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Este documento narra una leyenda albanesa sobre tres hermanos que construyen una torre para vigilar a los turcos. Según la tradición, para que la torre se mantenga en pie se debe encerrar vivo a un hombre o mujer en sus cimientos. Los hermanos deciden dejar que sea el azar quien elija a cuál de sus esposas encerrar. Al día siguiente, las esposas intercambian sus roles para evitar el destino.
Descripción original:
Cuento "La leche de la muerte" de Marguerite Yourcenar (versión para leer en celular)
Título original
Marguerite Yourcenar - La leche de la muerte (versión para celular)
Este documento narra una leyenda albanesa sobre tres hermanos que construyen una torre para vigilar a los turcos. Según la tradición, para que la torre se mantenga en pie se debe encerrar vivo a un hombre o mujer en sus cimientos. Los hermanos deciden dejar que sea el azar quien elija a cuál de sus esposas encerrar. Al día siguiente, las esposas intercambian sus roles para evitar el destino.
Este documento narra una leyenda albanesa sobre tres hermanos que construyen una torre para vigilar a los turcos. Según la tradición, para que la torre se mantenga en pie se debe encerrar vivo a un hombre o mujer en sus cimientos. Los hermanos deciden dejar que sea el azar quien elija a cuál de sus esposas encerrar. Al día siguiente, las esposas intercambian sus roles para evitar el destino.
ristas se extendía por la calle ancha de Ragusa; los gorros con trencillas y las chaquetas bordadas, que se balan- ceaban al viento en la puerta de las tiendas, encendían los ojos de los via- jeros que buscaban regalos baratos o disfraces para los bailes. Hacía un ca- lor como sólo puede hacerlo en el in- fierno. Las montañas peladas de Herzegovina proyectaban en Ragusa sus fuegos de espejos ardientes. Philip Mide entró en una cervecería en don- de zumbaban unas moscas enormes en medio de una asfixiante penumbra. La terraza del restaurante daba al mar Adriático, que reaparecía allí, en ple- na ciudad, donde menos se le espera- ba, sin que su fuga azul sirviera de otra cosa que no fuera agregar un co- lor más al barullo del mercado. Un olor a podrido subía desde un montón de desperdicios de pescado que lim- piaban unas gaviotas de blancura in- soportable. No llegaba la brisa de ese mar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, be- bía ante una mesa redonda, bajo una sombrilla color de fuego, que parecía desde lejos una enorme naranja flo- tando en el mar. —Cuénteme otra historia, viejo amigo —dijo Philip dejándose caer pesadamente en la silla— Necesito un whisky y una historia cuando estoy delante del mar… Que sea la historia más hermosa y menos verdadera po- sible, una ficción que me haga olvidar las mentiras de los diarios que acabo de comprar en el muelle: Los italia- nos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y a Inglate- rra... Todos tienen razón, supongo. Pero hablemos de otra cosa… ¿Qué hizo usted ayer en Scutari? —Nada —dijo el ingeniero—. Aparte de examinar unas obras, dedi- qué el tiempo a buscar una torre. Sí, una torre. Tantas veces oí a las viejas de Serbia contarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba ha- llar sus ladrillos caídos e inspeccionar si en ellos se encontraba, como dicen, una mancha parecida a un seco arro- yo blanco… Pero el tiempo, las gue- rras y los aldeanos, preocupados por endurecer los muros de sus granjas, la han derribado piedra a piedra, y su recuerdo ya no se mantiene en pie, sino solamente en los cuentos… A propósito, Philip, ¿tiene usted la suer- te de tener una buena madre? —¡Qué pregunta…! —dijo el in- glés—. Mi madre es hermosa, delga- da, va muy bien maquillada y sus carnes son tan apretadas y duras como el cristal de una vidriera. ¿Qué más quiere que le diga? Cuando sali- mos juntos todos creen que yo soy su hermano mayor. —Eso es. Cuando pienso que hay idiotas que dicen que nuestra época no tiene poesía, como si no tuviera sus dictadores… Créame, Philip, lo que nos falta son realidades, no artifi- cios: La seda ahora es artificial, las comidas sintéticas se parecen a esos