín, 1972:: 131). Entre el
etcétera podemos escribir perfectamente el nombre de Tarkovski.
Productiva sería la consideración de las espaldas en los planos-
secuencias tarkovskianos. Por el momento, bástenos con citar las espaldas
de Andrei Rublev en el diálogo que sostiene con Teófanes, el Griego, su
maestro en la elaboración de íconos, a propósito de la maldad, momen-
tos que arden en ritmo y contrapunto. Teófanes afirma que el mal de los
hombres es incurable, no tiene sentido tratar de ayudarles solidariamente.
Son perversos y calculadores por naturaleza, añade. Ante la cámara, en
instante de prodigioso pudor, Rublev mueve la cabeza sobre sus espaldas.
No está de acuerdo, el mal de los hombres no es total, hay que amarlos.
Una espalda para sentencia tan decidida, núcleo de la vida religiosa del
monje: Tarkovski abandona la solución formal expresivo-emocional, en
aras de una objetividad inconmovible, la de los seres y sus vidas.

Años más tarde, en la Catedral de Vladimir, saqueada y ensan-


grentada por los tártaros, Andrei proseguirá su discusión, ahora con el
difunto Teófanes, quien se le aparece. Las posiciones han cambiado, el
autor de la Trinidad (ícono que se observa también en Solaris y El Espejo,
emblema de la mentalidad del autor), quiere darle la razón a su maestro.
Éste ha asumido, en cambio, la antigua opinión del discípulo. Asimismo,
en El Espejo, en el diálogo de la madre con el médico desconocido, pre-
senciamos cómo la cámara, de un plano medio de ella, de frente, pasa a
sus espaldas, luego de un giro. La actriz se voltea, dejando ver nuevamen-
te su hermoso rostro, para mirar a sus hijos, que están fuera de cuadro,
en una hamaca. Después, hay corte para dar paso a la toma subjetiva.
La mirada a través de las espaldas sustituye lo que habría podido ser una
frase banal del cariz de “no quiero tener relaciones con alguien distinto a
mi esposo” (frase, desde luego, pronunciada habitualmente en el cine en
encuadre frontal: lo obvio, lo manido).

La sensación de contemplación serena, sin apasionamientos


(Idem: 100)22, se ve reafirmada por la resonancia refinadísima de la ban-
da sonora, en la cual el ruido del movimientos del monorriel se encadena
con frases musicales análogas; prolongaciones abstractas, casi impercep-
tibles, del sonido realista. Tarkovski no quería apartar la música del sonido
del mundo: “la música en una película es para mí siempre un elemento
natural del mundo sonoro, una parte de la vida del hombre...” (Idem:
187). El mismo procedimiento se aplicó a la musicalización de El Espejo:

22 El texto reza: “Un artista está obligado a mantener la tran­quilidad.


No tiene derecho a expresar de modo abierto su participación inte­rior en
lo que está filmando, a poner sobre lo mesa de forma inequívoca sus
propios y personales intereses. La participación interior en algo hay que
Ensayos

trans­formarla en formas olímpicamente serenas. Solo así, un artista puede


na­rrar algo sobre las cosas que le con­mueven”.
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“Artemiev (el compositor de la música de ambos filmes: nota del autor),
consigue los sonidos por vías muy complejas. Había que eliminar de la
música electrónica todas las características de su origen experimental y ar-
tificial, para poder experimentarla como un sonido orgánico del mundo”
(Idem: 188 - 189).

Las leyes de la zona

La suntuosa transición del monocratismo al color tiene lugar en


Stalker cuando la cámara, en un movimiento de grúa lateral, muestra, por
primera vez, el paisaje de la Zona. Sobresalen una tupida vegetación y
postes de luz inclinados y caídos. La grúa vuelve a los tres hombres, quie-
nes descienden del monorriel, que es impulsado por Stalker hacia atrás.

El plano que vemos y escuchamos a continuación es de una


subyugante planeación, una proeza técnica de dificultades inenarrables
para el director burócrata. Hablamos de un portentoso plano-secuencia,
en grúa lateral y hacia adelante; uno de los movimientos más estudiados,
al servicio de uno de los más prolongados planos que se hayan visto en
el cine, momento de singular belleza. La grúa acompaña de lejos a los
tres hombres, insertándolos parsimoniosamente en el raro universo de la
Zona, tomándolos de espaldas. Stalker se lamenta de no poder sentir el
olor de las flores. Espín, su predecesor y maestro en el trabajo de guía,
las pisoteó. Por ello, recibió su castigo. El guía desciende por un camino
que reconoce. Quiere estar solo y cerciorarse, por sí mismo, de lo que
ha dicho. El escritor dice haberse imaginado a Stalker como un individuo
diferente, un chino ceremonioso o un nativo pintoresco. No: el Profesor
cuenta el pasado del humilde Guía y de su hija inválida y mutante. El
imperturbable y casi interminable (infinito) desplazamiento de la cáma-
ra, confiere al plano una poesía inigualable. Los dos hombres, de pie
y divisando la vasta Zona, en un encuadre mucho más cerrado que el
inicial, discurren sobre el pasado del lugar. Mencionan el meteorito y la
desaparición de muchos; la negación, por parte de las autoridades, des-
pués de la caída de aquel objeto sideral, de la veracidad del hecho; el
aislamiento y la prohibición de acceder a la Zona. Los dos se ubican en
posiciones cercanas, pero distanciadas, el uno le da la espalda al otro; es
al Escritor a quien corresponde la visión frontal del objetivo. El profesor,
sentado, mira la inmensidad devastada. Cuando el primero va a sentarse,
Sobre el cine y sus hermanas

sin dejar de darle la espalda a su compañero, lo que parece ser el aullido


de un lobo (más tarde sabremos que se trata de un perro), se lo impide.
La consternación invade a ambos: ¿Será que alguien vive aquí? ¿Quién
habita la inhóspita Zona?

Stalker, entretanto, como un hombre libre, se regodea, recos-


tado, en el contacto con la naturaleza. Este es su hábitat más apropiado,
aquí recupera la dignidad que ha perdido tras la alambrada. Enseguida,
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volvemos al sitio donde han quedado los dos intelectuales. El Profesor
introduce vendas en unas tuercas; son las señales que se usarán para la
marcha por la Zona. El diálogo es sugerente; el mismo personaje habla
de que, si no se ha desplomado en ella un meteorito, tal vez la clave está
en un anuncio o en un regalo para la humanidad. La cámara panea ha-
cia el incrédulo Escritor, quien se pregunta qué necesidad humana puede
satisfacer un tal regalo. Vuelve Stalker. Las flores han vuelto a germinar,
mas su olor ha desaparecido. A la pregunta temerosa de sus acompañan-
tes sobre la vida en la Zona, responde que allí no hay nadie, no puede
haberlo. Se inicia la travesía hacia el cuarto de los deseos, que está no
lejos del sitio en el cual se encuentran. Pero en la Zona nada se obtiene
tan fácilmente y deben darse largos rodeos para trasladarse de un punto
a otro. Las vendas, lanzadas por Stalker, trazarán el camino.

En la Zona se ven tanques y otras armas inutilizadas, edifica-


ciones en ruinas, huellas de una vida anterior interrumpida. A juzgar por
la inquietud de Tarkovski ante la probabilidad de una guerra nuclear, tan
patente en Sacrificio –producido gracias a la intervención de Bergman–,
la Zona, según ciertas interpretaciones, podría haber sufrido los efectos
de las radiaciones atómicas. ¿Una premonición de Chernobyl? ¿La con-
secuencia de una guerra que los medios de información deben soslayar?
Al margen de estas consideraciones, Tarkovski anotaba: “En ninguna de
mis películas se simboliza algo. La Zona es sencillamente la Zona. Es la
vida que el hombre debe atravesar y en la que sucumbe o aguanta. Y que
resista depende tan sólo de la conciencia que tenga de su propio valor, de
su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental” (Idem: 223).

Sea como fuere, las locaciones fueron magníficamente elegi-


das. La impresión de abandono, de destrucción, se une a la de una natu-
raleza invencible. El agua corre, las plantas crecen. Además, hay hombres
que, clandestinamente, la visitan. En la Zona conviven los rezagos de una
catástrofe con las esperanzas de la reconstrucción, el milagro y la fe por-
que, como lo pone de presente Stalker, allí hay que creer.

El cine es el arte del espacio, planteaba Eric Rohmer en su


primer artículo como crítico. Y, pocas veces en la pantalla, un espacio
ha sido tan diciente, tan cautivador, tan inquietante, como en Stalker. El
paisaje es misterioso e imponente. El universo todo, a cada paso de los
visitantes, deja ver leyes (trampas) que no dependen de la voluntad huma-
na. Una metafísica serena florece de las cenizas y de la naturaleza indes-
criptible. Como paisajista, coterráneo de unos pintores soberbios que el
mundo, fuera de Rusia, está por descubrir (Levitan, Schischkin), Tarkovski
está muy arriba. El espacio es el personaje más secreto y más expresivo
de la película, sin que haya ninguna decoración artificial: “Todo se halla
encadenado, se superponen unas cosas a otras, y así surge el ambiente
Ensayos

como resultado, una consecuencia, de esa concentración en lo esencial.


Sin embargo, el querer crear un ambiente como tal sería una empresa
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terriblemente absurda (...) En Stalker, donde intenté concentrarme en lo
esencial, el ambiente surgió –si se quiere– como producto ‘colateral’. Y
hasta se me antoja que actúa de forma más activa y emocionalmente más
contagiosa que mis películas anteriores” (Idem: 220).

La articulación de vida y muerte en aquel ambiente nos traslada


a un Hades opresivo, a un reino de muertos y dioses que pueden comu-
nicar algo importante a los mortales. Asimismo, hay remembranzas en
Stalker de La Divina Comedia, sólo que Virgilio, el latino, se ha transmu-
tado en Stalker, el eslavo; el guía-poeta en guía-don nadie; por su parte,
Dante se proyecta en la figura del escritor, mientras que el Profesor-Cien-
tífico es la cuota de los tiempos, pues en la Edad Media era inconcebible
la relevancia que hoy damos a la ciencia exacta. El director ruso crea,
en todo caso, un espacio próximo a lo mitológico y religioso. Tarkovski,
como buen eslavo, creía en lo sobrenatural y lo absoluto. Por eso, en esta
película, lo natural habla de un mundo que está más allá del alcance de
los sentidos, “del mundo de la presencia en nuestra vida de aquello que
debía pertenecer a la muerte” para emplear las contundentes palabras de
André Malraux (Malraux, 1977: 31. La traducción es mía).

El elogio de la debilidad

Llega la primera prueba de la Zona a sus huéspedes. Sí, la Zona, como


Dios, pone pruebas. El Escritor, cuyo vodka ha sido derramado en tierra
por Stalker, desoye sus admoniciones, rechaza el camino de los nece-
sarios rodeos y se aproxima a un edificio semidestruido. Pero, una voz,
que no es ni la de Stalker ni la del Profesor-Físico, lo detiene. No puede,
entonces, dar un paso más. Regresa al lado de sus compañeros, para
escuchar al Guía, quien se aleja en un paneo, parte de otro espléndido
plano secuencia. De nuevo, espaldas en unidad de acción, tiempo y lugar.
Stalker se voltea, sacando a relucir su cabeza en estilizados giros. ¿Para
qué? ¿Por qué? Para hablar de sus temores. La Zona siempre acude a la
cita con trampas. A ella únicamente tienen acceso los desesperados, los
humillados y ofendidos, habría apuntado Dostoyevski. Muchos han muer-
to allí sin poder lograr su objetivo, otros han debido regresar antes de arri-
bar al sonado cuarto de los deseos. Hasta los desesperados pueden ver
su intento frustrado, si no aceptan las condiciones de la Zona, en la que
todo es cambiante, a la manera de Heráclito. Stalker regresa, seguido de
Sobre el cine y sus hermanas

un paneo, al lugar donde esperan Profesor y Escritor. Éstos, por acción de


una grúa hacia arriba, quedan en cuadro; aquél sale y entra después al
mismo para dar la orden de proseguir la marcha. Todos salen de cuadro
por la izquierda y la grúa vuelve a hacer de las suyas, elevándose, para
quedarse con el edificio al cual no ha podido llegar el Escritor.

En este plano-secuencia hay que resaltar que la reaparición en


el cuadro de Profesor y Escritor, en profundidad, evi­dencian lo cambiante
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de la Zona. Una ne­blina (¿ectoplasma?) se arrastra delante del edificio
inalcanzable. Y respecto a las majestuosas grúas tarkovskianas, que no
nos cansamos de admirar desde La infancia de Iván y Andréi Rublev, llega
la hora de precisar pensamientos motiva­dos por Stalker. La grúa es uno
de los medios más poderosos que tiene el cine de traspasar el espacio
real en dirección a lo desconocido. La grúa es bastión límpido, columna
dórica del espectáculo cinematográfico. La grúa, en manos de artistas
como Andrei Tarkovski, enseña a amar el cine. Por eso, los profetas de la
proyección epifánica de verdades en imágenes en movimiento han predi-
cado, como Zaratustra: “iAmad a Orson Welles, amad el western, sobre
todo el de las gigantescas grúas de Anthony Mann y toda la obra de éste,
sin olvidar El Cid, amad ese notable plano en picado y grúa donde se
patentiza el espíritu de una época en Andrei Rublev, cuando la campana
ha podido levantarse y el pueblo jubiloso lo celebra, como si se tratara del
triunfo de una selección de fútbol (esto último lo decimos para tratar de
ganarnos a los resentidos, que nos odian por ser intelectuales)”.

La segunda parte de Stalker comienza posteriormente. El Guía


avanza, implora, lucha. Su elogio de la debilidad aparece en off, mientras
la imagen, en picado, capta un pozo profundo, aguas mosaicas de la
Zona, ante las cuales ora el humilde desesperado: que ellos crean, que
se cumplan sus deseos puros, no sus pasiones, las cuales consisten en
un me­ro roce del alma con el mundo exterior. En otro plano, la imagen
muestra a Stalker avanzando por entre unos muros, tomando las precau-
ciones de un alpinista. Oímos su monólogo interior. Son los débiles los
que triunfan. El hombre nace ágil y débil, muere duro y fuerte. Para que
naz­ca lo soñado por la esperanza, el hombre debe ser impotente como
los niños. Stal­ker sacrifica las peripecias soportadas en la Zona, trabajos
y penas, para enseñar la verdad (o por lo menos, tratarlo), a quienes
aceptan su guía. Es, en medio de vicisitudes y vacilaciones, el inspirador
de los cambios positivos en el mundo. Así lo ponderaba Dostoievski: “un
sacrificio voluntario, absolutamente consciente de sí mismo, en interés de
todos, no hecho bajo alguna coacción, es a mi parecer un signo del más
alto desarrollo de la perso­nalidad. Sacrificar voluntariamente la pro­pia
vida a todos los demás, morir en la cruz o en la hoguera, sólo es posible
con el más avanzado desarrollo de la perso­nalidad”23. Parece que el no-
velista, tan querido por Tarkovski, hubiera comentado en estas frases las
últimas películas de su discípulo: Stalker, la bella y cruda Nostalgia y la
testamentaria Sacrificio.

Enseguida, el Profesor se niega a dejar su mochila. En el cuarto


de los deseos podrá tener muchas, le recrimina Stalker. “Con tanto empi-
rismo no podrá disfrutar usted de los milagros”, clama el Escritor. Éste y
el Guía atraviesan un paraje bañado por el agua, que coge impulso por
entre viejas paredes agrietadas y derruidas. Travelling lateral netamente
Ensayos

23 Citado por Frank,1990.


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tarkovs­kiano; la cámara deja al escritor fuera de cuadro y, en su avance,
sin retroceder, vuelve a toparse con él, quien ha caminado sin que nos
diéramos cuenta. Una puesta en escena similar la encontrarnos en Andrei
Rublev, durante la fantástica conversación en la catedral de Andrei y Teó-
fanes. Entra a cuadro el Guía, el Pro­fesor ha desaparecido. Los dos se
inter­nan por un túnel de aguas turbulentas que, generalmente, hay que
atravesar a nado. La Zona ha hecho una excepción y les ha facilitado el
paso. Para nada, pues vuelven al lugar donde se hallaban antes. Allí está
el Profesor, quien ha recuperado su mochila y come tranquilamente. Otra
trampa de la Zona. Espín había dejado allí una percha; Stalker se niega a
seguir, desfallece. Las pruebas son grandes; aun los desesperados, prefe-
ridos por aquélla, deben aguantar hasta lo indecible.

Las islas humanas

En el descanso físico no hay sosiego espiritual. Ca­da cual se


recuesta en una porción de tierra húmeda. El Escritor y Stalker están ro-
deados de agua. El primero y el Profe­sor reanudan sus desacuerdos, los
ata­ques que intercambian son virulentos. Para el individuo ligado al arte,
los cientí­ficos se han equivocado gravemente; las máquinas, la técnica,
son paliativos, ins­trumentos de prótesis; la humanidad exis­te para crear
obras de arte, lo único desinteresado. Él solamente quiere saber si vale
algo más que los demás. EI Profe­sor es escéptico frente al arte; su compa­
ñero no es, piensa, ni psicólogo, ni artista. La situación del diálogo es
completamen­te insólita. Tarkovski hace gala aquí de recursos que son
exclusivamente suyos. Personajes acostados al aire libre, que no se miran
mientras se hablan; separados, como islas sin vasos comunicantes; so­los,
a la deriva, náufragos de la catástrofe ­civilizadora. Como por si fuera
poco, ha­blan tratando de conciliar el sueño. ¿Qué ­gramático o cultivador
de la retórica en el cine se había imaginado o podría tolerar algo así? Un
inserto en blanco y negro presenta a la isla-Stalker, acompañado por el
perro, que estará Iuego en las inmediaciones del cuarto de los deseos. EI
Guía duerme boca abajo, contra la tierra y el agua. Es ésta una imagen
fuerte, conmovedora, que habrían deseado para comunicar sus ideas los
existencialistas. EI hombre aplastado, ­consumido por su obra destructora
y las potencias naturales. EI hombre sin amparo ni apoyo: solamente le
queda el perro. Ante ello, no queda más que la fe, la fe de Stalker. La
música electrónica potencia en la imagen, por añadidura, una connota­
Sobre el cine y sus hermanas

ción de vida humana solitaria en el cosmos, sin perder de vista la armonía


plástica pitagórica, la armonía de las formas cósmicas que, siendo soca-
vada parcialmente por el hombre, no deja de salir a flote.

La secuencia incluye un plano más en blanco y negro, retoca-


do monocromáticamente en el laboratorio, como sucede siempre en la
película cuando no hay color. La cámara en movimiento y picado filma
el agua, junto con objetos que se hallan sumergidos en el fondo, al lado
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de Stalker. Vemos una bomba, que quizá se quedó sin estallar, notas en el
pentagrama de una partitura, un ícono del Evangelista Juan... En off, una
voz lee un pasaje del Apocalipsis. Es el resurgir del tema del arte salvador
(Iván contemplando Los Cuatro Jinetes, de Durero, en La Infancia de Iván;
lgnazy embelesado con la obra de Leonardo en El espejo; Hary y Chris
fascinados por el gigante Brueghel en Solaris; la campana forjada por el
muchacho artesano que le devuel­ve a Andrei la confianza en sí mismo y
en los hombres, mensaje de Andrei Rublev, y la reconsideración del fenó-
meno religio­so, en pleno apogeo del materialismo: “a lo absoluto sólo se
accede por la fe y la actividad creadora” (Idem: 62 - 63). La voz ríe, como
signo de confianza.

Despiertan. Sobre un movimiento de la cámara, que deja ver


montículos y agua, Stalker explica más tarde a sus asombrados amigos
que la música, aunque parece no tener una razón de ser, ninguna fina-
lidad, tiene, como todo, un sentido y una causa. Un fundido sobre los
rostros estupefactos de los intelectuales cierra la secuencia.

El Escritor: ¿el elegido?

Se hace un sorteo para ver quién transitará primero por un pa-


sadizo tortuo­so. Stalker sostiene entre sus dedos dos fósforos que, según
el Escritor después, son del mismo tamaño. Éste hace su entrada al lugar:
un túnel punteado por estalactitas. Stalker lo llamará caño, aunque tam-
bién, por la puerta que se verá al final, podría pensarse en una especie de
submarino afectado por el suceso de la Zona. El Escritor camina atemori-
zado en estas tomas subterráneas, que algún parentesco tienen con Canal
(Kanal, 1956), de Andrzej Wajda. Y ya seguidos por un inquietante dolly,
ya precedidos por éste, los pasos del actor favorito de Tarkovski resuenan
en una atmósfera de miedo gla­cial. A llegar a la puerta cerrada, saca una
pistola con el objeto de volar la cerradura. Stalker se lo prohíbe: allí no se
pueden portar armas.

Entran a una cámara llena de arena, en lo que quizás fue la


estancia de una obra en construcción interrumpida. Stalker y el Profesor
ocultan sus ca­bezas entre la arena, mientras el Escritor avanza. Lo vemos
luego postrado, entre un charco, como si estuviera dormido. Se incorpo-
ra, se para y luego se sienta al borde de algo semejante a un pozo profun-
do. La cámara lo sigue en una grúa característica del filme. Hablándoles
a sus compañeros, que están fuera de cuadro, Solonitsin se dirige, prác-
ticamente, a la cámara y, por ella, al es­pectador. No ha habido nunca
ninguna experiencia, ningún hecho. El mundo ha sido siempre igual, tal
como lo concibió su inventor. Todos quieren exprimirlo a él, expoliarlo,
agotarle sus energías, utilizarle: da, da, da... le dicen. Es el precio que se
Ensayos

paga por escribir. Stalker le felicita, prometién­dole vida para cien años,
por el hecho de haber podido atravesar una de las peores pruebas de
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la Zona, la Picadora de Carne, donde han perecido muchos. El Es­critor
replica: ¿Por qué no la eternidad, como la del judío errante?
Stalker recita un poema (de Arseni Tarkovski, el papá del direc-
tor, de quien se reci­tan otros versos también en El Espejo), en el cual se
elogia la paciencia de la esperanza, a pesar del dolor y el triste transcurrir
del tiempo. Poco des­pués, se ve llegar de nuevo al perro, el cual se mete
en un charco vecino a la habitación a la que los tres entran, a las puertas
del sitio donde se cumplen los deseos.

La forma del plano secuencia cobra bríos, una vez más, en un


extraordinario tour de force cinematográfico. Tarkovski, inicialmente, filma
fuera de la habitación, en la cual hay un teléfono que, inopinadamente,
repica. EI Profesor lo usa para hacer una llamada a un colega del que
quiere vengarse. En estos momentos, la cámara retrocede y se inclina
hacia aba­jo: nuestro hombre dice haberse apode­rado de un arma secreta
que sus colegas han escondido celosamente. Vuelve con sus compañe-
ros, la cámara vuelve también a su emplazamiento inicial. EI Profe­sor se
lamenta de que a este sitio puedan entrar los dictadores, los führers, a
pedir deseos que podrían perjudicar a la Huma­nidad. El Escritor le pro-
pone acabar con esa “diarrea sociológica”. Stalker no permite entrar en
el rincón privilegiado la Zona a este tipo de gentes; escoge para ello a
buenas personas, a quienes puedan sacarle a ésta algún provecho moral.
Por lo demás, el instinto de destruc­ción no puede hacerse colectivo, pues
por un hombre no puede contaminarse todo el género humano. El Escritor
prende un bombillo: aún hay en la Zona luz eléctrica, redes telefónicas...
El pIano termina cuando salen todos de la habitación. EI Escritor satiriza
a Stalker, caricaturizándolo y poniéndose una corona de espinas en la
frente. Se burla de él y de Cristo, blasfemando en una imagen que vuelve
a recordar a Breughel, uno de los pintores favoritos del autor ruso.

Afuera, llega el instante de formular los deseos. EI Escritor, rei-


teradamente elegido por Stalker para ser el primero en aprovechar inte-
riormente la Zona, se nie­ga a hacerlo. EI Profesor hace alarde del poder
que le confiere su bomba y no se separa de ella. Para Stalker no se puede,
en este sagrado lugar, ser codicioso. El Escritor lo entiende muy bien. Es-
pín se ahorcó por haber obtenido su deseo de ser rico, sacrificando a su
hermano. El cuarto sólo realiza los deseos nobles, lo que hace parte de la
esencia del hombre. Stalker quiere arrancar la bomba de las manos del
Profesor. Por tres veces consecutivas, el Escritor se lo impide, arrojándolo
Sobre el cine y sus hermanas

al agua. En su opinión, el Guía introduce gente en la Zona para sentirse


rey, disfrutando de su autoridad. En un plano que despierta compasión,
Stalker, arrodillado y sangrante, se defiende: “no me quiten la esperanza,
es lo único que me queda. Allá, detrás de la alambrada, me lo han qui-
tado todo”. El Escritor ha aclarado antes que se ha negado a pedir algo
porque detesta humillarse, pedir, rezar. “¿Qué hay de malo en rezar?”, le
había replicado Stalker.
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El Profesor tira la bomba al agua. Los tres permanecen sentados
frente a ésta en un larguísimo plano que empieza con un movimiento de
grúa hacia atrás, y termina fijamente, de modo casi extenuante. Escritor
y Profesor no han pedido nada. Necesitaban, para ello, de una purga-
ción espiritual, de la expiación de su egolatría, y no la han afrontado. El
mundo materialista, en el cual viven, ha ganado la partida. Ni siquiera
el primero, el que se perfilaba como elegido, el que se sentía mejor en
la zona, ha podido salir a flote. Que nos sea lícito citar aquí al maestro
Guillermo Valencia (1948: 98):

¡Canes, mineros, artistas,


el árido recinto que os encierra
consume vuestros míseros despojos;
y en el agrio Sahara de la tierra
sólo hallasteis el agua...de los ojos!

El retorno

En un plano detalle, en que se ve una parte de la bomba sumer-


gida y un líquido viscoso, contaminante e incontenible, que se extiende
por las aguas, escucha­mos (off) el paso de un tren y un inespe­rado frag-
mento del Bolero de Ravel. Es el plano más elíptico del filme, pues no se
nos dice nada del recorrido de regreso de los tres hombres.

En monocromatismo, volvemos al café donde los encontramos


a todos. Entra la mujer de Stalker, su hija inválida espera afuera. Profesor
y Escritor miran ensimismados la escena: “el Escritor y el Científico son
testigos de un fenómeno misterioso, incomprensible para ellos: ante ellos
tienen a una mujer a la que la forma de vida que lleva y el nacimiento de
una hija impedida le han supuesto infinito dolor, pero que sigue amando
a su marido con la misma entrega y cariño que en su primera juventud.
Ese amor, esa entrega, es el último milagro que se puedo oponer a la falta
de fe, al cinismo y al vacío del mundo moderno. Y también el Escritor y el
Sabio son víctimas de ese mundo moderno” (Tarkovski, Op. cit.: 221).

En su vivienda, a la que ha ido tam­bién el perro encontrado en


la Zona, Stalker sufre. Los intelectuales no creen en nada, sólo quieren
venderse, prosti­tuirse. Su trabajo de Stalker, de guía, no tiene sentido.
Quiere ayudar a hallar el verdadero saber, más nadie requiere de sus
servicios. Sus principios tambalean, el abatimiento se apodera de él.

Su mujer lo deja acostado y, como si se tratara de un filme


documental, de una entrevista, le habla a la cámara. Su madre no quería
aceptar su matrimonio con Stalker. Era un preso, todos se burlaban de
Ensayos

él. EI la invitó a seguirlo, ella asintió. La relación ha sido dura, ha habido


mucho sufrimiento. Sin embargo, Stalker es feliz. Sin sufrimiento no habría
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tampoco felicidad ni esperan­za. Estas son declaraciones de una mujer
que ama y allí está su valor personal, en el amor, lo mismo que el de su
esposo: “¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho
en términos muy generales: ¿Cuál es en verdad el valor de una persona y
con qué tipo de persona nos encontramos cuando está sufriendo lo pérdi-
da de su dignidad?” (Idem: 220).

Lo que sigue sobra para algunos críticos. La niña inválida y


mutante, luego de leer y oírse (en off) otro poema de Arseni Tarkovski,
cuyo tema es también el amor, hace mover los vasos que están encima
de la mesa, en virtud de su concentración mental. Una jarra, incluso, cae
al suelo. El final es, aparentemente, igual a muchos filmes contemporá-
neos imbuidos de esoterismo y parapsicología, de contenidos pueriles y
efectismos sosos. Pero no. Tarkovski, dejando escuchar notas de la Oda
a la alegría de la IX Sinfonía, remata su película con una nueva oda a los
débi­les, que hacen cosas incomprensibles y superiores a las de los letra-
dos. Lo que se dice es, no por viejo, más recordado: ¡Bienaventurados los
pobres de espíritu!

El deseo imperativo de Stalker es el amor, quintaesencia de lo


trascen­dental y absoluto. Lo mismo se había dicho en Solaris y El espejo.
También en el cine de Bergman, un admirador confe­so del ruso. ¡En tantas
obras clásicas! ¡En tantas culturas y libros sagrados! EI tema eterno, pero
tratado por Tarkovski en con­diciones tan novedosos, deja qué pensar y qué
sentir. Todo por la dignidad y consistencia de las formas, tan cinematográ­
ficas, a través de las cuales se habla de lo cardinal, ahora y siempre: “La
obra surge en su tiempo y de su tiempo, mas se convierte en obra de arte a
través de lo que en ella escapa al tiempo” (Malraux, Op. Cit.: 32).

“A mí, como persona con conviccio­nes religiosas, me interesa


sobro todo alguien capaz de entregarse en sacrificio...” (Tarkovski, Op.
cit.: 239) escribió Andrei Tarkovski acerca del filme que lleva este último
nombre. Stalker es la obra de un director rebosante de vida interior, de
espíritu, que pagó con su propia vida, al morir en la plenitud de sus fuer-
zas creadoras, el hecho de haber tenido una sensibilidad tan fuera de lo
común. Comunismo y capitalismo lo golpearon a muerte. Su cáncer era
tam­bién pena moral. Su metafísica de la debilidad queda como un obse-
quioso llamado a la espiritualización de lo pasa­jero, en un mundo que si-
gue, después de su muerte, sin querer darse cuenta de ello. Gogol (1959:
Sobre el cine y sus hermanas

594) escribió, por su parte, en Las almas muertas: “La cosa no consiste en
esos bienes que se disputa la gente, por los que se matan, como si pudie-
ran conse­guir el bienestar en esta vida sin pensar en la otra (...); mientras
no se abandone aquello por lo que se devoran y se mata la gente en la
tierra, y mientras no se piense en el bienestar espiritual, no habrá felicidad
ni bienestar en la tierra. Vendrán tiempos de hambre y miseria para todo
el pueblo y para cada uno aisladamente... Esto está claro. Digan lo que
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digan, el cuerpo depende del alma. ¿Cómo preten­der que vayan bien las
cosas sin pensar en esto?”.

Tarkovski, Kandinsky, Gogol, Dostoyevski, Stravinski, Musorgs-


ki... El arte hecho por éstos y otros rusos no ha cesado jamás de hablarnos
de espiritualidad, de aquellos rasgos más escondidos y ocultos del hom-
bre, a cuya exploración este último, el gran compositor de Boris Godunov,
atribuía la misión del artista, y cuya raíz última quizá esté en la debilidad
de los humillados, los stalkers, la colosal fuerza latente de la humanidad,
en la medida en que, según las máximas paulinas, resbalando, cayendo y
humillándose, es como el hombre se fortalece interiormente.

Ficha técnica:

STALKER. G: Arcady Strugatsky, basado en lo novela de Arkady


y Boris Strugatsky. D: Andrei Tarkovski. F: Aleksandr Knyazhinsky. M:
Eduard Artemyev. I: Alexander Kaidanovsky, Anatoly Solonitsin, Nikolai
Grinko, Alissa Freindlikh, Natasha Abramova, F. Yurna, E.Kostin, R. Rendi.
P: Mosfilm Studios. Blanco y Negro y Colores. 161 min. 1 979. Rusia.

Revista Kinetoscopio, Centro Colombo Americano de Medellín; Núme-


ro 16, Noviembre-Diciembre de 1992. Adiciones, cadencias y coda compuestas
en 2004.

Círculo familiar y familiaridad con el cine


en el cine de Martin Scorsese

El de la familia es un tema reiterado en las películas de Martin


Scorsese. Las relaciones madre-hijo (Alicia ya no vive aquí –Alice doesn´t
live here anymore–, 1974)); esposo-esposa (La edad de la Inocencia –The
age of inocence,1993); Nueva York, Nueva York –New York, New York,
1967); éstas, y el vínculo entre hermanos (El toro Salvaje – Raging bull,
1980), son vistas por el director a través de esa lupa privilegiada de la
narrativa anglosajona que hace de lo pequeño un gran universo y de éste
una fracción minúscula de conjuntos que pueden ser aún mayores. Este
último es el caso de los filmes en el que el núcleo familiar se amplía a una
complejidad afectiva, cultural y económica, que no por ello deja de tener
su raíces en los orígenes nacionales compartidos, el consabido tema de
la familia-mafia (Buenos muchachos –Good fellas,1990; Casino,1995;
Calles peligrosas –Mean streets, 1973).

En ausencia de la familia tradicionalmente concebida, es la


complicidad de los amigos la que la sustituye y provisionalmente crea otra
Ensayos

(El color del dinero –The color of money 1986); también la de los músicos
dispuestos a compartirlo todo, hasta el eclipse definitivo: la muerte (El
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último rock –The last waltz, 1978); o la soledad casi absoluta, la que nos
habla, implícitamente, de la descomposición del núcleo familiar, tan acu-
sada en la sociedad actual (Taxi Driver, 1976, El Rey de la Comedia –The
king of comedy, 1983, Después de las horas –After hours, 1985). Soledad
paralela es la de Cristo, una de cuyas tentaciones es la de fundar una
familiar a partir del afecto terreno (La Ultima tentación de Cristo –The last
temtation of Christ, 1988). También es la estabilidad familiar amenazada
desde el exterior la que se hace motivo de observación en Cabo de miedo
(Cape fear, 1991).

Mirando hacia atrás, haciendo esos giros retrospectivos tan


caros a la ciencia psicológica, hay que imaginarse a Scorsese de niño,
tal como él mismo lo ha declarado, en el espacio reducido de un apar-
tamento ubicado dentro de los linderos de la Pequeña Italia en la Gran
Manzana neoyorquina. Siendo testigo, a diario, de las balaceras entre
los diversos grupos de las familias mafiosas, crece como la muchacha
de Cabo de miedo: en cualquier momento un asesino o un psicópata
siciliano, como ésos que describe tan bien Abel Ferrara en The Funeral,
puede echar a perder la unidad familiar, simplemente con la muerte de
uno, o varios, de sus integrantes. La familia del niño, que espía con temor,
a través de las ventanas, los movimientos de transeúntes sanguinarios es,
entonces, un oasis circundado sin cesar por agresivos beduinos, un oasis
que, a la larga, sólo puede serlo dentro de los espejismos. El niño, quien
seguramente tuvo, como todos los de su edad, diferencias con sus padres
(una de las cuales consistió en los regaños que le propinaba su madre por
verse, varias veces, las mismas películas, locuras de cinéfilo prematuro
que pocos entienden), empieza a admirar las figuras materna y paterna
por la enjundia con que le hacen frente a condiciones de vida tan difíciles,
la estrechez material y la violencia generalizada de una comunidad.

El padre, sastre que le terminó ayudando a su hijo director,


proporcionándole trajes para sus películas (a él está dedicada La edad
de la inocencia), gana respetabilidad a medida que pasa el tiempo, es
decir, a medida que las balas silban sus estampidos pasando frente a la
sala donde, por lo regular y en los ratos libres, el niño tiene prendido el
televisor, extasiado ante las imágenes de Welles o Vidor, nombres que
apenas reconoce, las cuales trata de reproducir en versiones infantiles de
story boards que se entretiene dibujando.
Sobre el cine y sus hermanas

El cineasta norteamericano representaría claramente la figura


de un anti-Edipo. El padre lo protege de la violencia del entorno, le impri-
me seguridad, aminorando el conflicto en el que, por el sino de la raza de
los inmigrantes, se ve envuelto sin querer, a la manera de lo que le sucede
al hijo de De Niro quien por ese entonces vivió a unas pocas cuadras de
su futuro amigo y compinche artístico, Marty, en la primera película de
éste como director, Una Historia del Bronx (A Bronx tale), con la diferencia
de que aquél termina teniendo dos padres, el humilde taxista y el mafioso
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del barrio. En la otra cara de la moneda de la formación a lo italiano (si-
ciliano), el pater latino nos retrotrae a la figura ancestral del héroe Eneas,
simiente de los fundadores de Roma, cargando sobre sus espaldas a su
esforzado progenitor, en ese manantial de todo texto épico posterior que
es la gloriosa Eneida de Virgilio. Todavía hoy, Scorsese se siente deudor
de la tutela paternal, al igual que De Niro, otro que creció entre pozos de
sangre, recuerda con afecto a su padre pintor.

Por otra parte, la madre, aunque, como ya se dijo, piensa que


su hijo se está enloqueciendo, se está volviendo raro al atiborrarse de los
techos en los contrapicados y grúas monumentales de El ciudadano Kane
(Citizen Kane), multiplicados por los cuatro o cinco ataques seguidos de
cinefilia empedernida, está retratada ardorosamente por la Ellen Burstyn
de Alicia, quizá la mejor película que se ha hecho sobre una madre, muy
a pesar de la adaptación ligeramente panfletaria que Bertold Brecht hizo
del texto de Máximo Gorki, también llevado a la pantalla por Pudovkin.
La madre sería, en principio, para él, muy probablemente, lo que para
la mayoría de los mortales, exceptuando, claro, a Nietzsche, quien reco-
mendaba torturarla sin compasión. Pero, con toda seguridad y a la larga,
alguien más, un ser humano de virtudes heroicas, las que alcanza la natu-
raleza femenina cuando, con fortaleza y entereza que no conocen límites,
encara las mayores dificultades y los más apremiantes infortunios.

El presente texto, empero, a estas alturas, no está diseñado


para prestar servicios a una cátedra de moralidad altamente simplificada.
En la afirmación extrema de algo (todo artista es, a su manera, un extre-
mista), está su negación. Si la verdad es a la vez no verdad; si las leyes, a
la vista de sus contrarios, se desmoronan, invirtiéndose; si, en pocas pala-
bras, todo es contradicción o, mejor dicho, si como lo afirmaba Flaubert,
los amantes de la forma suprema del arte (quienes conocemos el cine de
Scorsese sabemos que con él sucede otro tanto), están predestinados para
hacer sufrir a sus seres queridos (no necesariamente al modo del autor de
la Genealogía de la Moral), el director de Calles Peligrosas no pertenece
sino a nuestro mundo, al de los seres de carne y hueso, al poner a un lado
a su familia, una vez ha dejado atrás los lúdicos espacios de las hadas.
En lenguaje propio del argot de los hippies, sus compañeros de genera-
ción, corta con la familia. ¿De qué manera? Tratando de hacer realidad
la máxima de Cristo, en cuyo espíritu ha sido educado, en el sentido de
que hay que anteponerlo a Él, antes que la ternura de los lazos filiales más
inmediatos, a Él si realmente lo que se quiere es seguirlo.

Se despierta, consecuentemente, en el adolescente Marty, la


vocación religiosa, hasta que se encuentra a medio camino entre dos
llamados: el de los gangsters de las calles y el de la Iglesia. Son las dos
voces que en la conciencia, ávida de decisiones cruciales, escucha Har-
Ensayos

vey Keitel en Calles peligrosas, la primera de las películas personales del


director, quien la hace después de las recriminaciones que le hizo otro de
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sus padres, el inolvidable John Cassavettes, quien, furioso por los bodrios
que había hecho primeramente nuestro director, uno de sus montadores,
le pega su vaciada: “Marty, no tienes derecho a hacer tanta mierda, sólo
hay que hacer películas cuando se siente y se ama su tema”.

También empieza a romper Scorsese con la familia en la acep-


ción macro de la cultura siciliana. Si el precio de sentirse miembro de
una comunidad es el de matar y engañar, él no quiere integrarse a ella, a
pesar de la fascinación que siente por una célula tan peculiar, única en el
planeta. Estos son los dilemas que enfrenta el joven hijo de sastre lucha-
dor y mujer anticinéfila, la muerte por vendetta, o la muerte por el Reden-
tor. Para Ripley. Sin embargo, también François Truffaut había hablado de
que gracias al cine se había perdido para la delincuencia.

Pasa el tiempo y los que son quizá los más amables recuerdos
de infancia vuelven a salir a flote. La estampa tutelar, con su ineludible
sombrero tejano, del gran King Vidor, el director de más firmes convic-
ciones que ha dado Hollywood (piénsese que, en el ocaso de su carrera,
cuando quiere volver a hacer cine, sintiéndose en la plenitud de sus con-
diciones, pero siendo demasiado viejo para los leones y las montañitas
nevadas de los estudios, filma películas religiosas en calidad de profesor
con sus estudiantes, en 16 mm.), hace llamados excitantes con Duelo al
sol (Duel in the sun). Otro personaje iniciador, el singular Michael Powell,
convoca desde Inglaterra a un mismo destino; este director, y el cine inglés
en general, ha dicho Scorsese, lo conducen a misterios insospechados.
Así, pues: ni sicario ni cura. Puede más que nada la pantalla de sueños
y para soñadores, esa es la familia en la que quiere enrolarse, la de los
contrabandistas del celuloide, como él mismo ha llamado a los Fuller,
Tourneur, Dwan, capaces de dejar maravillosos subtextos tras las mas-
caradas de la producción estelar norteamericana. Vidor, Cassavettes y
Stroheim tomaban, al fin y al cabo, el cine como una religión, en tanto
que el contrabandista no está muy lejos del gangster: el director de cine
puede conciliar, en una sola, las tres vocaciones. Y, por lo demás, qué
grato encontrarse como iniciado en la congregación familiar de esos se-
res, cineastas, que tanto se veneran.

De ahí en adelante, con la loca decisión tomada, hay años de


galeras, así llamados por Verdi en su época de aprendizaje, en los que
cae en la trampa de lanzarse a un oficio sin saber qué decir ni cómo
Sobre el cine y sus hermanas

decirlo. Cassavettes, no sobra recordarlo (¿cuánto nos daremos cuenta


en Colombia de qué clase de individuo fue éste para el cine mundial?),
pone el dedo en la llaga, con toda su autoridad, tan reconocida por las
siguientes generaciones, llamándolo al orden mental y a la honestidad.
Sus palabras, insiste Scorsese, fueron definitivas; como habría dicho el
Goethe de Poesía y verdad: El que no es escarmentado, no es educado.
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Fracasando en sus intenciones iniciales, se dedica por un tiem-
po a la ingrata labor de profesor de realización cinematográfica, refugio
en el que igualmente se había atrincherado Chaikovski, como profesor de
Composición en el Conservatorio de Moscú, antes de poder dedicarse,
gracias a una mujer (esta vez, mecenas; ¡Ay, quién pudiera conseguir una
ahora!) a lo suyo, por lo cual lo conocemos. Es otra forma de hacer fami-
lia, al menos de impulsar hijos adoptivos hacia cosas importantes. Oliver
Stone, por ejemplo, le agradece a Marty el hecho de haber sido el único
que lo entendió y apoyó en sus tiempos de estudiante en Nueva York.

Con Calles Peligrosas, ya se dijo, empieza el triunfo más im-


portante, el del visto bueno que da la propia conciencia de cineasta que
busca la calidad y la logra. ¿Qué pasa, desde entonces, hasta hoy, con
aquello de la familia? Todos sus personajes buscan ansiosamente esa co-
munidad de intereses y afectos, jamás la encuentran y, si lo consiguen, es
sólo fugazmente. La amistad entre Newman y Cruise se viene al piso en El
color del dinero; De Niro, aún sumido en el baño de sangre, por defender
a capa y espada un sentimiento regenerador, vuelve a quedarse solo en
Taxi Driver; la solvente y despreocupada familia de Cabo de miedo cae
en manos del psicópata dispuesto a todo (qué pena, pero la primera ver-
sión, de J. Lee Thompson, me parece superior, con un Gregory Peck y un
Robert Mitchum formidables, mejores que De Niro y Nick Nolte); De Niro
entra en conflicto hasta con Joe Pesci, su leal hermano, en ese derrumbe
total que nos muestra espléndidamente El toro salvaje, película que salvó
a Marty, gracias a De Niro, de ser desahuciado por drogadicción; el ma-
trimonio de éste y su pertenencia discreta a la mafia se desmoronan en
Casino; a Cristo nadie lo entiende y nada como su soledad en la cruz en
La última tentación: en la tierra, aunque fervientemente la ha anhelado, al
igual que sus pares, los hombres, no puede haber comprensión y felicidad
para Él; al fin y al cabo, debe y puede ponerse por encima de ellos.

