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Antonio Guillén
Pablo Alonso
Darío Mollá
2018
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ÍNDICE:
- 1. La oración en Ejercicios
o ¿Orar es difícil?
o La meditación con las tres potencias
o La contemplación de escenas evangélicas
o La repetición ignaciana
o El «traer los sentidos» a la oración
- 3. La Primera Semana
o Directorio breve sobre la Primera Semana
o Textos bíblicos para la Primera Semana
o Instrucciones y Reglas de la Primera Semana
Las Anotaciones
Los Exámenes
Tres modos de orar
Las reglas para sentir y conocer mociones
o Adiciones y complementos de la Primera Semana
3
- 4. La Segunda Semana
o Directorio breve sobre la Segunda Semana - A
o Textos bíblicos para la Segunda Semana - A
o Directorio breve sobre la Segunda Semana - B
o Textos bíblicos para la Segunda Semana - B
o Instrucciones y Reglas de la Segunda Semana
Las reglas con mayor discreción de espíritus
Hacer elección o enmendar y reformar la vida
Las «reglas del limosnero»
Notas para sentir y entender escrúpulos
o Adiciones y complementos de la Segunda Semana
- 5. La Tercera Semana
o Directorio breve sobre la Tercera Semana
o Textos bíblicos para la Tercera Semana
o Instrucciones y Reglas de la Tercera Semana
Las «reglas de la templanza»
o Adiciones y complementos de la Tercera Semana
- 6. La Cuarta Semana
o Directorio breve sobre la Cuarta Semana
o Textos bíblicos para la Cuarta Semana
o Instrucciones y Reglas de la Cuarta Semana
Las reglas para sentir en la Iglesia
o Adiciones y complementos de la Cuarta Semana
Una buena parte de las páginas aquí reunidas han sido publicadas
con anterioridad en la Revista de Espiritualidad Ignaciana MANRESA,
sobre todo en la sección «Ayudas para dar Ejercicios», durante los
años 2015, 2016 y 2017. Se recogen aquí revisadas por sus autores.
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Prólogo
Sobre los Ejercicios de San Ignacio se han escrito en nuestros días muchos y muy
valiosos libros. Por ceñirnos solo a dos, ahí están, por ejemplo, la obra magna de S. Arzubialde,
Historia y análisis, dirigida a quienes deseen saberlo «casi todo» sobre los Ejercicios, y en el
otro polo, los seis Itinerarios del CES de Salamanca pensados como materiales iniciáticos y
progresivos de los mismos.
El libro que prologamos aquí es también sobre los Ejercicios, pero me gustaría decir
desde el principio que no es uno más, añadido a otros muchos. Que aporta una novedad que
lo convierte en un instrumento de gran calado para quienes deseen conocer a fondo el
proceso espiritual que recorre el librito de los Ejercicios y, sobre todo, para quienes aspiren o
se estén preparando para darlos. Y no sólo para ellos, también para quienes los dan
frecuentemente en cualquiera de sus variantes ya que nadie se libra de la impresión de no
tocar nunca fondo en su comprensión, en su práctica y en el modo de darlos a otros.
Ahondemos un poco más en la «novedad» que aporta este libro. En primer lugar, que
no está escrito por una persona sino por tres. Tres jesuitas muy conocidos y también
reconocidos en el arte de dar ejercicios a toda clase de personas: laicos, sacerdotes y
religiosos, jóvenes y mayores. Este hecho dota al libro que tenemos entre manos de una gran
sabiduría y madurez. Los tres saben de qué están hablando y lo que dicen brota de su
profundo conocimiento teórico de los Ejercicios, pasado siempre por su dilatada experiencia
en darlos.
Cada uno de los tres se ocupa de un ángulo de acercamiento a los Ejercicios que se
repetirá, sin cambios, a lo largo de las cuatro semanas: en primer lugar, un Directorio sobre la
semana en cuestión; en segundo, Textos bíblicos para esa semana; y en tercero, Adiciones y
Complementos para la misma.
El peso mayor del libro recae sobre A. Guillén. Él es quien nos introduce, en un primer
capítulo, en el tema de «La oración en los Ejercicios», introducción necesaria para aclarar a
ejercitador y ejercitante sobre los diversos tipos de oración que propone Ignacio en sus
Ejercicios: meditación, contemplación, repetición, aplicación de sentidos, etc. (¿Son también
formas de oración los famosos «tres modos de orar»? El lector se encontrará aquí con una
interpretación que, al parecer, no es nueva pero sí ciertamente original y novedosa). Un
primer capítulo tan necesario como bien expuesto.
Sobre A. Guillén recae también ese apartado que recorre cada una de las cuatro
semanas y al que llama «Directorio breve». ¿Cuál es su finalidad?
Sabemos que para Ignacio dar ejercicios era sinónimo de «dar modo y orden». Un
modo y orden en la propuesta de los mismos que conjugara al unísono el «principio de
adaptación», según fuera el sujeto que los hacía, con el «principio de objetividad» por el que
los Ejercicios fueran verdaderamente ejercicios ignacianos y no otra cosa, por buena que fuera.
Por lo primero se aseguraba la centralidad del ejercitante y de sus condicionamientos internos
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y externos; por lo segundo el proceso mistagógico de los Ejercicios tal como lo concibió Ignacio
y que nunca debería faltar.
Sabemos también que, desde el principio, esta conjunción no debió resultar fácil para
los primeros jesuitas, motivo por el que fueron apareciendo los diversos «Directorios» oficiales
comenzando por el del propio Ignacio. Se trababa de ayudas prácticas para orientar al
ejercitador en ese arte de dar «modo y orden». Lo que hace aquí A. Guillén es valerse de esos
directorios –y de los datos que le da su prolongada experiencia en este campo- para lograr
aquel mismo efecto, hoy. Y la verdad es que lo hace muy bien. Al leer esas introducciones a
cada semana, aprendemos cosas importantes, tanto de los Ejercicios en sí como del arte de
darlos, objetivo primero y más importante de este libro.
La segunda sección, titulada «Textos bíblicos para esta semana», corre a cargo de
Pablo Alonso, antiguo maestro de novicios y profesor ahora de Sda. Escritura en la Facultad de
Teología de Comillas.
Sucede, sin embargo, con cierta frecuencia, que estas citas bíblicas se ofrecen al
ejercitante en bloque, sin contextualizar ni aclarar suficientemente por qué se han escogido y
la relación que guardan con lo que busca y se pide en la meditación o contemplación. Esa
relación puede ser tan tenue e inexpresada que apenas ayuden a mover los afectos del
ejercitante.
No es eso lo que nos ofrece Pablo Alonso aquí. Ha seleccionado cuidadosamente las
citas, ha expresado escuetamente qué dicen, las ha relacionado con el «momento
mistagógico» que vive el ejercitante, etc. Es cierto que cada ejercitador suele tener ya
preparadas sus propias citas bíblicas para cada meditación o contemplación, pero no estará
mal que de vez en cuando acudamos también a otras fuentes para no fosilizarnos en lo de
siempre. Se trata, pues, de una sección del libro muy bien pensada y de gran ayuda para
quienes dan ejercicios, sean estos más o menos aprendices o ejercitadores experimentados.
Llegamos con esto a la última «sección» del libro que Darío Mollá titula «Adiciones y
Complementos para esta semana». Darío es un jesuita ampliamente conocido por sus
excelentes escritos sobre espiritualidad ignaciana y también por su dilatada experiencia de
ejercitador. ¿Cuál es la finalidad de este tercer acercamiento a los Ejercicios ignacianos?
igual que la cultura que lo envuelve. Si San Ignacio prestaba tanta atención a esos elementos,
ajustándolos cuidadosamente a cada uno, ¿qué impediría que siguiéramos haciéndolo
nosotros? Con dos condiciones, añade el autor: que todos esos materiales sean «sencillos» y
que verdaderamente «ayuden».
***
LA ORACIÓN EN EJERCICIOS
¿ORAR ES DIFÍCIL?
Ninguna de ellas son las dificultades reales de la oración. El auténtico problema tiene
raíces más básicas, que relativizan por completo las anteriores. Creo que se expresa bien a
través de estas dos cuestiones capitales: ¿Qué es orar realmente? y ¿a qué Dios dirigimos
nuestra oración?
¿Qué es orar realmente? Orar no es lo que nosotros hacemos, sino lo que nos ocurre
cuando nos ponemos delante de Dios. 1 Como sucede con la amistad, ambas experiencias
tienen mucho más de don recibido que de producto ganado y trabajado. También como en
todo don, es crucial el dónde y el cómo lo recibimos.
1
Cf. PARMANANDA R. DIVARKAR S.J., La senda del conocimiento interno. Reflexiones sobre los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola, Sal Terrae, Santander 1984, 92; PIET VAN BREEMEN, Como pan que
se parte, Sal Terrae, Santander 1992, 37-53.
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Por extraño que parezca, se puede ser muy rezador, y utilizar sin embargo este
comportamiento como pretexto para renunciar a ser orante. Cuando, en contra de su
verdadero sentido, los rezos se erigen para el creyente piadoso en el absoluto de la oración, y
ya no se busca el don de ver cambiada la actitud interior, sino el protagonismo único de un
hecho meritorio que ha de cumplirse, nuestros rezos acaban bloqueando la verdadera oración.
Jesús denunció ese resultado en los fariseos repitiéndoles palabras de Isaías - «este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13; Mc 7,6) -, y el aviso no parece
perder oportunidad nunca.
El rezador cree estar orando «para que Dios le escuche», pero el orante sabe que su
objetivo irrenunciable es «escuchar lo que Dios le está diciendo a él ahora mismo». Aquél cree
estar haciendo esfuerzo y méritos. Éste se sabe básicamente regalado y se limita a expresar su
agradecimiento hondo por el regalo.
Los Ejercicios ignacianos no prescriben rezos, sino actitud orante. No se viene a ellos a
rezar unos días, sino a poner la propia vida delante de Dios. No es lo mismo una cosa que otra.
Buena parte de las experiencias llamadas Ejercicios se malogran porque el ejercitante cree
limitado su papel a oír predicaciones y a rezar, pero no intenta ni desea orar su vida. El gran
error está en querer protagonizar la propia oración, en lugar de aceptar más bien el
protagonismo bienhechor del Señor en ella.
No es raro que nuestra referencia a Dios, al menos emotiva, esté desfigurada por los
miedos y las mil proyecciones de nuestra relación con la autoridad o el poder. El efecto es
sentirnos, sin querer, enfrentados con un dios estrecho y pequeño, mezquino, puntilloso, rico
en reproches, agobiante en sus imposiciones y arbitrario en sus exigencias. Un dios tan
marcado por su carácter de todopoderoso que no deja espacio alguno a la realidad, también
confesada, de todomisericordioso. Un dios altivo, encerrado en su autosuficiencia,
despreocupado de nuestras lágrimas y, tal vez, aburrido ya de nuestras inconsecuencias. Un
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dios que pide tributos, y quizá recompensa esfuerzos, pero que no es nada propenso a regalar
algo gratis.
Ante ese dios no hay oración posible. Ni la produce, ni la permite. Como todo ídolo,
sólo sabe recibir pleitesías y aplacarse con promesas y rezos. La oración auténtica no se dirige
a ese dios, sino al Regalador, del que hablaron Jesús y los profetas. Crece y se expresa en un
clima de agradecimiento por los bienes recibidos. Es más, en cualquiera de sus formas, orar es
tan sólo una glosa de la palabra gracias.
Todo el interés y consejos de San Ignacio, desde el principio de sus Ejercicios, están
centrados en poner al ejercitante ante esta imagen generosa y regaladora de Dios. Sobre dicho
fundamento sí que se puede orar y encontrarle a Él en todas las cosas.
Los Ejercicios son desde el comienzo un cara a cara con Dios. Por supuesto, con el Dios
de verdad, anunciado por Jesús: El Dios ancho, atento, cercano; sensible a nuestras lágrimas;
comprensivo sin límites; dador de libertad; incondicionalmente fiel; implicado siempre en la
pequeñez humana; más íntimo a nosotros que nosotros mismos; gozoso de vernos crecer y
disfrutar, pues su gloria es que seamos y vivamos felices; dedicado a aceptarnos por completo
como somos – si no, lo suyo no sería amor-, pero a la vez soñándonos mejores de lo que en
cada momento somos.
En definitiva, un Dios siempre mayor y mejor que la mejor persona que hayamos
conocido nunca. ¿Cómo suponer a Dios inferior, en cercanía y capacidad afectiva, a otras
personas que nos quieren? ¿De dónde, si no, recibimos todos, tarde o temprano, el reflejo del
amor incondicional?
Ante ese Dios, orar es fácil. Confesarse débil y desordenado, también. Pero para ello es
preciso salir de sí mismo, acallar la pretensión escondida de ser yo mi propio absoluto, dejarle
a Dios en nosotros ser Dios.
11
2
El paréntesis meditativo del Rey temporal y de las Dos Banderas, en la Segunda Semana,
probablemente porque es de origen manresano, no es presentado como meditación con las tres
potencias, ni tiene exactamente la misma dinámica explícita de «mover más los afectos con la
voluntad». En lo que sí coinciden ambas propuestas meditativas es en la consideración de unos
pensamientos como paso previo a una petición final.
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Para facilitar este viaje hasta los afectos, San Ignacio completa la meditación con las
tres potencias, incorporándole un elemento nuevo y desconocido anteriormente en su
práctica. Le llama coloquio, y lo describe como la conversación espontánea y no encorsetada
de un amigo con otro, «pidiendo alguna gracia, comunicando sus cosas y queriendo consejo en
ellas» [Ej 54]. Todas las meditaciones que propone San Ignacio terminan en un largo coloquio
lleno de peticiones y agradecimientos al Señor, tanto en la Primera Semana como después. 3 La
meditación culmina en el gozo disfrutado de esta cercanía y gratuidad.
Con frecuencia, para mucha gente, meditar es un paso previo a contemplar. Es como
disponer el alma, ya con algún desprendimiento y abandono consciente en la acción del Señor.
Porque una vez entrados en oración, si el protagonismo de ésta se centra en la persona de
Jesús, es muy fácil pasar a la contemplación. En ambos casos, meditación o contemplación, se
trata de querer recibir las gracias que el Señor quiere darnos. El fruto de toda oración siempre
se ve como un regalo sorprendente y gratuito de Él.
3
Cf. [Ej 53. 61. 63. 71. 147 y 156].
13
Es una oración del corazón, más allá de los labios y la mente, y por tanto, no centrada
fundamentalmente en el proceso discursivo de los pensamientos – como la meditación -, sino
en la figura cordialmente sentida y gustada de Jesús. Se sitúa, de principio a fin, en clave de
amistad, de gratuidad, de fascinación semejante al enamoramiento. Esto es lo básico y esencial
de la contemplación. Como todo consejo emanado de San Ignacio, se trata mucho más de una
actitud de acercamiento afectivo que de una técnica rezadora.
En primer lugar, ofrece servirse, como buena ayuda, de unos previos o preámbulos a la
misma contemplación. El primer preámbulo es «la historia» que se trae a la memoria para
contemplarla. En los Ejercicios, la «historia» de las contemplaciones viene propuesta en «los
misterios de la vida de Cristo nuestro Señor» [Ej 261-312], estructurados conforme a los relatos
de los cuatro Evangelios - desde la Anunciación de nuestra Señora hasta la Ascensión de Cristo
nuestro Señor -, pero no literalmente ceñida a ellos. Los devotos comentarios o añadidos de
San Ignacio en estos relatos dejan ver claramente que el texto evangélico sólo es la ocasión o
el soporte para encontrar y contemplar directamente a Jesús.
En efecto, las escenas evangélicas nunca son traídas en los Ejercicios como obras
históricas o literarias, sino como buenas transmisoras de la fe. Es su sentido teológico lo que se
convierte en materia de contemplación, por obra y gracia del Espíritu Santo que ora en
nosotros. Lo que se contempla es a Jesús, por encima de todo. Por eso es acertado decir que la
contemplación nos evangeliza, al permitirnos orar la Escritura como sacramento perenne de la
revelación de Dios.5
4
Cf. mi artículo, La contemplación según San Ignacio, MANRESA 65 (1993), 19-31; Ibid., Contemplación,
en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, Mensajero- Sal Terrae, Bilbao- Santander 2007,
445-452.
5
Cf. JOSÉ RAMÓN BUSTO, Exégesis y contemplación, MANRESA 64 (1992), 15-23.
14
El provecho de contemplar
Reflectir es dejar que se refleje en un cuerpo la luz de otro cuerpo. Lo hace la luna
respecto al sol. Es evidente que San Ignacio está pensando en exponerse como un espejo a la
luz que brota del Espíritu, igual que Moisés «reflejaba la gloria de Dios» al bajar del Sinaí (2 Cor
3, 18). Repetido por él siempre y sólo al final de las contemplaciones, el requerimiento a
«reflectir en mí mismo» está claramente dirigido a transponer a nuestro interior lo que se
contempla, a dejarse empapar la cabeza, el corazón y las entrañas por el misterio de Cristo
contemplado.
El fruto de ese encuentro con el Señor nunca puede precisarse, pero sólo puede ser
bueno. No es casualidad, por eso, que San Ignacio se refiera a él con un matiz deliberadamente
indeterminado - «algún provecho» -, porque, a diferencia de lo que propone en la meditación,
él sabe que ha de entrarse en la contemplación sin pretender determinar previamente cuál ha
de ser el provecho de ella. El que el Señor quiera.
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La repetición ignaciana
En un programa tan elaborado y preciso como el que propone San Ignacio al que hace
los Ejercicios, a éste no puede dejar de llamarle la atención la propuesta reiterada de una
repetición de los ejercicios anteriores. Y sin embargo, el creador del método lo propone así, con
este nombre, en cada una de las cuatro Semanas del proceso, de tal modo que, en conjunto, la
repetición ocupa casi la mitad de las propuestas de oración de los Ejercicios completos. ¿Qué
está señalando con eso San Ignacio?6
La repetición de los ejercicios anteriores no significa para él hacer lo mismo otra vez, ni
siquiera simplemente volver a intentar sacar agua del mismo pozo, sino detenerse a propósito
allí donde un examen sobre el ejercicio anterior le revela el paso de un sentimiento hondo o
un mayor gusto espiritual. Habría que describirlo, entonces, como un volver a resituar al
orante allí, y sólo allí, donde ya ha encontrado una veta de sentimientos espirituales hondos.
Por sí mismo, repetir es ya un recurso para dar más espacio a lo afectivo. Esto lo sabe
todo el que regresa a un lugar ya conocido, relee un libro, vuelve a saborear un paisaje,
reencuentra a una persona conocida o rememora un álbum de acontecimientos. Es fácil
constatar que en los primeros acercamientos a cualquier nueva realidad domina la idea,
mientras que el sentimiento es el dueño y señor de las repeticiones y repasos.
Del mismo modo, en la primera consideración de una verdad pueden abundar las
bellas ideas, incluso sin consecuencias prácticas. En cambio, en la segunda y siguientes, afloran
por fin los sentimientos hondos, que siempre son transformadores de la vida. Por sí solo, este
argumento haría ya aconsejable usar ampliamente de la repetición al ejercitante que pretende
ordenar su vida.
Pero la propuesta de este modo de oración en los Ejercicios es aún más concreta. Lo
que se propone es reanudar la oración allí donde ya se ha sentido algo, como rescatar esta
parcela orada de todo lo antes recorrido por el entendimiento o los sentidos. Igual que las
pepitas de oro quedan como tesoro a guardar cuando el cedazo ha cribado una buena porción
de tierra, así parece recomendar San Ignacio que no se pierda nada de lo que puede
transformarnos la vida.
