Está en la página 1de 270

2

54
Últimos títulos publicados:

20. La implantación de la calidad en los centros


educativos. I. Cantón (coord.)
21. Los juegos psicológicos según el análisis
transaccional. R. Sáez
22. Formación didáctica para profesores de matemáticas.
M. A. Luengo
23. Técnicas e instrumentos para el diagnóstico y la
evaluación educativa. Mª T. Padilla
24. La exclusión social. Mª J. Rubio / S. Monteros (coords.)
25. Didáctica de la Educación Física. J. L. Chinchilla / Mª
L. Zagalaz
26. Diversidad con calidad. L. Álvarez / E. Soler / J. A.
González-Pienda / J. C. Núñez / P. González-Castro
(coords.)
27. La enseñanza de la matemática. J. C. Sánchez / J. A.
Fernández
28. Teoría y práctica de la educación. V. Martínez-Otero
29. Investigar. Metodología y técnicas del trabajo
científico. J. M. Prellezo / J. M. García
30. Guía de recursos para la evaluación del lenguaje. J.
M. Moreno / Mª E. García-Baamonde
31. Equipos y Departamentos de Orientación. L. Álvarez /
G. Fernández
32. Discapacidad intelectual. J. González-Pérez
33. Necesidades educativas específicas. E. González
(coord.)
34. Ciencias físicas en Primaria y Secundaria. J. Lahera /

3
39. Lenguaje y nuevas tecnologías. Mª Isabel Reyzábal / Víctor Santiuste
40. Educar y reeducar el hablar con cuentos. Ángel Suárez / J. M. Moreno / Mª
E. García-Baamonde
41. La intervención en educación especial. F. Peñafiel / J. Fernández / J.
Domingo / J. L. Navas (coords.)
42. La evaluación de aprendizajes. AA.VV.
43. Educación Infantil: orientaciones y recursos metodológicos para una
enseñanza de calidad. José Quintanal / Emilio Miraflores (coords.)
44. Estadística básica aplicada a la educación. José Carlos Sánchez Huete
45. Comunidad educativa. Valentín Martínez-Otero
46. AT hoy. Ian Stewart / Vann Joines
47. Artículos seleccionados de Análisis Transaccional. Margery Friedlander
(ed.)
48. La educación no formal y diferenciada. César Torres / José Antonio Pareja
(coords.)
49. Análisis Transaccional I. Francisco Massó
50. La inteligencia afectiva. Valentín Martínez-Otero
51. Educación Primaria: orientaciones y recursos metodológicos para una
enseñanza de calidad. José Quintanal / Emilio Miraflores (coords.)
52. Análisis Transaccional II. Francisco Massó
53. Compendio de didáctica general. Juan Carlos Sánchez Huete (coord.)
54. El discurso educativo. Valentín Martínez-Otero
55. Introducción a la estadística. Joseph Mafokozi

4
5
Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Valentín Martínez-Otero Pérez


© 2008. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pú bli ca o transformación de esta


obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por
la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográ fi cos, www.cedro.org) si
necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Diagramación editorial: Concepción Hernanz


ISBN (pdf): 978-84-9842-530-7
Fotocomposición: M&A, Becerril de la Sierra (Madrid)

6
A cuantos cultivan la palabra educativa

7
Índice

Prólogo

1. EL CONCEPTO DE EDUCACIÓN

1. ACERCA DEL CONCEPTO DE EDUCACION


2. PROPUESTA CONCEPTUAL SOBRE LA EDUCACION
3. PEDAGOGIA Y EDUCACION
4. PARADIGMA NEOHUMANISTA EN EDUCACION
5. CONCEPCION PROSAICA Y CONCEPCION POETICA DE LA
EDUCACION

2. COMUNICACIÓN Y EDUCACIÓN

1. SOBRE EL CONCEPTO DE COMUNICACION EN PEDAGOGIA


2. MODELOS DE COMUNICACION Y MODELOS DE EDUCACION
3. EL CONTENIDO DE LA COMUNICACION
4. LOS CANALES DE LA COMUNICACION
4.1. Comunicación verbal
4.2. Comunicación no verbal
4.2.1. Tipología de la comunicación no verbal
4.2.2. Funciones de la comunicación no verbal
5. VULNERABILIDAD DE LA COMUNICACION EDUCATIVA
6. FORTALECIMIENTO DE LA COMUNICACION EDUCATIVA

3. EL DISCURSO EDUCATIVO: NUEVO MODELO PEDAGÓGICO

1. INTRODUCCION

8
2. CONCEPTO DE DISCURSO EDUCATIVO
3. EL DISCURSO EDUCATIVO COMO OBJETO DE ANALISIS
4. MODELO PENTADIMENSIONAL DEL DISCURSO EDUCATIVO
4.1. Semiótica del discurso educativo
4.1.1. Dimensión instructiva
4.1.2. Dimensión afectiva
4.1.3. Dimensión motivacional
4.1.4. Dimensión social
4.1.5. Dimensión ética
5. CUESTIONARIO PARA ANALIZAR EL DISCURSO EDUCATIVO (CADE)
6. QUESTIONÁRIO PARA ANALISAR O DISCURSO EDUCATIVO (CADE).
VERSAO EM PORTUGUÊS

4. DIMENSIÓN INSTRUCTIVA DEL DISCURSO

1. RELACIONES ENTRE EDUCACION E INSTRUCCION


2. IMPLICACIONES INSTRUCCIONALES DE DIVERSOS PARADIGMAS
PSICOPEDAGOGICOS
2.1. Paradigma conductista
2.2. Paradigma cognitivo e instruccional
2.3. Paradigma constructivista
2.4. Paradigma sociocultural
2.5. Paradigma humanista

5. DIMENSIÓN AFECTIVA DEL DISCURSO

1. LA AFECTIVIDAD EN LA EDUCACION
2. LAS EMOCIONES
3. LOS SENTIMIENTOS
4. LAS PASIONES
5. LAS MOTIVACIONES
6. LA CALIDEZ DEL DISCURSO EDUCATIVO

6. DIMENSIÓN MOTIVACIONAL DEL DISCURSO

9
1. LA MOTIVACION EN LA EDUCACION
2. LAS MOTIVACIONES HUMANAS
3. TIPOS DE MOTIVACION
4. LA POTENCIA MOTIVADORA DEL DISCURSO
5. MEJORA DE LA DIMENSION MOTIVACIONAL
6. PAUTAS PARA EL FOMENTO DE LA MOTIVACION EN EL AULA

7. DIMENSIÓN SOCIAL DEL DISCURSO

1. PROYECCION SOCIAL DE LA EDUCACION


2. EL DISCURSO EDUCATIVO AL SERVICIO DE LA CONVIVENCIA
3. CULTIVO DE LA DIMENSION SOCIAL DEL DISCURSO
4. PRINCIPIOS PRACTICOS PARA MEJORAR LA VERTIENTE SOCIAL
DEL DISCURSO EDUCATIVO

8. DIMENSIÓN ÉTICA DEL DISCURSO

1. LA ETICA EN LA EDUCACION
2. FOMENTO DE LA VERTIENTE ETICA DEL DISCURSO EDUCATIVO
3. ENFOQUES DE EDUCACION MORAL

9. ESTRUCTURA DIALÓGICA DEL DISCURSO EDUCATIVO

1. INTRODUCCION
2. EL DIALOGO EN EDUCACION
3. ARGUMENTOS EN APOYO DE LA VOZ DE LOS ALUMNOS
4. CLAVES FAVORECEDORAS DEL DIALOGO

10. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA DOCENTE

1. INTRODUCCION
2. LA FUNCION DEL PROFESOR
3. MODELO PENTADIMENSIONAL PARA ANALIZAR EL DISCURSO
EDUCATIVO Y TAXONOMIA PROFESORAL

10
4. «PROFESOR-ENSENANTE»
5. «PROFESOR-PROGENITOR»
6. «PROFESOR-PRESENTADOR»
7. «PROFESOR-POLITICO»
8. «PROFESOR-PREDICADOR»
9. «PROFESOR-EDUCADOR»
10. DECALOGO DEL «PROFESOR-EDUCADOR»

11. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA DISCENTE

1. INTRODUCCION
2. «ALUMNO-APRENDIENTE»
3. «ALUMNO-VASTAGO»
4. «ALUMNO-ESPECTADOR»
5. «ALUMNO-POLITIZADO»
6. «ALUMNO-ADOCTRINADO»
7. «ALUMNO-EDUCANDO»

12. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA INSTITUCIONAL

1. INTRODUCCION
2. «ESCUELA-INTELECTUALISTA»
3. «ESCUELA-DOMICILIO»
4. «ESCUELA-ESPECTACULO»
5. «ESCUELA-PARTIDO»
6. «ESCUELA-SECTA»
7. «ESCUELA-EDUCADORA»

13. RETAZOS DE ORATORIA CLÁSICA CON VALOR PARA EL


DISCURSO EDUCATIVO ACTUAL: ARISTÓTELES, CICERÓN, VIVES

1. INTRODUCCION
2. ARISTOTELES: RETORICA Y POETICA

11
3. CICERON: EL ORADOR
4. JUAN LUIS VIVES: EL ARTE RETORICA

Bibliografía

12
Prólogo

En esta antesala del libro, expreso el deseo de que cuantos se acerquen a estas páginas
hallen en ellas algún estímulo u orientación que enriquezca su discurso educativo.
Aunque es obvio que quien estas líneas escribe presenta muchas limitaciones, es posible
que la sistematización de diversas ideas pedagógicas proporcione alguna clave
educativa. Si es así, puedo asegurar gozoso, que mi objetivo principal se habrá
alcanzado.
Es ya un tópico afirmar que nuestra escuela, tomada en su más amplio sentido, está
experimentando profundas y rápidas mudanzas. Entre ellas, cabe destacar la
incorporación de numerosas tecnologías. Aun cuando estos instrumentos abren grandes
potencialidades al proceso formativo, tengo la impresión de que una utilización
inadecuada de los mismos está debilitando la palabra y la relación interpersonal. Viene,
pues, este libro a reivindicar el valor de la retórica, todo lo renovada que se quiera, en la
praxis educativa. Con reminiscencia bíblica podríamos decir que «en el principio fue el
verbo». En efecto, más allá de interpretaciones, la palabra constituye la principal
herramienta educativa. Nos referimos, claro está, a la palabra alumbradora, cordial,
estimulante, social, moral y dialógica. Este es el tipo de discurso que centra nuestra
atención en la obra que presentamos.
En todos los capítulos del libro se descubre una gran preocupación por la educación
y la comunicación subyacente. Desde una perspectiva teórico-práctica, que toma como
punto de partida la observación de distintas realidades escolares, se repasan, de acuerdo
con un modelo pedagógico propio, las principales dimensiones e indicadores del
discurso educativo. A este respecto, aun cuando el análisis permite acercarse a las
vertientes instructiva, afectiva, motivadora, social y ética del discurso, la aplicación de la
descripción ofrecida ha de hacerse de modo unitario. El profesor no debe deslindar las
partes del discurso, aunque sí está llamado a reflexionar sobre ellas y a alcanzar una
integración equilibrada y fecunda. Precisamente para facilitar esta labor auto evaluadora
y perfectiva, se incluye un sencillo cuestionario, tanto en español como en portugués,
que ha sido muy bien acogido entre quienes lo han utilizado, tal vez por la rápida
información que les aporta.

13
La obra es el resultado de la investigación. Llevo varios años interesándo-me por el
discurso en el aula, lo que ha supuesto, por un lado, el registro de datos sobre la
comunicación educativa y, por otro, la revisión de documentos sobre este campo de
estudio, incomprensiblemente poco trillado. El arsenal pedagógico obtenido por esta
doble fuente, merced a una vía analítico-comprensiva en un marco paradigmático
preponderantemente humanista —acaso el más abarcador y profundo de todos—, ha
posibilitado la elabora-ción de un original modelo discursivo pentadimensional que se ha
enriquecido con las aportaciones de cientos de profesores, si no miles, de países
iberoamericanos y pertenecientes a los diversos niveles de enseñanza.
La última contribución ha sido patrocinada por la Universidad Complutense de
Madrid mediante una ayuda, acreedora de toda mi gratitud, para la realización de una
estancia de investigación de dos meses (de junio a agosto de 2008) en la Universidade
Federal do Rio Grande do Norte (Brasil). Grosso modo, esta colaboración científica con
la Universidad brasileña ha permitido calibrar el «alcance pedagógico» del modelo al
aplicarse a una realidad cultural y educativa distinta, que va proporcionando solidez a la
que podemos denominar hipótesis discursiva básica, es decir, cobra fuerza la idea de que
la comunicación educativa fundamental entre profesores y alumnos transciende las
fronteras. Esto desde la óptica sincrónica, aunque diacrónicamente el modelo también ha
salido fortalecido tras revisar documentos históricos y obras literarias, sobre todo de los
siglos XIX y XX. El ejercicio retrospectivo ha suministrado relevantes datos sobre la
escuela y el discurso educativo de otras épocas, al tiempo que confirma la sensibilidad
pedagógica de nuestro modelo y robustece la susodicha hipótesis. El reflejo de esta
senda exploratoria queda patentizado en diversas páginas de la obra. Es frecuente, por
ejemplo, que las pinturas docentes, discentes e institucionales realizadas se enriquezcan
con la transcripción de bellos pasajes extraídos de joyas de nuestra literatura
pertenecientes, entre otros, a Pérez Galdós, Clarín y Pérez de Ayala. Creo sinceramente
que su incorporación beneficia considerablemente la lectura del libro, a la par científico
y ensayístico.
Me he esforzado en redactar un libro riguroso y sencillo, ameno incluso, al alcance
de cuantas personas tengan inquietudes educativas y, desde luego, útil para los
profesionales y los estudiantes de las diversas carreras pedagógicas. En mi opinión, la
mejora de la preparación del profesorado pasa necesariamente por el enriquecimiento del
discurso docente. En la actualidad, los programas oficiales de formación de los
educadores desatienden cuanto tiene que ver con el discurso. Adolecen, creo, de
deshumanización. No favorecen lo suficiente el desarrollo de la genuina comunicación
interpersonal, lo que se deja sentir negativamente en las relaciones que se establecen en
la escuela, ya desde la temprana infancia.
Es urgente renovar los planes de estudios que siguen los educadores profesionales,

14
mediante la inclusión, por ejemplo, de algunos contenidos sobre el discurso educativo. Si
se renuncia a su cultivo, puede asegurarse que el retroceso formativo será aún mayor. La
distribución estructural de la obra responde en gran medida a esta inquietud. Interesa,
sobre todo, la corriente discursiva predominante en los centros escolares. Se analiza, por
esta razón, su fuerza instructiva, hondura emocional, potencia motivadora, compromiso
social y esencialidad ética. Su relevancia en todo linaje de educación nos lleva a
examinar el discurso con miras a que se mejore.
El análisis de diversos discursos deficitarios permite presentar en varios capítulos
categorías docentes, discentes e institucionales. Se trata, en realidad, de retratos
hiperbólicos que bien pueden ofrecer pistas para organizar individual o colectivamente el
discurso. Además, con objeto de que se establezca una auténtica paideia, hay un retorno
a los clásicos, esto es, a las raíces de nuestra cultura. Sin pretender en modo alguno la
exhaustividad, se busca en algunos textos de Aristóteles, Cicerón y Vives claves con
valor para el discurso educativo actual.
La investigación sobre el discurso educativo no ha hecho más que empezar. He
tomado conciencia de las muchas posibilidades teóricas y aplicadas que ofrece este
ámbito científico, sobre el que aún es escasa la bibliografía. Cabe pensar que en los
próximos años, al interés que comienza a despertar el discurso preponderantemente oral,
se sume la exploración del discurso escrito, audiovisual, etc., tanto en la educación
presencial como en la pujante formación a distancia. Al menos, eso espero.
En definitiva, este libro aspira a ser una referencia valiosa para la mejora de la labor
realizada por los educadores de todas las etapas, ya que puede orientarles sobre aspectos
que, según los casos, proceda corregir o reforzar. Si lo conseguimos o no, es algo a lo
que habrán de responder los lectores. Con independencia de eventuales discrepancias o
acuerdos, vaya mi agradecimiento a todos, así como a la Editorial CCS por la generosa
publicación de la obra.

15
16
EL CONCEPTO DE EDUCACIÓN

1. ACERCA DEL CONCEPTO DE EDUCACIÓN


2. PROPUESTA CONCEPTUAL SOBRE LA EDUCACIÓN
3. PEDAGOGÍA Y EDUCACIÓN
4. PARADIGMA NEOHUMANISTA EN EDUCACIÓN
5. CONCEPCIÓN PROSAICA Y CONCEPCIÓN POÉTICA DE LA
EDUCACIÓN

1. ACERCA DEL CONCEPTO DE


EDUCACIÓN

La palabra «educación» se incorporó a nuestro acervo lingüístico en 1604. Desde


entonces, ha recorrido un largo camino en el que no siempre resulta fácil su localización.
Acaso la confusión sobre el término se deba a que prácticamente todo el mundo opina
sobre ella. Ahora bien, la polisemia existente en torno al vocablo no sólo se descubre a
nivel popular, sino también en el círcu lo científico. Desde la pedagogía, por ejemplo,
algunos de los sentidos que con frecuencia se dan al término son: a) proceso encaminado
al desarrollo integral de las personas; b) acción comunicativa dirigida a informar y a
adquirir destrezas; c) transmisión de la cultura orientada a la socialización de niños y
jóvenes; y, por último, d) instrucción a través de la acción docente. Valga esta breve
lista, que no pretende en absoluto ser exhaustiva, para advertir la dificultad de acotar su
significado y alcance.
Etimológicamente, la palabra «educar» procede del latín educare emparentado con
ducere = conducir y con educere que significa sacar afuera y también criar. En
ocasiones, ha surgido la confusión al contraponer los significados de educare =
alimentar y de educere = sacar. Si en el primer caso cabe enfatizar la actividad del

17
educador como persona que proporciona el «alimento», en el segundo se valora el
protagonismo y el desarrollo del educando. A decir verdad, las dos palabras latinas son
de la misma familia y, consiguientemente, ofrecen visiones complementarias. Me
inclino, pues, por una noción conciliadora según la cual la educación es inicialmente una
acción externa orientada al perfeccionamiento del educando. Se requiere la ayuda de un
educador que facilite y conduzca de manera saludable el crecimiento del educando. Los
dos sentidos, lejos de excluirse, confluyen y ofrecen una perspectiva más rica y actual de
la educación.
Asiste plena razón a Naval y Altarejos (2000: 26) cuando dicen que los resultados
del análisis etimológico deben confirmarse mediante la experiencia y la reflexión
intelectual. Con todo, podemos concluir con estos autores que la aproximación
lingüística refleja, cuando menos, la complejidad que en materia educativa se ha de
afrontar tanto en la teoría como en la práctica.
La pluralidad teórica se descubre enseguida. Es suficiente con revisar unos cuantos
manuales de pedagogía para comprobar la multiplicidad de expresiones utilizadas para
referirse a la educación, según ha quedado consignado. Este despliegue de
interpretaciones obedece a los distintos paradigmas existentes y a la escasez
investigadora en el ámbito educativo, al menos si se compara con otros campos de
mayor tradición. La situación, cualquiera que sea la causa, es delicada e insta a buscar
vías que desarrollen pensamiento pedagógico consistente, favorecedor de unidad en la
diversidad. Por el momento, en cambio, las consecuencias del mare mágnum
paradigmático se dejan sentir en la praxis, pues no es extraño toparse con profesores
apesadumbrados y confundidos.

2. PROPUESTA CONCEPTUAL SOBRE LA


EDUCACIÓN

Aunque ofrecer una «nueva» definición de educación entraña el riesgo de acrecentar la


desorientación actual, no me resisto a describir esta realidad humana, principalmente
porque me anima la idea de arrojar cierta luz sobre cuestión tan transcendente.
Resulta sorprendente además, que reputados pedagogos sigan manejando acepciones
muy reducidas del término «educación». Así, por ejemplo, hay algunos autores que
conceptúan la educación como mera enseñanza mientras que otros caen en el inocente
error de considerar que la educación se refiere exclusivamente al proceso formativo en la

18
escuela. En conclusión, todavía hoy se difunden numerosas definiciones paupérrimas
sobre la educación.
Las tendencias nocionales parciales y deficientes saturan los manuales universitarios
y las aulas, incluso de las Facultades de Educación, por lo que se torna fundamental
ofrecer un enfoque científico-pedagógico esclarecedor.
Más allá del problema semántico existente, lo cierto es que la definición empleada
condiciona todo el quehacer educativo. En este sentido, a veces encontramos que se
niega la responsabilidad educativa de la sociedad, por considerar que sólo a la institución
escolar le corresponde tan digna misión, y en otras ocasiones se limita el papel de la
escuela al despliegue de la vertiente intelectual del educando.
Evidentemente, la precisa delimitación de la noción de educación pasa tanto por
reconocer el potencial impacto formativo de diversas instancias extraescolares, entre las
que cabe mencionar la familia, los medios de comunicación, el Estado, los centros de
trabajo, etc., como por cultivar todas las dimensiones personales, no sólo la cognitiva.
Desde un punto de vista teórico, y a la vez práctico, defino la educación como el
proceso, formal o no, por el cual la persona se perfecciona como tal en sus diversas
dimensiones.
El análisis de la definición anterior nos lleva a realizar las siguientes
consideraciones:
— Aunque no sea fácil establecer las fronteras existentes en el seno del universo
educativo, cabe distinguir, con arreglo al grado de sistematización,
intencionalidad y organización, entre educación1 formal, no formal e
informal.

— La educación acrecienta al ser humano en el plano intelectual, afectivo, ético,


social, físico y espiritual.
En ocasiones, es posible que el enriquecimiento se advierta sobre todo en una
faceta, pero la educación será tanto más genuina cuantas más dimensiones se
perfeccionen.

El hecho de que en este libro nos centremos principalmente en la educación formal,


no ha de traducirse en un encorsetamiento del concepto. Valgan, en fin, todas las
aclaraciones realizadas porque de este modo podremos avanzar con más seguridad por el
siempre enmarañado mundo de la educación. Es previsible que a medida que se mejore
el concepto de educación, se enriquezca también la praxis formativa.

19
3. PEDAGOGÍA Y EDUCACIÓN

La pedagogía, en cuanto ciencia descriptiva y normativa, tiene hoy una influencia


limitada sobre la educación. Aunque los numerosos y poderosos factores, algunos de
nítido signo negativo, que gravitan sobre la formación justifican parte de su debilidad,
considero que la pedagogía carece en la actualidad de la hondura que debiera, quizá por
la apuntada discrepancia/dispersión existente en su seno, que se refleja incluso en el
plano legislativo (véa se, v. gr., López Herrerías, Martínez-Otero y Romera, 2008). Es
posible que andando el tiempo, tamaño batiburrillo resulte positivo, mas por el momento
este totum revolutum resulta, cuando menos, desconcertante.
La mejora de la educación exige además virar el rumbo de la pedagogía, que ahora
circula por vía demasiado estrecha y sombría. Los gélidos planteamientos pedagógicos
procedentes de despachos oficiales explican en parte el deterioro instructivo y los
problemas de convivencia escolar. Una sociedad en acelerada transformación necesita
una educación que conserve sus más preciados cimientos humanísticos y se abra al
nuevo aliento de la ciencia y la técnica. Se requieren, además, los esfuerzos provenientes
desde todos los rincones.
Lo que quede de sensatez debe agitarse. Hay que aspirar al establecimiento de unos
principios pedagógicos sólidos que se acepten de forma unánime. El consenso razonado
ha de servir de base al legislador, no los colores de partido. El compromiso con una
educación a la altura de las circunstancias es ineludible. Se requiere, en primer lugar, un
profundo conocimiento de nuestra realidad, para la que no cabe abusar de fórmulas
foráneas.
La magna pedagogía, a la postre, debe nutrirse del libro de la vida. En sus páginas se
hallan vicios y virtudes, actitudes y toda suerte de conductas. Sea en la calle, en el
parque, en el transporte, en el mercado o en cualquier otro lugar no falta ocasión, por
ejemplo, para calibrar el comportamiento cívico, tan requerido. Al avezado pedagogo no
se le escapan estilos conversacionales, valores, hábitos de todo tipo, etc.
En los medios de comunicación, las posibilidades de exploración son enormes,
aunque a menudo no guste lo que se oye y se ve. Una pedagogía así, sensible a la
realidad, exige afinar los sentidos y permanecer alerta a cuanto se ponga por delante. Se
precisa amplitud de miras, menos autocom-placencia y más empeño.
Una pedagogía caracterizada por su vibración popular, por su hondura y aun por su
comprometida misión, que permanezca ligada a la experiencia y a la investigación, está
llamada a orientar positivamente, pese a su aparente falta de rigor, la educación. Pulse

20
cada cual cómo es, sin embargo, la pedagogía existente y hasta qué punto sintoniza con
la realidad circundante. Parece que anda miope, si es que no está ciega. Poco o nada dice
sobre la «buena educación».
Resulta que la ciencia mater de la educación —hoy más madrastra que madre— se
ha quedado confinada en los límites grises y angostos de los departamentos
universitarios. Ha renunciado a su natural función acrecentadora y directriz del
comportamiento de chicos. De los grandes, por supuesto, ni hablar. Que el niño no lee y
sólo ve televisión, no es de su incumbencia. Que el adulto incumple sistemáticamente su
palabra, es cada vez más bruto y no saluda a vecinos ni a compañeros, no es objeto de
sus desvelos.
La pedagogía se preocupa más de acicalarse y de ocultar sus muchos lunares que de
consagrarse a la formación. Con tal de que adorne, poco importa que el árbol de la
educación no dé frutos. Aunque se pinte de colores, esta «paleopedagogía» tiene poco
seso y el cuerpo achacoso. Ha prescindido de sus bases y ha dado paso al anacronismo.
No es más que un manojo de pedantes ideas, tan infladas como inadecuadas, recogidas
en papel demodé.
La educación ha dejado de abrazar el principio del ser para subordinarse al tener y
al aparentar. Ha quedado sumida en la oscuridad, sin saber a ciencia cierta hacia dónde
dirigirse. A menudo se juzga moderna por sus artificiales luces en espacio sombrío por el
que desfilan cada vez más espectros.
Es preciso buscar una nueva teoría educativa capaz de orientar armónica y
saludablemente el desarrollo personal. Una guía que sea realmente animadora de
formación. Que no titubee ante los cambios familiares, escolares y sociales que se
producen, sino que los asuma y, hasta donde sea posible, los encauce.
Al abandonar su privilegiada atalaya científica para acomodarse en la poltrona del
relumbrón, la pedagogía renuncia en gran medida a su función directiva, entre otras
razones porque carece de la panorámica educativa que debiera. No puede conducir bien
lo que no conoce suficientemente.
La pedagogía es discurso científico y la educación es ante todo praxis. Ésta debe
inspirarse en aquélla, sin soslayar que hay fuerzas, a menudo refractarias a las ideas
pedagógicas, que también dejan su huella en la formación. Es el caso, por ejemplo, de
las acciones políticas y de los mensajes lanzados por los medios de comunicación. De lo
dicho se deduce que, si el área de influencia de la pedagogía es limitada, tampoco se
puede responsabilizar a esta ciencia de todos los males de la educación. Por supuesto,
también cabe demandar mayor presencia de la pedagogía en ámbitos en los que
tradicionalmente su acceso ha sido escaso o vetado.
Cuestión capital también es lo que Ortega y Gasset (1997: 155) denominó

21
«anacronismo constitucional del pensamiento pedagógico». En síntesis, a lo que nuestro
egregio pensador se refiere es al hecho de que la pedagogía vigente en un determinado
momento adolece de considerable retraso, por nutrirse de ideas filosóficas pasadas y con
frecuencia periclitadas.
En verdad, si revisamos los manuales pedagógicos más reconocidos incorporados a
los programas de formación universitaria, hallamos que, salvadas las obvias diferencias,
hay un exceso de ideas importadas, desordenadas, asépticas y obsoletas que menoscaban
el árbol de la educación y marchitan a profesores y alumnos.
De todos modos, aun admitiendo cierto desfase pedagógico, procede convenir en
que no siempre la filosofía educativa pretérita es caduca ni rechazable. La pedagogía
debe salvaguardar las raíces, por posibilitar su crecimiento vigoroso. Muy distinto es
quedar atrapado por ellas o complacerse en una suerte de petrificación. Tomen, pues,
buena nota los legisladores y caciques que se empecinan en fosilizar nuestra pedagogía
y, con ella, la educación.
Los autores del pasado han de reconocerse en lo que valen, pero es menester abrirse
a la realidad actual y, en lo posible, a la venidera. Más que ir a la zaga de los
acontecimientos, la pedagogía ha de distinguirse por su audacia exploratoria e
innovadora. Esta labor prospectiva reforzaría su papel de luz y guía de la educación, hoy
demasiado apagada y desorientada, pese a la acumulación de teorías. Quienes mejor
encarnan esta sombría y asombrosa estampa son, una vez más, los educandos, genuinos
sufridores de la crítica situación. Las implicaciones y complicaciones de este cuadro son
múltiples, pero acaso se compendien en el estrechamiento del horizonte personal y
social.
Se advierten, en efecto, severos recortes tanto en el plano instructivo como en el
relacional. Esta rebaja de la calidad formativa transciende los muros escolares y
entorpece la construcción de la convivencia y el auténtico desarrollo individual y
colectivo. Puede afirmarse sintéticamente que la problemática coyuntura educativa
apuntada tiene, al menos, un doble efecto sobre un significativo número de egresados de
nuestros centros de enseñanza: por un lado, la ralentización o suspensión de su
preparación profesional; por otro, el deterioro de su vertiente comunicativa. Ambas
secuencias se traducirán, más pronto que tarde, en mayor flaqueza de la urdimbre social.
Que la única medida compensadora propuesta para la debacle que se nos viene
encima sea la esforzada promoción de un grupo elitista con acceso a las mejores
universidades y programas no parece solución satisfactoria. Aun reconociendo la
existencia de una minoría particularmente dotada y acreedora de atención específica, es
preciso elevar la formación del alumnado en su conjunto. La educación escolar conviene
a todos, aunque en justicia han de establecerse grados que respondan a la singularidad de

22
cada cual.
La búsqueda de provecho partidista ha generado un vaivén educativo de funestas
consecuencias, sobre todo en lo que toca a la debilitación de la convivencia y a los malos
resultados escolares. Ya son muchas las voces que se elevan protestando y demandando
un consenso en la política educacional que nos permita avanzar hacia buen puerto. El
permanente oleaje legislativo resulta desconcertante y ahoga numerosos corazones e
inteligencias. En nombre del progreso, es hora de salir a flote.

4. PARADIGMA NEOHUMANISTA EN
EDUCACIÓN

Con objeto de robustecer la práctica educativa, ofrezco a continuación algunos


fundamentos teóricos. Espero que las ideas que seguidamente se exponen, contribuyan a
despejar el horizonte pedagógico.
En primer lugar, es oportuno recordar que si bien Kuhn (1975) en su obra La
estructura de las revoluciones científicas no maneja una única acepción del término
«paradigma», su esfuerzo por desvelar el significado nos permite afirmar que un
paradigma es el enfoque teórico que comparten los miembros de una comunidad
científica y que explica su comunicación profesional, así como la relativa unanimidad de
sus juicios. Para este destacado epistemólogo estadounidense, un paradigma es una
«matriz disciplinar», esto es, un conjunto de elementos ordenados y compartidos por los
practicantes de una disciplina particular. Los componentes comunes de una determinada
ciencia son las generalizaciones, las creencias, los valores, los problemas, las soluciones,
etc.
Kuhn (1975), en el referido libro, señala que en los inicios del desarrollo de un
campo científico suele haber varios paradigmas que pugnan por la hegemonía (período
preparadigmático). Posteriormente, como consecuencia de alguna aportación científica
destacada, el número de paradigmas se reduce y se gana en efectividad (período
posparadigmático). Se produce, pues, una transición a la madurez caracterizada por el
dominio de un único paradigma, al menos durante cierto tiempo y que este autor
denomina «período de ciencia normal». Cuando entra en escena un paradigma rival que
hace peligrar el poder del paradigma establecido adviene una crisis que se conoce como
«período de ciencia revolucionaria». Si el nuevo paradigma desplaza al anterior y se
constituye en hegemónico, comienza otro período de ciencia normal.

23
Pues bien, de acuerdo con las ideas kuhnianas precedentes, podemos decir que las
denominadas «ciencias de la educación» son pluriparadigmáticas, ya sea por su relativa
«juventud», ya por la dificultad de su objeto de estudio. En verdad, la educación precisa
la atención de numerosos paradigmas y disciplinas que, desde mi punto de vista, más que
reflejar inmadurez indicarían la complejidad de esta realidad humana. Esta
heterogeneidad puede, incluso, resultar beneficiosa. Naturalmente, ello no impide que la
evolución en este ámbito muestre la mayor o menor adecuación de algunos paradigmas,
sobre todo en aspectos particulares de la acción educativa.
Con el ánimo de centrar nuestro análisis, realicemos unos sucintos comentarios
sobre algunos de los más celebrados paradigmas que hasta nuestros días hemos tenido en
educación:

— El paradigma conductista enfatiza la importancia de la programación


instruccional eficaz, el uso de técnicas de modificación conductual, la
fragmentación del material de aprendizaje, lo que favorece la administración
de refuerzos para obtener ciertas conductas, etc. El profesor es considerado
como un «ingeniero de la enseñanza». Este paradigma ha recibido numerosas
críticas, por soslayar los procesos internos y centrarse en las acciones
observables. De hecho, la enseñanza-aprendizaje que propugna adquiere un
carácter mecanicista en el que se olvida la participación personal. Este
proceder tecnológico se basa en la metáfora de la «caja negra» que lleva a
considerar la mente humana como un lugar opaco al que no se puede acceder.
— El paradigma cognitivo se fortaleció con la revolución cognoscitiva de los
años cincuenta y maneja, más o menos literalmente, la metáfora del
ordenador. En el aprendizaje adquieren gran importancia los procesos
mentales del sujeto. Hay un interés por explicar cómo se trata la información
desde que se recibe hasta que se actúa. La educación debe plantearse alcanzar
aprendizajes significativos y heurísticos. Entre los aspectos más discutidos del
enfoque, cabe señalar el olvido de las dimensiones no cognitivas que pueden
afectar a la educación, por ejemplo, emocionales, sociales, contextuales, etc.
Asimismo, no resultafácil generalizar a otros ámbitos lo que se ha aprendido
en una situación de entrenamiento cognitivo.
— El paradigma constructivista sostiene que el aprendizaje es esencialmente
activo, de manera que el educando «construye» el conocimiento merced a la
experiencia y a la integración de la información que recibe. La educación,
pues, ha de fomentar la actividad mental. La enseñanza debe centrarse en los
procesos, no sólo en los productos, y adecuarse al nivel cognitivo del alumno.
Es oportuno igualmente plantear situaciones de aprendizaje en las que se

24
produzcan conflictos cognitivos que estimulen el progreso intelectual. Una de
las objeciones con que se ha topado este paradigma tiene que ver con el
énfasis que pone en la actividad autoestructurante del sujeto en perjuicio del
estudio de aspectos externos que también influyen en el proceso de
construcción del conocimiento.
— El paradigma sociocultural es el desarrollado por el psicólogo soviético
Vigotsky (1896-1934). De acuerdo con este enfoque, muy influido por el
marxismo, el sujeto elabora sus conocimientos a partir de una relación
dialéctica con el objeto. Se concede gran importancia al entorno social y
cultural, hasta el punto de que todo conocimiento es intrínsecamente social. El
desarrollo cognitivo tiene lugar en el contexto histórico-cultural al que
pertenece el sujeto. Algunas dificultades de este paradigma tienen que ver con
la imposibilidad de conocer totalmente la realidad social del aula, debido a los
continuos cambios que en el salón de clase acontecen. A menudo, los
educadores se hallan inmersos en situaciones e interacciones sociales
complejas de difícil control.
— El paradigma humanista, aplicado a la educación, ha cubierto lagunas que
otros paradigmas, por ejemplo, el conductista y el cognitivo, habían dejado.
Ahora interesa el análisis del dominio socioafectivo y de las relaciones
interpersonales, el papel de los valores, etc. Hay una concepción positiva del
hombre y de sus potencialidades. Se adopta una perspectiva holística que lleva
a estudiar la personalidad de manera integral, dinámica y proyectiva. Para este
enfoque la persona es una totalidad en constante proceso de desarrollo. El
educador debe generar un clima de confianza, ayuda, comprensión y
cordialidad que favorezca la formación. Entre las críticas recibidas por este
paradigma, han de destacarse: la dificultad para evaluar los comportamientos
y los logros en la vertiente afectiva, la visión a veces idealizada de las
relaciones educativas, etc.
Los paradigmas descritos, por fuerza someramente, no agotan el espectro de
enfoques. De hecho, podíamos haber dedicado unas líneas al paradigma psicoanalítico,
al paradigma ecológico, etc. Sirva como compensación decir que la concepción
psicoanalítica nos remite a factores psíquicos inconscientes a la hora de explicar los
comportamientos de profesores y alumnos. Una pedagogía psicodinámica se interesaría
por favorecer el contacto del educando consigo mismo para que logre dominar sus
pulsiones. Por su parte, el paradigma ecológico toma como metáfora básica el contexto,
se nutre de la investigación etnográfica, adopta un modelo de currículo abierto y flexible,
impulsa las relaciones interpersonales y apuesta por la evaluación cualitativa.

25
Lo que ha de quedar claro es que los paradigmas no son incompatibles. Aunque
respondan a cosmovisiones y tradiciones distintas, es posible una suerte de conciliación
entre ellos. Con todo, si tuviese que prescindir de la visión multiocular que sobre la
educación ofrecen los numerosos paradigmas existentes y fuese necesario inclinarme por
alguno, lo haría por el que denomino «paradigma neohumanista», por ser el más
abarcador y fecundo de todos en el doble plano científico y ético. Con el prefijo «neo»
(nuevo) quiero enfatizar la necesidad de adecuación del enfoque a los retos formativos
actuales. A partir de las valiosas aportaciones del humanismo «tradicional» es menester
abrirse a los avances científicos y a la consideración de la realidad educativa que nos
toca vivir, crecientemente tecnificada y multicultural. Procede agregar que el
«neohumanismo», tal como lo concibo, se adscribe preponderantemente a un terreno
antrópico/antropológico. Precisamente por su complejidad, la metáfora de este
paradigma no se descubre con facilidad, pero quizá quepa imaginar la genuina
convivencia, fundada en la justicia, la libertad, la paz, la razón y el amor, en un planeta
que armoniza el progreso técnico y el respeto a la naturaleza. Se trata de un hermoso
ideal de (re)nacimiento luminoso y fraterno que reclama el concurso de todos.
A pesar de que a lo largo del siglo XX se incrementó significativamente la
«inteligencia psicométrica», no cabe eludir el recuerdo luctuoso del cainismo con su
siembra de millones de muertos, sin contar la destrucción del medio ambiente.
Desde mi punto de vista, la posibilidad de formar personas íntegras, capaces de vivir
y convivir, sólo es posible desde un paradigma neohumanista que oriente la forja
armónica de la personalidad en un marco de relaciones saludables. Merced a esta
educación la persona se descubre autónoma, solidaria, abrigada por la ética/moral,
creativa, inteligente, abierta a la cultura, comprometida con la sociedad y equilibrada
emocionalmente.

5. CONCEPCIÓN PROSAICA Y CONCEPCIÓN


POÉTICA DE LA EDUCACIÓN

El desarrollo del paradigma neohumanista es inviable en un marco reductor que sólo


admita aspectos técnicos o éticos. En la actividad educativa siempre están presentes
ambas vertientes y, por lo mismo, se ha de asegurar su armonía. Cuando nos planteamos
motivar a los alumnos, solucionar un problema de indisciplina o mejorar el rendimiento
discente siempre encontramos ingredientes de naturaleza técnica y ética. Esta
constatación se ha de tomar como base desde la que se organice la actividad educativa.

26
En el mundo de la pedagogía no se debe eliminar de la investigación ni de la
formación la experiencia sentiente y vivida, so pretexto de que pertenece al ámbito de lo
subjetivo. La perspectiva convencional y hegemónica de acercarse a la ciencia debe
complementarse con el enfoque hermenéutico o interpretativo. Hay que recordar que lo
cuantitativo y lo cualitativo permiten proceder igualmente de manera legítima en
educación. Mejor si ambas vías se complementan. Llevado al terreno que nos ocupa,
hablo de concepción prosaica de la educación para referirme sobre todo a un
conocimiento formal que se lanza a la búsqueda del «rigor», que se apoya en el cálculo,
que eleva el número a la categoría más alta posible y que se expresa a través de reglas y
principios. La formación derivada de esta concepción se encamina principalmente a la
búsqueda de resultados, al ordenancismo y al eficientismo, pero soslaya los procesos y
los condicionantes. En cambio, para la concepción poética de la educación la persona es,
además de ser racional o cognoscente, alguien dotado de sensibilidad y fantasía, con
necesidades, intereses y que se halla en una concreta situación social. En cierto modo,
esta doble visión (prosaica y poética) es antigua, y ya se adivina en la bipolaridad
representada respectivamente por el realismo y el humanismo pedagógicos. Ni que decir
tiene que estos enfoques, tomados por separado, no ofrecen respuestas definitivas a los
interrogantes educativos. Lo deseable es que se tengan en cuenta ambos, esto es, que se
complementen.
La educación sale beneficiada cuando se nutre a la vez del saber filosófico-
antropológico y del conocimiento experimental. Este doble cariz es inevitable y dilata la
visión de la formación, cualquiera que sea el nivel. De un lado, el encuadre humanístico
es fundamental porque adentrarse en el terreno de la educación equivale a penetrar en el
misterioso mundo personal y todo lo que lleva aparejado: circunstancias, trayectorias,
proyectos, relaciones, etc. Mas si esta aproximación es necesaria, no lo es menos el
establecimiento de un corpus de conocimientos a partir de los hallazgos experimentales
aportados por las denominadas ciencias de la educación. La desatención de alguna de
estas dos dimensiones —filosófica y empírica— ha dejado al descubierto la insuficiencia
de algunas propuestas pedagógicas contemporáneas.
La alianza entre razón científica y razón ética es absolutamente necesaria en todo
tipo de educación. Por elemental que pueda parecer, un proceso educativo debe
establecerse sobre bases técnicas y morales. Cuán penoso es comprobar la mengua
formativa generada por el descuido de uno de estos fundamentales aspectos.
Muchos problemas de nuestra sociedad occidental tienen su reflejo, cuando no su
raíz, en la educación. El análisis de los procesos formativos actuales nos descubre una
plataforma educativa provisional y endeble, expuesta a vaivenes legislativos mareantes,
a la mercadería y a la tecnificación. La ley fundamental de la enseñanza-aprendizaje
permanece inmutable, pero el profesor pierde protagonismo. Antaño, a través de la

27
relación personal, siquiera fuese por momentos y por mor del hechizo educativo, el
educador se transmutaba en niño y éste maduraba. Ahora, en cambio, es frecuente que la
máquina se interponga entre ambos y aun que los expulse del aula. La computadora, por
ejemplo, ubicada generalmente en un lugar privilegiado del salón de clase, desplaza a los
que debieran ser genuinos protagonistas. La promesa de una formación lúdica, la avidez
de informaciones o el espejismo de la modernidad sume a las instituciones educativas en
tecnopatía, que es tanto como decir que se hace un uso indebido y abusivo de la técnica.
El modelo educativo humanista asentado en el encuentro y la comunicación está
siendo desplazado por el individualismo y la artificialidad. La llegada de la técnica a los
centros educativos parecía asegurar una mayor calidad, pero lo cierto es que aumenta la
despersonalización. Se consumen abusivamente programas y productos informáticos y
audiovisuales que fascinan por su luz y sonido, pero se debilita la palabra y la relación
humana. Para no ser tachados de misoneístas, es justo señalar que los beneficios
derivados de las llamadas «nuevas tecnologías» son indiscutibles, mas en el otro polo se
sabe que un número significativo de profesores y alumnos experimentan diversos
perjuicios: necesidad de adaptación constante, aislamiento, adicción, confusión,
pasividad, etc. Procede recordar aquí que la neutralización de los efectos negativos y la
potenciación de los positivos pasa por promover una alfabetización técnica que
necesariamente debe iniciarse en la infancia con el concurso de padres y maestros.
En estrecha relación con lo tratado ha de evitarse utilizar la técnica como mero
reclamo comercial. El proceso de tecnificación iniciado por numerosos centros
educativos constituye un esfuerzo encomiable que, sin duda, dilata considerablemente su
horizonte formativo. Sin embargo, se expande el riesgo de proliferación de la escuela
tecnificada.
Ha de evitarse que la educación se convierta en negocio y la técnica en su lanzadera
al gran mercado con la consigna de un prometedor futuro al alcance de los bolsillos
adinerados. La pedagogía pragmatista, superficial y plutocrática no repara en sus nocivas
consecuencias: la manipulación, la insolidaridad, el hedonismo, la pereza, el
desequilibrio social y la debilitación intelectual.
La fusión entre técnica y mercado se advierte con toda nitidez en el término
«mercadotecnia», conjunto de principios y prácticas encaminados a incrementar el
comercio, también en el caso de la educación. Ni que decir tiene que el consumismo
educativo, uno de cuyos reflejos se patentiza en la titulitis, merma la formación humana,
por más que las ofertas académicas se acompañen de supuestas acreditaciones de
calidad.
En definitiva, se impone una apelación a la sensatez, al equilibrio y a la
congruencia. Ni hay que dejarse arrastrar exclusivamente por un planteamiento

28
romántico de la educación ni se puede conceder valor absoluto a la gélida razón
pragmática. Frente a este tipo de polarizaciones proponemos una concepción integradora
de la educación que posibilite su desarrollo merced a su sólida cimentación ética y
técnica, cordial y racional.

29
30
COMUNICACIÓN Y EDUCACIÓN

1. SOBRE EL CONCEPTO DE COMUNICACIÓN EN PEDAGOGÍA


2. MODELOS DE COMUNICACIÓN Y MODELOS DE EDUCACIÓN
3. EL CONTENIDO DE LA COMUNICACIÓN
4. LOS CANALES DE LA COMUNICACIÓN
4.1. Comunicación verbal
4.2. Comunicación no verbal
4.2.1. Tipología de la comunicación no verbal
4.2.2. Funciones de la comunicación no verbal
5. VULNERABILIDAD DE LA COMUNICACIÓN EDUCATIVA
6. FORTALECIMIENTO DE LA COMUNICACIÓN EDUCATIVA

1. SOBRE EL CONCEPTO DE
COMUNICACIÓN EN PEDAGOGÍA

El interés pedagógico por la comunicación está absolutamente justificado. Puede


afirmarse que sin comunicación no hay educación. La palabra «comunicación » tiene su
origen en el término latino communis (= común) y nos remite a la idea de unidad, de
conexión, de vida con los otros, de puente entre personas que permite el tránsito de
ideas, sentimientos, etc.
La comunicación es una necesidad humana y requisito del desarrollo personal y
social. El despliegue acontecido en las instituciones escolares depende en gran medida
de la comunicación que se establece en su seno. La grandeza de la comunicación se

31
advierte en el doble sentido que ofrece, según se enfatice el proceso o el resultado. En
verdad, comunicar, de una parte, dice del flujo que corre y, de otra, da cuenta del
trasvase realizado.
La comunicación es donación, participación y correspondencia. Merced a la
comunicación surge la comunidad, porque las personas que entran en relación se
aproximan, dejan de ser extrañas. El aula y aun el centro escolar constituyen lugares
idóneos para la comunicación. En gran medida, la calidad de la educación depende del
tipo de comunicación predominante en la institución. Así pues, el análisis de la
comunicación se convierte en objetivo perentorio, por cuanto nos permite conocer y
mejorar la educación.
Con objeto de aclarar qué es la comunicación, ofrecemos algunas definiciones
frecuentes:
— Correspondencia o trato entre personas.
— Transmisión de información a través de un código compartido por emisor y
receptor.
— Proceso por el cual las personas participan en la vida de otros.
— Relación recíproca y voluntaria que lleva a las personas implicadas a obtener
un beneficio.
La comunicación no es un concepto unívoco, lo que a veces genera equívocos.
Aunque adquiere formas muy variadas según los aspectos que se estudien o que estén
presentes, la comunicación educativa genuina es a un tiempo objetiva/informativa y
subjetiva/cordial.

2. MODELOS DE COMUNICACIÓN Y
MODELOS DE EDUCACIÓN

La educación puede variar sustancialmente según el planteamiento comunicativo


subyacente. Este es en síntesis el mensaje que Kaplún (1998: 18-66) recoge de Díaz
Bordenave2. Si desarrollamos algo más esta idea, cabe distinguir tres modelos
educativos básicos:

32
Los dos primeros modelos son exógenos, porque son externos al destinatario. El
educando, de hecho, es contemplado como objeto de la educación. El modelo endógeno,
sin embargo, parte del destinatario: el educando es sujeto de la educación.
La educación centrada en los contenidos corresponde a la peor modalidad de la
enseñanza «tradicional». Se basa en la transmisión de contenidos del profesor al alumno,
de la elite «instruida» a la masa ignorante. Nos hallamos ante un tipo de enseñanza
autoritaria. El modelo de comunicación que fundamenta este tipo de educación es
igualmente vertical: el emisor (profesor) habla al receptor (alumno) que está por debajo y
tiene que escuchar pasivamente.

La educación que hace hincapié en los efectos corresponde a la llamada «ingeniería


de la conducta» y consiste sobre todo en dirigir al sujeto por medio de programas. Esta

33
concepción educativa se basa en la comunicación persuasiva. No hay participación real,
sólo acatamiento, adaptación, medición y control de resultados. La retroalimentación es
el mecanismo que permite comprobar si la respuesta se ajusta a lo establecido por el
programador.

La educación que enfatiza el proceso busca la transformación personal y social. No


se interesa tanto por las informaciones o por los efectos conductuales cuanto por la
interacción dialéctica entre las personas y su realidad, así como por el desarrollo
intelectual y la concienciación social. Este planteamiento educativo se basa en la
participación del sujeto en el proceso educativo. La comunicación se entiende aquí como
un intercambio de experiencias, conocimientos, emociones, etc., que permite el tránsito
del aislamiento a la vida en comunidad. De acuerdo con este modelo, ya no hay un
emisor omnisciente y un receptor ignorante/ignorado, sino dos o más
emisores/receptores (EMIRECS) que comparten mensajes en un ciclo bidireccional y
permanente. En mi opinión, es oportuno matizar que este tipo de modelo educativo no
soslaya la capacidad instructiva y orientadora del educador. Que haya distintos
EMIRECS no ha de interpretarse como una disipación del educador.

34
La concepción comunicativa propia del modelo educativo que enfatiza el proceso es
la más completa y humanista. Este planteamiento comunicativo, concordante con el
enfoque que defendemos, no sólo exige a la educación luchar contra el dogmatismo, la
pasividad, el hermetismo y la manipulación, sino también el fomento del diálogo, la
democracia, la realización personal y el fortalecimiento de la comunidad. La formación
es mucho más que adquisición de contenidos, es un proceso de desarrollo integral en un
marco de convivencia.

3. EL CONTENIDO DE LA COMUNICACIÓN

Si por el grado de penetración la comunicación puede ser profunda o superficial, por el


contenido predominante cabe distinguir tres modalidades: cognitiva, afectiva y
educativa. Si pensamos, por ejemplo, en el mundo escolar, los tres tipos de
comunicación presentan notas distintivas:
— La comunicación cognitiva se encamina sobre todo a la transmisión de
contenidos. Es una comunicación instructiva, al servicio de la información. En
su versión más elaborada es una comunicación rigurosa, científica, objetiva.

35
Esta modalidad de comunicación discurre principalmente por vía racional y
con ella proporciona el profesor conocimientos a sus alumnos. También se
puede hablar de comunicación objetiva.

— La comunicación afectiva utiliza el canal de la subjetividad, del sentimiento.


En esta modalidad comunicativa hay reconocimiento de la condición personal
de los participantes. En su versión positiva hay encuentro, participación y
reciprocidad. Se dirige principalmente a orientar al educando. Es una
comunicación subjetiva.
En el terreno de la educación, las dos modalidades de comunicación son necesarias.
En mayor o menor grado, ambas están presentes en todo acto comunicativo y, de
acuerdo a la naturaleza de la educación, están llamadas a complementarse. La presencia
de las dos clases da paso al tercer tipo:
— La comunicación educativa3. Es una comunicación integral, energizante y
personalizadora. La completitud de esta comunicación brota de la fusión de
los aspectos cognitivos y afectivos, lo que se traduce en atención a la
transmisión de contenidos y al cultivo de las relaciones. Es la comunicación
verdaderamente formativa en cualquier linaje de educación, pues informa y
orienta.

4. LOS CANALES DE LA COMUNICACIÓN

El lenguaje, oral y escrito, no acapara la comunicación. Es cierto que los signos


lingüísticos constituyen parte esencial de la comunicación, pero también utilizamos
numerosos signos no lingüísticos (señales de tráfico, banderas, movimientos corporales,
etc.). Durante mucho tiempo, la ciencia se ocupó casi en exclusiva del lenguaje. Aunque
más tarde de lo que hubiese sido deseable, también en la actualidad se estudian otras
modalidades de comunicación, por ejemplo, la no verbal.
Aceptado que el lenguaje no monopoliza la comunicación, es menester preguntarse
por otros canales. La comunicación interpersonal, además de servirse de la palabra,
discurre por cauce no verbal. Se trata de una vía compleja que comprende los gestos, la
mímica, la postura, la mirada, etc. Aun cuando estos medios son difíciles de analizar, su
estudio es de gran transcendencia para el conocimiento de la comunicación y del proceso
educativo. Tras hablar del lenguaje, les dedicaremos, por lo mismo, algunos comentarios
con proyección pedagógica.

36
4.1. Comunicación verbal

La educación, como la vida humana, se funda en la utilización de signos. Entre éstos,


cabe destacar el relevante papel de los lingüísticos, objeto de estudio de la lingüística y
de la gramática. En el siglo XX se produce un cambio de rumbo científico que se traduce
en interés por los restantes signos. Así, Ferdinand de Saussure previó una ciencia
consagrada al estudio de los signos en la vida social, que recibió el nombre de
semiología. Por su parte, Ch. S. Peirce, inició su cultivo sistemático y la denominó
semiótica. En la medida en que la semiología/semiótica estudia todo tipo de signos,
constituye una ciencia cuyo marco comprende el campo más reducido de la lingüística y
la gramática.
El lenguaje es el más perfecto de los sistemas semióticos y permite manifestar lo
que se piensa o siente. En concreto, puede desempeñar las siguientes funciones:
representativa, expresiva, conativa, estética o poética, fática y metalingüística (Lázaro
Carreter, 1990: 10). El alcance de las mismas en el aula puede ilustrarse del modo
siguiente:
— Función representativa. La que corresponde al lenguaje científico. A menudo
se trata de un lenguaje claro, concreto y sencillo, encaminado a informar e
integrado por términos de significado unívoco. Mediante esta función, el
profesor transmite datos, hechos objetivos. Predomina en las explicaciones
rigurosas propias de las distintas áreas disciplinares, por ejemplo: Colón llegó
a América por primera vez en 1492; La Revolución Francesa comienza en
1789.
— Función expresiva. En este caso, los mensajes reflejan la subjetividad del
educador. Permiten inferir su estado anímico. Es fácil advertir esta función en
las interjecciones, exclamaciones, pausas, entonación, adjetivos valorativos,
deseos, etc.: ¡No me parece bien que estéis hablando!; ¡Me disgusta que no
estudiéis lo suficiente!
— Función conativa. También se conoce como función apelativa. Si el profesor
llama la atención del alumno o quiere actuar sobre su comportamiento: Estad
en silencio y realizad los ejercicios. A menudo el vocativo y el imperativo
desempeñan esta función: María, muéstrame qué has hecho; Juan, deja de
molestar.
— Función estética. Se descubre en el lenguaje que sobresale por su «estructura
artística», por su musicalidad y belleza. Esta función poética es motivadora y
despertadora de la sensibilidad. El lenguaje profesoral debe vestirse con sus

37
mejores galas, sin caer en vano alarde de erudición. Valga como ejemplo lo
que dice Mairena (Machado, 1999: 115) a sus alumnos: «El orador necesita
impresionar a su auditorio, y para ello refuerza con el tono, el gesto, y a
veces la cosmética misma, todo cuanto dice, y a pesar suyo dogmatiza,
enfatiza y pedantea en mayor o menor grado. Vicios son éstos anejos a la
oratoria, de los cuales yo mismo, cuando os hablo en clase, no estoy exento».
— Función fática. Consiste en emplear el lenguaje para mantener la
comunicación con los alumnos, procurando que no se trunque. Su contenido
informativo es escaso o nulo, pues no importa tanto el contenido de lo que se
dice como el hecho mismo de mantener el contacto con los alumnos. Así, las
frases: ¿Seguís las explicaciones?; Estad atentos; No os distraigáis.

— Función metalingüística. La función metalingüística posibilita la regulación


de la propia comunicación porque implica una reflexión sobre la lengua y la
manera de utilizarla. Se patentiza cuando un profesor utiliza el lenguaje para
hablar del lenguaje mismo. Aunque los profesores de lengua emplean más
esta función, todo docente la usa en algún momento, por ejemplo, cuando se
dice a los alumnos: ¡Qué mal habláis!; ¿Quién sabe lo que significa
«axiología»?
El lenguaje en la educación desempeña un papel humanizador, porque se pone al
servicio de la instrucción y del encuentro. Se busca el fortalecimiento de la autonomía en
un marco de colaboración y diálogo. El lenguaje formativo comporta intercambio,
conversación, vale decir, proceso comunicativo circular catalizador del desarrollo
personal. El lenguaje constituye una forma privilegiada de comunicación interpersonal
en la escuela. Como puntualiza García Hoz (1988a: 206-212), el lenguaje verbal se deja
sistematizar en tres esferas: cognitiva, afectiva e interrogativa. Desde el punto de vista
cognitivo, sirve para describir, narrar, expresar conceptos y explicar. En el plano
afectivo, permite valorar a los demás, mostrar aceptación o rechazo, así como influir en
su comportamiento. En su forma interrogativa, es fundamental para saber cómo se hace
algo y para aclarar dudas.
El lenguaje es una herramienta idónea para el desarrollo cognitivo y emocional. El
valor de este instrumento depende en gran medida de su pragmática4, es decir, del uso
que se le dé. De un lado, cabe hallar una utilización informativa, pues el lenguaje (oral y
escrito) permite la transmisión y el intercambio de contenidos. De otro, el empleo
afectivo se patentiza en la creación de relaciones de todo signo. Aun cuando este uso
permanece en muchos aspectos oculto, acaso porque la investigación tradicional y
hegemónica se haya centrado en la vertiente informativa, es esencial para la comprensión
del impacto que el lenguaje docente tiene en el proceso formativo. Dado que la

38
educación se nutre del saber y del contacto interhumano orientador, debe haber más
estudios que, sin obviar la vertiente instructiva, se interesen por la incidencia que los
distintos mensajes lingüísticos tienen en los estados de ánimo, en la autoestima, en el
sistema axiológico, en la motivación, etc., de los alumnos.
En cuanto a la interrogación, no hay que olvidar que posee gran valor pedagógico
cuando se enmarca en lo que se ha dado en llamar «el arte de preguntar ». Ya Sócrates
defendió el valor de la interrogación como vía para ayudar a pensar a sus discípulos. Es
lo que se conoce como mayéutica (el arte de la partera), técnica encaminada a favorecer
el alumbramiento de la verdad. El método del egregio filósofo griego es comparable al
de una comadrona, pues facilita que salgan a la luz los conocimientos ajenos.
La formulación de preguntas pertinentes promueve la escucha, la reflexión, el
esfuerzo mental y la motivación del educando. A menudo es más difícil realizar buenas
preguntas que dar respuestas correctas, quizá por ello la mayor parte de los logros del ser
humano se han iniciado con una cuestión. La producción de preguntas facilita el avance
hacia una educación creativa, en clara oposición a un sistema instructivo caracterizado
por la reproducción responsiva del alumno. El diálogo y el coloquio, ofrecen muchas
posibilidades a la interrogación educativa. Merced a la conversación las razones, brotan
espontáneamente, sin necesidad de que se impongan. Recuérdese, a este respecto, la
transcendencia del diálogo en la obra de Platón.
Al referirse a las palabras, Redondo (1999: 267-268), indica que su eficacia reside
sobre todo en la flexibilidad y en el alcance, mayores que en otros medios de expresión
basados en signos naturales, por ejemplo, gestos o acciones. En opinión de este autor,
sus limitaciones nacen probablemente de su propia elasticidad y de su convencionalismo.
La ductilidad hace que el lenguaje esté expuesto a la ambigüedad, al equívoco y a la
insinceridad. Por su parte, el convencionalismo puede desembocar en estos mismos
problemas por la ausencia de conexión entre el signo y el significado. El lenguaje verbal
es, pues, un arma de doble filo.
La grandeza y la miseria del lenguaje, reflejo de la compleja naturaleza humana,
tienen respectivamente efectos diferenciales sobre el destinatario. Por la palabra, el
hombre se eleva orgulloso sobre el resto de seres vivos, coopera con sus congéneres y
avanza en la construcción de proyectos compartidos. Junto a este uso, también el
lenguaje se ejerce como instrumento de fuerza (violencia verbal) contra los otros en
forma de manipulación, difamación, ofensión, etc. Si pensamos en situaciones escolares,
es claro que la benignidad lingüística transmitida, verbigracia, por medio de la
instrucción y el trato cordial se manifiesta positivamente en el educando tanto por la
información como por el abrigo emocional que le proporciona. En cambio, la
malignidad del lenguaje, por ejemplo, cuando se emplea para humillar, engañar, etc.,

39
cala negativamente en el alumno y puede conducirle a graves problemas: pérdida de
autoestima, desorientación, etc.
Entre las formas inadecuadas de utilización del lenguaje es preciso citar la que se
refiere a su incumplimiento. Me atrevo a afirmar que en nuestro tiempo, un llamativo
número de personas que viven de la palabra (profesores, periodistas y políticos) carecen
de ella. ¡Cuán lejos están estos «profesionales» de los verdaderos amantes de la verdad!
Son legión los que dan su palabra a sabiendas de que no la van a mantener. El educador
perenne, a diferencia del docente de relumbrón, respeta sus compromisos y fortalece la
convivencia.
Por otra parte, la labor formativa exige al educador que posea adecuada aptitud
verbal. Es preciso, por ejemplo, transmitir los contenidos a los educandos de la mejor
forma posible. También corresponde al profesor servir de modelo, sobre todo ahora que
las nuevas generaciones son tan propensas a los lugares comunes. La degradación del
lenguaje infantojuvenil por influjo pernicioso de los mass media no debe acrecentarse
por unos «docentes modernos » que alardean de cambiar el registro idiomático para
sintonizar con los alumnos.
En cuanto al dominio del propio idioma, hay que decir que la aptitud verbal se ha
revelado en numerosos estudios, a los que se suma el nuestro (Martínez-Otero, 1997:
212), como una de las variables intelectuales que más influyen en el rendimiento
académico. Ciertamente, la comprensión y la fluidez oral y escrita, desempeñan un papel
central en todos los ámbitos y, por supuesto, también en el escolar. De un lado, la lectura
es la llave del aprendizaje de casi todas las asignaturas. De otro, todo profesor, al margen
de la materia que imparta, valora mucho, consciente o inconscientemente, cómo se
expresan sus alumnos en los exámenes orales o escritos, en los trabajos, etc.
Así pues, todos los profesores, no sólo los de lengua, están llamados a cuidar el
idioma, lo que equivale a dar ejemplo utilizándolo con pulcritud, así como a elevar el
nivel de competencia lingüística de los alumnos. El lenguaje que fluye por los centros
escolares no debe quedar circunscrito a clichés ni sometido a modas injustificadas. Ha de
parecerse más a esos ríos caudalosos de agua cristalina, sonora y vivificadora. La
necesidad de cuidar el idioma se funda sobre todo en su condición de sistema de
comunicación. La lengua es un tesoro que debe defenderse en el seno de la comunidad
educativa, precisamente en un momento en que está seriamente amenazada por los
medios de información. A la escuela corresponde un importante papel en esta labor de
protección. No sólo se juega su credibilidad, también el destino de la principal
herramienta de comunicación.