En La edad de la inocencia, el matrimonio entre Wynona Rider


y Day Lewis se sostiene, mas al precio de un sacrificio indescriptible; se
simulan los afectos, antes de que sean posibles en la hondura deseada,
la que existe en ese fruto prohibido de la Pfeiffer. De Niro empieza y ter-
mina íngrimo solo en El Rey de la Comedia; su proyección de necesidad
paterna y afectiva hacia el ídolo cómico degenera en total y enfermiza
soledad. El tiempo y la fama acaban con el idilio de Nueva York, Nueva
York. El muy unido grupo de The last waltz debe resignarse a su disolución.
Excepcionalmente, Alicia ya no vive aquí conserva ese aire de fábula que
nadie como Vicente Minnelli supo infundirles a las películas que Louis B.
Mayer quiso hacer en la Metro para toda la familia estadounidense. Allí
llega a ser posible, al fin, una relación armónica de pareja, pero... a qué
precio, a costa de qué sacrificios, como en los cuentos de hadas: las prin-
cesa es rescatada, después de las múltiples pruebas de las que sale airoso
Ensayos

su príncipe; pero, a la larga, las proporciones se invierten, es la fortaleza


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femenina la que, en virtud de su incontenible energía, gana la paz, pues
la mujer es más fuerte moralmente que el hombre.

Es, como decía arriba, una película que refleja metafórica y


autobiográficamente la hazaña del sastre cinematográfico y la mujer an-
ticinéfila, sobreponiéndose a la lluvia de proyectiles y dudosos compromi-
sos con la unidad nacional de la Little Italy, para dar de comer, educar y
donar al mundo a ese Marty artista a quien tanto queremos, hombre de
origen social modesto, pero no por ello excluido de la grandeza de miras,
la que ha conseguido imitando un temple que le vio nacer y crecer ardua
y dolorosamente. Por fortuna para él, existe el reconfortante recuerdo de
esos padres y el consuelo exquisito de los grandes creadores, una obra, el
mayor de los hijos en los términos platónicos de El banquete.

Scorsese es el poeta cinematográfico contemporáneo de la des-


composición del núcleo familiar. Nadie como él y Bergman la han mostra-
do tan bien. No podría serlo si no amara tanto a su familia y sus ancestros
italianos, más exactamente sicilianos, que han hecho de ella un templo,
con ofrendas de sangre y todo, una hermandad de rituales cerrada sobre
sí misma y hasta un cruento fetiche; y si no amara con tanta veneración
a la selecta familia de los grandes cineastas, cuyo panteón ha pasado a
conformar desde hace un buen tiempo. Marty ha hecho de la familia su
martirio y su corona; cuando sucumbe socialmente, él la rescata artísti-
camente; cuando naufraga, él convoca a los barcos de cámaras y mo-
violas para que la conduzcan a tierrra firme; cuando oprime, él se libera
corriendo hacia las imágenes del ensueño, desde las cuales recupera la
conciencia para decir que también puede hacer daño, coaccionando y
castrando. Es que ningún poeta puede dejar de ver la paradoja en las
cosas, las dos caras de la moneda, y el hombre mata lo que más ama,
como sentenciaba Oscar Wilde.

Cuadernos del Cine, Revista del Cine Club de la Universidad Central


de Bogotá; Número 5, marzo de 2000; sobre una conferencia previa; coda aña-
dida en 2004.

Robert Bresson: el ideario de un difunto obstinado

La muerte de Robert Bresson es un hecho que han lamentado


Sobre el cine y sus hermanas

mucho los cinéfilos del mundo entero. Uno de los pocos grandes maestros
que casi atravesaban, en vida, la barrera del nuevo milenio, el director
francés se distinguió por su empecinado aislamiento de la mentalidad do-
minante en su época, poniendo de relieve, una vez más en la historia del
arte, los puntos en común que, contrariamente a las visiones mercantilistas
y ateas, existen entre éste y la espiritualidad, la creatividad y la religión.
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Nada mejor que volver a escuchar a Bresson, para darse cuenta
de la fuerza de su personalidad. Lo que dijo lo hizo, en una formulación
prístinamente entrelazada con resultados prácticos, armonioso conjunto
de ideas y sus consecuencias en la dimensión de lo sensible, el cual hace
posible el traer a colación el eje de la doctrina estética hegeliana, a pro-
pósito de que el arte es, justamente, el dominio del concepto, íntimamente
asociado a su representación para los sentidos, dominio único en que el
espíritu se hace visible o audible sin permanecer, ni en la pura abstrac-
ción, ni en la mera sensibilidad privada de espiritualidad.

“Una película no es un espectáculo; es, en primer lugar, un


estilo (...) El tema de una película es únicamente un pretexto. La forma,
mucho más que el contenido, cautiva al espectador y lo eleva (...) Yo me
ocupo más del especial lenguaje del cine que del tema de mis películas”
(Schrader, 1988: 60 – 61. La traducción es mía).

Estas afirmaciones, que reverberan con el brillo del resplandor


de los clásicos, rompen con las convicciones malsanas que quieren, aún
hoy, cuando la humanidad ha pagado caro el malentendido, subordinar
la estética a la propaganda, la forma a la expresión acomodada de lo
“social”, que tanto indignaba a Flaubert. Bresson fue eso, verdaderamen-
te, un hombre que trabajaba para el imperio de la forma, así eso le siga
sonando a los oídos no muy educados, más bien muy resentidos, como
algo demasiado “burgués” o “feudal”.

“Le concedo una enorme importancia a la forma. Enorme. Y


creo que la forma conduce al ritmo. Ahora, todos los ritmos son formi-
dables. El acceso a la audiencia es, ante todo una cuestión de ritmo “
(Idem: 61).

Recuperando así el pensamiento de san Agustín, relativo a que


todas las cosas tienen un ritmo propio, lo cual las hace bellas, organi-
zadas, según un orden que supera la imperfección del hombre capaz,
empero, de aproximarse, más que cualquiera de las criaturas en la natu-
raleza, a las mayores medidas del ritmo, Bresson daba, de esa manera, la
mejor definición del cine como un arte del ritmo. También Andrei Tarkovs-
ki, Ingmar Bergman y grandes teóricos lo han dicho. Igualmente, muchas
obras maestras lo reiteran. Cine y música son hermanos porque pocos
como ellos para comunicar los secretos ritmos del cosmos pitagórico.

“Hay un fino aporte de Leonardo De Vinci, el cual tiene que ver


con algo como esto: ‘Piense acerca de la superficie de la obra. Ante todo
piense acerca de la superficie’ (...) Lo sobrenatural en el cine se constituye
solamente en lo real, dado de forma más precisa. Las cosas reales se ven
así mucho más de cerca (...) Yo deseo ser, y me convierto a mí mismo, en
Ensayos

el más realista de los cineastas, dentro de lo posible. Pero también con-


cluyo, finalmente, que el realismo al que llego no es un simple ‘realismo’”
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(Idem: 62 - 63). El cine de Bresson, hiperrrealista, realista por saturación,
agota los desplazamientos por esas superficies con la paciencia del alba-
ñil o el caminante de las largas peregrinaciones medievales. La observa-
ción atenta, impregnada de laboriosidad científica, de la realidad, es la
plataforma sobre la cual se erige su metafísica. Lo ideal es la región que
se construye a partir de los hechos subordinados al orden y la medida por
el pensamiento del constructor (Bresson, como se trasluce en sus decla-
raciones, pensaba mucho antes de actuar), de acuerdo con esa tradición
del Gótico tardío, el Quatrocento y el Renacimiento – los escritos de Piero
de la Francesca, Leonardo, Bruneleschi y Alberti –, que, al acentuar el
papel de la concepción del artista, el disegno - siempre arraigada en lo
espiritual, no en los mecanicismos materialistas –, busca en el plan, en la
mirada previa y serena del espíritu, a la que también obedece la existencia
exterior del universo real, el paradigma del alma en su destino final.

Paul Schrader, cineasta y estudioso de la obra del director, sostie-


ne: “La ‘realidad’ de Bresson es una celebración de lo trivial: pequeños so-
nidos, el chirrido de una puerta, el gorjeo de los pájaros, paisajes estáticos,
escenarios ordinarios, rostros vacíos. Él usa todos los métodos obvios del
documental: locaciones y actores naturales (...), y sonido ‘en vivo’ (directo).
No aspira a capturar la ‘verdad’ documental de un hecho (el cinéma - véri-
té), solamente la superficie. Bresson documenta acerca de las superficies de
la realidad. La estilización de lo cotidiano de Bresson consiste en la elimina-
ción más que en la adición o la asimilación” (Idem: 63).

En El diario de un cura rural (Le journal d’ un cure de campgne,


1951), adaptación de la novela del escritor católico Georges Bernanos,
un simple sacerdote, humillado e incomprendido por sus feligreses y ago-
biado por un cáncer que no da tregua, se esfuerza por respirar el aire de
una eternidad que parece inalcanzable, tanto es lo que cuesta prepararse
para su inefable e insondable curso. Dejando a un lado todo sentimen-
talismo o apropiación eminentemente emocional del tema, Bresson hace
que la verdad íntima sobre su personaje se derive de lo escueto y lacónico,
de lo diminuto y llano. Los parajes desolados del campo, los sonidos del
viento y de los pasos por entre el barro, el motor de un automóvil, pasos
y miradas desnudados de cualquier pathos, sonrisas y burlas maliciosas
del pudor perdido de una muchacha – nunca sentenciadas por un juez
de tribunal, no comentadas autoritariamente por una moral extrínseca al
tema–, se quedan en esa superficie de lo supuestamente intrascendente
Sobre el cine y sus hermanas

con tanto ahínco que, por su misma sobrecarga de banalidad no disimu-


lada, paulatinamente signada por los rastros de vía interior que van aflo-
rando, ya como una mancha, ya como una estela o aureola que salen a
flote en dicha superficie, haciéndola espejo del alma, remontan la mirada
hacia lo superior, lo misteriosamente trascendente. Es la vía del ascetismo
para llegar al misticismo, la de una renuncia consciente, noche oscura de
los sentidos y el entendimiento planteada por san Juan de la Cruz, para
acceder a lo no terrenal.
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André Bazin señalaba respecto a esta película: “Como Dreyer,
Bresson tiende a recrearse en las cualidades más carnales del rostro que,
en la medida en la que él mismo no actúa, es la huella privilegiada del
ser, el trazo más legible del alma; nada en el rostro escapa a la dignidad
del signo. No es a una psicología, sino a una fisiognomía existencial a la
que nos invita. De ahí el hieratismo de la interpretación, la lentitud y la
ambigüedad de los gestos, la repetición obstinada de los comportamien-
tos, la impresión de un ralenti onírico que se graba en la memoria. Nada
pasajero puede suceder a estos personajes, hundidos como están en su
ser, esencialmente ocupados en perseverar contra la gracia, o de arrancar
con su fuego la túnica de Nessus del hombre viejo. No evolucionan: los
conflictos interiores, las fases del combate con el Ángel, no se traducen
con claridad en su apariencia. Lo que vemos habla más bien de una
concentración dolorosa, de los espasmos incoherentes del parto o de la
muda de un animal. Si Bresson despoja a los personajes lo hace en un
sentido estricto”24.

En eso de la actuación, Bresson ha sido el más terco de los ene-


migos del intérprete ‘expresivo’ que ha tenido el cine. Para él, la actuación
como tal está delimitada por el teatro, es “un arte bastardo (...) Somos
complejos y lo que el actor proyecta no es complejo (...) No me gusta la
psicología y trato de eludirla (...). Tú no puedes estar dentro de un actor.
Es él el que crea, no tú (...). No es tanto una cuestión de no hacer ‘nada’,
como algunos han dicho (en relación con mis filmes). Es más bien una
cuestión de interpretar sin ser consciente de sí mismo, de no controlarse
(el actor) a sí mismo. La experiencia me ha probado que, en la medida en
que era más ‘automático’ en mi trabajo, era lo más conmovedor (para el
público)” (Schrader, Op. cit.: 65 - 66).

Partidario recalcitrante del actor natural –claro que no como se


entiende esto en la televisión colombiana–, Bresson combatió a capa y
espada los vicios de las estrellas. Para él, al igual que para Craig, el teó-
rico del teatro, el actor simplemente no debía actuar, no dramatizar nada.
Su ocupación previa como pintor le había enseñado que se puede saber
todo de un rostro dejándolo flotar en su aparente inanidad, capturando la
esencia de su alma en los momentos propios de la vacuidad del desayuno
o la afeitada. Al fin y al cabo, cuando menos se actúa, más se confiesa
acerca de lo característico de una personalidad, lo cual bordea la verdad
de Perogrullo, si se deja en palabras, mas, cuando emana de una tentati-
va estilística consciente, llevada hasta sus últimas consecuencias, produce
resultados asombrosos, como en sus películas.

Ese era Bresson, un amante del sentido común. Sin embargo,


se le fue la mano en su feroz crítica al actor. Para nadie que quiera el
Ensayos

24 Bazin (1966), “El diario de un cura rural’ y la estilística de Robert


Bresson”, en ¿Qué es el cine?: 195.
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cine es un secreto –también se podría argüir aquí con el arma del sentido
común– que ha habido y hay actores de un calibre inigualable dotados,
especialmente (tanto por la naturaleza como por sí mismos, en el apren-
dizaje de la experiencia), lo más importante en este arte, del talento de
desaparecer como intérpretes, para estar completamente al servicio de
sus personajes, borrando toda marca de fingimiento, lo cual, finalmente,
era lo que pretendía un maestro de la psicología, y cultor del tono heroico
del pathos, como Stanislavski. Bresson se daría cuenta de ello –sin reco-
nocerlo– al tratar con una actriz que llegaría a ser tan profesional como
Dominique Sanda, en Una mujer dulce (Une femme douce, 1969).

La antipatía visceral que el director de Un condenado a muerte se


escapa (Un condamné à mort s’ est échappé, 1956) sentía por el patetismo
en la actuación, procedía de una no menor resistencia a depender de una
trama novelesca o teatral: “Trato cada vez más de suprimir en mis filmes lo
que la gente llama trama. La trama es una estratagema de novelista (...).
Llegando tan lejos como he podido, he eliminado todo lo que pueda dis-
traerme del drama interior. Para mí, el cine es una exploración en él. Den-
tro de la mente, la cámara puede hacer cualquier cosa (...). Las historias
dramáticas deberían ser dejadas a un lado. Éstas no tienen absolutamente
nada que ver con el cine. Me parece que cuando alguien intenta hacer del
cine algo dramático, se parece al hombre que trata de martillar con una
sierra. El cine podría haber sido algo maravilloso si el arte dramático no se
le hubiera atravesado en el camino” (Idem: 64 - 65).

Tal criterio no fue óbice para que Bresson hiciera, no sólo la


adaptación de Bernanos, quien fuera también dramaturgo insigne, autor
del drama en que se basa el libreto de Diálogo de carmelitas, la ópera de
Francis Poulenc y la película del mismo nombre de A.P. Bruckberger, sino
también de dos textos de Dostoyevski, la ya mencionada Una mujer dulce
y Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’ un reveur, 1971). Sus
adaptaciones, contrariamente a lo esperado académicamente, penetran
en el texto desde la perspectiva del ser del que hablaba Bazin, hasta llegar
a ese dibujo de lo interior que quisieron tener Rembrandt, Tiziano o Van
Gogh. La acción en ellas, la intriga y la trama, se diluyen, sin aparataje
sinfónico, en la música de cámara del espíritu, reflejado en el mutismo
bizantino de los rostros.

A propósito, Bresson, un amante de la música, especialmente


Sobre el cine y sus hermanas

de Bach, acabó por prescindir de ella para sustituirla por el silencio, músi-
ca del alma para los contemplativos de la mística: en El dinero (L’ Argent,
1981), tragedia del ethos sin pathos, discurso casi silvestre y crudo de la
conciencia culpable, sólo se escuchan en el piano unas cuantas notas
de Bach, música accidental que completa el diseño de una arquitectura
dentro de la cual el valor potenciado de los sonidos de la realidad no
requiere para nada de la partitura incidental, del canalizador musical de
emociones (hay que desprenderse de los sentidos, a todo nivel, para ob-
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tener la unión con la Divinidad, de acuerdo con san Juan de la Cruz),que
puede impedir el llegar a estar cara a cara con el espíritu, en el interior
de sus moradas.
Andrei Tarkovski resumía del siguiente modo su admiración por
el director de El dinero: “Bresson es probablemente la única persona que
en el cine ha conseguido una correspondencia plena entre su práctica
artística y la concepción formulada con anterioridad de modo teórico. No
conozco a ningún artista más consecuente en este sentido. Su principio
básico era la destrucción de la llamada ‘expresividad’, es decir, quería
eliminar la frontera entre la imagen y la vida real. En otras palabras,
quería que la vida real causara su efecto expresivo, en imágenes (...). Y
precisamente de Bresson dijo Paul Valéry: ‘La perfección sólo la alcanza
aquél que prescinde de todos los medios que llevan a una exageración
consciente’” (Tarkovski, 1991: 120 - 121).

Bresson era una rama tardía del ya aludido tronco del arte bi-
zantino, cuya influencia en el arte occidental alcanza los comienzos del
Renacimiento. Su metáfora constante del alma cautiva, o bien en la pri-
sión de la que hay que liberarse, celda que impide el vuelo del alma en
Un condenado a muerte se escapa; o bien celda en la cual es internado
el protagonista de Pickpocket (1959), para que pueda conocer mejor la
significación del sacrificio, purificación del delito, prueba para alcanzar el
amor que es auténtica libertad, a pesar de las rejas, es apenas una de las
puertas de entrada que abre su cine a las basílicas mayores de la antigua
Constantinopla, en la cual el arte se inscribía claramente dentro de una
cultura que no lo sacralizaba en sí mismo sino que, antes bien, lo hacía
depender de un fin litúrgico, sagrado, más allá de la obra humana, vale
decir, escatológico.

Bizancio suspiraba con todas su fuerzas por la liberación del


alma en relación con el mundo, todo en ella se hacía en función de Dios,
como bien lo argumenta André Malraux en su monumental texto La me-
tamorfosis de los dioses (primera parte, Lo sobrenatural). Bresson no lo
hace tan explícito, pero es evidente que sus películas exhalan un hálito de
total inconformidad – rayana en la angustia kierkegaardiana, controlada
por el control severo de la forma–, con la limitación terrenal, inhalando
aromas del incienso dirigido a los íconos de la iglesia cristiana oriental,
fuente de inspiración, entre otras, de la gran cultura espiritual rusa, a la
que Tarkovski se sentía orgulloso de pertenecer.

Paul Schrader (Op. cit.: 83), refiriéndose a los planos finales


de la hoguera en El proceso de Juana de Arco (Le procès de Jeanne D’
Arc, 1962), anota: “La hoguera ardiente posee hasta una entidad física,
pero es también la expresión espiritual del martirio de Juana. En breve, es
un ícono”. Comparando, igualmente, el ícono bizantino de un Cristo del
Ensayos

siglo XII con un primer plano del rostro del actor de Pickpocket, escribe el
mismo Schrader: “El rostro alargado, la flacura de las facciones, los labios
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cerrados, la mirada inexpresiva, la luz plana, todo ello identifica a los
personajes de Bresson como objetos apropiados de veneración” (Idem:
101), a la manera de los íconos. Otro tanto se puede aseverar respecto
a un plano del Diario de un cura rural, en relación con un mosaico de la
Ascención, que se encuentra en las paredes de la catedral de Santa Sofía,
de la actual Estambul: “Una agonizante figura, completamente sola, es
puesta contra un entorno vacío, con su cabeza inclinada hacia la izquier-
da, envuelta en vestidos que oscurecen el cuerpo, y que casi sucumbe
ante el peso espiritual que debe soportar” (Idem: 102).

Con los ojos ensimismados en un reino eterno, los personajes


de los íconos están lejos de coincidir con la materia concreta que nos ro-
dea de día en día. Malraux se ocupó, en su soberbio tratado, de insistir en
que al artista bizantino no sólo no le interesa la verosimilitud, sino que ve
en ésta un escollo agobiante para conseguir el contacto, menos figurado,
simbolizado y representado que real (Dios está verdaderamente presente
en el ícono) con la eternidad. De ahí que la estilización de los íconos se
sitúe en las antípodas del realismo, tratando de hacer inteligible lo sobre-
natural, el lenguaje de Dios, muy distinto del humano, según San Basilio
Magno, citado por Schrader: “La adoración del ícono pasa al prototipo,
lo cual equivale a decir: a la Persona divina representada” (Idem: 98).

La estilización narrativa bressoniana ha sido estudiada felizmen-


te por un excelente teórico actual, como David Bordwell. Independiente-
mente del aspecto icónico de la plástica de su imagen, Bresson sometía su
trabajo a todos aquellos rigores necesarios para moldear la cruda materia
del realismo, encauzándola por los caminos de la estilización, hacia ese
“desocultamiento de lo ente”, en la “verdad” del ser, de que habla Heide-
gger en El origen de la obra de arte. El siguiente pasaje del autor norte-
americano puede, para terminar, servirnos de ejemplo de las pautas cons-
tructivas del director: “La narración de Pickpocket debería ser altamente
autoconsciente en virtud únicamente del extraño control argumental, pero
el argumento está a su vez sujeto a un sistema paramétrico internamente
organizado, preformado, definido totalmente en términos de espacio y
tiempo cinematográficos. Al utilizar un sistema ‘conciso’, la película utili-
za sólo unos pocos procedimientos técnicos del paradigma clásico. Este
recurso aparece organizado en forma aditiva, espacializada, coherente,
como un mundo estilístico único. La norma intrínseca de Pickpocket, en
consecuencia, consigue prominencia en virtud de su estrecho ámbito de
Sobre el cine y sus hermanas

elecciones técnicas, su cuantitativa repetición de éstas, y su cualitativa


subordinación del relato de Michel (el protagonista) al diseño estilístico. El
rótulo del principio define lo que resulta importante en la obra de forma
inmediata: ‘El estilo de esta película no es el de un thriller’. A partir de
ahí, la narración estiliza literalmente los hechos representados: imágenes
y sonidos permanecen como filtros translúcidos entre la organización ar-
gumental y el espectador” (Bordwell, 1996: 293 - 294).
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Hemos entregado apenas un aperitivo para degustar la obra de
un director que amamos. No queríamos, al menos, que pasara desaper-
cibida, como sucede con tantos otros casos en Colombia, la desaparición
de uno de los maestros cumbres de la pantalla. Preparémonos a cantar su
gloria con mayor entusiasmo y dedicación cada vez que se exhiba cual-
quiera de sus películas, lo cual no dejará de ser bien esporádico. Serán
estos momentos vibrantes en la historia de la pasión por la forma, por una
forma desapasionada, que consiguió lo máximo, hablar de la trascenden-
cia, del espíritu como absoluto, a través de lo mínimo, de la rudeza de los
asientos, las suelas gastadas de los zapatos, la imperturbabilidad de las
hojas de los árboles y los rostros privados de emociones tangibles. Que
descanse en paz Robert Bresson, a quien terminaron odiando muchos de
sus colaboradores porque tenía muy mal genio, por no decir que era un
neurótico impenitente. Llegaba hasta a insultarlos y maltratarlos. Como
Bach quien, en una ocasión en que se encontraba enfermo, acostado en
la cama, se levantó furioso para darle una cachetada a su hijo Wilhelm
Friedman, quien había desafinado, tocando algo en el clavecín, y luego
enseñarle cómo debía interpretarse el pasaje respectivo. La perfección
artística de unos pocos, comúnmente solitarios e incomprendidos, se con-
sigue mientras éstos soportan, difícilmente, la mediocridad de muchos.
Genio es dolor, declaraba John Lennon.

Texto inédito escrito unos días después de la muerte de Bresson.

Una propuesta de análisis de Dies Irae,


de Carl T. Dreyer, según el método fenomenológico

Lo que voy a exponerles ahora es una síntesis de mi Tesis (tam-


bién debí realizar un Trabajo de Grado práctico, el más importante acadé-
micamente, la película In Claro monti, que se proyectó durante la primera
sesión del Seminario), titulada Construcción de significados metafísicos en
Dies Irae, de Carl Dreyer y presentada para obtener el título de Director
de Cine y Televisión, Magister en Arte, otorgado por la Escuela Nacional
de Cine, Televisión y Teatro Leon Schiller de Lodz, Polonia.

El por qué del método escogido

“La fenomenología es el estudio de las esencias, y todos los


problemas, según ella, se reducen a definir esencias: esencia de la per-
cepción, esencia de la conciencia, por ejemplo. Pero la fenomenología
es también una filosofía que vuelve a colocar las esencias en la existencia
Ensayos

y considera que no se puede comprender al hombre y al mundo sino a


partir de su ‘facticidad’. Es una filosofía trascendental que pone en sus-
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penso, para comprenderlas, las afirmaciones de la actitud natural, pero
es también una filosofía para la cual el mundo está siempre ‘ya ahí’, antes
de la reflexión, como una presencia inalienable, y todo cuyo esfuerzo se
encamina a recobrar este contacto ingenuo con el mundo para darle de
una buena vez calidad filosófica. Es el ambicionar una filosofía que sea
una ciencia rigurosa, pero también un dar cuenta del espacio, del tiempo
y del mundo ‘vividos’. Es el intento de hacer una descripción directa de
nuestra experiencia tal cual es...” (Merleau-Ponty, 1957: V).

La esencia, en una película que nos habla tan clara y magistral-


mente de lo sobrenatural, de la intervención de Dios en la historia y la vida
del hombre, no puede ser algo distinto, justamente, a la trascendencia,
la espiritualidad y la eternidad; al bien y al mal desde una perspectiva
simbólica cuyas referencias son eminentemente escatológicas (toda la pe-
lícula puede ser considerada como una gran representación simbólica del
Juicio Final), categorías entre las cuales se desenvuelven tanto la drama-
turgia (el guión) como la puesta en escena (los medios expresivos de la
creación autoral) dreyerianas.

Lo “fáctico” o fenoménico es, por su parte, todo aquello que,


en este caso, hace parte del cine como arte realista, el más realista de
todos. Una obra cinematográfica llega, en primera instancia, a nuestros
sentidos, como un conjunto de expresiones faciales, movimientos, diá-
logos y otros sonidos; una determinada presencia de la luz y cortes de
montaje, en pocas palabras, como una serie de fenómenos representados
o creados por imitación mimética de la realidad, a su vez compuesta de
fenómenos.

Tales fenómenos o hechos están ahí, antes de cualquier trabajo


crítico o elaboración teórica; constituyen nuestra experiencia directa como
espectadores que tenemos una vivencia de ellos como objetos de nuestros
propios sentir e intuir, en el sentido husserliano:

“Toda percepción de una cosa tiene (...) un halo de intuiciones


de fondo (o de simples visiones de fondo, en el caso de que se admita que
en el intuir empieza el estar vuelto hacia las cosas), y también esto es una
‘vivencia de conciencia’ o más brevemente, ‘conciencia’, y conciencia ‘de’
todo aquello que hay de hecho en el ‘fondo’ objetivo simultáneamente
visto” (Husserl, 1986: 79).
Sobre el cine y sus hermanas

Husserl diferencia muy bien entre los objetos de las formas de


conciencia, entre las cuales caben los recuerdos y las fantasías, y “las vi-
vencias mismas, que son conciencia de ellos” (Idem: 80). Esto me parece
muy importante subrayarlo porque cuando interpretamos las películas,
usualmente las acomodamos, olímpicamente, a nuestro modo de pensar
(en Dreyer ven, por ejemplo, los marxistas e intérpretes sociologizantes
del cine solamente un crítico de los abusos de poder clericales o del fa-
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natismo religioso), pasando por alto “nuestras mismas vivencias de ellas
como objetos de nuestra atención”. Dies Irae (Vredens dag, 1943) nos
proporciona vivencias como conciencia de fenómenos sobrenaturales,
querámoslo o no reconocerlo en las tentativas hermeneúticas; la realidad
o realidades fácticas de la película pertenecen a esta dimensión de la
existencia y la interpretación no puede desconocerlo a riesgo de perder
muchísimo en su fuerza de argumentación o, mejor, de ignorar la esencia
de la película.

El método fenomenológico es ideal para dar cuenta de la pe-


lícula que nos ocupa, como del cine en general, porque, partiendo de la
intuición de los objetos como hechos o fenómenos nos remite a sus esen-
cias, planteando, sencillamente, la inseparabilidad del hecho y la esencia.
Así, pues, una obra de arte cinematográfica, y artística en general, terreno
en el cual el dominio intuitivo del hombre nada como pez en el agua,
relatándonos hechos o fenómenos diegéticos, apunta a una propiedad,
cualidad o rasgo esencial del hombre y el mundo en su existencia. La
representación de los fenómenos, en la que el cine alcanza la máxima
fidelidad realista al ser arte del movimiento, del mundo real a plenitud,
apunta a un archi o epifenómeno, fenómeno de fenómenos, y éstos a una
idea en la acepción platónica del concepto, verdadera esencia de lo real,
tal como lo dice Max Scheler (1987: 444)25: “Cada esencia primigenia es
a la vez archifenómeno e idea, aun cuando el archifenómeno está dado
ante la visión, mientras que la idea no posee un carácter visible”.

Desde ya se puede lanzar la hipótesis de que fenómenos son en


Dies Irae la angustia, el mal y el amor (bien supremo); archifenómeno la
Divina Providencia como supremo árbitro de la existencia humana, e idea
la Justicia o, más bien, Dios como ser justo, en términos estrictamente cris-
tianos, el Único Ser verdaderamente justo, lo que es lo mismo que decir
la justicia por antonomasia, de lo cual la teología nos ha regalado ese
estudio cumbre, espléndidamente iluminado por el Divino Espíritu, que es
La ciudad de Dios, de san Agustín.

En unos momentos procederé a detallar todo ello, brevemente


(no olviden que estoy resumiendo un texto muy extenso), en la propuesta
de análisis del filme. Pero no quiero terminar esta introducción sin hacer
hincapié en el valor del ensayo de Scheler citado, el cual brinda una ex-
celente sustentación de lo que tratamos de hacer en este Seminario, como
es establecer relaciones entre el cine como arte, por un lado, y universos
tanto teológicos como filosóficos, por el otro:

25 Tanto la traducción del título como de los textos corren por mi


Ensayos

cuenta puesto que, lastimosamente, no conozco una traducción española


de los mismos.
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“Es un hecho indudable que los nexos fácticos históricos entre la metafí-
sica y el arte son incomparablemente más precisos y profundos que las
relaciones que atan (objetiva y subjetivamente) al arte con la ciencia y
que, si se trata del contenido, existe una unidad de sentido entre el conte-
nido y el sentido del arte de una época dada y el sentido de su metafísica”
(Idem: 438).

Esto lo traigo también a cuento porque la película de Dreyer,


por su construcción y figuras estilísticas, tan emparentadas con la pintura
del siglo XVII en el norte de Europa, particularmente con la de Rembran-
dt26, siglo en el cual se desarrolla la acción; porque sus símbolos, de
una densidad metafísica y espiritual que tiene muy pocos parangones con
otros autores cinematográficos, establecen interesantes vínculos entre el
arte fílmico y los grandes sistemas metafísicos de la misma época. Me
refiero a los de Malebranche (la Providencia como eje alrededor del cual
gira el mundo; la geometría como ciencia de la organización providen-
cial del mundo); Leibniz (las mónadas, sumos e insustituibles principios
existenciales de individuación, regidas por la armonía preestablecida por
el Creador) e, incluso, Spinoza, en temas determinados pues, aunque
el contenido del filme es ciento por ciento cristiano, más exactamente
protestante-luterano (ello no le resta su alcance universal para cualquier
dogmática cristiana, sin excluir la católica), coincide parcialmente con el
discurso spinoziano acerca de Dios como substancia y, sobre todo, acerca
de la tolerancia, la incompatibilidad entre el poder civil y el eclesiástico, y
la inconveniencia de la imposición de los cánones religiosos, decretada o
tolerada desde las esferas estatales.

Concluyendo con Scheler, agrego lo siguiente, también clave


para nuestros fines hoy y a lo largo del Seminario:

“El profundo vínculo entre la metafísica y el arte, que encon-


tramos en la historia, posee su origen último en el hecho de que tanto la
metafísica como el arte se deben dirigir, ante todo, hacia el ámbito de las
esencias y las ideas, cuya encarnación ejemplar se halla únicamente en la
realidad accidental del mundo exterior e interior” (Scheler, Op. cit.: 440).

Fenomenología de la angustia
Sobre el cine y sus hermanas

El protagonista de Dies Irae, el pastor Absalón, es un hombre


fundamentalmente angustiado. En una de las conferencias futuras, tendré
ocasión de extenderme a gusto sobre estos conceptos de Kierkegaard. Por
el momento basta con:

26 El primer capítulo de mi tesis versa sobre ello. Véase, si se quiere,


su traducción (la tesis se escribió en lengua polaca): Caicedo, 1992: 55
- 60.
200

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“Puede compararse la angustia con el vértigo. Aquel cuyos ojos
son inducidos a mirar con una profundidad que abre sus fauces, siente
vértigo. Pero ¿en dónde reside la causa de éste? Tanto en sus ojos como
en el abismo. Así, en la angustia el vértigo de la libertad surge cuando,
al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad fija la vista en el abismo
de su propia posibilidad y echa mano a la finitud para sostenerse. En este
vértigo cae la libertad al suelo. La Psicología no puede ir más lejos, ni
quiere tampoco. En el mismo momento cambia todo, y cuando la libertad
se levanta de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos está
el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar. La culpa de
aquel que se hace culpable en medio de la angustia es todo lo ambigüa
que es posible. La angustia es un desmayo femenil, en el cual cae la liber-
tad. Hablando psicológicamente, sucede la caída siempre en el desmayo;
pero la angustia es, a la vez, todo lo egoísta que es posible, y ninguna
manifestación concreta de la libertad es tan egoísta como la posibilidad
de toda concreción. Esto es, una vez más, lo sobrecogedor, que determina
la relación ambigüa, simpatética y antipatética del individuo. En la angus-
tia reside la infinitud egoísta de la posibilidad, que no tienta como una
elección, pero angustia, pesando con su dulce opresión” (Kierkegaard,
1982: 80 - 81).

Por más que lo deseara, no encontraría una mejor definición


de estado espiritual y psíquico del personaje de Absalón. Él mira hacia
la profundidad de la eternidad, en la que Dios es juez, y hacia sus pro-
pios ojos, viéndose culpable; ha pretendido en un juicio, el de su suegra,
hacer acepción de personas, mientras que Dios no la hace. Por ello, su
falta de consecuencia revierte en el engaño de que es víctima por parte
de su esposa y en su trágico final. Ha traicionado a lo que Él y su universo
cultural, claramente nórdico, considera como justicia divina. La causa del
vértigo que siente reside, entonces, en sí mismo –no ha obrado bien– y en
el abismo de esta última, donde no hay engaño ni evasión posible. Es este
un mundo, el inquisitorial –también los protestantes luteranos tuvieron su
Inquisición en Dinamarca–, en el que se juega con fuego y el director,
Dreyer, no calla al respecto: No juzguéis y no seréis juzgados y Con la vara
que midiereis seréis medidos.

Absalón, como buen protestante, ansía reconciliar la carne con


el espíritu, sirviéndoles a estos dos señores a la vez (valdría la pena, to-
mando como punto de partida la película, hacer un estudio sobre este
desgarramiento total del pastor o el clero protestante, tan dividido, al
rechazar el celibato, entre lo mundano y lo eterno); aspira a hacer la
síntesis, eligiendo libremente como esposa a una mujer cuyo parecer no
ha consultado, ni escuchado, imponiéndole un matrimonio en el que hay
una apreciable diferencia de edades y caracteres. Para sostener a su car-
ne, ha echado mano de la finitud, de su sensualidad, de un matrimonio
Ensayos

para darse gusto él, de manera egoísta, la cual entra en contradicción con
lo que le señala el espíritu. Al salvar a una bruja y condenar a la otra, a
Marte Herlof, así como al oprimir en su decisión matrimonial a Anne, cae
201

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en al abismo. Su libertad ha caído efectivamente al suelo y, al levantarse,
se ha hecho culpable.

Pero dicha culpabilidad es ambigüa en la medida en que Absa-


lón, por así decirlo coloquialmente, no es una mala persona. Ora, está en
contacto con Dios; hace todo lo posible por dejarse llevar por la rectitud,
que tanto alababa Goethe como una proverbial cualidad de los dane-
ses; se arrepiente, se da perfectamente cuenta de su inconsecuencia y lo
reconoce ante su misma madre. Ha obrado con doblez, haciéndose eco
de las contradicciones de fondo de una religión en una época histórica
determinada, pero, desde ese punto de vista, su culpa no es total; en ella
ha incidido, y con qué fuerza, el entorno cultural. Su caída se ha debido
a un desmayo, a una debilidad muy humana, como es la atracción por
una bella mujer joven, siendo él un viejo. La caída en sí le ha atraído y
le atrae: el sexo con esta mujer, pesando con su dulce opresión; pero,
simultáneamente la rechaza, al ver cómo lo ha apartado de Dios, siendo
él también objeto de condenación en el tribunal del Dies Irae, del día de
la ira, del juicio final.

Absalón, pues, siente simpatía por la carne y la belleza sensual,


antipatía por las exigencias del juicio eterno –aunque no pueda recono-
cerlo tan fácilmente– del que hace tan mal simulacro en la tierra; es un
hombre; eso sí bien egoísta y obstinado en su precipicio, el de imponer
a la fuerza su compañía a una mujer, juzgando a los cómplices del mal
de una forma parcializada, muy poco objetiva, demasiado humana como
para poder pasar por divina (he aquí el drama de la Inquisición en todo
su alcance: Cómo llegar a juzgar como lo haría el propio Dios, cómo
ser perfecto en la condena o el perdón). Sin embargo, al hacerlo, siente
igualmente antipatía, hasta aversión, por sí mismo, pues su simpatía se
orienta, ante todo, por vocación y honesta inclinación, hacia el Espíritu,
hacia Dios.

Hay tipos de angustia y la de Absalón es angustia del mal:

“Por hondo que haya caído un individuo, todavía puede caer


más hondo, y este ‘puede’ es el objeto de la angustia (...). He aquí a la
angustia en su más alta cumbre. El arrepentimiento ha venido del intelecto
y la angustia se ha potenciado hasta el arrepentimiento (...). Lo único que
en verdad puede armarnos caballeros contra los sofismas de la angustia
Sobre el cine y sus hermanas

es la fe, es el denuedo mismo de creer que el estado mismo es un nuevo


pecado, el denuedo de dar contraorden a la angustia sin angustia. Pero
solamente la fe puede llevar a cabo esto sin acabar por ello con la an-
gustia; lo que hace es más bien arrancarse por la fuerza eternamente a la
mirada mortal de la angustia. Solamente la fe puede llevar a cabo esto,
pues solamente en la fe es la síntesis eterna y posible en todo momento”
(Idem: 137 - 141).
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Como buen evangélico-luterano, Absalón aspira a salvarse por
la fe, le teme a la honda caída en el infierno, al desencadenamiento de
sus poderes, con el cual lo ha amenazado Marte Herlof antes de ir a
consumirse en las llamas de la hoguera. Empero, lo condenan sus obras;
muy difícil para él es ese arrancarse eternamente, especialmente cuando
la idea que se tiene de Dios es, en lo primordial, la de un Juez implacable,
dejando a un lado su misericordia, su amor, su inmensa capacidad de
perdón. A pesar de todo, Absalón no se quita la vida, no se deja vencer
por la angustia, sigue siendo un hombre de fe.

Estilística de la angustia

Esta fenomenología de la angustia se comunica, en el Dies Irae


de Dreyer, mediante unas formas artísticas particulares. La quietud de Ab-
salón (también está el otro extremo: le pueden temblar más que nerviosa-
mente las manos), la impasible inmovilidad de la cámara en esos momen-
tos; su rostro apesadumbrado y cabizbajo; su caminar lento y fatigoso;
el laconismo de sus palabras; su sonrisa forzada; su soledad sin límites;
el encontrarse entre la luz y la oscuridad (nunca su rostro está iluminado
a plenitud, tampoco es absorbido totalmente por las sombras, como sí
sucede con Anne): todos ellos son medios para transmitir una parálisis
existencial a la que lo lleva el pensamiento, continuo, y agobiante, sobre
su propia conducta. Hasta los movimientos de la cámara son tremen-
damente reposados y lentos. Es que, efectivamente, el exceso de pensa-
miento paraliza, como lo decía Kierkegaard. De hecho, la gran densidad
del relato, la lentitud con que avanzan, y hasta con que se precipitan los
acontecimientos, habla de cómo el hundimiento en el foso de la angustia
es cruelmente largo en cuanto al tempo, insufrible como una lenta tortura
que va minando cada vez más las potencias de cuerpo y alma, extrayén-
doles paso a paso todas y cada una de las gotas de su savia.

No quiero extenderme más sobre aspectos formales y técnicos,


pues no es este el objetivo que nos reúne, como sí lo es cuando se reúnen
especialistas o conocedores del cine. De lo que sí quiero dejar constancia
es de que en mi Tesis se analiza plano por plano la película, tomando en
consideración los encuadres, angulaciones y composiciones; la ilumina-
ción, el trabajo actoral, la dirección artística y la naturaleza del montaje.
Quisiera que, si les interesa, la leyeran algún día. Como el abordaje de la
obra se hace a la luz del oficio cinematográfico, lo que más me interesaba
era el problema de la forma, de cómo a través de ella se pueden expresar
contenidos metafísicos y espirituales.
Ensayos
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Fenomenología del mal

El mal está representado prácticamente por la totalidad de los


personajes de la película, por supuesto más por unos que por otros. Dre-
yer, nórdico de pies a cabeza, fiel a sus tradiciones culturales, no escatima
recursos para decir que Marte Herlof sí es una bruja, que Anne también
–como hija de una bruja, de tal palo tal astilla– tiene posibilidades de
serlo, las cuales aprovecha ni corta ni perezosa; que Absalón, al jugar
con el fuego del infierno, es tocado y casi abrasado por sus llamas; que
Martin, su hijo, es asimismo alcanzado por ellas, aunque hay afecto en
su relación con Anne; que la madre de Absalón, Merete, es de un rigoris-
mo colindante con el odio respecto a Anne; que, en pocas palabras, en
todo aquel mundo, destinado a combatir y vencer el mal, se hace tanto
humanamente (no tanto amorosamente, por la vía de Dios como amor)
por conseguirlo, que se termina por ser víctima de él: son convocados los
demonios, a guisa de confrontarlos, mas no se conjuran, pues faltan el
amor, el perdón y la misericordia. Como resultado, el mal se enseñorea
del tiempo y el espacio históricos.

No cabe duda de que respecto al mal, en una película como ésta,


y quizá en cualquier contexto, basta simplemente con hablar, como san Agus-
tín, de ausencia de bien. Tomemos el personaje de Ana, el más diciente en
ese sentido. Ha sido privada, contra su voluntad, de la facultad de decidir
libremente sobre su futuro, pues ya de niña fue arrebatada para el placer
egoísta de Absalón. Engaña a su marido como madrastra en relación in-
cestuosa con Martin, su hijo, porque es joven, busca un respiro en medio
del enclaustramiento y la severa austeridad en que vive Absalón, un pastor
protestante muy convencido de que sin oración y sacrificios no se llega hasta
Dios. Pero no es tan buena; al ser privada de los bienes del amor y la libertad,
los más grandes de que puede disponer una persona, se entrega a la pasión
sin remilgo ni recato alguno, al mal; odia a Absalón, a más de que, al ser
consciente de sus poderes, los utiliza para vengarse de él e, incluso, causarle
la muerte, pues tanto su participación en la conjuración de las fuerzas oscuras
de la naturaleza en la tempestad, como la confesión de su infidelidad, sobre-
pasan la medida de lo justo; esto en términos del director, no míos.

Obsérvese cómo su rostro de la sumisión pasa al regocijo, al


conocer la satisfacción erótica y el afecto, para luego evolucionar hacia
la frialdad y la perversidad. Debatiéndose entre la luz y la sombra, como
Sobre el cine y sus hermanas

Absalón, opta por esta última sin lugar a dudas. La iluminación en eso es
enfática, Anne se va sumiendo cada vez más en la oscuridad, la de la pa-
sión ciega que culmina en desear la muerte de un hombre. Mas también
su culpa tiene para Dreyer, una contrapartida, otro peso contrario en la
balanza moral, ya que ha sido presionada, ha sido coaccionada, no ha
podido ejercer sus derechos como mujer. Sus lágrimas finales, denotando
arrepentimiento, muestran una sensibilidad aguda perturbada por las des-
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viaciones del entorno cultural, una sed de amar a la cual se ha respondido
con la violencia del autoritarismo.