El consejo es especialmente válido para los que parecen condicionados a una forma de
oración demasiado racional. Pero es igualmente conveniente para todos en Ejercicios. El
núcleo de la oración son los afectos, los sentimientos hondos – «sentir la historia» [Ej 2] –, y
6
Estas páginas son un extracto de mi artículo más amplio, La repetición y el resumen, MANRESA 81
(2009), 167-173. Cf. también S. ARZUBIALDE. Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Historia y análisis,
Mensajero - Sal Terrae, Bilbao-Santander 1991, 161-168; y C. GARCÍA HIRSCHFELD, Repetición, en GEI (ed),
Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 1567-1570.
17
ningún proceso orante queda terminado hasta llegar a ellos. ¿Cómo no ayudarse para alcanzar
ese fin con todos los medios a nuestro alcance?
Así ocurre también en nuestra relación con Dios. Es importante archivar honda y
gozosamente sus momentos de presencia – «las consolaciones» – para poder después hacer
memoria oportuna de su paso. Recordar lo que hemos vivido con Él, o lo que nos ha marcado
en positivo afectivamente en nuestra vida, se hace garantía de posterior seriedad y verdad. Lo
bien archivado sobre Dios en la memoria nos constituye como personas íntegras y coherentes,
y es lo que permite ver aparecer después – pese a nuestras debilidades - la fortaleza en la
prueba y la constancia en su búsqueda.
Es claro que este provecho se deriva también de las repeticiones que recomienda San
Ignacio. Cuando interiorizamos los sentimientos y gustos espirituales, notados y sentidos en
cada ejercicio de oración, facilitamos su archivo correcto en el hondón del alma. Ya quedan
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entonces definitivamente accesibles, para poder luego hacer memoria de ellos. Ninguna otra
operación podría resultar más eficaz para el creyente.
Hacer memoria es recordar los beneficios recibidos del Señor, una y otra vez, a lo largo
de la vida, pero de un modo especial en la noche que los torna oscurecidos y los hace más
opacos. Es imitar a María, la madre de Jesús, no sólo en Nazaret (Lc 2, 19.51), sino también
cuando supo conservar la esperanza en el largo silencio de Dios que llenó el Sábado Santo. Es
poder decir como Pablo en la noche, «sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12), porque el
recuerdo de su presencia sigue firme.
Hacer memoria honda de los beneficios recibidos a lo largo de nuestra vida construye
y hace posible la esperanza en la prueba y mantiene la confianza en el Regalador, que antes se
manifestó en ellos con tanta fuerza y plenitud. En definitiva, cuando llega la noche o el silencio
de Dios, haber hecho memoria de lo antes recibido es lo que permite no cejar en la confianza
desatada y consolidada ya por una serie de experiencias inolvidables que el corazón conserva.
Todos estos frutos, al menos, ha buscado San Ignacio para el ejercitante al proponerle
con tanta insistencia, diariamente, desde la Primera a la Cuarta Semana, la repetición de los
ejercicios anteriores. No parecería muy lógico renunciar a ella, cuando se descubre que tiene
asignado el papel de reforzar y aprovechar mejor todo lo recibido como regalo en la oración.
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De ahí que San Ignacio proponga que la sensibilidad sea también convocada a la
oración, porque no puede quedar suelta, receptiva a otros cantos de sirena ajenos a la decisión
tomada por el afecto y la razón. Debe, en cambio, «obedecer y estar sujeta a éstos» [Ej 87]. Por
eso propone, para el final de cada día de los Ejercicios, el «pasar o traer los sentidos» a la
oración, con la intención de «imprimir en el alma las contemplaciones ya hechas ese día».8
La imagen – bien expresiva – es del mismo San Ignacio, para reflejar el papel de los
sentidos en la manifestación del hombre interior hacia fuera y en la manera de filtrar la
percepción externa hacia el interior. 9 En efecto, los sentidos son un tránsito de doble dirección:
Por una parte, captan y dejan pasar los estímulos que reciben de la realidad, y por otra,
reflejan muy expresivamente el modo como han quedado archivadas dichas percepciones en
el corazón.
de humanidad que sale de dentro y permite que los cinco sentidos no se limiten ya a sólo ver,
oír, oler, gustar y tocar – que pueden ser respuestas sólo mecánicas –, sino que aprendan
además a mirar, escuchar, saborear, acariciar y besar.
Nacemos con ojos, pero no con mirada. Tenemos sí oídos, pero lo único que
terminamos oyendo muchas veces es que no sabemos escuchar. Podemos oler y gustar las
cosas, pero no siempre somos capaces de disfrutar y saborear la vida. Tocamos y quizá
abrazamos a otros, pero ¡cuántas veces nuestro roce no llega a ser caricia ni beso!
Por eso podemos decir que, «para el que hace los Ejercicios no cambia la realidad, sino
la manera de mirarla». El ejercitante que desea imitar también en el uso de sus sentidos a
Jesús, que tantas veces sintió lástima de los últimos y los perdidos (Mc 6, 34), aprende, como
Él, a vivir con compasión.11 Cuando, en cambio, no encontramos sensiblemente a Jesús, y con
Él a Dios, nuestros sentidos se pasean vacíos y sin brújula por el mundo, como hundidos en la
noche.12 La transformación del afecto se hace, entonces, más problemática e inestable.
Aunque la expresión no aparece nunca en San Ignacio, con ella nos referimos a la
educación de la sensibilidad, a la que él destina un ejercicio todos los días al anochecer. Piensa
él que entonces se dan las mejores condiciones para acceder sensiblemente a la intimidad de
la persona de Jesús. La identificación con el Señor, demandada y repetida desde el primer
ejercicio de la mañana, y muy cargada en todo momento de afecto, se hace ahora más
10
Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, «Ver o perecer». Mística de ojos abiertos, Sal Terrae, Santander 2006, 180.
11
Con esta expresión define José Antonio PAGOLA el rasgo característico de Jesús, en su obra: Jesús.
Aproximación histórica, PPC, Madrid 2007, 127–151 y 465-467.
12
Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, op. cit., 67.
21
sensible. Y con ello, afectivamente más estable. Es muy útil entonces - «aprovecha», dice San
Ignacio - una mayor exhaustividad en el uso de los sentidos sobre la historia contemplada. Ya
no se trata ahora sólo de ver y oír la escena con la vista y oído imaginativos, o incluso de mirar
con todo el afecto posible «lo que están haciendo las personas» que se contemplan. Ahora se
implican en la acción, imaginativamente, todos los demás sentidos corporales, para querer
«oler y gustar la suavidad y dulzura» de las personas y «abrazar y besar» los lugares por donde
«pisan y se asientan» [Ej 121-124].
Del mismo modo, considerar a Jesús escuchando a los que nadie había escuchado
antes. ¿Cómo se retiraban aquellos a los que Jesús había escuchado sin prisas las desgracias de
su pariente enfermo? ¿Cómo pudo enterarse de la petición de Zaqueo, que no se había
atrevido a decir nada desde lo alto del árbol al que se había encaramado? ¿Qué escuchó
realmente de Pedro, cuando en la Última Cena se mostró ante todos tan ufano y presuntuoso?
Considerar también su manera de saborear la vida, ¡la corta vida que el Padre le dio!, y
su manera de transmitir abrazo y caricia, interés y cercanía a los que le tocaban y Él tocó. De
hecho, hizo sentir a los suyos que su existencia había sido el paso de un corazón misericordioso
por sus vidas. «Pasó haciendo el bien», sintetizó después Pedro (Hch 10,38).
Considerar, por último, la suavidad de una personalidad sin aristas, un Jesús libre del
amor propio y de cualquier tipo de miedos paralizadores, cuando se presentaba a predicar en
el templo o respondía ante el tribunal de los que podían quitarle la vida. No parecía guardar
rencor por las ofensas de los fariseos y el ninguneo de los saduceos, ni sentirse dolido por las
pequeñeces humanas de Pedro, Felipe y los más cercanos (Jn 13,38; 14,9). Sus discípulos le
oyeron hablar siempre del Padre, y anunciar su Reino sin buscarse a sí mismo (Lc 9, 50).
«Dame, sobre todo, el sensus Christi que Pablo poseía; que yo pueda
sentir con tus sentimientos, los sentimientos de tu Corazón con que amabas al
Padre y a los hombres.
Enséñame tu modo de tratar con los discípulos, con los pecadores, con
los niños, con los fariseos, o con Pilatos y Herodes. Comunícame la delicadeza
con que trataste a tus discípulos en el lago de Tiberíades preparándoles de
comer, o cuando les lavaste los pies.
Que aprenda de Ti, como lo hizo San Ignacio, tu modo de comer y
beber; cómo tomabas parte en los banquetes; cómo te portabas cuando tenías
hambre y sed, cuando sentías cansancio tras las caminatas apostólicas, cuando
tenías que reposar y dar tiempo al sueño.
Enséñame a ser compasivo con los que sufren; con los pobres, con los
leprosos, con los ciegos, con los paralíticos.
Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarle o
para levantarle; o como miraste al joven rico que no se decidió a seguirte; o
como miraste bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a Ti; o con ira
cuando tus ojos se fijaban en los insinceros.
Haz que aprendamos de Ti en las cosas grandes y en las pequeñas,
siguiendo tu ejemplo de total entrega al amor al Padre y a los hombres.
Danos esa gracia, danos el sensus Christi, que vivifique nuestra vida
toda y nos enseñe – incluso en las cosas exteriores – a proceder conforme a tu
espíritu.»13
13
Pedro ARRUPE, El modo nuestro de proceder (18 enero 1979), nº 56. Cf. el texto completo y la lectura
más accesible en D.MOLLÁ (ed.), Pedro Arrupe, carisma de Ignacio, Mensajero-Sal Terrae-UP Comillas (nº
55 de la Colección Manresa), Bilbao-Santander-Madrid 2015, 227-232.
23
Nadie discute que la introducción con la que se inician los Ejercicios es un momento de
importancia capital para orientar el tono espiritual del ejercitante. Por eso, tampoco extraña a
nadie que los consejos de los primeros que daban Ejercicios - tal como los dejaron escritos en
sus Directorios14 -, hayan reservado una orientación explícita sobre la charla introductoria al
inicio de ellos, si bien es verdad que entonces ésta podía durar varios días previos a la
experiencia y ahora la hemos limitado a la primera noche del retiro. En cualquier caso, el que
da los Ejercicios no puede menos que valorarla y cuidarla en extremo.
Tres son las recomendaciones fundamentales que se repiten desde el Directorio del P.
Vitoria. La primera es explicar - hoy diríamos mejor, recordar - los elementos constitutivos de
los Ejercicios ignacianos. La segunda es insistir en la actitud con la que debe iniciarlos el
ejercitante. Y la tercera es describir el planteamiento básico en el que situarse el que los da y el
que los recibe. En el orden y con las palabras que se estimen más oportunas, las tres deben ser
recordadas en la charla introductoria.
Para explicar lo específico de su método situó San Ignacio, al principio de los Ejercicios,
lo que llamó las Anotaciones, incluyendo el título que le puso al libro y un Prosupuesto [Ej 1-
22]. Como las primeras de ellas son las que explicitan lo más propio del método, no extraña
nada que San Ignacio, en su Directorio Autógrafo, pida expresamente que sean mostradas al
inicio al ejercitante, porque «antes puede ayudar que el contrario».
14
Los Directorios son colecciones de explicaciones sobre los Ejercicios y consejos prácticos para darlos
bien, que fueron escritas al comienzo de su primera difusión. Los más primitivos fueron dictados
oralmente por el mismo San Ignacio o recibidos directamente de él. A su muerte fueron escribiéndose
Directorios más grandes y exhaustivos, por encargo del P. General Claudio Acquaviva, hasta que se
redactó y publicó el Directorio Oficial (D.O.) en 1599. Cf. la recopilación completa en MIGUEL LOP, S.J., Los
Directorios de Ejercicios (1540-1599), Mensajero-Sal Terrae, Bilbao- Santander 2000.
24
Ya desde los Directorios escritos o dictados por el mismo San Ignacio, la unanimidad es
absoluta en subrayar desde el primer momento de los Ejercicios la Anotación 5ª: «el que
recibe los Ejercicios debe entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad [generosidad] con su
Criador y Señor» [Ej 5]. Ninguna razón habría para dejar de recordarla, en cada ocasión, en la
charla introductoria.
Las expresiones que se repiten en los Directorios para este momento inicial son
variadas y claras: «procure con todo empeño entrar dentro de sí» (Doménech), «acuérdese de
traer grande ánimo y ofrecerse por entero al Señor» (Canisio), «cuanto con mayor deseo y
ánimo de aprovechar en espíritu empiece uno los Ejercicios, tanto mayor fruto conseguirá de
los mismos» (Miró). Algunos, como Vitoria y Miró, aconsejarán al ejercitante confesar y
comulgar antes de empezar los Ejercicios, «para que los empiece con ánimo más dispuesto e
inflamado».
El planteamiento básico
Para acompañar la charla introductoria pueden ayudar ante todo algunos versículos de
la Escritura que nos conectan con los elementos constitutivos de los Ejercicios: la iniciativa de
Dios que se acerca al ser humano y el aspecto personal y de intimidad (afectivo) de este
encuentro: «por eso voy a seducirla: voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón » (Os 2,16)
o «estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y
cenaremos juntos los dos» (Ap 3,20).
Existen también otros textos más amplios cuya consideración puede guiar al
ejercitante a adoptar la actitud necesaria e imprescindible, inspirándose en los modelos que
contempla. En primer lugar, la llamada de Dios a Samuel, llamada personal y sin embargo al
mismo tiempo acompañada por Elí, que invita a disponerse a la escucha de Dios que no deja
de llamar hasta que se le atiende: «habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sm 3,1-10).
También la visita del profeta Jeremías al taller del alfarero en el que éste trabaja el barro hasta
que le sale bien la vasija, que nos recuerda que de la misma manera estamos nosotros en
manos de Dios (Jr 18,1-6). Por último, el episodio de la zarza ardiendo desde la que Dios llama
a Moisés, pues los Ejercicios son ese espacio (y tiempo) sagrado en el que se nos invita a
descalzarnos para encontrarnos con Dios (Ex 3,1-6). La iniciativa siempre es de Dios y la
invitación es a ponernos enteros ante Él con la actitud adecuada: dispuestos a escuchar
(Samuel) y a dejarnos hacer (Jeremías) para que Dios se pueda servir de nosotros (Moisés) [cf.
Ej 5].
En esta línea, del Nuevo Testamento quizá sea el texto de la Anunciación el más
indicado como recurso para prepararse a iniciar el camino de los Ejercicios (Lc 1,26-38). Nos
habla, por medio de la experiencia de María, de Dios que sale al encuentro de cada persona
con una Buena Noticia y nos invita a abrirnos a su sueño sobre nosotros.
Al inicio el relato nos ofrece tres datos muy precisos: al sexto mes; Nazaret, un pueblo
de Galilea, y María, una virgen desposada con José, de la casa de David. Dios se comunica
siempre de una manera concreta: en un momento y un lugar determinados se dirige a alguien.
Es algo único y personal. María por su parte permite que el ángel entre en su vida y acoge la
iniciativa de Dios que le trae una buena noticia, «alégrate», y que le revela algo nuevo, «llena
de gracia, el Señor está contigo». Al temor y desconcierto, siempre posibles, responde la
confirmación del ángel «no temas» y la oferta de su sueño para ella. En el diálogo subsiguiente
María aparece, a diferencia de Zacarías, centrada en Dios más que en sí misma. Su pregunta
«¿cómo será?» contrasta con la de aquél, «¿cómo conoceré?». Por eso, no sólo no queda
muda (como Zacarías), sino que escucha la promesa del Espíritu y la invitación a la confianza.
26
De manera análoga, quien da los Ejercicios no ocupa el lugar de Dios. Hacer Ejercicios
es entrar en una manera concreta de relación - tal y como la experimentó y nos la legó San
Ignacio de Loyola -, con Dios nuestro Señor. La suya es la única Palabra que hay que escuchar.
Otras palabras sólo y en la medida que nos ayuden a escuchar y a discernir la Palabra. El fin
buscado por San Ignacio es que Dios crezca en el ejercitante desde el trato inmediato y
personal [Ej 15]. Quien da los ejercicios, como todo buen mentor, es invitado a ir
desapareciendo y a quedar en un segundo plano. Su función es señalar modo y orden, y
acompañar la experiencia y el discernimiento, pero nunca sustituir, ni al ejercitante en su toma
de decisiones, ni mucho menos al Señor en su suscitar mociones.
Salta a la vista que el Principio y Fundamento [Ej 23] no está propuesto por San Ignacio
como un ejercicio de oración, pues no lo ofrece con oración preparatoria, preámbulos ni
27
coloquio, como se presentan todos los demás ejercicios de las Cuatro Semanas. Más bien,
parece un párrafo escueto de verdades de fe que el pensamiento del creyente no pone en
duda, pero que al corazón de éste se le hace perentorio recordar al inicio de la experiencia.
No poco ha desorientado, por eso, este párrafo excepcional a muchos de los que dan
Ejercicios. Sobre él se han escrito estudios clarificadores muy buenos, pero la respuesta sobre
cómo darlo queda al arbitrio del que da los Ejercicios. Para acertar, éste no debe olvidar que
los Directorios lo presentan estrechamente relacionado con la Anotación 5ª, donde se pide al
ejercitante empezarlos «con grande ánimo y generosidad con su Criador y Señor» [Ej 5],
disposición recomendada como el mejor consejo para desbloquear el propio egoísmo y para
poner en marcha la experiencia pretendida de orar la propia vida. 15
En él se descubre también un índice de los temas a tratar luego, cara a cara, con Dios.
Un amplio temario que puede reducirse a sólo dos capítulos: el reconocimiento sereno del
propio desorden y la apertura al sueño de Dios sobre mí. Son las razones del ejercitante para
hacer Ejercicios, y el eco anticipado de las meditaciones que se harán después, en la Primera
Semana y en el cuarto día de la Segunda Semana.
Porque ante un Dios así es fácil diagnosticar y reconocer el propio desorden. Este nace
de que a menudo tomamos los medios como fines, que no usamos aquellos «tanto cuanto»
nos sirven para el fin último, que a veces nos pasamos y a veces no llegamos, que más de una
vez perdemos la libertad al absolutizarlos. Salud, dinero, éxito, cualidades reconocidas, la
defensa de la propia imagen, el ansia por alargar nuestros años de vida…, a ninguna de estas
cosas podemos atarnos, cuando ni siquiera los afanes por no perderlas las conservan, ni
tampoco nos aportan la seguridad que nos prometen. ¿Qué sentido tiene entonces vivir
15
Cf. la presentación completa y exhaustiva de ELÍAS ROYÓN, Principio y Fundamento, en GEI (ed.),
Diccionario de Espiritualidad ignaciana, op. cit., 1490-1497.
28
pendiente de esas expectativas? Ninguna de ellas puede presentarse como «el fin para el que
hemos sido criados».
Por eso, San Ignacio anuncia ya desde el comienzo que «es menester relativizar todas
las cosas que no son Dios» para poder apasionarse por solo Dios. El concepto ignaciano de la
indiferencia - aunque él no utiliza nunca esta palabra - se traduce perfectamente en un: «¿Y
qué, si me falta?», cuando ha de renunciarse a algo que no es lo principal. En el Principio y
Fundamento sólo se propone abrirse a esta posibilidad, que ya pedirá después reiteradamente
el ejercitante, en el centro de la Segunda Semana, a Nuestra Señora, al Hijo y al Padre.
¿Y qué?, si hemos perdido la salud, o el cuerpo se nos debilita, o las fuerzas físicas
quedaron más en el ayer que en el presente. ¿Y qué?, si las cualidades que uno posee no son
las más brillantes, destacadas o reconocidas en el entorno. ¿Y qué?, si uno está lejos de ser el
protagonista o el más exitoso o el más aplaudido, allá donde trabaja o vive. ¿Y qué?, si los
propios errores o torpezas, mal perdonados por los demás, han tirado por tierra la imagen de
sí mismo que uno quiso defender. ¿Y qué?, si las posibilidades económicas, profesionales o
sociales a nuestro alcance no son todo lo maravillosas que hubieran podido ser. ¿Y qué? ¿Y
qué?
