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CAPÍTULO IV

Los votos como expresión simbólica


de un itinerario de fe

n nuestro intento de dibujar las perspectivas de una teo­

E logía de la vida religiosa, la experiencia de los votos tiene


una significación paradigmática. Son como la encarnación
permanente de esta manera peculiar de seguir a Jesús de Nazaret.
Sin embargo, hay que reconocer que la literatura sobre los votos
tiende, desde hace siglos, a achicar el sentido de esta experiencia y
reducirla a algunos aspectos petrificados, periféricos y aislados los
unos de los otros, haciendo desaparecer así, casi por completo, su
función motora y dinamizadora de la vida consagrada.

Una deformación histórica


Como hemos señalado y desarrollado ya anteriormente,17 la ten­
dencia exageradamente juridicista, heredada en parte de la Con­
trarreforma, nos ha hecho perder el sabor simbólico de nuestra
experiencia profunda. Volveremos más adelante a este sentido
esencialmente simbólico de los votos.
Por otra parte, el moralismo que invadió todo el discurso católico,
especialmente desde el jansenismo, subraya, de manera demasia­
do unilateral, la dimensión ascética de los votos, olvidando a veces
por completo que se trata, ante todo, de una experiencia de corte

17 Ver Simón Pedro Arnold, El Riesgo de Jesucristo, una relectura de los


votos. Paulinas, Bogotá, 2003.

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místico, es decir, de un encuentro siempre renovado con el miste­
rio de lo divino en Jesucristo.
Pistas dos deformaciones fatales han afectado el alma de nuestra
espiritualidad y de nuestra teología, reduciendo la vida religiosa
a un contrato o a un intento idealista abstracto, deshumanizando
nuestra aventura, confundiéndola artiñcialmente con una vida an­
gelical de otro mundo.
Es urgente liberarnos de estas exclusivas, y reencontrarnos con
la dinamicidad de una vida espiritual que es camino, búsqueda,
esperanza. Más allá del idealismo carcelario de los votos, tenemos
que reencontrarnos con la utopía del Reino que estos votos encie­
rran y abren al mismo tiempo. Nuestra vivencia es un “sígueme” y
no un “detente” y “protégete”.

Una distinción perversa entre “preceptos” y “consejos”


Vuelvo a abordar aquí la polémica iniciada en mi libro El riesgo de
Jesucristo, sobre lo poco feliz de la tradicional distinción teológica
entre preceptos y consejos evangélicos.
Los votos, en esta teología, se presentan como una opción faculta­
tiva de algunos, la cual les daría acceso automático a un grado su­
perior de discipulado. El celibato casto, la pobreza y la obediencia
serían como un “post-grado” en la carrera de santidad.
Este cristianismo a dos velocidades repugna profundamente a la hu­
mildad evangélica. Si Dios es amor, todo en su palabra es “propuesta”
que nos toca acatar o no, con toda libertad. No hay para los creyentes
un mínimo obligatorio para llegar al Reino si éste es un don gratuito,
incondicional y previo a toda respuesta de nuestra parte.
Allí reside la novedad revolucionaria de la fe cristiana según san
Pablo. Hablar de “preceptos” es volver a darle a la ley un valor sal-
víñco. En el amor, de alguna manera todo es “propuesta”, consejo.
Sin embargo, a partir del momento en que decidimos responder
libremente a este “consejo-propuesta”, todo se vuelve, de alguna
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manera, precepto. Es decir el amor correspondido adquiere ca­
rácter de obligatoriedad.
No, no existen diferentes grados en el discipulado. Todos corre­
mos juntos, a ritmos diversos y con técnicas múltiples. Lo contra­
rio sería una visión elitista de la historia creyente que repugna
profundamente a la kenosis evangélica. Para Jesús, los primeros
son últimos y los últimos primeros. Los niños son los más impor­
tantes y el servidor es el modelo.
Además, es urgente liberar la teología de los votos de la camisa de
fuerza impuesta por el derecho canónico. Si el Espíritu es el ver­
dadero creador de los votos, no podemos encerrar su creatividad
carismática en tres manifestaciones debidamente clasiñcadas, defi­
nidas y caracterizadas. Lo propio de la vida carismática es suscitar
constantemente lo nuevo.
Muchas órdenes y congregaciones han sentido la necesidad de
añadir algún voto específico a los tres votos canónicos. Estos votos
específicos tienen que ver, precisamente, con un carisma propio
de la familia religiosa en cuestión. Así, los benedictinos tenemos
un voto de estabilidad y otro de conversión de costumbres. Los
hermanos de san Juan de Dios pronuncian un voto de hospita­
lidad. Otros han puesto la paz en el centro de sus compromisos.
Más allá de la bella matriz de los tres votos clásicos, convendría
reabrir constantemente este capítulo para introducir nuevas ex­
presiones de las invitaciones constantes del Espíritu para un tiem­
po, un contexto y una coyuntura particulares. En este sentido, el
derecho canónico nos puede ayudar, en particular, con la enorme
libertad y flexibilidad de los votos privados.

Un compromiso creativo como respuesta a la fidelidad de Dios


Lo esencial en esta temática de los votos es devolverle a nuestra
consagración su dinamismo permanente. Así, más que un terminus
ad quem, los votos son una especie de viático que nos acompaña en
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la creación diaria de nuestra respuesta a la fidelidad de Dios. Nos
invitan a la vigilancia, para experimentarla cada día, a lo largo de
la vida del consagrado y la consagrada.
El verdadero iniciador de los votos, el primer comprometido, de
cierta forma, es el propio Dios. Lo nuestro no es más que acatar la
Alianza que nos precede. Al pronunciar los votos, no hacemos otra
cosa que consentir a la palabra de Dios, a su promesa, y fiarnos de
ella como María. Ver nuestro compromiso de otra manera sería
arrogancia y locura.

De la perfección a la conversión
Todo lo meditado hasta ahora nos lleva a cambiar radicalmente la
perspectiva de nuestro proyecto. No buscamos la perfección mo­
ral como un estado pasivo que se trataría de alcanzar, cuidar y
vigilar. Nuestra vocación es la de peregrinos y caminantes, sudo­
rosos, polvorientos y cansados por el camino. Somos, felizmente,
tan pecadores como toda la humanidad. En tal sentido, nuestra
solidaridad empieza en el pecado.
Nuestra utopía, más bien, está movida por un deseo inextingui­
ble de cambio radical. Por definición, este proceso de cambio es,
siempre y para siempre, inacabado. Nos comprometemos pública­
mente ante la comunidad, la Iglesia y Dios a no bajar la guarda y
a reemprender permanentemente el camino de la transformación
interior, de la interpelación evangélica.

De lo “angelical” a lo “humano”
Lejos de ser un intento de olvidarnos de nuestra condición hu­
mana y de anticipar, artificialmente, condiciones de vida propias
de los ángeles, la vida consagrada se quiere a sí misma camino de
verdadera humanidad.
Si se trata de una propuesta profética, como lo afirmamos desde
un comienzo, y por lo tanto minoritaria, no deja de ser, sin em­

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bargo, una verdadera experiencia de humanización. En efecto, en
la perspectiva bíblica del Génesis, donde Dios nos hizo a imagen y
semejanza suya, es decir hombres y mujeres, la verdadera deifica­
ción, que es nuestra vocación universal, pasa por la humanización.
El eslogan cristiano, si tomamos en serio el misterio de la encarna­
ción, es “más humano, más divino”.
Los votos, en vez de alejarnos de nuestra condición encarnada,
sublime y trágica, nos deben de confrontar con ella, en un diálogo
sincero y radical. Por lo tanto, el criterio evangélico que nos toca
aplicar a nuestra vivencia de los votos tiene que ver con esta cali­
dad humana de nuestra opción.
¿En qué medida los votos son una verdadera experiencia huma­
na, plenamente humana, sin esquivar ninguna de sus exigencias?
¿cuáles son las formas de vivencia de los votos que caricaturizan y
deforman lo humano creado por Dios a su imagen?

Los votos como reconciliación


En la línea de lo que estamos comentando, los votos se nos presen­
tan precisamente como un intento de reconciliación de dimensio­
nes dislocadas de la experiencia humana en su conjunto.
Por tal motivo, estoy cada vez más convencido de que el celibato es
la matriz viva de la experiencia de los votos. En efecto, el celibato
expresa (o debería expresar) la centralidad de las relaciones en la
experiencia humana y la urgencia de recrear redes vitales y sanas
entre todos nosotros.
En otras palabras, la propuesta del celibato pone en el centro de
nuestra antropología subyacente la experiencia de género. Para
nosotros, el taller de nuestra deificación es la relación entre el
hombre y la mujer. Desde este misterio fundador de lo humano,
como en un crisol, la “imagen” de Dios inscrita como posibilidad
en cada individuo se vuelve “semejanza”, es decir, realidad vivida.
La relación es el lugar teológico de este proceso deificante.
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Si Dios es relación, como lo afirma nuestra fe trinitaria, sólo en
la relación podemos identificarnos progresivamente a su realidad
fundamental. Ni el varón sólo es plenamente divino ni la mujer
sola tampoco. Ambos son una “capacidad de Dios”, como dice el
prólogo de san Juan. Pero esta capacidad no puede volverse reali­
dad fuera de la relación.
Sin embargo, esta relación, que por el misterio que llamamos in­
adecuadamente el pecado original, está quebrada e invadida por
el miedo, la competitividad y la violencia.
Lo que pretende el celibato es emprender simbólicamente un ca­
mino de retorno a esta relación de confianza y respeto que nos
hace capaces de Dios y lo realiza de verdad. De alguna manera, se
trata de sanarnos de la violencia por la ternura. El celibato es un
voto de ternura que emprende un largo recorrido de sanación y
convalecencia del amor verdadero entre hombre y mujer y, más
ampliamente, entre todos los humanos y todo lo humano en su
infinita diversidad.
Curarnos de la violencia implica, para nosotros, este largo silencio
del desierto donde, como lo evoca tan bellamente Oseas (2, 16ss),
nos ponemos a distancia y nos acercamos progresivamente en la
confianza.18 Como se comprenderá, un celibato basado en el temor
y la ruptura sistemática de relaciones con el otro es un contrasenti­
do absurdo y una caricatura.
Desde esta matriz de la ternura y de la no violencia, insertas sim­
bólicamente en nuestro celibato, los demás votos adquieren su
verdadero color y sentido. Así, pues, podemos afirmar que la po­
breza es una opción por la simplicidad. Si Dios es amor, es vacia­
miento constante de sí mismo en la “admiración”. Como lo afirma
de manera admirable Maurice Zundel,19 esta kenosis de Dios en la

18 Os.2, 16 ss
19 Maurice Zundel, Emerveillement et pauvreté, St Augustin, Saint Maurice
(Suiza), 1993.
admiración, volcada hacia su criatura, lo hace radicalmente pobre.
Nuestro voto de pobreza, por lo tanto, es un intento de asemejar­
nos a la pobreza de Dios que es la condición y el resultado de su
“asombro amoroso” (émerveillement) ante nosotros.
En otras palabras, el voto de pobreza es un voto de kenosis, de amor
radical en la ternura, de don sin límite, de simpliñcación a la medida
misma de la simplicidad de Dios. Que esta decisión de amar pase por
el despojo material tiene que ver con la violencia y la competitividad
que ejercemos los unos sobre los otros por medio de los objetos que
nos apasionan. Liberarse del “vicio abominable de la propiedad”,
como dice san Benito, es condición para amar “simplemente”.
De nuevo, si el estilo de nuestra pobreza se asemeja a una avaricia
mezquina y egoísta, a una acumulación de seguridades, incluidas
las seguridades morales y espirituales, para tiempos de escasez,
hasta el más allá, entonces manifestamos exactamente lo contrario
de lo que pretendemos. Lo propio de la pobreza de Dios es un
suntuoso empobrecimiento de sí en el don al otro. Caso contrario,
no nos diferenciamos en nada de la mentalidad capitalista, tan
contraria a la solidaridad humilde en el amor.
En la matriz simbólica del celibato, la castidad toma una signifi­
cación muy particular. No se trata de una abstención temerosa,
sino de una verdadera reconciliación de todas las dimensiones que
constituyen nuestra capacidad de amar.
En el ser humano, esta capacidad es dialéctica. Todos y todas tene­
mos que acoger, en primer lugar, la pulsión que nos orienta hacia
los demás. Esta energía erótica que nos abre hacia el otro, la otra,
nos revela nuestra carencia e incompletud congénitas, y la espe­
ranza incontenible de encontrar en la atracción del semejante y, a
la vez, diferente la paz y la plenitud a las que aspiramos.
El objeto del eros es el placer. Sin la dinámica del placer toda
relación queda abstracta y, de alguna manera, irreal. Pero des­
de la niñez conocemos la decepción del placer, siempre parcial,
siempre por reempezar.
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La plenitud es una ilusión que puede encerrarme en la desespera­
ción o abrirme a un horizonte nuevo que llamaremos filia. Cuando,
renunciando a la ilusión de la auto-completud, nos abrimos simple­
mente al otro, en cuanto otro, y emprendemos caminos de amistad,
fraternidad y, más ampliadamente, de solidaridad en la libertad,
experimentamos, maravillados, una capacidad nueva de amar.
Jesús dirá que este proceso llega a su cumbre cuando se da la vida
por los amigos, cuando se acepta morir por amor a las personas
amadas. Es lo que llamamos el ágape o la caridad.
En un discurso cristiano superficial, muchas veces aplicado a la
castidad, consideramos el ágape de manera exclusiva y excluyen-
te, como si fuera posible dar la vida por los amigos sin tener ami­
gos, o como si fuera posible también tener amigos sin pasar por la
lógica de la pulsión-atracción.
En tal sentido, la castidad no es la elección de uno de los tres polos
de la dialéctica del amor, sino la reconciliación de los tres en un
proceso constante de ensanchamiento progresivo de nuestra capa­
cidad de amar de verdad.
Esta utopía de reconciliación del amor que llamamos castidad se
podría identificar también con la unidad. El hombre casto, la mu­
jer casta, no es aquel o aquella que no siente ya pulsión o que ha
renunciado a la amistad, sino el humano capaz de unificarse alre­
dedor del amor verdadero. La castidad es fuerza de unificación.
Finalmente, la obediencia también se inscribe en esta única ma­
triz de la sanación de relaciones llamada celibato. En la obedien­
cia, emprendemos el camino de la comunión perdida. Habiendo
renunciado a la competitividad individualista, acogemos en cada
uno y entre nosotros la capacidad de entregarnos sin condición.
La obediencia, por este camino, es confianza en el otro y riesgo
de poner mi vida personal en la tarea común de una humanidad
fraterna de iguales. Es la opción por la verdadera y entera recipro­
cidad de libertades compartidas.
“Mi vida nadie me la quita, yo la doy”, decía Jesús. Este lema de
|a verdadera y plena libertad describe perfectamente el proyecto y
la utopía de este voto. En este sentido, no se puede imaginar una
obediencia espiritual unilateral. Como afirma san Benito en su re­
gla, toda obediencia es “mutua” y recíproca, ya que se trata de un
intento de construir juntos un proyecto evangélico. Este proyecto
implica, a la vez, el tomar en cuenta a las personas, con sus ritmos
y necesidades variados, y privilegiar una propuesta común donde
cada uno aporta y renuncia a algo.
En resumen, podríamos reformular los tres votos en la perspec­
tiva de la reconciliación en el amor de la siguiente manera: el ce­
libato podría llamarse, en adelante, el voto de la ternura y de la
no violencia, el voto de pobreza se transformaría en voto de sim­
plificación “a lo divino”, y la obediencia se volvería el voto de la
comunión. ¡Qué bella utopía, qué buena refundación!

