Está en la página 1de 4

NACIÓN | 2015/05/09 22:00

El viaje al infierno de Adrián Hernández


La increíble y sorprendente historia del poderoso expresidente de Comcel que terminó viviendo en la pobreza.


Como presidente de Comcel, a Adrián Hernández le correspondió poner en marcha la operación tecnológica más avanzada en su momento en las telecomunicaciones colombianas, la telefonía
3G. Foto: Guillermo Torres

IMÁGENES RELACIONADAS

En la noche del 31 de enero de 2008, Adrián Hernández destapaba una botella de Jack Daniel's, su bebida favorita, mientras
despachaba un banquete pantagruélico que ordenó al restaurante de su amigo Harry Sasson y celebraba con el círculo más
íntimo lo que había ocurrido pocas horas antes. Comcel, la compañía de la que él era presidente, puso en marcha ese día la
operación tecnológica más avanzada en su momento en las telecomunicaciones colombianas, la telefonía 3G, y él se había
encargado de anunciarlo al país. Fue la hora de mayor gloria en la carrera exitosa de un hombre de origen humilde que comenzó
como albañil y llegó a ser uno de los generales más destacados en las tropas del hombre más rico del mundo, Carlos Slim.

Estaba a la cabeza de la segunda empresa privada más grande de Colombia, que facturaba cerca de 6 billones de pesos al año y
era el anunciante más grande del país. Tenía 23 millones de clientes, más del 60 por ciento del mercado.

Gracias a su ingenio, habilidad para los negocios y su visión, Adrián Hernández, en cuestión de unos pocos años, convirtió a
Comcel en la segunda empresa más poderosa de Colombia (después de Ecopetrol), era uno de los ejecutivos mejor pagados y
podía hablar con el presidente de la República cuando quería. Su afición por el whisky, los perfumes, las mujeres y los hoteles
de lujo era la recompensa justa para tantos años de dura batalla contra las adversidades que su origen humilde había puesto en el
camino. Nada hacía pensar, aquella noche de celebración en el norte de Bogotá, que días tan oscuros y sórdidos le esperaban
más adelante, y que terminaría con una cuchilla de afeitar en la mano, listo para cortarse las venas en una pensión de la calle 26.

El ejecutivo que masificó la telefonía móvil, que llevó teléfonos celulares hasta remotos rincones en donde jamás había llegado
el teléfono fijo, que le ayudó al multimillonario Slim a construir su imperio global y que coleccionaba relojes Rolex terminó
pidiendo dinero para comer, postrado por una terrible enfermedad y olvidado para siempre por sus amigos y familia. ¿Cómo
pudo ocurrir todo aquello?

El mexicano Adrián Hernández nació en Delicias, en el estado de Chihuahua, en donde se come carne seca y se preparan los
burritos más prestigiosos de todo México. Hijo de un albañil y nieto de un soldado que combatió junto a Pancho Villa, Adrián
creció en la pobreza y en ella forjó su olfato para los negocios. De niño conseguía juguetes viejos, los pintaba y colocaba en el
centro de aros de alambre, y cobraba a sus amigos por dispararles pelotas de trapo para derribarlos. “A los ocho años yo era el
único niño con crédito en la tienda del barrio”, recuerda. Vendía paletas, alquilaba revistas de cómics y ayudaba a su padre en la
construcción; y encima obtenía las mejores notas en la escuela. Y así como abrigaba desde entonces sueños de negocios y
prosperidad, había espacio también en su cabeza para leer, desde La Odisea y El principito, hasta las biografías de Napoléon,
Tito y Stalin, de cuya sabiduría estratégica exprimió lecciones que le serían útiles años después.

Sin abandonar el trabajo en la construcción, junto a su padre, Adrián fue a la Universidad Autónoma de Chihuahua y se graduó
como contador público y a partir de allí todo comenzó a ir mejor. Obtuvo empleo en una empresa local, el primero en el que no
tenía que vérselas con cemento, ladrillos y sujetos rudos y pendencieros. Después trabajó como profesional independiente,
llevando la contabilidad de pequeñas empresas, hasta que alguien le abrió una puerta que lo llevaría lejos. Fue reclutado para
trabajar en el área administrativa de una compañía apenas en pañales, Telcel, cuando Carlos Slim hacía los pinitos en el negocio
que lo convertiría años después en el número uno de la lista Forbes. Allí estaba destinado a permanecer tranquilo en su pequeño
escritorio del área administrativa, pero Adrián podía hacer más que eso; y lo hizo.