4.2. Comunicación no verbal

40
A pesar de que este canal se estudia sistemáticamente desde hace aproximadamente
medio siglo, sorprende el gran número de publicaciones que con desigual acierto se
ocupan de la cuestión. El tema de la comunicación no verbal está rodeado de un halo
misterioso que quizá explique el interés que despierta. En la actualidad no se pone en
duda que esta importante modalidad de comunicación influye poderosamente en las
interacciones humanas. La inicial fascinación que los amantes del arte sentían por esta
vertiente, se ha extendido a los científicos, sobre todo, psicólogos y antropólogos. Un
destacado antecedente corresponde a la obra de Charles Darwin publicada en 1872, La
expresión de las emociones en los animales y en el hombre, un libro-puente entre la
psicología y la biología.
La expresión «comunicación no verbal», aunque de forma negativa, nos remite a
toda comunicación que no utiliza la palabra. Si bien la locución admite distintas
interpretaciones, nos permite designar los mensajes que se transmiten unas personas a
otras por medio de gestos, contacto visual, forma de moverse, modo de vestir, posturas,
distancia interindividual, etc. En rigor es toda comunicación que no utiliza la palabra,
pero que responde, intencionadamente o no, a procesos de codificación y decodificación.
En cierto sentido la división entre comunicación verbal y no verbal es artificial,
puesto que la comunicación constituye un proceso unitario. Como bien matiza Knapp
(1982: 15), las dos modalidades están tan bien tejidas que no es fácil separarlas.
Según los momentos, la comunicación no verbal refuerza, contradice o sustituye a la
expresión verbal. Veamos sendos ejemplos para cada función: 1) Hay refuerzo si nos
encogemos de hombros mientras decimos no saber algo. 2) La contradicción se descubre
cuando al dirigirnos al compañero con frase amable, el gesto es frío. 3) La sustitución se
materializa si para saludar a alguien que está alejado, alzamos las cejas y levantamos una
mano.
En un mensaje cabe distinguir una vertiente informativa y una vertiente relacional.
La primera se refiere a los contenidos o temas y la segunda al trato que se establece entre
las personas. Las dos dimensiones son igualmente importantes, pero en la comunicación
cotidiana es la vertiente relacional la que adquiere un papel definidor. De forma
excepcional, los contenidos asumen el protagonismo en la comunicación científica y
profesional. En la educación está comprobada la transcendencia de las dos dimensiones,
por lo que es preciso equilibrarlas. Si pensamos, por ejemplo, en los mensajes emitidos
por el profesor, además de la información transmitida, podemos fijarnos en el tono,
gesto, etc., esto es, en todo lo que les proporciona sentido. Así, el maestro que en la clase
le dice a un alumno:
—Juan, muéstrame cómo has hecho el ejercicio de matemáticas.
Con esta indicación, el profesor está mostrando su autoridad al escolar. El alumno,

41
por su parte, entiende que está obligado a cumplir lo solicitado. Con este requerimiento
el docente indica:
— El contenido de lo que quiere revisar: un ejercicio de matemáticas (y no un
trabajo de lengua o de historia).
— El sentido preciso del mensaje: obedecer.
Admitida la presencia de ambas vertientes, resta decir que los contenidos se cifran
habitualmente en código digital o verbal, o sea, por convencionalismo, sin que haya
relación entre la palabra y el objeto que representa. El término «gato» no guarda ningún
parecido con el animal al que designa. Por el contrario, en la vertiente relacional sí hay
semejanza con los signos que la expresan, como ocurre, por ejemplo, entre la alegría que
produce una buena compañía y sus indicadores externos. Esta dimensión es interpretable
gracias al código analógico y se extiende a la comunicación no verbal.
Independientemente de qué pese más en el mensaje, lo fundamental es que haya
concordancia entre ambas vertientes. Aunque generalmente se establece
correspondencia entre las dos dimensiones, hay ocasiones en que la conformidad se
trunca dando lugar a mensajes discordantes. Hay que tener mucho cuidado con esta
comunicación, ya que genera, en mayor o menor cuantía, confusión y distanciamiento.
Los mensajes discordantes frecuentes instalan a las personas en una comunicación
patológica. La teoría del doble vínculo ofrece un claro ejemplo de esta perturbación
comunicacional. Los ingredientes de un doble vínculo son los siguientes (Watzlawick,
Beavin y Jackson, 1995: 197-199):
1. Dos o más personas participan en una relación intensa que tiene gran valor
para la supervivencia física o psicológica de una, varias o todas ellas. La
comunicación puede acontecer en la familia (particularmente interacción
paterno-filial) y en otras muchas situaciones: enfermedad, cautiverio, escuela,
amistad, trabajo, psicoterapia, etc.
2. En ese marco el mensaje está estructurado de tal forma que: a) afirma algo, b)
afirma algo de su propia afirmación, y c) ambas afirmaciones son mutuamente
excluyentes. De este modo, si el mensaje es una instrucción, es necesario
desobedecerlo para cumplirlo.
3. Finalmente, se impide al receptor evadirse del contexto establecido por ese
mensaje, ya sea metacomunicándose (comentando) sobre él o inhibiéndose.
Así pues, aunque el mensaje carezca de sentido desde el punto de vista lógico,
constituye una realidad pragmática: el destinatario ni puede dejar de reaccionar
ni puede responder adecuadamente (no paradójicamente), pues el mensaje
mismo es paradójico. Esta situación a menudo se acompaña de la prohibición
más o menos explícita de manifestar que se tiene conciencia de la

42
contradicción o del verdadero problema implícito. Es probable, por tanto, que
una persona en situación de doble vínculo («doble trampa») sea castigada (o al
menos se sienta culpable) por tener percepciones correctas, y sea catalogada
como «mala» o «trastornada» si insinúa que hay una discrepancia entre lo que
ve y lo que debería ver.
El concepto de doble vínculo ha alcanzado una gran difusión, sobre todo porque
potencialmente es muy psicopatógeno. En la infancia, por ejemplo, la utilización
habitual de mensajes de doble vínculo por parte de los padres o tutores atrapa al niño en
un círculo vicioso que puede conducirle hacia la esquizofrenia. La discordancia reiterada
entre los planos digital y analógico de la comunicación tal como se produce en los
mensajes de doble vínculo perjudica el desarrollo saludable de la personalidad. Esta
teoría formulada por autores de la Escuela de Palo Alto influyó de modo notable en el
estudio de la esquizofrenia, hasta el punto de que para muchos dejó de ser primariamente
un trastorno intrapsíquico y empezó a contemplarse como una consecuencia de la
experiencia interpersonal anómala. Si bien el doble vínculo ha sido identificado
principalmente en el seno familiar, nada impide que se produzca en entornos escolares.
Nuestras observaciones, aunque asistemáticas, nos han permitido detectar casos de
mensajes discordantes en centros educativos.
Con arreglo al contenido de este libro, cabe decir que a veces la discordancia se
halla entre el discurso esplícito o patente y el discurso implícito o latente. Este tipo de
contradicción genera confusión, distanciamiento interpersonal y problemas de diversa
índole.

4.2.1. Tipología de la comunicación no verbal

No hay acuerdo total a la hora de clasificar los mensajes no verbales. Por lo mismo,
ofrecemos, a continuación, algunas propuestas taxonómicas que gozan de cierto
reconocimiento:

Knapp (1982: 17-26)

— Movimiento del cuerpo o comportamiento cinésico. Comprende los gestos, la


postura, los movimientos de las extremidades y de la cabeza, expresiones
faciales, acciones de los ojos (parpadeo, dirección y duración de la mirada, al
igual que dilatación de la pupila). Fruncir el entrecejo, alzar o dejar caer los
hombros, etc., son conductas pertenecientes al campo de la cinésica. Algunas
señales no verbales son específicas y otras generales. En suma, en esta amplia

43
categoría se sitúa todo cuanto corresponde al movimiento.

— Características físicas. En esta categoría se incluyen el aspecto físico o la


forma corporal, el mayor o menor atractivo, los olores corporales, el cabello,
el color o tonalidad de la piel, etc., es decir, señales relativamente estáticas
durante la interacción.
— Conducta táctil. Algunos autores incluyen el contacto físico en el ámbito de la
cinésica. Hay, de hecho, diversos estudios sobre la conducta táctil en las
diferentes etapas de la vida. Interesan especialmente las caricias, los golpes, la
conducción de los movimientos de otros, etc.

— Paralenguaje. Se refiere a la forma de decir algo y no a lo que se dice. Tiene


que ver con el espectro de señales vocales no verbales establecidas en torno al
acto de hablar, entre las que cabe citar: cualidades de la voz (ritmo, tempo,
articulación, resonancia, control de altura, etc.) y vocalizaciones
(caracterizadores vocales como risa, llanto, suspiro, bostezo, estornudo, etc.;
cualificadores vocales como la intensidad y la extensión de la voz;
segregaciones vocales, del tipo: «ah», «uh», «hum», etc.).
— Proxémica. Es el estudio de la utilización y percepción del espacio personal y
social. De gran interés en el conocimiento de los grupos («ecología grupal»)
son los estudios sobre la disposición de los asientos y la distribución espacial
relacionada con el liderazgo, el flujo de comunicación y la tarea manual. La
arquitectura y el mobiliario brindan también considerable información. En un
nivel mayor, se han estudiado las relaciones espaciales en las multitudes.
— A veces se analiza la orientación espacial personal en las conversaciones y la
incidencia del género, el estatus, el rol y la cultura en las interacciones. Es
frecuente igualmente atender a la territorialidad, fenómeno por el cual las
personas tienden a delimitar un espacio como propio.
— Recursos. Se incluyen en esta categoría los objetos empleados que pueden
actuar como estímulos no verbales: perfume, gafas, peluca, lápiz de labios y,
en general, todos los productos de belleza o añadidos.
— Elementos del entorno. Todo lo que constituye el entorno, por ejemplo,
muebles, estilo arquitectónico, decorado, condiciones de luz, olores, colores,
temperatura y otros elementos de esta suerte.

Argyle (1987: 38-45)

44
— El contacto corporal. Es una de las formas más antiguas de comunicación
social. Junto a los contactos agresivos y sexuales hay varios métodos de
influencia, como empujar o conducir a alguien. Hay contactos simbólicos,
como dar palmadas en la espalda o estrechar las manos. Fuera de la familia, el
contacto físico se halla principalmente restringido a las manos.
— La proximidad física. Guarda relación con la intimidad y la dominación. El
significado de la proximidad física varía según el entorno, la cultura, la
confianza, etc.
— La orientación. Tiene que ver con el lugar ocupado por las personas durante la
interacción. La orientación es reflejo de las actitudes.
— La postura corporal. Está muy relacionada con la orientación. Es en gran
medida involuntaria. Hay grandes diferencias, por ejemplo, entre la postura de
dominación y la de sumisión. La postura corporal puede indicar el estado
emocional, el rol, la autoimagen, la autoconfianza, etc. Está influida por la
cultura.
— Los ademanes. Son los movimientos de las manos, de los pies o de otras
partes del cuerpo. Si bien algunos se encaminan a transmitir mensajes
definidos, otros son signos involuntarios que pueden interpretarse correcta o
incorrectamente.
— Las inclinaciones de la cabeza. Constituyen una forma especial de ademán y
cumplen dos funciones diferentes. Sirven para reforzar lo que se ha dicho,
pero también pueden indicar que se va a hablar otra vez. En resumen, las
inclinaciones de la cabeza desempeñan un papel importante en lo que a la
regulación de la conversación se refiere.
— La expresión facial. En esta categoría destacan sobre todo los cambios en
ojos, cejas y boca. Aun cuando la expresión del rostro se presta a engaño, la
información emocional y actitudinal que proporciona es fundamental.
— Los movimientos oculares. Es quizá la parte más reveladora del rostro. De los
movimientos de los ojos y de la mirada fluye información constante. Aunque
a menudo el cruce de miradas conforma un lenguaje complejo y misterioso,
casi todos podemos identificar distintas actitudes: amistosa, hostil, agresiva,
curiosa, etc.
— La apariencia. Hay numerosos aspectos de la apariencia personal que se
controlan voluntariamente: vestido, peinado, maquillaje, etc. La finalidad

45
principal de esta regulación es la autopresentación, que indica qué imagen
quiere ofrecer la persona de sí misma.
— Los aspectos no lingüísticos del lenguaje. Han de incluirse aquí aspectos
relativos a la calidad de la voz: volumen, tono, velocidad, fluidez, silencios,
etc. A nadie se le escapa lo mucho que puede variar el mismo mensaje
lingüístico según sea el ritmo, la entonación, la carga emocional del hablante,
etc.
Las dos clasificaciones presentadas dan buena idea de los elementos que integran la
comunicación no verbal. En el campus escolar esta comunicación adquiere especial
transcendencia y se manifiesta sobre todo a través del contacto visual, uso y cualidad de
la voz, porte e indumentaria, gestos y expresiones faciales, movimientos corporales,
tacto, forma de la clase, características físicas del centro, iluminación, temperatura,
decoración, disposición de los asientos y del resto del mobiliario, manejo del tiempo y
utilización de objetos. La incidencia de la comunicación no verbal en la interacción
educativa permanece en gran medida sin desvelar, por lo que es preciso avanzar en el
esclarecimiento de este importante canal de la comunicación interpersonal.

4.2.2. Funciones de la comunicación no verbal


Las funciones de la comunicación no verbal se agrupan en tres bloques principales
(Argyle, 1987: 47-50):

1. Comunicación de actitudes y emociones interpersonales


Algunas investigaciones sugieren que hay una base biológica innata para las señales no
verbales que genera una respuesta emocional inmediata y poderosa, a semejanza de lo
que ocurre en los animales. En la relación interpersonal parece ser que el canal verbal se
utiliza sobre todo para transmitir información y el canal no verbal se emplea
principalmente para expresar y negociar las actitudes y las experiencias afectivas.

2. Apoyo de la comunicación verbal


Es de sobra conocido que el ritmo, tono y énfasis son aspectos clave para la comprensión
de los mensajes verbales. La comunicación no verbal, de hecho, cumple un valioso papel
por cuatro razones: a) completa el significado de las locuciones, b) regula la
sincronización en las conversaciones, c) proporciona feedback sobre el impacto o
acogida que las palabras tienen en el interlocutor, y además d) informa sobre la atención
que los hablantes se prestan mutuamente.

46
3. Sustitución del lenguaje
Cuando es imposible hablar se utiliza la comunicación no verbal. Así sucede, por
ejemplo, cuando se levanta la mano para saludar a un amigo que se encuentra a cierta
distancia.
Esta sumaria descripción sobre las funciones de la comunicación no verbal nos
muestra que también en los centros educativos hay que otorgar un mayor reconocimiento
a esta trascendente modalidad. El educador, en cuanto comunicador, debe evitar que sus
mensajes sean ambiguos o discordantes, pues originan incertidumbre y confusión. No es
infrecuente que algunos problemas de relación interpersonal en la institución escolar
tengan su origen en las contradicciones entre el canal verbal y no verbal, o sea, entre lo
que se dice y cómo se dice. Me viene a la memoria el caso de aquella profesora que por
declarar su predisposición al diálogo con voz metálica y actitud muy rígida y autoritaria
no resultaba nada creíble.
La saludable aspiración a enriquecer la comunicación educativa con profesores y
alumnos pasa por cultivar la expresión lingüística y los diversos aspectos de la
comunicación no verbal: ritmo al hablar y tono de voz, movimientos de brazos y manos,
postura del cuerpo, contacto visual, mímica del rostro, etc. También hay que cuidar todo
lo relativo al manejo del espacio y del mobiliario. Es respetable que cada cual deje su
impronta en el lugar que ocupa (armario, mesa, silla…), pero es poco elegante, a la par
que perjudicial para la buena marcha del trabajo y las relaciones, que en condiciones de
escasez de recursos algunas personas exhiban dudosos méritos para acaparar, lo que de
acuerdo a un elemental y esencial principio de educación, ha de ser distribuido con
equidad y utilizado por todos. Son estas situaciones cotidianas las que informan de la
talla institucional y muestran de modo empírico por dónde han de ir los cambios si en
verdad se quiere fortalecer el espíritu de comunidad.

5. VULNERABILIDAD DE LA
COMUNICACIÓN EDUCATIVA

La comunicación es un proceso total en el que la comunicación verbal y no verbal han de


verse como dos vertientes complementarias e imbricadas. El educador debe ser un
comunicador en sentido íntegro, esto es, buen emisor y receptor de mensajes, cualquiera
que sea el canal utilizado.
Con finalidad práctica, es oportuno señalar que los aspectos no verbales deben

47
interpretarse con rigor. Explicaciones prematuras sobre la comunicación no verbal, por
cierto muy extendidas, favorecen la instauración de prejuicios y obstaculizan las
relaciones humanas. La constatación de numerosos conflictos en el seno de las
instituciones escolares nos lleva a demandar una capacitación comunicacional básica
(verbal y no verbal) de docentes y directivos. A este respecto, se pueden incluir
contenidos teóricos y prácticos sobre comunicación en los programas de formación de
profesores y gestores. Esta recomendación se basa en el hecho incuestionable —aunque
a veces soslayado por directivos—, de que un sólido indicador de calidad educativa se
halla en el tipo de comunicación interpersonal predominante en los centros escolares. El
estilo comunicativo da buena cuenta del proceso de formación. Es inconcebible una
educación con mayúsculas en un entorno comunicativo (verbal y no verbal)
inconsistente o anómalo.
La debilitación de la comunicación puede iniciarse por el canal verbal o no verbal y
afecta tanto a la vida de la institución como a la educación que se imparte. Son
numerosos los factores que pueden dañar o anular la comunicación, pero el resultado, en
mayor o menor cuantía, es siempre el mismo: el retroceso relacional y formativo. El
autoritarismo, la ausencia de libertad, la competitividad, la inmadurez, etc., son algunas
de las condiciones organizacionales o personales que alteran la comunicación, dificultan
la convivencia y menoscaban la educación. La tensión perturbadora del trabajo y el
consiguiente derroche de energía, el mal ejemplo a los alumnos, el cambio de empleo,
entre otras, son algunas de las consecuencias a que puede conducir la discomunicación
en el centro educativo.
La creciente tecnificación de los centros educativos hace que cada vez sea más fácil
y habitual entrar en contacto con profesores y alumnos situados a miles de kilómetros, al
tiempo que mengua la relación con personas próximas. Esta paradoja comunicacional,
que nos aleja lo cercano y nos aproxima lo distante, queda ilustrada por medio del
profesor que, enfrascado en su trabajo de navegación a través del ordenador, se olvida de
cuanto acontece a su alrededor. La ubicación de la máquina le obliga a situarse de cara a
la pared dando la espalda a los compañeros, con quienes apenas cruza palabra. Mientras
monopoliza la computadora, su cuerpo permanece cuasi inmóvil. Sólo el guiño frío al
destinatario desconocido y el tecleo arrítmico alteran su figura pétrea. Horas, más que
minutos, consume cada día en la misma actividad esta estatua pálida de estrecho
horizonte que muestra los codos y esconde el espíritu. Por caprichos de la moderna
pedagogía realiza un curso de cooperación educativa. Colaboración genuina…
La ecología de la comunicación educativa permite contemplar numerosas
aberraciones provenientes de la cultura tecnificada, la competitividad y el
individualismo. El profesor se desliza con facilidad por la senda del aislamiento y la
rivalidad. La rigidez corporal y la actitud altiva, cuando no amenazante, son algunas de

48
las pistas no verbales de esta comunicación alterada que en ocasiones adopta la forma de
negativismo y hostigamiento. La constatación de disturbios en el claustro nos lleva a
demandar enérgicamente la revisión de los procesos de selección y formación de
educadores y superiores.
Los problemas de comunicación entre profesores se distribuyen sistemáticamente en
dos esferas: interpersonal y profesional. La aparición de discomunicación en el centro de
trabajo merma en mayor o menor cuantía la armonía entre docentes. Los sentimientos de
irritabilidad o desconfianza ponen en peligro el equilibrio interindividual. Cuando se
quiebra la cordialidad la configuración que adopta la comunicación verbal y no verbal se
adscribe en distinto grado a una suerte de «estilo de la asintonía», lo que equivale a decir
que las reglas del juego relacional convencional se rompen y son sustituidas, según los
casos, por conductas imprecisas, vacilantes, provocadoras, rígidas, etc. Esta «pérdida de
las formas» puede expresar temor, amenaza, bloqueo o rechazo y, si no se detiene,
instala a los miembros en un circuito de malestar devastador, particularmente para los
más débiles.
El proceso complejo de ruptura o distorsión de la comunicación se refleja, según
queda dicho, en la vertiente verbal y no verbal. En gran medida ambos canales quedan
atrapados en el círculo vicioso del ataque y la defensa. Conscientemente o no, el habla y
el gesto se tornan, dependiendo del papel de cada cual, hostiles o titubeantes. Estas
expresiones, susceptibles de alternancia, admiten considerables matices y tienen también
su correlato en el movimiento y en la utilización del espacio. El estiramiento o
achicamiento del cuerpo, la invasión del espacio ajeno o el aislamiento, dan idea de
algunas manifestaciones de la mala relación que, al final, por sofisticada que sea la
estrategia utilizada y por favorable que sople el viento en el conflicto, consume la
energía y perjudica a todos. Mas para no pecar de utopistas, ha de decirse que cuando
uno se halla, por la razón que sea y contra la propia voluntad, en una «atmósfera de
combate », lo mejor es actuar conforme a la recta razón. La fórmula «en el amor como
en la guerra todo vale» es en extremo desaconsejable, porque tomada en su literalidad
puede llevar a acciones de gravísimas consecuencias. La asunción del principio básico
de autoprotección no está reñida con la reflexión o la búsqueda de una solución pacífica
y dialogada del enfrentamiento.
Hasta aquí lo relativo al plano humano. Recordemos para finalizar este punto que
los disturbios comunicacionales no son ni mucho menos privativos de las instituciones
escolares; no obstante, ha sido obligado poner el dedo en una de las llagas —visibles o
tapadas— de algunos centros educativos.
En lo tocante a la esfera del trabajo, en íntima conexión con lo anterior, no es difícil
apreciar, ni siquiera en un primer acercamiento, la negativa incidencia de los conflictos

49
interpersonales sobre el proceso educativo. Aun cuando es imposible conocer con
exactitud las repercusiones que la discomunicación interpersonal tiene en la calidad de la
formación, se sabe que algunos profesores se ven afectados por ansiedad y depresión. En
estas circunstancias no es raro que se produzcan bajas por enfermedad o incluso faltas
«injustificadas» que rompen el ritmo esperado de la actividad. Es igualmente
comprobado que las tensiones y preocupaciones asociadas a enfrentamientos y disputas
desgastan a las personas, aminorando de este modo su rendimiento. Cuando menos, el
malestar que siempre impregna este tipo de conflictos genera inseguridad o desconfianza
en la propia institución y a veces en uno mismo que en nada benefician la labor cálida
que la educación demanda. Valga añadir que tampoco resulta positivo el aislamiento o
rivalidad a que propende el docente en situación de comunicación discordante. El
espíritu de colaboración que debiera presidir el trabajo profesoral se torna en esta
coyuntura más individualista o competitivo. Todo lo dicho se agrava si pensamos en el
pésimo modelo ofrecido a los alumnos, quienes muy a su pesar tienen que contemplar
tensiones, riñas y todo tipo de alteraciones relacionales. Este aprendizaje vicario está
muy lejos del ambiente educativo personalizado.

6. FORTALECIMIENTO DE LA
COMUNICACIÓN EDUCATIVA

De entrada ha de señalarse que cantidad de comunicación no equivale a calidad


comunicacional. La siempre difícil tarea de calibrar el capital aspecto que nos ocupa nos
lleva a afirmar, con arreglo a la evidencia, que no se comunica mejor el que más habla.
El profesor de discurso circular que no cierra la boca durante toda la clase no tiene por
qué tener mayor impacto formativo que su colega, parco en palabras, pero más certero en
las explicaciones. De la misma manera, el enriquecimiento de la comunicación en toda la
institución no pasa por organizar un gran número de reuniones tediosas con el vano
propósito de que los participantes se vean las caras con frecuencia y hablen, aunque no
tengan nada que decirse.
La comunicación educativa discurre por cauces formales e informales. Para
mejorarla es menester cuidar los canales oficiales, pero también hay que velar por las
vías espontáneas. La comunicación no queda encerrada en los límites estrechos de lo
establecido y organizado, fluye por los intersticios de la vida escolar con todo su poder
de impregnación. Por lo mismo, es positivo esforzarse por teñir las relaciones
interpersonales en la educación de trato cálido y sincero. Una muestra de desequilibrio

50
personal de cierta magnitud e indicador de perturbaciones comunicacionales en la
institución es la falta de afabilidad. A veces esta ausencia de amabilidad se oculta con
altas dosis de hipocresía, cinismo o rigidez, que no hacen sino enturbiar el ambiente.
El comportamiento amistoso constituye el contrapunto de las tensiones agresivas y
vale la pena fomentarlo, ya que su presencia es esencial en toda convivencia. La
conducta de acercamiento cordial se vincula con la satisfacción en el trabajo y con el
rendimiento. Según los hechos observados y los datos disponibles, la conducta afectuosa
es gratificante, al tiempo que estimula la acción conjunta y constructiva. Esta secuencia
de beneficios invita a que todo tipo de centro educativo trabaje en pro de la concordia.
En la antítesis de estas relaciones favorables se sitúa la inadaptación de la personalidad y
los desequilibrios institucionales. Resulta innegable, por ejemplo, que la inflexibilidad,
acompañada de desconfianza e irritabilidad genera con frecuencia problemas
interindividuales y disfunciones organizacionales. Numerosos problemas en los centros
educativos tienen su origen en el recelo y en la incapacidad para acercar posiciones.
Si nos atenemos a la orientación que la comunicación puede tomar en la institución
escolar, cabe hablar de comunicación horizontal, la que se establece entre personas del
mismo estatus, ya sean alumnos, profesores, coordinadores, etc., y de comunicación
vertical, la que corresponde a personas de distinto nivel jerárquico. Cuando la
comunicación es horizontal suele haber más cercanía entre las partes y más informalidad
en el canal utilizado. En cambio, la comunicación vertical (ascendente o descendente),
nos remite a una desigualdad de poder entre los participantes y no es extraño que
discurra por un cauce formal (carta, informe…). Es la que se establece, por ejemplo,
entre el director y un profesor. Ambas modalidades se complementan y son igualmente
necesarias, siempre que la verticalidad no se confunda con autoritarismo ni la
horizontalidad con abuso de confianza.
Una interesante referencia para evaluar el tipo de comunicación interpersonal es la
ofrecida por Cáceres (2003: 234-235), quien señala que la disposición corporal durante
la interacción comunicativa depende de la postura de los interlocutores. De hecho, la
orientación personal puede ser:
— Horizontal. Cuando las personas se sitúan en el mismo plano. Los sujetos de
igual estatus tienden a permanecer en la misma línea horizontal. En este caso,
lo relevante es si la orientación es frontal o no. Las distancias horizontales
indican el grado de intimidad, de solidaridad, etc.
— Vertical. Si las personas se sitúan en planos distintos. Es oportuno fijarse en
quién ocupa el plano más alto y el más bajo. Las distancias verticales son
indicativas de grados de estatus. Estar en lugar más alto o ser más alto que
otra persona puede afectar significativamente a la interacción.

51
Otros aspectos que se deben tener en cuenta sobre la orientación son (Cáceres, 2003:
235-237):
— Depende de factores culturales, sociales, personales, etc. Las mujeres, por
ejemplo, se aproximan más que los hombres al conversar y mantienen una
orientación más directa. Los estudios interculturales permiten comprobar que
hay considerables variaciones entre los grupos humanos. Los árabes, por
ejemplo, suelen preferir la interacción de frente, mientras que los nórdicos
optan generalmente por una orientación de noventa grados.
— Está condicionada por la tarea y por la relación que mantienen las personas
entre sí. Se sabe que la disposición que se adopta varía si el trabajo comporta
algún tipo de enfrentamiento o si requiere cooperación.
— Varía según el estatus, el rol, el tema de la conversación y el contexto.
— La orientación simétrica, a diferencia de la asimétrica, facilita la
comunicación.
Seguidamente nos animamos a ofrecer, si bien con carácter general, algunos
principios prácticos para mejorar la comunicación educativa:
— Principio de respeto. En lugar de prejuzgar a los demás, hay que tratar al otro
con delicadeza. La transgresión de esta ley áurea hace tambalearse las
relaciones. La desconsideración está en la base de gran número de problemas
de comunicación.
— Principio de amabilidad. Guarda estrecha conexión con el anterior. Ya quedó
dicho que la afabilidad verdadera constituye unos de los fundamentos de la
convivencia y, por tanto, debe cultivarse a diario.
— Principio de justicia. Es la inclinación a dar a cada cual lo que le corresponde.
Cuando los directivos se conducen con arbitrariedad, se genera un clima muy
negativo presidido por la desconfianza y el resentimiento.
— Principio de autonomía. Los profesionales deben tener cierta independencia
para realizar su trabajo. Las presiones y la vigilancia extremas anulan la
iniciativa personal y provocan frustración. En estas circunstancias, el sujeto se
convierte en una especie de pelele.
— Principio de cooperación. La colaboración y el espíritu de comunidad
posibilitan el desarrollo institucional y son indispensables para la construcción
de un ambiente cordial. La cooperación es perfectamente compatible con la

52
autonomía.

— Principio de autosuperación. Un considerable número de personas parten,


consciente o inconscientemente, de la errónea idea de que su éxito depende
del fracaso ajeno. Con esta creencia, no es extraño que algunos hagan lo
posible por desprestigiar y aun derribar al compañero. De acuerdo con nuestro
planteamiento, lo que debe hacerse es «mejorar la propia marca», por
ejemplo, a través del estudio, cursos de formación, etc.
— Principio de responsabilidad. Equivale a responder según lo esperado y en
función de los compromisos contraídos. La persona responsable reconoce y
acepta las consecuencias de sus acciones.
Hay seguramente muchos más principios que mejoran la comunicación educativa,
pero es probable que los descritos nos lleven a tomar conciencia de que su
fortalecimiento depende en gran parte de la propia persona. La constatación de que la
disonancia comunicativa se localiza tanto en la esfera cognitiva (información errónea o
insuficiente sobre el otro, etc.) como en la afectiva (bloqueo emocional, sentimientos
inadecuados, etc.) nos ha animado a proponer estos puntos fundamentales que aglutinan
aspectos esenciales de la relación personal. Ahora bien, para que las siete reglas
anteriores den sus frutos es preciso ponerlas en práctica. La clave general de su eficacia
reside en que favorecen la sintonía interpersonal. Todas ellas se orientan a reforzar los
lazos comunicacionales en un marco de cordialidad, cualesquiera que sean los actores
(alumnos, profesores, directivos…).
De manera más concreta, proponemos a continuación un esquema para mejorar las
habilidades comunicativas en el salón de clase.

PAUTA BÁSICA DE COMUNICACIÓN EN EL AULA

• Establecimiento de objetivos
— ¿Qué se quiere transmitir?
— ¿Qué respuesta se espera de los alumnos?
Al planificar los objetivos es fundamental conocer las características de los
educandos: nivel de conocimientos, motivaciones, necesidades, etc. Las metas han de ser
realistas y alcanzables. La comunicación sale beneficiada si la personalidad del educador
es amable y respetuosa.
• Aspectos esenciales durante la comunicación

53
— Cuidar los aspectos físicos (mobiliario, temperatura, luz, etc.) y anímicos
(empatía, buen humor, etc.) del ambiente.
— Hablar con claridad. Es muy importante la utilización de ejemplos. La voz ha
de modularse de manera tal, que el tono sea el apropiado.
— Evitar la rigidez corporal. Puede ser conveniente moverse por el aula.
— Utilización de tecnologías. Los medios audiovisuales son auxiliares muy
apropiados si se utilizan de forma adecuada.
— Ordenar las ideas. Destacar los puntos más importantes. Relacionar los
contenidos con lo que saben los alumnos.

— Repetir ideas clave, pero con palabras distintas.


— Ofrecer datos rigurosos.
— Las citas, siempre que se utilicen con moderación, contribuyen a sazonar el
discurso.
— Resumir lo tratado.
• Aspectos relativos al comunicador-educador
— La simpatía, afabilidad y naturalidad ayudan a conectar con los alumnos.
— Mantener el contacto visual con los alumnos. Da buenos resultados mirar
alternativamente a algunos escolares de distintas filas.
— Evitar las posturas y movimientos corporales exagerados. Lo idóneo es que
los gestos sean moderados y refuercen nuestras palabras.
— Entre el canal verbal y no verbal debe haber coherencia.
— Ha de cuidarse la indumentaria. Lo mejor, desde el respeto al estilo personal,
es la sencillez y el decoro.
• Aspectos fundamentales en la interacción con los alumnos
— Buscar la sintonía con los alumnos. Mostrar interés por ellos.
— Si se les hace alguna pregunta, debe ser con respeto y dándoles tiempo para
que piensen la respuesta. Cuando los que formulan cuestiones son los
alumnos, hay que mostrar atención en todo momento. Interrumpir al
interlocutor o criticarle es totalmente desaconsejable.

54
— Evitar las preguntas comprometidas y que los alumnos se burlen unos de
otros.
— Favorecer el diálogo. Se puede despertar la curiosidad de los alumnos con
alguna pregunta, noticia, frase célebre, etc.
— Demostrar sana preocupación por sus problemas.
— Elogiar a los alumnos cuando sea necesario.

En resumen, la actuación del educador se debe centrar en: los objetivos, el clima del
aula, la coherencia entre el canal verbal y el no verbal, el porte personal y la sintonía con
los alumnos. Para que esta pauta elemental de comunicación educativa sea útil es
necesario que se adapte a la propia circunstancia docente. Esto supone que, además de
voluntad de mejora, hay que conocer el marco institucional, la situación concreta, las
características de los alumnos con los que se trabaja, etc. Puesto que cada educador es
único, la pauta de intervención comunicacional ha de ser igualmente singular. De lo
expuesto se deduce también que no hay un paquete de propuestas mágicas. Aun cuando
la pauta ofrecida se ha mostrado adecuada para el enriquecimiento de la comunicación y,
por ello, ha de animar a ponerla en práctica, para que la efectividad sea prolongada se
requiere la apuesta decidida de todo el claustro. La comunicación es un proceso plural,
es decir, atañe a más de uno y, en consecuencia, su éxito final depende del compromiso
de todos con su mejora.

55
56
EL DISCURSO EDUCATIVO:
NUEVO MODELO PEDAGÓGICO

1. INTRODUCCIÓN
2. CONCEPTO DE DISCURSO EDUCATIVO
3. EL DISCURSO EDUCATIVO COMO OBJETO DE ANÁLISIS
4. MODELO PENTADIMENSIONAL DEL DISCURSO EDUCATIVO
4.1. Semiótica del discurso educativo
4.1.1. Dimensión instructiva
4.1.2. Dimensión afectiva
4.1.3. Dimensión motivacional
4.1.4. Dimensión social
4.1.5. Dimensión ética
5. CUESTIONARIO PARA ANALIZAR EL DISCURSO EDUCATIVO
(CADE)
6. QUESTIONARIO PARA ANALISAR O DISCURSO EDUCATIVO
(CADE). VERSAO EM PORTUGUÊS

1. INTRODUCCIÓN

Viene este capítulo, en cierto modo troncal, a compendiar algunos de los aspectos que
ulteriormente se reparten y amplían en varios temas. El acercamiento al concepto de
discurso educativo es obligado, por constituir el eje de todo el libro. Aunque se trata de

57
una expresión cada vez más difundida, adolece de imprecisión, pues son numerosos los
sentidos que se le dan. El dilatado repertorio de definiciones es atribuible en gran medida
a la quiebra del monopolio ejercido por la lingüística sobre el estudio del discurso
durante años desde la década de los sesenta del pasado siglo. Ahora se ha despertado el
interés investigador hacia el fenómeno discursivo en otros campos científicos, entre los
que cabe mencionar la antropología, la sociología, la psicología y la pedagogía. La
polisemia se acrecienta si se tiene en cuenta que en el seno de un mismo campo
disciplinar puede haber diversos paradigmas.
El discurso es considerado de diversas formas más o menos complementarias, por
ejemplo, como: «lengua en uso o habla», «evento comunicativo socioculturalmente
contextualizado», «herramienta social del pensamiento», etc. Esta pequeña muestra de
definiciones no agota en absoluto el abanico de perspectivas existentes sobre el discurso,
pero sí que nos anima a señalar que hay una tendencia creciente a estudiar su vertiente
social. Aunque, en rigor, no cabe reducir el discurso a mera actividad social, por ser
también fenómeno psicológico, cultural, etc., sí que nos centraremos en esta obra
pedagógica en la interacción en contextos escolares. El universo del discurso queda aquí,
por un lado, circunscrito al marco educativo (discurso educativo) y, por otro,
contemplado desde un ángulo predominantemente relacional. De esta suerte, me interesa
sobre todo el discurso educativo en cuanto comunicación acrecentadora susceptible, a su
vez, de mejora. El discurso es una herramienta de la educación llamada a pulirse en aras
del desarrollo integral, no meramente intelectual, del educando. Mediante esta
aseveración, al tiempo que «corregimos» a cuantos aseguran que el discurso es
instrumento al servicio exclusivo del progreso cognitivo, mostramos la índole humanista
de nuestra visión pedagógica.
El estudio del discurso educativo desde una perspectiva relacional nos conduce a
interpretarlo como comunicación interpersonal y como vía pedagógica fundamental para
el despliegue pleno de los educandos. Es, en efecto, encuentro y diálogo, pero también
impulsor de avances conectados entre sí. En cierto modo, el análisis del discurso supone
reparar, como después se verá, en su estructura y en su función, esto es, en la
distribución y orden de sus partes, así como en el papel formativo que cumple.

2. CONCEPTO DE DISCURSO EDUCATIVO

A despecho del interés creciente de la ciencia pedagógica por el discurso educativo, aún
son insuficientes las investigaciones que se encaminan a analizarlo. El estudio del

58
discurso es fundamental tanto para comprender el proceso educativo como para
mejorarlo; sin embargo, todavía queda mucho por hacer hasta escudriñar todas las
aristas. Como señala Cubero (2001: 7), el análisis de lo acaecido en las aulas se centró en
un principio en la eficacia docente, particularmente en las características profesorales
que podían explicar la competencia y el éxito profesional. Hasta finales de los años 50
no se desplaza el foco de las investigaciones hacia el estudio de las interacciones
personales en el aula. Pues bien, es precisamente en este marco del acontecer educativo
cotidiano en el que situamos nuestra prospección del discurso.
Dada la dispersión existente en los estudios sobre el discurso educativo, la
pretensión de conceptuarlo con precisión es tarea compleja. De hecho, la noción discurso
educativo alberga en nuestros días una llamativa polisemia según sea el autor que se
consulte. Me animo, sin embargo, a consignar que en este libro el discurso educativo en
el aula es praxis comunicativa sistemática encaminada a favorecer el desarrollo
personal del educando. Para sortear un planteamiento reductor sostengo que el discurso
educativo es acción predominantemente verbal inserta en una determinada coyuntura
sociocultural. La perspectiva que adopto es nítidamente humanista, toda vez que interesa
el discurso en cuanto comunicación orientada a favorecer el crecimiento pleno del
sujeto.
En sentido restringido se puede considerar el discurso como un conjunto de palabras
y frases utilizadas para manifestar pensamientos, informaciones, sentimientos, etc. Así
contemplado, este entramado lingüístico permite expresar y transmitir datos, ideas,
opiniones y estados afectivos impulsores del proceso educativo.
Aun cuando la naturaleza del discurso es, sobre todo, verbal, no se debe soslayar su
vertiente extraverbal. Es así como avanzamos hasta toparnos con el sentido extenso que
defendemos. Van Dijk (2000) sostiene, incluso, que el discurso es interacción social.
Rebollo (2001: 35), por su parte, señala que actualmente se reconoce que el discurso no
sólo se refiere a ejecuciones lingüísticas, sino a un proceso comunicativo integrado por
registros semióticos heterogéneos, sean verbales o no.
El discurso educativo asume diversas configuraciones: libros de texto, mensajes
audiovisuales cada vez más presentes en contextos escolares, etc., que brindan
numerosas posibilidades de investigación. No obstante, al efecto de delimitar nuestra
prospección, nos centraremos sobre todo en la vertiente oral del mismo y, en concreto,
en la acción hablada protagonizada por el profesor. El lenguaje docente, en cuanto
herramienta educativa, aspira a promover el desarrollo intelectual, emocional, ético y
social del educando, según objetivos más o menos explicitados en los programas de las
asignaturas. El empleo diferencial del discurso en el aula, acaso consecuencia de la
cosmovisión del docente y de su preparación, condiciona el tipo de relación que se

59
establece entre el profesor y sus alumnos, al tiempo que introduce variaciones
significativas en el rumbo de la educación, pues se enfatizan ciertos aspectos en perjuicio
de otros. El discurso educativo influye en el área cognitiva, afectiva, social y moral del
educando. Evidentemente, un discurso inadecuado en su vertiente temática o relacional
puede impactar negativamente en el alumno, por lo que su empleo siempre debe ponerse
al servicio de la aproximación de voces, del encuentro polifónico y de la formación. Me
animo incluso a proponer la metáfora de la orquesta para ilustrar lo que ha de suceder
con el discurso en el aula. Ya el tropo lo hallamos en Machado (1999: 14), quien por
medio de Juan de Mairena, maestro apócrifo, advierte: «No olvidéis que es tan fácil
quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con ella la quinta sinfonía de
Beethoven».
De acuerdo con la figura empleada, en el aula hay un director (profesor) del proceso
educativo para que los miembros (alumnos) interpreten sinfónicamente una obra (lección
o tarea) con sus diversos instrumentos (cognitivos, afectivos y psicomotores). Esta
composición armónica, oportunamente guiada por el docente y en la que se reconoce la
singularidad y la pluralidad de voces, es la que hace crecer a todos los participantes. No
se pretende en modo alguno legitimar el discurso del profesor porque sí, sino invocar su
función orientadora y mediadora que facilita el desarrollo personal del educando. Mercer
(1997: 72-73) indica que las investigaciones en el aula muestran a menudo que el
abanico de oportunidades para que los alumnos contribuyan a la conversación es muy
limitado, lo que evidentemente debe ser revisado en beneficio de la implicación del
educando en su propia formación. Sobre esta cuestión también el análisis de la semiótica
del discurso educativo puede ofrecer claves para estimular el crecimiento compartido.
Al estudiar el discurso conviene hacer, al menos, dos matizaciones. Una tiene que
ver con su dinamismo, pues se trata de energía comunicativa que se despliega en un
tiempo (clase o lección) y en un espacio (aula). Constituye, por tanto, un proceso que
regula las interacciones educador-educando. La otra se refiere a su intencionalidad, por
cuanto es acción comunicativa interpersonal orientada hacia un objetivo, es decir, se
encamina a la consecución de algo: transmitir contenidos, estimular, favorecer el
progreso emocional, promover actitudes y valores, etc. Quedan registradas las dos
aclaraciones por Caron (1989: 166) cuando señala que una situación discursiva no es
estable ni permanente, sino que se construye y transforma con el tiempo, y comporta
siempre una orientación.
Una nueva acotación en esta exposición tiene que ver con la naturaleza dialógica del
genuino discurso educativo, de donde se colige que no corresponde en exclusiva al
educador. Al carácter circular del discurso ha de agregarse que los alumnos también
emiten mensajes potencialmente formativos cuando preguntan, responden o exponen
algún tema. Es innegable, empero, que el profesor suele tener un discurso extenso y

60
orientador de las relaciones y del proceso educativo. Se puede afirmar que la
comunicación en el aula y la enseñanza-aprendizaje dependen en gran medida del
docente.
Ha de consignarse, por otra parte, que el discurso cobra sentido si se ve de modo
unitario, lo que no impide que, en ciertos momentos, proceda analizar por separado sus
distintos componentes. A pesar de su complicación estructural sostengo que el discurso
educativo está constituido por cinco dimensiones funcionales: instructiva, afectiva,
motivadora, social y ética. Por razones teóricas se distinguen cinco vertientes del
discurso, aunque hay que tener presente que son complementarias e integrantes de un
todo. La calidad discursiva depende en gran medida de la armonía existente entre las
mismas. Esta pluridimensionalidad del discurso muestra, además, que nos encontramos
ante una realidad compleja, polimorfa, heterogénea y rica. Como se verá más adelante,
del predominio de una dimensión u otra depende, en gran medida, la caracterización y la
calidad del discurso.

3. EL DISCURSO EDUCATIVO COMO


OBJETO DE ANÁLISIS

La transcendencia del discurso en todo proceso educativo nos lleva a examinarlo con
miras a mejorarlo. Su estudio permite comprenderlo y enriquecerlo. En primer lugar,
inspirados en el profesor italiano Titone (1986: 66), distinguimos en el discurso
didáctico tres vertientes interrelacionadas:

— La vertiente lingüística, que se centra en la estructuración y coherencia del


discurso..
— La vertiente psicolingüística, que lo estudia por su condición comunicativa.
— La vertiente sociolingüística, que se interesa por su contexto (situacional,
social, cultural).

La división presentada nos permite enfatizar la importancia de investigar cómo se


vertebra el discurso sin perder de vista su potencia relacional ni el marco en que
acontece. Desde esta perspectiva, excluimos de nuestro trabajo y modelo la
interpretación discursiva aséptica. En aras de la aplicación pedagógica, pretendemos que
el estudio del discurso, salvadas las necesarias consideraciones teóricas, se mantenga en

61
el terreno práxico.
El análisis del discurso educativo aquí realizado es de carácter estructural-funcional,
porque se interesa por la identificación de sus partes y por sus usos. Esta senda de
investigación, en un marco humanista, permite, como luego se detallará, identificar cinco
dimensiones discursivas interdependientes orientadas respectivamente a la instrucción, el
despliegue afectivo, la motivación, el desarrollo social y el progreso ético/moral del
educando.
Por otro lado, el análisis del discurso docente exige tener en cuenta los distintos
grados de patencia. Así, hay mensajes manifiestos, claramente perceptibles, cifrados
sobre todo por medio del lenguaje. También hay mensajes latentes, difíciles de
identificar, y suelen transmitirse no verbal y paraverbalmente. Por supuesto, se pueden
hallar mensajes intermedios, esto es, semiexplícitos o semiocultos.
Otro aspecto capital del discurso es el relativo a su adecuación a los alumnos. El
discurso del profesor ha de basarse en el profundo conocimiento de los educandos: grado
de madurez, edad, necesidades, intereses, circunstancias, cultura y ritmo de aprendizaje.
En cuanto a los elementos constitutivos del discurso, podemos distinguir una
estructura, un proceso y un contenido:
— La estructura es la distribución y orden de las partes fundamentales del
discurso educativo. Por medio de la estructura, los distintos componentes se
unen proporcionando mayor o menor coherencia y alcance instructivo,
afectivo, motivador, social y ético. Esta es la consideración discursiva
elemental que defendemos y su sistematización estructural representa una
novedad pedagógica que puede favorecer el trabajo educativo y la formación
del profesorado. Por fuera de este planteamiento propio, no es extraño
encontrar trabajos centrados en otros aspectos. Es el caso de Cazden (1991:
39-51), quien, además de reconocer que la estructura del discurso obedece a
determinados objetivos educativos, sostiene que se ajusta al esquema
tripartito: iniciación del maestro, respuesta del niño y evaluación. Indica
también esta autora que las dos dimensiones de la estructura son la secuencial
(sintagmática u horizontal) y la selectiva (paradigmática o vertical). La
dimensión secuencial se refiere al orden preestablecido, por ejemplo, en el
esquema anteriormente citado: inicio del educador, repuesta del alumno y
evaluación. La dimensión selectiva, por su parte, se refiere a la elección de
alternativas dentro del esquema, por ejemplo, que el profesor utilice preguntas
o afirmaciones en los momentos iniciales. Cros (2003: 67), por su parte,
distingue tres fases características de la estructura de la clase: 1) Fase inicial,
de apertura y presentación, en la que suele manifestar lo que se va a realizar y

62
el tipo de participación que se espera de los alumnos. 2) Fase de desarrollo de
la sesión, que incluye todas las subfases en que se organiza la actividad del
aula: explicaciones, preguntas y respuestas, actividades de los alumnos, etc. 3)
Fase de conclusión, que a menudo incluye una recapitulación, una evaluación
o una anticipación de lo que se hará en la próxima sesión.
Aun cuando el discurso didáctico no se ciña siempre a una ordenación fija, el
esquema anterior muestra un modo frecuente de organizar la actividad
docente en el aula. En definitiva, trabajos como los comentados (Cazden,
1991; Cros, 2003) se apartan considerablemente de nuestro cauce de análisis
estructural, si bien ofrecen una visión complementaria que conviene tener
presente al estudiar el discurso. Con todo, parece oportuno insistir en que
nuestra propuesta estructural resulta especialmente apropiada para acercarse al
discurso educativo, pues lo enfoca como una realidad unitaria integrada por
diversas dimensiones interrelacionadas que lo abarcan totalmente. Queda
avalada por la experiencia, la observación educativa transcultural, el refrendo
de miles de educadores de diversos países pertenecientes a los distintos
niveles formativos y la revisión de numerosos documentos pedagógicos,
históricos e incluso literarios en los que de continuo se recogen, aunque de
manera desigual y asistemática, indicadores semiológicos correspondientes a
las cinco dimensiones identificadas.
— El proceso se refiere a la orientación temporal del discurso. El discurso no se
agota en un conjunto de reglas predeterminadas sino que puede experimentar
variaciones sustanciales según la situación, las demandas de los educandos,
las perturbaciones detectadas, etc. Si la estructura nos lleva a pensar en la
realidad «estática» del discurso, el proceso permite tomar conciencia de su
dinamismo. La estructura posibilita la coherencia discursiva y el proceso
contribuye a configurar el estilo docente. Se puede afirmar que un discurso
educativo de calidad, además de coherente, es complejo en lo que se refiere a
la presencia y exposición de experiencias inductoras de aprendizajes
significativos y genuinamente formativos. Con estructuras rígidas, el discurso
queda constreñido y con facilidad adquiere una fisonomía artificiosa, muy
alejada de la vasta y enmarañada realidad educativa.
— El contenido dice de la materia del discurso didáctico, según se trate de unas
asignaturas u otras. Es la parte visible del discurso establecida de acuerdo con
los objetivos fijados para cada materia y curso. El sentido del discurso puede
variar considerablemente en función de las informaciones que se
proporcionen. Cuando el discurso es de calidad, los contenidos, aunque

63
compartan una misma temática, son variados y flexibles. En algunas
ocasiones, en cambio, los alumnos se quejan de la recurrencia del discurso
diciendo que el profesor se asemeja a un disco rayado.

Tras pasar revista a los elementos que configuran el discurso, nos adentramos, a
continuación, en nuestro modelo pedagógico.

4. MODELO PENTADIMENSIONAL DEL


DISCURSO EDUCATIVO

El modelo que aquí se expone sucintamente y que se desarrolla en los próximos


capítulos nace de la aplicación del método analítico-comprensivo a la realidad educativa,
concretamente al discurso didáctico. La experiencia pedagógica permite identificar en la
estructura del discurso educativo cinco dimensiones interdependientes: la instructiva, la
afectiva, la motivacional, la social y la ética. Asimismo, sostengo que aunque haya
variaciones discursivas considerables según los niveles educativos, la
pentadimensionalidad se mantiene. Conviene especificar que el modelo aspira a ser una
referencia valiosa para la mejora de la labor realizada por los educadores de todas las
etapas, ya que puede orientarles sobre aspectos que deben corregir o reforzar. En suma,
se presenta sintéticamente el modelo pedagógico pentadimensional que permite calibrar
la virtualidad formativa del discurso, enriquecer el proceso educativo y elaborar una
tipología orientadora de profesores, alumnos e instituciones.

4.1. Semiótica del discurso educativo

A la luz de la semiología, sistematizamos los indicadores correspondientes a cada una de


las dimensiones del discurso.

4.1.1. Dimensión instructiva


Esta dimensión brota del conocimiento y dominio del profesor sobre su asignatura. Tiene
que ver con la formación técnico-científica en la materia que se imparte. Se encamina
principalmente a la transmisión de contenidos. Cabe distinguir las siguientes notas:
— Distribución expositiva.

64
— Abundancia de conceptos.
— Oraciones claras.

— Terminología técnica y científica, con arreglo a las distintas materias o


asignaturas.
— Lenguaje claro y riguroso.
— Predominio de la objetividad.
— Inclusión de datos.
— Repetición de ideas clave.

— Sencillez sintáctica.
— Predomina la función representativa del lenguaje.

4.1.2. Dimensión afectiva


En la actualidad esta dimensión del discurso se cultiva poco y se circunscribe casi por
completo al primer tramo de la educación. Por lo mismo, es preciso potenciar este
aspecto, mutatis mutandis, en los distintos niveles del sistema educativo. Algunos
indicadores de la vertiente emocional del discurso son:
— Diálogo con los alumnos.
— Lenguaje personal promotor de intersubjetividad.
— Escasa homogeneidad.

— Subjetividad, expresión de estados de ánimo y palabras de afecto y estímulo.


— Incluye vocablos y giros coloquiales.
— Valoraciones positivas sobre los alumnos.
— Importancia de la comunicación no verbal: contacto visual con el alumno,
murmullos y gestos de aprobación, sonrisa, proximidad física, etc.
— Sobresale la función expresiva.

4.1.3. Dimensión motivacional

65
La motivación adquiere gran relevancia en el discurso por ser uno de los fundamentos
del proceso educativo. A este respecto, algunos indicadores que activan y canalizan el
comportamiento del alumno hacia el aprendizaje y la formación son:

— Presentación de contenidos nuevos.


— Utilización de un discurso jerarquizado y coherente.
— Presencia de ejemplos.
— Modulación del habla: cambios de tono y ritmo.
— Adaptación al contexto, versatilidad y dinamismo.

— Inclusión de situaciones variadas: exposiciones, conversaciones, etc.


— Discurso evocador, sugerente.
— Enriquecimiento discursivo merced a imágenes y tropos. Estructura
«artística».
— Manejo de las pausas y los silencios.
— Armonía entre elementos verbales y extraverbales.
— Predomina la función fática (orientada a mantener la comunicación con el
educando por medio de un discurso atrayente).

4.1.4. Dimensión social


El discurso en el aula ha de ser esencialmente humanizador, lo que equivale a decir que
debe favorecer el desarrollo personal y la vida en comunidad.
Hemos identificado los siguientes elementos:
— Búsqueda de la interacción en el aula a través de coloquios, debates, etc.
— Uso de argumentaciones para lograr la adhesión de los educandos.
— Lenguaje con importante carga ideológica.
— Se encamina a la reflexión crítica sobre la realidad.
— Abundancia de términos abstractos, por ejemplo, justicia, solidaridad,
tolerancia, etc.
— Predominio de léxico «político».

66
— Expresión de opiniones y de marcadores «culturales»: informaciones,
símbolos, etc., más o menos compartidos.
— Discurso subjetivo orientado a convencer.

— Frecuentes exhortaciones.
— Destaca la función conativa, encaminada a actuar sobre el comportamiento de
los educandos.

4.1.5. Dimensión ética


La dimensión ética/moral del discurso nace de la esencia misma del hecho educativo,
pues orienta el comportamiento hacia el «bien». La educación favorece un patrón de
vida, un modo peculiar de obrar. Algunas características de esta dimensión del discurso
son:
— Lenguaje doctrinal que busca la aplicación práctica.
— Presencia considerable de términos abstractos.
— Organización axiológica de la realidad.
— Búsqueda de la objetividad y de la universalidad.
— Se concede importancia al diálogo en el aula.
— Fomento de las interacciones justas en el aula.
— Frecuentes contenidos morales.

— Desarrollo del razonamiento moral por medio de técnicas diversas: análisis de


casos, discusiones, etc.
— Práctica de acciones morales en el centro y en el aula con la pretensión de que
se adquieran hábitos positivos.
— Función preceptiva del lenguaje.

Una vez revisadas rápidamente las ci nco dimensiones de nuestro modelo, ha de


anotarse que a medida que el discurso didáctico reúna más dimensiones será más
educativo. Por el contrario, cuantas menos dimensiones abarque, menos formativo será.
Se trata, en cualquier caso, de dimensiones convergentes, aunque hoy, por diversas
razones personales, formativas, institucionales, etc., tiendan a divergir, hasta el punto de

67
que no es raro encontrar en profesores de todos los niveles discursos claramente
desequilibrados.
Recordemos también que el discurso es elemento nuclear de la educación y a
diferencia de lo que todavía se señala en algunas publicaciones pedagógicas no se
encamina a la mera instrucción, algo que queda sobradamente superado en nuestro
planteamiento.
Por otro lado, la metodología analítica seguida muestra que el discurso educativo es
una realidad sistémica estructurada y estructurante cuyos componentes pueden conocerse
y fortalecerse. Dado que el discurso no opera en el vacío, sino en una concreta situación
comunicativa, debe destacarse concomitantemente la relevancia, entre otros aspectos
clave, de la intencionalidad, las características de los participantes y la institución, la
cultura de pertenencia y, cómo no, el verdadero diálogo, sin el cual la educación se
frena. El discurso, pues, debe ser analizado siempre en función del contexto
psicosociocultural. Si, por ejemplo, en nuestra creciente escuela multicultural se
prescinde de este fundamental y complejo parámetro, el análisis del discurso se
desenfoca o recorta.

5. CUESTIONARIO PARA ANALIZAR EL


DISCURSO EDUCATIVO (CADE)

A continuación se ofrece un breve cuestionario, tanto en español como en portugués, que


cada profesor puede autoaplicarse. El Cuestionario para Analizar el Discurso Educativo
(CADE) no tiene carácter científico, pero puede aportar información valiosa sobre el
discurso docente. Es, en definitiva, un test popular, sencillo y rápido que permite
conocer mejor la propia práctica profesional y brinda pistas pedagógicas para mejorarla.
Está constituido por 40 enunciados repartidos en igual número por sus cinco
dimensiones: instructiva, afectiva, motivadora, social y ética.
En el CADE5 se presentan diversas situaciones educativas protagonizadas por el
profesor y referidas fundamentalmente a la manera de estructurar las clases, al tipo de
relación que establece con sus alumnos y al lenguaje docente. Aunque no siempre resulte
fácil responder con un sí o un no, es preciso realizar el esfuerzo de contestar
sinceramente a todas las cuestiones, con arreglo a lo que sea habitual.

DI

68
— La mayor parte de la clase la dedico a explicar la lección.
— Anualmente trato de actualizar la formación científica correspondiente a la(s)
materia(s) que imparto.
— Aunque hay variedad, mis clases se caracterizan por la abundancia de
contenidos, conceptos, etc.
— La terminología que uso en clase es muy específica, con numerosos términos
técnicos y científicos.
— Mis explicaciones se caracterizan por el rigor.

— Doy un tratamiento imparcial u objetivo a las lecciones.


— Como resultado de mi actualización docente incluyo muchos datos.
— Fundamentalmente utilizo una metodología expositiva.

DA

— Mis clases se basan sobre todo en la interacción cordial con los alumnos.
— Muchas de mis intervenciones en clase expresan estados de ánimo, con
frecuentes palabras de afecto y estímulo.
— Mi expresión oral está impregnada de vocablos y giros coloquiales.
— En clase procuro empatizar con los alumnos.