alimentos artificiales con que se relle- na por la boca a las momias... y las mujeres, esterilizadas contra la des- gracia y la vejez, también han dejado de existir. Las mujeres ya no son rea- les. Sólo en las leyendas de los lugares medio bárbaros encontramos a esas criaturas ricas en leche y en lágrimas, de las que uno se sentiría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde oí yo hablar de un poeta que no pudo amar a ninguna mujer porque en otra vida se había encontrado con Antígona? Un tipo que se parecía a mí… Ciertas madres y enamoradas, desde la Andrómaca hasta la Griselda de los dramas grie- gos, me han vuelto muy exigente con esas muñecas irrompibles que son hoy las mujeres. A Isolda por amante, y a la hermosa Alda por hermana… Sí, pero la que me hubiera gustado tener por madre es una niña que pertenece a una leyenda albanesa, la mujer de un joven príncipe que hace siglos vi- vió por aquí:
Eran tres hermanos que trabajaban
construyendo una torre desde donde pudieran vigilar a los malvados tur- cos. Habían emprendido la tarea ellos mismos, sea porque la mano de obra fuese cara, sea porque, como buenos campesinos, no se fiaban más que de sus propias manos, y sus mujeres se turnaban para llevarles la comida. Pero cada vez que conseguían llevar a buen término su trabajo, el viento de la noche y los hechizos de la montaña derribaban su torre lo mismo que Dios derribó la de Babel. Puede ha- ber múltiples razones para que una torre no se mantenga en pie, y puede culparse de ello a la torpeza de los al- bañiles, a la mala voluntad del terreno o a la falta del cemento que traba las piedras. Pero los campesinos albane- ses no conocen más que una sola cau- sa de semejante desastre: saben que un edificio se hunde por no haber te- nido el cuidado de encerrar vivo, en sus cimientos, a un hombre o a una mujer, cuyo esqueleto sostendrá, has- ta que llegue el Juicio Final, la carne pesada de las piedras. En el pueblo griego de Arta enseñan un puente de roca en cuya construcción fue ence- rrada así una muchacha viva: parte de su cabellera se escapa todavía por una antigua grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos empezaban a mirarse con desconfianza y siempre ponían cuidado en no proyectar sus propias sombras sobre el muro sin terminar, ya que, como aún no habían encarcelado allí al cuerpo que la tra- dición les exigía, era posible que el edificio en construcción encerrara a esa negra prolongación de los hom- bres, que tal vez sea su alma, y por ello tenían miedo, ya que aquel cuya sombra es apresada de esa manera muere con el mismo dolor que quien padece penas de amores. Así que por la noche, cada uno trataba de sentarse lo más lejos posible del fuego, por miedo a que el espíritu de la torre se le acercara por detrás, le atrapara su sombra y se la llevara, medio estran- gulada, como a una paloma negra. Por eso empezaba a flojear su entu- siasmo por el trabajo, y la angustia y la fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Por fin, un día, el mayor de los hermanos reunió a los otros dos y les dijo: —Hermanitos, hermanos en la sangre, la leche y el bautismo; si nuestra torre se queda sin terminar, los malditos turcos volverán a pene- trar por las márgenes del lago, escon- didos tras los juncos. Violarán a las hijas de nuestros granjeros, quemarán en nuestros campos la promesa del pan, crucificarán a nuestros campesi- nos en los espantapájaros que hay en los huertos y se transformarán así en mero pasto para los cuervos. Herma- nitos, nos necesitamos juntos y sabe- mos que el trébol nunca sacrificó una de sus tres hojas. Ya no pensemos más a quién de nosotros deberíamos meter ahí en la piedra, porque tene- mos esposas jóvenes y fuertes, cuyos hombros están acostumbrados a so- portar la carga y el destino. Así que no decidamos nada, hermanos míos: dejemos que elija el Azar, ese em- pleado de Dios. Mañana, cuando lle- gue el alba, agarraremos para emparedar en la torre a aquella de nuestras mujeres que venga a traernos la comida. Les pido el silencio de una noche, hermanos míos, y también que no abracen hoy con demasiadas lágri- mas y suspiros