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Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.

Revue Canadienne de Psychoeducation, 19(2), 71-83

EN LA BÚSQUEDA DE SENTIDO PARA


LA ACCIÓN COTIDIANA DEL EDUCADOR
Gilles Gendreau1
Resumen
Apoyándose en una larga experiencia de intervención en educación especializada - en
formación de educadores y en asesoría, el autor reflexiona sobre la dificultad de ser
educador y de dar un sentido a los mínimos eventos de lo cotidiano en educación, que a
causa de su carácter repetitivo y de su aparente “insignificancia”, arriesgan reducir la
acción profesional a una yuxtaposición de detalles, sin sentido. El compara al
educador con el investigador en su laboratorio, plantea la pregunta sobre los fines de
la acción educativa especializada y sugiere algunos elementos que pueden aclarar
tanto a los formadores como a los interventores. Luego se cuestiona sobre cómo el
interventor puede sacar provecho de las evaluaciones que se hacen de su trabajo, sin
reducirlo sólo a sus aspectos “medibles”.

PALABRAS CLAVES: rol del educador, intervención, acción cotidiana

Lo que propongo sobre la acción educativa se inspira, sobre todo, en mis


experiencias de psicoeducador; pero el lector podrá fácilmente traspasarlas al contexto
de su propia intervención. Quiero llamar la atención sobre el hecho que las personas
implicadas en la acción educativa especializada (educadores y jóvenes) están inmersas
en dificultades idénticas; en efecto, la dificultad de ser de los educadores, se une a la
dificultad de ser de los jóvenes (especialmente aquellos que tienen dificultades
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Profesor titular, Ëcole de psychoéducation, Université de Montreal, 750 Boulevard Gouin Est, Montreal,
(Québec), H2C 1A6.
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Texto traducido para uso exclusivo de la carrera de Psicoeducación del proyecto PJDA
Universidad de la Frontera de Temuco y la Université du Québec en Outaouais
Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.
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específicas), y la búsqueda de valores en la acción educativa especializada, se compara
con la búsqueda de sentido inherente a toda conducta humana.

Educador: ¡paradojas en desafío!


La dificultad de ser hombre o mujer y la dificultad de ser educador, son dos facetas
de una misma dificultad: hacia sí mismo y hacia otros. La primera nos sitúa en el corazón
de nuestra vida; la llamamos la “dificultad de ser”. La segunda se relaciona con nuestras
acciones como interventores: la “dificultad de ser educador” en sentido amplio, más
presente aún para el educador que interviene con jóvenes con dificultades específicas. El
cual puede estar tentado a considerar solo las dificultades de los jóvenes, los medios o las
técnicas que le ayudarán a enfrentarlas... ¡Pero debe centrarse primero en sus propias
dificultades!

Esta hipótesis se desprende de algunas observaciones. En los sistemas de acciones


educativas especializadas, ¿no es cierto que mientras más conocimientos adquiere el
educador, menos se desea ver cerca de los jóvenes? Por supuesto que se afirma que su
actividad es una síntesis entre el arte y la ciencia... pero ¿cuándo coloca la ciencia al arte,
en el corazón de sus preocupaciones? ¿Cuándo... si no hace otra cosa que mirar desde la
altura de su torre-laboratorio, los pequeños gestos de la acción educativa?

La acción educativa está confrontada a un conjunto de problemas donde todos los


elementos están interrelacionados. Si se pretende que estos elementos contribuyan a la
educación, es necesario encontrar el sentido detrás de los problemas. Esto nos lleva a una
segunda problemática: la búsqueda de valores (Bissonnier, 1983; Gendreau, 1990).

De acuerdo a nuestro modelo de análisis, es la búsqueda de valores, lo que puede


dar el coraje de ser. Este coraje es también necesario para hacer frente a preguntas sobre el
sentido de la vida, cuestiones que la persona en dificultades esconde, frecuentemente,
detrás de sus acciones, o del consumo de drogas de todo tipo. Cuestionamientos que surgen

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Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.
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en lo más íntimo del ser; de la confrontación entre las satisfacciones de estar en terreno
conocido y las inquietudes de la novedad; entre la tranquilidad - resultado de cierta
uniformidad - y el malestar generado por lo que está demasiado lejos de sí mismo o de sus
hábitos de trabajo; entre la plenitud asociada al concepto de ser libre y las exigencias
restrictivas, ligadas al compromiso.

En tanto sistema, la acción educativa, sea o no especializada, está continuamente


confrontada a ciertas situaciones que no puede ignorar. Ejercer una acción educativa o de
acompañamiento social, es primero intentar integrar el sentido que las personas dan a su
existencia, o que le han dado, sin estar en las mismas condiciones. Es también conciliar el
sufrimiento de la disparidad entre su imagen ideal, o aquella que deseaban sus educadores
(padres o profesionales) y su imagen real. Es integrarlos, colocando en el lugar, condiciones
experienciales de aprendizaje que tengan sentido. Esta acción educativa implica a todos los
actores del sistema, tanto a los jóvenes como a los adultos (profesionales y otros).

Podría inquietarnos ciertas prácticas de la acción educativa especializada que


parecen gestos fragmentados con poco sentido (A.I.E.J.I.1985). Si el educador presente no
hace más que vigilar y controlar a los jóvenes, ¿para qué exigir que haya adquirido una
competencia en la intervención? Buenos guardias o un aparato electrónico serían sin duda
más eficaces. Una de las paradojas de este fin de milenio, es preguntarse qué sentido puede
tener una acción educativa con un joven en dificultad.

