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La Asociación Internacional de los Trabajadores y la Segunda Internacional

(Material de Cátedra)

Introducción

“Su aniquilamiento, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos en socialmente concentrados, y por
consiguiente la conversión de la propiedad raquítica de muchos en propiedad masiva de unos pocos, y por tanto la expropiación
que despoja de la tierra y de los medios de subsistencia e instrumentos de trabajo a la gran masa del pueblo, esa expropiación
terrible y dificultosa constituye la prehistoria del capital " (Marx, 2012: 952)

“La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos” (Estatuto Provisional de la Asociación
Internacional de los Trabajadores, 1864)

Entre 1840 y 1895, comenzó una nueva fase de la Revolución Industrial caracterizada por la expansión de las
industrias de base. La presión de las grandes acumulaciones de capital en su seno, otorgaban a Inglaterra un lugar de
privilegio como abastecedor del mercado en rápido crecimiento para aquellos productos de base que aún no se
producían en cantidad suficiente en los países que se estaban industrializando (Hobsbawm, 1989). En este contexto la
clase de aquellos que obtenían un salario a cambio de su trabajo irrumpía con fuerza incontenible en el escenario
occidental: “ningún país industrial (…) podía dejar de ser consciente de esas masas de trabajadores sin precedentes
históricos, aparentemente anónimas y sin raíces, que constituían una proporción creciente y, según parecía,
inevitablemente en aumento de la población y que, probablemente a no tardar constituirían la mayor parte de ésta”
(Hobsbawm, 1987: 125). Pero esta masa no era homogénea, ni siquiera en el seno de las diferentes naciones.

En el presente estudio, analizaremos el proceso de unificación de la clase trabajadora a partir del ascenso de las luchas
obreras de carácter económico y político en la segunda mitad del siglo XIX en Europa. La historia del capitalismo
puede ser abordada desde distintas ópticas. En este escrito nos proponemos recorrer el período que se inicia en la
segunda mitad del siglo XIX y finaliza con la Primera Guerra Mundial, centrándonos en las transformaciones en la
composición, formas de organización y conciencia de la clase trabajadora. Para ello analizaremos cómo las distintas
transformaciones en la economía industrial afectaron a esta clase de diversas maneras enfocando en las experiencias
de la Asociación Internacional de los Trabajadores –AIT- (posteriormente conocida como Primera Internacional) y la
Segunda Internacional, en tanto expresiones paradigmáticas del desarrollo, desafío y contradicciones del movimiento
obrero de la época.

PRIMERA PARTE
Crecimiento y diversificación del proletariado en la segunda mitad del siglo XIX
“De a poco fueron aprendiendo los trabajadores de Inglaterra,
como escribió Marx, «a distinguir entre la maquinaria
y su empleo capitalista y a retirar sus ataques a los
medios materiales y concentrarlos en la forma
de explotación social»” (Abendroth, 1983).
La expansión de la industrialización en la segunda mitad del siglo XIX, como afirma Hobsbawm (1987) trajo
aparejadas distintas transformaciones en la sociedad de la época:

 Incremento de tamaño absoluto y concentración de la clase trabajadora, de las ciudades y de los


establecimientos de trabajo.
 Transformación en la composición profesional de la clase trabajadora1.
 Aumento de la integración nacional y de la concentración de la economía nacional, en el cual, el estado
desempeñó un rol central2.
 Ampliación del sufragio y la política de masas.

Estos fenómenos son fundamentales para comprender las condiciones de posibilidad para que esa heterogénea clase
trabajadora, en expansión en distintos países europeos, pudiera unificarse a escala nacional y emprendiera un camino,
por momentos, amenazante del status quo imperante a nivel internacional. Sin embargo, dicho proceso, no tuvo lugar
de la noche a la mañana. En la primera mitad del siglo XIX, ni el socialismo ni el anarquismo habían logrado articular
una respuesta organizativa única a las profundas contradicciones que evidenciaba la sociedad industrial en desarrollo
de la Europa occidental. Mucho menos convertirse en la ideología de un movimiento “clasista” que representara los
intereses de los trabajadores en toda su diversidad.

Fue recién en la segunda mitad del siglo XIX que se presentó un escenario con mayores posibilidades para el
desarrollo de las primeras organizaciones de la clase trabajadora con alcance nacional e internacional.

En su estudio3 sobre los orígenes de la Asociación Internacional de los Trabajadores, David Riazanov (2004), afirma
que a fines de la década de 1850 se verificó, sobre la base de fundamentos sociales reales, un ascenso del movimiento
obrero en Inglaterra y en Francia.
Si bien la necesidad de conformar una organización que trascendiera las fronteras nacionales ya había inspirado
distintas experiencias en Europa, la idea de una asociación internacional de los trabajadores como clase, surge como
inevitable conclusión para los obreros organizados en Francia e Inglaterra, a partir de la explotación a la que eran
sometidos cotidianamente para paliar los riesgos de la especulación que servía de base e impulso al capitalismo en
pleno desarrollo. En el caso de los franceses, la derrota de 1848 se había constituido, como afirma Droz (1984), en

1
“Como atestigua el hecho de que los ferroviarios, que no llegaban a 100.000 en 1871, pasaron a ser 400.000 en 1911; de que los
mineros pasaran de medio millón a 1.200.000 en el mismo período, mientras que el total de la población masculina en Inglaterra,
Gales y Escocia aumentaba sólo en un 60 por 100. Y lo mismo, evidentemente ocurrió en el caso de su composición por edades y
sexos, con el descenso del empleo de chicos en edad escolar del 30 por 100 de todos los niños en 1851 al 14 por 100 en 1914, y la
modesta, pero novedosa, penetración de las mujeres en industrias fabriles que no eran del ramo textil. Los cambios experimentados
por las habilidades manuales de los trabajadores son menos evidentes y continúan suscitando muchos debates. A pesar de ello, es
innegable que en 1875 los principales sindicatos nacionales eran con mucho el de Mecánicos Unidos y el de Operarios de
Albañilería, a los que seguían, por el orden que se indica, el de Calderos, el de Carpinteros y Ebanistas Unidos, el de Sastres
Unidos y el de Hilanderos de Algodón. Después de 1895 el Congreso de los sindicatos se vio notoriamente ominado por los
grandes batallones del carbón –organizados ahora a escala nacional- y del algodón, y en 1914 por la Triple Alianza del Carbón, el
Transporte y los Ferrocarriles” (Hobsbawm, 1987: 242).
2
“Bastará con recordar que, a efectos prácticos, el conflicto laboral en forma de huelga nacional o cierre patronal no existe antes
del decenio de 1890 (…). Para el caso del convenio colectivo negociado a escala nacional brilla por su ausencia antes de 1890
(…). En 1910 (…) ya había convenios de este tipo en los ramos de ingeniería, construcción naval, imprenta, hierro y acero, y
calzado, así como mecanismo equivalentes en otras partes” (Hobsbawm, 1987: 243).

3
Publicado por primera vez en 1926 en el Marx-Engels Archiv, revista del Instituto Marx-Engels de Moscú
una “experiencia crucial”, en la medida en que consumó la separación de las luchas del proletariado y el
republicanismo4.