a la mujer que, al fin y al cabo, tiene dos probabilidades en tres de seguir respirando cuando se ponga el sol. Al mayor de los tres hermanos le era muy fácil hablar así, pues detesta- ba a su mujer y quería deshacerse de ella para cambiarla por una hermosa muchacha griega de cabello rojo. El hermano segundo no hizo ninguna crítica, ya que pensaba prevenir a su mujer en cuanto él regresara a casa, y el único que protestó fue el más pe- queño, pues tenía por costumbre cumplir sus promesas. Endulzado por la generosidad de sus hermanos ma- yores, dispuestos a renunciar a lo que más querían en favor de la obra de la torre, él acabó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche. Regresaron al campamento a la hora del crepúsculo, cuando el fantas- ma de la luz moribunda ronda aún por los campos. El hermano segundo en- tró en su tienda muy enojado y orde- nó con dureza a su mujer que le ayudara a quitarse las botas. Cuando la vio agachada delante de él, le arro- jó las pesadas botas a la cara y le dijo: —Hace ocho días que llevo puesta la misma camisa, y llegará el domin- go sin que pueda ponerme ropa blan- ca. ¡Maldita vaga estúpida! Mañana, apenas apunte el día, marcharás al lago con tu cesto de ropa y te queda- rás allí hasta la noche, entre tu cepillo y tu pala. Si te alejas del lago un solo paso, te mataré. Y la joven prometió temblando que dedicaría todo el día siguiente a lavar la ropa. El mayor volvió a casa muy deci- dido a no decirle nada a su mujer, cu- yos besos mojados le cansaban y cuya gorda belleza había dejado de gustar- le. Pero tenía una debilidad: él habla- ba dormido. La obesa dama no durmió bien aquella noche, pues se preguntaba en qué podía haber des- agradado a su señor. De repente oyó a su marido gruñir, mientras tiraba de la manta hacia él: —Corazón, corazón de mi pe- cho… pronto serás viudo… ¡Qué tranquilos vamos a estar, separados de esta gorda por los buenos y fuertes ladrillos de la torre! Pero el más pequeño entró en su tienda pálido y resignado, como un hombre que acabara de tropezar con la Muerte en persona y su guadaña al hombro. Besó a su hijo en la cuna de mimbre y tomó tiernamente en brazos a su mujer; durante toda la noche le oyó ella llorar contra su corazón. Pero la joven era muy callada y no le pre- guntó la causa de aquella pena tan grande, pues no quería obligarle a que le hiciese confidencias y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para con- solarlo, porque lo amaba. Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y salieron hacia la obra de la torre. La mujer del hermano segundo preparó su cesto de ropa y fue a arrodillarse delante de la mujer del hermano ma- yor. —Hermana —le dijo—, querida hermana, hoy me toca a mí ir a llevar- les la comida a los hombres, pero mi marido me ha ordenado, bajo pena de muerte, que le lave sus camisas blan- cas, y mi cesto está lleno. —Hermana, querida hermana — dijo la mujer del hermano mayor—, con mucho gusto iría yo a llevarles la comida a nuestros hombres, pero el demonio se me metió anoche en una muela y… ¡Uy… estoy que no sirvo para nada… sólo para gritar de dolor! Y aplaudió, sin más preámbulos, para llamar a la mujer del hermano pequeño. —Mujer de nuestro hermano pe- queño —dijo—, querida mujercita, ve tú hoy a llevar la comida a los hom- bres, pues el camino es largo, nues- tros pies están cansados, y somos más viejas y menos ligeras que tú. Ve, mu- chacha, que vamos a llenarte la cesta con un montón de cosas suculentas, para que nuestros hombres te reciban allá con una sonrisa, a ti que serás la mensajera que vas a aliviar su ham- bre. Y le llenaron la cesta con peces confitados en miel y pasas de Corinto, con arroz envuelto en hojas de parra, con queso de cabra y con pastelillos de almendras saladas. La joven puso tiernamente a su hijo en brazos de sus cuñadas y se fue sola por el camino, con su fardo de comida a la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, en la que Dios mismo había es- crito a qué clase de muerte se hallaba destinada y cuál era el lugar que ocu- paría ella en el cielo. Cuando los tres hombres la vieron llegar desde