Los votos como intento de “bienaventuranza”


En definitiva, Dios tiene una sola obsesión para con nosotros: la
felicidad. Es así como interpreto la respuesta de Jesús a sus in­
terlocutores en el evangelio de Juan: “La voluntad de mi Padre
es que tengan vida y vida en plenitud”. El resto no es parte de la
voluntad de Dios y no lo interesa. Lo que no lleva a la felicidad no
está incluido en el sueño de Dios.
Por lo tanto, si los votos quieren seguir siendo una propuesta de
evangelio, deben llevarnos a la felicidad a la manera de Jesús. Es
su único objetivo. Pero, para poder pasar el examen de “confor­
midad evangélica”, tenemos que preguntarnos primero qué sig­
nifica la felicidad para Jesús.
leñemos que remitirnos, entonces, a las dos versiones de las bien­
aventuranzas de Lucas y Mateo para aproximarnos a la intuición
de Jesús en la materia. Propongo aquí considerar los dos textos en
una dinámica incluyente. En efecto, la versión del capítulo 6 de
Lucas (probablemente la más primitiva) nos invita, primero, a una
peregrinación al “país de la felicidad”, es decir, al mundo de los
pobres, de las víctimas de todo tipo, y de su esperanza. Imposible
comprender la intuición de Jesús sin empezar con un zambullirse
en el mundo de los pobres.
No hay otra escuela donde podamos aprender y experimentar lo
que Jesús quiere decir. Hay que aprender de los hambrientos de
pan lo que signiñca el hambre de absoluto. Hay que recibir de los
que lloran en su sufrimiento corporal las lágrimas de la solidari­
dad en el amor. Sólo los verdaderos humillados pueden revelar­
nos la gracia de la mansedumbre y de la humildad.
En esta escuela permanente de los pobres, discernimos, poco a
poco, que nuestras carencias, este hueco en medio de nuestro ser
y de nuestras relaciones, son el verdadero crisol de la felicidad
evangélica. Porque descubrimos, asombrados, que la carencia
arriesgada en el compartir (recuerden los cinco panes y los tres
peces del niño) se vuelve extraordinariamente fecunda. Carencia
desbordante, generosidad desde la carencia, el verdadero lugar
de Dios en el evangelio.
Los tres votos son el aprendizaje, en medio de los pobres y de
las víctimas, de este secreto de la alegría perfecta, como la llama
san Francisco de Asís. Así, la fecundidad de la propuesta hecha
por los votos implica el vivir entre los carentes y aprender de
ellos y con ellos la fecundidad espiritual desbordante del vacío
total en el amor.
Volvemos a la intuición de la kenosis tan admirablemente evocada
por Zundel. El Dios que se vacía totalmente de sí mismo en un
desborde de admiración por su criatura no solamente es el Dios
ontológicamente pobre sino también el Dios realmente feliz.
El evangelio es Buena Noticia porque propone ese camino de
reconciliación con la carencia, el límite, lo inacabado y hace de
esta reconciliación un desborde infinito de generosidad. Es así
como Mateo relee las Bienaventuranzas, para hacer de ellas el

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verdadero camino iniciático de la vida cristiana, el paradigma
de toda la doctrina de Jesús. Esta desemboca en la cruz y la
resurrección, expresiones por excelencia de la dialéctica evan­
gélica de la felicidad.
] .os votos son experiencia de la carencia voluntariamente asumida
v mirada cara a cara. Aun en la creatividad carismática que hemos
evocado más arriba, cualquiera sea la forma que tome un voto,
tendrá siempre que expresar claramente la Buena Nueva de la
carencia como lugar del Dios de Jesús.
A su vez, todo voto —ayer, hoy y mañana— tendrá que afirmar
la suntuosidad del don, el desborde ilimitado de la generosidad
del amor, pues sólo esta generosidad puede expresar la locura de
Dios, la locura de la cruz.
En definitiva, todo voto es carencia desbordante o desborde hasta
la total carencia. Por lo tanto, la vida religiosa será una postura
“extremista” tanto en el amor como en la humildad. Nunca será
orden y sabiduría del promedio. La locura de Jesús que se entrega
hasta el extremo es nuestro único modelo.

Una expresión simbólica


Es tiempo ahora, al finalizar este capítulo, de explicar de manera
un poco más clara nuestra decisión de llamar a los votos una “ex­
periencia simbólica”.
En las páginas anteriores tomé distancia con las presentaciones
demasiado materialistas o demasiado idealistas de los votos, que
reducen nuestra experiencia espiritual a un cumplimiento jurí­
dico estrecho o nos proponen escapes idealistas en la ascesis y el
angelismo místico.
Toda experiencia mística, de alguna manera, es una experiencia
simbólica. Esto no equivale, ni mucho menos, a una experiencia
“irreal”. Para poder entender nuestro planteamiento es necesario
preguntarnos precisamente por la “realidad”.

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En la mentalidad materialista y burdamente positivista que inva­
dió el inconsciente occidental, la realidad se reduce a un objeto
muerto de observación y de manipulación. Muchas polémicas
dogmaticistas del discurso religioso, como el creacionismo, in­
tentan en vano dar coherencia materialista y positivista a la fe,
exigiendo, por ejemplo, reconocer la historicidad de Adán y Eva
y del relato mítico bíblico en su conjunto.
Pero, justamente, cuanto más la ciencia avanza en su acercamiento
a la realidad, más se revela infinitamente compleja y sorprenden­
temente inalcanzable. La objetividad científica sólo puede brindar
un ingreso parcial hacia esta realidad compleja, y nos deja conti­
nuar la exploración con instrumentos diversos que no son de su
propio espacio.
Cuando hablamos de la experiencia simbólica, queremos evocar,
precisamente, una de estas vías de exploración que nos da acceso
a la dimensión de misterio, inserto en la realidad, dimensión, al
parecer, mucho más amplia que lo objetivamente alcanzable.
El lenguaje simbólico, que participa de la narración, de la evoca­
ción, de la poesía y del arte, habla del misterio inefable de manera
mucho más clara que todo lenguaje positivo, dejando al misterio
la totalidad de su enigma, su función profética y escatológica y su
profunda libertad.
La vida religiosa es, ante todo, un arte, y tiene que ver con el
misterio y no con la experiencia positivista materialista. El cono­
cimiento de Dios nunca será de orden científico, aun si algunas
de sus condiciones pueden ser abordadas hoy por las diferentes
ciencias humanas nuestra propuesta mística privilegia el espacio
del misterio en la realidad, más allá y más adentro de su consis­
tencia material.
Es importante, en esta perspectiva, comprender los votos más como
un lenguaje, una evocación del misterio, que como la materializa­
ción de valores o de verdades morales y espirituales cosificadas.

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Por los votos, proponemos una aproximación creyente y poética
de la realidad que es movimiento, danza, dibujo dinámico, coreo­
grafía de lo irrepresentable. Hay que reconectar la experiencia
de los votos con las grandes experiencias místicas universales de
trance, de éxtasis.
No son un lenguaje codificado y cerrado en una sola dirección.
Los votos son una parábola en continua recreación de la aventura
interior del amor místico. Y, como decía Jesús de sus propias pará­
bolas “aquel que tenga oídos (hacia lo simbólico) entienda”.
De igual modo que cada auditor o lector acoge una obra de música
o la poesía, de manera propia y siempre nueva, la experiencia mís­
tica de los votos será siempre misteriosa, inacabada, esencialmente
nueva e inédita.
Con este enfoque, la vida religiosa emprende un camino original ha­
cia lo absoluto, escondido en la realidad, lo cual mueve dicha realidad
por todas partes. Si logramos reconectar los corazones de los con­
sagrados y consagradas con esta experiencia poética de la realidad,
habremos dado un paso enorme hacia nuestra liberación interior.
Asimismo, esta manera simbólica de abordar lo real desde su di­
mensión de misterio es, hoy en día, una necesidad urgentísima
para esta civilización que se ahoga en su materialismo y su posi­
tivismo mezquino. Padecemos una inmensa crisis de la Palabra.
Emitimos muchas palabras, pero nuestros mensajes, a menudo,
no son más que pretextos para quedar conectados. Nuestros in­
tercambios se ven cada vez más vaciados de todo contenido, fuera
del mero hecho de mantenerse en contacto.
Paradoja dramática de una sociedad con inflación de medios y
de emisiones y trágicamente sola en su incapacidad de comunicar
verdaderamente. Los monjes han entendido, desde hace mucho
tiempo, que solo el silencio interiorizado devuelve a la Palabra su
vibración y su conexión con lo invisible, lo absoluto, la realidad
por excelencia que es Dios, Palabra en el silencio.

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Nuestra Iglesia, en su conjunto, y la vida religiosa en particular,
se han vuelto parlanchínas y se pierden en su discurso, que no
va más allá de la elaboración racional o sentimental. Veo la in­
mensa urgencia de recrear, en nosotros y entre nosotros, vastos
espacios de silencio.
Los votos religiosos son una manera de callarse en el corazón
del mundo y de la Iglesia, para que sólo hable el misterio, desde
el silencio de nuestra búsqueda interior de Dios. Ojalá dejemos
en adelante de hablar tanto de nosotros mismos y de nuestras
“recetas” superficiales. Con esta habladuría nuestra, ya no per­
mitimos al mundo oír el canto que nos inspira desde el abismo
del silencio de Dios.
Con este retorno a lo simbólico es importante privilegiar, en la ex­
periencia de los votos, la ritualidad, la belleza, el gesto, la escucha,
la soledad, dejando aparte, de una vez, la acumulación de normas,
obligaciones y criterios institucionales de evaluación del camino.
Tanto evaluamos que ya se vuelve sumamente complicado cami­
nar a la intemperie bienaventurada de Dios.
Los religiosos y las religiosas somos saltimbanquis del Reino
y no gurus de las sabidurías humanas. No somos parangones
del orden, sino testigos espontáneos de la “locura” de Dios. Es
tiempo de dejar atrás las mordazas y las camisas de fuerza del
clericalismo y de la “buena educación” eclesiástica impuesta,
para volver a la libertad de los hijos y de las hijas de Dios, que
brota de la fuente única del amor evangélico, de la pasión inva-
sora y preferencial por Jesús.
CAPÍTULO V

Sentido histórico, antropológico


y teológico de la obediencia

ara poder abordar los votos desde una perspectiva teológi­

P ca, es necesario primero situarlos en el contexto coyuntural


que es nuestro y aclarar lo que, en su práctica actual, se ha
vuelto ambiguo, borroso o contradictorio.

La obediencia ¿una experiencia imposible?


Es preciso reconocer y denunciar la vez, la carga de infantilismo
que se ha apoderado de la práctica de la obediencia en nuestros
medios. Entre sumisión pasiva e incondicional e individualismo
craso, con su reivindicación acérrima de independencia, la ma­
nera como vivimos hoy la obediencia en nuestras comunidades
hace de ella, en no pocas circunstancias, una experiencia “im­
posible”.
En efecto, exigimos de manera recurrente una total autono­
mía ante las exigencias normativas del grupo y sus mecanismos
institucionales tradicionales, pero, al mismo tiempo, la angus­
tia típica de nuestro tiempo inseguro nos induce a reclamar la
protección de la ley y su aplicación sistemática como mecanismo
de control.
Entre tentación de anarquía y tentación de dictadura, la obedien­
cia se vuelve terreno de nadie. Lo que esta situación revela, en
realidad, es la ineficiencia de las mediaciones en nuestra cultura y
en nuestras comunidades.

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Esta dificultad de situarse en una dinámica de mediaciones ex­
presa también una comprensión perversa y contradictoria de la
norma y de la ley, con sus mecanismos de ejecución. Todo se da
como si la norma fuera el verdadero objeto de la obediencia, ante
la cual sólo queda una alternativa: o someterse o rebelarse. Pero,
cualquiera sea la opción que se escoja, no dejamos de absolutizar
la ley para sacralizarla o satanizarla; a veces, incluso, las dos cosas
simultáneamente.
En realidad, la norma y la ley son, ni más ni menos, mediaciones
relativas y necesarias para la libertad vivida en comunidad. El ver­
dadero objeto absoluto y permanente de la obediencia es el amor
que nos hace libres para la solidaridad, invertida voluntariamente
en la construcción de un proyecto común.
La gran contradicción que abordamos aquí revela, ante todo,
la profunda inmadurez de la mayoría de nosotros: entre nece­
sidad de referencias seguras (“Dime lo que tengo que hacer”,
decía el joven rico a Jesús) y la rebeldía endémica, no logramos
cuajar plenamente en el espacio espiritual y adulto, en el que
la obediencia se vuelve una oportunidad de crecimiento en la
libertad y la paz interior.
Pero esta contradicción no concierne exclusivamente a los her­
manos y hermanas ante la autoridad de su institución. El propio
ejercicio de la autoridad, en la Iglesia y la vida religiosa, está atra­
vesando un verdadero drama de contradicción. En realidad, esta­
mos sufriendo una grave patología del poder. Frente a la contra­
dicción señalada más arriba en el espacio de la comunidad y de
sus miembros individuales, se da una misteriosa paradoja. Nunca
como hoy, quizás, la conquista del poder se ha vuelto tan priorita­
ria en nuestros ambientes eclesiales. No estoy lejos de pensar que
el amor al poder oculta, en no pocas oportunidades, el amor a la
Iglesia, la preocupación por el Reino y el deseo de servir.
Entre demisión pasiva (caso de las autoridades ya un poco mayo­
res) y el afán de afirmar su poder y su autoridad (tentaciones de
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superiores y superioras más jóvenes, de la medianía de edad),
en ambos casos, lo que se expresa aquí también es la inmensa
inseguridad personal que nos caracteriza y el esfuerzo para com­
pensarla y ocultarla por estas estrategias, en verdad poco convin­
centes en el terreno.
Sin embargo, son esos mecanismos, más o menos inconscientes,
los que hacen de la obediencia una experiencia difícil, casi impo­
sible, y que viene gastando inútilmente las pocas energías de las
autoridades que nos gobiernan y de las comunidades bajo su guía.
¡Qué lejos estamos de la bellísima utopía del Buen Pastor y de sus
confiadas y liberadas ovejas!

Un acto indispensable de libertad adulta


En primer lugar, la obediencia tiene que ver con el realismo an­
tropológico. Por ser criaturas inacabadas y, por lo tanto, limitadas
aunque también ontológicamente solidarias, no podemos cons­
truir nuestra verdadera libertad en relaciones sin mediaciones. En
este sentido, toda obediencia espiritual es, a la vez, auto obedien­
cia y obediencia mutua.
Obedecer es tomar conciencia y aceptar gozosamente que no hay
discernimiento posible, para la adquisición de la autonomía, sino
se tiene en cuenta la solidaridad inscrita en nuestra historia y
nuestro ser.
En segundo lugar, la obediencia está íntimamente vinculada con
el realismo. Se trata de saber escuchar y acoger, permanentemen­
te, la realidad como es, sin idealismos perversos, sin tapujos y sin
mentiras. Este realismo concierne a nuestra propia realidad per­
sonal y la realidad contextual en la cual nos movemos. En este
sentido, la obediencia es simple sabiduría de vida.
El sabio obediente es aquel que practica sistemáticamente la auto­
crítica y pide a su entorno ayudarle a practicarla, en su conquista
de su propia vida autónoma. “Yo, nadie más que yo”, proclama

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el salmista a propósito de su responsabilidad como pecador. Esta
responsabilidad de sí mismo y de sus propios actos pasa, en no
pocas oportunidades, por el crisol de la crítica, justa o injusta, y la
interpelación de los otros y del entorno social y colectivo.
Finalmente, en esta perspectiva puramente antropológica, obe­
decer es soltar. Es también una constante de nuestra consistencia
“criatural” que, sólo dando la vida, uno se vuelve fecundo, sólo
entregándose, uno se vuelve eterno. Tal es el sentido profunda­
mente pragmático del “perder para ganar” y “ganar para perder”
que nos enseña el evangelio.