La búsqueda de sentido
La búsqueda de sentido de la acción del educador lo lleva a vivir alternadamente, la
esperanza, la interioridad, la confrontación y la negociación, la perseverancia y la
relatividad.

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La esperanza... para hacer frente a la desesperanza del otro.


El profesional en ciencias humanas y sociales, en particular, el educador, cuya
acción descansa sobre la creencia en las posibilidades de cambio de la persona en dificultad
con la cual trabaja, está confrontado a un doble cuestionamiento. Se sabe que primero el
educador debe creer en sí mismo y en sus métodos de acercamiento a situaciones
conflictivas. Sin embargo, se constata que numerosos educadores primerizos e incluso
numerosos profesionales aguerridos, tienen cada vez más dificultades en creer en lo que
hacen. “Este programa que propongo, esta actividad que llevo a cabo, esta intervención
que recién hice, ¿son válidas? ¿No hubiese podido ofrecer algo más pertinente?”. Nunca
es fácil contestar de manera satisfactoria a estos cuestionamientos (muy naturales en todo
interventor); el educador no sabe jamás con exactitud si ha intervenido de la manera más
apropiada. Nuestra experiencia nos ha permitido ver que a menudo son los mejores
educadores aquellos que se hacen estos cuestionamientos con agudeza; actitud por cierto,
muy estimulante, puesto que frecuentemente no se dejan paralizar por estas preguntas
(Guyomarc’h, 1957).

Sin embargo, es de otro cuestionamiento que queremos hablar. Se trata de aquel que
surge de los resultados de diversas intervenciones con jóvenes en dificultad; resultados que
tienden a mostrar que los jóvenes que son intervenidos, no son ni más ni menos adaptados
que otros dejados a sí mismo, sin medidas especiales (Le Blanc, 1983; Mc Cord, 1988).
¡Así se ven reducidos todos los esfuerzos de intervención a tablas estadísticas que llegan a
regular la acción educativa especializada (Habermas, 1976)!

Bajo el efecto de estos resultados chocantes, el interventor especializado, a pesar de


tener una mirada positiva de los jóvenes con los cuales trabaja, duda cada vez más de las
posibilidades de cambio que esperaba. Incluso estas creencias han ido cambiando: cada vez
más, el educador es impulsado a creer que no hay gran cosa que se pueda hacer con esos
jóvenes; y lo que él ha hecho siempre, a menudo, son esfuerzos inútiles.

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El interventor que cree en su rol, debe admitir que no todo es racional, ni


rigurosamente establecido; y que su acción descansa aún sobre mucha intuición (Barreau,
1987). ¿No representa esto una pérdida de sentido para la acción educativa especializada?

No ha sido fácil creer en las potencialidades de las personas en dificultad: en el trato


con ellas la desconfianza es más intuitiva que la confianza. Y no todos los educadores
poseen el carisma de los grandes educadores que han demostrado su esperanza respecto a
los jóvenes en dificultad y respecto a quienes la historia, por una u otra razón, ha retenido el
paso (Jurgensen, 1983).

Se puede observar fácilmente que se ha hecho cada vez más difícil para los
educadores – y para todos los profesionales de las ciencias humanas y sociales – no dejarse
invadir por esta especie de desesperación que se infiltra en su acción como metástasis. Ellos
se preguntan si aún pueden ser testigos de la esperanza, acerca de ciertos resultados
recientes de investigaciones evaluativas de la acción educativa especializada (LeBlanc,
1983; Mc Cord, 1988). Desde el fondo de este otoño de la acción educativa, que
ciertamente no es tan fructífera como esperado y, a pesar del efecto glacial de las
evaluaciones sobre la confianza profesional, ¿sabrán ellos presentar algo distinto, que un
invierno riguroso, a las personas con las cuales trabajan? ¿Pueden ellos aún creer que al
menos podrán ayudarlos a defenderse contra el frío que – según las estadísticas, arriesga
traspasar las ligeras vestimentas de sus magros progresos? ¿Cómo, sin ser ingenuo, cultivar
la esperanza en los educadores, y en general, en los profesionales?

A veces, todo lo que pueden hacer es aceptar mirar los hechos y gestos de las
personas que antes que ellos, han buscado en el fondo de sí mismos, la energía que le da un
sentido a la dificultad de ser; han creído en “algo” y en parte, lo han realizado. Es así que
educadores de experiencia pueden testimoniar el camino recorrido por ellos mismos y por
quienes les han precedido. Es así que un Jean Vernier (1974), manifestando una confianza

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respetuosa frente a jóvenes en dificultad y sobrepasando sus vulnerabilidades paralizantes,
adquiere valor de símbolo. Es así que todos los “esperanzados” de la vida cotidiana, de la
palabra o de la escritura, y que todos los dedicados a la investigación, que en sus
laboratorios, se afanan en contra de las vulnerabilidades del ser humano, pueden contribuir
a darle sentido a la esperanza. Todos ellos testimonian de esas realidades tan frágiles que
los humanos llaman vida y esperanza.

En efecto, el profesional de las ciencias humanas y sociales, no puede impedir


constatar, que la esperanza de lograr ciertos objetivos es lo que le impide llegar a ser – a sus
propios ojos, por lo menos – un simple vigilante, o por lo menos, un simple técnico, cuando
no es más que un vulgar mercenario del control social. Se debe entonces pensar en los
desdichados interventores que trabajan junto a criminales endurecidos, y que no tienen
ninguna esperanza más, o tan poca, de hacerlos cambiar y que se contentan con actuar de
“agentes de la paz”, protegiendo así a la sociedad contra la delincuencia de aquellos que
cuidan en lugares lo más cerrados posible.