A diferencia de las primeras experiencias organizativas obreras acotadas a lo local, en la segunda mitad del siglo XIX
se abría paso un internacionalismo en el que se entrelazaban las reivindicaciones económicas con las luchas políticas.
Los avances organizativos, las luchas y conquistas obreras en Inglaterra y Francia fueron el preludio necesario de este
proceso.
En el caso de la primera, los avances del movimiento obrero inglés proporcionarían a los obreros del continente el
esquema para sus luchas. En este sentido las conquistas obtenidas en el período de huelgas iniciado a fines de la
década del 40´ demostraron la capacidad de la acción del proletariado para presionar al poder público y obtener
concesiones. Si bien se trató de un período nutrido de varios conflictos, a los fines de este estudio, nos detendremos
puntualmente en tres huelgas que marcaron hitos fundamentales, interpelando al movimiento obrero de otros países.
La primera gran huelga fue la de 1847 en la que los trabajadores ingleses de la rama textil obtuvieron la ley de las 10
horas. Si bien dicha conquista, debido a la resistencia patronal, se concretaría recién para agosto de 1850 y sólo para
esta rama, sentaba un precedente fundamental para el resto de las industrias.
La segunda huelga a destacar tuvo lugar en 1859 de la mano de los trabajadores de la construcción. Londres era el
motor del desarrollo industrial, lo que provocó, como vimos, el aumento de la población urbana y en consecuencia de
la demanda habitacional. La construcción se había convertido en una de las ramas más dinámicas de la producción
capitalista. Ya no se hacían viviendas a pedido sino como mercancías para abastecer al mercado. Esto dejaba sujeta la
rama a los vaivenes de la especulación, por lo cual los patrones para prevenir futuras pérdidas intensificaron la
exigencia productiva en la jornada de trabajo, agudizando las contradicciones y fortaleciendo la necesidad de los
trabajadores de exigir entonces la reducción de la jornada laboral a 9 horas 5. Ante la amenaza de los empresarios,
organizados en la Master Builder´s Society, de no contratar a ningún obrero que no firmara previamente un
compromiso de no sindicalización, la solidaridad, tanto de los obreros del rubro en otras ciudades, como de otras
ramas, no demoró en propagarse por todo el Reino Unido. La formación de comités para recolectar fondos para estos
huelguistas se constituyó en un antecedente fundamental de lo que posteriormente fue el London Trades Council
(Riazanov, 2004). La primera reunión del London Trades Council tuvo lugar en julio de 1860 y contó con la
participación de representantes de cordeleros, albañiles, zapateros, carpinteros y leñadores, sombrereros, aserraderos,
y trabajadores de la industria del estaño (Kriegel, 1986).
La tercera huelga de relevancia de cara al proceso posterior, fue la que tuvo lugar en 1861 ante la proximidad de la
Exposición Universal6. La misma no sólo contó con el apoyo manifiesto del recientemente creado London Trades
Council sino que, debido a la necesidad de contar con mano de obra para finalizar las obras requeridas para la
exposición, permitió obtener la reducción de la jornada laboral a nueve horas y media, incentivando la organización
en otras ramas como la industria alimenticia. Sin embargo, la respuesta de los empresarios no se haría esperar,
amenazando con importar mano de obra de otros países para reemplazar en su puesto a los huelguistas. Esto no sólo
amenazaba la incidencia de la huelga como tal, sino también las condiciones laborales conseguidas hasta el momento
por, entre otras cosas, la superioridad de los salarios ingleses en comparación con los de otros países. De esta manera,
la evidencia de que la competencia de los trabajadores provenientes del continente llevaría nuevamente el salario a los
niveles previos a la consecución de la reducción de la jornada laboral, fortaleció la necesidad de luchar por iguales
condiciones de trabajo, no sólo al interior del país, sino también a nivel continental.

Las repercusiones de esta segunda huelga de la construcción cruzaron el Canal de la Mancha, llegando hasta Francia.
Allí, bajo el imperio de Napoleón III, ante el fortalecimiento de la oposición al régimen de un sector de la burguesía,

4
Al respecto Mommsen (1978) afirma: “En el curso de la industrialización los trabajadores fueron desligándose en Europa del
sistema de tutela liberal todavía típicos a mediados del siglo XIX”.
5
Uno de los dirigentes de este proceso fue William Cremer (1828-1908) posteriormente secretario general de la Asociación Internacional de
los Trabajadores.
6
Las Exposiciones Universales, se inspiraron en la tradición francesa de exposiciones nacionales, y se realizaron con el fin de propagar los
progresos de la industrialización en los distintos países.
los sindicatos habían comenzado a gozar de cierta tolerancia. El imperio, en crisis, esbozó una “aproximación” con el
movimiento obrero tolerando en 1861 una huelga de tipógrafos y autorizando en 1862 el envío a la Exposición
Industrial Universal de Londres de una delegación obrera (Cole, 1974; Droz, 1984). Distintos autores coinciden en
que el encuentro de los trabajadores ingleses y franceses en esta ocasión, favoreció la propagación del ejemplo inglés
potenciando en Francia la lucha contra la prohibición de la coalición y el movimiento por la reducción de la jornada
de trabajo a 10 horas (Riazanov, 2004; Kriegel, 1986; Droz, 1984; Cole, 1979).

Dos acontecimientos del contexto favorecieron que estos lazos no quedaran acotados a la visita de la delegación
francesa: la crisis del algodón7 y la insurrección polaca8. Con motivo de la última, el 22 de julio de 1863 se realizó una
reunión con representantes de ambos países en el Saint James Hall de Londres. Dicha reunión fue la ocasión no sólo
para que obreros franceses e ingleses levantaran el estandarte de la fraternidad entre los pueblos, sino también para
que acordaran la “exigencia de mejorar su situación social a través de la reducción de la jornada laboral y el aumento
de los salarios, objetivos irrealizables sin una organización internacional de los trabajadores” (Riazanov, 2004: 63). En
esta línea, en ese mismo viaje, se produjo una segunda reunión más íntima en la que los obreros ingleses realizaron un
llamamiento a los franceses, que saldría a la luz el 5 de diciembre de 1863:

La fraternidad de los pueblos es extremadamente necesaria dentro del interés de los obreros. Cada vez que
intentamos mejorar nuestra situación por medio de la reducción de la jornada de trabajo o del aumento de
los salarios, los capitalistas nos amenazan con contratar obreros franceses, belgas y alemanes, que
realizarían nuestro trabajo por un salario menos elevado. Por desgracia, esta amenaza se cumple muchas
veces. La culpa, es verdad, no es de los camaradas del continente, sino exclusivamente de la ausencia de
toda inteligencia regular entre los asalariados de los distintos países. Confiamos, sin embargo, en que esta
situación terminará pronto, pues nuestros esfuerzos para lograr que los obreros mal pagados se pongan al
nivel de los que reciben salarios elevados, impedirán bien pronto que los empresarios puedan servirse de
algunos de nosotros contra nosotros mismos para hacer descender nuestro nivel de vida conforme con su
espíritu mercantil (“Llamamiento de los obreros ingleses a los franceses” en Riazanov, 2004: 58).

La Asociación Internacional de los Trabajadores

El 28 de septiembre del año siguiente, tuvo lugar finalmente la reunión que daría nacimiento a la Asociación
Internacional de los Trabajadores –AIT– en el St. Martin´s Hall en Londres. La AIT no fue una federación de partidos
políticos, ni de sindicatos9 (aunque tuvo gran influencia en varios) sino que se organizó en secciones nacionales
compuestas en cada país por miembros individuales, y sólo en algunos casos por organizaciones obreras.
En su primera reunión, además de trabajadores ingleses y franceses, participaron emigrados polacos, alemanes e
italianos. Entre los alemanes encontramos, en su mayoría, ex miembros de la Liga de los Comunistas10, como por
ejemplo Karl Marx. Si bien existen interpretaciones que atribuyen a Marx la creación de esta herramienta, el mismo es
invitado a participar recién en su primera reunión. Fue posteriormente, en octubre, en las reuniones de la subcomisión
encargada de elaborar los estatutos de la nueva organización y su manifiesto inaugural que Marx desempeñaría un
papel decisivo (Droz, 1984; Riazanov, 2012). El objetivo del Manifiesto Inaugural era explicar el motivo que había
inducido a los obreros reunidos en la asamblea el 28 de septiembre de 1864 a fundar la Internacional y el del Estatuto
7
En 1862 la reducción de la importación del algodón producto de la Guerra Civil norteamericana, produjo la paralización de un importante
sector de la industria tanto en Inglaterra como en Francia. Ante la situación de crisis, los trabajadores se movilizaron no sólo por necesidad
económica, sino que también organizaron grandes manifestaciones de carácter político en apoyo a los estados del Norte y en repudio a la
posición adoptada por el gobierno inglés que había prestado su apoyo a los estados esclavistas del sur.
8
en 1863, se produjeron grandes actos de solidaridad y apoyo en ambos países.
9
Como afirma Kriegel, tras haber desempeñado un papel clave en su creación, los sindicatos ingleses mantuvieron una actitud
más reservada frente a dicha experiencia.
10
Anteriormente denominada Liga de los Justos, en el verano de 1847, después de la publicación del Manifiesto Comunista,
adopta del nombre de Liga de los Comunistas.
provisorio dejar sentados los principios generales de esta nueva herramienta. En este último se establece que un
consejo general establecerá las relaciones entre las diferentes seccionales de cada país y que la AIT tomará sus
decisiones en un congreso anual.

Ambas tareas fueron realizadas por Marx quien logró exponer los puntos de vista del comunismo “de manera
aceptable para el movimiento obrero de entonces” (Riazanov, 2012: 203), logrando ser “violento en el fondo y
moderado en la forma” (Hobsbawm, 2012). Como afirma Abendroth (1983): “El arranque inicial del movimiento
total, la necesidad de una común lucha de clases de los obreros, quedaba claramente formulado; pero a Marx sólo de
un modo muy relativo le era posible incluir en el programa de la Internacional sus teorías políticas y sociales
desarrolladas en el Manifiesto Comunista de 1848” (p. 40).

