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Héroes cristianos de ayer y de hoy

Biografías

Aventura fantástica:
La vida de Gladys Aylward
Persecución en Holanda:
La vida de Corrie ten Boom
Un aventurero ilustrado:
La vida de William Carey
La intrépida rescatadora:
La vida de Amy Carmichael
Odisea en Birmania:
La vida de Adoniram Judson
Alma de Campeón:
La vida de Eric Liddell
Padre de huérfanos:
La vida de George Müller
Peligro en la selva:
La vida de Nate Saint
Peripecia en China:
La vida de Hudson Taylor
La audaz aventura:
La vida de Mary Slessor
Portador de esperanza:
La vida de Cameron Townsend
Una mujer tenaz:
La vida de Ida Scudder
Enboscada en Ecuador
La vida de Jim Elliot
East Asia

India

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Índice

1. ¡Viene el diablo! 9
2. Un lugar mejor para vivir 13
3. «Me abriré camino en la vida» 21
4. Juntos otra vez 31
5. «Puedo hacer algo» 41
6. La doctora Ida Sofía Scudder 53
7. Provisión 67
8. El hospital en memoria de Mary Taber Schell 77
9. Al borde del camino 91
10. Un carruaje sin animales 99
11. «¡Conque usted es la mujer!» 111
12. La mejor escuela de medicina del distrito 125
13. Un gran jardín para regar 139
14. Una universidad mixta 149
15. Tiempo para la jubilación 161
16. Su legado permanece vivo 171

Epílogo 181
Bibliografía 183
Capítulo 1

¡Viene el diablo!
Ida Scudder se abotonó el abrigo largo que tenía puesto
sobre su blanco uniforme de doctora. Se puso un velo
sobre el sombrero para guarecerse del polvo y se diri-
gió al exterior. Enfrente del pequeño hospital que ella
supervisaba apareció un automóvil Peugeot de 1909
recién estrenado. Salomi, su asistenta, y una maestra
de la Biblia esperaban sentadas en el asiento trasero
del vehículo. Junto a ellas iba todo el equipo médico
necesario para regentar los ambulatorios móviles que
administraban en los pueblos de los alrededores de
Vellore, al sur de la India. Como no quedaba espacio
dentro del auto, hubo que colgar unas bolsas de lona
llenas de medicamentos y vendas a ambos lados del
limpiaparabrisas.
Ida tuvo que admitir que fue toda una escena pi-
sar el estribo y ocupar el asiento delantero. Hussain,

9
10 La tenacidad de una mujer

el conductor, saludó con entusiasmo frente al auto-


móvil. Se agachó y giró la manivela. Una cortina de
humo gris brotó del tubo de escape cuando el arran-
có el motor mono-cilíndrico, provocando que el auto
vibrara violentamente. Hussain saltó al interior del
coche, ajustó sus gafas protectoras y soltó el freno de
mano y el embrague.
Ida elevó una breve plegaria implorando segu-
ridad. Sentía que debía de hacerlo porque Hussain
nunca había visto un automóvil y apenas estaba
aprendiendo a conducir. Sólo había dado unas cuan-
tas vueltas alrededor del perímetro del hospital y se
había declarado apto para llevar a Ida a hacer la visi-
ta semanal a sus clínicas.
¡Cuidado!, gritó ésta cuando un carro de bueyes
cargado hasta los topes de sacos de arroz surgió de-
lante de ellos.
Hussain hizo una mueca y dio un volantazo que
obligó al auto a inclinarse hacia una cuneta. Las bol-
sas de vendas oscilaron contra el parabrisas y Salami
gritó. Unos niños que iban a la escuela corrieron para
protegerse.
Hussain dejó escapar un grito de entusiasmo y
forzó el volante hacia el otro lado. El auto dio un giro
brusco y por poco no chocó contra el carro. El asus-
tado boyero detuvo sus bueyes. Hussain saludó de
buena gana y puso el pie en el acelerador.
—Afloja la marcha —le exigió Ida.
Hussain levantó el pie del acelerador, cabizbajo. Se
las arregló para sortear los obstáculos que se presen-
taron por las calles, salir al campo y dirigirse hacia la
primera clínica.
¡Viene el diablo! 11

