La hipocresía y la reforzada necesidad de atención en el mundo digital, es sin duda el
cambio más desprolijo y, aun así: automatizado, que se ha presentado en la historia de la
humanidad. Al crearse el automóvil se pretendía una mejora en múltiples aspectos, hoy en día es un problema pues se tiene más automóviles que personas y cada día se construyen y compran, se venden y se destruyen, que es una analogía valida si vemos las redes sociales y su función de black hole. Así mismo, las redes sociales, el cibermundo, ha tomado dominio de la vida de la inmensa mayoría de las personas, provocando una inhumanización, una separación desmedida del ser y la imagen que se muestra en este mundo digital. La falsedad, el disfraz, el ego. Cuán diferente a lo dicho por (Oscar Wilde) “El hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona. Dadle una máscara y te dirá la verdad” pues, más allá de ciertas expresiones –en su mayoría repudiables como lo son el sexismo, el racismo, la homofobia, el desprecio a la clase obrera, parafilias y similares que muestran a través de la clandestinidad de un perfil, usamos la red para mostrar lo que quisiéramos ser, o aquello que debemos ser según los cambiantes estándares de belleza y moda en general. El conocimiento basura y el almacenamiento de desechos para encajar: la canción de moda, así no sea de tus géneros favoritos e incluso te disguste; la serie de moda, así te aburra desde su primer capítulo, el influencer actual, así le consideres un paupérrimo espécimen de humano; el reto viral, así atente contra tu vida o contra tu sentido común; el nuevo filtro, para aumentar tu desprecio hacia tu propio cuerpo. Likes, follows, shares, views, como invaluables tokens, la moneda de cambio de nuestra intimidad y nuestra personalidad. Nos convertimos en esclavos de las tendencias, en adictos a la aceptación de un mundo que, aunque digital, tiene incluso más peso que la sociedad física. Nos desvinculamos a tal punto que, el talento, la belleza, lo bueno o lo malo, lo loable o despreciable, se mide en interacciones sociales y no en el raciocino individual y colectivo. La valía de tu persona, y por ende de tu opinión, depende de tu popularidad en alguna red. El dualismo de Jekill y Mister Hyde, el engaño obsesivo, la eufórica necesidad de encajar, aunque para ello debamos cortar nuestras aristas. En la internet juegan las máscaras y la desnudez, con violencia, atacándose, acariciándose, entregando amalgamas de sí mismas, tan complejas y editadas, que la realidad y la verdad no son más que sombras en infinitos tonos. Un hombre japonés haciéndose pasar por una mujer: (Blog El financiero) Explicó que se hizo pasar por una jovencita debido a que sus fotos no tenían interacciones ni likes, y tras subir sus fotos como mujer recibió miles de likes, por lo que decidió seguir con el engaño”, (El Universal) “Se enamora por redes sociales, era una estafa”, (Sincelejo noticias) “falso concurso pide fotos intimas a sus hijas… por unos patines de Soy Luna”, y tantos cientos de ejemplos, personas que se graban las 24 horas del día, toda su intimidad al descubierto, cuando están realmente siguiendo un guion para las y los voyeurs que pagan encantados por ver toda su vida, o simplemente, la creación de un personaje basados en los gustos generales, sean impuestos o no. En el ámbito personal acepto que he cedido en múltiples ocasiones al brillo de pirita que ofrecen las interacciones. Aunque busco mantener lo más ligados uno del otro, el Doctor y el monstruo se separan en momentos y las luchas internas sobrevienen. ¿Cómo no satisfacer esa asignada satisfacción de agrado en medio de reacciones tan falsas como la misma publicación? Como un juego de tragaperras que te atrapa entre luces y sonidos para que entregues tu dinero, así mismo las redes sociales en general te deslumbran para que te olvides de tu intimidad, de tu más profundo yo, de todos tus secretos, tus datos, a cambio de ilusiones que fingen suplir tus necesidades más humanas.