La presentación del Principio y Fundamento debe llevarnos a pedir una y otra vez que
Él se haga presente en lo hondo de nuestra persona. Con frecuencia, esta disposición humilde
de ánimo se fomenta comentando con Dios el álbum de fotos de nuestra vida, y los miedos y
fantasmas que sin querer, pero demasiado a menudo, nos bloquean. Los Ejercicios comienzan
bien cuando colocan desde el principio al yo pequeño y verdadero ante el Dios grande que nos
está esperando. San Ignacio llamaba a esto «el fundamento», y lo recordará después, al
comienzo de cada ejercicio de oración, como «oración preparatoria» [Ej 46].
imagen que tenemos de Él. Son imágenes muy bellas que apenas necesitamos introducir, pues
nada puede sustituir el contacto directo con los propios textos. En concreto nos referimos a
tres pasajes, pero podrían ser también otros:
La cercanía constante de Dios la expresa el salmo 139 (138), «Tú me sondeas, Señor, y
me conoces», mientras que el 103 (102), «Bendice, alma mía, al Señor», invita a la gratitud y el
agradecimiento a ese Dios percibido cerca y que nos ama.
LA PRIMERA SEMANA
30
En efecto, en los Ejercicios leves, que son los que hay que dar a los que tienen poca
experiencia en cosas de Dios y por tanto, necesitan «ser instruidos», o sólo quieren «cierto
grado de contentar su alma», San Ignacio propone que se utilicen algunos ejercicios de la
Primera Semana - no toda ella, sino sólo los exámenes y el primer modo de orar -, para
encaminar al ejercitante a la confesión, la comunión y alguna intensificación en su vida de
oración. Son ejercicios entonces para purificar el alma, y por eso resulta coherente terminarlos
con el sacramento de la reconciliación y unos propósitos de mayor práctica sacramental [ Ej
18].
Sin embargo, no es raro aprovechar mal esta primera parte de los Ejercicios completos
señalándole como objetivo primordial la simple confesión de los pecados. Se desenfocan
entonces las cinco meditaciones propuestas en la Primera Semana - que no está previsto
darlas ni ofrecerlas en los Ejercicios leves -, y se olvida centrarlas en el encuentro del
ejercitante con Dios como Bondad infinita [Ej 52] y Perdonador absoluto [Ej 61 y 71]. Para San
Ignacio, disponer al ejercitante para sentir y gustar este encuentro es el verdadero tema de la
Primera Semana.16
16
Cf. JOSÉ A. GARCÍA, Ventanas que dan a Dios, Sal Terrae, Santander 2011, 99-117; cf. también, PIET VAN
BREEMEN, Él nos amó primero, Sal Terrae, Santander 1988, 62- 88.
31
memoria como ocasión propicia para admirarse, sentir y gustar, la bondad y paciencia divinas.
Las consideraciones del «pecado particular» [Ej 52] y de «los pecados propios ponderados» [Ej
56-61] están dirigidas a sentir la experiencia de pecador perdonado, como experiencia
consoladora y reveladora de Dios.
Es evidente que una consideración mantenida del pecado perdonado es una ayuda real
para purificar la imagen de Dios [Ej 59-61 y 71] y la única posibilidad abierta para mirar de
frente el mal, en la Historia y en mi historia, sin ocultarlo ni exagerar el escándalo de su
presencia - «cuánta corrupción vino en el género humano», [Ej 51-52 y 56-57]-. En cambio, las
falsas actitudes ante el mal, que son el fariseísmo - ¡qué malos son los demás! - y la
culpabilidad - ¡no tengo perdón! -, ambas igualmente narcisistas, quedan descalificadas en la
presentación ignaciana. Aceptar ser perdonado se convierte, entonces, en la sana experiencia
personal buscada en esta Semana.
Por eso, el que da los Ejercicios tiene ante sí la tarea de hablar aquí del pecado sin
hacerlo la temática principal de la Primera Semana, y consiguientemente, de saber presentar
ésta de manera que ayude y disponga al ejercitante para sentir y gustar la bondad de Dios, que
sí es el objetivo fundamental de ella. Sólo por eso es «el fundamento y la base de las demás
Semanas», como le llama el Directorio Oficial (D.O., 100).
que, además de fortalecer el afecto, debe ser educada también «para que obedezca a la
razón» [Ej 87]. Por eso están construidos escalonadamente.
Los dos primeros ejercicios [Ej 45-61] tienen un planteamiento inicialmente discursivo,
marcado por los verbos «traer a la memoria», «ponderar» y «considerar», pero abiertos
inmediatamente al afecto, a través del «coloquio» y la petición expresa de «mover más los
afectos con la voluntad». Aun siendo meditaciones, en ningún momento se los presenta como
actos sólo del entendimiento.
El tercer ejercicio, reforzado por el cuarto [Ej 62-64], está ya centrado en el afecto - es
una «repetición» y un «triple coloquio», que son los dos recursos fundamentales para
afectarse en la metodología ignaciana -, pero se abre también a la sensibilidad a través de los
términos «aborrecimiento» y «aborreciendo», reiterados las tres veces en los coloquios «a
nuestra Señora, al Hijo y al Padre».17 Al ejercitante se le sugiere pedir una sensibilidad en
consonancia con la del Señor; esto es, que aborrezca todo lo que Él aborrece y rechace todo lo
que Él rechaza. San Ignacio cree que sólo así podrá estar ordenado para comportarse después,
en su vida, correctamente.
El quinto ejercicio, el del infierno [Ej 65-71] - ¡tantas veces mal interpretado y peor
utilizado creyendo que su sentido es el de asustarnos para hacernos reaccionar! - está ya
centrado en una apertura de los sentidos corporales a esa realidad llamada a «ser aborrecida».
Lo aborrecible es la desconsideración y el desagradecimiento a Dios, porque Él se merecería
todo lo contrario - «siempre ha tenido de mí tanta piedad y misericordia» -. A través de la
imaginación, los cinco sentidos son evocados para robustecer y estabilizar un «interno
sentimiento» de agradecimiento a Dios por su fidelidad, y de «vergüenza y confusión» por mi
comportamiento. No se trata de exacerbar el miedo al infierno, sino de dar estabilidad a una
decisión afectiva previa que podría hacerse veleidosa sin querer - «para que si del amor del
Señor eterno me olvidare por mis faltas, al menos el temor de las penas me ayude a no venir en
pecado» [Ej 65] -. El vértigo sentido del desamor consolida la conservación del amor, como
ocurre en todos los órdenes de la vida.
San Ignacio no propone formalmente más ejercicios para esta Primera Semana que
estos cinco. Si luego la versión de la Vulgata desarrolla algunos más, sólo insinuados en los
Ejercicios [Ej 78], no debería hacerse traicionando la utilización, tan alejada del miedo, con que
San Ignacio apela a la consideración de la muerte y del juicio, tanto en la «elección» como en la
«reforma de vida» [Ej 186-187 y 340-341]. Conservando este esquema y este sentido, el que da
los Ejercicios puede sustituir con otras consideraciones las meditaciones ignacianas, o
completarlas con la presentación de las parábolas o con otros pasajes de la Escritura, si le
pareciese oportuno.
17
No puede olvidarse la forma mucho más afectiva con la que San Ignacio hacía este triple coloquio.
Además de ampliarlo dirigiéndolo también al Espíritu Santo y a la Trinidad, lo expresaba en forma de
pregunta retórica - «Padre Eterno, ¿no me lo confirmaréis?» [De 48] -, que contribuía a subrayar más
intensamente la confianza filial del orante.
33
Ninguna parte de los Ejercicios ignacianos, ni siquiera la Primera Semana, está dirigida
exclusivamente a la santificación propia. Desde Manresa, San Ignacio tiene ya el decidido
propósito de «ayudar a las ánimas», y con este fin ofrece los Ejercicios al P. Miona, en 1536:
«Veréis cuánto os aprovechará para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos».
Dicha mirada hacia fuera va a más, según avanza el proceso completo, pero está ya
presente, como era de esperar, en la Primera Semana. Lo está de dos modos
complementarios.
Para ponderar bien la importancia que San Ignacio concede a esta Primera Semana,
tampoco debe olvidarse que, en su Directorio autógrafo, desaconseja empezar los ejercicios de
la Segunda Semana cuando el ejercitante no termina la Primera con «mucho fervor y deseo de
ir adelante». En ese caso, dice, mejor esperar «a lo menos por un mes o dos». Es otra manera,
todavía más clara, de calificar como fundamental la Primera Semana.
En primer lugar, ayuda hacernos cargo, también por lo que respecta a los textos
bíblicos, de la continuidad en la dinámica de Ejercicios. Si un texto me ha ayudado, puede
seguir haciéndolo, así que tener presentes los textos utilizados en el Principio y Fundamento es
un buen inicio cuando queremos encontrarnos con Dios bondad infinita y perdonador
absoluto. Podemos volver a ellos y continuar sintiendo y gustando, repetir algún versículo o
palabra que más nos haya llegado, etc. En esta línea de servirnos de textos más breves pero
con fuerza, sugerimos algunos versículos de la Escritura que pueden acompañar esta etapa de
Ejercicios, dentro y fuera de los tiempos de oración, siempre en búsqueda de un mejor
conocimiento de nosotros mismos y de la misericordia de Dios: «tu luz, Señor, nos hace ver la
luz» (Sal 36,9); «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la
verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8); «no juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1); «si nuestra
conciencia nos acusa, Dios es más grande que nuestra conciencia» (1 Jn 3,20); «donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20); «me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). El
elenco no es exhaustivo y pueden encontrarse, por supuesto, otros.
Entrando en el primer ejercicio del texto ignaciano, puede ser útil la historia del pecado
del rey David (2 Sm 11,1–12,14). De alguna manera, lo que el profeta Natán hace con David,
que es narrarle una historia para abrirle los ojos, es lo que San Ignacio pretende al invitar al
ejercitante a considerar el pecado de otros. También puede servirnos de espejo la parábola del
fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Inmediatamente tendemos a rechazar la actitud del fariseo
que se siente superior a los demás, pero al hacerlo en realidad caemos en su mismo defecto y
nos identificamos con él. Se nos pone así en la pista de actitudes que funcionan
automáticamente en nosotros y que, sin embargo, no son las que Dios quiere.
Para iluminar la oración que pretende el conocimiento del propio pecado ayudan una
serie de relatos que presentan el pecado como ruptura de una relación, con Dios o con el
prójimo, que son inseparables (cf. Mc 12,28-31). Encontramos ejemplos de ruptura con Dios
en Adán y Eva (Gn 3) y en el pueblo de Israel que lo sustituye por el ídolo del becerro de oro
(Ex 32,1-14). Ruptura con el prójimo es la de Caín con Abel (Gn 4,1-16) o, subrayando también
el aspecto de omisión, las parábolas del buen samaritano y del hombre rico y Lázaro (Lc 10,25-
37; 16,19-31). Otros pasajes, que nos abren a la dimensión estructural del pecado, pueden ser
la historia de los reyes Ajab y Jezabel que asesinan a Nabot para robarle (1 Re 21), y los
oráculos del profeta Amós contra las naciones, que denuncian la violencia y la injusticia (Am
1,3–3,8).
Un fragmento del Nuevo Testamento esencial para purificar la imagen de Dios y evitar
las falsas actitudes ante el mal es el capítulo 15 del evangelio de San Lucas, que presentamos a
continuación con más detalle. Su punto de partida es la crítica que sufre Jesús por andar con
35
pecadores y comer con ellos (15,1-2). En este contexto Jesús cuenta tres parábolas en las que
las claves perder y encontrar juegan un papel fundamental, y que hay que entender como
explicación de su comportamiento.
La segunda escena arranca con la llegada del campo del hijo mayor. Enterado de lo
ocurrido, se niega a entrar, pero el padre sale al encuentro de su hijo y le pide que entre. Con
esta acción de dejar la fiesta y los invitados, como en la anterior de perder la compostura y
echar a correr, el padre está rompiendo los códigos sociales al uso. Para ir al encuentro de sus
dos hijos se sale del patrón establecido de lo que se supone que debe hacer un padre de
familia. En contraste, la respuesta del hijo nos deja su retrato: hace años que le sirve, es decir,
se siente menos que un trabajador contratado; no ha desobedecido nunca, o sea, no percibe la
necesidad de cambiar; se queja de no haber celebrado una fiesta con sus amigos, es decir,
excluye a su padre; y habla de «ese hijo tuyo», o sea, tampoco se siente hermano. La
contestación del padre le recuerda que comparten los bienes (dado que efectivamente les
repartió la herencia a los dos), y sobre todo su identidad de hijo y hermano que le debe llevar a
celebrar la fiesta, porque su hermano perdido ha sido encontrado. El perdón tiene que ver con
reencuentro, reencuentro con el otro y con Dios.
pecadores, pero también que Dios nos sigue amando y nos perdona. Somos pecadores
perdonados.
En los coloquios con el crucificado o ante la cruz pueden ayudar algunas oraciones de
arrepentimiento y petición de perdón tomadas del AT (Baruc 1,15–3,8; Sal 41; 51), pero sobre
todo salmos de acción de gracias como el 103, y textos del NT, en especial paulinos, que
subrayan el amor de Dios manifestado en Cristo que nos libera y perdona (Rm 5,6-8; 7,14-25;
8,31-39; Jn 3,16) y que nos abre a la gratitud. Por su parte, la meditación del infierno puede ser
acompañada por pasajes que resaltan, sea el olvido de Dios (Rm 1,18-23), como el del prójimo
(Mt 25,31-46; Lc 16,19-31), que acaban coincidiendo. El infierno se plantea como la ausencia
del amor, que es en definitiva la ausencia de Dios.
Por último, para plantear la misión futura a la que abre el perdón de Dios una opción
es recurrir a la curación del paralítico (Mc 2,1-12). Por un lado, la imagen de la parálisis expresa
bien lo que es el pecado mientras que la curación que devuelve la iniciativa y la capacidad de
movimiento visualiza el perdón y la vida nueva que posibilita. En medio encontramos la
palabra hijo con la que Jesús se dirige al hombre: el perdón restaura nuestra identidad de hijas
e hijos de Dios y nos permite vivir de nuevo como hermanas y hermanos. Dos detalles
fundamentales son la fe de los camilleros que mueve a actuar a Jesús y que nos recuerda la
fuerza de la intercesión, y que Jesús mande al hombre cargar con su camilla y volver a casa. El
paralítico curado es invitado a realizar con otros lo mismo que sus camilleros han hecho con él:
llevar a quien lo necesita a Jesús. En palabras de San Pablo, Dios nos ha reconciliado consigo y
nos ha encargado el oficio de reconciliar (cf. 2 Cor 5,14-21). El regalo del perdón no es para
nosotros solos. Otro texto que pone de relieve la transformación que genera el encuentro con
la salvación que Jesús trae es el relato de Zaqueo (Lc 19,2-10). Al recibir a Jesús, Zaqueo se
llena de alegría, reconoce su verdad, repara el daño causado y cambia. Se nos recuerda que
Zaqueo también es «hijo de Abrahán» y reconocemos que se comporta de nuevo como
hermano.
En la Primera Semana, estas ayudas indirectas son: las Anotaciones [Ej 1-20], los
Exámenes [Ej 24-44], Tres modos de orar [Ej 238-260] y las Reglas para sentir y conocer las
mociones que en el ánima se causan [Ej 313-327]. El Directorio autógrafo de San Ignacio
subraya lo que ya dijera en las Anotaciones, estableciendo la conveniencia de presentar o
explicar en la Primera Semana al ejercitante algunos de estos documentos, o mejor aún, todos
ellos [Ej 6-9, 18-20].
Las Anotaciones
Como todo método nuevo, también los Ejercicios ignacianos habían de ser explicados
por su autor, y para esa función están escritas las Anotaciones. Aunque San Ignacio se apropió
con libertad de mimbres viejos - en particular, tomados del Ejercitatorio de García Jiménez de
Cisneros -, el resultado fue un cesto muy original y distinto. Aun hoy, los Ejercicios ignacianos
son muy diferentes de otras prácticas devotas que usan el mismo nombre. Por eso, en la
mayoría de los casos, sigue siendo conveniente que el que da los Ejercicios vuelva a
presentarle al ejercitante los aspectos fundamentales del método.
Las primeras Anotaciones explicitan las dos clases de acciones que se van a demandar
del ejercitante durante todos los Ejercicios. Unas son propias del entendimiento - «examinar,
considerar, entender, discurrir»- y otras, de la voluntad o corazón - «afectarse, reflectir, sentir y
gustar internamente» -, con una preferencia clara por estas últimas [Ej 3]. La oración no llega a
ser realidad hasta que no aflora y se asienta en aquellos sentimientos del ejercitante que le
han brotado al «discurrir por sí mismo» por los puntos de oración que le fueron declarados.
Porque, como dice Laplace, «los Ejercicios son un método para hacer pasar de la cabeza al
corazón la Palabra escuchada con fe».19 Los pensamientos que están sólo en la cabeza no nos
cambian la actitud, pero los que bajan al corazón sí que nos transforman la vida. En los
Ejercicios ignacianos, la especulación no debe tener preferencia sobre los afectos en ningún
momento.
19
J. LAPLACE, S.J., El camino espiritual a la luz de los Ejercicios ignacianos, Sal Terrae, Santander 1988, 14.
38
pide al ejercitante sólo es «preparar, disponer o aparejar» el alma [Ej 5. 15. 20. 238. 239],
como simple requisito para recibir «lo que quiere y desea» [Ej 48]. En ningún momento de la
experiencia debe olvidar que en su mano no está producir el regalo que al Señor le demanda,
sino sólo disponerse a recibirlo.
Por último, en algunas de esas siguientes Anotaciones [Ej 15. 17] se precisa el papel
que se debe esperar del que da los Ejercicios, que no es un predicador, ni un director espiritual
(en este momento), ni tampoco un confesor. Su función se limita a respetar (y resaltar) la
acción del Señor en el que está siendo «abrazado inmediatamente por Él», y a ayudarle en el
discernimiento de «los pensamientos que le vienen de fuera» [Ej 17]. Igual que al ejercitante se
le pide estar convencido de que el auténtico protagonista de los Ejercicios es el Señor y sólo Él,
también al que da los Ejercicios se le pide que deje actuar al Señor sin intercalar en su
acompañamiento, a lo largo de todo el proceso, adoctrinamientos y sentimientos propios, por
buenos y edificantes que fueren [cf. Ej 6].
Los Exámenes
El material que San Ignacio da en su libro a continuación [Ej 24- 44] suele ser dejado de
lado por muchos, al considerarlo obsoleto o sólo válido para la preparación de una confesión
general. Probablemente era el único material que San Ignacio tenía escrito y pudo enseñar a
los inquisidores de Alcalá y Salamanca, puesto que el resto de la Primera Semana lo elaboró en
París. Es cierto que los grandes Directorios y el Directorio Oficial presentan este material por
extenso como si su misión principal fuera purificar el alma, que es el objetivo propio de los
Ejercicios leves. Pero, al mismo tiempo, difícilmente sería excusable no aprovechar hoy los
elementos que también contienen para sentar las bases del discernimiento de espíritus. 20
El campo del examen es mucho más amplio que lo simplemente moral, puesto que
considera también «los pensamientos que vienen de fuera» y que piden ser convenientemente
discernidos – porque «el uno viene del buen espíritu y el otro del malo» [Ej 32] -; incluye, pues,
lo moral y (más aún) el discernimiento. Es sobre todo una oración de observación sobre el paso
de Dios en mi vida, y por tanto, está más pendiente del futuro que del pasado; de los sueños
de Dios sobre mí que de las limitaciones propias, e incluso que de los pecados cometidos.
20
Cf. G.A. ASCHENBRENNER, Examen del consciente, MANRESA 83 (2011), 259-272; también P. CEBOLLADA,
El examen ignaciano. Revisión y equilibrio personal, MANRESA 81 (2009), 127-139.