El auto acababa de doblar una esquina cuando


un grupo de campesinos que caminaban a lo largo
del camino miraron hacia atrás y vieron lo que se les
acercaba. Ida les vio arrojar sus guadañas y echar
a correr. ¡Viene el diablo! ¡Viene el diablo!, gritaban
los hombres.
Ida ordenó a Hussain detener el auto. Fue detrás
de los trabajadores.
—No les vamos hacer daño —les advirtió—. So-
mos los mismos que venimos a ayudarles todas las
semanas.
—Es un diablo. Miren como respira humo. Un ca-
rro que no sea tirado por animales es mala magia
—un hombre gritó por encima del hombro, sin dejar
de correr.
Ida desistió de su intento. ¿Quién podía echar en
cara a aquellos hombres lo que hacían? Era la pri-
mera vez que veían un automóvil, e Ida pensó que
les resultaba alarmante. Esperaba, con el tiempo,
demostrar que el auto no era el diablo. Antes bien,
le permitiría prestar una asistencia médica transfor-
madora a muchos más indios. Antes de la llegada del
auto, le llevaba el triple de tiempo salir al campo y los
agitados viajes en carros de madera arrastrados por
bueyes, dejaban a la doctora llena de moretones y do-
lorida. Hubiera deseado que su padre se sentara a su
lado en el auto; a él le habría encantado. Él siempre
había procurado formas mejores y más eficaces de
servir al pueblo indio.
Ida sonrió y sacudió la cabeza sorprendida de que
sus pensamientos volaran hacia sus padres y su in-
fancia. Apenas podía creer que estas visitas médicas
12 La tenacidad de una mujer

a la campiña india formaran ahora parte de su vida.


Ida había nacido en la India, en donde su padre y
su abuelo habían servido como médicos misioneros.
Cuando se hizo mayor, estaba segura de una cosa:
ella nunca seguiría las pisadas de su padre. Es más,
cuando alguien se lo sugería se ponía de mal humor.
Quería más bien pasar el resto de su vida en los Es-
tados Unidos y mantener las horribles escenas de in-
dios moribundos y niños hambrientos lo más lejos
posible de su memoria.
Pero ahora ella estaba allí, viviendo y trabajando
en la India como médica misionera. El auto traque-
teaba a lo largo del serpenteante camino de tierra e
Ida volvió a esbozar una sonrisa de asombro. Nunca
podría haber vaticinado las extrañas circunstancias
que Dios iba a usar para dirigirla de nuevo a la India,
o los inesperados avatares que le sobrevendrían.
Capítulo 2

Un lugar mejor para vivir

«Ida, ven aquí. Mamá te necesita». La niña oyó la lla-


mada desde su refugio, detrás del jarrón de agua de la
cocina. Se asomó y vio a su madre acercarse a la puer-
ta. La manera de andar de su madre le forzó a prestar
atención, por lo que en vez de convertir la búsqueda en
un juego siguió tras ella.
Al cruzar el umbral de la puerta, la niña se asom-
bró al ver a cientos de niños pequeños entrar en el
patio trasero. Una vez en el patio, sus dos hermanos
mayores les hicieron sentarse en hileras.
—Ahí tienes, Sofía Scudder —exclamó la madre de
Ida, poniendo la mano sobre el hombro de su hija—.
Ven conmigo. Te puedes encargar de alimentar a los
niños. Dales un pedazo de pan a cada uno. Tú pue-
des hacerlo.
La niña de seis años asintió, aunque, en reali-
dad, se sentía muy confundida. Su madre nunca le