lejos, figura pequeña que aún no se distinguía, corrieron hacia ella; los dos primeros, inquietos por saber si había tenido éxito su estrate- gia. El mayor se tragó un insulto a Dios al descubrir que no era su obesa esposa, y el segundo dio gracias al Se- ñor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el pequeño se arrodi- lló, rodeando con sus brazos las cade- ras de la muchacha, y le pidió perdón gimiendo. Después, se arrastró hacia los pies de sus hermanos y les suplicó que tuvieran piedad de ella. Él se le- vantó de pronto, desesperado, y el acero de su cuchillo brilló al sol. Pero un martillazo en la cabeza lo arrojó, aún palpitante, a orillas del camino. Su joven esposa, horrorizada, había dejado caer su cesta y los pasteles dis- persos fueron la delicia de los perros. Cuando comprendió de qué se trataba todo, levantó sus manos al cielo: —Hermanos a los que yo nunca fallé, hermanos por el anillo de la boda y la bendición del sacerdote, no me maten, no me maten; avisen a mi padre, él es jefe en la montaña, él les dará mil sirvientas a quienes ustedes podrán sacrificar. No me maten, ¡amo tanto la vida!… No pongan, entre mi amado y yo, una pared de piedras. Pero se calló de repente, pues ob- servó que su marido, tendido a la ori- lla del camino, ya no movía los párpados, y que sus cabellos negros estaban manchados de sesos y de san- gre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó arrastrar por los dos hermanos hasta el nicho que habían cavado en la muralla redonda de la torre: puesto que iba a morir, para qué llorar. Pero en el momento en que ellos colocaban el primer ladrillo ante sus pies calza- dos con sandalias rojas, recordó a su hijo, que acostumbraba a mordis- quear sus zapatos como un perrito ju- guetón. Unas lágrimas cálidas resbalaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el cemento que la llana de los hombres ya alisaba sobre la piedra. —¡Ay, piececitos míos! —dijo—. Ya no me llevarán como solían llevar- me hasta la cumbre de la colina, para que mi amado viera mi cuerpo. Ya no sabrán del frescor del agua que corre: tan sólo los lavarán los Ángeles en la mañana de la Resurrección… La construcción de ladrillos y de piedras se alzaba ya hasta sus rodillas, tapadas con una falda dorada. Muy erguida en el fondo de su nicho, pare- cía una Virgen María de pie tras de su altar. —Adiós, mis queridas rodillas — dijo la joven—. Ya no podrán mecer a mi hijo, ni sentada yo bajo el her- moso árbol del huerto, que da alimen- to y sombra, podré yo llenarlas de rica fruta… El muro se elevó un poco más y la joven prosiguió: —Adiós, mis manos queridas, que cuelgan a ambos lados de mi cuerpo, manos que ya no podrán hacer la co- mida, ni hilar la lana, manos que ya no abrazarán a mi esposo. Adiós, mis caderas y mi vientre, que ya no cono- cerá lo que es dar a luz ni amar. Hijos que yo hubiera podido traer al mun- do, hermanos que no tuve tiempo de darle a mi hijo, me acompañarán den- tro de esta prisión, que será mi tum- ba, y de donde tendré que permanecer de pie, sin dormir, hasta el día del Juicio Final. El muro le llegaba ya al pecho. En aquel momento, una convulsión y un temblor recorrieron el cuerpo de la joven, y sus ojos suplicaron con una mirada que parecía el ruego de dos manos tendidas. —Cuñados —dijo—, por conside- ración no a mí, sino a su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo de- jen morir de hambre. No cubran mis pechos, que mis dos senos permanez- can libres bajo mi camisa, y que me traigan todos los días a mi hijo, por la mañana, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden unas gotas de vida, ellas bajarán hasta la punta de mis senos para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día en que ya no me quede leche, él beberá mi alma. Aprueben esto, malvados hombres, y si lo hacen así, ni mi marido ni yo les pediremos cuentas cuando nos en- contremos todos en el cielo. Los hermanos, asustados por la amenaza, aceptaron satisfacer aquel último deseo y dejaron un espacio de dos ladrillos a la altura de los pechos. Entonces, la joven murmuró: —Ahora pongan sus ladrillos de- lante de mi boca, pues