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Lectura 3.gendr1990.busquedadesentido
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Texto traducido para uso exclusivo de la carrera de Psicoeducación del proyecto PJDA
Universidad de la Frontera de Temuco y la Université du Québec en Outaouais
Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.
Revue Canadienne de Psychoeducation, 19(2), 71-83
en lo más íntimo del ser; de la confrontación entre las satisfacciones de estar en terreno
conocido y las inquietudes de la novedad; entre la tranquilidad - resultado de cierta
uniformidad - y el malestar generado por lo que está demasiado lejos de sí mismo o de sus
hábitos de trabajo; entre la plenitud asociada al concepto de ser libre y las exigencias
restrictivas, ligadas al compromiso.
La búsqueda de sentido
La búsqueda de sentido de la acción del educador lo lleva a vivir alternadamente, la
esperanza, la interioridad, la confrontación y la negociación, la perseverancia y la
relatividad.
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Sin embargo, es de otro cuestionamiento que queremos hablar. Se trata de aquel que
surge de los resultados de diversas intervenciones con jóvenes en dificultad; resultados que
tienden a mostrar que los jóvenes que son intervenidos, no son ni más ni menos adaptados
que otros dejados a sí mismo, sin medidas especiales (Le Blanc, 1983; Mc Cord, 1988).
¡Así se ven reducidos todos los esfuerzos de intervención a tablas estadísticas que llegan a
regular la acción educativa especializada (Habermas, 1976)!
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Gendreau, G. (1990) En la búsqueda de sentido para la acción cotidiana del educador.
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Se puede observar fácilmente que se ha hecho cada vez más difícil para los
educadores – y para todos los profesionales de las ciencias humanas y sociales – no dejarse
invadir por esta especie de desesperación que se infiltra en su acción como metástasis. Ellos
se preguntan si aún pueden ser testigos de la esperanza, acerca de ciertos resultados
recientes de investigaciones evaluativas de la acción educativa especializada (LeBlanc,
1983; Mc Cord, 1988). Desde el fondo de este otoño de la acción educativa, que
ciertamente no es tan fructífera como esperado y, a pesar del efecto glacial de las
evaluaciones sobre la confianza profesional, ¿sabrán ellos presentar algo distinto, que un
invierno riguroso, a las personas con las cuales trabajan? ¿Pueden ellos aún creer que al
menos podrán ayudarlos a defenderse contra el frío que – según las estadísticas, arriesga
traspasar las ligeras vestimentas de sus magros progresos? ¿Cómo, sin ser ingenuo, cultivar
la esperanza en los educadores, y en general, en los profesionales?
A veces, todo lo que pueden hacer es aceptar mirar los hechos y gestos de las
personas que antes que ellos, han buscado en el fondo de sí mismos, la energía que le da un
sentido a la dificultad de ser; han creído en “algo” y en parte, lo han realizado. Es así que
educadores de experiencia pueden testimoniar el camino recorrido por ellos mismos y por
quienes les han precedido. Es así que un Jean Vernier (1974), manifestando una confianza
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respetuosa frente a jóvenes en dificultad y sobrepasando sus vulnerabilidades paralizantes,
adquiere valor de símbolo. Es así que todos los “esperanzados” de la vida cotidiana, de la
palabra o de la escritura, y que todos los dedicados a la investigación, que en sus
laboratorios, se afanan en contra de las vulnerabilidades del ser humano, pueden contribuir
a darle sentido a la esperanza. Todos ellos testimonian de esas realidades tan frágiles que
los humanos llaman vida y esperanza.
Reapropiándonos de la fórmula de Malreux: “Una vida no vale nada, pero nada vale
la vida”, ¿no podríamos decir? ... “. Estadísticamente, mi esperanza como profesional no
lleva a una elevada tasa de éxito, pero nada vale esta esperanza”, a condición de que sea
consciente tanto de los límites como de su indispensable necesidad. “No es suficiente que el
creyente cambie de creencia. Es necesario que descubra que él es integralmente místico,
religioso e irracional, allí donde se creía científico y racional, y que se sepa creyente allí
donde él es creyente” (Morin, 1981, p. 254).