Por su parte, Marte Herlof, invocando abiertamente a Satanás y


amenazando, tanto a Laurentius como a Absalón, con su venganza, logra
su cometido. Al dejar bastante espacio esta sociedad inquisitorial protes-
tante al mal, éste no hace más que acudir al llamado de la intolerancia,
sentándose tranquilamente en el trono que para él se ha preparado, trono
de destrucción y muerte (hoy es invocado por el otro extremo, el de la laxi-
tud y el permisivismo). Ambos clérigos mueren al no haberle perdonado
la vida, como si se la perdonaron a la otra bruja, la madre de Ana. Las
palabras en la película de Dreyer no se pronuncian en vano; cuando se
miente o trata de burlar la vigilancia de la Providencia, ésta deja que el
mal, al faltar como bien el amor, actúe en toda su magnitud sobrenatural.
Por eso el título de la película, Dies Irae, y el contenido de esta secuencia
o himno medieval, citado y parafraseado mil veces en otras obras musi-
cales: nadie, por pretenderlo, podrá escapar de la ira divina; el Supremo
Juez no dejará de hacer justicia.

Fenomenología del amor

Bello contraste el de unos exteriores luminosos, rebosantes de


naturaleza exuberante, filmados, en parte, en oxigenantes planos genera-
les, característicos de los dos paseos de Martin y Ana, con la asepsia de
los interiores de la casa de Absalón, dentro de la cual se crea esa atmós-
fera de asfixia y tormento que exhala de la angustia; lo que es peor aún,
de los tentáculos del mal.

Martin y Ana están enamorados; la cámara, la planificación,


la luz y el montaje lo celebran. Sus existencias, al fin, tienen algo de fes-
tivo, de grato. No importa, para un artista como Dreyer, que su relación
esté prohibida socialmente, siendo clandestina. Hay aquí amor y eso vale
la pena darlo a conocer con júbilo, aun cuando sabremos después que
primaban sobre sus sentimientos solamente los deseos eróticos, en par-
te liberadores, en parte, y buena, no amorosos como tales. Obsérvese
que hasta la música cambia de tonalidad y género en tales momentos;
del tono sombrío, aunque magistralmente recreador de lo sobrenatural,
como sucede con todo el canto gregoriano, de la secuencia cantada por
el coro de niños de la ejecución, o ejecutada en versión instrumental, se
hace transición a una música, también instrumental, que suscita sensa-
ciones de humanismo, ternura y sosiego. Lo más increíble es que en esa
música de los paseos se infiltra el tema del Dies Irae; es más, toda ella
puede ser escuchada como variaciones sobre ese tema. Es que el arte
de la variación musical puede llegar a cimas insospechadas, como se
Ensayos

percibe en las obras de los grandes maestros de dicha forma, un Bach,


un Mozart, un Beethoven, un Brahms, un Reger o un Musorgski. De un
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determinado tema sacan ellos su contrario, de la calidez la frialdad, de la
monumentalidad la sátira. Por eso, por ejemplo, declara el pianista Alfred
Brendel, citando al escritor romántico Heinrich Von Kleist, en lo tocante a
las Variaciones sobre un tema de Diabelli, de Beethoven, esa obra maestra
absoluta del arte de la variación, que “cuando la percepción ha pasado
a través del infinito, reaparece la gracia”.

Fenomenología de la providencia

Nada mejor como obertura para la parte conclusiva de mi ex-


posición que estas palabras de un historiador de la filosofía referidas a
la metafísica de Nicolás Malebranche, filósofo francés del siglo XVII, con
cuyo sistema tiene mucho que ver, como anotaba anteriormente, la pelí-
cula de Dreyer.

“El mundo finito se encuentra incesantemente con el infinito,


éste penetra en el primero desde cualquier punto. La relación entre ellos
es abiertamente inversa a la que usualmente se acepta: la infinitud es más
primigenia y más positiva que la finitud; no es el fin lejano, el horizonte
de la existencia, sino su factor interno preponderante. Las cosas finitas son
sólo fragmentos de las infinitas y no poseen un ser existente por sí mismo”
(Tatarkiewicz, 1981: 63. La traducción es mía).

La obra cinematográfica de Carl Dreyer está poseída por un


hálito de inconfundible infinitud, está penetrada de eternidad por todas
partes. Podría afirmarse sin temor que el gran protagonista de ella es
Dios, la Providencia Divina, tal como lo sentían el metafísico Malebranche
y sus contemporáneos Pascal y Leibniz; Dios a partir de la muerte. Todo en
dicha obra se da en relación con la muerte y el juicio que la seguirá.

Por otro lado, en las páginas de El Diálogo de santa Catalina


de Siena se le escucha proclamar a Dios Padre algo semejante en la co-
municación mística:

“En particular, todo lo doy a través de mi providencia: la vida


y la muerte, de cualquier manera que las dé: por el hambre, la sed, la
pérdida de posición social en el mundo, la desnudez, el frío, el calor, las
injurias, los escarnios y las villanías. Todas estas cosas permito que las ha-
gan los hombres. No que sea yo autor del mal, de la mala voluntad de los
Sobre el cine y sus hermanas

que hacen mal y de las injurias, sino que el tiempo y el ser lo han recibido
de mí. Les di el ser no para que me ofendiesen a mí ni a su prójimo, sino
para que a él y a mí me sirviesen con dilección de caridad. Permito esos
actos para probar la virtud de la paciencia en el alma de quien los sufre
o para que se conozcan a sí mismos.

“Alguna vez permitiré que todo el mundo esté en contra del


justo y que muera, causando la admiración de todos. Les parecerá injusto
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ver perecer a un justo, ya en el agua, ya en el fuego, devorado por los ani-
males, o perder la vida porque se le cae la casa encima. ¡Cómo parecen
fuera de razón estas cosas a los que no ven el interior a la luz de la san-
tísima fe! Pero no al que tiene fe, porque ha encontrado y experimentado
mi providencia en tales acontecimientos por medio del amor, y entiende
y mantiene que todo lo que hago lo llevo a cabo con providencia, bus-
cando únicamente la salvación del hombre. Por eso lo acepta todo con
reverencia, no recibe mal mis obras ni las de su prójimo, sino que todo lo
sufre con verdadera paciencia. A ninguna criatura se le priva de mi provi-
dencia, sino que todo se halla sazonado con ella.

“Parecerá alguna vez al hombre que el granizo, la tempestad, el


rayo que yo envío sobre una criatura, es una crueldad, juzgando que no
he mirado por su salud; y lo he hecho para librarlo de la muerte eterna,
aunque piense lo contrario. Los hombres del mundo quieren condenar
mi proceder y entenderle con su bajo entendimiento” (Santa Catalina de
Siena, 1996: 341 - 342).

De principio a fin, Dies Irae está presidida por esta idea de la


Providencia omnipotente y omnipresente. El mal en la película es, como tan
espléndidamente lo escribiera san Agustín, un perro encadenado que puede
moverse sólo hasta el punto y lugar que le facilite la extensión de su cadena.
Obra porque está en función del juicio divino. Tal vez para el católico se le
va la mano aparentemente a Dreyer en subrayar, de manera tan proverbial-
mente luterana, en un director de origen protestante, el poderío del mal como
lo hizo su ilustre antecesor del Norte, el pintor alemán renacentista Lucas
Cranach, uno de los primeros, como Dürer (Durero), en abrazar la Reforma
protestante. Cranach, como su padre espiritual, Lutero, estaba obsesiona-
do por la idea del mal. Para el protestantismo rigorista (por supuesto, este
protestantismo tiene cosas muy grandes, empezando por Bach: Ojo!), anota
Max Scheler en su Ética, es legítima una cierta prevención contra el hombre,
una desconfianza, un rechazo algo misantrópico: el hombre parece ser, no
solamente para Lutero, sino también para Calvino (más aún para éste), un ser
irremisiblemente malo, pecaminoso, sospechoso; al fin y al cabo, ellos consi-
deran que se salva únicamente por obra de la gracia, no de su bien (conna-
tural en las intuiciones éticas del hombre, según Scheler), reflejado en obras.

Pero, en honor a la verdad, la película está toda ordenada bajo


una aureola de rayos místicos, si por ello se entiende una relación íntima
con Dios, una búsqueda constante de Él y un amor inmenso hacia sus
designios, que lo son de amor y salvación, no de condenación. La Provi-
dencia quiere el bien para Ana, Absalón y todos los demás personajes;
pero como se topa en ellos con una franca rebelión frente a estos, sus muy
misericordiosos designios, permite el mal, pero para bien. Dreyer no juzga
a sus personajes; su culpa, aunque real, tiene algo de muy comprensible,
Ensayos

en la medida en que el entorno los afecta sobremanera, tanto como su


propia condición, marcada por el pecado original, simbolizada, de forma
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casi más metonímica que metafórica, en el árbol que dibuja Anne hilando
en la escena que ustedes recuerdan bien. ¿O les parece que el director
condena implacablemente al llanto y crujir de dientes a sus personajes,
como sólo puede hacerlo Dios?

Para hablar de la Providencia en términos artísticos y dramáti-


cos, el hombre cuenta con un género que, no por su origen pagano, deja
de ser el más elevado y digno. Dreyer declaró en reiteradas oportunidades
que su meta era crear una tragedia cinematográfica cristiana y así está
construida su película, conforme a una estructura trágica cuyos lineamien-
tos se explican tan admirablemente en la vieja sabiduría aristotélica de la
Poética; hay en ella personajes superiores al común de los mortales –Ana
y Marta disponen, como ya se ha dicho, de poderes sobrenaturales; Ab-
salón, a más de detentar un poder civil y religioso, es un hombre de gran
fe–; revoluciones, modernamente llamados giros (la llegada de Martin,
que despierta los sentimientos de Ana, correspondiéndose con el anuncio
de Marte Herlof desde la hoguera; la muerte de Absalón causada por las
palabras de Ana, quien descubre sus facultades de hechicera y, desde el
más allá, por la misma Marta); anagnórosis o reconocimientos (Absalón
descubre en su propio hijo y su mujer la infidelidad; en esta última, la más
abierta enemistad); acción dramática y caracteres que se traducen en ella
y, sobre todo, la presencia de la Providencia, la cual hace las veces del
destino, de eso que está por encima de los hombres y los supera infinita-
mente como intervención divina en la historia.

No es éste el momento para ensartarse en una discusión acerca


de lo que diferencia el pensamiento y cultura griegos de los cristianos.
Es evidente que no pueden identificarse los conceptos de destino y de
Providencia. No obstante, quiero resaltar que nos hemos acostumbrado a
una visión incompleta y no siempre de acuerdo a los hechos del género
trágico, según la cual todo termina muy cruelmente en las tragedias grie-
gas, haciéndose los dioses, depositarios del destino, los dispensadores
del castigo, la muerte y el horror. Esta es una verdad a medias porque,
al terminar la trilogía de La Oresteia, de Esquilo, Orestes, el parricida, se
hace acreedor al perdón, mientras que Edipo muere también perdonado
y recibido como un héroe en la Atenas de Edipo en Colono, de Sófocles,
y el Deux et machina, de Eurípides, igualmente, muestra más de una vez,
un destino menos despiadado que generoso, pese a la turbulencia de
los acontecimientos previos a los desenlaces. Por algo Nietzsche sostenía
Sobre el cine y sus hermanas

que, al ir a la par moral y racionalmente de Sócrates, Eurípides estaba


cerca del cristianismo. Para mí tengo que no solamente él, sino también
Sófocles y Esquilo, por la sabiduría de que hacen gala, como muchos
otros griegos, estaban cerca de la verdad revelada. Si Virgilio, el latino,
acompaña a Dante en su visita al infierno, el purgatorio y el cielo, los tres
grandes trágicos necesariamente deben acompañarnos, todavía y hasta
el fin del mundo, en el intento de comprensión de lo que significan real-
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mente para el hombre el arte, la poesía y sus vínculos con la religiosidad,
su sentido último.

Existe ya, antes de Dreyer, una tragedia cristiana, la de Shakes-


peare. Dreyer sigue sus huellas. El sumo grado de conciencia del director
danés en torno a lo que pretendía con su obra, especialmente con Dies
Irae, se halla en su conocimiento de que el fundamento más profundo de
la construcción trágica está en la música. Sobre el título, contenido y forma
de una obra musical descansa la estructura de la película. Veamos cómo.

La cinta se inicia con la presentación del texto del Dies Irae,


rodeado por los dibujos iluministas de un misal medieval; la música ins-
trumental de la secuencia (secuencia es una forma musical gregoriana, se
cantaba entre la segunda lectura y el Evangelio, en una Misa), se escucha
a lo largo de toda esta introducción hasta el plano cerrado de detalle
en el que Absalón, empuñando la pluma con su mano, está firmando la
sentencia condenatoria contra Marta. Cuando el coro de niños entona la
misma secuencia medieval latina por primera vez, la que se cantaba o leía
antiguamente en las Misas de difuntos, Absalón, paralelamente, empieza
su desafío al juicio divino, mostrándose inflexible al escuchar las súplicas
de piedad de Marte Herlof en el potro de torturas. Más adelante, de
nuevo el coro de niños, durante la ejecución, es el marco dentro del cual
Marte promete vengarse desde el infierno, mientras que Absalón y Lau-
rencio, inconmovibles, ratifican el reto a Dios y al diablo, su criatura. En
los instantes de la velación del cadáver de Absalón, los niños reaparecen,
cantando, por vez postrera, el himno de la muerte y el juicio, el Dies Irae.

“La tragedia inicialmente era música y sólo música”, escribe


Nietzsche en El origen de la tragedia. Las primeras obras trágicas griegas,
cuyas huellas pueden verse asimismo en las primeras obras de Esquilo
conservadas, son herederas directas del ditirambo que cantaba el sacer-
dote y del coro que lo secundaba o añadía elementos de su cosecha, enri-
queciéndolo, en las ceremonias dionisíacas. Este coro, observa Nietzsche,
llegó a estar integrado por doce voces. En la película de Dreyer se hace
la réplica de ello: son doce los niños integrantes del coro y, curiosamente,
doce los miembros del tribunal inquisidor, referencia quizá al hecho de
que el Salvador prometió a los apóstoles que serían los doce jueces de las
doce tribus de Israel en el juicio final, una referencia un tanto irónica de
Dreyer quien, como varios de los grandes de la dramaturgia y la tragedia,
también hizo comedias en tiempos del cine mudo.

La obra musical es aquí el sustrato más interior de la cinemato-


gráfica. De ella se vale Dreyer para incursionar en eso que ni las imágenes
ni las palabras pueden representar de forma fidedigna, pero sí puede
contener la música: el inefable, inexorable y sobrenatural poder de la
Ensayos

Providencia, de Dios, que es su autor, el autor de todas las cosas, cuyo


lenguaje y grandeza no cabe en los muy precarios términos humanos. En
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cambio la música, a juzgar por los siete ángeles de las siete trompetas del
apocalipsis, en el cual se inspira el Dies Irae, puede tener mucho más de
divino que de humano.

Conferencia dictada en la Universidad Católica de Bogotá como parte


del Seminario Persona, Imagen y Espiritualidad, coordinado por el autor. Primer
semestre de 2003.

Los placeres de la comida chabroliana


“Yo soy, digamos, como un pintor que pinta flores. Es la manera
de tratar las cosas la que me interesa. Pero, por otra parte, si yo fuera un
pintor, diría: ‘No puedo pintar sino lo que contiene un mensaje’”.
Alfred Hitchcock27

Malebranche, la razón y los sentidos en la obra de Chabrol

El siglo XVII, época de grandes pensadores metafísicos, es el de


Nicolás Malebranche, filósofo que, muy influido por Descartes, expone un
sistema de ideas fundado, más que en una ambición racionalista excesi-
va, en el afán de llegar a las verdades últimas sobre el hombre, dentro de
las cuales la razón es un eje, centrípeto y centrífugo a la vez, pero que no
lo explica todo. Uno de los legados más significativos de Malebranche,
magnífico exponente del proverbial sello intelectual de la cultura francesa
e insigne figura de la filosofía hoy olvidada, admirado por Edmund Hus-
serl como uno de las más excelsas mentes de la historia, es el de conside-
rar a la razón como cima del espíritu humano y al entendimiento como la
mejor vía para llegar a Dios, centro de toda su doctrina, pero también, al
igual que los sentidos, como fuente de error en el conocimiento.

La explicación que da al respecto, referida a la naturaleza hu-


mana, es bien interesante: “(...) ¿por qué no se sirve el alma de la razón
en sus juicios, es decir, por qué no se sirve de la intelección pura cuando
intuye un objeto que percibe por medio de los sentidos? Esto obedece a
que las cosas que percibe por intelección pura no la conmueven y que, por
el contrario, sólo lo experimentado por percepción sensible la conmueve
Sobre el cine y sus hermanas

con vehemencia. El alma se ocupa intensamente de lo que la conmueve, y


omite el ocuparse de lo que no la conmueve o afecta; por eso se inclina a
formar sus juicios libres según los juicios naturales de los sentidos, con lo

27 Epígrafe con el que se da comienzo al libro escrito por Claude


Chabrol y Eric Rohmer (1957). Hitchcock. La traducción es mía.
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que cae en el error”28. Asimismo, para Malebranche, siendo los sentidos
y los sentimientos fuente de error, son muy necesarios, es más, imprescin-
dibles para el hombre en su búsqueda de la verdad: no hay razón que
valga, sin una colateral efusión de grandes sentimientos y pasiones.
Quiero empezar mi conferencia sobre Claude Chabrol por este
preludio y plantear una pregunta que siempre me ha inquietado: ¿Hasta
qué punto la actividad del entendimiento, la racional e intelectiva son im-
portantes en la obra de un artista? Según varios estetas del Renacimiento,
incluyendo a Leonardo Da Vinci, aunque hoy en día no les hagamos mu-
cho caso, a pesar de su inmenso prestigio, el papel del intelecto es deci-
sivo en la creación formal. La obra y el ojo crítico de Chabrol, expresado
este último tanto en textos que nos ha dejado, como en las entrevistas que
ha concedido, parece corroborarlo con creces. Chabrol es un amante
del concepto absolutamente preciso a la hora de planear y ejecutar una
película como obra artística, es uno de los directores más cerebrales, más
racionales, si se puede decir, que el cine conozca. Es tan meticuloso al for-
jar la armadura y el forraje de sus películas, que a veces molesta, a veces
se le va la mano en una propensión clarísima de su personalidad, la de no
inmutarse, la de afrontar con cabeza fría aun los temas más escabrosos u
horrendos. Gusta particularmente de esos caminos del plan cerebral que
no conmueven, no excitan a la agitación del gesto pasional, en función de
la forma ideal, precisa y equilibrada de un producto final.

En ese sentido, es un clásico, un ferviente partidario del orden


apolíneo de una estructura artística. Muchas veces, cuando salgo de ver
o revisar sus películas, me digo y se lo comento a otros entusiastas de su
obra: ¡Qué soberana inteligencia la de este hombre, qué cabeza porten-
tosa la que tiene Chabrol! Sobre el particular, sin embargo, él mismo ha
declarado: “No hay que vivir más en la lucidez y el razonamiento todo el
tiempo. Lo ideal sería poder controlar la propia vitalidad de pensamiento.
A decir verdad, yo me siento poco capaz de llegar a la locura. Y esto ya
es una locura. Aunque he cometido locuras a lo largo de mi vida, éstas
han ido disminuyendo con el tiempo”29.

Chabrol es un director que siempre ha sido de mis predileccio-


nes y amores. Sobre él empecé mi trabajo crítico escrito en hojitas mimeo-
grafiadas que se repartían en un Cine Club, y sobre él escribí mi primera
crítica extensa, publicada en una revista. Me gusta porque entiende el
mundo y la vida como pocos, mas siempre a través del arte y, he aquí
el contraste malebranchiano, para nadie es un secreto que éste, el arte,

28 De la Recherche de la Verité, obra capital de Malebranche, cita-


do por Jorge Stieler (1934: 90).
29 Del Abécédaire del número especial de Cahiers du Cinéma dedi-
Ensayos

cado a Chabrol en la realización de su película número 50 (Varios, 1997.


La traducción es mía).
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cuya naturaleza los griegos rodeaban de un culto religioso, va mucho
más lejos que la razón, es clamor que escucha a la pasión, a las mayores
intensidades emocionales, en el estado más puro el cual, para el caso, sin
oposición de los términos, es el de la turbulencia y la tempestad en grado
sumo. Consecuencias necesarias e irrevocables de ellas son la destruc-
ción y la muerte, fines del odio y la pasión, enfrentadas a su contrapartida,
el amor, lo cual para mí conduce, con la mujer, nunca sin contar con ella,
al que es, finalmente, el tema de temas chabroliano: cómo en el abismo
brilla una luz, aunque muy tenue; cómo en las tinieblas se dibujan siluetas
de remota esperanza; cómo la negación casi total de ésta engendra la
mirada comprensiva, la que se confunde con la de una ética artística que
no se hace ilusiones acerca de las simas sin fondo del drama humano.

Todo ello se entreteje circulando gastronómicamente alrededor


de la mesa, porque no hay película de este director en la que un almuerzo
o una comida no posean un cariz dramático de primer orden como oca-
sión, a la vez cotidiana y excepcional, de diseccionar, en la diversidad de
fisonomías actorales, la diversidad psicológica y emocional de posturas
en relación con el amor y la muerte.

Relato y cerebro

Chabrol es, ante todo, como la mayor parte de sus compañeros


de la redacción de Cahiers du Cinéma en la década del cincuenta, un na-
rrador de historias. El acto de contar un relato y saberlo hacer, cinemato-
gráficamente hablando, es, para él, la esencia de su oficio como director.
La solidez estructural de su obra arranca de allí, del patrón constructivo
novelesco asimilado sin reservas e integralmente asociado al dominio
dramatúrgico. Obsérvese cualquiera de sus películas más acabadas y se
encontrará en ella un modelo paradigmático de andamiaje arquitectónico
admirablemente sencillo, pero sobremanera eficaz. Exposición o plantea-
miento, peripecias o giros, nudo gordiano de la intriga, clímax y desen-
lace se hilan y desenvuelven ante nosotros con una lógica implacable, la
cual parece sacada del mundo de un matemático, como eran casi todos
los sabios antiguamente, incluyendo a Malebranche.

El acto narrativo define al hombre obcecado por la observación


paciente de la conducta humana hasta sus límites de pavor y desenfreno.
Sobre el cine y sus hermanas

El acto narrativo es propio de un supremo ordenador del sentido de la


información acumulada respecto a sí mismo y a los otros, en las circuns-
tancias más críticas, de las cuales se ocupa siempre el individuo dotado
de la mayor perspicacia. El acto narrativo, en fin, es el camino que elige el
poeta cuando es testigo privilegiado del comportamiento de su generación,
nunca despojada de los rasgos del hombre de siempre, y quiere comunicar
sus claves desde la perspectiva de periplos individuales, enmarcados por la
historia general, el entorno cultural. El acto narrativo, que empezó homé-
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ricamente con las hazañas de hombres y dioses, se hizo moderno en esas
circunvoluciones del hombre sin Dios ni leyes claras que la novela, la de
Balzac, Dostoyevski , James y Simenon, autores que tanto quiere Chabrol,
hizo suyas como señora medida artística de la Modernidad. Y si tenemos
en cuenta que el cine de ficción se ha alimentado de técnicas novelescas y
dramáticas con la misma propiedad, pero con toda la fuerza de la imagen
de los maestros, la cual introduce en lo que el cine es verdaderamente,
tendremos ya expresada, como en una ecuación, la naturaleza del cine de
Chabrol, pero en un orden inverso al que hemos seguido hasta ahora, así:

Imagen que comunica lo inefable (con la música) + re-


lato novelesco (extensión, densidad y duración de lo individual
entretejido dentro de lo general) + eficacia dramática (tensión
estructurada en momentos progresivos, cada uno como genera-
dor de interés) = película de Claude Chabrol y de todo maestro
de la narrativa cinematográfica.

Sin la novela –son muchas las adaptaciones de textos nove-


lescos que ha hecho– y sin el teatro –sus actores se dan a la tarea más
de una vez de hacer gestos y guiños incomprensibles para quien carece
de referentes teatrales–, su cine no existiría. Pero se engaña quien, con
la aproximación erudita a estas artes, quiere dar cuenta de éste, porque
su máximo esplendor se halla en una combinación feliz de imágenes y
musicalidad.

De Balzac reviven en la obra de Chabrol las asfixiantes at-


mósferas burguesas y pequeño-burguesas de la existencia en provincia,
y ocasionalmente también en la urbe cosmopolita parisina; ambos son
críticos feroces de esa clase que se debate entre la propiedad y el desmo-
ronamiento moral, ambos se yerguen orgullosos ante ella, cuyo discreto
encanto está en saber comer bien, a costa del gélido desamor.

Asimismo, se parecen entre sí los personajes de estos dos formi-


dables narradores, especialmente en esa lógica de la febril exactitud pla-
nificada que conduce inexorablemente a los arrebatos de precipicios de-
menciales: el alquimista de En busca de lo absoluto, quien tiene todo tan
organizado, que paulatinamente va hundiéndose en la ruina, arrastrando
consigo en ella a su familia; el asesino de Los fantasmas del sombrerero
(Les Fantomes du Chapelier, 1982), embebido en una lógica perfecta,
llevada al punto de una sed de sangre que la desborda; el avaro señor
Grandet de Eugenia Grandet, arquetipo universal de los que acumulan
por acumular, sacrificando la felicidad propia y de los otros, en este caso,
la de su hija; el padre del energúmeno esquizoide, pero capaz de amar
pasionalmente de La ruptura (La Rupture,1970), cuya descripción balza-
ciana de su mundo como el de la cerveza helada del cálculo egoísta, se
Ensayos

convierte en no intencionada auto-ironización; los ambiciosos sin escrú-


pulos del novelista, encabezados por el Rastignac de Papá Goriot; los
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del cineasta, en ocasiones colindantes con lo grotesco y estrafalario: el
testaferro malévolo de esta última película, contratado por el nuevo avaro
para inventar calumnias contra su nuera; el hombre-bestia de La bestia
debe morir (Que la Bete Meure, 1969), dueño de un inmenso taller de
mecánica, asesino prófugo de un niño y tirano despiadado de su núcleo
familiar; el cínico Doctor Popaul (1972), un matasanos dispuesto a todo;
la mujer que negocia hábil y turbiamente en medio de la guerra de Un
asunto de mujeres (Un Affaire de Femmes, 1988), y otros tantos.

Sí, los ambiciosos de Chabrol tienen todos un aire del desafío


de Rastignac a la sociedad entera, consignado tan magistralmente por
Balzac al final de su novela. Después de sepultar en la tumba de Goriot su
última lágrima de joven, esa lágrima arrancada por las santas emociones
de un corazón puro, de Goriot, ese anciano maltratado y humillado hasta
más no poder por sus dos hijas, quienes ni siquiera se hacen presentes en
el entierro, ese personaje inmortal levanta la cabeza hacia el mundo que
ansía conquistar:

“Una vez solo, Rastignac dio algunos pasos hacia la parte alta
del cementerio, y desde allí contempló la ciudad de París tortuosamente
extendida a lo largo de las dos orillas del Sena, a la hora en que empeza-
ban a brillar las luces. Sus ojos se fijaron con avidez en la columna de la
plaza Vendôme y los Inválidos, allí donde vivía aquel hermoso mundo que
tanto había deseado frecuentar. Dirigió a aquella bulliciosa colmena una
mirada, con la cual parecía absorber de antemano su miel, y dijo estas
grandiosas palabras:

-¡Ahora nos veremos los dos!


Y como primer acto del reto que lanzaba a la sociedad, Rastignac
se fue a comer a casa de la señora de Nucingen” (Balzac, 1950: 309).

Las lágrimas de los monstruos

Menciono eso de la última lágrima de Rastignac, que precede


a su carrera desbocada de ascenso social, para no llamar a engaños.
Estos ambiciosos, avaros, calculadores e intrigantes, asesinos confesos y
macabros, han evolucionado en la obra del director de mis amores hasta
el personaje que él mismo define como monstruo, a la vez encarnación
Sobre el cine y sus hermanas

de un misterio, el del hombre que puede simultáneamente amar y matar,


ser sensible como artista y destruir a toda una familia, si no a una parte
de la sociedad; hacer gala de nobleza sobre la sangre de los cadáveres a
los que él mismo ha privado de la vida. A tres de los mejores ejemplares
de esa ambigüedad sin palabras los vimos en esta pequeña muestra;
Popaul (personaje cuyo nombre y características se repiten en Chabrol),
el carnicero; Marie Latour, la ejecutora de abortos durante la guerra, y el
inspector Lavardin, quien, sin ser el asesino, más bien tratando de encon-
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trarlo, emplea métodos quizá poco éticos, mas haciéndolo para no com-
prometer a unos viejos amigos, a los que han asistido poderosas razones
de defensa personal, tanto para matar como para ocultar un crimen.

Los monstruos tienen alma; cantan, bailan, tienen sentimientos,


aman en la obra de Chabrol. He aquí el punto más alto de su obra, la
moral vulgar no basta para calificarlos y juzgarlos. Sólo quien hace arte
o entiende espiritualmente, en profundidad, la condición humana, puede
expresarse así. Es que esos monstruos tal vez, como él mismo lo da a en-
tender en el documental El entomólogo, tienen que ver más, dentro de sus
honduras, con Dostoyevski que con Balzac. Sinuosos maquinadores de
odio y exterminio, los Raskolnikov de Crimen y castigo, Stavroguin de Los
demonios, tres de los Karamazov y Foma Fomitch de Stepanchikovo, para
citar sólo algunos, o víctimas envilecidas de ellos, como el Alexei de El
jugador, tienen, a pesar de todo, razones que vale la pena escuchar, una
educación que los ha afectado, unos padres, amigas y amigos, que los
han hecho salir de sus casillas. No son ni completamente inocentes –son,
evidentemente, responsables de sus actos–, pero tampoco son completa-
mente culpables; hay siempre atenuantes, procesos humanos ininteligibles
para los jueces, dolores que no afloran a la superficie para el común de la
gente. Y debemos tener en cuenta que los buenos chabrolianos adolecen
más de una vez de serios defectos, si es que no los consume el deseo de
venganza, como en el caso de La bestia debe morir.

No sobra traer a colación lo que dice el director en El entomólogo:

“Lo interesante es tratar de penetrar en el interior de la gente. Y


eso es mucho más difícil, sobre todo a nivel del guión, porque tienes que
llevar al personaje hasta el abismo para lograr esa impresión de espesor
(...). Si el espesor es insuficiente, se torna opaco (...). El interés me pare-
ce es mostrar que, a medida que se profundiza en los personajes, no los
revelamos. Al contrario. Nos zambullimos en zonas cada vez más menos
reverberantes hasta la opacidad absoluta. Acabas por llegar al fondo de
un personaje y eso toma mucho tiempo. Acabas por llegar al fondo de un
personaje justo cuando adviertes que no puedes comprenderlo. Tienes el
máximo de datos acerca de él y su misterio, pero sigue siendo un misterio.
Eso es lo interesante de la naturaleza humana: es misteriosa en definitiva”.

Ello nos vuelve a entregar la llave para abrir las puertas del
secreto chabroliano: obra controlada, precisión y claridad de metas clarí-
sima; el intelecto en toda su aparente y distante frialdad, haciendo de las
suyas artísticamente sin inmutarse frente a la atrocidad y lo escabroso de
las situaciones dramáticas o de los personajes; ojo clínico analítico, mi-
rada de entomólogo, radiografía de hombre de ciencia (quizá le asistían
poderosos argumentos a Emile Zolá cuando hablaba de que el novelis-
Ensayos

ta debe proceder como uno de ellos). No obstante, el objeto de tanta


mensurabilidad es casi inaccesible por su complejidad intrínseca, la de
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la pasión en su más oculta escala; es un torbellino emocional de arrasa-
dores y abrasadores efectos. Mentes excepcionales éstas que consiguen
ver equilibrada e imparcialmente los peores desequilibrios, intentando
comprender articuladamente, en obras llenas de cohesión interna, lo que
en el exterior es apabullante, despiadado y, finalmente, propio de esa
propensión a la tortura de los seres amados, es más, al suicidio, que en
el hombre se sublima haciendo daño a los otros, suicidio, metafórico o
explícito, que es la única cosecha póstuma del afán destructivo.

La forma que se paladea como manjar

Para lograr esa dicha creativa, la de un consumado banquete,


no hay más medio que el estilo, mejor consejera que la forma. Aquí, no
por afán de lucirme por conocimientos que, al igual que a todo humano,
me faltan, conviene citar el nombre de un tercer escritor, Henry James,
otro de los favoritos de Chabrol. James es el novelista del texto lleno de
sugerencias cifradas en figuras, comparaciones sintéticas, vuelcos y giros
de las palabras hasta la pluralidad de sentidos nunca exactamente tradu-
cibles; es uno de los artífices de lo que Roland Barthes llamó el grado cero
de la escritura, de ese momento en el cual todo es posible decirlo, sabien-
do que nunca se abarca la totalidad, que nunca se acaba de descifrar el
enigma, dejando hablar a cada uno de los personajes sin intrusiones de
narrador que imponga su interpretación al lector. James juega con las
palabras hasta agotarlas, darles la vuelta y hacerlas significar lo que en sí
mismas no contienen; mas nunca es vago, amorfo, su escritura es quizá la
más disciplinada y trabajada de que prosista alguno pueda envanecerse.
Es la delicia, el placer gastronómico de narrar, teniendo como ejes deter-
minantes de la narrativa a los personajes, como pasa con Chabrol quien,
como se refleja en El entomólogo, piensa cada vez en ellos como determi-
nantes a la hora de hacer una película, un poco como James describe el
proceso creativo del narrador centrado en sus personajes, en el prólogo
de la edición de Nueva York a su novela El retrato de una dama:

“Yo he recordado siempre con cariño una observación que hace


años oí de labios de Iván Turgenieff a propósito de su propia experiencia
del origen usual de la figuración ficticia. Para él se iniciaba casi siempre
con la visión de una persona o unas personas que se le ponían delante,
solicitándole, como la figura activa o pasiva, interesándole y llamándole tal
Sobre el cine y sus hermanas

como eran y por lo que eran. Él las veía de ese modo como disponibles, las
veía sujetas a los azares, las complicaciones de la existencia, y las veía vívi-
damente, pero después tenía que buscar las relaciones oportunas, las que
mejor las pusieran de relieve; imaginar, inventar y seleccionar y ensamblar
las situaciones más útiles y favorables al sentido de las propias criaturas, las
complicaciones que era más probable que produjeran y sintieran.
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“Llegar hasta estas cosas es llegar a mi ´historia´ –decía–, y es
así como la busco” (James, 1984: 19).

James se identificaba con este método de trabajo, era el suyo pro-


pio, como lo es el de Chabrol, no sólo en las películas para las cuales ha
escrito guiones originales, sino en las adaptaciones literarias; es el personaje
o los personajes lo que le atraen y le suscitan deseos de poner por obra un
proyecto. Toda fineza estilística, todo devaneo formal, toda búsqueda de or-
febre en pos de las palabras e imágenes ideales, conduce únicamente a eso,
al intento de hablar de esa complejidad y espesor de los seres humanos.

Chabrol, como los demás líderes de la Nueva Ola, Truffaut,


Chabrol, Rivette, Rohmer, Godard, toma en sus manos la autoría de una
película cuando sabe qué quiere y qué es el cine, es decir, cuando ya
ha visto mucho cine y ha meditado sobre él sin prisa, con el insuperable
aliciente de querer seguir los pasos que sus antecesores han dado, aun-
que, obviamente, no para imitarlos, sino para ser sí mismo, como diría
un filósofo eminente, pero en el mundo, el de la cultura cinematográfica,
la cultura en general y la época de la historia que le tocó vivir. Chabrol
hizo crítica, siendo ya director de sus propias ideas, conociendo a fondo
los medios de expresión y teniendo muy determinado el carácter de su
obra antes de ejecutarla. La cinefilia, con sus autores amados (Hitchock30,
Rosellini, Mankiewicz, Renoir, Lang), las lecturas de los novelistas mencio-
nados y otros, la melomanía en ciernes (Chabrol ama la música clásica
ardorosamente), fueron los componentes imborrables del clima que lo
rodeó en su juventud, gérmenes de una actividad que ha proseguido sin
detenerse hasta hoy, adicionándole cada vez nuevos motivos.

Sigue siendo un lector empedernido, tanto como un cinéfilo que


conoce mejor el cine producido hoy en Francia y en el mundo que cualquie-
ra de sus colegas, internacionalmente hablando, digno émulo de su com-

30 Del texto escrito sobre Hitchcock en colaboración con Rohmer,


cito un aparte referido a la película Blackmail, para que se den cuenta del
extraordinario sentido de la observación y el análisis del Chabrol crítico,
tan lúcido y certero como el cineasta: “Todo el filme está orientado sobre
las relaciones de los personajes entre ellos. Verdugos y víctimas se relevan
entre ellos de secuencia en secuencia: el verdugo se torna víctima, la vícti-
ma verdugo. En una misma escena, a veces en un mismo plano, las posi-
ciones morales de los protagonistas se vuelcan. Así se da, por ejemplo, la
corta discusión entre el maestro de canto y el detective: el segundo está a
la derecha del cuadro; luego, cuando el detective, para salvar a su novia
propone, a su turno, un trato bastante innoble al maestro de canto, viene
a situarse a la izquierda del cuadro. El lugar que ocupan los personajes
expresa así sus relaciones. Este tratamiento es verdaderamente del “puro
Ensayos

Hitchcock”. El director retomará este principio numerosas veces en sus


obras norteamericanas y lo afinará. (Op. Cit.: 29).
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pañero y amigo François Truffaut (q.e.p.d.). Es un televidente asiduo, que ve
hasta pornografía, y un melómano a ultranza: así lo vemos en El entomólo-
go (Claude Chabrol, L´ Entomologiste, 1991) de André S. Labarthe, escri-
biendo el guión de Betty (1992), en su estudio, mientras escucha el Adagio
de ese majestuoso himno fúnebre, impregnado de religiosa soledad, del
músico que acaba de padecer la muerte de un amigo y maestro venerado,
Richard Wagner (éste decía que Bruckner lo consideraba su novia), que es
la Séptima Sinfonía de Anton Bruckner, la misma que se escucha en una de
las obras maestras de Luchino Visconti, Senso (1954). Que se me perdone
pero, por ésta, una de las más importantes, y muchas razones más amo a
Chabrol: esta sinfonía es una de las cosas que más quiero en la vida; fue
la que le permitió, además, al hombre humilde de Antsfelden y la abadía
benedictina de san Florián, oriundo de la campiña austríaca, consagrarse
al fin en el mundo musical, después de largos años de lucha y dedicación
profesoral, transcurridos casi en el anonimato completo.

Un hombre tan embriagado de arte, de formas artísticas y lite-


rarias, a la par de Henry James, un cultor exquisito de la belleza en todas
sus manifestaciones, sólo puede producir arte por todos los poros. Para
resumir, voy a traer a cuento tres (la tríada pitagórica perfecta) de las fi-
guras de su estilo fílmico, el que ha conquistado lenta pero seguramente
al paso de los años, figuras que han quedado impresas en mi cabeza y
mi corazón con el acervo de una experiencia familiar, fraterna, porque el
afecto que siento por este hombre es muy grande. Así trataremos de dar
cuenta de lo que es más chabroliano y diferente en su obra, sus imágenes
autorales y la forma de construirlas.

Primeramente, observemos algo que se dice en El entomólogo


sobre la economía de los pocos planos, emanada de esa biblia profana
del sentir comunitario en los Cahiers... en los cincuenta que es el pen-
samiento de André Bazin, el padre espiritual del grupo. Chabrol jamás
abusa del corte, del montaje. Éste, en sus películas, está puesto al servicio
solamente de la variedad de puntos de vista, cuya única finalidad es ser-
virle a un relato, es ser funcional, como en la obra de los maestros cimeros
del cine norteamericano clásico, que para la Nueva Ola es objeto de
culto. Por lo tanto, jamás en sus películas hay formalismo, arte por el arte
o caligrafía banal.

Los planos largos, planos secuencias, tan ricos y emblemáticos


Sobre el cine y sus hermanas

dentro de una totalidad estructural, como el de ese larguísimo recorrido por


las calles del pueblo que se da poco después del comienzo de El carnicero
(Le Boucher, 1969), o ese extenso plano fijo del primer almuerzo (¡otra vez
la comida!) que tiene Lavardin con su familia amiga, complementado al
final por un sutil acercamiento de la cámara, reflejan esa ansia de verdad
que se apodera del cine gracias a dos estrellas del firmamento crítico de la
Nueva Ola, Jean Renoir y Roberto Rossellini. El relato mantiene unas co-
ordenadas realistas también en el montaje, como en los cortes que vamos
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a apreciar posteriormente de los fragmentos elegidos por mí de La bestia
debe morir. Todo ello es garantía de forma unitaria, ensamblada firmemen-
te, para que el actor se desnude, un poco como esos modelos del arte del
retrato pictórico que posaban horas y horas para que el pintor penetrara
(puede tomarse la palabra también literalmente) en la amplia gama de sus
secretos, y el tiempo transcurra con su fluidez originaria (Andrei Tarkovski
decía que el ritmo cinematográfico es la captación plena del ritmo que
tienen las cosas en la naturaleza y la vida), devolviendo la sensación de es-
pacio percibido a cabalidad, táctilmente, a través de la cámara. Ésta goza
en el cine de Chabrol de uno de los trabajos fotográficos más espléndidos
de que se tenga noticia, generalmente confiado al maestro Jean Rabier, con
quien Chabrol, hizo la módica suma de 40 películas, casi el 90% de sus
películas, caso único en la historia del cine.

De esa manera, tenemos dos tipos de planos chabrolianos, los


cuales en sus cintas son, sumados, mucho menos que en las de cualquier
producto cinematográfico corriente. O bien la cámara hace un segui-
miento pausado del desplazamiento actoral, en movimientos de travelling
o, también, de los automóviles de la Policía y los protagonistas civiles
que atraviesan una buena porción de espacio natural en exteriores –La
mujer infiel (La Femme Infidele, 1968), El inspector Lavardin (Inspecteur
Lavardin, 1985), La bestia debe morir, etc.–, confiando completamente
en la libertad y creatividad de los intérpretes, lo mismo que en la fuerza
expresiva de la naturaleza, reforzada generalmente por la música; o bien
un largo plano fijo se ve seguido, de pronto, por acercamientos o aleja-
mientos muy lentos, contemplativos, de la cámara, en Adagios musicales
a lo Bruckner.

Los primeros se hacen para escudriñar en los rostros la mentira,


lo oculto de las intenciones y las lágrimas de los monstruos –que surgen,
como lo declara el director en El entomólogo, sin ninguna premeditación
sentimentalista, sólo cuando el peso existencial de sus cargas lo permite,
mesurada, discreta y objetivamente, con toda la distancia del caso–; los
segundos, los alejamientos y acercamientos, para inscribir a los perso-
najes en su entorno, ampliando enormemente la resonancia y origen de
sus actos: la provincia tediosa e inocente donde la insania se mueve en-
tre las sombras, el carácter apartado de la casona burguesa ordenada,
donde el desorden de las conductas alcanza extremos infernales; el mar y,
en general, soberbios paisajes hasta los cuales llega el empecinamiento
destructivo de la muerte o, simplemente, el cuadro general de la vida en
familia, en el cual la división y la descomposición se filtran a través de los
actos domésticos más sencillos, como el recibir una visita, y, de nuevo –el
gourmet Chabrol no descansa–, la comida en grupo. Raramente Chabrol
recurre al zoom, por creerlo un recurso bárbaro, como lo indica también
en El entomólogo. Gusta del travelling y el dolly como pocos. Odia, por
Ensayos

otra parte el plano-contraplano convencionales en el montaje.