Estatuto11:

Considerando:

que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la propia clase obrera; que la lucha por la
emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y monopolios de clase, sino por el
establecimiento de derechos y deberes iguales y por la abolición de todo dominio de clase;

que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de trabajo, es decir, de
las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus formas, de toda miseria social, degradación
intelectual y dependencia política;

que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento
político debe ser subordinado como medio;

que todos los esfuerzos dirigidos a este fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad entre los
obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y de una unión fraternal entre las clases obreras de
los diversos países;

que la emancipación del trabajo no es un problema nacional o local, sino un problema social que
comprende a todos los países en los que existe la sociedad moderna y necesita para su solución el concurso
práctico y teórico de los países más avanzados;

que el movimiento que acaba de renacer de la clase obrera de los países más industriales de Europa, a la
vez que despierta nuevas esperanzas, da una solemne advertencia para no recaer en los viejos errores y
combinar inmediatamente los movimientos todavía aislados;

Por todas estas razones ha sido fundada la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Y declara:

que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a ella reconocerán la verdad, la justicia y la
moral como base de sus relaciones recíprocas y de su conducta hacia todos los hombres, sin distinción de
color, de creencias o de nacionalidad.

No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes.

En este espíritu han sido redactados los siguientes Estatutos:

11
Extraído de Riazanov (2004).
1.- La Asociación es establecida para crear un centro de comunicación y de cooperación entre las
sociedades obreras de los diferentes países y que aspiren a un mismo fin, a saber: la defensa, el progreso y
la completa emancipación de la clase obrera.

2.- El nombre de esta asociación será «Asociación Internacional de los Trabajadores».

3.- Todos los años tendrá lugar un Congreso obrero general, integrado por los delegados de las secciones de
la Asociación. Este Congreso proclamará las aspiraciones comunes de la clase obrera, tomará las medidas
necesarias para el éxito de las actividades de la Asociación Internacional y elegirá su Consejo General.

4.- Cada Congreso fijará la fecha y el sitio de reunión del Congreso siguiente. Los delegados se reunirán en
el lugar y día designados, sin que sea precisa una convocatoria especial. En caso de necesidad, el Consejo
General podrá cambiar el lugar del Congreso, sin aplazar, sin embargo, su fecha. Cada año, el Congreso
reunido fijará la residencia del Consejo General y nombrará sus miembros. El Consejo General elegido de
este modo tendrá el derecho de adjuntarse nuevos miembros.

En cada Congreso anual, el Consejo General hará un informe público de sus actividades durante el año
transcurrido. En caso de urgencia podrá convocar el Congreso antes del término anual establecido.

5.- El Consejo General se compondrá de trabajadores pertenecientes a las diferentes naciones representadas
en la Asociación Internacional. Escogerá de su seno los miembros necesarios para la gestión de sus asuntos,
como un tesorero, un secretario general, secretarios correspondientes para los diferentes países, etc.

6.- El Consejo General funcionará como agencia de enlace internacional entre los diferentes grupos
nacionales y locales de la Asociación, con el fin de que los obreros de cada país estén constantemente al
corriente de los movimientos de su clase en los demás países; de que se haga simultáneamente y bajo una
misma dirección una encuesta sobre las condiciones sociales en los diferentes países de Europa; de que las
cuestiones de interés general propuestas por una sociedad sean examinadas por todas las demás y de que,
una vez reclamada la acción inmediata, como en el caso de conflictos internacionales, todas las sociedades
de la Asociación puedan obrar simultáneamente y de una manera uniforme. Si el Consejo General lo juzga
oportuno, tomará la iniciativa de las proposiciones a someter a las sociedades nacionales y locales. Para
facilitar sus relaciones, publicará informes periódicos.

7.- Puesto que el éxito del movimiento obrero en cada país no puede ser asegurado más que por la fuerza
resultante de la unión y de la organización, y que, por otra parte, la utilidad del Consejo General será mayor
si en lugar de tratar con una multitud de pequeñas sociedades locales, aisladas unas de otras, tratara con
unos pocos centros nacionales de las sociedades obreras, los miembros de la Asociación Internacional
deberán hacer todo lo posible por reunir a las sociedades obreras, todavía aisladas, de sus países
respectivos, en organizaciones nacionales representadas por órganos centrales de carácter nacional. Es claro
que la aplicación de este artículo está subordinada a las leyes particulares de cada país, y que,
prescindiendo de los obstáculos legales, toda sociedad local independiente tendrá el derecho de
corresponder directamente con el Consejo General.

8.- Cada sección tendrá derecho a nombrar su secretario correspondiente para sus relaciones con el Consejo
General.

9.- Todo el que adopte y defienda los principios de la Asociación Internacional de los Trabajadores, puede
ser recibido en ella como miembro. Cada sección es responsable de la probidad de los miembros admitidos
por ella.

10.- Todo miembro de la Asociación Internacional recibirá, al cambiar su domicilio de un país a otro, el
apoyo fraternal de los trabajadores asociados.
11.- A pesar de estar unidas por un lazo indisoluble de fraternal cooperación, todas las sociedades obreras
adheridas a la Asociación Internacional conservarán intacta su actual organización.

12.- La revisión de los presentes Estatutos puede ser hecha en cada Congreso, a condición de que los dos
tercios de los delegados presentes estén de acuerdo con dicha revisión.

13.- Todo lo que no está previsto en los presentes Estatutos, será determinado por reglamentos especiales
que cada Congreso podrá revisar.

Los debates de la AIT

El primer congreso12 de la AIT tuvo lugar en 1866 en la ciudad de Ginebra. Allí se definieron las reivindicaciones
mínimas por las que deberían luchar las seccionales de cada país fijando la consecución de la reducción de la jornada
laboral a ocho horas como prioritaria. Es en este mismo congreso también, que tiene lugar el primer desacuerdo de
importancia. Los delegados franceses, que en su mayoría se declaraban seguidores de las ideas proudhonianas13,
defendieron la idea de que la emancipación obrera sería producto de la generalización del mutualismo. En esta línea,
los esfuerzos obreros debían abocarse a “cambiar las bases de reciprocidad por medio de la organización de un crédito
mutuo y gratuito, nacional y luego internacional” (Tolain en Droz, 1984: 97). A diferencia de los que suscribían a las
ideas plasmadas por Marx, los proudhonianos defendían la persistencia de la pequeña propiedad privada. Sus planes
prácticos para reformar la sociedad burguesa consistían en formar sociedades cooperativas: “no se trata de destruir la
sociedad existente sino de repararla”. Esto era incompatible con las herramientas de lucha más propias de los
sindicatos. De acuerdo a Riazanov, los proudhnianos, consideraban a la “cooperación” como un elemento clave, por
ende se oponían a cualquier organización de resistencia a los patrones, mientras que para los “marxistas” 14 dichas
organizaciones eran el “núcleo fundamental de la organización de clase del proletariado” (Riazanov, 2012: 232).

En el marco de este mismo congreso tuvo lugar una controversia a partir de los argumentos sostenidos por algunos
sindicalistas ingleses, según los cuales una subida de salarios implicaría un aumento de los precios. En esta ocasión,
Marx, expuso la nueva teoría del valor y de la plusvalía, que posteriormente desarrollaría en El Capital (1867) y
enfatizó que los sindicatos fallaban totalmente en su objetivo si se limitaban a “una guerra de escaramuzas contra los
efectos del régimen existente, en vez de trabajar, al mismo tiempo, en su transformación” (Kriegel, 1986: 9).

En los congresos de Lausana en 1867 y de Bruselas en 1868 terminó por imponerse, contra los partidarios de
Proudhon, el reconocimiento del movimiento sindical y de su arma más importante: la huelga. Asimismo se declaró a
la AIT partidaria de la apropiación colectiva del suelo, las minas, las canteras, los bosques y los medios de transporte.
Es en el congreso de Bruselas también que se declaró, ante una posible agudización del conflicto entre Francia y
Alemania, una huelga de los pueblos contra los gobiernos con el fin de evitar la guerra. Sin embargo, otro contrapunto
se abriría paso en la internacional y permanecería en su seno hasta convertirse en una de las principales razones del
final de esta experiencia, pero también en la base constitutiva de su continuadora (la Segunda Internacional): el
referido al papel de la lucha política de la clase obrera.