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diríamos, sus creencias. Y esto con el mayor respeto por los individuos, por quienes él cree
que no se puede hacer nada más... por las personas en dificultad... y que están
irremediablemente condenadas a repetir comportamientos no apropiados.
Uno de los participantes al seminario, queriendo sin duda llevar al límite la lógica
del razonamiento, preguntó al conferencista si, para todos los fines prácticos, la acción
educativa especializada no había sido inútil. Después de un corto momento de silencio y
pesando cada una de sus palabras, ella respondió: “No es porque todas las acciones
educativas de los padres o de los educadores no den los frutos que se podría esperar que
uno debiera recomendar que se abandone a los niños a su suerte... la educación es todavía
lo mejor que se les puede ofrecer, aún cuando los resultados no siempre son lo que uno
espera”.
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achacada bajo el peso de los intentos irreales del sistema, entonces la educación
especializada no tiene sentido. Pero ¡atención!, no tendrá ventaja con los “castillos en el
aire” de la ingenuidad relacional (“hemos establecido una buena relación con esta joven...
esto debería andar bien ahora”) (Guez y Gaudray, 1984).
Sí, la esperanza es la más fuerte, pero debe velar sin cesar por no dejarse invadir por
el ejército de la desesperación, siempre al acecho en los confines del territorio de la acción
educativa especializada, y que posee en cada uno de nosotros un agente secreto muy eficaz:
nuestra desesperanza enraizada frente a nuestras dificultades “personales – profesionales”...
las más íntimas como las más evidentes, y frente a aquellas de los sistemas.
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La escucha hace alusión a la disponibilidad afectiva y cognitiva de los actores. Estos
últimos, siendo tributarios del contexto de la situación educativa; el profesional que trabaja
con la escucha... encontrará numerosas dificultades. Nos contentaremos con describir
algunas; lo cual ayudará a comprender mejor lo que el educador puede experimentar con
este importante componente del acompañamiento de un joven en dificultad.
Todo educador digno de ese nombre se esfuerza por responder lo mejor posible a las
necesidades de aquellos que él acompaña. Pero no es fácil estar a la escucha de las
necesidades de los jóvenes en dificultades, por ejemplo de aquellos con problemas de
comportamiento. He aquí una ilustración:
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si los jóvenes no pueden no comunicar lo que ellos viven esto nos fuerza a reconocer que el
interventor no siempre capta lo que intentan comunicarle.
Es sin duda que, apoyándose en numerosas observaciones de este tipo, que un gran
número de educadores especializados dan decidido “no responder al contenido”. Pero no
responder al contenido de la hostilidad o de la desesperación, no es ignorarla. ¿No es
porque un educador acepta escuchar sus propias reacciones, que algunas de sus cóleras
pueden servirle al otro? ¿No es porque un educador ha aceptado sus propios momentos de
desesperación, que él puede estar atento a la de otros y hacer frente a la dificultad que todo
eso significa en la relación interpersonal? ¿No es porque la madre de un niño discapacitado
ha podido medir lo que le significaba la discapacidad de su hija, que ella puede estar atenta
a la reacción que suscita su hija en otros adultos? (Scheafer, 1987)
Es, sin duda, que a partir de estos pasos, que la expresión “no responder al
contenido” puede tomar sentido. Redl y Wineman (1964), inspirados sin duda por su
formación psicoanalítica, fueron los primeros en poner en evidencia que, en esas
interacciones con los educadores profesionales, el joven hablaba a menudo a otros
“personajes”, y que “liberándose” y expresando su hostilidad hacia un educador, él se
dirigía a otras figuras. Esta interpretación dio lugar a la consigna que todo pasante por
educación especializada debe interiorizar: “No respondan al contenido”.
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Una educadora consciente, se esfuerza por aplicar los principios de su arte y de lo
que ella cree conocer. Ella es responsable del acompañamiento de una joven
particularmente perturbada que ha tenido una estadía poco exitosa en el centro, todo esto, a
pesar del esfuerzo innegable del personal. En numerosas ocasiones la educadora había
estado “atenta” a esta joven. Ella había tenido el cuidado – cada vez que la ocasión se
presentaba – de ventilar sus propias reacciones ya sea en supervisión profesional, o a través
de reflexiones personales. En las interrelaciones cotidianas, la joven no podía dejar de notar
la calidad de las interacciones que la educadora lograba con ella; lo cual tampoco podía
dejar de comunicar.