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En segunda instancia, detectamos el plano fijo, usualmente ce-
rrado, en primer plano medio, sin ningún complemento o preludio móvil
de la cámara. Pueden ser breves, pueden ser largos (de hecho tienden a
cierta extensión, pausada y cadenciosamente escrutadora); el hecho es que
están llenos de comunicación intencionada al espectador de una serie de
dicotomías, resquebrajamientos y dualidades de los caracteres. Es así como
presenciamos que prácticamente ninguno de ellos es por entero transpa-
rente. Se disimula, se finge, se es hipócrita; se oculta, se calla, se desmiente
la palabra con el gesto o, a la inversa, cualidades del cine del maestro y
mentor de la Nueva Ola Jean Renoir y del de Alfred Hitchcock, en los que
Chabrol tuvo quizá su mayor aprendizaje de planificación fílmica. Esos pla-
nos igualmente pueden sacar a relucir toda la fortaleza interior de una mu-
jer, sobrecogiendo intensamente, como cuando vemos a Stéphane Audran
con la mirada fija en un punto indefinible, mientras a su alrededor amane-
ce, teniendo tras de sí las luces delanteras de su auto prendidas, o como
cuando Isabelle Hupert es presa de la angustia en la prisión esperando la
pena de muerte. Me viene a la memoria además, en esa dirección, un filme
maravilloso como El ojo del diablo (L´Oeil du Malin, 1961) en el que los
personajes son sometidos a un espionaje voyeurista próximo al estudio de
laboratorio. El cine de Chabrol consiste en rostros diversos y divergentes de
actores, un cine en el que el intérprete, que usualmente hace varios trabajos
para el director, es el soberano de la luz y la cámara.

Tercera figura estilística muy socorrida por el autor de El ojo del dia-
blo es el delicado impacto de la luz sobre los rostros y los espacios, en condicio-
nes de una penumbra nunca tan pronunciada como para caer en el efectismo.
Se trata de un expresionismo sobrio, como el que poco a poco fueron consi-
guiendo F.W. Murnau y Fritz Lang, los dos egregios maestros alemanes. Man-
teniéndose en tonos pastel, la fotografía y la dirección artística, gradualmente
ceden el paso a este contraste, el de la monstruosidad latente u ostensible, mas
siempre, no me canso de reiterarlo, con moderación, con delicadeza. Sober-
bia ejemplificación de ello nos muestran Un asunto de mujeres (Un Affaire de
Femmes, 1988), Les Biches (1967), y una obra de devoción obligada para los
amantes del cine de Chabrol, Las buenas mujeres (Les Bonnes Femmes, 1960),
reliquia de los tiempos heroicos del blanco y negro, todas ellas dedicadas a
explorar en el universo femenino con genuina laboriosidad psicológica, todas
ellas confiadas fotográficamente a Jean Rabier, buen conocedor de la especial
tradición francesa del contraste que en Georges de la Tour, Courbet y Degas
puede tener algunos de sus más caros representantes.
Sobre el cine y sus hermanas

Silencio y música concertante

En muchos de esos planos inquietantes y proverbiales de Cha-


brol, en ese arte de la iluminación de Rabier y de quienes lo han seguido
en el cincelamiento fotográfico, no se puede pasar por alto el mayúsculo
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poderío expresivo de la banda sonora chabroliana, el cual empieza, sor-
presivamente, por el silencio.

Hacíamos referencia ya al final de El carnicero, pero recorde-


mos, para quienes la han visto, ese prodigio de final también que es el
de Los fantasmas del sombrerero, en el que el asesino, el gran Michel
Serrault, cuyo rostro, como el de otros pocos actores, machos y hembras,
se confunde con el de Chabrol: duerme; súbitamente, abre los ojos; su
expresión es neutra, simplemente se despierta, como cualquiera de no-
sotros, luego de un sueño no perturbado; ha llegado la Policía, que lo
descubre recostado al lado del yaciente cadáver de su última víctima; sin
decir una sola palabra se incorpora, se entrega; de la cama a la cárcel,
como puede suceder cualquier día, sin ninguna espectacularidad; en el
hombre, lo oscuro es pan de cada día, está en los comedores y en las
sábanas inofensivos. Tampoco hay comentarios por parte de sus captores.
Es la última palabra del silencio, de la imagen.

Por eso decía anteriormente que Chabrol no se queda en la


literatura ni el teatro, no es un director de homenajes continuos, gratuitos
a escritores que ama; es, fundamentalmente, un cineasta y, por ende, un
artista de la imagen, para lo cual se necesita querer y valorar el silencio
como una de las fuentes primordiales de la mirada abierta a las cavidades
subterráneos de la existencia. Son instantes imperecederos de su cine,
imágenes silentes que lo dicen todo, sólo acompañadas por muy ligeros
ruidos y pasos.

A la ciencia del silencio se aúna la de la música. Por mucho


tiempo el compositor de las obras de Chabrol fue Pierre Jansen, sustituido
después por un hijo del cineasta, Mathieu Chabrol (de tal palo, tal astilla).
¿Y qué sucede con la música? Que en Chabrol a veces se escucha como
en un concierto, con su preclara y preciosa autonomía. Piénsese en los mo-
vimientos del inspector Lavardin ante la fachada de la casa de sus amigos,
observando atento, escarbando en el automóvil; llega un momento en que
un largo y denso pasaje musical de carácter cameral se escucha sin cesar,
como tal vez más le gusta a Chabrol, de construcción atonal, mas no pre-
tendidamente vanguardístico, un poco a la manera de Alban Berg.

Es la voz de lo absolutamente interior, del desorden que escon-


de el orden, de esos sustratos impredecibles y sórdidos que los hombres
sitúan en los confines mismos de sus almas; esa es la función de la música
dentro del cine de Chabrol, inmiscuirse en los laberintos invisibles, tomar
por asalto la fortaleza de las debilidades humanas, bien apertrechadas
tras las torres de una falsa seguridad, diciendo lo que la imagen, desen-
trañando misterios, no alcanza a desocultar del todo. La verdad es que
tampoco la música lo hace, pero está más próxima a los tormentos del
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Hades, así como a las alturas celestiales.


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Otra musicalización de antología es la de la alucinación sana
de Stephane Audran en La ruptura, quien, en trance de LSD, que ha reci-
bido a la fuerza, ve multiplicarse y alterarse mágicamente los colores de
los globos que el vendedor ambulante sostiene en sus manos. Abundarían
otros ejemplos, mas tendríamos que seguirnos refiriendo a películas que
hace mucho tiempo no se exhiben o nunca se han exhibido en Colombia,
lo cual resultaría muy triste.

Habilidades para el trabajo con el actor, la producción


y trabajo en equipo

Hemos dicho realmente muy poco acerca de las relaciones de


Chabrol con el actor. Por eso quiero remontarme a lo que sobre el parti-
cular indica en El entomólogo:

“En un libro, si un personaje está bien escrito, el lector puede


imaginárselo. En el cine es distinto, pues está encarnado y esa encarna-
ción es de suma importancia porque es parte integrante del trabajo de
la puesta en escena. El actor no está ahí para actuar la trama, el papel.
Es en verdad un cómplice del autor de la película. Estoy obligado a usar
actores de los que estoy seguro. Por eso uso muy a menudo a los mismos.
Y cuando uso uno nuevo, no necesito ver cómo actúa. Me tiene sin cui-
dado. Es decir, suponemos que sabe actuar. Eso no es lo difícil. Pero debo
cerciorarme de que entienda que su trabajo no es expresar la histeria de
una situación sino, al contrario, presentarse como intérprete de la idea,
de la idea original. Por eso me gustan los actores que son capaces de
establecer, a pesar de su intensidad y su fuerza, cierta distancia. Por eso
me encanta Isabelle Huppert. Es el ideal de ese tipo de actor que va muy
lejos, con intensidad expresiva, pero con la precisión de cierta distancia
natural, estableciendo como un muro...”.

Muchos actores han ganado la eminencia con Chabrol, la han


duplicado o han sido descubiertos por él. De todos ha extraído la savia
vital requerida para la satisfacción y el triunfo. Es un magnífico guía para
los actores.

Hay un aspecto más que me muero de las ganas de destacar:


es la dicción del actor chabroliano. Es perfecta, es la belleza de la lengua
francesa en su verdor primaveral. No hay muchos directores que se pre-
Sobre el cine y sus hermanas

ocupen tanto por los matices de unas voces, la variedad y profundidad de


sus inflexiones. Pienso especialmente, en la voz gangosa y angustiada de
ese señor cantante popular que es Charles Aznavour, en Los fantasmas del
sombrerero; en la delicadísima manera de hablar de Michel Bouquet, uno
de los actores alter-ego de Chabrol (cada palabra suya es una invitación a
escuchar, cada vez con mayor atención, los destellos morbosos del mundo
burgués, como sucede en La mujer infiel); en la voz de Stéphane Audran,
símbolo de la mayor entereza en el sufrimiento, cuya elegancia aristocrá-
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tica se ha quedado grabada en mi cabeza desde mi juventud cuando la ví
por primera vez en esa misma película...

Por otra parte, Chabrol fue, realmente, el productor más des-


tacado de la Nueva Ola. Al recibir una herencia quien entonces era su
esposa –hablamos del año 1958–, se decidió a fundar una empresa pro-
ductora que, no sólo le permitió financiar sus primeros largometrajes, sino
también los de algunos compañeros y amigos. Gozando rápidamente de
merecido prestigio, el director de El bello Sergio (Le Beau Serge, 1958) y
Los primos (Les Cousins, 1958), tuvo su decaimiento al faltarle el dinero
para una obra personal, por lo cual aceptó encargos sin mayor enverga-
dura, como El tigre se perfuma con dinamita (Le Tigre se parfume a la Dy-
namite, 1965) y Marie Chantal contra el doctor K. (Marie-Chantal contre
Docteur Kah, 1965). Posteriormente, se ganó la confianza de André Ge-
novés, productor muy importante en Francia, e incluso de casas y produc-
tores norteamericanos. En los últimos años, ha gozado de la estabilidad y
el apoyo que proceden de Marin Karmitz, el productor más connotado del
cine de calidad francés, con quien tiene un contrato en exclusividad.

Ha pasado, pues, Chabrol, por las duras y las maduras, la cal


y la arena. Es tal su pasión por el cine, que ha aceptado a veces dichos
encargos, hasta caer muy bajo con proyectos como Nada (Tupamaros
en París). Sin embargo, su impronta se ha mantenido firme, teniendo la
mayor parte de sus películas su sello personal. Es un hombre práctico en
cuanto a la producción, si puede hacer lo que quiere lo hace; si no, sabe
esperar con paciencia mejores oportunidades. Se adapta a todo, a los
bajos presupuestos de filmes austeros y a un cierto gigantismo, incluso
con vedettes norteamericanas a bordo.

Claude Chabrol es, no sobra repetirlo, un amante del trabajo en


equipo, de lo que es el cine por esencia. Rabier, Jansen, su hijo Mathieu,
han repetido experiencias con él. Durante las décadas del sesenta y setenta
hizo casi siempre sus películas con un mismo grupo: el mismo guionista(lo
fue Paul Gegauf, en muchas ocasiones) si no lo era el propio Chabrol, el
mismo director de fotografía, el mismo camarógrafo, el mismo montador
(Jacques Gaillard); y, como ya decía, los mismos actores, estos últimos en
dos, tres o más películas seguidas (la Audran ha actuado en veinte). Lue-
go, en los ochenta y noventa, se mantuvieron fieles algunos de los viejos
colaboradores, hasta ser reemplazados por nuevos, más jóvenes. Idéntica
tendencia se observa en sus obras del milenio que todavía se estrena.

Esa es, justamente, una de las lecciones más afortunadas que


nos han dado, él y sus amigos de la vieja Cahiers du Cinéma; que, para
conquistar la continuidad de un quehacer artístico personal, hay que lu-
char colectivamente, teniendo claros unos principios y una posición ante
Ensayos

el cine; que una cinematografía nacional se edifica sobre la solidaridad,


el espíritu crítico y la actividad intelectual y social permanentes; que una
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obra cinematográfica es el fruto de una hermandad, en el que cada uno
de los involucrados en la realización se da entero por ella, con entrega
total, sin que interese, para efectos del prestigio personal, menospreciar o
subestimar el esfuerzo de nadie. ¿Cuándo aprenderemos en un país como
Colombia a entender estas cosas?

Quizá la explicación última del porqué Chabrol es un cineasta


tan seductor y agradable esté en una cierta ascética y, sobre todo, en el
humor, tan presente en su obra, el completo desparpajo con el que trata
su oficio y la vida, coexistente –no es ello para nada imposible; así era
Shakespeare, al fin y al cabo– con su casi luterana disciplina de trabajo:

“¿Por qué la mayor parte de los mejores cineastas son austeros?


Porque ellos se han visto absolutamente sofocados al percibir que eran,
justamente, grandes cineastas. Eso los ha sorprendido absolutamente. Yo
no creo ser un gran cineasta, me río de eso. ¿Ser un cineasta grande, pe-
queño o mediano? Soy un cineasta de un metro setenta y cuatro... setenta
y tres, ahora –uno se comprime todo el tiempo. Muchos cineastas adop-
tan una especie de aspecto afectado, de seriedad, debido a que tienen la
impresión de hacer un trabajo serio y difícil. Claro que es un trabajo serio,
pero que se puede hacer a las carcajadas. Ser gagman en una película de
Mack Sennett era un trabajo muy serio que uno podía hacer a las carca-
jadas. ¿Y es éste un trabajo difícil? No, ¡es un trabajo imposible!. A partir
del momento en que es imposible, uno trata de acomodarse lo mejor po-
sible. Yo afirmo que un buen cineasta debería poder destornillarse de risa
todo el tiempo. Filmar es agradable y divertido, y yo tengo la tendencia a
rodearme de gentes que no buscan demasiado asumir la importancia de
sus funciones” (Cahiers: 24).

Texto de la conferencia dictada en la sala Fundadores de la Universi-


dad Central de Bogotá, en el marco del Mes del Cine Francés, oct11 de 2003.

La música como utopía del humanismo integral

A Miguel, príncipe y director de nueve coros

¡Que triunfe el amor!


Sobre el cine y sus hermanas

¡Y que el mundo entero


sirva al imperio
de la belleza!

Raniero da Calzabigi, coro final de Orfeo y Eurídice,


de Christoph W. Gluck
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Cuando queremos remitirnos a los orígenes del concepto de
utopía, nos remontamos, por supuesto, al texto del mismo nombre escrito
por Tomás Moro (1478 - 1535), humanista inglés del Renacimiento. Lo
que muy pocos recuerdan hoy o saben es que es él un santo, reconocido
como tal por la Iglesia Católica, la cual, además, le ha conferido el título
de patrono de los políticos. Moro fue Canciller de Inglaterra durante el
reinado de Enrique VIII, quien lo condenó, primero a la prisión en la Torre
de Londres y luego a la ejecución pública; murió decapitado por oponerse
al divorcio del rey y al hecho de que éste se auto-proclamara cabeza de la
Iglesia en Inglaterra, primacía que para los católicos tiene sólo el Papa.

El texto en cuestión, escrito a partir del relato imaginario de


un tal Rafael Hythloday, personaje ficticio, navegante portugués a quien
Moro dice haber conocido en Flandes, describe la vida en la isla de Uto-
pía, donde Rafael pretende haber pernoctado el tiempo suficiente como
para haberse podido hacer una idea de la misma. Se ha sostenido siem-
pre que Moro, lector infatigable de la Biblia, se inspiró para ello en el
nombre del arcángel Rafael, quien en el libro de Tobías debe guiar a
éste desde Nínive, donde habita una masa de judíos deportados, has-
ta Ragués, ciudad meda, donde habita Gabael, quien ha contraído una
deuda con Tobit, el padre de Tobías, deuda que es preciso cobrar; en la
práctica, el joven Tobías y Rafael llegan juntos solamente hasta Ecbátana,
donde el primero se une en matrimonio a Sara, hija de Ragüel, torturada
por un demonio, que le había hecho perder a siete maridos, mientras
Rafael cobra solo la deuda en Ragués de Media. De ahí también, quizás,
las constantes referencias a la cultura persa, en cuyo seno parece haber
evolucionado Utopía.

Hythloday guía, pues, a sus interlocutores, entre quienes se


cuentan Moro y un cardenal, en supuesta visita relatada a Utopía, la tierra
de lo que no existe, en el curso de una amena tertulia renacentista, que
constituye la sustancia del texto. El propio autor mantuvo real y frecuente-
mente tertulias semejantes con Erasmo de Rotterdam, visitantes italianos y
otros humanistas. La circunstancia de que haya como modelo una presun-
ta fuente bíblica, aunada a la admiración incondicional que Moro sentía
por la cultura griega, paradigma de sabiduría para los hombres ilustrados
de Utopía, no hace sino refrendar la importancia que para todos ellos, los
humanistas del Renacimiento, tenían tanto los patrones idealistas heléni-
cos, con Platón a la cabeza, quien en el opúsculo –eso y no otra cosa es la
exposición de Moro– es mencionado más de una vez, como los principios
católicos de convivencia social, impregnados de la espiritualidad caracte-
rística del mensaje evangélico. La Utopía del canciller decapitado, sobre
quien se hizo una hermosa película, El hombre de dos reinos (A man for
all seasons, 1966) de Fred Zinemann, pertenece entonces, con todos los
honores, al acervo de lo que desde hace mucho tiempo se ha dado en
Ensayos

llamar civilización grecocristiana.


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Se desvirtuaría impunemente el sentido del texto si se pasara por
alto esta conjunción de valores culturales: “Y no dudo que el respeto a la co-
modidad privada de cada hombre o la autoridad de nuestro salvador Cristo
(que con su gran sabiduría no pudo dejar de saber lo que era mejor, y por su
inestimable bondad no podía aconsejar más que lo que sabía que era mejor)
habrían conducido a todo el mundo desde hace mucho a las leyes de esa
república si no fuera porque una sola fiera, la princesa y madre de todos los
males, la Presunción, no lo evitara e impidiera” (Moro, 1987: 137). Y es que,
justamente, el proyecto utópico moriano tiene mucho en común con la visión
ideal del Estado que se encuentra en La República y con la disquisición socrá-
tica acerca de la inmortalidad del alma en Fedón, ambos diálogos de Platón,
descansando sobre los cimientos de una elevada espiritualidad: “(...) nunca
discuten (los habitantes de Utopía) sobre la felicidad o la bienaventuranza sin
unir a las razones de la filosofía ciertos principios sacados de la religión sin los
cuales creen a la razón débil e imperfecta por sí misma para la investigación
de la verdadera felicidad: Que el alma es inmortal y destinada a la felicidad
por la misericordiosa bondad de Dios. Que después de esta vida se reservan
premios a nuestras virtudes y buenas acciones y castigos a nuestras malas
acciones (...). Entonces, si es una cuestión de humanidad que el hombre lleve
salud y consuelo al hombre y especialmente (lo que es una virtud muy típica-
mente propia del ser humano) que mitigue y suavice la pena de los demás y,
al quitarles la tristeza y pesadumbre de la vida, les devuelva la alegría, es de-
cir, el placer ¿por qué no puede entonces decirse que la naturaleza apremia
a todo hombre a hacer igualmente consigo mismo?” (Idem: 87 - 88).

Esa alegría y ese placer, en un sentido individual y colectivo, se


los proporcionan recíprocamente los utopienses, los habitantes de la isla
de Utopía, según el relato de Rafael, gracias a la concordia que establece
como condición de bienestar la propiedad común, acompañada por un
empleo provechoso del tiempo libre, en el que los hombres comparten lo
mejor de sí mismos, su generosidad y talentos, dedicando las horas justas,
ni más, ni menos, al trabajo, el esparcimiento, el estudio y la religiosidad.
No hay en la isla del ensueño humanístico lugar para la discordia que ge-
nera usualmente la idolatría del dinero, tampoco para los abusos de poder
que de ella se derivan. No hay excesos en el trabajo físico ni en la actividad
intelectual. Imperan la salud del alma y del cuerpo. Es la realización del
reino de Dios en la tierra, pero sin ningún amago, sin el menor atisbo de
violencia, en completa libertad, como, precisamente, Dios lo quiere y lo ha
pregonado a través de su Hijo. No hay nada en estos postulados utópicos
Sobre el cine y sus hermanas

de materialismo, ya vulgar, ya pretendidamente científico. Esto y no otra


cosa es lo que Tomás Moro construye como paladín de la Utopía.

La música al servicio de la utopía

“Después de cenar (los utopienses) dedican una hora al juego: en


verano en sus jardines, en invierno en sus salas comunes donde almuerzan
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y cenan. Allí se ejercitan en música o bien en honesta y sana conversación”
(Idem: 68 - 69). “(...) No hay cena sin música ni sus banquetes carecen de
delicadezas y golosinas” (Idem: 78). “(...) Cuando han estado postrados un
momento en el suelo, el sacerdote les da la señal de levantarse. Entonces
dirigen a Dios sus oraciones cantadas que acompañan con instrumentos de
música, en su mayoría de forma distinta de la que nosotros usamos en esta
parte del mundo. Y si bien muchos de los nuestros son más suaves que los
suyos, muchos de los suyos son mejores que los nuestros. Pero en una cosa
sin duda nos aventajan en grado sumo; y es que toda su música, tanto la
que tocan con instrumentos como la que cantan con la voz humana, recuer-
da y expresa hasta tal punto las emociones naturales, el sonido y el tono se
acomoda y concuerda tanto con el tema, que tanto si es una oración como
un motete de alegría, de resignación, de inquietud, de tristeza o de ira, la
forma, la forma de la melodía indica de tal manera el significado del tema
que emociona, conmueve, penetra e inflama admirablemente los espíritus
de los oyentes” (Idem: 133).

¿Nos engañamos o estas últimas frases casi son idénticas a las


que, primero la Camerata Fiorentina y después Claudio Monteverdi pro-
claman como objetivo de la entonces naciente ópera, en función del lema
la armonía al servicio de la oración (en el sentido de frase, no de plegaria),
y no a la inversa, como acaecía en el terreno de la polifonía que dominó
a la música occidental por varios siglos? La monodia, el prístino sustrato
melódico, debía cumplir con esa exigencia resultante del texto cantado en
sí mismo, de su sentido y connotaciones. Volveremos sobre el tema. Por
ahora conformémonos con la reminiscencia –todo conocimiento, según
el filósofo que enseguida nombraremos, lo es, reminiscencia de lo que el
alma ha aprendido en la eternidad, antes de venir al mundo–, de lo que
uno de los más grandes maestros de Sir Thomas More, en correcto inglés,
Platón, dejó sentado acerca de la música como arte privilegiado de la
utopía, en general.

Reproduzcamos, a continuación, un fragmento del diálogo que


Sócrates y Glaucón sostienen en La República sobre la educación de los
jóvenes, valientes y sensibles, que conformarían el Estado perfecto, edu-
cación basada, ante todo, en la música y la gimnasia como correlatos del
saber filosófico de los dirigentes políticos idealizados.

- Cuando un hombre, dedicándose por entero a la música, so-


bre todo a las armonías dulces, suaves y lastimeras, la deja insinuarse y
deslizarse suavemente en el alma por el canal del oído, y pasa toda su
vida cantando y dejándose llevar por la belleza del canto, ¿no es cierto
que el primer efecto de la música es dulcificar su valor, lo mismo que se
ablanda el hierro, y aflojar esa tirantez que le inutilizaba antes y le hacía
de difícil trato? Pero si continúa dedicándose a ella sin contenerse, ese
Ensayos

mismo valor desaparece y se hunde poco a poco, y enerva su alma, no es


ya más que un guerrero sin corazón.
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- Tienes razón.
- Este efecto no tardará en producirse, si ha recibido de la natu-
raleza un alma floja. Si es naturalmente, valiente, bien pronto su valor, al
debilitarse, se hace arrebatado; el más pequeño motivo le irrita o le calma,
y en lugar de ser valiente es testarudo, antojadizo y colérico.
- Es cierto.
- Que el mismo hombre se dedique a la gimnasia, que se ejerci-
te, que coma mucho y que desprecie enteramente la música y la filosofía.
¿No adquirirá su cuerpo, al pronto, fuerzas? ¿No se hará atrevido, más
valiente y más intrépido que antes?
- Sin duda.
- Pero si no sabe más, si no tiene comunicación con las musas; y
si su alma, aun cuando tenga algún deseo de aprender, no cultiva ninguna
ciencia, ningún estudio, ninguna conversación, ni, en fin, parte alguna
de la música, ¿no se hará insensiblemente débil, sorda y ciega, a causa
del poco cuidado que ella pone en despertar, alimentar y desenvolver sus
facultades?
- Así tiene que suceder.
- Pues ahí le tienes ya, enemigo de las letras y de las musas. No
seguirá el camino de la convicción para llegar a los fines que se proponga;
sino que, a manera de una bestia feroz, empleará en todas ocasiones la
fuerza y la violencia. Vive en la ignorancia y en la rusticidad, y ajeno a la
gracia y a la armonía.
- Dices bien.
- Los dioses han hecho a los hombres el presente de la música
y de la gimnasia, no con objeto de cultivar el alma y el cuerpo (porque si
este último saca alguna ventaja es sólo indirectamente); sino para cultivar
el alma sola, y perfeccionar en ella la sabiduría y el valor, concertándolos,
ya dándoles expansión, ya conteniéndolos dentro de justos límites.
- Me parece bien.
- El que ha llegado a encontrar el debido acuerdo entre estas dos
artes, y las aplica como conviene a su alma, merece mucho más el nombre
de músico y posee mejor la ciencia de las armonías que aquel que se limita
a templar las cuerdas de su instrumento (Platón, 1975: 118 - 119).

La disertación platónica precedente enaltece y ensalza la músi-


ca, entendida, claro, a la manera griega, como un estado de armonía con
el cosmos, y no como un mero ejercicio de composición, interpretación de
un instrumento o accionar de la voz humana. Si bien no aisladamente, no
Sobre el cine y sus hermanas

desprendida de la filosofía, el ejercicio físico y el valor de la varonilidad,


induce al equilibrio psíquico, a la regulación ordenada de las distintas
cualidades y facultades humanas; ennoblece lo que por sí solo sería gro-
sero, suaviza lo que sin ella se reduciría a mero arrebato pasional; en
desmedro de la violencia y la agresividad, forja caracteres amables, pací-
ficos. Así se expresa también en el Timeo: “(...) si la voz tiene la facultad de
apoderarse de los sonidos musicales, cuya importancia es incontestable,
es a causa de la armonía, y ésta, cuyos movimientos son semejantes a los
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de nuestra alma, al que cultiva con inteligencia el comercio con las musas
no le parece tener más destino que el de procurarnos frívolos placeres, los
solos que se le piden hoy día; al dárnosla, las musas han querido ayudar-
nos a reglar y a poner de acuerdo entre sí a las caprichosas revoluciones
de nuestra alma. Y nos han dado igualmente el ritmo como un medio de
reformar las maneras desprovistas de mesura y de gracia que se observan
en la mayor parte de los hombres” (Platón, 1998: 685).

Para Platón, por la música, como ciencia, se conoce, en general,


lo que es armonioso31. La identificación de los dos conceptos, música y
armonía, en todo sentido (la categorización de la armonía como uno de los
componentes de la música en tanto arte se haría muchos siglos después),
llega hasta el punto de que en el Diálogo Laques o del valor, el personaje
que es objeto del título afirma rotundamente: “Cuando oigo a un hombre
que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre digno
de sus propias convicciones, me encanta, es para mí un placer inexplicable
ver que sus palabras y sus acciones están perfectamente de acuerdo y se
me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta, no
con una lira ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida;
porque todas sus acciones concuerdan con todas sus palabras (...)”32.

Según esto, un hombre que es verdaderamente músico vive en la


concordancia de sus principios con sus actos y, de acuerdo con los plantea-
mientos pitagóricos que Platón recoge, armoniza con todo el universo, sin
necesidad de dedicarse a la música como oficio; sin embargo, siempre que
el filósofo hace referencia a lo que para nosotros es hoy en día extramusi-
cal, llámese virtud o convivencia armoniosa con un orden universal, natural
o cósmico, toma como modelo de sus consideraciones a la música en sí
misma, cuyo fin es el de armonizar (sin la ya anotada complejidad posterior
del verbo para teóricos, compositores e intérpretes) los sonidos (y, claro, el
mundo con ellos), siguiendo los dictámenes de las muy apolíneas musas,
creadoras de la proporción y el orden estabilizados. Tanto para Platón,
pues, como para Moro, la música hace un bien inmenso a la sociedad y
debe estar en uno de los primeros lugares de la política utópica, aun cuan-
do el primero tiña de ambivalencia el entusiasmo con que la juzga, como
hace con el arte en general, al dirigir la mirada simultáneamente a sus
lados oscuros, aquellos en los que dicha ciencia de la armonía se despoja
de vínculos con la verdad y el bien, con la belleza de este último, a la cual
no se llega sin el saber metafísico sobre las Ideas.

Sea como fuere, estos dos abanderados de proyectos utópicos


hallan en la música una fuente de ventura y solidaridad auténticas para
los hombres, pues de lo señalado se deduce fácilmente que el músico no
Ensayos

31 Platón (1998). “Carmides o De la templanza”, en Diálogos: 90.


32 Platón (1998). “Laques o Del valor”, en Diálogos: 50.
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está contra nadie, sino a favor del bien común, muy particularmente cuan-
do integra su oficio a un pensamiento y una acción, no sólo artísticamente
especializada, encaminados a la búsqueda de este bien y la verdad, como
es el caso de compositores de quienes nos ocuparemos más adelante.
Cabe preguntarse desde ahora si la gran música, la de las más altas
cimas de creatividad y belleza, no contiene en sí misma todo ese caudal
de beneficios para la humanidad, y si un mundo utópico no debería ser
por excelencia un mundo musical, en el cual el alma (para Platón y Moro
esta es una realidad ontológica) viva en armonía consigo misma, con las
demás almas y el alma del universo, Dios.

Origen pitagórico de la utopía musical

Si las primeras especulaciones estéticas en Occidente, enten-


didas mucho después por la Modernidad como una filosofía del arte y la
belleza, se deben a Pitágoras, las mismas empezaron por la música, cuya
esencia numérica y terapéutica observó con una feliz intuición -que no
prescindía en sus desarrollos ni de las vías sensibles ni de las racionales-,
este hombre misterioso, místico, astrónomo, matemático, músico y filóso-
fo, en una sola persona. A pesar de lo inciertas y polémicas que resultan
las diferentes versiones biográficas que sobre él y su pensamiento siguen
circulando, pensamiento popularizado ante todo por Platón, a quien si-
guió, en los primeros siglos de la era cristiana, la muy ingente ofensiva
de los emperadores romanos para contrarrestar la propagación en gran
escala del mensaje de la Iglesia con un retorno a las raíces paganas, el
cual trajo consigo un redescubrimiento casi idolátrico (algunos sostenían
que había sido un dios) de la figura de Pitágoras, a quien biógrafos como
Jámblico y Porfirio atribuyeron poderes sobrehumanos; a pesar de que in-
cluso se ha hablado de varios sabios antiguos que compartieron ese nom-
bre, a quienes la posteridad, según se dice, ha confundido con uno solo,
es un hecho que sus teorías de la música cósmica y la medicina musical se
sitúan claramente en la órbita de sus ideas y las de sus discípulos.

Los pitagóricos, parece que divididos en dos o más grupos, de


propensión más científica unos, otros inclinados decididamente a cultos
esotéricos de iniciación en secretos que se conquistaban con una vida
común ascética, llena de prescripciones y abstenciones, que su maestro
aprendió de la religión orfeica y de sus viajes por el Oriente, asignaron
Sobre el cine y sus hermanas

(ambos grupos) al número (dios, planeta o esfera celeste) el papel rector


del universo. Pitágoras estipulaba que también la música participaba de
éste, al tener asiento las consonancias musicales, cuyo descubrimiento,
según sus epígonos latinos, es obra suya, en la matemática, expresión
racional de lo que el sentido del oído percibe en los goces indecibles
de la audición, a los que únicamente él y los iniciados por su conducto
tenían acceso en su germen primordial: la música de los cuerpos celestes,
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en los cuales Pitágoras escuchaba sonidos inaudibles para el común de
los mortales.

En los rituales pitagóricos de iniciación, la música jugaba un


papel prominente. Escuchándola, el nuevo miembro de la secta sanaba
sus dolencias físicas y psíquicas; purificaba su alma, cuya eternidad, a tra-
vés de las doctrinas de la transmigración y la reencarnación, Pitágoras no
ponía en duda, preparándose de la mejor forma posible para la muerte
al deleitarse con esa música que, en un más allá planetario, emanaba
finalmente de dichos cuerpos, en los cuales el alma inmortal iría algún
día a morar, reencarnada en una existencia superior. Valiéndose de las
notas que tocaba con su lira, el maestro del teorema sembraba salud,
que concebía como armonía de los miembros del cuerpo entre sí, y paz
interior. Del placer sensorial de los sonidos armonizados se pasaba a
un estado de trance y sueño, en el que el afortunado o elegido recibía,
por anticipado, la revelación de la armonía imperecedera e inherente a
los dioses-números-astros del firmamento. Sin educación musical, que
Pitágoras inició en Grecia, no había lugar para esa comunicación con la
divinidad de la tetraktys, manifestada en las series aritméticas 1, 2, 3, 4,
piedra angular de la música pitagórica.

“La música no era precisamente diversión, puesto que era el


centro del culto de los dioses, cuyos himnos se cantaban siempre con
cítara o flauta. La música en la educación también era consideraba como
enseñanza moral puesto que actuaba como freno de las partes físicas y
agresivas del alma. Pitágoras, además de estas creencias veía la música
como la unión entre el hombre y el cosmos. El cosmos para él era una
vasta relación armónica hecha de pequeñas relaciones sucesivas que,
cuando se juntaban, formaban la armonía cósmica audible sólo para
Pitágoras” (Gorman, 1988: 167).

Jámblico, en su muy apologético texto, Vida de Pitágoras, re-


lata que el filósofo (fue él quien acuñó, de hecho, esta expresión) hizo
milagros de curación exterior y sanación interior, siendo el pionero de lo
que hoy conocemos como musicoterapia, que él denominaba medicina
musical: “Consideraba que la música contribuía en gran manera a curar,
si se usaba en la forma adecuada. Dicho medio de curación no suponía
un lugar subordinado en la práctica de la medicina (...) existían ciertas
melodías propias para curar las pasiones del alma, así como otras para
la depresión y la angustia mental”33.

El pensamiento de Pitágoras, quien se convirtió en toda una au-


toridad moral y científica en Grecia, y también en la ciudad de Crotona,
colonia griega italiana, tuvo notorias repercusiones políticas. Perseguido
Ensayos

33 Fragmento de la Vida de Pitágoras de Jámblico, citado en Op.


Cit.: 170 - 171.
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en esta última ciudad y también en Delos, pasó por períodos de proscrip-
ción en los que sólo pudo cultivar la vida interior con sus discípulos. Sin
proponerse metas políticas como tales, se convirtió en una figura pública
que incluso dirigía muy influyentes discursos al pueblo en la plaza pública.
Al igual que otros gestores de utopías, preconizaba sin ambages, inde-
pendientemente de lo esotérico y cerrado de la sociedad de iniciados que
gestó, en la que cada cual hacía voto perpetuo de silencio en relación
con los enigmas supuestamente descubiertos en la convivencia secreta
(el que los dejaba conocer de otros, fuera de la secta, era declarado
muerto en vida), la necesidad de una renovación de la sociedad, dentro
de los ideales de la medida numérica, que necesariamente comportaba
casi una predicación, esta sí abierta, de las ventajas de un tejido social
eminentemente musical, es decir, armonioso, en acuerdo perfecto con la
proporcionalidad matemática invisible del orden cósmico. Se dice que
una alocución suya en Cremona contribuyó poderosamente al floreci-
miento de la ciudad en todos los sentidos.

Pitágoras es, entonces, en los anales de la utopía musical, el


primer bastión importante; para él, el hombre no alcanza un saber legítimo
sin música, y una sociedad de individuos ilustrados recibe sus iluminaciones
trascendentes solamente de las notas consonantes procedentes del coro
celestial de los planetas. Su llamado a la edificación de una coexistencia
venturosa en el mundo, tras los pasos de Orfeo, el personaje mítico que con
su lira domeñaba fieras y monstruos, el primer personaje en la historia de
la futura ópera florentina, llega a tal grado de fervor musical, que para él la
música, preparación para una existencia supraterrenal, sin fronteras tempo-
rales, es sinónimo de eternidad, es la voz propia de ésta, que los hombres
escuchan sin saberlo, teniendo como norte, velado por su muy corriente
ignorancia, la dicha de un canto perpetuo, al compás de las estrellas.

Como únicamente unos pocos, sus seguidores, podían romper el


velo, su promesa de alegrías e imperturbabilidades infinitas acaba por ser
un tanto elitista, como lo fueron, igualmente, las de Platón y Moro, quien
creía que la mayoría de los hombres padecía de ceguera espiritual. Llegarán
tiempos en que un Beethoven, un Verdi, un Wagner y un Liszt quieran hacer
de la música un arte para todos los hombres hermanados, sin exclusiones,
una utopía que fracasará en sus proyecciones sobre la realidad, como to-
das, simplemente por la pereza de sus potenciales destinatarios masivos,
la mala educación y la falta de oportunidades de tantos que, si estuveran
Sobre el cine y sus hermanas

envueltos en las canciones de las Musas, podrían danzar (también la danza


tenía para el filósofo de Delos propiedades curativas), girar armoniosa, mu-
sicalmente, alrededor del silencioso Uno pitagórico, el astro de los astros,
del que depende la existencia de la música, pero al cual nadie, ni el mismo
Pitágoras, ha escuchado nunca articular una sola palabra.
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El relato musical, gozo incomparable de los pueblos en Homero

Antes de Pitágoras, la música tuvo en Homero a su profeta más


milenario. Conviene añadir aquí a lo dicho antes sobre el primero, que
sus curaciones las hacía sirviéndose además de la poesía, hermana de la
música desde esos tiempos remotos de la antigua Grecia. Y en particular
de la poesía de Homero, quien, en el Canto VIII de la Odisea, rinde su
vehemente tributo al arte de los relatores musicales, los aedos, antepasa-
dos del trovador y de los posteriores compositores e intérpretes de ópera,
cantatas y lieder de contenido épico. Ulises busca en este Canto refugio
temporal en casa del discreto y muy prudente de entrañas Alcínoo, quien
convoca a su pueblo, el feacio, para que escuche la narración musical de
las hazañas de su huésped de honor en Troya y los dolores de los sufridos
y derrotados dánaos : “(...) a Demódoco hacedme venir, el aedo divino,
a quien dio la deidad entre todos el don de hechizarnos con el canto que
el alma le impulsa a entonar” (Homero, 1997: 122).

La lira, como en la Utopía de Moro, acompaña el banquete de


los feacios durante el cual el perínclito aedo hace que éstos y su prestigio-
so invitado “gocen en su alma” (Idem: 132). En una pausa del relato, los
comensales hacen lo propio; es cuando el astuto y osado héroe se dirige
a un heraldo para que haga llegar el alimento “al cantor siempre fiel, a
Demódoco, honrado del pueblo”, a quien han hecho sentar en medio del
banquete, en una de las mayores loas que se hayan hecho nunca de un
músico, cantor y poeta a la vez, al modo de los futuros Wagner, Berlioz,
Musorgski y Schönberg, autores de los propios libretos de sus óperas:
“Lleva, heraldo, le dijo, esta carne a Demódoco y coma a placer: quiero
honrarle aunque esté yo afligido; de parte de cualquier ser humano que
pise la tierra, la honra y el respeto mayor los aedos merecen, que a ellos
sus cantares la Musa enseñó por amor de su raza” (Idem: 136).

Queda consignada así en este fragmento del texto magno de la


épica la veneración que un pueblo siente por su relator musical de cabe-
cera. Asimismo, en los albores del siglo XIX, Haydn, el día del estreno de
su oratorio La Creación, sentado en una silla imperial (no podía caminar
bien por complicaciones de salud), es levantado en hombros, por encima
del público vienés, congregado en gran número, que lo aplaude a rabiar,
y así sale de la sala de conciertos, mientras Beethoven se arrodilla ante
su antiguo maestro, a quien había visto por años con mirada displicente.
También durante el siglo XIX, el pueblo italiano hará otro tanto con Verdi,
mediante demostraciones masivas de simpatía, y los campesinos húnga-
ros, por los alrededores de Budapest, se arrodillarán al ver a Liszt, el vir-
tuoso, quien, en majestuosos carroza y cortejo, hacía su entrada triunfal a
la ciudad, en gira de conciertos por toda Europa. Unos años después, el
cadáver de Ricardo Wagner, su amigo del alma, será recibido por multitu-
Ensayos

des condolidas y sollozantes en todas y cada una de las estaciones de su


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glorioso recorrido desde Venecia hasta Bayreuth. Los pueblos han sabido
reconocer, aunque más de una vez muy tarde, el valor de sus aedos.

Desde la perspectiva de la utopía, sigamos imaginando pro-


digios: los pueblos de la tierra, tumultuosa y gozosamente, se reúnen
para escuchar las enseñanzas de aquéllos; ponen en práctica estas ense-
ñanzas, siguen el camino de la sanación pitagórica que de ellos emana.
Aprenden de los héroes a quienes los aedos cantan. Conocen la historia
de sus raíces contada por sus dulces voces, sacan conclusiones para no
repetir lo peor de ella, imitando a los grandes. Se regeneran, como quería
Wagner, buscando en la música límpidas aguas purificadoras para sus
espíritus hastiados, desengañados ya de tantas miserias de la tierra. La
humanidad destila concordia, unión, provocadas por notas, compases
y acordes. Es la realización de la Oda a la alegría, la utopía musical. Es
el aedo que, como Beethoven dijo al niño Liszt, luego de escucharlo al
piano, enfervoriza a sus sucesores, entregándoles la antorcha del relevo
de la carrera en la que pasa de mano a mano, de una generación a otra,
la celestial llama musical: “¡Adelante, chiquillo! Eres feliz y harás felices a
los demás hombres. ¡No hay nada mejor ni más hermoso...!”

Los salmos y el primer pensamiento cristiano

La palabra salterio, colección de los ciento cincuenta salmos


del Antiguo Testamento, designa al instrumento de cuerda que acompa-
ñaba al canto de los mismos en la tradición judía. Un salmo es un himno
de alabanza, una súplica o una acción de gracias, escritos y cantados en
términos de poesía lírica. La salmodia o acto de ejecutar musicalmente los
salmos en el templo, no sólo consistía originariamente en esta ejecución,
sino que, de hecho, muchos de ellos son música dentro de la música, es
decir, hablan de la naturaleza sagrada de ésta, de su finalidad principal
como expresión del culto y el amor a Dios. Ello es particularmente cierto
cuando se trata de los himnos de alabanza o de las estrofas que, dentro
de una totalidad, pueden así catalogarse, puesto que los géneros en un
salmo pueden mezclarse. La primera estrofa del salmo 149, por ejemplo,
himno triunfal, invita a hacer música, a cantar, con la relación del instru-
mental requerido: “¡Aleluya! / Cantad a Yahvéh un cantar nuevo: su ala-
banza en la asamblea de sus amigos! / Regocíjese Israel en su hacedor,
los hijos de Sión exulten en su rey; / alaben su nombre con la danza, / con
Sobre el cine y sus hermanas

tamboril y cítara salmodien para Él!”

Otro tanto se lee en la estrofa final del salmo 150, doxología


final del salterio en sí como conjunto de textos sagrados, de rebosante
musicalidad y que, por lo mismo, ha sido objeto de la atención de mu-
chos compositores, entre quienes sobresale el gran Heinrich Schütz, cuyos
Salmos de David se cuentan entre lo más inspirado y extraordinario de la
música sacra: “Alabadle con clangor de cuerno, / alabadle con arpa y
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con cítara, / alabadle con tamboril y danza, / alabadle con laúd y flauta,
/ alabadle con retumbantes címbalos, / alabadle con címbalos de acla-
mación. / ¡Todo cuanto respira alabe a Yahvéh! / ¡Aleluya!”

La salmodia fue cultivada con especial esmero durante los pri-


meros siglos del cristianismo en la Iglesia oriental. San Efrén, diácono del
siglo IV, oriundo de Nísibe, antigua Siria, quien se trasladó luego, debido
a las persecuciones religiosas emprendidas por los invasores persas, a
Edesa, en Mesopotamia, fue uno de los iniciadores de una poesía líri-
ca sustentada en el rico pasado de la salmodia; compuso una copiosa
cantidad de himnos y poemas religiosos, que eran cantados o recitados
en las iglesias. En uno de ellas, que integra la edición de Himnos de la
Navidad, Efrén acomete un asunto caro a sus predilecciones y que otros
representantes de la patrística, obra de los llamados padres de la Iglesia,
van a analizar dogmática y exegéticamente, tanto en Oriente como en
Occidente: “El vientre de la Madre y los infiernos anunciaron con gozo
tu Resurrección: el vientre te concibió estando cerrado, el sepulcro te ha
dejado salir estando sellado. En contra de las leyes naturales el vientre te
ha concebido y el sepulcro te ha restituido”34.

