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Ayacucho: la batalla definitiva

Fue la batalla decisiva en las guerras de independencia


hispanoamericanas. El ejército independentista, en inferioridad de
condiciones, se impuso a las fuerzas del virrey del Perú.

Visión general de la batalla de Ayacucho.


batalla Ayacucho independencia visión aérea
JOSEFINA HOYOS PÉREZ
07/09/2019 07:00Actualizado a 12/09/2019 16:44

La emancipación de los territorios latinoamericanos culminó un largo


proceso, iniciado a mediados del siglo XVIII, en el que los ciudadanos
americanos tomaron conciencia de su personalidad propia y de su
fuerza. Muchos comenzaron a preguntarse por qué debía depender
todo un subcontinente de una península europea. La
discriminación sistemática que sufrían por parte del gobierno
contribuyó a radicalizar sus posturas.

Los altos cargos iban a parar a manos de funcionarios españoles,


mientras los nacidos en México, Perú o Argentina tenían que
conformarse con puestos subalternos. El autoritarismo de la
monarquía borbónica suscitó entre las clases acomodadas un
profundo descontento. Estos sectores estaban acostumbrados a
hacer y deshacer en función de sus intereses, manipulando a los
virreyes a su antojo.

Hasta que la Corona retomó el control y envió a funcionarios


dispuestos a imponer su autoridad por la vía expeditiva. El rey
trataba, ante todo, de extraer de los territorios ultramarinos todas
las riquezas posibles, a través del aumento de los impuestos y la
producción de plata. La emancipación de Estados Unidos respecto a
Gran Bretaña marcaría a los criollos (los blancos nacidos en América)
el camino a seguir.

Cuando concluye la guerra en la península, la

monarquía hispana concentra sus energías en

recuperar su imperio.
Poco después, la Revolución Francesa difundiría ideas opuestas a una
monarquía absolutista como la española. Esta, anclada en el pasado,
iba a demostrar su incapacidad para gobernar desde
Madrid unos territorios enormes y lejanos. A falta de comunicaciones
rápidas, las decisiones llegaban con retraso, cuando la situación había
cambiado y los problemas eran otros. Su dominio será cada vez más
precario.

La guerra con Inglaterra desatada a finales de siglo le impedirá


asegurar eficazmente el ya de por sí lento contacto entre ambos lados
del Atlántico. Pero fue la invasión napoleónica, en 1808, el hecho que
inició la recta final hacia la independencia americana. La metrópo li
tendría que combatir entonces en dos frentes, contra los franceses
y contra los brotes secesionistas en las colonias.

Realistas y patriotas

Cuando concluye la guerra en la península, la monarquía hispana


concentra sus energías en recuperar su imperio cueste lo que cueste.
Un país empobrecido por seis años de contienda feroz no podía
prescindir de los recursos americanos. Para no perder esta fuente de
ingresos, España sacó fuerzas de flaqueza y realizó una apuesta
bélica que iba a dejarla aún más exhausta. Según el historiador
Josep Fontana, más de 45.000 hombres cruzaron el Atlántico en 25
expediciones de reconquista entre 1811 y 1818.

La ofensiva de los realistas, es decir, de los partidarios del rey, tendrá


éxito al principio. Hacia 1815, los patriotas, aspirantes a la
independencia, se hallaban en retroceso en todo el continente, a
excepción de la actual Argentina. Pero tres años después la guerra
cambiaría de signo. La pérdida de Chile puso a los españoles a la
defensiva. Solo les quedaba una posibilidad: la llegada del ejército
que se estaba reuniendo en Cádiz.

Pero un hecho inesperado desbarató sus planes. Los refuerzos, en


lugar de cruzar el Atlántico, se sublevaron a las órdenes del
teniente coronel Riego. El pronunciamiento marcó el inicio del
Trienio Liberal, en el que Fernando VII se vio obligado a aceptar
la Constitución de Cádiz.

A menudo se ha señalado que la inestabilidad en la península tuvo


efectos desastrosos sobre la causa imperial en América, al trasladar
al Nuevo Continente las divisiones entre absolutistas y
liberales. Pero lo cierto es que las luchas intestinas entre los
peninsulares muchas veces no obedecían a motivos ideológicos, sino
a envidias y disputas por el poder.

Bolívar, con su acostumbrada capacidad para

superar adversidades, reunió un ejército de

cerca de nueve mil hombres.


En Perú, el único territorio aún en manos españolas, la situación
interna del ejército era caótica. Un motín de la alta oficialidad
destituyó al virrey Joaquín de la Pezuela, acusado de pasividad frente
a los rebeldes, y colocó en su lugar al general José de la Serna. Los
problemas no acabaron ahí. Otro militar, apellidado Ramírez, se
consideraba con derecho al cargo por ser de graduación superior.