— Tengo muy en cuenta la comunicación no verbal: contacto visual con el


alumno, murmullos y gestos de aprobación, sonrisa, proximidad física, etc.
— En mis clases es habitual que los alumnos expresen cómo se sienten.
— Acomodo mi discurso a la circunstancia y etapa evolutiva en que se hallan los
alumnos.
— Procuro fortalecer mi expresión mediante la coherencia entre el leguaje verbal
y corporal.

DM

69
— Procuro renovar cada curso los contenidos de las asignaturas que imparto.
— Pongo muchos ejemplos durante las clases.
— Habitualmente modulo mi modo de hablar para que resulte más atractivo:
cambio frecuentemente el tono y el ritmo.
— Se generan situaciones heterogéneas en mis clases: exposiciones,
conversaciones, preguntas, etc.
— Mi lenguaje está repleto de metáforas, comparaciones, etc.
— Durante mis explicaciones me sirvo habitualmente de las pausas y los
silencios.

Me fijo mucho en mi lenguaje y en los aspectos no verbales (gestos, postura,
etc.) de mi comunicación.
— Procuro innovar y sorprender a mis alumnos todos los días.

DS

— Con frecuencia abordo en las clases asuntos relativos a problemas sociales


(desempleo, droga, violencia…).
— Cuando surgen cuestiones de tipo social, procuro sensibilizar a mis alumnos
mediante argumentos consistentes.
— Creo que mi lenguaje posee una importante carga ideológica.

— Mis clases buscan la reflexión crítica y la transformación positiva de la


realidad.
— En mis explicaciones abundan términos abstractos como tolerancia,
solidaridad, etc.
— Animo casi siempre a mis alumnos a que participen y se involucren en la
mejora del entorno.
— En mi clase es habitual que se hable de valores, culturas, convivencia, etc.
— Me preocupa especialmente la proyección social de mis asignaturas.

70
DE

— Pongo mucho interés en la formación moral de mis alumnos.

— A menudo hago pensar a mis alumnos sobre las consecuencias de su


conducta.
— En mis clases son frecuentes las discusiones sobre cuestiones morales.
— En mi asignatura se promueven las interacciones justas entre los alumnos.
— Mis lecciones incluyen contenidos éticos.

— Trato de desarrollar el razonamiento moral de mis alumnos a través de la


reflexión, la argumentación, el análisis de casos, etc.
— En el aula se fomenta la realización de acciones morales, con objeto de
favorecer la adquisición de hábitos positivos.
— En clase se establecen normas que regulan las interacciones.

A la hora de obtener los resultados, se suman las respuestas afirmativas y negativas


en cada dimensión:
— Entre 0 y 3 respuestas afirmativas refleja insuficiente dominio de esa
dimensión.
— 4 y 5 respuestas afirmativas indican que el discurso docente presenta esa
dimensión, siquiera sea moderadamente.

— De 6 a 8 respuestas afirmativas se posee claramente esa dimensión discursiva.

***

Ha de recordarse que el discurso es más rico cuantas más dimensiones se alcancen.


En el capítulo sobre el discurso educativo y la tipología docente se describen situaciones
de profesores que únicamente acreditan suficiencia unidimensional. Los retratos
docentes presentados, aun cuando sean hiperbólicos, pueden servir de referencia para la
mejora de la labor profesoral.

***

71
6. QUESTIONÁRIO PARA ANALISAR O
DISCURSO EDUCATIVO (CADE).
—Versão em português6, 2008—.

Apresentamos um breve questionário que cada professor pode auto-aplicar. Esta versão
do Questionário para Analisar o Discurso Educativo (CADE) pode dar informações
importantes sobre o discurso docente. É, em suma, um teste simples e rápido que permite
conhecer melhor a própria prática profissional e oferece pistas pedagógicas para
melhorá-la. Está constituído por 40 questões distribuídas igualitariamente nas suas cinco
dimensões: instrutiva, afetiva, motivadora, social e ética.
Neste questionário (CADE) (Martínez-Otero, 2008) apresentamos diversas situações
educativas protagonizadas pelo professor, que se referem fundamentalmente ao modo de
estruturar as aulas, ao tipo de relação que estabelece com seus alunos e à linguagem
docente. Mesmo que nem sempre seja fácil responder com um sim ou um não, é
necessário realizar um esforço de responder sinceramente a todas as questões, de acordo
com o que seja habitual.

DI

— A maior parte da aula é dedicada à explicação de conteúdos.


— Anualmente trato de atualizar a minha formação científica correspondente à
disciplina(s) que ministro.
— Com freqüência minhas aulas se caracterizam pela abundância de conteúdos,
conceitos, etc.
— A terminologia que uso em sala de aula é muito específica, com numerosos
termos técnicos e científicos.
— Minhas explicações se caracterizam pelo rigor científico.
— Dou um tratamento imparcial ou objetivo aos conteúdos.
— Como resultado de minha reciclagem docente incorporo novos
conhecimentos.
— Fundamentalmente utilizo uma metodologia expositiva.

72
DA

— Minhas aulas se embasam, sobretudo, na interação cordial com os alunos.

— Muitas das minhas intervenções em sala de aula expressam meu estado de


ânimo, com freqüentes palavras de afeto e estímulo.
— Em minha expressão oral predomina o estilo coloquial.
— Na aula procuro ser simpático com os alunos.
— Atribuo grande importância à comunicação não verbal: contato visual com o
aluno, gestos de aprovação, sorrisos, proximidade física, etc.

— Nas minhas aulas é habitual que os alunos expressem seu estado de ânimo:
alegre, triste, etc.
— Acomodo meu discurso as características (ritmo de aprendizagem,
necessidades, limitações, possibilidades, situação, etc.) e etapa evolutiva em
que se encontram os alunos.
— Procuro fortalecer minha expressão discursiva mediante a harmonia entre a
linguagem verbal e corporal.

DM

— Procuro renovar, a cada ano, os conteúdos das disciplinas que ministro.


— Dou muitos exemplos durante as aulas.

— Habitualmente modulo minha forma de falar para que resulte mais atrativa:
modifico com freqüência o tom e o ritmo.
— Acontecem situações variadas em minhas aulas: exposições, conversações,
perguntas, etc.
— Minha linguagem é repleta de metáforas, comparações, etc.
— Durante minhas explicações utilizo habitualmente pausas e silêncios.
— Presto muita atenção a minha linguagem e aos aspectos não verbais (gestos,
postura, etc.) da minha comunicação.
— Procuro inovar e surpreender aos meus alunos todos os dias.

73
DS

— Com freqüência abordo nas aulas assuntos relativos a problemas sociais


(desemprego, drogas, violência…).

— Quando surgem questões de tipo social (injustiça, preservação ambiental,


crise econômica, etc.) procuro sensibilizar os meus alunos mediante
argumentos consistentes.
— Acredito que minha linguagem possui uma importante carga ideológica.
— Minhas aulas buscam uma reflexão crítica e uma transformação positiva da
realidade.
— Em minhas explicações abundam termos abstratos: tolerância, solidariedade,
etc.
— Estimulo, quase sempre, os meus alunos para que participem e se envolvam
em atividades que resultem em melhorias da comunidade.
— Em minha aula é habitual que se fale de valores, culturas, convivência, etc.
— Preocupa-me especialmente o impacto social das minhas disciplinas.

DE

— Tenho muito interesse na formaçao moral dos meus alunos.


— Com freqüência procuro que meus alunos reflitam sobre as consequências de
sua conduta.
— Nas minhas aulas são frequentes as discussões sobre quesotes morais.
— Na minha disciplina procuro ser justo com os alunos.
— Nas minhas aulas incluo conteúdos éticos.
— Procuro desenvolver o raciocínio moral dos meus alunos a través da reflexão,
da argumentação, da análise de casos, etc.
— Nas minhas aulas incentivo a realização de ações morais, com o objetivo de
favorecer a aquisição de hábitos positivos.
— Na minha sala de aula se estabelece normas que regulam as interações e a

74
convivência.

Na hora de obter os resultados serão somadas as respostas afirmativas e negativas


em casa dimensão:

— Entre 0 e 3 respostas afirmativas reflete insuficiente domínio dessa dimensão.


— 4 e 5 respostas afirmativas indicam que o discurso docente apresenta essa
dimensão, mesmo que moderadamente.
— De 6 a 8 respostas afirmativas possui claramente essa dimensão discursiva.

75
76
DIMENSIÓN INSTRUCTIVA DEL
DISCURSO

1. RELACIONES ENTRE EDUCACIÓN E INSTRUCCIÓN


2. IMPLICACIONES INSTRUCCIONALES DE DIVERSOS
PARADIGMAS PSICOPEDAGÓGICOS
2.1. Paradigma conductista
2.2. Paradigma cognitivo e instruccional
2.3. Paradigma constructivista
2.4. Paradigma sociocultural
2.5. Paradigma humanista

1. RELACIONES ENTRE EDUCACIÓN E


INSTRUCCIÓN

Antes de referirme al valor de la dimensión instructiva en el seno del discurso educativo,


procede realizar algunas aclaraciones léxicas, pues no es raro que algunos autores
utilicen como sinónimos los términos «instrucción» y «educación». Sin embargo,
veremos a continuación que entre ambos conceptos hay significativas diferencias:
1. El concepto de educación es más amplio que el de instrucción.
2. La educación se interesa por el desarrollo pleno del sujeto y la instrucción se
centra principalmente en los contenidos/informaciones y en la conducta
observable. Si por la educación la persona se despliega íntegramente, por la
instrucción amplía sus conocimientos y adquiere determinados aprendizajes
conductuales.

77
3. La instrucción incide en las vertientes cognitiva y conductual, mientras que la
educación lo hace en la persona en su totalidad.
4. La instrucción se preocupa sobre todo por los resultados y la educación por el
proceso.
5. Es frecuente que la educación adopte un enfoque holístico y la instrucción
específico. De hecho, la educación genuina se funda en la consideración
unitaria del proceso formativo a diferencia de la instrucción que se ocupa de
aspectos concretos que optimizan el aprendizaje.
6. Si la pedagogía constituye el marco científico principal de la educación, la
psicología de la instrucción lo es de la enseñanza/instrucción.
Con las notas anteriores se delimitan los territorios de la educación y de la
instrucción. Conviene recordar que la zona de la educación es más extensa y comprende
el ámbito de la instrucción. Se puede afirmar incluso que no hay educación sin
instrucción.

2. IMPLICACIONES INSTRUCCIONALES DE
DIVERSOS PARADIGMAS
PSICOPEDAGÓGICOS

2.1. Paradigma conductista

Se fundamenta en el positivismo filosófico y científico de la primera mitad del siglo XX,


aunque sus orígenes se remontan al asociacionismo aristotélico. Si los racionalistas, por
influencia de Platón, consideraban el conocimiento como un proceso de extracción de la
realidad que se posee, los asociacionistas sostienen que el conocimiento procede de la
percepción. Aunque la posición de Aristóteles se revisó a lo largo de la historia,
permaneció la idea de que el conocimiento procede de la experiencia. En el siglo XX la
preocupación por explicar y controlar la conducta da lugar al conductismo. En este
paradigma, hay que incluir a figuras como Watson, el fundador, quien consideraba la
necesidad de estudiar los procesos observables (la conducta) y soslayar el análisis de la
conciencia. Este autor se apoyó en los trabajos de Pavlov y Thorndike. Pocos años
después se desarrolló el neoconductismo con cuatro corrientes principales encabezadas
respectivamente por Guthrie, Hull, Tolman y Skinner. Entre ellos, es Skinner con el

78
condicionamiento operante7 el que se puso a la cabeza del conductismo. Skinner
sostiene que la conducta puede explicarse por medio de contingencias ambientales y
evita explicar el condicionamiento a través de los procesos psíquicos o mentales.
En general, lo que el conductismo se propone es el estudio y la descripción de la
conducta observable a partir del esquema básico E-R (estímulo-respuesta). Los
conductistas enfatizan el papel que la acción ambiental ejerce en la conducta.
A partir de los años sesenta el paradigma conductista se fue debilitando, en parte
como consecuencia de la revolución cognitiva de los años cincuenta. Se han producido,
incluso, acercamientos de algunas variantes del conductismo al paradigma cognitivo;
pensemos, por ejemplo, en el aprendizaje social de Bandura o en el llamado «enfoque
cognitivo-conductual», en el que hallamos aportaciones procedentes de los dos
paradigmas.
Enunciamos sucintamente algunas características y aplicaciones del paradigma
conductista (sobre todo skinneriano) al proceso instruccional (Hernández, 1998: 91-98):
— Fragmentación del material de aprendizaje, lo que facilita la administración de
refuerzos8 con objeto de obtener ciertas respuestas o conductas de aprendizaje
en los estudiantes. Se parte de la base de que cualquier conducta escolar se
puede enseñar si se tiene una programación instruccional eficaz.
— Se favorece el desarrollo de una tecnología de la programación (diseño de
objetivos, secuencia de contenidos, análisis de tareas, evaluación sistemática,
etc.). Es preciso enunciar con claridad los objetivos. Los objetivos específicos
pueden descomponerse en objetivos aún más concretos, según el principio de
que cualquier conducta compleja puede dividirse en las partes que la
conforman.

— Se concibe la enseñanza/instrucción como un proceso que permite


proporcionar contenidos o informaciones a los alumnos, lo que puede orientar
el aprendizaje hacia los aspectos más reproductivos en detrimento de los
productivos.
— Utilización de técnicas y procedimientos de modificación conductual
especialmente en los siguientes ámbitos: educación especial, educación
escolar, piscopatología infantil y adulta.
— El alumno es considerado como un sujeto cuya ejecución y aprendizaje
depende de las circunstancias ambientales y de las características
conductuales prefijadas y generalmente rígidas del programa instruccional
elaborado.

79
— El profesor es considerado como un «ingeniero de la enseñanza» capaz de
manejar y controlar con destreza los recursos y los estímulos en orden a
alcanzar elevados niveles de eficacia.

— Es frecuente utilizar la enseñanza programada, que lleva a convertir el aula


en un lugar apropiado para la técnica instruccional sistemática.
— La evaluación se centra sobre todo en la conducta observable. Se pone el
énfasis en los productos y no en los procesos, lo que equivale a interesarse por
lo que ha conseguido el alumno al final de un programa, sin prestar atención
al «recorrido».

— Han surgido técnicas y procedimientos de modificación de conducta en


contextos escolares; pensemos, por ejemplo, en el ámbito de la educación
especial. Son formas de trabajo que gozan en la actualidad de gran vigencia.
Tras describir algunas propiedades y aplicaciones del paradigma conductista,
realizamos una valoración del mismo. En un primer momento, hay que decir que este
paradigma ha recibido numerosas críticas derivadas del hecho de que se soslayan los
procesos internos y se centra únicamente en las acciones observables. Esto supone que la
enseñanza-aprendizaje adquiere un carácter mecanicista en el que se olvida la
participación personal. Este proceder tecnológico se basa en la metáfora de la «caja
negra» que lleva a considerar la mente humana como un lugar opaco que no se puede
conocer. Otros ataques que se hacen a este paradigma son:
— Se hace hincapié en la eficiencia de la instrucción, sin importar la mejora de la
educación.

— Hay una visión pobre de la educación, pues ésta se reduce a lo programable y


mensurable.
— Se produce una «algoritmización» de la enseñanza/instrucción, que lleva a
menospreciar la creatividad y la flexibilidad en la educación, lo cual no ha de
extrañar si tenemos presente que el conductismo opera con la concepción del
«hombre-máquina».
— El profesor no es un verdadero educador, sino un aplicador de programas que
otros han elaborado.
En definitiva, aunque no dudamos de las posibilidades de este paradigma en
contextos escolares sobre todo cuando se trate de alcanzar aprendizajes simples y de
modificar ciertas conductas por medio de la aplicación de estímulos y refuerzos, es
necesario regular la utilización de las técnicas conductuales y ponerlas al servicio del

80
desarrollo humano, nunca de su manipulación.

2.2. Paradigma cognitivo e instruccional9

El paradigma cognitivo10 ha ido desplazando en muchas cuestiones al paradigma


conductista. Las bases filosóficas del paradigma cognitivo se hallan en Platón y, más
recientemente, en Descartes. De acuerdo con la tradición racionalista de la filosofía, el
conocimiento no proviene de la sensación sino de la evidencia de las ideas.
El origen propiamente dicho del paradigma cognitivo, también llamado «proce-
samiento de información», se sitúa en la mitad del siglo XX, principalmente gracias al
interés por los trabajos de Piaget y Vigotsky, y a las importantes contribuciones de
Bruner11 y Ausubel. Posteriormente han de destacarse las aportaciones de Gagné,
Rohwer y Glaser, entre otros. Algunas de las características y proyecciones
instruccionales más destacadas de este paradigma son:
— Se maneja la «metáfora del ordenador», según la cual la mente es al
organismo como el programa es a la computadora.
— En el aprendizaje adquieren gran importancia los procesos mentales del
sujeto. El aprendizaje, por tanto, no consiste únicamente en responder a los
estímulos, sino que hay unos pensamientos y representaciones que deben ser
considerados.
— Hay un interés por explicar cómo se trata la información desde que se recibe
hasta que se actúa. Este modelo estudia la percepción, comprensión, recuerdo
y manejo de la información. Hay, de hecho, gran preocupación por la
memoria y su potenciación.
— La enseñanza debe alcanzar aprendizajes significativos (Ausubel), lo que
supone planificar la instrucción y promover la implicación del alumno.
— Se enfatiza la necesidad de que el alumno se enriquezca cognitivamente.
Surgen, incluso, algunos programas para mejorar la inteligencia, entre los que
podemos citar por su popularidad: «Filosofía para niños» (Lipman),
«Programa de Enriquecimiento Instrumental» (Feuerstein) y «Proyecto de
Inteligencia Harvard» (Universidad de Harvard y Gobierno de Venezuela).
— El profesor ha de brindar al alumno experiencias con sentido que permitan
adquirir y afianzar competencias cognitivas. Más que transmitir información
se pretende que el alumno aprenda a pensar.

81
— Adquiere valor el aprendizaje por descubrimiento y, por lo mismo, hay que
ofrecer a los alumnos oportunidades para explorar, buscar, reflexionar e
innovar.
Algunas de las críticas vertidas sobre el paradigma cognitivo e instruccional son:
— Tomar la metáfora del ordenador muy literalmente equivale a adoptar una
visión reducida. Bien dice Yela (1995: 36), por ejemplo, al referirse a la
«intencionalidad» que, aunque se van realizando grandes avances en
simulación artificial, en el ser humano los propósitos e intenciones tienen que
ver también con los sentimientos y motivaciones, así como con la sociedad y
la cultura en la que el sujeto vive y se desarrolla.

— Hay un olvido de las dimensiones no cognitivas que pueden afectar a la


educación, por ejemplo, variables afectivas, sociales, contextuales, etc.
— No resulta fácil generalizar lo que se ha aprendido en una situación de
entrenamiento cognitivo a otros ámbitos.
El paradigma cognitivo e instruccional ha supuesto, a mi juicio, un avance en la
concepción del aprendizaje respecto al enfoque pasivo adoptado por el conductismo. Se
siguen realizando esperanzadoras investigaciones en el terreno de la cognición humana;
pensemos, por ejemplo, en los trabajos sobre estrategias de enseñanza y aprendizaje,
«metacognición», etc. En estos campos y otros, se abre un futuro prometedor, mas creo
necesario mantener en el punto de mira a la persona en su totalidad; de no ser así, se
llegará a hallazgos sesgados, limitados y artificiales que, en el mejor de los casos,
pueden resultar provechosos en situaciones con pleno control de las variables, pero que
revelarán su esterilidad al explicar el comportamiento real del ser humano.
Un último y obligado apunte lleva a decir que los dos paradigmas descritos hasta
este momento no son, en absoluto, incompatibles. Aunque hay innegables diferencias
entre ambos, es bien conocido que un número significativo de investigadores se
adscriben al denominado «enfoque cognitivo-conductual», en el que se incluyen
aportaciones teórico-prácticas de los dos paradigmas que se han traducido en fructíferos
resultados en algunos ámbitos.

2.3. Paradigma constructivista

El suizo Jean Piaget (1896-1980), biólogo muy preocupado por la epistemología, es una
de las figuras que más impacto han tenido en el paradigma constructivista.

82
La teoría de Piaget muestra un sujeto activo que construye12 el conocimiento. Para
el célebre psicólogo suizo la inteligencia humana es la forma más elevada de adaptación.
Como afirma P. G. Richmond (1970: 97): «Lo que hace Piaget es retomar el concepto de
adaptación biológica y aplicarlo al desarrollo de la inteligencia de cada individuo a lo
largo de su maduración, entre su infancia y su transformación en adulto. La mente, pues,
funciona utilizando el principio de adaptación y produce estructuras que se manifiestan
en una inteligencia adaptada como resultado de incalculables adaptaciones mentales
adquiridas en un proceso de crecimiento».
Para Piaget, el proceso de conocimiento comporta una asimilación o adquisición de
los datos provenientes de la experiencia y una acomodación o ajuste de los esquemas
que ya se poseen a los elementos recién agregados. Por tanto, el desarrollo cognitivo es
el resultado de incorporar nuevos conocimientos y de amoldarse al medio. El propio
Piaget (1973: 17) escribe: «Se puede denominar adaptación al equilibrio de estas
asimilaciones y acomodaciones: esta es la forma general del equilibrio psíquico y el
desarrollo general aparece entonces, en su progresiva organización, como una adaptación
siempre más precisa a la realidad».
El avance cognitivo acontece mediante sucesivas etapas en las que se reorganiza la
actividad mental. Cada etapa constituye mediante las estructuras que la definen, una
forma singular de equilibro, y la evolución mental se caracteriza por una equilibración
cada vez mejor (Piaget, 1973: 14).
En resumen, la posición que adopta Piaget sobre el conocimiento es que éste no se
recibe, sino que se construye y es el resultado de la interacción del sujeto con el entorno.
El crecimiento intelectual es un equilibrio adaptativo entre la asimilación y la
acomodación y se rige por la biología. El desarrollo cognitivo tiene lugar merced a
equilibrios cada vez más abarcadores, flexibles y organizados.

Implicaciones instruccionales del paradigma psicogenético


Es bien sabido que Piaget, aunque no se interesó especialmente por la educación, realizó
algunos trabajos que han influido en la pedagogía y en la psicología de la instrucción.
Entre las principales contribuciones del paradigma constructivista al proceso de
enseñanza-aprendizaje cabe citar:
— Necesidad de favorecer la actividad del alumno. Se enfatiza la importancia de
los «métodos activos». Es frecuente, por ejemplo, que se planteen situaciones
en las que hay que resolver problemas por medio de actuaciones en el entorno.
— La enseñanza ha de fomentar la actividad mental. El alumno es constructor de

83
su propio conocimiento.
— La instrucción ha de interesarse por los procesos no sólo por los productos. La
enseñanza debe adecuarse a la competencia cognitiva del alumno. Así pues,
en lugar de centrarse exclusivamente en el cumplimiento de los programas de
las asignaturas, también hay que prestar atención al nivel cognitivo del
educando.
— Se deben plantear situaciones de aprendizaje en las que se produzcan
conflictos cognitivos que estimulen nuevas equilibraciones intelectuales.
— El profesor ocupa un papel auxiliar o mediador gracias al cual el alumno
progresa. No se trata, por tanto, de considerar al profesor como un espectador
pasivo. El docente debe participar activamente en el diseño de los programas
escolares, enriqueciéndolos con su experiencia.
Algunas de las limitaciones educativas de la teoría de Piaget son (Martín y
Marchesi, 1996: 158-165):
— La búsqueda de lo común en el proceso de desarrollo cognitivo desatiende el
contenido concreto y la situación específica en la que el aprendizaje se
produce. Asimismo, se presta poca atención a las diferencias individuales.
— Los estadios piagetianos no permiten planificar la instrucción. Ayudan a
describir y conocer las grandes etapas escolares, pero no posibilitan la toma
de decisiones en períodos más reducidos (cursos o ciclos) ni orientan sobre
qué contenidos deben enseñarse.
— Hay una focalización en la actividad autoestructurante del sujeto en perjuicio
del estudio de los aspectos externos que también influyen en el proceso de
construcción del conocimiento.
— No se estudian ni se explican los mecanismos a través de los cuales los
agentes sociales influyen en el desarrollo. En este sentido, conviene
profundizar en lo que hacen profesores y compañeros para favorecer el
proceso de construcción del conocimiento13.
— Casi no se explica el papel de la afectividad en el aprendizaje, aunque sí se
interesa (Piaget, 2001) por las relaciones entre inteligencia y afectividad.
En definitiva, el legado de la teoría piagetiana y del paradigma constructivista a la
educación y a la instrucción es, a pesar de las limitaciones, abundante, beneficioso y
estimulante; quizá por ello diversos sistemas educativos han incorporado algunos de sus

84
planteamientos.

2.4. Paradigma sociocultural

Es el desarrollado por Vigotsky a partir de la segunda década del pasado siglo. De


acuerdo con este psicólogo ruso, muy influido por el marxismo, el sujeto elabora sus
conocimientos a partir de una relación dialéctica con el objeto. Vigotsky concede gran
importancia al entorno social y cultural, hasta el punto de que todo conocimiento es
intrínsecamente social, no puede darse en aislamiento. El desarrollo cognitivo tiene lugar
en el contexto histórico-cultural al que pertenece el sujeto. El desarrollo, aun siendo
biológico, está condicionado por la sociedad y la cultura. La actividad humana es social
por naturaleza y las relaciones socioculturales permiten la emergencia y el progreso de
las funciones psicológicas superiores.
Vigotsky, a semejanza de Piaget, parte de una posición contraria al asociacionismo y
al mecanicismo dominantes en psicología. Considera que el sujeto no se limita a
responder a los estímulos, sino que actúa sobre ellos transformándolos gracias a la
mediación de instrumentos que se interponen entre el estímulo y la respuesta. Ha de
recordarse, a este respecto, que un tema central en la obra de Vigotsky es el de la
mediación de instrumentos psicológicos o signos en las funciones psicológicas
superiores. Entre los signos destaca especialmente el lenguaje. Es el lenguaje el que hace
posible el desarrollo cognitivo. Primero se utiliza como herramienta al servicio de la
comunicación interpersonal y para comprender la realidad; posteriormente, al
interiorizarse, posibilita la comunicación intrapersonal, el pensamiento consciente y la
elaboración de conceptos. En el desarrollo de conceptos Vigotsky identificó varias
etapas que permiten distinguir entre:

a) Configuraciones no organizadas. Son agrupaciones de objetos realizadas por


impresiones perceptuales y que, por tanto, carecen de base objetiva.
b) Complejidades con un determinado significado. Son fruto de criterios
objetivos inmediatos, aunque inestables y sin nexo lógico.
c) Pseudoconceptos. Son las formas elaboradas de las complejidades y se
forman a partir de percepciones sensoriales no consolidadas.
d) Conceptos científicos. Son conceptos verdaderos adquiridos a través de la
reflexión, la instrucción escolar, etc.
Otro concepto fundamental de Vigotsky es el de «zona de desarrollo próximo»
(ZDP) que se refiere a la distancia entre el nivel real de desarrollo, establecido a partir de

85
la capacidad del niño para resolver por sí mismo un problema, y el nivel de desarrollo
potencial, que está determinado por la resolución de un problema con la ayuda de un
adulto o compañero más competente.
La enseñanza ha de dirigirse a la ZDP, ya que de no ser así habrá repetición,
desinterés o inaccesibilidad a los contenidos instruccionales. Asimismo, se enfatiza el
papel de la situación social, que permite al niño progresar merced a la ayuda de otras
personas (educadores y compañeros).
Para Vigotsky, en suma, el desarrollo cognitivo depende de la actividad del sujeto,
de la interacción social y del lenguaje.

Implicaciones del paradigma sociocultural


Vigotsky se interesó considerablemente por la educación y ofreció numerosas propuestas
originales. Veamos algunas de las valiosas aportaciones de este autor:
— Énfasis en que el desarrollo se produce en un contexto sociocultural. La
institución escolar es un espacio apropiado para la interacción social, la
transmisión del saber y el enriquecimiento cognitivo.
— El alumno se apropia del conocimiento merced a los adultos u otros
compañeros más expertos. La educación debe promover el desarrollo de las
funciones psicológicas superiores.
— La educación debe encaminarse a la ZDP. La tutela del adulto o del
compañero más preparado es un apoyo valioso hasta que el niño domine la
tarea de aprendizaje. Se transita así de la actividad exorregulada a la
endorregulada.

— Se subraya el valor de la interacción entre iguales, aunque es necesaria la


participación del profesor para promover las condiciones adecuadas de
aprendizaje.
— El docente ha de ser mediador capaz de proporcionar contenidos relevantes al
alumno para que éste construya su aprendizaje. Hay que procurar que el
escolar sea cada vez más autonómo.
— Entre aprendizaje y desarrollo hay influencia recíproca. El aprendizaje puede
y debe impulsar el desarrollo. La enseñanza/instrucción ha de dirigirse al
desarrollo potencial del alumno.
— La importancia del lenguaje hace necesario que los profesores guíen a los

86
alumnos hacia la mejora de la comprensión conceptual por medio de la
conversación.
— La evaluación que se propone es dinámica, contextualizada, tiene en cuenta
tanto los procesos como los productos y se encamina a valorar el potencial de
aprendizaje.
Quizá sea un poco precipitado señalar las limitaciones del paradigma sociocultural,
pues la obra de Vigotsky se está «redescubriendo» en Occidente. No obstante, parece
que algunas dificultades de este paradigma tienen que ver con la imposibilidad de
conocer totalmente la realidad social del aula, debido a los continuos cambios que en el
salón de clase acontecen. A menudo, los profesores se hallan inmersos en situaciones e
interacciones sociales complejas de difícil control. Ello, empero, no impide concluir que
desde el marco de este paradigma se están realizando importantes trabajos para la mejora
de la enseñanza y de la educación.

2.5. Paradigma humanista

Aun cuando se admite, como señala Hernández (1998: 99), que el paradigma humanista
es un complejo conglomerado de tendencias teóricas, conceptuales y metodológicas,
también se reconoce su relevante función al cuestionar la visión de la persona como un
robot u ordenador. Desde esta perspectiva, el alumno ni es un autómata que se limita a
responder a los estímulos ni un mero procesador de información, sino un sujeto activo,
abierto y creativo que tiende hacia la maduración y la autorrealización. Esta posición
humanista ha llevado a que otros paradigmas reconsideren sus planteamientos teóricos y
aplicados.
Al igual que los otros paradigmas, el humanismo hunde sus raíces más profundas en
la filosofía griega, por ejemplo, en Aristóteles. Posteriormente recibió la influencia de
egregios pensadores como santo Tomás, Leibniz, Rousseau, Kierkegaard, Husserl y
Sartre (Hernández, 1998: 100). Ahora bien, se sitúa su nacimiento institucional en el
escenario de la psicología de los años sesenta con la constitución de la American
Association for Humanistic Psychologie (AAHP). Las preocupaciones de este
movimiento y su aire renovador en el ámbito de la psicología se proyectaron en la
pedagogía. Algunas de las notas distintivas del paradigma humanista con valor educativo
son:
— Interés por los problemas del ser humano. Se propugna un retorno a la
introspección.

87
— Hay una concepción positiva del hombre y de sus potencialidades.
— Se adopta una perspectiva holista que lleva a estudiar la personalidad de
manera integral, dinámica y proyectiva. Para el paradigma humanista, la
persona es una totalidad en constante proceso de desarrollo.
— El hombre tiende a la autorrealización. La persona avanza hacia la madurez y
la perfección. Por tanto, se enfatiza la orientación del hombre hacia el
crecimiento y el aprendizaje de suerte que se desarrollen todas sus
potencialidades.
— El ser humano es libre, creativo, consciente e intencional, lo que le permite
trazar y construir su propia vida de manera singular. Esta concepción se
opone, pues, a los planteamientos reduccionistas y mecanicistas sobre el
hombre.
— Hay gran interés por la apertura de la persona a los demás, esto es, por las
relaciones humanas. Por lo mismo, el profesor debe generar un clima de
confianza, ayuda, comprensión y cordialidad que favorezca el aprendizaje. Un
ambiente presidido por la autenticidad, el respeto y la empatía hacia el alumno
creará las condiciones necesarias para la formación.
— El self (sí mismo) es el origen y el elemento vertebrador de los procesos y
estados psicológicos. Sin este núcleo no puede haber adaptación ni
organización.
— La investigación ha de estar al servicio del ser humano y de su desarrollo.
— Profesor y alumno son ante todo personas que se desarrollan merced a la
interacción.
— No hay un método instruccional estándar ni técnicas rígidas o uniformes. La
metodología es flexible, según las necesidades y circunstancias.
— Se rechazan las actitudes autoritarias y se adopta una postura de no
directividad.
Entre las críticas que ha recibido este paradigma han de destacarse:
— La dificultad para evaluar los comportamientos. En concordancia con lo
defendido por este paradigma, adquiere importancia la autovaloración que
realiza el alumno. Aunque a juicio de algunos autores esta autoevaluación es
muy relativa, es bien cierto que, si es sincera, puede favorecer la maduración
de los alumnos.

88
— No siempre es fácil que los alumnos interpreten adecuadamente a los
profesores.
— La visión idealizada de las relaciones interpersonales contrasta con los
numerosos escollos que puede haber en la vida real.
— Es difícil armonizar el cultivo de los procesos afectivos y cognitivos, y
calibrar los logros alcanzados.
— Prescindir de la directividad en la educación y en la enseñanza puede tener
consecuencias nocivas. Los niños difícilmente se pueden organizar por sí
mismos.

— Se corre el riesgo de confiar la instrucción al voluntarismo docente.


A pesar de las limitaciones que pueda tener, el paradigma humanista, muy influido
por el existencialismo y la fenomenología, ha impulsado una renovación considerable de
los planteamientos educativos. El interés por la persona se ha extendido a otros enfoques
y modelos educativos, aunque sigue siendo necesario enfatizar este aspecto. Cruzado ya
el umbral del tercer milenio, el gran reto que tiene la educación sigue siendo formar
personas íntegras. Es indudable que la educación debe beneficiarse de los resultados de
las investigaciones en el campo de la cognición, mas si se soslaya que la persona es
totalidad no servirá de mucho.
Hemos descrito sucintamente diversos paradigmas «clásicos» que permiten
organizar el proceso instruccional con significativos matices diferenciales. En rigor, es
preciso rescatar lo más valioso de cada uno, de manera que la enseñanza-aprendizaje
salga beneficiada.
La influencia del paradigma preponderante en un determinado profesor se deja
sentir no sólo en su discurso, sino en todo su diseño instruccional y en su actuación
educativa. Ahora bien, con arreglo al tema que nos ocupa, se ha estimado oportuno
mostrar cómo la necesaria atención a la dimensión instructiva del discurso puede variar
considerablemente según cuál sea el paradigma dominante.
Es evidente que el profesor, dejando a un lado los prejuicios, debe utilizar cuantas
vías o estrategias beneficien el quehacer docente; lo cual, lejos de debilitar los propios
principios, los fortalece, siempre que la práctica se distinga por su equilibrio,
profundidad, adecuación al contexto, ética y técnica.
Queda meridianamente claro que muchos planteamientos instruccionales, aun
cuando tengan su origen en paradigmas distintos, son compatibles entre sí. Esta
dirección convergente y sinérgica debe presidir la actuación profesoral, por lo que me

89
permito recordar, aunque quedó explicitado en el primer capítulo, que el paradigma
neohumanista, caracterizado por la amplitud y la hondura, constituye el referente
pedagógico más sólido de cualquier actuación instruccional.
Si bien es cierto que el proceso instruccional puede analizarse como actividad del
propio educando (autoinstrucción) y que la psicología de la instrucción ha desplazado su
atención de la enseñanza al aprendizaje y del profesor al alumno, aquí nos centramos
sobre todo en el quehacer docente facilitador del aprendizaje discente.
Dado que ya se han expuesto, siquiera sea a grandes rasgos, las líneas
paradigmáticas más reconocidas, no se describirán las diversas teorías y modelos
correspondientes a la psicología de la instrucción, por exceder los límites de este trabajo,
pero ha de recordarse que la pretensión de las teorías instruccionales es identificar y
prescribir condiciones de la enseñanza/instrucción que mejoren el aprendizaje, y que los
modelos, tras evaluar el proceso de enseñanza-aprendizaje, tienen por meta la
optimización del diseño instruccional a través de la especificación de etapas y
actividades.
Más allá de la adecuación concreta de cada teoría o modelo de instrucción, puede
afirmarse que sin diseño instruccional apropiado el aprendizaje se expone a todo tipo de
vaivenes y escollos. Lo aconsejable, una vez calibradas las condiciones y necesidades
formativas, es establecer un diseño razonado, razonable y sensible a la compleja realidad
del salón de clase, así como al momento evolutivo y a la circunstancia del alumno.
En general, los diseños instruccionales tienen por objeto favorecer el progreso de los
alumnos, sobre todo en la vertiente cognitiva. Es oportuno que el diseño muestre
concreta, ordenada y claramente el conjunto de pasos previstos de enseñanza-
aprendizaje, por ejemplo, para un determinado curso. Se trata de un proceso descriptivo
y sistemático fundado en el conocimiento científico y cuya cadena de elementos puede
ser la siguiente:
— Identificación de necesidades.
— Establecimiento de objetivos.
— Selección y organización de los contenidos.
— Elección de los instrumentos y materiales apropiados para el aprendizaje.
— Programación de metodologías de enseñanza-aprendizaje.
— Especificación de estrategias y actividades.
— Previsión de tiempos y espacios.
— Evaluación.
No estamos ante una secuenciación rígida, sino ante una posible representación
instruccional extensa en la que lo verdaderamente relevante es que se tengan en cuenta
todos los puntos, por más que haya recurrencias, solapamientos o alteraciones de orden.

90
Esto debe advertirse con nitidez porque todavía permanece viva en algunos ámbitos la
tendencia algoritmizadora e inflexible que puede dar al traste con el diseño. Es más,
ahora que el panorama psicoinstruccional ha cambiado considerablemente con el
desplazamiento de la atención de la enseñanza al aprendizaje, hay que evitar que el
alumno quede encadenado al plan preestablecido por el profesor. Ya Gagné y Briggs
(1983: 138-139) recomendaban con acierto hace décadas una valoración concerniente al
grado en que el alumno puede aprender autónomamente. Aunque hay significativas
diferencias individuales, es bien sabido que a medida que el alumno crece y gana
experiencia adquiere más capacidad para ser autodidacto.
Es evidente que el diseño general anterior puede variar considerablemente a tenor de
las concretas situaciones y circunstancias de la clase, pero cabe utilizarlo como marco
instruccional en que se insertan las lecciones específicas.
En lo que se refiere, por ejemplo, a la enseñanza-aprendizaje de contenidos
coincidimos con Gagné y Briggs (1983: 161) en destacar la relevancia de un contexto
presidido por el sentido, en el que se pueda integrar significativamente la información
proporcionada. Ausubel, Novak y Hanesian (1983: 48) nos recuerdan que para que se
produzca un aprendizaje significativo, los contenidos han de relacionarse de modo
sustancial, no arbitrario, con algún aspecto relevante de la estructura cognoscitiva del
alumno. Cuán distinto es el aprendizaje mecánico, establecido por mera repetición y
caracterizado por la ausencia o debilidad de la conexión entre la nueva información y la
preexistente.
Me permito decir que cuando el aprendizaje es significativo nos hallamos ante una
suerte de naturalización cognitiva. Según el diccionario de la Real Academia Española
(2001), una de las acepciones del término «naturalizar» es admitir en un país, como si de
él fuera natural, a un extranjero. Pues bien, el alumno debe introducir también en su
geografía intelectual las nuevas informaciones o contenidos recién estudiados. Esto
equivale a incorporar las informaciones estudiadas mediante el enlace esencial con la
experiencia y los conocimientos previos. Así, los nuevos contenidos adquieren verdadero
significado y se pueden manejar mejor y de forma duradera. En toda la naturalización
juega un papel importante la utilización adecuada de la memoria, facultad psíquica que
permite fijar, conservar y recordar datos y acontecimientos. No funciona de manera
aislada sino interrelacionada con otros procesos, por ejemplo, percepción, atención y
pensamiento.
Procede señalar igualmente que el aprendizaje que la naturalización comporta,
además de profundo y duradero, a menudo se transfiere fácilmente a otras vertientes del
educando, siempre que reciban atención adecuada.
A la hora de dar una clase concreta se ha de recordar la transcendencia de la

91
flexibilidad y de la comunicación con los alumnos. Además de estas dos condiciones
básicas, podemos identificar al menos las siguientes vías optimizadoras de la vertiente
cognitiva:

— Explicitar cuáles son los objetivos de la lección.


— Relacionar los contenidos con la experiencia y conocimientos previos de los
alumnos.
— Mostrar el alcance práctico de las nuevas informaciones.
— Organizar razonada y razonablemente los contenidos y las actividades.

— Establecer procesos de retroalimentación que permitan conocer el progreso de


los alumnos.
Vinculado a la secuencia facilitadora propuesta y en el seno de nuestro modelo
pentadimensional para la mejora del discurso educativo se sistematizan a continuación,
a la luz de la semiótica/semiología, los indicadores correspondientes a la dimensión
instructiva. Es oportuno recordar que esta vertiente brota del conocimiento y dominio
que el profesor tiene de su asignatura. Guarda relación con la formación técnico-
científica en la materia que imparte y se encamina principalmente a la transmisión de
contenidos. Aunque puede variar sustancialmente según la disciplina de que se trate,
cabe distinguir las siguientes propiedades:
— Distribución expositiva.
— Abundancia de informaciones.
— Predominio de la objetividad.

— Oraciones claras.
— Terminología técnica y científica, según las distintas materias o asignaturas.
— Lenguaje riguroso. Vocablos monosémicos, tecnicismos.
— Inclusión de datos.
— Repetición de ideas clave.
— Sencillez sintáctica.
— Sobresale la función representativa del lenguaje.
Evidentemente, la dimensión instructiva del discurso, además de estar condicionada
por la disciplina que se imparte, pasa por el tamiz de la singularidad docente. El

92
resultado, pues, puede ser muy distinto según quién sea el profesor, la asignatura, las
características de los alumnos, el nivel, etc.
La rapidez con que avanzan en la actualidad los campos de la técnica y la ciencia
fuerza al profesorado a permanecer atento a cuantas innovaciones aparezcan en su
ámbito de especialización, así como a posibles neologismos.
Como se verá en los próximos capítulos, con el estudio y mejora de las demás
dimensiones del discurso se enriquece la vertiente instructiva.

93
94
DIMENSIÓN AFECTIVA DEL
DISCURSO

1. LA AFECTIVIDAD EN LA EDUCACIÓN
2. LAS EMOCIONES
3. LOS SENTIMIENTOS
4. LAS PASIONES
5. LAS MOTIVACIONES
6. LA CALIDEZ DEL DISCURSO EDUCATIVO

1. LA AFECTIVIDAD EN LA EDUCACIÓN

Es oportuno comenzar el capítulo cantando las bondades de la educación emocional, sin


la cual el despliegue pleno de la personalidad se torna imposible. Prescindir de la
dimensión afectiva equivale a llevar una vida prosaica y gris. Sin el cultivo de esta
vertiente, la vida del educando se estrecha y oscurece.
Si la educación se orienta al desarrollo integral de la persona, parece razonable que
se preste atención a la afectividad, a menudo arrumbada en la escuela y en el discurso
tradicional. No hay que pasar por alto que en la educación, en cuanto proceso relacional,
está presente el componente afectivo, que explica en gran medida el tipo de
comunicación que se establece, así como la atracción o rechazo de la institución escolar
y las actividades académicas. Acaso el mayor reto que se plantea a la educación actual
sea cultivar la dimensión emocional del educando. Es probable que muchos problemas
de inadaptación, violencia e incluso de bajo rendimiento se previniesen mediante una
educación sistemática del dominio afectivo.
Sin romper la unidad de la formación, nos adentramos a continuación en la

95
exploración de diversas parcelas que pueden desarrollar la vertiente afectiva del discurso
educativo. Se consigue de este modo fortalecer la preparación del profesorado, todavía
hoy significativamente anclado en un modelo formativo centrado en la transmisión de
contenidos. Asiste toda la razón a Núñez Cubero et alii (2006: 188) cuando señalan la
necesidad de transitar del papel docente tradicional, muy atento a la dimensión
instructiva, a un rol profesoral integral, en el que se cultive también la vertiente
emocional. En efecto, sin soslayar la transcendente tarea educativa que la familia realiza
en este terreno, es innegable que los profesores deben ayudar a sus alumnos a reconocer,
expresar y canalizar adecuadamente su afectividad, de no ser así es más fácil que
germinen problemas de diversa índole.

¿Qué es la afectividad?
El acercamiento al concepto de afectividad nos permite definirla como un conjunto de
fenómenos internos, subjetivos, que conmueven nuestro ánimo y que pueden
manifestarse de forma tan extrema y diferente como en el placer o el dolor. Entre ambos
polos cabe experimentar múltiples vivencias que, en mayor o menor grado, dejan su
huella en la persona.
Los estados afectivos se expresan principalmente a través de impulsos, tendencias,
instintos, pasiones, emociones, sentimientos y motivaciones. En cierto modo, la
afectividad es el motor de la vida psíquica.
Los fenómenos afectivos son complejos, lo que con razón ha llevado a algunos
autores a hablar del laberinto de la afectividad (Rojas, 1988) o del laberinto sentimental
(Marina, 1996). En palabras de Rojas (1988: 12): «Buscar la “arquitectura de la
afectividad” es pretender captar los elementos estructurales sobre los que ésta se
asienta […]. Es adentrarse por angostos y serpeantes vericuetos, buscando sus notas
fundamentales, su esencia, su rincón último y definitivo».
Para Marina (1996: 12), aventurarse a explorar el laberinto sentimental es una
expedición de espeleología íntima.
Ciertamente, adentrarse en el interior del ser humano es tanto como encaminarse
hacia el corazón del laberinto personal, lleno de encrucijadas y senderos desconocidos. Y
por más que resulte una prospección arriesgada, el viaje hacia uno mismo es necesario.
La introspección es el punto de partida del autoconocimiento, del descubrimiento de los
demás y de la apertura a la transcendencia. Bien podemos decir con Antonio Machado
(1969: 74):

«Converso con el hombre que siempre va conmigo


quien habla solo espera hablar a Dios un día;

96
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía».

Desde la antigüedad el ser humano estableció como uno de sus objetivos el


descubrimiento de la propia naturaleza. Si nos remontamos al templo de Apolo en
Delfos, ya se podía leer la inscripción «Conócete a ti mismo». Esta leyenda continúa
vigente, pues el hombre sigue tratando de desvelar el enigma.
La afectividad baña toda la vida psíquica. Así pues, su auscultación puede
ayudarnos a desentrañar los arcanos del mundo personal. Resulta paradójico que nuestra
especie, tan avanzada en múltiples aspectos, apenas haya progresado en el conocimiento
y control de los sentimientos. Por esta razón, se pregunta Marías (1993: 27): «¿No será
que nos falta una adecuada educación sentimental?».
Desde mi punto de vista, la respuesta es sí. Se requiere una oportuna transformación
educativa que tenga en cuenta la dimensión emocional de la persona. Esta metamorfosis
pedagógica, ha de orientarse sobre todo a cultivar en el educando la competencia
afectiva. Se trata de que la persona conozca, exprese y canalice saludablemente su
afectividad. Por supuesto, también se pretende una mejor identificación de la afectividad
ajena y, en definitiva, que haya una elevación vital patentizada en la autorrealización y
en la convivencia.
La educación de la afectividad y con ella el discurso pueden experimentar
significativas variaciones según las características de los destinatarios: edad, grado de
madurez, circunstancia, etc. Aunque más adelante brindaremos un currículo general de
educación emocional, de momento ofrecemos un recorrido por las cuatro experiencias
afectivas fundamentales (emociones, sentimientos, pasiones y motivaciones), con objeto
de que profesores e instituciones escolares dispongan de algunas orientaciones básicas
que enriquezcan su discurso.

2. LAS EMOCIONES

Las emociones son estados de ánimo caracterizados por la agitación. Se producen por
sensopercepciones, ideas o recuerdos y tienen tres componentes básicos: fisiológico,
cognitivo y conductual.
En las emociones, junto a la dimensión interior, subjetiva, que experimenta la
persona, hallamos una vertiente externa, ya que hay diversas manifestaciones
fisiológicas que se pueden observar en el ritmo cardíaco y respiratorio, en la actividad

97
eléctrica de la piel, en la respuesta de la pupila, etc. A estos aspectos hay que añadir el
componente conductual. El miedo, por ejemplo, puede hacer que nos quedemos
inmóviles, aunque también podemos huir o hacer frente a aquello que nos origina el
temor.
Las emociones no suelen durar mucho y aparecen repentina y bruscamente. Son, en
efecto, pasajeras, como si se tratase de sentimientos fugaces.
Aun cuando hay gran diversidad de emociones, entre las más importantes han de
incluirse la alegría, la tristeza, el miedo, la vergüenza y la cólera. Veamos sucintamente
algunos puntos de interés pedagógico sobre estas emociones.

La alegría
La actuación educativa en orden a la alegría consiste, como bien indica García Hoz
(1987: 97), en ayudar a la persona a que desarrolle su inteligencia para descubrir el bien
y su voluntad para realizarlo. En la actualidad hay abundantes medios de recreo, incluso
se puede decir que la nuestra es una cultura hedonista. Es un hecho evidente, empero,
que la búsqueda indiscriminada de placer a veces se paga muy caro. Por esta razón, es
necesario que desde el ámbito educativo se contribuya a que los educandos incorporen
hábitos positivos de diversión que favorezcan el sano desarrollo de su personalidad. Hay
que cultivar la «alegría inteligente», esto es, la que se obtiene sin perder la libertad y
favorece la maduración personal.
La verdadera alegría impregna toda la personalidad, afecta a lo más profundo del
ser. Entre alegría y placer, al igual que entre tristeza y dolor, hay una diferencia de nivel
afectivo. La hondura de la alegría y la tristeza es mayor que el bienestar o malestar que
pueden proporcionar los sentidos. El hombre actual, más preocupado por tener que por
ser, se entrega solícito a la posesión, lo que le instala en un estado de permanente
insatisfacción e inseguridad. Cuanto más tiene más desea, sin que se colme su afán. Ya
desde la edad temprana se observa esta actitud, a menudo estimulada por múltiples
incitaciones al consumo. Parece necesario, pues, que la educación oriente hacia la
genuina realización personal. Si el placer se experimenta, la alegría se vive.

La tristeza
La tristeza es aflicción, pesadumbre, y es experimentada por todas las personas en algún
momento. Es frecuente que la tristeza se confunda con la depresión, pero son dos estados
muy distintos. La tristeza es una reacción emocional normal generada por alguna
circunstancia adversa y la depresión es una enfermedad muy mortificante. Es bien cierto,
sin embargo, que una tristeza intensa y prolongada puede desembocar en una depresión.

98
Evidentemente también los niños y adolescentes se ponen tristes en ocasiones ante
determinados hechos o situaciones, incluso ha de reconocerse que pueden ser presa de
una enfermedad depresiva. Este dato debe estimarse por su valor para la prevención y la
terapia, pues es sabido que durante largo tiempo se negó la posibilidad de que la
depresión se presentase en la infancia. La niñez era por fuerza una «etapa feliz».
En cualquier caso, la óptica pedagógica muestra que, en general, las instituciones
educativas y los profesores que más contribuyen a generar estados de ánimo apropiados
tanto para el desarrollo saludable de la personalidad como para la actividad escolar
fecunda son los que cultivan la comunicación cordial, la inclusión de todos los alumnos,
el trabajo habitual y equilibrado, así como la estimulación biopsicosocial suficiente. Si el
ambiente carece de estas propiedades es más fácil que se tiña de tristeza y aun de
depresión.
Sin que se pretenda responsabilizar en modo alguno a los centros educativos,
estudios propios realizados con alumnos adolescentes revelan que en la muestra
analizada, aproximadamente un 9 por ciento de los escolares presentan sintomatología
depresiva (Martínez-Otero, 2007). Estos datos han de favorecer la construcción conjunta
de un clima social escolar apropiado que frene el negativo discurrir emocional que a
veces encontramos en las aulas.

El miedo
El miedo se utilizó durante mucho tiempo en el seno de la institución escolar con una
finalidad disciplinaria de corte tiránico. Foucault (1982: 140-142), por ejemplo, señala
que la disciplina en el siglo XVIII se orientaba principalmente a conseguir la docilidad de
los cuerpos. Esta educación coercitiva era habitual en los colegios desde los primeros
años. Afortunadamente, parece que se ha erradicado por completo la falsa creencia tan
extendida otrora de que «la letra con sangre entra». Aun cuando la disciplina es
necesaria nunca debe basarse en el miedo del educando. La indisciplina ha de
solventarse por medio del análisis minucioso de la situación, la reflexión, el diálogo y
con técnicas que capaciten al educando para autocontrolarse y responsabilizarse de su
conducta.
Los «estados timéricos» abarcan un amplio espectro, aunque todos se caracterizan
por la anticipación de peligro cercano. La escala afectiva timérica se distribuye desde
estados de contenido concreto hasta los más imprecisos: miedo, temor, terror, pánico,
inseguridad, angustia y ansiedad (Alonso Fernández, 1994: 97-98). Como es obvio,
ningún ambiente educativo puede promover intencionadamente estos estados, como no
sea la tensión propia que se genera en el educando como consecuencia de las pruebas de
evaluación. Los elementos amenazadores en entornos escolares impactan negativamente

99
en la personalidad, por lo que han de ceder el turno a los estímulos que acentúen la
seguridad y la convivencia.

La vergüenza
La vergüenza puede provenir de la culpa real o infundada por un hecho o pensamiento
que nos inquieta. Cuando sirve de punto de partida para el arrepentimiento y la mejora
personal es positiva. Hay casos, empero, en los que el bloqueo es intenso y la persona es
dominada por el remordimiento y la autocensura más o menos constante que la sumen en
un estado de incapacidad. Tan perjudicial es este tipo de vergüenza paralizante y
coartadora como la desvergüenza.
En el ámbito escolar hay que evitar las situaciones que puedan avergonzar a los
escolares. Son condenables todas las prácticas que intencionadamente se dirigen a
humillar y causar bochorno a los alumnos.
Los programas para mejorar las habilidades sociales bien pueden ser utilizados para
controlar la vergüenza y superar la timidez, dado que se orientan a vencer el aislamiento,
la inseguridad, la inhibición, al igual que las conductas violentas.

La cólera
La reacción de cólera está justificada en determinadas circunstancias y hasta puede ser
beneficiosa como vía de defensa frente a la injusticia en ocasiones extraordinarias. Por lo
que se refiere a la cólera indiscriminada, fruto de la frustración, la inestabilidad
emocional, las ideas irracionales o cualquier otra causa, es evidente que es muy
destructiva y ha de ser controlada.
Muy relacionada con la cólera está la agresividad. De hecho, la cólera es una
expresión de agresividad. En el ámbito escolar, la agresividad se suele manifestar por
medio de ofensas verbales, destrucción de material y peleas. Desde el punto de vista
pedagógico, hay que canalizar convenientemente la agresividad instintiva a través del
trabajo, el estudio, el juego y el deporte.

3. LOS SENTIMIENTOS

El sentimiento es la acción y el efecto de experimentar sensaciones provenientes del


exterior o del interior. Las impresiones sentidas pueden oscilar entre el placer y el dolor,

100
corporal o espiritual. Los sentimientos son estados subjetivos y difusos de signo positivo
o negativo. Son más o menos intensos o duraderos e impregnan toda nuestra vida. A
diferencia de las emociones, que son súbitas y fugaces, los sentimientos se mantienen
durante más tiempo.
Gurméndez (1984: 117) considera que corren malos tiempos para la floración libre
de los sentimientos y se pregunta si será posible una educación sentimental que devuelva
a la persona la autenticidad de su sentir. Desde luego, merece la pena intentarlo, sobre
todo porque ya se ha podido comprobar que una educación fría e intelectualista
deshumaniza. A una formación así, monopolizada por la razón, se deben, en gran
medida, las tendencias sociales competitivas y dominadoras que principian en la escuela.
El despliegue saludable de la personalidad exige la intervención de elementos cognitivos
y afectivos.
En el acercamiento al mundo de los sentimientos, es menester recordar que una de
las contribuciones más relevantes a la clasificación de los sentimientos es la elaborada
por Scheler (1948: 113-127). Para este filósofo se pueden distinguir cuatro grados del
sentimiento: 1) sentimientos sensibles; 2) sentimientos corporales (como estados) y
sentimientos vitales (como funciones); 3) sentimientos puramente anímicos (del yo); y 4)
sentimientos espirituales (de la personalidad).
Con finalidad práctica, si queremos favorecer el proceso de crecimiento del
educando, podemos tener en cuenta las recomendaciones ofrecidas por Roche (1995:
133):
— Procurar que los alumnos sean conscientes de sus sentimientos.
— Estimular y reforzar la expresión de sentimientos positivos.

— Contribuir a que los alumnos expresen adecuadamente sentimientos negativos


de desánimo o disgusto.
— Si los sentimientos negativos son de queja o irritación con los compañeros,
deben manifestarse con prudencia y en momentos oportunos.
— Evitar que los alumnos se reprochen y acusen mutuamente.
En efecto, es beneficioso que el educador estimule y refuerce a sus alumnos cuando
expresan sentimientos como satisfacción, aprecio, consideración, interés, agradecimiento
o respeto.
Si el educando está desanimado, triste, aburrido o preocupado es igualmente
conveniente que sepa expresarlo para que el profesor pueda ayudarle a vencer su estado
de ánimo.

101
Cuando se expresan sentimientos negativos como envidia, celos u hostilidad, el
profesor ha de buscar la reflexión del educando, de modo que los domine y encauce
adecuadamente.
Puede ocurrir que el enojo o la desaprobación que manifiesta el alumno estén
justificados. Si así fuese, el profesor debe orientar al alumno para que exponga
correctamente sus quejas y se avance en la solución pacífica de los problemas.
En suma, el educador ha de ayudar a sus alumnos en la identificación, expresión y
gobierno de sus sentimientos.

4. LAS PASIONES

Las pasiones son experiencias afectivas intensas y duraderas que se adueñan de toda la
personalidad. Cuando la pasión invade a la persona arraiga con fuerza y empuja a obrar
en una determinada dirección. La pasión tiende a colorearlo y a dominarlo todo.
Comparte con la emoción su intensidad y con el sentimiento su duración.
Gurméndez (1985: 34-36), en un excelente trabajo sobre la cuestión, opina que la
pasión nace de la imaginación y se lanza a la conquista de su objeto, sin arrastrarnos al
abismo. De todas formas, este pensador nos advierte: «Para mantenerla viva y sin que
nos destruya, es necesario pensarla siempre, continuamente».
A lo largo de la historia del pensamiento ha habido dos enfoques opuestos en la
forma de entender las pasiones. Para algunos, verbigracia Kant, las pasiones destruyen la
razón y limitan considerablemente la libertad personal. Para otros, sin embargo, no se
puede realizar nada extraordinario sin pasión. Esta última postura, defendida por Hegel,
es la que predominó durante el Romanticismo.
En la actualidad parece prevalecer una posición equidistante entre la condena y la
exaltación de las pasiones.
Lo que conviene tener presente es que según las circunstancias personales y
ambientales las pasiones pueden adoptar un rumbo positivo o negativo. No hay que
anular las pasiones, tampoco sería posible, sino encauzarlas adecuadamente o, lo que es
igual, ponerlas al servicio de la inteligencia y de buenos objetivos.
La pasión es energía unitaria, pero se divide en numerosas pasiones. Con arreglo a la
propuesta taxonómica de Gurméndez (1985), cabe distinguir las siguientes: codicia,
envidia, celos, orgullo, humildad, ambición, venganza, avaricia, trabajo, pereza, deseo,
amor pasional, amor paternal, amor filial, odio.

102
En relación a las pasiones, cualesquiera que sean, lo esencial es que la pedagogía
muestre caminos para que el educando mantenga su libertad, es decir, hay que evitar las
servidumbres a que pueden someter las pasiones y a la vez ha de aprovecharse su
potencia para avanzar hacia metas apropiadas. Es absolutamente necesario que se
brinden resortes racionales que faciliten la autorregulación pasional. Lo que no puede
pretenderse es la eliminación de las pasiones ni prescindir de la racionalidad.
Las pasiones ofrecen un sinfín de posibilidades para el desarrollo personal. Su
canalización es posible desde la educación. Algunas estrategias que puede utilizar el
profesor para que el educando gobierne las pasiones son: inculcarle buenos ideales,
favorecer su espíritu crítico, fomentar la reflexión, robustecer la voluntad, analizar
situaciones en que aparezcan conductas apasionadas, recomendar ciertas lecturas y
comentarlas, cultivar la confianza, la seguridad y la cordialidad.