Reapropiándonos de la fórmula de Malreux: “Una vida no vale nada, pero nada vale
la vida”, ¿no podríamos decir? ... “. Estadísticamente, mi esperanza como profesional no
lleva a una elevada tasa de éxito, pero nada vale esta esperanza”, a condición de que sea
consciente tanto de los límites como de su indispensable necesidad. “No es suficiente que el
creyente cambie de creencia. Es necesario que descubra que él es integralmente místico,
religioso e irracional, allí donde se creía científico y racional, y que se sepa creyente allí
donde él es creyente” (Morin, 1981, p. 254).

Es raro admitir fácilmente que se es creyente; existe un desconcierto espontáneo,


que los contactos con el método experimental no hacen más que intensificar. Pero el
educador (y el interventor, en general) no tiene elección: o cree y espera que la ciencia le va
a prever progresivamente medios para ser más riguroso, y él contribuye lo mejor que pueda,
organizando y estimulando su acción con lo mejor de sus conocimientos y sus intuiciones –

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diríamos, sus creencias. Y esto con el mayor respeto por los individuos, por quienes él cree
que no se puede hacer nada más... por las personas en dificultad... y que están
irremediablemente condenadas a repetir comportamientos no apropiados.

El cree y espera que, a medida de su evolución, los métodos de evaluación científica


van a tener aún más en cuenta todos los efectos de la acción educativa especializada, que él
se rehúsa a reducir a los efectos medibles (Habermas, 1976). El se nutre también, como una
fuente de agua, con los mensajes cada vez más escasos de quienes han seguido abiertos a
ciertos “misterios” de la acción educativa.

A propósito de una comunicación realizada a algunos científicos, Mc Cord (1988),


conocido por sus investigaciones longitudinales sobre la evolución de jóvenes con
dificultades de adaptación social, dio cuenta de sus hallazgos, los cuales no tenían nada de
estimulante para los educadores. En resumen, y de manera brutal, adelantó que la mayoría
de las personas que habían sido intervenidas con una acción especializada durante su
juventud, continuaban teniendo comportamientos tan desorganizados, como aquellos que
no habían recibido ninguna ayuda especializada.

Uno de los participantes al seminario, queriendo sin duda llevar al límite la lógica
del razonamiento, preguntó al conferencista si, para todos los fines prácticos, la acción
educativa especializada no había sido inútil. Después de un corto momento de silencio y
pesando cada una de sus palabras, ella respondió: “No es porque todas las acciones
educativas de los padres o de los educadores no den los frutos que se podría esperar que
uno debiera recomendar que se abandone a los niños a su suerte... la educación es todavía
lo mejor que se les puede ofrecer, aún cuando los resultados no siempre son lo que uno
espera”.

Si la confianza en los mínimos pasos, si la esperanza en los mínimos progresos no


se cruzan con la acción profesional; si el mínimo cambio de la persona en dificultad es

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achacada bajo el peso de los intentos irreales del sistema, entonces la educación
especializada no tiene sentido. Pero ¡atención!, no tendrá ventaja con los “castillos en el
aire” de la ingenuidad relacional (“hemos establecido una buena relación con esta joven...
esto debería andar bien ahora”) (Guez y Gaudray, 1984).

Ciertos pioneros de la acción educativa especializada (de ahí el énfasis) deben


acordarse de haber tenido un lenguaje parecido, inspirado en su inexperiencia. Más allá de
las fórmulas empleadas, sería bueno buscar qué sentidos le daban entonces a su acción de
“principiantes”, de lo cual raramente han aceptado dar testimonio. Por supuesto, dirán los
cínicos, hay mucho idealismo e ilusión en sus discursos. Pero existía sobretodo el
sentimiento que ellos podían hacer algo útil. Si ellos no alcanzaron todos los objetivos
perseguidos, igualmente han hecho enormes progresos para la acción educativa, haciendo
suya esta convicción del poeta Charles Péguy: “...es aún la esperanza, la más fuerte”.

Sí, la esperanza es la más fuerte, pero debe velar sin cesar por no dejarse invadir por
el ejército de la desesperación, siempre al acecho en los confines del territorio de la acción
educativa especializada, y que posee en cada uno de nosotros un agente secreto muy eficaz:
nuestra desesperanza enraizada frente a nuestras dificultades “personales – profesionales”...
las más íntimas como las más evidentes, y frente a aquellas de los sistemas.

La interioridad para darle sentido a la escucha


Hay numerosas maneras de expresar esta importante dimensión de la acción
educativa. A fines del siglo XIX, estar a la escucha consistía en tratar de captar una
comunicación telefónica o de radio. Los interventores en ciencias humanas se han
apropiado de la expresión para traducir la necesidad de estar atento al mensaje del otro. En
un contexto relacional, se habla más bien de empatía, que consiste en situarse en la
prolongación del punto de vista del otro, con el fin de comprenderlo mejor, lo que no
significa que uno avala su punto de vista (Gendreau, 1989).

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La escucha hace alusión a la disponibilidad afectiva y cognitiva de los actores. Estos
últimos, siendo tributarios del contexto de la situación educativa; el profesional que trabaja
con la escucha... encontrará numerosas dificultades. Nos contentaremos con describir
algunas; lo cual ayudará a comprender mejor lo que el educador puede experimentar con
este importante componente del acompañamiento de un joven en dificultad.