Despechado, presentó su dimisión. Pese a todo, las autoridades


coloniales aún confiaban en la victoria. Para que la administración
virreinal se hundiera definitivamente hizo falta una intervención
externa: la del ejército colombiano a las órdenes de Simón Bolívar, el
Libertador, y de Antonio José de Sucre, su lugarteniente. Los
recién llegados no lo iban a tener fácil. A ojos de los peruanos eran
extranjeros, por lo que fueron recibidos con desconfianza.

Retrato de Simón Bolívar, por Rita Matilde de la Peñuela.

Los realistas, mientras tanto, reconquistaron la capital, Lima, y buena


parte del país. Según el historiador John Lynch, la independencia
“llegó a parecer una causa perdida”. Bolívar, con su acostumbrada
capacidad para superar adversidades, reunió un ejército de cerca de
nueve mil hombres con el que venció a los españoles en Junín en
apenas una hora.

Fue una batalla brutal en la que no pudieron emplearse armas de


fuego, solo lanzas y espadas. Por eso se ha dicho de ella que parecía
una lucha entre caballeros medievales. El virrey, sin embargo, aún
contaba con un ejército poderoso y se lanzó a perseguir a Sucre para
cortarle la retirada. Se inició así un dramático juego del gato y el
ratón.

El general americano lograba escabullirse mientras La Serna se


encontraba en una situación cada vez más precaria. Sus hombres
atravesaban terrenos montañosos que dificultaban su marcha y
donde les era cada vez más difícil aprovisionarse. El hambre se hizo
tan acuciante que tuvieron que comer la carne de sus burros y
mulas. El envío de destacamentos a la búsqueda de ganado tal vez
hubiera aliviado la situación, pero se descartaba totalmente para no
dar oportunidad a posibles desertores.

En terreno neutral, unos y otros aprovecharon

para saludarse, ya que tenían en el bando

contrario a amigos y parientes.


Los españoles, finalmente, fueron más rápidos. A los
independentistas les quedaba una sola opción, aceptar la lucha
aunque estuvieran en inferioridad de condiciones, con solo 5.800
hombres contra los 9.300 del enemigo. Sin apenas artillería,
además, ya que un solo cañón debía enfrentarse a once.

La batalla, que iba a poner fin al dominio español, tendría lugar el 9 de


diciembre de 1824. Su escenario fue Ayacucho, una llanura junto a
la cordillera del Condorcanqui limitada por dos barrancos. El nombre,
en lengua quechua, significaba “el rincón de los muertos”.
Guerra entre hermanos

Poco antes del combate se encontraron en territorio neutral


miembros de los dos ejércitos. Unos y otros aprovecharon para
saludarse, ya que tenían en el bando contrario a amigos y parientes.
En algún caso los lazos familiares eran muy estrechos: si el brigadier
Antonio Tur estaba con los peninsulares, su hermano, el teniente
coronel Vicente Tur, apoyaba a los independentistas. La
confraternización se prolongó durante cerca de una hora, en la
que no faltaron comentarios sobre posibles negociaciones de
paz.

La batalla de Ayacucho.
La lucha comenzó bien para los españoles. Su mejor comandante,
Jerónimo Valdés, sembró el pánico en las filas patriotas, pero estas
consiguieron reorganizarse. Estaban decididas a resistir a toda costa.
Uno de sus generales, Córdoba, protagonizó entonces un gesto
destinado a infundir moral a sus tropas. Desmontó de su caballo y
proclamó con teatralidad que no quería disponer de ningún medio
para escapar, si es que llegaban a ser derrotados. Después ordenó
fuego a discreción e hizo avanzar a sus hombres. “¡Hasta la victoria
final!”, gritó.

El inesperado avance independentista cambió el curso de la batalla.


Se produjo una situación confusa, y durante media hora de lucha
cuerpo a cuerpo los lanceros americanos masacraron a los
peninsulares, que vieron cómo Córdoba les arrebataba su artillería.
Desesperado al ver que sus fuerzas se desintegraban, el virrey se
lanzó a la lucha como un soldado más. Fue hecho prisionero tras
recibir varias heridas de sable, por lo que tuvo que ser sustituido por
el general Canterac.

Reclutados a la fuerza para defender una causa

en la que no creían, se sublevaban a la primera

ocasión.
En un primer momento este intentó reunir a sus hombres dispersos y
continuar la lucha. Pronto, sin embargo, se dio de bruces con la
realidad. Los soldados se negaban a combatir. Es más, amenazaron
a sus jefes e incluso dieron muerte a uno de ellos, el capitán Salas, que
se había empeñado en contener el movimiento de rebeldía.
Reclutados a la fuerza para defender una causa en la que no creían, se
sublevaban a la primera ocasión.

Un balance ambiguo

Historiadores como Salvador de Madariaga han supuesto que la


capitulación de Canterac estaba pactada desde el primer momento y
que la batalla solo fue una escenificación, destinada a salvar el
honor militar para que no pareciera que los realistas se rendían sin
combatir. No existen pruebas documentales que avalen esta teoría. Sí
es evidente, en cambio, que Ayacucho representó un desastre total
para el ejército español.