Una aventura antropológica y cósmica


En el fondo, nos encontramos, desde la concepción, en una diná­
mica de obediencia. Tanto la madre gestante como el feto están
en una relación permanente de mutua obediencia. La propia ges­
tación escapa, en gran medida, a la voluntad de ambos. Los dos
pueden favorecer su desarrollo u obstaculizarlo. Pero no pueden
controlarlo del todo. Es iniciativa permanente de la vida.
El aborto es, a este nivel, sin juzgar sus condicionamientos morales
y de las circunstancias que lo propicien, la negación de este subli­
me consentimiento a la vida que llamamos obediencia. Se opone,
de alguna manera, a su dinamismo y engendra la muerte, no sólo
para el feto abortado, sino también para la madre que, de manera
compleja, se asocia, casi siempre, al drama de su niño perdido.
El nacimiento, en cambio, es obediencia al riesgo de la vida. Cual­
quiera pueda ser su historia y sus circunstancias en adelante, es
una apuesta. Es importante comprender nuestro voto de obedien­
cia como consentimiento mutuo y solidario a la vida, experiencia
comunitaria de parto espiritual.
En esta lógica de la obediencia como consentimiento a la vida, el
ser humano nunca puede escapar de ella. Crecer en autonomía y
libertad no se consigue por voluntad propia e impaciencia. Es el

82
fruto de una larga y lenta metamorfosis cuyos mecanismos inter­
nos escapan, en mucho, a nuestra propia iniciativa. La obediencia,
aquí, se presenta como el crisol de la libertad.
La parábola del niño que ensaya la caminas autónomamente, es
todo un símbolo de esta obediencia-crisol. Empujado por un de­
seo incontenible de horizontes, al que no puede sino obedecer fe­
brilmente, intenta la postura de pie primero. Después arriesga los
primeros esbozos de pasos, con temor y ganas a la vez. Busca la
seguridad materna pero, a su vez, intenta deshacerse de ella. Hasta
que, con una ñrmeza progresivamente adquirida, escapa al cuidado
adulto y se lanza a la aventura tan anhelada, y temida a la vez, de la
libertad. ¡Qué expresión de orgullo satisfecho, con angustia disimu­
lada, invade su rostro en esos momentos! No hay icono más gozoso
de esta dialéctica de la obediencia como crisol de la libertad.
A medida que el ser humano crece en libertad y autonomía, expe­
rimenta también, y de manera creciente, la conciencia del límite.
No es dueño de su entorno, de sus relaciones, del tiempo y de los
acontecimientos. Con el paso de los años, este límite parece aco­
rralarlo cada vez más.
Puede enfrentarse a él en una constante resistencia y rebeldía.
Esta es fuente de su mayor creatividad, pero correcto si no es ca­
paz de negociar con sus límites (salud, edad, inteligencia, entorno
etc.), su creatividad se vuelve progresivamente infecunda, ineficaz
y mortífera. La obediencia es, entonces, conocimiento, consenti­
miento y negociación permanentes con el límite, bajo todas sus
formas, para poder consolidar una libertad, por otra parte, cada
vez más condicionada.
En la misma dinámica, todo ser humano es un heredero. Nadie
nace de cero. Hereda los condicionamientos culturales, familiares,
sociales, ideológicos, económicos etc. propio de toda existencia
humana. Estos condicionamientos nos persiguen hasta la muerte,
aun si utilizamos buena parte de nuestras energías para liberarnos
de ellos, oponiéndonos a ellos o transformándolos radicalmente.

83
Jesús heredó todo de Nazaret, y siguió siendo nazareno hasta la
cruz, aun si tuvo que lidiar con sus orígenes toda su vida y escapar
a sus condicionamientos provinciales estrechos. La confrontación
permanente con nuestro Nazaret nativo es el lugar por excelencia
de nuestra auto-construcción. Todos tenemos un dejo de origen
y, lo ocultemos o no, nos quedará siempre algo de esta marca de
fábrica, dolorosa o gozosa.
Finalmente, la obediencia tiene que ver con nuestra propia histo­
ria y los acontecimientos diversos que ésta produce constantemen­
te en el camino. Un poeta francés proclama, con cierta nostalgia:
“¡Nuestros besos a lo lejos nos siguen!”.20 Logros, fracasos, heri­
das y conquistas, éxitos y frustraciones: todo aquello constituye
el crisol de nuestra vida y no podemos hacer que no estén o no
hayan sido. Obedecer a su historia, con todas sus armónicas, es la
condición de la verdadera paz, de la sabiduría y de la felicidad, en
definitiva.
Cuando venga la hora de nuestra muerte, tendremos que acoger,
obedientemente, el último paso libre de nuestra existencia, el acto
libre por excelencia. El arte de morir, quizás el más definitivo e im­
portante de todos, es también la reconciliación de la libertad y de
la obediencia en un abrazo final, lleno de reconocimiento mutuo.
Las dos son, desde siempre y para siempre, hermanas gemelas.
Esta consistencia antropológica y cósmica de la obediencia, tal
como acabamos de describirla en estas líneas, repugna profunda­
mente al individualismo solipsista de nuestros contemporáneos.
Esta repugnancia generalizada, también en la Vida Religiosa, es
la expresión de un infantilismo recalcitrante e ingenuo que no
puede sino llevarnos a un impasse.
La experiencia de la obediencia en la vida consagrada se vuelve
un aprendizaje cada vez más integrado y unificado de la tensión
humana entre individualidad y solidaridad. Somos seres de reci­

20 Louis Aragón: “Est-ce ainsi que les hommes vivent?”.

84
procidad y, entre nosotros, la dialéctica comunidad-individuo es la
que logra, poco a poco, forjar personas verdaderas. Fuera de esta
tensión, en caso de negar uno de sus dos polos, no se puede pen­
sar en madurez humana y autonomía verdadera. Seremos perso­
nas y seremos comunidad en esta batalla sin vencedor ni vencidos
de la gran obediencia ontológica que nos constituye.

Obedecer es amar
Todo pasará salvo el amor, nos dice san Pablo en I Corintios 13.
Esta afirmación, que volvemos a encontrar en todo san Juan bajo
una multitud de formulaciones, implica considerar todo en pers­
pectiva de amor. Existe, para el cristiano, una subsidiariedad ab­
soluta de toda la realidad respecto al amor. Todo lleva a él y todo
existe en función de él.
En dicha perspectiva, la obediencia sólo puede llevar al amor, ser
una expresión y un camino de amor. Se trata de obedecer por
amor, de obedecer amando, amar en la obediencia. Obedecer es
volver siempre, cada día, a la fuente de todo: el amor, dejando
atrás lo que nos aleja o distrae de él.
Si así van las cosas para el discípulo y la discípula de Jesús, enton­
ces, el “otro” en mi vida, se vuelve el verdadero criterio, la refe­
rencia de mis decisiones. El otro, en la noche de la fe y del disci­
pulado, se presenta un poco como la estrella de los magos que los
llevaron al pesebre. El hermano, la hermana, es mi guía, muchas
veces inconsciente, hacia Jesús.
Pero, a su vez, en él reconozco el único rostro de Dios que está
realmente a mi alcance. Es lo que me recuerda el propio Jesús
en Mateo 25, cuando, para el juicio final, nos advierte que lo que
hacemos al hermano es a él mismo a quien lo hacemos. La obe­
diencia evangélica tiene que ver con el otro, visto como horizonte
y brújula de mi vida.
Para evaluar el grado de obediencia y fidelidad que hemos al­
canzado, tenemos un sólo medidor: el hermano, la hermana,
85
especialmente el pobre, la víctima. Amar a Dios amando al her­
mano es la clave de toda obediencia según la primera carta de
san Juan.
En este sentido, la obediencia no es un fin sino una mediación. El úni­
co fin es encontrar a Dios en el hermano. Nuestra fidelidad radical a
nuestra vocación no se comprueba en las constituciones de nuestras
familias religiosas, sino en el rostro del pobre, que me devuelve a
Dios, y en la intimidad con Dios, que me devuelve al pobre.21
Si obedecer es amar, la obediencia religiosa es un aspecto de la cas­
tidad. Estoy cada vez más convencido de que el voto matriz es la
castidad célibe o el celibato casto que implica, como consecuencias,
la obediencia y la pobreza. Se trata, en cierta manera, del martirio
del amor. Obedecer es “dar la vida por los amigos”.
Este amor hasta el extremo es imposible para nosotros si no pasa
por Cristo. El es el amor obediente y sacrificado del Padre, que no
retuvo nada para sí de su privilegio de Dios, como dice Pablo en el
capítulo 2 de la carta a los Filipenses.

Una teología de la gracia encarnada


Al afirmar que obedecer es amar, volvemos a la experiencia con­
creta de la gracia. Si todo es don para el creyente, la actitud espe­
rada por Dios de sus criaturas es el acatamiento, el consentimien­
to libre y gozoso a ese don. La obediencia, desde esta perspectiva,
no es sumisión pasiva, sino apertura, soltura y acogida de la vida
regalada de mil maneras. “No entristecer al Espíritu”, según la
bella expresión paulina, es permitirle actuar libremente en mí,
en los otros, en la comunidad, en el mundo y entre todos noso­
tros. Obedecer es abrir camino a la vida en medio de nuestras
relaciones.

21 Ver Simón Pedro Arnold, Tú, ¡Sígueme!, Verbo Divino, Cochabamba,


2010. Especialmente el texto sobre Mística y profecía en la vida religiosa.

86
Si así es, la obediencia cristiana está siempre unida, muy íntima­
mente, a la fe. Es su expresión encarnada. Nos situamos aquí en la
polémica de san Pablo entre ley y fe. Espontáneamente pensamos
la obediencia en relación con la ley. Se trataría de cumplir con la
regla impuesta desde fuera de mí mismo, con la garantía de que
este “cumplimiento” me asegura la salvación. Expresiones tan ab­
surdas como “el que obedece nunca se equivoca, aun si el superior
se equivoca”, reflejan una concepción mecanicista de la voluntad
de Dios. Como el joven rico del evangelio, nos limitamos a rela­
cionar la voluntad de Dios con su cumplimiento minucioso y sin
discusión, sin descubrir el carácter permanente, interno y vital, de
esto que llamamos “voluntad divina”.
Al contrario, la voluntad de Dios está ya ejecutada desde toda eter­
nidad, en la medida en que esta voluntad es la vida misma, la vida
en plenitud, en una palabra, la gracia; no se trata de que yo pueda
cumplir con una voluntad de Dios exterior a mí mismo. Esta hipó­
tesis es absolutamente imposible, nos señala Jesús (Jn 6, 38; 7, 12).
Sólo al Padre le es posible realizar su propia voluntad en nosotros.
Por lo tanto, la obediencia de un hombre o de una mujer libre, es
dejar que Dios cumpla su “voluntad” en nosotros.
En esta línea, la obediencia no es una virtud moral, sino una capa­
cidad contemplativa. Es el arte de discernir la acción amorosa de
Dios en la vida, la mía y la que me rodea y me envuelve. Consentir
a lo contemplado y discernido como acción de Dios en el mundo
es, a su vez, gracia, según santo Tomás de Aquino.
Si de esto se trata, entonces, obedecer implica una humildad pro­
funda y, a la vez, una enorme libertad. Es la capacidad de hacer
alianza, de dejarse reconciliar con la utopía misma de Dios, encar­
nada en la múltiple creatividad del presente.
Pero, si la obediencia es experiencia de la gracia, supone siempre
incompletud e inacabamiento. Obedecer es una actitud perma­
nente de apertura consentida a la sorpresa de Dios en los otros, los
acontecimientos, en una palabra en la dinámica de nuestra histo-

87
ria común. Toda actitud excluyeme me incapacita para la obedien­
cia. Pues, es más de atención abierta al imprevisto que se trata, que
de ciega ejecución de una voluntad cerrada.
Esta disponibilidad no delimitada sino, más bien, indefinida, a la
gracia, supone en el religioso y la religiosa, una madurez adulta,
una meditación interior permanente, una atención meditativa a
las “mociones” del Espíritu, una creatividad e iniciativa de cada
instante.
En definitiva, obedecer es dejarse salvar. En efecto, Dios nos ha
salvado de toda eternidad y nos lo confirma en la cruz de Jesús.
Al despedirse, en el cuarto evangelio, Jesús nos deja un doble
mandamiento salvador: creer en Él y amarnos como nos amó.
A esto se reduce la obediencia: creer en Cristo Jesús y amarnos
como nos amó.
En el vocabulario paulino, podríamos expresar esta visión de la
obediencia con las categorías de la justificación por la fe. Se trata
de acoger nuestra salvación y de conformar nuestra vida a ella.
Dejarnos salvar cada mañana es la alegría del discípulo obediente.
Esta alegría viene del manantial espiritual interior que nunca deja
de brotar. No depende principalmente de una conformidad for­
mal a una referencia externa a mi vida.

Volver a tejer la trama del pueblo de Dios


Finalmente, es preciso reubicar toda nuestra reflexión sobre la
obediencia en la perspectiva del Reino de Dios. Jesús no vino a
inaugurar una nueva religión, con nuevos principios de orga­
nización y nuevas reglas. La novedad absoluta del evangelio es
el Reino, presentado a sus discípulos como nuevas relaciones,
tanto interpersonales, socio-políticas como también místicas. El
Reino es este “cielo abierto”, este Dios reconciliado plenamente
con la humanidad entera, como lo vio anticipadamente Jacob
(Gn 28, 10-22) en su sueño, y como Jesús lo prometió a Nata-
naél en Juan 1.
88
Pero si, bien es cierto que Jesús no fundó la Iglesia tal como la en­
tendemos hoy, ni tampoco quiso remplazar el templo por otro más
adecuado, su propuesta de Reino pasa, como condición sine qua
non, por la experiencia comunitaria. Estas nuevas relaciones que
vino a inaugurar se encarnan necesariamente en una experiencia
de comunidad.
El hecho de reunir a su alrededor doce apóstoles no era una pura
casualidad. Manifestaba su voluntad de reconstituir la relación
amorosa de Israel con su Dios, esposo de su pueblo, como lo evo­
can los profetas. Esta relación, desgarrada y roturada por el peca­
do del pueblo, de sus jefes y de sus pastores, había terminado en
la dispersión y en el exilio.
La gran utopía cristiana es reconstituir un pueblo de hermanos y
de amigos, reconciliado con su Dios en torno a Cristo. No se pue­
de decir que la primera comunidad evangélica haya entendido, en
un primer momento, este sueño de Jesús. El propio Pedro creía
poder establecer con Jesús relaciones privilegiadas y puramente
individuales. En esas circunstancias, Jesús, como en Cesárea de
Filipo, por ejemplo, toma sus distancias y hasta lo trata de Satanás,
devolviéndolo, manu militari, “atrás”, es decir a la comunidad
(Me 8, 33; Mt 16, 23). Igualmente con los dos hermanos, hijos
de Zebedeo, cuando piden al Señor puestos de favor a su dere­
cha y a su izquierda (Me 10, 35ss).
Más tarde, en Hechos de los Apóstoles, cada vez que Pedro aparece
acompañado de Juan o de la comunidad entera, se levanta con va­
lentía y habla en nombre de Dios. Así se lo ve en Pentecostés, ante
el Sanedrín o en la cárcel. En cambio, cuando lo invade el temor, se
aísla de la comunidad, se olvida de sus experiencias compartidas del
Espíritu, por ejemplo en la casa de Cornelio (Hch 10). En esos ca­
sos, vuelve a posturas que provocan la confrontación con el propio
Pablo, como aparece en la carta a los Gálatas (Gál 2, 11-14).
Esta tensión entre una eclesiología de “comunidad de Reino” y
otra construida sobre jerarquías y competencias, con su conse-

89
cuente afán de poder, atraviesa desde entonces toda la historia
de la Iglesia. Hay que volver constantemente a la advertencia de
Jesús sobre la ambición de poder, radicalmente incompatible con
el proyecto del Reino. Convertirse cada día a las nuevas relaciones
de Reino, a esta “república de amigos” inaugurada por Jesús, im­
plica una experiencia dolorosa y valiente de la obediencia.
Obedecer es volver a tejer la trama rota del tejido, recrear, por
la reconciliación, el arrepentimiento y el perdón, un pueblo
según el corazón de Dios. Toda la intuición y el grito de los pro­
fetas están resumidos en este intento de reconciliación, muchas
veces costoso.
Si miramos, de nuevo, la historia de la Iglesia, podemos añrmar
que todas las crisis surgen de la desobediencia a este único man­
damiento del amor. El único pecado de la Iglesia, tanto ayer como
hoy, es abandonar la comunidad, la construcción humilde de un
pueblo de hermanos, para entrar en luchas de influencias de todo
calibre. En este sentido, toda crisis en la Iglesia corresponde a una
crisis clerical. Cuando los pastores dejan de acompañar la tarea co­
mún de tejer fraternidad y sustituyen este mandato por intereses
de clan, la Iglesia entra en turbulencia.
La obediencia, en esta línea, consiste en reanudar con la comu­
nidad. “Atrás, Satanás”, no deja de decir Jesús a su Iglesia y a sus
pastores, así como a los consagrados y consagradas. El individua­
lismo, una fe y una práctica exclusivamente subjetivos son, por lo
tanto, la mayor desobediencia para un cristiano. Podemos, inclu­
so, hablar de un “individualismo colectivo” cuando la obediencia
a la institución, por ejemplo, la congregación religiosa, excluye al
pueblo de Dios y lo abandona, lo sacriñca sobre el altar de intere­
ses inmediatos del grupo particular que conformamos.
Se entiende, entonces, que la sanación de la Iglesia, hoy más que
nunca, se da siempre por una ruptura con las lógicas de prestigio
competitivo y un retorno a los laicos, este pueblo de Dios abando­
nado por sus pastores.