Todo educador digno de ese nombre se esfuerza por responder lo mejor posible a las
necesidades de aquellos que él acompaña. Pero no es fácil estar a la escucha de las
necesidades de los jóvenes en dificultades, por ejemplo de aquellos con problemas de
comportamiento. He aquí una ilustración:

Un joven está en observación en una unidad de rehabilitación; él deja saber


claramente que necesitará de un recurso de seguridad para protegerse de las influencias
destructivas de su “banda” de amigos delincuentes. “Sin eso, yo no podría salir”. Los
educadores y el practicante de asistente social tratan de convencerlo que no tiene necesidad
de tal recurso y que ellos le van a dar todo el apoyo profesional que necesita. El se niega a
escuchar y continúa pidiendo que lo envíen al internado. Es la sorpresa general, y la
consternación; se buscan mil y una razones, cada una más rebuscada que otra, para explicar
tal actitud. A pesar de un malestar evidente, el equipo decide por consenso acceder a su
demanda. Poco tiempo después, los educadores saben que un lugar está disponible en un
medio de seguridad. Hacen todo lo posible para preparar al joven para la transición. Sin
embargo, al momento de la partida, el joven se rehúsa absolutamente a ir al centro, y hace
tal crisis, que los agentes de seguridad lo deben acompañar.

El análisis de este hecho nos lleva a preguntarnos: ¿hasta qué punto se


comprendieron bien las necesidades de este joven? “¿Cuando se lo quiso devolver a su
medio natural, o cuando se decidió su ubicación en un centro de seguridad? La respuesta a
esta pregunta depende evidentemente del marco teórico de cada uno. Cualquiera que sea
ese marco de referencia, nunca es fácil estar atento al actuar de los jóvenes o lo que dicen;

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si los jóvenes no pueden no comunicar lo que ellos viven esto nos fuerza a reconocer que el
interventor no siempre capta lo que intentan comunicarle.

Es sin duda que, apoyándose en numerosas observaciones de este tipo, que un gran
número de educadores especializados dan decidido “no responder al contenido”. Pero no
responder al contenido de la hostilidad o de la desesperación, no es ignorarla. ¿No es
porque un educador acepta escuchar sus propias reacciones, que algunas de sus cóleras
pueden servirle al otro? ¿No es porque un educador ha aceptado sus propios momentos de
desesperación, que él puede estar atento a la de otros y hacer frente a la dificultad que todo
eso significa en la relación interpersonal? ¿No es porque la madre de un niño discapacitado
ha podido medir lo que le significaba la discapacidad de su hija, que ella puede estar atenta
a la reacción que suscita su hija en otros adultos? (Scheafer, 1987)

Es, sin duda, que a partir de estos pasos, que la expresión “no responder al
contenido” puede tomar sentido. Redl y Wineman (1964), inspirados sin duda por su
formación psicoanalítica, fueron los primeros en poner en evidencia que, en esas
interacciones con los educadores profesionales, el joven hablaba a menudo a otros
“personajes”, y que “liberándose” y expresando su hostilidad hacia un educador, él se
dirigía a otras figuras. Esta interpretación dio lugar a la consigna que todo pasante por
educación especializada debe interiorizar: “No respondan al contenido”.

Los educadores siempre se han ganado un punto a favor al entrenarse en esta


práctica, aún si sospecharan que su maestro Redl estaba inspirado mucho más por sus
experiencias en entrevistas individuales, que por aquella de una vivencia compartida con
los niños, en lo cotidiano. “Es bien bonito durante una o dos horas; pero en relación a la
larga jornada, cuando uno intenta acomodarse a una realidad compartida y a la función de
hacerse cargo de la situación educativa... es ahí donde hay una falta de realismo”. Veamos
el próximo hecho.

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Una educadora consciente, se esfuerza por aplicar los principios de su arte y de lo
que ella cree conocer. Ella es responsable del acompañamiento de una joven
particularmente perturbada que ha tenido una estadía poco exitosa en el centro, todo esto, a
pesar del esfuerzo innegable del personal. En numerosas ocasiones la educadora había
estado “atenta” a esta joven. Ella había tenido el cuidado – cada vez que la ocasión se
presentaba – de ventilar sus propias reacciones ya sea en supervisión profesional, o a través
de reflexiones personales. En las interrelaciones cotidianas, la joven no podía dejar de notar
la calidad de las interacciones que la educadora lograba con ella; lo cual tampoco podía
dejar de comunicar.

Después de haber intentado ubicarla en una familia de acogida, lo que se tornó una
catástrofe, la joven tuvo que ser llevada de vuelta al internado. Ya hace algunas semanas
que ha regresado y la educadora pasa toda una jornada sola con ella; no teniendo ningún
lugar donde ir, la joven no puede salir como las otras. Ahora bien, la joven ha sido
particularmente desagradable, muy hostil, multiplicando agresiones verbales y
comportamientos inapropiados. Al final del día, no pudiendo más “no responder al
contenido”, la educadora le dice: “¡Estoy harta de tus ataques continuos sin razón contra mí
y todo el mundo!”, y deja la pieza golpeando la puerta.

Después de haber expresado espontáneamente su exasperación, la educadora está


convencida ahora de haber “respondido al contenido”, de haber cometido un error
monumental, de haber deteriorado para siempre su vínculo con la adolescente... y sin
embargo el choque ha hecho reaccionar tanto a la joven como a la educadora. La joven
admite haber ido demasiado lejos durante la jornada y se preguntó si la educadora no estaba
enojada antes. Las dos vivieron una relación “interpersonal” aparentemente sin tinte
clínico: un educador no debe responder a la hostilidad con hostilidad, a riesgo de repetir
comportamientos de otros adultos, que los jóvenes han conocido en el pasado.