39
beneficios recibidos» [Ej 43]. Sin esta perspectiva inicial, el examen puede convertirse en
nuestras manos en un ejercicio ético voluntarista, casi narcisista, fomentador del ego, en lugar
de revelador de la presencia permanente de Dios en nuestra vida.
En realidad, estos «tres modos de orar» son un camino sugerido, dentro de los
Ejercicios, para una apertura humilde de nuestros sótanos más hondos al Señor y para adecuar
nuestra sensibilidad a nuestro afecto. Porque, tal como están propuestos, no responden a la
pregunta de: «Cómo se hace oración», sino a una cuestión que a San Ignacio le parece previa y
más englobante: Con qué actitud se ora o «a quién se endereza la oración» [Ej 251]. Están más
dirigidos a crear una actitud humilde y suplicante - «convirtiéndose a la persona a quien ha
orado» [Ej 257] o «mirando la diferencia de tanta alteza de la persona a quien reza y de tanta
bajeza propia» [Ej 258] - que a detallar los pasos a seguir en un acto de oración. La actitud
humilde del orante es lo fundamental, y su resultante es pedir y pedir, dar gracias y pedir
perdón. Sólo así «dispone» cada uno su alma para recibir oración. 21
21
El segundo modo de orar está dirigido expresamente a la contemplación. Y el tercero, a la «aplicación
de sentidos». Pero los tres coinciden en la pretensión de ofrecer «ayudas para aparejar el alma».
40
instruidos», como dice el de Polanco. Porque es «el dar ánimo y fuerzas para adelante» [Ej 7]
la razón de ser fundamental - «el provecho» - de estas primeras reglas o consejos.22
Tanto la consolación como la desolación deben ser discernidas, porque las dos son
estados de ánimo temporales y ninguna de las dos es un absoluto en la experiencia del
ejercitante. Una y otra esconden una posible mala interpretación a su término. La primera
puede llevar a presunción, y la segunda a desaliento. Pero las dos son un instrumento precioso
del Señor para hacérsenos presente e indicarnos el camino a seguir. Las dos pueden ser tiempo
de gracia, porque las dos contienen presencia del Señor, aunque en una de ellas dicha
presencia se esté manifestando aparentemente como ausencia. Contra lo que pueda parecer
al comienzo de la vida espiritual – y el mismo San Ignacio lo pensó al comienzo de su vida
penitente [cf. Au 21] -, el lenguaje del Señor no es monocorde, sino sinfónico.
Como añadido postrero en esta serie de reglas, San Ignacio resume en tres parábolas
su experiencia personal de victorias frente al tentador. La primera, sobre la conveniencia de
plantarle cara - «ponerle mucho rostro» y «no tener temor ni perder ánimo» [Ej 325] -. En esta
parábola, San Ignacio toma de San Bernardo la expresión «el enemigo de natura humana»
para señalar, no sólo al demonio, sino a lo que hemos llamado después «los enemigos del
alma», es decir, los valores de este mundo, la tentación del mal y la soberbia (la absolutización
del Yo). Los tres van a aparecer después, unidos, en el ejercicio de las Dos Banderas [cf. Ej 142].
22
Sobre lo característico de las dos experiencias, consolación y desolación, véase una explicación muy
completa en los dos números de MANRESA 75 (2003), dedicados monográficamente a ellas (nn. 296 y
297).
23
Cf. más desarrollado en ANTONIO GUILLÉN, El valor pedagógico de la desolación, MANRESA 75 (2003),
345-357.
41
1.1. Adiciones
Adiciones es un término que San Ignacio utiliza en las Cuatro Semanas de Ejercicios
para proponer una serie de elementos exteriores - gestos corporales, cuidado de
algunas circunstancias ambientales, o sencillas dinámicas de comportamiento - que
ayuden al ejercitante en su proceso interior. Suponen la unidad de la persona humana
y afirman que el cuidado de todos esos elementos exteriores dispone mejor a la
persona para su encuentro con Dios. Recuerdan, por otra parte, que los Ejercicios son
un proceso a tiempo completo: no sólo se está haciendo Ejercicios en las horas de
oración, sino a lo largo de todo el día; porque a lo largo de todo el día se está a la
escucha de Dios y en apertura y disposición de acoger su presencia.
Otro elemento significativo de lo que nos dice el texto ignaciano de los Ejercicios
sobre las adiciones es su constante adaptación a los diversos momentos del proceso.
Por citar sólo un ejemplo, la utilización de la luz mayor o menor como factor ambiental
que nos pueda ayudar es diverso en los distintos momentos del proceso de Ejercicios:
en la Primera Semana hay que «privarse de toda claridad» [Ej 79] y en la Cuarta
Semana hay que «usar de claridad» [Ej 229].
Este criterio de adaptación de las adiciones ignacianas nos pide que hagamos una
reflexión y un esfuerzo de pensar qué elementos exteriores de la cultura de los/as
ejercitantes que hacen hoy Ejercicios habría que cuidar, para que su proceso interior
discurra con mayor fluidez y fruto, y cuáles tener en cuenta para que no lo dificulten.
Obviamente, muchas de las adiciones ignacianas conservan su plena vigencia, pero
igual es necesario acentuar más unas u otras, o proponer algunas nuevas. Pretendo en
estas líneas avanzar y sugerir algo en esa dirección.
1.2. Complementos
Consumir puede ser una tentación para el que hace Ejercicios, especialmente
cuando no está acostumbrado a saborear, o cuando el profundizar se le hace duro.
42
Pero dar abundantes materiales y/o complementos puede ser también una tentación
para el que da Ejercicios cuando no acaba de encontrar el modo de hacer propuestas
que ayuden, o cuando se deja llevar de la comodidad o la rutina.
Todo lo que a continuación pueda decir, tanto sobre adiciones como sobre
complementos, tiene aplicaciones diversas, más o menos sentido, mayor o menor
utilidad, en función de qué ejercitantes son los que consideramos: su experiencia
espiritual, su edad, el ambiente del que provienen, o las características del proceso de
Ejercicios que están realizando.
Esa observación que hace San Ignacio al hablar de los modos de orar me parece
especialmente pertinente e importante en nuestro tiempo y circunstancias en la que,
tantas veces, el ejercitante entra en Ejercicios desde un ritmo de vida intenso, cuando
no agitado y disperso. Muchas veces no le resulta fácil al ejercitante de hoy pasar del
ritmo de su vida cotidiana al ritmo de los Ejercicios.
Para quien da ejercicios esta sugerencia ignaciana es una llamada, que me parece
importante atender, a cuidar la entrada en Ejercicios y a darle el tiempo necesario; no
es tiempo perdido el dedicado a este «reposar el espíritu». Por el contrario, es un
tiempo que posibilita una mejor disposición del ejercitante para aprovechar. Empezar
directamente, sin cuidar este «reposar el espíritu» puede suponer quemar momentos
importantes y temas decisivos en el proceso de Ejercicios, que se desaprovechan
porque no se ha entrado en Ejercicios.
Para «reposar el espíritu» San Ignacio sugiere, una vez más, la integración de lo
exterior - «asentándose o paseándose» - y lo interior - «considerando a dónde voy y a
qué»-. «Adaptarse al ritmo, tiempos y lugar de los Ejercicios» pide que el que los da
ayude y sugiera en función de quiénes y cómo vienen, y de las características propias
del lugar. Y no está de más que el considerar de este número de los Ejercicios se
traduzca en subrayar unas actitudes básicas con las que situarse en ellos.
Consideraciones que serenen interiormente frente a ansiedades, expectativas
prefijadas y/o desmedidas, o prisas, y que estimulen en situaciones de rutina y menos
implicación.
Creo que no exagero si digo que una de las primeras preguntas que hoy hacen
muchos/as ejercitantes cuando llegan a una casa de Ejercicios es cuál es la clave y
contraseña del wi-fi. En el equipaje de quienes hoy se retiran para hacer Ejercicios no
suele faltar alguno de los diversos aparatos que nos permite conectar a internet,
estemos donde estemos. El «apartarse» que San Ignacio afirma como condición de
43
aprovechamiento de los Ejercicios va hoy en día mucho más allá de los kilómetros que
se ponen por medio entre la residencia habitual y el lugar de los Ejercicios.
Este es pues un desafío que no podemos ignorar y que hemos de afrontar quienes
damos Ejercicios. ¿Qué uso hacer de internet en sus diversas formas en ese tiempo?
¿O ninguno? Porque, al margen de este tema del «apartarse», resulta que, como
iremos viendo, también internet puede tener su sentido y su aportación para la
dinámica de Ejercicios. Todas estas cuestiones me evocan al menos dos momentos del
libro de los Ejercicios: las adiciones que hace San Ignacio sobre la penitencia [Ej 82-89],
en las que plantea el uso de «lo conveniente» y la «mudanza» que haya que hacer en
Ejercicios de ello, y el «ordenarse» en temas tan cotidianos y necesarios como el comer
[Ej 210-217].
¿No será útil pedir al ejercitante que ya en el mismo comienzo de los Ejercicios
reflexione sobre este tema y se fije a sí mismo (con ayuda del acompañante) unos
criterios de actuación? Mi experiencia me dice que lo es y que, necesariamente, ha de
ser una reflexión personal ya que las necesidades, condiciones, momentos o madurez
de las personas que hacen Ejercicios son muy diversos.
4. «… Traer a la memoria…»
LA SEGUNDA SEMANA
45
Los Ejercicios ignacianos están marcados, a lo largo de todo su proceso, por una plena
integración de estas dos facultades humanas que llamamos cabeza y corazón -en terminología
ignaciana, «entendimiento y voluntad» -. No resulta extraño, por eso, que las dos dimensiones
queden perfectamente destacadas en el ejercicio inicial de esta Semana. Aunque redactado
con el lenguaje todavía arcaico de la época de Manresa, es bien significativo que San Ignacio lo
mantuviera en la redacción final.
24
Por razón de su complejidad, dividimos su tratamiento en dos partes, reservando esta primera (A)
únicamente a los denominados cuatro primeros días de la 2ª Semana. Véase, para una mejor
comprensión: S. ARZUBIALDE, Ejercicios Espirituales de S. Ignacio. Historia y análisis, Menajero-Sal
Terrae, Bilbao-Santander 20092, 269-443; P. GERVAIS, Segunda Semana, en GEI (ed.), Diccionario de
Espiritualidad Ignaciana, op. cit., 1624-1630; I. IGLESIAS, (J. A. García, ed.), «Sentir y cumplir». Escritos
ignacianos, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2013.
46
Con un lenguaje mucho más universal y cultivado, San Ignacio repite la misma idea al
presentar la contemplación de la Encarnación. Elabora para ella una nueva parábola, que
contextualiza el texto evangélico y delimita el modo de «traer la historia de la cosa que tengo
que contemplar». Si bien es verdad que el que da los Ejercicios debe narrar ésta de una forma
fiel, sucinta y breve [Ej 2], sin embargo, también se espera de él que la oriente
convenientemente en los puntos, como enseña a hacerlo aquí San Ignacio. No puede pasar
desapercibida, en efecto, la manera de resaltar la diferente mirada y consideración sobre el
mundo que espontáneamente hacemos nosotros [Ej 106,1-2] y la que se supone, en cambio,
ser propia de «las tres personas divinas» [Ej 106,3]. La petición que se propone en esta
contemplación es pensar y sentir como Jesús (no de otra manera), para «seguirle e imitarle
más». Este es el sello distintivo de toda la Segunda Semana.
25
No se pueden olvidar en este punto las afirmaciones matizadas y fundamentadas de KARL RAHNER en
Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy, Sal Terrae, Santander 1990, 6-8.
47
Todavía encuentra San Ignacio otros dos recursos eficaces para fortalecer el fruto o
provecho de las contemplaciones de la vida de Jesús. El primero es, de nuevo, la repetición,
notando y haciendo pausa en lo ya contemplado, como medio idóneo para dar más espacio en
la oración a lo afectivo. Dicha propuesta ignaciana ocupa toda la tarde de todos los días de la
Segunda Semana, y por eso, si se puede, no debería obviarse este consejo nunca.
Un mundo de autoengaños
Junto a la contemplación, y en estrecha relación siempre con ella [Ej 135], el otro raíl
paralelo sobre el cual discurre, del principio al fin, el proceso de los Ejercicios ignacianos, es el
discernimiento. También se hace referencia a él, comenzando esta Segunda Semana, al
preparar la elección o la reforma de vida.
Para plantear el tema, San Ignacio conservó desde Manresa otra parábola muy cercana
a su primera afición y cultura, y que ha hecho después fortuna en la familia ignaciana, «las dos
Banderas», a pesar de no haber sido siempre bien entendida. Es preciso caer en la cuenta que
una bandera no representaba en tiempo de San Ignacio ni una causa ni un país - como significa
hoy -, sino las simples señas de identidad de un capitán reclutador de soldados. Este sentido
ilumina mucho mejor la imagen ignaciana de «la bandera de Lucifer» [Ej 136-142], permitiendo
entenderla directa y esencialmente como un caso claro de publicidad engañosa, como las
artimañas de un capitán mercenario para conseguir soldados. El «mal caudillo», padre de la
mentira, no va a cumplir después su promesa de dar felicidad a base de fomentar la vanagloria
y la soberbia. El «buen capitán», en cambio, es de fiar.
Para aprovechar bien la parábola de San Ignacio, el que da los Ejercicios debe destacar,
con las palabras que quiera, que hay dos estilos, dos lógicas, dos mundos de valores
radicalmente opuestos y enfrentados. Uno de ellos estamos llamados a visualizarlo, en las
siguientes contemplaciones, como anunciado por Jesús. El otro, aunque nos cueste
reconocerlo, es el habitual nuestro. Por eso, es preciso reservar para el final del día un nuevo
ejercicio, «los Binarios», con todas sus características de un test de autenticidad sobre nuestras
respuestas más interesadas. Porque es cierto que utilizamos muchas formas engañosas de
negarle algo al Señor. 27
26
Están más explicadas estas formas de orar propias de la contemplación, la repetición y el «traer los
sentidos» en el primer capítulo de este libro.
27
El ejercicio de los tres binarios y las reglas de mayor discreción de espíritus. vienen explicados
después, en este mismo capítulo.
48
Lo mismo ocurre con el ejercicio de las tres maneras de humildad, propuesto para
hacerlo antes de las elecciones o de la reforma, y también orado, por supuesto, «con los tres
coloquios» [Ej 164-168]. San Ignacio llamó inicialmente a este ejercicio «los grados de amor»28,
pero en la redacción final prefirió reservar la palabra «amor» para referirse a «el que viene de
arriba» [cf. Ej 184. 230-237. 338] y tomó de San Bernardo el término «humildad» para designar
la disposición del alma para recibir a Dios - como hizo «nuestra Señora» [cf. Ej 108] -.
La «consideración a ratos por todo el día» de los grados de amor o las maneras de
humildad está propuesto para entusiasmarnos con «la vida verdadera» que se ha presentado
en la parábola de las Dos banderas [Ej 139]. No es, ni quiere ser, un examen de conciencia
sobre nuestras mezquindades en el amor a Dios, sino un hacernos tomar conciencia de la
pregunta previa sobre cuántos y cuáles son nuestros deseos de amarle, cuánto queremos
querer a Dios, dónde ponemos realmente el listón de nuestra intención de amarle. Frente a las
respuestas incompletas y defectuosas de sólo desear cumplir los mandamientos [Ej 165] o de
pretender vivir el amor a Dios con un amor en equilibrio con otros amores [Ej 166], la petición
que propone San Ignacio dirigirle a «nuestra Señora, el Hijo y el Padre» es un amor con locura,
una fascinación completa por Jesús, y una relación con Él de entusiasmo en el seguimiento, por
encima de lo que más miedo pudo darnos antes [Ej 167]. Esta es la «mayor y mejor humildad»
que San Ignacio le propone al ejercitante pedir – no prometer - «haciendo los tres coloquios»
[Ej 168].
Como aconseja el Directorio de Miró, siempre tiene sentido hacer estas tres
meditaciones ignacianas en el comienzo de la Segunda Semana, aunque no esté previsto hacer
después ninguna elección en particular. El objetivo de este día especial es afianzar la sospecha
sobre nosotros mismos y asegurar un espacio más lúcido a nuestra libertad. Por eso, años
después, con un lenguaje menos imaginativo pero más universal, San Ignacio reiteró la misma
advertencia de las Banderas en las «reglas con mayor discreción de espíritus, para la Segunda
Semana», sistemática denuncia de tantos autoengaños nuestros en el seguimiento. También
es importante recordar estos consejos siempre.
28
Así aparece nombrado en los apuntes que se conservan del sacerdote irlandés Helyar, que recibió los
Ejercicios de Fabro en 1535.
49
las tres versiones que trae el libro de los Hechos en los caps. 9, 22 y 26, sugerimos la segunda
(Hch 22,3-16), pues trae la doble pregunta de Saulo a Jesús: «¿Quién eres, Señor?, ¿qué he de
hacer?». Su respuesta será objeto de las contemplaciones de los días siguientes, cuyo centro
es Jesús, y en las que se va a plantear la elección o reforma de vida. Dios tiene un plan para mí,
un proyecto de plenitud, que parte del encuentro con Él.
También puede ayudar para enlazar con los coloquios tenidos en Primera Semana ante
la cruz, en particular con la pregunta «¿qué debo hacer por Cristo?» [Ej 53], orar con el Salmo
40 (39): «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Ponernos libres e indiferentes en manos
del Señor para buscar y hallar su voluntad, que está unida a la persona de Cristo que ha tenido
tanta misericordia de nosotros, puede ser una invocación que nos acompañe en distintos
momentos del día.
Tras estas contemplaciones, San Ignacio presenta dos meditaciones compuestas por él,
que buscan disponer al ejercitante para poder entrar en el tiempo de elección o de reforma de
vida. La primera, la meditación de las Dos Banderas, busca aportar lucidez al ejercitante. La
ilustración en lenguaje evangélico de esas dos lógicas de valores radicalmente opuestos y
enfrentados la encontramos en la proclamación que Jesús realiza de las bienaventuranzas y las
maldiciones (Lc 6,20-26). Por su parte, la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) nos
recuerda la coexistencia de estos dos mundos y la imposibilidad de suprimir el mal, mientras
que Ef 6,10-18 nos habla de la necesidad de disponernos para el combate espiritual.
La segunda actitud es la de quien quiere que Dios venga a dónde él está, con un punto
de negociación y auto-justificación. Se trata del seguimiento con condiciones que descubrimos
en las dos breves escenas de Lc 9,59-62, o de una voluntad que no acaba de poner todos los
medios de su parte, como les ocurre a las doncellas necias de la parábola (Mt 25,1-13). En
contraste, el tercer binario o tipo de persona quiere de verdad y pone los medios que Dios le
pide, sin condiciones. Es la indiferencia de la persona que confía y que está plenamente abierta
a lo que Dios quiera poner en su corazón. Es la actitud de Abrahán (Gn 22,1-19), de María (Lc
1,26-38) y de Jesús en el huerto (Mt 26,36-46).
Por último para las tres maneras de humildad de nuevo una serie de textos puede
acompañar su consideración. Son textos muy breves pues la propuesta ignaciana es considerar
estas tres posibles maneras de relación y amistad con Jesús a ratos durante el día [ Ej 164]. La
primera manera es la fidelidad, pero quizá con algo de distancia. Puede representarla la
imagen del hombre rico que ha cumplido todos los mandamientos desde joven (Mc 10,20). La
segunda la encontraríamos reflejada en el ofrecimiento generoso e incondicional a Jesús de un
discípulo anónimo (Lc 9,57). Mientras que la tercera la encontraríamos en la identificación con
51
Jesús que ha venido a servir y dar la vida (Mc 10,44-45; Jn 12,24-26), o bien, encarnada en
Pablo cuando afirma «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Tanto por el espacio ocupado en el libro de los Ejercicios, como por las explicaciones
dadas en los Directorios, la elección es el tema central de esta etapa de los Ejercicios. Lo
interesante es interpretar bien lo que San Ignacio quiere expresar con esta palabra «elección».