90
Si miramos las grandes reformas espirituales y morales de nuestra
historia, en particular las que fueron inspiradas por las múltiples
corrientes de la vida consagrada, siempre se presentan como rup­
tura y retorno. Ruptura con las prácticas mundanas, con este cris­
tianismo sin Cristo que tantas veces ha regido y rige en la historia
correcta para volver a los fundamentos del evangelio: Cristo cues­
tionando las lógicas del propio cristianismo. Toda reforma exige
un volver a tejer estas relaciones destruidas.
Nuestra obediencia religiosa, nuestro voto, consiste esencialmen­
te, en romper vínculos anti-evangélicos para someterse de nuevo
al yugo del evangelio. Este criterio del tejido del pueblo de Dios
desgarrado me parece fundamental para evaluar las prácticas de
obediencia que sí son dignas del evangelio y las que lo contradi­
cen. En el momento trágico que atraviesan las instituciones ecle-
siales, se trata de retornar al pueblo de Dios y a sus dinámicas de
Reino, pues ahí que encontraremos los caminos de la verdadera
purificación y de la resurrección eclesial.

91
CAPÍTULO VI

Sentido escatológico de la pobreza

a opción simbólica y profética de la vida religiosa, tal

L como la estamos trabajando en estas páginas, se vuelve


perfectamente hermética al entendimiento si no le da­
mos una clave de lectura escatológica. Sin este horizonte de
Reino anclado en nuestra esperanza, como lo repetimos a cada
paso aquí, los votos sólo se pueden interpretar en una perspec­
tiva estrechamente estoica y, por lo tanto, como una postura
autosuficiente y arrogante desde el punto de vista estrictamente
antropológico.
En efecto, en la lógica evangélica, la renuncia y el sacrificio en sí no
tienen valor ni sentido. Lo que sí abre su significación teológica es
la perspectiva del Reino, la dinámica de la esperanza que moviliza
nuestras vidas.
De alguna manera, con nuestro estilo de vida, que pretende ali­
gerarnos para el viaje utópico de la esperanza, anticipamos esto
que “todavía no” es visible entre nosotros. Según la expresión
de Hebreos (Heb 11, 13-16), por los votos afirmamos nuestro
estatus de “apátridas” y de peregrinos en busca de una nueva
patria, desconocida y anhelada. Los votos tienen que ver con el
futuro del creyente.
Simbólicamente, como la primera generación cristiana, nos pone­
mos, por los votos en “estado de parusía”. ¿Qué significa este es­
tado? Reiterar la experiencia espiritual de los que esperaban con
impaciencia el retorno de Cristo en su propio tiempo. Esta espera

93
cambiaba radicalmente el sentido del presente y de la vida cotidia­
na. Todo se reinterpretaba en una lógica pascual. Estaban de paso,
como extranjeros y peregrinos, en tránsito, en cierto modo, entre
dos etapas de la revelación de Dios.
Lejos de mí volver, como algunas iglesias y algunos sectores de la
nuestra, a una interpretación fundamentalista de la Parusía. No
se puede negar que Pablo y sus compañeros comprendieron el
retorno de Cristo como un acontecimiento histórico por realizarse
durante su propia vida. Con toda evidencia, esta interpretación
fue un error teológico y no debemos repetirlo hoy, en una pers­
pectiva ingenuamente milenarista, por ejemplo.
Como decía Jesús, dejemos a Dios su secreto sobre los ¿"cuando?”
y los “¿cómo?”. A nosotros, lo que nos interesa es la experiencia
simbólico-espiritual de la Parusía. Esta experiencia tiene que ver
con la preparación, activa y contemplativa, de una nueva patria,
de un mundo distinto.
En efecto, ante la decepción y la frustración de la primera espera
escatológica, muchos cristianos, y la Iglesia en su conjunto, se ins­
talaron para durar, en medio de múltiples seguridades y con pro­
yectos humanos a largo plazo, lo cual rechazaba, deñnitivamente,
el retorno de Cristo en un imaginario irreal. Se iniciaba así el auge
continuo de lo institucional y normativo, de las estructuras y de
sus lógicas crecientes de poder.
No así los religiosos. Los primeros monjes que se fueron al de­
sierto tomaron en serio las invitaciones de Pablo a la verdadera
libertad en Cristo en la primera carta a los Corintios. El celibato,
muy particularmente, fue comprendido en esta perspectiva por
los primeros religiosos y religiosas, como anticipación y prepara­
ción del Reino.
Entendemos aquí los votos como cuestionamiento permanente de
la decepción escatológica y de la instalación resignada de la Iglesia
en una duración mundana indefinida.

94
En esta línea, los votos hablan de inseguridad y de provisionalidad,
de actitud transeúnte y de libertad institucional. Si, por lo contrario,
son presentados y vividos como una garantía mundana y como una
seguridad inmediata, pierden totalmente su sentido escatológico.
La Parusía, así entendida, ya no se ve como un acontecimiento his­
tórico y cósmico, sino como una actitud permanente en medio del
mundo y de su historia. Los votos se vuelven Parusía encarnada en
lo cotidiano, “estado de parusía”.

Los pobres como signo escatológico


“Los pobres siempre los tendrán con ustedes”, dice Jesús, en uno
de estos aforismos desconcertantes y hasta escandalosos. Entiendo
esta frase de dos maneras: primero, al afirmar esto, Jesús mani­
fiesta un enorme realismo acerca de la humanidad. “El conocía el
corazón del hombre”, dice san Juan (Jn 2, 24-25) y, por lo tanto,
no se hacía ninguna ilusión en cuanto a nuestra propensión de
excluir y marginar, es decir de fabricar, constantemente, nuevas
pobrezas y nuevos pobres.
Pero, ¿no podríamos interpretar la frase de Jesús en un segun­
do nivel, que tiene que ver, precisamente, con la escatología? En
efecto, este “reverso de la historia”, como dice Gustavo Gutiérrez,
esta experiencia permanente de la exclusión es como la evidencia
silenciosa de lo que produce la “instalación” en las seguridades
mundanas. El pobre es el recuerdo cruel e inevitable de que este
sistema no funciona y necesita ser recreado. En esta perspectiva,
somos nosotros quienes necesitamos de la vida de los pobres para
mantenernos siempre en la brecha de la Parusía y resistir a la ten­
tación de la instalación.
Varios Padres de la Iglesia como san Juan Crisóstomo, afirman
que lo que nos sobra ha sido robado al pobre, y san Benito no
duda en caliñcar de “vicio abominable” la propiedad privada.22

22 La Regla de San Benito, capítulo XXXIII, 1

95
Los empobrecidos, por lo tanto, son la vigía del Reino, los que
denuncian, por su exclusión misma, el pecado de la acumulación
y de la instalación a distancia de esta Parusía; los pobres son la
“brecha” del mundo.
No es la calidad moral de los pobres lo que los hace signo escato-
lógico. Los pobres son tan, y quizás, a veces, más pecadores que
los ricos. Lo que simboliza la urgencia del Reino en ellos es su
exclusión como tal.
Aunque los pobres, como los ricos, estén constantemente tentados
por la riqueza y la instalación, sin embargo, la precariedad en la
que viven los orienta necesariamente hacia la Parusía. La fe y la es­
peranza, para el pobre, son los únicos recursos ante la adversidad.
Su espera confusa de “otro mundo” es lo que le permite seguir
luchando y resistiendo.

El voto de pobreza como “imitación” de la esperanza de los


pobres
El voto de “pobreza”, de alguna manera, participa de esta misma
esperanza de los pobres y nos orienta totalmente hacia el mundo
futuro, la Parusía y el Reino. Para conservar su filo escatológico,
nuestra vivencia de la pobreza tiene que ser encarnada en medio
de los pobres, en un acompañamiento asiduo de su precariedad,
en la escuela permanente de su esperanza contra toda esperanza.
Apenas nos alejamos de los pobres, este voto se vuelve una carica­
tura, una burla.
Lo que en la Iglesia latinoamericana llamamos la opción por
los pobres es, ante todo, una opción por la ruptura con la ins­
talación mundana y por el retorno a nuestra vocación de pe­
regrinos errantes, al lado de los pobres de la tierra. Sin ello,
este voto pierde su carácter de protesta escatológica y se vuelve
folclórico. No olvidemos que, según san Mateo 25, 31-46, en el
juicio ñnal los pobres serán nuestros únicos jueces y el servicio
de su fragilidad el único criterio de santidad.
96
Ante los abusos reiterados de los jefes políticos y religiosos de
Israel, los profetas hablan de un pequeño resto de “pobres de
Yahvé”, los anawims, como los únicos que se podrán salvar. Los
pobres de Yahvé son aquellos que, imitando la propia pobreza di­
vina, ponen su confianza únicamente en El, sin exigir recompensa
ni prueba alguna. El voto de pobreza, vivido en la esperanza co­
munitaria, nos asimila claramente al pequeño resto y nos identifi­
ca con los anawims, los pobres de Yahvé.
Pero, para que esta afirmación no sea arrogante y mentirosa,
tenemos que situarnos en el reverso de la historia y no en su cen­
tro, como es frecuentemente el caso. La exclusión del mundo es
condición de credibilidad de nuestro supuesto voto de pobreza.
Nos urge retornar a la escuela de los anawims, reaprender de a
las fuentes del evangelio el sabor puro y siempre nuevo de la
esperanza.
Por la profesión de nuestro voto de pobreza, tendríamos que hacer
patente la frase de Jesús: “Mi Reino no es de este mundo”, pero la
pregunta que hay que hacernos es cruel: ¿nos interesa el Reino?

Ambigüedades de nuestra pobreza como problema de fe


Al observar nuestras comunidades, cabe preguntarse si, más bien,
no somos parte de este enorme tropel de los decepcionados de
la Parusía. Si nos fijamos en el grado de instalación de nuestras
vidas, a nivel material, afectivo, espiritual e intelectual, y hasta
moral, podemos dudar seriamente de que tengamos algo que ver
todavía con este futuro de Dios que llamamos esperanza. ¿No se­
remos más bien guardianes del tesoro, vigías del capital, espiritual
y otro, de la Iglesia, testigos del éxito histórico de los que hablan
de Cristo sin esperarlo más?
No estoy seguro, en el fondo, de que creemos en el mundo nuevo
que Cristo anuncia. La mediocridad de nuestras vivencias refleja,
en verdad, una gran falta de fe en esta dimensión de novedad
empezada por Jesús.
97
Puede ser que nuestra falta de fe sea la que mantiene la ambigüe­
dad cuando surgen candidatos, originarios de medios sociales y
económicos muy deprimidos y se acercan a nosotros en búsqueda
de una mejora en estos campos. Para ellos, el voto de pobreza es
un requisito institucional que se limita a un cierto nivel de depen­
dencia económica, con estrategias permanentes de evitamiento de
la misma, en particular cuando se trata de la solidaridad familiar.
Este doble juego, construido sobre una apariencia de sumisión a
las reglas formales y estrategias clandestinas de disposición indi­
vidual de los bienes, refleja perfectamente la no-evidencia de la fe
que sustenta, supuestamente, el voto como tal.
En definitiva, en la conciencia de muchos, la vida religiosa se presen­
ta como una revancha sobre la miseria, a la manera del Magníficat,
pero dudo absolutamente que la opción por consagrarse tenga mu­
cho que ver con una esperanza escatológica, tal como la describimos
aquí. El objetivo está enteramente volcado al presente y al futuro,
vistos casi exclusivamente como éxito social y progreso. Muy poco
relaciona esta fe con un mundo radicalmente diferente de éste, con
sus lógicas de competencia desenfrenada y de búsqueda de éxito.
En realidad, el voto de pobreza, como la obediencia, apunta a una
experiencia de libertad radical para acoger la novedad del Reino.
Para que esta experiencia espiritual pueda realizarse, hay que li­
berarla de nociones y prácticas puramente formales y externas de
la pobreza. En nuestro medio, éstas muchas veces se parecen más,
lo repito, a la avaricia y a la mezquindad infantilizantes que a la
aspiración de fe a una realidad radicalmente diferente.
Este voto tiene que ver con una conversión interior, una liberación
de sí mismos, inspirada permanentemente el apuro por el Reino y
por Jesucristo, amado y siempre deseado. La opción religiosa por
la pobreza está inspirada en la impaciencia escatológica.
De lo que se trata es de “volverse” pobres, mucho más que “ser”
pobres, cosa imposible y cuya afirmación, en definitiva, resulta ser
una mentira. Volverse pobre es hacerse cada vez más abierto al

98
riesgo de Dios, vulnerable al otro y al Otro, disponible al retorno
cotidiano de Cristo.
El voto de pobreza, en su concreción material real e indispensable,
es de esta manera una escuela de “pobreza espiritual”. A este nivel
espiritual, como dice el salmo 72, llegamos, poco a poco, a decir al
Señor: “Contigo estoy sin deseo en la tierra...”.

De la retribución a la fe
La gran crisis de la fe de Israel es todavía la nuestra. Una prime­
ra etapa de esta historia, etapa que podríamos llamar ingenua,
estaba basada en el pilar de la retribución. ¡Dios recompensa al
justo y castiga al malvado! Esta convicción se entendió primero
de manera colectiva. El pueblo elegido, en su conjunto, era objeto
de recompensas y de castigos de manera global, a la medida de su
fidelidad o infidelidad.
Con Ezequiel, esta concepción se afinó y se personalizó (Ez 14,
12-20 /18, 1 ss / 33, 1 Oss). La retribución concernía, en adelante, el
sujeto en sus vaivenes individuales entre bien y mal, pero seguía la
convicción de una relación estrecha entre comportamiento huma­
no y respuesta de Dios.
Es Job quien destapó la crisis, al explicitar el escándalo. En la reali­
dad, Dios no recompensa al bueno ni castiga al malo. Todo parece
arbitrario. Ante esta protesta de la humanidad y el juicio intentado
a Dios, éste ni se toma el trabajo de justificarse en un asomo de
respuesta. El escándalo queda entero y la fe se vuelve, desde en­
tonces, una apuesta y ya no una evidencia.
Job se encamina hacia el silencio y la confianza ciega, en contra de las
apariencias, en Dios. El acceso de Job a la fe, purificada de sus creen­
cias ilusorias, es la entrada al misterio de una inseguridad absoluta.2'

23 Ver Simón Pedro Amold, El riesgo de Jesucristo, el capítulo Pobreza como


experiencia de la inseguridad.
99
Con esta conversión, Job pasa de la arrogancia reivindicativa del
mérito a la simple humildad solidaria en el infortunio universal
correcto como en el evangelio, por esta actitud de renuncia a toda
retribución y a todo mérito, Job experimenta una nueva abun­
dancia, un nuevo gozar, pero ya no basado en un trueque sagra­
do, sino en la pura gratuidad del don recíproco de Dios y del ser
humano.
El voto de pobreza manifiesta este deseo de acceder a la fe gra­
tuita, más allá de la creencia en cualquier tipo de retribución. Re­
nunciando a todo derecho sobre Dios y a toda reivindicación in­
mediata, el consagrado y la consagrada afirman la total gratuidad
del amor de Dios.
Como dice Santa Teresa “sólo Dios basta”. Y, sin embargo, no nos
colmará jamás, hasta la Parusía. Decir “sólo Dios basta, es extra­
ñarlo para siempre y sentir todo lo que no sea Él como una caren­
cia. Es así como el voto de pobreza se vuelve puro acto de fe.