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Pero ese día, el vaso se desbordó; la educadora le dijo claramente a la adolescente:
“No tiene sentido que demandes tanto de los otros si tú pides tan poco de ti en las
situaciones que vives con otros. ¿Sólo los otros te deben escuchar? ... Y tú ¿qué haces en
esto? El enojo de los otros ¿no es un poco también asunto tuyo?” (Guez y Gaudray, 1984).

Si la escucha de la hostilidad presenta dificultades, como recién vimos, ¿qué pasa


con la escucha de la desesperación? Escuchar la desesperación, como se dice, es ya una
tarea compleja, porque las palabras escuchadas coinciden con las nuestras en ciertos
momentos de nuestra existencia. Pero “escuchar” la desesperación silenciosa y vaga - lo
que no le quita nada de agudeza, por el contrario – de quien está al borde del suicidio sin
siquiera saberlo aparentemente, provoca en el interventor una angustia que es mucho más
difícil de identificar que la cólera.

La desesperación también es particularmente vivida por los padres de un joven, que


uno acompaña. Evidentemente, el educador puede comprender lo que pasa con esos
padres. ¿No les ha pasado en algunas ocasiones que han llegado a sentir sentimientos
idénticos frente al joven, y sin embargo están con él solo algún tiempo?, mientras que los
padres ellos... ¡Qué difícil! Escuchar los mensajes desesperantes de quienes exigen tanta
energía física por parte del “vínculo profesional”, levanta toda clase de emociones que sólo
el entrenamiento profesional y el auto-conocimiento pueden ayudar a aclarar (Gendreau,
1978).

Esta y otras dificultades tendrán sentido solamente si la interioridad es percibida


como un valor de la acción educativa, como una riqueza específica de la naturaleza
humana, y no como una manía resultado de la deformación profesional de ciertos
“psicólogos” que valoran la interioridad de los mínimos gestos de la vida corriente. Cada
uno sin duda conoce una de esas anécdotas algo caricaturescas que ilustran como lo
interpersonal puede a veces llegar a ser artificial, tal como esos dos “psicólogos” que en el
pasillo, se preguntan “eso que le quiso decir el colega, que recién le dijo buenos días”.

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Considerar la interioridad como un valor, es darle sentido al ser humano no sólo


como un mecanismo biológico o un automatismo comportamental; sino como un ser que
tiene una vida interior que requiere ser nutrida y orientada tanto como sus comportamientos
(Buber, 1959).

Fundamentalmente, es en esta perspectiva que la consigna transmitida al educador


de no responder al contenido, cobra sentido. No responder al contenido, no significa
ignorarlo; por el contrario, considerarlo por lo que es, es decir, la expresión de una vida
interna que no siempre sabe manifestarse adecuadamente, pero que representa uno de los
valores de base sobre el cual el educador puede apoyar su rol de modelo y de apoyo.

La confrontación y la negociación para darle sentido al conflicto.


Educar, es aceptar el conflicto. Esto es evidente para la madre cuyo hijo pequeño al
entrar en contacto con la realidad, se hace daño. Es aún mas cierto para los padres (o los
adultos, en general) que son responsables de adolescentes. Sin embargo, se trata de una
confrontación necesaria, como aquella de la asimilación y de la acomodación en el
paradigma piagetano de la adaptación, según la cual el adulto – el educador – estimula la
actividad del adolescente mostrándole nuevas metas a alcanzar que proporcionan nuevos
aprendizajes, los cuales no ocurren por si solos. Los esfuerzos que se le proponen al joven
para llevarlo a descubrir o a entrar en el mundo de los adultos, provocan a menudo una
primera reacción de agresividad contra la conformidad. Esta agresividad, que se comunica
al educador, mensajero e incentivador de este proceso, puede llegar a ser hostil.

La hostilidad no es jamás agradable de soportar; al interventor no le gusta para nada


jugar un mal rol. Controlar, repetir, insistir, molestar, no son las acciones educativas más
valoradas ni más gratificantes. La mamá que debe darle al hijo un medicamento con un
sabor desagradable… ¿No se le aprieta el corazón?

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La tensión provocada por las resistencias se manifiesta aún más cuando el educador
está en presencia de jóvenes que ya han sido testigos de la “resignación” de profesionales
incapaces de hacer frente a los desafíos existenciales con que estos jóvenes los confrontan.
Los jóvenes han comprendido el mensaje que se les transmitía; han asumido que ellos no
tienen lo que se necesita “para hacerse cargo de su vida”, para ser ganadores en la vida.

Los adultos también son llevados a renunciar para evitar conflictos con los jóvenes.
Esta renuncia larvada que Dubet (1987) describe bien en un libro llamado paradojalmente
“La galera: jóvenes en sobrevivencia”, desembocaría en la violencia por la violencia; es
decir, sobre la violencia gratuita, sin blanco, o más bien que tiene como blanco los objetos
o las personas que se encuentran por azar en su campo de reacción. Después de todo, es
normal que la juventud se oponga... esos comportamientos hacen aún más difícil la
confrontación. Y eso, lo percibe bien el adulto, lo comprende bien, y sabe también cuanto
cuesta a la sociedad la violencia que se expresa en vandalismo. Pero llegando al límite, se
diría que acepta pagar el precio, que hacer el esfuerzo de proponer sus valores de adulto a la
juventud, como si temiera no poder soportar el cuestionamiento que suscitaría la oposición
de los jóvenes.

