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recuperar su imperio.
Poco después, la Revolución Francesa difundiría ideas opuestas a una
monarquía absolutista como la española. Esta, anclada en el pasado,
iba a demostrar su incapacidad para gobernar desde
Madrid unos territorios enormes y lejanos. A falta de comunicaciones
rápidas, las decisiones llegaban con retraso, cuando la situación había
cambiado y los problemas eran otros. Su dominio será cada vez más
precario.
Realistas y patriotas
La batalla de Ayacucho.
La lucha comenzó bien para los españoles. Su mejor comandante,
Jerónimo Valdés, sembró el pánico en las filas patriotas, pero estas
consiguieron reorganizarse. Estaban decididas a resistir a toda costa.
Uno de sus generales, Córdoba, protagonizó entonces un gesto
destinado a infundir moral a sus tropas. Desmontó de su caballo y
proclamó con teatralidad que no quería disponer de ningún medio
para escapar, si es que llegaban a ser derrotados. Después ordenó
fuego a discreción e hizo avanzar a sus hombres. “¡Hasta la victoria
final!”, gritó.
ocasión.
En un primer momento este intentó reunir a sus hombres dispersos y
continuar la lucha. Pronto, sin embargo, se dio de bruces con la
realidad. Los soldados se negaban a combatir. Es más, amenazaron
a sus jefes e incluso dieron muerte a uno de ellos, el capitán Salas, que
se había empeñado en contener el movimiento de rebeldía.
Reclutados a la fuerza para defender una causa en la que no creían, se
sublevaban a la primera ocasión.
Un balance ambiguo
Todos equivocados
El fin del dominio español implicó un cambio político, pero poco más.
Los patriotas que esperaban paz y bienestar pronto comprobaron su
error. No se colocaron los cimientos de un desarrollo económico, ni se
corrigieron las hirientes desigualdades sociales. Las nuevas
repúblicas acostumbraron a mostrarse hostiles a los indios, que en
países como Perú constituían más de la mitad de población y que
veían cómo se deterioraban sus condiciones de vida. Habían
alcanzado la independencia, sí, pero la libertad estaba todavía
por llegar.