Es importante aclarar, en este sentido, qué aspectos de la intervención política de los trabajadores, generaron
contrapuntos entre quienes participaban de la AIT en ese momento. En primera medida, tuvieron lugar fuertes
discusiones en torno a si la exigencia de medidas político-sociales al Estado existente en favor de las mujeres y de los

12
En realidad el primer congreso estaba previsto para 1865 en Bruselas, pero como no pudo garantizarse fue reemplazado por
una conferencia en Londres en la que se ratificaron el Estatuto y el Manifiesto Inaugural redactados por la subcomisión
constituida el año anterior para ello.
13
Es importante destacar que la polémica entre Marx y Proudhon antecede a la AIT, y data de las vísperas de las revoluciones
de 1848.
14
Si bien este término como tal no existía en ese momento, en el presente texto, dada la relevancia que cobró la intervención de
Marx en los distintos debates, lo utilizaremos para hacer referencia a aquellos que en la AIT se identificaban con las posturas de
este último.
niños y para limitar la jornada laboral a ocho horas, era un factor progresivo o regresivo de cara a los intereses últimos
de la clase trabajadora. Los proudhonianos rechazaban enfáticamente toda intromisión del Estado en la
reglamentación laboral, porque sostenían que eso implicaba fortalecer más aún al Estado, otorgándole mayor entidad.
Marx y sus seguidores, en cambio, sostenían que “las medidas para proteger a los obreros sólo podían imponerse
mediante la transformación de la razón social en fuerza política”. En esta línea no sólo validaban la lucha por ampliar
los derechos democráticos y la legislación social, sino que la consideraban un método, que lejos de fortalecer al poder
dominante, transformaba todo poder que se utilizaba contra los trabajadores, en su propio instrumento.

El congreso de 1869 en Basilea, ya cuenta con una composición auténticamente internacional (27 franceses, 24 suizos,
10 alemanes, 6 ingleses, 5 belgas, 2 austriacos, 2 italianos, 2 españoles, 1 norteamericano; en total 72 delegados). En
el mismo se retomó la cuestión de la socialización de los medios de producción, ya tratada en Bruselas y se terminó de
derrotar la postura proudhoniana a favor de la propiedad individual de la tierra. Asimismo se aprobó por unanimidad
una resolución referida a la necesidad de una organización sindical internacional: “El Congreso estima que todos los
trabajadores deben afanarse en crear sociedades de resistencia en los diferentes cuerpos de oficios” (Kriegel, 1986:
12). Es en este congreso también que apareció una nueva tendencia, encabezada por el anarquista ruso Mijaíl
Bakunin15. Desde su ingreso, Bakunin y aquellos que apoyaban sus ideas, debatieron con distintos puntos del Estatuto.
Los primeros contrapuntos surgieron en relación al rol del Consejo General y el grado de autonomía de cada sección.
Los bakuninistas se pronunciaron por la autonomía total para las secciones nacionales de la AIT, calificando de
dictatorial el rol centralizador ejercido hasta el momento por el Consejo General 16.

Otro debate que reavivó el ingreso bakuninista fue el de la necesidad o no de una organización política de la clase
trabajadora. Bakunin, negaba toda lucha política en la sociedad burguesa existente: “El propósito supremo del
movimiento obrero es la emancipación económica de la clase obrera y esto sólo puede conseguirse por la
expropiación de los medios de producción y la supresión de todo dominio de clase” (Cole, 1974: 116). En este
sentido, se definía enemigo del Estado en todas sus formas. Dios y el Estado, la obra más conocida de Bakunin, enlaza
estos dos conceptos como expresión del principio autoritario, los dos enemigos principales y unidos de la libertad
humana. Sin embargo, Marx, también era contrario a Dios y al Estado; pero “el "Estado" que consideraba como
enemigo era el Estado policía de los feudalistas y capitalistas, que trataba de derrocar y de reemplazar por un nuevo
Estado. Para Bakunin, un Estado de los trabajadores era una contradicción en sí misma (Cole, 1974: 117).

El próximo congreso que debía reunirse en Maguncia (Alemania), no pudo efectuarse, las tensiones entre Alemania y
Francia se agudizaron al punto que en julio de 1870 estalló la guerra Franco-prusiana. El Consejo General de la
Internacional publicó dos manifiestos (a cargo de Marx) en el transcurso de la guerra, logrando predicciones sobre el
futuro del conflicto y exponiendo las tareas que se desprendían para la clase trabajadora 17.

La Comuna de París

“Si entonces la Comuna era la verdadera representación


de todos los elementos sanos de la sociedad francesa y,
por consiguiente, el auténtico gobierno nacional,
era al mismo tiempo, como gobierno de trabajadores y campeón
audaz de la emancipación del trabajo, enfáticamente internacional.
Bajo la mirada del ejército prusiano, que había anexado
a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexaba
a Francia al pueblo trabajador del mundo entero” (Marx, 2009: 83).

15
Mijaíl Bakunin (1814-1876).
16
Por eso algunos autores como por ejemplo Eduardo Colombo (2013) han definido este debate como el enfrentamiento entre los
autoritarios y los libertarios o antiautoritarios.
17
Dichos manifiestos fueron reunidos en La Guerra Civil en Francia de Karl Marx.
El 2 de septiembre de 1870 Napoléon III capitulaba, dos días después se proclamaba en París la República. Ante la
situación de emergencia se permitió a los diputados parisinos del antiguo cuerpo legislativo constituirse en un
“Gobierno de Defensa Nacional” y, a los fines de la defensa “todos los parisinos capaces de empuñar armas” debían
alistarse en la Guardia Nacional (Engels, 2009). El componente mayoritariamente obrero dentro de esta última se
tornó evidente. Ante las condiciones que imponía la brutal derrota para Francia –la cesión de Alsacia-Lorena, una
gran indemnización y la ocupación de París mismo por el ejército prusiano (Cole, 1974: 142)- París fue ganada por
masivas manifestaciones en las que participó, incluso, la Guardia Nacional. La indignación se profundizó cuando, ante
esta situación, la Asamblea decidió establecerse en Versalles. Ante esto, París, que en armas se percibió sin autoridad,
se decidió inmediatamente a celebrar elecciones con el fin de establecer un gobierno verdaderamente representativo.
El 28 de marzo de 1871, con la participación de 229,000 electores se estableció la Comuna, conformada por los
consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los distintos barrios de la ciudad (Marx, 2009). La comuna,
de acuerdo a la interpretación de Marx (2009), no era un organismo parlamentario, sino “ejecutivo y legislativo” al
mismo tiempo, cuyos representantes podían ser revocados en todo tiempo por sus electores (Abendroth, 1986). Su
composición era diversa: conocidos radicales, miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, blanquistas y
jacobinos de los clubes revolucionarios y miembros de la clase obrera, algunos, relacionados con la Internacional
(Cole, 1974:142).

Fueron muchas las medidas revolucionarias tomadas en el corto tiempo que duró la Comuna de París. Entre ellas, se
destacan: la supresión del ejército permanente y la policía, y su sustitución por el pueblo armado; la educación
gratuita; la expropiación de la Iglesia y su separación del Estado; la equiparación salarial entre servidores públicos y
obreros; y la revocabilidad permanente de todos los funcionarios.

Leo Frankel, obrero alemán e integrante de la Internacional, quedó a cargo de los asuntos del Trabajo y de la Industria
en la Comuna. El mismo realizó todos los esfuerzos para mejorar las condiciones de trabajo y que las fábricas y
talleres abandonados por sus propietarios fuesen abiertos como cooperativas. Asimismo, colaboró con los sindicatos
obreros y logró poner en marcha cierto número de talleres, mejorar los salarios de los contratos públicos, suprimir el
trabajo nocturno en las panaderías y llevar a cabo algunas reformas (Cole, 1974).
Sin embargo, a los dos meses de su proclamación, la Comuna de París, fue aniquilada por las fuerzas de la burguesía
francesa que pactó con sus antiguos enemigos de guerra, las tropas prusianas, para masacrarla: “1848 no fue sino un
juego de niños comparado con el frenesí de la burguesía en 1871” (Engels, 2009: 18). La aniquilación de la Comuna
de París posteriormente sería bautizada como la “semana sangrienta”. Mientras algunos afirman que el número de los
muertos en las barricadas fue de unos 2,500, y el de los muertos después de la lucha superó los 14,000; otros hacen
ascender el total de muertos a 30,000 y el de prisioneros a 45,000. De lo que no cabe duda es de la composición
mayoritariamente proletaria de estas víctimas:

Se conservan listas que registran la ocupación de unos 20,000 que fueron juzgados por tribunales
ordinarios. Estas listas incluyen 2,901 labradores, 2,664 mecánicos y cerrajeros, 2,293 albañiles, 1,659
ensambladores, 1,598 empleados comerciales, 1,491 zapateros, 1,065 empleados de oficinas, 863 pintores
de brocha gorda, 819 impresores, 766 canteros, 681 sastres, 636 ebanistas, 528 plateros, 382 carpinteros,
347 curtidores, 283 marmolistas, 227 hojalateros, etc., incluyendo 106 maestros, y una larga lista de
ocupaciones menos nutridas. La gran mayoría de los condenados eran obreros manuales, de los oficios e
industrias de París (Cole, 1974: 153-154).