La oportunidad llegó cuando, por razones accidentales, ni su jefe ni el jefe de su jefe pudieron atender una cita con los
directivos de más alto nivel, y el joven Hernández se vio sentado en una enorme sala de juntas, rodeado de yuppies que habían
estudiado en Stanford y Harvard, vestían Armani y apestaban a arrogancia. Era inevitable sentirse un ‘patito feo’ en medio de
tantos dandis, pero en ese punto se vio quién era Adrián Hernández. Estuvo en desacuerdo con casi todo y expresó sus
opiniones sin titubear. Su franqueza valiente, sus ideas audaces y su irreverencia llamaron la atención del señor de bigote que
presidía la reunión, el gran Carlos Slim, quien lo encontró ideal para abrir trocha en sus planes de expansión por el continente.

Y lo envió a Guatemala, a dirigir la primera operación de América Móvil por fuera de territorio mexicano. En Guatemala hizo
maravillas con pocos recursos, porque está en el ADN de Slim invertir poco y ganar bastante. Y mostró a América Móvil que
era factible conquistar las telecomunicaciones latinoamericanas.

En octubre de 2001 llegó a Bogotá, para hacerse cargo de la recién adquirida Comcel, que América Móvil compró a Bell
Canada. Recibió una empresa con números en rojo y con una penetración del mercado del 6 por ciento, y en pocos años la
convirtió en el operador dominante, en la segunda empresa más grande de Colombia por rentabilidad y en la compañía
emblemática de las comunicaciones celulares en el país. Para lograrlo debió prácticamente reinventar la empresa; implementó
procesos, modernizó infraestructuras, revolcó las prácticas corporativas y, especialmente, construyó una red de distribuidores
poderosa que le ayudó en la vertiginosa expansión en el mercado colombiano.

La caída

Tras dos décadas y media en las filas de Slim, Adrián Hernández, que siempre se reconoció como un ‘patito negro’, por raza y
origen social, había llegado lejos y tenía por debajo suyo a varios ‘patitos amarillos’ como él llama a ejecutivos de alcurnia y
apellido. Tantos años de férrea carrera por el ascenso le habían dejado algunos enemigos poderosos y cuando gozaba de los
placeres del éxito y le embriagaba el poder, le llegó su hora. El 24 de agosto de 2009 se le notificó su despido de América
Móvil. Unas horas antes había estallado un escándalo mediático, en el que se le involucró con operaciones de negocios que
afectaban a la compañía.

La red de distribuidores que él promovió y que fue la espada más poderosa para el crecimiento de Comcel, se convirtió en su
talón de Aquiles. Le acusaron de beneficiarse de ella, aunque él insiste en que le cobraron no haber manejado a los
distribuidores como la empresa quería. Tuvo fuertes contradicciones con Daniel Hajj, nada menos que presidente de América
Móvil y yerno de Carlos Slim, y ese día se vio ante dos alternativas: pelear contra la familia más poderosa del planeta o aceptar
una atractiva propuesta de liquidación y hacerse a un lado.

Optó por lo segundo. Masticando el duro golpe, trató de sanar el orgullo herido y emprendió con su esposa un viaje alrededor
del mundo, mientras pasaba el periodo de cuatro años en que no podría volver al sector de telecomunicaciones, según el acuerdo
de retiro que había firmado. Hasta que una mañana, desayunando en el Ritz en París, notó ese temblor en sus dos manos y una
rigidez inusual en la pierna derecha. El delicioso hotel Ritz le sirvió en la mesa el primer anuncio de que sus verdaderas
desgracias en la vida estaban apenas por comenzar.

El párkinson lo postró en cama por año y medio. El dinero se acabó, la esposa y los hijos lo abandonaron, los amigos que
descorchaban con él botellas de vino en las fiestas le dieron la espalda y su vida dio un giro espectacular hacia la pobreza y la
ruina moral. El peso de sus constantes infidelidades, que la esposa soportó con estoicismo por años, hizo que el matrimonio
colapsara. Un acuerdo de divorcio le arrancó lo poco que le quedaba y él, sumido en la depresión, no quiso pelear. El hombre
que se fajaba con cualquiera en las calles de Delicias en sus años de adolescencia; el mismo que aceptó sin titubear cualquier
reto de negocios que Carlos Slim le encargó; el que jamás lloró ni se quejó, ni siquiera cuando recibía algún castigo en la niñez,
ya no tenía fuerzas para combatir.

