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Hace algunos años ya, acceder a la educación era una manera de garantizar la transmisión de
valores culturales y sociales representando una distinción importante, e incluso muchas
familias de escasos recursos, trabajaban extra para poder mantener y acompañar la formación
de sus hijos. En ese contexto, profesores y directores eran personas respetadas y valoradas por
sus conocimientos y experiencias. Se esperaba de ellos un comportamiento ético y equitativo,
y la moral era la mayor distinción de una persona de bien, que se enorgullecía por su profesión
y por brindar algo a los demás. En este sentido, Dyson, en Brunner (2000) describe a la
educación como la posibilidad de asociar el pasado con el futuro, transmitiendo la herencia
cultural de generaciones pasadas para retomarlas frente a las exigencias del mundo futuro.
Como sostiene Gendron (2009), uno de los autores seleccionados para el presente trabajo, la
figura del maestro fue hace tiempo fuente de autoridad y el docente estaba investido así de
una autoridad instituida, pero actualmente, el rol del docente es cuestionado y así también su
autoridad. Es así que los docentes, deben ahora demostrar idoneidad y justificar su autoridad,
necesitan hablar, explicar, y hasta negociar para obtener la atención de su grupo.
Bisquerra (2001, 2012), otro de los autores centrales del presente trabajo, destaca que los
currículos académicos del siglo XX se centraron principalmente en el desarrollo cognitivo, es
decir en la adquisición de conocimientos, dejando de lado a las emociones; pero hoy sabemos
que, para un buen y completo desarrollo de nuestros alumnos, ambas dimensiones son
esenciales y complementarias.
El mundo ha cambiado y las relaciones interpersonales también. Incluso el acceso de los niños
a la información y las nuevas tecnologías han cambiado la infancia.
[…] Los límites entre los niños y los adultos en cuanto a las tareas cotidianas se desvanecen y la
infancia tradicional se convierte en un tema de evocación y nostalgia. La escuela se transforma
así en un ámbito más protector para los niños que se quedan en una casa en la que están
solos, así sea en los momentos de esparcimiento o fuera de las prácticas educativas
sistemáticas (Litwin, 2013, p.18).
Como lo expresa Gendron (2009), el docente enfrenta a diario situaciones de tensión que
influyen no sólo en él mismo, en su relación con sus pares y alumnos, sino que afectan
también los procesos de enseñanza. Podemos mencionar como ejemplo, la falta de tiempo, el
exceso de trabajo, dificultades financieras de algunos centros educativos, malestares del
personal docente y las complicaciones de los responsables de la institución frente a situaciones
difíciles vinculadas con el aprendizaje, situaciones de violencia en las escuelas, y la gestión de
problemas de delincuencia.
Es así que, todos los que encontramos nuestra vocación en la educación, sentimos que
enseñar, no es únicamente un acto cognitivo, sino que como manifiesta Gendron (2009)
también están asociadas acciones sociales y afectivas que influyen directamente en el clima
laboral y del aula. Ser conscientes de nuestras emociones y desarrollar las competencias
emocionales, nos permite desarrollar la resiliencia, y guiar a nuestros alumnos con un
liderazgo que se caracteriza por la ética, el acompañamiento, la pedagogía, el apoyo de pares,
de manera de favorizar las acciones sociales en todo tipo de contexto.
Bisquerra (2001) detalla algunos momentos de la vida escolar que representan desafíos
permanentes que pueden minar la estabilidad emocional de las personas intervinientes, y que
las predisponen a estados de estrés, síndrome del burnt out [4] y depresión entre otros, como
ser:
Conflictos varios en el diario acontecer escolar, como ser violencia, indisciplina, entre otros.
De esta manera, este autor, remarca la necesidad de desarrollar una propuesta en educación
emocional, a través del desarrollo de las competencias emocionales, no sólo como factor de
prevención sino como manera en la que el docente se beneficia doblemente: tanto para su
propio desarrollo profesional y personal, como para poder enseñar y difundirlo a su alumnado.
Bisquerra (2001) explica que la respuesta a la necesidad del desarrollo emocional como
complemento del desarrollo cognitivo, es la educación emocional, que permite educar para la
vida y cuyo objetivo es conocer las emociones, el desarrollo de la conciencia emocional, la
capacidad de controlar las emociones y adoptar una actitud de vida positiva.