Engels relaciona estos hechos con aquella traición de la burguesía al proletariado en las revoluciones de 1848 y
afirma: “Fue la primera vez que la burguesía mostró a cuán demencial crueldad de venganza es capaz de recurrir
cuando el proletariado, como clase independiente, con sus propios intereses y reivindicaciones es capaz de
enfrentársele”. De esta manera se clausuraba la Comuna de París. Más allá de su corta duración, fue tal el impacto de
esta experiencia que además de convertirse en la demostración práctica de lo que Marx había definido como la
“dictadura del proletariado”, posteriormente inspiraría a Lenin, para escribir su libro El Estado y la Revolución.
El Consejo General de la AIT encargó a Marx escribir un Manifiesto al respecto el que se tituló La Guerra Civil en
Francia.

Conclusiones extraídas de la experiencia de la Comuna. Consecuencias y debates


La derrota de la Comuna acarreó gravísimas consecuencias no sólo para el movimiento obrero francés sino también
para el de distintos países. La represión de las actividades de la Internacional se extendió por toda Europa: en España
se la declaró fuera de la ley, en Dinamarca se persiguió sistemáticamente a sus miembros, así como en Austria-
Hungría, y en Alemania, Bebel y Liebknecht, fueron condenados a dieciocho meses de cárcel el 27 de marzo de 1872
(Kriegel, 1986).

La experiencia fracasada de la Comuna de París puso en cuestión el sistema de organización obrera descentralizada
vigente hasta entonces en la AIT (Perez Ledesma, 1980), basado en las secciones y federaciones de oficio, y planteó la
necesidad de sustituirlo por una estructura más centralizada y operativa, cuyo elemento fundamental sería la
constitución de partidos obreros en cada uno de los países participantes. En este sentido, la derrota de la Comuna
influyó en la agudización de las contradicciones al interior de la AIT con los bakuninistas, que como vimos, se
declaraban defensores a ultranza del abstencionismo político y la organización puramente económica del proletariado.
Frente a los mayores niveles de centralización contenidos en la propuesta marxista de partido, Bakunin y sus adeptos
extrajeron otras conclusiones de la experiencia de la Comuna, defendiendo incluso después de la represión sangrienta
de la experiencia parisina, la autonomía de cada lugar para replicar en la primera ocasión favorable, “comunas” en
ciudades aisladas cuyo ejemplo sería imitado por las otras (Riazanov, 2012: 254).

En 1871, el Consejo General, ante la imposibilidad de realizar un Congreso, convocó una Conferencia en Londres. En
esta conferencia, terminó por imponerse la tesis marxista sobre la necesaria acción política de la clase obrera:

Considerando: Que contra el poder colectivo de las clases poseyentes el proletariado sólo puede actuar
como clase constituyéndose en partido político distinto, opuesto a todos los antiguos partidos formados por
las clases poseyentes (…) Que esta aglutinación del proletariado en partido político es indispensable para
asegurar el triunfo de la revolución social y de su objetivo supremo: la abolición de clases (…) Que la
unión de las fuerzas obreras ya obtenida por las luchas económicas debe servir también de palanca en
manos de esta clase en su lucha contra el poder político de sus explotadores (…) La Conferencia recuerda a
los miembros de la Internacional que en el estado militante de la clase obrera su movimiento económico y
su acción política van indisolublemente unidos (Kriegel, 1986: 15).

En el congreso de La Haya de 1872, estas diferencias entre bakuninistas y marxistas en torno a la dimensión política
terminarían por provocar la división. El sector socialista se trasladó provisoriamente a Nueva York. Pero en 1876, el
Consejo General anunció la disolución de la Internacional en la Conferencia de Filadelfia. Los bakuninistas, por su
parte, junto a otros sectores, el mismo año de la escisión, celebraron un Congreso extraordinario en Saint-Imier. Sin
embargo, Bakunin abandonó dicha experiencia a fines de 1874 y falleció en 1876. Fue en Italia y España donde la
línea bakuninista cobraría más fuerza. Sin embargo, la Internacional “antiautoritaria” también llegaría a su fin en
1877. El anarquismo continuaría en otras formas, pero la época de los partidos socialistas, políticos y nacionales, ya
estaba en marcha (Kriegel, 1986: 15) y sería de la mano de ellos que, años después, iniciaría la experiencia de la
Segunda Internacional.

En síntesis, la AIT no logró constituirse como una organización robusta ni contar con grandes medios económicos, no
obstante, mientras existió se le atribuyó un poder enorme por parte de los órganos de prensa y los gobiernos de la
clase dominante. A pesar de sus difíciles comienzos, la misma fue ganando autoridad y prestigio entre los obreros
europeos a partir de sus llamamientos a la solidaridad con las luchas laborales que comenzaban a darse en distintos
países. En este sentido, la AIT, contribuyó no sólo a desarrollar la conciencia política y social de los obreros a los que
representaba, sino que dio a los obreros y a los países, en los que en 1864 no había aún indicios de organizaciones
obreras independientes, el impulso que les permitiría separarse del liberalismo burgués, fortaleciendo, más allá de la
heterogeneidad, la unidad en torno al desarrollo de una conciencia común proletaria (Abendrooth, 1983).

En este sentido, la AIT fue considerada “un alma grande en un cuerpo pequeño” (Kriegel, 1986: 9), en tanto había
creado las condiciones para la fase siguiente: la del nacimiento de los partidos obreros nacionales y el auge de los
sindicatos en el continente. Es decir, y tomando a Pérez Ledesma (1980):

el proceso de organización de los partidos obreros emprendidos por la Segunda Internacional hundía sus
raíces en los debates y elaboraciones teóricas de su predecesora, la Asociación Internacional de los
Trabajadores, en los que se definieron, al precio de conflictos y escisiones, los postulados de la acción
política del proletariado (pág. 6).

SEGUNDA PARTE

Democratización y partidos de masas

La comuna de París desató una “crisis de histeria internacional” (Hobsbawm, 2009: 94) entre los gobernantes
europeos y las clases medias. La brutal represión que logró aniquilar esta experiencia reflejaba el problema
fundamental de la política de la sociedad burguesa: el de su democratización. Si bien ésta se mostraba inevitable, fue
introducida sin demasiado entusiasmo por parte de las clases dirigentes que realizaron todo tipo de esfuerzos para
limitar el impacto de la opinión y del electorado de masas sobre sus intereses y sobre los del Estado.

La consecuencia política de esta democratización fue la movilización política de las masas para y por las elecciones,
lo que implicó la organización y desarrollo de movimientos y partidos de masas, propaganda de masas y medios de
comunicación de masas. El movimiento obrero no estuvo exento de este proceso, en todos los sitios donde lo permitía
la política democrática, comenzaron a surgir partidos de masas basados en la clase trabajadora:
En 1880 apenas existían con excepción del Partido Socialdemócrata Alemán, unificado recientemente 18
(1875) y que era ya una fuerza electoral con la que había que contar. En 1906 su existencia era un hecho tan
normal, que su ausencia era lo que parecía sorprendente (Hobsbawm, 2009: 127).

El funcionamiento de la economía como un sistema cada vez más integrado empujó a los sindicatos y partidos obreros
a adoptar una perspectiva nacional, configurando organizaciones globales, que les permitieran dar a sus luchas la
repercusión nacional que demandaban las transformaciones en la estructura de los estados capitalistas europeos. Las
organizaciones sindicales o políticas fragmentadas en torno a la ocupación o a la localidad, características de las
décadas anteriores, cedían paso a estructuras más amplias. Así se iniciaba una nueva etapa en el desarrollo del
movimiento obrero internacional: la de los partidos obreros de masas.