La elección ignaciana
29
Cf., para una mejor comprensión de esta segunda parte (B): A.BARREIRO LUAÑA, Los misterios de la vida
de Cristo, Mensajero- Sal Terrae, Bilbao-Santander 2014; P-H. KOLVENBACH, Decir…al «Indecible». Estudios
sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op.cit.; A.SAMPAIO, Los tiempos de elección en los
Directorios de Ejercicios, Mensajero- Sal Terrae, Bilbao-Santander 2004
30
Por ejemplo, el uso de la voz activa de elegir aparece en: [Ej 152. 167. 169. 172. 177, 184 y 185]. El uso
de la voz pasiva, en cambio, en: [Ej 135. 146. 147. 157. 168. 180 y 183].
53
Banderas, Binarios y Maneras de Humildad - se propone orarla con los tres coloquios [cf. Ej
199].
Tanto en el libro de los Ejercicios, como después en casi todos los Directorios, la
elección ocupa un número elevado de páginas. En alguna Instrucción puede ser conveniente
declararle al ejercitante el Preámbulo [Ej 169] y los tres tiempos o situaciones para hacer
elección. Pero, a la hora de animarle a hacerla, no debe olvidarse el consejo del Directorio
Oficial - «de ningún modo se debe dar elección, y mucho menos imponer y forzar, al que no la
desea» (D.O., 170) - y la recomendación ignaciana a los Padres de Portugal - «yo en dar
elecciones sería rarísimo» -. El objetivo y razón de ser más habitual de los Ejercicios no es la
elección del estado de vida, a pesar de que así se ha presentado formalmente muchas veces. 31
No sería justo olvidar que San Ignacio dio a Javier el mes de Ejercicios a continuación
de los Votos emitidos en Montmartre, cuando ya su opción de vida estaba, por tanto, muy
tomada. Lo mismo ocurrió, desde el principio, cuando daba los Ejercicios a otros sacerdotes o
religiosos o laicos que no se planteaban el cambio de vida. O cuando dejó prescrito en las
Constituciones que los jesuitas hicieran de nuevo el mes de Ejercicios al final de su formación,
cuando ya llevaban más de diez años de vida religiosa [Co 71]. Para el creador del método, los
Ejercicios no tenían como necesario hacer elección.
San Ignacio espera del ejercitante, cuando no tiene sentido hacer una elección de vida,
o cuando no hay «muy pronta voluntad para hacerla», que siempre «dé forma y modo de
enmendar y reformar la propia vida y estado» [Ej 189]. A veces, como dice el Directorio de
Miró, el objeto de la elección son cosas importantes, pero no especialmente el estado de vida.
En todos los casos, siempre se espera que la cercanía sentida al Señor en la oración, y la acción
de gracias renovada desde la Primera Semana, posibiliten una nueva manera de mirar la propia
vida y sus hábitos.
31
M. LOP SEBASTIÁ, «Para los Directorios, el fin de los Ejercicios no es ni mucho menos la elección», en Los
Directorios de Ejercicios. 1540-1599, op. cit., 652.
32
La forma de hacer la «elección», cuando hubiere de hacerse, se explica en este mismo capítulo, más
tarde.
33
Cf. J. LAPLACE, El camino espiritual a la luz de los Ejercicios ignacianos, op. cit., 69-70.
54
Dedicar un tiempo a ella es propio de toda clase de Ejercicios ignacianos, sea cual sea
su duración. El ejercitante «debe mucho considerar y rumiar» en oración lo que ha ido
descubriendo en el estilo y la lógica de Jesús al contemplar su vida. Para ayudarle en esta
consideración, San Ignacio le ofrece en este momento las «reglas del limosnero» [Ej 337-344],
que son consejos válidos para discernir la distribución del tiempo, de la profesionalidad, del
uso del dinero o, en general, de cualquier otro bien limitado en la vida ordinaria. Su aplicación
se prolonga ordinariamente en las Semanas siguientes hasta el final de los Ejercicios. 34
San Ignacio no concibe otra forma de preguntarse qué quiere el Señor de nosotros más
que con el telón de fondo de la vida de Jesús. Por eso considera forzoso relacionar siempre la
contemplación y el discernimiento, mutuamente implicados como dos raíles paralelos. La
recomendación ignaciana sobre la elección o la reforma de vida subraya que ambas formas de
discernimiento sólo pueden tener fundamento y validez cuando se hacen contemplando
juntamente la vida de Jesús. Nunca al margen de ella.
Todo el discurrir de sus hechos y enseñanzas por los caminos de Galilea y Samaría fue
abocando irremediablemente hacia la condena final de Jesús en Jerusalén. A los ojos de sus
enemigos, se fue ganando a pulso su muerte por mantener su mensaje, a pesar de las
advertencias que se le hicieron. A los ojos de sus discípulos y amigos, era evidente que, en su
fidelidad al Padre, asumió demasiados riesgos. Pese a unos y otros, es inevitable considerar
cómo Él se fue acercando a la ciudad santa, en su última Pascua, con plena conciencia de lo
que allí se estaba fraguando para matarle. Tiene más densidad, entonces, contemplar cómo en
estas circunstancias, y aun sabiéndose tan amenazado, no varió en nada su actitud.
34
Como para la «elección», la manera de hacer la «reforma de vida», y la aplicabilidad de las «reglas
del limosnero», son presentadas después, en este mismo capítulo.
55
Para acompañar la Segunda Semana a partir del quinto día, San Ignacio hace una
propuesta de un itinerario concreto de textos del evangelio, de «misterios de la vida de
Cristo», como él los denomina.
La propuesta ignaciana
San Ignacio plantea un misterio por día, del quinto al duodécimo, para el que da
puntos y que es objeto de los cinco ejercicios de contemplación, concluidos siempre con el
coloquio de binarios: la partida de Cristo de Nazaret al Jordán y Bautismo, según Mt 3 [Ej 273];
Cristo fue del Jordán al desierto, según Lc 4 y Mt 4 [Ej 274]; San Andrés y otros siguen al Señor,
remitiendo a escenas de llamada en los cuatro evangelios [Ej 275]; el Sermón del Monte, de las
ocho bienaventuranzas, en Mt 5 [Ej 278]; la aparición de Cristo a sus discípulos sobre las ondas
del mar, según Mt 14 [Ej 280]; cómo el Señor predicaba en el templo, según Mt 19 [Ej 288]; la
resurrección de Lázaro en Jn 11 [Ej 285] y el día de Ramos según Mt 21 [Ej 287]. Indica en
cualquier caso que, según las condiciones del ejercitante, las contemplaciones de esta Segunda
Semana se pueden abreviar o prolongar [Ej 162].
De los misterios elegidos surge más bien la gloria y la majestad de Cristo que
contradice aparentemente la invitación a los oprobios e injurias meditada en Banderas y
Binarios. Pese a la primera impresión, en palabras de P.-H. Kolvenbach, se nos descubre que
«el Pantocrátor es el mismo Siervo paciente»36. Considerada en su conjunto, la opción
ignaciana privilegia la acción de Jesús, frente a su enseñanza o sus milagros, y también el
Evangelio de San Mateo, el más leído en su tiempo junto con el de San Juan. Asumiendo el
cambio en los acentos cristológicos entre aquella época y la nuestra, respecto a los contenidos,
se echan en falta más encuentros personales de Jesús, sus comidas, curaciones o exorcismos, y
sobre todo alguna escena de conflicto que explique qué le llevó a la muerte y cómo reaccionó
ante ello. Por otro lado, a la hora de facilitar la contemplación en la dinámica de
«conocimiento interno del Señor» propia de la Segunda Semana [Ej 104], es preciso tener en
35
Para profundizar en la cuestión de los misterios de la vida de Cristo véase la exhaustiva monografía de
A. BARREIRO, Los misterios de la vida de Cristo, op.cit. También puede consultarse S. ARZUBIALDE, Los
misterios de la vida de Cristo nuestro Señor [Ej 261-312], en MANRESA 64 (1992) 5-14 y J. GUEVARA,
Misterios de la vida de Cristo, en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op.cit., 1250-1255.
36
Cf. S. ARZUBIALDE, art. cit., 9, que trae la cita del P. Kolvenbach.
56
cuenta que Mateo es un evangelio menos narrativo que Marcos o Lucas y su cristología es más
hierática, presentando a Jesús sobre todo como Señor, Dios con nosotros (cf. Mt 1,23; 28,20).
Dado que el mismo San Ignacio abre la puerta para poder escoger otros misterios de la
vida de Cristo [cf. Ej 162], realizamos algunas sugerencias, teniendo presente que la selección
del misterio a contemplar se ha de hacer según la situación en que se encuentre el ejercitante
de cara a la elección. En ese sentido resulta esencial que la imagen de Cristo que se ofrezca a
contemplar sea lo más completa posible y que los textos presenten las distintas dimensiones
de la persona y el proyecto de Jesús en su vida pública: Jesús ora y se relaciona con su Padre,
Jesús llama a discípulos a seguirle, Jesús enseña y cura, sufre el conflicto y camina hacia
Jerusalén. Este enfoque ayudará también a quien se plantee su reforma de vida, que ha de
hacerse siempre en referencia al estilo y a la lógica de Jesús. Si se asume esta perspectiva, se
puede tanto partir de la selección ignaciana y completarla, como diseñar un itinerario
diferente, que en cualquier caso debe cuidar y hacer comprensible la transición a la Tercera
Semana.
a) Escenas en las que Jesús ora: San Lucas es el evangelista que más retrata a Jesús
orando y hace de ello un hábito (5,16). En concreto, frente a Mateo y Marcos, lo explicita en
momentos fundamentales de la vida de Jesús como antes de elegir a los Doce (6,12), de
preguntar por su identidad a Pedro (9,18) o en el momento de la transfiguración (9,28.29).
Gracias a Jesús conocemos al Padre (10,22) y su oración lleva a su discípulos a pedirle que les
enseñe a orar (11,1ss. cf. 18,1ss.10-11).
b) Encuentros de Jesús en los que Él no tiene la iniciativa, como la curación del leproso
o la de la hija de la mujer siro-fenicia (Mc 1,40-45; 7,24-30). Son dos ejemplos de curaciones no
previstas por Jesús, en los que la fe del peticionario no es ni siquiera aludida. En ambos casos
además Jesús atraviesa la frontera de la pureza-impureza, también en su vertiente de
encuentro con una mujer extranjera, y su vida se ve de algún modo alterada. Tras sanar al
leproso, Jesús ya no puede frecuentar lugares habitados (1,45) y después de su encuentro con
la mujer, Jesús emprende un viaje por territorio pagano (cf. 7,31), que no tenía planeado a la
vista de su actitud previa de pasar inadvertido en 7,24.
destruirlo (3,6). Aprendemos que el conflicto vivido por Jesús arranca desde el inicio de su vida
pública en Galilea y no puede reducirse a la esfera religiosa.
d) El final del camino de Jesús a Jerusalén, que puede facilitar el puente con la Tercera
Semana. Si nos fijamos en la versión de San Marcos, comienza con el tercer anuncio de la
pasión, sigue con la petición a Jesús de los Zebedeos y culmina con la curación de Bartimeo, el
mendigo ciego (Mc 10,32-52). Esta sección nos permite en primer lugar acceder a cómo Jesús
afronta su muerte: es consciente de lo que le espera en Jerusalén pero asume su destino y
sigue caminando delante de sus discípulos. Ellos van con miedo y no lo entienden – como
refleja la petición de puestos de gloria por parte de los Zebedeos – pero Él sigue enseñándoles
su estilo de humildad, entrega y servicio con paciencia (10,43-45).
El encuentro con Bartimeo aparece en claro contraste con lo que ha precedido. Él grita
en búsqueda de Jesús: su salto arrojando el manto contrasta con la actitud del hombre
atrapado por su riqueza (10,17-22), y su petición con la de los Zebedeos (10,37). Jesús le dirige
la misma pregunta que a los dos hermanos, «¿qué quieres?», pero él no pide puestos de honor
sino sólo volver a ver, que en seguida descubrimos que significa volver a ver a Jesús y seguirle
por el camino, el camino que lleva a Jerusalén, el camino que lleva a la cruz. Bartimeo nos
enseña que la ceguera producida por las riquezas y el vano honor que nos impide el
seguimiento sólo se puede superar por la fe que es confianza en Jesús, expresada en su grito y
su salto. Frente a las dudas de los Doce personifica al discípulo identificado con Jesús - en la
línea de los coloquios de Banderas, Binarios y Maneras de Humildad - que le sigue a dónde va.
Desde aquí pueden entenderse mejor la entrada en Jerusalén y la unción de Betania como
antesala de la pasión.
58
Nunca estará de más que el que da los Ejercicios comunique de algún modo al
ejercitante, al comienzo de la Segunda Semana, la inflexión establecida por San Ignacio en este
momento del proceso. En efecto, una y otra vez recoge en sus Directorios, que los que no
muestren al terminar la Primera Semana «mucho fervor y deseo de ir adelante», mejor es
dilatarles la Segunda, «a lo menos por un mes o dos». La imagen de «dejarles con sed o
hambre» se repite después en todos los Directorios hasta el Oficial.
Una vez entrados en la Segunda Semana, son cuatro las Instrucciones que se debe, o
puede ser conveniente, transmitir al ejercitante: las Reglas con mayor discreción de espíritus
para la Segunda Semana [Ej 328-336], las Instrucciones propias para Hacer elección o
Enmendar y reformar la propia vida y estado [Ej 169-189], las Reglas en el ministerio de
distribuir limosnas [Ej 337-344] y las Notas para sentir y entender escrúpulos [Ej 345-351]. Es
evidente que no todos estos documentos tienen el mismo valor, ni es igualmente oportuno
presentarlos siempre a los que hacen los Ejercicios.
Si hay unas reglas ignacianas que deben ser presentadas siempre a todo tipo de
ejercitantes son estas. El Directorio de Miró es taxativo en este punto - «deben darse a todos
los que se ejercitan» -, y el consejo es válido, más aún que para los principiantes, para los que
«caminan muy adelante en la vía del espíritu», porque en éstos el auto-engaño «bajo capa de
bien» [Ej 10] es aún más frecuente y sutil. 37
37
Cf. más ampliado en A. GUILLÉN, Los engaños en el discernimiento, MANRESA 82 (2010), 15-25.
38
Cf. JOSÉ A. GARCÍA: «Éxito» no es ninguno de los nombres de Dios. Tampoco «fracaso», en Ventanas que
dan a Dios, op.cit., 118-132; cf. también B. GONZÁLEZ BUELTA, «Ver o perecer». Mística de ojos abiertos,
op.cit., 137.
59
Aunque todas son y pretenden ser iluminadoras, las reglas fundamentales son la
quinta y la sexta [Ej 333-334]. El ejercitante debe ser advertido que si en «el discurso de los
pensamientos», todos los pasos recorridos no son buenos - «inclinados a todo bien» - y sobre
todo, si el final de ellos «acaba en alguna cosa mala, o distractiva, o menos buena» que la que
se tenía antes pensado hacer, o «quita la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía», el auto-
engaño es evidente. Al dirigir la mirada hacia sí mismo, se espera del ejercitante esa lucidez
que suele demostrar al percibir los engaños en los que quedan prendidos, casi sin darse
cuenta, los demás, y que San Ignacio recomienda traer a la memoria deliberadamente cuando
se hace una elección - «guardar la regla que para el otro pongo» [Ej 185, 339] -.
Para las personas espirituales, atender estos consejos permite mantener la capacidad
básica de todo discernimiento, que pasa siempre por saber captar la sutileza escondida del
propio Yo. De ahí su importancia. Porque, así como a los que buscan a Dios, el consejo
ignaciano es no parar de buscarle, así también conviene no olvidar que la fuente de los
engaños brota de haber detenido esa búsqueda y permanecer, en cambio, mirándose uno
complacidamente sólo a sí mismo.39
En la larga y prolija presentación que ofrece el libro de los Ejercicios sobre «los tiempos
para hacer sana y buena elección», cada uno de los tres tiempos tiene su propia definición y
sus medios particulares y diferentes para abordarlos. La distinción de «tiempos» o situaciones
viene marcada por el mayor o menor grado de consolación en cada uno de ellos. Pero incluso
en el menos consolado de ellos - el «tercer tiempo» -, para el que se duplican los modos
aconsejados para «hacer la elección», no se da por terminada ésta sin haber recibido una
prueba del Señor de haberla «recibido y confirmado» [Ej 183.188]. En otras palabras, lo que el
ejercitante le está preguntando al Señor en todo momento es cómo le sueña Él. Para elegirlo,
aceptarlo y agradecérselo entonces él con determinación.
Para el ejercitante normal que hace Ejercicios, no basta con recibir la explicación
detallada sobre los «tiempos y modos de elección», sino que necesita sobre todo ser animado
a hacer una reforma de su vida «juntamente contemplando la vida de Jesús» [Ej 135]. Por
supuesto, de un modo coherente con el espíritu de todos los Ejercicios. Es decir, no
39
Cf. TERESA DE JESÚS PLAZA, El discernimiento espiritual como actitud permanente, MANRESA 82 (2010),
41-52.
60
El modo de enfocar San Ignacio la reforma de vida es peculiar. Muy lejos de cualquier
planteamiento basado en el examen moral y la fuerza de los propósitos - como es
característico en el método de ver-juzgar-y actuar, por ejemplo -, lo esencial, en cambio, de la
reforma ignaciana es el discernimiento y la petición con los tres coloquios. En la práctica, esto
pasa por presentarle al Señor los negocios de la propia vida y escuchar después en el corazón
sus advertencias.
Si la imagen de los diversos manjares presentados a un príncipe hizo fortuna entre los
primeros compañeros para escenificar cómo plantear la elección en una alternativa «entre
cosas indiferentes o buenas en sí», la imagen más actual de enseñarle una radiografía propia al
médico puede servir para entender bien que es el médico, y no cada uno en su ignorancia, el
que ha de señalar y ponderar la importancia de las manchas que aparecen en ella.
Del mismo modo, la reforma de vida pasa por escuchar lo que dice el Señor sobre ella,
y no lo que hemos podido pensar o considerar antes al respecto cada uno de nosotros. Porque,
por desgracia y con frecuencia, nuestra percepción narcisista se ceba en lamentar defectos
que, ni nos separan de Dios ni está en nuestra mano eliminar, y no capta ni nos alerta, en
cambio, de la aparición de actitudes - incluso mínimas - que nos centran en el propio Yo y se
derivan de nuestro amor propio escondido. Ellas son las que nos separan realmente de Él y de
los demás. Por eso, a este segundo campo, y no tanto al primero, se dirige de lleno la reforma
ignaciana. Presentada con humildad al Señor la radiografía de la propia vida, se espera de Él
que sea el primero en señalarnos qué es normal y qué es peligroso en ella, qué es lo que no
nos separa de Él – como le pareció a Pablo antes de escuchar: «Te basta con mi gracia; la
fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9) - y cuáles son, en cambio, las actitudes que sí que
nos oscurecen su Presencia.
Muy diferente es el caso de estas reglas. Aun siendo ellas claramente unos consejos
apropiados para hacer la reforma de vida,40 los Directorios de Polanco y Miró no consideran
necesario darlas o presentarlas a todos los ejercitantes. Sólo juzgan oportuno ofrecerlas para
«aquellos que parezcan necesitarlas». Es sorprendente que el Directorio Oficial determine que
«no deberán darse sino a los que son ricos, y que suelen o pueden dar limosnas», porque, al
presentarlas así, se desfigura en buena medida su alcance y su significado. Tras su lectura
atenta es fácil descubrir que su sentido es mayor que ése.
40
Se utilizan idénticas palabras en ambos documentos [Ej 189 y 342] y además, se dice así expresamente
[Ej 343]. Cf. A. GUILLÉN, Reglas «distribuir limosnas», en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana,
op. cit., 1550-1552.