los besos de los muertos dan miedo a los vivos, pero dejen una ranura delante de mis ojos, para que yo pueda ver si mi le- che le aprovecha a mi niño. Hicieron como ella les pedía y de- jaron abierta una ranura horizontal a la altura de los ojos. Al llegar el cre- púsculo, a la hora en que su madre te- nía por costumbre darle de mamar, trajeron al niño por el camino polvo- riento, bordeado de arbustos peque- ños, medio comidos por las cabras, y la pared saludó la llegada del niño con gritos de alegría y bendiciones a los dos hermanos. Inmediatamente unos chorros de leche empezaron a brotar de sus dos senos, duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se durmió contra sus pechos, empezó a cantar con voz serena por el muro de ladri- llos. En cuanto le quitaron al niño del pecho, ordenó que lo llevaran al cam- pamento para dormir, pero durante toda la noche se oyó la tierna canción de la madre bajo las estrellas, y aque- lla melodía, a pesar de la distancia, bastaba para impedir que el niño llo- rase. Al día siguiente, ella ya no can- taba y su voz era muy débil cuando preguntó cómo había pasado Vania la noche. Al día siguiente, calló, pero aún respiraba, pues sus pechos, toda- vía habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente dentro de su jaula. Unos días más tarde, su soplo de vida fue a juntarse con el si- lencio de su voz, pero sus senos inmó- viles no habían perdido nada de su dulce abundancia, y el niño, dormido en el nido que formaban, oía aún latir su corazón. Luego, aquel corazón tan acorde con la vida fue espaciando sus latidos. Sus ojos lánguidos se apaga- ron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua, y a través de la ranura ya no se vio nada más que dos pupilas vidriosas que ya no miraban al cielo. Aquellas pupilas acabaron por licuarse y dejaron lugar a dos huecos en cuyo fondo se veía la Muerte, pero el pecho joven perma- necía intacto y durante dos años más, al llegar la aurora, al mediodía y al crepúsculo, continuaba manando le- che, hasta que el niño dejó de mamar por su propia voluntad. Tan sólo entonces los pechos can- sados se redujeron a polvo y en el borde de ladrillo ya no quedaron más que unas pocas cenizas, unas manchas blancas que parecían un arroyo seco. Durante varios siglos, las madres con- movidas peregrinaron a esa torre, para seguir con el dedo, a lo largo del ladrillo rojo, los surcos blancos traza- dos por la leche maravillosa, y des- pués la misma torre desapareció, y el peso de la piedra dejó de aplastar al ligero esqueleto de la mujer. Por últi- mo, hasta los mismos frágiles huesos acabaron por dispersarse y ahora ya no queda en pie más que este viejo francés, achicharrado por un calor de infierno, que repite una y otra vez, al primero que encuentra, esta historia que es digna de inspirar tantas lágri- mas a los poetas como la historia de la griega Andrómaca.
En aquel instante, una gitana, cu-
bierta de una espantosa suciedad, se acercó a la mesa en que se acodaban los dos hombres. Llevaba en brazos a un niño, cuyos ojos enfermos desapa- recían bajo un vendaje de harapos. Se dobló en dos, con la insolente sumi- sión que caracteriza a ciertas razas miserables, y sus faldas amarillas ba- rrieron el suelo. El ingeniero la apartó bruscamente, sin preocuparse de su voz, que pasaba del tono de la súplica al de las maldiciones. El inglés la lla- mó para darle una limosna. —¿Qué es lo que le pasa a usted, viejo soñador? —dijo el inglés con impaciencia—. Los senos y los colla- res de esta mujer valen tanto como los de su heroína albanesa. Además, no sé si usted lo notó, pero el niño que lleva es ciego. —Es que conozco a esa mujer — respondió Jules Boutrin—. Un médi- co de Ragusa me relató su historia. Hace unos meses que viene echando en los ojos de su hijo unos ácidos as- querosos que le inflaman la vista y así provocan la compasión de los turistas. El niño todavía ve, apenas, pero pron- to será lo que ella desea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá asegurada su riqueza para toda la vida, pues cui- dar de un inválido es una profesión que deja mucho dinero. Hay madres y madres.