La Segunda Internacional

El triunfo en la mayoría de los países de Europa occidental y central de sistemas políticos parlamentarios o
semiparlamentarios, se constituyó, no sin tensiones, en el escenario propicio para la participación obrera en la vida
política, y en especial en los procesos electorales, e impulsó el desarrollo de los partidos socialistas como cauce para
esta participación. En este marco, la evidente expansión de las ideas socialistas a escala global combinada con la
diferenciación nacional en su propio seno, plantearía nuevamente la cuestión de establecer entre los elementos
nacionales sectoriales, aquellas relaciones institucionales que permitieran conservar no sólo un núcleo doctrinal
común, sino sobre todo esa arma estratégica fundamental que era la acción pensada y coordinada directamente a nivel
internacional (Droz, 1984). Asimismo, la creciente influencia del marxismo, y de sus tesis sobre la acción política,
sirvió para reforzar la tendencia a la intervención política, como lo demuestra la actuación de la II Internacional, desde
el mismo momento de su fundación. La misma, a diferencia de la AIT, tomó la forma de una Federación de Partidos
Socialdemócratas, algunos de los cuales comenzaban a tener peso de masas.

En 1889, en el marco del centenario de la Revolución Francesa, se celebraba en Francia el primer congreso de la
Segunda Internacional. En él se definieron dos cuestiones prácticas: apoyar un programa por una legislación
internacional del trabajo (en contraposición a las posturas anarquistas que sostenían que la legislación laboral era
incompatible con los principios socialistas) y apoyar la lucha por la jornada de ocho horas de trabajo que realizaba la
Federación Norteamericana del Trabajo –AFL–, organizando una masiva manifestación internacional el 1 de mayo,
que elevara a los distintos estados esta petición y no sólo a los patrones.

Respecto a su funcionamiento, en el Congreso internacional de París (1900) se decidió la creación del Buró Socialista
Internacional (BSI). El mismo constaría de dos delegados por país, con sede en Bruselas, y dispondría de un
secretariado permanente, mientras que la delegación de un país asumiría la función del Comité Ejecutivo. De las
reuniones de la Internacional participaron las principales personalidades del socialismo de la época: Jaurés 19, Vaillant
y Guesde, por Francia; Kautsky 20, P. Singer, H. Haase, por Alemania; Troelstra y Van Kol 21, por Holanda; Plejanov y
Lenin22 por los socialdemócratas y Rubanovitch por los socialrrevolucionarios de Rusia; Rosa Luxemburgo 23 por
Polonia; H. Branting por Suecia; C. Racowsky por Rumania; Keir-Hardie y Hyndmann por Inglaterra; S. Katayama
por Japón; W. Adler por Austria; P. Knudsen y Th. Stauning por Dinamarca; F. Turati y Morgari por Italia; M.
Hillquit por Estados Unidos, entre otros.

18
En Alemania existían dos partidos obreros –la Asociación General de Trabajadores Alemanes (fundado por Lasalle) y el Partido Obrero
Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y Wilhelm Liebknecht- que abarcaban sólo una pequeña parte de la clase obrera alemana que crecía
con rapidez debido al auge industrial. A partir de su unificación en 1875 en el Congreso de Gotha aumentó considerablemente su influencia hasta
convertirse en un verdadero partido de masas. Junto con los sindicatos a él vinculados fueron el “ideal del movimiento obrero en los demás Estados
del continente europeo” (Abendroth, 1983: 54).
19
Jean Jaurés (1859-1914)
20
Karl Kautsky (1854-1938)
21
Henri Van Kol (1852-1925)
22
Gueorgui Plejánov (1856-1918) y Vladimir Ilich Lenin (1870-1924
23
Rosa Luxemburgo (1871-1919)
Las transformaciones políticas y económicas de la coyuntura europea planteaban nuevos problemas al movimiento
obrero, ligados al proceso de democratización que afectaba las instituciones sociopolíticas en el conjunto de los
países. Como decíamos anteriormente, en dicha internacional la necesidad de la intervención política del proletariado
estaba saldada, sin embargo, no demorarían en surgir debates en torno a las formas de dicha intervención, el programa
y las características de las estructuras internas de una organización que pretendía ser herramienta para la acción
revolucionaria de la clase obrera a escala mundial.

Si bien la Segunda Internacional no tuvo una visión unívoca sobre la organización y el papel de los partidos obreros –
a diferencia de la III Internacional, que explicitó desde su fundación una concepción muy precisa sobre el tema–, en
sus congresos se fue imponiendo “el triunfo del «partido» como fórmula organizativa preponderante” (Pérez
Ledesma, 1980: 72). En este sentido, mientras que el congreso de París se refería indistintamente a “las
organizaciones obreras y partidos socialistas de todos los países”, en el congreso de Londres de 1896 se realizaría un
llamamiento explícito a los trabajadores de todos los países a “unirse en un partido distinto de todos los partidos
burgueses” y se definiría aprobar como únicas organizaciones con derecho a formar parte de la Internacional a las que
“se proponen por objeto sustituir la propiedad y la producción capitalista por la propiedad y la producción socialista, y
que consideran la acción legislativa y parlamentaria como una de las medidas necesarias para alcanzar este
propósito” y a los sindicatos que aceptasen la necesidad de dicha acción política. La conferencia de Bruselas, tres
años después, declaraba que la “«conquista socialista de los poderes públicos por el proletariado organizado en partido
de clase» era uno de los «principios esenciales del socialismo»” (Pérez Ledesma, 1980: 72). Y ya en el siglo XX se
decidiría a tomar un papel más activo en la organización de partidos obreros, interviniendo en los países en que aún no
estaban establecidos sólidamente, y en especial en aquellos, como Francia, en los que existían varias organizaciones
proletarias en conflicto. Respecto a ellos, la resolución del congreso de Ámsterdam de 1904 declaraba: “para dar a la
clase de los trabajadores toda su fuerza en la lucha contra el capitalismo es indispensable que en todos los países,
frente a los partidos burgueses, no haya más que un partido socialista, como no hay más que un proletariado”. Dicha
definición se profundizaría en el congreso de Copenaghe (1910): “Considerando que, al ser el proletariado uno e
indivisible, cada sección de la Internacional debe ser un grupo unido fuertemente constituido, obligado a abolir las
divisiones internas en interés de la clase obrera de su país y del mundo entero” (Pérez Ledesma, 1980: 72).

En suma, la actuación de la Segunda Internacional, aun respetando las diferencias organizativas entre los distintos
partidos nacionales y la autonomía de cada uno de ellos, estuvo dirigida a consolidar la forma organizativa del partido
a nivel nacional y su articulación a nivel internacional. En este sentido, su incidencia en algunos países europeos, fue
decisiva.

Debates en la Segunda Internacional

Retomando lo dicho anteriormente, si bien la necesidad de la acción política, a diferencia de en la AIT, estaba saldada,
estos partidos no respondían a un único planteamiento organizativo e ideológico. En este sentido, no demoraron en
surgir fuertes debates en su seno.

Algunos de esos debates referían a cuestiones ligadas a la estructura interna de la(s) organización(es) del movimiento
obrero, otros a la postura que debería tomar este último ante las nuevas determinaciones del contexto.

1. Debates respecto a la estructura interna del movimiento obrero:

Reforma o revolución: derecha, centro e izquierda al interior del movimiento obrero


La obra de Bernstein24 Las premisas del socialismo y las tareas de la social-democracia salió a luz en 1899. Según su
autor, la misma había sido concebida con el objetivo de “fortalecer la social-democracia en su avance por la vía que
había iniciado”. Para Bernstein la nueva etapa económica basada en los monopolios llevaba a un crecimiento