61
Corresponde al que da los Ejercicios abrir los ojos del ejercitante al presentarle estas
reglas, haciéndole ver su aplicabilidad práctica a muchos campos de su vida ordinaria. En
realidad, a todos aquéllos donde toda preferencia conlleva forzosamente el abandono o
reducción de otras dedicaciones. Porque se trata de bienes limitados - como el tiempo o la
profesionalidad o el dinero del que disponemos -, que no pueden repartirse hasta el infinito.
De ahí que la reforma de vida no esté terminada hasta que el ejercitante no ore y discierna
bien su ocio y su agenda de libre elección, y determine en consecuencia cómo distribuir, entre
sus potenciales beneficiarios, su tiempo libre, sus bienes económicos, sus facultades
personales y su competencia profesional.
San Ignacio califica al escrúpulo como tentación del mal espíritu, recomendando
oponerse siempre fuertemente a él [Ej 350-351]. Aunque matiza que, «por algún espacio de
tiempo, no poco aprovecha al ánima» para purificarse [Ej 348]. El ejercitante no puede menos
de recordar la experiencia padecida por aquel peregrino al comienzo de su estancia en
Manresa, y cómo, después de haber sido largamente vencido por los escrúpulos, un día se
despertó «como de un sueño» y al «mirar por los medios con que aquel espíritu era venido»,
desenmascaró el engaño en el que estaba y se alejó de él [Au 25].
Con todo, en vista de la neurosis obsesiva que podrían desatar, sin desearlo, en los que
no la padecen, todos los grandes Directorios coinciden en encarecer a los que dan Ejercicios
que no ofrezcan estos consejos «a los que no son agitados por escrúpulos», sino sólo «a
aquellos que parezcan necesitarlos».
41
Cf. P.-H. KOLVENBACH, Normas de San Ignacio sobre los escrúpulos, en Decir…al «Indecible», op.cit, 183-
197.
62
«De manera que se hagan todas las diez adiciones con mucho cuidado» [Ej
130]: esta observación ignaciana, situada muy al comienzo del proceso de la Segunda
63
Semana, nos hace caer en la cuenta que las adiciones que se dieron en Primera
Semana no son simplemente consejos para principiantes, y, en consecuencia,
prescindibles en la medida que se avanza en la marcha de los Ejercicios, sino que es
necesario seguir teniéndolas en cuenta y darles la importancia que merecen. Llama la
atención que, en el medido lenguaje ignaciano, aparezcan en esta frase dos
expresiones de refuerzo a lo que se dice: «todas las diez», referida a las adiciones (las
diez que se indican en Primera Semana [Ej 73-90]) y «mucho», referida a la atención
que se les debe prestar.
Los números 130 y 131 de los Ejercicios hacen este recordatorio del necesario
papel de las adiciones. Al mismo tiempo, señalan algunos cambios de matiz en las
mismas, vinculados a la materia de la Segunda Semana. Pero son cambios de matiz, no
olvidos. Y la expresión «mucho cuidado» apunta, por una parte, a su importancia y, por
otra, nos sitúa en una clave de discernimiento sobre el qué y el cómo de estas
adiciones de Segunda Semana. Creo que será bueno subrayar algunos de los acentos
que pone San Ignacio en las adiciones de esta semana para que quien da Ejercicios
pueda ayudar al ejercitante «para más aprovechar».
Pienso que en el número 131 se nos está invitando al «mucho cuidado» del
momento de entrada en la oración y, con él, del modo mismo de situarnos en la
oración. No sólo del situarnos físicamente (que también), sino del modo de situarnos
interiormente: un cuidado que nunca hemos de desdeñar. Porque es muy importante
el cómo nos acercamos a orar… Me suscita esta adición el recuerdo de aquellas
palabras de Yahveh: «quítate las sandalias que llevas puestas, porque el lugar que
pisas es suelo sagrado» (Ex 3,5). No se puede entrar en la oración de cualquier manera,
ni sin «descalzarnos» de muchas cosas y actitudes.
¡Cuántas veces hemos tenido que advertir a los ejercitantes que no se trata de
entrar en la capilla y ya, sin más preámbulo y sin más advertencia, coger el libro
(aunque sea el libro sagrado) y ponerse a leer! Ni de entrar, sin pausa, en los apuntes
tomados de los puntos.
El «a dónde voy y delante de quién» ignaciano nos invita, por una parte, al sosiego
y a la escucha en la oración y, por otra, nos recuerda, una y otra vez y siempre, que
cualquier oración es don del Espíritu y, porque es don, es siempre fecunda - «la
64
palabra de mi boca no tornará a mí de vacío», Is 55,11 -. Ese recuerdo nos sitúa, como
orantes, en clave de humildad y de confianza. ¡No es poco todo esto! ¡No es
prescindible! Porque siempre estamos amenazados por el peligro de hacer la oración
nuestra: y en la medida que nuestra, hacerla más cavilación que escucha, y vivir la
desolación como fracaso y la consolación como éxito, cuando ambas no son otra cosa
que don y lenguaje de Dios para nosotros [Ej 322 y 324].
La «sólita oración preparatoria» [Ej 46] es la que nos hace pedir gracia para que
todo aquello que hacemos y emprendemos «sea puramente ordenado en servicio y
alabanza de su divina majestad». Es la oración que nos recuerda y nos llama sin cesar a
la indiferencia del Principio y Fundamento: «solamente deseando y eligiendo lo que
más nos conduce para el fin que somos criados» [Ej 23].
Pero tras esta insistencia, creo que no es erróneo ver algo muy ignaciano: su
sospecha de que incluso la oración y toda actividad espiritual puede pervertirse por los
engaños del enemigo a través de un ego ensoberbecido o dominado por afecciones
desordenadas. Algo muy de Segunda Semana… que nos pide estar en constante
vigilancia y en constante petición de la gracia de la limpieza de intención.
camino de ir nosotros hacia Dios, sino en el camino de forzar a Dios que venga donde a
nosotros nos conviene [Ej 169].
Esta frase ignaciana es una frase llena de contenido e intención. Cada una de sus
palabras, y la relación entre ellas, es enormemente significativa. Son muchas las cosas
que se podrían decir, pero, en el contexto de esta reflexión sobre las adiciones, quiero
fijarme sólo en un aspecto.
La selección de misterios de la vida del Señor que hace San Ignacio [Ej 261-288]
responde a ese planteamiento, no es una selección cualquiera. Y esa selección es
orientadora para la selección que quien da Ejercicios ha de proponer.
66
Esta observación ignaciana creo que debe ser tenida en cuenta en su amplitud,
pero también en todos sus matices.
Sin embargo, San Ignacio dice que «mucho aprovecha» en este tiempo una lectura
espiritual. Pero señala dos matices que me parecen importantes:
- Uno, con respecto al tiempo dedicado a esta lectura: «algunos ratos». Creo que
la expresión ignaciana apunta a tiempos limitados y medidos;
- Otro, con respecto al tipo de lecturas que recomienda: no son tanto lecturas
especulativas, sino lecturas de testimonios personales que iluminan y estimulan
en el seguimiento de Jesús. Biografías, libros de memorias espirituales, diarios
personales de testigos de la fe. En definitiva, libros que van y ayudan en lo que
es el objetivo básico de la Segunda Semana: «no ser sordo al llamamiento del
Señor» [Ej 91].
LA TERCERA SEMANA
La Tercera Semana está presentada en los Ejercicios sin discontinuidad alguna con la
Segunda Semana [Ej 116 y 206]. Al ejercitante se le anima a sentir y gustar lo que ya sabe por
su fe: Que la pasión y la muerte de Jesús fueron la consecuencia anunciada y previsible de su
vida pública. Las últimas escenas contempladas en la Segunda Semana han mostrado a Jesús
tomando la opción libre y voluntaria de subir a Jerusalén, a pesar de saberse allí tan
fuertemente cuestionado y amenazado.
San Ignacio pide al ejercitante que en las escenas de la Pasión se fije, no tanto en que
Jesús padece, cuanto en que «quiere padecer» [Ej 195]. La voluntariedad que ha marcado su
subida a Jerusalén es la que sigue expresando esencialmente el sentido profundo de todos los
sufrimientos padecidos por Jesús hasta su muerte en cruz. Los aspectos cruentos de la Pasión,
igual que para los evangelistas, pasan para San Ignacio a un segundo plano menos interesante.
Lo central es contemplar el amor con que Jesús se ha acercado a su final y cómo lo mantiene
intacto hasta el término de su vida.
Los momentos en que se hace referencia al dolor que Él padece son como un estar
hablando del continente para señalar el contenido. El contenido de la Pasión es el amor de
Jesús, que se mantiene intacto por encima de los ultrajes y el odio recibido. Ni el desamparo
de sus discípulos, ni la traición de un amigo, ni las mentiras o la maldad de los enemigos, ni el
desagradecimiento insultante de la gente, consiguen que Jesús deje de reaccionar como
siempre lo había hecho: con amor y atención a Pedro y a Judas, a las mujeres que lloran, al
buen ladrón, incluso a los que le insultan «porque no saben lo que hacen».
42
Cf. A. GARCÍA ESTÉBANEZ, Tercera Semana, en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op.cit.,
1701-1703; A.GUILLÉN, La originalidad ignaciana de la tercera semana, en MANRESA 83 (2011), 339-350;
P-H.KOLVENBACH, La Pasión según San Ignacio, en Decir …al «Indecible». Estudios sobre los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio, op. cit., 91-100.
68
calor en el corazón, caridad y esperanza acrecentadas, gozo interno y pacificación del alma [cf.
Ej 316]. La consolación es frecuente en la Tercera Semana.
San Ignacio pide, tanto al que da como al que hace los Ejercicios, encarar esta
necesidad de purificación. Para eso, la segunda perspectiva que propone en la Tercera Semana
es considerar bien este silencio de Dios en la Pasión, porque «podría destruir a sus enemigos y
no lo hace», y en cambio, «deja padecer crudelísimamente a Jesús» [Ej 196]. No mucho
después, en la Cuarta Semana, San Ignacio subrayará que Dios sólo «parecía esconderse en la
pasión» [Ej 223], y con esta nueva percepción corregirá la interpretación primera y común de
suponer que se había escondido. Porque el Misterio Pascual enseña al cristiano que en la
ausencia de Dios también hay Palabra. El cristiano entiende y siente que, a diferencia nuestra,
Dios no vence destruyendo, sino dando sentido positivo a todo. Su poder no se dirige a
eliminar el mal, que es fruto originario y exclusivo de la libertad humana, sino a iluminarlo y
vencerlo con el bien.
Todo ello explica que la Pasión sólo pueda contemplarse correctamente desde la
Resurrección, como hicieron desde el primer momento los evangelistas. La pregunta de por
qué «era necesario pasar por ahí» -como señalará el Resucitado a los de Emaús (Lc 24, 26) -, no
puede obviarse nunca. El ejercitante, al hacérsela, se está preguntando en realidad ante el
Resucitado, cómo es Dios.
Los Directorios de Gil González Dávila, Cordeses y el Directorio Oficial repiten que el
afecto de la compasión, con ser importante, no puede ser el único fin buscado en la Tercera
Semana, y que en ella «deben procurarse simultáneamente otros afectos más útiles para
nuestro aprovechamiento espiritual». La recomendación es deducción lógica de la tercera
consideración que propone San Ignacio: «Todo esto es por mí» [Ej 197 y 203].
El ejercitante necesitaba que un guía cercano y valiente como Él le enseñase a vivir las
pasividades de disminución de la vida, en terminología de Teilhard. En su Pasión, Jesús nos
mostró, con su esfuerzo y padecimientos, que es posible, mirando al Padre, pasar sin romperse
por las experiencias humanas más difíciles. Nada humano quedó fuera de su mensaje abierto y
cargado de esperanza. Todo lo malo posible quedó iluminado. Cuando San Ignacio sugiere
entonces al ejercitante que se pregunte «qué debe hacer y padecer por Él» [Ej 197], es porque
no duda que todo cristiano ya ha podido aprender, gracias a Jesús, cómo hay que vivir los
padecimientos, y cómo éstos, cuando son bien asumidos, pueden ser expresión de un amor
todavía mayor.
43
Las «reglas para ordenarse en el comer para adelante» son explicadas después, en este mismo
capítulo.
70
explicitado por qué matan a Jesús, de manera que sería necesario prestar especial atención
para ayudar a que el ejercitante pueda experimentar la continuidad entre estas dos Semanas
de Ejercicios [Ej 206].
La propuesta ignaciana
44
P.-H. KOLVENBACH, La pasión según San Ignacio, en Decir... al «Indecible», op. cit., 93-97.
72
En conjunto San Ignacio propone el relato evangélico como una secuencia que muestra
que el camino del magis es el del minus. Queda de manifiesto que el objetivo de esta Semana
no se agota en la petición que busca la com-pasión con Cristo sino que se nos ofrece a Jesús
como modelo que debe configurar nuestro seguimiento, integrando nuestra acción y nuestra
pasividad: «qué debo yo hacer y padecer por él» [Ej 197].
Perspectivas bíblicas
Los cuatro evangelistas coinciden en la atención prestada a las últimas horas de Jesús y en
vincularlas a toda su vida. Presentan además la misma serie de acontecimientos, aunque la
narración de cada uno sigue un modo propio que responde a su proyecto literario y teológico.
Cada evangelista muestra sus propios matices en la pasión como en otros aspectos de la vida y
obra de Jesús. La recomendación sería por tanto elegir un evangelio y seguirlo durante toda la
pasión para reconocer la riqueza y particularidad de cada uno. El mal a evitar sería la fusión de
relatos en una lectura combinada de todos los evangelios y forzar una coincidencia a toda
costa45.
Para nuestras sugerencias nos guiamos de los subrayados ignacianos. El primero, un amor
más fuerte que el sufrimiento, queda perfectamente encuadrado a partir de la contemplación
de la cena, con el lavatorio de los pies en el capítulo 13 de Juan y la institución de la eucaristía
según uno de los tres sinópticos. San Ignacio da puntos para las dos escenas conjuntamente y
señala que la segunda responde a una «grandísima señal de su amor» [Ej 289]. Aunque la
propuesta en este caso sea recurrir a dos evangelios, no se trata de fundirlos sino de entender
la eucaristía y el lavatorio como las dos caras complementarias de la misma moneda. Ambos
relatos se entienden mejor cuando se los relaciona. Ambos anticipan la entrega de Jesús en la
cruz, ambos muestran su amor y están vinculados a la creación de la comunidad de sus
seguidores.
Las otras dos líneas, la purificación de la imagen de Dios y el aprendizaje espiritual por
parte del ejercitante, irán cultivándose a lo largo de la pasión. Los cuatro evangelios proclaman
a las claras que Jesús que muere en la cruz es Hijo de Dios (cf. Mc 15,39; Mt 27,54; Lc 23,40-46;
Jn 13,1-3 y 19,30), culminando así la revelación de su identidad. El Dios que sufre y muere
confronta tanto nuestras imágenes de Él como nuestros constructos sobre dónde y cómo
podemos encontrarle.
45
Para un tratamiento básico de este tema, en el que se presentan los relatos de la pasión de los cuatro
evangelios, véase PABLO ALONSO, La Pasión de Cristo, núcleo y clave del Evangelio, MANRESA 83 (2011),
317-326.
73
aprendemos ahora que han seguido y servido a Jesús desde Galilea (15,40-41.47), y por último
José de Arimatea (15,42-46)46.
También Juan puede ayudar, a partir de la introducción que hace en su evangelio del
«discípulo amado», precisamente en la pasión. La primera ocasión en que se le nombra es en
la última cena, cuando se nos dice que uno de los discípulos, «aquel a quien Jesús amaba»,
estaba al lado de Jesús y Pedro se dirige a él para que le pregunte a Jesús quién es el que lo va
a traicionar (13,23-24). Después está presente en la escena de la crucifixión, acompañando a
María, la madre de Jesús al pie de la cruz. Allí Jesús les encomienda el uno al otro, como madre
e hijo (19,25-27). Volverá a aparecer más tarde en los relatos de la resurrección, pero bastan
ya estas dos escenas para emerger ante nosotros como un discípulo modelo, que es amado
por Jesús y le ama, goza de su intimidad, permanece fiel hasta la cruz y al que le es confiada la
madre del Señor. La tradición lo ha identificado con Juan, hijo de Zebedeo, pero el hecho es
que en el cuarto evangelio permanece anónimo, invitando así a la identificación del seguidor
de Jesús con él. En una línea similar también puede plantearse la contemplación de la pasión
según San Juan acompañando a María, modelo de todo creyente, pues es el único evangelista
que la sitúa al pie de la cruz. Junto a ambos se puede vivir la soledad del Sábado Santo.
Por añadir una palabra final sobre Mateo y Lucas 47, el primero permanece en conjunto
muy cercano a Marcos. Sus añadidos, además de proporcionar algunos detalles, refuerzan su
cristología de Hijo de Dios y también reflejan el conflicto que su comunidad vivía con el
judaísmo de su tiempo. En concreto, alguna nota antijudía como la de Mt 27,25 parece olvidar
incluso que Jesús fue judío. En cuanto a Lucas, percibimos cómo resalta la misericordia y
serenidad del Señor; mejora la imagen de los discípulos que aparecen más cerca de Jesús si lo
comparamos con Marcos, y está siempre atento a sus destinatarios de cultura pagana,
proporcionando algunos datos que nos sorprenden: Pilato no condena a Jesús, los romanos no
lo azotan, el centurión lo declara inocente y no hay referencias al templo de Jerusalén.
Cuando el que da los Ejercicios accede a la Tercera Semana, descubre que San Ignacio
le pide dar unos puntos de contemplación muy intensos y hondos sobre la Pasión del Señor, y a
la vez, le ofrece una casi absoluta carencia de Instrucciones y Reglas para acompañarlos. Tan
sólo unas «reglas para ordenarse en el comer para adelante» [Ej 210-217], aparecidas
46
Cf. Ibid., 320-321.
47
Cf. Ibid., 321-323.
74
excepcionalmente en el texto principal del libro, pero de difícil interpretación en una primera
lectura. No es extraño, por eso, que muchos de los que dan Ejercicios prescindan de ellas. Sin
embargo, son importantes, y probablemente sea conveniente comunicarlas al ejercitante
siempre.
En tiempo de San Ignacio, las más frecuentes de ellas nacían del comer. A nadie extrañó
entonces que la primera definición que, por eso, él formulara del seguimiento tomara este
modo: «quien quisiere venir conmigo ha de ser contento de comer como yo, y así de beber,
etc.» [Ej 93]. Pero, tanto en el ejemplo del comer - que da origen al título de estas reglas -,
como en el mayor número de ejemplos que hoy conocemos de adicciones y esclavitudes
compulsivas – por ejemplo, la bebida, las ludopatías, el consumismo, la pornografía -, el
mensaje reiterado por San Ignacio es que a la libertad deseada frente a ellas no se accede por
un esfuerzo ascético, sino sobre todo por contagio de nuestro modelo a imitar, Jesús.
De ahí que la más importante de estas Ocho reglas sea la séptima [Ej 216]: Mirar que el
ejercitante sea, como Jesús, «señor de sí», es decir, que pueda responder plenamente de su
persona entera en los momentos decisivos de su vida - elección o reforma -, sin dejar que las
esclavitudes sensibles o los bloqueos que pudiera encontrar en sí mismo, le desvíen de donde
él quiere y desea verdaderamente ir.49 Este es el núcleo de la Instrucción que debe recibir el
ejercitante en la Tercera Semana.
48
FRANCISCO SUÁREZ, S.J., Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Una defensa, Mensajero-Sal Terrae,
Bilbao-Santander 2003, 155-157; cf. ANTONIO GUILLÉN, Reglas para ordenarse en el comer, en GEI (ed),
Diccionario de espiritualidad ignaciana, op. cit., 1553-1555.
49
Cf. ANTONIO GUILLÉN, Ser señor de sí, MANRESA 82 (2010), 241-246.