Entre resistencia y esperanza


Esta insistencia en la clave escatológica para comprender la pobre­
za evangélica no carece de riesgos. Podemos caer, y caemos mu­
chas veces, en la trampa del angelismo, de una práctica puramen­
te “simbólica”, en el mal sentido de la palabra.

• Dos sentidos de la postura de resistencia


Para que esta opción nuestra sea real y evangélica, debe cos­
tamos. La verdadera experiencia de la carencia, aun si, en de­
finitiva, es una gracia, no es nunca agradable ni fácil. Desen­
cadena siempre en nosotros un combate a muerte por la vida.
La opción por la pobreza, incluso y quizá sobre todo para los
hermanos y hermanas venidos de la pobreza, es una conversión
que implica renuncia y lucha permanentes. En efecto, escoger
la pobreza es, a primera vista, inhumano y antinatural.

100
Sobre este terreno, como en el escenario real de cada voto, no fal­
tan las tentaciones y los pretextos sutiles para volver a la supuesta
sabiduría humana. Cuantas cosas acumuladas con el pretexto de
la misión, de la formación o del simple equilibrio psicológico. Pero,
en realidad, estos argumentos que nos alejan progresivamente y
casi inconscientemente de la verdad no son sino escapatorias ele­
gantes a la exigencia del evangelio.
Este realismo de nuestra práctica es hoy una condición ineludi­
ble para la credibilidad de nuestro discurso religioso. Me acuerdo
siempre con emoción del joven rico del evangelio. En un primer
momento, no pudo dar el paso. Sentía que tenía derecho a su
riqueza, como pago de sus méritos, y que, en cierto sentido, la
necesitaba para practicar la virtud. Su tristeza, sin embargo, refle­
jaba su incomodidad, su sentimiento de culpa y la conciencia de su
incoherencia y de la no validez de sus argumentos.
Cuántas veces nosotros, los consagrados, vivimos en esta misma
mala conciencia. Cuando el hermano o la hermana vienen de un
medio pobre, basta que retornen por un tiempo a su familia para
que les invada la contradicción interna. Y si su origen, al contra­
rio, lo sitúa en un ambiente rico, en comparación con su antigua
realidad, la vida religiosa resulta ser apenas más modesta. Sin
embargo, confrontados con las exigencias de la vida de nuestros
familiares, los religiosos solemos descubrir cuan inconscientes y
hasta algo irresponsables somos. Malestar de nuestra condición
infantil en cuanto a lo económico, por ejemplo.
Pero la resistencia de la que hablamos aquí no se entiende sola­
mente en la línea de nuestra propia ambigüedad entre nuestros
discursos y nuestras prácticas, sino, de manera más positiva, como
vigilancia permanente. De cierta manera, la vida consagrada nos
sitúa siempre en la “oposición” del sistema, en una actitud de per­
manente vigilancia sobre nosotros mismos.
Esta postura de “oponentes” es costosa, ya que, a la vez, buscamos
eliminar de nuestros estilos de vida todo lo que nos separa inde-

101
bidamente de la nazarenidad de nuestros conciudadanos. Fue un
esfuerzo constante de los religiosos y de las religiosas, desde el
concilio, suprimir todo lo que podía hacernos aparecer corno “bi­
chos raros”, con nuestros estilos venidos de otro planeta, de otro
tiempo o, peor, de otro “teatro”.
El hundimiento en el anonimato, con la búsqueda de otra ve­
cindad con el mundo, fue una intuición muy valiosa, hoy en día
amenazada por el retroceso eclesial. Pero no podemos negar que,
junto con esta intuición evangélica, se ha ido diluyendo la origina­
lidad, la especificidad y el profetismo de nuestras opciones, parti­
cularmente en cuanto a la pobreza.
¿Cómo no perder lo adquirido desde dos décadas y, a la vez, recu­
perar o, mejor, recrear, una vivencia significativa? ¿Cómo mante­
ner una postura adulta, discreta, pero firme y real, de resistencia
a las categorías, lógicas y escalas del mundo que nos rodea? Ser
“alma del mundo”, como decía la carta a Diogneto,24 no significa
mimetismo, dilución y pérdida de nuestro carácter ontológica-
mente marginal.
Es urgente, en este sentido, interrogarnos sobre lo que hoy impli­
ca estar en resistencia vigilante y formar seriamente en esta misma
resistencia. Cada voto, a su manera, es una rebeldía, un caminar
a contracorriente. Sin caer en el folclore o en la rareza, nos toca
reinventar lo asombroso de nuestras opciones concretas.

• La pobreza como encarnación de la esperanza


En este doble sentido de lucha contra nuestras resistencias na­
turales a la carencia y de resistencia profética a los valores mun­
danos, la pobreza evangélica no puede vivirse fuera de una re­
lación privilegiada con la gracia, el don de Dios, como dijimos
más arriba.

24 Carta a Diogneto, siglo II

102
Dios, en Cristo, se hizo pobre para colmarnos de su riqueza, dice
la Escritura. ¿Qué es esta riqueza de la que nos colma la pobreza
voluntaria de Dios en Cristo? Sin lugar a dudas, se trata de la espe­
ranza, fuente de nuestra alegría y de nuestra libertad verdaderas.
En Cristo, la angustia de la escasez se vuelve convicción de un por­
venir de gozo y libertad. La pobreza no puede ser autosuficiente.
Sería una forma de masoquismo sospechoso. Adquiere su sentido
más allá de sí misma. Es afirmación de la confianza fundamental
en el futuro de Dios, en el futuro de nuestras relaciones humanas,
en el futuro de la historia. No es un terminus ad quem, sino un pun­
to de partida de la esperanza.
Como el que va a morir distribuye sus bienes en herencia para
salir en paz de este mundo, así el religioso y la religiosa se vacían,
libre y voluntariamente, en una despedida permanente llena de
impaciencia.
Acordémonos del tan emotivo discurso de adiós de Pablo a los an­
cianos de Mileto, en su camino hacia Jerusalén (Hch 20, 17-35).
No sabía exactamente lo que lo esperaba, fuera de la intuición de
la persecución y, sin embargo, lo anhelaba con ansia. Este anhelo
lo invitaba a soltarlo todo y a no tener ninguna cuenta pendiente.
El mismo interrogante atraviesa la mente de Pedro, en el evangelio,
cuando, después de la partida del joven rico, pregunta a Jesús: “Y a
nosotros, que lo hemos dejado todo para seguirte, ¿qué nos espera?”.
La respuesta de Jesús es, a la vez, ambigua y clara: “Los que dejaron
todo por el Reino encontrarán cien veces más en este tiempo, pero
con persecuciones, y en el otro la vida eterna” (Me 10, 28-30).
Primero, ¿cómo comprender el “cien veces más, con persecu­
ción”? ¿No se trata, en realidad, del sabor propio de la aventura,
a la intemperie, del discipulado comunitario? No creo, como una
lectura perversa lo pretende a veces, que el sólo hecho de seguir a
Jesús nos haga merecedores de comodidades mayores si consenti­
mos a las contrariedades del oficio. Es evidente que no se trata de
recuperar por la izquierda lo que dejamos por la derecha.
103
No. Es el propio hecho de sufrir por el Reino, en la solidaridad
de la Iglesia, que se transforma par nosotros en un sustituto de
diez casas, y de todo lo que esto implica en la seguridad de la vida
familiar. Haberlo dejado todo para seguir a Jesús es la verdadera
riqueza nueva y no una simple etapa intermediaria. La cruz vis­
lumbrada, y hasta anhelada, es nuestra nueva casa y la comunidad
del Reino nuestra nueva seguridad.
No se puede decir de manera más sugerente que la carencia, por la
que optamos libre y voluntariamente, no es un medio sino un fin,
un objetivo. Eso mismo es nuestra esperanza y esta esperanza es
nuestra nueva experiencia de la plenitud en la carencia definitiva.
Pero nos queda preguntarnos por lo que significa, precisamente,
la vida eterna en el otro tiempo. Vida eterna y Reino son, en los
evangelios, términos prácticamente equivalentes. Nuestra espe­
ranza, fijada en el horizonte del Reino, se transformará, esto es,
nuestra convicción de creyentes en “estado de parusía”, en una
experiencia definitiva del don universal.
La propiedad y la carencia se volverán preocupaciones inútiles en
un estado donde sólo subsistirá el don. Es la promesa de Jesús a la
samaritana en Juan 4: “¡Si conocieras el don de Dios!”.
El que entra en el mundo del “solo don”, es decir, en el mundo
de Dios, se vuelve a su vez puro don. Así entiendo la descripción
del manantial de agua viva que brotará sin cesar del corazón del
creyente (Jn 4, 14; 7, 38). De todo lo existente, sólo subsistirá el
“don” y nada más. Todo el resto habrá desaparecido.
La misma intuición la encontramos al final del himno a la caridad
de ICor 13 y, de manera más enigmática, en los últimos capítulos
del Apocalipsis, a propósito de la nueva Jerusalén, donde, a la par
con la desaparición del templo, no habrá más noche ni lágrimas
ni sufrimiento.
Esta simbólica sitúa claramente el ansia por evitar la carencia en
el espacio del pecado original y de la muerte. La búsqueda de
104
seguridades de todo género sólo tiene vigencia en un mundo de
amenaza permanente, de muerte y de pérdida constante.
Pero hemos puesto nuestra esperanza en el puro don, donde la ca­
rencia se vuelve una realidad transfigurada, la amenaza y la muer­
te son reemplazadas definitivamente en adelante por la recipro­
cidad. Utopía, por cierto, pero utopía fundante de todo nuestro
itinerario creyente.
El voto de pobreza es, a la vez, despojo doloroso en preparación
del Reino y anticipo del gozo incontenible de la experiencia de la
pobreza como don definitivo.

La pobreza como experiencia trinitaria


Lo que acabamos de contemplar nos devuelve al misterio de la
Santísima Trinidad. El Dios trino que nos presenta san Juan en su
prólogo es un Dios definitivamente pobre porque está exclusiva­
mente anclado en la experiencia del Don y enteramente volcado
hacia el Otro.
Las tres personas divinas no tienen nada propio, puesto que cada
una es sólo don a la otra. Ninguna puede guardar nada para sí
misma, puesto que su ser es “evocar” al otro. La gloria de Dios es,
precisamente, este intercambio del Padre y del Hijo en el Espíritu.
Cada una es reflejo de la otra, iluminación mutua. En este “glori­
ficarse mutuamente” ninguna se encara con la otra para subrayar
sus derechos amenazados o sus diferencias en contraste. Al contra­
rio, inclinada hacia su propio interior, cada persona ve a las demás
desde dentro de sí misma. Cada una “dice” la otra en un silencio
infinito, silencio que es la propia pobreza de Dios.
Pero esta glorificación mutua está, a su vez, totalmente abierta a
toda la posibilidad. Tal es el amor, siempre arriesgado y, sin em­
bargo, siempre seguro en el mismo riesgo. Por este motivo, la crea­
ción entera es el empobrecimiento amoroso y permanente de Dios
y, a la vez, su gloria por excelencia. La Trinidad es, por naturaleza,

105
total abertura en la cual estamos invitados a cobijarnos definitiva­
mente, desde el bautismo, dándonos y vaciándonos los unos en los
otros. Tal es la experiencia simbólica de una comunidad de seres
a la vez totalmente libres y personales, y totalmente entregados, j
En esta dinámica misteriosa del reflejo glorioso de las personas di­
vinas entre sí, nuestro voto de pobreza adquiere un sentido nuevo.
No se trata más, ni únicamente, de un acto ascético de liberación
espiritual y moral. Es acceso gozoso a una participación infinita en
el misterio del Dios amor, el Dios trinitario.
El sentido definitivo de lo que llamamos más arriba “estado de
parusía” es una vida verdaderamente trinitaria. Se comprende,
entonces, que no hay riqueza más grande que esta “vida eterna”,
donde toda carencia, y toda falsa plenitud provisional, se verán
transformadas en puro don en el corazón del intercambio divino.

106
CAPÍTULO VII

El celibato casto como refundación de las relacio­


nes humanas “a imagen y Semejanza de Dios”

n la conclusión de nuestro capítulo anterior, hemos resitua­

E do la experiencia espiritual de los votos en el corazón del


misterio trinitario. Nos referíamos así a un Dios que danza
constantemente en el gran torbellino de las relaciones. Nuestro
Dios no es autosuficiente. Se presenta a nosotros como la fecundi­
dad permanentemente creativa de relaciones de amor. Dios “es”
relación. Por lo tanto, su sueño no puede ser otra cosa que com­
partir con nosotros estas relaciones del amor trinitario.
Este sueño, nos dice el Génesis (1, 26-28), Dios lo plasmó en la
creación entera, pero muy particularmente en la pareja humana,
hecha a “imagen y semejanza” suya. La relación de género, según
esta teología de la creación, se vuelve el paradigma por excelencia
de lo divino.
En esta subjetividad solidaria entre hombre y mujer, hemos sido
hechos capaces de trascendencia.25 Por gracia, hemos aprendido a
vernos, a nosotros mismos y al otro, la otra, más allá de las contin­
gencias materiales inmediatas, en el misterio del absoluto. En este
sentido, la pareja es el único paradigma de la presencia de Dios en
el mundo. A través de ella, el universo entero pasa del sinsentido y
del absurdo a la experiencia del sentido y del absoluto.

25 Ver prólogo de san Juan y san Ireneo.

107
Convendría, al respecto, reanudar más frecuentemente con la
simbólica esponsal para hablar de Dios. Desgraciadamente, nues­
tro inconsciente ha interiorizado la imagen de un Dios patriarcal,
masculino, solterón y autosuficiente, como también autoritario y
amenazador. Hemos perdido de vista toda la teología nupcial de
los profetas, del Cantar de los cantares y del evangelio.
Afirmamos por eso que el verdadero crisol de lo cristiano es el ma­
trimonio, a imagen de la relación mística de Cristo con la Iglesia,
nos dice san Pablo (Ef 5, 25ss). El celibato no es imagen de lo divi­
no, sino una opción marginal y profética, es decir, necesariamente
limitada, inscrita en la experiencia quebrada de nuestras relacio­
nes hasta que todo esté recapitulado en el corazón trinitario.

El misterio de lo masculino y lo femenino


Desde hace más de un siglo, el movimiento feminista esta cues­
tionando el modelo cultural de lo masculino y lo femenino, afir­
ma con toda razón, que este modelo es el fruto de una creación
cultural que impone comportamientos, actitudes, auto-imagen
e imagen del otro condicionados por la ideología dominante de
cada cultura.
En esta línea, lo masculino y lo femenino son experiencias históri­
camente abortadas por las culturas, y nos toca engendrarlos toda­
vía en una nueva alianza recíproca entre hombres y mujeres libe­
rados de dichos prejuicios. El celibato casto pretende contribuir,
desde una opción profética particular, a esta creación heroica.
En este campo, como dice Jesús a Nicodemo en san Juan (3,lss),2fi se
trata de renacer, o simplemente de nacer, del Espíritu. Me permito
esbozar aquí una pista por donde convendría encaminar la búsque­
da. Lo que nos es común a todos los humanos, cualquier sea el sexo,
la cultura, la raza y las convicciones ideológicas, es la vida.