Entonces, los educadores profesionales encuentran más fácil callarse, correrse para
no ver nada, o esconderse bajo técnicas o un acuerdo colectivo frente a su renuncia. En
cuanto a los padres, los que se encuentran más holgados, esconden su renuncia tras el
bienestar permisivo que permiten a sus hijos.

Es bueno admitir que los educadores, padres o profesionales, a menudo han tenido
tendencia a responder en lugar del hijo. En muchos medios, eso formaba parte de la
tradición educativa (Chapleau, 1989). En nuestros días, los jóvenes, a veces, tienen más
facilidad que algunos de sus educadores – adultos para responder a ciertas cuestiones. Esta
sustitución de la actividad del joven, no caracteriza ya la acción educativa moderna, y eso
es un gran progreso.

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Sin embargo se diría que los educadores, tanto naturales como profesionales,
encuentran cada vez más difícil insistir en la necesidad de tal o cual acto, aún si lo hacen
con toda relatividad (de acuerdo a su modelo educativo); se diría que sienten una vago
sentimiento de inutilidad, o por lo menos, de vergüenza (Dubet, 1989).

Los primeros educadores especializados recuerdan el esfuerzo que les requería, en


sus primeros encuentros, la aplicación del concepto que Redl y Wineman (1964) llamaban
la ignorancia intencional. Esta técnica de intervención consistía en ignorar una cierta
conducta desorganizada, cuyo análisis uno podría concluir que desaparecería por sí sola, y
que una intervención activa provocaría una intensificación de la conducta.

Una gran cantidad de interventores de la educación, que sin duda jamás leyeron a
Redl y Wineman, tomaron al pie de la letra ese concepto. Mientras mayor es la ignorancia
intelectual de los educadores, más utilizan el “mirar para el otro lado”, a jugar al no
intervencionista, como si todas sus hipótesis llevaran a la misma conclusión: eso se va a
arreglar solo. Sin embargo, en muchos casos, la ignorancia intelectual, la ignorancia sucia,
parte de la inseguridad, de la ausencia de convicción, de la flojera, del dejar hacer. Muchos
educadores se convencen que tienen muy pocos argumentos para tener razón, y que sus
valores no tienen nada de estimulante para los jóvenes.

Antes de hablar de la confrontación y de la negociación, como expresiones de


valores que dan sentido a las interacciones educativas que se viven bajo el signo del
conflicto, se impone una acotación. De partida, en lo interpersonal educativo, el educador
no puede convencerse que tiene siempre razón, que las soluciones que propone siempre son
las mejores. Se impone un poco de humildad experiencial: las maneras de adaptarse de su
generación, o las suyas no son necesariamente la respuesta. Con toda honestidad, el
educador debe tomar conciencia de las fuerzas positivas de esos modos de adaptación, pero
también de sus límites. Sabiendo que es eso lo que tiene para ofrecer, sería mal visto que lo
disimulara. A pesar de que tenga que ser flexible, él no debe renegar de sus valores.

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Texto traducido para uso exclusivo de la carrera de Psicoeducación del proyecto PJDA
Universidad de la Frontera de Temuco y la Université du Québec en Outaouais
Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.
Revue Canadienne de Psychoeducation, 19(2), 71-83
De igual manera es necesario distinguir bien los valores y las modalidades asociadas
al conflicto y las diferentes formas en que las personas o los grupos pueden responder a
estos. Sin un mínimo de respeto mutuo entre los actores de una situación educativa, el
conflicto pierde.... sino todo su significado, por lo menos las posibilidades que puede
ofrecer a los actores de desarrollarse paralelamente y en conjunto. Confrontación no es
sinónimo de agresión; aún cuando los conflictos nacionales o ciertas luchas sindicales se
puedan parecer a las confrontaciones de puntos de vista.

Dicho esto, podemos agregar que es en la oposición a los adultos que los jóvenes se
afirman y elaboran su propia visión del mundo, de su mundo, y que la ausencia de
conflictos representa la renuncia de los adultos y su rechazo para acompañarlos en este
camino (Dubet, 1987). El padre que toda su vida se ha dedicado a dar testimonio de la
importancia del trabajo, a veces en desmedro de otros valores, y que se lo presenta a su hijo
como uno de los valores fundamentales de la vida, puede tener como respuesta que su hijo
ubique el trabajo en el nivel más bajo de su escala de valores: que resulta en la oposición a
su padre y la afirmación de su propios deseos con relación al trabajo. “Yo no lo haré como
tú; yo quiero vivir, no solamente trabajar...” “¿Quién te ha dicho que yo no he vivido?” Le
responde el padre. “Yo de todas formas, no tengo la intención de vivir así”, reafirmará el
joven quizás con más impetuosidad que prudencia.

Sin duda, el padre puede aceptar que su manera de conducir su vida no ha sido
perfecta. Sin embargo, él tratará de hacer reflexionar a su hijo para que tenga en cuenta
todo lo que se ha beneficiado con las ventajas financieras de su padre, procurándose todos
los placeres que ha puesto en la cima de su escala de valores. Aquí el padre se siente en
terreno sólido.

Es distinto con los valores de la vida, del amor, de la generatividad y de la paz, que
vienen a no tener sentido por ser percibidos como muy exigentes. El silencio avergonzado
de los educadores (padres y profesionales) es un indicador inequívoco de que los adultos

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prefieren evitar la confrontación. Se sienten en terreno movedizo y prefieren no
comprometerse; probablemente no podrán mantenerse en ese lugar por mucho tiempo.