Después de haber intentado ubicarla en una familia de acogida, lo que se tornó una
catástrofe, la joven tuvo que ser llevada de vuelta al internado. Ya hace algunas semanas
que ha regresado y la educadora pasa toda una jornada sola con ella; no teniendo ningún
lugar donde ir, la joven no puede salir como las otras. Ahora bien, la joven ha sido
particularmente desagradable, muy hostil, multiplicando agresiones verbales y
comportamientos inapropiados. Al final del día, no pudiendo más “no responder al
contenido”, la educadora le dice: “¡Estoy harta de tus ataques continuos sin razón contra mí
y todo el mundo!”, y deja la pieza golpeando la puerta.
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Pero ese día, el vaso se desbordó; la educadora le dijo claramente a la adolescente:
“No tiene sentido que demandes tanto de los otros si tú pides tan poco de ti en las
situaciones que vives con otros. ¿Sólo los otros te deben escuchar? ... Y tú ¿qué haces en
esto? El enojo de los otros ¿no es un poco también asunto tuyo?” (Guez y Gaudray, 1984).
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La tensión provocada por las resistencias se manifiesta aún más cuando el educador
está en presencia de jóvenes que ya han sido testigos de la “resignación” de profesionales
incapaces de hacer frente a los desafíos existenciales con que estos jóvenes los confrontan.
Los jóvenes han comprendido el mensaje que se les transmitía; han asumido que ellos no
tienen lo que se necesita “para hacerse cargo de su vida”, para ser ganadores en la vida.
Los adultos también son llevados a renunciar para evitar conflictos con los jóvenes.
Esta renuncia larvada que Dubet (1987) describe bien en un libro llamado paradojalmente
“La galera: jóvenes en sobrevivencia”, desembocaría en la violencia por la violencia; es
decir, sobre la violencia gratuita, sin blanco, o más bien que tiene como blanco los objetos
o las personas que se encuentran por azar en su campo de reacción. Después de todo, es
normal que la juventud se oponga... esos comportamientos hacen aún más difícil la
confrontación. Y eso, lo percibe bien el adulto, lo comprende bien, y sabe también cuanto
cuesta a la sociedad la violencia que se expresa en vandalismo. Pero llegando al límite, se
diría que acepta pagar el precio, que hacer el esfuerzo de proponer sus valores de adulto a la
juventud, como si temiera no poder soportar el cuestionamiento que suscitaría la oposición
de los jóvenes.
Entonces, los educadores profesionales encuentran más fácil callarse, correrse para
no ver nada, o esconderse bajo técnicas o un acuerdo colectivo frente a su renuncia. En
cuanto a los padres, los que se encuentran más holgados, esconden su renuncia tras el
bienestar permisivo que permiten a sus hijos.
Es bueno admitir que los educadores, padres o profesionales, a menudo han tenido
tendencia a responder en lugar del hijo. En muchos medios, eso formaba parte de la
tradición educativa (Chapleau, 1989). En nuestros días, los jóvenes, a veces, tienen más
facilidad que algunos de sus educadores – adultos para responder a ciertas cuestiones. Esta
sustitución de la actividad del joven, no caracteriza ya la acción educativa moderna, y eso
es un gran progreso.
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Sin embargo se diría que los educadores, tanto naturales como profesionales,
encuentran cada vez más difícil insistir en la necesidad de tal o cual acto, aún si lo hacen
con toda relatividad (de acuerdo a su modelo educativo); se diría que sienten una vago
sentimiento de inutilidad, o por lo menos, de vergüenza (Dubet, 1989).
Una gran cantidad de interventores de la educación, que sin duda jamás leyeron a
Redl y Wineman, tomaron al pie de la letra ese concepto. Mientras mayor es la ignorancia
intelectual de los educadores, más utilizan el “mirar para el otro lado”, a jugar al no
intervencionista, como si todas sus hipótesis llevaran a la misma conclusión: eso se va a
arreglar solo. Sin embargo, en muchos casos, la ignorancia intelectual, la ignorancia sucia,
parte de la inseguridad, de la ausencia de convicción, de la flojera, del dejar hacer. Muchos
educadores se convencen que tienen muy pocos argumentos para tener razón, y que sus
valores no tienen nada de estimulante para los jóvenes.