26 Jn 3, 1 ss

108
Somos portadores y receptores de Vida. Jesús nos confirma que
esta vida es la única preocupación de Dios, su Padre (Jn 5, 19ss).
Por lo tanto, me parece esencial partir de lo que nos es común
para explorar nuestras variantes, y llevarnos a estas nuevas alian­
zas de las que hablamos.
La vida es siempre correcto llegar así pujante y frágil, audaz y ame­
nazada. Necesita, en un solo dinamismo, ser arriesgada sin cesar y
ser constantemente protegida y cuidada. Esta doble exigencia in­
cumbe tanto a hombres como a mujeres, a todas las culturas, a todas
las generaciones y a todas las corrientes filosóficas y religiosas.
¿Y si lo masculino tuviera que ver con el riesgo de la vida en todos
los seres humanos, así como lo femenino tendría que plantearse
desde el cuidado de la misma, igualmente para todos los hijos e
hijas de la humanidad?
En esta propuesta, lo masculino y lo femenino son una sola co­
rriente bipolar trasversal que nos toca guiar, juntos y juntas, hacia
una plenitud de vida, en una reciprocidad de todos los momentos,
incluyendo lo cósmico y lo metafíisico, en lo cual nos movemos a
través de redes complejas de relaciones.
Por tanto, para poder entender el celibato consagrado en esta
perspectiva creativa de una nueva experiencia de lo masculino y
de lo femenino, es necesario tomar conciencia de los diferentes
arquetipos que hemos interiorizado al respecto y que obstaculizan
la libertad creativa entre los hombres y mujeres de este tiempo.

Sacralidad y sexualidad
Si la sexualidad es el crisol de la imagen y semejanza divina, no
es difícil entender que esté en el centro de las preocupaciones de
todas las religiones desde sus orígenes. En el pensamiento míti­
co universal, se presenta siempre la dialéctica entre armonía (la
experiencia paradisíaca del Edén), identificada con los orígenes
del mundo, como consecuencia del respeto a los tabúes, y el caos
(historia presente), consecuencia de la trasgresión de los mismos.
109
Muchos autores, entre ellos Mircea Eliade y Erich Fromm,27 han
mostrado el vínculo estrecho que existe entre tabúes y experiencia
sexuales fundantes en los grupos étnicos. Estas experiencias ar­
caicas, colectivas e inconscientes, se relacionan con la creación de
arquetipos, modelos sagrados interiorizados.
El horror del incesto, el temor ante la menstruación femenina o la
emisión del semen masculino están en el corazón de la experiencia
de lo sagrado. Estrechamente relacionada con la vida y la muerte,
la sexualidad se articula siempre con los arquetipos construidos
alrededor de lo puro y de lo impuro.
En esta perspectiva, la experiencia religiosa primitiva fundante
de la humanidad expresa e interpreta la utopía paradisíaca, el
destino caótico trágico y la esperanza de un retorno a la armonía
(Gn 1, 2 y 3), a través de la dialéctica sagrada, respeto, trasgre-
sión y restauración de los tabúes sexuales. Inútil decir que una
lectura inconsciente, ingenua y mítica del celibato casto cae, mu­
chísimas veces, en este molde interpretativo religioso primitivo
de la sexualidad como tabú.

Grandes tradiciones religiosas e imagen de la relación de género


Estos arquetipos ancestrales de la experiencia religiosa universal-
han sido revisitados y reinterpretados de maneras diversas por
las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. No se puede
negar que, en nuestro inconsciente creyente, subsisten confusa­
mente y cohabitan muchas veces estos moldes sacralizadores de
interpretación de la relación de género. Veamos aquí algunos
grandes modelos que de lejos o de cerca tienen todavía alguna
vigencia en nuestra aventura religiosa de hoy.

27 Eliade, Mircea, Das Heilige und das Profane. Rohwolt. Reinbeck, 1957;
Fromm, Erich, El miedo a la libertad. Paidos Ibérica, Barcelona, 1980;

110
• La visión del judaismo
Limitándonos al judaismo tardío, tal como lo vivió Jesús, y consi­
derándolo como el resultado de un largo proceso en el Antiguo
Testamento, sin negar el riesgo de esquematizar al extremo, po­
dríamos considerar la noción religiosa y legal de “pureza-impure­
za” como un eje interpretativo religioso de la sexualidad.
Buena parte de los códigos levíticos y deuteronomistas de la Biblia
giran alrededor del discernimiento de la pureza legal, de sus con­
secuencias y de sus mecanismos rituales de recuperación. Además,
gran cantidad de manifestaciones de esta “pureza-impureza” tiene
que ver con los comportamientos sexuales.
En efecto, la noción de puro e impuro se refiere, en general, a la
presencia o ausencia de contactos directos con la vida y la muerte.
La sexualidad, pues, se presenta en la existencia humana como la
bisagra que articula esta doble experiencia fundante, hace abrazar
y enemistar a la vez a Eros y Tanatos. En esta línea, los flujos de
sangre o de líquido seminal se interpretan como pérdida de vida
y experiencia de muerte. Al revés, la concepción y la procreación
se entienden como victoria de la vida sobre la muerte, actos pro­
piamente divinos.
De esta concepción sagrada de los hechos sexuales surge una ima­
gen peculiar de la mujer y del varón. Así, la mujer sola, sin varón
referente (padre, esposo o hermano mayor) es un ser práctica­
mente inexistente socialmente. Es el varón, en este sentido, quien
da legitimidad a la totalidad de la vida de la mujer.
El único espacio donde la mujer adquiere prestigio por sí misma
es en la maternidad, en la medida en que su fecundidad responde
a la espera del varón que, a su vez, le da sentido a ella. En sí, la
mujer es un ser permanentemente impuro, legalmente hablando,
ya que pierde su sangre cada mes, y se ve redimida de esta mal­
dición religiosa y legal exclusivamente por la procreación. De ahí
la catástrofe de la esterilidad femenina, como una condenación
definitiva a la impureza y la exclusión.
Es de señalar, sin embargo, toda la gran temática, omnipresente en
la Biblia, de la esterilidad profética de la mujer. ¡Cuantas mujeres
estériles escogidas por Dios, a lo largo de la Escritura, para ser sig­
nos privilegiados del sentir de Dios! ¿No sería una autocrítica implí­
cita de este patriarcalismo monolítico que marca tan profundamen­
te la mentalidad del judaismo en cuanto a las relaciones de género?

• La visión griega
La visión griega de la relación de género es menos monolítica que
la que acabamos de explorar, rápidamente, en el judaismo, pero
también es menos coherente. El pensamiento de los griegos oscila
siempre, de alguna manera, entre un antropocentrismo idealista y
un fatalismo trágico, inspirado por una interpretación cosmocén-
trica del mundo.28
El ser humano es el centro de atención de toda la filosofía, pero,
a su vez, éste se ve siempre enredado en un destino cuyos meca­
nismos escapan a su voluntad y lo determinan desde una lógica
externa que lo domina. La religión es el vehículo privilegiado de
esta tensión dramática, tal como se expresa, por ejemplo, en los
mitos y se encarna de manera tan sublime en las grandes tragedias
clásicas, prototipos de su comprensión de la existencia humana.
Por una parte, el cuerpo del varón y de la mujer se ve absoluti-
zado en una perspectiva estética idealizada. El ideal de la belle­
za, estrechamente ligado a la experiencia de lo absoluto y de lo
divino, conecta la experiencia sexual con su expresión erótica.
La búsqueda de la belleza por sí misma, como deseo místico, de
alguna manera pone el erotismo en el centro de la relación, ex­
presión gratuita de lo divino.
Esta dialéctica entre estética y erótica explica, a su vez, la impor­
tancia de la relación homosexual, incluso en la pedagogía filosófi­
ca. Lo que se privilegia en esta visión, es el acceso a la belleza divi­

28 Jiirgen Moltmann, Teología política, Etica política. Sígueme, Madrid, 1976.

112
na por medio de la contemplación de los cuerpos. Así entendido,
el erotismo griego es profundamente contemplativo.
Sin embargo, en contraste con este idealismo estético, el cuerpo es
visto también, sobre todo desde Platón, como una cárcel donde el
alma está encarcelada. Según el mito de la Caverna, la condición
corporal del ser humano es una fatalidad de la que tiene que li­
berarse progresivamente para acceder al mundo de las ideas. La
concepción gnóstica tardía llevará a su colmo esta visión pesimista
de la realidad creada y material.
Contradicción fecunda del pensamiento griego, entre el cuerpo
como ideal de la belleza divina y la corporeidad como esclavitud. En
estas dos concepciones antagónicas, ¿donde tiene lugar la relación
histórica entre hombre y mujer? ¿Va más allá, acaso, de un pasa­
tiempo fútil y sin relevancia, en el que participan esporádicamente
los dioses? ¿Tiene sentido fuera de la necesidad de la procreación?
En todo caso, en la escala de signiñcaciones que acabamos de evo­
car, no ocupa un lugar central al menos a primera vista.
En el contexto evocado aquí, las relaciones entre los sexos se ven, a
menudo perturbadas por la envidia de los dioses y muy marcadas
por el destino trágico (moira, en griego y fatum, en latín). Cierta­
mente, la relación de género, desde este punto de vista, es ante
todo, una tragedia sagrada.
Esta visión ambigua marca profundamente el inconsciente cris­
tiano hasta hoy, en una compleja interacción con la noción de
“puro-impuro” heredada del patriarcalismo bíblico. No se pue­
de negar que la visión del celibato, en el inconsciente colectivo
cristiano, es siempre tributaria de este enredo greco-judío que
nos constituye.
Los libros sapienciales de la Biblia, tan profundamente marcados
por el helenismo, reflejan, en la gran mayoría de los casos, este
conflicto religioso. En dicha literatura, en general, la mujer se ve
relegada a una categoría inferior y despreciable, en contraste con
el mundo varonil.
113
Sin embargo, el mundo greco-romano nos presenta también otra
imagen profana de la mujer, en el ámbito de la “república privada”
del hogar. Se trata de la matrona, que dirige su casa con sabiduría y
adquiere respeto y admiración de los varones por su inteligencia y
su liderazgo. Este no se ve reducido, como en el caso bíblico clásico,
a la sola procreación. Es amplio y abarca nociones de liderazgo inte­
lectual, económico y hasta de influencia política indirecta.
Con esta imagen rescatada se concluye el libro de los Proverbios
(31,10-31), con la sublime descripción de la mujer ideal. No es de
asombrarse, en esta lectura, que la sabiduría personificada en los
libros sapienciales sea presentada siempre como una mujer.
En conclusión, heredamos de la concepción griega este idealismo
trágico. El cuerpo del hombre, y de la mujer, es, a la vez, objeto
de admiración casi mística, en la búsqueda de la belleza; y de des­
precio trágico en la fatalidad de nuestra esclavitud mundana. En
esta perspectiva, no es de sorprenderse que la relación de género,
en su consistencia histórica concreta, sea objeto de temor y vista
como un peligro.

• Visión andina
Me permito aquí hacer un pequeño desvío por la cultura andina, en
la cual sitúo mi reflexión y mi itinerario espiritual desde hace tantos
años, porque precisamente nos ayuda a confrontar nuestros arqueti­
pos religiosos, en cuanto a la relación de género, con una cosmovisión
totalmente diferente de la nuestra. Sospecho que esta confrontación
puede ser sanadora. Cada vez que Jesús se encuentra con el “otro”,
ya sea la samaritana, el centurión u otros, nos invita a la conversión a
partir de su diferencia. Es mi intención en este párrafo.
En la religión andina, la pareja es el paradigma interpretativo de
toda la realidad. La clave hermenéutica, tanto de la cosmogonía
como de la antropología y de la historia andinas, es esencialmente
dual. La idea de soledad y de autonomía individual está totalmen­
te ausente de la concepción andina tradicional.

114
El paradigma cósmico, antropológico, y hasta teológico, de la pa­
reja sirve como clave de interpretación del universo. En efecto,
toda la realidad es comprendida en su dimensión relacional y di­
námica, en lo que se suele llamar la reciprocidad, en los idiomas
andinos el ayni.
En este cosmos, hecho de redes recíprocas, todas las criaturas, en
pareja, tienen igual valor, a condición de que cumplan con su fun­
ción, específica e irremplazable, en el mantenimiento o la restau­
ración de la armonía relacional que “hace” el mundo.
La antropología andina, en esta visión, no se refiere a un tipo de
privilegio de la persona o del individuo sobre las demás criaturas,
ni de lo humano sobre lo animal, lo vegetal o lo mineral. Apunta,
exclusivamente, a precisar y definir su rol y su lugar en el universo.
En esta perspectiva voy a hablar en adelante de “antropología fun-
cionalista”. Afirmo desde hace mucho tiempo que la cosmovisión
andina es acéntrica y más bien relacional. Excluimos, en este sen­
tido, toda noción de antropocentrismo en la cosmovisión tradicio­
nal de los Andes.
En el funcionalismo antropológico-cósmico, sin embargo, cada
criatura tiene su propio rol. En lo que concierne a lo humano, vis­
to siempre como pareja o comunidad, esta función es, a mi pare­
cer, sacerdotal. La comunidad humana, a través del paradigma de
la pareja, está encargada de los ritos que mantienen, garantizan o
restauran la armonía del universo. Esta función ritual se cumple a
través de una red compleja de pedidos, permisos, agradecimien­
tos y bendiciones. La ritualidad andina implica, por lo tanto, un
discernimiento permanente de los indicios de esta armonía a par­
tir de la lectura de la coca, esencialmente, pero también con otras
herramientas culturales.
Si volvemos ahora a la pareja humana, constatamos, al menos
idealmente, una ausencia de competitividad entre varón y mujer.
Cada miembro de la pareja tiene sus propios espacios, que el otro
no invade; sus propias funciones, que el otro no puede usurpar.
115
Y sin embargo, ninguno de estos espacios o de estas funciones es
independiente de los espacios y roles del otro. Todo está situado
en una constante reciprocidad de género. El trabajo agrícola vi­
sualiza admirablemente esta reciprocidad y, a la vez, especificidad,
de roles y espacios. Todo se hace “juntos”, pero cada uno cumple
con lo suyo en relación con lo del otro, de la otra.
Lo interesante en esta reciprocidad de género tiene que ver con
las fronteras entre espacios y funciones. A diferencia de las tra­
diciones estudiadas más arriba, dichas fronteras no pasan por la
dialéctica privado-público. Tanto el varón como la mujer andinos
ocupan espacios propios y compartidos en ambos terrenos. Este
compartir cabal del mundo, sin exclusiva, nos hace pensar que la
división entre público y privado es una creación ajena a lo andino.
Aquí, más bien, se le sustituye la dialéctica de lo masculino-feme­
nino, donde el hombre y la mujer nunca están separados, a pesar
de sus espacios y funciones respectivos. Lo privado-público es, por
definición, excluyeme, realidad incomprensible en la cosmovisión
andina, fundamentalmente incluyente en todo y de todo.
Si este “funcionalismo ritual andino” me parece una buena noticia
liberadora en la cuestión de la sanación del género, no se puede
negar, sin embargo, que una cristianización y occidentalización
ambiguas ha pervertido en no pocos aspectos esta vivencia. Así,
una cultura donde el machismo y el patriarcalismo no cabían, se
ha vuelto machista y patriarcal, cabe hoy recuperar lo genuino
de la visión andina de género, en el preciso momento en que se
denuncia lo mortífero de estas dos enfermedades endémicas (ma­
chismo y patriarcalismo) de las culturas criollas latinoamericanas.