24
Eduard Bernstein (1850-1932). Afiliado al Partido Socialmócrata Alemán. En 1901 es elegido diputado del Reichstag. Sus
elaboraciones teóricas fueron denominadas como “revisionismo” ya que revisa los fundamentos del socialismo marxista.
progresivo del capitalismo y no a la crisis que Marx, según él, presagiaba como inevitable. Bernstein proponía
considerar el socialismo no como una corriente exterior y radicalmente separada del liberalismo burgués, sino, “dado
su contenido espiritual, como heredero legítimo de éste”. Para él el socialismo sería la expresión del liberalismo
llevado hasta sus últimas consecuencias. La tarea socialdemócrata entonces, era conseguir reformas graduales hasta
concluir pacíficamente en el socialismo. El revisionismo se abrió paso como corriente ideológica, consolidándose
como el sector “de derecha” de la Segunda Internacional25.
Esta posición a nivel teórico sería fuertemente debatida por dos corrientes: la de centro y la de izquierda. La primera,
estaba integrada por dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán, más conocidos como “ala ortodoxa”. Entre ellos
se destacó Karl Kautsky. Sin embargo, si bien el revisionismo parecía derrotado, manteniéndose el programa marxista
original como línea formal del partido, en lo concreto no demoraría en demostrar vitalidad, imponiéndose
progresivamente en las prácticas del partido, y ganando en sus principales dirigentes una ambigüedad que cada vez los
acercaba más a estas posturas. Para López (2003), esta ambigüedad se explicaba por las características del contexto
alemán. El Estado alemán, y sobre todo Prusia, contaban en la era Guillermina (1890-1914) con unas instituciones
políticas que salvaguardaban los intereses reaccionarios y conservadores, sin dar cabida a una real democratización
del país. Resultaba ilógica, en este marco la confianza de Bernstein en un Estado liberal y reformista, y por ende
indefendible. En esta línea, era fundamental para la socialdemocracia y su dirigencia, mantenerse como partido de
clase independiente, en tanto no contara con un sector “liberal” con el cual aliarse (López, 2003).
Con la publicación de esta obra los debates desbordan pronto el marco estrictamente alemán diseminándose al
conjunto de las organizaciones vinculadas a la Segunda Internacional. La lucha contra estas ideas, no quedó sólo en
manos de los “ortodoxos” o centro. Tanto los acontecimiento rusos de 1905, que pusieron el tema de la revolución
violenta a la orden del día, como las crecientes ambigüedades y cercanías en la práctica de la “ortodoxia” marxista a
las posturas revisionistas; empujaron a un grupo minoritario de marxistas a dar estos debates desde una perspectiva
basada en una estrategia proletaria enfáticamente revolucionaria. Entre sus referentes más destacados encontramos a
Lenin y Rosa Luxemburgo, entre otros. Los mismos, aunque con matices entre sí, coincidían en caracterizar al
revisionismo como la negación de la teoría de la lucha de clases “pretendiendo que no es aplicable a una sociedad
estrictamente democrática, gobernada conforme a la voluntad de la mayoría” (Lenin, 2007: 102). En esta línea, Rosa
Luxemburgo afirma: “su teoría tiende a aconsejarnos que renunciemos a la transformación social, objetivo final de la
socialdemocracia, y hagamos de la reforma social, el medio de la lucha de clases, su fin último” (Luxemburgo, 2003:
11)

Centralización, autonomía y el rol de los sindicatos

Ligado a lo anterior, y volviendo el foco a la socialdemocracia alemana, la expansión de la organización había hecho
surgir, siguiendo a Droz (1987), una capa de parlamentarios, y funcionarios administrativos que ocupaban puestos en
los sindicatos, en las cooperativas, en las secretarías del partido y en las redacciones de sus órganos de prensa. Éstos
ya no vivían sólo “para”, sino también “del” movimiento obrero. La organización del movimiento se había convertido
para ellos de una palanca para la acción en un fin en sí mismo, considerando cualquier actividad de las masas
sospechosa, en tanto podía poner en peligro la legalidad del movimiento, y como consecuencia la propia posición.
Estos problemas eran aún más complicados en los sindicatos, puesto que cada huelga colocaba a su burocracia ante
decisiones que no se hallaban en condiciones de tomar sin por ello poner en riesgo los pilares de su sustento.

25
Francia fue uno de los países donde esta tendencia, en términos prácticos, cobró más vitalidad. Alexander Millerand, jefe del
Partido Socialista e integrante del ala reformista del mismo, aceptó una cartera ministerial del gobierno radical burgués de
Waldeck-Rousseau, produciendo en 1901 un profundo debate al interior del movimiento obrero francés. En el mismo algunos
defendían la necesidad de continuar las tradiciones revolucionarias, mientras que otros, entre los que se destacó Jean Jaurés
atacaron duramente algunos preceptos del marxismo (Mommsen, 1978).
En este marco, una serie de debates cobraron peso al interior de la Segunda Internacional, entre ellos se destacaron: el
del partido, su funcionamiento interno, su papel en el proceso revolucionario y, ante el crecimiento de los sindicatos,
el de sus relaciones con las bases obreras. Las primeras tensiones surgieron en torno a la manera de compaginar la
actividad parlamentaria con la “utilización de otras armas políticas, en especial las movilizaciones de masas” (Pérez
Ledesma, 1980: 91). Esto pronto derivo en contrapuntos acerca de cómo deberían ser las relaciones del partido con la
organización sindical.

La transformación en la estructura del capitalismo europeo y mundial era la condición previa para el
despliegue y la actividad de los partidos obreros agrupados en la II Internacional y de las federaciones
sindicales nacionales, reunidas desde 1901 en conferencias sindicales internacionales y desde 1903 en el
secretariado internacional de sindicatos. Pero al mismo tiempo, la mejora del nivel de vida de la clase
obrera, por muy escasa que fuera y por muy rezagada que se hallase con respecto al aumento de la
productividad, lo mismo que el mejoramiento (si bien limitado) de su seguridad social, no era producto de
un desarrollo automático, sino resultado de la lucha de clases dirigida por los partidos socialistas y los
sindicatos. Las organizaciones obreras se habían convertido al mismo tiempo en objeto y sujeto del
desarrollo social, si bien el rápido crecimiento y éxito les hizo estimar excesivamente en teoría sus
funciones subjetivas con demasiada frecuencia (Abendroth, 1983: 69).

La superioridad numérica de los sindicatos provocó una fuerte reacción frente a la supeditación de los mismos al
partido. De dicho debate participaron Jaurés, Luxemburgo, Lenin y Kautsky, entre otros.

Asimismo, frente a la burocratización, no demoraron en surgir tendencias al interior del partido que la consideraban
correlato directo de la centralización, defendiendo el derecho de los líderes locales y regionales a mantener su
autonomía y en defensa de la “libertad de expresión”. Sin embargo esta postura, pronto se vería ligada a los
partidarios del revisionismo. La necesidad de construir un partido socialista en las condiciones de clandestinidad
impuestas por el zarismo convirtió el problema de la organización en la cuestión central para los marxistas rusos. En
este contexto, Lenin consiguió formular un planteamiento organizativo, primero en sus artículos de Iskra y
posteriormente en su folleto Qué hacer, en los que se colocaba como uno de los principales defensores de la necesidad
de consolidar una organización partidaria sólida y centralizada. Si bien Rosa Luxemburgo también era partidaria de la
centralización, en el artículo “Problemas de organización de la socialdemocracia rusa”, publicado en 1904, plantea
sus temores en torno a la creciente burocratización del partido. Para Luxemburgo, el centralismo, como toda fórmula
organizativa, tenía que estar supeditado a la naturaleza política de la socialdemocracia: en cuanto movimiento de
masas, su desarrollo y su triunfo final requerían la extensión de la conciencia de clase, de la organización y la
actuación autónoma del proletariado, y esta extensión no se podía producir sólo mediante la disciplina y la obediencia
ciega, sino a través de la discusión y la participación en las luchas obreras (Pérez Ledesma, 1980). En esta línea, según
Luxemburgo, el centralismo socialdemócrata no era incompatible con el funcionamiento democrático del partido; más
aún, se necesitaba la democracia interna para evitar la caída en fórmulas burocráticas, opuestas a la educación política
del proletariado

2. Debates respecto a la postura que debería tomar la Segunda Internacional ante las nuevas
determinaciones del contexto: el internacionalismo en tiempos imperialistas

La crisis económica de 1873 había anticipado el fin de la fase de desarrollo económico centrado en Inglaterra, dejando
en evidencia que existían otros países capaces no sólo de producir para ellos mismos, sino también de exportar. A
diferencia de otros países que volvieron a los aranceles proteccionistas tanto para su mercado interior agrícola como
para el industrial (por ejemplo, Francia, Alemania y los Estados Unidos), Gran Bretaña se asió firmemente al libre
cambio, rehusando emprender la formación de trusts y carteles tan característicos en Alemania y EEUU en los años
1880. Gran Bretaña estaba demasiado comprometida con la tecnología y organización comercial de la primera fase de
la industrialización, como para adentrarse en la senda de la nueva tecnología revolucionaria y la dirección industrial
que surgió hacia 1890. Por ello sólo pudo tomar un camino, el tradicional, la conquista económica y política de las
zonas del mundo hasta entonces inexplotadas: el imperialismo (Hobsbawm, 1989). Con la diferencia de que ahora
dicho sendero también era adoptado por otras potencias. Así, se inauguraba una nueva etapa del desarrollo capitalista
mundial, signada por la emergencia de un grupo competidor de poderes industriales, la conjunción de rivalidad
política y económica y la fusión de la empresa privada y el apoyo gubernamental.
El surgimiento, expansión y fortalecimiento del imperialismo, dividió al mundo, configurando un grupo de potencias
que extraían grandes ganancias de los países coloniales y semicoloniales. Esta nueva situación mundial signó
fuertemente el desarrollo de la Segunda Internacional, colocando nuevos debates en su seno.
Las distintas posturas configuradas en torno a las características internas que debería cobrar la organización proletaria
pronto se trasladaron, aunque como veremos más adelante, no mecánicamente, a la posición que debería tomar la
misma frente al Imperialismo, fenómeno del cual se desprendían tres debates: la cuestión colonial, la cuestión
nacional y su inevitable avance hacia la guerra.