Más tarde, pero en el mismo siglo, la salmodia vive un período


de esplendor en la Iglesia Occidental, gracias a la carismática persona-
lidad de san Ambrosio, obispo de Milán, quien, habiendo gozado desde
su infancia, por su origen nobiliario, de la mejor formación intelectual,
en el espíritu de los clásicos latinos, llegó a esa posición luego de haber
sido gobernador de las provincias del norte de Italia, cuando el pueblo lo
aclamó y literalmente exigió que fuera nombrado como su pastor de al-
mas. Ambrosio, a más de apoyarse como promotor musical de la Iglesia,
en la columna vertebral de la salmodia, se propuso, siguiendo a Efrén,
introducir nuevos cantos religiosos: “Jefe espiritual de la población de una
gran ciudad que era semipagana, cuyas costumbres y prejuicios tenía
que respetar, escogió, entre los cantos religiosos del politeísmo, las melo-
días más populares y más accesibles al oído y a la voz inexperimentada
de la muchedumbre: las apropió al culto del nuevo Dios, adaptando a
ellas palabras litúrgicas. Esta operación, que fue después renovada con
frecuencia, y que, probablemente, san Ambrosio no fue el primero en rea-
lizar, dio origen a una simplificación del sistema musical de los griegos”
(Barrenechea, 1944: 88).

Ambrosio, autor de tratados teológicos escritos en el mejor


estilo latino, era también un orador de influencia avasalladora, poeta y
compositor. Una vez tuvo que quedarse encerrado con muchos feligreses
durante toda una semana en un templo, pues poderes políticos lo amena-
zaban con entregar este a unos herejes; ni corto ni perezaoso, aprovechó
la oportunidad para enseñarles a aquéllos muchas canciones religiosas
Ensayos

34 Citado en: Pons: 57.


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compuestas por él mismo. Su reforma del canto litúrgico o canto ambro-
siano se tradujo en la más amplia divulgación, sistemáticamente editada
y organizada, de una serie de himnos “de gran belleza, de dulzura pene-
trante, llenos de acentos y modulaciones que les comunicaban los ritmos
aún intactos de la poesía latina y la influencia siempre poderosa de la
música griega u oriental” (Idem: 89).

Entre los oyentes de estos cantos se encontraba por aquellos


años san Agustín, quien, en pleno proceso de conversión, tránsito del
maniqueísmo a la fe católica, encontró en Ambrosio una figura de argu-
mentos y musicalidad irrebatibles. En las Confesiones anota lo decisivos
que fueron para él los cánticos de la feligresía milanesa, precedidos o se-
guidos de la predicación del genial obispo; a ellos se integró con lágrimas
y sollozos, lamentando su vida pasada y dando lugar a una nueva.

Agustín, a la par de Ambrosio, estaba familiarizado con los ex-


ponentes más altos de la poesía y la retórica latinas. Antes y después de su
conversión, tuvo en la belleza y el arte objetos de estudio mucho más ca-
pitales de lo que fueron para cualquier otro padre de la Iglesia. En varias
de sus obras se ocupó de ellos. Para nuestros propósitos, cuenta muchí-
simo su diálogo La Música en el que, a la manera platónica, expone sus
ideas acerca del ritmo, la rima y la métrica, deteniéndose tangencialmente
en algunos aspectos de la danza y el canto; música era todo ello para los
latinos; por tal motivo, Agustín se centra en la poesía en tanto alma del
lenguaje musical, como querrán hacerlo más tarde eximios impulsores
del género operático y de su reformas, opuestas al mero lucimiento vocal:
Monteverdi, Gluck, Wagner, Alban Berg, Richard Strauss y Leos Janácek,
para quienes la música, expresivamente hablando, debía estar al servicio
del texto poético y el carácter de la palabra, en general.

Para Agustín, música es “la ciencia de modular bien, deriván-


dose el verbo modular de modus (medida), puesto que en toda obra bien
hecha se debe guardar la medida, y también muchas composiciones en el
canto y la danza, aunque nos deleitan son muy vulgares (...)” (San Agus-
tín, en Obras completas: 72 - 73). La música “es el arte del movimiento
ordenado. Y se puede decir que tiene movimiento ordenado todo aquello
que se mueve armoniosamente, guardadas las proporciones de tiempos
e intervalos (...)” (Idem: 78). El sentido de la música es innato al hombre;
el ritmo, con sus diferentes formas, depende del número (así es incorpo-
Sobre el cine y sus hermanas

rado Pitágoras al pensamiento cristiano), en virtud del cual Dios ha hecho


todas las cosas proporcionada y rectamente. El alma recibe de Dios las
leyes eternas de la armonía y a Él se llega en virtud de una gradación de
armonías, desde las inferiores, marcadas por la acción, la cual aparta
de la contemplación, en cuyo ámbito se concentra el verdadero cono-
cimiento de la bondad divina. El orgullo, al que el artista y el poeta son
muy propensos, aparta de Dios, mientras que es la caridad la que permite
dirigirse hacia Él, encontrando las armonías eternas (Véase Idem: 332 -
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356). “Ahora bien: la armonía comienza por la unidad y es bella gracias
a la igualdad y a la simetría y se une por el orden. Por esta razón, todo
el que afirma que no hay naturaleza alguna que, para ser lo que es, no
desee la unidad y que se esfuerce en ser igual a sí misma, en la medida de
su posibilidad, y que guarde su orden propio, sea en lugares o tiempos, o
mantenga su propia conservación en un cuerpo que le sirve de equilibrio;
debe afirmar también que todo lo que existe, y en la medida que existe,
ha sido hecho y fundamentado por un Principio Único, por medio de la
belleza, que es igual y semejante a las riquezas de su bondad, por la cual
el Uno y el (otro) Uno que procede del Uno están unidos por una, por así
decirlo, muy cara caridad” (Idem: 357).

Se puede precisar, entonces, que la música, en la escala de la


armonía, como peldaño en la escalera de Jacob que lleva a Dios, es un
medio bello de caridad, el más cardinal entre las artes, para acercarse a
Dios, la suprema caridad; es, en últimas, una expresión cumbre del amor
a Dios, que está en capacidad de decir, con fe, cuando está ordenada
hacia lo alto, lo que las mismas palabras no dicen, por su limitación ra-
cional. Pero Agustín es enfático en señalar que la música y todas las artes,
en sus más altas creaciones, no consisten en una belleza puramente física,
sino en algo que la supera, la belleza espiritual; el canto humano está por
encima del canto del ruiseñor, porque al lado de la melodía contiene en él
la palabra, cuya significación es ante todo espiritual. En las Confesiones el
obispo de Hipona se lamenta de haber caído previamente, en sus andan-
zas sin Dios, por adhesión a las melodías vacías de sentido y, en general,
a la belleza física en sí misma; sin pensar en la letra de un cántico no hay
elevación espiritual propiamente dicha y si llega a acontecer aquello de
que la música vaya más allá de las palabras, es debido a la visión interior,
en la que el Espíritu Santo ora en nosotros, como escribe san Pablo, con
gemidos inenarrables, los del alma que, en su impotencia verbal, se dirige
a Dios a través de exclamaciones mínimas, onomatopéyicas, un Ay! que
puede resumir cabalmente su estado. Por lo demás, a Agustín se debe la
manida afirmación “quien canta ora dos veces”.

En uno de sus sermones, a propósito del ya citado salmo 149,


Agustín es muy explícito en establecer esta relación entre el canto y su
contenido religioso: “Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su ala-
banza en la asamblea de los fieles. Se nos exhorta a cantar al Señor un
cántico nuevo. El hombre nuevo sabe lo que significa este cántico nuevo.
Un cántico es expresión de alegría y, considerándolo con más atención,
es una expresión de amor. Por esto, el que es capaz de amar la vida
nueva es capaz de cantar el cántico nuevo. Debemos, pues, conocer en
qué consiste esta vida nueva, para que podamos cantar el cántico nuevo.
Todo, en efecto, está relacionado con el único reino, el hombre nuevo, el
Ensayos
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cántico nuevo, el Testamento nuevo. Por ello el hombre nuevo debe cantar
el cántico nuevo porque pertenece al Testamento nuevo”35.

El recorrido que hace la música en el culto monoteísta judeocris-


tiano, desde la salmodia primitiva hasta san Agustín, apunta hacia elementos
utópicos nada desdeñables en la construcción idealizada de una sociedad,
cuyos miembros estarían armoniosamente agrupados. La música simboliza
la unidad, concepto central para este último, de los hombres entre sí, que
cantan o escuchan identificados con los mismos sentimientos y tonalidades
espirituales, y de los hombres con su Creador, llámese poder absoluto, fuerza
sobrenatural o arquitecto del universo, según la naturaleza de los potenciales
discursos utópicos que aún hoy podrían proferirse como plataforma oníri-
ca, relato de ciencia ficción o profecía aleccionadora. La música conduce al
hombre, a los hombres unidos en el canto, confirmando así el cristianismo
el valor de lo dicho por Pitágoras y Platón, hacia zonas superlativas, hacia
lo mejor de sí mismos y el conocimiento de la verdad, la armonía divina. La
música está situada en la dimensión del amor más grande, es inherente al
diálogo o intercomunicación del amor más grande. Es amor y éste estará
siempre en el corazón de las utopías humanísticas, cristianas o no; hasta el
hombre de convicciones más rudimentarias sabe que sin amor no se puede
vivir, algo en lo que se ha insistido hasta la saciedad, de formas tan pueriles
como excelsas; y ¿qué es Utopía, la isla descrita por Rafael, el amigo de
Moro, sino una isla en la cual los hombres se han esforzado por ser mejores y
lo han logrado, porque saben amarse entre sí mejor que los demás mortales?

La que podríamos llamar utopía agustiniana es más atrayente


aún desde el punto de vista psicológico e individual. Si la música, los
salmos cantados y los cantos ambrosianos, fueron vitales en su proceso
de conversión al cristianismo, trasladando esto a un plano más abarcador
se podría perfectamente argüir: el hombre nuevo (¿éste o el cambio del
hombre no es el objetivo de todo programa utópico que se respete?), es,
por naturaleza, un hombre musical, un hombre bañado en las lágrimas
de la reconciliación con un orden universal, que despierta en él ya la
ejecución, ya la audición, o ambas al tiempo, del canto, al unísono o
en polifonía, de la humanidad unida por la belleza de los sonidos; si es
así, el mundo podría y debería ser renovado por la música, la música es
sinónimo del hombre nuevo.
Sobre el cine y sus hermanas

Boecio y la música como utopía ética

Las Instituciones Musicales de Boecio se constituyen en uno de


los tratados más ambiciosos y dicientes sobre la música que se conozcan.

35 San Agustín, Fragmento del Sermón 34. Citado en Liturgia de


las horas, Vol. II. Bogotá: Conferencia Episcopal de Colombia, Editorial
Nomos. Segunda edición. Pg. 707.
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Compendio de todo el saber antiguo greco-latino es, desde el punto de
vista enciclopédico, de un valor inigualable; pero, aunque muchos le han
negado por ese motivo originalidad, descolla también al sentar una po-
sición que renacerá en los tiempos modernos con el descomunal ímpetu
de la obra y los pronunciamientos de un Beethoven, a los que adherirán
compositores como Franz Liszt, Paul Hindemith e Igor Stravinsky.
Nacido cincuenta años después de la muerte de Agustín, en
480 D.C., este hombre de poderoso intelecto intentó, como Platón, a
quien profesaba una devoción muy próxima a la del propio obispo de
Hipona, incursionar en política, tratando de prestar sus servicios al em-
perador Teodorico, de quien era su mano derecha –como Moro de Enri-
que VIII y Platón de los tiranos de Siracusa, cuyos enemigos por poco lo
logran matar–, en una época en que las invasiones bárbaras habían ya
diezmado el esplendor de Roma y Bizancio, la capital oriental del Imperio,
se había erigido como toda una potencia que contrarrestaba el auge que
en Occidente tenían los íberos, longobardos, germanos, francos, ostro-
godos y otros pueblos del Norte. Las consecuencias, al ser sospechoso de
traición, parece que por inmiscuirse en asuntos religiosos, como conci-
liador entre herejes arrianos (éstos negaban la divinidad de Cristo) y ca-
tólicos, también entre Oriente y Occidente, no se hicieron esperar, como
de costumbre en estos casos; pagó cara su generosidad con su cabeza,
al ser condenado a muerte, suerte que han corrido, ya se sabe, los más
conspicuos caudillos de la utopía (querer reconciliar religiones como que
hasta ahora ha sido eso y nada más en la historia, tantos son los odios
ancestrales de muchos que lo impiden). No le valió nada su consciencia
“de que no me ha llevado a la conquista de los honores y del poder otra
cosa sino la pasión de procurar el bien común de los buenos y honrados”
(Boecio, 1984: 40).

En las Instituciones Musicales, Boecio clasifica a la música como


una de las cuatro ramas de la matemática; las otras son la aritmética, la
geometría y la astronomía. A su vez, la música se divide, para efectos de
su estudio, según él, en mundana, cuyo objeto es la armonía de los astros;
humana, donde las leyes que rigen los espacios siderales se reflejan en
las que presiden la armonía entre las potencias del cuerpo y el alma del
hombre, e instrumental. Los instrumentos de Boecio, acerca de los cuales
establece una taxonomía digna de Aristóteles, sobre la base de los que
se conocían en su época, abarcan todos aquellos que el hombre emplea
para producir música, naturales o artificiales, es decir, los fabricados ma-
nualmente y la voz humana. Esta concepción se oponía a los prejuicios de
los círculos eclesiásticos, que veían en los instrumentos diferentes a la voz
un rezago del paganismo, y anticipa las señeras conquistas de la llamada
música pura, que emergen con cada vez más prodigiosa tenacidad desde
el siglo XVII y, desde la obra de Bach – el más grande deudor y creador del
contrapunto vocal de cuantos hayan existido o existirán jamás, autor de
Ensayos

una obra vocal tan importante como la de música pura que también nos
dejó- hasta hoy, ascienden hacia las máximas alturas del rango artístico.
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Tales conquistas rompieron lenta pero seguramente con la hegemonía
de la música vocal que, inicialmente con el canto ambrosiano y luego el
gregoriano; más tarde con la polifonía de los maestros flamencos, segui-
da por la grandiosa madurez que en ella consiguieron Palestrina, Lassus
Victoria y Byrd; variada considerablemente por el surgimiento en Florencia
de la ópera –expandida, madurada y diversificada en Nápoles y Venecia–,
ejerció un predominio indiscutido por más de diez siglos de civilización
cristiana. Todo ello a pesar de que las formas y géneros de la música vocal
no han dejado de penetrar, con toda su fuerza, las líneas constructivas y
estructurales de la instrumental.

Boecio, pues, se muestra como un precursor de la moderni-


dad musical, quien juzga legítimo deleitarse con los sonidos de los solos
o combinaciones instrumentales, en sí mismos. Por otra parte, se puede
indicar que, en la línea de Pitágoras, Platón y Agustín, es todavía más
categórico que ellos en cuanto al espectro ético y moral que contiene la
música: “Entre las cuatro disciplinas matemáticas, tres persiguen el co-
nocimiento de la verdad, pero la música abraza tanto como la especu-
lación intelectual la formación moral. Nada hay más característico de
la naturaleza humana como sentirse confortado por los dulces modos e
irritado por sus opuestos. Esto no se limita a determinadas profesiones
o edades, sino que las abarca a todas. Y por igual los niños, jóvenes y
viejos son naturalmente llevados por los modos musicales a una especie
de espontáneo sentimiento que hace que ninguna dulce canción carezca
de deleite para nadie. Por esto, debe repararse en la sabiduría con que
Platón nos dice que el espíritu del universo se une en musical concordia.
Porque aquello que en nosotros es bueno y sujeto a orden nos permite
recoger en los sonidos lo bueno y bien combinado, hallar placer en ello
y reconocer que nosotros mismos estamos unidos por esta identidad. La
identidad es agradable; la inidentidad, odiosa y contraria” (Citado en
Salas Viú, 1957: 18).

En La Consolación de la Filosofía, el texto que la posteridad


ha valorado como el más leído de Boecio, éste, ad portas de la muerte,
encerrado en la prisión de Pavía, esperando al verdugo de un momento
a otro, busca, angustiado por su desgracia, el consuelo de la filosofía,
que se le aparece en forma de dama de porte majestuoso, casi como al
Dante de La Vida Nueva. A ella le reclama, airado, por haberla amado y
haberse deleitado en la música, pitagóricamente hablando, sin recibir la
Sobre el cine y sus hermanas

recompensa merecida: “¿Acaso era mi vida como ahora? ¿Tenía yo si-


quiera este rostro caído, cuando contigo sondeaba los misterios de la na-
turaleza y con tu varita me describías el movimiento de los astros, cuando
regulaba mi conducta y costumbres de acuerdo con el orden maravilloso
de las esferas celestes? ¿Es ésta la recompensa que he merecido por ser
obsecuente contigo?” (Boecio, Op. Cit.: 39).
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En su discurso consolador, la filosofía se dirige a su afligido
discípulo, haciéndole notar que con ella nada tiene que temer, porque son
inseparables de la fortuna su variabilidad e inconstancia (una puta, la lla-
mará Shakespeare con elegancia isabelina), en tanto que para el hombre
sabio el bien, que conoce, es inmutable y el mal no pasa de ser una ilu-
soria inexistencia momentánea, pues para él solamente tiene vida el bien,
ligado a la eternidad de Dios. Sus argumentos quiere acompañarlos de
música: “Venga, pues, enhorabuena la retórica persuasiva, que entonces
marcha en derechura cuando sigue mis principios; y con ella, la música,
joven esclava, criada en mi hogar, para acompañarla con sus canciones,
ora graves, ora ligeras” (Idem: 59). Boecio, un orfeico de espíritu, recibe
otra recriminación de su dama, la filosofía, justamente por no entender
el sentido profundo del mito de Orfeo y Eurídice, en el momento en que
el primero, en el Hades, vuelve la mirada atrás, contra la advertencia de
Plutón para que no mire el rostro de su amada, resucitada por la música,
el más elocuente relato que se haya fijado en la memoria colectiva sobre
el poderío de la música, capaz de vencer a la muerte (al fin y al cabo, los
ángeles, criaturas celestiales cuyo oficio es cantar alabando y alabar can-
tando son los primeros testigos de la Resurrección). Es como si le dijera:
“Sufres porque no has querido quedarte en las alturas a las que –lo sabes
muy bien– te ha conducido la música”. En realidad, la filosofía personi-
ficada en la aparición le señala al humillado y dolido preso:”Esta fábula
parece forjada para vosotros los que tratáis de elevar vuestro espíritu ha-
cia la luz de los cielos; porque el que se deja vencer y vuelve sus ojos a los
antros del Tártaro, pierde los bienes superiores precisamente por el hecho
de mirar a los infiernos” (Idem: 143).

El alma sinfónica de Hildegarda de Bingen

Los años que vivimos son los de un apreciable renacimiento del


interés por la música antigua, el canto gregoriano y la obra de Hildegarda
de Bingen (Hildegard von Bingen), religiosa benedictina y mística alemana
del siglo XII. Fue ella, sin lugar a dudas, la personalidad más influyente
de su época, a todo nivel, junto con san Bernardo de Claraval. Autora de
dos textos sobre medicina, los únicos que se escribieron entonces, hizo re-
comendaciones para la salud que se están rescatando como enteramente
actuales; mujer de carácter, crítica acerba de las costumbres de su tiempo,
fustigó los abusos de los poderosos y las faltas del clero en unas predica-
ciones públicas llenas de elocuencia y severidad; sus visiones, hitos en la
música medieval, que transcribió en libros de magnífica belleza literaria,
desarrollan una fulgurante cosmogonía en la que el hombre, como centro
del universo, se hace acreedor a las máximas dignidades por su condición
de elegido por el Verbo encarnado.
Ensayos

En uno de sus trances extáticos de singulares predicciones y


revelaciones, por ejemplo, Hildegarda escucha una voz sobrenatural que
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le dice: “Dios, el creador del universo, hizo al hombre a su imagen y
semejanza. En él dispuso toda criatura, superior e inferior. Le amó tanto
que le reservó el lugar del que había sido expulsado el ángel caído. Le
atribuyó toda la gloria, todo el honor que ese ángel había perdido cuando
perdió su salvación.

“He aquí lo que te muestra el rostro que contemplas: la magní-


fica figura que ves al Mediodía de los espacios aéreos y en el secreto de
Dios, con apariencia humana, simboliza, en efecto, el amor del Padre de
los cielos. La figura es el amor. En el seno de la energía de la divinidad
perenne, en el misterio de sus dones, es una maravilla de inmensa belleza.
Si tiene apariencia humana es porque el Hijo de Dios se revistió de carne
para arrancar al hombre de la perdición en el servicio del amor. Por eso este
rostro es tan bello y de tan gran claridad” (Citado en Pernoud, 1998: 76).

El antropomorfismo hildegardiano, que le concede, por lo de-


más, a la mujer un muy crucial rol escatólogico, tiene en la música su
expresión artística preeminente. Como compositora, la abadesa, pues fue
superiora de un monasterio, fue muy prolífica; dejó himnos, cuyos mode-
los gregorianos ceden ante lo inconfundible de su impronta personal, de
una expresividad e inmaterialidad tan apacibles como refinadas. Es a la
vez la primera artista, dentro de la civilización cristiana, en consignar por
escrito un pensamiento musical: “Recordemos cómo el hombre deseó re-
cuperar la voz del Espíritu vivo que Adán perdió por desobediencia. Cuan-
do todavía era inocente, antes de su falta, tenía una voz parecida a la que
tienen los ángeles por su naturaleza espiritual (...). Este parecido con la
voz angelical que tenía en el paraíso, Adán lo perdió, y tanto se durmió
en este arte de que estaba dotado antes del pecado que, al despertarse,
como de un sueño, quedó ignorante e inseguro (...).
“En consecuencia, para que el hombre pudiera disfrutar de esta
dulzura y de la alabanza divina de la que el mismo Adán disfrutaba antes
de su caída, y de la que no podía ya acordarse en su exilio, para incitarle
a buscarlos, los profetas, instruidos por ese mismo Espíritu que habían
recibido, inventaron no sólo los salmos y los cánticos, que se cantaban
para aumentar la devoción de los que los escuchaban, sino también los
distintos instrumentos musicales (...). Por eso los sabios y otros estudio-
sos, imitando a los santos profetas, encontraron también algunos tipos
de instrumentos, gracias a su arte, para poder cantar según el gusto del
alma. Y lo que cantaban lo adaptaron, gracias a las uniones y flexiones
Sobre el cine y sus hermanas

que realizaban con sus dedos, recordando a Adán, formado por el dedo
de Dios, es decir, por el Espíritu Santo, en la voz de quien todo sonido de
armonía y todo arte de la música era suavidad antes de pecar. Si (Adán)
se hubiera quedado en el estado en que había sido formado, la debilidad
del hombre mortal no hubiera podido soportar de ninguna manera la
fuerza y la sonoridad de su voz” (Idem: 129 y 130).
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De este modo, la música es, platónicamente, una suerte de re-
miniscencia del estado paradisíaco primigenio en que el hombre disfrutaba
de la proximidad de Dios y, al interpretarla y escucharla, recupera por un
instante lo perdido, para evocar dicho estado, al que por naturaleza está
llamado a volver, finalmente, en su último día sobre la tierra. Por eso la mú-
sica tiene como función primaria la alabanza porque el alma, que es una
sinfonía, clama por la unión con el Creador de la que ha sido privada, pero
puede recuperar por misericordia: “Y porque el hombre, a veces, cuando
escucha los cantos, suspira y a menudo gime al recordar la armonía celeste
en su alma, el profeta, que ve la naturaleza del alma y sabe que ésta es de
naturaleza sinfónica, nos exhorta en el salmo a que cantemos a Dios con la
cítara, y salmodiemos con el decacordio” (Idem: 131).

En su Libro de las Obras Divinas, Hildegarda habla tajantemen-


te de que en el infierno no hay música y de la condenación eterna de quie-
nes traten de impedir la espiritual acción del canto de alabanza, a no ser
que se corrijan con una verdadera penitencia. La eternidad es musicalidad
sin fin, cántico perenne del hombre redimido en compañía de los ángeles.
Hay distintos tipos de música, la ya mencionada de alabanza, que es la de
los alegres perseverantes en las sendas de la verdad; música de lamenta-
ción, proveniente de quienes se han alejado de las gozosas alabanzas, y
música para la exhortación de las virtudes de los que se esfuerzan por la
salvación de los pueblos y se resisten a las astucias diabólicas. En Ordo
Virtutum, especie de ópera medieval en la que las virtudes personificadas
defienden a un alma tentada por las asechanzas del demonio, cuyas gra-
baciones en discos compactos y DVD han tenido recientemente una sig-
nificativa acogida, la religiosa del Rhin califica las virtudes como música
del globo terrestre. La sinfonía es unanimidad, concordia, manifestación
del espíritu, “anuncia la divinidad, y anuncia que el Verbo anuncia la hu-
manidad del Hijo de Dios (....) La racionalidad del hombre adquiere una
gran fuerza al cantar en voz alta, pues la sinfonía estimula a las almas
soñolientas y hace que se mantengan alerta.(...) la sinfonía enternece los
corazones duros, y les aporta un sabor de dulzura, y llama sobre ellos al
Espíritu Santo. (...) los címbalos, cuando se tocan con verdadera alegría,
producen un excelente sonido, y (...) los hombres que yacen postrados por
sus faltas, cuando son llamados por la inspiración divina hacia la altura
suprema, se alzan dichosos de esos bajos fondos” (Véase en Hildegarda
de Bingen, Visión XIII: 143 - 156).

La utopía hildegardiana presenta así al músico como descen-


diente del profeta, es más, como profeta y, ¿a qué aspira un profeta sino
a una humanidad mejor? La música despierta al hombre de su letargo
y modorra congénitos, reanima, hace renacer la esperanza, limpiando
las asperezas de su periplo espiritual. La música le promete al hombre la
redención y el retorno al interrumpido banquete de bodas con Dios, es
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a la vez arma mística y fuerza redentora. Sin música el hombre es com-


pletamente infeliz, no es nada, está perdido. La música está hecha para
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unir, no para disociar. El hombre tiene futuro (¡y eterno!) si se pliega a la
música, si se deja seducir por su llamado a la perfección sin grietas del
canto incesante que celebra el retorno a la fuente de la gracia, el Cordero
Pascual. Análogas idean despertarán de nuevo en el Romanticismo, entre
otras en la pluma generosa y soñadora de Robert Schumann, como com-
positor y crítico, sin excluir el momento en que, ya casi totalmente sumido
en la demencia, cree escuchar la voz de un ángel, quien le sugiere un
tema musical, el de una momentánea (¿loca?) recuperación del equilibrio
emocional, muy cerca de la muerte, llamado hildegardiano a integrarse
al paraíso cantante y sonante que merecía por sus inmensos servicios,
prestados, con un corazón fervorosamente militante, a la Liga de David, a
la causa de las profecías musicales y la música profética.

Dante y Shakespeare homenajean a la música

“A popa estaba el barquero celestial, que parecía llevar la bea-


titud escrita en el rostro. Más de cien espíritus que dentro iban sentados,
cantaban In exitu Israel de Aegypto (el salmo 113), todos a una voz, conti-
nuando con el resto de aquel salmo. Él les hizo la señal de la santa cruz, a
la cual se lanzaron todos a la playa, y él se marchó tan veloz como había
venido. La multitud que dejó allí parecía asombrada del sitio, mirando y
remirando alrededor como el que ve cosas nuevas” (Alighieri, 1965: 198).

Estamos en el segundo Canto de El Purgatorio en La Divina Co-


media. Dante y Virgilio acaban de abandonar las fétidas turbulencias del
infierno y avanzan ahora hacia la profusión rítmica y melódica de la glo-
ria. Lo primero que hacen las almas al separarse de sus cuerpos e iniciar
su proceso de purgación es cantar. Con música en los labios han muerto
y ahora renacen. Más adelante, el poeta florentino, guiado por el pagano
de Mantua, se encuentra con la sombra de Casella, músico y cantor de su
ciudad natal: “Yo le dije: ‘Si alguna nueva ley no te quita la memoria o el
uso de los cantos amorosos que solían aquietar todos mis deseos, te rue-
go que consueles un poco mi alma, que, viniendo aquí con mi cuerpo, se
ha angustiado tanto’. Amor que me habla desde el pensamiento (poema
del propio Dante) comenzó a cantar tan dulcemente, que aquella dulzura
resuena todavía dentro de mí” (Idem: 200).

Y en el quinto Canto se lee: “Entre tanto, a través de la ladera


Sobre el cine y sus hermanas

venían algunas almas hacia nosotros cantando el Miserere (salmo 50) en


versículos alternados. Cuando se dieron cuenta de que yo no ofrecía lugar
en mi cuerpo por donde me traspasasen los rayos de luz, cambiaron su
canto por un ‘¡Oh!’ largo y ronco (...)” (Idem: 212).

Reaparece aquí el motivo de la música como consuelo, mas se


agregan otros: la música como medio óptimo para dialogar, en ámbitos
no terrenales, con un amigo muy querido, y la música que cesa, se inte-
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rrumpe abruptamente, al contacto con realidades justamente demasiado
terrenales, materiales. Aunque de acuerdo con san Pablo y san Bernardo
de Claraval, aun dichosas, a las almas del cielo les falta la satisfacción de
volver a su cuerpo, la cual anhelan con todas sus fuerzas, es interesante
observar este choque: al canto lo asfixia el mundo desprovisto de espíritu.
De la música como medio comunicante de amistad darán luego buena
cuenta Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert y Schumann, mientras que la
espiritualidad innata de la materia musical (de paradojas y antítesis está
hecha la existencia) ha sido siempre un punto de mira de compositores
y filósofos. Palestrina y Victoria nada apreciaban más que su orgullosa
pertenencia a la Iglesia; Bach.... ni hablar, a propósito de espiritualidad;
Mendelssohn se ponía furioso discutiendo con Berlioz, porque éste bro-
meaba sobre la existencia de Dios; Bruckner y Mahler llevaban al delirio
su culto al espíritu, sinfónicamente hablando; los muy mundanos Tele-
mann, Händel, Gounod y Wagner se extasiaban en su contemplación
de las esferas espirituales del hombre; Verdi, intelectual liberal, por ende
anticlerical, del Risorgimento hizo de la plegaria religiosa una de sus más
afortunadas especialidades (su Requiem y sus Cuatro Piezas Sacras hablan
por sí solas); César Franck, desde su órgano, oculto a la vista de los pro-
fanos, y sus obras corales era todo uno con el Uno y Trino.... En fin, en
breve volveremos sobre esta cuestión.

Lo utópico es aquí conservar amistades, cuando están de por


medio los casi inevitables intereses materiales y no se ama comúnmente
la música como lo merece. ¿Si no se ama, pregunta oportuna, es posible
la amistad? Utópico es también que el hombre acepte, sobre todo en los
tiempos que corren, su origen y derroteros espirituales. Como ayuda (¡y de
qué forma!) a diseñar la utopía, la música puede develar mucho en cam-
pos tan delicados; puede hacer ganar amigos, puede, de hecho, crear
amistades (Eric Rohmer declara que ser melómano es atraer, necesaria-
mente, la muy agradable conversación sobre música con los amigos);
puede espiritualizar y convertir materialistas empecinados en devotos de
la Liga de David, recordando que una utopía de ese tenor, materialista,
está de antemano condenada al fracaso, como lo ha demostrado sufi-
cientemente la historia. Sin poesía y música, sin cantos, la utopía es som-
bría, es infernal, nos dirían el de Mantua y el de Florencia abrazados.

Por su parte, Shakespeare –no podía faltar– completa bella-


mente este panorama poético y utópico-musical. El personaje de Lorenzo
en el acto V de El Mercader de Venecia hace una loa de la música que
ya quisiera Pitágoras haber escrito: “La dulce tranquilidad y la noche con-
vienen a los acentos de la suave armonía (...). ¡Mira cómo la bóveda del
firmamento está tachonada de innumerables patenas de oro resplande-
cientes! No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas que
con sus movimientos no produzca alguna angelical melodía que concierte
Ensayos

con las voces de los querubines de ojos eternamente jóvenes. Las almas
inmortales tienen en ella una música así; pero hasta que cae esta envoltu-
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ra de barro que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos
escucharla (...).

“(...) no hay cosa tan estúpida, tan dura, tan llena de cólera,
que la música, en un instante, no le haga cambiar su naturaleza. El hom-
bre que no tiene música en sí ni se emociona con la armonía de los dulces
sonidos es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades;
los movimientos de su alma son sordos como la noche, y sus sentimientos,
tenebrosos como el Erebo. No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad
la música” (Shakespeare, 1960: 1.071).
Noche de Epifanía, en el mismísimo acto I, primera escena,
comienza así, con un parlamento del Duque: “Si la música es el alimento
del amor, tocad siempre, saciadme de ella, para que mi apetito, sufriendo
un empacho, pueda enfermar, y así morir. ¡Repetid ese trozo! Tiene una
lánguida cadencia. ¡Oh! Vibra en mis oídos como el suave susurro que
sopla sobre un bancal de violetas, arrebatando y, a la vez, dando perfu-
me” (Idem: 1.229).

Retomando las relaciones entre la música y la amistad, trasla-


démonos a los festivos minutos en los que unos enemigos dejan de serlo
temporalmente, gracias al vino y la música. Finaliza el acto II de Antonio
y Cleopatra. El parlamento es del personaje de Enobarbo: “Cogeos todos
de la mano. Atronad vuestros oídos con una música ruidosa. Mientras
suena, os colocaré; luego el niño cantará, y cada uno entonará una can-
cioncilla tan fuerte como se lo permitan sus pulmones”. (Suena la música.
Enobarbo les junta las manos) (Idem: 1.788).

Una vez más, resuenan las trompetas de la utopía musical, ¡y


por boca de qué adalid! La música es el lenguaje no sólo de la amistad,
sino del amor. La música puede cambiarlo todo, hasta lo más desespe-
ranzado y turbio. Acaba con el odio y la venganza. Los que no saben
apreciarla, son incapaces de trabajar por la utopía. Viejos motivos griegos
que rejuvenece el poeta cristiano.

Las utopías de algunos músicos

Palestrina o la disolución de la personalidad en la Iglesia.


En su lecho de muerte, cuando ya el Renacimiento en las artes plásticas
Sobre el cine y sus hermanas

y la música (un tanto tardíamente había salido a relucir en ella, como


ha acontecido regularmente, si se piensa en otras corrientes artísticas y
literarias de distintas épocas ), tocaba a su fin, el maestro de capilla del
Vaticano, quien puede ser catalogado como el músico oficial de la Iglesia
Católica por largo tiempo, dado que la jerarquía de la misma se pronun-
ció en ese sentido, no sin generar equívocos acerca de lo que es o no es
música religiosa, decía a su hijo, el último sobreviviente de su familia: “Te
dejo gran número de obras inéditas... Gracias al gran Duque de Toscana
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te dejo también lo necesario para hacerlas imprimir... Te recomiendo que
las imprimas cuanto antes, para gloria del Todopoderoso y la celebración
de su culto” (Barrenechea, Op. Cit.: 114). Depurando la polifonía de sus
antecesores flamencos, Palestrina la había despojado, efectiva y definiti-
vamente, de su cariz profano, siguiendo los pasos de eminencias como
Josquin, imprimiéndole forma a una música coral religiosa con “unción
y serenidad, cantando, orando, en lugar de argumentar” (Idem: 117).
Esas palabras resumen su postura espiritual, tan cercana a la de Bach:
disolverse en la asamblea de los fieles, de los creyentes, servir a Dios con
su obra. Ya el Renacimiento había instaurado el culto al artista y su ego,
su firma, su personalidad, dejando muy atrás el anonimato del ícono bi-
zantino, la arquitectura románica y gótica; pero el compositor de la Misa
del Papa Marcelo seguía aferrado a esa renuncia ascética a las vanidades
del mundo. ¿No es eso proponerle toda una utopía al artista moderno,
renunciando al nombre, a la sagrada autoría, para entregarse en brazos
de lo sacro propiamente dicho, de Dios, esfumándose en la comunidad
del culto divino?

Tomás Luis de Victoria, la música como provocación al y


del sacerdocio recogido. Si eso hizo Palestrina, el adusto y perseveran-
te sacerdote español, cuya obra es una de las más solicitadas actual-
mente por los aficionados a la música antigua, lo superó ampliamente.
Los dos maestros se conocieron, habiendo el primero colmado de cum-
plidos a quien parece ser el equivalente de un san Juan de la Cruz en el
campo artístico. Cantor en la capilla del Colegio Germánico de Roma,
fundado por san Ignacio de Loyola, luego director musical de la misma
o maestro de cappella, conoció la mística del Siglo de Oro en sus dos
vertientes fundamentales, la jesuita y la carmelita reformada; habiendo
nacido en Ávila, su mente estaba ya familiarizada con el proyecto reno-
vador de santa Teresa. Victoria entró al servicio de la emperatriz viuda
María de Austria, quien decidió apartarse del relumbre mundano, para
instalarse en el convento de las Carmelitas Descalzas Reales de Ma-
drid. Le pareció al compositor que esta proposición venía como anillo al
dedo en su decisión de retirarse también, completamente, del quehacer
material, arrobándose en la oración, la meditación y la contemplación.
Le había escrito al rey Felipe II, en la dedicatoria de un Libro de Misas,
que “un impulso natural le había llevado al cultivo de la Música y sólo
de la religiosa” (Salas Viú, Op. Cit.: 36); ahora se trataba de hacer un
sacrificio inestimable, dejando atrás el oficio que tanto amaba. Pero una
de las cualidades de las Musas es su don de perseverancia: “Al principio,
a escondidas, como un secreto vergonzoso, se decidió a fijar sobre el
papel aquellas armonías. Conoció de inmediato la liberación que cons-
tituía esta práctica y como tal la aceptó. Más tarde, le era ya evidente
el fracaso de propósitos tan fáciles de concebir como imposibles de
llevar a su término. Aceptó resignado su condición irrenunciable de mú-
Ensayos

sico” (Idem: 39). Volvió entonces a la composición, a la que únicamente


pudo poner fin terminando su Officium defunctorum (1.605), con el cual
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honraba la memoria de la emperatriz de quien había sido leal súbdito
como sacerdote, una de las más grandes obras maestras del género
(Requiem). Lección para la utopía: a lo último que puede renunciar el
hombre es, después de Dios, a la música, donde está lo mejor que se
le puede dar al prójimo; la música es absolutamente indispensable para
la utopía, tanto como la necesidad de lo absoluto en el trajín humano,
aun para el del monje en su celda, apartado del bullicio y el lujo. Quien
dice utopía dice música. ¿Se podría decir lo contrario? ¿Están todos
los hombres dispuestos a crecer en su dignidad, inclinándose ante la
jubilosa majestad de la música (por supuesto, no de cualquier música)?
Lasso, la reivindicación de lo profano. Una vez más, la dia-
léctica hegeliana puede hacer aquí de las suyas. La misma santa Teresa
había observado que aun los arrebatos místicos requieren de un comple-
mento profano no diferente al juego, la diversión o el mero esparcimien-
to. La contrapartida de Victoria y Palestrina la encontramos en uno de
sus contemporáneos, el muy cosmopolita y polifacético Orlando di Lasso
(Lassus, por su origen flamenco) para quien religiosidad y laicicidad no se
contradicen, antes bien empalman en un terso lazo de unión. En sus cerca
de 2.000 composiciones, la música religiosa (las prodigiosas Lágrimas de
san Pedro y Lamentaciones del profeta Jeremías, entre otras) alterna con
el sentir del cortesano y el mundano, incluso con un sugestivo erotismo.
Lasso es uno de los músicos más completos de la historia: regio construc-
tor –el máximo exponente, quizá, de la tradición polifónica flamenca–,
expresivo como pocos de su generación, alquimista en la búsqueda de
matices para la voz humana y hombre de espiritualidad a toda prueba.
A la utopía musical, como Bach y Händel, Mozart y Beethoven, Verdi,
Puccini, Alban Berg... aporta su seguridad de que lo interior no excluye
lo exterior, el espíritu la materia. Por esa razón, su voz, que presagia con
pronósticos futuristas una transformación, cuando todo en la música de la
cristiandad parecía concentrarse en los linderos litúrgicos, podría haberse
hecho escuchar de la siguiente manera: “Juguemos, retocemos, seamos
leves, que el hombre es eso, sin olvidar sus altos fines; degustemos el
banquete de la creación, sin faltar a su Creador”, en idénticos términos
a los de Tomás Moro; utopía no puede significar imposición directa de la
religiosidad a cada aspecto del diario vivir. Reivindiquemos, en últimas, la
libertad, a la que la música, como toda utopía, debe su ser.

Claudio Monteverdi o la conversación como acto musical.


Hablando se entiende la gente, se repite hasta la saciedad; con música
Sobre el cine y sus hermanas

es como esa conversación, ese diálogo, se da efectivamente, en pro-


fundidad, añadió tácitamente Claudio Monteverdi con sus óperas y ma-
drigales. “En el prefacio a su quinto libro de estos últimos, Monteverdi
escribió que la música está hecha para encantar los oídos y pintar los
movimientos del alma, no para obedecer a reglas abstractas impuestas
por los teóricos. Firme en este principio y en la autoridad de Platón, que
invoca para sostener que el espíritu de las palabras debe ser el principal
objeto del compositor, mientras que los antiguos querían que l´armonia
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fosse signora dell´orazione (...)” (Barrenechea. Op. Cit.: 135). Monte-
verdi se permite ser innovador en la armonía, con tal de conseguir una
música más dramática, más dialogada, más vigorosa. Para él la palabra
es música y la música, palabra. Por eso, siendo insustituible en el proceso
de maduración del género operático y, por ende, un eslabón imprescindi-
ble en la historia de la utopía musical, propondríamos para estos efectos,
siguiendo su guía: en una sociedad perfecta, que los hombres, en vez de
hablar a secas, lo hagan cantando, que se interrelacionen melódica y
armónicamente. De hecho, cada lengua posee su propia musicalidad y
en la entonación de las frases habladas está el germen de los tonos; ¿por
qué no ir más lejos y cantar, cantar todo el tiempo, decirlo todo en música
y con música? Si los intelectuales y músicos florentinos que poco antes
de Monteverdi, quien de Mantua pasó a inmortalizarse en Venecia, se
inventaron la ópera, tratando de revivir la atmósfera de la lírica griega clá-
sica, los utopienses o utopistas podrían volverla forma de comunicación
permanente, conversando musicalmente, como en el musical norteameri-
cano. No sería tan difícil. Como cada hombre sería un músico y, además,
conocería bien a otros padres de la conversación, musical como Wagner,
Janácek, Berg, Richard Strauss... Hay un pasaje de El Maestro y Margarita,
novela de Mijail Buljakov, encantador en ese sentido: en un país domina-
do por una utopía falsificada, la gente, de un momento a otro, empieza a
proceder así, cantando día y noche para entenderse, trastocando el orden
totalitario impuesto. Sí, el canto puede liberarnos de tanta impostura y
tanta mentira. Y, para volver por un momento a las resonancias pitagó-
rico - hildegardianas de la utopía musical, veamos cómo tienen eco en
Monteverdi; el prólogo de L´Orfeo, la primera ópera genial de la historia,
se distingue por la intervención de la propia Música personificada, con su
lira en mano: “Yo soy la música / puedo calmar los corazones turbados /
con mis dulces sonidos; / con la noble ira o con amor / puedo derretir al
más duro de los corazones. / Yo puedo encantar a los hombres / con mi
áurea lira / y así puedo preparar sus almas / para recibir la dulce música
/ que ellos escucharán en el cielo”.