Tuvo que lamentar 1.400 muertos y 700 heridos, además de unos


1.000 prisioneros. Los patriotas, por su parte, contaron casi un millar
de bajas, de las que unas trescientas eran muertos. Sin embargo, pese
a la derrota, las fuerzas peninsulares alcanzaron un muy
generoso acuerdo de rendición. El gobierno de Perú se
comprometía a costear el retorno a Europa de los vencidos que
desearan regresar, facilitándoles la mitad de su paga mientras
permanecieran en territorio americano.

También aceptaba no tomar represalias contra nadie que se hubiera


significado a favor del régimen colonial, “aun cuando haya hecho
servicios señalados a la causa del rey”. Liberaba, además, a todos los
prisioneros enemigos y aceptaba hacerse cargo de los heridos a
cuenta de sus propios fondos. Y, por si todo esto fuera poco, el
último artículo del acuerdo de capitulación establecía que cualquier
duda se interpretaría a favor de los españoles.

Según el historiador peruano Virgilio Roel, se les concedieron tantos


derechos que da la impresión de que fueron ellos los vencedores de
Ayacucho. Las guarniciones que aún resistían, al conocer la derrota,
comenzaron a desintegrarse. Pío Tristán sustituyó a La Serna como
virrey, pero nada podía hacer ya. El viejo imperio hacía aguas por
todas partes, en medio de un sálvese quien pueda generalizado.

Cuando ya no tenían casi qué llevarse a la boca se

comieron las ratas, pero una epidemia de peste

les diezmó todavía más.


El general Maroto, futuro militar carlista, fue uno de los que se
apresuró a ponerse a salvo. Comprobó que todo estaba perdido y
optó por volver a su país. Poco después, el propio Tristán aceptaba
los hechos y se rendía. En la metrópoli, mientras tanto, tardaron cinco
meses en enterarse del desastre ayacuchano. Sin una marina que
garantizara las comunicaciones entre las dos orillas del Atlántico, las
noticias se transmitían con exasperante lentitud.
En Madrid, la Gaceta continuaba publicando noticias fantasiosas
sobre supuestas victorias. El periódico aseguraba, por ejemplo, que
Simón Bolívar había sido vencido y que iba a caer prisionero de un
momento a otro. Cuando por fin llegaron informaciones de la batalla,
las dio a conocer como si se tratara de un hecho sin excesiva
importancia.

Quedaban, pese a todo, algunos irreductibles. En el Alto Perú, el


general Olañeta se mantenía activo contra toda esperanza. Sucre, el
líder de los independentistas, intentó sobornarlo. Si rompía con
España, se convertiría en el nuevo gobernador de la región. Olañeta,
absolutista convencido, intentó ganar tiempo y propuso un cese de las
hostilidades durante cuatro meses. Procuró continuar con el esfuerzo
bélico, pero vio cómo sus propias unidades se sublevaban una
tras otra a favor de los patriotas.

El mariscal Sucre y su esposa.


Murió mientras intentaba sofocar una de estas revueltas. Poco
después, el Alto Perú se constituía como estado independiente. Nacía
la actual Bolivia, así llamada en homenaje al Libertador, Simón
Bolívar. Ya solo un enclave permanecía en manos españolas, la
fortaleza de El Callao. Su jefe, el brigadier José Ramón Rodil, demostró
una obstinación numantina al resistir un asedio de más de un año.

En este tiempo recurrió a métodos despiadados, como fusilar a los


desertores. Cuando comenzaron a escasear las provisiones, ordenó
que los soldados recibieran una alimentación más completa que los
civiles. A medida que el tiempo pasaba, la situación de los
sitiados se hizo más y más dramática. Cuando ya no tenían casi qué
llevarse a la boca se comieron las ratas, pero una epidemia de peste
les diezmó todavía más. Rodil prefirió rendirse a caer prisionero en
combate. Su capitulación ponía el definitivo punto final a la guerra de
Independencia.

Todos equivocados

En Madrid, el gobierno aún soñaba con recuperar las antiguas


colonias. Cualquier rumor, por infundado que fuese, contribuía a
despertar las esperanzas más descabelladas. Los ministros
imaginaban que las repúblicas americanas pronto se verían sumidas
en tal caos que regresarían encantadas a la tutela española,
anhelando salir de la anarquía. En realidad, por inestables que fueran
los nuevos países, sus ciudadanos no deseaban volver a la época
virreinal.

El fin del dominio español implicó un cambio político, pero poco más.
Los patriotas que esperaban paz y bienestar pronto comprobaron su
error. No se colocaron los cimientos de un desarrollo económico, ni se
corrigieron las hirientes desigualdades sociales. Las nuevas
repúblicas acostumbraron a mostrarse hostiles a los indios, que en
países como Perú constituían más de la mitad de población y que
veían cómo se deterioraban sus condiciones de vida. Habían
alcanzado la independencia, sí, pero la libertad estaba todavía
por llegar.

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