5. LAS MOTIVACIONES

El término «motivación» se deriva del latín motivus, al igual que la palabra «emoción», y
habitualmente designa los aspectos del comportamiento que nos inducen a actuar. Es una
de las claves explicativas de la conducta. Más precisamente, la motivación es el conjunto
de procesos implicados en la activación (inicio de la actividad), dirección (orientación
hacia una determinada meta) y sostenimiento (insistencia hasta alcanzar el objetivo) de
la conducta. Ahora bien, las razones por las que una persona se pone en acción, se
orienta a conseguir un objetivo y persiste en su comportamiento son múltiples, de ahí
que sea oportuno hablar de motivaciones.
Hay numerosas teorías de la motivación, como la conductista, la cognitiva, la
psicoanalítica, la gestáltica y la humanista. Aunque no hay pleno acuerdo entre los
psicólogos al definir la motivación, sí parece haber coincidencia en reconocer tres
aspectos en el comportamiento motivado (Cattell y Kline, 1982: 193): 1) tendencia
espontánea a prestar más atención a unas cuestiones que a otras; 2) suele haber una
emoción característica, específica del impulso y su acción, como ocurre con el miedo o
la ansiedad; 3) el impulso sigue el curso de una acción que tiene un objetivo concreto
como meta, por ejemplo, hallar alimento cuando se tiene hambre.
De todas formas, el esquema anterior puede ser excesivamente simplificado. Para
Maslow (1991: 9): «La aparición del impulso o deseo, las acciones que produce y la
satisfacción que se consigue al alcanzar el objeto final, todas ellas juntas, solamente nos
proporcionan un ejemplo artificial, aislado, único y fuera de la estructura total de la

103
unidad motivacional».
Lo que interesa recordar es que la motivación es un proceso psicológico que incluye
componentes cognitivos y afectivos y que adquiere gran importancia para la educación,
por ser uno de los condicionantes del aprendizaje eficaz y de la formación integral.
Como se verá en el próximo capítulo, en nuestro modelo para analizar y mejorar el
discurso está presente de forma específica la dimensión motivacional.
Es frecuente analizar las relaciones entre motivación y rendimiento académico y que
la mayor parte de las estrategias motivacionales se dirijan a mejorar el estudio. Qué duda
cabe de que las técnicas y principios orientados a implicar al alumno en su aprendizaje
escolar son necesarios; sin embargo, se nota una ausencia de procedimientos destinados
a potenciar las que podríamos denominar «motivaciones humanas del educando» y que
afectan a su vida familiar y social.
Apenas se presta atención a los intereses o necesidades de niños y adolescentes que,
en cambio, pasan a estar, por ejemplo, en el punto de mira de la industria publicitaria.
Creo que un análisis de las motivaciones sociogénicas de los educandos revelaría una
profunda confusión personal, en gran medida promovida por las avasalladoras
incitaciones al consumo. En general, cuando se quiere intervenir educativamente en el
entramado motivacional amplio del educando, es demasiado tarde. Por otro lado,
centrarse únicamente en la motivación como vía para mejorar los resultados escolares
equivale a desperdiciar el potencial humano del alumno. Así pues, el discurso educativo
no debe renunciar a estimular y orientar la motivación plena en el ámbito escolar. Entre
los objetivos específicos que hay que alcanzar para que la motivación se ponga al
servicio del desarrollo personal hallamos: descubrir las propias motivaciones,
discriminar entre lo útil y lo superfluo, así como promover motivaciones de naturaleza
prosocial (ayuda, aceptación, colaboración, etc.).
En definitiva, la motivación estrictamente escolar debe imbricarse con la motivación
personal y social del educando.

6. LA CALIDEZ DEL DISCURSO EDUCATIVO

La ordenación anterior de la afectividad, aunque incompleta y «artificial», ayuda a


clarificar la siempre compleja realidad que nos ocupa.
En el terreno discursivo en que nos hallamos, la dimensión afectiva se modula en
función del estado de ánimo del profesor. Los profesores inseguros, asediados por las

104
preocupaciones, deprimidos, con baja autoestima, muy competitivos, estresados, con
escasas habilidades sociales, etc., son más propensos a un discurso poco adecuado desde
el punto de vista emocional. A menudo estos docentes se encuentran con grandes
escollos para sintonizar con sus alumnos. Según los casos, pueden mostrar un discurso
lábil, rígido, inhibido, entrecortado, extraño y casi siempre limitado en su alcance
instructivo/formativo y en su capacidad de conexión interpersonal.
Aunque no le falta razón a Castilla del Pino (2000: 175-176) al recoger la extendida
afirmación de que el lenguaje emocional es sobre todo extraverbal, hace bien el
psiquiatra al matizar que el lenguaje verbal va más allá de la mera información sobre lo
que se siente: «Hablar es siempre hablar de una determinada manera, con una
entonación particular, con un ritmo que va ajustándose a medida que el proceso
comunicativo se desarrolla, con un juego de pausas y silencios, con el uso del énfasis
cuando así convenga a las intenciones del hablante. Si estos elementos acompañan a
cualquier discurso, hay que admitir que el lenguaje verbal nunca informa de manera
neutra, aséptica, sino que modula expresivamente esa información. Esta presencia de
factores expresivos se incrementa en cantidad y cualidad cuando el discurso verbal se
utiliza para describir o explicar estados emocionales».
La modulación emocional del discurso depende del estado anímico del docente, pero
también de las características de los alumnos y de factores culturales. De la misma
manera que el discurso puede variar considerablemente si el profesor está triste, alegre,
irritado, etc., también se ve condicionado por la edad, actitud y circunstancia de los
educandos. En la escuela multicultural actual ha de tenerse muy en cuenta también el
impacto de los diversos modelos culturales. Si tomamos, a modo de ejemplo, la
expresión de las emociones, hemos de reconocer las desemejanzas culturales. Por fuera
de la universalidad básica propia de nuestra especie, se descubren formas culturales
específicas de manifestar las emociones, tanto en el plano verbal y facial como corporal.
Estas formas expresivas son vehículos de comunicación que influyen en las relaciones
interpersonales en el aula y en la escuela, y, por ello, cabe demandar que en los
programas de educación intercultural destinados al profesorado se contemplen estos
aspectos culturales. Se sabe que las dificultades en la identificación, expresión y
regulación de las emociones propias o ajenas pueden deteriorar la convivencia y recortar
significativamente el proceso educativo.
Aun cuando la afectividad pertenece en gran medida al terreno privado o íntimo,
resulta innegable que está presente, en mayor o menor cuantía, en todas las relaciones,
por lo que el educador no puede mostrarse indiferente. Hasta donde sea posible, debe
mostrar una pertinencia afectiva intercultural. Esta habilidad emocional discursiva, al
cabo advertida en toda la personalidad, facilita el crecimiento afectivo de los alumnos.
Sin negar la influencia de otros factores, se puede afirmar que cuando la vertiente

105
afectiva del discurso docente es insuficiente o inadecuada es más probable que los
escolares experimenten un freno o una perturbación en su desarrollo emocional.
La dosis de afectividad discursiva debe ser equilibrada y bien repartida.
Evidentemente no es tarea sencilla mensurarla, por eso se impone prudencia y atender a
diversos indicadores, como el grado de satisfacción de los alumnos, la confianza que
exhiben, el tipo de relación que mantienen, el propio estado de ánimo, etc. Estamos en
cualquier caso ante una vertiente harto sutil, difícil de calibrar y muy cambiante, de ahí
que haya que mantener un cierto nivel de alerta para que el rumbo de la interacción y el
proceso educativo se ajusten a lo previsto.
Merced a la dimensión emocional del discurso se favorece la personalización
educativa. A título de ejemplo, me animo a recordar las palabras de un educador
galdosiano, Máximo Manso, cuando dice: «Desde el primer día conocí que inspiraba a
mi discípulo no sólo respeto, sino simpatías; feliz circunstancia, pues no es verdadero
maestro el que no se hace querer de sus alumnos ni hay enseñanza posible sin la bendita
amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre». (2002, 105).
En verdad, toda relación magisterial debe tener en cuenta el elemental principio de
comprensión, estimación y ayuda, que algunos han dado en llamar «eros pedagógico» o
amor educativo, tomado aquí en su mejor sentido y en el que, por supuesto, no tienen
cabida sus perversiones, v. gr., el acoso sexual. Al abrigo del salón de clase crece la
intimidad entre adultos y adolescentes o niños sin que tenga por qué corromperse su
interacción. Lo nuclear en la relación educativa saludable es el afecto. Por su actualidad
y potencia evocadora me permito citar la película Los chicos del coro, dirigida por
Barratier, en la que se patentiza magistralmente que la educación pertenece al dominio
del corazón. La afectividad, pues, no es algo superfluo que la moda pedagógica reclama
como vía para edulcorar la vida escolar.
El registro emocional enciende o apaga el discurso educativo. La palabra docente
puede acoger y caldear o puede desabrigar y enfriar. Por muchos grados y matices que
haya es aconsejable que se descubra la cordialidad en el discurso. Un discurso así
presenta, al menos, estas ventajas: capta mejor la atención del alumno, resulta más
estimulante y fomenta la sintonía interpersonal.
Por supuesto, no se trata de que en el salón de clase aflore, mediante una oratoria
extemporánea y empalagosa, la sensiblería discente, sino de que se despierte la
sensibilidad que tonifica el entendimiento y vivifica las relaciones.
Los acentos docentes de la emoción resultan en extremo singularizadores. La
vertiente afectiva del discurso está repleta de peculiaridades. Es reflejo claro de la
personalidad del profesor, lo cual no quiere decir que se mantenga cerrada a influencias
externas. De hecho, es menester cultivarla también institucionalmente, entre otras

106
razones porque la acción educativa aislada resulta débil, cuando no infructuosa. Si el
resorte emocional es activado en todo el claustro es mucho más efectivo.
Veamos a continuación en el marco del modelo pentadimensional para la mejora
del discurso educativo los indicadores de la dimensión afectiva:
— Diálogo con los alumnos.
— Lenguaje personal favorecedor de intersubjetividad.
— Carece de homogeneidad.
— Subjetividad, expresión de estados de ánimo, de afecto y estímulo.

— Incluye vocablos y giros coloquiales.


— Pródiga en matices y tonos.
— Valoraciones positivas sobre los alumnos.
— Importancia de la comunicación no verbal: contacto visual con el alumno,
murmullos y gestos de aprobación, sonrisa, cercanía, etc.
— Predomina la función expresiva.
Esta dimensión discursiva exige desinhibición y confianza. No es mero lenguaje
florido, requiere hondura y despliegue de múltiples recursos expresivos y comunicativos.
Estamos ante una vertiente entusiasta, inestable, vibrante y vital. Es un lenguaje del
corazón que no prescinde, cuando resulta necesario, de las llamadas de atención a los
alumnos ni de las críticas constructivas.
Dado que el profesorado no siempre recibe formación en esta dimensión, las
indicaciones anteriores pueden servir de referencia, siempre que se repare, una vez más,
en que nos hallamos ante un proceso muy condicionado por los alumnos y su concreta
situación.

107
108
DIMENSIÓN MOTIVACIONAL
DEL DISCURSO

1. LA MOTIVACIÓN EN LA EDUCACIÓN
2. LAS MOTIVACIONES HUMANAS
3. TIPOS DE MOTIVACIÓN
4. LA POTENCIA MOTIVADORA DEL DISCURSO
5. MEJORA DE LA DIMENSIÓN MOTIVACIONAL
6. PAUTAS PARA EL FOMENTO DE LA MOTIVACIÓN EN EL
AULA

1. LA MOTIVACIÓN EN LA EDUCACIÓN

La vinculación con el capítulo anterior se advierte incluso en la etimología. Como se ha


dicho, el término «motivación» se deriva del vocablo latino motivus, relativo al
movimiento, emparentado con la palabra «emoción». Efectivamente, el comportamiento
humano es motivado, lo que explica el inicio de la actividad, la orientación de la
conducta y su estabilidad. Insistimos en que la complejidad de la cuestión invita a hablar
de motivaciones. Aunque es difícil identificar en cada momento las motivaciones
personales, es menester subrayar que la educación debe ser suficientemente estimuladora
y tonificante, de otro modo la vida escolar se agrisa y adormece.
Una de las consecuencias de la falta de motivación es el aburrimiento. Los alumnos
desconectan fácilmente de las explicaciones docentes, se inhibe su conducta y se
muestran cansados y hasta disgustados. Debido a la falta o escasez de estímulos se
vuelven pasivos, cuando no perturbadores. La anomalía ambiental generada se asemeja
al llamativo y elocuente cuadro escolar ofrecido por el excelso poeta hispalense, Vicente

109
Aleixandre:

«Y todos en la clase se han ido adurmiendo.


Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se sobrevive.
Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se supiera ya de quién fuese.
Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,
y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los envuelve.
Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,
y mira y ve también el alto pupitre desdibujado
y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído, del abolido profesor
que allí sueña».

El profesor de esta pintura poética ni escucha ni habla, permanece distante en su


magno pupitre. Con su dejadez y renuncia educativa silencia y difumina a los alumnos.
El propio Aleixandre en otro poema titulado «Al colegio» señala: «Misteriosamente
plegaba mis alas en el umbral mismo del colegio». Parece que en este tipo de escuelas y
de aulas no hay lugar para la ilusión, el disfrute, la imaginación o la vitalidad. Cualquier
motivación, sueño o energía infantil parece detenerse con la llegada a un sombrío centro
educativo como el sugerido.
El discurso educativo auténtico se distingue por señales estimulantes que activan a
los alumnos. Es totalmente necesaria la presencia de estos signos motivadores que, cual
imán, atraen a los educandos. En cambio, la desaferencia discursiva sume a los escolares
en un ambiente soporífero. Evitemos, pues, tan indeseable panorama.

2. LAS MOTIVACIONES HUMANAS

Aunque hemos hablado de «motivación» en singular, dada la amplitud y heterogeneidad


de la cuestión, me inclino en este momento a utilizar el plural. A sabiendas de que, como
ya recoge Pinillos (1999: 506), en las motivaciones encontramos un doble naturaleza
energética, que activa la conducta, y direccional, que regula y orienta el
comportamiento, con frecuencia fundidas en una sola, es posible ensayar una
clasificación de las mismas en la que no pueden faltar las dos modalidades siguientes:
1. Motivaciones biológicas. Son de naturaleza fisiológica y vienen establecidas
por las necesidades del organismo. También se las denomina motivaciones

110
básicas o primarias. Entre ellas sobresalen el hambre y la sed, la sexualidad y
otras encaminadas a garantizar la supervivencia y que se relacionan con la
protección y la crianza.

2. Motivaciones psicosociales. Son específicamente humanas y presentan


variantes culturales. Aunque hay gran amplitud, cabe citar, por ejemplo, las
motivaciones de carácter ético y estético, al igual que las relacionadas con la
obtención de información, con el prestigio, con ser querido, etc. No es extraño
diferenciar entre motivaciones de afiliación (pertenencia, interdependencia…) y
motivaciones egocéntricas (afán de dinero, ansia de poder, etc.).
Es evidente que en la mayor parte de las personas las motivaciones son abigarradas,
integradas por elementos heterogéneos de índole biológica y social. No sorprende que
también en esta área hayan surgido numerosas teorías: conductistas, cognoscitivas,
humanistas, etc. Sin entrar en la descripción pormenorizada de las mismas, fácilmente
localizables por el lector interesado, sí procede recordar a vuelapluma que la corriente
conductista, adscrita al mecanicismo, explica la motivación como algo que media entre
el estímulo y la respuesta. Enfatiza, de hecho, la importancia que en la conducta
motivada tiene la estimulación y apuesta por la motivación extrínseca, esto es, la que se
activa desde el exterior, por ejemplo, mediante la administración de premios y castigos.
La línea cognitiva destaca el papel de los aspectos internos. A la hora de explicar la
motivación se tienen en cuenta proyectos, expectativas, etc. Desde esta perspectiva, el
sujeto es capaz de autorregular racionalmente su motivación.
Por su parte, la corriente humanista sitúa la motivación en un marco de desarrollo
personal. Aun cuando a esta dirección se le critique en ocasiones su falta de rigor
científico, ha alumbrado teorías harto difundidas, como la perteneciente al psicólogo
norteamericano Maslow (1991: 21-32), en la que se descubre una jerarquía de
necesidades básicas ordenadas de modo ascendente:
— Las primeras necesidades humanas son las fisiológicas, como alimento,
oxígeno, etc. Son las más poderosas de todas, en el sentido de que si alguien
carece de comida, seguridad y estima, probablemente se planteará en primer
lugar la búsqueda de alimento.
— Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas, surgen las de seguridad:
estabilidad, dependencia, protección, ausencia de miedo, etc.
— En el tercer escalón, y cuando los dos tipos de necesidades anteriores están
satisfechas, aparecen las de amor, afecto y sentido de pertenencia.
— El cuarto nivel corresponde a las necesidades de estima. Todas las personas,

111
salvo excepciones, tienen necesidad de respeto, aprecio, etc.
— Por último, nos encontramos con la necesidad de autorrealización. Se refiere
al deseo de la persona por la autosatisfacción, o sea, la tendencia en ella a
hacer realidad todas sus posibilidades.
En la popular pirámide se aprecia con nitidez el escalonamiento de las necesidades.

PIRÁMIDE DE MASLOW

Como dice el propio Maslow (1991: 41), y en contra de lo que a veces se sostiene,
no debe dar la falsa impresión de que una necesidad tiene que estar totalmente cubierta
antes de que aparezca otra. La mayor parte de las personas están parcialmente satisfechas
e insatisfechas en todas las necesidades básicas a la vez.
El mismo autor (1991: 33-38), a los cinco grupos de necesidades mencionadas,
agrega las necesidades cognitivas básicas (de saber y entender), al igual que las
necesidades estéticas.
La dinámica del despliegue motivacional humano que Maslow presenta puede
ayudarnos a comprender mejor qué nos incita a actuar. Con todo, debe permanecer la
idea de que el comportamiento, en mayor o menor cuantía, está motivado de forma
múltiple, con necesidades adscritas a modalidades diferentes. Es asimismo claro que la
observación de los distintos niveles de necesidades puede permitirnos conocer mejor qué
cambios cabe introducir en nuestra vida para satisfacerlas.

112
La concepción de Maslow (1976; 1991) es claramente optimista, por cuanto
considera las distintas necesidades básicas como meros peldaños en la escalera que
conduce a la autorrealización. Este psicólogo (1976: 211) dice: «[…] el ser humano está
estructurado de tal forma que presiona hacia un ser cada vez más pleno, lo cual
significa hacia aquello que la mayoría de nosotros calificaría de valores positivos, hacia
la serenidad, la amabilidad, la valentía, la honestidad, el amor, el altruismo y la
bondad».

3. TIPOS DE MOTIVACIÓN

Veamos algunos tipos de motivación que en la actualidad reciben gran atención:


— La motivación intrínseca. Se advierte cuando lo que atrae es la acción en sí
misma, por el placer de realizarla, con independencia de otras recompensas
externas, por ejemplo, cuando el trabajo resulta atractivo y la persona disfruta
realizándolo, al margen de otros beneficios.
— La motivación extrínseca. Lo que atrae no es la acción en sí misma, sino lo
que se recibe a cambio, por ejemplo, un elogio, dinero, etc. En definitiva,
ahora son condiciones externas las que activan, dirigen y mantienen la
conducta.
A menudo, en el comportamiento se entreveran los dos tipos de motivación. En el
ámbito escolar es oportuno que el profesor trate de promover equilibradamente ambos,
lo que exige tanto la selección de actividades educativas atractivas para los alumnos
como la adecuada administración de recompensas (notas, elogios, etc.). Se precisa, en
cualquier caso, mucho tacto, pues es bien sabido que el incremento motivacional no
siempre se traduce en mayor aprendizaje. Más allá de un nivel óptimo, el aumento de
motivación exógena (intensidad de incentivos externos) puede generar empeoramiento
del aprendizaje. Tan nociva puede ser la sobreestimulación como la subestimulación, lo
que lleva a situar en una dilatada zona equidistante entre ambos extremos la
motivación/estimulación idónea.
La complejidad psicopedagógica de la cuestión afortunadamente no queda
aprisionada por rígidos planteamientos mecánicos. Esto anima a insistir en que así como
la corriente motivacional en el aula debe ser suficientemente estimulada por el profesor,
también ha de tener en cuenta la capacidad autorreguladora del alumno y su tendencia
natural a aprender. En este sentido, el discurso educativo se presenta como una vía

113
comunicativa de gran potencia motivadora, siempre que sea suficientemente cercano,
vibrante y magnético. Además, con objeto de conocer los intereses y motivaciones de los
escolares, el profesor debe mostrarse dispuesto a conversar con ellos, ya en la clase, ya
en sesiones de tutoría.
La motivación del alumno se explica en gran medida por la interacción entre su
disposición (condición interna) y la actuación docente (circunstancia externa). Ambos
planos comprometen motivacionalmente al educando.
Junto a los dos tipos de motivación mencionados es oportuno citar, al menos, otra
modalidad de probada transcendencia pedagógica:
— La motivación de logro. Está emparentada psicológicamente con el nivel de
aspiración. Es una disposición personal relativamente estable hacia el éxito, la
realización y la conquista de metas diversas, sobre todo de índole emocional y
social.
La motivación de logro permite reparar en que hay alumnos cuyas expectativas les
llevan a desplegar activamente estrategias para alcanzarlas. La dialéctica entre la
búsqueda del éxito y la evitación del fracaso brinda una mejor comprensión del
comportamiento de los educandos sobre todo en lo que se refiere al esfuerzo y a los
métodos que utilizan para realizar tareas, resolver problemas, etc. Es de esperar, por
ejemplo, que un alumno con alta motivación de logro trabaje con ahínco, esté
verdaderamente interesado en aprender y se implique en las actividades escolares y que,
por el contrario, un alumno poco orientado a la conquista de metas no estudie lo
suficiente.
Un alumno desmotivado, pusilánime o que se infravalora presenta unas negativas
condiciones personales para la adecuada realización de la actividad estudiantil. El trabajo
académico exige, junto a la capacidad, una nítida tendencia autoperfectiva y buena dosis
de esfuerzo. Así como se torna difícil alcanzar el éxito escolar si no se reúnen estas
características, los alumnos trabajadores y con equilibrado nivel de aspiraciones
propenden a conquistar las metas.
A la hora de promover la motivación se ha de aprovechar la tendencia natural a
aprender que todo alumno posee. Por desgracia, a veces la insensibilidad pedagógica de
ciertos docentes e instituciones escolares desaprovecha o acaba con esta inclinación. Este
atentado contra la motivación se previene mediante la creación de un ambiente de
aprendizaje y formación suficientemente estimulante, como el que caracteriza a esas
escuelas en las que se respira aire fresco y vivificante que impregna todos los rincones.
Reconocer el valor de la motivación en todo linaje de educación ha de traducirse en
el compromiso docente de despertar o mantener el interés de los alumnos por sus

114
asignaturas. Procede, por lo mismo, dar a conocer a los escolares los objetivos de las
lecciones, seleccionar actividades de aprendizaje suficientemente atractivas, fomentar la
autonomía, etc. Todo ello pasa por mejorar la comunicación, por ejemplo, a través de un
proceso discursivo suficientemente artístico que lejos de marchitar a los alumnos les
haga vibrar.

4. LA POTENCIA MOTIVADORA DEL


DISCURSO

Podemos imaginarnos ahora, a modo de ejemplo hiperbólico, a unos alumnos


especialmente atraídos por la Historia con la atención absorbida por la brillante
explicación que su instruido profesor ofrece sobre la llegada de Colón a América. La
misma emoción que debió de experimentar nuestro intrépido navegante al divisar la
coralina y feraz tierra antillana parece embargar a los pequeños en sus pupitres. Quedan
los escolares suspendidos escuchando la lección que el maestro imparte con evidentes
dotes ciceronianas enriquecidas con armoniosos gestos de actor. Su seductor discurso,
artísticamente trabado, en el que concurren organización racional, belleza expositiva,
abundancia de tropos, voz cautivadora, precisa dicción y elegante cadencia llega certero
y delicado hacia las mentes y los corazones de los niños. En sus rostros puede observarse
el encantamiento que la palabra rutilante, dulce y cálida del admirado profesor produce.
La grata distribución de acentos y pausas, la variedad de tonos y la erudición de su
prosa, pródiga en imágenes, descomponen a los fascinados niños, definitivamente
embelesados y boquiabiertos. No concluye el embrujo con la explicación docente. Antes
al contrario, una vez que el inspirado profesor finaliza su exposición y tras unos
segundos de necesaria recuperación, se apresta el entusiasmado público infantil a pedir
la palabra. Muchos levantan la mano, algunos exclaman, unos preguntan, otros
comentan, todos celebran. La conmovida clase adquiere un nuevo fulgor merced al
diálogo. El genuino aprendizaje está a punto de nacer.
El maestro, generoso con todos, ha contagiado con su energía y elocuencia musical.
De él reciben sus alumnos estampación luminosa y cordial. Se asemejan a esas crías de
ave que con el pico abierto reciben alimento de sus progenitores, hasta que un buen día
abren sus alas para volar, abandonan el nido y exploran el entorno hasta encontrar por sí
mismas con qué sostenerse.
Asiste plena razón a Machado (1999: 115) cuando a través del maestro apócrifo

115
Juan de Mairena dice: «[…] la oratoria sería inútil, porque las razones no se transmiten,
se engendran, por cooperación, en el diálogo». En verdad, es justo reconocer que el
profesor que impide a sus alumnos preguntar en clase dificulta considerablemente el
aprendizaje. En igualdad de circunstancias alcanza cotas pedagógicas más altas el
educador de discurso dialógico. El profesor «omnisciente», empero, con discurso
monologado, constituye la figura docente contrapuesta.
Así pues, a diferencia del «profesor-enseñante», el «profesor-educador» es
partidario del diálogo y de la educación problematizadora, de clara raigambre freireana,
según se ilustra a continuación.

El discurso educativo se torna motivador si asume el diálogo como su marco natural.


La invocada renovación pedagógica necesita incorporar sistemática y definitivamente
este postulado. Y es que, al cabo, el discurso debe organizarse en forma de diálogo, por
presentar esta estructura la horizontalidad y circularidad que la educación acrecentadora
precisa.
La dimensión motivacional del discurso varía con arreglo a la disciplina, a las
características de los educandos, etc., pero es siempre una magnífica vía para estimular y
ganarse a los alumnos. Gracias a esta vertiente discursiva aumenta la cercanía afectiva en
el aula y la confianza, y se favorece en los escolares un estado de ánimo apropiado para
la actividad fecunda.
Hablar de la dimensión motivacional del discurso es referirse a su vertiente artística.
Es un lenguaje poético en el que las enlazadas y armoniosas palabras se engalanan. Es un
ornamentado lenguaje, singular y rítmico en el que la imagen, la metáfora y otras figuras
literarias asumen el protagonismo.
La palabra motivadora emana, policromada y seductora, de la mente y del corazón
del profesor. Ejerce una función estética, pues su belleza eufónica resulta elevadora. De
hecho, cuando el discurso es suficientemente motivador es fuente de actividad. Lo que
detiene a los alumnos es la ausencia de estímulos.
Aun cuando hay educadores dotados de modo natural para motivar a sus alumnos, la

116
competencia discursiva profesoral puede mejorarse si se presta atención al lenguaje
utilizado durante la clase, a su ordenación, sin caer en afectación. La palabra no puede
servirse de coquetería.
La dimensión motivacional del discurso es eminentemente valorativa, muy
dependiente del propio docente y, por tanto, muy heterogénea. En lo que a motivar se
refiere también «cada maestrillo tiene su librillo», esto es, cada docente selecciona y
elige sus propios recursos discursivos: vocabulario, comunicación no verbal, etc. El
resultado es igualmente variado, algo que también se advierte en la dimensión afectiva,
pero no en la instructiva, mucho más denotativa.
Para alcanzar un mayor relieve discursivo y motivar más y mejor a los alumnos,
ofrecemos a continuación algunas propuestas que, sin perder sus raí ces oratorias
clásicas, constituyen parte significativa de esta nueva retórica educativa que estamos
presentando.

5. MEJORA DE LA DIMENSIÓN
MOTIVACIONAL

A sabiendas de que la motivación exige una permanente relación personal con los
alumnos presidida por la apertura, el respeto, la calidez, el diálogo, el trabajo y la
instrucción, es necesario identificar algunas vías concretas que favorezcan esta
dimensión discursiva. Puede asegurarse que de producirse este enriquecimiento
educativo, salen ganando todos: alumnos, profesores, instituciones, etc.
Sin pasar a mostrar pormenorizadamente las propuestas que diversas teorías
motivacionales ofrecen, es fácil advertir nuestra preferencia por un enfoque holista y
humanista a la hora de fomentar la motivación en el aula. Una vez superada la visión
conductista del profesor, en cuanto motivador, como mero administrador de premios y
castigos, se adopta una concepción enriquecida que se nutre de diversos estudios
psicológicos y pedagógicos centrados en aspectos cognitivos, emocionales, sociales,
contextuales, éticos, etc. Esta nueva aproximación, mucho más compleja y completa,
revela, por ejemplo, que el nivel motivacional de los alumnos está condicionado por el
tipo de agrupación discente, por la forma de organizar la clase, por las interacciones
entre el profesor y los alumnos, por el clima social del aula, por las expectativas
docentes, por la calidad del discurso educativo, etc. Si realizamos un rápido repaso por
estos aspectos comprobamos que:

117
— Es positivo optar por una agrupación flexible de los alumnos, ya defendida
enfáticamente en España por García Hoz (1988b: 100-114), lo que permite a
los escolares sacar el mayor provecho de su trabajo, individual o en distintos
tipos de grupos. La instauración de una agrupación tal lleva a contemplar de
modo complementario varias situaciones de aprendizaje: 1) gran grupo,
adecuado para la exposición docente; 2) grupo medio, apropiado para el
coloquio y el fomento de la reflexión; 3) grupo pequeño, indicado para el
trabajo cooperativo; y 4) actividad autónoma del estudiante en el marco total
del trabajo escolar.
— La organización de la clase puesta al servicio del encuentro interpersonal, la
participación/cooperación y la educación. Los elementos organizativos
adquieren así una disposición flexible con objeto de garantizar la
comunicación, el aprendizaje y el desarrollo integral del educando.
— Si nos detenemos en las interacciones entre el profesor y los alumnos ha de
reconocerse la naturaleza relacional de la educación y la importancia asumida
por el diálogo, el intercambio de preguntas y respuestas, la retroalimentación,
el asesoramiento, etc.
— El clima social en el aula distinguido por el compromiso con la
comunicación, la confianza, la cordialidad y el espíritu de trabajo constituye
un verdadero ambiente formativo. La riqueza estimular y el trato humano
dispensados habitualmente representan cauces óptimos para el trabajo escolar
y la educación integral.
— El poder motivador del discurso se utiliza sobre todo, al principio de la clase,
para atraer la atención del alumno, después para mantenerla y finalmente para
que el propio educando dé continuidad a las actividades realizadas en el aula a
través del autoaprendizaje, en función de su edad y etapa evolutiva.
— Las expectativas de los profesores sobre sus alumnos pueden llegar a
cumplirse. Es algo que Rosenthal y Jacobson (1980) estudiaron y
denominaron «efecto Pygmalion14». Aunque esta investigación ha recibido
críticas, sobre todo porque se han intentado replicar los resultados sin
conseguirlo, persiste la idea de que los profesores han de tener saludable
confianza en las posibilidades perfectivas de sus alumnos. Cabe pensar, por
ejemplo, que las expectativas docentes positivas sobre los escolares se
acompañen de mayor retroalimentación profesor-alumno, más oportunidades
para el aprendizaje y mejor relación interpersonal.

118
La cadena de aspectos presentados muestra que el profesor puede favorecer la
motivación de sus alumnos, siempre que no se descuide cuanto tiene que ver con los
contenidos. Ocioso resultaría estimular a los alumnos si se prescinde de instrucción
suficiente en las distintas ramas del saber. Misión harto compleja, por cierto, es
seleccionar el caudal de conocimientos que se deben impartir. A diferencia de lo que
sucedía antaño, cuando el profesor siempre tomaba este tipo de decisiones
unilateralmente, no está de más que, sin salirse del marco programático oficial, se dé la
voz a los alumnos, según su circunstancia, para que se involucren en la construcción de
la asignatura. Hay profesores que, llevados de la inercia controladora, se muestran
reticentes a esta participación de los escolares. Enseguida se ponen a la defensiva y
adoptan actitudes rígidas y aun hostiles hacia todo el que «osa entrometerse en sus
asuntos». Hasta cierto punto es comprensible, pues es posible que, en algunos casos, este
tipo de reacciones tengan su origen en un cierto «agujero legal» que deja al profesorado
en situación de desvalimiento si se aventura a «innovar pedagógicamente». Ciertos
colegas y directivos, más todavía algunos padres y, en menor medida, los mismos
alumnos pueden inquietarse ante lo que acaso se considere arriesgado «experimento
educativo». Tan amenazadora resulta esta posibilidad, que muchas ideas de cambio no
terminan de germinar cuando ya han fenecido. El temor a una crítica, no digamos a una
acusación, devuelve al profesor, y con él a sus alumnos, a los marcados senderos de la
anodina cotidianidad. La labor educativa se torna fría, rutinaria y gris. Es así como el
miedo puede convertirse en aliado de la mediocridad.
Una de las vías que proporcionan seguridad al profesor y consistencia a su proyecto
se encuentra en el trabajo colegiado. Además de normativas que respalden la actuación
profesional es fundamental la asunción compartida de cambios, a veces promovida por el
equipo directivo. Más allá de cuál sea la fuente de la iniciativa pedagógica, se ha de
extender a los educandos. Es bien cierto que el profesor, en cuanto especialista, debe
tomar decisiones educativas motu proprio, particularmente cuando los escolares son
pequeños, pero ello no obsta para que consulte siempre que pueda y considere las
opiniones e intereses de sus alumnos. En la medida en que sean tenidos en cuenta, será
más sencillo conquistar su atención y progresar en el aprendizaje. Siempre hay
posibilidad de relacionar contenidos u organizar actividades que, sin apartarse un ápice
de los objetivos marcados, respondan a las inquietudes de los estudiantes y se gane en
significatividad educativa, cuyo alcance rebasa los estrechos límites del aula y se deja
sentir en la vida toda del alumno.
Ya García Hoz (1988a: 148-149), desde una concepción profunda y dilatada de la
educación, destaca la transcendencia de conocer los intereses de los alumnos, tanto para
apoyar en ellos el aprendizaje de las asignaturas como por su relación con el despliegue
de la personalidad en su conjunto.

119
Desde la emblemática Universidad de Cambridge, las investigadoras Rudduck y
Flutter (2007: 132) sostienen que diversos proyectos revelan que cuando se escucha a los
alumnos en cuestiones sobre el aprendizaje, la enseñanza y la escolaridad. la mirada de
los profesores sobre la realidad educativa resplandece. Las mismas profesoras (p. 101),
basándose en diversos estudios, explicitan que entre los argumentos que más fuerza
cobran a la hora de apoyar la voz discente se halla la consideración de los alumnos como
«testigos expertos», en el sentido de que, a despecho de su corta edad, presencian y
adquieren directamente habilidades y conocimientos sobre el discurrir escolar y
educativo.
Para advertir cuán necesario es que los alumnos tomen la palabra no hay más que
ver el bochornoso cuadro de algunas instituciones escolares en que se ha tomado al pie
de la letra aquello de que el infante (del latín infans, -tis) etimológicamente es el incapaz
de hablar. Una corriente mal entendida y fuertemente arraigada todavía hoy en algunos
ámbitos priva a los menores de intervenir y de expresarse. Más que silenciosos, son
niños silenciados. Por supuesto, un planteamiento como el que venimos propugnando en
modo alguno puede confundirse con esas anómicas aulas presididas por la disrupción, el
chismorreo o el griterío. Una estampa escolar así es igualmente lamentable y
condenable.

6. PAUTAS PARA EL FOMENTO DE LA


MOTIVACIÓN EN EL AULA

Estamos en condiciones de brindar algunas orientaciones para promover la motivación


en el aula:
— Conocer y tener en cuenta los intereses de los alumnos. La conversación con
los escolares y la observación de su comportamiento constituyen caminos
exploratorios adecuados. Es oportuno relacionar las materias con esos
intereses expresados o identificados.
— Optar por una metodología educativa flexible que contemple la actividad
autónoma y la cooperativa.
— Estimular la autosuperación de los alumnos, reconocer sus logros, animarles a
participar y evitar las «comparaciones odiosas».
— Apostar por una evaluación dinámica, atenta a la mejora personal, en la que se

120
contemplen, siempre que sea posible, diversas vías de estimación (portafolios,
pruebas de distinta índole, observación, entrevistas, trabajos…).
— Cultivar las relaciones cordiales con los alumnos.

— Explicitar los objetivos de las actividades y lecciones.


— Mostrar a los alumnos el valor intrínseco del saber y, llegado el caso, la
aplicación presente o futura de lo que estudian.
— Realizar preguntas pertinentes, complementarias de las explicaciones, para
animar y activar a los alumnos.

— Diseñar y proponer actividades adaptadas a las características de los escolares.


— Favorecer en los alumnos las estrategias de autoevaluación y autorregulación.
— Manejar materiales diversos: libros, periódicos, artículos, vídeos, etc.
— Introducir novedades que impidan caer en la rutina. Poner una chispa de
humor en lo que se realiza.
— Buscar la implicación de toda la comunidad educativa, siempre que no se
produzca ningún tipo de injerencia ni sea mera cosmética. Con frecuencia
supone un profundo cambio en la organización de la escuela.
— Elevar la autoeficacia docente a través de lecturas, entrenamiento en talleres,
actuación colegiada, etc., lo que contribuye a mejorar el proceso educativo de
los alumnos.
Tras el cúmulo de vías citadas nos queda mostrar, en función de nuestro modelo
pentadimensional, cómo fortalecer la dimensión motivacional propiamente dicha del
discurso docente. Algunas vías recomendables son:
— Presentar contenidos nuevos.
— Utilizar un discurso jerarquizado y coherente.
— Emplear ejemplos de forma habitual.
— Modular el habla, con cambios de tono y ritmo.
— Fomentar la versatilidad y el dinamismo del discurso, ajustado al contexto.
— Generar situaciones heterogéneas: exposiciones, conversaciones, etc.
— Cultivar un lenguaje evocador, sugerente.

121
— Animar el lenguaje con imágenes y tropos, de modo que tenga una estructura
«artística».
— Introducir pausas y silencios.

— Armonizar los elementos verbales y extraverbales.


— Enfatizar la función fática (orientada a mantener la comunicación con el
educando por medio de un discurso atrayente).
El discurso docente motivador no es un canto de sirena sino palabra adornada y
magnética cuya impronta acrece al educando. Las ideas y contenidos sólidos, merced al
primor del lenguaje, llegan con más facilidad al alumno y le animan. Del discurso
motivador, distinguido por su armonía, gala y ritmo, recibe el escolar oportuna
estimulación que está llamado a mantener por sí mismo.

122
123
DIMENSIÓN SOCIAL DEL
DISCURSO

1. PROYECCIÓN SOCIAL DE LA EDUCACIÓN


2. EL DISCURSO EDUCATIVO AL SERVICIO DE LA
CONVIVENCIA
3. CULTIVO DE LA DIMENSIÓN SOCIAL DEL DISCURSO
4. PRINCIPIOS PRÁCTICOS PARA MEJORAR LA VERTIENTE
SOCIAL DEL DISCURSO EDUCATIVO

1. PROYECCIÓN SOCIAL DE LA
EDUCACIÓN

La educación no puede prescindir del cultivo de la dimensión social. Una educación


ajena a esta vertiente resultaría endeble y abocaría al ser humano al aislamiento y a
graves males de diversa índole. En cuanto proceso de personalización, la educación ha
de desplegar al educando en la doble vertiente individual y social. El olvido de este
principio pedagógico puede generar todo tipo de problemas. De hecho, estoy convencido
de que muchos de los conflictos, tensiones y disfuncionalidades que recorren la escuela y
la sociedad tienen su origen en el descuido sistemático de dicho postulado.
Nuestra condición natural no es el hermetismo egoísta ni la masificación negadora
de la singularidad. Ambos extremos obstaculizan la realización personal y colectiva, lo
que equivale a decir que se frustra la convivencia. A este respecto, la observación de
nuestra realidad parece revelar que aumenta el individualismo, entendido como la
tendencia a actuar al margen de los demás, lo que indudablemente contribuye al
debilitamiento de las relaciones interpersonales en todos los ámbitos (familia, escuela,

124
trabajo, etc.). El soporte filosófico del individualismo, en las antípodas de la
consideración aristotélica del hombre como zoon politikon (animal ciudadano), ya se
descubre en Maquiavelo (1469-1527), para quien el afán de poder del individuo y sus
peligros hacen necesaria la presencia estatal represiva. Con posterioridad, el pensador
inglés Hobbes (1588-1679), muy influido por el autor de El Príncipe y con una idea
negativa del ser humano (homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre),
concibe un Estado que impide que los hombres —amantes de la libertad y de dominar a
los demás— acaben unos con los otros (bellum omnium contra omnes, guerra de todos
contra todos). Este Estado o Leviatán, en referencia al monstruo bíblico de poder
descomunal, utiliza tanta fuerza que, «por el terror que inspira es capaz de conformar
las voluntades de todos ellos para la paz, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en
el extranjero» (Hobbes, 1998: 16). Por su parte, Locke (1632-1704), padre del
individualismo/liberalismo político, defendió la separación de poderes como vía para
garantizar las libertades públicas. En el marco de la teoría contractualista sobre el
Estado, Locke, a diferencia de Hobbes, sostiene que el Estado no tiene su origen en el
temor de sus súbditos, sino en el interés común y en el consentimiento de los mismos. En
este sentido, Hobbes justifica la monarquía absoluta y Locke la monarquía
parlamentaria.
Rousseau (1712-1778), con su obra El contrato social, ofrece una nueva versión de
la teoría contractualista. El postulado del célebre ginebrino es que los hombres renuncian
voluntariamente a un status naturae presidido por la bondad para establecer un pacto
(status civilis) que posibilite mayores beneficios y por el que cobra vida el cuerpo
político. Como el propio Rousseau (2002: 14) señala: «Parto de considerar a los
hombres llegados a un punto en el que los obstáculos que dañan a su conservación en el
estado de naturaleza logran superar, mediante su resistencia, la fuerza que cada
individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Desde ese momento, tal estado
originario no puede subsistir y el género humano perecería si no cambiase de manera
de ser». Más adelante, al referirse al tránsito del hombre del inicial estado de naturaleza
al estado civil, escribe: «Aunque en esa situación se ve privado de muchas cosas que le
proporcionaba la naturaleza, alcanza otras tan grandes, al ejercerse y extenderse sus
facultades, al ampliarse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos, al elevarse su alma
entera, que, si los abusos de esta condición no le colocasen con frecuencia por debajo
de la que tenía antes, debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para
siempre de aquélla, y que, de un animal estúpido y limitado, hizo un ser inteligente y un
hombre» (p. 19).
En las últimas líneas transcritas se advierte la preocupación del pensador ginebrino
ante un progreso que considera en muchos aspectos nocivo. Acaso por ello comienza el
capítulo I de El contrato social con su inquietante: «El hombre ha nacido libre y en

125
todas partes se encuentra encadenado» (p. 4).
Aunque las ideas roussonianas en ocasiones han sido interpretadas de modo muy
dispar, acaso porque el propio pensador se mostró contradictorio, como cuando defiende
la senda individualista —incluso la educación de su robinsonianizado Emilio se confía a
la naturaleza y a un preceptor único, Juan Jacobo—, y a la vez propone una sociedad en
la que la voluntad general prevalezca coactivamente sobre cualquier voluntad particular,
no se puede negar que en su obra late poderoso un mensaje orientado a la elevación
moral.
En suma, al margen de que se compartan o no los pensamientos de los filósofos
citados sumariamente recogidos, pueden ser estimulantes a la hora de reflexionar sobre
el individualismo y el sociologismo pedagógicos.
Me permito un pequeño inciso, compensador del realizado sobre el individualismo,
para señalar que en nuestra sociedad hay también, por paradójico que pudiese parecer,
fuertes corrientes colectivistas. De hecho, aunque el término «colectivismo», acuñado en
la segunda mitad del siglo XIX, suele aplicarse al socialismo y al comunismo por ser
doctrinas partidarias de abolir la propiedad privada y de transferir a la colectividad los
medios de producción, el capitalismo, con su ensalzamiento del homo consumens, un
tipo humano gregario subyugado por el mercado cuya vida gira en torno al desmesurado
afán de adquirir artículos, muchos innecesarios o superfluos, ha contribuido a difuminar
el perfil verdaderamente personal del hombre actual. Sometido por el «consume cuanto
puedas», consigna comercial imperante, ha terminado por ser él mismo el consumido. Su
voz se silencia, su fisonomía se desdibuja y su patrón conductual es crecientemente
teledirigido desde instancias plutocráticas.
Aun cuando la educación no se sustrae a la actitud consumista, como lo prueba la
lamentable mercantilización de la enseñanza, el colectivismo/sociologismo pedagógico
se refiere sobre todo a la supeditación del escolar al grupo, hasta el punto de que en sus
formas más radicales el alumno, singular versión discente del «hombre-masa»
orteguiano, es un número más, un ser inercial y agrisado, ora al servicio del colectivo,
ora a la deriva. Machado (1999: 273), siempre genial, nos anima a imaginar lo que
podría ser una pedagogía para las masas: «¡La educación del niño-masa! Ella sería, en
verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso».
Desde luego no parece serio entablar en nuestros días un combate entre el individuo
y la sociedad, y sí optar por una vía conciliadora, pues es obvio que ambas realidades se
condicionan mutuamente. Por ello, es preciso superar las dos posiciones extremas que
venimos comentando, en las que todavía se encuentran anclados algunos autores, en aras
de una formulación más completa y fecunda: la personalización educativa, que, tras
varias décadas de andadura, tampoco ha de ser monolítica. Esta concepción humanista,

126
al resolver la antinomia generada por las dos visiones parciales citadas, representa un
avance científico-pedagógico significativo advertido sucintamente en el compromiso con
el desarrollo personal en la doble vertiente individual y social.
En un estudio sobre la educación como un proceso de personalización en una
situación social, el pedagogo Medina Rubio (1989: 21), al tiempo que reconoce la
fundamental apertura de la persona hacia sí misma, se encarga de recordar su
relacionabilidad, en cuanto dimensión constitutiva: «El “ser con” no es una disposición
que la persona adquiera en el transcurso de su desarrollo existencial, sino que es un
rasgo absolutamente connatural y necesario que posibilita, desde la misma esencia de la
persona, el que ésta llegue a ser lo que es» (pp. 20-21).
El filósofo Zubiri (2006: 41), en un análisis sobre la dimensión social del ser
humano, insiste en que «cada hombre es en sí mismo y desde sí mismo, un hombre
vertido a los demás. La versión a las demás personas pertenece a la realidad sustantiva
de todo hombre».
Los párrafos anteriores sobre la realidad personal nos animan a consignar que es en
extremo grave plantearse una «educación» del alumno en situación de aislamiento o de
masa. No es ocioso recordar que la persona ni es una isla ni es una masa, por más que se
descubran en nuestro tiempo poderosas corrientes aislantes y masificadoras. La «acción
educativa» yerra tanto si pretende mantener al educando encerrado en sí mismo,
insensible y desdeñoso a cuanto le rodea, como si abandona el cultivo de la singularidad
llevada por un afán de homogeneización. En última instancia, sólo es posible enriquecer
la individualidad desde la apertura y la saludable relación interpersonal.
Así como es punible pedagógicamente propugnar un elitismo educativo, por el
prurito de perpetuar privilegios, también es censurable alzar la bandera del
«igualitarismo» como táctica demagógica al servicio de la manipulación. A este
respecto, tras comprobar que los malos resultados escolares, globalmente considerados,
se extienden por todos los estratos sociales, constituye un ejemplo de «cinismo político»
lanzar las campanas a vuelo, so capa de haber eliminado la influencia que en el
rendimiento académico tiene el origen socioeconómico y cultural de los alumnos. En
cambio, lo que sí cabe defender, por ser auténtica obra de justicia, es el fomento,
mediante una adecuada política socioeducativa acompañada del correspondiente
esfuerzo inversor, de la igualdad de oportunidades. Con carácter general y sin perder de
vista la complejidad de la realidad social y la necesaria adopción por parte de numerosos
agentes de múltiples vías de actuación, en aras de la igualdad/equidad genuinas es
preciso avanzar hacia una flexibilización del sistema escolar, que ha de ser más sensible
a la diversidad, y un enriquecimiento de los inicialmente menos favorecidos, ya sean
alumnos con discapacidad, inmigrantes, etc., por ejemplo, a través de pertinentes

127
estrategias compensatorias. Para que la igualdad de oportunidades sea una realidad, las
instituciones escolares deben comprometerse con la inclusión educativa, aunque si no
hay también una verdadera voluntad coordinada de los distintos sectores para erradicar la
miseria, de la índole que sea, y otro tipo de problemas, las medidas pedagógicas que se
tomen tendrán un alcance limitado cuando no inexistente.
Sucede todavía que ciertas condiciones precarias no permiten a algunos alumnos
alcanzar las metas educativas. Estas carencias engendran más desventajas y si no se hace
algo por acabar con ellas, nos mantendremos muy alejados de la personalización que
enarbolamos.

2. EL DISCURSO EDUCATIVO AL SERVICIO


DE LA CONVIVENCIA

Los comentarios precedentes revelan que el compromiso educativo con la dimensión


social ni se agota en la individualidad ni atiende en exclusiva el aspecto relacional. Si en
el primer caso la educación no permitiría el pleno desenvolvimiento por soslayar la
apertura personal, en el segundo, el énfasis en la vertiente intersubjetiva, impediría la
atención a la singularidad. La clave de nuestro planteamiento reside en considerar que la
conjunción de individualidad y socialización posibilita la humanización/personalización.
La persona es en relación con los demás, de ahí que en la vida verdaderamente
humana el yo se integre en el nosotros. Bien recuerda Alonso Fernández (2006: 140) que
ser independiente no equivale a ser no-dependiente. En efecto, la dimensión social del
hombre, por la que se abre y vincula a los otros, hace germinar la convivencia. Nada se
podrá objetar a esta aseveración y, sin embargo, son numerosos los escollos con que se
topa la construcción de esta vida en común. La violencia, la mezquindad, la injusticia, la
pobreza, la exclusión, el egoísmo, etc., son algunos de los males que socavan sus
cimientos. Por eso, con ser muchas las voces que proclaman el valor de la convivencia,
son en realidad insuficientes. Las palabras, si no se anclan en obra verdadera, son
arrastradas por el viento y aun vienen a golpear insultantes el rostro doliente de los
menesterosos.
No es tiempo para echarse a dormir con manto aislante mientras los problemas
ahogan a ciertas personas vulnerables. No es todavía hora de cantar que las conquistas
sociales alcanzan a todos. No es momento para la palabrería cuando muchos ni siquiera
consiguen hacerse oír.

128
Es preciso despertar la sensibilidad desde la infancia, por lo que corresponde al
maestro en el aula mostrar prudente y paulatinamente la abigarrada realidad circundante.
Conocimiento del medio es conocimiento del pueblo. La protección que se le debe al
alumno no ha de confundirse con distorsión ni con alejamiento de la realidad. Se
resguarda al niño de las inclemencias como se le aparta de la mala conducta, sin que por
ello se le nieguen los rigores del tiempo ni las flaquezas del comportamiento. Es más
fácil acertar si se sabe dónde está el error.
El discurso en las clases debe acomodarse a las características de los educandos y a
la realidad. A la lengua viva no le cae bien la mordaza, pero tampoco la desatadura, por
afán de recreo morboso o de alarmismo innecesario. Se ha de proceder con prudencia y
sin ñoñez. Buena parte de la cortedad de los escolares se deriva de una escuela que les
pone vendas en los ojos, so pretexto de mantenerles en una artificiosa burbuja de
amparo.
Uno de los indicadores de desarrollo saludable es la gradual concienciación de la
persona. El conocimiento y la sensibilización constituyen de esta suerte maravillosos
motores de humanización. El ocultamiento de la realidad no contribuye en nada a que el
educando se explique el mundo y se oriente constructivamente en él. Un discurso que
prescinde de esta estimulación social es retórica huera y nociva. A veces el lenguaje
pedagógico, por ornado que sea, muestra ese vaciamiento. Este pretendido discurso
educativo que a veces fluye por nuestros centros escolares, empuja al educando hacia el
desafecto, con lo que de hecho se le dificulta la comprensión de la realidad social y se le
priva de plena experiencia empática. Cuando no está presente un conocimiento positivo
suficiente de la alteridad, se abre la brecha interindividual y con facilidad se accede a la
desconfianza, la exclusión o la hostilidad, igualmente perniciosas para la convivencia.
El que la relación interpersonal entrañe siempre una dosis de incertidumbre no es
excusa para acrecentar la separación, la sospecha, la desconsideración o el rechazo. El
multiculturalismo social y escolar exige a la educación un plus de sensibilidad hacia la
otredad. Es censurable el desdén o recelo con que se trata al considerado diferente, sea
porque viene allende nuestras fronteras, por el color de la piel, por su pertenencia a otro
grupo étnico o por cualquier otra razón endeble.
Un pueblo verdaderamente desarrollado se abre a cuantos concurren con su esfuerzo
al progreso. Ni se complace cómplice en la actitud mezquina del explotador que saca
ventaja del dolor ajeno ni aviva interesado la desigualdad como fuente de ominosos
privilegios. Tampoco abraza ingenuo unos parámetros obsoletos que, lejos de regular la
convivencia, la perturban. En este punto, las circunstancias exigen una renovación
política, social, cultural, económica, educativa, etc., que pivote en la ordenación
eunómica, esto es, en «buenas leyes», respetuosas de la dignidad humana. Esta

129
regulación legislativa actualizada, a un tiempo razonable y ética, no constriñe la
convivencia sino que la posibilita. Debe repararse en que las leyes, incluso siendo
«buenas», no son la panacea, pero sin ellas la vida social queda expuesta a múltiples
contingencias.
Con el ánimo de sortear la corriente legalista recogemos el elevador mensaje de
inspiración kantiana que nos lanza Cortina (2007: 50) cuando dice que ha de reconocerse
la existencia de unas «leyes de la humanidad», escritas o no, cuya transgresión nos torna
inhumanos. Desde luego, un quebrantamiento así rebaja nuestra condición personal y
social, a veces hasta hacer de la convivencia una quimera. Con todo, procede insistir en
que es preferible que esas leyes se expliciten, pues, aunque no esté garantizado su
cumplimiento al trasladarse al papel, es más fácil que se les conceda algún valor. Desde
un punto de vista educativo, además, resulta mucho más sencillo su análisis, comentario
y difusión.
Tan pronto como nos adentramos por la senda de la humanidad atisbada en las
líneas anteriores, es menester detenerse en el hito de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, adoptada y proclamada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea
General de las Naciones Unidas, y en cuyo preámbulo puede leerse que «la libertad, la
justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca
y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana».
Sirva esta cita como ejemplo para comprobar que el quid de la Declaración es la
dignidad de la persona.
La transcendencia del documento, que ya ha cumplido más de medio siglo, no
impide que pueda mejorarse, sobre todo si se aspira, sin renunciar a sus fundamentos, a
que los disentimientos procedentes desde algunos sectores internacionales se
desvanezcan. El respeto pleno de los Derechos Humanos constituye hoy, más que una
realidad, un bello ideal, pero es más fácil avanzar hacia ese horizonte si toda la
comunidad internacional se siente concernida.
En sintonía con el desideratum anterior, cabe consignar que el fomento de la
dimensión social del discurso educativo encuentra un cauce apropiado en la exposición
de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, siempre que se acompañe de
diálogo reflexivo y, por supuesto, de práctica cotidiana. El proceso discursivo arraiga en
una educación desde y para tales derechos, pues únicamente su ejercicio en una
atmósfera institucional congruente permite incorporarlos y recrearlos en pro de la
convivencia.
En un escenario escolar presidido por la sensibilidad social, la moralidad, la
cordialidad, el trabajo, el respeto, la apertura, la participación responsable, etc., los
derechos humanos florecen. En cambio, en las situaciones de dogmatismo, exclusión,

130
irracionalidad, violencia o desidia se torna imposible su germinación o se marchitan con
prontitud.
Es imperativo pedagógico que los alumnos sean conscientes de los derechos y los
deberes propios y ajenos. Por esta vía formativa, iniciada y vivida en la familia y
continuada sistemáticamente en la escuela, se accede a la sociedad provisto de bagaje
impulsor de concordia, compromiso y mejora. España, por ejemplo, más que otros países
de nuestro entorno, precisa argamasa social, tanto por la relativa juventud de la
democracia y la menor vertebración de la sociedad civil, como porque las sombras
luctuosas de la Guerra Civil siguen extendiéndose sobre parte de la población, incluso
sobre las nuevas generaciones. Aunque nos pese, mantienen su vigencia los versos de
Machado: «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas ha
de helarte el corazón». Es hora, pues, de que hagamos lo posible por «vivir como partes
de un todo, no como todos aparte», según atinada expresión de Ortega y Gasset (2000:
31).
Si bien la construcción de la convivencia en una sociedad democrática y plural
depende sobre todo de la actitud predominante de los ciudadanos y del esfuerzo
conjunto, es preciso enfatizar de nuevo la transcendencia que en todo este proceso social
desempeña la ley enclavada en la ética. Democracia es, a un tiempo, eunomocracia
(poder asentado en «buenas» leyes). A este respecto, la noción de Estado de Derecho
(«Rule of Law»), ligada al concepto de Estado moderno, se refiere sobre todo a un
modelo de organización estatal caracterizada por el ordenamiento jurídico que se
extiende a todas las instituciones y personas. Se pretende, en suma, que las leyes cubran
todo el espectro sociopolítico. Si se me permite la metáfora organicista, en el Estado de
Derecho la legislación constituiría el cuerpo, pero son los ciudadanos los que deben
insuflar el alma para que cobre vida plena. Por cierto, el Estado de Derecho implica la
separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), doctrina propugnada con gran
éxito por el Barón de Montesquieu (1689-1755) en su libro Del espíritu de las leyes,
publicado a mediados del siglo XVIII para engrandecimiento de la filosofía jurídica, la
politología y la sociedad.
La relevancia social de los derechos humanos y su imbricación con el Estado de
Derecho se ha de patentizar diáfanamente en la normativa constitucional, cúspide
jurídica y garante de la convivencia. En España, la Constitución de 1978, fruto del
denominado «espíritu de consenso» de la transición política, aunque pueda revisarse
cuando se estime oportuno, es la norma fundamental de la nación española y ya
proclama desde su preámbulo el deseo de establecer la justicia, la libertad, la seguridad y
promover el bien de cuantos la integran, así como la voluntad de:
— Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes

131
conforme a un orden económico y social justo.

— Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como


expresión de la voluntad popular.

— Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los


derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.
— Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una
digna calidad de vida.
— Establecer una sociedad democrática avanzada, y colaborar en el
fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre
todos los pueblos de la Tierra.
Ha de subrayarse que el sistema democrático, fortalecido por la Constitución,
brinda, a despecho de las sombras que pueda tener, una excelente oportunidad para el
desarrollo personal y social. La educación se torna en este sentido fundamental. La
democracia y el civismo se enriquecen cuando se practican diariamente en las
instituciones. Ni se puede apartar a los alumnos de su entorno, ni se les puede privar de
participación responsable. Necesitan conocimiento suficiente de la realidad como
precisan zambullirse en ella. Se desvirtúan los derechos si no se viven.