Händel y la donación del mayor bien. Si para Boecio la


consolación de la filosofía estaba por encima de la música, su esclava;
si para Ambrosio, Agustín, los creadores del canto gregoriano, Palestrina
y Victoria, la música era un magnífico don que el hombre había recibido
gratuitamente de lo alto, mas estando subordinada al culto, hay un mú-
sico para quien el espíritu original de la salmodia hebrea y los plantea-
mientos de Hildegarda se revisten de los mayores brillos y bríos, saliendo
del recinto de la Iglesia o las iglesias, para contagiar a la creación entera
con el cimero goce de la alabanza en los teatros y las salas de concierto.
Un músico para quien una composición es una pintura auditiva que re-
fleja sin cortapisas el axioma de Leibniz: “Este mundo es el mejor de los
mundos”. Un músico para quien nada ni nadie puede poner barreras a
Ensayos

la teatralidad de unos solistas y unos coros (en especial de unos coros),


cuyas inflexiones únicamente tienen un destino: alabar. Un músico, final-
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mente, para quien la música está en todo, es todo, es plenitud radiante.
Ya en la Grecia antigua se había vislumbrado algo así, pero nadie, hasta
él, lo había anunciado con tanta convicción y consecuencia. Ese músico
es Händel, quien en El Festín de Alejandro o El Poder de la Música, obra
compuesta como homenaje a santa Cecilia, la patrona de los de su ofi-
cio, trasladó al pentagrama el texto del poeta John Dryden, que incluye
los siguientes apartes: “(...) aparece la divina Cecilia, / inventora de la
disposición vocal / la dulce hechicera hace uso de sus dones sagrados /
para extender las fronteras otrora estrechas de la armonía; / agregando
una amplitud nueva a los acentos solemnes / los adorna con el espíritu
mismo de la Naturaleza / y con artificios nunca escuchados todavía / Afi-
nad vuestras voces, elevadlas hasta la bóveda del cielo / que esta reenvía
en eco/ el nombre bendito de Cecilia. / Es a ella y al Cielo que debemos
la Música, / el más grande de los bienes de esta tierra: / que su renombre
resuene reciamente”.

Asimismo, en Ester, celebra una de las mayores victorias del


pueblo judío, debida a la inteligencia y piedad de una mujer: “El Señor ha
hecho perecer a nuestro enemigo / Hijos de Jacob, cantad un cántico go-
zoso / Sea bendito por siempre su santo nombre, / Que el cielo y la tierra
proclamen su alabanza. Y otro tanto hace en Israel en Egipto: Cantad al
Señor porque él ha triunfado gloriosamente / El Señor reinará por siempre
jamás / Cantaré al Eterno...” ¡Cómo retumba la sonoridad de esos fas-
tuosos coros, de qué modo penetra en las entrañas del alma, extirpando
los tumores cancerosos de su apatía e indiferencia! Sobraría referirse a
El Mesías, su oratorio más conocido. Empresario fracasado de ópera y
creador insigne en este género, compositor de una obra instrumental sig-
nificativa, Händel halló en el llamado oratorio, género que había surgido
en Italia en el siglo XVII, la oportunidad de cantarle a voz en cuello al
Altísimo con quien, cuentan sus biógrafos, quiso encontrarse un Viernes
Santo, para morir, en realidad, el Domingo de Pascua o Resurrección.
Maravillosamente, como nadie, el gran Stefan Zweig habló de lo que para
el compositor significó la creación de El Mesías en su texto La Resurrección
de Händel, parte de su obra Momentos estelares de la Humanidad.

Para Händel, el canto de alabanza, como para David, el pro-


feta, se volvió razón primordial del existir. No hay compositor más salmó-
dico, después del rey de la antigua alianza, ni tal vez más feliz, aunque
sufrió mucho, como todo grande. Su obra es la consolación de la música
Sobre el cine y sus hermanas

en uno de sus más altos grados. Que una sociedad le permita al hombre
cantar, alabando, y todo lo demás vendrá por añadidura; para una madre
dar la música será lo mismo que dar la vida, porque es el mayor bien;
para el dirigente de un proyecto utópico, nada se ganará con repartir
leche, pan y huevos, gratuitamente, entre el pueblo, si no le dona la músi-
ca. Inútil la comodidad, sin música; catastrófica la propiedad común, sin
música; limitada la fe, sin música; no es mucha cosa el amor, sin música.
¿Para qué diablos la utopía sin Händel?
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Humildad y probidad dentro de la utopía musical. El com-
positor francés Charles Marie Widor, quien, prácticamente, encargó a
Albert Schweitzer que escribiera un estudio biográfico y sobre la obra de
Juan Sebastián Bach, para llenar las lagunas con que un oyente no com-
petente en materia del entorno cultural alemán puede fácilmente toparse
al entrar en contacto con esa obra, escribió en el prólogo a uno de los
libros de música más útiles que se puedan adquirir: “(...) Bach es, en ge-
neral, el más universal de todos los artistas. De su obra emanan puros,
santos sentimientos; éstos, en la totalidad de las personas, a pesar de las
diferencias nacionales o de creencias, bajo las cuales nacimos o hemos
sido educados, son idénticos. Son sentimientos, incomunicables con pala-
bras, de sublimidad e infinitud, que únicamente en el arte pueden obtener
su verdadera expresión. Bach es para mí el más grande predicador. Sus
Cantatas y Pasiones impresionan de tal manera el alma del hombre, que
éste, al escucharlas, se convierte en un ser embebido en todo aquello
que es verdadero y unificador, elevándose por encima de todo lo que es
mezquino y divisorio.

“Bach, continúa el compositor y organista Widor, ganando para


sí a los artistas y la gente creyentes, cumple una misión capital en nuestra
época, la cual no podrá sobreponerse a las barreras anteriormente le-
vantadas, si los grandes espíritus del pasado no vienen en nuestra ayuda.
Porque nos une todo lo que conjuntamente admiramos, conjuntamente
veneramos y conjuntamente entendemos” (Schweitzer, 1987: 11. La tra-
ducción es mía). Bach, el reconciliador de contrarios; Bach, factor de
unión entre los pueblos; Bach, autor del quinto evangelio, como el propio
Scweitzer dijera. ¿Y en qué radica ese hambre acuciante, perentorio y des-
esperado, que la humanidad siente por Bach, tal vez sin saberlo? En que
Bach –que el lector nos perdone por la sencillez de los adjetivos– era un
hombre bueno, probo y recto; en que era tan humilde, que jamás le dio
la menor importancia a esa portentosa obra suya que, en buena parte por
ese motivo, le costó tanto trabajo a los intérpretes y estudiosos recuperar,
con Félix Mendelssohn a la cabeza.

Otro compositor, Johanness Brahms, declaró que uno de los


tres acontecimientos más afortunados de su vida fue el haber sido testigo
de la publicación de la obra completa del cantor de Leipzig, la cual pudo
gracias a ello conocer y repasar a su gusto. Porque no hay obra, cual-
quier hombre que tenga alguna relación con la música lo sabe, que más
bien haya hecho a otros músicos que ésta. Como está impregnada por
todos sus poros de un tenor bíblico, es justamente eso, una Biblia para
ellos y para el oyente. Bach era ecuánime, serio, austero, riguroso –el
más riguroso de todos los compositores– servicial, pacífico (se irritba sólo
cuando no se quería satisfacer sus altas exigencias musicales), pacien-
te, alegre, equilibrado. Era, a todas luces, un santo y, como argumenta
Ensayos

Widor, su música irradia eso, santidad, lenguaje que estos tiempos para
nada entienden y, sin embargo, ¡de cuántos admiradores goza su obra
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entre jóvenes y viejos, entre orientales y occidentales! No hay persona de
cierta educación que no sienta una inmensa veneración por él, luego de
escuchar algo de entre la multiplicidad de su tan abundante cosecha. Lo
único que podría reprochársele, y eso no sin una dosis evidente de mala
fe, es haber defendido con energía sus intereses, tanto pecuniarios como
artísticos, ante las autoridades para las cuales trabajó, derechos inaliena-
bles del artista a los cuales va a consagrar también parte de sus ingentes
energías Richard Strauss. Quien no ama a Bach no puede amar la utopía.
Un hombre como él no puede sino ser una de las más sólidas bases de
la utopía. Quien quiera cambiar el mundo, que cambie primero él mismo
y verá como Bach le ayuda a lograrlo. En este nombre está el secreto de
la utopía, la clave para sus arquitectos, ingenieros y maestros de obra,
para sus hombres de ciencia, humanistas y artistas, para sus hombres
del común, para todos. ¿Qué nombre tiene realmente la utopía musical
y la utopía, en general? ¡Bach, Bach, Bach! Lo demás son variaciones en
torno a su nombre y su obra, como las que compusieron varios músicos
románticos (Schumann, Liszt) tan reacios a veces a mirar hacia el pasado
barroco y clásico quitándose el sombrero.

La enfermedad benigna de la posesión musical. “Las ideas


musicales me persiguen: es una verdadera tortura. No puedo desembara-
zarme de ellas... Si es un Allegro el que me persigue, mi pulso se acelera
y no puedo conciliar el sueño. Si es un Adagio, siento que mi pulso se
vuelve lento... Soy verdaderamente un clavecín viviente... A menudo me
vienen a la mente ideas en virtud de las cuales mi arte podría ser llevado
mucho más lejos de donde está, pero mis fuerzas físicas no me permiten
realizarlas...” (Citado en Trías, 1984: 24).

Dejemos en suspenso, por ahora, como si se tratara del comien-


zo de una de sus sinfonías, la revelación del nombre del compositor de
quien citamos estas palabras, y pensemos en lo nuevo, dentro del marco de
nuestro ensayo, que pueden ofrecer a favor de la utopía musical. Las enfer-
medades, con o sin utopía, son inevitables, pero, ¿qué tal si se descubren
algunas benignas, sin contradicción de los términos que, en vez de perju-
dicar, pueden favorecer a los habitantes de la isla de Moro, una vez ésta
haya sido completamente musicalizada? Como psiquiatras y psicólogos no
reconocen, usualmente, que se dé en realidad eso de la posesión, por parte
de un espíritu, de un cuerpo humano, es preferible hablar aquí, como ellos
acostumbran, de una patología, aunque deliciosa: la de la música poseyen-
Sobre el cine y sus hermanas

do a sus amantes, sin posibilidad de exorcismo alguno.

Ion o de la Poesía, el diálogo platónico, toca el excitante punto;


el poeta entra en trance cuando los daemons, criaturas aéreas, interme-
diarias entre los mortales y los dioses, le hacen depositario del caudal de
saber inmortal que éstos le dejan entrever a sus creadores elegidos. Aun
cuando Schumann habría opinado que, en casos como el del viejito po-
seído que escribía más arriba, el responsable del fenómeno era un ángel
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o, al menos, una Musa, no un daemon, lo cierto es que, a juzgar por sus
palabras, sí se trataba de una posesión (dicen algunos que en la locura de
Schumann sí pudo haber influido un daemon por el hecho de que gustaba
del espiritismo, al que los expertos atribuyen posibles secuelas de pose-
sión). Los habitantes de la Utopía, remozada de un extremo a otro por
notas y compases, no tendrían por qué preocuparse; esos viejitos trans-
formados en clavecines vivientes, en instrumentos con patas, son los que
menos ignoran respecto a los desconcertantes conjuros musicales, son los
más avezados y experimentados en hacer del sonido la materia del arte
supremo, los artífices incomparables de formas y géneros musicales. ¿Por
qué, entonces, habría que aconsejar para ellos la eutanasia, comportan-
do su enfermedad, como todo lo indica, hermosas dolencias sin cuento,
próximas, eso sí, a los estados terminales, por lo felizmente paroxístico
de sus consecuencias? No, esos viejitos son muy útiles, enseñan mucho;
entre más ancianos, más conocen de la orquesta, la sinfonía, el cuarteto,
el oratorio, la misa, la ópera y cuanto género o forma musical campee
sobre la faz de la tierra. Utopía los necesita como a ninguno porque son
los mejores educadores dentro del poético prospecto de una humanidad
ciento por ciento musical; su enfermedad redundaría en incontables sa-
naciones, su posesión debería ser contagiosa y de muy fácil transmisión.

Si no hay inmortalidad sin música, a la manera de Hildegarda,


sí la hay con música (Utopía puede prometerla sin vacilaciones a quienes
la sigan), y la obra de este vejito, nuestro buen papá-clavecín, la ha ga-
nado hace rato, obra que nació de una conducta tan encomiable, tan ab-
sorta en el arte musical, que causa una fascinación no exenta de envidia.
Fue de niño miembro del coro de la catedral de san Esteban en Viena y
estudiante luego de todas las áreas de la música; músico callejero; acom-
pañante (casi criado) del compositor Nicola Porpora, con quien también
tomó lecciones, y director musical de la casa aristocrática Esterházy, que
le debe su fama. Coronando su muy esforzado y disciplinado trayecto vital
con los laureles de su ínclita vejez en París, Londres, Viena y, prácticamen-
te, toda Europa, el musical, enfermizamente poseído viejito, no contento
con eso, ni con su fe inquebrantable y su ética, tan firme, supo ser amigo,
a la vez maestro y modesto aprendiz de un soberano alcázar de la utopía
musical, a quien dedicamos el siguiente acápite de nuestro escrito: “Ante
Dios y con toda mi sinceridad de hombre y de músico, os digo que vues-
tro hijo es el más grande compositor que conozco” (Brion, 1990: 221),
exclamó emocionado un día ante el padre del alcázar.

El alegremente quejumbroso viejito de la fértil y placentera po-


sesión musical, amigable y confiable faro de la utopía, se llama Franz
Joseph Haydn.

La utopía le encomienda a Mozart acabar con sus últimas


Ensayos

fisuras. “Mi cerebro se inflama cada vez más –escribió Mozart en una car-
ta a propósito de su ópera Don Juan, la más reluciente y pulida perla de
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la artesanía musical, parafraseando a George Bernard Shaw– y, si no me
molestan, mi tema se amplía, se define, se construye y no tarda en apare-
cer ante mí como un todo, completamente terminado, de tal manera que
puedo abarcarlo de una ojeada, como si fuese un cuadro o una estatua.
No escucho sucesivamente las partes de la orquesta, sino todas juntas. No
sabría expresar la dicha que siento. Me parece vivir un sueño. ¿Pero cómo
es que no lo olvido, como se olvidan los sueños? Es, probablemente, el
mayor don que debo agradecer al Creador” (Idem: 278 - 279).
He aquí al creador musical en la cúspide de sus dones y logros.
¿Puede haber un hombre más contento de sí mismo y de sus relaciones con
el Parnaso? Y, como una obra de arte no es tal sin un receptor, un oyente,
espectador o lector, Mozart garantiza, desde luego, los placeres indescrip-
tibles de la felicidad utópica en un grado tal que por eso le hemos dado el
título de alcázar a uno de los más cimeros artífices de ese reino fantástico,
por desgracia minoritario, aunque para la utopía nada es imposible. El Don
Juan cautiva como obra que contiene toda la verdad acerca de lo que Kier-
kegaard llamó los estadios eróticos inmediatos, por los que cualquier hom-
bre o mujer puede atravesar en cualquier momento de su existencia; nadie
lo ha recreado tan bien, a través del arte más indicado para ello, la música.
Por eso, en los dominios de la utopía debería ser tenido en cuenta como
uno de los más consumados maestros en la representación de las pasiones
humanas, cuyas obras enseñan a comprender mejor muchas cosas, si no la
vida y la muerte mismas, Eros y Thanatos: “Precisamente porque lo general
ha quedado expresado en y con la concreción peculiar de la inmediatez.
Aquí no estamos escuchando un reportaje de Don Juan como si éste fuera
un individuo particular. Ni tampoco le oímos hablar. Lo que escuchamos es
una voz, la voz de la sensualidad, y esta voz se oye a través de las nostalgias
que claman por lo eterno femenino” (Kierkegard, “El erotismo musical”,
Obras completas: 185).

Mozart era un observador innato del comportamiento de su


prójimo, ningún detalle de la condición humana se le escapaba, ni positi-
vo, ni negativo. Por eso llegó a ser tan magistral, tanto como compositor
que como dramaturgo. Un hombre así dicta cátedra en lo relativo a lo
que una sociedad debe esmerarse por conseguir para ser mejor, porque
la comedia (Las bodas de Fígaro y Così fan tutte lo son espléndidamente),
como bien lo precisaba Henri Bergson, está hecha para indicar los defec-
tos que la humanidad debería corregir: “Desde el principio, por medio de
una penetración casi demoníaca, ve a los hombres tales como son (...)”
Sobre el cine y sus hermanas

(Einstein, año de la edición: 28).

El genio de Mozart comprende tantas y tan opuestas gamas,


que, en contraposición a eso que se anotaba acerca de su visión tan pun-
zante del erotismo y sus rasgos aparentemente demoníacos, que Alfred
Einstein no ha sido el único en traer a colación, él mismo le comentaba
a su padre, Leopoldo, insistiéndole en su deseo de casarse: “En primer
lugar, soy demasiado religioso, amo demasiado a mi prójimo y mis senti-
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mientos son demasiado honestos para ir a seducir a una inocente joven-
cita” (Brion, Op. Cit.: 205).

Religiosidad y amor, planos reiterados por la historia de la mú-


sica: Mozart los encarna, ambos, con un sello indeleble de tolerancia,
ternura, respeto, solidaridad y dominio de sí mismo, que lo hacen desapa-
sionado y fiable profeta de la utopía, al igual que Haydn. Su arma son la
flauta (curiosamente, un instrumento que no quería muy especiaulmente),
el clarinete, el piano, el conjunto de la orquesta y los cantantes, la sin
par eficacia, amorosa y esperanzada de la partitura: “La flauta mágica te
protegerá, / te sostendrá en el más grande infortunio. / Ella te permitirá
obrar con todo el poder / de transformar las pasiones de los hombres. /
El triste estará alegre, / el misógino será transportado de amor. / Oh, una
flauta como ésta/ es mucho mejor que el oro y la corona, / porque ella
multiplica la felicidad/ y la alegría de los hombres”, se lee en el libreto que
Emanuel Schikaneder escribió para La Flauta Mágica.

En una película de ciencia ficción alusiva a una fatídica utopía


tecnológico-antropofágica, Cuando el destino nos alcance (Soylent Green,
1973 de Richard Fleischer), los hombres mueren escuchando música y
viendo agradables imágenes electrónicas proyectadas sobre una pantalla.
En cuanto a la muerte, Mozart, con su música religiosa, su Requiem y es-
tos términos, tiene igualmente muchísimo que decir: “La muerte, cuando
la examinamos de cerca, nos parece ser el verdadero objetivo de la vida,
y desde hace algunos años me he familiarizado con esta perfecta y fiel
amiga, de tal manera, que su imagen, lejos de aterrarme, me reconforta
y me consuela” (Idem: 277 - 278). La utopía musical, con Mozart, es la
invitación a la más desenfadada y descomplicada de las muertes, ya que
el salzburgués estaba seguro de la inmortalidad. Son pocos los grandes
compositores que han dudado de ella.

Para terminar esta parte del Mozart utopista o utopiense, reco-


mendamos al lector que se ocupe de un muy ameno texto del cineasta
francés Eric Rohmer titulado De Mozart en Beethoven (Rohmer, 1996). Se
encuentra allí un excelente material para elaborar según los parámetros
de nuestra utopía musical con líneas como las siguientes: Mozart llega a
la gracia por la ascesis (un desafío para el futurismo satisfecho, algo hay
que dar de sí para recibir); nos hace danzar, aunque interiormente, como
ningún otro músico (nuevamente: Pitágoras no sólo curaba con la flauta
y la lira, sino con la danza); es el primer compositor entre los modernos
porque, como un segundo Kant musical, su obra nos lleva de la mano
hacia una conciencia trascendental idealista (lo que el filósofo recoge del
empirismo inglés), en la que el sujeto creador piensa sobre sí mismo, y se
ve a sí mismo pensando sobre la música, en su a priori, para llegar a la
esencia misma de su arte y del ser, mediante el dramatismo, la pregunta,
Ensayos

la duda, la angustia, la ironía y la ambigüedad, todo ello serena y olím-


picamente, debido a la majestad de la forma, conseguida a posteriori en
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sus composiciones (de nuevo, la idea de que la música aquieta y equilibra
al espíritu, aunque a través de senderos que pueden ser sombríos e in-
quietantes, lo que no sucedía en el Barroco).

Mozart, de acuerdo con Rohmer, descubre, con la necesidad


clásica absoluta, irrebatible e inexorable de sus formas, necesidad que lo
es también de su irrupción en la historia de la música, la libertad como el
en sí o cosa en sí del mundo. El sumo honor de la música, y especialmente
de la de Mozart, es el de expresar lo general, sin pasar por la abstracción
del concepto. Es el más profundo de los músicos por su simplicidad, por-
que nos devela la ligazón entre las dos cosas, la generalidad y la libertad;
y, para finalizar, nos convida a soñar amablemente, en el sentido literal,
pues no hay música que valga que no pueda ser alguna vez un estimulan-
te de probada efectividad para el más imperturbable y plácido sueño.

En la utopía musical, pues, y esto es de nuestro acopio de lo-


curas, no de Rohmer, los hombres llevarían una vida sencilla, mas fir-
memente anclada en la verdad; sabrían soñar mejor que nadie antes
de ellos; sabrían que el arte musical es una óptima propedéutica para
introducirse en la filosofía, también en la ciencia y la matemática, y, no
sobra recalcarlo, conocerían mejor que nunca la naturaleza de la propia
música, que Mozart esclarece artísticamente, no conceptualmente. Para
redondear, esta naturaleza es, para el autor de Las Bodas de Fígaro algo
que ya otros, ante de él, recordémoslo, habían definido, no solamente
en relación a la música, sino al arte, en general: “El verdadero genio sin
corazón es un contrasentido. Ni la inteligencia, ni la imaginación, ni las
dos reunidas hacen al genio. Sólo el amor puede hacerlo” (Citado en
Brion, 1990: 20).

Vencer al destino, la mayor utopía. El hado era, para los


trágicos griegos, un poder invencible; para la utopía musical, en cambio,
no lo es, en absoluto. Fortaleza interior, ética, nobleza de alma y dominio
total de la materia, engendrado en lucha sin cuartel –dolorosa, febril,
metódica– contra la resistencia que ésta presenta siempre al creador, le
bastaron a Beethoven en su epopeya íntima, apoteosis de la utopía mu-
sical, para, como él mismo decía, “agarrar al destino por el cuello”. Por
eso, el gran director de orquesta Wilhelm Furtwängler situaba a Beethoven
en el marco del legado directo de la Grecia clásica, afirmando que había
logrado la redención del dolor por la alegría.
Sobre el cine y sus hermanas

Vamos por partes. ¿Puede un músico sufrir más que cuando


pierde el sentido del cual depende enteramente su trabajo, el oído y, como
por si fuera poco, padecer las vicisitudes de unas torturantes soledad e
incomprensión –¡¡¡cuando estima más que nadie al eterno femenino y
cuando es proclive como ninguno al compartir afable de la sociabilidad
y la amistad!!!–, la humillación sin tregua y la estrechez económica? Es
claro que no. Ningún compositor ha sufrido tanto como Beethoven, pero
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tampoco ninguno ha sabido sobreponerse con tamaña impetuosidad a la
adversidad, para convertirla en fiera amaestrada, como un gran Orfeo y
titán, a la vez, de los tiempos modernos. Su obra es el desafío más gigan-
tesco al nihilismo, el desasosiego y la frustración que la humanidad haya
experimentado. Es la negación incontestable de todo determinismo, de
cualquier condicionamiento que pueda argumentarse respecto a lo que
parece, simple y llanamente, imposible. Es, en sí, un himno triunfal a las
potencias humanas y un nuevo salmo, si se tiene en cuenta que dentro de
su obra (sus dos Misas, la Novena Sinfonía, sus últimos Cuartetos de Cuer-
da, sus canciones o Lieder, directamente; en las demás composiciones
de una u otra manera), y fuera de ella, tanto en sus composiciones como
en sus Cuadernos de Conversación, sus cartas y escritos (el Testamento
de Heiligenstadt, preponderantemente) no cesó de dirigirse nunca, con
sorprendente familiaridad, ya en acto de rebeldía prometeica, ya en reve-
rencial acción de gracias, a la divinidad, al Supremo Creador: a Dios.

“En el sufrimiento debe el hombre poner a prueba sus fuerzas,


debe soportarlo todo, sin reparar en su nada, y tender así a una mayor
perfección” (citado en Lobaczewska, 1983: 167). Eso dijo; no obstante,
jamás fue tan sobrecogedor, al margen de su obra musical (los Cuartetos,
las postreras Sonatas para piano, expresan esos sentimientos y mucho
más, con ese alcance y ese ascenso espirituales que brotan exclusiva-
mente de la música, la maestra de las naciones), como en el menciona-
do Testamento, donde, abrumado por el diagnóstico de su enfermedad,
reconoce su sed de muerte, abrumado por el dolor del padecimiento,
para reponerse inmediatamente como victorioso campeón de la belleza,
dotado por las Musas de la facultad de no amilanarse frente a la resis-
tencia del mundo entero y la totalidad de los mundos posibles, confabu-
lados en alianza galáctica contra tan enjundioso ordenador de la forma
artística: “¡Oh vosotros, los que me habéis juzgado huraño, atrabiliario y
misántropo, cuánto os habéis equivocado! Ignorábais la causa que hoy
tan claramente comprenderéis. Mi corazón y mis sentimientos se inclina-
ron, desde mi más tierna infancia, a los tiernos impulsos de la bondad.
Siempre estuve dispuesto a hacer grandes cosas. Pero pensad que desde
hace unos seis años me acometió una enfermedad que la incompetencia
de los médicos agravó. Decepcionado año tras año de las esperanzas
de mejoría (...), inclinado a los deleites de la vida social, he tenido que
recurrir prematuramente a mi propio aislamiento, a vivir lejos del mundo
como un solitario (...) Para mí no puede haber goce en las relaciones hu-
manas, ni conversaciones inteligentes, ni intercambios de pensamientos...
Estoy obligado a vivir en el destierro más absoluto... Todo esto me llevó
al borde de la desesperación y poco me faltó para quitarme la vida. Sólo
el amor al Arte lo evitó. Me parecía imposible abandonar el mundo antes
de realizar todo cuanto presiento que estoy destinado a hacer. Y por eso
continúo viviendo esta horrible vida... (...) ¡Oh, Dios! Desde lo alto ves el
Ensayos

fondo de mi alma, y sabes que la habitan el amor a mis semejantes y el


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deseo de hacer el bien... Esto es todo. Con alegría voy al encuentro de la
muerte (...)” (Citado en Gauthier, Op. Cit.: 47 - 48).

¿Con qué obra responde el impetuoso bardo musical, el mag-


nánimo aedo de Bonn, cuyos funerales no tuvieron parangón con los de
ningún emperador, según un cronista de la época, compadecido de su
propio dolor y del de sus semejantes, aun cuando nunca se dejó llevar
por el sentimentalismo (“el artista quiere aplausos del público, no sollo-
zos”), al hacer prevalecer la forma, la arquitectura señorial, sobre cual-
quier emoción fácil? Nada menos que con la Sinfonía Heroica, más tarde
con la Quinta... El destino llamaba, acuciaba, descargaba rayos, truenos
y centellas inmisericordemente, como sobre esas pobres mujeres abatidas
por la derrota en la guerra de sus maridos, que Eurípides muestra en Las
Troyanas; mas a cada golpe, a cada descarga eléctrica de la tortura,
Beethoven respondía con una llamarada heroica de proezas imbatibles: la
misión de la música es “encender el fuego en las almas humanas” (Citado
en Lobaczewska, Op. Cit.: 57). En su viaje hacia Ítaca, más bien hacia la
eternidad, superaba a Ulises en lo más difícil e incierto: el combate inte-
rior, la épica del que tiene en su mente y su corazón, débilmente constitui-
dos de carne y hueso, enternecidos y suplicantes, a sus peores enemigos.

Ese combate lo libraba solo, íngrimo solo, imitando “a Sócra-


tes y a Jesús”, como exclamaba, buscando alivio en sus paseos por los
bosques vieneses, por la escuela de la naturaleza donde encontraba las
chispas, los rastros fosforescentes de esa lava volcánica, de esos estreme-
cimientos telúricos, de los que, adentrándose y sumergiéndose en ellos,
sin temores ni temblores, con la fe indeclinable de los elegidos, bebía
apoyos inconmensurables para sus ideas musicales, canturreando, gri-
tando y exaltándose como un loco. “Debo, por lo tanto –le escribía a un
amigo, explayándose sobre su triste suerte–, buscar apoyo únicamente
en mi propio interior; evidentemente, para mí no hay otro... La amistad
y cualquier otro sentimiento me ocasionan sólo heridas... No hay para ti
felicidad, pobre Beethoven, todo lo debes sobrellevar en ti mismo, puedes
encontrar la amistad sólo a la luz del ideal” (Idem: 104). ¡Y pensar que
los hombres no han tenido quizá mejor amigo que él entre los músicos,
que ninguno de esto músicos ha traído como él, quizá, tanta alegría y
felicidad a la tierra!

Desposeído de lo más necesario –salud, en lo que más podía


Sobre el cine y sus hermanas

afectarlo; mujer, amigos; afecto del sobrino tan desagradecido al que


dedicó tantos sinsabores; estabilidad material; está dicho mas no sobra
insistir en ello: construir la utopía es partir de lo imposible, siendo realista,
como esos jóvenes de Mayo del 68–, mantenía un diálogo continuo con
Dios, a quien concebía con una mezcla de efusiones iluministas, orien-
talizantes y cristianas, de una magnitud de la que ojalá se ocuparan se-
riamente, algún día, los historiadores de las religiones, mas ante todo los
creyentes, sea cual fuere su credo, porque todo músico es ecuménico, en
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la medida en que le habla a cualquiera, sin discriminación ni barreras:
“Yo no tengo amigos, vivo solo conmigo mismo; pero sé que Dios está
más cerca de mí en mi arte que en el de los otros. No temo por mi mú-
sica; no puede tener un destino adverso; el que la sienta con plenitud se
librará de las miserias que los otros hombres arrastran consigo” (Citado
en Berlioz, 1979: 132).

Sobre la partitura del Adagio del Cuarteto de Cuerdas N° 15


(“una de las obras más dignas de mi nombre”), en medio de sus acha-
ques de vejez, escribía en celebérrima frase esta dedicatoria: “Cántico de
un convaleciente en acción de gracias a la divinidad”. Curioso que sea
Nietzsche quien ponga de presente esa amistad de Beethoven con Dios:
“Los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven rechazan toda representa-
ción sensible, y, de modo general, todo lo que tenga que ver algo con el
dominio de la realidad empírica. En tales obras el símbolo no tiene nin-
guna significación en presencia del Dios soberano que verdaderamente
se revela: y hasta le ofende con su materialidad” (Citado en Barrenechea,
Op. Cit.: 48).

Finalmente, Beethoven estaba más cerca de la fe católica que


de ninguna otra, como queda patente en la Misa Solemne. Berlioz, un
agnóstico que metía el dedo en la llama por Beethoven, hasta querer
dar su preciosa vida por él, al igual que Schubert, Liszt, Wagner, Brahms,
Max Reger, Stravinsky, y tantos otros, lo puntualiza así: “En el acto de fe
(el Credo de la Misa) oímos proclamar solemnemente y con la más pura
convicción los dogmas fundamentales de la religión cristiana. El Incarna-
tus es misterioso, dulce y virginal; el Crucifixus, desgarrador y sombrío; el
Resurrexit, triunfante y lleno de esplendor (...)” (Berlioz, Op. Cit.: 93). Tal
profesión de fe, muy al modo alemán, se apoyaba, al mismo tiempo, en
una influencia estimable del pensamiento protestante luterano. Beethoven
era un acérrimo partidario del trabajo, en cuanto destino humano incon-
trovertible, y de la imperatividad moral, de la cual dio buen testimonio en
muchas circunstancias de su vida. Sobre sus Cuadernos de Conversación,
dramatizados en una interesantísima versión teatral, apuntó, con particu-
lar complacencia, la sentencia kantiana el cielo estrellado sobre nuestras
cabezas, la ley moral en nosotros y, lo que es más importante, cumplía
estrictamente con sus compromisos y responsabilidades con quienes lo ro-
deaban, como en el caso de su sobrino Carlos, ese motivo de sufrimiento
tan constante para él.

El compositor polaco Karol Szymanowski escribió: “La suprema-


cía del momento ético sobre el momento estético: si se trata de música,
la más perfecta expresión de la responsabilidad frente a la totalidad de
la vida, por encima de la responsabilidad frente, incluso, al más sublime
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ideal de belleza aislado, se halla en la obra de Beethoven”36. Lo más
cristiano en él era, a despecho de su seguridad como artista y al lado de
su desprecio de los círculos aristocráticos y burgueses, su llamado a la
humildad: “El verdadero artista no tiene orgullo. Sabe, ¡ay!, que el arte
no tiene límites. Siente oscuramente hasta qué punto está alejado de la
meta, y mientras tal vez otros le admiran, él lamenta no haber llegado
todavía allí en donde un genio mejor brilla para él solo, en un sol lejano”
(Gauthier, Op. Cit.: 74). Sobre el piano, en los postreros días de su exis-
tencia, estaban las obras completas de Händel –las notas más dulces de
su vejez–, Bach y Haydn, de quien había hablado en no muy buen tono
en calidad de alumno rebelde.

La vida y la obra de Beethoven, unidas como el sol al firmamento,


resplandecen por su humanismo integral. Tuvo en mente la justicia social
como paradigma de una sociedad democrática, a la cual se sintió inclinado
por vocación y origen, aun cuando también supo entrever las desviaciones
totalitarias y despóticas a las que dieron lugar un Robespierre y un Napoleón
o cualquier tirano que, so pretexto de la libertad, haya llegado o llegara a
abusar de la autoridad. Ejemplos de ello se encuentran en el coro de los
prisioneros al salir de sus celdas a la luz en Fidelio, en la música para el Eg-
mont de Goethe, en tantas de sus composiciones que sería prolijo enumerar
ahora. Fue el primer músico en interesarse a fondo por la política, la filosofía,
la historia y la literatura. Buen conocedor de Homero, Platón, Plutarco, Kant,
Goethe y Schiller, cuyo espíritu asimiló en la práctica cotidiana con la fide-
lidad de quien verdaderamente entiende qué es leer, qué es acoger lo que
el libro proporciona a la vida de provechoso e irreemplazable, soñaba con
que toda la humanidad, junto con él, compartiera esos tesoros sin precio de
verdad, ética y belleza. Fue, es y seguirá siendo el Tomás Moro de la utopía
musical, de la euforia colectiva e ilimitada, entendida como ideal al cual se
podría llegar (¿) a través de la música mejor que de ninguna otra forma:
“¡Que los millones de seres, que el mundo entero se confunda en un solo
abrazo! Hermanos: más allá de los mundos debe habitar un padre amante.

“Millones, ¡prosternaos! ¡Reconoced la obra del Creador, bus-


cad al autor de las maravillas por encima de los astros, porque es allá
donde Él reside!”37.

Así murió Beethoven, con el puño rabiosamente levantado ha-


cia las alturas de ese autor de maravillas, y dirigiéndose a sus congéneres,
Sobre el cine y sus hermanas

a millones con un fraternal abrazo, con esas palabras en sus labios rese-
cos de soledad e infortunio, el infortunio de los músicos felices que han

36 Epígrafe de la biografía de Beethoven por Lobaczewska. Op. Cit.


Pág. 5. La traducción es mía.
37 Recurrimos a la traducción de la Oda a la Alegría que está en
Berlioz, Op. Cit.: 66.
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servido a la humanidad con sus utópicas ensoñaciones, cuya realización
(¡parece tan sencillo!) dependería, según Moro, única y exclusivamente de
que ésta se desprendiera para siempre de la presunción. ¿Complicado,
no es cierto, señores representantes del universo académico?

Colofón utópico y musical

Este artículo se planteó desde un comienzo como un recorrido


a través del mundo de la utopía, construida en términos de concepciones
sobre la música, que se han formulado desde los tiempos de Pitágoras
hasta hoy. Sin embargo, dada la propensión de su autor a extenderse
demasiado hablando de los temas por los que siente predilección, se
hace ineludible concluirlo apenas en una primera parte. En un futuro, en
éstas u otras páginas, ofreceremos la continuación o segunda parte. Por
el momento, esbozamos apenas los temas a considerar en ella.

En la vida y obra de Franz Schubert hubo espacio muy definido


para el sueño utópico: “Tú, arte amado, en cuantas de mis penosas horas
(...) Has encendido mi corazón en un nuevo amor / y me has arrastrado
hacia delante, a un mundo mejor /”, cantó el compositor que más ha
amado la poesía en su lied titulado A la música, sobre un poema de Franz
Von Schober. En otra ocasión, dio testimonio de sentimientos semejantes:
“Atormentado por una santa angustia, aspiro a vivir en un mundo más
bello y deseo poblar esta sombría tierra de un todopoderoso sueño de
amor” (Birghoffer, 1981: 131). Tales palabras hacen parte de un poema
de su propia autoría compuesto en 1823, cinco años antes de su muerte.
Obsérvese, una vez más, como la música, cuando es amada con colma-
da pasión, despierta ansias por una mejor y más armoniosa relación entre
los hombres.

Hemos hecho ya referencia a Schumann y su Liga de David, en


la que él y sus amigos se enrolaron para combatir a los filisteos, los far-
santes e impostores que, con su hipocresía e incapacidad, son enemigos
del arte genuino. El compositor del Carnaval fue un excelente crítico mu-
sical, un hombre de una tenacidad y una gallardía imbatibles, que dedicó
sus energías a promover una cofradía universal de valientes guerreros, de-
fensores de lo notable y fecundo. En sus miras, cultivar la música era signo
de arrojo espartano, en lucha contra lo turbio, falaz y cobarde; sin lugar a
dudas, una reminiscencia del Platón de La República y sus ponderaciones
de la educación en la gimnasia y la música, fundadoras de virilidad no
negada a los suaves ardores del corazón.

El Romanticismo dio otros adoradores a ultranza de la belleza,


como Berlioz y Liszt. El primero vivía sólo para el arte y del arte; ¡Qué
Ensayos

fidelidad a unos principios estéticos, qué entrega tan maravillosa a la


música y sus nexos con una poesía de insuperable superlatividad espiri-
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tual (Shakespeare, Virgilio, Beethoven, entre otros), se respira en su obra,
tanto de crítico como de compositor! Para él el arte empezaba con trans-
formaciones físicas, alteraciones del pulso, que revolucionaban incluso la
marcha del organismo: “Los labios temblaban, las palabras salían de una
forma apenas inteligible”, decía en sus Memorias, hablando de la lectura
que hizo de niño, junto con su padre, de la Eneida. Su utopía es la de
seres que se hacen físicamente felices con la música, como la de Pitágoras
curando los males a punta de lira y flauta.

En cuanto a su amigo Liszt, de una mentalidad muy próxima,


situémoslo en uno de los lugares más encumbrados de la utopía musical;
este hombre frágil y enfermizo desde su infancia, de mirada fogosamente
decidida, unió naciones (Hungría, Alemania, Francia, Italia, toda Euro-
pa), integró niveles aparente y completamente separados de la creati-
vidad musical (desde la confesión pianística recogida y reposada hasta
los frescos sinfónicos y corales de la mayor envergadura), unió artes (la
música con la poesía lírica y épica, la pintura) e instancias del quehacer
humano (la música con el pensamiento filosófico, incluso teológico, el
que desarrollaba solo o con su muy amada Carolina, y la religión), con
una increíble entereza de carácter e intenciones. Virtuoso, creador y orga-
nizador musical (sus empresas, como director musical en la corte de We-
imar, y meditativo estudioso en Roma, consagrado a la música religiosa,
rescatando del olvido el canto gregoriano y contando con el beneplácito
del Papa Pío IX, dieron mucho de qué hablar), ayudó a cuanto músico de
talento conoció y por poco se ordena de sacerdote, desmintiendo a los
que veían en la vocación de una Hildegarda, un Palestrina o un Bach (fue
incluso más allá que los dos últimos), una curiosidad arqueológica de
museo. Liszt no se conformó con hacer una propuesta de utopía, la llevó a
cabo, estableciendo una unidad nunca resquebrajada de cosas contrarias
entre sí, para tornarlas en afines, mejorando y ennobleciendo los hom-
bres, devolviéndoles la esperanza en una utopía que está configurada por
la justicia, la belleza y el bien, a todos los cuales sirvió, platónica y prác-
ticamente, poniendo a la verdad por encima de cualquier consideración.

Por su parte, Wagner no se quedó atrás. Sus teorías acerca de la


obra de arte del futuro o de arte total, la melodía infinita y la regeneración
del hombre por el amor, simbolizada por la expresividad musical, la de la
música en relación con la palabra, pertenecerían, en buena parte, al domi-
nio de la utopía, si se piensa en que el entrelazamiento armónico de todas
Sobre el cine y sus hermanas

las artes y dicha regeneración siguen poseyendo más de ensimismamiento


soñador, el del fanático a ultranza de su obra, que de realidad. Lo más
atrayente del Wagner utopista es su llamado a la renuncia a la voluntad
schopenhaueriana, a la relatividad del ciego combate de la necesidad y
la pasión, para sumirse en el encantamiento de la noche (el segundo acto
de Tristán e Isolda), el misterio religioso del Grial (Lohengrin y Parsifal) y la
muerte (la escena final de El Crepúsculo de los Dioses), para reencontrar
así el valor absoluto del amor que se sobrepone a los vértigos del poder,
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el odio y la traición, utopía en la escala formidable del hombre que única-
mente en las regiones aladas, ajenas a la dimensión temporal, consigue la
paz tan deseada. Furtwängler le atribuía un pesimismo que sólo puede ser
confortado por la muerte, la muerte por amor de Brunilda e Isolda.

Y así seguiríamos, transitando por las sendas utópicas de subli-


mes amistad, amor de pareja y amor a la patria (tan difícil que es escoger
entre cualquiera de los primeros y el segundo) en Verdi, tan colosales que
parecen sobrehumanas; mujeres sin cuya magia la vida en Utopía sería
exasperantemente aburrida, como en Puccini; contactos con mundos in-
finitos e impredecibles, para cuyo conocimiento y acceso la nave musical
es mucho más útil que las espaciales de la Nasa, en las sinfonías de
Anton Bruckner y Gustav Mahler; relaciones armónicas del hombre con
las palomas y el conjunto de la naturaleza, también de los blancos con
los negros (utopía ecológico-racial-musical), en la obra de Anton Dvorák.
También por la algo frívola levedad que se da la mano con una afortu-
nada fusión de Wagner y Grecia, la inicial búsqueda nietzschana, en la
obra de Richard Strauss (“Mi pensamiento es melodía. ¡Ella anuncia la
profundidad de lo inexpresable! ¡En un solo acorde experimentas el mun-
do entero!”, exclama entusiasmado el personaje del compositor Flamand
en la hermosa ópera Capriccio de Strauss), quien jamás cesó de reivin-
dicar los derechos de los músicos, maltratados a granel por los diversos
sistemas sociales, y tuvo la osadía de trabajar con gentes de origen judío,
como Stefan Zweig y Hugo Von Hoffmansthal, en plenas vísperas y aun
surgimiento del nazismo, utopías caras a los compositores y pensadores
musicales, para quienes las divisiones entre los hombres no pasan de ser
una peligrosa ficción.

Proseguiríamos, sí, si tuviéramos la oportunidad, enunciando


las perspectivas apocalípticas bajo la luz de las cuales la “música ade-
cuadamente desarrollada hasta su por ahora apenas atisbada grandeza,
sea descubierta como la última revelación de todos los evangelios en uno
solo”, citando los escritos y obras de Charles Ives, quien asimismo apun-
taba: “La música está más allá de cualquier analogía con el lenguaje de
las palabras y está por venir el tiempo, si no en nuestras vidas, en que la
música podrá desarrollar posibilidades inconcebibles, la de ser un lengua-
je tan trascendente que sus alturas y profundidades sean comunes a todo
el género humano” (Igoa, 2004: 117 - 119). Seríamos justos además
subrayando la dimensión utópica de las profundas sonoridades subterrá-
neas comunes a pueblos enemigos, reconciliados por la quintaesencia
de la danza y los modos musicales en el inmenso Bela Bartók, quien hizo
abundantes e importantes descubrimientos a lo largo de sus investiga-
ciones sobre folklor en su patria, Hungría, y en las naciones vecinas a
ella, destacando los aspectos compartidos e intercambios de influencias
nacionales, contra la plaga de los agresivos y cerrados nacionalismos
Ensayos

(“Debemos exigir de todo investigador, y por supuesto del investigador


en folklor musical también, la mayor objetividad que sea humanamente
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posible. Mientras está trabajando debe ‘dar lo mejor de sí’ para obviar su
propio sentimiento nacional, mientras esté ocupado en la comparación
del material. Deliberadamente uso las palabras ‘dar lo mejor de sí’ y es-
pecialmente lo enfatizo, porque este requerimiento es, después de todo,
solamente un ideal al que uno se debe aproximar tan cercanamente como
sea posible, pero que difícilmente puede ser alcanzado”, escribió en su ar-
tículo de 1937 La investigación de la canción popular y el nacionalismo).