• Visión cristiana
Después de este paseo rápido por diferentes perspectivas religio­
sas y culturales respecto a la experiencia de género, concluyamos
ahora con el punto de vista cristiano, radicalmente nuevo y con­
trastante, respecto a estos diversos enfoques.
116
Si nos referimos a todos los evangelios, pero particularmente a
san Lucas, constatamos que la verdadera sorpresa no es tanto la
opción por los pobres como la opción por las mujeres. La opción
de Jesús por los pobres y los excluidos es también una constante
del Primer Testamento, desde su primera página hasta la última.
En esto Jesús no hace sino confirmar la prioridad del Dios de la
Biblia. Paso dentro de su opción preferencial por los pobres, Jesús
privilegia a las mujeres, postura totalmente inédita en toda la his­
toria del pueblo de Israel.
Si bien es cierto que existen a lo largo de la Biblia eminentes figuras
de mujeres en todos los ámbitos de la vida del pueblo, sin embargo,
intervienen casi siempre de manera aislada, como un cuestionamien-
to marginal permanente e implícito del patriarcalismo monolítico vi­
gente. Nunca se plantea una verdadera alternativa de sociedad y de
religión donde las mujeres estén ubicadas de otro modo.
De manera muy significativa y simbólica, el evangelio de Lucas se
abre y se cierra por el silenciamiento de los varones y la toma de la
palabra de las mujeres. José no abre la boca, Zacarías se ve reducido
al silencio por su incredulidad y el mismo Simeón decide, por propia
iniciativa, alejarse y entrar en el silencio definitivo. ¿Qué decir del
final de la aventura trágica de la primera comunidad? Todos se es­
conden y se quedan en un total anonimato, encerrados en su miedo.
En cambio, el inicio de la Buena Noticia, y su plenitud en la resu­
rrección, son tomas de palabra arriesgadas de las mujeres. En este
sentido, el sí de María, por su propia cuenta, sin respaldo alguno
de varón, como lo prescribe la Ley, es un acto propiamente re­
volucionario. Ante la afirmación ángel, que le dice: “Tú también
tienes el Espíritu” (traducción un poco libre de “el Espíritu estará
sobre ti”), la Virgen se atreve a tomar una iniciativa audaz, que la
pondrá necesariamente al margen de la legalidad de su pueblo.
Transgrediendo una prohibición clara de la religión patriarcal,
decide, por sí misma, tener un hijo, haciendo así de Jesús un “bas­
tardo”, un “ilegal”, en categorías patriarcales.

117
Pero esta primera toma de palabra femenina que abre la Buena
Noticia no queda aislada. La anciana Isabel sale de su ocultamien-
to avergonzado para expresar su alegría ante María y su orgullo
de ser madre, en su vejez, y en el corazón de su esterilidad. Asi­
mismo, la anciana Ana, escondida en el templo largos años desde
su viudez, se lanza al espacio público para proclamar la venida del
Mesías (Le 2, 36-38).
El final del evangelio, con el anuncio de la resurrección salvadora,
es también el espacio exclusivo de la mujer y su toma de palabra.
Los discípulos de Emaús expresan su escepticismo frente a este des­
varío de mujeres, hasta que Jesús mismo confirma su testimonio.
Es el proyecto comunitario de Jesús el que inaugura el verdadero
cambio copernicano en cuanto a relación de género. Mateo se ade­
lantó a este proyecto de Jesús, introduciendo de manera sorpren­
dente nombres de mujeres en la genealogía de Jesús. Pero no so­
lamente este hecho, ya inédito en sí, es significativo de la novedad
inaugurada aquí. Estas mujeres son todas, sin excepción, mujeres
sin varón. Varias son paganas y viudas (Rut, Tamar, Betsabé), una
es prostituta (Rajab), otra se prostituye (Tamar), una es adúltera
(Betsabé), y la serie culmina con María, una joven virgen.
Esta genealogía hace prever un terremoto religioso y social en
el comportamiento de Jesús. Primera sorpresa: la comunidad es
mixta, con varones y mujeres. Entre éstas (como entre los varo­
nes), el origen social, cultural y político-moral es extremadamente
contrastado. En la primera comunidad cohabitan la esposa del in­
tendente de Herodes y María, la exprostituta, adeptos de movi­
mientos políticos nacionalistas violentos, como los zelotas, y publi-
canos, vistos como colaboradores del ocupante romano, etc. Todo
se presenta como si Jesús hubiera decidido borrar toda pista que
lo definiera en un solo campo.
Jesús no se contenta conjuntar en una misma comunidad a hom­
bres y mujeres, casados solteros; también intercambia los roles.
Las mujeres, tradicionalmente confinadas al hogar, lo que llama-

118
riamos ahora lo privado, se ven arrojadas por los caminos para
anunciar en el espacio público las cosas esenciales del Evangelio.
Incluso aportan con sus propios recursos para el mantenimiento
de la comunidad (Le 8, 1-3).
Por otra parte, si algunas discípulas como Marta y María asumen
un carisma de acogida en el hogar, también algunos varones como
Lázaro y quizás el discípulo “amado” (Jn 21, 2Oss), reciben una mi­
sión en el ámbito de la casa.
Con esta nueva organización de roles, todas las reglas y referen­
cias del mapa socio-religioso referido al género se ven removidas
escandalosamente. Como hizo con las mesas de los vendedores del
templo, Jesús patea el tablero del sistema patriarcal para abrir es­
pacios de palabra nuevos para todos. Cancela, de alguna manera,
la división rígida de los roles entre privado y público, repartidos
de manera excluyente entre hombres y mujeres en su sociedad.
Otra revolución inaudita: la comprensión evangélica de la pureza.
Vimos como la sociedad judía, con su religión, se había estructura­
do alrededor de un complejo entramado de reglas y prohibiciones
que concernían a la pureza. Esta se comprendía de manera objeti­
va, reñriéndose a la idea de mancha que provoca todo encuentro,
voluntario o no, con los signos de vida o de muerte, muy especial­
mente la sexualidad de la mujer.
Ahora Jesús declara todo puro y desplaza la misma noción de pu­
reza hacia el corazón humano y sus intenciones ambiguas (Mt 15,
10-20; Me 7, 14ss). Y para clarificar bien su opción, el Maestro se
pone, a propósito, en situación de impureza legal al tocar a los
impuros del judaismo, como son los leprosos o la mujer con flujo
de sangre. De paso, con esta trasgresión sistemática, denuncia la
opresión insoportable, la exclusión indigna que implican estas re­
glas de pureza religiosa y legal.
Por el contrario, todo parece confirmar que a Jesús le encantaba
tocar a los enfermos, a las mujeres, a los niños etc. y dejarse tocar
por ellos. No tenía ningún reparo, ni siquiera ante la prostituta

119
que aparece en la casa del fariseo Simón, o María de Betania, a
pesar del escándalo de los varones, como el propio Simón y Judas.
La única vez en que Jesús toma distancia es en la resurrección, con
la misma María, inaugurando así una nueva etapa de su presencia
y de la misión de la mujer.
En este contexto, no tomamos suficientemente conciencia de la
importancia de la polémica entre Pablo y la Iglesia de Jerusalén
a propósito de la circuncisión. Imponerla significaba mantener el
sistema patriarcal en el seno de la comunidad cristiana, excluyen­
do, de hecho, a la mujer. En este sentido, el combate de Pablo
constituye una verdadera victoria de las mujeres, que adquieren
así, efectivamente, igualdad de derechos en la nueva comunidad.
Sabemos hoy que, en los primeros tiempos pospascuales, el lide­
razgo de las mujeres era, por lo menos, de igual importancia que
el liderazgo de los hombres en las comunidades cristianas. Parece
muy probable, por ejemplo, que la Magdalena adquirió un pres­
tigio y un poder iguales, o quizás superiores, a los de Pedro y de
los apóstoles. Por lo menos, así lo afirman algunos textos apócrifos
muy verosímiles.
Hoy no hay ninguna duda de que muy pronto, esta novedad
evangélica fue recuperada por el patriarcalismo recalcitrante del
mundo judío y las costumbres del mundo griego, hasta llegar a
hacer, hasta hoy, de la Iglesia uno de los últimos baluartes de este
patriarcalismo en el mundo occidental. Esta realidad es una de las
traiciones más dramáticas de la intuición genuina de Jesús y del
cristianismo primitivo.

— El celibato de Jesús
En este contexto de una nueva propuesta evangélica sobre la re­
ciprocidad de género, el celibato de Jesús cobra una significación
particular. Prácticamente todos los especialistas están de acuerdo
hoy en afirmar que Jesús fue célibe. Esta opción suya, rarísima y
marginal en la tradición judía, debe ser descifrada como un acto

120
propiamente profético, a la luz de su opción por la mujer. En efec­
to, dentro de una perspectiva patriarcal, los escribas y los maestros
de la Ley, tanto si eran fariseos o del grupo sacerdotal, debían
ser casados, para encarnar, en su propia situación familiar y mari­
tal, las exigencias del propio sistema que defendían. Sólo algunos
profetas, como Jeremías, por ejemplo, hicieron de su celibato un
signo de crisis religiosa, crisis de la relación entre Dios y su pueblo.
El caso del celibato de Jesús es radicalmente original. En efecto,
si bien el Maestro no se casó ni tuvo hijos, sin embargo vivió cons­
tantemente rodeado de mujeres que lo acompañaban en su mi­
nisterio. Los evangelios nos dicen incluso que las amaba y que
mantenía relaciones muy privilegiadas con varias de ellas.
Su celibato, por lo tanto, no tenía nada que ver con el temor al
otro sexo, o el desprecio de la relación de género. Tampoco lo po­
demos interpretar como la expresión simbólica de un duelo por la
crisis de la relación entre Yahvé y su pueblo, como en el caso de la
viudez de Ezequiel (Ez 24, 15-24), ya que toda la vida de Jesús es el
anuncio de la “boda” del Reino, ya inaugurado desde su discurso
en la sinagoga de Nazaret (Le 4, 16-22).
A la luz de las actitudes de Jesús respecto al sistema de exclusión
de la mujer en su cultura y su religión, podemos afirmar que su
celibato es la profecía de una nueva manera de comprender esta
relación de género. Al renunciar al matrimonio y a la paternidad,
el Señor renunciaba a los privilegios y prerrogativas del patriarca
y podía, de esta manera, proponer una nueva misión a las mujeres
en el Reino. El celibato de Jesús es, a la vez, denuncia del sistema
patriarcal y entrega de la palabra en plenitud a las mujeres.
Es posible entender, en esta línea, la curiosa respuesta que el Maes­
tro da a los fariseos y saduceos venidos a tenderle una trampa, a
propósito de la mujer que había tenido siete maridos, sin que a
ninguno le hubiera dado descendencia (Le 20, 27-39). Ante esta
sofisticada argumentación de sus adversarios, el Señor responde:
“En el Reino ya no se casarán porque serán como ángeles...”. Di-

121
fícilmente podemos interpretar esta respuesta como la superación
de la diferencia de género, ya que esta constituye, precisamente,
el lugar de nuestra imagen y semejanza divina, según el Génesis.
Más bien, Jesús pone fin así al concepto del matrimonio patriarcal,
según el cual el marido era propietario de su esposa.
Creo, también, que ese es el verdadero sentido de la prohibición del
divorcio en el evangelio. No se trata de una norma abstracta, sino
de una protección del derecho y de la dignidad de la mujer en una
sociedad donde sólo el varón podía decidir divorciarse o no, “por
cualquier motivo”, como dicen los adversarios de Jesús. La intran­
sigencia de Jesús no es una nueva regla de pureza conyugal, sino la
inauguración de nuevas relaciones de género ante Dios.
“Ser como ángeles”, para volver a este lenguaje enigmático de
Jesús, es haber recobrado su libertad respectiva. En adelante, en
el Reino nadie será propiedad de nadie, sino que la relación se
construirá en la reciprocidad de iguales, liberados de toda atadura
injusta por el evangelio.
Es urgente volver a enraizar nuestro celibato consagrado en el
propio celibato de Jesús. Fuera de esta referencia fundante, sus
justificaciones no tienen verdadera credibilidad desde el punto de
vista del evangelio. Más bien se mantiene en la vieja lógica, judía o
griega, de una radical separación, bajo formas diversas, de los ro­
les respectivos del hombre y de la mujer. Ya no podemos pretextar
una pureza mayor en el celibato, lo que nos garantizaría, a su vez,
un mayor mérito para acceder a los bienes espirituales.
Tampoco podemos pensar en una justificación burdamente fun­
cional, arguyendo que el celibato nos deja más disponibles para la
misión. Esta afirmación no tiene ningún sustento en la realidad y
pondría el “hacer” por encima del amor, postura insostenible a la
luz de la nueva ley evangélica.
La verdadera significación de nuestra opción es, a la vez, crística y
escatológica. Es el amor preferencial por Cristo que nos hace optar
por un estilo de relación profética, que da comienzo a una nueva

122
era escatológica, donde hombres y mujeres son “como ángeles”, es
decir, se aman con un amor recíproco de libertad, respeto y ternura.
En esta línea, se me antoja pensar que el misterio y el sentido
del celibato masculino y del celibato femenino son diversos, aun­
que complementarios. En efecto, en el caso del varón, se trata de
renunciar, como Jesús, a toda prerrogativa patriarcal y machista,
para consentir, gozosamente, a la toma de palabra del otro, espe­
cialmente de la mujer, y promoverla.
En cambio, para la mujer, el celibato se vuelve signo de esta nueva
autonomía espiritual, que le permite creer en el espíritu que habi­
ta en ella, al igual que en el hombre, y atreverse a una palabra que
la compromete como persona.
Esta diversidad, sin embargo, se vuelve buena noticia liberadora
sólo en una nueva relación evangelizada entre hombres y mujeres
consagrados. Si el celibato y la real castidad del uno quedan aislados
del celibato casto de la otra, el signo se frustra en una pura reivindi­
cación y no desemboca en una propuesta de nuevas relaciones. En
la reciprocidad entre consagrados y consagradas y, más allá, entre
toda la humanidad, la novedad del Reino podra hacerse patente.
Podríamos decir cosas semejantes, por supuesto, de un matrimo­
nio cristiano que toma conciencia del carácter profético de su sa­
cramento.
El celibato según Jesús, como lo decíamos ya en nuestro capítulo
IV, sustituye la ternura a la violencia, el respeto a la posesión. Por
este motivo, me gusta ver el celibato como un voto de no violencia
y de ternura entre hombres y mujeres y, por extensión, entre cul­
turas, razas, generaciones, religiones, etc.

— La Buena Noticia del humanismo cristiano


Al concluir este recorrido histórico de las tradiciones respecto al
género, tenemos que afirmar una serie de buenas noticias cris­
tianas. En efecto, la fe cristiana desconecta la relación de género

123
de sus tabúes sagrados, de las estructuras sociales y religiosas de
dominación y opresión, y hasta del puro funcionalismo cósmico
de tipo andino.
Cristo, desde su opción por la no violencia de género y la ternura, ex­
presada en su celibato profético, hace de cada hombre y cada mujer
personas plenamente autónomas y capaces de una palabra propia y
de relaciones libremente asumidas en la reciprocidad de iguales.
Sin negar ni menospreciar la originalidad de cada individuo y los
aportes propios e irreemplazables de cada género, borra, sin em­
bargo, las fronteras herméticas entre los espacios privado y pú­
blico, para abrir las puertas del redil de tal manera que todas las
ovejas, hombres y mujeres, entren y salgan a sus anchas, como
dice san Juan (10, 9).
Jesús propone una nueva comunidad universal, compuesta de per­
sonas de ambos sexos, pero también de diferentes características
culturales, sociales y hasta políticas y religiosas, para construir un
nuevo pueblo de hermanos y hermanas, desde el valor propio de
cada uno. En el humanismo cristiano, individualidad, personali­
dad, comunidad y colectividad recobran su dinamismo originario.