3. CULTIVO DE LA DIMENSIÓN SOCIAL


DEL DISCURSO

El fomento de la dimensión social del discurso educativo puede responder, por


impostura pedagógica, a mero maquillaje. Si alguien piensa que cumple por el mero
hecho de incorporar a sus clases términos «sociales», yerra profundamente. Más aún, se
sabe de algunos profesores de distintos niveles cuyo discurso queda enseguida en
entredicho por la incongruencia manifiesta y sistemática entre prédica y obra. Este tipo
de comportamientos inauténticos y fraudulentos tienen un impacto negativo en los
menores, pues se restringen sus oportunidades de crecimiento social a través del
encuentro sincero y cordial, al tiempo que se les muestran referencias conductuales poco
edificantes, generalmente adscritas al terreno de la hipocresía y el cinismo, que tienden a
imitar. La palabra docente que no se rodea de acciones ejemplarizantes es en realidad un
discurso postizo de nocividad variable. Aunque la permeabilidad depende de la edad y
otras circunstancias, no es extraño que el educando actúe más en consonancia con lo que

132
ve que con lo que oye.
Debe recordarse también que, en ocasiones, como consecuencia del estilo cognitivo
del alumno, se interpretan los mensajes en un sentido muy distinto al que quiso darles el
profesor. Sea por la subjetividad del educando, por la ambigüedad de la expresión
docente o por la interacción de factores, se produce una brecha comunicativa llamada a
prevenirse mediante el tacto pedagógico, que incluye la atenta consideración de las
características de los escolares.
En cuanto personas circunstanciadas, los profesores y alumnos desempeñan roles,
manejan símbolos más o menos compartidos, construyen su identidad en instituciones
con una concreta cultura escolar y social, etc., todo lo cual afecta al discurso. Sin
suficiente conocimiento y sensibilidad a esta realidad envolvente, el dis curso a menudo
se torna ininteligible y es mucho más probable que aumente la distancia comunicativa
entre el profesor y sus alumnos.
El lenguaje y el estilo de comunicación propios de los miembros de una institución
educativa constituyen una de sus señas de identidad. El discurso es una realidad
sociocultural. Sin pasar por alto la singularidad personal, cada centro escolar utiliza una
comunicación y un lenguaje peculiares, más o menos compartidos, que permite hablar
incluso de discurso institucional, naturalmente inscrito en el marco cultural general de la
sociedad.
Es positivo para la educación que el discurso tenga en cuenta las condiciones
históricas, sociales y políticas. Sirve a este propósito que el discurso, hasta donde sea
posible, se enmarque, a la par, en un paradigma racional, hermenéutico y crítico.
Racional, ya que es preciso iluminar la compleja realidad si se aspira a mejorarla.
Hermenéutico, pues han de interpretarse los hechos con arreglo a las circunstancias.
Crítico, porque debe orientarse a la praxis, esto es, a la transformación positiva de la
sociedad. En la articulación equilibrada de esta triple notación se descubre la trayectoria
ascendente de la vertiente social del discurso. En cambio, entra en fase descendente
cuando la secuencia apuntada se descompensa por inflación de cualquiera de sus partes.
Así como el racionalismo/intelectualismo puede conducir a un discurso «neutral», frío y
aséptico, pretendidamente objetivo, el ensalzamiento ilimitado de la hermenéutica puede
llevar a una suerte de laberinto discursivo relativista que frene la acción. De igual modo,
la adopción en el discurso de una posición crítica radical, a menudo insuflada de
politiqueo, con facilidad arrastra hacia la confrontación combativa, a priori poco
apropiada para el acercamiento de posturas en un marco convivencial.
En nuestra particular propuesta impulsora de la vertiente social del discurso no
podemos prescindir de la historia. Con rotundidad afirma Zubiri (2006: 73) que las
personas, además de convivir y ser diversas, tienen carácter histórico. De manera

133
análoga, Ortega y Gasset (1970: 51) señala que: «El hombre no tiene naturaleza, sino
que tiene […] historia». Agrega el eximio filósofo madrileño que la memoria debe
refrescarnos el pasado, para que no se vuelva contra nosotros y acabe estrangulándonos
(p. 71). Claro que, en la actualidad, algunos políticos se han tomado este postulado con
demasiado fervor y quién sabe si incluso con fiebre, porque lejos de utilizar el recuerdo
para mejor planificar el porvenir, se encadenan a un «pretérito imperfecto» hasta asfixiar
al conjunto de la sociedad.
Se peca contra la humanidad si al enseñar las páginas de la Historia, frecuentemente
manchadas de sangre, se aviva el odio fratricida en lugar de alentar la escritura conjunta
de un futuro de concordia. Aunque es bien cierto que una de las más brillantes lecciones
que se pueden obtener del conocimiento de los errores cometidos es que no deben
repetirse, no podemos quedar encadenados al pasado. Por eso, debemos enfatizar que el
discurso educativo, oral o escrito, no ha de servir para emponzoñar la convivencia, sino
para fortalecerla. Este es el horizonte social por excelencia y para alcanzarlo no se han
de escatimar esfuerzos en el aula.
En todas las asignaturas, aunque en algunas se vea con mayor claridad la conexión,
hay ocasión de abordar cuestiones de índole social. En última instancia, si nos
inspiramos en Savater (1997: 119), se repara en que la virtud social de una materia no
reside en su contenido intrínseco, sino en la concreta manera de enseñarla. El qué cede
el turno al cómo.
A medida que en nuestras sociedades aumentan la complejidad y sus tensiones, se
advierte la importancia de la dimensión social del discurso educativo. La tecnificación,
el multiculturalismo, el nacionalismo, la desigualdad, la injusticia, la opresión, la
violencia, el desempleo, la crisis identitaria, el individualismo, el colectivismo, la
globalización, etc. son algunas de las cuestiones que demandan reflexión. El impacto de
los cambios que se producen es tal que se precisa palabra concienciadora y
transformadora, siquiera sea de la realidad más cercana. Silenciar los hechos equivale a
mantenerlos. Se cierra el camino a la mejora de la realidad cuando se niega.
La práctica cotidiana en las instituciones escolares de honda reflexión acompañada
de genuina comunicación discursiva, el fortalecimiento de la comunidad educativa y la
consiguiente inclusión de todas las personas se presentan como las vías más solventes
para aproximarse hacia las metas de autorrealización personal y transformación social.
Un escollo para el logro de los objetivos apuntados puede encontrarse en los
«códigos» manejados, tal como los entiende Bernstein (2001: 26-27), esto es, como
dispositivos de posicionamiento sociocultural, por cuanto sitúan a los sujetos y las
relaciones que mantienen entre sí con arreglo a las formas de comunicación dominantes
y dominadas. En la escuela y en el aula los códigos actuarían, a menudo tácitamente,

134
como principios reguladores que seleccionan e integran significados, realizaciones y
contextos supuestamente relevantes y legítimos, al tiempo que prescinden de otros
considerados inapropiados e ilegítimos.
La noción de código presupone competencias lingüísticas y cognitivas que, a decir
verdad, no siempre poseen en la misma cuantía los educandos. Cabe pensar que cuanto
más se aleje el estilo comunicativo de las instituciones educativas del utilizado por los
alumnos, más dificultades puedan tener éstos en su proceso de escolarización. Parece, en
efecto, desde el punto de vista bernsteiniano que a nivel lingüístico los centros
educativos manejan un código elaborado que no siempre se corresponde con el código
restringido de los educandos de clase social más humilde. Este planteamiento no ha de
interpretarse en modo alguno como que el lenguaje de los escolares de clases menos
favorecidas sea deficiente, sino como reflejo de la desventaja sociocultural en que se
hallan y que a menudo tiene un impacto educativo y social grave.
Tras las ideas vertidas en las últimas líneas, surgen de inmediato algunas reflexiones
en el marco de nuestra propuesta discursiva. Por un lado, es preciso que los profesores
tomen conciencia de las relaciones entre lengua y poder, no para que se instalen en
posiciones de dominio sino para que promuevan por medio de un discurso eleuteriano o
liberador la autonomía del educando. En particular, es necesario estimular el despliegue
lingüístico de los educandos, especialmente de los que presentan más dificultades, para
que se dilate también su universo cognitivo y personal. A este propósito conviene que el
discurso docente, sin perder su carácter académico, sea cercano, conversacional,
experiencial, particularmente sensible a la situación del alumno, comprometido con su
mejora, vinculado a su realidad y adaptado al contexto. Y es que, como señala Cummins
(2002: 79), la socialización en ciertas instituciones escolares fomenta el aprendizaje
significativo de los registros idiomáticos valorados en las mismas.
La teoría pedagógica humanista actual sostiene sin ambages que el profesor debe
abandonar definitivamente la posición de dominio, no de autoridad, en que ha
permanecido durante gran parte de la historia de la educación. El descenso del pedestal
autoritario y el paso docente de aproximación al alumno, aunque no se han verificado
todavía en algunos ámbitos, son cada vez más frecuentes. El nuevo cambio de escenario
es imprescindible. El discurso educativo es praxis transformadora que requiere cercanía,
delicadeza, calidez, respeto, reconocimiento, mirada mutua y palabra unitiva.
El profesor especializado en los estudios sobre el discurso, Van Dijk (2003: 59), nos
recuerda que el discurso es práctica social en un determinado contexto sociocultural. Las
personas participan del discurso no sólo de manera individual, sino también en cuanto
miembros de un grupo, institución o cultura. Por lo mismo, los usuarios del lenguaje, a
través del discurso, pueden realizar, consolidar o desafiar estructuras e instituciones

135
escolares, sociales y políticas.
Una de las concepciones socioeducativas contemporáneas más revolucionarias y
comprometidas con la revisión del statu quo y el fomento de la libertad corresponde al
egregio pedagogo brasileño Paulo Freire (1921-1997). De su siembra fecunda de ideas
recogemos, a modo de muestra, algunos párrafos extraídos de Pedagogía del oprimido
(2003: 52-53): «[…] la pedagogía que, partiendo de los intereses egoístas de los
opresores, egoísmo camuflado de falsa generosidad, hace de los oprimidos objeto de su
humanitarismo, mantiene y encarna la propia opresión. Es el instrumento de la
deshumanización». Y más adelante continúa: «La pedagogía del oprimido, como
pedagogía humanista y liberadora, tendrá, pues, dos momentos distintos aunque
interrelacionados. El primero, en el cual los oprimidos van desvelando el mundo de la
opresión y se van comprometiendo, en la praxis, con su transformación y, el segundo, en
que una vez transformada la realidad opresora, esta pedagogía deja de ser del oprimido
y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación».
La vibrante palabra freireana, rebelde y reveladora, llega hasta nosotros cual
aldabonazo concientizador. Asombra su potencia y conmueve su mensaje. Ahora resta
cumplir entre todos, previo alejamiento de los riesgos de confrontación, la misión
emancipadora que proclama su doctrina, lo que nos lleva a reafirmar que nuestro modelo
de discurso educativo, lejos de enmudecer a los alumnos, es praxis dialógica entre el
educador y los educandos.
De modo complementario, ha de subrayarse que el carácter social del discurso se
patentiza en la sensibilidad hacia la circunstancia de los educandos. Bien dice Gee
(2005: 174) que no se trata únicamente de que los alumnos se acomoden a los discursos
de las instituciones escolares, sino también de que los centros se ajusten a los discursos
de los alumnos, para que se hagan visibles, valiosos y significativos. Textualmente:
«Esta adaptación requiere un compromiso auténtico de la escuela y de la sociedad en
general con la justicia social».
Gee (2005: 144) tiene la perspicacia de definir el discurso como una asociación
socialmente aceptada de formas de utilizar el lenguaje, otros símbolos y «artefactos» de
pensar, sentir, creer, valorar y actuar que permiten a la persona autoidentificarse como
miembro de un grupo significativo o para indicar que desempeña un papel relevante.
Para este autor, el sujeto da cuerpo a un discurso histórica, ideológica, política y
socialmente definido cada vez que actúa o habla y, de este modo, lo transmite y, llegado
el caso, lo cambia. Naturalmente, cabe apostillar que la adopción de un determinado
discurso no impide observar una impronta personal. Si pensamos, por ejemplo, en varios
profesores que adoptan un mismo discurso ideológico, es fácil advertir diferencias entre
ellos.

136
A partir de los planteamientos anteriores, se abre el camino para que los profesores
y las instituciones escolares tomen plena conciencia del rumbo ideológico de su discurso
y de su impacto en los alumnos, sin soslayar, como sostiene el propio Gee (2005: 145),
que las prácticas discursivas contienen en sus estructuras interactivas públicas las
mentalidades que se procura que interioricen los educandos.
Para una mayor comprensión de los discursos, es oportuno distinguir con Gee
(2005: 150) dos amplias clases: primarios y secundarios. Los primarios conforman
nuestra identidad primigenia en cuanto miembros de una familia inserta a su vez en un
concreto entorno sociocultural. Estos discursos constituyen la base de nuestras ideas,
creencias y valores «particulares». En cambio, los discursos secundarios configuran la
capacidad de ser reconocidos y la significación de los actos «públicos», de carácter más
formal, tal como sucede en el ámbito escolar o laboral. Nuestro autor (2005: 174) tiene
el innegable acierto de incluir un tercer tipo de discursos que denomina fronterizos, por
hallarse en la encrucijada de los primarios y los secundarios. Sería el caso, por ejemplo,
de los adolescentes que en los centros educativos no se comunican totalmente como lo
hacen en su casa o comunidad, pero tampoco según la propuesta escolar «oficial».
Entre los discursos primarios, secundarios y fronterizos es posible establecer una
suerte de convergencia fecunda y acrecentadora llamada a mejorar las condiciones
lingüísticas, educativas y sociales de los educandos. El alcance formativo de esta
sinergia se descubre en el hecho de que la escuela debe favorecer la competencia
lingüística/discursiva de sus alumnos, sin arrumbar su idiosincrasia comunicacional
familiar y socioculturalmente condicionada, por desfavorecida que sea, y sin que
suponga aquiescencia con modos lingüísticos limitados y limitadores derivados de la
dejadez o la moda, verbigracia, clichés, errores sistemáticos al hablar o escribir, etc. Se
impone, por tanto, el enriquecimiento lingüístico de todos los educandos,
particularmente de los que se hallan en situación de mayor vulnerabilidad socioeducativa
y, al mismo tiempo, desde la sensibilidad a su circunstancia e incluso estilo
infantojuvenil, sin que por ello reniegue el profesor o la institución escolar a abrir
camino de desarrollo.
La errónea interpretación y aplicación de las propuestas pedagógicas anteriores
puede tener, según el sentido de la escora, efectos igualmente nocivos: exclusión de
alumnos, cristalización de procesos de dominación, empobrecimiento del lenguaje
discente, fracaso educativo y social, etc. Procede, pues, extremar la prudencia, garantizar
el equilibrio y permanecer alerta si de verdad se apuesta por la construcción conjunta de
una obra educativa y social de progreso.

137
4. PRINCIPIOS PRÁCTICOS PARA MEJORAR
LA VERTIENTE SOCIAL DEL DISCURSO
EDUCATIVO

Hemos identificado los siguientes indicadores de la dimensión social llamados a


promoverse en el discurso, siempre por su mejor costado:
— Búsqueda de la interacción en el aula a través de coloquios, debates, etc.

— Sensibilidad hacia la «manera de hablar» de los alumnos y hacia sus


condicionamientos socioculturales.
— Se pretende la adhesión de los educandos por medio de argumentaciones y
conversaciones que animen la reflexión, pero se huye de la manipulación, la
coacción o el dogmatismo.
— Lenguaje con importante carga ideológica. No en vano, el discurso implica
valores, actitudes, normas, ideas/creencias y conocimientos acerca de las
relaciones interindividuales y la situación social de personas y grupos, tanto a
nivel global como local.
— Se encamina a la reflexión crítica sobre la realidad con la intención de
mejorarla.
— Predominio de léxico «político», por ejemplo, pobreza, desarrollo, inclusión/
exclusión, civismo, democracia, etc.

— Expresión de mensajes con significativo sello «cultural», advertido en


símbolos, gestos, vocabulario, conceptos, etc., más o menos compartidos por
una determinada comunidad.
— Discurso subjetivo, aunque inserto en un ámbito grupal, orientado a la
construcción, perpetuación o demolición de representaciones sociales.
— Son frecuentes las exhortaciones.
— Destaca la función conativa/apelativa, encaminada a la paulatina
concienciación, requisito de cualquier transformación positiva de la realidad.
En síntesis, la dimensión social del discurso, tal como aquí se concibe, no es en
modo alguno adoctrinamiento, sino concienciación. El discurso educativo, entroncado en

138
el respeto, defensa y fomento de la dignidad de la persona, tiene presente los
condicionamientos sociales, culturales, económicos e históricos de los educandos y
busca, a través de la palabra liberadora, acrecentadora y dialógica, la mejora de la
realidad humanosocial.

139
140
DIMENSIÓN ÉTICA DEL
DISCURSO

1. LA ÉTICA EN LA EDUCACIÓN
2. FOMENTO DE LA VERTIENTE ÉTICA DEL DISCURSO
EDUCATIVO
3. ENFOQUES DE EDUCACIÓN MORAL

1. LA ÉTICA EN LA EDUCACIÓN

Si bien la etimología permite comprobar que los términos «ética» (del griego, éthos y
êthos) y «moral» (del latín, mos, moris) comparten en gran medida los significados de
«costumbre», «hábito», «modo de ser» y «carácter», se suele reservar la palabra «ética»
para el estudio o filosofía de la moral, y el vocablo «moral» para las acciones buenas o
malas de la vida cotidiana. La ética se presenta como ámbito de especialistas y la moral
como campo de actuaciones personales. En realidad se complementan, pues así como la
ética regula la conducta moral, ésta puede introducir cambios en el sistema ético. Con
todo, la estrecha ligazón entre ambas nociones no impide que en algunos momentos se
puedan manejar indistintamente los dos términos.
Tras la sucinta aclaración anterior procede consignar que, desde un punto de vista
antropológico, el ser humano es esencialmente moral. Merece la pena recordar con
Marías (1995: 19) que: «La moral tiene que ver con la convergencia de las nociones de
vida y persona en esa realidad que llamamos humana». Parece claro, pues, que si la vida
humana es moral, la educación en cuanto radical proceso de personalización también lo
sea. De hecho, toda concepción pedagógica parte de una idealidad rectora que da sentido
a los actos formativos. La teleología educativa, en su configuración fundamental, no
soslaya que el educando deberá posicionarse moralmente a lo largo de su discurrir vital.

141
La educación, apoyada en la razón, fortalece y orienta la constitutiva moralidad del
educando para que realmente crezca como persona, se conduzca con libertad y elija lo
mejor.
Aun cuando la praxis formativa se desvíe en ocasiones de la norma moral, es un
fenómeno esencialmente ético. La educación genuina, no sus máscaras, despliega en la
persona la capacidad de conocer la realidad, de reflexionar sobre ella y de orientarse
voluntariamente hacia el bien.
En la actualidad, acaso como consecuencia de la crisis que recorre nuestra sociedad,
la ética está siendo desplazada de la escuela o, cuando menos, ha perdido el
protagonismo que debiera corresponderle. Ya casi no se establecen objetivos de índole
moral y, lo que es peor, no siempre se dedican suficientes esfuerzos a la construcción de
un ambiente educativo ético. Un entorno escolar que prescinde de la reflexión ética y de
la moral vivida, renuncia a su misión alumbradora y deja al educando abandonado a su
suerte.
Conscientes de que se precisa fomentar la ética en las instituciones escolares, se
redacta este capítulo sobre la vertiente ética del discurso educativo, la quinta dimensión
de nuestro modelo. Aunque se trata de una propuesta original, no podemos dejar de
mencionar los estudios que se vienen realizando desde los años setenta del pasado siglo
sobre la ética del discurso advertida en la acción comunicativa que posibilita el
reconocimiento y el entendimiento recíproco entre los interlocutores. La ética del
discurso, de clara inspiración kantiana y de carácter procedimental, deontológico y
universalista, fue concebida por los filósofos alemanes Karl-Otto Apel y Jürgen
Habermas y busca fundamentar la moral en la razón y en la intersubjetividad dialógica.
De este modo, el discurso ético es el que se realiza entre personas que orientan su
esfuerzo a alcanzar un consenso racional sobre normas morales que puedan tener validez
universal. En palabras de Habermas (2003: 23-24): «Sólo como participantes en un
diálogo inclusivo y orientado hacia el consenso se requiere de nosotros que ejerzamos
la virtud cognitiva de la empatía hacia las diferencias con los otros en la percepción de
una situación común. Se supone que debemos interesarnos por cómo procedería cada
uno de los demás participantes, desde su propia perspectiva, para la universalización de
todos los intereses implicados. El discurso práctico puede interpretarse así como un
modelo para la aplicación recurrente del imperativo categórico. Los participantes en la
discusión no pueden esperar alcanzar un acuerdo acerca de aquello que responde
igualmente a los intereses de todos, a menos que todos se sometan al ejercicio de una
“toma de perspectiva mutua”, que llevaría a lo que Piaget llama un “descentramiento”
progresivo de la propia comprensión ego y etnocéntrica de uno mismo y del mundo».
Habermas (2003: 29-30) reconoce como requisitos del discurso práctico la

142
autoconciencia, la capacidad de reflexionar sobre las propias creencias, deseos,
orientaciones axiológicas y principios e incluso sobre el proyecto vital en conjunto.
Destaca asimismo otro requisito a tener en cuenta por los participantes en la práctica
argumentativa: mantener las expectativas de cooperar en la búsqueda del tipo de razones
que también resulten más aceptables para los otros y a dejarse influir y motivar ellos
mismos en sus respuestas de «sí» o «no» por estas razones, y únicamente por éstas.
En Aclaraciones a la ética del discurso, Habermas (2000: 17-18) señala igualmente
que, en la praxis argumentativa, los participantes han de intervenir como libres e iguales
en la búsqueda cooperativa de la verdad en la que la única coacción permitida es la del
mejor argumento. El discurso práctico puede entenderse como un proceso de
entendimiento mutuo que insta a todos los implicados simultáneamente a la asunción
ideal de roles, acontecida formalmente en situación intersubjetiva de consuno.
La ética del discurso, tal como ha sido recordada a grandes trazos, muestra
ciertamente el valor del diálogo para engendrar cooperativamente razones y normas que
transciendan el particularismo y el universalismo abstracto. Se parte de una forma de
comunicación esforzada que incluye a todos los sujetos capaces de hablar y actuar.
Ahora bien, cuando nos planteamos aplicarla a nuestro modelo discursivo ipso facto
surge una dificultad, siquiera sea porque en el salón de clase los educandos, ya sea por su
corta edad, ya por otra razón, no siempre reúnen los requisitos lingüísticos, cognitivos o
de cualquier otra índole que la teoría de la acción comunicativa establece. Esta eventual
limitación de la ética del discurso en la praxis cotidiana del aula se salva, en mi opinión,
apelando a la dignidad de la persona, cualesquiera que sean sus características. El
educador, manteniendo hasta donde sea posible un procedimiento dialógico, lo que
preserva y construye siempre es un discurso o actuación de carácter ético, que se oriente
racional y cordialmente, de manera que, incluso en casos extremos de severas
discapacidades en educandos, prevalezca la meta personalizadora en un marco
comunicativo/relacional de afecto, responsabilidad, cuidado, respeto y consideración. Es
precisamente en este horizonte radicalmente humanizador en el que se inscribe nuestra
concepción sobre la dimensión ética del discurso educativo. Sea como fuere,
retomaremos en el capítulo dedicado al diálogo, algunas relevantes ideas de la ética
discursiva.
Ha llegado el momento de decir que, si tuviésemos que buscar la génesis de la
eticidad esencial del ser humano y, cómo no, de la educación, la hallaríamos antes que
en la acción dialógica, en el amor. Acaso por ello, Cortina (2007, 249-250) señala que
las éticas procedimentales deberían reflexionar y reconocer que, aun sin decirlo
explícitamente, están proponiendo un conjunto de excelencias del carácter que
predisponen a dialogar bien. En su opinión, la ética dialógica de Apel y Habermas es
muy vigorosa en el nivel argumentativo, pero ha renunciado a esclarecer los elementos

143
que le dan calidez humana. En suma, esta profesora (2007: 32) se inclina por una Ethica
cordis, «que no es ya sólo de la razón procedimental, sino de la razón humana íntegra,
de la razón cordial». Aunque desde la sintonía general con el planteamiento de Cortina
(2007), prefiero hablar de Ethica amoris. A fin de cuentas, como nos recuerda López
Aranguren (1981: 230), el amor, de acuerdo a la estructura entitativa de que es
manifestación afectiva, es versión al bien, al sumo bien.
Ya tenemos, creo, el campo abstracto en que brota la vertiente ética del discurso
educativo, según nuestro modelo, y procede descender hacia niveles de mayor
concreción.

2. FOMENTO DE LA VERTIENTE ÉTICA DEL


DISCURSO EDUCATIVO

De acuerdo con Castilla del Pino (2000: 82-87), a medida que se desarrolla el sistema
cognitivo-emocional, el sujeto construye un conjunto de bipolaridades axiológicas que
aplica a los objetos, incluido él. Se configura así una tabla de valores positivos y
negativos que orienta al sujeto en sus actuaciones consigo mismo y con los demás. La
organización axiológica de la realidad pasa por distintas etapas que no viene al caso
describir, pero sí procede recordar que el valor es una apreciación cognitivo-evaluativa
del sentimiento. A partir de los sentimientos que los objetos de la realidad generan,
manejamos un repertorio de atributos valorativos, nunca neutros: bueno/malo, bello/feo,
listo/tonto, justo/injusto, etc. Aunque los sentimientos y valores son siempre bipolares,
es posible situar al objeto en una posición intermedia.
Tras el párrafo anterior estamos en condiciones de hablar de una concreta capacidad
cognitivo-emocional: la empatía. En cuanto habilidad para sintonizar con los estados de
ánimo ajenos y cuyas raíces se descubren a los pocos meses de edad, está íntimamente
ligada a la ética/moral. A medida que la empatía se desarrolla y modula, merced al paso
del tiempo y la experiencia, posibilita la mayor y mejor compresión emocional de los
demás.
Como nos recuerda Goleman (1997: 176-177), la empatía subyace a muchas facetas
de la ética. Parece, en efecto, que el grado de empatía que experimenten las personas
condiciona sus juicios morales. Algunos estudios, por ejemplo, revelan que cuanto más
empática es la persona más apoya el principio moral de que los recursos se distribuyan
en función de las necesidades. Se sabe igualmente que, al final de la infancia, los niños

144
ya son capaces de percibir el malestar más allá de la situación inmediata y saben que
ciertas situaciones pueden constituir una fuente de sufrimiento crónico. Esta
comprensión emocional a menudo es el punto de partida de más preocupaciones sociales
y puede cristalizar, al llegar la adolescencia, en convicciones morales centradas en el
deseo de mitigar la injusticia y el infortunio de los demás.
En el otro extremo, la ausencia de empatía se asocia a conductas inmorales de todo
tipo. La incapacidad cognoscitivo-emocional para ponerse en el lugar del prójimo, abre
las puertas al más variado género de comportamientos reprobables: engaños, estafas,
robos, violaciones, asesinatos, etc. Los psicópatas, por ejemplo, adolecen de un déficit
empático que explica en gran medida su antisocialidad. Aun cuando la carencia o
insuficiencia de sentimientos morales pueda atribuirse parcialmente a causas genéticas,
también es consecuencia de un ambiente y un proceso educativo inadecuados.
Las normas éticas, al igual que las diferentes convenciones cívico-sociales, llamadas
por supuesto a revisión, más allá de su anclaje neurobiológico entran en el terreno de la
educación. Sin proceso formativo suficiente es casi seguro que por la sociedad se
extendería la anomia, la arbitrariedad, la desorientación o el autoritarismo. Hay que
hablar de ética y de civismo, pero sobre todo hay que vivirlos. Sin atmósfera, así el
individuo es menesteroso y vulnerable.
Con insistencia se viene hablando del retroceso moral y de la debilitación social,
paradójicamente en un tiempo en el que aumentan los códigos éticos y deontológicos, al
igual que la interconexión tecnológica planetaria. Algo falla. Sin perder de vista la
complejidad de la cuestión, si lanzamos la mirada sobre la escuela, probablemente el
influjo de una enseñanza sistemáticamente desatenta a los aspectos emocionales y éticos
se esté dejando sentir en las nuevas generaciones. Mas no se puede cargar sobre las
espaldas de esta institución toda la responsabilidad de los problemas. Los tiempos
cambian y con ellos la familia y la sociedad. Se sabe, por ejemplo, que la mayor
inestabilidad general actual del ámbito familiar tiene un impacto negativo sobre los
menores, sobre todo cuando se les imponen constantes y profundas adaptaciones
(Martínez-Otero, 2006: 188). En cuanto a la sociedad, los avances experimentados por
significativos sectores poblacionales en los planos tecnológico y económico, no siempre
se corresponden con progreso espiritual, cultural, moral ni psicosocial.
A tenor de las peligrosas tendencias descritas, es menester abrir sin dilación
campaña educativa —familiar, escolar y social— destinada a estrechar los lazos
interpersonales. Una auténtica movilización del eros pedagógico enriquecido con el
ágape.
Advierte con toda razón el eximio psiquiatra español Alonso Fernández (2006: 156)
que las reacciones de exclusión, recelo u hostilidad hacia otro ser humano coinciden en

145
negarle el valor como persona, con lo que se infringe la exigencia ética fundamental.
Pues bien, mientras que el quebrantamiento de esta ley primordial se produce por una
aberración o carencia de aprehensión cognitivo-sentiente, la intelección afectiva
empática de la otredad y su circunstancia permite al sujeto transitar hacia la nostridad.
Este reconocimiento comprensivo y valorativo de la alteridad, susceptible de promoverse
educativamente, abre el camino a la relación interhumana positiva que garantiza y
vigoriza la cadena social, precisamente lo contrario de lo que parece ocurrir en la
actualidad. Como se ha encargado de consignar el acreditado pensador galo Touraine
(2005: 91): «Ningún tema está más extendido hoy que la ruptura del vínculo social. Los
grupos de proximidad, la familia, los compañeros, el medio escolar o profesional,
parecen por todas partes en crisis, dejando al individuo, sobre todo joven o ya mayor
sin cónyuge y sin familia, extranjero o inmigrante, en una soledad que conduce bien a la
depresión, o bien a la búsqueda de relaciones artificiales y peligrosas, como esos
grupos cuyos líderes asientan su influencia en la fuerza y la agresividad».
En su obra Gramática de los sentimientos. Lo emocional como fundamento de la
ética, el filósofo germano Scheler (2003), sostiene que toda ética se perfeccionaría con el
descubrimiento de las leyes del corazón. No en vano, la persona es ens amans. El amor
es el que despierta el conocimiento y el querer. Por ello, la alteridad sólo aparece en su
totalidad y puramente mediante la mirada amorosa. De extraordinario relieve es para este
pensador el ordo amoris, ya que como él mismo dice (2003: 63): «Si investigo la esencia
más interior ya sea de un individuo, de una época histórica, de una familia, un pueblo,
una nación u otras unidades sociohistóricas al azar, lo reconoceré y comprenderé más a
fondo si he reconocido el sistema siempre articulado en algún modo de sus valoraciones
fácticas y de sus preferencias de valor. Denomino a este sistema el ethos de este sujeto.
Pero el núcleo más fundamental de este ethos es el orden del amor y del odio…». Este
ordo amoris scheleriano tiene un doble significado: por un lado, normativo, por el
conocimiento de la jerarquía de las posibles disponibilidades que tienen los objetos para
ser amados en función de su valor interno; por otro, descriptivo, porque permite
encontrar la estructura o fórmula básica según la que el sujeto vive y actúa moralmente.
En definitiva, el ordo amoris del ser humano es su fundamento moral, su ánimo, su
manera de amar, su núcleo espiritual y ethos fáctico, a través del que contempla
valorativamente el mundo y a sí mismo.
No se pretende aquí exponer pormenorizadamente los postulados schelerianos, pero
interesa remarcar, de acuerdo a nuestro hilo argumentativo, que para el ilustre filósofo el
amor tiene un carácter cimentador de la ética. Desde luego, sostengo que, además de los
procesos cognitivos implicados en la valoración de la otredad, lo que no puede
cuestionarse es el medular papel de la afectividad en la ética, de donde se sigue que la
aspiración pedagógica para promover el comportamiento moral de los educandos debe

146
hacerse también desde el corazón.
La tarea se presenta harto compleja, en gran medida porque en la historia de la
educación se ha alzaprimado la razón y se ha descuidado la afectividad, cuya formación
ha dependido sobre todo de la iniciativa de cada maestro o profesor. En lo que se refiere
a la ética, a menudo los planes educativos se han interesado por ella de un modo teórico,
pero no ha habido un compromiso real generalizado con su práctica. Veamos, empero,
qué tres sendas pedagógicas cuentan en la actualidad con mayor reconocimiento en el
ámbito de la educación moral y hasta qué punto su recorrido puede mejorar la dimensión
ética de nuestro modelo discursivo.

3. ENFOQUES DE EDUCACIÓN MORAL

Consignemos en primer lugar que la teoría ética que pueda brindarse a los educandos,
por ejemplo, a través de una materia específica, debe acompañarse de un ambiente
institucional suficientemente estimulador del despliegue moral en cada uno de sus
miembros, so pena de hallarnos ante una formación intelectualista y estéril. En cierto
modo, lo apuntado nos remite a la diferenciación que López Aranguren (1981: 16)
establece entre ethica docens (filosofía moral) y ethica utens (moral vivida). La fragua
de la eticidad/moralidad se beneficia cuando se contemplan y complementan ambas
modalidades.
Por otro lado, la pretensión de enriquecer la dimensión ética del discurso docente e
institucional, cuestión específica de la que nos ocuparemos más adelante, no ha de
hacernos olvidar la centralidad de que se despierte y vigorice la moralidad en el
educando. Tras estas consideraciones, estamos en condiciones de señalar que los
enfoques actuales más reconocidos de educación moral son: a) desarrollo autónomo del
pensamiento moral, b) formación en virtudes morales, y c) clarificación de valores. Cada
una de estas perspectivas tiene una fundamentación distinta, lo que afecta a la
planificación de la formación moral. Describimos seguidamente de manera crítica y
somera las características más destacadas de cada visión.

A) El desarrollo autónomo del pensamiento moral


Esta posición se basa en el enfoque cognitivo-evolutivo del que ya en Dewey (1975),
destacado filósofo y pedagogo estadounidense, se encuentran las primeras propuestas
educativas y niveles (premoral o preconvencional, convencional y autónomo) de

147
desarrollo moral. Por su parte, el psicólogo suizo Piaget (1984) realiza aportaciones más
consistentes sobre el tránsito de la heteronomía a la autonomía moral y, ulteriormente, su
homólogo norteamericano Kohlberg, dilata la senda investigadora de sus dos
predecesores.
El paradigma parte del supuesto de que el sujeto transita de un estadio moral a otro,
lo que le permite alcanzar unos principios morales cada vez más elevados que guían su
conducta moral. Con cada nuevo peldaño evolutivo se experimenta un desarrollo
intelectual y moral. Asimismo, se reconoce que la educación moral, basada en el proceso
de desarrollo, debe consistir sobre todo en la estimulación del razonamiento moral, el
cual evoluciona hacia formas superiores de moralidad. Kohlberg (1992: 188-189; 1995:
88-89) describe seis estadios morales que se agrupan dentro de tres grandes niveles que
se extienden hasta la edad adulta.

Nivel I: Preconvencional
En este nivel el niño responde a las normas culturales y a las etiquetas de «bueno» o
«malo», pero las interpreta en función de las consecuencias de la acción (castigo,
recompensa…) o en términos del poder físico de los que establecen las normas. Se
divide en dos estadios.
Estadio 1: Moralidad heterónoma. Aproximadamente hacia los siete u ocho años de
edad. Las consecuencias físicas de la acción determinan su bondad o maldad. Se evita la
transgresión de normas por temor al castigo y se identifica el bien con la obediencia del
débil al fuerte. Predomina el egocentrismo.
Estadio 2: Moralidad del intercambio, caracterizada por el individualismo y la
finalidad instrumental. Se extiende de los siete u ocho años a los once o doce. La acción
correcta es la que satisface instrumentalmente las propias necesidades y ocasionalmente
las de otras personas. Aunque están presentes elementos de honradez y cooperación,
siempre se interpretan de forma utilitaria. La reciprocidad es mera cuestión de interés.

Nivel II: Convencional


El mantenimiento de las expectativas de la familia, grupo o nación es valioso en sí
mismo, sin tener en cuenta las consecuencias inmediatas y obvias. Está integrado por dos
estadios.
Estadio 3: Moralidad de la conformidad interpersonal. Se empieza a desarrollar
durante la adolescencia y, junto con el 4, es el más frecuente en los adultos de nuestra
sociedad. La conducta correcta es la que gusta a los demás. Se busca la aprobación social
y establecer relaciones de gratitud, lealtad y confianza. Hay gran conformidad con las

148
imágenes o modelos estereotipados de la mayoría.
Estadio 4: Moralidad del sistema social. Hay una orientación hacia la autoridad, las
normas fijas, el cumplimiento de los deberes y el orden social.

Nivel III: Postconvencional o de principios


Rara vez se llega a este nivel antes de los veinte años. De los dos estadios de que consta,
el 5 es el más frecuente. Hay un claro esfuerzo por definir los principios y valores
morales que tienen validez y aplicación al margen de la autoridad de las personas o
grupos que los mantienen.
Estadio 5: Moralidad de los derechos y del contrato social. Se asume que la mayor
parte de valores y normas guardan relación con el grupo de pertenencia. Se insiste en el
punto de vista legal, aunque también se considera la posibilidad de cambiar la ley en
beneficio de la sociedad.
Estadio 6: Moralidad de los principios universales. Lo justo es establecer unos
principios éticos de alcance universal fundamentados en la igualdad de los derechos
humanos y en el entendimiento. Hay respeto a la dignidad personal. Sólo una minoría de
personas llegan al nivel de moralidad de este estadio.
Encontramos que la teoría de Kohlberg es fruto de un esfuerzo laudatorio. Procede
consignar, empero, que el enfoque cognitivo-evolutivo expuesto ha recibido diversas
críticas. Unas se centran en la sobrevaloración de la dimensión cognitiva en perjuicio de
otros aspectos de la moralidad, por ejemplo, sentimientos, motivaciones, actitudes, etc.
Otras tienen que ver con la escasa atención prestada a las diferencias interindividuales en
el ritmo de desarrollo moral. También se pone en tela de juicio su artificialidad, porque
describe una moral «aséptica» alejada de la complejidad de las situaciones reales. De
igual modo, se echa en falta un reconocimiento a la influencia educativa que las
interacciones sociales ejercen sobre la personalidad moral del alumno.

B) Formación de hábitos virtuosos


Para este enfoque clásico de índole filosófico-educativa y raíces aristotélicas, la finalidad
de la formación moral es promover y afianzar en el educando virtudes morales. Lo que
se pretende es que la persona desarrolle su criterio moral y obre congruentemente. Un
planteamiento fundamental de esta corriente, según recuerda Medina Rubio (1994: 57-
58), es que haya correlación entre las dos dimensiones que integran la virtud moral: la
aprehensiva o de captación del conocimiento (juicio moral) y la volitiva o de inclinación
a un comportamiento consecuente (acción moral). Así pues, el educando moralmente
virtuoso, además de conocer la virtud, la practica.

149
La praxis educativa adscrita a este paradigma se realiza, como señala Puig (1995:
109-110), en dos fases: la primera destinada a identificar los principios morales
esenciales y a extraer de ellos sus concreciones; la segunda, a partir de los principios y
valores morales previamente reconocidos, orientada a activar las posibilidades de cada
sujeto para que repita actos que configuren los hábitos morales y el carácter personal. El
éxito en ambas fases depende en buena medida del comportamiento del educador, que se
ha de distinguir por su ejemplaridad, por la explicación clara y minuciosa de lo que es
una conducta moral, por exhortar a los educandos hacia determinadas acciones, por la
exigencia, el control y la evaluación, así como por el diseño de entornos institucionales
presididos por la práctica de la virtud extendida a todos sus miembros y donde se valoren
las experiencias sociales.
En la educación moral la confianza y la cordialidad asumen un papel relevante. El
educador ha de promover adecuadamente esta atmósfera, al tiempo que evita que su
autoridad se deslice por la senda angosta y oscura del autoritarismo con la consiguiente
imposición de conductas. En última instancia, es el educando quien acepta consciente y
responsablemente los valores morales.
No se debe sobrecargar al educando con contenidos morales, por otra parte difíciles
de consensuar en sociedades pluralistas. Asimismo, adquiere gran relevancia el ambiente
moral en el aula y en el centro, pues de otro modo resultará particularmente difícil
desplegar y fortalecer la moralidad del alumno.

C) Educación moral como clarificación de valores


El planteamiento básico de este enfoque al que pertenecen, entre otros Raths, Harmin y
Simon (1967) con su obra El sentido de los valores y la enseñanza, es negar la existencia
de valores absolutos. La educación moral se concibe como un proceso que permite al
sujeto establecer su propio sistema axiológico y crear en cada situación la norma a la que
ajuste su conducta. El paradigma de la clarificación de valores nos adentra en el
«relativismo ético», pues lo que se pretende es que cada cual «clarifique» sus valores y
fije sus criterios de acción. Lo contrario sería imponer una ley moral universal e incurrir
en dogmatismo.
Para esta perspectiva no hay valores morales superiores, lo que abre el camino a la
tolerancia, el pluralismo y la convivencia. La pedagogía, ante la ausencia de valores
objetivos y universales, debe ayudar a los educandos a que clarifiquen sus valores
mediante un proceso complejo que incluye siete pasos:
— La selección de los valores ha de realizarla el sujeto.
— Se elige el valor entre varias alternativas.

150
— Cada opción se considera detenidamente.
— Hay que estar satisfecho con la elección.
— La persona debe mostrarse dispuesta a afirmar su elección públicamente.
— La conducta ha de reflejar la elección realizada.
— La actuación debe convertirse en hábito.
La proyección de esta corriente en la formación moral muestra numerosas sombras
porque la tarea del educador se reduce a ayudar a los educandos a clarificar y
comportarse conforme a los propios valores libremente elegidos para cada situación
(«moral situacionista»). El educador se limita a favorecer un proceso de clarificación
subjetivo y relativo («particularismo ético»).
Es cierto que este paradigma ha permitido poner en la picota el rigorismo
pedagógico pero, llevado a sus extremos, comporta un vaciamiento ético, ya que el
educando emprende una ruta subjetiva que le conduce al relativismo. Como no sabe a
qué atenerse, el sujeto adopta su propio sistema axiológico, en el que todo valor queda
justificado. Dicho esto, me parece apropiado añadir que una utilización adecuada y
moderada de la clarificación de valores puede estimular los procesos de reflexión sobre
cuestiones de naturaleza ética/moral.

***

Los tres enfoques presentan luces y sombras. Pese a sus diferencias y a las
insuficiencias que pudiesen hallarse, pueden ser igualmente útiles si se rescata lo mejor
de cada uno. Inspirado por esta idea, Puig (1995) propone la construcción dialógica de
la personalidad moral, con la que esencialmente nos mostramos aquiescentes, siempre
que se subraye que la educación ha de favorecer paulatinamente, de acuerdo a la edad y
desarrollo del educando, el despliegue de la autonomía moral, en la doble vertiente
interna (conciencia) y externa (conducta), y fundamentada en valores objetivos y
objetivables. El apoyo procedimental brindado por el diálogo en un ambiente
institucional ético no ha de amenguar el papel de la enseñanza moral, pues sin
contenidos relevantes suficientes es fácil que el proceso se deslice por la pendiente de la
desorientación, la vacuidad y el relativismo. La sinergia establecida entre la instrucción y
el clima moral permite sustraerse también a los riesgos del intelectualismo y del
adoctrinamiento. En la medida en que la formación moral en nuestras aulas asuma
armónicamente15 estas consideraciones, se evitarán tanto los abusos dogmáticos como
los dislates subjetivistas.
Queda perfilada en el párrafo anterior nuestra posición sobre la educación moral y
ahora mostramos qué puede hacerse desde el discurso en particular para avanzar en la
dirección ética apuntada. La praxis discursiva profesoral, conscientemente o no, tiene un

151
impacto en la moralidad del educando, esto es, en su buen o mal comportamiento. En el
peor de los casos el discurso puede ser desmoralizador o desalentador, incluso inmoral o
adscrito al mal, en diversos grados. En principio, no incluyo un eventual efecto amoral,
porque, como nos recuerda López Aranguren (1986: 34), la privación del sentido del
bien y del mal pertenece más a la psicopatología que a la ética.
La dimensión ética del discurso educativo se advierte en la actitud dialógica y
responsable del profesor. En la claridad y naturalidad expositiva, en la selección y fuerza
de los argumentos, contenidos y valores, en la adecuación de los ejemplos, en el rigor y
en la capacidad para conectar con la realidad. La vertiente ética del discurso se beneficia
de la reflexión docente previa sobre las cuestiones morales que se desea tratar según las
asignaturas y temas concretos. Hay más probabilidades de atinar en el camino moral
propuesto a los alumnos cuando se parte de acreditado material ético de índole histórica,
literaria, científica, social, política, cultural, etc., sin soslayar la relevancia de los
acontecimientos reales actuales y, desde luego, cuando se exhibe un comportamiento
moral.
El profesor ayuda moralmente al alumno cuando se le brindan orientaciones valiosas
y paulatinamente se le pone en disposición de elegir por sí mismo. En todo el proceso
juega un papel transcendente la franja etaria en que el educando se halle. Marías (1995:
83-84) habla de «la moral de las diversas edades» y advierte del error que supondría
tener una visión homogénea de la vida: «La forma más genérica de inmoralidad consiste
en perder, echar a perder, destruir o anular las posibilidades de cada edad. La primera
de ellas es la infancia, y se va viendo, cada vez más, que es decisiva y condicionante de
las posteriores».
Se impone, pues, una sensibilidad discursiva según la edad, que estimule y
consolide la moralidad. Gracias al tacto pedagógico, advertido ahora en el discurso, se
tocan en cada período vital las teclas éticas apropiadas, lo que permite conseguir
gradualmente un sonido moral más autónomo, armónico, afinado y potente.
El discurso ético prescinde de las palabras hirientes, va desprovisto de espinas. Se
muestra, en cambio, delicado y, a la par, sólido. Es obra de servicio que se nutre de la
cultura, de la realidad viva más o menos entroncada en cada asignatura, y aborda temas
relevantes que invitan a la reflexión, a la crítica y a la discusión guiada. Ha de ser lo más
diáfano posible, circunspecto y respetuoso. Aunque no ha de ser inquisitorial ni
complaciente, a menudo deberá mostrarse firme e impetuoso.
El ínclito humanista español Juan Luis Vives (1998: 193-194) apunta con enjundia
oratoria de índole moral que es menester luchar discursivamente contra los «vicios» y en
beneficio de las «virtudes». Y agrega: «En ambos casos, la oración ha de ser refinada y
vigorosa, pero más vehemente “en contra de los vicios” que “a favor de las virtudes”,

152
porque se necesita más fuerza para destruir el mal que para incitar al bien».
La dimensión ética del discurso se sustenta en abundante léxico moral, sin que la
mera presencia de este vocabulario específico garantice su utilización educativa. Este
lenguaje, aunque mutable, alberga términos que nos retrotraen a los albores de la ética
occidental en la Grecia clásica, al igual que palabras que muestran las preocupaciones y
tendencias filosófico-morales del medioevo, la modernidad y la contemporaneidad, por
mencionar los jalones más representativos de la historia de la ética. Un indiscriminado y
rápido recorrido por estos hitos pone ante nosotros términos como: virtud/vicio,
excelencia, felicidad, razón, justicia, prudencia, fortaleza, templanza, costumbre, hábito,
carácter, sabiduría, amistad, caridad, humildad, pecado, misericordia, envidia, amor,
paciencia, dignidad, derecho, deber, responsabilidad, bien/mal, voluntad, culpabilidad,
autonomía, eticidad/moralidad, conciencia moral/acción moral, igualdad, vida buena,
axiología, fin, norma, principio, valor, corrección/incorrección, bioética, deonto-logía,
código, proyecto vital, prescripción, libertad, metaética y un largo etcétera.
El caudal de voces citadas es una mínima muestra de la plétora existente. En la
práctica impregnan el discurso educativo y constituyen referentes conductuales. El
análisis contextualizado de una secuencia discursiva en el aula permitiría conocer el
significado y el sentido de los términos empleados, la valoración positiva o negativa
realizada sobre determinados hechos o situaciones, el tipo de argumentos utilizados, la
consideración mutua entre profesor y alumnos, el procedimiento discursivo monológico
o dialógico predominante, etc. El discurso ético responde a una determinada
cosmovisión y orienta, más o menos explícitamente, el comportamiento del educando.
Es fruto de la reflexión axiológica sobre diversos aspectos de la realidad y resalta ciertos
valores en detrimento de otros. Es a un tiempo descriptivo y prescriptivo, porque además
de ofrecer una panorámica de ciertas cuestiones incluye reglas o instrucciones. A este
respecto, se impone la máxima prudencia, pues si bien es cierto que la moral del niño es
heterónoma, ha de promoverse gradualmente su autonomía.
El marco discursivo, más o menos interlocutivo, es insoslayable en la hermenéutica
de la disertación educativa. El encuadre informa sobre las actitudes y los valores de los
hablantes, datos esenciales a la hora de calibrar la dimensión ética del discurso, su
potencia, sentido, razón y coherencia.
El educador se descubre y entrega a través de la palabra. La cotidianeidad discursiva
en el aula y en el centro escolar repercute moralmente en el educando. Bien ha
enfatizado Águila (2005: 11) en un texto que explora las relaciones entre el lenguaje y el
aprendizaje moral en la escuela, que la educación es de naturaleza radicalmente
comunicativa y que, en gran medida, merced a la capacidad constitutiva del lenguaje, la
persona se forma moralmente.

153
Salmerón (1980), por su parte, identifica cuatro niveles en el lenguaje moral cuyo
repaso y aplicación a la educación nos permite profundizar en nuestro análisis sobre la
dimensión ética del discurso:

1) El primer nivel se puede registrar a partir de expresiones emocionales


aparentemente espontáneas, verbigracia, satisfacción o disgusto, rechazo o
elogio, etc., que pueden influir en el estado de ánimo y en la conducta de los
educandos. Aun reconociendo que toda expresión afectiva tiene un significado
moral, la manifestación emocional aislada por parte del profesor no debe
tomarse como paradigma de discurso moral.
2) En el segundo nivel del lenguaje de la moralidad lo que cuenta
fundamentalmente no es la mera influencia sobre una conducta, sino la guía
del comportamiento. La expresión docente que se ofrece como guía de
conducta debe ser inteligible, racional y discutible en términos de corrección o
propiedad. Se brinda como respuesta a un interrogante de carácter práctico y,
con independencia de su fuerza emotiva, suele asumir la forma de una
prescripción. Desde la filosofía prescriptivista se ha estudiado el imperativo
simple como la forma básica del discurso moral. Esto no debe entenderse en
el sentido de que los enunciados mora les del profesorado sean siempre
prescriptivos o imperativos. Aunque hay gran variedad en la expresión
docente de elección o decisión, de valoración y crítica, de amonestación y
consejo, etc., lo decisivo es que toda manifestación de este tipo actúa como
guía conductual y, en cierta manera, supone, implica o lleva a un imperativo.
La diferencia con el nivel de las expresiones emotivas se halla en que el
recurso al imperativo opera como una regla conductual y, por definición, se
mantiene al margen de los cambios y preferencias personales. Incluso aquella
norma que ordenara seguir el dictado de las pasiones como regla de conducta
se ofrecería, por paradójico que parezca, como un principio de justificación
con pretensión de validez universal.
3) El tercer nivel corresponde a la sistematización de normas que justifican las
actuaciones docentes exigidas por las situaciones prácticas. De hecho, en los
juicios docentes cotidianos el profesor suele confiar en un corpus normativo
que constituye el código moral de la comunidad educativa, lo que llegado el
caso le permite seleccionar y aplicar la norma que más se ajuste a la conducta
discente. Es cierto, empero, que si aparece un conflicto con las normas
existentes pueden buscarse nuevas razones morales. Así pues, los sistemas
normativos, códigos y doctrinas son revisables.

154
4) El cuarto nivel es el de los ideales individuales o colectivos que se conectan
con la doctrina moral elaborada y adoptada por la institución escolar. Esto
nos lleva hacia cosmovisiones complejas que son expresión de las actitudes
morales fundamentales. A pesar de que son muy difíciles de analizar, acaso
imposible, se precisa su estudio en términos de verdad y validez.
Con sagacidad, agrega Salmerón (1980) que el discurso moral raramente es explícito
en todos sus pasos. La complejidad y la dinámica de la moralidad, en cuyo seno surge el
discurso, mantienen tantas exigencias que a menudo queda condenado a adoptar formas
elípticas, por ejemplo, razonamientos incompletos, silenciamiento de premisas y
supuestos, ocultamiento de condicionamientos circunstanciales y culturales, etc. La tarea
de enriquecer la vertiente ética del discurso puede beneficiarse si, como dice el profesor
mexicano consultado, la investigación se ajusta a cada nivel del lenguaje moral. Aunque
este docente reserva tal labor a la ética o filosofía moral, creo que el educador
comprometido con su actividad, con el necesario distanciamiento, puede plantearse
diversos objetivos prácticos:
1) En relación al primer nivel, procede prestar atención a las expresiones
emocionales utilizadas, buscar su origen, analizar su impacto en uno mismo y
en los alumnos, así como esclarecer el papel de los términos empleados.
2) En el segundo nivel es oportuno examinar críticamente la estructura lógica de
los razonamientos morales y su consistencia.
3) En el tercer nivel cabe revisar el sistema normativo utilizado en la institución
escolar y en el aula, de manera que sea lo más adecuado posible.
4) El cuarto nivel exige un análisis del valor de verdad de las doctrinas morales
sistemáticas. Aquí la labor, más que lógica o semántica, es epistemológica y
más compleja.
Sin duda alguna todo este proceso exige esforzada actitud reflexiva, pero puede
darse por hecho que si este ejercicio se convierte en hábito saldrá ganando el profesor,
los alumnos, la institución y la educación.
El «giro lingüístico» experimentado por la filosofía en el pasado siglo debe
advertirse también con nitidez en la pedagogía. Por ejemplo, en lo que se refiere al
relieve del discurso en la educación, hoy poco estudiado, hay que trabajar en dos ámbitos
convergentes. El de la investigación pedagógica, al que este libro pertenece, y, cómo no,
el de la praxis educativa, que debe verse enriquecida tanto por la teoría como por el buen
hacer profesoral.
En el estudio y mejora de la vertiente moral del lenguaje y del discurso educativo en

155
su totalidad, además de la dimensión sintáctica, relativa a la correcta coordinación de las
palabras y expresiones según el código lingüístico empleado, y de la dimensión
semántica, centrada en las relaciones entre los significantes y sus significados, se ha de
considerar la dimensión pragmática, atenta a las relaciones entre el lenguaje, sus
usuarios y las circunstancias de la comunicación. De la sucinta exposición de esta tríada,
complementaria de los cuatro niveles antes repasados, nos fijamos particularmente en la
pragmática, cuyas raíces se sitúan en los estudios del norteamericano Peirce (1839-
1914), fundador del pragmatismo y de la semiótica moderna. Con todo, es lugar común
señalar que el denominado «segundo Wittgenstein» (1889-1951) en su obra póstuma
Investigaciones filosóficas (1988), enfatiza la idea de que el lenguaje se distingue por su
utilización, es decir, que para comprender el significado de las palabras hay que
preguntarse cómo se usan. La noción de «juegos de lenguaje» de este destacado filósofo
para referirse a la pluralidad de usos y formas de vida en que se entrelazan las palabras
abre las puertas a una renovada hermenéutica lingüística a partir del conocimiento de las
reglas de cada «juego lingüístico».
Por la misma fértil senda filosófico-analítica del pensador austriaco continúan los
trabajos de Austin (2004) y posteriormente de Searle (1990), quienes subrayan la
vertiente pragmática del lenguaje y desarrollan la teoría de los actos de habla, que
distingue tres niveles en dichos actos:
1) Nivel del acto locutivo. Consiste en enunciar o decir algo. Posee significado.
Por ejemplo: «El aula está muy bien decorada»; «Hoy explicaremos el tema
de la Revolución francesa».
2) Nivel del acto ilocutivo. Es lo que se realiza al decir algo. El acto ilocutivo es
decir algo intencionadamente con cierta fuerza y que sea comprendido por el
receptor, verbigracia, cuando se ordena, afirma, pregunta, saluda, etc. Las
cualidades de entonación e intensidad dan al enunciado su fuerza ilocutiva.
Ejemplos: «¿Has realizado el ejercicio?»; «¡Este trabajo es excelente!»
3) Nivel del acto perlocutivo. Es el efecto que el enunciado produce en el
receptor en una determinada circunstancia. Por ejemplo, el sentimiento de
satisfacción del alumno cuando el profesor valora su trabajo escolar.
La consideración de los actos de habla en el marco educativo permite apreciar su
carácter social y moral. El discurso es realización a través del lenguaje que permite a los
educadores influir cognitiva, afectiva, social y moralmente en los educandos. En el salón
de clase, el profesor, sobre todo a través de la palabra, explica, pero también elogia o
critica conductas, etc. Con arreglo al contenido de este capítulo ha de enfatizarse que,
entre las metas del discurso educativo, se incluye la de promover el desarrollo moral del

156
educando, lo que se patentiza a veces en órdenes, amonestaciones, felicitaciones,
amenazas, etc., por ejemplo: «no molestes», «eso no se hace», «te estás portando muy
bien», «si sigues hablando, te expulso», etc. Ha de recordarse, asimismo, que el acto
discursivo refleja un sistema moral. En última instancia, como dice el reconocido
profesor francés Ricoeur (2006: 79), el lenguaje tiene asidero real y expresa el impacto
de la realidad sobre el pensamiento. Asevera-ción que se completa con la apostilla de
que también el pensamiento y el lenguaje pueden influir en la realidad.
La complejidad de los discursos, tal como se presentan en las clases, torna imposible
la descripción completa de los actos de habla «situados» en entornos educativos, pero
vale la pena realizar el esfuerzo de reflexionar sobre los procedimientos lingüístico-
comunicacionales predominantes en nuestra praxis cotidiana. Esta tarea analítica del
acontecimiento discursivo en el aula requiere tener en cuenta el marco comunicacional,
verbigracia, intención, comprensión y experiencia de los interlocutores. Como se ha
encargado de subrayar Van Dijk (2003, 45-46), el contexto desempeña un papel
fundamental en la descripción y explicación del discurso, sin que se pierda de vista que
el discurso puede igualmente definir o cambiar las características contextuales. Aunque
no hay una teoría plenamente consensuada sobre el contexto, el profesor holandés opta
por definirlo «como la estructura de todas las propiedades de la situación social que son
pertinentes para la producción o recepción del discurso», e incluye entre otras huellas
contextuales relevantes la situación, los participantes y sus diversas categorías sociales
(por ejemplo, profesores y alumnos), las intenciones, las acciones institucionales, el
género, la edad, el origen, la etnia, etc. A la postre, interesa destacar que el discurso y
sus usuarios mantienen una relación dialéctica con el contexto.
Al enfatizar en los párrafos anteriores la capacidad ejecutiva del lenguaje, queremos
animar a los profesores a enriquecer su discurso moral. En el marco de nuestro modelo
pentadimensional, se pueden tomar como guía para la mejora discursiva las siguientes
características de la dimensión ética:
— Lenguaje doctrinal que busca la aplicación práctica.
— Se sirve a menudo de prescripciones y consejos morales.
— Utilización de argumentaciones morales para aprobar o criticar conductas.
— Presencia considerable de términos abstractos, verbigracia, bien/mal, justicia,
solidaridad, voluntad, fraternidad, libertad, etc.
— Organización axiológica de la realidad.
— Búsqueda de la objetividad y de la universalidad.

157
— Se concede importancia al diálogo en el aula.
— El discurso favorece las interacciones justas en el salón de clase.
— Contenidos morales.

— Desarrollo del razonamiento moral, por medio de técnicas diversas: análisis


de casos, discusiones dirigidas, etc.
— Práctica de acciones morales en el centro y en el aula, para favorecer la
adquisición de hábitos positivos.
— Función preceptiva del lenguaje.
Así pues, la dimensión ética del discurso educativo se advierte en el cultivo de la
moralidad. Cuando la palabra brota noble y cristalina es semilla llamada a fructificar. El
discurso moral es acrecentador, eleva con su mensaje cordial, sano, bueno, justo y
sincero. Vigoriza al educando, le fortalece ante la adversidad y le orienta para que siga
creciendo.

158
159
ESTRUCTURA DIALÓGICA DEL
DISCURSO EDUCATIVO

1. INTRODUCCIÓN
2. EL DIÁLOGO EN EDUCACIÓN
3. ARGUMENTOS EN APOYO DE LA VOZ DE LOS ALUMNOS
4. CLAVES FAVORECEDORAS DEL DIÁLOGO

1. INTRODUCCIÓN

El discurso educativo, tal como se contempla en este libro, es dialógico. Aun cuando
corresponda al docente hablar más, siquiera sea porque tiene que explicar la asignatura,
es bien sabido que la educación no es mero transvase de contenidos. Además de proceso
instructivo de carácter unidireccional, se precisa encuentro conversacional.
El diálogo (del griego dialégomai = «yo hablo a través de algo»), en cuanto forma
de comunicación interpersonal verbal y no verbal, es condición del discurso educativo.
Es condición, porque a pesar de que sin diálogo puede haber discurso, no puede
considerarse educativo. Cuando el discurso educativo prescinde del diálogo se desvirtúa.
En esta circunstancia la educación se suspende.
La praxis discursiva, una vez acreditada suficiencia instructiva, afectiva,
motivadora, social y ética, adquiere sello formativo cuando su cauce preponderante es el
diálogo entre el profesor y los alumnos. Gracias a esta comunicación bidireccional se
aprecia con nitidez el reconocimiento personal mutuo, inmanente a la educación.
Salvo algunas excepciones, hasta bien avanzado el siglo XX, la nota dominante en el
discurso escolar español oficial ha sido el monologismo. La única voz autorizada en el
aula era la del maestro/profesor. Resulta, a este respecto, muy ilustrativa la pintura

160
literaria ofrecida por el egregio escritor Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901), en el cuento
Don Urbano, donde la palabra autoritaria del maestro silencia a los alumnos.
El rumbo humanista, al menos teórico, de la moderna pedagogía, se ha visto
apoyado por aportaciones provenientes de diversos ámbitos cercanos (filosofía,
psicología, sociología, antropología, etc.). La creciente consideración del alumno ha
supuesto un avance significativo en el modo de enfocar la educación, si se compara con
el inveterado ninguneo de que ha sido objeto hasta fechas recientes. Este giro
pedagógico, empero, a veces ha generado efectos indeseados, si nos atenemos, por
ejemplo, a la elevada indisciplina discente y a la devaluada imagen de los desalentados
docentes. Se evidencia una vez más que los extremos pueden ser igualmente nocivos y
que es preciso apostar por la equidistancia. En este terreno de equilibrio, es donde se
halla el valor educativo del verdadero diálogo.
Frente al monopolio discursivo docente de antaño, patentizado, por ejemplo, en
explicaciones saturadas de contenidos, surge en la actualidad un renovado interés por
implicar al educando en el aprendizaje. La negativa estampa del profesor «omnisciente»
proviene sobre todo de la sistemática subestimación del educando, a menudo arrojado al
rincón de los ignorantes e ignorados. Se trata de un aula gris, fría y artificial en la que, en
términos freireanos, el docente tiende a imponer a los escolares su palabra falsa y
dominadora. En cambio, en la positiva imagen ofrecida por la praxis dialógica, se
descubre la relación empática, respetuosa y cordial entre el educador y el educando. En
este escenario el docente ya no utiliza la palabra para mandar, sancionar o reprimir, sino
para enseñar, orientar, animar y formar. El alumno aquí, en lugar de ser silenciado,
participa, pregunta, comenta y conversa.
El diálogo, pues, se presenta como el vehículo discursivo idóneo para el
acrecentamiento personal, siempre que se repare en que ha de haber tiempos reservados
para el profesor, no para que mantenga estériles privilegios, sino porque le corresponde
promover mediante la enseñanza el desarrollo del educando. Aunque hay que reconocer
esta función instructiva no se debe soslayar que el verdadero protagonista de la
educación es el alumno ni que la labor educadora integral transciende la mera enseñanza.