Es sin duda una de las razones que lleva a los educadores (padres y profesionales) a
olvidar lo esencial para oponerse a cosas externas, o a lo que parece, para tener buena
conciencia. Quizás, esa madre de quien Dubet (1987, p. 254) da testimonio... ¿ha
comenzado ella a apuntar a lo esencial? “Entonces yo le dije: seamos amigos, sino no, así
no vamos a avanzar. Y este año ha sido magnífico, porque, aún si él es feo, sucio, es todo
lo que quiero. Pero yo dialogo. Es rico este niño, él tiene muchas cosas... y ya no veo al
pelusa asqueroso porque ya no me importa”.

Los educadores frecuentemente mantienen la ilusión de que comportamientos de


amigo-amigo facilitan la creación y el mantenimiento de vínculos con los jóvenes. Por
supuesto, ¡que suerte tener un padre o un educador que aún es joven!, siempre que éste
último sea sobretodo un educador. Ser educador y adulto con adolescentes, es una opción
que a ojos de algunos ha perdido un poco su sentido. Los educadores que fuman
“marihuana” para estar a nivel de los jóvenes, se equivocan ellos mismos. Dicen a los
jóvenes que se mutilan el pelo que “dan miedo”, pero se engañan ellos mismos y a los “que
no saben” que es para dar miedo que actúan así.

Un educador capaz de testimoniar su respeto, su afecto, lo que lo hace vivir, sin


detenerse frente a la “chaqueta asquerosa”, al comportamiento marginal, a los sarcasmos
del joven... no tiene una tarea fácil. Él apuesta que, con ese respeto tan espontáneo como le
es posible, sin dejar de lado sus valores pero tampoco rígido, los jóvenes podrán descubrirlo
y decirle: “¡Qué íntegro es este adulto, tiene tantas cosas dentro de sí!”. Entonces, les
dará lo mismo alto su aspecto fuera de moda y sin duda horrible a sus ojos, e irán a lo
esencial junto con ellos.

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Hemos acercado los términos conflicto y negociación. Algunos verán ahí una
concesión que hoy está de moda. Los valores de la confrontación y la negociación no
parecen ser un buen matrimonio. Por lo tanto, insistimos en la necesidad de cierta
flexibilidad al corazón de la acción educativa. El conflicto es un valor del la relación
interhumana educativa; pero no la victoria sobre el joven en su lucha por elaborar su visión
de mundo. El educador que se pone delante, no anula al otro bajo el peso de sus
experiencias o de su “poder” de adulto. El educador es un enlace vivo, capaz de
comprometerse y de entrar, no solamente en interacción, sino también en relación. Por un
lado, puede ser llevado a sentir cierto orgullo cuando la decisión de un joven se inspira en
su trabajo; o por el otro, puede tener la impresión de fracaso si el joven no tiene en cuenta
lo que le ha dicho. Por cierto se necesita un entrenamiento para tomar esta distancia
emotiva, en lo que respecta las decisiones del otro, cualesquiera que ellas sean.

La perseverancia para darle sentido a lo cotidiano


Cualquiera que sea su lugar de trabajo, el educador no puede escaparse de lo
cotidiano (Chapleau, 1989). No es la rutina lo que hace mayormente difícil lo cotidiano –
porque las actividades educativas están continuamente cambiando-, sino más bien los
numerosos detalles que existen, y que se podrían calificar de insignificancias. ¿Qué valor le
puede dar sentido a ese universo de “insignificancias”?

“Después de todo, criar niños es intentar relacionar conflictos banales y


compromisos morales; la imagen que se tiene de la vida real y aquella que se hubiera
querido tener (Dubet, 1987, p.54). Y ser educador es sumergirse en el corazón de lo real de
las situaciones educativas para intentar, a través de ellas, alcanzar los objetivos que cada
actor se ha comprometido perseguir, a su nivel, para mejorar “su vida real”, teniendo en
cuenta la que le gustaría tener.

Pero esta vida real está llena de “dificultades banales” que tengo el hábito de llamar
con el provocador nombre de insignificancias. Entonces, el educador es un profesional de

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las “insignificancias”. He ahí uno de los aspectos más difíciles para un profesional de la
acción educativa especializada. Estar presente respecto al menor detalle de la más mínima
situación educativa; darle a ese detalle toda su importancia (relativa a la situación
educativa); pero no reducir con el mismo soplo, el universo a ese detalle, a ese
comportamiento, a ese suceso, a este sufrimiento.

Lo que es difícil para el educador es ser joven con los jóvenes; es darle sentido a
gestos que podría encontrar ridículos en otras circunstancias, y al mismo tiempo, no caer en
el infantilismo.

Lo que es difícil para el educador es aceptar ser un profesional de la insignificancia;


es decir, saber darle toda su importancia al mínimo gesto que haga al joven, sabiendo que
ese gesto no tendrá la misma importancia si se hiciera en otro contexto, en un mundo de
adultos donde no actuaría como educador. En otras palabras, en llegar a ser un virtuoso de
la adaptación a diferentes niveles o a diferentes escalas de valores.

Lo que es difícil para el educador, es desarrollar una sabiduría de la acción sin


replegarse sobre su propia sabiduría; dar cuenta de sus “absolutos” meta- profesionales,
ofreciendo a cada uno la posibilidad de descubrir otros y buscar los propios en el aquí y
ahora. Es unir las pequeñas cosas de lo cotidiano a lo universal, sin reducir lo universal a
particularismos tramposos. Es renunciar a los absolutos profesionales, aquellos cotidianos
como los universales, para descubrir en los gestos comunes de la acción educativa, un
medio relativo de captar lo humano y de hacerlo evolucionar.