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De igual manera es necesario distinguir bien los valores y las modalidades asociadas
al conflicto y las diferentes formas en que las personas o los grupos pueden responder a
estos. Sin un mínimo de respeto mutuo entre los actores de una situación educativa, el
conflicto pierde.... sino todo su significado, por lo menos las posibilidades que puede
ofrecer a los actores de desarrollarse paralelamente y en conjunto. Confrontación no es
sinónimo de agresión; aún cuando los conflictos nacionales o ciertas luchas sindicales se
puedan parecer a las confrontaciones de puntos de vista.
Dicho esto, podemos agregar que es en la oposición a los adultos que los jóvenes se
afirman y elaboran su propia visión del mundo, de su mundo, y que la ausencia de
conflictos representa la renuncia de los adultos y su rechazo para acompañarlos en este
camino (Dubet, 1987). El padre que toda su vida se ha dedicado a dar testimonio de la
importancia del trabajo, a veces en desmedro de otros valores, y que se lo presenta a su hijo
como uno de los valores fundamentales de la vida, puede tener como respuesta que su hijo
ubique el trabajo en el nivel más bajo de su escala de valores: que resulta en la oposición a
su padre y la afirmación de su propios deseos con relación al trabajo. “Yo no lo haré como
tú; yo quiero vivir, no solamente trabajar...” “¿Quién te ha dicho que yo no he vivido?” Le
responde el padre. “Yo de todas formas, no tengo la intención de vivir así”, reafirmará el
joven quizás con más impetuosidad que prudencia.
Sin duda, el padre puede aceptar que su manera de conducir su vida no ha sido
perfecta. Sin embargo, él tratará de hacer reflexionar a su hijo para que tenga en cuenta
todo lo que se ha beneficiado con las ventajas financieras de su padre, procurándose todos
los placeres que ha puesto en la cima de su escala de valores. Aquí el padre se siente en
terreno sólido.
Es distinto con los valores de la vida, del amor, de la generatividad y de la paz, que
vienen a no tener sentido por ser percibidos como muy exigentes. El silencio avergonzado
de los educadores (padres y profesionales) es un indicador inequívoco de que los adultos
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prefieren evitar la confrontación. Se sienten en terreno movedizo y prefieren no
comprometerse; probablemente no podrán mantenerse en ese lugar por mucho tiempo.
Es sin duda una de las razones que lleva a los educadores (padres y profesionales) a
olvidar lo esencial para oponerse a cosas externas, o a lo que parece, para tener buena
conciencia. Quizás, esa madre de quien Dubet (1987, p. 254) da testimonio... ¿ha
comenzado ella a apuntar a lo esencial? “Entonces yo le dije: seamos amigos, sino no, así
no vamos a avanzar. Y este año ha sido magnífico, porque, aún si él es feo, sucio, es todo
lo que quiero. Pero yo dialogo. Es rico este niño, él tiene muchas cosas... y ya no veo al
pelusa asqueroso porque ya no me importa”.
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Hemos acercado los términos conflicto y negociación. Algunos verán ahí una
concesión que hoy está de moda. Los valores de la confrontación y la negociación no
parecen ser un buen matrimonio. Por lo tanto, insistimos en la necesidad de cierta
flexibilidad al corazón de la acción educativa. El conflicto es un valor del la relación
interhumana educativa; pero no la victoria sobre el joven en su lucha por elaborar su visión
de mundo. El educador que se pone delante, no anula al otro bajo el peso de sus
experiencias o de su “poder” de adulto. El educador es un enlace vivo, capaz de
comprometerse y de entrar, no solamente en interacción, sino también en relación. Por un
lado, puede ser llevado a sentir cierto orgullo cuando la decisión de un joven se inspira en
su trabajo; o por el otro, puede tener la impresión de fracaso si el joven no tiene en cuenta
lo que le ha dicho. Por cierto se necesita un entrenamiento para tomar esta distancia
emotiva, en lo que respecta las decisiones del otro, cualesquiera que ellas sean.