2. EL DIÁLOGO EN LA EDUCACIÓN

El diálogo es reconocimiento, cooperación y crecimiento conjunto. Es una exigencia de


la verdadera educación. Según quedó recogido en el segundo capítulo, la educación que
enfatiza el proceso se compromete dialógicamente con la transformación personal y

161
social. Este paradigma subraya, de hecho, la participación, el intercambio y el encuentro
entre personas. Es oportuno recordar con Freire (2003: 106-107) que: «Siendo el amor
fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea esencialmente tarea de
sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En ésta, lo que hay es
patología amorosa: sadismo en quien domina, masoquismo en los dominados. Amor no.
El amor es un acto de valentía, nunca de temor».
Aunque el contexto posrevolucionario de la obra del ilustre psicólogo bielorruso
Vigotsky (1896-1934) es distinto al vivido por el destacado pedagogo brasileño Freire
(1921-1997), quien se exilió en Chile tras el golpe militar en su país, es posible encontrar
entre ambos significativos puntos de convergencia. A fin de cuentas, los dos fueron
reprimidos por el poder.
Con arreglo a los fines de nuestro estudio, en uno y en otro es preciso reconocer el
valor atribuido a la realidad social, histórica y cultural. De hecho, si se prescinde de estas
complejas referencias la comprensión de lo humano se torna imposible.
En la obra de Vigotsky y de Freire se enfatiza igualmente la relevancia de la
comunicación. Aunque no pretendemos aquí entrar en detalles, interesa recordar que en
sus trabajos se insiste en la necesidad de crear una situación educativa interactiva, es
decir, una relación interpersonal acrecentadora y liberadora.
El discurso educativo auténtico acontece en un marco dialógico razonable, cordial,
moral y social. La calidad formativa depende del proceso comunicativo establecido.
Procede recordar que ni el profesor es único emisor ni el alumno mero receptor. Más allá
de los papeles desempeñados, por cierto condicionados biopsicosociocultural e
históricamente, es evidente que los dos están llamados a participar ética y
responsablemente por medio de argumentos, cuestiones, exposiciones, etc.
En las últimas décadas nuestros salones de clase han experimentado cambios en el
discurso educativo, por ejemplo en lo que se refiere a un cierto tránsito del monólogo al
diálogo. De todos modos, hay que interpretar estas modificaciones con moderado
optimismo, pues no siempre ha habido una mejoría educativa evidente. Aun cuando el
dinamismo comunicativo detectado es positivo, también se han extendido otros cambios
de signo regresivo. Es el caso de la indisciplina en sus diversas modalidades, la
devaluación de la imagen del profesor, el incremento del fracaso escolar, etc., en parte
atribuibles a la inadecuación legislativa.
La pretensión de que los alumnos hablen sin ningún tipo de restricción debe
descartarse. Esta práctica ha conducido con frecuencia a un «diálogo de besugos», cuya
nota dominante es la incoherencia, o a un «diálogo de sordos», presidido por la falta de
atención y de respeto entre interlocutores. Pues bien, con objeto de que el diálogo se
mantenga en los deseables cauces pedagógicos, ofrecemos algunas pautas:

162
— Es preciso que los alumnos conozcan suficientemente el tema sobre el que se
dialoga. El diálogo debe venir precedido, generalmente, de la explicación
correspondiente, aunque también cabe demandar a los escolares un ejercicio
reflexivo sobre alguna cuestión o una ampliación de la materia mediante la
búsqueda documental.
— Aun cuando no se descarte en el aula la emergencia espontánea del diálogo, es
recomendable también que se siga con cierta flexibilidad un guión
previamente elaborado.
— Se han de establecer y mostrar las normas razonadas y razonables que
posibiliten el diálogo, de manera que se prevenga la discusión desaforada.

— Al profesor corresponde en gran medida que el diálogo sea dinámico,


instructivo e ingenioso. Debe moderar las intervenciones y animar a los
remisos.
— Las diferentes posiciones consistentes exhibidas por los interlocutores, lejos
de representar un problema, han de valorarse por ampliar el espectro
argumentativo.
— Al finalizar el diálogo y con la pretensión de enfatizar su carácter formativo es
positivo extraer algunas conclusiones.
En la medida en que se apliquen las sugerencias prácticas anteriores, queda
apuntalado el discurso dialógico y alejado el peligro de que la comunicación adopte un
carácter aberrante. Hay discusiones escolares tan disparadas y disparatadas que las aulas
parecen sobre todo jaulas de grillos. No hay contención alguna, la impudicia desfila a sus
anchas, el griterío inunda el salón de clase, el lamentable cuadro colegial se asemeja a
ese bochornoso espectáculo que a veces ofrecen algunos personajes que frecuentan los
platós de televisión.
A despecho del tiempo transcurrido, el diálogo educativo encuentra una referencia
paradigmática en Sócrates (470-399 a. C.). La dialéctica oral alcanza en Sócrates su
cumbre. A través de conversaciones constituidas por preguntas y respuestas breves, el
filósofo preguntón, alumbrador y cercano desenmascara la falsa sabiduría y ayuda a
engendrar buenos pensamientos. La dialéctica socrática, opuesta a la retórica sofística, se
apoya en la ironía, por la que el mismo Sócrates se presenta como ignorante, y se
encamina a que sus discípulos alumbren la verdad hasta entonces latente. Es, por tanto,
una mayéutica, el arte de la partera, la profesión de su madre. Su egregio discípulo
Platón (427-347 a. C.) nos brinda en sus Diálogos filón suficiente para la reflexión
serena y el conocimiento profundo de la conversación socrática.

163
El compromiso socrático ha de advertirse en la sencillez, la cordialidad, el hábito de
reflexionar e indagar, la disposición al diálogo y la prosecución de la verdad. Una
actividad profesoral realizada con estas señas penetra y germina hasta en los terrenos
más escabrosos. En todos los niveles urge sustituir la enseñanza aséptica por la
educación viva, la instrucción que domeña por la formación que enaltece. Esta es la
genuina reforma que se precisa y que, sin embargo, permanece aletargada. Mientras no
se agite la conciencia personal del educador en su afán por alumbrar a quien lo necesite,
las sombras seguirán su avance. Más que sermones y mediciones, lo que el niño y el
joven demandan es acompañamiento, mano amiga, ciencia y paciencia.
Es tiempo para acercarse al prójimo a través de la palabra, para construir juntos
mediante el diálogo. Cuando la jerarquía institucional o los docentes insisten en
monopolizar el discurso, quizá por el afán de mantener ciertos privilegios, la comunidad
se torna quimera y se entorpece el crecimiento individual y colectivo. La educación
reclama encuentro dialógico. Sin esta proximidad interhumana la formación queda
anulada.
En el diálogo educativo, además de la palabra, desempeña un papel fundamental la
comunicación no verbal. Por supuesto, no se puede prescindir del silencio. Tanto el
profesor como el alumno tienen que saber escuchar cuando el otro habla. Sin silencio es
imposible seguir las explicaciones docentes o conocer el punto de vista del educando.
Es, pues, condición de todo diálogo verdadero respetar al interlocutor, escucharle,
empatizar con él. Aunque se incrementan las interacciones virtuales, el diálogo
educativo a menudo se produce vis à vis en aulas o despachos y exige apertura,
sensibilidad, responsabilidad y comprensión mutuas. Junto a su valor informativo es
menester reconocer los beneficios emocionales, sociales y morales que aporta tanto al
educando como al educador.
Es cierto que algunos escollos a la genuina comunicación bidireccional se hallan en
el autoritarismo o en la falta de compromiso docente, pero tampoco es raro que pese a la
buena disposición profesoral algunos alumnos desmotivados o indisciplinados dificulten
el diálogo. Cuando los alumnos exhiben sistemáticamente actitudes perturbadoras, es
totalmente necesaria la actuación colegiada. Con la adopción de acciones consensuadas
por el claustro no sólo se torna más sencillo avanzar por la senda deseada, sino que
además el profesor queda menos atribulado por sentimientos de soledad e
incomprensión.

3. ARGUMENTOS EN APOYO DE LA VOZ

164
DE LOS ALUMNOS

Del «territorio de la palabra» no se debe excluir a los alumnos. Durante largo tiempo se
les arrebató la voz para garantizar la disciplina y por considerarlos interlocutores
incapaces. Y así fue silenciada y proscrita la palabra infantil en las aulas. Sin necesidad
de volver la mirada hacia el pasado, ha de recordarse que hoy un considerable número de
menores en amplias zonas deprimidas del planeta ni siquiera van a la escuela. Como dice
el escritor uruguayo Galeano (2005: 23) al describir la realidad de muchos niños y
adolescentes en la doliente América hermana: «La sociedad los exprime, los vigila, los
castiga, a veces los mata: casi nunca los escucha, jamás los comprende».
Si se roba la infancia a los niños no hay futuro. En nuestro interconectado mundo no
podemos permanecer impasibles ante la tragedia de otros seres humanos. Hemos de
cumplir nuestro deber de ser solidarios. En este cuadro global se ubican nuestras
«privilegiadas» escuelas que han de aspirar a una renovación que no admite dilación.
Una educación respetuosa con todos, al servicio del entendimiento y la concordia, que
acepte la pluralidad de voces y, erguida, ayude a ponerse en pie a los menesterosos.
Hay que practicar la libertad y contagiarla. El diálogo debe convertirse en hábito. La
escuela es merecedora de su digno y hermoso nombre si agita la bandera de la
comunicación, el entendimiento, la participación, la razón, el afecto y la convivencia.
Cuando sistemáticamente se sellan labios ajenos, sean de grandes o chicos, se
desnaturaliza el ambiente.
Rudduck y Flutter (2007: 29-32), a partir de la revisión de trabajos, experiencias e
investigaciones, apuntan que a medida que se reconoce a los alumnos, aumenta el
espectro de papeles «sociales/institucionales» y «pedagógicos» que se les asignan. Aun
cuando no se trate de roles nuevos, sí parece que hay un interés creciente por delegar
responsabilidades en los educandos, valorar sus aportaciones y su pertenencia al centro
educativo. Si tradicionalmente la función encomendada más frecuente era la de
«vigilante» que prolongaba las estructuras controladoras de la escuela, sobre todo
durante los descansos entre las clases, en la actualidad se están introduciendo ciertos
roles más flexibles, verbigracia, el de «mediador», figura que precisa entrenamiento y
que surge fundamentalmente para que los alumnos se impliquen en la búsqueda de
soluciones al acoso y la intimidación. También se cuenta más con los alumnos para
resolver otro tipo de problemas: disrupción en las aulas, incumplimiento de deberes y
trabajos escolares, etc. Entre los roles «sociales/institucionales» que más se extienden
entre los educandos han de citarse los siguientes: guías para visitantes del colegio o
instituto, «recepcionistas» en las jornadas de puertas abiertas, vendedores de artículos

165
durante los recreos, directores de escena en las producciones escolares, portavoces de sus
respectivos grupos en los consejos de curso o de centro, etc. Estas labores, si se realizan
de forma equilibrada y en momentos oportunos que no impidan la asistencia a clase,
refuerzan la autoestima y el espíritu de pertenencia a la comunidad educativa, lo que
puede fortalecer a su vez el compromiso con el aprendizaje.
Nos recuerdan las investigadoras Rudduck y Flutter (2007: 32-39) que en fechas
más recientes se han descubierto otras vías utilizadas por los centros escolares para que
los alumnos participen en los asuntos institucionales, por ejemplo, la ayuda brindada al
seleccionar a candidatos a puestos docentes o a otras plazas (consejeros de dirección,
asistentes de apoyo al aprendizaje, celadores, supervisores de comidas, etc.). Asimismo,
hay centros en los que los alumnos se responsabilizan de diversos aspectos del entorno:
limpieza de zonas, diseño y mantenimiento de áreas reservadas, realización de murales,
acondicionamiento de salas, etc. Incluso en alguna institución se estimó necesario que
los alumnos dialogasen con los arquitectos sobre el diseño del nuevo centro. Todas estas
medidas estimulan el sentido de responsabilidad respecto al centro. Finalmente, entre los
roles «pedagógicos» ha de destacarse la tutoría entre compañeros, tal como se viene
realizando en algunas instituciones desde los años ochenta. La tutoría precisa formación
específica y entre las modalidades que presenta debe incluirse, además de la informativa,
encaminada a la transmisión de contenidos, la social/reguladora, por ejemplo, la
mediación, y la pedagógica, destinada a que unos alumnos apoyen el aprendizaje de
otros. Los datos revelan que en la colaboración entre escolares de distinta edad, la
diferencia etaria óptima es de dos o tres años. Procede consignar también que la mayoría
de estudiantes prefieren emparejamientos con compañeros del mismo sexo y que no
resulta aconsejable que la desemejanza competencial, por ejemplo, en lectura o cálculo,
sea excesiva. Viene a respaldar esta función cooperativa entre alumnos el hecho de que
los beneficios se adviertan tanto en tutores como en tutelados y no sólo en el plano
académico, también en el área relacional.
De esta suerte, prestar y recibir ayuda equivale a enriquecerse personalmente.
Cuando se colabora, se hace algo por los demás y por uno mismo, al tiempo que se
estrechan los vínculos entre compañeros. Coll (1984: 122-123), tras revisar diversas
investigaciones, afirma que la organización cooperativa de las actividades de aprendizaje
es superior a la estructura individualista o competitiva, tanto en lo que se refiere al
rendimiento de los participantes como en lo concerniente a generar relaciones positivas
entre alumnos.
Una investigación propia (Martínez-Otero, 1997: 292) realizada con más de
trescientos escolares de enseñanza secundaria a quienes se aplicó, entre otras pruebas, la
Escala de Clima Social en el Centro Escolar de Moos, Moos y Trickett (1989) confirmó
las ventajas que sobre el rendimiento académico tiene un ambiente presidido por normas

166
claras y con poca rivalidad entre los alumnos.
Al llegar a este punto, cabe preguntarse qué piensan los alumnos de sus profesores y
compañeros. En otro trabajo personal (Martínez-Otero, 1999) en el que se solicitó la
opinión a más de doscientos escolares adolescentes, se constató que las cualidades que
más valoraban los alumnos en un profesor se referían a características personales
(simpatía, comprensión, respeto…) más que a dimensiones técnicas o a conocimientos,
con la excepción de que explique bien, que era el aspecto más estimado por los alumnos
de la muestra. Hacia la misma vertiente humana apuntaban globalmente las respuestas
cuando se preguntó a los escolares cuáles eran los aspectos menos deseables en un
profesor.
En el trabajo realizado quedó probado que la mayor parte de los alumnos de la
muestra se sentían satisfechos con sus profesores, si bien había una minoría que se
mostraba a disgusto. Especialmente elevado era el número de escolares que consideraban
que las relaciones con sus profesores influían en los resultados académicos, sobre todo
porque, según ellos, cuando el vínculo profesor-alumno es positivo se traduce en mayor
motivación hacia la asignatura. Como dato para la reflexión cabe señalar que algunos
alumnos decían que, si la relación es negativa, los profesores pueden «coger manía» a
los escolares con el consiguiente descenso de las calificaciones.
En cuanto a las características más apreciadas en un compañero, sobresalía la
cooperación. No había ninguna cualidad que aludiese a los conocimientos. De igual
modo, lo que más disgustaba de un compañero es que no ayudase a los demás, su
egoísmo. Por cierto, casi la totalidad de los escolares consultados se sentían satisfechos
con sus compañeros y calificaban las relaciones con ellos como buenas o excelentes.
Eran también mayoría los alumnos que opinaban que las buenas relaciones con los
compañeros contribuyen a mejorar el rendimiento académico, principalmente porque
aumenta la colaboración, la motivación y el ambiente en el aula es más relajado y
agradable.
Las voces de los alumnos, tal como las hemos escuchado en las líneas anteriores,
revelan hasta qué punto es importante conocer sus inquietudes, intereses, necesidades,
etc., en aras del proceso educativo. La mejora de la educación, tantas veces propugnada,
se torna imposible si se da la espalda a los escolares. Los beneficios formativos se dejan
sentir en la vertiente académica y en la humana. Cuando se tienen en cuenta sus
opiniones, preocupaciones, etc., se les puede ayudar para que avancen por la senda del
aprendizaje y de la maduración.
Pese a las ventajas señaladas y a los cada vez más numerosos apoyos pedagógicos a
la participación de los educandos, parece que en nuestros días se debilita el vínculo entre
el profesor y los alumnos. Salvo honrosas excepciones individuales y colectivas, entre

167
las que destacan algunas loables iniciativas docentes e institucionales, al igual que
movimientos proderechos de la infancia, la concienciación en la escuela respecto a las
necesidades discentes sigue siendo limitada, acaso como consecuencia del principal
papel que en algunas aulas se está otorgando a la tecnología en perjuicio de la relación
personal, así como por la inadecuada o insuficiente canalización del fenómeno
multicultural que, en la práctica, se traduce en un significativo número de alumnos
arrumbados, siquiera sea por su desconocimiento del idioma.
Mas no todo depende de los directivos y de los profesores. También los escolares,
sobre todo los mayores, tienen que involucrarse en cuanto les concierne. Una vez
abiertos canales de comunicación, no pueden infrautilizarse o despreciarse. Admitida la
heterogeneidad discente, he de consignar que algunos alumnos universitarios
permanecen arrinconados cómodamente. Desde el fondo del aula nunca cuestionan ni se
implican en los coloquios, se autoinstalan en el reino del mutismo únicamente quebrado
por molestos cuchicheos que a menudo nada tienen que ver con la clase. Si surgen
debates, nunca intervienen; si hay explicaciones, jamás preguntan. No resulta nada
halagüeña esta arraigada costumbre de mostrarse impasibles, apartados y distantes. A
bultos se asemejan estos estudiantes abúlicos y apáticos que renuncian a su voz y que
prefieren, herméticos, pasar inadvertidos. Facilona actitud que refleja temor, pereza
intelectual y pusilanimidad. Callada conducta del «alumnoveleta», movido por los
vientos que en cada momento soplan, que en nada favorece el encuentro, el desarrollo
personal ni la mejora educativa.
Al perfil de «estudiante-masa» de comportamiento gregario e inercial que acabamos
de esbozar se agrega hoy en nuestras aulas, incluso universitarias, el de algunos alumnos
inclinados al tejemaneje, hipercríticos y recelosos de cualquier figura de autoridad, que
no dudan en interrumpir las clases, a veces en tono hostil o amenazador, si con ello
pueden obtener «ventajas» académicas, generalmente relacionadas con la reducción de
materia, o psicosociales, por la influencia ganada sobre sus compañeros más
acomodaticios. No sorprende que, en entornos así, hayan aumentado los profesores con
fobia a dar clase, docentes que viven con verdadero tormento su paso por el aula, en los
que queda prendido el desánimo, la soledad, el temblor y el temor.
La participación responsable es incompatible con actitudes discentes como las
descritas. No negamos que ciertas conductas inadecuadas exhibidas por los alumnos se
produzcan por falta de tacto pedagógico institucional y profesoral. De hecho, hay centros
educativos y profesores de estilo educativo monocorde incapaces de manejar un aislado
y mínimo comportamiento estudiantil adscrito al terreno de la desmotivación o la
rebeldía. A este respecto, sería deseable que cualquier persona con alguna
responsabilidad educativa recibiese suficiente formación psicológica para prevenir y, en
su caso, canalizar convenientemente las reacciones inapropiadas de los alumnos, que

168
además se contagian con facilidad a los compañeros.
Desde luego, a la compostura que cabe exigir al educando con arreglo a su edad y
circunstancia se suma el estilo profesoral distinguido por el ofrecimiento, la empatía y el
diálogo. La palabra educativa es lúcida, cálida, hermosa, abierta y buena. Apelante y
estimulante, reconocedora de la alteridad y superadora del solipsismo. En este horizonte
de encuentro se inserta nuestra propuesta pedagógica discursiva. Si, por el contrario, se
incrustan actitudes docentes o discentes teñidas de desconfianza, negación, atonía,
hostilidad, etc., resulta muy difícil, cuando no imposible, abrir campaña humanizadora.
Cuando posiciones como las mencionadas se instalan, la comunicación se ve arrastrada
hacia un circuito anómalo del que es complicado salir y que aleja a las personas de la
deseable convivencia exigida por todo proceso educativo.
No ha de pretenderse en modo alguno que todos los alumnos y profesores piensen
de la misma manera. A veces, por ejemplo, con ocasión de debates pueden surgir
discrepancias que, si son razonadas y razonables, deben respetarse. El educador no debe
imponer sus creencias o ideas al educando, sino que ha de alentarle para que conquiste
grados de libertad y construya su propio proyecto vital.
Cerramos este epígrafe con el reiterado desideratum de que los alumnos sean
escuchados. Espero que en las reflexiones y propuestas vertidas se haya entrevisto el
alcance educativo de la participación. Si de verdad se quiere mejorar la educación y la
sociedad los educandos no pueden ser meros convidados de piedra. En tanto la apuesta
diligente por la voz de los escolares es inmanente al discurso educativo dialógico, su
silenciamiento constituye un anacronismo pedagógico y un craso error. La implicación
discente responsable en la escuela presenta beneficios formativos inmediatos advertidos
en las clases y en el conjunto de las instituciones (patios, campos deportivos, pasillos,
comedores, salas polivalentes…), pero además preludia mayor compromiso cívico-
social.

4. CLAVES FAVORECEDORAS DEL


DIÁLOGO

Aunque el profesor y el alumno tienen papeles distintos, deben ser complementarios y


estar presididos por la colaboración. Con frecuencia, al educador incumbe seleccionar
contenidos y técnicas, explicar y orientar de manera que favorezca el despliegue personal
del educando, verdadero centro de la educación. A despecho de la desemejanza de roles,

169
el alumno no ha de permanecer en una actitud pasiva, sino que debe involucrarse
activamente en su propio proceso perfectivo. Pues bien, el diálogo educativo ofrece un
excelente terreno para cultivar el desarrollo personal. Por el contrario, un discurso
monopolizado por el docente acrecienta el distanciamiento interpersonal y frena o desvía
el despliegue vital del educando.
Desde una perspectiva práctica, nos inspiramos en el principio de cooperación del
filósofo inglés Grice (1989), en virtud del cual la aportación de un interlocutor a la
conversación tiene que ser la que se requiere en cada momento, ajustada al fin u
orientación que se acepte en el intercambio lingüístico en el que el hablante está
comprometido. La operatividad de este principio se advierte en cuatro máximas de
inspiración kantiana:

— Máxima de cantidad. Se refiere a la cantidad de información que cada


interlocutor debe proporcionar. Se trata de aportar la información necesaria, ni
mucha ni poca.
— Máxima de calidad. Relativa a la verdad de la contribución de cada
interlocutor. El hablante ha de ser sincero. No debe decir algo que sepa que es
falso ni algo sobre lo que no posea pruebas adecuadas.
— Máxima de relación. Referida a la relevancia de la intervención. Lo correcto
es atenerse a la conversación, ser pertinente.
— Máxima de modo. Tiene que ver con la manera de decir algo, con
intervenciones caracterizadas por la claridad, la coherencia, el orden y la
brevedad.
Las máximas anteriores, más descriptivas que normativas, pueden mejorar la
interacción conversacional en el salón de clase. El diálogo en el aula ha de asentarse en
una estructura colaborativa entre profesores y alumnos. El docente no puede exhibir una
errónea actitud de omnisciencia que niegue sistemáticamente la palabra al educando
«ignorante». Sin diálogo con los alumnos, la educación genuina se torna imposible.
En mi opinión, el diálogo educativo sale aún más beneficiado si el principio de
cooperación, tal como queda expuesto, se complementa con otros, casi todos ya
mencionados en el capítulo 2; a saber: principio de respeto, de amabilidad, de justicia, de
autonomía, de colaboración, de autosuperación, de responsabilidad y de sinceridad. A la
luz de estos principios se observa que por la senda del diálogo se favorece el encuentro
intelectual, emocional, social, cultural y ético.
El discurso dialógico consistente, planificado o no, permite el desarrollo de los
participantes. En el diálogo se produce intercambio racional y cordial que enriquece a los

170
interlocutores. Mediante este tipo de comunicación bidireccional ni los profesores son
únicos emisores ni los alumnos meros receptores. García Hoz (1988a: 210) dice con
acierto que la comunicación educativa acontece entre personas que ofrecen y reciben.
En verdad, la educación es comunicación profesor-alumno, vale decir, estímulo,
enseñanza, escucha, afecto, reflexión y comprensión. Cuando se ponen escollos al
diálogo, se abre la puerta al imperativo, a la manipulación y a la dominación. Igualmente
nocivo es el «falso diálogo», a menudo puesto al servicio de la subyugación de los
alumnos, compañeros, etc.
Con objeto de promover el diálogo cabe prestar atención a su estructura, esto es, a
la disposición y orden que lo conforman, verbigracia, la alternancia en la toma de la
palabra. De hecho, gracias al establecimiento de turnos, profesores y alumnos hablan
sucesivamente. Es preciso velar para que este intercambio comunicativo se produzca
adecuadamente, pues existe el peligro, sobre todo en momentos de acaloramiento, de que
los interlocutores se atropellen unos a otros.
Igualmente importante en el diálogo educativo es el proceso, que informa de su
dinamismo. Es posible que a veces ascienda para bajar después, que en ocasiones
zigzaguee o bordee, incluso que se disperse o detenga por momentos, pero siempre debe
enriquecerse en la fluencia. Aunque la comunicación atraviese diversas fases, ha de
distinguirse por su calidad. Los alumnos, en función de su edad y con el concurso de los
profesores, deben dialogar con seriedad.
Procede dedicar también unas líneas al contenido, referido a la materia que se trata.
Habitualmente está condicionado por la asignatura que se imparte, lo que no impide que,
en ciertos momentos, puedan abordarse otras cuestiones consideradas relevantes. Sería
muy pobre circunscribirse a los contenidos que se establecen en los programas oficiales,
sin abrir nunca diálogos sobre temas relacionados que proponen los propios escolares.
Hay tipos de diálogo más estructurados que otros. En este sentido, viene bien
estudiar qué modalidad es más apropiada según las circunstancias y los objetivos. En
ocasiones es aconsejable la conversación espontánea o diálogo libre, por ejemplo, en
situación de despacho, incluso en el aula, por ser vía que, si se apoya en actitud
psicológica de comprensión y ayuda, brinda datos relevantes sobre el alumno tanto a
nivel escolar como personal que facilitan la enseñanza y la orientación. Naturalmente
también cabe promover el diálogo sintónico entre los alumnos, beneficioso desde el
punto de vista relacional y académico.
A la conversación libre mencionada cabe agregar modalidades dialógicas más
estructuradas. Es el caso de la entrevista dirigida, procedimiento encaminado a obtener
rápidamente información sobre aspectos concretos en que se basen ciertas decisiones
pedagógicas. En este tipo de comunicación metódica el profesor/entrevistador hace

171
preguntas concretas al alumno/entrevistado. Salvo que la urgencia lo exija, es preferible
optar por un diálogo no directivo, habitualmente mucho más rico en el plano técnico y
humano. Por supuesto, también cabe realizar una entrevista semiestructurada, a medio
camino entre la directiva y la no directiva, donde se combinan preguntas cerradas y
abiertas, de manera que no haya excesiva rigidez.
Esta semiestructuración discursiva permite enlazar con otra modalidad dialógica: la
discusión o debate. Cirigliano y Villaverde (1971: 137-142) nos recuerdan que es de
fácil y provechosa aplicación educativa, y que consiste en un intercambio informal de
ideas y contenidos en el que al profesor generalmente corresponde el papel de conductor
dinámico y estimulante. Para que el debate se desarrolle adecuadamente cabe
contemplar, según los autores citados, varios criterios: elección de un tema que sea
cuestionable, o sea, que admita diversas interpretaciones; realización de un plan previo;
conocimiento del tema con suficiente antelación; fomento de la participación activa;
limitación del número de miembros a 12-13, lo que a veces hace recomendable dividir el
grupo-clase en subgrupos guiados por subdirectores previamente entrenados, sobre todo
cuando no se cuenta con experiencia suficiente en esta técnica pedagógica.
Los tipos dialógicos descritos admiten variaciones que nos sitúan, por ejemplo, ante
entrevistas colectivas, pequeños grupos de discusión, diálogos simultáneos, etc. En
cualquiera de las modalidades elegidas, el ambiente ha de estar presidido por la
participación, la elasticidad, la cordialidad y el respeto. Es bueno recordar que el
discurso educativo, constitutivamente dialógico, rebasa con creces el ámbito de la
instrucción y alcanza los vastos y arcanos territorios de la moralidad y la afectividad.
Mediante este discurso dialógico los interlocutores, al tiempo que se abren a la alteridad,
afirman y enriquecen su propio ser.

172
173
DISCURSO EDUCATIVO Y
TIPOLOGÍA DOCENTE

1. INTRODUCCIÓN
2. LA FUNCIÓN DEL PROFESOR
3. MODELO PENTADIMENSIONAL PARA ANALIZAR EL
DISCURSO EDUCATIVO Y TAXONOMÍA PROFESORAL
4. «PROFESOR-ENSEÑANTE»
5. «PROFESOR-PROGENITOR»
6. «PROFESOR-PRESENTADOR»
7. «PROFESOR-POLÍTICO»
8. «PROFESOR-PREDICADOR»
9. «PROFESOR-EDUCADOR»
10. DECÁLOGO DEL «PROFESOR-EDUCADOR»

1. INTRODUCCIÓN

Hablar del profesor es reparar en gran medida en su palabra. No en vano, el vocablo


«profesor» (del latín professor, -oris) nos remite a la acción de declarar en público.
Evidentemente esto no es óbice para que se reconozca que la influencia del profesor, más
allá de su expresión verbal, se ejerce igualmente con su presencia, silencio, gestos, etc.
Es curioso comprobar que, pese a la progresiva elevación académica y salarial de los
docentes, su imagen no ha seguido un camino paralelo. Incluso me atrevería a decir que
esta noble profesión atraviesa uno de sus peores momentos en lo que a estimación y

174
reconocimiento se refiere. Aunque un análisis exhaustivo de esta problemática excede
las pretensiones de este trabajo, es evidente que la acentuada complejidad de la sociedad
actual ha dificultado también la labor profesoral. Con la imparable extensión de la
tecnología, por ejemplo, se han disparado las informaciones extraescolares recibidas, lo
que en cierto modo ha eclipsado el saber docente.
Como quiera que sea, ya porque el mundo «avanza» que es una barbaridad, ya por
otras razones, lo cierto es que la escuela, y con ella el profesor, se halla en crisis. La
imagen de los profesionales de la educación se ha devaluado, como se refleja y a veces
hasta se espolea en los medios de comunicación.
El diccionario etimológico de Corominas (1967) indica que el término «maestro»
(del latín magister, -tri, «jefe, director») se remonta al año 993 y es, por tanto, casi
quinientos años anterior al vocablo «profesor» (1490). García Hoz (1996: 26-27),
además de subrayar el superior linaje de la palabra «maestro», nos guía en un sucinto
repaso histórico-educativo que se inicia con la constatación de que las civilizaciones
antiguas mostraban gran respeto y aun veneración por el maestro. No es extraño que los
estudios de tradición humanística sobre el maestro, tanto los centrados en su función
educadora como los referidos a sus condiciones intelectuales o morales, designen con
ese término a las personas dedicadas a la educación general, a las primeras letras o a
quienes adquirían considerable prestigio en la vida universitaria. El profesor, por su
parte, era el que se dedicaba a la enseñanza en un campo cultural determinado. Así pues,
la actividad del maestro incidía en toda la persona del discípulo, mientras que el
quehacer del profesor se limitaba a un aspecto de la vida del alumno, habitualmente el
cognitivo o el profesional.
Al avanzar por el túnel del tiempo llegamos al siglo XX. A principios de esta
centuria, con la introducción de los métodos experimentales en la pedagogía, se produce
un cambio de rumbo en los estudios sobre el maestro y su función, hasta el punto de que,
como atinadamente dice García Hoz (1996: 27), se ha ido abandonando la palabra y
quizá también el concepto de «maestro» en beneficio del vocablo «profesor». Nosotros
mismos usaremos lo menos posible el término «maestro», pese a su nobleza histórica y
semántica, para evitar que lo expuesto quede circunscrito a las primeras etapas
educativas.
Por lo demás, es notorio que el profesorado constituye un colectivo muy amplio en
el que se descubren notables desemejanzas entre los docentes de distinta etapa
educacional, pero también en el seno de un mismo nivel. Obviamente, estas
desigualdades también se advierten en el discurso y es bueno que se mantengan. Lo que
no resulta agradable, en cambio, es la escasa atención que hoy se presta al discurso en
los planes de formación docente. Por tanto, considero urgente mejorar la preparación de

175
nuestros profesores, en gran parte a través de la senda discursiva. Estoy convencido de
que esta vía contribuirá igualmente a revalorizar la imagen de este grupo profesional.
Preocuparse de los profesores equivale a apostar por el desarrollo educativo y social.

2. LA FUNCIÓN DEL PROFESOR

¿Hay una única función profesoral? Acaso la mejor respuesta a esta pregunta pase por
reconocer una función general —educar— alcanzable en la medida en que se cumplan
diversas funciones específicas: enseñar, evaluar, orientar, motivar, investigar, etc. La
elevada misión del profesor es educar a los alumnos, esto es, desplegar o promover el
perfeccionamiento de las facultades intelectuales, afectivas, estéticas, mo rales, físicas y
espirituales del educando. El educador, pues, está comprometido con el crecimiento
integral de la personalidad del alumno. Aunque es tarea titánica que a veces supera los
muchos escollos que se le ponen delante, no sorprende que muchos profesores queden
cercados por el malestar o la enfermedad.
Admitida la honda labor magisterial, se ha de reparar en el relevante papel de la
palabra educadora: sonora, vibrante, luminosa, acariciadora, estimulante, ligera y
contundente. Bien mirado, así es el discurso de los grandes maestros de todos los
tiempos: nacido del corazón, arrollador como las aguas bravas, liviano y majestuoso
como el ave, certero como la flecha que atraviesa el aire y encuentra su destino, cálido y
alumbrador como la llama viva.
La educación es superior a la mera enseñanza. El profesor que se conforma con
transmitir contenidos no cumple la alta meta que tiene encomendada. La palabra
esmerada, oportuna y cultivada sirve a este magno fin, pues estimula y orienta al
educando por cauce cordial e intelectual. Resulta evidente que este influjo acrecentador
no depende exclusivamente del profesor. Hay que pensar en el sello que la familia
imprime en el hijo, así como en otras influencias sociales y culturales. Además, el
alumno, verdadero protagonista de la educación, ha de implicarse paulatina y
activamente en su proceso perfectivo. Con todo, puede darse por hecho que cuando el
profesor descuida el fondo y la forma del discurso, se aparta peligrosamente de la senda
que ayuda al alumno.

3. MODELO PENTADIMENSIONAL PARA

176
ANALIZAR EL DISCURSO EDUCATIVO Y
TAXONOMÍA PROFESORAL

La estructura pedagógica del discurso, tal como habitualmente se presenta en el salón de


clase, se configura a partir de elementos instructivos, afectivos, motivadores, sociales y
éticos/morales. Nuestro modelo pentadimensional permite calibrar la adecuación del
discurso educativo. A partir de la reflexión y la observación, hemos inventariado, según
quedó recogido en los respectivos capítulos, las notas pertenecientes a cada dimensión
discursiva. Es indudable, empero, que el discurso constituye un sistema unitario. Este
totum queda expresado mediante las cinco dimensiones y sus correspondientes
indicadores.
Procede recordar que la caracterización del discurso educativo depende en gran
medida del predominio de una dimensión u otra. Además, ha de tenerse en cuenta desde
una perspectiva pragmática que un discurso docente será tanto más educativo cuantas
más dimensiones reúna. Por el contrario, cuantas menos dimensiones lo vertebren menos
formativo será. Con estas aclaraciones, estamos en condiciones de presentar una
taxonomía docente, pues junto al educador de discurso integral es posible identificar
profesores cuya estructura discursiva es incompleta, configurada, por ejemplo, por una
dimensión.
En verdad, el profesor de una sola dimensión es tan impensable como la orquesta de
un solo instrumento. Con todo, cuando sólo se alcanza un nivel satisfactorio en una de
las dimensiones o, lo que es equivalente, si cuatro dimensiones son deficitarias, nos
hallamos ante un discurso claramente descompensado que permite establecer la tipología
del profesorado que a continuación expongo. Los cinco tipos de profesor por mí
identificados constituyen retratos docentes hiperbólicos. Puedo asegurar, sin embargo,
que a lo largo de mi trayectoria académica he conocido a profesores que se aproximan
llamativamente a las diversas categorías.
Aunque el procedimiento taxonómico no esté muy extendido en la pedagogía, sí es
habitual en otros ámbitos científicos. En cualquier caso, las pinturas profesorales que se
presentan pueden servir de referencia para la mejora de la formación docente.

4. «PROFESOR-ENSEÑANTE»

177
Es un profesor con un discurso exclusivamente instructivo, esto es, orientado a la
enseñanza. Se preocupa por ofrecer informaciones y contenidos a sus alumnos, pero
soslaya todos los aspectos afectivos, sociales, motivacionales y éticos. Es un tipo de
docente «tradicional» que asume todo el protagonismo y que no favorece la interacción
en el aula. Esta enseñanza vertical y autoritaria se encamina a estampar en la mente del
educando los abundantes datos que el profesor selecciona o recoge directamente del libro
de texto. Poco importa que el alumno los interprete o comprenda, basta con que los
memorice y repita dócil y mecánicamente. Guiado a menudo por su propio criterio, este
profesor «omnisciente» imbuye en el educando una avalancha de contenidos, sin
favorecer un aprendizaje significativo.
El siguiente cuadro literario de Galdós Pérez (2006: 50), extraído de su novela El
doctor Centeno, facilita la comprensión pedagógica del «profesor-enseñante»:

«Aquel nobilísimo oficio le daba mucho que hacer en sus comienzos, porque
tenía que aprender por la noche lo que había de enseñar al día siguiente;
trabajo ingrato y penoso que fatigaba su memoria sin recrear su entendimiento.
Todo lo enseñaba Polo según el método que él empleaba en aprenderlo, mejor
dicho, Polo no enseñaba nada. Lo que hacía era introducir en la mollera de sus
alumnos, por una operación que podríamos llamar inyectocerebral, cantidad
de fórmulas, definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas que luego
se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando la inteligencia sin
darle un átomo de sustancia ni dejar fluir las ideas propias, bien así como las
piedras que obstruyen el conducto de una fuente. De aquí viene que
generaciones enteras padezcan enfermedad dolorosísima, que no es otra cosa
que el mal de piedra del cerebro».

El perfil anterior del capellán y maestro don Pedro Polo y Cortés, por cierto
partidario de «sembrar coscorrones y recoger sabios», es fiel reflejo de la peor pedagogía
decimonónica, de la que todavía hoy se mantienen algunos rescoldos. En mayor o menor
medida, todo «profesor-enseñante», a despecho de su disfraz de sabelotodo, es ignorante,
desconocedor profundo de la psicología e incapaz de sintonizar con los alumnos, con los
que se muestra desconsiderado y antaño hasta brutal. Suele quedarse fijado a teorías
educativas simplonas en las que predominan las visiones distorsionadas de los escolares,
cual si fuesen, por ejemplo, meros receptáculos. Con su actuación, este instructor impide
el desarrollo integral del educando. En el aula, teñida de incomunicación, se dispara su
afán de dominio y no duda en avasallar a los alumnos, a los que no tiene en cuenta.
En el nuevo pasaje galdosiano (2006: 51) que transcribimos se descubren más

178
rasgos del «profesor-enseñante»:

«Habiéndose metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias, a


instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el otro (Hernán
Cortés) empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de otra
manera. Se le presentaba el entendimiento de un niño como castillo que debía
ser embestido y tomado a viva fuerza, y a veces por sorpresa. La máxima
antigua de la letra con sangre entra tenía dentro del magín de Polo la fijeza de
uno de esos preceptos intuitivos y primordiales del genio militar que en otro
orden de cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando, movido de su
convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de un alumno
rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea de abrir un agujero
por donde a fuerza había de entrar el tarugo intelectual que allí dentro faltaba.
Los pellizcos de sus acerados dedos eran como punturas por las cuales se
hacían, al través de la piel, inyecciones de la sabiduría alcaloide de los libros
de texto».

Las circunstancias histórico-educativas y sociopolíticas del ficticio «profesor-


enseñante» descrito son considerablemente distintas a las actuales y explican en gran
medida su postura antipedagógica. Hoy, verbigracia, los golpes y castigos corporales en
el ámbito escolar están totalmente prohibidos, lo que constituye un avance evidente. Con
todo, cuando la praxis educativa prescinde de aspectos esenciales de índole afectiva,
moral, social, etc., y se centra en exclusiva, como a veces sucede, en el vertido de
informaciones sobre el alumno, puede darse por seguro que, aunque no se llegue al grado
extremo ofrecido en la novela galdosiana, nos hallamos ante una versión de la categoría
docente analizada. Incluso hay quien sostiene —en nuestra opinión erradamente— que
ante el aumento de la indisciplina y el retroceso instructivo de parte significativa de
nuestro alumnado, lo mejor es recuperar prácticas como las observadas en don Pedro
Polo.
Las manifestaciones del «profesor-enseñante» dependen de la coyuntura y de la
propia personalidad, pero desde aquí abogamos por su total extinción. En la medida en
que los planes de formación docente, inicial y permanente, contemplen aspectos
consistentes adscritos al plano ético y técnico, entre los que cabe citar el compromiso
con la comunicación discursiva auténtica, se reducirá la presencia de este tipo de docente
y la educación saldrá beneficiada.
¿Se puede añorar una metodología como la del maestro de la novela? Veamos qué
se nos dice al respecto (2006: 54):

179
«Entraba a saco los entendimientos y arrasaba cuanto se le ponía por delante.
Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase y
asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar
luego un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su
aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias;
destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos
vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba
cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza,
y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas. Por
uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy
satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los
Institutos, sacando a espuertas las notas de sobresaliente. Don Pedro decía:
“Ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van”».

En términos freireanos también podríamos denominar «profesor-bancario» a nuestro


docente, verdadero adalid del método «machaca-martillo» cuyo autoritarismo se
manifiesta en el silenciamiento de los alumnos, en el desmantelamiento de su
creatividad, la suspensión de su autonomía, el énfasis puesto en los resultados escolares
y la confianza ciega en el psitacismo.
La constelación de notas definidoras del «profesor-enseñante» varía según el
maestro de que se trate, pero todos suelen atenerse a los rasgos recogidos, fruto de una
personalidad rígida, a veces incluso dogmática y, aunque resulte paradójico, en
ocasiones insegura, lo que puede activar elementos defensivos que se traduzcan en afán
de dominio. Aunque cabe localizar esta inseguridad básica en el carácter, también puede
originarse o, al menos, acrecentarse por falta de preparación psicopedagógica. En rigor,
debe tenerse en cuenta que toda modalidad docente es producto de la personalidad y de
las circunstancias (educativas, históricas, sociales, políticas, etc.).

5. «PROFESOR-PROGENITOR»

En este profesor predomina la vertiente emocional del discurso. Es el tipo de docente


que se interesa por los problemas y el desarrollo afectivo de sus alumnos, pero descuida
los aspectos técnicos de la educación. Desatiende la formación intelectual del educando.
Aunque puede encontrarse en todos los niveles, es más frecuente en los primeros tramos
del sistema educativo. Naturalmente un ambiente presidido por la cordialidad en el que

180
se promueva el desarrollo emocional del educando es necesario, pero sin que la
educación se agote en el cultivo de la vertiente afectiva.
En este profesor encontramos un notorio desequilibrio entre la sobredosis de afecto
prodigado a los escolares y la atención dedicada al proceso instructivo. Se toma
demasiado al pie de la letra aquello de que es positivo «conquistar el corazón» del
educando. En su conducta puede influir la necesidad de compensar sentimientos de
soledad unida a una sincera inclinación hacia el magisterio, mas si no se acompaña
también de acreditada profesionalidad, su actuación docente puede ser, cuando menos,
infructuosa. Al quedar el proceso formativo confinado en el área de la afectividad, se
multiplican los escollos para alcanzar un desarrollo personal satisfactorio. El despliegue
integrador del educando se suspende o retrasa, sobre todo por el costado cognitivo.
Con la dignificación y profesionalización del magisterio el número de «profesores-
progenitores» ha ido disminuyendo. La progresiva sensibilización legislativa, no exenta
de altibajos y muy influida por los avances científicos y las distintas corrientes
pedagógicas, así como por la coyuntura sociopolítica, refleja la creciente atención a los
aspectos técnicos de la formación docente. La preparación sistemática de los profesores
era prácticamente inexistente antes del siglo XIX. La primera institución española para
formación de maestros primarios, la Escuela Normal-Seminario Central de Maestros, se
creó en Madrid en el año 1839 y tuvo como primer director a Pablo Montesino.
Aunque en materia de formación de maestros no todo se ha conseguido, sí es mucho
lo que se ha conquistado. Las pésimas condiciones socioeconómicas en que otrora se
hallaban los maestros, advertidas en el difundido dicho «pasas más hambre que un
maestro de escuela», también se extendían a la escasa nutrición pedagógica e intelectual.
Esta precariedad era mayor, si cabe, en las maestras.
La escritora gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921) en una novela16 publicada a
finales del siglo XIX, El cisne de Vilamorta, a un tiempo romántica y naturalista, incluye
la pintura de una maestra, Leocadia Otero, de la que dice: «El inicuo estupro sufrido en
los primeros años de la juventud había dejado a Leocadia, envuelto en sus amargas
memorias, horror profundo a las realidades del matrimonio, base de la familia, y una
sed perpetua de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y satisface
al sentimiento. Poseía la media instrucción de las maestras, rudimentaria, pero bastante
para infundir gustos exóticos en Vilamorta, verbigracia, el de las letras, en sus más
accesibles formas —novela y verso—» (cap. II).
Por desgracia, el mundo de la educación tampoco se ha librado de la corriente
misógina que ha lacerado a las mujeres a lo largo de la historia. Por ejemplo, durante el
siglo XIX era harto extendida la idea, sustentada en bases pseudocientíficas, de la
inferioridad intelectual innata del género femenino, lo que justificaba, entre otras

181
medidas, su arrumbamiento de las actividades culturales.
No sorprende, por ello, como bien muestra San Román (2000: 110-129) en su
estudio sobre modelos de maestras, que antes de la creación de las Escuelas Normales
hubiese incluso maestras analfabetas (1783-1838), excluidas del proceso instructivo-
educativo por su condición de mujeres y cuya función principal, una vez que acreditaban
«buenas costumbres» y nivel competencial suficiente en «sus labores», era la formación
hogareña de niñas de clases pobres.
En un segundo modelo, situado históricamente entre 1838-1876 y paralelo a la
aparición de las escuelas de párvulos, la investigadora citada presenta a las maestras
maternales, una suerte de sustitutas sociales de las madres biológicas. La escuela de la
época reproducía una estructura patriarcal en la que el maestro, a semejanza del padre
(cabeza) en la familia, asumía un papel principal, mientras que la maestra, como la
madre (corazón) en el hogar, se encargaba del cuidado de niños y niñas en el espacio
público. El requisito solicitado a este tipo de maestra era un nítido sentimiento maternal
reforzado con conocimientos mínimos sobre el mundo de la infancia. En definitiva, una
buena maestra era la que cuidaba a los niños con amor de madre, vigilaba su aseo e
higiene, supervisaba sus comidas y hacía las observaciones oportunas, «con mucha
moderación y buen tono», a las personas encargadas de llevarlos a la escuela.
Cabe ubicar el tercer modelo, el de las maestras racionales intuitivas.
Aproximadamente entre 1868 y 1882, representó la tercera fase en la incorporación de
las maestras a la escuela pública y el segundo momento de su inclusión en las escuelas
de niños. La apertura de España a Europa y el empuje de los krausistas y froebelianos
españoles fueron decisivos a la hora de concienciar sobre la necesidad de instruir a las
mujeres. Se modernizó considerablemente la formación de las maestras, el currículo era
cada vez más consistente y se optó por una metodología intuitiva, favorecedora de la
indagación, respetuosa de la naturaleza infantil y compatible con las «cualidades
específicamente femeninas» (San Román, 2000: 129-142).
El sumario repaso diacrónico realizado, dividido en tres períodos orientativos, apoya
la categoría de «profesor-progenitor» derivada de nuestro modelo pentadimensional para
el análisis del discurso educativo. La maestra maternal constituye un claro ejemplo
histórico. Aun cuando cabe argüir que en materia de preparación de maestros y
profesores se ha avanzado mucho y que, por ejemplo, merced al desarrollo científico, su
formación es hoy mucho más completa, he de señalar que todavía sigue habiendo
«profesores-progenitores» de ambos géneros. La banalidad con que en algunos lugares e
incluso instituciones escolares se sigue considerando la labor docente, sobre todo de los
primeros niveles, unida a una escasa formación real que no se corresponde con el título
oficial obtenido y a una personalidad escorada hacia la neurosis, pueden facilitar la

182
emergencia de una figura profesoral como la descrita.

6. «PROFESOR-PRESENTADOR»

Es el profesor que busca ante todo atraer a sus alumnos. En casos extremos hallamos un
docente con un discurso huero. Está muy preocupado por la imagen, pero no promueve
la formación de los educandos, únicamente los entretiene. Su manera de motivar opera
en el vacío. La influencia de los mass media, en particular de la televisión, cada vez más
conduce a los profesores a adoptar modos de obrar análogos a los presentadores de este
medio. Y es que no son pocos los maestros que se quejan de que tienen que competir con
los hombres y mujeres que aparecen en la pequeña pantalla si quieren mantener la
motivación de los escolares.
Con finalidad ilustrativa, me tomo licencia literaria para presentar a aquel profesor
de Historia, don Eufemio, cuya perenne sonrisa dibujaba a ambos lados de la boca
marcadas e irregulares arrugas. Comenzaba la clase con un enfático y vibrante saludo, y
acostumbraba a pasear por el aula, porque había oído que el dinamismo, además de
beneficiar el proceso de enseñanza-aprendizaje, era indicador de seguridad en uno
mismo. Aunque se esforzaba por usar rimbombantes términos que encandilasen a su fiel
y joven auditorio, explicaba más bien poco. Hablaba, eso sí, de todo y de nada. Enlazaba
el primer viaje de Colón con el último culebrón, la Revolución Francesa con su reciente
visita a la ciudad del Sena, la Constitución de 1978 con el carnaval. Con estos continuos
encadenamientos los alumnos quedaban suspendidos y boquiabiertos.
Le encantaba utilizar las palabras «propedéutica» y «constructivismo», al igual que
expresiones como «motivación intrínseca» y «currículo oculto» entre otras que había
aprendido en unas jornadas pedagógicas. Con estas perlas retóricas se sentía más ancho
que largo y se tenía por gran orador. Su estilo discursivo se caracterizaba igualmente por
la inclusión de pausas y el manejo arbitrario de máximas y tropos. Lo cierto es que sus
clases tenían éxito, al menos si se toma como criterio de buena actuación docente la
algazara general de los alumnos al finalizar la clase y el entusiasmo que parecían mostrar
durante la hora aproximada que aquel singular encuentro duraba. A veces ocurre que se
da la victoria a quien menos la merece. Este profesor, egresado de la Facultad hacía
pocos años, tenía a su cargo un grupo de alumnos de Secundaria. Más que preparar las
lecciones, lo que hacía era poner todo su ingenio al servicio del entretenimiento. No
dudaba en organizar acaloradas discusiones sobre temas de actualidad. Lo de menos es
que los debates tuviesen algo que ver con el programa de la asignatura. Según él, la vida,

183
la más sabia maestra, se encargaría de enseñar lo necesario a aquellos muchachos. Don
Eufemio, mientras, se jactaba ante ellos de sus muchas experiencias, don de gentes, vasta
cultura, conocimiento del mundo del espectáculo y, cómo no, facilidad de palabra. Al
salir de clase, tras los lentes, sus ojos reflejaban que la autoestima estaba reforzada.
La escena anterior tiene por objeto facilitar la comprensión general del perfil del
«profesor-presentador». Se advierte enseguida en el cuadro mostrado la falta de
verdadera enseñanza. En cierto modo, este tipo de docente actúa ante sus alumnos como
un presentador de televisión o un actor lo harían con su público. Trata sobre todo de
llamar la atención, de animar. El salón de clase le sirve de escenario para representar su
papel. Su labor resulta artificiosa y no duda en desplegar gran cantidad de recursos
expresivos. A veces incluso nos hallamos ante un actor frustrado que toma la tarima del
aula como plataforma para su peculiar interpretación barnizada de academicismo. Desde
un punto de vista psicológico, el «profesor-presentador» suele tener una autoimagen
narcisista. Su histrionismo17 es la vía que utiliza para lograr la estimación y el aplauso.
En lugar de buscar el reconocimiento de los alumnos mediante la preparación de las
clases, recurre a golpes de efecto. Esta dramatización, que bien empleada y acompañada
de instrucción suficiente podría mejorar considerablemente el proceso educativo,
responde a menudo a la necesidad de compensar la escasa preparación profesional y la
inconsistencia afectiva de su personalidad.
El polimorfismo del «profesor-presentador» no impide que, en la mayor parte de los
casos, sean docentes con cierto carisma, esto es, dotados de una especial capacidad para
atraer, motivar y aun fascinar a los alumnos. Se ha de reparar, empero, en que el influjo
que ejerce sobre los escolares oscila entre lo insustancial y lo negativo, toda vez que
incumple sistemáticamente su elevada misión formativa. Por cierto, no siempre es fácil
detectar este impacto anodino o pernicioso, pues los alumnos, cuanto más pequeños son,
disponen de menos resortes de crítica y defensa, a lo que se agrega la embellecida y
engañosa dramatización discursiva del profesor, que, si lo estima oportuno, ya por queja
de la institución, ya de los propios escolares, etc., se las ingenia para incorporar «con
alfileres» algunos contenidos en sus clases hasta que escampe.
Sin que se soslayen diferencias interpersonales y condicionantes de diversa índole,
el estilo axial de los «profesores-presentadores», cuyo comportamiento puede ser en
ocasiones claramente vanidoso y aun despreciativo, se descubre en el desequilibrio
discursivo entre la dimensión motivadora y las otras vertientes. Como consecuencia de
esta descompensación, exhiben un discurso fragmentado, disperso y pobre, aunque
aparezca revestido de tecnicismos, imágenes y figuras literarias. En realidad se trata de
un simulacro de discurso educativo, probablemente influido por la televisión. Como
puntualiza Alonso Fernández (1996: 160) al referirse a este medio, hemos asistido en las
últimas décadas a la sustitución del discurso lógico-racional, largo y bien trabado, una

184
especie de escritura hablada, por otro mucho más breve y abrupto que condensa las
palabras alrededor de una imagen, como si formase una apretada secuencia audiovisual.
De hecho, se está generalizando la expresión a través de fórmulas esquemáticas y
sentencias.
Cabe pensar, en efecto, que la escuela no escapa a esta perniciosa influencia de la
televisión, sin que por ello debamos culpar a la pequeña pantalla de toda la degradación
discursiva. En cualquier caso, el «profesor-presentador», no exento de responsabilidad,
es una lamentable muestra del deterioro comunicativo.
Debe tenerse en cuenta también que el «profesor-presentador» ha encontrado en la
televisión y en otros recursos tecnológicos, como Internet, unos aliados magníficos.
Estas herramientas, que a menudo utiliza arbitraria o abusivamente, le vienen como
anillo al dedo a su discurso. Las pone al servicio de su necesidad de impresionar, distraer
y seducir. Acrecientan, en definitiva, su dramatismo, al tiempo que multiplican los
efectos nocivos sobre los escolares.

7. «PROFESOR-POLÍTICO»

Es el profesor cuyo discurso se orienta exclusivamente a «transformar» la realidad


social. Es un auténtico propagandista de salón de clase que se encamina a ganar
prosélitos para su opción ideológica o política. El aula le sirve de escenario para difundir
su parcial cosmovisión. El discurso «político» explícito está más generalizado en
Secundaria y en la Universidad, aunque se sabe que también puede presentarse de forma
sutil en los tramos iniciales del sistema educativo.
El «profesor-político» es un mal ejemplo para los alumnos. No es extraño que la
inmadurez o el trastorno le lleven a difundir de modo habitual en el aula sus ideas con la
doble pretensión de lograr la adhesión a la propia posición y de desprestigiar a los que no
piensan como él. Cuanto más pequeños son los escolares, menos resistencia ofrecen a
esta penetración ideológica. En alumnos algo mayores, en cambio, pueden observarse
conductas reactivas de índole contestataria o crispada.
Llegado este punto, rompemos una lanza por la verdadera educación política
(derivada de pólis, ciudad), pues constituye una plataforma irrenunciable para la forja de
ciudadanos libres y comprometidos con la convivencia y el progreso social. Desde luego,
la instrucción es necesaria, aunque no suficiente, para un genuino aprendizaje
sociopolítico. La formación cívica, muy controvertida en la actualidad, cala sobre todo
en el educando a través de un ambiente favorecedor de reflexión, inclusión, participación

185
responsable y diálogo. La institución escolar no puede prescindir del cultivo cívico, mas,
en modo alguno, una formación tal puede utilizarse como instrumento para lograr la
fidelidad de los alumnos a las propias ideas.
Una educación política en la escuela, cimentada en un discurso instructivo,
motivador y ético, se orienta a la capacitación de ciudadanos conscientes de sus derechos
y deberes, auténticamente comprometidos con la mejora de su comunidad, sin que ello
suponga una renuncia a su individualidad. En rigor, se puede hablar de «educación
cívico-política» que acontece por y para la participación, dado que emerge en un
ambiente democrático facilitador de un comportamiento congruente.
Resulta evidente, por otro lado, que la educación política puede adulterarse. Es lo
que sucede, por ejemplo, si un profesor abusa de su situación para inocular
tendenciosamente ideas que le favorecen, sin reparar en los perjuicios que genera. Este
tipo de avasallamiento se ejerce principalmente a través del lenguaje. El discurso, en
fondo y forma, se convierte en un vehículo idóneo para alcanzar, entre otras, las
siguientes metas: orientar el voto de los alumnos, desprestigiar a los discrepantes,
consolidar la ventajosa posición, sembrar la discordia, etc.
El uso perverso del discurso educativo en España se advierte incluso en la
deliberada instrumentalización de idiomas autonómicos. La lengua se convierte en arma
política que dispara con balas de intransigencia, exclusión y hostilidad. Es aún más
intolerable que prácticas aberrantes de este tipo se promuevan desde el poder. La riqueza
lingüística de algunas regiones, en lugar de fomentar enfrentamientos, debería facilitar el
encuentro y el intercambio constructivo.
Si nos centramos en la manipulación ejercida por el poder político, se observa que
algunos partidos que llegan al Gobierno se sirven de profesores acólitos, del currículo
escolar y del idioma. La politización de la educación puede alcanzar un grado que haga
peligrar la propia convivencia democrática. Esta pretendida educación cívica escondería
en realidad un comportamiento gubernamental incívico, desde el mismo instante en que
se pusiese al servicio de sus particulares intereses: afincarse en el poder, eliminar al
adversario, etc.
Incluso en situaciones de politización institucional generalizada como la apuntada,
por cierto más acusada cuanto mayor sea la orientación totalitaria, enmascarada o no, del
Gobierno en cuestión, pueden desempeñar los profesores, con todos los matices que se
quiera, una significativa labor de apoyo vasallo o disidencia heroica, actitud ésta que, por
supuesto, permanece alejada del censurado perfil profesoral que estamos analizando.
Los «profesores-políticos» pueden ser satélites de un Gobierno, partido u
organización y, así pues, actúan «por cuenta ajena», pero tampoco escasean los que
ejercen su politiqueo motu proprio, es decir, «por cuenta propia». El denominador

186
común a todos estos docentes es el de presionar ideológicamente a los educandos. Esta
violencia pedagógica, en mayor o menor cuantía, se extiende a la personalidad en su
conjunto.
Podemos ahora preguntarnos por la influencia que en la emergencia y cristalización
del terrorismo ha tenido la tergiversación de la Historia en el marco de una pedagogía de
la intolerancia nacionalista. La constante exposición durante la escolaridad a consignas
que azuzan el rechazo, cuando no el odio, hacia el considerado diferente/discrepante
enciende la mecha de la agresividad cainita. De hecho, el «alumno-politizado», en
ocasiones a merced desde la infancia de una ideología engañosa y violenta, es claro
candidato al fanatismo.
La materialización de los dislates ideológicos se descubre en la vertiente oral del
discurso docente, pero también en la escrita, tal como sucede en algunos manuales
escolares, fiel reflejo de intenciones políticas. El esfuerzo combinado para «lavar el
cerebro» por distintas vías resulta mucho más efectivo, como bien saben los maestros de
la manipulación política.
En España, por desgracia, hay numerosos «profesores-politicos». Es el caso, por
ejemplo, de docentes que, independientemente de su asignatura, hacen a sus alumnos
reiteradas apelaciones de tipo mítico sobre las excelencias de su «pueblo», según ellos
único portador de nobleza y cultura, auténtico baluarte de pureza y poseedor de una
genética superior.
La patológica y constante presencia en el discurso docente de representaciones
sociales, políticas, étnicas y morales distorsionadas que a veces se acompañan de la
defensa de acciones terroristas, configura un gravísimo proceso que dificulta al educando
juzgar la realidad y le empuja hacia posiciones igualmente desenfocadas, dogmáticas y
destructivas.
Por fuera del ejemplo puesto, ha de insistirse en que la categoría docente descrita,
fruto del anómalo y desmedido crecimiento de la dimensión social del discurso y de la
deficiencia de las vertientes restantes, tampoco se circunscribe a un territorio, tiempo o
nivel educativo, aun cuando esté condicionada por estos y otros aspectos.
Es cierto, por otra parte, que no se puede ni se debe realizar un discurso educativo
ideológicamente neutro. El discurso se elabora en función de su impacto en los
destinatarios, sin que por ello se deban aceptar las intenciones perversas del hablante.
Así pues, aun reconociendo que el discurso siempre es ideológico, no puede admitirse
que todo discurso docente sea educativo. Lo que hace, por ejemplo, el «profesor-
político» es estructurar oportunista, abusiva y tendenciosamente la realidad social. Un
estudio en profundidad de su discurso nos permitiría encontrar múltiples y peligrosas
distorsiones, flaquezas y contradicciones. En cambio, un verdadero educador, desde el

187
respeto y fomento de la autonomía del educando, se afana por analizar equilibrada y
dialógicamente los hechos y situaciones en un marco de actuación eminentemente
liberadora.