75
Ser señor de sí hace referencia al deseo de actuar siempre con una libertad plena, sin
esclavitudes conscientes ni semiconscientes que consigan, en la práctica, maniatarla. Es la
expresión y la consecuencia de no dejarse determinar en las elecciones vitales por las
afecciones desordenadas, ni dejarse arrastrar en las decisiones de reforma de vida por los
apetitos o atracciones instintivas.
Por eso, no extraña nada que, para alcanzar la libertad, San Ignacio da inicialmente
consejos de carácter místico - considerar «como que ve a Cristo nuestro Señor comer con sus
apóstoles, y cómo bebe, y cómo mira y cómo habla; y procure de imitarle » a Él y a los santos
[Ej 214-215] -. Sólo en segundo lugar da también un consejo ascético [Ej 217], repetido luego
en los primeros Directorios - «cuando uno hace Ejercicios, siempre le sea demandado que,
cuando hubiere acabado de comer, él mismo diga lo que quiere cenar; y así, después de
cenar, lo que querrá comer el día siguiente» -, porque sabe por experiencia que el
voluntarismo no es el mejor y más eficaz camino para superar las adicciones no queridas.
50
Conferencia del P. Kolvenbach, en febrero de 1987, en el Curso Ignaciano del Centro de Espiritualidad
Ignaciana de Roma. Cf. Decir… al «Indecible». Estudios sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op.
cit., 91-100.
76
coherente con el proceso y la dinámica de los Ejercicios. Y en esa dirección la conferencia del P.
Kolvenbach da pistas de una gran sabiduría y, por ello, de un enorme valor. Nada de lo que yo
pueda decir aquí añade ni sustituye la lectura y meditación de dicho texto.
En este número 209, San Ignacio abre paso a una flexibilidad en cuanto al
tiempo que puede dedicarse a la Tercera Semana: «… quien más se quiera alargar en
51
P-H. KOLVENBACH, La Pasión según San Ignacio, op. cit,, 98.
52
Cf. la voz «Confirmación» en GEI, Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op.cit., 389-391.
77
Pues bien, tanto en un caso como en otro, vuelve a insistir San Ignacio en esa
contemplación de la pasión junta. En la primera hipótesis, alargar la contemplación de
la pasión, indica que «… después de acabada la pasión, tome un día entero la mitad de
toda la pasión, y el segundo día la otra mitad, y el tercero día toda la pasión». Y en el
caso de querer acortar el tiempo de la Tercera Semana propone «… después de así
acabada toda la pasión, puede hacer otro día toda la pasión junta, en un ejercicio o en
diversos…» [Ej 209].
Creo que esta propuesta ignaciana de «toda la pasión junta» puede invitar al
ejercitante a hacer un ejercicio de relectura y de síntesis de la experiencia espiritual
que ha vivido en su Tercera Semana, desde aquellas luces y sentimientos más
repetidos que el Espíritu ha ido dejando en su corazón en las contemplaciones de los
días precedentes. Se anima al ejercitante a una acogida agradecida de lo que el Señor
le haya querido regalar a lo largo de los días en que le ha acompañado en «… tanto
dolor y… tanto padecer…» [Ej. 206].
En este momento puede ser útil la oración del Via Crucis, tan arraigada en la
vida de la Iglesia. El Via Crucis tiene como sujeto y centro de sus estaciones la persona
de Jesús, y en ese sentido, es plenamente concorde con el enfoque ignaciano de
contemplar a Jesús en la Pasión. Por otra parte, el que da los Ejercicios puede disponer
53
JOSEP M. RAMBLA, Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Una relectura del texto (5),
Cuadernos EIDES, nº 79, Cristianismo y Justicia, Barcelona, 2016, 21.
54
HERVÉ COATHALEM, Comentario del libro de los Ejercicios, Apostolado de la Oración, Buenos Aires, 1987,
212.
78
de un material muy valioso en los Via Crucis del Papa Francisco, el Viernes Santo,
fácilmente localizables y accesibles: son textos de una gran calidad teológica y,
también, de un acercamiento muy directo a las cruces donde Cristo es hoy crucificado.
Sin embargo, creo que es necesaria una selección de aquello que se presenta,
para que coincida con la música de fondo del modo ignaciano de acercarse a la pasión
y no distraiga o difiera del mismo.
LA CUARTA SEMANA
La Cuarta Semana es la más difícil de las cuatro. 55 No pocos ejercitantes no saben cómo
hacerla o la desvirtúan considerándola como una ampliación feliz de la Segunda Semana. No
puede ser nunca eso, porque entonces la Tercera Semana pasaría a ser un paréntesis sin
sentido, y la Resurrección ya no daría sentido al dolor de la Pasión.
Sería un grave error intentar contemplar las escenas propias de la Cuarta Semana de
una manera similar a como se habían contemplado las de la Segunda Semana. Los evangelios
repiten que el Resucitado es el mismo Jesús, pero también insisten en que su manera de
hacerse presente a sus amigos ya no es la misma. El género literario que utilizan los
evangelistas expresa casi siempre un no reconocimiento inicial por parte de los discípulos y un
sorprendente entrar, salir, aparecer y desaparecer de la escena por parte del Resucitado. Por
eso, tampoco para el ejercitante la contemplación puede ser igual que en las dos Semanas
anteriores, cuando la corporalidad de Jesús permitía verle y mirarle imaginativamente para
seguirle e imitarle más.
55
Cf. A. GUILLÉN, El proceso espiritual de la Cuarta Semana, en MANRESA 79 (2007), 127-138; P-H.
KOLVENBACH, Decir …al «Indecible». Estudios sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, op.cit., 99-
114; M. TEJERA, Cuarta Semana, en GEI (ed.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op.cit,, 511-515.
56
P-H. KOLVENBACH, op. cit., 99.
57
San Ignacio evita encuadrar sus Ejercicios en las tres clásicas vías de San Buenaventura –purgativa,
iluminativa y unitiva-, y en la única ocasión en que parece hacerlo, sólo nombra las dos primeras, y las
llama significativamente «vida», en lugar de vía [Ej 10]. Fueron comentaristas posteriores, a partir del
Directorio Oficial y del P. La Palma, los que buscaron esa relación que San Ignacio no declaró.
80
A Jesús se le mira ahora «en su oficio de consolar» [Ej 224], y con esta expresión, que
sólo ha sido utilizada al presentar al ángel en la contemplación de la Encarnación - «el ángel
haciendo su oficio de legado» [Ej 108] -, está manifestando San Ignacio una deliberada
diferenciación con la mera humanidad física de Jesús. Corporalmente, Cristo nuestro Señor ya
no es como antes, aunque es un hecho verdadero que consuele «como unos amigos suelen
consolar a otros». Este consuelo que trae el Resucitado es ahora el objeto a sentir y gustar.
En efecto, el consuelo que reciben los discípulos en las apariciones es como una
reestructuración inmediata y milagrosa de aquellas personas totalmente abatidas y rotas.
Lejos de ser fruto de un deliberado olvido del sufrimiento vivido - en todas las apariciones se
recuerda expresamente la muerte en cruz, o se muestran el sudario o las heridas -, es una
nueva lectura de lo ocurrido antes, que deja ahora a los discípulos sorprendentemente
renacidos, «con el corazón en ascuas» (Lc 24,32). El que da los Ejercicios de la Cuarta Semana
debe enfocar al ejercitante hacia estos «efectos verdaderos y santísimos» [Ej 223], animándole
a pedir una alegría y gozo intensos por «tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» [Ej 221].
En el pequeño Directorio que incluye San Ignacio en su libro de los Ejercicios, reserva
para la Cuarta Semana algunas novedades. La primera es sustituir – si se quiere - las
repeticiones, tan esenciales en las semanas anteriores, por la contemplación de nuevas y
distintas apariciones [Ej 227]. Probablemente, porque descubre en los relatos de los
evangelistas el mismo objetivo de mayor implicación afectiva buscado antes por él con las
repeticiones.
81
La otra novedad es aconsejar prescindir del ejercicio de la noche, dejando así en cuatro
ejercicios diarios la distribución horaria durante esta Cuarta Semana. Esta medida, junto a las
ayudas ambientales, y sobre todo, el «traer a la memoria cosas motivas a placer, alegría y
gozo espiritual, así como de gloria» [Ej 229], son una manera de solicitar al ejercitante que
disponga el alma para que nada le impida recibir lo que está pidiendo, «consolarse
intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» [Ej 221].
No es casualidad que la segunda serie de apariciones que propone San Ignacio esté
llena de alusiones sacramentales. Es una manera de subrayar la realidad eclesial que el Espíritu
Santo puso en marcha con la Resurrección de Jesús. A la experiencia sentida y gustada de la
Iglesia se accede desde la propia experiencia personalizada del Misterio Pascual. El ejercitante
puede comprobar con claridad que la fe es ciertamente una experiencia personal, pero, al
contemplar las apariciones, hace enterarse al corazón que la fe es también una realidad que se
vive, se cultiva, se guarda y se celebra en plural. De todo ello dan abundantes signos los relatos
evangélicos de las apariciones a los de Emaús, Tomás, los de Tiberíades, Pablo, etc. El grupo se
rehace al reencontrarse sentados a la mesa con Él; al preguntarse solícitos por aquéllos que
todavía no se han incorporado a ella; y al recibir con agrado a los recién llegados. Sobre todo,
lo eclesial se mantiene porque se le reconoce a Él en medio del grupo, como se le contempla
en aquel almuerzo en la playa de Tiberíades (Jn 21, 9-13) [Ej 306].
Para San Ignacio, fue su propia experiencia mística del seguimiento a Jesús, y su
determinación consiguiente de «ayudar a las almas», lo que configuró el marcado carácter
eclesial de su vida. La Cuarta Semana facilita esta misma experiencia también para el
ejercitante.
Las «reglas para sentir en la Iglesia» [Ej 352-370], que presenta en este momento San
Ignacio, no podrían entenderse fuera de la Cuarta Semana, porque son criterios oportunos de
discernimiento para vivir correctamente – desde la discreta caridad que hace sentir y gustar la
unidad - los inevitables conflictos eclesiales, que sólo son frutos de la pequeñez humana.
Lo propio de la Cuarta Semana es acceder así, también como hace San Ignacio, a la
eclesialidad del don de la fe. Todo lo recibido es para darlo. La contemplación final de la
82
Ascensión, tan resaltada por San Ignacio en sus Directorios y señalada expresamente en el
mismo libro de los Ejercicios – «contemplar todos los misterios de la resurrección hasta la
ascensión inclusive» [Ej 226] -, refuerza para los ejercitantes el encargo de Jesús de «ser
testigos suyos hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). La Cuarta Semana termina devolviendo
al ejercitante a la misión. Es de esperar que con una mirada nueva.
Además, existe una estrecha conexión entre las dos en cuanto al modo de proceder
pues, a la hora de orientar las contemplaciones, San Ignacio aconseja tener «la misma forma y
manera, en toda la semana de la resurrección, que se tuvo en toda la semana de la pasión».
Significa que la primera contemplación da la pauta para el resto y se mantiene el modo de la
83
58
Cf. S. ARZUBIALDE, Ejercicios Espirituales de S. Ignacio. Historia y Análisis, op.cit., 576-579.
59
A este respecto y en relación con el Evangelio de San Marcos hay que recordar que su final (16,9-20),
aun tratándose de un texto canónico e inspirado, no es sin embargo el final original marcano sino un
apéndice posterior, tal y como suelen indicar las notas de las diversas biblias. Marcos habría concebido
por tanto un evangelio sin relatos de apariciones, que remite a volver a Galilea para ver allí al Señor (Mc
16,7). La experiencia del Resucitado se vincula por tanto a la realidad del seguimiento. La cuestión
excede los límites de estas breves orientaciones. Cf. PABLO ALONSO, La espiritualidad del seguimiento y
discipulado en el Evangelio de San Marcos, en J. GARCÍA DE CASTRO – S. MADRIGAL (eds.), Mil gracias
derramando. Experiencia del Espíritu ayer y hoy, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2011, 137-151.
84
sin Resucitado y la alegría de la resurrección no es otra que la del Señor. Es un don que
sólo podemos pedir: ser contagiados por ella. La actitud de petición conecta con la forma
de expresión griega utilizada para las apariciones que subraya que son un don: Jesús «se
deja ver», nadie consigue por sí mismo verlo. Buscamos, como en ocasiones proclamamos
al final de la liturgia de la eucaristía, «que la alegría del Señor resucitado sea nuestra
fuerza». Su alegría ha de ser el motor de nuestro seguimiento.
- Los evangelios presentan una secuencia en las escenas: parten del hecho de la tumba
vacía para narrar luego una serie de apariciones que se abren finalmente a la misión, que
sobrepasa los límites de la comunidad de primeros seguidores.
- Respecto a Jesús, los relatos subrayan siempre la identidad del resucitado con el
crucificado, que muestra sus manos y costado (Mt 28,5-6; Mc 16,6; Lc 24,39-40; Jn 20,20).
En cuanto los discípulos, mujeres y varones, asistimos a su transformación desde el miedo
y la incredulidad a su capacitación y envío como testigos (Mt 28,10.16-20; Lc 24,48-50; Jn
20,17.21). Lucas, en particular, se esfuerza en señalar cómo encontramos al Resucitado en
la Eucaristía y en la Escritura (Lc 24,35.45) y Juan pone en paralelo el amor y el envío del
Padre a Jesús con el amor y envío de este a los discípulos (Jn 15,9 y 20,21).
En la Cuarta Semana le esperan al ejercitante las «Reglas para sentir en la Iglesia» [Ej
352-370].60 Pocas páginas de los Ejercicios más tergiversadas, e incluso dolosamente
manipuladas, que este último documento del libro ignaciano. En efecto, su objetivo verdadero
no son ni los mandamientos de la Iglesia, ni las rúbricas litúrgicas, ni la ortodoxia doctrinal,
como a veces ha llegado a decirse. Parece obvio que, si estuvieran escritas para animar a
cumplir las prescripciones eclesiales, San Ignacio no las hubiera colocado en la Cuarta Semana,
sino en la Primera o incluso antes.61
Por desgracia, los conflictos en la Iglesia son inevitables, como bien supo y comprobó
en su vida el mismo San Ignacio. Pero lo que él quiere aconsejar finalmente al ejercitante es
cómo plantearlos y vivirlos sin romper ni hacer daño al tejido eclesial. La Cuarta Semana nos
permite comprender que a la Iglesia como misterio se accede siempre desde la experiencia de
Dios, y no al revés. San Ignacio lo tiene esto muy claro, aunque sepa también –con la misma
claridad- que es la mediación de la Iglesia la que nos señala existencialmente a cada uno la
Presencia de Dios en medio de nosotros.
La dificultad a la hora de exponer estas reglas al ejercitante suele ser grande, porque
es necesario informarle simultáneamente del contexto en el que fueron elaboradas, si se
quiere ayudarle a entenderlas bien y a comprender el mensaje ignaciano. El que da Ejercicios
debe, por eso, conocer, recordar y explicar bien dicho contexto. La simple repetición literal del
texto, fuera del contexto, se presta a dar a entender, con frecuencia, algo muy diferente de lo
que realmente dicen. O aprovecharlas para dar otra doctrina. Afortunadamente, la bibliografía
sobre el tema es abundante y accesible. 62
60
Este es el título con el que aparecen en el texto Autógrafo y en la primera traducción latina (Versio
Prima). En el texto latino posterior de la Vulgata aparecieron traducidas como «Reglas para sentir CON
la Iglesia» y así quedaron tituladas en el Breve Pastoralis Oficii de Paulo III (1548). Roothaan logró en
1834 que fuera reconocido como texto oficial de los Ejercicios el del Autógrafo, y con él la formulación
inicial ignaciana de «Reglas para sentir EN la Iglesia». Es claro que, al menos hoy, los matices que se
sugieren con una y otra preposición no son los mismos.
61
Para dichas prescripciones eclesiales San Ignacio no admite cuestionamiento alguno [cf. Ej 229].
62
Cf. J. CORELLA, Comentario a las reglas ignacianas para el sentido verdadero de Iglesia, Mensajero-Sal
Terrae, Bilbao-Santander 1988; ib., San Ignacio y la Iglesia. Unas reglas que nos siguen iluminando, en
MANRESA 79 (2007), 167-182; S. MADRIGAL, Reglas «Sentir la Iglesia», en GEI (ed), Diccionario de
Espiritualidad ignaciana, op.cit., 1555-1561; ib., Eclesialidad, reforma y misión, San Pablo-UP Comillas,
Madrid 2008, 73-139; A. GUILLÉN, Alabar, actitud fundamental en la Iglesia, en MANRESA 84 (2012), 235-
86
Lo propio del discernimiento es la preeminencia del sentir sobre el parecer, y por eso
aquél ha de realizarse «juntamente contemplando la vida de Jesús» [Ej 135], para evitar
identificarlo con nuestros propios juicios o pensamientos. Esto es lo que afirma y repite aquí
San Ignacio. «Deponer el juicio» no es lo mismo que «no pensar», sino liberarse de ese juicio
propio, a veces inamovible – lo que solemos llamar hoy pre-juicio -, que nos impide dejar paso
a la novedad del Espíritu. Deponer todo juicio previo y sustituirlo por el « ánimo aparejado y
pronto» para mirar con veneración y cariño a la Iglesia de las mediaciones 63, es la condición
esencial para poder iniciar todo discernimiento. Sin este preámbulo no hay escucha a Dios,
sino mera defensa – a veces, encendida y visceral- de los propios pensamientos. 64
2. Alabar toda presencia del Espíritu en los demás, aunque no implique una llamada para
mí [Ej 354-361].
Las actas del Concilio de Sens (1528) y la posterior reacción contestataria de los
erasmistas de la Sorbona le sirvieron a San Ignacio de ejemplo innegable de un fuerte conflicto
eclesial. El choque frontal entre ambas concepciones de la Iglesia no había encontrado otra
forma de expresarse y afirmarse que en las excomuniones mutuas, fuesen canónicas o
ideológicas. San Ignacio tomó una de esas listas y, sin polemizar para nada con unos ni con
otros, antepuso al comienzo de cada una de las proposiciones la palabra «alabar». Ni
defenderlas como intocables, ni criticarlas como rechazables; simplemente, y por encima de
todo, alabarlas; esto es, hablar bien de todas ellas.
Qué quiso decir San Ignacio al recomendar tan rotundamente esa alabanza absoluta se
entiende bien al comprobar que la mitad de esas alabanzas se refieren a temas sobre los
cuáles él no se sentía llamado, y por tanto, no los había aceptado. Es honesto considerar que,
para él y la Compañía, no aceptó ni el rezo coral de las horas canónicas [ Ej 355], ni las
penitencias y ayunos de regla [Ej 359]; la veneración a reliquias no formó parte de sus
devociones personales, ni la venta de indulgencias [Ej 358] entró nunca en sus
recomendaciones a los compañeros que enviaba a Alemania; ni tampoco se mostró favorable a
la ampliación suntuosa de la ermita de la Strada que Borja entonces le ofrecía [Ej 360].
¿Por qué entonces alabar esas opciones diferentes? El significado del término alabar
en estas reglas no es una manera de mostrar una opinión favorable a los objetos de esa
245; D. MOLLÁ, La difícil alteridad en el interior de la Iglesia. Inspiraciones ignacianas, en MANRESA 86
(2014), 149-158; J.M. LERA, La pneumatología de los Ejercicios Espirituales, Mensajero-Sal Terrae-UP
Comillas, Bilbao-Santander-Madrid 2016, 304-346.
63
«Iglesia jerárquica» es un término creado por San Ignacio (sin equivalencia con lo que hoy llamamos
«Jerarquía eclesial») para expresar la totalidad de la Iglesia, con sus mediaciones jerárquicas incluidas.