13
14 La tenacidad de una mujer

había puesto a cargo de nada y mucho menos dar de


comer a centenares de niños menores que ella.
Con una briosa energía, muy útil para la ocupada
esposa de un médico, la señora Scudder mostró a Ida
el canasto llenos de pedazos de pan ya partidos.
—Comienza por la primera fila —le dijo— y cuando
hayas repartido a toda la fila, haz una señal a Walter o
Henry, y ellos acompañaran a los niños hasta la verja
de hierro. Charlie se quedará vigilando para asegurar-
se de que ninguno vuelve. Sólo hay pan suficiente para
entregar un pedazo a cada uno. Hay guardas munici-
pales afuera para asegurarse de que no se cuela nin-
gún adulto, ya que sólo tenemos lo suficiente para ali-
mentar a los niños. ¿Entiendes? —se arrodilló al lado
de su hija y ésta vio que a su madre se le saltaban las
lágrimas—. Solo un pedazo a cada uno porque de no
ser así no tendremos bastante para todos.
Sofía Scudder sacó el gran canasto de mimbre e
Ida comenzó a meter la mano y a repartir pan. Ape-
nas podía mirar a los niños que estaba alimentando.
Tenían los mismos ojos marrones profundos y dien-
tes resplandecientes que los otros niños indios con
los que jugaba en el pueblo de Vellore, en donde su
padre era médico y pastor. Pero a diferencia de sus
amigas de juego, los niños que estaban delante de
ella tenían los estómagos hinchados y los brazos y
piernas muy delgados. A medida que Ida iba avan-
zando, los niños recibían de buena gana el alimento.
Ida recordó que Walter se había quejado de no te-
ner arroz para cenar una noche, la semana anterior.
Su padre les había explicado que la India sufría una
hambruna y que muchos niños no tenían suficiente
Un lugar mejor para vivir 15

comida. Y ahora, apretados en el patio trasero de la


clínica Scudder estaban algunos de aquellos niños
hambrientos.
Ida hubiera preferido hacer cualquier otra cosa
antes que repartir el pan, no porque no le importara
que la hambruna estuviera matando gente, sino por-
que se preocupaba demasiado. Ella se imaginaba a
sí misma en lugar de aquellos niños, suplicando por
pequeños pedazos de comida que no le satisficiera.
Finalmente, el canasto quedó vacío y los últimos
niños salieron del recinto.
—Vuelvan mañana —les dijo el hermano de Ida—.
Les daremos más comida.
Aquella noche, sentada a la mesa, Ida se sintió
culpable al comer su arroz y curry con verduras.
—Gracias por vuestra ayuda de hoy, niños —dijo el
doctor Scudder, mirando en torno a la mesa a sus hijos
John, Lewis, Henry, Charlie, Walter e Ida—. Les vamos
a necesitar otra vez mañana. He decidido establecer un
campamento de ayuda aquí en Vellore. Hemos encarga-
do carros de arroz y de ropa en Madrás, pero eso que-
da a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia y
tardará varios días en llegar. Mientras tanto, tendremos
que arreglárnoslas lo mejor que podamos. Vuestra ma-
dre se encargará de alimentar y vestir a los refugiados
en tanto que yo me ocupo de las necesidades sanita-
rias. La escuela quedará suspendida hasta que pase la
hambruna; hay demasiadas cosas que hacer.
Ida y Walter intercambiaron una mirada. Nada lo
suficientemente grave había ocurrido en el pasado
que interfiriera con las lecciones diarias que su ma-
dre les daba.
16 La tenacidad de una mujer

Cuando Ida se acostó aquella noche, oyó a los tra-


bajadores atando bambú para preparar alojamiento
para los centenares de personas que ya acudían al
centro de acogida. Se preguntaba cuánto duraría el
hambre y la falta de lluvias monzónicas que la había
causado.
Al domingo siguiente, Ida acudió a la iglesia con su
familia. Su padre predicó un sermón, como de costum-
bre. Y su madre se quedó después a conversar con las
jóvenes madres de la congregación. Ida y su nodriza,
Mary Ayah, también se quedaron, y cuando la madre
de Ida se despidió, las tres hicieron el corto viaje a casa
en un bandy (carro arrastrado por un buey). Aquel día
hacía mucho calor y el vestido blanco almidonado de
Ida le rozaba el cuello. Mientras ella intentaba aflojar-
se el cuello sin que lo notara su madre, Mary exclamó
de repente: «¡Ayah!, fíjate en esos niños».
Ida volvió la cabeza hacia donde Mary señalaba.
Dos niños, de unos seis años, estaban tumbados al
lado del camino con los brazos entrelazados.
—¿Por qué no se mueven? —preguntó Ida.
—No se mueven porque están muertos —replicó
a propósito la nodriza.
—Mary Ayah —le regañó la señora Scudder—.
Eso no era necesario.
Ida apartó la mirada de la escena, pero fue dema-
siado tarde. La imagen de los dos niños muertos que-
dó grabada en su memoria. Ella no hizo caso de la
cena que la cocinera había preparado para la familia.
En derredor suyo había gente hambrienta, y hasta los
cocoteros y los mangos comenzaban a secarse por fal-
ta de agua.
Un lugar mejor para vivir 17

