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En la quinta meditación Descartes presenta un tercer argumento de la

existencia de Dios. Este argumento se llama el argumento ontológico y él lo


explica así: Igual que la idea de montaña es inseparable de la idea de valle, es
decir, igual que yo no puedo pensar una montaña sin valle o un triángulo sin
tres lados, la idea de Dios implica, necesariamente, su existencia. ¿Por qué?
Porque la idea de Dios es la idea de un Dios sumamente perfecto y un Dios
que no existiera sería un Dios imperfecto porque le faltaría una perfección: la
existencia.
Si se piensa bien, entonces, no se puede pensar a Dios como inexistente
porque la idea de Dios es inseparable de la idea de existencia, igual que la
montaña es inseparable del valle. A la esencia de un ser sumamente perfecto
le competen todas las perfecciones: entre ellas, la existencia. Yo puedo
pensar en un caballo con alas o sin alas pero, estrictamente hablando, no
puedo pensar en Dios sin la existencia, igual que no puedo pensar en un
triángulo de cuatro lados. La idea de Dios implica, necesariamente, la
existencia y este Dios, como es perfecto, no puede ser engañador porque es
bueno.
Cae entonces la hipótesis de un genio maligno y puedo recuperar las
verdades matemáticas. Ahora puedo estar completamente seguro de que
dos y dos son cuatro porque Dios, que existe, no me engaña. Ahora que sé
que Dios existe y que no me puede engañar me puedo fiar de mis
conocimientos. Por lo tanto, Dios se vuelve la garantía de mi conocimiento.

Por último, pasamos a la sexta meditación, donde Descartes recupera el


mundo sensible. ¿Cómo lo hace? Bueno, es un poco complejo pero
básicamente es como sigue: Como ya he demostrado que Dios existe y que
no es engañador, me puedo fiar de los datos de mis sentidos siempre y
cuando aplique el método de las cuatro reglas vistas antes, que son: 1) Regla
de la evidencia, Regla del análisis, regla de la síntesis, Regla de la
enumeración.

Sería contrario a la bondad divina que las ideas que yo percibo como
recibidas de un mundo exterior no
Correspondieran con nada real exterior a mí mismo. Como estoy seguro de
que Dios no me engaña, dudar de la existencia del mundo externo y de mi
cuerpo es exagerado.

Una tesis curiosa, que enuncia hacia el final de la sexta meditación, es que,
aunque tengo que ir con cuidado con mis juicios y no precipitarme, en lo
esencial me puedo fiar de lo que la naturaleza me enseña porque la
naturaleza, considerada en general, no es otra cosa que Dios mismo, y Dios
no me engaña.
Pero bueno, lo suyo está en ver que aunque los sentidos me han engañado
alguna vez, bueno, el error no es lo común y, además dispongo de un método
que, si lo sigo a rajatabla, me evita el error. Y como Dios no me engaña, me
puedo fiar de mi conocimiento.

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