64
Véase, por ejemplo, [Ej 22. 169. 189. 333. 336…]
87
alabanza, sino el reconocimiento de la inspiración del Espíritu en los que las proponen, aun
siendo tan distinta de la llamada que San Ignacio siente recibir del mismo Espíritu. En realidad,
el sentido profundo del consejo ignaciano es una llamada a asumir la pluralidad legítima de
opiniones teológicas o pastorales que existen en la Iglesia. Lo único que San Ignacio censura y
rechaza es ridiculizar o descalificar toda opinión ajena donde el Espíritu esté actuando. 65
3. Hablar de las malas costumbres de otros sólo a las mismas personas que pueden
remediarlas [Ej 362].
En una situación real, como la que San Ignacio vivía en París, donde los buenos deseos
de los erasmistas por reformar la Iglesia parecían estar necesitando multiplicar la crítica acerba
a la vida licenciosa de Papas y Obispos, él opta por recomendar «hablar de esas malas
costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas», y evitar, en cambio, una
propagación pública de ellas, ya que «engendraría más escándalo que provecho». La
recomendación parece coherente con la experiencia espiritual de la Primera Semana, que tan
significativamente deja ver que un perdonado – ¡y todos hemos sido perdonados antes! - no
tiene ya derecho a condenar a nadie. Es propio de los fariseos olvidar este principio.
De Erasmo era una afirmación lapidaria, que se repetía con furor en París al llegar San
Ignacio: «Lo blanco no puede ser negro, aunque lo diga el papa romano». La falacia que
ocultaba una expresión como ésta, además de revelar una soberbia intelectual notable, era dar
por supuesto que la percepción humana podía acceder a las realidades divinas con el mismo
grado de seguridad y certeza con la que los sentidos corporales pueden captar las realidades
físicas, e incluso las sociales.
65
El P. Kolvenbach lo expresó así (2004): «Permítanme decirles que alabar en las Reglas no quiere
necesariamente decir que debamos adoptar las prácticas que él menciona. Ya sabemos que Ignacio puso
fuertes límites a esas prácticas por parte de los miembros de la Compañía de Jesús. Lo que él realmente
deplora es la tendencia a atacarlas y ridiculizarlas» (P-H. KOLVENBACH, Pensar con la Iglesia después del
Vaticano II, en Selección de Escritos (1991-2007), Curia Provincial de España, Madrid 2007, 588).
88
Para San Ignacio, en cambio, que está contando con la promesa de la presencia segura
del Espíritu en la Iglesia - «la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor» la llama dos veces [Ej
353 y 365] -, esa argumentación de Erasmo es falaz. Sin nombrarle, le responde que « para en
todo acertar» es preciso mirar «lo que yo veo blanco» como falible y no determinante, si la
Iglesia de las mediaciones «lo ve negro». En el campo del discernimiento, propio de estos
consejos ignacianos, la afirmación del pensamiento propio no puede formularse con un « es»
asertivo, sino con un mucho más humilde «me parece a mí, pienso yo, o yo lo veo así»; porque
no debe olvidarse que «el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras
ánimas… es el que rige y gobierna nuestra santa madre Iglesia». Frente a eso, la soberbia hace
creer que el Espíritu es sólo posesión propia. Ya había subrayado San Ignacio en la meditación
de las Dos Banderas que la humildad lleva a Dios y la soberbia no [Ej 142 y 146].
Para precisar su mensaje, San Ignacio vuelve ahora a recordar los cuatro capítulos
presentados por Mainardi en aquella cuaresma, subrayando en todos ellos que «no debemos
hablar tan largo o mucho» de un solo aspecto, o «sin alguna distinción y declaración», que se
desconcierte al pueblo o se dé ocasión para interpretar esas tesis de manera que rompan la
unidad eclesial. Algo hay siempre de verdad en la tesis o expresión que defienden otros y no
nos satisface a nosotros.
aplicación este mensaje ignaciano. Como también lo tiene, muy evidente, en la vida
comunitaria de los religiosos, a todos sus niveles.
Es una verdadera pena que, muchas veces, la Cuarta Semana no pase de ser,
especialmente en los Ejercicios de ocho días, una especie de apéndice por el que se
pasa rápidamente y sin prestarle mucha atención. 66 Y digo que es una pena porque es
muy importante cuidar el final del proceso de Ejercicios (al igual que se cuida su inicio)
y porque en esa Cuarta Semana San Ignacio aporta una valiosa serie de materiales y
sugerencias de gran utilidad para ayudar a vivir la experiencia de Dios en la vida
66
Si se me permite una broma, últimamente suelo decir que milagro es que en una tanda de Ejercicios
de ocho días todos/as los/as ejercitantes esperen para irse hasta el final…
90
En esta primera nota de la Cuarta Semana San Ignacio llama al ejercitante a una
plena fidelidad al método contemplativo que se ha venido observando en las semanas
anteriores: «… los preámbulos… los cinco puntos… las adiciones… así como en
repeticiones, cinco sentidos, en acortar o alargar los misterios, etc…». Los misterios se
pueden acortar o alargar, pero en todos aquellos que se contemplen hay que cuidar el
modo de contemplar.
2. «… trayendo los cinco sentidos sobre los tres ejercicios del mismo día…» [Ej
227].
La experiencia cotidiana nos hace valorar el papel de los cinco sentidos para el
contacto humano, para el conocimiento de las personas y en nuestro modo de
relacionarnos unos con otros. Vamos aprendiendo de la insuficiencia de las palabras y
de la necesidad de atender y percibir detalles que no se expresan sólo con palabras, de
intuir lo que se esconde, de verificar por nosotros mismos realidades y circunstancias…
En alguna reflexión mía sobre acompañamiento me he atrevido a formularlo como
«escuchar con los cinco sentidos».68
67
Cf. GEI (ed.) Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, op.cit., 184-192.
68
Cf. mi artículo: “Acompañar en el sufrimiento”, en Sal Terrae (noviembre 2017), 899-900.
92
Aparece en esta nota una tensión muy propia de todo el proceso de los
Ejercicios y que en estos momentos finales quizá se manifieste de un modo más claro:
la tensión entre la fidelidad al método y al proceso que indican los Ejercicios y el
proceso personal de «la persona que contempla» y en él su libertad para, bajo la
inspiración del Espíritu y la orientación del acompañante, ir haciendo su camino
propio. Camino propio que no puede ser fruto de la improvisación del momento, sino
que se ha de señalar «antes de entrar en la contemplación».
Esta nota es también muy interpelante para los que proponemos Ejercicios.
¿Cómo hemos de plantear y/o proponer puntos de modo que vayamos marcando
contenidos y ritmo adecuado del proceso y, al mismo tiempo, posibilitemos la libertad
del que hace los Ejercicios para ir haciendo sus propias opciones? Ni «todo vale», ni
«todo está ya predeterminado».
Esta nota ¿es válida sólo para Cuarta Semana o es aplicable ya en momentos
anteriores de los Ejercicios? Pienso que, de modo creciente a lo largo del proceso se va
abriendo paso la mayor capacidad y posibilidad de que la persona que hace Ejercicios
pueda «conyecturar y señalar los puntos que ha de tomar». Las luces que el ejercitante
va recibiendo de la gracia a lo largo del tiempo de Ejercicios iluminan también el
camino que queda por delante.
En esta cuarta nota, la más extensa de todas ellas, referida a las adiciones,
llama la atención de inmediato la reiteración de la expresión «gozo»: «…queriéndome
afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo Nuestro Señor», «… pensar cosas
motivas a placer, alegría y gozo espiritual», «… ayudar para se gozar en su Criador y
Redentor». Expresión que en las «Reglas de discernimiento» asocia San Ignacio a la
consolación espiritual.
Es una expresión que nos ayuda a caer en la cuenta, una vez más, que de lo que
se trata en el proceso de Ejercicios es de la comunión con Cristo. En el Diccionario de la
Real Academia se define el gozo como la alegría del ánimo. Es, pues, una alegría
profunda, no vinculada a acontecimientos episódicos o superficiales sino a la vivencia
93
Los Ejercicios ignacianos culminan su proceso de cuatro Semanas con una página
excepcional, la «Contemplación para alcanzar amor» (CAA), que pretende consolidar los frutos
obtenidos en todo el conjunto, disfrutándolos y orándolos de nuevo en un solo ejercicio de
agradecimiento [Ej 230-237]. 69
Cuando San Ignacio propone en la Cuarta Semana que «se proceda por todos los
misterios de la Resurrección, hasta la ascensión inclusive» [Ej 226], está dando pie a que se
interprete el ejercicio que coloca inmediatamente después de la ascensión, la CAA, como «el
69
En adelante, CAA. Cf. M. J. BUCKLEY, Contemplación para alcanzar amor, en GEI (ed.), Diccionario de
Espiritualidad Ignaciana, op.cit., 452-456; A.GUILLÉN, Las cuatro semanas de los EE. en una sola
contemplación, en MANRESA 68 (1996), 5-15; J. M. LERA, La pneumatología de los Ejercicios Espirituales,
op.cit., 114-135.
95
Pentecostés ignaciano». La utilización en el texto de los rasgos que San Agustín adscribe al
Espíritu Santo - «comunicación, don y amor» -, así como las expresiones típicas en la Escritura
para referirse a su presencia entre nosotros - «templo suyo, amante» -70, corroboran dicha
interpretación.
Las posibilidades pastorales al dar a los ejercitantes la CAA como corona y resumen de
los Ejercicios ignacianos, se multiplican enormemente cuando se reconoce en cada uno de sus
cuatro puntos un reflejo premeditado de las peticiones y coloquios de cada una de las Cuatro
Semanas precedentes.
La repetición ignaciana del encuentro con Dios como Bondad infinita y Perdonador
absoluto - que es el sentimiento principal gustado en la Primera Semana- , se lleva a cabo
ahora «ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me
ha dado de lo que tiene» [Ej 234]. La repetición del deseo de seguimiento de Jesús,
demandando que nos quiera elegir y recibir en el camino por Él soñado para nosotros - tal
como es buscado en la Segunda Semana- , reposa en la imagen de verle «haciéndome templo
suyo, siendo criado a su similitud e imagen» [Ej 235]. Saborear cómo muestra Jesús en su
Pasión – «por mí» - un amor más fuerte que el mal que recibe, revela a un Dios que «trabaja y
labora por mí en todas las cosas criadas» [Ej 236]. Por último, el camino de sentir y gustar «los
efectos reales y santísimos» de su resurrección, para poder acceder a la Causa que los produjo,
encuentra su mejor expresión en «mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba,
así como del sol descienden los rayos» [Ej 237].
Así, la unidad de este ejercicio de la CAA está resaltando y confirmando la unidad del
proceso completo de las Cuatro Semanas y su orientación definitiva: Todo lleva al creyente a
Dios. Todas las experiencias de la vida, malas y buenas - Tercera y Cuarta Semanas- encierran
70
1 Cor 3, 16-17; 6,19; 1 Jn 4, 12-16. Refuerza también la idea [Ej 312].
96
palabra de Dios. En todas se manifiesta Él y por eso se le puede «encontrar a Él en todo» [cf.
Ej 233].
En la CAA coloca San Ignacio, como resumen orado del proceso completo de los
Ejercicios y regalo suyo final al ejercitante, la oración del «Tomad, Señor, y recibid…» [Ej 234],
construida como un brindis elegante y lleno de agradecimiento a Dios, un eco explícito y
buscado de la Eucaristía - «Tomad y comed…Tomad y bebed…» -. Todo en la vida se convierte,
para el que agradece, en una cálida correspondencia de detalles con Dios, como un precioso
intercambio mutuo de gratuidades sin fin: «¡Esto va por ti, Señor, va por ti! Tú has comenzado
un brindis conmigo; por eso ahora yo levanto muy alto mi copa por ti».
Antes de entrar en materia es preciso señalar que San Ignacio no realiza ninguna
referencia a textos de la Escritura cuando presenta el contenido de la CAA. Es coherente con el
resto de su obra, pues a lo largo de los Ejercicios sólo lo hace para las contemplaciones de los
misterios de la vida de Cristo.
97
En primer lugar, en relación con las dos notas que introduce San Ignacio sobre que el
amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras y que es ante todo comunicación,
cabe sencillamente evocar el ejemplo del mismo Jesús cuyo amor hasta el extremo es tan
concreto que lava los pies (cf. Jn 13,1), y nos invita a hacer lo mismo (Jn 13,17), dejándonos el
mandamiento del amor recíproco (Jn 13,34).
Por lo que respecta al segundo punto, «mirar cómo Dios habita en las criaturas…
asimismo haciendo templo en mí, siendo criado a la similitud e imagen de su divina majestad »
[Ej 235], podemos comenzar con el versículo del Génesis al que alude San Ignacio (Gn 1,26). Un
par de textos paulinos formulan la inhabitación del Espíritu en nosotros: «¿no sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16), y «sois templo del
Espíritu Santo» (1 Cor 6,19). Por otro lado, las palabras de Jesús en el discurso del pan de vida
nos recuerdan que quien participa de la eucaristía está en el Señor y el Señor en él (Jn 6,56).
En el tercer punto, San Ignacio invita a «considerar cómo Dios trabaja y labora por mí»
en todas las cosas criadas [Ej 236]. Son diversos los textos que hablan de este trabajo de la
Trinidad. San Pablo lo expresa de diversas maneras: «en todas las cosas interviene Dios para
bien de los que le aman» (Rom 8,26); «hay diversidad de actividades pero es el mismo Dios
que obra todo en todos» (1 Cor 12,6), y «Dios obra en vosotros tanto el querer como el hacer
según su voluntad buena» (Flp 2,13). Por su parte en el cuarto evangelio encontramos la
afirmación de Jesús «mi Padre sigue trabajando y yo también trabajo» (Jn 5,17) y se nos
presenta la actividad del Espíritu que recuerda y enseña, da testimonio, y guía (Jn 14,26; 15,26;
16,13).
Por último, en el cuarto punto, miramos «cómo todos los bienes y dones descienden de
arriba» [Ej 237], es decir, cómo nuestra justicia, bondad, piedad, misericordia, etc. participan
de la de Dios. El libro de los Hechos afirma que «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17,28) y San Pablo recuerda que caminamos hacia el horizonte de la transformación en Dios:
98
«también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas para que Dios sea
todo en todos» (1 Cor 15,28); «todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como
en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez
más gloriosos, por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18); «nosotros somos ciudadanos del cielo, de
donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre
cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).
Han pasado casi cinco siglos desde aquella carta de San Ignacio al que había sido su
confesor en Alcalá, contándole que los Ejercicios Espirituales que él acababa de dar a sus
compañeros en París, eran «todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender,
así para poderse aprovechar a sí mismo como para poder ayudar y aprovechar a otros
muchos», y que por eso «os pido que os pongáis en ellos». A la altura de 1536, ya no podía
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ocultar cuánto había sobrepasado sus previsiones y de qué modo había colmado sus
expectativas, aquel método para ordenar la vida que le había crecido entre las manos.
Esa misma experiencia y asombro se repite hoy en todos los que intentamos dar a
otros fielmente el método ignaciano y en muchos de los que confiadamente lo siguen. El
resultado – sus frutos – sigue sorprendiendo aún a unos y a otros.
He visto – siempre con asombro – a hombres y mujeres que entraban en los días de
Ejercicios con un sentimiento impreciso de estar mal, preocupados y confusos por no saber
tampoco a qué atribuirlo, y aturdidos por un caos interno aparentemente ya consolidado para
siempre…, y los he visto salir de ellos, serenos, sonrientes, alegres, en paz consigo mismos y
con su vida, sorprendentemente nuevos a pesar de seguir sabiéndose tan débiles como antes.
He visto entrar en Ejercicios a gentes inseguras ante un futuro inmediato que no veían
nada claro, o no deseaban o no aceptaban…, y los he visto acabarlos serenamente abrazados a
ese futuro, habiéndolo redescubierto y reconocido – sin mediación humana determinante –
como el camino que era suyo desde siempre, iluminado ahora mejor que antes por una
Presencia amistosa que entendían que venía acompañándoles toda la vida, en las duras y en
las maduras, en los tiempos felices y en los amargos, en los comienzos y en el ocaso de sus
años.
verdad algo realista para su vida…, y he terminado recibiendo sin esperarla la confidencia
excepcional de algún ejercitante que me ha dejado ver que todo lo dicho hasta entonces por
mí cobraba sentido y casi cada palabra parecía habérmela dictado para él un Señor que ahora
se me mostraba muy lleno de detalles y confirmaciones.
He vivido también – como creo que les ha pasado también a otros muchos igual que a
mí al dar Ejercicios – la decepción provocada en no pocas tandas de ellos por la incómoda
actitud o desgana de algunos ejercitantes, aparentemente nada dispuestos a entrar en la
dinámica ignaciana de interioridad y silencio…, para constatar de improviso, en la persona o
momento más inesperados, un cambio imprevisible de resultados y expectativas, del todo
inexplicado por los esfuerzos reconocibles antes en esas personas desde fuera.
Unas veces, porque los Ejercicios les aportan respuestas satisfactorias y hondas a
preguntas que ni siquiera habían sido bien formuladas antes. Y otras, porque son origen y
causa de un entusiasmo eficaz renovado, cuando ya había motivos para pensar que éste había
quedado para siempre desaparecido o disuelto en una apatía vital aparentemente invencible.
Un entusiasmo nuevo que luego, contra todo pronóstico, se mantiene eficaz durante años y
años.
A su vez, para los que damos los Ejercicios, tanta y tan repetida desproporción entre el
esfuerzo y el resultado apunta sin ambages hacia el protagonismo mayor de otra Presencia
permanentemente activa, porque es una gran verdad que el método ignaciano funciona muy
por encima de las capacidades y aciertos del que lo ofrece. Al que da Ejercicios le resulta
siempre fácil constatar que su papel está limitado a ser sólo mediación y no protagonista.
Sabemos que San Ignacio hablaba de realidades bien experimentadas antes por él
mismo cuando recomendaba a otros sus Ejercicios, «tanto para provecho propio, como para
poder ayudar y aprovechar a otros muchos». El revival que estamos conociendo hoy de estos
Ejercicios corrobora esta misma apreciación, tanto para el que los da como para el que los
hace. Ambos descubren, una y otra vez, cuánto fomenta el método ignaciano las actitudes que
disponen el alma a escuchar a Dios. Y cómo el sentir su amor incondicional y gratuito es «todo
lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender», en confesión ignaciana.
[Contraportada]
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«Lectora o lector amigos – escribe José A. García en el Prólogo de este libro -: si estás
interesado en un conocimiento más profundo de los Ejercicios de San Ignacio…; o si tal vez te
atrae aprender a darlos…; o si ya los das habitualmente pero no quieres acartonarte en lo que
ya sabes sobre ellos y en los instrumentos que utilizas para darlos…, aquí tienes un libro de
cuya lectura y uso no te arrepentirás».
Tal es la utilidad pretendida de este libro. Los autores han querido titularlo con las
palabras escogidas por el mismo San Ignacio para transmitir la razón de ser de su método:
«ayudar y aprovechar a otros muchos».
Desde tres ángulos complementarios se van iluminando con detalle en esta obra los
Ejercicios ignacianos en cada una de sus cuatro semanas, y se van presentando y aclarando los
elementos característicos de ellos: la indiferencia, el discernimiento, las formas de orar, la
«aplicación de sentidos», las dos Banderas, la reforma de vida, las reglas del comer o de la
templanza, las reglas para sentir en la Iglesia, etc. Todo ello abierto, después de fundamentarlo
teóricamente, a un enfoque eminentemente práctico, para «dar y hacer» bien estos Ejercicios.
Los autores, ANTONIO GUILLÉN, PABLO ALONSO Y DARÍO MOLLÁ, son jesuitas y
reconocidos expertos en la espiritualidad ignaciana. Los tres se dedican actualmente a darla a
conocer en diversos lugares y tareas. Los tres han publicado numerosos artículos en la revista
especializada “Manresa”, algunos de los cuales se recogen ahora, revisados, en este libro.
Sobre todo, los tres destacan por su larga y continuada práctica en el arte de dar los
Ejercicios ignacianos a toda clase de personas: laicos, sacerdotes y religiosos, jóvenes y
mayores. Estas páginas contienen lo aprendido por ellos en este ministerio durante años.