Pasó encerrado en su habitación el periodo más duro del párkinson, todavía bajo el mismo techo con su esposa e hijos, pero
sometido, según recuerda, a un verdadero ‘matoneo’ familiar. Le quitaron sus cuentas bancarias, nadie le dirigía la palabra y sus
días transcurrían en silencio frente al televisor. La esposa fue implacable; vendió su colección de corbatas y un día le pidió que
abandonara la casa.

Durmió en donde pudo, deambuló de sitio en sitio y conoció personalmente la ingratitud humana. Un antiguo compañero de
trabajo, a quien Adrián le cedió años atrás su bono navideño para ayudarle a pagar una costosa cirugía, se negó a tenderle la
mano.
Empeñó sus relojes de lujo y sus palos de golf, pero todo aquello apenas le permitió mantenerse unos cuantos meses y terminó
viviendo en una muy modesta pensión en un barrio pobre de Bogotá hasta verse en la penosa necesidad de pedir dinero para
comer. Adrián Hernández caminaba muy difícilmente apoyado en un bastón, el cuerpo tembloroso y el bolsillo absolutamente
vacío. La mayoría de sus amigos se negaban a recibirlo mientras los distribuidores de teléfonos móviles que él ayudó a
enriquecer con las franquicias de Comcel se hicieron los de la vista gorda. Sin familia ni casi amigos, Adrián añoraba los días en
Delicias, cuando corría tras una pelota de goma y cazaba chapulines, y se sentaba a la mesa con sus hermanos en la noche.

La salvación

La vida no tenía sentido. En el último año fallecieron dos de sus seres más queridos; su padre y su hermana, cuyas ausencias
solo sumaban más dolor a la tragedia que carga encima desde la muerte de uno de sus hijos en un accidente de tránsito. No
había manera de regresar y el cuerpo pedía a gritos un descanso definitivo. Y Adrián decidió entonces ponerle fin a su aventura
en este planeta. Consiguió una navaja y se sentó en la ducha, listo para hacer su movida más trágica. Pero, como buen sibarita,
decidió darle una última oportunidad a su espíritu apasionado. Y en la noche de aquel día le fue enviada la salvación: con 54
años, muy enfermo y muy pobre, había pocas posibilidades de que una mujer joven y sexy se fijara en él. Pero, como tantas
otras cosas asombrosas, ocurrió. Una mujer que se atravesó en su camino lo enamoró perdidamente y le devolvió las ganas de
vivir. Alguien se había acordado de él y le enviaba bendiciones increíbles. Un viejo conocido le encargó un trabajo de cabildeo
por unos cuantos pesos, y alguien más le ayudó con alguna otra cosa. Y así pequeñas puertas empezaron a abrirse de un modo
milagroso, hasta que, para darle un final feliz a su historia, fue informado que unas viejas acciones que había adquirido con el
dinero de la liquidación que recibió al salir de Comcel estaban disponibles finalmente, después de muchas trabas legales ajenas
a su voluntad.

El párkinson está más o menos bajo control, pero los medicamentos le causaron un sobrepeso excepcional. Llegó a pesar 150
kilos, camina y respira con suma dificultad, apoyado en un bastón y vive todavía muy modestamente. Tiene planes de
emprendimientos pequeños –nada en telecomunicaciones, por supuesto–, y quiere una nueva familia al lado de la mujer que
adora. “Soy una persona que se equivocó, alguien que erró el camino; pero encontré después la felicidad en las cosas sencillas”,
sostiene. Ya no añora sus noches en el Ritz, ni sus relojes; ni quiere vivir en el norte de Bogotá. Está convencido que Dios le dio
una segunda oportunidad y no piensa echarla a perder. El hombre que creyó que la felicidad estaba en la fortuna, en la fama y en
las fiestas con mucho whisky planea hoy vivir en una pequeña casa de campo, y preparar buena comida los domingos para
reunir a su familia. Hoy es un hombre renovado. “Mi concepto de grandeza y felicidad ha cambiado. Tener conocimiento de
negocios no me hace grande. Tener dinero no me hace grande. Ahora quiero tener una buena relación con Dios, una relación
fuerte con mi pareja y llevar una vida sencilla”, dice Adrián Hernández. Sin duda, se sale siendo otro, después de semejante
odisea.

También podría gustarte