A menudo, cuando el doctor Scudder regresaba de


visitar algunas de las aproximadamente cien aldeas
que tenía a su cargo, Ida le oía cuchichear con su
madre. Sabía que ellos intentaban impedir que ella
se enterara de los estragos que la hambruna estaba
causando, pero los casos que llegaban a sus oídos le
aterrorizaban. Una vez, su padre llevaba consigo dos
mil rupias en piezas de plata para comprar provisio-
nes en la ciudad, cuando los bandidos le atacaron.
Él no llevaba pistola, pero sacó un puro grande y os-
curo de su bolsillo y apuntó a los atracadores. En la
penumbra, ellos confundieron el puro por un arma
de fuego y huyeron sin la plata. En otra ocasión, su
padre visitaba una aldea y descubrió que toda la po-
blación había muerto, algunos a causa de la hambru-
na, y otros, de la temible enfermedad del cólera que
estaba barriendo el país. Su padre dijo que incluso el
ganado de la aldea y los perros yacían por doquier.
Ida siguió ayudando todo lo que pudo, pero no
pudo aliviar la presión a que sus padres estaban so-
metidos. Por fin, en octubre de 1877, las lluvias co-
menzaron a caer y su padre predijo que la primera
cosecha de arroz se recogería para Navidad.
Cuando por fin se hizo recuento de la mortandad de
la hambruna y de la epidemia del cólera, más de tres
millones de personas habían fallecido. Ida sabía que
toda su familia había hecho todo lo posible por ayudar,
pero quedó profundamente afectada al enterarse de la
cantidad de personas indefensas que habían muerto.
El mes de abril siguiente, la salud del doctor Scu-
dder corría peligro. Varias enfermedades tropicales
habían quebrantado tanto su salud, en los dieciséis
18 La tenacidad de una mujer

años de servicio en la India, que necesitaba regresar


a los Estados Unidos para recuperarse.
La idea de volver a «casa», a Norteamérica, le re-
sultó muy extraña a Ida, que ya casi contaba siete
años y medio. Sus dos hermanos mayores, John y
Lewis, ansiaban asistir a una escuela en condiciones,
pero Ida no estaba tan segura. Se preguntaba cómo
sería Norteamérica. Ella sabía que tenía mucha fami-
lia en los Estados Unidos y que los padres de su ma-
dre vivían allí. Pero por mucho que su familia tuviera
raíces en éste país, el árbol genealógico de su familia
también se extendía por el sur de la India.
Ida había oído la historia de su familia bastantes
veces —era prácticamente una leyenda—. Su abuelo,
el doctor, John Scudder, había sido un joven médico
exitoso en la ciudad de Nueva York. En 1819, un pa-
ciente le entregó un folleto titulado La reclamación de
seiscientos millones. Trataba de los pueblos de Asia;
muchos de ellos nunca habían oído el Evangelio.
Cuando John Scudder lo leyó, se persuadió de que
debía ir a Ceilán para ejercer de médico misionero.
Su esposa, Harriet, abuela de Ida, aceptó viajar con él
y entonces su esposo solicitó ser enviado como médi-
co misionero (el primero) desde los Estados Unidos al
extranjero. Fue aceptado pero tuvo que pagar un alto
precio. Su propio padre rechazó tan violentamente su
decisión de hacerse misionero que excluyó a John de
su testamento y le dijo que no quería volver a verle.
John y Harriet Scudder fueron a Ceilán, y des-
pués a la India. Sus tres primeros hijos murieron de
dolencias relacionadas con el calor, pero los Scudder
criaron otros ocho hijos y dos hijas. John Scudder II,
el padre de Ida, fue su segundo hijo menor.
Un lugar mejor para vivir 19