Pero esta vida real está llena de “dificultades banales” que tengo el hábito de llamar
con el provocador nombre de insignificancias. Entonces, el educador es un profesional de
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las “insignificancias”. He ahí uno de los aspectos más difíciles para un profesional de la
acción educativa especializada. Estar presente respecto al menor detalle de la más mínima
situación educativa; darle a ese detalle toda su importancia (relativa a la situación
educativa); pero no reducir con el mismo soplo, el universo a ese detalle, a ese
comportamiento, a ese suceso, a este sufrimiento.
Lo que es difícil para el educador es ser joven con los jóvenes; es darle sentido a
gestos que podría encontrar ridículos en otras circunstancias, y al mismo tiempo, no caer en
el infantilismo.
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perseverancia. “Veinte veces sobre la materia, recomiencen su obra”. Esta consigna que es
del siglo XVII, no ha perdido su relevancia; en todo tiempo, hay que saber durar para hacer
avanzar el conocimiento.
Una vez más, el arte se reúne a la ciencia en la acción educativa. En su rol de guía
atento a lo real, al sujeto, y a sus interacciones, el educador debe rehacer decenas de veces
la misma intervención, repetir la misma consigna... o casi la misma. Se sabe que las
interacciones se sitúan en lo común, en la rutina, en las pequeñas cosas. Como el
investigador en su laboratorio, el educador debe rehacer los mismos gestos, ya sea que el
joven no haya cogido las consignas dadas por educador, o que no haya creído que sea útil
tomarlas en cuenta. Él también tiene ser perseverante si quiere darle sentido a sus
repeticiones constantes, a sus eternos recomienzos; él sabe que una intervención no tendrá a
veces sentido para el joven, sino después de numerosas repeticiones.
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profesionales, y a los interventores en general, hasta sus trincheras más profundas, hasta sus
heridas más secretas.
Son raros los interventores que logran siempre tener en cuenta la relatividad de sus
conocimientos, de su empatía, de su disponibilidad emotiva, de las circunstancias del aquí y
ahora de la vivencia educativa. Por supuesto que el interventor consciente quisiera saberlo
todo, hacer todo bien en función de las necesidades de los individuos que él acompaña o de
las situaciones a las que está confrontado. Sin embargo, es mucho más fácil para
espectadores externos al contexto de la acción educativa, racionalizar y decir: “Veamos,
todo el mundo sabe que ustedes han hecho todo lo posible, que lo que le sucede a ese joven
no es para nada su falta”. Pero en el fondo, jamás ha sido tan claro que el “origen” posible
de las dificultades, pueda ser un factor genético u orgánico. ¿Desde cuando se ha
descubierto el gen de la delincuencia? ¡Ni se ha pensado en descubrir el de la
esquizofrenia! (Kennedy, Giuffra, Moisés, Cavalli – Sforza, Pakstis, Kidd, Castiglione,
Sjoqren, Wetterberg, Kidd, 1988; Sherrington, Brynjolfsson, Petursson, Potter, Dudlestoh,
Barraclugh, Wasmuth, Dobbs...no lo han logrado). Se continuará diciendo que se “debería
haber” hecho eso en lugar de esto.
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Conclusión
El educador, como todo interventor en ciencias humanas y sociales, es un actor que
debe tener en cuenta, a la vez, numerosos factores. De partida, lo suyo, como lo predispone
de alguna manera su historia personal y su formación profesional. Luego, el sistema del
cual forma parte el joven a quien acompaña, que le dicta su acción, a partir de numerosas
políticas, no siempre muy congruentes. Finalmente, las personas en dificultad y las
situaciones psicosociales y educativas a las cuales él se dirige. Entonces, se puede
comprender que sea objetivo y subjetivo a la vez, neutro y comprometido, preocupado de
responder a las necesidades de los individuos y a las demandas de todos los actores del
sistema; atento a las necesidades de los jóvenes, evaluado por los individuos (sus clientes),
por el sistema y por sus propias exigencias profesionales.
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