La crisis de las identidades en la posmodernidad


Más allá de todas estas lecturas, es necesario reconocer que
nuestro tiempo atraviesa por una crisis inédita de identidades
en general. Dos fenómenos planetarios explican, en parte, esta
situación: el despertar mundial de la conciencia femenina, que
obliga a reposicionar todos los roles sociales; y también la glo-
balización cultural, ayudada por el vehículo de los medios de
comunicación.
Estos dos factores, cada uno a su modo, ponen al descubierto un
mundo a la vez homogeneizado y plural, lo cual nos hace sentir
hermanos y hermanas de todos y, sin embargo, amenazados más
que nunca por la diferencia introducida en nuestra propia casa.

124
Esta pluralidad de convicciones, de costumbres y de criterios éti­
cos lleva a una relativización de lo propio, relativización que los
medios conservadores traducen por relativismo. Este desplaza­
miento revela, de hecho, el verdadero pánico provocado en los
edificios ideológicos monolíticos por la irrupción del otro, cada
vez más cercano y cada vez más múltiple.
Pero, quedémonos aquí en la cuestión de las identidades de gé­
nero y de sus redes. Se recordará que el feminismo denuncia un
modelo de lo femenino impuesto por la cultura patriarcal.29 Este
cuestionamiento, junto con la creación de una nueva identidad de
la mujer en la sociedad occidental, hace tambalear todas las demás
construcciones identitarias de nuestra cultura, en particular el sa­
crosanto dogma de lo masculino y lo patriarcal.
Las mujeres, al imponer nuevas condiciones a la relación con los
varones, entre otras cosas sobre el tema de la fecundidad y de la
procreación, ponen en crisis la auto-imagen del patriarca y del
macho. Indudablemente, la identidad más confundida hoy es la
de los varones.
En este quiebre de las identidades, la cuestión del estatuto del
cuerpo como icono de la relación es particularmente central. La
simbólica del cuerpo es esencial para la identiñcación de los mode­
los de comportamientos respectivos.
El feminismo ha impuesto una nueva lectura del cuerpo, tanto de
la mujer como del varón: espacio de poder individual, signo del
deseo profundo, objeto de derechos. La tan controvertida expre­
sión “yo soy mi cuerpo” o “mi cuerpo me pertenece” pone a los
varones, y al ejercicio de sus prerrogativas seculares, en jaque. No
es de asombrar, por lo tanto, que la crisis varonil pase por una re­
definición del cuerpo masculino. La moda actual, tanto masculina
como femenina, es un interesante síntoma de esta interrogación.

29 Ver, en particular la obra ya clásica de Simone de Beauvoir, Le


deuxiéme sexe.

125
El quiebre de la autoimagen va acompañado de otros quiebres que
conciernen las redes sociales de definición del hombre. Un primer
cuestionamiento surge de la crisis laboral. Tradicionalmente, el
hombre es aquel que trabaja y aporta a un hogar supuestamente
atendido por la mujer, pero la escasez y precariedad del trabajo
masculino y la entrada en el mercado laboral de la mujer cuestio­
nan el mismo orgullo masculino.
En esta misma dirección, la obsolescencia rapidísima de los conoci­
mientos hiere de muerte la imagen del patriarca omnisciente. Hoy
en día, un saber tiene una duración de entre cinco y diez años.
Después, se vuelve ignorancia y atraso. Por lo tanto, el prestigio del
saber se atribuye hoy a los jóvenes adultos y ya no a los mayores.
Esta obsolescencia rápida de los saberes impide una adquisición
de sabiduría, necesariamente ligada al tiempo y la experiencia ad­
quirida. Crisis de la sabiduría que explica las confusiones afectivas
de los adultos. Los ciclos afectivos hoy se parecen mucho al “eter­
no retorno” infantil o adolescente.
En una cultura donde, por primera vez, ya no es el adulto o el
anciano el criterio de identificación, sino, al revés, lo juvenil, nos
encontramos en una situación de perpetua inestabilidad e insegu­
ridad, que afecta gravemente a la misma experiencia de adultez.
Todo este terremoto identitario provoca, en reacción, un retor­
no a recursos obsoletos y fanáticos, como las identidades raciales,
religiosas etc. Este fenómeno explica, en gran parte, el auge de
muchas propuestas de extrema derecha, de todos los fundamen-
talismos más trasnochados y descabellados.
Urge, por lo tanto, trabajar en la redefinición de las identidades y,
en particular, de la condición adulta, en nuestra sociedad.
Es importantísimo, como lo sugiere Amin Maalouf,30 en dicha bús­
queda, renunciar a las definiciones humanas mono-identitarias, ba­

30 Amin Maalouf, Les identités meurtriéres, París, 1998.

126
sadas en el sexo, la raza, la religión o la nacionalidad. Esta preten­
sión a encerrar al individuo en una sola clave lleva, necesariamente,
a la intolerancia, la exclusión y la violencia, como lo constatamos por
doquier. En efecto, somos, todos y cada uno, el cruce de múltiples
identidades. Esta multiplicidad es, a su vez, lo que hace nuestra uni­
cidad y nos evita las confrontaciones ideológicas, étnicas y religiosas.
Esbozo aquí, a modo de propuesta provisional, algunas pistas por
donde me parece que convendría orientar la exploración. El adulto
de hoy y mañana se caracterizará por su flexibilidad y gran capa­
cidad de adaptación. Pero también habrá que forjar en él lo que
llamaría la fidelidad creativa, condición de su credibilidad, indis­
pensable para volver a una cierta seguridad no fanática de las iden­
tidades. Finalmente, veo al adulto posmoderno con una autonomía
adquirida y una solidaridad consolidada en la libertad verdadera.
Toda esta confusión identitaria afecta frontalmente a la vida reli­
giosa. Me parece urgente, al respecto, tratar de manera diversifi­
cada la vida religiosa masculina y la femenina, puesto que los retos
identitarios de cada una son bastante diferentes hoy.

La castidad como creación de nuevas relaciones humanas


El lector se habrá dado cuenta en este capítulo que trato la opción por
la vida consagrada bajo el ángulo profético del “celibato casto”. Nues­
tro voto y su significado profético se definen, más bien, en la decisión
del celibato consagrado, como marco de la castidad evangélica.
No hay que olvidar, en efecto, que la castidad es una exigencia
universal y permanente para todos los cristianos, casados o no,
para vivir verdaderas relaciones de Reino. Lo específico de los
religiosos y religiosas es la decisión voluntaria de enmarcar esta
exigencia en el celibato por el Reino de Dios.
Sin embargo, este celibato, sin una visibilidad efectiva de la casti­
dad evangélica, sería una burla y una mentira. Por este motivo,
me parece esencial en este punto detenerme minuciosamente en
la temática, tan compleja hoy en día, de la castidad.
127
• Castidad: aprendizaje de la humanidad nueva
Cuando hablamos de castidad evangélica no se trata tanto de un
estado de integridad física o de la ausencia de pulsiones, sino de
un verdadero y permanente proceso de humanización integral.
En esta perspectiva, nunca podemos afirmar que hayamos alcan­
zado una castidad total. Ésta será siempre inacabada, en proceso
de creación.
Considerar la castidad como un proceso de humanización, una
creación heroica y permanente de la humanidad nueva, implica
pensarla como una tarea de la libertad humana. Se trata de romper
con el egocentrismo y la avidez de posesión y dominación. La casti­
dad renuncia a una relación frontal y directa para introducir entre
los seres humanos la distancia de una palabra y de una escucha
silenciosa. Una relación casta es una relación mediatizada por el
lenguaje, la palabra y la contemplación acogedora del otro como tal.
Esta modalidad de relación, construida en la castidad, supone, a
su vez, una experiencia interior. Como se dice de san Benito, el
hombre y la mujer castos están siempre “consigo mismos”. Aquel
que anda “fuera de sí”, a la manera de los poseídos del Evangelio,
no puede emprender la conversión de la castidad. Sólo vivirá la
relación como confrontación de fuerzas instintivas.
La interioridad de la castidad de la que estamos hablando se tra­
duce, para el consagrado y la consagrada, en un amor privilegiado
por Cristo. Sin la dimensión mística de una experiencia afectiva de
Dios en su Hijo Jesús, nuestra castidad se reduciría a un ejercicio
ascético algo estoico. La castidad consagrada es una opción por el
amor “en Cristo”.
Pero no se puede negar que este proceso de liberación es un com­
bate continuo, con sus victorias y sus derrotas, con sus avances
y sus retrocesos. Por este motivo, pensamos que la síntesis de la
experiencia de los votos es la conversión. Nadie es casto, pobre u
obediente previamente al combate, como si se tratara, simplemen­
te, de preservar un estado edénico originario. No. Lo nuestro es

128
un trabajo del alma, de la voluntad, de la inteligencia y del cuerpo,
unidos en un desafío mancomunado, una conquista sobre la vio­
lencia y la esclavitud de nuestra condición humana “caída”.
El maestro de este combate espiritual es, indudablemente y una vez
más, el propio Jesús. Sin nunca dejar de sentir, de tocar y de dejarse
tocar, de apreciar al otro y a la otra como un don irreemplazable, ya
se trate de una mujer o de un varón. Sin embargo, Jesús siempre
pone la distancia de una palabra y de una escucha en sus relaciones.
Tal es, como lo hemos afirmado ya, el sentido más profundo de su
celibato casto en medio de un ambiente de dominación múltiple.

• Castidad: sanación de las relaciones


Hablar de castidad, de la manera como lo estamos haciendo, supo­
ne partir de nuestra condición herida. Todos nacimos y crecemos
heridos. Nuestra condición humana nos ha marcado desde antes
de nacer con lo que llamaríamos la “herida-madre”. Es más, nues­
tra historia familiar, de género, cultural y simplemente accidental
se encarga de abrir constantemente nuevas llagas en nuestra hu­
manidad personal y colectiva.
Si así es la condición de la humanidad, debemos pensar en la castidad
como en una terapia de nuestras relaciones intoxicadas por la violen­
cia. Toda terapia implica un régimen dietético para desenmascarar y
sanar el mal. La castidad es un régimen espiritual, indispensable para
liberar nuestras relaciones interpersonales, de género, de culturas y
razas, de clases sociales y generaciones, para desatar a la persona de
lo que la encierra en el caos de la violencia relacional.
Muchos son los síntomas de esta enfermedad hoy. Por lo tanto, el
diagnóstico y la terapia son cuestión de un discernimiento muy
delicado. Ya hemos hablado de la confusión crítica de identidades
en el gran cambio cultural que nos toca vivir. A esta primera crisis
fundamental se juntan la cuestión de la inseguridad y el temor
ante el otro, la frágil autoimagen y la situación de intensa depen­
dencia afectiva de la gran mayoría de nuestros contemporáneos.

129
Esta afectividad precaria explica, entonces, una segunda crisis más
envolvente: la inconsistencia humana, la mediocridad de los pro­
pósitos, la grave confusión de sentimientos. ¿Es posible la casti­
dad en tal contexto de fragilidad humana? ¿O esta fragilidad nos
condena, necesariamente, a la incoherencia que presenciamos en
muchos religiosos y religiosas?
Indudablemente, para responder a esta pregunta habrá que pasar
por la comunidad. Ella es la clínica, la sala de recuperación, el crisol
de las nuevas relaciones sanadas al fuego del evangelio. Pero esta in­
dispensable comunidad tiene que ser, a su vez, casta y compuesta de
personas en procesos de castidad. Hay estilos de relaciones comuni­
tarias demasiado autoritarias y normativas, o demasiado tolerantes,
que propician la ambigüedad afectiva, transformándose en refugios
más o menos clandestinos de relaciones enfermizas.
La crisis de la castidad en la vida consagrada, nos devuelve a esos
estilos comunitarios inadecuados para emprender el camino que
proponemos aquí. Antes de condenar a las generaciones jóvenes,
como si fueran incapaces de vivir la castidad, habría que interro­
garse sobre las maneras de ejercer el poder en nuestras familias
religiosas, sobre nuestros modos de comunicación entre nosotros
y nosotras y con el mundo exterior, nuestra utilización de los me­
dios de comunicación en general etc. ¿En que medida, además,
nuestras comunidades favorecen el encuentro consigo mismo, esta
interioridad de la que hablamos más arriba y que debe ser el ver­
dadero crisol de nuestra vida casta?

• Etapas de maduración humana y castidad


Existe un gran peligro de vivir la propuesta de la castidad consagra­
da desde etapas estancadas de la evolución afectiva y humana. Mu­
chísimas veces, en nuestra vida consagrada, se pretende enmarcar
la castidad en etapas preadultas de la humanización de las personas.
No es de asombrarse, entonces, que este marco, tarde o temprano,
se quiebre bajo el empuje de la exigencia dinámica de lo humano.

130
Para muchos, la castidad implica detenerse en el infantilismo bajo
sus diversas formas. O nos volvemos infantes afectivamente capri­
chosos y eternamente demandantes o nos bloqueamos en el temor
rígido a todo riesgo de amar y de encuentro. Estas posturas, fa­
talmente, desembocan en nuevas patologías afectivas, típicas de
nuestro medio religioso. En otras oportunidades hablé de los ras­
gos patógenos de nuestros estilos y concepciones, particularmente
en lo que toca a la castidad.
El progreso en la castidad, al contrario, se mide por el grado de
apertura, de verdad y de calidad de autopresencia en las relacio­
nes a todo nivel. En esta apertura, la capacidad de asumir la diver­
sidad, la pluralidad de las relaciones, como también los fracasos
y las frustraciones, sin perderse y sin perder de vista la unidad
personal y comunitaria, me parece un criterio fundamental de dis­
cernimiento.
Me permito utilizar aquí una expresión de san Benito para defi­
nir la castidad evangélica: el ensanchamiento del corazón. Se trata
de abrirse cada vez más y, a la vez, integrar de manera progresi­
vamente armoniosa las fuerzas inseparables y, sin embargo, anta­
gónicas del eros, de la filia y del ágape, como vimos más arriba.
Apertura e integración son las claves de la maduración afectiva.
Mientras una de estas dimensiones de la vida afectivo-sexual esté
excluida, temida o negada, no podemos esperar nada de una nue­
va alianza en la castidad. Se trata siempre de amar respetuosa­
mente la diferencia (el otro) y cuidar sin egocentrismo la unidad
interior (el yo libre y autónomo).
Finalmente, cabe recordar aquí que, para los consagrados y
consagradas, la opción por Dios y su corolario inseparable de
la opción por los pobres son los verdaderos y únicos lugares
de enraizamiento de la castidad. Sin este terruño espiritual y
ético, nuestra castidad es un simple saludo a la bandera, pues lo
esencial es amar y encarnar el amor, tanto en el terreno místico
como ético.

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• Perder la vida para darla
El Evangelio va siempre más allá. No sólo se trata de reconciliar,
liberar, ensanchar lo humano, como hemos dicho hasta aquí. La
verdadera dimensión teologal de la castidad consagrada es el reto
de la pérdida. Hay que soltarse y soltar al otro para entregarse en
este movimiento danzante que es el amor cristiano.
En este sentido, una vez más, la cruz es el verdadero y definitivo
lugar de nuestra castidad consagrada. Pasar por ella implica un
progresivo desapego de todo, fama, obras, prestigio, éxito, reco­
nocimiento y poder, para acceder a la total desnudez de Cristo
crucificado.
Para ser plenamente evangélica, la castidad tiene que dialogar con
la muerte pascual que nos atraviesa. Ella es el criterio último de
discernimiento de nuestra capacidad permanente de entregar la
vida para que el mundo tenga vida.
Esta perspectiva teologal manifiesta el gran vuelco de la castidad
formal a la castidad evangélica. Se trata de pasar de una concep­
ción de la castidad como abstención y preservación a una castidad
como don y riesgo permanente de dar la vida.

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