No faltaríamos tampoco a la verdad si trajéramos a cuento el


marco utópico –la aceptación universal de esta música es más difícil que
la de cualquier otra y ojalá llegue el día en que no haya quien no la en-
tienda ni disfrute–, de esa ruptura serial de nuestra comodidad y facilismo
innatos, la cual orienta la enorme potencialidad del oyente hacia el acto y
la ciencia del sonido en términos de entera libertad definitiva, ruptura cau-
sada por Arnold Schönberg, innovador, reconocido unánimemente como
uno de los mayores del siglo XX, para quien la culpa y las faltas humanas
no eran un simple decir, pero podían ser enfrentadas por la búsqueda
musical, y para quien Cristo era el paradigma del ser perfecto. Nos rego-
dearíamos paralelamente en esa edificación del reino de Dios en la tierra
como “emanación del hombre integral. Quiero decir del hombre armado
de todos los recursos de sus sentidos, de sus facultades psíquicas y de las
facultades de su intelecto”, proyecto musical de una sociedad llevada a
la máxima concreción de sus posibilidades, con la cuota depositada en
el acervo utópico por Igor Stravinsky (1946: 48). Igualmente, en ese tan
benéfico ecumenismo, cósmico y cosmopolita, dentro del cual el canto de
los pájaros imparte recomendaciones a la musicalidad humana, secun-
dando la integración de las culturas occidental y oriental (Turangalila), si-
nónimos de la profética y paradisíaca obra del gran Olivier Messiaen (in-
teresante su concepción de la música, ilustrada por un ángel en su única
ópera, San Francisco de Asís, quien se la presenta así al santo: “La música
nos lleva a Dios por la falta de verdad. Tú hablas a Dios en música, Él te
va a responder en música. Conoce la alegría de los bienaventurados por
la suavidad del color y la melodía. Y que se abran para ti los secretos de
la Gloria. Escucha esta música que suspende la vida sobre las escaleras
del cielo, escucha la música de lo invisible”). Messiaen: tan católico como
Palestrina, Vivaldi, Haydn, Liszt y Bruckner...

Y, si pudiéramos, y algún día lo haremos, nos detendríamos


también en tantas otras cosas que habría que exponer respecto a otros
Sobre el cine y sus hermanas

tantos compositores y amantes de la música, como emblemas de una


utopía en que ésta resuelve contradicciones y traslada a universos idílicos,
purgados y purificados, de arrobadores éxtasis, iluminados por gozos in-
terminables a los que cualquier persona podría tener acceso, porque en
la música está la respuesta al sinnúmero de sobresaltos y amarguras que
agobian la existencia, el puente hacia la inmortalidad y la perfección de
los sueños hechos realidad.
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Ya Artur Schopenahuer, el filósofo que más puramente ha com-
prendido la naturaleza de la música, lo había proclamado: “(...) la música
no debe estimular nunca los afectos de la voluntad, es decir, el dolor o
bienestar efectivos, sino tan sólo lo que lo sustituye; o lo que es lo mismo,
que mediante combinaciones gratas para nuestro entendimiento nos pre-
sentará la música la imagen de la voluntad satisfecha (...). Resultado de
esto es que la música no nos hace padecer realmente, y continúa siendo
un placer hasta cuando lanza sus más entristecidos acentos (...)” (Scho-
penhauer, 1950: 498)38. “¡Mas todo placer quiere eternidad! ¡Quiere
profunda, profunda eternidad! (...) ¡Pues yo te amo, eternidad! (...) ¡Canta
y no hables más!” (Nietzsche, 1995: 176 - 179).

Publicado en Palimpsesto, No. 4, Revista de la Facultad de Ciencias Humanas


de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 2004.

38 Sobre la concepción de la música de Schopenhauer y sus re-


laciones con la música programática que se compone para el cine me
extiendo en mi artículo: “Acerca de la indisolubilidad de los vínculos entre
Ensayos

la música y el cine”, en Revista Ensayos, N° 2. Instituto de Investigaciones


Estéticas, Universidad Nacional de Colombia. 1996. Págs. 97 - 132
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Tercera parte
Cine colombiano

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Un jorobado chiflado para Adela (2008), lar-
gometraje dirigido por Juan Diego Caicedo.

Tulia de San Pedro de Iguaque,


de Jorge Echeverri

Dirección, guión, montaje y producción: Jorge Echeverri;


fotografía: Erwin Goggel; música: R. Shankar. Formato: 16 m., co-
lor. Duración: 21 minutos. 1992.

Varios planos del paisaje boyacense, adyacente a San Pedro


de Iguaque, en los momentos del amanecer, dan inicio a la película.
En uno de ellos, se parte de la neblina para, en un espléndido zoom-
back, terminar con una vista general del lugar. El sol despierta. Una
vaca se alimenta y un gallo canta. Tulia aparece en primer plano pei-
nándose, el cabello no le deja ver la cara durante algunos segundos.
Luego, su rostro, curtido por las largas faenas de labor en el campo, se
hace perceptible. Escuchamos su voz, enterándonos de que es oriun-
da de Villa de Leyva, lo cual refrenda un detalle de su cédula. Ella no
es propietaria de las tierras en las que vive, pertenecen a don Ramón,
un terrateniente: “¿Era que su persona creía que esto era propio?”.
Su marido trabajó como mayordomo al servicio de aquél durante 35
años y allí murió, en su ley, sin recibir un dinero que se le adeudaba.
Tulia tiene proyectado irse cuando se le cancele la deuda, aunque, a
decir verdad, cree que el caso está perdido. Se inserta un plano de la
quebrada que atraviesa el lugar y la mujer se sigue peinando; sigue un
paneo que enseña las montañas vecinas, mientras el viento se escucha
de una forma ya conocida en el cine de Echeverri. Tulia afirma, enton-
ces, que la fecha fijada para la muerte es irreversible, porque cuando
hay que morir nada pueden hacer los esfuerzos de cien médicos.

El filme avanza con un ritmo pastoral de andante con-


templativo, sereno y, a veces, festivo, como los de Haydn. Árboles
y viento son traídos, una vez más, a colación. La cámara en mano

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corre detrás de Tulia quien, a su vez, sigue unas ovejas. Luego del inserto
de una gallina, ella alimenta sus aves domésticas. Igualmente, se refiere
a las lamentaciones inútiles de ciertos deudos, quienes acostumbran a
suponer que, si hubieran tratado con mayor consideración un enfermo,
éste no habría muerto. Introduce una pluma en el interior del pico de una
gallina, atravesándolo y bloqueándolo “para que no se coma la huerta”.

A continuación, se expone el tema de la labranza de la tierra, que


no se ha modificado ni tecnificado con el transcurrir del tiempo; los bueyes
conducen el arado y una campesina hace sus siembras. Tulia explica, en off,
que son varios los labradores que vienen a cultivar la tierra con ella. Siembran
trigo, papa, maíz y arveja. Uno de ellos siembra algo ante la cámara y la
mujer nos dice qué les proporciona la tierra, semillas y la mitad del abono,
mientras ellos aportan el trabajo. El plano detalle que se ve ahora filma un
gusano de la chiza que destruye la papa; corte, y observamos después a una
gallina que se come la chiza. Tulia imita la posición de las gallinas cuando
llueve, remedándolas desenfadadamente. Las nubes chocan entre sí, se des-
ata una tormenta, la lluvia azota la tierra. Volvemos a apreciar una gallina,
animal al que se le hacen reiterados homenajes y burlas a lo largo del filme.
Escampa. Tulia, infatigable, se mueve, llevando la leña y agua que recoge de
la quebrada; limpia, arregla la casa, cocina, prendiendo fuego en medio de
la penumbra, en tanto que las gallinas no son olvidadas.

Un nuevo tema sale a relucir, el de la mitológica laguna cerca-


na. Ella, en plano medio, habla ante la cámara del pasado glorioso de
dicho tesoro natural. Antes había “paticos” en la laguna, pero ya no se
encuentran, “seguro los acabaron los que andan por ahí”. Siguen nuevos
planos del esplendoroso paisaje, acompañados del sonido del viento.
Tulia camina hacia la laguna. A su lado van dos niños y dos campesinos
mayores. Elevadas montañas, descubiertas mediante el paneo que sigue
los movimientos del grupo,, configuran el telón de fondo de este formida-
ble plano, uno de los más emocionantes (quizá por su noble sencillez) de
toda la filmografía echeverriana. Los cinco se sientan, la cámara se queda
quieta también.

Reanudan la marcha con un nuevo paneo en la dirección con-


traria (derecha - izquierda), tras ellos avanza un fiel perro dickensiano.
Se sientan luego, cerca de la orilla de la laguna, y comienzan una con-
versación coloquial en la que la cámara es un invitado muy próximo (¡y
Sobre el cine y sus hermanas

prójimo!) tanto al paisaje, como a los personajes. Tulia relata el caso, muy
colombiano, de los vándalos que antaño venían a prender fuego al pie
de la laguna. El detalle de ésta aparece, como siempre que se trata de la
naturaleza en la película, a pedir de boca, con la necesidad y oportuni-
dad suficientes para que no se diga que el director hace sólo postales. La
mujer, un adulto y un niño cuentan la historia de la laguna encantada. Era
“muy brava”, pero un grupo de cerca de cuarenta curas “la amansó”. Ya
pueden los humanos acercarse hasta la orilla.
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La transición de montaje vuelve a ser de los más pertinente, de lo
más indicado: el detalle de un crucifijo en tilt-up nos lleva hasta una camán-
dula, la imagen de una Virgen y una estampa que recuerda una romería. Sin
palabras, sin ridiculizar, herir ni tampoco hacer una apología insulsa, fenóme-
nos que proliferaban en el cine nacional del llamado sobreprecio, Echeverri,
con discreción de artista, habla de las creencias de estas humildes gentes que
encuentran, seguidamente, su muy espontáneo desarrollo. Tulia camina por
la orilla de la quebrada, toma un sendero hacia Villa de Leyva y, una vez en
el pueblo, se dirige a la iglesia. Su voz en off nos comunica que, cuando era
joven, rezaba y “todo eso”. Ya no, porque sus envejecidos ojos ya no ven ni
siquiera una letra. Su consuelo está en distinguir las imágenes de los santos,
a quienes les pide aún que la socorran, la amparen y la favorezcan con sus
bendiciones: “hasta la doctrina se me ha olvidado, pero ya por los años, por
la vejez y todo eso”. Aquí el autor inserta, con una consecuencia de estilo
envidiable, el detalle de un cienpiés, tal vez para significar, de modo tan sim-
bólico como juguetón, las cien vidas de Tulia, tan vieja como la tierra.

La mujer habla, cambiando de tema, de dos chivos que recibió


de regalo en Nochebuena. Va al encuentro de ellos, “Tulia y Lucerito (¡que
santa Pastora me los favorezca!)”. Uno de los animales es blanco, el otro,
negro; ella les habla como si fueran sus hijos, les “pone su corbata”, una
cinta en el cuello.

Tulia, lo mismo que los campesinos que laboran a su lado,


vuelve a su ardua labranza. Nos informa que sus hermanos, viendo “esta
pobreza”, la han invitado a irse de allí. Ella es terca, insiste en quedarse
y morir entre sus gallinas. Seguidamente, cuenta cómo “se descascara
el haba”, cuando se atan unas bestias por el pescuezo a un palo, para
que den vueltas en torno a éste, efectuando una operación que a ella le
parece “rica”. Tulia goza con la descripción porque eso es, verdadera-
mente, de lo “más bueno”. Promete invitar a los realizadores a la fiesta y
ella misma, en los dos planos que siguen, con la mano asida al palo, da
vueltas alrededor. Entonces, entra en la mezcla de sonido música de Ravi
Shankar, que le confiere a la escena una expresión de radiante alegría.

Estos “alegres y apacibles sentimientos al llegar al campo”, como


escribía Beethoven en el esbozo genéricamente programático de su Sinfonía
Pastoral, tienen su momento culminante, durante la película de Echeverri, en
la reunión amigable y fraternal de las ovejas con Tulia, la cual delinea una
iconografía pastoril, al parecer sacada de la pintura naturalista de ciertos ar-
tistas franceses del siglo XIX, que posee una calidez única. El pequeño bloque
de imágenes que se sucede obedece, estilísticamente, a idénticos propósitos.
Cine colombiano

El retrato de uno de los niños campesinos con la cara sucia, lo mismo que
el posterior plano de éste trabajando con sus mayores; el de Tulia hilando la
lana, el que vuelve a mostrar la tarea del arado –con la cámara en mano en
pos de la yunta–; el plano medio de Tulia sonriendo y el general de ella em-
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puñando el azadón, conforman una plástica bucólica de acentos vigorosa-
mente genuinos, como pocas veces antes se había visto en el cine nacional.

Volvemos después al leit-motiv de las gallinas. Tulia duerme a


una gallina, balanceándola con las manos, y la coloca en el suelo; luego,
la empuja para que se levante y camine. La cámara sigue al ave torcién-
dose, adoptando el encuadre oblicuo para identificarse, haciendo alarde
de muy buen humor, con la gallina trastornada.

El montaje da paso a un plano medio de Tulia, iluminado por


un rutilante contraluz natural, el cual hace brillar los cabellos que no cu-
bre el sombrero de ella. Un tilt por una planta de maíz y otro plano de la
mujer caminando por entre la tierra surcada, que evoluciona en paneo
hasta plano general fijo, para enraizar –cíclicamente, recuérdese el co-
mienzo– al personaje en su entorno vital, se suman al anterior plano como
sustrato de imagen del siguiente texto en off:

“Yo era muy delicada. Él me quería mucho. Él ya era de 40


años y yo, una china de 15. Él vivía reloco por mí. ¡Virgen Santísima del
Carmen! Cuando él ya se enfermó, me lloró un día y me dijo: ‘Yo me voy
a morir, mija, y no me llevo sino un solo dolor: al morirme yo y quedar
sumercé en este mundo... quién sabe qué errores, que bestialidades haga
usté después de muerto’.
“Yo por eso tengo esa palabra aquí en mi cabeza, la guardé
como un grano de oro que tuviera aquí. Me trajo de 15 años y tengo
62....Póngase a pensar cuántos años hace que existo aquí”.

Los créditos finales se alternan con imágenes de Tulia asomada


a la pequeña abertura del muro de su casa, la última de las cuales la pre-
senta mirando a cámara, riendo, guiñando el ojo y diciendo: “Ay, Virgen
Santísima!”. Un fundido en negro cierra, con broche de oro, este filme,
del que habló así un espectador en la Universidad Nacional: “Es la única
película colombiana que me ha hecho llorar”.

Tulia es, aunque las palabras suenen pretenciosas, una de las


obras grandes del cine nacional y una de las mejores de su autor. Rebosante
de generosidad, amor y humor, será situada por el tiempo en el lugar que
merece ya que, por el momento, no cuenta con el respaldo de los canales
privados de televisión, ni tampoco de los reseñadores de prensa, quienes no
Sobre el cine y sus hermanas

la han visto ni la verán nunca. Esto, a la larga, favorece a la película; no es un


adorno pasajero de la frivolidad; no se hizo, como la casi totalidad de la obra
de Echeverri, para el consumo inmediatista de estereotipos y baratijas.

Este artículo hace parte del texto investigativo-crítico Tres cineastas co-
lombianos, escrito por el autor para promocionarse a la categoría de Profesor
Asociado en la Universidad Nacional, en 1999 (inédito).
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Rodrigo D.: No futuro!, de Víctor Gaviria

Dirección: Víctor Gaviria; guión: Luis Fernando Calderón, Án-


gela Pérez, Víctor Gaviria; fotografía: Rodrigo Lalinde; montaje: Luis Al-
berto Restrepo, Víctor Gaviria; música: Germán Arrieta; director artístico:
Ricardo Duque; producción: Focine, Tiempos Modernos y Foto Club 76;
actores: Ramiro Meneses, Carlos Mario Restrepo, Jackson Idrian Gallego,
Vilma Díaz. Formato: 35 mm., color. Duración: 90 minutos. 1989.

Ninguna película colombiana ha implicado tal cantidad – y ca-


lidad– de riesgos para sus realizadores como Rodrigo D... La magnitud
de ellos se mide, como muchos saben, por la circunstancia de que la
mayor parte de los actores –que representaban, en realidad, sus propias
vidas– murieron, excepción hecha de Ramiro Meneses. El casting lo hizo
Juan Guillermo Arredondo en el barrio El Diamante de la Comuna Noro-
ccidental de Medellín y trabajar con semejante equipo de “debutantes” en
el cine significó estar cerca de todo tipo de violencia, rabia, resentimiento,
desesperanza y, ante todo, de la muerte.

La película gira en torno a las andanzas de un grupo de mu-


chachos marginales. Los examina en el acontecer diario, ya al lado de sus
familias y amigos, ya perpetrando actos de violencia, o tocando y cantan-
do una música (punk, heavy metal), que incita a ella. El personaje que es
el epicentro de la acción, Rodrigo, es, a la par de muchos conocidos en el
barrio, un desocupado que pasa el tiempo soñando con armar su banda
de punk, haciéndole favores con desgano a su padre, rememorando la
figura de su madre muerta y conversando en la calle con sus vecinos. A
diferencia de los demás jóvenes del filme, no participa en actos de vio-
lencia ni siente su existencia amenazada por alguien en concreto, pero
su nihilismo es más radical que el de cualquiera de ellos: subestima a las
mujeres, no cree en nada ni en nadie, avizora el no futuro, que sirve de
complemento al título, con un desengaño fatalista, canalizado a través
de su gusto por una música en la que se desahoga una alta dosis de
agresividad. La muerte es la soberana del barrio. Unos muchachos son
asesinados, otros son buscados por la Policía y los sicarios; para escapar
a un fin seguro, se esconden en caletas. Su descenso a la ciudad que los
olvida está presidido por el robo, un eslabón en la cadena de desespe-
ranza que les conduce, inexorablemente, a una muerte deseada. Mientras
Ramón, uno de los jóvenes que persigue la Policía, es acribillado por sus
congéneres del barrio, Rodrigo contempla con total desarraigo la ciudad
desde el piso vacío de una edificación. Está excluido, por fuerza mayor,
del optimismo; podría desaparecer inmediatamente y, a fin de cuentas, lo
Cine colombiano

hace por su propia voluntad, arrojándose al vacío.

La película naufraga estructuralmente al no adoptar un tono


determinado, al no ser precisado el género desde la perspectiva del cual
se narran los actos del grupo de muchachos. Si bien es cierto que los
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límites entre el documental y la ficción nunca acabarán de definirse ma-
temáticamente, un director elige siempre un punto de vista y desde allí
hace avanzar su relato. En la película de Gaviria, la recreación quasi
documental de unas condiciones de vida marcha desacompasada con
una dramaturgia de filme de acción –e, incluso, suspense– que desvía la
atención del marco sociológico que debía haber servido de directriz. El
abismo que separa los dos frentes de trabajo cinematográfico es demasia-
do grande, como para que Gaviria pueda salir airoso de la indefinición.
Veámoslo en ejemplos.

Las muertes comienzan a sucederse y se interrelacionan hasta


llegar a un punto típico de clímax y desenlace, en el cual Ramón es ase-
sinado pero, documentalmente, sabemos muy poco o casi nada de él; su
fin parece manipulado para producir una impresión de tensión dramática
resuelta con el exterminio que los jóvenes practican entre sí. Lo mismo
puede decirse del malestar existencial rematado con el suicidio de Ro-
drigo quien, como el romántico Heine, padece de dolor de muelas en el
corazón: sobre el papel esto es claro, pero el personaje no sigue una evo-
lución dada por la gradualidad de un paso a otro, lo cual no sería grave
si el director no quisiera filtrarnos todo por el conducto de una ficción, de
un lenguaje dramático que, a la hora de la verdad, deja muchas zonas de
oscuridad y desarticulación.

Tales consideraciones no deben ser óbice para situar a Rodrigo


D... en la honorífica escala que le corresponde. Es una película valiente.
Para hacerla, Gaviria aceptó el reto de trabajar inmerso en un submundo
tortuoso y desapacible como ninguno. Su tentativa de plasmar en un filme
testimonial esa macabra realidad, reflejando una mentalidad, los pilares
de una conducta antisocial, tomó cuerpo en un momento muy apropiado,
cuando los medios de comunicación se quedaban cortos para indagar
por las razones de esa violencia desaforada que provenía de Medellín. Le
faltaba al país la sensibilidad de un cineasta como Víctor Gaviria, para
romper con el sensacionalismo y hacer que el temible desafuero hablara
por sí solo desde el más acá de sus tinieblas.

Rodrigo D... es un grito de alerta como los del Neorrealismo ita-


liano, una película amarga sobre la angustia que emana de los cinturones
de marginalidad en las ciudades latinoamericanas
Sobre el cine y sus hermanas

Hay que acentuar el aspecto aquel de la mentalidad. La pelí-


cula es un bosquejo –como tal, no realizado totalmente en términos de
obra final– de las órbitas conscientes y subconscientes que componen la
mente de esos seres. Su sobrecogedor no a la vida es escrutado con una
mirada comprensiva, mas no justificadora, aunque Gaviria acostumbra-
ba, durante los foros posteriores a la presentación de su película, a hacer
una suerte de apología del comportamiento delincuencial. Conocer cómo
respiran esas gentes, cómo aman, cómo se relacionan entre sí, era un
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tabú que debía ser profanado y Gaviria lo hizo. Desbordar las premisas
de la miseria económica –los personajes de Rodirgo D... no son mendi-
gos, no se están muriendo de hambre–, para adentrarse en las arterias
de lo espiritual, era una exigencia ética inaplazable y Gaviria se atrevió a
internarse por esa maloliente alcantarilla del alma de unos colombianos,
de unos compatriotas como nosotros. Hacer un cine de rango artístico
sobre un problema visto siempre en su epidermis, en las estadísticas y las
repugnantes fotografías de vespertino de prensa, era algo que se pedía
con insistencia impaciente. Gaviria atendió al llamado, para hacer un lar-
gometraje de resonancia histórica en nuestra cinematografía. Había que
concederle, democráticamente, el uso de la palabra a la Señora Muerte,
pero en sus entrañas mismas, y Gaviria, como moderador del debate, la
oyó sin miedo.

En ninguna otra instancia significativa de Rodrigo D... son tan


provocadores sus rugidos como en la música. He aquí los títulos de las
canciones que se escuchan en la banda sonora: Dinero, No-No, Nunca
triunfó, Sin reacción, Ramera del barrio, Estúpidas miradas, No te desani-
mes, mátate, No más clases, Caos en el sótano, ¿Dónde está la libertad?,
Poseído, Existencia putrefacta, Podredumbre, Violentas arenas, Sala ne-
gra, Post-mortem, Profanación y Sucias entrañas. Son bastante explícitos,
¿o no? Cuando se escuchan las letras y cuando se palmotea al diabólico
ritmo de éstas, la cosa se hace aún más evidente. Gaviria, debido a la
naturaleza del personaje de Rodrigo y a la atmósfera prevaleciente en sus
días –digamos, más bien, interminables noches– le confiere mucha rele-
vancia a la música. Allí están los voces secretas del submundo, allí están
contenidas todas sus irreconciliables negaciones. La música de Rodrigo
D... es a la vez accidental e incidental, la crean los personajes y comple-
menta la acción. A través de ella habla libremente la muerte. Por ende, es
el sumum del sentido del filme así como, formalmente, uno de sus princi-
pales hallazgos expresivos en relación con las imágenes.

Tanto la iluminación como la cámara en Rodrigo D... tienen una


dirección de envergadura. La fotografía nocturna es de un excepcional
dramatismo, sin ser expresionista les otorga a las sombras todo su poten-
cial de elocuencia. Sumidos en ellas, los rostros de los fallecidos actores
adquieren la fisonomía de la tragedia sin efectismos, sin terrorismos vi-
suales. Por su parte, la luz del día es de una mesura nada preciosista; no
distrae, no adorna, pero permite observar lo esencial de los rostros y del
ambiente que los rodea. Las composiciones del cuadro dan permanen-
temente cabida a la ciudad en el fondo, con sus edificios modernos y su
indiferencia, en un magnifico despliegue de profundidad de campo que
Cine colombiano

abarca con mucha propiedad el entorno urbano. La cámara en mano y


los movimientos de dolly emergen con la misma vertiginosidad de la mú-
sica, simbolizando una perpetua carrera hacia la tumba.
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Dicho movimiento, que estuvo a cargo de dos excelentes cama-
rógrafos como Carlos Sánchez y Jorge Mario Álvarez, es factor preponde-
rante en la creación del acelerado ritmo que posee el filme, un ritmo que
no da respiro, que es el polo opuesto de la calma y el sosiego. El montaje
lo confirma con cortes excitantes, provocadores, que quizá encuentran su
raigambre en el cine negro. El conjunto de estos elementos, al margen de
los equívocos estructurales y el carácter de los referentes temáticos, linda
tanto con el virtuosismo, que a veces nos parece estar presenciando un
ejercicio de estilo muy ambicioso. Es por eso que, en conclusión, Rodrigo
D... nos imprime sus imborrables huellas: porque es una película que,
como todas las relevantes, penetra en nosotros emitiendo sus rayos de luz
a través de la forma y, dicho sea de paso, para los atrasados en noticias,
la forma determina el sentido en el cine.

Este texto pertenece al trabajo El cine y el video colombianos de finales


de siglo, 1980-1994, resultado final del proyecto del mismo nombre, ganador de
una Beca de Investigación del entonces Instituto Colombiano de Cultura, Colcul-
tura, en 1993 (inédito).

Nuestra película, de Luis Ospina

Dirección, guión y montaje: Luis Ospina; fotografía y cámara:


Luis Ospina, Rodrigo Lalinde, Diego García; edición: Amparo Saavedra;
producción: Claudia Triana de Vargas, Luis Ospina y Unos Pocos Bue-
nos Amigos; música: Leo Marjane, Giacomo Puccini, Erik Satie, Talking
Heads, George Gershwin, Antonio Vivaldi, Vicenzo Bellini, Fats Waller,
Giovanni Battista Pergolesi, Fréhel, Masayuki Koga, Arvo Pärt. Formato:
Video analógico, Hi-8. Duración: 96 minutos. 1991-93.

Documental sobre el pintor Lorenzo Jaramillo, en el cual éste


concede una larga entrevista, poco antes de morir, entrevista acompañada
por declaraciones de personas que lo conocieron y que hablan después
de la muerte del artista. Ellos son, entre otros, Luis Caballero, Antonio
Roda, Hernán Díaz, Germán Rubiano, Ricardo Camacho y algunos de
sus amigos franceses.

Atenido, en términos globales, a esa clase de construcción, el


director organiza su material en cinco capítulos, que llevan el nombre de
Sobre el cine y sus hermanas

los distintos sentidos humanos, así:

1. La vista.
2. El oído.
3. El olfato.
4. El gusto.
5. El tacto.
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Asimismo, intercala fragmentos de películas (Barbarroja, de Aki-
ra Kurasowa; La novia vestía de negro, de François Truffaut; Alemania,
año cero, de Roberto Rossellini; Una historia de Tokio, de Yasujiro Ozu;
Relámpago sobre el agua, de Wim Wenders; Los caballeros las prefieren
rubias, de Howard Hawks; La Ronde, de Max Ophüls) y detalles tanto de
dibujos, como de pinturas (Michaux, Tiziano, el mismo Jaramillo); hace
leer a Rosario Jaramillo, hermana de Lorenzo, dos cartas de éste; muestra
sitios que frecuentó durante su estadía en París, y procede a integrar todos
esos elementos en un conjunto sorprendentemente balanceado. Tal sor-
presa radica en que como, se nos informa, fue el mismo Jaramillo quien
sirvió de guía para la realización (este es su documental), sin un plan
exacto, previo a las grabaciones. Determinantes son en la clase de es-
tructura que Ospina edifica los planos fijos del pintor ciego, confiados al
impecable trabajo de cámara de Rodrigo Lalinde en Bogotá. Por su lado,
las tomas de Francia corrieron a cargo de Ospina y de Diego García.

A la altura del lecho de muerte sobre el cual reposa el perso-


naje, así como a la altura de su cabeza, mientras permanece sentado en
un sofá, el objetivo, lenta pero seguramente, capta con transparente fide-
lidad los últimos hálitos de una vida que se extingue. Los encuadres, rigu-
rosamente dirigidos a un rostro y unas manos, le imprimen al documental
el carácter tanto de una intimidad a toda prueba, como de un dramatismo
puro, liberado por completo de truculencias o manierismos visuales que
no vienen al caso. El plano fijo –o plano secuencia sin movimiento de cá-
mara, especialidad de Ospina, tal vez el único cineasta colombiano que
ha entendido qué es y para qué sirve–, está aquí en su máximo esplendor,
un esplendor de crepúsculo y ocaso, de agonía que, justamente por ello,
transmite verazmente, de la manera más austera, los últimos destellos de
un hombre de gran vitalidad tocado por el virus mortal tan en boga. La
fijeza de la cámara, contrariamente a lo que muchos incrédulos piensan,
inclusive expertos del oficio, puede producir un arte incalculablemente
profundo y sobrio, como lo es el de cineastas japoneses de la talla de
Ozu y Kurosawa. Diríase que, ya en forma, ya en contenido, si es que
las dos cosas se prestan para una separación, en lo cual no creemos, el
documental de Ospina está revestido de ese toque oriental que maestros
mayores de la forma cinematográfica como aquéllos han aportado al len-
guaje de la imagen. Bastan ojos sensibles, enriquecidos por una cultura
filmica y una experiencia profesional, dos personas en la habitación de un
moribundo, una cámara ligera con un equipo reducido y una claridad de
ideas, para obtener algo de tanta calidad.

No obstante, los planos fijos concilian su transcurrir paciente y


Cine colombiano

pausado con un fecundo trabajo de montaje, en virtud del cual los vivos,
quienes han sobrevivido a Jaramillo, dialogan con el muerto, que logra
perpetuar su existencia gracias a la imagen y al sonido. André Bazin seña-
laba el poder tan subyugante de este misterio a propósito de una película
no muy mentada sobre André Gide ¡Qué indescriptible es la sensación
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de ver vencida la resistencia del tiempo con las fotografías animadas de
los difuntos que respiran; cuán importante –aunque haya mala técnica,
lo que no sucede con Ospina– es la preservación en cintas de los ante-
pasados que nos hablan! En esos diálogos, más interesantes que muchas
películas de acción, Caballero, Rubiano, Camacho, etc., complementan
las observaciones del personaje muerto sobre sí mismo con la inmediatez
del presente. Al misterio baziniano, que de antemano está contenido en
los planos fijos comentados más arriba, se añade el fenómeno de la co-
municación trans­temporal, algo así como una sesión de espiritismo, en la
cual el difunto vuelve para platicar con los vivos.

Así, se cumple una vez más la liturgia del arte que, según André
Malraux, consiste en ser el único representante autorizado del pasado, el
cual nos restituye, más allá de la ruina de todas las civilizaciones. Des-
aparecen los imperios, el polvo cubre las ambiciones destronadas, pero
queda una obra de arte para rescatar lo mejor de lo que se ha perdido
irremediablemente.

Lorenzo Jaramillo reaparece, además, en Nuestra película


cuando era más joven, hablando durante una grabación efectuada en
París. Lo vemos también en su última exposición de pintura, cuando ésta
se inauguraba, poco antes de su ceguera total. Además, su hermana,
en imagen superpuesta a una serie de tomas de París, lee una carta de
él que se refiere al encanto de una comida compartida con un grupo de
italianos. Otra lectura de correspondencia tiene lugar cuando se evoca el
viaje del pintor a la India ––imágenes extraídas de una película de S. Ray,
el director hindú más afamado––, en el curso del cual descubrió, recluido
en un hospital de Nueva Delhi, su mortal enfermedad, asqueado de los
malos olores y la repugnante visión de la ancestral miseria del país. Lo que
experimentó, saboreó y disfrutó con los cinco sentidos, eje ya indicado de
la estructura, acaba por moldear, de manera definitiva, todas y cada una
de sus pulsaciones vitales. Esto sin contar la presencia de su obra, a la que
se llega, no de la que se parte, tal como lo expone el artista al principio,
afirmando qué tipo de película deseaba, lo opuesto al documental de arte
tradicional.

Nada de lo dicho habría sido posible si el director no hubiera


derivado su trabajo de algo comparable a una premisa o imperativo ca-
tegórico de su obra. Nos lo esclarecen sus reservas iniciales en el sentido
Sobre el cine y sus hermanas

de que teme abusar del sufrimiento de su personaje, haciéndoselo saber


así a éste. Para ello viene como anillo al dedo la cita cinematográfica de
Wim Wenders en Relámpago sobre el agua, director enfrentado a una
situación análoga con Nicholas Ray, gravemente enfermo de cáncer. Tales
casos extremos, máximos topes que las circunstancias imponen al dolor
humano e ideas fijas de la alta dramaturgia, se prestan para soluciones
tramposas, las de un documental o una ficción decididos a aprovechar-
se sin piedad de las miserias y debilidades del prójimo, para acrecentar
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los dividendos de la taquilla. Ospina supera el escollo. Primero, porque
es su entrevistado quien toma las decisiones prioritarias acerca de cómo
darse a conocer en la pantalla. Segundo, porque la película nació de una
producción netamente independiente, sin compromisos de ninguna clase;
cuando los dos tocan el espinoso tema de una probable exhibición televi-
siva, con los comerciales de rigor, el asunto queda zanjado con ironía: el
muy breve espacio para comerciales debe seguir, si llegan a materializarse
dichas presentaciones –cosa prácticamente imposible, en relación con los
comerciales– las pautas conjuntamente establecidas.

Jaramillo, quien, todo lo indica, era un hedonista consumado,


diligentemente aplicado al goce de todos los placeres habidos y por haber,
que recomendaba Epicuro, contrasta su postración, la que es registrada
por la cámara en diciembre de 1991, con sus intensas vivencias báqui-
cas. Camacho y Caballero recuerdan tanto su insaciable apetito, como
la precipitación con que comía, mientras él mismo declara, condenado
ya a muerte en Bogotá, que su nostalgia de París es, ante todo, gastronó-
mica, y que ha descubierto, frente a tanta dificultad para alimentarse, el
pragmático placer de comerse una pizza. En el capítulo del olfato, se con-
fiesa partidario de un mundo sin olores, los cuales lo ofuscaron siempre,
aunque agradece a la India el haberle deparado una compensación en
la materia. Por otra parte, su pasión por el cine –la mayor de sus días, en
la medida en que la diferencia de su trabajo, la pintura, la cual no puede
ser juzgada al mismo nivel–, rebasa las agendas de muchos cinéfilos; sus
incansables expediciones a las salas oscuras con su amiga Teresa Wagner,
su afecto por Rossellini y Marilyn Monroe, su frustrado deseo de conocer
Arroz Amargo, la película de Giuseppe De Santis, denotan que poseía una
vista y un oído curtidos por esa sensualidad excitante que emana de la
pantalla grande. En idéntica escala, su afición por el teatro, por la música
y por la literatura, leída en sus idiomas originales, termina por conven-
cernos de que, verdaderamente, supo sacarle partido a una diversidad
de sensaciones acumuladas en sucesión de trances dionisíacos. Con esto
queremos apuntar que los dos cómplices de Nuestra película, documenta-
lista y entrevistado, alcanzan plenamente su objetivo de seguir el itinerario
de un sensualista, los caminos paganos del goce ilimitado a los que sólo
la muerte pone fin, drástica e inopinadamente.

Hay que insistir en la fuerza de los elementos contrastantes ya


insinuados. El hecho de que Jaramillo haya renunciado a la música, op-
tando por las conversaciones con sus misteriosos e invisibles señores; su
ceguera e inmovilidad, al margen de cualquier impostura o exhaltación
facilista del sensualismo indicado, constituirían el segundo tema, opuesto
Cine colombiano

al anterior, que es de naturaleza deleitable, si se quiere. Este último es


confrontado por el choque no muy feliz de la agonía, dentro de una es-
tructura tributaria del modelo sonata en la música, en el cual los primeros
movimientos operan de acuerdo con esta ley del contraste así formulada:
a medida que es mayor, más fuerte es la emoción de quien lo siente.
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Formalmente, hay en Nuestra película más aspectos dignos de
consideración. La mayor parte del tiempo los entrevistados distintos a Ja-
ramillo son presentados en el virado del video, que consiste en los tonos
primordiales del blanco y negro, mientras Jaramillo es objeto del color.
Hacia el final, la relación se trastoca e invierte, hasta el punto de que es
Jaramillo quien aparece en blanco y negro, yuxtapuesto a las imágenes
de sus amigos en color. Así, primeramente, son aquéllos quienes parecen
pertenecer al pasado, pues el monocromatismo se ha impuesto como
convención universal en los flash backs y todo género de miradas retros-
pectivas, en tanto que Jaramillo es el portavoz del presente. Después, el
hechizo se rompe. El pintor es absorbido por la inexorabilidad del ayer y
los demás ganan la categoría más realista (también más engañosamente
realista) del cromatismo. Un plano recoge muy bien la idea. Ospina y su
personaje están sentados, uno al lado del otro. La pantalla se divide en
dos: a la izquierda, el director en color; a la derecha, el pintor en blanco
y negro; entre los dos, un trazo oblicuo y desigual, a la manera de una fo-
tografía rota, los separa tanto en el tiempo como en el espacio. Más atrás,
Hernán Díaz ha mostrado la última foto que pudo tomarle a su amigo, en
los tonos básicos que ama todo artista de la fotografía. Ospina retoma
la idea para enseñarnos la “fotografía” postrera que ha conseguido de
Jaramillo. Se trata de algo así como un acto de fe en el blanco y negro
del documental clásico, el de Vertov, Flaherty y los cineastas ingleses de
entreguerra, más fiel, más involucrado en las realidades investigadas, que
las múltiples instantáneas coloreadas de la televisión pueril y Foto Japón.
Lo mismo podría argüirse respecto a la fotografía.

En resumidas cuentas, Nuestra película se constituye como el


mayor tour de force de Luis Ospina hasta el momento. Es, dentro de su
parquedad de medios, la más ambiciosa de sus obras y quizá la menos
complaciente con los gustos habituales del público. Es un documental
digno de los premiados en prestigiosos festivales del mundo.

Tomado de Tres cineastas colombianos.

El desamparo amparado por la forma, crítica a


De(s)amparo, de Gustavo Fernández

De(s)amparo (2001) es un documental de Gustavo Fernández


Sobre el cine y sus hermanas

sobre la obra de la muerte que, a la vez, va destruyendo y reintegrando,


parcial y momentáneamente, a una familia; es un periplo hacia la recu-
peración del lazo familiar, una tentativa de reconstruir su memoria, así
como una pregunta sobre el sentido último que éste tiene. Es un llamado
desde el afecto a la conciencia, para que ella tome la palabra frente a
la poderosa fuerza del thanatos, precedida por la ruptura de un universo
común. Es, finalmente, una obra de gran aliento que se enseñorea de la
percepción del espectador, sin darle respiros convencionales ni alicientes
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sentimentales de bajo perfil, haciéndola pasar por los linderos de la alta
dramaturgia (sabemos que el documental también puede poseerla), hasta
conducirla al feliz imperio de la forma.

Sí. En los extensos dominios de la muy amable reina llamada


forma del documental en cuestión, no importa ya cuanta amargura haya
despertado el inexorable dolor de la separación y la muerte, pues los
principios constructivos y formales, plásticamente plasmados con el mejor
de los aciertos en términos de fotografía, encuadre, composición y edición
(habría que decir montaje en la significación integral que Eisenstein le
atribuía al concepto en la fase de su magistral obra sonora), triunfan artís-
ticamente sobre la desesperación o las lágrimas, sin consuelo aparente, a
las cuales se puede ver abocado quien, víctima de la sensibilidad, pueda
capitular ante tantas preguntas sin respuesta que este documental suscita,
durante y después de la proyección. La susodicha reina, de mayúsculos
poderes, evita que, tanto el autor, Gustavo Fernández, como su público,
pierdan el control. Al fin y al cabo, el orden artístico apaga los incendios
provocados por el dolor, sublimándolos al trasladarlos a la esfera del or-
den, de la construcción apolínea que nos salva de ser arrastrados por el
caos, de sumirnos en la desesperanza de la muerte.

Dicho orden empieza por la libertad. Cada miembro de la fa-


milia Fernández –sus hermanos, otros parientes cercanos y él mismo– ex-
pone libremente su punto de vista acerca del drama colectivo y personal.
La cámara escucha pacientemente. Los retratos hablados y en movimiento
se suceden mediante una suerte de textura polifónica, en la cual varias
voces sostienen el engranaje estructural. Los encuadres de la película,
por su parte, apuntan, antropomórficamente, por así decirlo, del hombre
al entorno y de éste al hombre, antropocéntricamente, en esa dialéctica
que para Edgar Morin se constituye en modus operandi del cosmos fílmico,
para familiarizarnos con el hábitat de los protagonistas, parte sustancial del
drama: las calles de ciudades europeas, el campo antioqueño, las líneas
precisas de la arquitectura y la naturaleza, entran a componer el cuadro con
vigor, aunque siempre en función de la figura humana, de los rostros que
confiesan aconteceres primariamente interiores, develando los estupores de
cada alma. Por lo tanto, no se abusa ni del primer plano, ni del general, no
se atrofia el discurso, en ningún momento, por la saturación de los planos;
el rostro en su entorno y la perspectiva alimentan un equilibrio visual dentro
del cual bien pueden verse referencias a imágenes pictóricas válidamente
reconsideradas, en las cuales no nos vamos a detener.

En igual medida, De(s)amparo es una expedición emprendida


Cine colombiano

para buscar la luz, a través de la luz. Nos explicamos. Salvo contados


momentos de penumbra y claroscuro, bajo la tutela de la luz –día, de la
guía del padre sol, como lo quería Néstor Almendros, se iluminan rostros
y espacios, los cuales se van transparentando sin estímulos artificiales, de-
jando ver serenamente las características de las horas del día en que todo
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se desenvuelve; un atardecer al borde del mar en Miami, un paisaje oto-
ñal en Europa o las brumas de la montaña antioqueña, casi todo al aire
libre o ambientado en interiores– día, van desentrañando, con su cuota
libre de luminosidad (al sol no podemos imponerle sus modos de propor-
cionarnos luz; Helios nos gobierna, en el día, a su antojo), el misterio de
los diversos personajes, derramando los matices que les son propios, en
intensidades y escalas, sobre cada rostro. Es curioso pero la película, en lo
tocante a la fotografía, cede muy poco, casi nada, a las sombras; aunque
el vídeo, por digital que sea (la grabación se hizo en formato digital mini
DVD), ya lo sabemos, no puede producir los contrastes vivos de la pelí-
cula cinematográfica, hay maneras de crearlos, de evolucionar hacia el
claroscuro, permitidas dentro de los linderos electrónicos, que Fernández
deja a un lado. Habla de sombras, de la negra vocación familiar hacia
las tinieblas del destino, pero lo hace fundado en la luz, en la claridad sin
excesivos o pronunciados contrastes; no sacrifica, pues, la pureza y eco-
nomía de la imagen, no se rinde ante las tentaciones de la expresividad
que habrían podido alterar, ostensiblemente, el muy diamantino fluir de su
trabajo. El gran contraste, al fin y al cabo, es propio del Norte; lo nuestro
y lo más próximo a nosotros, lo mediterráneo, románico, es más propenso
a bañarse en luz.

Gradualmente, vamos despejando las incógnitas. Los distintos


hijos de la familia Fernández, sobre la cual versa el documental, explican
cuáles fueron sus sueños de juventud y cuál es su realidad actual. Sepa-
rados por la desintegración familiar, uno de los temas preferidos del gran
Yasujiro Ozu, recapitulan frustraciones y motivos. La figura del padre Fer-
nández emerge, a la vez, de una forma un tanto edípica; acartonado por
las propias marcas del carácter, en testimonios para los cuales lenguaje y
dicción obedecen a la camisa de fuerza de una severidad inamovible, el
anciano no parece gozar de la total simpatía de los hijos. Dos de ellos,
Victoria y Ramiro, permanecen en Europa; otra, Anita, en Miami, mientras
que a Rafael lo vemos, inicialmente, retirado al campo antioqueño, luego
de haber abrazado el sueño revolucionario de los universitarios, distintivo
de la intelectualidad de su generación.

