El sexto día Jim Elliot descendió de la casita cons truida en un árbol, a 11 metros de altura, en don de había pasado una noche intranquila. Sobre el río colgaban cortinas de niebla que serpenteaban entre los árboles. Por el oriente se alzaron gruesas nubes teñidas de rojo y oro y el sol de la mañana se elevó para inaugurar el nuevo día en la selva amazónica. Sobre la blanca arena de la playa ribereña se entre cruzaban las huellas recientes de un animal salvaje, señal inequívoca de que un puma había merodea do por los alrededores del campamento durante la noche. Ed McCully y Roger Youderian descendieron des pués de Jim. Los tres hombres ayudaron a encender un fuego y a preparar un tarro de café. Después de un desayuno de café, papaya y pan, los tres jóvenes
9 10 Emboscada en Ecuador
misioneros abrieron sus Biblias y leyeron juntos un
salmo. Luego comentaron qué validez tenía el texto leído para ellos y su circunstancia, en medio de la espesura de la jungla oriental de Ecuador. A con tinuación inclinaron sus cabezas y dedicaron un tiempo a la oración conjunta. Cuando los tres hombres acabaron sus devocio nales matutinos, el sol ya rutilaba en el cielo y había disipado la niebla matutina y las ondulantes nu bes que antes se alzaran por el horizonte. Un des acostumbrado día claro y brillante —al menos para esa época del año— se instaló en la selva. Los tres hombres dedicaron el resto de la mañana a escribir cartas a sus esposas, a caminar por la ribera y a es perar que sus dos compañeros regresaran. A eso de la hora del almuerzo, oyeron el familiar zumbido reverberar sobre la jungla. En seguida, la avioneta Piper Cruiser amarilla les sobrevoló. Los hombres vieron al aparato enfilar el borde del río, sobre la estrecha pista de arena cariñosamente lla mada Playa las Palmeras. El estridente rugido del motor se redujo a la mitad y las ruedas golpearon contra la arena. La Piper se detuvo a un extremo de la playa, cerca del árbol con la casita. Tan pron to se extinguió el ruido del motor, Nate Saint, que era el piloto y Pete Fleming, su pasajero, salieron de la cabina. Nate llevaba una gran canasta de pic nic; cuando la vieron, los hombres se animaron. To dos los días, Marilou, la esposa de Ed, enviaba a los hombres algún manjar delicioso con Nate y Pete. En esta ocasión, envió panecillos de arándano recién salidos del horno, envueltos en un paño de cocina y Un día para recordar 11
aún calientes. La canasta también portaba un litro
de helado de vainilla que Marilou había preparado. Mientras los hombres devoraban los panecillos y el helado, Nate y Pete les dieron una gran noticia. Cuando volaban desde la base de misión de Ara juno, Nate y Pete hicieron un desvío sobre el asenta miento de los indígenas aucas, en donde sólo habían visto un puñado de mujeres y niños. Como a mi tad de camino de Playa las Palmeras, divisaron más indígenas aucas —un grupo de diez hombres iban caminando decididamente hacia el lugar donde se encontraban los misioneros. Los cinco hombres es taban a punto de recibir una visita auca en Playa las Palmeras. Gritaron y vitorearon encantados cuando acabaron de tomarse el manjar casero. Jim Elliot ansiaba la llegada de los visitantes. Aquel día iba a encontrarse cara a cara con un grupo de indígenas aucas; anhelaba comunicar el mensaje del evangelio a este pueblo infame. Sería la culmina ción de un sueño que había tenido durante muchos años, un sueño que había requerido muchos meses de esmerada planificación. El domingo 8 de enero de 1956 sería un día para recordar, se dijo Jim a sí mis mo. Desde su llegada a Ecuador en 1952 para ser mi sionero, ni un solo día había sido más importante.