8. «PROFESOR-PREDICADOR»

Es el profesor que sermonea a los escolares. Tiende al adoctrinamiento, pues se siente


llamado a defender los valores y a evitar que los escolares se tuerzan. A menudo
reprende a los alumnos por su comportamiento dentro y fuera del aula. Trata de reformar
las «malas costumbres» de los educandos por medio de moralina. Como sus enseñanzas
son inoportunas, superficiales y falsas, no educa a sus alumnos, aunque es posible que
sigan su «código de conducta» por temor a los castigos.
El «profesor-predicador» se presenta generalmente como paladín de la moral,
llamado a defender los «hábitos correctos», si es preciso con mano férrea, lo que a veces
le lleva a cometer conductas reprobables.
Don Urbano Villanueva, maestro nacido de la pluma del insigne escritor Leopoldo
Alas, Clarín (2000: 101-106), nos muestra con fina ironía la doctrina del «profesor-
predicador» que él mismo abraza, según se desprende de sus palabras a los párvulos:
«[…] es necesario que el buen pedagogo, esto es, director de niños, enfrene las malas
pasiones de ustedes y los extravíos psicofísicos propios de la edad por que ustedes
atraviesan, no con muros de arena, sino con una de arena… y otra de cal, es decir, por
las dulces y por las agrias, por aquello de que, entre col y col, lechuga». Según don
Urbano:

«[…] árbol que crece torcido


tarde su tronco endereza,
porque hace naturaleza
del vicio con que ha nacido…».

Desde luego, el «profesor-predicador», como «buen» jardinero, se siente obligado a


que el árbol crezca derecho. Aunque aderezado con rasgos politiqueros, el siguiente
discurso apologético que don Urbano realiza sobre la cuerda es ejemplo caricaturizado
de la categoría docente que estamos analizando:

«—Sí, señores; la cuerda es el símbolo de la sociedad, porque la sociedad es un

188
vínculo de derecho, vinculum juris, un lazo, algo que ata; y ¿con qué se hacen
los lazos, las lazadas y los nudos? Con cuerda. Además, la cuerda no sólo es
materia del lazo social, del vínculo, sino sanción para impedir o castigar las
transgresiones, y de aquí el trato de cuerda, los azotes, las disciplinas. Esto,
elevado a institución religiosa, es el cilicio, la cuerda del mendicante. Si de
estas regiones místicas descendemos a los intereses materiales, tenemos que sin
cuerda no habría ciudades ni propiedad rústica bien deslindada; porque con la
cuerda de la plomada construimos los sólidos edificios, para que obedezcan a
las leyes arquitectónicas y den a la vertical lo que es suyo; con las cuerdas
determinamos las rasantes de las calles, alineamos las arboledas municipales,
lugares de recreo, trazamos los caminos a través de la tierra y, por último,
medimos las heredades y las distinguimos y separamos con sus linderos
correspondientes, en digno tributo a la divinidad del dios Terminus. Por eso,
señores, lejos de quejarse, deben ustedes dar gracias a Dios, que crió el
cáñamo, cuando yo les ato la mano a la pluma o les ato ambas manos a la
espalda para corregir sus desafueros, y enseñarles, por el sistema preventivo,
lo que es la pena del galeote y del presidiario que va a purgar su delito atado
codo con codo; y como la educación debe ser integral, y ustedes deben ir
creándose hábitos para toda clase de finalidad racional; como cabe en lo
racional que algunos de ustedes acaben en un presidio, bueno es que sepan de
todo y aprendan por experiencia propia cómo las gasta la vindicta pública
para reprimir los excesos de la libertad en los ciudadanos.

Porque sí, señores míos; a propio intento, y como manda la retórica, he dejado
lo de más efecto para lo último en esta apología de la cuerda; la forma sublime
de la cuerda es la cuerda de presidiarios, porque ésta es la que sirve para
garantía del orden, para sujetar el mal y dejar libre el bien; y aun si quisiera
remontarme más a la suprema expresión de la cuerda simbólica, representaría
ante la pasmada fantasía de ustedes la imagen de una horca, en la que el papel
principal lo representa una cuerda; una cuerda con un nudo, siquiera sea
corredizo; para demostrar que al que huyó del lazo del vínculo social, este
lazo, este nudo se le aprieta al cuello».

El maestro del relato utiliza el tiempo y el espacio escolar para medir, ordenar,
controlar, someter y disciplinar a los niños. Según él, se previenen así las transgresiones
y se garantiza la rectitud. Por cierto, es patente en el cuento la tensión entre liberar y
reprimir, entre el subjetivismo roussoniano y el objetivismo comtiano, que tanto ha
centrado la atención, por ejemplo, del sociólogo de la educación Lerena (1983).

189
A semejanza de lo que sucede en mayor o menor cuantía con todo «profesor-
predicador», la moral de don Urbano no resiste el menor análisis. Su ética queda
supeditada al disparatado afán de corregir los defectos infantiles. Llevado por la
convicción irracional de que es el encargado de enderezar el comportamiento de los
niños, no duda en utilizar correas físicas ni morales.
En el cuento sólo se oye la voz del maestro y la del narrador que le da vida, los
párvulos permanecen silenciados. Todo se organiza conforme a la sui generis idea de
rectitud y es patente la brecha existente entre don Urbano y sus alumnos. El adoctrinador
discurso docente no resulta nada formativo para los niños, por estar cargado de
conceptos, oraciones complejas y terminología técnica; todo lo cual acrecienta, aún más,
el alejamiento interhumano.
El «profesor-predicador» de antaño se apoyaba a menudo en los castigos corporales.
En la actualidad estas medidas disciplinares han sido erradicadas del ámbito escolar, lo
que representa un evidente logro educativo, pero todavía es frecuente utilizar el recurso
del miedo de nítida índole perniciosa. La vieja combinación de vigilancia y castigo,
aunque asuma formas más sutiles, continúa siendo la fórmula pedagógica más esgrimida
por algunos docentes para «orientar» la conducta discente según su conveniencia y con
arreglo a la elevada misión moral que les convoca.
El escritor asturiano Pérez de Ayala (2001), en la novela de carácter auto-biográfico
A.M.D.G., no exenta de polémica, cuya trama se sitúa a principios de la pasada centuria
en un colegio de jesuitas, ahonda en la «leyenda negra» de la compañía ignaciana. No
escasean los pasajes en que los docentes-religiosos realizan actos vituperables. Sin
detenernos por el momento en execrables pinturas literarias, recordamos a modo de
ejemplo y de acuerdo a los fines de nuestro trabajo, que uno de los personajes, el padre
Olano, encargado de los ejercicios espirituales de los alumnos, confiaba en distribuir
eficazmente las meditaciones merced a «su larga práctica de orador tremebundo» (p.
101). En el fragmento que a continuación se transcribe, observamos lo bien urdidas que
estaban las pláticas, incluidos sus efectistas «adornos» discursivos: «Hágase revivir en la
memoria de los alumnos las faltas o pecados que hayan cometido. Empleándose
palabras y términos repugnantes para denominar los pecados. Son llagas
asquerosísimas; son postemas y manaderos de pus; son pústulas y lepra que infestan el
aire que se respira e imprimen al alma que los comete una horrible fealdad. ¡Vosotros
no lo veis, pero el ángel de la guarda, que está a vuestra diestra, lo ve, y sufre, y llora, y
tiene que taparse el rostro con el ala, para no contemplar tanta suciedad. (Esta
meditación debe hacerse a la tarde, después de la comida. Al hablar se hacen gestos de
repulsión, como si uno tuviera delante las nauseabundeces que describe.)» (p. 105). Con
semejante despliegue retórico a lo largo de los cuatro días que duraban los ejercicios
espirituales, no sorprende que algunos niños experimentasen antes de la última jornada

190
«síncopes y soponcios».

9. «PROFESOR-EDUCADOR»

Es el profesor auténtico que promueve la formación integral de los alumnos, tanto en el


plano intelectual como ético. Este docente transmite informaciones rigurosas y
actualizadas, afianza aptitudes, al tiempo que fomenta la adquisición de actitudes y
valores positivos que se traduzcan en conductas congruentes. Su labor no se reduce a la
mera explicación del programa disciplinar, por más que la transmisión de contenidos y la
acción positiva sobre la vertiente cognitiva del educando sean fundamentales. La noción
de «profesor-educador» implica atender todas las dimensiones de la vida personal. A
partir de un ambiente de trabajo presidido por la cordialidad, la confianza, el respeto, la
vitalidad y la alegría, explica, enseña, motiva y orienta a sus alumnos, es decir, educa.
Este tipo de profesor, acaso el más extendido en todo linaje de enseñanza, adopta una
actitud dialógica que facilita el intercambio y el desarrollo de la personalidad de los
escolares. Fomenta la actividad, la conversación, el debate constructivo, la exploración y
el descubrimiento. Es un docente entregado a la educación que abandona el diseño
curricular rígido y se lanza entusiasta a la búsqueda del método que mejor se adapte a
cada educando. Merced a su discurso pentadimensional informa, anima, guía y despierta
el amor al trabajo académico e intelectual. El «profesor-educador» se encuentra, aunque
con variados matices, en cualquier tramo de la educación y su discurso favorece que el
alumno avance por la senda del aprendizaje, la reflexión, el raciocinio y el desarrollo
personal. En un complejo marco dialógico intersubjetivo, el «profesor-educador»,
movido por su vocación y profesionalidad, realiza una meritoria labor en pos de la
expansión formativa del educando.
Las raíces profesionales del «profesor-educador» se hallan en una sólida formación
inicial que se enriquece permanentemente a través de lecturas, cursos, encuentros con
colegas, etc. En el plano personal se descubren, por lo general, cualidades positivas de
diversa índole. Entre las intelectuales destacan la reflexión, la apertura, el amor a la
verdad y la curiosidad. Sobresalen también las afectivas como la sensibilidad, la
estabilidad emocional, la empatía y la cordialidad. Las sociales ocupan igualmente un
papel relevante, verbigracia, la comunicatividad, la asertividad, la generosidad y la
afabilidad. En esta relación de características, no pueden faltar las morales, como la
honradez, la veracidad, la justicia y la prudencia. Este provisional catálogo de rasgos
configura una especie de armazón que, además de disponer para la actividad educativa

191
enérgica y fecunda, protege ante las situaciones adversas que gravitan sobre la vida
escolar.
La silueta arquetípica del «profesor-educador» descrito aglutina notas positivas en el
plano humano y profesional suficientemente explicativas de su estilo cultivado, cercano,
estimulante, convivencial y ético. Este racimo de cualidades pende tentador y es
menester incorporarlo a los programas formativos del profesorado. Estoy convencido de
que al hacerlo, se obtendrán enormes beneficios comunicativos y educativos.
Si abandonamos por un momento la región de la idealidad docente y optamos por
tocar suelo es casi seguro que el conjunto de trazos del «profesor-educador» se clarifican
al encarnarlo en algún personaje concreto. El lector pensará quizá en un querido maestro
de la infancia o en un brillante profesor de juventud. Este sencillo ejercicio mnemónico
resulta saludable y puede darse por hecho que si se plasmasen todos los recuerdos en
inventarios de rasgos docentes la riqueza de matices, pese a las desemejantes vivencias e
imágenes alojadas en la memoria, nos permitiría realizar un acabado retrato profesoral.
Entretanto decidimos poner manos a la obra pictórica, podemos adentrarnos en el túnel
del tiempo hasta llegar a la Grecia clásica en que la figura de un anciano venerable que
parece ajeno a cuanto le rodea, llama nuestra atención por su sencilla indumentaria, pies
desnudos, tupida barba blanquecina y mirada perdida. Se trata de Sócrates, el hijo del
escultor y la comadrona, amante de la sabiduría, maestro de la palabra, gran conversador,
preguntón empedernido, irónico y alumbrador.
En verdad, así como la ciencia médica dispone del famoso Juramento de Hipócrates,
insigne médico de la Antigüedad, el mundo de la educación y sus profesionales podrían
enriquecerse si tomasen como referente a Sócrates, contemporáneo de Hipócrates, y
realizasen una especie de compromiso socrático. Por cierto, el 18 de diciembre de 2007,
en la última clase del año y en el marco de la asignatura «Deontología de las profesiones
educativas», desarrollé con los alumnos de pedagogía un acto, entre solemne y
entrañable, que denominé «Jornada del compromiso socrático». Dicha sesión constituye,
hasta donde conozco, una auténtica primicia mundial, y espero que se institucionalice.
Es cierto, empero, que la significación histórico-educativa de Sócrates es en gran
medida enigmática. La «cuestión socrática», por la cual se discute la misma existencia
del filósofo, acaso no llegue a resolverse nunca y es posible que permanezca para
siempre el halo de misterio. Sea como fuere, el Sócrates que nos llega, recreado por
Platón, debe permitir el acrecentamiento moral de todos. La descripción que el egregio
discípulo hace de la filosofía socrática, vivida y pensada, debe animar a los educadores
actuales e incluso venideros. Sócrates inaugura en Grecia, cuna de la cultura occidental,
una actitud valiente y luminosa acreedora de una adhesión sincera por parte de cuantos
se dedican a la noble y hermosa tarea de educar. No parece descabellado afirmar que

192
Sócrates es paradigma del genuino educador. En él se personifican los positivos
caracteres que venimos describiendo, por lo que cabe expresar desiderativamente que su
fulgurante contorno se extienda hasta nosotros. Es urgente que Sócrates nos asista en
este tiempo saturado de cambios y crisis de valores en que no resulta sencillo entregarse
a la tarea educativa. Ciertos intereses creados amenazan la esencialidad de la educación
y a cuantos se dedican a ella con sincero y saludable compromiso.
Se podría argüir que las circunstancias actuales son muy distintas a las del maestro
heleno y que la restauración de su método constituiría craso anacronismo. Para disipar
este temor, afirmo que las buenas ideas transcienden el tiempo en que brotan y me
apresuro a aclarar que no se trata de aplicar sin más la doctrina de Sócrates, sino de
adaptarla y enriquecerla con plena conciencia a la situación presente. La ética y la
educación deben reconocer cuanto les sirve de asiento y estímulo.
En mi opinión, la presentación del perfil educativo paradigmático de Sócrates se
ajusta al menos a las siguientes notas:
— Impulsor de la educación moral. Rechaza el utilitarismo sofista y se orienta a
la verdad y a la virtud. La educación para Sócrates es camino de purificación
anímica. Vive filosofando y se entrega a su misión magisterial aunque por ello
sea condenado a muerte.
— Modelo de racionalidad que anima a transitar de la sombra a la luz, de la
espontaneidad y los instintos al orden y la cultura. En Sócrates la razón, el
logos, es llave que abre las puertas a una vida digna, honrada y justa.
— Educación a través del diálogo. El discurso oral alcanza en Sócrates su
cumbre. A través de conversaciones constituidas por preguntas y respuestas
breves desenmascara la falsa sabiduría y ayuda a engendrar buenos
pensamientos. La dialéctica socrática, opuesta a la retórica sofística, se apoya
en la ironía, por la que el mismo Sócrates se presenta como ignorante, y se
encamina a que sus discípulos alumbren la verdad hasta entonces latente.
Consabido es que se trata de la mayéutica, el arte de la partera, la profesión de
su madre.
— Coherencia personal. En el Sócrates platónico encontramos un hombre que
vive como piensa, un maestro que practica cuanto dice. Acaso el secreto más
profundo de su magisterio resida precisamente en la armonía entre prédica y
obra.
No es éste el momento de describir minuciosamente la personalidad y la biografía
de Sócrates, sobre las que se pueden consultar diversos estudios. Tampoco es nuestro

193
objetivo principal una restauración oficial del filósofo educador que se plasme en
códigos o juramentos tan solemnes como poco respetados, sino contribuir a la
recuperación privada e íntima de una figura extraordinaria. Aun siendo importante el
reconocimiento público del sabio ateniense, tiene mayor transcendencia su ubicación en
el fuero interno de cada maestro de escuela, educador de calle, profesor de Secundaria o
de Universidad, etc.
El ramo de cualidades que Sócrates posee, salvando distancias y circunstancias, es el
mismo que agita entusiasta el «profesor-educador» y que se advierte en su discurso.
Confío en que el espíritu socrático sea fuente de inspiración y de renovación
pedagógicas, pero considero que para que este magnífico exponente de educación sea
realmente aprovechado hoy, se precisa un concertado esfuerzo por parte de todos.
El socratismo educativo, del que se ha ofrecido un bosquejo, debe llevarse al pueblo
y a la ciudad. Este compromiso ha de advertirse en la sencillez, la cordialidad, el hábito
de reflexionar e indagar, la disposición al diálogo y la prosecución de la verdad. Una
actividad profesoral realizada con estas señas penetra y germina hasta en los terrenos
más escabrosos. En todos los niveles urge sustituir la enseñanza aséptica por la
educación viva, la instrucción que domeña por la formación que enaltece. Esta es la
verdadera reforma que se precisa y que, sin embargo, permanece aletargada. Mientras no
se agite la conciencia personal del educador en su afán por alumbrar a quien lo necesite,
las sombras seguirán su avance. Más que sermones y mediciones, lo que el niño y el
joven demandan es acompañamiento, mano amiga, ciencia y paciencia.

10. DECÁLOGO DEL «PROFESOR-


EDUCADOR»

Llevado por la inspiración socrática, me animo a explicitar el siguiente decálogo que


constituye una suerte de rutilante blasón del educador auténtico:
1. Compromiso con la verdad. La verdad es siempre alumbradora y ha de guiar
la praxis formativa, so pena de quedar a merced del engaño, la arbitrariedad o
el dogmatismo.
2. Impulso del bien. Sin cimientos éticos no hay genuina educación. Por lo
mismo, todo educador debe respetar y defender la dignidad humana, para que
no se produzcan atropellos de ningún tipo.

194
3. Cultivo de relaciones cordiales. La relación magisterial ha de fundamentarse
en el elemental principio de comprensión, confianza y ayuda a las personas
que favorezca la convivencia.

4. Confianza en la virtualidad formativa del diálogo, lo que se traduce en el


fomento de un auténtico intercambio conversacional con los alumnos,
presidido por el respeto, la escucha y la empatía.
5. Apertura a la (auto)formación. Ante la vertiginosa caducidad de muchas
informaciones, el educador ha de estar presto al aprendizaje permanente. Sin
actualización constante, el profesor queda irremisiblemente obsoleto.

6. Disposición para investigar. El profesor debe observar sistemáticamente la


realidad escolar con la intención de mejorarla. Es una tarea que redunda
positivamente en el quehacer del aula. La llamada «investigación-acción»
constituye un buen ejemplo de las opciones con que cuenta el docente para su
acrecentamiento y el enriquecimiento de la vida escolar.
7. Respeto del secreto profesional. Los datos obtenidos en el curso de la
actividad educativa han de tratarse, salvo justificadas excepciones, con suma
reserva, de modo que no se quiebre la confidencialidad ni se vulnere la
intimidad de las personas.
8. Fomento de la cooperación y de la actuación colegiada, sin menoscabo de la
independencia docente. La combinación de autonomía e implicación en un
ambiente laboral de cordialidad y compromiso se presenta como la
composición institucional más apropiada.
9. Estímulo de la vertiente social de la educación, de manera que se promueva
una convivencia fundada en la paz, la libertad, la justicia y la participación
responsable.
10. Aprecio de la cultura en sus diversas manifestaciones, en cuanto vía de
progreso personal y social. Sin amor a la cultura, la formación disminuye
hasta extinguirse. Por eso, las raíces culturales han de encontrarse en todo
linaje de educación.
Ojalá este conjunto de sugerencias animen a profundizar en las condiciones que
posibilitan una praxis discursiva integral. Ante las variadas y complejas situaciones que
el ejercicio de la profesión plantea, el educador se encuentra muchas veces desorientado.
El renacimiento socrático aquí propugnado es muy necesario y fortalecería el
compromiso con una paideia racional, cordial, motivadora, social, ética y dialogada.

195
196
DISCURSO EDUCATIVO Y
TIPOLOGÍA DISCENTE

1. INTRODUCCIÓN
2. «ALUMNO-APRENDIENTE»
3. «ALUMNO-VÁSTAGO»
4. «ALUMNO-ESPECTADOR»
5. «ALUMNO-POLITIZADO»
6. «ALUMNO-ADOCTRINADO»
7. «ALUMNO-EDUCANDO»

1. INTRODUCCIÓN

En el capítulo anterior nos centramos principalmente en la acción discursiva docente y


llega el momento de dirigir nuestra mirada hacia el alumnado, sin perder de vista
totalmente al profesorado. Es menester, por ejemplo, preguntarse por la incidencia que el
discurso educativo tiene en el proceso formativo de los escolares. En lo tocante a esta
cuestión, es indiscutible que a través del discurso el profesor deja su sello en los
alumnos, regula el trabajo académico y las interacciones. Hasta tal punto condicionan los
educadores el aprendizaje de los educandos, que, en mi opinión, no es descabellado
establecer una correspondencia entre tipos de profesores y de alumnos.
El discurso educativo es praxis que facilita el desarrollo de la personalidad. No es
extraño que a través del discurso el profesor proyecte, aun sin pretenderlo, su propia
visión del mundo y que oriente la trayectoria vital de los alumnos. El empleo diferencial
del discurso en el aula, acaso consecuencia de la particular cosmovisión del docente, da

197
lugar a diversas modalidades de relación profesor-alumno y genera variaciones
significativas en la educación, pues se enfatizan ciertas dimensiones en perjuicio de
otras.
Aun cuando la personalidad del alumno reciba otro tipo de influjos, por ejemplo,
familiares, sociales, mediáticos, etc., el impacto del discurso docente, más o menos
intenso, está fuera de toda duda. Hay que pensar además que esta acción comunicativa
persigue ciertas metas, es intencional, es decir, se encamina a la consecución de algo:
transmitir contenidos, promover actitudes y valores, etc. Admitido lo dicho, estamos en
condiciones de presentar en las próximas páginas una original clasificación discente
derivada de la tipología profesoral recogida en el capítulo precedente. La justificación de
la taxonomía se encuentra una vez más en el hecho de brindar referencias que faciliten la
mejora del discurso y de la educación. Se da también la circunstancia de que la categoría
alumno no es estática ni unívoca, lo que nos anima a proponer, mediante la tipología
ofrecida, un debate que contribuya a enriquecer su imagen actual y aun venidera.
Al escudriñar la etimología del término «alumno» (del latín alumnus, «persona que
es criada por otra»), comprobamos que procede del verbo alere «alimentar». A este
respecto, aunque el propio alumno ha de asumir una responsabilidad creciente en su
«alimentación», es menester destacar el relevante papel que en materia «alimentaria»
corresponde a las autoridades, instituciones y profesionales de la educación. Tanto en el
plano físico como psíquico, no se trata de comer demasiado, sino de comer bien. La
clave, pues, pasa por asegurar una dieta saludable a partir de «nutrientes» intelectuales,
afectivos, motivacionales, sociales y éticos.

2. «ALUMNO-APRENDIENTE»

Es un alumno sometido a monólogos insufribles del «profesor-enseñante». Víctima de


un discurso dogmático y de un proceso de enseñanza memorística. Es el escolar que, en
un marco en el que prima la reproducción de contenidos, repite la lección ad litteram, sin
reflexión ni comprensión. Este tipo de alumno es un mero receptor que almacena o
colecciona informaciones ajenas. Con frecuencia es siervo del libro de texto, socorrida
herramienta que no hace sino ocultar la falta de iniciativa del profesor para utilizar otros
recursos complementarios. La enseñanza eficientista, apoyada en procedimientos rígidos
y centrada exclusivamente en los resultados, es la que más favorece la aparición de
«alumnos-aprendientes».
Otrora no pocos alumnos pasaban tristes horas en aulas frías y siniestras recibiendo

198
lecciones indigestas que debían aprender con puntos y comas. El trato dispensado a los
escolares estaba presidido, cuando menos, por la desconsideración, y no era raro recibir
algunos coscorrones y palmetazos, eso sí, oportunamente acompañados de lindezas
proferidas con inusitada potencia retórica.
La fragua pedagógica en que a la sazón se forjaba el «alumno-aprendiente» era
especialmente virulenta. A base de golpes, exabruptos, humillaciones y castigos de todo
tipo, algunos verdaderamente sofisticados, se trataba de introducir en las parvas cabezas
las definiciones, los conceptos, los datos, las fechas, las cuentas, los cuentos… Debe
valorarse por ello que gradualmente se hayan ido abandonando las atormentadoras
prácticas escolares a que eran muy dados algunos maestros brutales —en ocasiones más
por convicción que por inclinación—, en beneficio de métodos humanizados, que en
España, al menos, no se adoptaron plenamente hasta bien avanzada la segunda mitad del
siglo XX.
A lo largo de la Historia se ha ofrecido una imagen de la infancia muy distinta de la
actual. La iconografía, la literatura, los manuales escolares y otros documentos muestran
al niño unas veces como ser malo, otras como una especie de ángel y con frecuencia
como «adulto en miniatura». Los cambios sociales, económicos y culturales, al igual que
el llamativo desarrollo de la psicología evolutiva desde finales del siglo XIX,
contribuyeron decisivamente a robustecer el concepto de niño como persona con
atributos singulares que precisa una atención diferenciada. El reconocimiento en el siglo
XX de los derechos y deberes del niño representa un hito indiscutible desde el punto de
vista sociocultural y pedagógico. Aun cuando persistan actitudes negativas, incluso en
centros escolares, se va extendiendo sobre la niñez una mirada a la par humana y
científica.
La reciente mutación histórica y pedagógica verificada en torno a la infancia no es
óbice para que todavía hoy algunas aulas permanezcan envueltas en tinieblas más o
menos densas, particularmente en lo que se refiere a soporíferos discursos docentes
hipertrofiados por su costado instructivo que dejan al alumno resignado, apático,
indigesto y pálido, abotargado de datos y capitidisminuido. Su sistema cognitivo se ve
menoscabado por la ausencia de crítica y de comprensión. Por obra y gracia del árido
verbalismo profesoral, frecuentemente apoyado en textos penosos y condimentado con
oraciones huecas, sentencias vulgares, conceptos obsoletos y contenidos farragosos, la
modorra discente queda asegurada.
El «alumno-aprendiente», expuesto de forma sistemática a una actividad discursiva
docente como la descrita con anterioridad, se limita a reproducir las informaciones
«acabadas» y deslavazadas que recibe. En este marco profesoral mecanizado, eficientista
y logocéntrico —basado en la palabra unilateral y «omnisciente»— se inhibe la

199
autonomía y creatividad del alumno. La escuela, insensible al contexto cultural del
educando, se convierte en un espacio gris en el que no hay posibilidad de sintonizar ni de
participar. El «aula-jaula» en que estos alumnos se sienten apresados durante
interminables horas tiñe su ánimo de extrañeza, adinamia y abulia. La sensación de
confinamiento se acrecienta con la inmovilidad en un ambiente configurado a la medida
de un profesor autoritario y escasamente formado.
En una atmósfera colegial caracterizada por la falta de metodología apropiada y de
estimulación cognitiva habitual y consistente, se reduce el horizonte intelectual del
alumno. Salvo que compense por vía extraescolar este déficit, se lastra toda su
trayectoria académica y personal. Semejante situación dispone a la repetición, la
reificación y el adocenamiento, posturas existenciales en ocasiones promovidas desde el
poder, del que algunas siniestras figuras docentes son dóciles prolongaciones.
Valga para ilustrar el solar escolar y el estado anímico de nuestro oscurecido y
silenciado «alumno-aprendiente», la fosilizada, tediosa, despótica y lúgubre estampa
recogida en el siguiente pasaje galdosiano extraído de El doctor Centeno (2006: 45):

«La clase duraba horas y más horas. Era la vida perdurable, un lapso secular,
sueño del tiempo y embriaguez de las horas. Nunca se vio más antipática
pesadilla, formada de horripilantes aberraciones de Aritmética, Gramática o
Historia Sagrada, de números ensartados, de cláusulas rotas. Sobre el eje del
fastidio giraban los graves problemas de sintaxis, la regla de tres, los hijos de
Jacob, todo confundido en el común matiz del dolor, todo teñido de
repugnancias, trazado al modo de espirales que corrían premiosas, ásperas,
gemebundas. Era una rueda de tormento, máquina cruelísima, en la cual los
bárbaros artífices arrancaban con tenazas una idea del cerebro, sujeto con
cien tornillos, y metían otra a martillazos y estiraban conceptos o incrustaban
reglas, todo con violencia, con golpe, espasmo y rechinar de dientes por una y
otra parte».

En fin, si hubiese que resumir los rasgos del «alumno-aprendiente» destacaríamos


varios: la endeble estructura intelectual, sobrecargada de contenidos dispersos y
anacrónicos; la ausencia de pensamiento divergente y de actividad heurística, al igual
que el encadenamiento a la rigidez escolar. Estas características se derivan sobre todo de
un proceso discursivo anómalo —cuya inflada dimensión instructiva se consagra al
trasvase de contenidos—, que se ve asistido por el psitacismo y antaño, además, por una
disciplina marcadamente autoritaria.

200
3. «ALUMNO-VÁSTAGO»

El análisis de esta estirpe discente nos remite a un discurso docente preponderantemente


emocional en el que las restantes dimensiones son deficientes. La inflación afectiva del
discurso, estructurado sobre todo a partir de sentimientos, emociones y motivaciones, se
presenta con frecuencia en el profesor escasamente preparado profesionalmente y de
personalidad lábil e inmadura, y se acrecienta en ambientes escolares inapropiados o, en
menor medida, incapaces de restañar, pese a la buena voluntad, las heridas infantiles
provocadas, por ejemplo, por un hogar resquebrajado. Esto explicaría que el profesor
proyecte sobre el alumno sus estados de ánimo, frustraciones, fantasías, deseos, etc. El
círculo relacional en el aula adquiere gran complejidad, se estrecha peligrosamente y
adopta un tinte afectivo que, en lugar de beneficiar el proceso educativo, lo dificulta,
sobre todo porque el tortuoso caudal emocional del discurso deja poco margen para el
saludable despliegue de la personalidad infantil.
En nuestros días, un alumno expuesto a un discurso sobrecargado emocionalmente
es por lo común un escolar mimado, enclavado en la heteronomía. En ocasiones, la
institución y los maestros, ya por extralimitación, ya por dejadez de la familia, asumen
funciones que corresponden a los padres. Aun cuando en algunos casos son laudables
estas atenciones de la organización educativa, por ejemplo, cuando el hogar del niño
presenta carencias, es bien cierto que el centro puede convertirse en la que denominamos
«escuela-domicilio», sobre todo si los profesores adolecen de insuficiente preparación
técnica. Esta falta de formación científica a veces es sustituida por una afectividad mal
entendida, rayana en la sensiblería. El discurso timocéntrico puede generar
desvalimiento y subordinación emocional del alumno respecto al profesor, hasta el punto
de que se impide o frena su desarrollo armónico y saludable. Indudablemente la
afectividad ha de cultivarse, mutatis mutandis, en todos los niveles formativos, sin que
ello lleve a soslayar, ni siquiera en la etapa infantil, las demás vertientes de la educación.
En el panorama socioeducativo actual, el incremento de separaciones y divorcios, al
igual que la positiva incorporación de la mujer al mundo laboral, ha disparado el rol de
profesores in loco parentis (en el lugar de los padres). Las profesoras Dowling y Gorell
(2008: 134-137) llaman la atención sobre el hecho de que cuando una familia se halla en
situación crítica, se delega considerable responsabilidad parental en los docentes, aunque
no cuenten con la preparación necesaria. Con toda razón se preguntan las investigadoras
citadas si es plausible, desde un punto de vista temporal y competencial, que los
maestros asuman funciones de consejeros —o de otros profesionales— sin saber cómo
manejarán los intensos sentimientos que puedan embargarles. Hemos de agregar a esta

201
inquietud sobre los docentes el riesgo claro de que se encauce inadecuadamente la
afectividad infantil y se perturbe el desarrollo del alumno por carecer de formación,
según se detecta a menudo en el discurso. Se sabe que tanto los comentarios
pronunciados a la ligera como la ausencia de conversaciones empáticas y orientadoras
pueden impactar nocivamente en el niño y acrecentar su sufrimiento, ansiedad, estrés,
etc. Para evitar los efectos psicopatológicos ha de recurrirse, al menos, a las siguientes
medidas concatenadas:
— Mejorar la preparación psicológica de los maestros y profesores,
principalmente en lo que se refiere a la psicología evolutiva.
— Potenciar todo lo posible la relación entre la familia y la escuela.

— Mantener el contacto con profesionales y servicios especializados, internos y


externos, que asesoren y atiendan problemas de los alumnos que rebasen el
ámbito de competencia de los profesores.
— Enriquecer el discurso educativo docente e institucional de manera que sea
suficientemente inclusivo, cordial y sensible a las necesidades, características
y problemas de los alumnos.
Más allá de las propuestas anteriores y desde una perspectiva histórica, es menester
consignar que la escuela, al menos desde el siglo XIX, aspiró a reproducir el patrón
familiar de Educación Infantil, confiada casi por completo a la mujer, asociada a la sazón
al terreno del corazón. El hombre, en cambio, vinculado al dominio de la cabeza,
adquiría protagonismo educativo a medida que los hijos, sobre todo varones, crecían. A
este respecto, ha de recordarse que la maestra maternal, por cierto subordinada al
maestro en la sociedad patriarcal, debía acreditar hacia la infancia marcada inclinación
emocional. Gimeno (2003: 143) señala que la pedagogía moderna asumió la
transcendencia de los lazos afectivos en la educación por considerarlos apropiados a la
hora de promover la libertad de los futuros ciudadanos. El barniz emocional resulta
«útil» en las relaciones que los progenitores o sus figuras sustitutas establezcan con los
menores con objeto de insertarlos en un orden social aceptable.
Cualquiera que sea la causa del cambio de rumbo pedagógico, de lo que no hay duda
es de que se ha dado un paso de gigante en la consideración de la infancia. Con la
presencia equilibrada de la dimensión afectiva, el discurso toma una orientación más
científica y humana. La incorporación de la vertiente cordial, por ejemplo, contribuyó a
recortar gradualmente el autoritarismo escolar, lo que debe acogerse con satisfacción.
Aun cuando las relaciones entre profesores y alumnos en los primeros niveles se
inspiren en las interacciones paterno-filiales, sobre todo si son hijos queridos, los

202
profesores, en general, no han de suplir afectivamente a los progenitores, según se
solicitaba antaño a muchas figuras femeninas, aunque sí deben contar con base personal
y profesional que permita dispensar buen trato emocional a los escolares al compás de
sus necesidades, algo que no sucede en el «alumno-vástago», cuyo perfil muestra, en
síntesis, dificultad para conquistar grados de autonomía, propensión a la inestabilidad,
estrechamiento cognitivo y ñoñería, características que, si no se contrarrestan por otras
vías, tienden a cristalizar.

4. «ALUMNO-ESPECTADOR»

Es el alumno de la era audiovisual, devorador de imágenes e intolerante al discurso


lógico-racional. El centro educativo, por mor de la fidelidad de los clientes, también
puede ser agente concausal de la emergencia de esta degradada categoría discente si se
convierte en una suerte de «escuela-espectáculo», caracterizada por subordinar el saber
al entretenimiento. El docente, por su parte, pasa a ser un «profesor-presentador» con un
discurso vacío, pese al relumbrón. La formación es suplantada por el artificio: todo vale
para encandilar al escolar. Esta depauperada enseñanza, muy alejada del cultivo del
pensamiento y la sensibilidad en un ambiente motivador, provoca mentalidad cautiva y
pasividad en los alumnos.
El enfrascamiento en la pantalla del televisor, el videojuego y el ordenador, sobre
todo para hacer un uso lúdico de Internet, según se advierte en un creciente número de
niños y jóvenes, constituye uno de los datos explicativos del cambio de actitud exhibido
por los alumnos. La anómala y prolongada fijación a estas tecnologías, lejos de estimular
el desarrollo intelectual, asedia la mente del sujeto y estrecha su capacidad de pensar. Su
efecto, según señala Alonso Fernández (2003: 186) al hablar de la televisión, es una
intoxicación aguda patentizada en una reducción del campo mental, identificado como
estado crepuscular. El resultado es que el pensamiento queda limitado a los contenidos
—muchos inadecuados para la etapa infanto-juvenil— recibidos a través de la pantalla,
una conexión semejante a la que enlaza al hipnotizado con el hipnotizador.
Si la utilización inadecuada y abusiva de algunos medios incide negativamente en
los alumnos, por generar apatía, sedentarismo, ausencia de crítica, angostura mental e
intolerancia al trabajo intelectual, también lo hace el discurso propio del «profesor-
presentador». La consecuencia es el alarmante aumento del «alumno-espectador», un
escolar que traga imágenes, pero se indigesta con las palabras.
El salón de clase se convierte con demasiada frecuencia en prolongación de los

203
escenarios televisivos. A un lado, el profesor de estilo extravagante, banal y efectista; al
otro, los alumnos de lenguaje empobrecido y conducta inercial, incapaces de reflexión
profunda. Incluso se da la circunstancia de algún docente particularmente inseguro que
renuncia a desarrollar el programa de la asignatura y, en cambio, recurre con asiduidad a
la proyección de vídeos, seleccionados no por su virtualidad educativa, sino por su
capacidad para despertar expectación placentera en los alumnos.
No siempre resulta fácil competir con los medios y, de hecho, el público escolar
puede sentirse decepcionado con el espectáculo docente y lo manifiesta mediante
bostezos y pataleos. El profesor que no logra mantener la atención de sus exigentes
alumnos puede encontrarse de inmediato con reacciones intolerantes, incluso agresivas.
Cuando el aburrimiento se torna insoportable, los «alumnos-espectadores» suelen
mostrarse inquietos, irritables e indisciplinados. Su escasa tolerancia a la frustración y su
ansia de diversión insatisfecha propician la desmotivación, las conductas disruptivas y
las faltas de respeto hacia los compañeros y el profesor.
Como hemos sugerido, cabe atribuir la proliferación del «alumno-espectador», por
una parte, al hecho de que en esta denominada «era de la imagen» numerosos menores se
entregan con voracidad a la actividad de ver en detrimento de la función de pensar, y,
por otro, a la depauperación del discurso profesoral e institucional. La presión mediática
y tecnológica, la irresponsabilidad o ausencia de los padres, así como la endeble
formación de algunos docentes y su claudicación, por diversos motivos (conflicto
laboral, inmadurez, etc.), a las caprichosas demandas de los escolares, se traduce en un
aumento de este tipo de alumno, sobre el que ha de lamentarse la escasez de estudios.
Precisamente para concienciar de los peligros que comporta, se traza el contorno de su
deformada figura:
— Bajo rendimiento académico, aunque a veces el profesor o la institución baje
el nivel de exigencia o «infle» las calificaciones.
— Endeble cognición que entorpece la integración de los contenidos recibidos y
la construcción de un entramado de ideas propias.
— Predominio de operaciones intelectuales simples, vinculadas a aspectos
concretos de marcado carácter sensorial.
— Dificultad para reflexionar y elaborar creativamente la información.
— Reducida aptitud verbal advertida en la deficiente comprensión de textos y
explicaciones y en la expresión oral y escrita repleta de clichés y de frases tipo
eslogan.
— Escasa apertura a la realidad y ausencia de actitud heurística.

204
— Sedentarismo asociado a los crecientes problemas de hiperfagia, sobrepeso y
obesidad detectados en la población escolar.
— Intolerancia al esfuerzo y a la frustración. Se extiende la apatía, la astenia y la
agresividad.
— Tendencia a la distracción y a la desorientación.
— Propensión al onirismo, por debilitación de las lindes entre ficción y realidad.
La descripción global anterior refleja que el «alumno-espectador», en el que están
ausentes las características primordiales del verdadero educando, es un escolar
desdibujado, que carece de compromiso y de sentido vital definido.
Por otro lado, al admitir que en la eclosión del «alumno-espectador» confluyen
circunstancias sociales y escolares, igualmente se acepta que la prevención o
recuperación ideal requiere medidas combinadas, lo que en nuestros días resulta harto
complejo. Ahora bien, el hecho de que no sea labor sencilla lograr la concertación de
esfuerzos, no ha de inhibir a las instituciones educativas ni a los profesores de realizar
cuanto esté a su alcance. Entre las vías pedagógicas más cercanas y fecundas, aunque
paradójicamente menos transitadas, se encuentra el discurso educativo, cuya mejora
reporta numerosos beneficios formativos a muy bajo coste. En última instancia, una
escuela que renuncia a fortalecer el discurso y en un contexto economicista antepone a
todo trance el objetivo de ganar clientes, defrauda a la sociedad y contribuye a su propia
demolición.

5. «ALUMNO-POLITIZADO»

Es el escolar al que se ha inculcado una conciencia política viciada por la parcial


ideología del profesor y aun del centro. Lejos de promover el despliegue de la dimensión
social del educando desde y para la democracia, lo que se busca es su adhesión a unas
escoradas ideas a través de cauces arteros. En casos extremos, el proceso persuasivo se
nutre de sofisticadas técnicas cognitivo-conductuales aviesas, que dejan al alumno a
merced del manipulador. Esto explicaría ciertas prácticas amedrentadoras y subversivas
de algunos adolescentes y jóvenes hábilmente manejados desde la infancia en la
«escuela-partido» para la causa nacionalista excluyente. No nos olvidamos tampoco de
algunos envilecidos discursos docentes de claro tinte racista y xenófobo que pueden
favorecer la formación o cristalización de grupos neonazis o similares en la escuela. Con

205
un envenenamiento habitual de este tipo, a cargo de un profesor tremendista o taimado,
manifiestamente irresponsable e inmoral, se fomenta el ingreso de los alumnos en las
filas de la violencia, el fanatismo y la irracionalidad.
La politización discursiva en el aula constituye un «interesado» proceso de
captación ideológica, más o menos organizado, que generalmente se realiza mediante el
trasvase de contenidos sesgados. Lo que se pretende es inculcar al alumno una concreta
doctrina política, con arreglo al refrán que dice: «un niño es cera, y se hará de él lo que
se quiera». Se parte de la base, no exenta de razón, de que la naturaleza infantil es dúctil,
pero en lugar de fomentar gradualmente la autonomía del escolar, se le presiona, se le
encorseta y se le deja escaso margen para la libre expansión de la personalidad.
A medida que acontece la politización a través del discurso (oral, escrito y
audiovisual), se desarrolla en el alumno un sistema de ideas en la dirección pretendida
por el docente. En ocasiones, la metódica manipulación, por enmascarada que se
presente, levanta toda una estructura cognitiva centrada en cuestiones de índole
sociopolítica que predispone al adolescente/joven, en cuanto se le requiere, a actuar
destructivamente contra los considerados adversarios. La peligrosidad de la politización
se advierte tanto en el recorte de la libertad personal, con todo lo que supone, como en
las acciones violentas a que puede empujar: quema de material, amenazas, insultos,
agresiones físicas, terrorismo, etc.
Cuando la educación se subordina a la política, se degrada. Si la necesaria
dimensión social del discurso educativo se somete a un interesado programa político,
explícito o no, la formación se pervierte. El hecho de que educación y sociedad
constituyan una pareja de hecho y que la escuela albergue y propague ideas políticas,
según se observa igualmente en sus leyes, tanto si se adopta una perspectiva sincrónica
como diacrónica, no ha de ser óbice para que se busque, a partir de sólidos cimientos
morales, un acrecentamiento individual y colectivo. Es sabido que el discurso ideológico
dominante en una determinada sociedad, también en la nuestra, penetra en la educación
y en la escuela, lo cual nos exige velar para que no se salga del marco democrático
pluralista y tome un rumbo aberrante. Es lo que ahora mismo está sucediendo en algunas
Comunidades Autónomas de España en las que la escuela se ha convertido en un
instrumento al servicio del poder prepotente. No hay más que ver el pérfido cariz del
discurso escolar nacionalista, oral y escrito, repleto de maquiavélicas tergiversaciones,
para tomar conciencia de la gravedad del problema. Se precisa, cuando menos, una
urgente intervención pedagógica, a la par racional y ética, de carácter estatal y sensible a
la «unidiversidad» del país, que garantice el derecho de todos los alumnos a recibir una
educación incontaminada y liberadora en un entorno de convivencia.
Una educación democrática como la propugnada, despliega gradualmente la

206
vertiente social del educando y contribuye a formar ciudadanos comprometidos con la
mejora de la comunidad, cercana y global. Muy distinto, en cambio, es el caso de la
politización denunciada, que por vía de la doblez y la persuasión, carcome la
racionalidad y la libertad. Tanto si responde a una iniciativa del profesor como si es
asumida por la institución en su conjunto, incluso promovida por la Administración,
resulta absorbente e insidiosa hasta el punto de frenar el crecimiento cívico-político del
alumno, quien es controlado y convertido en herramienta del embeleco. El «alumno-
politizado», dominado mental y conductualmente, pasa a ser una especie de muñeco,
más vulnerable al adoctrinamiento cuanto menor es y más activo para la causa en la
adolescencia y en la juventud. El uso del término ‘cachorros’ muestra toda su carga
peyorativa al referirse a los miembros jóvenes, algunos todavía en edad escolar,
reclutados por el terrorismo nacionalista, reunidos en «camadas lupinas» y generalmente
protagonistas de la violencia urbana, la llamada «kale borroca» (lucha callejera). Alonso
Fernández (2002: 454) pone el dedo en la llaga al señalar que si a los niños de Euskadi
se les bombardea con imágenes en las que el agente del orden es presentado como un
odioso «matavascos» y el comportamiento de los demás españoles como una muestra de
hostilidad hacia el noble pueblo vasco, va a ser muy difícil erradicar o moderar el
terrorismo. Mientras continúe vigente esta orientación pedagógica repleta de fantasías y
revestida de legitimidad, se alienta la violencia de los escolares. Y agrega textualmente:
«Resulta en extremo asombrosa la falta de atención que prestan los responsables de la
política antiterrorista en España. Uno no sabe si atribuir esta indiferente postura a la
cándida inocencia, la supina ignorancia, la obligada impotencia o el mero pasotismo».
La exposición continuada a un discurso docente politizado empuja al escolar hacia
la retorcida posición del profesor. Este reprobable proceso puede verse facilitado por el
temor del educando a ser rechazado o represaliado, por ejemplo, a través de negativas
calificaciones escolares o de estigmas que le hagan ser blanco de afrentas por parte de
los otros alumnos. Incluso hay ocasiones en que para alcanzar sus objetivos el docente se
apoya en dóciles alumnos afines que presionan al compañero en la dirección ideológica
pretendida.
En fin, debemos expresar en estas últimas líneas nuestra enérgica condena de la
politización del discurso, al tiempo que reclamamos compromiso firme de las
autoridades educativas para acabar con este problema. Si no hay una apuesta
gubernamental y política sincera y enérgica para atajarlo, los males que acarreará en un
futuro cercano pueden ser devastadores.

6. «ALUMNO-ADOCTRINADO»
207
Es el alumno que germina en la «escuela-secta» donde abunda el «profesor-predicador».
Este tipo de alumno, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no es exclusivo de
instituciones confesionales, aunque es cierto que el clima religioso fundamentalista
propicia su desarrollo. A menudo, el discurso docente fermentador de esta modalidad de
escolar se organiza en torno a la reforma de los «extravíos y malas costumbres» infanto-
juveniles. Emerge así la moralina correctora de los repugnantes instintos y los desafueros
que, a veces, es seguida por temor a la sanción. Si el alumno posee un cierto grado de
desarrollo y un juicio crítico más o menos formado, se protege de los sermones con una
saludable actitud de rebeldía. En cambio, la resistencia es escasa o nula en el caso de los
alumnos inseguros, inestables emocionalmente y con baja autoestima, así como en los
niños.
Ningún alumno es inmune al discurso doctrinario, pero es sabido que entre los
escolares más vulnerables se hallan los niños y adolescentes pertenecientes a familias
desestructuradas y conflictivas, pues se pueden ver recortados sus recursos defensivos.
De igual modo, en la medida en que los alumnos discapacitados e inmigrantes realicen
sobreesfuerzos de adaptación en centros educativos insuficientemente sensibles a la
diversidad, también pueden sucumbir con mayor facilidad al adoctrinamiento. Cuando la
institución escolar carece de una estructura educativa claramente inclusiva, el «docente-
predicador», de suyo proclive a cortar los vínculos de las «presas» con su círculo de
familiares, amigos y compañeros, ve abonado el terreno para su dañina labor purgadora.
En general, el discurso del «profesor-predicador» se concentra en evitar la
disipación de los alumnos. Está convencido de que la holgazanería, así como las malas
influencias mediáticas, sociales y hasta familiares tienden a torcer lo que él está llamado
a enderezar. El edificio moral de los escolares se halla en claro riesgo de
resquebrajamiento y es preciso poner remedio. No duda en apuntalarlo con palabras
intimidatorias cuando el alumno es pequeño y se encuentra en la escuela infantil o en los
primeros cursos del nivel primario. A niños algo mayores y preadolescentes no les va
mal tampoco el jarabe de temor acompañado de cierta dosis de escogida instrucción. Se
trata sobre todo de atribularles mediante las amenazas, las consignas y los espoleados
sentimientos de miedo y culpa. En edades superiores coincidentes con la etapa
secundaria y, en menor cuantía, universitaria, se mantiene la misma medicina aunque en
un marco manipulador más refinado.
Pérez de Ayala (2001: 40-41), en su novela A.M.D.G., ya citada, muestra un
planificado escalonamiento pedagógico adaptado a la franja etaria de los alumnos con
miras a lograr efectividad en el adoctrinamiento:

«A los pequeñuelos, a los recién llegados, no era empresa ardua saturarlos

208
presto de espíritu religioso, moviéndolos, a voluntad, por el asa del temor a
Dios, cultivado sabiamente con narraciones de interés sumo y tales aciertos
trágicos, que las carnes se les estremeciesen y el cuero cabelludo se les erizase.
Los pipiolos de tercera división, la mayor parte de ellos en los albores de la
vida consciente, no ofrecían dificultad alguna pedagógica ni de otro linaje. […]

En la segunda división, compuesta de niños de diez a doce años, no era


tampoco difícil imbuir la resignación claustral, al propio tiempo que se
cercenaban leves reliquias de los pretéritos meses de vacaciones. Al fin y al
cabo, eran todos aún almas pasivas y ligeras como la arcilla en manos del
alfarero.

El hueso estaba en la primera división. En ella había mozalbetes, había


hombrecillos, los más eran púberes ya. Los primeros brotes del carácter, de la
personalidad, se levantaban impetuosamente a la vida, en cada individuo. La
poda de estas vegetaciones espontáneas no era muy hacedera, antes al
contrario, faena de tacto y parsimonia exquisitos. De la forma de realizarla
dependía el fruto que, andando el tiempo, habían de rendir aquellos arbolitos
en flor. Para algunos de ellos era el último año de invernadero, de plantel, de
calor artificioso y de cultivo amañado. Los troncos habían adquirido cierta
reciedumbre y fortaleza; aspiraban a explayarse en giros fantásticos, y ya no
cedían blandamente a la mano del jardinero que pretendía enderecharlos al
cielo, perpendiculares, monótonos y adustos, como cipreses».

Sin entrar a analizar el valor histórico de los pasajes transcritos, en las antípodas de
la pedagogía jesuítica descrita en fuentes documentales como la editada por Gil Coria
(1999), resulta innegable el acierto del escritor asturiano al referir vías de
adoctrinamiento. Por las sinuosas sendas de la irracionalidad, la coacción, el
maniqueísmo y el tremendismo, se genera en los alumnos, más aún si se encuentran en
situación de internado, un estado psíquico regresivo que favorece la penetración de las
ideas y sentimientos que interesan al profesor, una especie de «santurrón y redentor»,
calificativos sarcásticos porque indudablemente es un perverso promotor de servidumbre
e inmoralidad.
Un discurso dogmático y evocador de imágenes alarmistas, amenazadoras y aun
aterradoras facilita la receptividad del escolar, pero también se consigue la
predisposición anímica deseada en el alumno algo mayor por medio de avasalladora y
motivadora charlatanería esotérica, acaso la modalidad discursiva aberrante más
transitada en nuestros días. Algunos de los temas más abordados, con frecuencia

209
revestidos de religiosidad, son: la mejora personal, el compromiso humanosocial con el
medio ambiente, la paz, el desarrollo de los pueblos, la mujer, etc., la sexualidad y el
comportamiento ético cotidiano.
Conviene dejar claro, por cierto, que la auténtica formación religiosa en la escuela
nada tiene que ver con la propaganda sectaria maquillada de espiritualidad. Mientras que
la primera es respetuosa de la libertad personal, la segunda manipula y asedia al alumno.
Si la religiosidad/espiritualidad es apertura, transcendencia, ahondamiento de conciencia
y vibración, el sectarismo es fanatismo, intransigencia, cerrazón y encadenamiento de los
iniciados.
Cuando se contempla al «profesor-predicador» y su afectada virtud, a menudo, por
debajo del disfraz, asoman los cuernos y el rabo. Hay que descubrir cuanto antes a estos
pobres diablos, porque de lo contrario la cohorte de prosélitos cosechados tras su
siembra maligna se incrementará exponencialmente.

7. «ALUMNO-EDUCANDO»

Es el alumno genuino que se encuentra en permanente proceso de crecimiento


estimulado por el «profesor-educador». Gracias al clima personalizado de la «escuela-
formadora» y al discurso docente pentadimensional, este escolar recibe una educación
humanista cuyas notas son: la instrucción al servicio del acrecentamiento intelectual, la
cordialidad, la motivación, la proyección social y el marco ético. Frente a los ambientes
escolares caracterizados por el monopolio discursivo del profesor, el contexto en el que
este alumno se educa está regido por el diálogo y la participación. El hecho de que sea el
profesor el que más habla durante la clase, por dedicar parte considerable de la misma a
las explicaciones, no impide en absoluto que se produzca intercambio verdadero entre él
y sus alumnos, siempre que haya atención, empatía y respeto mutuos, además de tiempo
reservado a los escolares para que hagan uso de la palabra en forma de comentarios,
preguntas, etc.
La impronta sensible en el discurso educativo actual es un hecho indiscutible. A lo
largo de la historia de la educación no siempre ha sido así, como ha quedado recogido en
diversas partes de este libro. Pues bien, en virtud del viraje discursivo experimentado no
resulta disparatado afirmar que la escuela y los profesores se han humanizado y con ellos
los escolares. Hemos visto en las páginas anteriores que la digna condición de alumno
podía peligrar en determinadas circunstancias aguijoneadas por el discurso docente y/o
institucional descompensado, verbigracia, el excesivo peso concedido al trasvase de

210
contenidos y al aprendizaje memorístico, la adopción de una ruta sensiblera en perjuicio
del despliegue afectivo, la subordinación a la espectacularidad y la insidiosa
manipulación de índole política, moral o crediticia.
El «alumno-educando», alejado de parajes inhóspitos, avanza gradualmente por la
cálida y luminosa senda de la libertad. Aunque irrumpan en el camino imprevistos
adversos e indeseados, se muestra capaz de mantener la ruta, por la que transita con la
antorcha enhiesta y encendida.
Con la ayuda de sus educadores, traza su propio proyecto de vida, realista,
realizable, equilibrado, flexible y convivencial. Un plan dotado de estas notas permite
comprobar que el educando, consciente, responsable, creativo y activo, organiza
paulatinamente su existencia, es decir, lleva las riendas de su discurrir vital, se abre a
cuanto le rodea y se implica en la construcción de su personalidad.
La autorrealización asistida del educando abarca todas las dimensiones humanas. El
sabio aforismo platónico de que «la buena educación da al cuerpo y al alma toda la
belleza y perfección de que son capaces», compendia hermosamente el carácter
acrecentador del genuino proceso educativo, del que el discurso es elemento
inmanente18.
Con arreglo a nuestro modelo de discurso educativo, la dimensionalidad
acrecentadora presente en el «alumno-educando» se reparte del siguiente modo:
1. En la dimensión instructiva queda acreditado como un escolar suficientemente
estimulado desde el punto de vista intelectual y cultural. Su progreso cognitivo
se torna más sencillo cuando el discurso profesoral es apropiado, pues de
acuerdo a su nivel evolutivo se le brinda la oportunidad de recibir, buscar y
elaborar información relevante. Este alumno, con nítida responsabilidad, se
implica en las tareas escolares y se esfuerza. A partir del estudio y de la
experiencia reflexiona, asocia datos y forma conceptos. Gracias a la
metodología docente, relaciona los conocimientos de forma significativa y
utiliza los contenidos adquiridos en nuevos aprendizajes y situaciones. Su
patrimonio mental se enriquece merced al uso apropiado de la memoria, la
comprensión y la indagación. Se abre a la exploración, al análisis crítico de la
realidad y a la solución original de problemas. Sus aptitudes cognoscitivas se
desarrollan y afianzan adecuadamente, como se patentiza, por ejemplo, en su
creciente capacidad expresiva (oral, escrita y práctica).
2. En la dimensión afectiva se observa que el clima de seguridad, confianza y
cordialidad promovido desde la temprana infancia por el docente, favorece el
desarrollo emocional del alumno. Algunos aspectos básicos de este despliegue

211
se patentizan en la creciente capacidad de identificar, expresar y canalizar la
vida afectiva, sobre todo los sentimientos, pasiones, emociones y
motivaciones. Especial importancia corresponde al equilibrio personal, la
autoestima, la empatía, la timognosia19 (reconocimiento de la afectividad) y la
lexitimia20 (expresión del mundo emocional). También ha de destacarse la
metaafectividad por la que el educando conoce y gobierna los sentimientos que
provocan los fenómenos afectivos.
3. La dimensión motivadora del educando se organiza en general a partir de la
doble vertiente intrínseca y extrínseca. La motivación discente, integrada por
ambas modalidades, desempeña un papel relevante en el inicio y persistencia
del comportamiento del educando, por ejemplo, en lo que se refiere a la
actividad de estudiar o a la conducta, más o menos aplicada, en el aula, etc. En
el alumno motivado, el deseo de aprender y de mejorar personalmente se suele
emparejar con la necesidad de reconocimiento, esto explicaría su esfuerzo,
curiosidad, afán de conocer, amor a la verdad, búsqueda de recompensas
(calificaciones, halagos, obsequios, premios, etc.). Presenta también
considerable motivación de logro, relacionada con el nivel de aspiraciones, que
le activa y orienta hacia el éxito. De hecho, sus expectativas le llevan a
desplegar estrategias para alcanzar las metas.
4. La dimensión social del educando se refleja en su compromiso con cuanto
acontece a su alrededor. El auténtico progreso formativo muestra la
orientación personal hacia la comunidad (del latín communitas, -atis), que nos
remite a la idea de unidad de convivencia, es decir, a una realidad común en la
que la individualidad queda transcendida por la participación y la
comunicación. Precisamente en un ambiente educativo de diálogo,
cooperación, afecto y respeto, se favorece paulatinamente el despliegue de la
sociabilidad, la vocación de servicio a los demás y la implicación en el
desarrollo sociocultural. La sensibilidad y la responsabilidad social del
educando, en función de la edad, le exige un comportamiento cívico, lo que
supone ejercer sus derechos y cumplir sus deberes. El civismo equivale a
fomentar el «bien común». Por tanto, las conductas o actitudes
manifiestamente antisociales o asociales quedan arrumbadas de este camino de
convivencia.
5. La dimensión ética permite ver a un educando, sobre todo en el nivel
universitario, plenamente responsable de sus acciones y abierto a la
colaboración. En etapas anteriores ha de iniciarse y asegurarse la promoción de
un comportamiento que se fundamente en la razón y la libertad, y que en

212
términos griegos cabe denominar eupráxico (eupraxía = buena conducta), es
decir, caracterizado por la acción virtuosa. A medida que crece, en el perfil del
alumno moral se distingue mejor su conciencia del deber y su búsqueda y
defensa del bien. El élan vital de este educando es su afán transformador y su
actuación lleva el sello cada vez más nítido de la autonomía, que se proyecta
sobre los demás. A despecho de la incomprensión y de los escollos con que
pueda toparse, mantiene su integridad y se muestra valiente, firme, solidario,
asertivo, justo, prudente y libre. Desde la perspectiva axiológica, su adhesión a
valores consistentes le protege de embestidas y dobleces. Las escasas
ocasiones en que pueda ver mermadas las fuerzas y se sienta embargado por el
temor, el decaimiento, la inseguridad o la pereza, se superan enseguida gracias
a su proyecto personal, que pone alas a la moralidad y en el que se articulan las
decisiones y elecciones.
La contextura del «alumno-educando», del que ha de recordarse que no es perfecto,
pero sí perfectible, ofrece referencias a los desorientados alumnos de nuestro tiempo. No
son, por supuesto, los únicos, ni siquiera los máximos responsables de su confusión. Para
no cargar las tintas sobre nadie en particular, digamos que el complejo mundo en que
vivimos, y los diversos ámbitos en que la existencia transcurre, plantean tantos
interrogantes que lo extraño sería no experimentar cierta turbación. En esta coyuntura,
me parece que la condición de alumno recibe una impronta positiva si se revisa y
modifica el discurso educativo en la dirección que venimos proponiendo. Las buenas
propiedades identificadas, repartidas por las cinco dimensiones recorridas, constituyen
un perfil ideal del que espero se saque algún provecho pedagógico. Los mismos alumnos
pueden esforzarse en buscar concreciones que les resulten útiles en su cotidianeidad. Un
ejercicio tal requiere, eso sí, implicación en el propio proyecto personal que cada cual
está llamado a realizar.