Siete de sus hijos, Henry, William, Joseph, Eze-


quiel, Jared, Silas y John, regresaron a los Estados
Unidos a cursar estudios y después volvieron a su
«casa» en la India. Todos ellos fueron calificados docto-
res en medicina, así como pastores, y dos de ellos, doc-
tores en teología. El octavo hijo, Samuel, se les habría
unido, pero se ahogó siendo estudiante de teología en
un seminario. Las dos hijas, Harriet y Luisa, ambas
se casaron con sendos ingleses que también servían
en la India. Por aquel entonces, varios primos de Ida
empezaron a graduarse poco a poco en la facultad de
medicina y fueron a engrosar las filas de los misione-
ros Scudder en la India. Entre ellos estaban el doctor
Harry y Bessie Scudder, primos que se habían casado
y establecido en Vellore para ocupar el puesto del pa-
dre de Ida en el ambulatorio.
El viaje a los Estados Unidos fue la primera travesía
por mar que Ida realizó. Ella había nacido en el hospital
de la misión, en Ranipet, la India, el 9 de diciembre de
1870, y había pasado toda su vida en el sur del país.
En el viaje hacia Norteamérica, la madre de Ida le
enseñó a hacer punto y le contó muchas historias. A
Ida le encantaba oír hablar del viaje que sus padres
habían hecho a la India diecisiete años antes. James
Buchanan era presidente del país cuando ellos partie-
ron. Las primeras noticias que recibieron una vez que
tocaron tierra en Madrás fue la de que Abraham Lin-
coln había sido elegido presidente, el Fuerte Sumter,
en Carolina del Sur, había sido bombardeado por las
tropas confederadas y la guerra civil había comenza-
do. El viaje por mar duró cuatro largos meses, ya que
tuvieron que rodear el Cabo de Buena Esperanza, en
el extremo sur de África, y después atravesar el océano
20 La tenacidad de una mujer

Índico hasta la India. No vieron tierra durante la ma-


yor parte de la travesía. Para la madre de Ida, que ha-
bía nacido y se había criado en Ohio, el viaje por mar
le resultó inquietante y deprimente. Para empeorar las
cosas, el barco había sufrido un retraso de dos sema-
nas por falta de viento. Sin embargo, el primer viaje
de Ida a los Estados Unidos no fue tan largo como lo
fuera el de sus padres a la India. Dos meses después
de partir, el barco atracó en el puerto de Nueva York e
Ida puso pie sobre suelo estadounidense.
Lo primero que Ida notó acerca de los Estados Uni-
dos fue cuán bien alimentados parecían todos y cuán-
tas personas tenían ojos azules y pelo rubio como ella.
Podía recorrer la calle desde la pensión a la iglesia sin
que nadie se acercara a tocarle el pelo para ver si era
real.
John Scudder concluyó que necesitaba respirar
aire puro para recuperarse totalmente. Para sorpresa
de Ida, la familia se trasladó a una granja de Nebras-
ka, y su padre comenzó a ejercer de médico rural.
Una vez que se hubo adaptado al cambio de escena-
rio, Ida se sintió feliz en aquel ambiente. Le encantaba
montar a caballo, los anchos y dilatados campos y el
paisaje llano. Y después de muchos plácidos días llegó a
la conclusión de que Estados Unidos era un lugar mu-
cho mejor para vivir que la India. Nadie pasaba ham-
bre ni vestía andrajosamente, los vecinos se ayudaban
mutuamente y el campo desprendía dulzor en compa-
ración con el hedor del mercado de Vellore en una tar-
de calurosa. Después de haber pasado tres años en los
Estados Unidos, Ida se hizo a sí misma una promesa:
pasara lo que pasara no volvería a vivir en la India.

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