Es fascinante la obstinación del investigador que, en su laboratorio vigila y mide


variaciones pequeñísimas, y que recomienza las mismas experiencias cientos de veces para
asegurarse una muestra válida; y cuando descubre una falla en su protocolo, recomienza
todo de nuevo. Las ciencias exactas tienen sus exigencias que toman su valor de los
objetivos del investigador, pero también a través de un valor que denominamos la

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perseverancia. “Veinte veces sobre la materia, recomiencen su obra”. Esta consigna que es
del siglo XVII, no ha perdido su relevancia; en todo tiempo, hay que saber durar para hacer
avanzar el conocimiento.

Una vez más, el arte se reúne a la ciencia en la acción educativa. En su rol de guía
atento a lo real, al sujeto, y a sus interacciones, el educador debe rehacer decenas de veces
la misma intervención, repetir la misma consigna... o casi la misma. Se sabe que las
interacciones se sitúan en lo común, en la rutina, en las pequeñas cosas. Como el
investigador en su laboratorio, el educador debe rehacer los mismos gestos, ya sea que el
joven no haya cogido las consignas dadas por educador, o que no haya creído que sea útil
tomarlas en cuenta. Él también tiene ser perseverante si quiere darle sentido a sus
repeticiones constantes, a sus eternos recomienzos; él sabe que una intervención no tendrá a
veces sentido para el joven, sino después de numerosas repeticiones.

Esta perseverancia hecha de flexibilidades y de reanudaciones, es la que permitirá a


reanudar los objetivos de cambio y de evolución de la acción educativa, y que impedirá al
educador quedar en una rutina infantilizante. Su sentido dependerá de la claridad del
vínculo entre los medios y los objetivos; si los medios son percibidos en relación a los fines
y si toman su lugar en la lógica de la acción educativa. Así como el investigador no debe
perder el objetivo de su proyecto, el educador tiene que situar cada una de sus acciones
específicas respecto a las finalidades individuales y sociales de la educación. Es así que
puede resituar los gestos en su contexto, y darles otro sentido, que aquel dado por la
aparente puerilidad a que, aparentemente, se le puede atribuir.

Aceptar ser interventores de la relatividad


Interventores que han acompañado a un joven que se ha suicidado, o padres que
tienen un niño problema, pueden siempre decir que podrían haber hecho esto o lo otro, que
deberían haber pensado en tal intervención, poner atención a la palabra, etc. Sí, es difícil
desprenderse de esas impresiones profundas que unen a los educadores naturales y

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profesionales, y a los interventores en general, hasta sus trincheras más profundas, hasta sus
heridas más secretas.

Son raros los interventores que logran siempre tener en cuenta la relatividad de sus
conocimientos, de su empatía, de su disponibilidad emotiva, de las circunstancias del aquí y
ahora de la vivencia educativa. Por supuesto que el interventor consciente quisiera saberlo
todo, hacer todo bien en función de las necesidades de los individuos que él acompaña o de
las situaciones a las que está confrontado. Sin embargo, es mucho más fácil para
espectadores externos al contexto de la acción educativa, racionalizar y decir: “Veamos,
todo el mundo sabe que ustedes han hecho todo lo posible, que lo que le sucede a ese joven
no es para nada su falta”. Pero en el fondo, jamás ha sido tan claro que el “origen” posible
de las dificultades, pueda ser un factor genético u orgánico. ¿Desde cuando se ha
descubierto el gen de la delincuencia? ¡Ni se ha pensado en descubrir el de la
esquizofrenia! (Kennedy, Giuffra, Moisés, Cavalli – Sforza, Pakstis, Kidd, Castiglione,
Sjoqren, Wetterberg, Kidd, 1988; Sherrington, Brynjolfsson, Petursson, Potter, Dudlestoh,
Barraclugh, Wasmuth, Dobbs...no lo han logrado). Se continuará diciendo que se “debería
haber” hecho eso en lugar de esto.

¡Feliz dilema el que da sentido a la acción educativa! Si los resultados observados


en el ser humano no dependen jamás de esta acción, entonces se debería por lo menos
cuestionar y estimular la investigación del sentido de esta acción. Partir de los resultados,
pero no paralizarse...

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Conclusión
El educador, como todo interventor en ciencias humanas y sociales, es un actor que
debe tener en cuenta, a la vez, numerosos factores. De partida, lo suyo, como lo predispone
de alguna manera su historia personal y su formación profesional. Luego, el sistema del
cual forma parte el joven a quien acompaña, que le dicta su acción, a partir de numerosas
políticas, no siempre muy congruentes. Finalmente, las personas en dificultad y las
situaciones psicosociales y educativas a las cuales él se dirige. Entonces, se puede
comprender que sea objetivo y subjetivo a la vez, neutro y comprometido, preocupado de
responder a las necesidades de los individuos y a las demandas de todos los actores del
sistema; atento a las necesidades de los jóvenes, evaluado por los individuos (sus clientes),
por el sistema y por sus propias exigencias profesionales.

Y ese actor juega sobre un pequeño escenario, aparentemente lo más mínimo: lo


cotidiano, cuya decoración está fabricada por el universo interno de los actores, que abre
una perspectiva sobre el conjunto del universo. Sobre esa escena, él se siente a la vez
poderoso e impotente; pero tiene conciencia sobre todo de su impotencia... porque esta es
dolorosa. Sin embargo, esta última es la que lo acerca más a las personas en dificultad; y su
forma de reaccionar a las vulnerabilidades de cada una de los factores, es el testimonio más
útil que puede ofrecer. Es así que puede darle sentido a su vida, tanto como a aquella de las
personas con quienes está en interacción.

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