La cuestión colonial

Fue en el congreso de París (1900) cuando por primera vez este punto figuró en el orden del día. La moción votada al
término de los debates condenaba la política colonial burguesa y recomendaba “la formación de partidos socialistas
coloniales vinculados a las organizaciones metropolitanas”. Sin embargo, en 1904, en el Congreso de Ámsterdam
comenzaron a perfilarse dos tendencias al respecto. Por un lado la de quienes consideraban que no había otra política
posible por parte del socialismo que la de denunciar “ardiente y apasionadamente al imperialismo”. Por el otro, la
integrada, entre otras figuras por Bernstein26, que consideraba que la colonización era un hecho inevitable y necesario
incluso en el marco de una sociedad socialista: en consecuencia proponían una “política colonial socialista” positiva
(Droz, 1984: 123).

En el congreso de Stuttgart nuevamente se dibujarían tres posiciones en torno a la cuestión colonial. A la derecha
maduraba una corriente que veía en la idea colonizadora un elemento integral del objetivo universal civilizador
perseguido por el socialismo; en el centro contando con la adhesión de figuras relevantes del movimiento como Jaurés
y Bernstein, se colocaron aquellos que si bien denunciaban la evidente barbarie colonial, no rechazaban dicho sistema
que implicaba un “factor de progreso” al llevar el capitalismo a los países no civilizados; y a la izquierda, Kautsky,
Lenin y Luxemburgo, entre otros, se situaron, aunque con matices entre sí, aquellos que repudiaban enfáticamente la
colonización (Droz, 1984).

La cuestión nacional

La Segunda Internacional tampoco logró articular una posición homogénea sobre el problema de la práctica socialista
en torno a la cuestión nacional. Sólo trató este punto desde el ángulo concreto y cotidiano en el que se presentaba.

Según Droz, si bien el “derecho de los pueblos a la autodeterminación” como principio fundamental podría haber
proporcionado una línea directriz para zanjar tanto la cuestión colonial como la nacional, hubo tres elementos que
llevaron a tratarlas por separado. En primer lugar, el nivel de desarrollo económico en términos capitalistas de los
países considerados como colonias era muy distinto del de los países que se consideraban víctimas de una opresión
nacional, ya que aun siendo estos últimos, eminentemente agrícolas, los países del este y del sudeste europeo
participaban del despertar industrial del continente y comenzaban a tener un incipiente proletariado. En segundo lugar,

26
En interesante aquí la salvedad introducida por Damián López (2003: 4) en su texto al respecto: “Más que un nacionalista
Bernstein es un evolucionista, un defensor del progreso, que desde su óptica, significa adoptar las costumbres del mundo
europeo”. Esta aclaración resulta fundamental para comprender el porqué de la negativa de Bernstein a apoyar los créditos de
guerra en 1914 y su alejamiento del partido.
aunque fuera una burocracia extranjera la que se superponía a los órganos administrativos locales de los países
oprimidos, éstos mantuvieron una estructura estatal. Por último, el nivel de conciencia de estos grupos humanos, no
era comparable: el problema colonial no era todavía un verdadero problema más que para los países colonizadores,
mientras que, por el contrario, las masas populares de los países nacionalmente oprimidos se movilizaron y
encuadraron en movimientos de liberación nacional.

Por lo tanto, en la época de la Segunda Internacional, la cuestión nacional es un problema típicamente


europeo vinculado a la reorganización de las estructuras estatales en el marco económico de la
industrialización y en el marco político de la generalización del sufragio universal (Droz, 1984: 124).

La cuestión de la guerra

Íntimamente ligado a los asuntos anteriores respecto a la amenaza latente de guerra, en el congreso de Stuttgart de
1907, el ala izquierda logró imponer su postura antibelicista, la que luego se ratifica en el Manifiesto de Basilea
(1912). La resolución redactada, por Lenin, Martov y Rosa Luxemburgo en este congreso fue:

En caso de amenaza de guerra, las clases obreras y sus representaciones parlamentarias de los países
participantes se comprometen, apoyadas por la actividad coordinada de la oficina internacional, a hacer
lo posible para evitar la guerra por todos los medios que consideren eficaces, los cuales varían,
naturalmente, en proporción al agudizamiento de la lucha de clases y de la situación política general.
Caso, no obstante de que estalle la guerra, es su obligación intervenir, a fin de acelerar su pronta
terminación y aspirar con todas sus fuerzas a aprovechar la crisis política y económica causada por la
guerra para sacudir al pueblo y con ello acelerar la supresión del predominio de la clase capitalista (En
Abendroth, 1983: 82).

En julio de 1914 el imperio austro-húngaro dio un ultimátum a Serbia. Los partidos de la Segunda Internacional
pusieron en práctica el primer mandato del Manifiesto de Basilea: "Si la guerra amenaza con estallar, desarrollar todos
los esfuerzos con el objeto de prevenirla por todos los medios que consideren efectivos”. El 29 de julio cuando las
tropas austriacas entraban en Belgrado, se organizaron inmensas manifestaciones contra la guerra. El 1 de agosto,
Alemania declaró la guerra a Rusia. Al fracasar en el intento de evitar el estallido del conflicto bélico, la Segunda
Internacional y sus partidos, tenían que poner en práctica el segundo mandato del Manifiesto de Basilea. Conforme a
las resoluciones del congreso, debía “emprender la guerra a la guerra” (Kriegel, 1986).

Como afirma Abendroth (1983: 84):

Cualquier partido que hubiera seguido la resolución de Stuttgart habría podido llevar a las masas a la lucha
contra sus gobiernos y contra la guerra. Eso sí, habría tenido que aguantar primeramente un período de
aislamiento, persecución e ilegalidad. Pero la mayoría de los grandes partidos europeos no estaban
dispuestos a esto. Así, tuvieron que convertirse en instrumentos de la política militar de sus respectivos
gobiernos y con ello de la clase dominante. En esa actitud siguieron incluso cuando las masas comenzaron
a mostrarse críticas, y sólo con vacilaciones siguieron la disposición de sus partidarios, en lugar de dirigirla.
A menudo incluso intentaron paralizar la formación de la conciencia y la actividad de sus socios en interés
de sus gobiernos (Abendroth, 1983: 84).

La Segunda Internacional no había pasado la prueba impuesta por la guerra. En relación a los partidos, sólo
excepciones no votaron a favor de sus propios gobiernos: los rusos, los serbios (a pesar de que estos últimos
soportaban la presión de la invasión de las tropas austriacas) y la corriente fabiana del Partido Laborista inglés. En
Alemania, el único diputado socialdemócrata que votó en contra de los créditos de guerra y que además llamó a los
obreros y soldados a volverse contra su propio gobierno, fue Karl Liebknecht (Kriegel, 1986).
Durante la guerra se celebraron varias conferencias socialistas internacionales, entre las que se destaca la conferencia
de Zimmerwald en septiembre de 1915 como la primera manifestación colectiva de una corriente internacional contra
la guerra, reuniendo 38 socialistas de 11 países distintos (entre ellos Trotsky27 y Lenin).

Estas conferencias fueron las únicas manifestaciones eficaces de solidaridad internacional en un período de
desgarramiento de Europa y de suicidio político; las clases dominantes habían provocado el suicidio, y los
«políticos realistas» a la cabeza de los grandes partidos y sindicatos de la II Internacional lo aprobaban.
Pero estas reuniones de pequeñas minorías fueron los primeros pasos hacia la reconstitución del
movimiento obrero europeo tras una crisis más grave (Abendroth, 1983: 84).

Bibliografía consultada

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