Victoria se ha refugiado en Londres y París. Tuvo problemas,


como mujer, para tener autonomía en el seno de la familia; emigró, lu-
chando contra el machismo. Hoy ha perdido ya a su esposo, un inglés,
un golpe más de la omnipresente muerte de De(s)amparo. En cuanto a
Sobre el cine y sus hermanas

Ramiro, radicado en Suiza, vive con sus dos hijas, separado de su mujer.
El abismo generacional, por su parte, afectó siempre a Anita, la más jo-
ven, que vive en Miami, quien fue testigo del fatal acontecimiento hacia el
cual la película, con cierta parsimonia de obertura trágica brahmsiana, se
encamina fatalmente. El mismo Gustavo Fernández hijo, el director, cuan-
do el documental ha avanzado lo suficientemente como para generar
inquietudes de toda índole, las hipóteis y lagunas caras a David Bordwell,
revela su pasado, su abandono de la religión y los formalismos familia-
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res, sus coqueteos con la Ingeniería y su viaje a Europa con el objeto de
seguir estudios cinematográficos. Se ve, así, involucrado directamente en
un relato que, a decir verdad, ha estado en su boca, en primera persona
bien disimulada, desde el comienzo.

La madre, Amparo, ausente por fallecimiento sorpresivo, ha es-


tado en la mente de todos ellos, aunque ignoramos la información sobre
las circunstancias de su muerte hasta que, en un primer clímax, quizá
también referencialmente edípico –Yocasta se quita la vida cuando se
sospecha, de antemano que, por designio de los dioses, una mujer de su
edad ha caído en el incesto con el rey de Tebas –, nos enteramos de ellas.
Asesinada en un crimen atroz por unos haladores de carros, crimen objeto
también de sospechas que recaen sobre la amante de su marido, es la
razón suprema del De(s)amparo. Padre e hijos, Guillermo, un hermano
suyo sacerdote, y Fanny, una hermana, tíos de los hermanos Fernández,
se lanzan entonces a la persistente evocación de su muerte, previa aclara-
ción de cómo Gustavo recibió la noticia, siendo estudiante de cine.

Es este último uno de los momentos del documental que ad-


quiere mayor fuerza. En muy discretas, muy austeras sobreposiciones de
imágenes, casi los únicos efectos de edición que éste se permite (también
presenciamos, en otro lugar, unos dibujos infantiles), en las cuales vemos
fragmentos de la última carta de la madre, acompañados de planos en
los cuales se observan titulares de los periódicos relacionados con la toma
del Palacio de Justicia por el M- 19, días históricos en los que acaece,
igualmente, la muerte de Amparo, a la par de una cámara que nos mues-
tra el estado actual de la entrada al espacio donde vivía Gustavo, asisti-
mos a la cruda remembranza de los hechos que motivaron su viaje y el de
su hermano Ramiro a Colombia. Aquí el autor, conmocionado entonces
por la brutalidad de la toma guerrillera y la no menos atroz respuesta
militar, encadena su crítica experiencia a la del país; es, en todo su desco-
lorido e infausto trajín, el esplendor invertido de la fatídica muerte.

Van y vienen las desamparadas especulaciones acerca del


fin de Amparo. Gustavo se atreve a preguntarle a su propio padre si su
amante tuvo que ver con el crimen. Él lo niega en planos sobrecogedores.
La valentía del realizador gana en proporciones insospechadas. De he-
cho, antes y después de ello, la conjura de los fantasmas de su pasado es
absoluta, totalmente sincera, simultáneamente en primera y tercera per-
sona, desnudando su psiquis, no a través del sensacionalismo mediático
de nuestros tiempos, sino de la madura exquisitez de la madre forma, la
que hace la calidad.
Cine colombiano

La familia, la cual se había congregado para el entierro de Am-


paro –la muerte es la que más une a los hombres, dirían las duras conclu-
siones filosóficas de Hobbes–, es atrapada, una y otra vez más, por el sino
del thanatos. Gustavo, el padre de los Fernández, pierde, poco después,
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a su mejor amigo, cuya tumba no puede encontrar ya en el cementerio. Y,
lo que es peor, en un segundo clímax que el director no se esperaba, pues
fue en el curso del proceso de producción que el hecho sucedió, Rafael, el
hombre de la rebeldía, cuya primera mujer se había suicidado (¡!), muere
arrollado por dos vehículos.

Hay una nueva reunión familiar para el entierro en Medellín y,


posteriormente, para compartir unas horas de reposo, en Villeta. La se-
gunda mujer de Rafael reparte allí su ropa entre sus hermanos. La muerte,
con su séptimo sello irreversible, ha cumplido, hasta ahora, con la que
debería parecerle poco menos que agobiante tarea.

El autor de De(s)amparo, testigo impotente también de la muer-


te que lo rodea, consigue sus propósitos gracias al libre curso del tiempo
en los planos. Sin privilegiar en demasía a los cortes, deja que fluya la
dinámica temporal en planos estáticos o en movimiento, los cuales comu-
nican por sí solos la condición de los personajes, básicamente sus herma-
nos y su padre. Se nota que fue alumno de Jean Rouch, pues sabido es
para los conocedores que el maestro francés siente fobia por el montaje
cuando éste altera el curso natural de cosas y hombres, idéntica propen-
sión a la de Murnau, el héroe mudo del rostro y el espacio, a quien tanto
debemos sus émulos amantes de la libertad de la cámara, no constreñida
por el corte cuando es innecesario.

Ejemplos de lo anterior son ese llanto de Ramiro, mostrado en


sucesivos tilt-down y tilt-up, capturado con una intuición de la oportunidad
documental envidiable o esas caminatas de Victoria por las calles de Pa-
rís, perseguida por la cámara, de la que quiere desprenderse como sea:
ello hace que podamos conocer hasta la saciedad su desasosiego, su
soledad, lo excéntrico y neurótico de su carácter.

La banda sonora es más que pulcra. Nos devuelve la origi-


nalidad de las voces, sus inflexiones y matices, con un cuidado nunca
excesivo. La música, sin estridencias, sin caer en esa expresividad forzada
que en el cine y la televisión sencillamente mama, responde a la unidad
de espíritu contenido y mesurado, es decir, dominado, no descontrolado,
que preside el trabajo de principio a fin. No obstante, se escucha en mo-
mentos que ganan mucho con ella, en virtud de que se adentran en esas
zonas del dolor humano de las cuales es más difícil hablar, aquellas en las
Sobre el cine y sus hermanas

que penetran, desposeídas, eso sí, de la perfección formal que exigen los
académicos, las últimas obras del muy sufriente Schumann. La mezcla es
de altísima calidad, no sacrifica la verdad por el ruido, como pasa ahora
con tanto producto audiovisual.

De(s)amparo es, al amparo de la poderosa forma, más pode-


rosa que la muerte y su también frágil séquito, por aquello de que el arte
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vence siempre la resistencia del tiempo; es, en fin, una de las obras más
importantes en la historia del documental colombiano.

Gritos y Susurros, Revista de la Escuela de Cine y Televisión, Facultad


de Artes de la Universidad Nacional de Colombia, número 0, 2003

Las luces se prenden para Gustavo Ibarra

Terminó, después de largos años de prolífica actividad, la pro-


yección de la película que Gustavo Ibarra Merlano hizo de su vida. Se han
prendido, entonces, las luces de la gran sala del Teatro del Mundo, la cual
ha abandonado sin que pueda dar vuelta atrás, mientras él, quien creía
en la eternidad, ha alcanzado las luces de la misericordia divina, en pos
de las cuales dio todos y cada uno de sus pasos por la Tierra.

Las luces de la sala del Teatro nos ciegan cuando hemos que-
dado perplejos, luego de ver y reconstruir una película que fue y seguirá
siendo una de las más fecundas en los anales de la cultura cinematográ-
fica nacional.

Gustavo fue uno de los primeros profesores de cine que cono-


cimos dentro del siempre tan endeble andamiaje cultural de esta nación
desgraciada, en la cual lo último, que debería ser lo primero, es la educa-
ción. Pionero de los cursos de apreciación cinematográfica con Hernando
Salcedo Silva, Hernando Martínez Pardo y Jaime Manrique Ardila, era,
con su corpulencia y alegría tan caribeña, una figura que despertaba tan-
to respeto como simpatía durante esas charlas de los sábados en la ma-
ñana que Isadora de Norden, por entonces fundadora y primera directora
de la Cinemateca Distrital, tuvo la feliz idea de programar en la primera
sede de la entidad, hoy sala Oriol Rangel del Planetario Distrital, durante
los primeros años de la década del setenta.

Materia obligada de esos cursos era Psicosis (Psycho,1960), de


Alfred Hitchcock, por Gustavo Ibarra. En la famosa secuencia del asesi-
nato de Marion Crane (Janeth Leigh), que se volvía a proyectar –una vez
sin sonido y otra con éste–, Gustavo enseñaba qué es el montaje cine-
matográfico, qué puede llegar a significar cortar un plano, haciendo la
transición a otro. Me acuerdo de que se elevaba, entonces, una atmósfera
delirante, en medio de la cual profesor y alumnos gozaban, en ferviente
crescendo, descubriendo la magia de ese pequeño misterio, el de cortar
y pegar trozos de celuloide, minúsculos fotogramas capaces de alterar la
Cine colombiano

respiración y el pulso, hasta darle un vuelco, como lo había pronosticado


Henry Ford, a las más inveteradas costumbres de la vida social.
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La feliz garganta de Gustavo exclamaba, en alta voz, cuando había
llegado el momento: ¡Corte, Corte, Corte! Después de eso, nadie, entre el pú-
blico inscrito en los cursos de la Cinemateca, podía decir que no sabía lo que
era el montaje o que no amaba a ese gordito de corbata y modales flemáticos
ingleses, tan próximo, por igual, a los más demenciales extremos de violencia
criminal de la cinta en mención, como a esa cándida ternura familiar que se
respira en la segunda versión de El Hombre que sabía demasiado (The man
who knew too much, 1956), la cual hacía también las delicias de Gustavo, y a
la burla socarrona a nuestra amedrentada estupidez de espectadores, siempre
indefensos ante la ilusión de las imágenes en movimiento, gordito que respon-
de, por supuesto, al nombre glorioso y supremo de Alfred Hitchcock.

Con el correr del tiempo, Gustavo entresacó de los créditos


hitchcockianos de Psicosis y Vértigo (Vertigo, 1958), otro de los nombres
cuya obra llegó a conocer y venerar más: el del compositor Bernard He-
rrmann. Fue tanta la pasión que se apoderó de él en ese sentido, que,
como usualmente sucede en tales circunstancias, coronó la siguiente eta-
pa, la que lleva a otros hermanos del amado, a otros compositores ci-
nematográficos. Como sentía ese desprendimiento, ese desinterés propio
de quienes lo dan todo por socializar su inmenso saber, Gustavo sintió la
necesidad de comunicarlo, como Hernando Salcedo Silva, a través de las
ondas de la Radiodifusora Nacional, únicamente para extenderse a sus
anchas, en un programa semanal, sobre ese tema tan sabroso, el de las
relaciones entre la música y el cine. Él mismo, en una época en que se vio
seriamente afectado por el asma, grababa los programas, recurriendo a
un pequeño estudio de sonido que había instalado en su casa.

A propósito, ¿cuándo será que la Radio Nacional, la Radio del


Estado, volverá a jugar un papel en la cultura del país? ¿Cuándo se re-
cuperarán las huellas, para quien esto escribe imborrables, de Gustavo,
Otto y Hjalmar de Greiff, del ya citado Hernando Salcedo, mi amigo del
alma, de Bernardo Romero Lozano, Andrés Pardo Tovar y todos los que
hicieron de esta emisora una de las mejores de América, ahora conde-
nada al gris anonimato, lo mismo que la televisión pública? ¿Cuándo
entenderemos en Colombia que, para salir de la crisis, se requiere no sólo
de factores económicos, sino de una revisión, de un replanteamiento de
fondo, del papel de los medios de comunicación?

Gustavo Ibarra, en un país que se autodefine como católico, fue


Sobre el cine y sus hermanas

uno de los pocos intelectuales colombianos con convicciones religiosas que


le ha dado importancia al trabajo de la crítica cinematográfica y la forma-
ción de criterios para ver cine. Como director, valga la redundancia, de la
revista Criterios de Cine, trató de formar la opinión de los jóvenes en los
colegios y universidades, al igual que la del ciudadano común, ofreciendo
elementos de juicio para juzgar la calidad de una película. No era ésta, a
pesar de lo que puedan pensar algunos, una crítica de nimiedades o luga-
res comunes moralizantes. Gustavo conocía el cine mucho mejor que toda
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una serie de presuntos intelectuales autocalificados de ateos, quienes de
ello saben muy poco o nada, así quieran disimular su desconocimiento con
unas cuantas citas, cada vez menos bien conocidas –¡también ellas!– de los
clásicos del materialismo histórico aunque, claro, también en esos escabro-
sos terrenos ideológicos ha habido eminencias, tanto en la teoría como en
el práctica cinematográficas, a las cuales, sobre todo a Pier Paolo Pasolini,
Gustavo admiraba. Decía que a muchos católicos les hace falta el grado de
compromiso con su credo del que este último hacía gala.

Quiero compartir con ustedes una demostración palpable de que lo


que digo es cierto. Como veneraba con corazón ardiente la obra de Michelan-
gelo Antonioni, una vez lo invité a una clase mía en la cual se debía proyectar
y analizar La Noche (La Notte, 1961). Guión en mano, Gustavo llegó conmigo
al aula. Vimos la película. Para empezar el trabajo crítico, le cedí la palabra.
Hizo una exposición, primero, acerca de los exabruptos de la traducción de la
copia presentada, en virtud de los cuales esta obra maestra perdía una buena
parte de su contenido; leyendo los respectivos fragmentos del guión, orientó la
discusión hacia los verdaderos diálogos, en los cuales los estudiantes apenas
se iniciaban. Después, haciendo alarde de unos conocimientos filosóficos raras
veces vistos en un crítico y, lo más valioso, de una comprensión profunda del
mundo de las relaciones de pareja, del amor a secas, se refirió al imponente
discurso del director italiano acerca de los sentimientos, la infidelidad, la con-
ciencia y el afecto. Todos quedamos boquiabiertos. Cuando ahora alguien nos
habla del amor, no necesariamente vinculado al sexo, nos morimos de la risa.
Cuando lo hacían Antonioni y Gustavo Ibarra no pasaba eso, sino que el espí-
ritu, como lo quería Hegel, recuperaba sus derechos.

A Gustavo Ibarra, tanto como a Hernando Salcedo Silva, Her-


nando Martínez Pardo –hoy colega mío en la Escuela–, Andrés Caicedo,
Luis Alberto Alvarez y Jaime Manrique Ardila, con quienes quiso Dios que
tuviera algo que ver, le debo el haber aprendido mucho sobre cómo hacer
crítica de cine. Con un aliciente mayor: el de ver el cine no sólo temática y
anecdóticamente, sino como el oficio artístico que es, compuesto de guión,
fotografía, dirección artística, montaje, música y sonido en general, actua-
ción y dirección o autoría. Por lo demás, llegó a apoyarme decididamente
en un proyecto loco que tuve, junto con otros desquiciados como yo: el de
crear un archivo fílmico con material extranjero (la Fundación Patrimonio
Fílmico ya se encarga del nacional), para poder programar debidamente en
las salas de fines culturales, proyecto que hoy he retomado desde mi actual
cargo. Fracasó en su momento, pero confío en que, en el inmediato futuro,
con luces prendidas desde la eternidad, Gustavo lo alumbre con su fervoro-
sa pasión por el mítico arte de los veinticuatro fotogramas por segundo.
Cine colombiano

Este texto fue leído por el autor en el homenaje a Gustavo Ibarra Mer-
lano, que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Colombia el 13 de febrero de
2002 y fue publicado por primera vez en Gritos y Susurros, número 0.
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El guión como uno de los rigores más placenteros
del cine

El conductor de una buseta, haciendo caso omiso de la señal


del semáforo en rojo, lanza el vehículo sobre un estudiante de la Universi-
dad Javeriana que atraviesa la carrera 7ª. Arrastra el cuerpo por más de
dos cuadras. El resultado: el estudiante muere inmediatamente, mientras
el responsable puede estar libre y repitiendo, quizá, el mismo comporta-
miento antisocial. O si no, por lo menos, al cabo del tiempo, hoy, ahora,
sigue siendo imitado por otros conductores, algunos de ellos de la misma
Policía, en lo que aquí cuenta, ante todo, la violación de una norma de
convivencia. Son estos casos en los que no se cumple con lo mínimo a
esperar en aras de esa convivencia, la sensatez y el sentido común.

Por otro lado, flamantes ex presidentes de Colombia, respon-


sables, en última instancia, de una política cultural, no saben siquiera ex-
presarse bien verbalmente en la lengua vernácula. Hablan a través de los
medios masivos, al igual que un buen número de quienes los entrevistan,
como si nunca hubieran pasado siquiera por la escuela primaria. ¿Sabrán
escribir? ¡Quién sabe! Parecen analfabetos. No nos detengamos en su
ética ni en su visión de país, para no desasosegarnos. Esta es la semana
del cine colombiano, Sí Futuro (sic) y debemos estar muy satisfechos. Lo
cierto es que para que se den tanto aquella, la ética, como dicha visión y
un cine que infunda respeto, lo mínimo que puede pedirse, por el honor
de la comunidad nacional, en círculos de personas que se suponen me-
dianamente estudiadas y civilizadas, es saber hablar y escribir, ¿o no?

Que un guionista sepa hacerlo es, desde luego, lo mínimo que


debe pedirse. No entiendo, en absoluto, cómo puede creerse lo contrario.
Un guión mal, o peor, pésimamente escrito, como muchos que en la vida
he debido leer, no solo de estudiantes sino de profesionales, incluso pre-
miados en ciertos eventos, no debería considerarse seriamente como un
producto cultural. Así se adorne (?) con una proliferación de palabrotas con
las que solo hacemos una basta ostentación de nuestras insuficiencias en
la convivencia ciudadana y el ámbito intelectual. Cervantes y Shakespeare,
para citar apenas a dos grandes, hablaron abiertamente de putas y demás,
sin ruborizarse. El estilo de Céline en sus novelas, el de un mundo que se
desmorona por la irracionalidad destructiva, está plagado de brusquedad,
asperezas y crudezas expresivas (not to be caca, culo al rojo, jodida cochi-
Sobre el cine y sus hermanas

na, son, entre muchas, palabras que se leen en una de sus novelas), para
no hablar de algunos maestros del cine. El asunto no es de pacatos ni hipó-
critas. La verdad artística no es la de la medida torpe o mojigata.

Pero atiborrar, como norma, cualquier película de grosería, vul-


garidad e insania verbal y escrita, es apenas un índice de lo mal que es-
tamos espiritualmente. Pretender disimular así la ignorancia, el descono-
cimiento del idioma y, lo que es más lamentable, la falta de imaginación
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y creatividad, es como tratar de tapar el sol con las manos. Aspirantes a
guionistas: ¡aprendan a escribir! Y recuerden que la mejor cátedra de re-
dacción y escritura la dicta, sin ofrecer a cambio diplomas ni certificacio-
nes, la lectura. Un pueblo que no lee, como el nuestro, es un pueblo que
sabe muy poco o nada, y sabido es que quien no sabe está condenado
a repetir lo peor de la historia, diga lo que diga la industria educativa,
uno de nuestros más prósperos negocios (¿quién, si quiere y puede, no
puede “poner” un colegio o una universidad, eso sí, siempre y cuando
esta última esté en un buen sitio comercial, al lado de cafés y discotecas?),
que en Colombia ha graduado a más de un iletrado, analfabeta prácti-
co, como los expresidentes en cuestión. Habría también otra solución de
emergencia: Buscar un traductor, que vierta a buen español lo escrito a
las patadas.

La palabra, fundamento de la convivencia, es, apuntando ha-


cia la imagen, en su interrelación con ella, el fundamento del trabajo
del guionista. Si empleo palabras sin saber qué significan, si mi léxico es
precario y confuso para comunicar lo que siento, si mi texto es caótico,
incomprensible por la cantidad de desafueros lingüísticos y gramaticales,
¿qué se puede esperar de lo que aparece en pantalla? Si la base falla,
¿qué será de la cúspide? Maltratar la lengua es atropellar a la madre de
la cultura, la señora de la convivencia. ¿Qué hacer? ¿Quién responde
por esto, si no las condiciones diarias de vida de todo un país?

Entonces, se dirá, doy a entender que un guionista debe ser


un literato, todo un escritor nato o formado de la mejor manera. No,
para nada. Sólo le pido que, para ejercitarse en su trabajo, sepa, por
lo menos, lo mínimo, escribir. De la presunción y veleidades literarias de
los malos guionistas (algunos, es increíble, las tienen sin saber escribir y,
como si fuera poco, se declaran a sí mismos innovadores, revolucionarios
de la forma), ha dado bien cuenta Michelangelo Antonioni (1970: 21):
“Se equivoca quien sostiene que el guión cinematográfico tiene un valor
literario. Se podrá objetar que éstos (se refiere a unos de su autoría pu-
blicados) no lo tienen, pero que otros bien podrían tenerlo. Puede darse
el caso. Pero entonces serán ya verdaderas novelas, autónomas. Un film
no impreso sobre celuloide no existe. Los guiones presuponen el film, no
tienen autonomía, son páginas muertas”.

He aquí otra lucha a dar. Se escriben guiones para la pantalla,


grande o chica. Por lo tanto, el mejor tono guionístico puede ser el lacó-
nico, casi telegráfico. El criterio dominante en este trabajo debe dictarlo
el de la necesidad, el de decir lo estrictamente necesario. El guión es un
Cine colombiano

instrumento, solo tiene un valor momentáneo. El fin primordial, decía,


son, ante todo, las imágenes; aunque siempre en relación con la ban-
da sonora, de cuya creación inteligente un guionista tampoco debería
desentenderse nunca; aquellas, las imágenes, deberían tener siempre en
el guión un altísimo grado de prelación, el más alto posible, señalaba
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François Truffaut. Lo tienen en los momentos más estelares del cine. No
hay película que valga en la que una imagen o una serie de imágenes no
hablen por sí solas. A veces en medio del silencio, otras veces con sonidos
que no son el diálogo, con ese hiperrealismo sonoro que nos cautiva en
el cine de Jacques Tati o Robert Bresson; unas veces más, contradiciendo,
por así decirlo, a la imagen, “llevándole la contraria”, conteniendo la ver-
dad última de los gestos y las intenciones de los personajes, como sucede
en obras como las de Luchino Visconti, Jean Renoir, Alfred Hitchcock o
en ese tan buen cine colombiano que hicieron José María Arzuaga, Jorge
Silva o Álvaro Cepeda Samudio.

Aspirar a crear imágenes elocuentes o sugestivas significa, sin


embargo, concentrarse en ellas, sentirlas, percibirlas en la imaginación,
preverlas, para sí mismo, si se va a dirigir, o para otros que van a dirigir.
Me encanta la forma como escriben guiones Federico Fellini e Ingmar
Bergman. Le dan todo el valor que tiene a la imagen: describen espa-
cios, sensaciones, estados del tiempo, luces, colores, fisonomías, rostros.
Me parece inaudito que se confunda el guión con la mera continuidad
dialogada, como hacen algunos. La mayor parte de los guiones que se
escriben en Colombia adolecen de esta falla. Los pretendidos guionistas
parecen no confiar en la imagen. Por eso, conviene ver, observar; primero
que todo, la vida; un buen guionista es un excelente observador de esas
cosas que acabo de mencionar. Decía Hegel (1989: 246): “(...) el artista
no sólo ha debido ver mucho mundo y familiarizarse con sus manifesta-
ciones exteriores e interiores, sino que también ha debido abrigar en su
pecho muchas y grandes cosas, es necesario que su corazón haya sido
sacudido profundamente, él ha tenido que acumular mucha experiencia,
para que esté en condiciones de acuñar las auténticas profundidades de
la vida en manifestaciones concretas”.

Lo segundo: ver cine, ver mucho cine. Desconfío de la gente


que pretende estar en este oficio, aun lucirse (¡qué desfachatez!), y no
lo hace. Prioridades: conocer y amar a los maestros. Tener criterio para
ver. Leer guiones con cuidado. Desarrollar o estimular la sensibilidad y la
reflexión por todos los medios posibles: la noticia de prensa, como hacían
Hitchcock y Fritz Lang, la música (ojalá ascendiendo hacia la verdadera-
mente grande), la literatura. Novela, poesía y dramaturgia son escenarios
naturales para el trabajo de un guionista. Ojalá no sean imposiciones de
la academia para el estudiante, deben surgir naturalmente de los pro-
Sobre el cine y sus hermanas

cesos creativos. En esto se privilegia necesariamente al yo, la expresión


personal (cuando el director es otro, la cosa se hace relativa), pero se trata
siempre de un yo social, como en toda actividad humana, un yo impreg-
nado de lo que la cultura universal le enseña o aporta.

El cine no lo inventamos nosotros, existe previamente, ha sido


creado ya por quienes nos anteceden o son nuestros contemporáneos en
las obras de calidad. Hay que aprender de ellos, amarlos. Procuro siem-
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pre como docente que el estudiante fomente su propia sensibilidad. La
enriquezca, la cultive con ahínco. Ojalá, reitero, eso nunca fuera motivo
de evaluación u obligación. Que el estudiante lo haga precisamente por-
que es rico, es delicioso. Es rico, por ejemplo, dejarse llevar por el infalible
y sexto sentido dramático de Sófocles, Shakespeare, Ibsen, Chejov, Bec-
kett... Cómo se aprende de ellos a construir, a armar, a crear imágenes.

El guionista, se ha dicho en muchas ocasiones, es un dramatur-


go más. Al incursionar en el verdadero origen de su oficio, la dramaturgia
universal, obra tantas veces de poetas, creadores de imágenes y metá-
foras, termina por darle un cauce final a su trabajo: hace parte de una
comunidad de creadores, de una hermandad, en la que lo específico del
cine se articula y enlaza con todo lo que es artístico, sensible, elevado, ob-
viamente sin confundir los recursos propios de un arte con los de otro. No
se trata de empaparse de las otras artes para posar, simplemente, de ser
cultivado, erudito (hoy el mundo está tan mal, que ni siquiera esto tiene
ya valor social, de algún reconocimiento). Es que, por fuerza mayor, quien
quiere verdaderamente el oficio de escribir guiones, termina (o empieza),
sabiendo que, a estas alturas de la Historia, ha corrido ya mucha agua
debajo del puente, agua que arrastra un caudal de saber y conquistas
intelectuales. Tampoco se trata de innovar por innovar (por lo demás, los
auténticos innovadores son muy pocos), porque quien lo hace, quien crea
algo nuevo realmente, conoce una tradición, sabe hacia dónde apunta su
búsqueda de algo diferente.

A propósito de las metáforas, conviene sobremanera pensar


en ellas. La cotidianidad, contrariamente a lo que he escuchado decir
muchas veces, como si fuera cuestión de transcribirla literalmente, en los
términos de un realismo prosaico y pueril, es en esto muy mala consejera.
Un buen guionista no se engaña respecto a meras apariencias y acci-
dentes desordenados. Escribir guiones es seleccionar, ordenar, resaltar,
darle resonancia a lo que a primera vista no la tiene, construir; desplegar
inventiva y fantasía para, si es el caso, conducir hacia la abstracción a
partir de lo concreto, del más concreto realismo que es el del cine, como
lo querían, por ejemplo, Trufaut y Carl Dreyer. Universalizar, bordear lo
abstracto o entrar en conexión con ello, enraizando la expresión en puras
imágenes concretas, es, por ejemplo, un terreno fértil para la metáfora.
Paul Schrader (2003: 14) afirma: “Nuestro negocio es el de la ropa sucia.
Las artes tratan de lo prohibido, de lo no contado, de lo implícito y, a
veces, de lo inefable. Si tienes algún problema para sacar la ropa sucia y
mostrarla, te has equivocado de negocio. Créeme, sea cual sea el secreto
oculto y espantoso que creas tener, no es nada nuevo y lo comparte un
Cine colombiano

montón de gente. Cuando descubras tu problema, piensa en una metáfo-


ra para él. Una metáfora es algo que ocupa el lugar del problema. No es
como el problema, sino una variación del mismo (...) Si estudias el gran
arte (...), te encuentras una metáfora tan firme como una roca. Y si es
sólida de verdad es más importante que la trama, porque ésta no es más
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que un conjunto de estructuras con variaciones. Creo que la metáfora es
más difícil de encontrar. Una vez das con ella, siempre sabrás dónde em-
pezaba la historia”. Por su parte, Antonioni (Op. Cit.: 14) declara: “Tengo
la impresión de que lo esencial es dar al film un tono de alegoría”.

Contrariamente, un Buñuel o un Tarkovski odiaban hablar de


símbolos, lo cual no excluye el hecho de que en su obra, tanto en térmi-
nos de guión como de dirección, no haya un vuelo metafórico, el de una
poética de la imagen y el sonido. La poesía, y el arte en general, sostiene
Martin Heidegger, jamás ocupa el lugar de lo habitual, de lo consabido.
Siempre es inusual, desoculta, revela, hace resonar y significar lo que
corrientemente parece no comunicar nada.

La trama, no obstante –todos los que estamos en esto lo sa-


bemos–, cuenta, y mucho. La película ideal, creía Hitchock, un amante
ferviente del trabajo en el guión, para él el más placentero de todo su
inmenso genio, es la del equilibrio entre una trama sugerente dramá-
ticamente y una excelente creación de caracteres. Cultores del mismo
ideal como Pudovkin, con Eisenstein, el primer cineasta del mundo
que reflexionó hondamente sobre la importancia del guión; Buñuel,
Bergman, Ford Coppola, John Huston, han sentido esa pasión por la
construcción de tramas y caracteres cuyo origen, ha insistido Rohmer,
es finalmente novelesco. Construir es dar forma. Nada más apasio-
nante en este oficio que dar forma, exponer un conflicto, desarrollarlo
y llevarlo a su culminación con unos caracteres sólidamente configura-
dos. Esa es la esencia del trabajo en el guión. Si el guionista no vibra,
febrilmente, con esa pasión de la forma y la construcción, no ve que
sus palpitaciones se aceleran con el diseño estructural, el del argumen-
to y la escaleta, y cada vez más, entre más se avance en el guión, se
ha equivocado, efectivamente, de oficio. Nada importante en la vida
se ha hecho sin pasión, argumentaba el mismo Hegel, aunque añadía
que en el arte el entusiasmo va siempre acompañado de la reflexión,
de una reflexión intensa.

Quien aspira a ser guionista y a la vez director, si tiene ambi-


ciones de calidad, se deleita como pocos en la fase del guión técnico
y el story board, en la que me concentro bastante con el estudiante, en
largas sesiones, cuando se presenta la oportunidad. No me canso de
repetir, con Hitchcock, quizá el más afiebrado cineasta en estas lides:
Sobre el cine y sus hermanas

“A la hora de rodar puedes tener muchas ideas, pero no hay tiempo


de decidir si son buenas o malas”. Un trabajo, un auténtico trabajo de
sudor y disfrute pleno, como el del buen deportista, en todas estas fases
del proceso, es, tarde o temprano, garantía de calidad. Es propio del
hombre concebir, diseñar, prever, planear. Nunca se pierde tiempo en un
guión haciendo estas cosas: se reflejarán siempre en el resultado final,
la película, aunque, lo sabemos, en el rodaje y el montaje puedan y de-
ban cambiar muchas cosas. Pero la dirección de esos cambios la da el
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guión y así es como adquieren justificación. Unos pocos cineastas muy
experimentados, conocedores como nadie del oficio que, por ello, si
gozan de la suficiente autonomía en la producción, a veces no escriben
guiones; tienen sin embargo, en su intelecto, en un poderoso intelecto,
una concepción, siempre una concepción. La mente puede escribir sin
papel, pero como la escritura es luz, luz de las naciones, se obtiene,
sencillamente, mayor claridad y seguridad escribiendo, por lo menos,
algunas notas, como hacían Dreyer y Rossellini. Por lo demás, una in-
dustria, como es la del cine, requiere de guiones para calcular tiempos y
presupuesto. En este oficio, cada minuto puede costar millones. El guión
es también una necesidad industrial.

Finalmente, quiero referirme a algo que anotaba Suso Cecchi


D´Amico (2003), la gran Suso: “En realidad, no hay reglas para escribir
una buena historia. Cuando empiezo, la intención es siempre abordar los
problemas de la sociedad, luego, poco a poco, se convierte en una his-
toria particular. Siempre escribo sobre mi propia experiencia (...). Siempre
he puesto todo mi empeño en escribir con autenticidad sobre los proble-
mas de la sociedad (...).

“Creo que un guionista debería ser consciente de en qué me-


dida es responsable del comportamiento de la gente. Soy una censora
verdaderamente rigurosa de mí misma y de lo que escribo. Me horroriza
lo que puedes hacer con las imágenes. No acepto historias que puedan
ser peligrosas. Escribir guiones es un oficio muy importante y soy plena-
mente consciente de mi responsabilidad. Escribir ha enriquecido mi vida.
Mi objetivo es que enriquezca las de otros”.

Estamos en un país donde la televisión privada ejerce un mo-


nopolio casi total sobre el panorama audiovisual. Muchas realizaciones y
proyectos cinematográficos, los de una tendencia que me atrevería a califi-
car de dominante, siguen los dictámenes, directa o indirectamente, de esos
monopolios a los que, desde luego, les da lo mismo si son responsables de
algo o no. No importa que inviertan o no inviertan en el cine, estoy hablan-
do de una mentalidad. Han llenado el espíritu del televidente colombiano,
ya de por sí afectado por una degradación y envilecimiento que obedecen
a razones suficientemente conocidas, de estereotipos, vulgaridad a toda
costa, equívocas imágenes de lo que presuntamente “somos”, relativismo
ético, inauditos oprobios en la forma, la construcción y la técnica, así estos
sean defendidos por algunos académicos. Sus satélites cinematográficos
han obtenido premios, estímulos económicos del Estado.
Cine colombiano

Al lado de ello, permanece aún, al lado de décadas de abuso,


lacerante agobio de la simulación, la farsa del compromiso social, la
satisfacción burda de la mala conciencia, coletazos que da todavía la
serpiente sin cabeza, perdida por el paso del tiempo, de la pornomise-
ria, el miserabilismo y el panfleto. Curiosamente (¿por qué será?) hay
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un evidente intercambio entre los dos grupos, el que sigue los patrones
del capitalismo más despiadadamente insensible, y el que se ocupa, no
sobra decir que sin la menor calidad artística, del compromiso social.
Yo diría, francamente, que se trata, a la larga, de un solo grupo o, si
no, ¿por qué algunas personalidades de nuestra farándula, guionistas
y directores, hacen hoy, chapucera y horrendamente, una telenovela
intoxicante, para ganar mañana una convocatoria del Fondo para el
Desarrollo Cinematográfico, que maneja dineros públicos, con un pro-
yecto, se dice, de contenido social? ¿Puede darse ese desdoblamiento
de la personalidad tan fácilmente? ¿O es que se le sirve únicamente a
una señora: la mediocridad?

Las políticas generales del mismo, de ese Fondo, quieren ser-


vir a dos señores, a la calidad y a la mediocridad, al arte y al dinero.
¡Sin criterio no se puede, señores, o, más bien, señoras! Simplemente,
¡no se puede! O lo uno o lo otro. Por lo demás, distribuidores, exhibi-
dores (muy poderosos en el Concejo Nacional de la Cultura en Cine-
matografía (CNCC), junto con dos miembros nombrados a dedo por la
Ministra: las oportunidades para el criterio allí no pueden ser más des-
favorables), y monopolios de la televisión, hacen negocios en grande.
¿Qué apoyo necesitan de una política cinematográfica, lo mismo que
los productores, guionistas y directores empeñados en prolongar, como
dice descaradamente uno de ellos, Dagoberto García, Dago –quien tra-
baja para Caracol Televisión, portavoz de toda una tendencia, premiado
y elogiado más de una vez por el Estado–, los éxitos televisivos, como
residuo o excedente de su trabajo en la televisión porque, como también
sostiene éste, “en una economía de mercado la calidad la determina la
taquilla”? Tanto más, en la medida en que cuentan con un gigantesco
aparataje puesto a su servicio por los demás medios de comunicación,
todos los cuales pertenecen también a dichos monopolios, dispuestos a
celebrar, ponderar y exaltar todo lo que hacen personas como él, sin el
menor espíritu crítico.

No tiene sentido hablar de “sí futuro” para el cine y de guio-


nistas cuando ello sucede. En Colombia no hay guionistas. Quienes lo
son en el mundo, por su obra, nos muestran toda una continuidad en
su trabajo, por la cantidad y la calidad. Quienes más experiencia –a la
hora de la verdad, ínfima– tienen aquí, son libretistas de una televisión
maloliente y publicistas, personas con muy pocos conocimientos acerca
Sobre el cine y sus hermanas

de la calidad en el oficio cinematográfico, gentes conformistas acostum-


bradas sólo al clisé, como Dago, Humberto Dorado y Alberto Quiroga,
a quienes ponderan, a cada instante, Proimágenes y Mincultura como
grandes autoridades del guión e, incluso, en el caso de este último,
como jurado de convocatorias (lo ha sido más de una vez), quienes
pretenden poseer la fórmula del éxito, abrigando la convicción de que
el público es estúpido, ese público de los estratos 1 y 2 que, sostienen
ellos, los venera y sigue como corderillos al pastor. Tenemos solo bal-
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buceos, logros tímidos, pasos lentos en la creación personal, aunque
algunos prometen mucho. Soy un convencido de que hay talento, pero
muy poco rigor y muy poca modestia. No abundan los que quieren
verdaderamente aprender, que es para mí lo mismo que gozar a fondo
en este oficio. Si el Estado estimula lo peor, raramente aquello de valía
artística, lo cual ya, de por sí, está en franca desigualdad de oportuni-
dades, ¿qué podemos esperar?

Hay que buscar la crítica sistemática y permanente, así parez-


ca inoportuna, a tal estado de cosas. Y, siguiendo a la gran Suso, hay
que ser conscientes de nuestra responsabilidad social ante la nación.
Hace años que busco la manera de fortalecer la actividad de quie-
nes, espero, sean los guionistas del futuro, inspirándonos, ellos y yo, en
fuentes idóneas, espiritualmente elevadas. Las he encontrado y espero
seguir encontrándolas, por ejemplo, en una serie de poetas y escritores
colombianos. No eran guionistas, pero pueden inspirar nuestro trabajo
en muchas direcciones: concepción del país y la vida, ética, criterio,
dirección de la mirada, amor al país, altura de pensamientos y emo-
ciones. Ellos hacen parte de una inmensa galería de olvidados en este
país amnésico e inmediatista que, en medio de su muy aguda crisis, a
juzgar por la televisión y una buena parte del cine y del teatro, parece no
interesarse ni preocuparse por nada. Busco inspiración en los muertos,
no precisamente por una necrofilia y vampirismo provincianos, porque,
como escribía el poeta Jorge Gaitán Durán, un gran colombiano, en su
Oda a los muertos, “El fuego de la muerte los convierte en ceniza/ pero
del polvo nace poderosa mi vida (...) Todo lo mío estaba con su fija can-
dela/ desde antes de mi cuerpo latiendo por mis venas (...) Los muertos
son la vida. Desde el mármol desnudo/ están poblando el mundo con
su voces profundas” (Gaitán Durán, 1979).

Para despegar, para consolidarse, un movimiento cinemato-


gráfico exige la crítica y un buscar, un escarbar en las más reconfor-
tantes fuerzas espirituales de una nación, empezando por su literatura
y su arte, que en Colombia sí cuentan con antecedentes de peso (¡Sí
pasado!, aunque no porque todo tiempo pasado sea mejor), a pesar de
nuestros complejos e indiferencia, puesto que somos expertos en enor-
gullecernos de nuestra vergüenza (el bacán que puede confundirse con
el ladrón, el pícaro, el timador avispado o el asesino), y sonrojarnos de
lo que debería enorgullecernos: un Jorge Isaacs, un Rafael Pombo, un
José Eustasio Rivera, un Jorge Gaitán Durán, y tantos otros... Cuando
veo los primeros planos mentales que hago de mis estudiantes durante
las clases en las que dejamos que esas fuentes, esos muertos, esos ante-
Cine colombiano

pasados nuestros, y también, por supuesto, escritores contemporáneos,


hablen vivamente, a sus anchas del país no mediocre con que soñaron
y por el que lucharon, forjando intelectual y sensiblemente las cosas que
valen la pena de la raza nuestra, es cuando creo en el futuro. Lo demás,
atribuirle rango artístico e intelectual a lo que no lo merece, es una abe-
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rración, un atropello a la convivencia, amparado en aquella mentalidad
torcida, que encuentra incentivos en el Estado. Allá ellos, sus represen-
tantes, con su basura y su mirada mezquina, tan limitada y falsa, de la
nacionalidad. Busquemos cosas más dignificantes en las que apoyarnos.
Cantemos, musas de Sicilia, asuntos más altos y felices, escribía Virgilio,
citado en epígrafe por Gaitán Durán en uno de sus poemas. Parafra-
seándolo, digamos: Cantemos, musas de Colombia, esos asuntos más
altos y felices.

Ponencia presentada en el Encuentro “Los Guionistas Cuentan”, rea-


lizado en el marco del Mes del cine colombiano, Sí Futuro, así llamado por sus
organizadores, Proimágenes en Movimiento y la Dirección de Cinematografía de
Mincultura. Cinemateca Distrital, octubre de 2006.
Sobre el cine y sus hermanas
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Sobre el cine y sus hermanas
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Este libro se terminó de imprimir
en Editorial Kimpres Ltda.
en julio de 2009

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Sobre el cine y sus hermanas
Juan Diego Caicedo González nació en 1.955, en En este libro se recopilan artículos de prensa y ensayos
Bogotá. Comunicador Social de la Universidad de Bo- del autor publicados en revistas especializadas a lo lar-
gotá J. Tadeo Lozano y Magíster en Arte, Dirección de
Cine y televisión, de la Escuela Nacional Superior de Sobre el cine go de treinta años de continua actividad en la crítica
y teoría cinematográficas. La particularidad de estos

y sus hermanas
Cine, Teatro y televisión León Schiller de Lodz, Polonia. radica en que para él, realizador audiovisual activo,
Cineclubista, presidente de la Federación Colombiana cada texto se ha constituido en un paso más en firme
de Cine Clubes (1977-1978) y crítico de cine en varios hacia esta actividad, la creación como tal, la cual ha
diarios y publicaciones especializadas como El Especta- desarrollado de manera libre e independiente en una
dor, Nueva Frontera, Cinemateca, Ojo al Cine, Ensayos serie de documentales dirigidos a lo largo de los últi-
y Kinetoscopio. Ha sido profesor en las universidades de mos años y varios guiones de ficción de largometraje,
los Andes, Javeriana, Rosario, Pedagógica, Universidad los cuales espera llevar pronto a la pantalla. A todo

Juan Diego Caicedo González


del Valle y Universidad Nacional de Colombia, a la cual ello se suma también su larga trayectoria como docen-
se encuentra vinculado actualmente como docente de la te, tanto en la Universidad Nacional, como en otras
Escuela de Cine y Televisión. Autor de la investigación El universidades del país.
Cine y el Vídeo Colombianos: 1.980 – 1993 (Beca de
Colcultura, 1992); también, como compilador y ensayista Los textos han evolucionado desde los que se refieren a
más importante, del libro Movimientos y renovación en el películas concretas, escritos en función de la actividad
cine, publicado por el Grupo Movimiento y la Universi- crítica para los medios masivos, hasta las reflexiones de
dad Central (proyecto ganador en la convocatoria 2004 fondo, de carácter estético y filosófico, acerca del cine
del Fondo de Desarrollo Cinematográfico, modalidad de como tal, así como también de las relaciones de este
formación de públicos). Director de las revistas Gritos y con las demás artes. Como dice Juan Guillermo Ramí-
Susurros y Cine al Patio, de la cual se han publicado hasta rez, docente y crítico igualmente, “Juan Diego Caicedo
el momento dos números. Es guionista y director de cine y es la única persona que en Colombia hace este tipo de
televisión; ha trabajado en Lumen 2000, Punch y Caracol reflexiones, las cuales son muy necesarias y le hacen
Televisión; entre sus películas y trabajos audiovisuales se mucha falta a la actividad cinematográfica”.
destacan In Claro Monti”(1.987), Espíritu Errante (1.994),
Los Tambores de Arturo (2.001), Cine al Patio I (2.003),
Presencia Perpetua y Eterna (2005), largometraje docu-
mental independiente; El Decálogo en Patios Colombia-
nos (Cine al Patio II, 2005) Lo Interno y lo Interior (Cine al
Patio III, 2006), Marnie derriba el Muro (Cine al Patio IV,
2007) y Un Jorobado Chiflado para Adela (Cine al Patio
V, 2008), nuevo largometraje documental independiente.
Como director del Proyecto Cine al Patio, ha sido ga-
nador en dos ocasiones (2004 y 2006), en la modalidad
de formación de públicos del Fondo para el Desarrollo
Cinematográfico.
Juan Diego
Caicedo González

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