213
214
DISCURSO EDUCATIVO Y
TIPOLOGÍA INSTITUCIONAL

1. INTRODUCCIÓN
2. «ESCUELA-INTELECTUALISTA»
3. «ESCUELA-DOMICILIO»
4. «ESCUELA-ESPECTÁCULO»
5. «ESCUELA-PARTIDO»
6. «ESCUELA-SECTA»
7. «ESCUELA-EDUCADORA»

1. INTRODUCCIÓN

Para calibrar la siempre discutida y discutible calidad educativa institucional no es


suficiente con identificar recursos materiales, es preciso considerar también un núcleo
intangible integrado por los valores, el estilo, la comunicación y las relaciones
interpersonales. En efecto, la escuela del nuevo milenio no debe quedar atrapada en
esquemas de corto alcance como los que, a fin de cuentas, propugnan los partidarios del
eficientismo. El relativo éxito obtenido por algunos centros que han basado su estrategia
planificadora y gestora exclusivamente en factores organizativos de índole pragmática,
ha de atribuirse más al oportunismo que a la solidez de su proyecto educativo.
Por mis observaciones de algunos centros escolares, tengo la impresión de que hoy
por hoy se camina muy despacio hacia el horizonte de educación integral que
propugnamos. Excepciones aparte, creo que lo habitual es un movimiento institucional
renqueante, desprovisto de dirección meditada.

215
Nuestras escuelas, siquiera sea por propio beneficio, han de ser más reflexivas y
abiertas al cambio. La transformación exige tomar en serio la realidad institucional, así
como esfuerzo conjunto y compromiso verdadero; de lo contrario, cualquier mudanza
será insignificante.
Para facilitar la renovación escolar, más allá de lo que las prosaicas normativas
establezcan, se precisa tener en cuenta el discurso institucional. En la medida en que el
discurso educativo sea más o menos compartido por los profesores de una misma
institución, podemos rastrear, a partir de nuestro modelo pentadimensional, la tendencia
predominante. Establecemos, por lo mismo, en las páginas siguientes una tipología de
las instituciones escolares.

2. «ESCUELA-INTELECTUALISTA»

Es la escuela en que se sobrevalora la dimensión instructiva del discurso. Se trata de un


tipo de institución organizada en torno a la transmisión de contenidos, en la que los
profesores asumen todo el protagonismo. La hipertrofia de la dimensión instructiva
empobrece la educación, al convertirla en mera enseñanza mecánica encaminada a la
obtención de resultados cuantitativos. El alumno se ve forzado a permanecer inactivo,
distante y, en cierto modo, subyugado al docente omnisapiente.
No es nada extraño que con la absorbente preocupación por trasvasar datos e
informaciones y controlar hasta qué punto son retenidos por los alumnos, tome la
enseñanza un rumbo sombrío en el que la rivalidad campee a sus anchas. La educación
es reducida a memorismo y los únicos objetivos planteados tienen que ver con el logro
de puntuaciones. Esta orientación pedagógica, sustentada en estrategias de inspección,
rendimiento, calificación y clasificación, es deudora de un modelo economicista. Con el
concurso de sofisticados mecanismos tecnoburocráticos verticales descendentes se busca
la rentabilidad a todo trance, aunque haya que prescindir de aspectos formativos básicos
como la afectividad, la creatividad, el civismo, la comunicación, los valores, etc. Al
asumir las reglas del mercado, la institución escolar se adentra en el circuito de la
rendición de cuentas que, en el caso de los alumnos, se concreta sobre todo en las
«notas» obtenidas a partir de la repetición mecánica de lecciones. Merced a los
exámenes, magníficos instrumentos pai-dométricos, asistidos a menudo por los tests
psicológicos, quedan abiertas las puertas a un proceso de selección de los «mejores» y de
exclusión de los «in-capaces», «holgazanes» e «inadaptados». El etiquetado rebasa los
muros de los recintos escolares y alcanza el ámbito laboral, social y personal, en

216
ocasiones durante toda la vida.
La «escuela-intelectualista» enlaza nítidamente con la educación bancaria
conceptualizada y denunciada por Freire. El excelso pedagogo brasileño en su
Pedagogía del oprimido (2003: 75-77) señala que en ella el educador21 aparece como
agente indiscutible, su sujeto real, cuya tarea indeclinable es depositar contenidos
deslavazados en los educandos22 mediante un discurso vacío, caracterizado por la
palabra hueca, o sea, mero verbalismo alienado y alienante. En esta educación
disertadora sobresale la «sonoridad» no su potencia transformadora, como se muestra en
esta crítica: «En la visión “bancaria” de la educación, el “saber”, el conocimiento, es
una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación
que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la opresión:
la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de la
ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro».
Invitamos al lector a que interprete libremente las palabras de Freire. De lo que no
hay duda es de que este ilustre profesor ha logrado concienciar a un significativo sector
del mundo social y educativo de las muchas injusticias que aún hay en la escuela. En la
senda que lleva a acabar con la opresión, no cabe la complacencia ni la complicidad.
El discurso de algunas instituciones escolares, por maquillado que se presente, está
llamado a revisión y renovación. Se ha recorrido un largo camino, pero aún son muchos
los escollos y las sombras que a veces encontramos en algunos centros. En la novela
galdosiana El doctor Centeno (2006: 45-46), encontramos nuevamente una imagen de la
«escuela-intelectualista» decimonónica, asistida a la sazón por una modalidad
disciplinaria cruel: «En la cavidad ancha, triste, pesada, jaquecosa de la escuela, se
veían cuadros terroríficos: allá un Nazareno puesto en cruz; aquí dos o tres mártires de
rodillas con los calzones rotos; a esta parte, otro condenado, pálido, cadavérico, todo
lleno de congojas y trasudores, porque se le había atragantado una suma; más lejos
otro, con un cachirulo de papel en la cabeza y orejas de burro, porque sin querer se
había comido una definición. Como el sol reverbera sobre el rocío, así, por toda la
extensión de la clase, las sonrisas abrillantaban las lágrimas, cuando no las secaba el
ardor de las mejillas. Los números y rayas trazadas en los encerados daban frío, y
mareaban los grandes letreros y las máximas morales escritas en carteles. Las negras
carpetas, al abrirse, bostezaban, y los tinteros, ávidos de manchar, hacían todo lo
posible por encontrar ocasión de volcarse […]. Daba grima ver tanto dedo torpe y
rígido agarrando una pluma para trazar palotes, que más se torcían cuanto mayor era
el empeño en enderezarlos. Las bocas, nerviositas, hacían muecas con el difícil rasgueo
de la pluma […]. A lo mejor un cráneo sonaba seco al golpe de un puño cerrado y duro.
Restallaban mejillas sacudidas por carnosa mano. Los pellizcos no cesaban, y a cada

217
segundo se oía un ¡ay! Se confundían las voces de bruto, acémila, con los lamentos, las
protestas y el lastimoso y terrorífico yo no he sido. La palmeta iba cayendo de mano en
mano, incansable, celosa de su misión educatriz, aporreando sin piedad a todo el que
cogía. La quemazón de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban
entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente, silencio al lenguaraz,
reposo al inquieto. Y como auxiliares de aquel docto instrumento, una caña y a veces
flexible vara de mimbres sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como
pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y todo era
picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de carnes y huesos».
La siniestra estampa institucional ofrecida, en algunos aspectos evocadora de una
prisión o un cuartel, es poco apta para recibir una verdadera educación. La enseñanza
maquinal aderezada con dolorosos castigos encarna una posición antipedagógica que en
la actualidad ha quedado superada. No ocurre lo mismo, empero, con ciertas actitudes y
corrientes discursivas escolares de corte racionalista y tecnicista que, a despecho de
logros puntuales en el dominio cognitivo, pueden socavar los procesos formativos
integrales. Por ejemplo, al dirigir mi atención crítica a la cacareada perspectiva
procedente del mundo empresarial, aunque ya cuente con recorrido pedagógico propio,
interesada en convertir los centros educativos en «organizaciones que aprenden» no
puedo dejar de preocuparme. Al tiempo que reconozco sus posibilidades como
concepción orientadora y referencial de ciertos procesos innovadores, entre los que cabe
señalar el atinado desplazamiento focal de la enseñanza al aprendizaje, descubro señales
de alarma por su búsqueda a ultranza de la eficacia/eficiencia. Inquieta incluso la
denominación del enfoque en la que se advierte un marcado sello cognitivo-conductual,
incomparablemente inferior a la expresión «escuela-educadora» que propugnamos.
La revisión de algunas definiciones sobre las «organizaciones que aprenden»23
permite comprobar que, en general, son contempladas como entidades en las que sus
miembros cooperan, aumentan colectivamente sus conocimientos y capacidades, se
renuevan y persiguen metas valiosas. Nada se puede objetar a estas notas, pero si
sometemos el enfoque a la balanza pedagógica de nuestro modelo pentadimensional se
muestra, cuando menos, limitado en su alcance educativo. El discurso de las
organizaciones que aprenden suele mantenerse en un cauce pragmático en el que se hace
hincapié en las informaciones y acciones estratégicas en el seno de la corporación. En mi
opinión, nos hallamos ante un proceso discursivo unidimensional de corte utilitarista que
no considera como debiera la transcendencia de otros aspectos de naturaleza relacional,
afectiva, espiritual, moral, social, etc. Acaso podamos afirmar, parafraseando a Wrigley
(2007: 53), que se precisa cultivar en nuestras instituciones un modelo de educación
liberadora y democrática, en lugar de dejarnos llevar con los ojos vendados por la
organizada cinta transportadora del aprendizaje «eficaz».

218
3. «ESCUELA-DOMICILIO»

La sobrevaloración de la dimensión afectiva nos sitúa ante este tipo de escuela cuya
tonalidad sensiblera frena el despliegue pleno del educando. En un centro domicilio (del
latín domicilium, de domus = casa) la vertiente técnica de la educación brilla por su
ausencia. El proceso formativo carece de suficiente respaldo científico y se confía al
voluntarismo docente. Generalmente, se trata de instituciones insuficiente o
inadecuadamente organizadas en las que el alumno encuentra numerosas trabas para
alcanzar su autonomía.
En cierto modo, los cimientos ideológicos de la escuela que estamos describiendo se
hunden en terreno rousseauniano. Bien señala Lerena (1983: 160) que «Emilio
constituye el pilar más sólido de la moderna definición social de la infancia, de la
infantilización del niño —y del adolescente y del joven—, de su retención artificial en el
tiempo, del culto al presente —porque el futuro se ha hecho incierto—, de su
apartamiento en la reserva de una artificiosa naturaleza, a la que se diría que es
necesario pintar con colorines porque la realidad real asusta».
El mismo Lerena (1983: 161) señala que, a partir de los planteamientos del famoso
pedagogo ginebrino, la escuela se subordina paulatinamente a las necesidades del niño,
aunque sea talludito, y deja de ser una institución que prepara para la vida para ser una
vida en sí misma. Se extiende la doctrina del laissez-faire y la educación pasa a ser
fundamentalmente negativa, hasta el punto de que la función del maestro es un no-hacer,
no-dirigir, no-reprimir, no-contaminar. La actividad principal es el juego encaminado a
cultivar sistemáticamente la espontaneidad infantil. Como sentencia Rousseau24 (2003:
101) en su Emilio: «La primera educación debe ser, pues, puramente negativa. Consiste,
no en enseñar la virtud ni la verdad, sino en defender el corazón del vicio y del espíritu
del error».
Consideraciones pedagógicas como las mencionadas, sientan las bases de una
tendencia educativa infantil dulcificada advertida en el marco familiar, primero, y en el
escolar, después. Debe recordarse que el nacimiento de la escuela (del griego skhole =
ocio, tiempo libre) se explica por la imposibilidad o dificultad de los padres para asumir
todas las necesidades formativas de los hijos. Se sabe que ya en la antigüedad, los
chinos, egipcios, babilonios e indios contaban con sistema escolar organizado. En
nuestro ámbito occidental, en la Grecia clásica la acción de conservar la cultura mediante
su transmisión a los niños se llamaba paideia (en griego pais significa niño). Miralles
(2007: 15) nos recuerda que paideia designaba la etapa situada entre la infancia y la
juventud (hebe), en la que el menor era instruido para acceder a la condición de polites,

219
esto es, ciudadano adulto con derecho a participar en la vida de la polis.
La relación entre funciones familiares y tareas ulteriormente asignadas a la escuela
se advertía a la sazón con claridad en figuras cuyo papel principal era alimentar y
enseñar. Según precisa Miralles (2007: 48-49) en la Grecia antigua se podía distinguir
entre la mujer que amamantaba a un bebé (titthe, ama de cría, nodriza) y la que cuidaba
de él después de los dos años (trofós, niñera). Por su parte, el encargado de acompañar a
los niños varones, desde pequeños, era el pedagogo (del griego, pais, paidós = niño y
ágo = yo conduzco), que los guiaba y aconsejaba, como una suerte de criado o esclavo
de confianza. En definitiva, el pedagogo y la nodriza/niñera compartían el control de la
infancia en dos ámbitos bien delimitados según el sexo. Si en el interior de la casa,
correspondiente al género femenino, dominaba la niñera, en el exterior, perteneciente al
sector masculino, era el pedagogo el encargado de iniciar a los niños varones algo
crecidos. Con todo, la niñera, y la mujer en general, ejercía su autoridad sobre las niñas y
también niños más pequeños mientras que el pedagogo dirigía a los varones cuando
salían, principalmente para ir a la escuela o casa del maestro. Además de acudir a la
escuela, a partir de los siete años los niños iban al paidotribes o entrenador de gimnasia.
La clase dominante reforzaba la formación de los hijos mayores con las enseñanzas de
los sofistas.
También en la Roma antigua las familias acomodadas encargaban la lactancia y los
primeros cuidados a una nodriza. A menudo el niño establecía con ella, con quien
aprendía a hablar, y con el pedagogo, que le enseñaba a leer, una relación afectiva más
estrecha que con sus padres.
Las figuras educativas mencionadas (nodriza, niñera y pedagogo) en cierto modo se
hallan equidistantes entre los progenitores y los especialistas en un espacio familiar cuasi
escolar. El avance del tiempo ha permitido incorporar rostros nuevos. Gimeno (2003:
152) incluye a la institutriz, mujer encargada de la instrucción infantil en el hogar,
situada a medio camino entre la familia y la servidumbre, que cuida a los niños con amor
maternal y los disciplina con actitud paternal. Desempeña un papel intermedio entre la
madre y la maestra, entre el oficio profesionalizado asalariado y el servicio doméstico,
ejercido en un espacio-tiempo protoescolar en el medio familiar. Ha de ser persona culta
y modélica. Otro ejemplo lo encontramos en el profesor particular que acude al
domicilio del menor y que remeda a las figuras pedagógicas premodernas. Cabe hablar
igualmente del preceptor (derivado del latín praecipere = dar instrucciones,
recomendar), ya localizado en la antigüedad como encargado de transmitir un saber más
especializado —generalmente gramática latina— que el pedagogo, y que hoy asume
renovada labor en el campo de la enseñanza y la orientación. Algo parecido cabe decir
del tutor (del latín tutor, -oris = protector), persona que sustituye a los padres en el
cuidado del menor o de quien no esté en condiciones de hacerlo por sí mismo.

220
Las lindes entre las categorías educativas comentadas no siempre son diáfanas. En
gran medida, el matiz diferencial lo pone la época, la familia contratante, el sujeto y
hasta el propio hablante. Lo que estas figuras reflejan con mayor o menor nitidez es su
condición de puente entre familia y escuela, las dos magnas instituciones formadoras.
Con otros perfiles y términos unitivos nos topamos con la misma dificultad clarificadora.
Si nos fijamos en mentor —inicialmente relativo a Méntor, personaje de la Odisea,
consejero de Telémaco, hijo de Ulises—, comprobamos que hoy se utiliza para referirse
a la persona con experiencia que orienta a otra más joven o con menos conocimientos, y
también es frecuente que se sustituya por preceptor o ayo. En este último caso, la versión
femenina —aya— puede equipararse a institutriz; sin embargo, su etimología acrecienta
la familiaridad, por proceder, según Corominas (1967: 75), del vocablo latino avia
(abuela), en el sentido de mujer de edad que cuida de los niños. El diccionario de la Real
Academia Española (2001), por su parte, sitúa el origen de esta palabra en la lengua
gótica, hipotéticamente en hagja = guardia.
La progresiva especialización de las figuras que realizaban labores educativas en
casas acomodadas y la extensión de la institución escolar no han acabado del todo con la
costumbre de algunas familias de contar con adultos que desde el propio hogar
coadyuvan en la formación de los hijos, acaso como vía para contrarrestar el efecto
nivelador de la escuela.
Por otra parte, más allá de los cambios experimentados a lo largo de su discurrir
histórico, la escuela continúa siendo delegada de la familia. En nuestro tiempo esta
representación adquiere un nuevo impulso, principalmente por el aumento del trabajo de
la mujer fuera del hogar, lo que se ha traducido en un crecimiento de la población
escolar infantil y del número de profesores, así como de personas requeridas para atender
a los niños en el domicilio.
En España, un hecho constatado es el de la feminización del profesorado, sobre todo
en los niveles no universitarios. Según datos recientes (2008) de la Oficina de
Estadística25 del Ministerio de Educación y Ciencia correspondientes al curso 2005-
2006, el porcentaje total de mujeres es 61,7 por ciento; en Educación Infantil y Primaria
hablemos del 77,7 por ciento; en Enseñanza Secundaria y Formación Profesional de un
55,7 por ciento, y en Educación Especial de un 81 por ciento, mientras que en la
Enseñanza Universitaria representa el 36,3 por ciento.
El hecho de que la docencia en las primeras etapas tenga sobre todo rostro de mujer
se debe tanto a la inveterada discriminación de que ha sido objeto, aún vigente, cuanto a
la idea pedagógica de que es la portadora del verdadero amor. Por una parte, la docencia
en los tramos educativos iniciales carece del prestigio, del poder y de la remuneración de
que gozan, en general, los profesores universitarios, y, por otra, la presencia femenina en

221
las aulas de los primeros niveles garantiza, en cierto modo, la prolongación del amor
maternal. Se mantiene vivo así el aserto del ilustre pedagogo suizo Pestalozzi (1746-
1827) recogido en sus Cartas sobre educación infantil (2006: 6): «Nuestro incansable
empeño va encaminado al desarrollo del alma infantil. Y nuestro gran recurso es la
acción de la madre». El atinado énfasis pestalozziano en el transcendental papel materno
en la formación de la personalidad del niño, se ha desvirtuado en ocasiones al trasladarse
a la escuela, pues en lugar de desplegar la vertiente técnica de la educación y de los
profesores, se ha confiado exclusivamente en la inclinación cordial de la maestra.
Recuérdese, a este respecto, cuanto se ha dicho, por ejemplo, de las maestras maternales
españolas durante el siglo XIX.
En pleno siglo XXI, ya sea por deficiente formación, ya por asunción de diversidad
de roles en determinados centros en los que hay notable presencia de alumnos
pertenecientes a familias desestructuradas, hay un significativo número de profesores,
sobre todo mujeres, que asumen funciones parentales, sin preparación suficiente, en la
«escuela-domicilio». Incluso en algunos países de nuestro entorno ha sonado la alarma
ante las dificultades que podrían presentarse en los niños, especialmente varones, por la
ausencia de modelos masculinos en sus familias y escuelas. Por fuera de esta fundada
preocupación, la enorme responsabilidad recaída en los docentes, que con frecuencia se
ven desbordados, cuando no abocados a problemas de salud mental y de otra índole, nos
obliga a demandar una política familiar y escolar sensible a la nueva realidad social y
dispuesta a fortalecer el papel de los padres en la educación de los hijos. Es menester,
por ejemplo, estimular la colaboración entre la familia y la escuela, robustecer la figura
del orientador familiar, crear más espacios formativos para progenitores, mejorar la
escuela infantil, robustecer la preparación del profesorado y ampliar la oferta de
servicios de algunos centros educativos. El análisis del marco propio de cada institución
escolar revelaría, en muchos casos, la conveniencia de dilatar el horario e incrementar
los recursos y el número de profesionales —no necesariamente maestros/profesores—
para atender de forma apropiada y desde una óptica lúdico-formativa a menores que lo
necesiten.

4. «ESCUELA-ESPECTÁCULO»

Son centros que renuncian a la misión formativa y se vuelcan en el entretenimiento. Esta


escuela distrae y mantiene a los alumnos por medio de programas atractivos, pero
vacíos. Esta oquedad refleja un curso institucional degradado, en ocasiones derivado de

222
anteponer los intereses económicos a la genuina formación. La perversa organización
empresarial de la educación puede desembocar en una desmesurada búsqueda y
conservación de clientes, aunque para ello haya que renunciar al cultivo personal
integral.
A la explicación crematística apuntada cabe agregar la perniciosa influencia ejercida
por el imperio del discurso televisivo26 del que tanto se ha ocupado, por ejemplo,
Postman (2001). En líneas generales, lo que este teórico de la comunicación sostiene es
que con el advenimiento de la cultura audiovisual muchas personas precisan un lenguaje
simple, caracterizado por contenidos pobres y argumentaciones endebles y escasas,
cuando no inexistentes. Al hablar de la que denomina «mente tipográfica» el profesor
norteamericano señala que en los siglos XVIII y XIX la imprenta fomentó una modalidad
de inteligencia que daba prioridad a la utilización racional de la mente y, a la par, a
formas de discurso público de contenido serio y ordenación lógica. De hecho, la Era de
la Razón coexistió con la expansión de la cultura de imprenta. A finales del siglo XIX, sin
embargo, la Edad de la Disertación inició su declive y se atisbaron los primeros signos
de lo que la reemplazaría: la Era del Espectáculo. En verdad, la llegada de las técnicas
electrónicas capitaneadas por la televisión ha supuesto la creación de un mundo lúdico,
incoherente, trivial y entretenido, en el que el acontecimiento es efímero. La televisión se
ha convertido en el centro de mando de la nueva epistemología y organiza la vida
personal y social como ningún otro medio puede hacer. La televisión ha alcanzado el
estatus de «metamedio», pues dirige no sólo nuestros conocimientos del mundo, sino
también nuestra percepción de las maneras de conocer. Además, las instituciones
culturales, entre ellas la escuela, están aprendiendo a hablar en su propio lenguaje.
Recuérdese, por cierto, que para los niños, la televisión es a menudo su primera fuente
de aprendizaje.
Por otra parte, compartimos las notas diferenciales que en el capítulo titulado «La
enseñanza como actividad divertida», Postman (2001: 149-161) establece entre la
televisión y la escuela:

Televisión Escuela

Es un coto privado Lugar de interacción social


No hay posibilidad de preguntar Se dialoga con los maestros
Entronización de la imagen Primacía del lenguaje
Acto voluntario Obligación legal
No se penaliza la desatención Riesgo de ser castigado por desatender

223
No se precisan normas de conducta Se exige buen comportamiento
La diversión es un fin La diversión es un medio

A estas desemejanzas quizá se podría agregar la comodidad habitual con que se


contempla la pequeña pantalla, muy superior a la que suele haber en la escuela a la hora
de seguir las explicaciones docentes. Hay que tener presente también que en la
institución escolar las personas comparten espacio y tiempo, pero en la televisión no. En
el centro educativo el menor se relaciona con personas y en la televisión queda expuesto
al contacto, con seres virtuales. Asimismo, en el salón de clase se ofrece una versión
fundamentada, «culta» y unitaria de la realidad, mientras que la televisión se sustenta en
el montaje, la simplificación y la fragmentación.
Si hemos repasado estas características es para tomar conciencia del cambio que se
ha operado en la mentalidad de muchos de nuestros alumnos como consecuencia del
dilatado tiempo que pasan ante el televisor. Se sabe que en algunos países los niños están
más tiempo ante la pequeña pantalla que en la escuela. Si se tiene en cuenta tanto el
período lectivo como el vacacional el promedio de horas es superior a las tres diarias.
Este abuso de la televisión resta tiempo a las relaciones con familiares y amigos, al
juego, al cumplimiento de las obligaciones escolares e incluso al sueño. Hay que llamar
la atención igualmente sobre el hecho de que muchos de los contenidos televisivos, de
índole violenta, consumista y pornográfica, son nocivos para los niños y adolescentes.
No le falta razón al politólogo y ensayista florentino Sartori (1998: 40-42) cuando
dice que la televisión es un instrumento antropogenético que ha generado un nuevo tipo
de ser humano: el homo videns, que es en realidad un «vídeo-niño», un ser absorbido y
«reblandecido» por la pequeña pantalla. Cuando llega a adulto —cronológica, pero no
mentalmente— es impermeable a la genuina cultura y sólo responde a los estímulos
audiovisuales.
La gravedad sube de grado si reparamos en que la escuela está claudicando al
discurso audiovisual. Cada vez más centros y profesores de todos los niveles renuncian a
las explicaciones consistentes y optan por visionar programas de entretenimiento no
siempre vinculados a las asignaturas. Se extiende la futilidad con tal de generar
complacencia y se prescinde de la instrucción, el razonamiento y el esfuerzo. El
abigarrado y colorido discurso mediático llega a las aulas y desplaza al «tedioso»
discurso lineal. El «profesor-presentador» ha desbancado al «profesor-educador». El
cultivo del homo videns con toda su disfuncionalidad mental queda garantizado en la
«escuela-espectáculo».

224
5. «ESCUELA-PARTIDO»

Es la institución escolar que queda subyugada por una concreta orientación política. El
centro escolar se convierte así en herramienta y transmisor de una parcial ideología. Por
supuesto, la educación tiene una significación social y política que no puede soslayarse,
pero en modo alguno se debe disolver el análisis crítico del educando para inocular ideas
aberrantes. Se sabe, verbigracia, que, en nuestro marco, algunos centros utilizan cauces
arteros acompañados de instrucción metódica y tergiversación de la Historia para
conseguir adeptos a la causa nacionalista excluyente.
Es obligado consignar que la escuela no ha de tener mero carácter técnico, por más
que algunas tendencias actuales empujen en esa instrumental dirección. El «olvido» de
los aspectos culturales, sociales y políticos refleja una profunda insolidaridad
encaminada a afianzar el statu quo. Las instituciones educativas y los profesores han de
comprometerse con la auténtica democracia, lo que equivale a rechazar las prácticas que
legitiman formas de dominación, por sutiles que sean las vías utilizadas. La escuela no
debe dar la espalda al mundo exterior ni a cuanto acontece en su seno, pero tampoco ha
de presentar una visión parcial e interesada de la realidad.
Asiste la razón a Apple (1996: 47-48) cuando dice que el currículo, lejos de ser un
mero agregado neutral de contenidos presentes en los textos y aulas de un país, es el
resultado de una tradición selectiva. Así pues, siempre hay una política del conocimiento
oficial. Admitido esto, se trataría, en mi opinión, de establecer en España de modo
razonado y dialogado un currículo fundamentado científica y éticamente, de manera que
no se obvie la diversidad ni se quiebre la unidad. El pacto escolar que propugno evitaría
igualmente el atropello de derechos de las minorías y que éstas impongan su sesgada
agenda política sobre educación, tal como sucede en las Comunidades Autónomas en
que gobiernan.
El acuerdo que debería presidir la política educativa española brilla por su ausencia.
La educación se ha convertido en herramienta al servicio de intereses partidistas. Se
aspira, en gran medida, a que la escuela trabaje para los escorados objetivos ideológicos
particulares. Por tanto, en materia educativa, al igual que sucede en otras cuestiones, el
Estado, garante de vertebración, no ha de obcecarse en la centralización despótica ni las
Comunidades Autónomas pueden exhibir un voraz egoísmo. La convivencia peligra si el
poder estatal se extiende más allá de sus límites y si los poderes autonómicos ponen en
marcha su maquinaria en su exclusivo beneficio, al margen de los perjuicios que
generen, entre ellos, la fragmentación nacional. Se sabe, por ejemplo, que el idioma se
utiliza en determinadas regiones como instrumento separatista. Lo que debiera vivirse

225
como enriquecimiento se convierte en arma disociadora.
El discurso educativo, sensible a la pluralidad existente, reconoce y estimula la
realidad diferencial, sin que por ello se ponga en peligro la unidad cultural, social,
histórica y política. En cambio, estamos asistiendo a una debilitación de vínculos entre
Comunidades. Los desvelos de algunos políticos por exacerbar las desemejanzas y
fomentar la disolución nacional reflejan una grave irresponsabilidad. Si tienen ocasión
no dudan en servirse de la escuela para ganarse a las nuevas generaciones y avanzar en
sus disparatadas pretensiones. Es así como se promueve un discurso institucional y
profesoral controlador e insidioso. A través del sistema escolar, algunas ideologías
reciben oxígeno para perpetuarse en el poder y alcanzar sus metas secesionistas.
El discurso nacionalista fanático en su versión escolar está fomentando un
inquietante rumbo ideológico afín en niños y adolescentes. Con el concurso de un
currículo a la medida que no duda en tergiversar la Historia y cuanto se aleje de sus
mitologemas sociales, culturales e identitarios se crea un marco escolar separado que
representa el primer peldaño de una estrategia que pasa, en un segundo escalón, por
construir un espacio sociocultural desgajado, antesala de la ruptura política anhelada.
Con una trayectoria así, va a resultar muy difícil dar marcha atrás. El cambio de
mentalidad que se opera en los escolares se nutre de los supuestos abusos infligidos por
el españolismo contra su sufrido pueblo. Con un lenguaje emocional complementado con
elegidas imágenes, se hace hincapié en la opresión de que es objeto su cultura superior,
su incontaminada lengua y hasta su raza. Aunque estos argumentos de naturaleza mítica
varíen según las Comunidades, la estructura discursiva subyacente viene a ser la misma.
La «escuela-partido» no se agota en las instituciones nacionalistas comentadas, pero
sí halla en este tipo de centros una peligrosa concreción que se expande merced a una
endeble política educativa nacional. Si no se instaura un equilibrio educacional entre las
Administraciones —central y autonómicas— no podremos albergar demasiadas
esperanzas sobre el deseado robustecimiento de nuestra democracia. Se funda este temor
en la escalada de conflictos protagonizados por menores ideologizados. Esta siembra
escolar perversa se convierte en lastre para el desarrollo democrático.
Sin entrar en pormenores, es suficiente subrayar la grave problematicidad
identificada en algunas «escuelas-partido» de España, llamada a solucionarse ipso facto.
Con perspicacia, señala el psiquiatra Alonso Fernández (2002: 452-453) que una de las
principales causas del terrorismo nacionalista es la pedago gía distorsionada que recorre
algunos centros escolares: «Este tipo de terrorismo tiene la enorme ventaja de disponer
de una especie de nodriza estructural, que opera en diversos frentes más o menos
oficiales o estatalizados, entre los cuales sobresalen la infiltración pedagógica y la
complicidad pasiva de ciertas estructuras sociopolíticas locales».

226
6. «ESCUELA-SECTA»

Es un tipo de escuela en la que todo se ordena con arreglo a la moralina. El discurso


institucional se encamina a reformar el comportamiento discente. En estas
organizaciones se practica una singular corrección conductual tendente a evitar
desviaciones personales y sociales. No se vacila en utilizar vías coercitivas que
garanticen el adoctrinamiento.
La «escuela-secta» se distingue por su pretensión de controlar la voluntad. La
persuasión y la coacción son dos instrumentos utilizados con frecuencia para conseguir
dominar las conductas. En efecto, la combinación de la palabra manipuladora y de las
amenazas y castigos induce al alumno a actuar en la dirección pretendida. Este tipo de
instituciones escolares presenta un rostro jánico. Hacia el exterior la cara hipócrita,
maquillada de amabilidad, compromiso y preocupación social. Internamente, en cambio,
se descubre su faz hostil, dogmática, agobiante, represiva y demoledora.
La sumisión del escolar se consigue mediante una práctica discursiva proterva y
reiterada que le despoja de sus escasos recursos defensivos. Ha de recordarse que la
manipulación es mucho más sencilla en la etapa infanto-adolescente, sobre todo cuando
los menores pertenecen a familias desestructuradas y, consiguientemente, con mayor
vulnerabilidad a problemas psicológicos. La debilidad de la personalidad en desarrollo,
fácilmente percibida por los «depredadores», convierte en «presa» apetecible a este tipo
de alumno. Mas, para que no se caiga en el nefasto error de «bajar la guardia», es preciso
reparar en el hecho de que ningún otro escolar o persona, por fuerte que parezca o sea,
está libre de un proceso de captación sectaria. Precisamente la perversa especialidad de
los adoctrinadores es la de socavar la integridad del más pintado mediante el despliegue
de todo tipo de estrategias de presión y coacción. Si se estima conveniente se trabaja en
grupo hasta que el sujeto, con la resistencia mermada, es privado de su escudo y,
finalmente, sometido.
La estructura de la «escuela-secta» se apuntala con una sólida organización
jerárquica, en cuya cúspide se localiza una siniestra figura «sacralizada» a la que no falta
una considerable cohorte de aduladores que refuerzan su narcisismo ni dóciles ejecutores
encargados de propagar la aviesa doctrina y de velar por su estricto cumplimiento. Se
materializa, por tanto, el funcionamiento institucional en un sólido aparato profesoral, en
el que evidentemente puede surgir la disidencia, aunque lo cierto es que tiene pocos
visos de hallar eco. Por vía del hostigamiento, el desprestigio, la difamación y la
exclusión se acaba con el rebelde, cuyas barbas arrancadas se agitan como trofeo y eficaz
medida disuasoria contra «osadas» actitudes docentes. Así se comprende que la

227
disonancia cognitiva de algunos profesores se reduzca con su cierre de filas en torno al
omnímodo poder. Se consigue, de hecho, inhibir cualquier conato opositor y al mismo
tiempo fortificar la de por sí vertebrada pirámide. Si los docentes se desvían de la línea
establecida, saben que se exponen a una implacable operación de acoso y derribo.
En la mentada novela A.M.D.G.27, Pérez de Ayala (2001) recoge la pérfida
estrategia de marginación —en términos actuales de mobbing28— a que eran sometidos
algunos padres que descollaban en calidad humana o científica. Al describir este rechazo
se lee: «[…] y esta caprichosa e insultante preferencia fue la causa, que no otra […], de
que, al cabo de un tiempo, tanto Sequeros como Atienza se hallasen acordonados,
desgajados por entero del orbe, como pestíferos o leprosos. Pasándose el uno de listo y
no teniendo el otro nada de tonto, claro está que no ignoraban la traidora labor de
aislamiento que sus dulces hermanos ponían en práctica, sin cejar un momento» (pp.
44-45).
A la «escuela-secta» le interesa que todo esté bien amarrado y al que se estira o
sobresale no duda en ponerle la soga al cuello. Quiere ejercer control sobre las mentes y
las conductas, al igual que censurar la expresión. No envidia a Argos, el efectivo
guardián mitológico de los cien ojos. Si lo estima necesario, opta por vigilar a
profesores, alumnos y demás miembros de la institución. Por ejemplo, al ampliar la
pintura literaria anterior se comprueba que: «Cierto día, a la hora del recreo, halláronse
solos y juntos, paseando Sequeros y Atienza; muy raro en verdad, porque la providencia
quiso siempre que no les faltasen testigos presenciales un solo minuto» (p. 45).
Es sencillo colegir que si la «escuela-secta» arrasa con la libertad de sus profesores
también lo hace con la de los alumnos. Al echar por tierra derechos básicos no educa,
sino que deforma y pone al menor al borde del abismo, si es que no lo precipita por él. El
adiestramiento de la conducta del niño y el enderezamiento de su conciencia ejerce un
pernicioso influjo regresivo. Una vez detectados los abusos, es preciso erradicarlos,
incluso por vía legal, algo que no siempre es fácil, porque el sectarismo se cubre de
continuo con un manto tejido con la ambigüedad jurídica, la autonomía ideológica
institucional, la hipocresía y acreditados logros en algún campo instructivo. Es incluso
posible que los daños infantiles advertidos se atribuyan a causas que guarden poca
relación con la peligrosidad discursiva institucional. En definitiva, los padres y las
autoridades suelen permanecer ciegos durante largo tiempo, pero la destructividad de la
«escuela-secta» es tal que no es extraño que, desde el punto de vista psicológico, el
prosélito precise tratamiento para recuperarse, quizá nunca del todo, del «lavado de
cerebro».

228
7. «ESCUELA-EDUCADORA»

Es la que apuesta igualmente por las dimensiones instructiva, afectiva, motivadora,


social y ética. La realidad institucional toma así un sentido más profundo y completo que
el de cualquier otro tipo de escuela u «organización que aprende». Una institución
genuinamente formadora impulsa el desarrollo de sus miembros tanto en la vertiente
técnica como en la moral.
A priori se puede catalogar como «escuela-educadora» a toda institución educativa
cuyo discurso promueva el desarrollo de sus miembros. Un centro escolar de este tipo
trabaja por la ascensión cultural e intelectual de las personas a partir de un proyecto
sólido, racional y consensuado, que sirva de guía para todos. Cuida particularmente
cuanto tiene que ver con el saber, la investigación y la ciencia. Se esfuerza en fomentar
actividades que estimulen la curiosidad, la exploración y el descubrimiento, favorece el
acercamiento a los libros y a otras fuentes documentales. Lejos de confiscar material,
impulsa su manejo responsable por alumnos y profesores. Entre los grandes recursos que
utiliza la escuela, ocupa un privilegiado lugar la biblioteca, aunque si no dispone de
medios suficientes solicita el préstamo de materiales y documentos a otras instituciones
públicas y privadas. Además, organiza excursiones, salidas para acudir a
representaciones teatrales, visitas a museos y a entidades potencialmente educativas que,
por una parte, amplían el círculo cultural y, por otra, estrechan la relación con el entorno
en que está ubicada, etc.
Dentro de su propio recinto, la «escuela-educadora» potencia también la actividad
físico-deportiva como saludable vía para canalizar y mejorar las disposiciones, energías
y aptitudes de los educandos. Además, los ejercicios corporales adaptados a las
características y preferencias de los alumnos permiten compensar el estilo de vida
sedentaria que a menudo imponen los programas y las obligaciones escolares. La
práctica del deporte no siempre exige espacios enormes y equipamientos muy
sofisticados. Aunque es verdad que algunos deportes concretos, por ejemplo natación,
requieren instalaciones específicas, con frecuencia se cubren las necesidades de los
educandos con buena planificación y adecuado aprovechamiento de los lugares
existentes. Es el caso de la organización de un partido de fútbol en el mismo centro o en
sus aledaños si se cuenta con un pequeño terreno en el que se puedan situar unas
porterías. No se trata de simplificar cuestión tan transcendente ni de soslayar criterios
exhaustivos que en materia de Educación Física deben establecerse, pero cabe afirmar de
modo general que lo relevante es que los espacios destinados a dicha formación cuenten
con un mínimo equipamiento, sean suficientemente seguros, se adapten a las condiciones

229
de los escolares y permitan alcanzar las metas establecidas.
En lo que se refiere a la dimensión afectiva, el discurso de la «escuela-educadora»
es especialmente propicio para el despliegue emocional del educando. Este postulado
constituye una evidencia fácilmente comprobable tanto desde el punto de vista
sincrónico como diacrónico. Al comparar diversas escuelas actuales se advierten
significativas diferencias que otorgan nítida ventaja educativa a las instituciones que
cultivan cotidianamente la empatía y la cordialidad. La mirada histórica también nos
permite registrar el mismo dato, favorable a algunos centros que en nuestros días cuidan
la vertiente emocional. Es oportuno, sin embargo, expresar máxima cautela, porque la
amenaza de sequía afectiva se expande. No hay más que ver cómo se extienden ciertos
problemas emocionales, algunos de gran entidad, entre los alumnos, atribuibles a la
exclusión, hostilidad, etc., aunque en ocasiones en su génesis intervengan claramente los
conflictos familiares. La «escuela-educadora» es sensible a la realidad del educando y
potencia el encuentro con la institución familiar, por eso no sorprende que adopte
medidas concretas como abrir «escuelas de padres», fortalecer las AMPAS (asociaciones
de madres y padres de alumnos), consolidar a profesionales de la orientación, acoger en
horario extraescolar a menores que, por las numerosas obligaciones de sus progenitores,
están condenados a la desatención y a la soledad, etc.
La motivación en la «escuela-educadora» se despliega merced a un discurso
atractivo, accesible, actual, ágil, abierto, consistente, dialogado y pródigo en estímulos
formativos, según se advierte en el trato cotidiano promovido por los profesores y en el
ambiente que, entre todos, se genera. En lugar de reprimir la energía de los alumnos, la
canaliza a través del estudio, el juego y la actividad físico-deportiva. Esta institución se
distingue, de hecho, por la vitalidad de sus miembros, uno de sus más destacados
emblemas. Se aleja de la rutina, de la descoordinación y de la burocratización. En
cambio, apuesta claramente por la descentralización y la innovación, implica a los
alumnos en su proceso formativo, les muestra el alcance de lo que se enseña, les anima a
autorregularse gradualmente y opta por un sistema de evaluación formativa.
En el campo de las relaciones interpersonales, la «escuela-educadora» siembra la
convivencia a través de un discurso sensible a la alteridad. Esta convivencia es, en
efecto, su genuina y originaria característica. Cuando los centros educativos son fieles a
su elevada misión, las relaciones personales se manifiestan intensa y extensamente
permitiendo el proceso perfectivo. Por el contrario, las aberraciones de esta propiedad
esencial de acompañamiento y encuentro interhumano perturban o impiden el despliegue
personal. Acaso la principal causa del deterioro de la educación actual haya que buscarla
precisamente en la mengua de la convivencia escolar.
La vertiente ética del discurso institucional es en la actualidad una de las más

230
olvidadas, lo que explica en gran medida los muchos desatinos y atropellos que se
producen. La «escuela-educadora», empero, rescata esta dimensión y fortalece el
compromiso con valores compartidos que dan a su fisonomía un aspecto auténticamente
humano. A partir de esta robusta trama axiológica, elabora un discurso respetuoso, justo,
solidario y responsable con todos sus miembros y con el conjunto de la sociedad. Un
examen atento de su estructura y funcionamiento revelaría su compromiso con la
comunicación, la participación, la democracia, la inclusión y el crecimiento personal.
En definitiva, entre las conquistas alcanzadas por la «escuela-educadora» en las
cinco dimensiones del discurso, han de destacarse de modo sumario:
— Las cognitivas, como desarrollo de la curiosidad, la crítica, la reflexión y la
expresión, al igual que adquisición de contenidos valiosos.
— Las emocionales, como acrecentamiento de la sensibilidad, la cordialidad, la
autoestima, la empatía y la maduración emocional.
— Las motivacionales, favorecidas por un ambiente innovador en que el que se
estimula la exploración, el esfuerzo, el descubrimiento y la activación
intrínseca.
— Las sociales, patentizadas en la cooperación interpersonal, la solidaridad y la
preocupación por cuanto acontece en el entorno.
— Las éticas, sintetizadas en la asunción de valores cardinales como justicia,
libertad, trabajo, paz, etc., que se proyectan en acciones convivenciales
concretas.
Las características y logros descritos correspondientes a la «escuela-educadora» son
claramente superiores a los que presentan los demás tipos de institución analizados. La
configuración y el dinamismo interno de nuestra escuela la distinguen positivamente y
nos animan a presentarla como un nuevo paradigma de institución educativa. En ella la
formación alcanza más densidad por tratarse de una institución humanista de sólidos
cimientos éticos, motivadora, atenta a las vertientes intelectual y emocional, y con
sincero compromiso social.

231
232
RETAZOS DE ORATORIA
CLÁSICA CON VALOR PARA EL
DISCURSO EDUCATIVO ACTUAL:
ARISTÓTELES, CICERÓN, VIVES

1. INTRODUCCIÓN
2. ARISTÓTELES: RETÓRICA Y POÉTICA
3. CICERÓN: EL ORADOR
4. JUAN LUIS VIVES: EL ARTE RETÓRICA

1. INTRODUCCIÓN

Aun cuando el discurso es clave en la educación, a menudo esta elemental verdad


pedagógica se soslaya. Parece que la corriente dominante en el mundo de la escuela se
interesa más por la tecnología que por la comunicación y la relación interhumana. En
cierto modo, el rumbo de nuestras instituciones formativas se aleja de lo que debiera ser
su destino esencial: el desarrollo personal.
Sin dejarnos arrastrar por el pesimismo, en numerosos centros escolares se advierte
el impacto negativo del uso inadecuado o abusivo de la técnica así como otras
influencias perniciosas incompatibles con el cultivo de la formación. Con clara
reminiscencia orteguiana, me permito hablar de deshumanización de la educación. La
nueva «sensibilidad» es ahora instrumental, mecánica y crematística. Es obligado
extirpar de la educación el artificio, el cálculo y el interés. El predominio del negocio,
por ejemplo, rebaja considerablemente la calidad de la educación. En estas
circunstancias resulta harto difícil avanzar por la senda de la auténtica formación.

233
Aun cuando no los suscribamos, no es extraño que surjan algunos panfletos
antipedagógicos. Lo que pasan por alto sus autores es que no hay que ir en contra de la
pedagogía, sino de la mala pedagogía. Esta ciencia, aunque no está exenta de errores,
ocupa un lugar preeminente en el estudio de la educación y se distingue por el
compromiso con su mejora. Son, por esta razón, las tendencias pedagógicas inadecuadas
las que han de combatirse, no la pedagogía misma, que, según queda dicho, constituye
una atalaya desde la que se enfoca el proceso de perfeccionamiento humano.
En sintonía con los comentarios anteriores, se redacta este capítulo en el que, desde
una perspectiva humanista, se brindan claves a los profesores para la mejora cotidiana de
la educación. Más allá de las necesarias reflexiones teóricas, estas hojas aspiran a ser
preponderantemente prácticas. La virtualidad de la pedagogía ha de patentizarse en
conquistas en el aula. Pues bien, la auténtica via regia para promover estos logros
formativos, se halla en el discurso educativo, cuya atención supone, cuando menos, una
reivindicación de la centralidad de la retórica en la praxis educativa. Con toda razón dice
Naval (1992: 27-28) que la sofística es el arte de hacer verosímil lo falso y la retórica el
arte de hacer verosímil lo verdadero.
La retórica genuina es comunicación acrecentadora que hunde sus raíces en la
tradición occidental. La retórica o arte de bien decir se interesó originariamente por la
lengua hablada con la finalidad principal de persuadir. Según refiere Cicerón (106-43 a.
C.), por cierto egregio orador, la retórica se inicia en el siglo V a. C. en el tránsito de la
tiranía a la democracia, por la necesidad de los nobles o eupátridas de recuperar sus
tierras. La pretensión de defender bien la causa en los litigios favoreció la emergencia de
la retórica, en la que destacaron como creadores Córax, en su forma oral, y Tisias, con
un manual. El propio Cicerón, en un pasaje de su Bruto (2004: 16) escribe: «La
elocuencia es compañera de la paz y socia del ocio, y por decir así, una alumna de la
ciudad ya establecida. Y así Aristóteles dice que en Sicilia, después de quitados los
tiranos, como las cosas privadas se perseguían en juicios de largo tiempo, entonces por
primera vez, porque aquella gente era aguda y nacida para la controversia, los
sicilianos Córax y Tisias escribieron un arte y preceptos…».
Si bien los sofistas fueron los primeros en ocuparse sistemáticamente del discurso
retórico en cuanto instrumento al servicio de intereses particulares de cualquier índole,
pronto Platón (427-347 a. C.) y su discípulo Aristóteles (384-322 a. C.) imprimieron a la
retórica un sello psicagógico. Entre los diálogos del fundador de la Academia de Atenas
ha de citarse, por ejemplo, Gorgias o de la retórica, en el que critica el uso del lenguaje
al servicio de la verosimilitud. Por su parte, el Estagirita, fundador del Liceo, cuenta
entre sus numerosas obras con la Retórica, que constituye un tratado teórico-práctico de
gran actualidad sobre el discurso hablado.

234
Procede igualmente recordar que el estudiante de la Universidad medieval debía
pasar unos años estudiando artes liberales, las propias de los hombres libres.
Concretamente los estudiantes debían aprobar el trivium (Gramática, Dialéctica y
Retórica) y el quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía, Música). Las artes de la
palabra y del pensamiento (trivium) y las artes de lo mensurable y de lo sensible
(quadrivium) formaban, en definitiva, el currículo o plan de estudios que enlazaba la
Antigüedad clásica con la Edad Media. Se trataba de saberes que guardaban relación con
la humanitas, concepto que en clave ciceroniana es sinónimo de cultura y elevación
espiritual, y que con la llegada del Renacimiento alcanzaría un sentido más profundo
merced a los studia humanitatis, una formación plena del hombre basada en las vetustas
fuentes grecolatinas. Se pretendía educar al hombre en la verdadera humanidad con
arreglo al ideal clásico. Para Cicerón, uno de los forjadores de la humanitas, el orador
era el arquetipo. La humanitas es la plena realización de la persona, su educación
integral. El equivalente griego de la humanitas romana es la paideia.
En el Renacimiento brilla con luz propia el humanista español Juan Luis Vives. En
su hermosa obra El arte retórica (1998), el verbum asume el protagonismo en cuanto
fundamento del saber y ofrece una sistematización del discurso «recto y natural»
llamado a enriquecerse con la metáfora y la inventiva. A fin de cuentas, en la palabra
imaginativa y popular se descubre el timón de la Historia. Como afirma el egregio
valenciano: «[…] no hay otro espejo que devuelva una imagen del hombre más
verdadera que el discurso» (p. 87).
Tras el florecimiento renacentista, la retórica quedó sumida, salvo alguno que otro
despertar efímero, en un dilatado letargo favorecido por el racionalismo cartesiano.
Todavía hoy no se ha librado plenamente del sopor y mucho me temo que el abuso de la
tecnología afiance la modorra en los centros escolares.
Ni el profesor ni el alumno pueden renunciar a la retórica, todo lo renovada que se
quiera, porque el lenguaje es inherente al ser humano. Por la palabra el hombre expresa a
sus semejantes lo que piensa, siente o quiere. Merced a la palabra es posible la
comunicación, el entendimiento, la concordia y el progreso. Si se descuida la palabra
personal en la escuela y su concreción en el discurso, podemos estar seguros de que la
formación disminuirá hasta desvanecerse.
En la configuración de la persona se descubre la contextura comunicacional. Por
ello, el educador auténtico se afana en el cultivo de la palabra dotada de sentido y
sensibilidad, comprometida con la verdad, la ética, la relación humana y el
acrecentamiento integral de sus alumnos. Ya el excelso pedagogo ginebrino Rousseau
(2003: 78) nos recuerda que la primera ley del discurso es hacerse entender. En este
sentido, a continuación, aunque evidentemente sin ningún propósito de exhaustividad, se

235
rescatan algunas relevantes aportaciones clásicas incomprensiblemente soslayadas en
nuestro tiempo, pese a su innegable virtualidad enriquecedora del discurso y de la
educación.

2. ARISTÓTELES: RETÓRICA Y POÉTICA

Iniciamos el recorrido perfectivo por la vertiente discursiva motivacional con algunos


apuntes sobre Aristóteles y su Retórica, obra clásica de obligada referencia al
adentrarnos en el «arte de la palabra». Este excelente caudal de aprendizaje, cuya fuente
se encuentra lejana, llega hasta hoy sonoro y vivificador si se acierta en la canalización.
Salvada la brecha temporal, de las afortunadas ideas aristotélicas cabe obtener recursos
con que adornar la oratoria educativa.
El entramado «artístico» del discurso puede salir reforzado si se contemplan tres
condiciones ya establecidas hace más de dos milenios por el genial Aristóteles en su
Retórica (2004): 1) las bases sobre las que se asientan los argumentos, 2) la expresión, y
3) la disposición de las partes del discurso.
En relación al primer punto, el Estagirita señala que los argumentos del discurso
tienen tres fuentes:
a) El comportamiento del orador. Goza de mayor crédito la persona moderada
sobre todo en asuntos que plantean dudas.
b) El estado de ánimo de los oyentes. Las decisiones pueden variar según el
estado anímico predominante.

c) El propio discurso. Por la verdad que alberga o parezca poseer.


Según el egregio filósofo, es frecuente el uso de ejemplos en algunos discursos y de
entinemas (razonamientos) en otros. Aun cuando ambos tipos de discursos puedan ser
igual de convincentes, son más aclamados los que se sirven de entinemas.
En cuanto a la expresión, no es suficiente con saber qué se debe decir sino cómo
decirlo. Especial consideración merece la puesta en escena, centrada en la voz y en la
manera de usarla para cada emoción. Los tres aspectos más importantes son: el volumen,
la modulación y el ritmo. El modo de hablar puede mejorarse con la práctica y ha de ser
equilibrado en el adorno, claro y algo fuera de lo común, sin que pierda la naturalidad.
Así como hay que evitar las palabras raras, compuestas o inventadas, es conveniente usar
términos comunes, símiles y metáforas, éstas especialmente valiosas por su

236
transparencia, sonoridad, significación, encanto y singularidad, siempre que concuerden
con lo que se dice. Cabe igualmente utilizar con prudencia epítetos y diminutivos.
La frialdad en la expresión puede deberse al incorrecto manejo en la prosa de los
compuestos, por ejemplo, «rostrivariado», a las palabras extrañas como «mirífico», a los
epítetos largos, infrecuentes o inoportunos tipo «blanca leche», así como a las metáforas
ridículas, solemnes, trágicas o rebuscadas, verbigracia, «acontecimientos pálidos y
descoloridos».
El fundamento del buen estilo se halla en el certero manejo de las conjunciones, en
prescindir de la ambigüedad y de los circunloquios, en distinguir cuando proceda el
género del nombre, al igual que en emplear correctamente el plural y el singular.
La majestuosidad del estilo sale beneficiada en los siguientes casos: sustitución de
una palabra por una expresión; empleo de metáforas y epítetos; uso del plural en lugar
del singular, unión de palabras mediante sendos artículos, salvo que se busque concisión;
utilización de la conjunción, excepto si se opta por la brevedad, y descripción de
cualidades de objetos.
La expresión gana si refleja estados de ánimo, si se corresponde con los temas
tratados y si se ajusta a los destinatarios. A través de la autocensura se conquista
prudencia discursiva.
El ritmo aporta gracia y armonía al discurso en prosa, con tal de que no sea
totalmente riguroso. El discurso también sale beneficiado si la expresión es continua,
ligada a través de conjunciones, o bien estructurada en períodos de longitud media que
favorecen la comprensión. Además, así articulado, el discurso se pronuncia con facilidad
sin que el hablante/orador quede extenuado.
El discurso ha de buscar el aprendizaje rápido, por ejemplo, a través de frases
ingeniosas que no sean banales ni rebuscadas. En este sentido, el eximio pensador llama
la atención de nuevo sobre el valor de la metáfora, el símil, la antítesis, el apotegma y
cuanto «pone los asuntos ante los ojos» a través de la expresión viva y animada, como
acertijos, juegos de palabras, refranes, hipérboles, etc.
La expresión no puede ser ajena a la índole del discurso. La escritura, por ejemplo,
es más precisa, pero la oratoria es más apropiada para la interpretación y el debate. En
cualquier caso, es conveniente mezclar armónicamente lo usual y lo insólito, el ritmo y
la verosimilitud.
Respecto a la ordenación del discurso ha de recordarse que se compone de dos
partes imprescindibles: proposición (problema) y argumento (demos-tración). También
puede constar de preámbulo, que abre camino al discurso, y de epílogo, que refresca la
memoria.

237
En su Poética, Aristóteles (2007: 96-98), al hablar de la elocución, es decir, del
modo de hablar o de distribuir el discurso, ensalza la claridad, la brillantez, la nobleza y
la elegancia estilísticas. Estas propiedades se conquistan mediante la mesurada
combinación de metáforas, términos ornamentales, compuestos, usuales y extraños, etc.
El lenguaje gana en transparencia y poesía mediante los alargamientos, los apócopes y
las variantes de las palabras. En cambio, cuando se usan mal estos recursos, es más fácil
que se genere un efecto ridículo.
Aristóteles (2007: 100) hace hincapié nuevamente en la metáfora: «[…] lo más
importante de todo es dominar el uso de la metáfora, ya que esto es lo único que no se
puede tomar de otro y es señal de talento; pues hacer buenas metáforas es intuir las
semejanzas».
Una vez recogidas algunas ideas aristotélicas es imperativo pedagógico recordar que
en la medida en que el profesor actual las adapte, mutatis mutandis, a su discurso la
dimensión motivadora puede verse considerablemente beneficiada, pues, como queda
visto, la Retórica y la Poética brindan claves de alcance pragmático a la hora de
organizar los elementos comunicacionales, acrecentar la musicalidad y utilizar recursos
estimulantes. Con la incorporación de estos aspectos el discurso docente adopta un
enérgico rumbo artístico que fácilmente alienta al educando. Esta misma idea queda
recogida en el excelente estudio de Naval (1992: 329): «Los conceptos que se presentan
al espíritu, envueltos en luz y calor poéticos, se asimilan y retienen antes e influyen más
profunda y perennemente sobre la imaginación y la voluntad, que aquellos que llegan a
él en prosa fría, descolorida y vulgar».

3. CICERÓN: EL ORADOR

Para subrayar el valor de la vertiente motivacional del discurso recurrimos a otro clásico,
Cicerón (106-43 a. C.), por ser uno de los mejores conocedores de la oratoria, a nivel
teórico y práctico, de la Roma antigua. Nuestro ilustre maestro de retórica escribió una
trilogía de tratados sobre la elocuencia: De oratore (centrado en la formación del
orador), Brutus (sobre oradores ilustres y análisis de los más eminentes) y Orator
(indagación del orador ideal en sentido platónico). Precisamente en esta última obra, El
orador (2006), una vez sorteadas sus repeticiones y deficiencias organizativas, nos
basamos. Se advierte en sus páginas que el orador perfecto es ideal, aunque obligada
referencia a la que acercarse.
Desde la óptica ciceroniana, Demóstenes (384-322 a. C.) se alza como el mejor

238
orador en los diversos estilos. No nos sorprende, porque este ateniense, merced a su
voluntad y perseverancia, superó sus iniciales dificultades expresivas y ha pasado a la
Historia como el príncipe de la elocuencia griega. Su potencia argumentativa y
discursiva le sitúan en la cima de la oratoria. La proeza de este maestro heleno demuestra
que, si bien hay personas que nacen con destacadas cualidades, la posibilidad de hablar
eficazmente depende en gran parte del esfuerzo de cada cual, de las técnicas utilizadas,
así como de la determinación y la tenacidad.
A despecho de algunas honrosas excepciones, Cicerón (2006) echa de menos en su
tiempo una oratoria multiforme y rica integrada por notas como las que a continuación
identificamos a partir de su obra.
La oratoria se nutre sobre todo de Platón y de otros filósofos. La selva del discurso
arranca de ellos, porque a la filosofía se ha de acudir a buscar la materia o contenido de
que se habla. Cicerón (2006: 32) dice textualmente: «Efectivamente, sin la filosofía,
nadie puede hablar con amplitud y abundancia sobre temas de envergadura y
variedad».
El lenguaje culto sale beneficiado con la elocuencia popular y los oradores con el
refinamiento que proporciona la cultura. El orador, pues, debe mantenerse alerta para no
perder la armonía.
Cicerón (2006: 47-76) señala que si bien el orador debe centrar su atención en tres
aspectos: qué decir (invención), en qué orden (disposición) y cómo (elocución), es sobre
todo en la elocutio en la que se descubre al orador perfecto. En relación al contenido del
discurso, sale beneficiado cuando el orador conoce los principios de la argumentación y
del razonamiento, particularmente cuando se abordan asuntos controvertidos. Es
igualmente clave el dominio del tema. La mente cultivada merced al estudio se muestra
más fecunda en la selección y defensa de los argumentos.
Una vez decidido qué va a decir, el orador debe ordenar las ideas con la mayor
diligencia, advertida en la introducción solvente, en el encauzamiento diáfano hacia el
meollo y en la fortaleza de los argumentos, los más sólidos situados al inicio y al final, y
los más débiles intercalados.
Tras los dos puntos señalados (invención y disposición), Cicerón no alberga dudas
sobre el principal papel de la elocución, en la que asume gran relevancia la acción. Se
muestra, de hecho, terminante: «Así pues, el que aspire al primer puesto de la
elocuencia deberá pronunciar con tono agudo las partes violentas, con tono bajo las
partes calmadas, y procurará parecer grave con tonos profundos y patético con
inflexiones de voz. Es admirable, en efecto, la naturaleza de la voz, que tiene en total
tres tonos: el flexionado, el agudo y el grave29; con ellos se obtiene esa tan importante y
tan dulce variedad en los cantos. Y también en la oratoria hay una especie de canto

239
disimulado…» (pp. 52-53).
El maestro romano de oratoria (2006: 53-54) sigue brindando material de
aprendizaje en lo que se refiere al uso de la voz, a los movimientos y a la expresión del
rostro:
— El orador de primera fila modulará la voz, ya subiéndola, ya bajándola, hasta
recorrer toda la escala sonora.
— Es preciso recurrir a los movimientos, sin exagerar. El porte debe mantenerse
derecho y erguido; pocos pasos y cortos; desplazamientos moderados y
escasos; sin flaccidez en el cuello ni movimiento en los dedos al ritmo de la
voz; los movimientos del tronco y del busto deben ser viriles; los brazos se
han de extender en los momentos de pasión y recoger en los de relajación.
— En el rostro no debe haber nada impropio ni afectado. Es fundamental
moderar la expresión de los ojos.
Por la senda transitada en los párrafos anteriores, nos lleva Cicerón (2006: 54) hasta
el corazón de la elocuencia, en la que verdaderamente sobresale, como se ha dicho, el
orador perfecto, pues el poder supremo de la palabra sólo a él le es concedido, o sea, al
«rétor», en griego, o «elocuente», en latín.
Al describir al orador ideal, Cicerón distingue tres estilos (sublime, medio y
sencillo) y se apresura a afirmar que el mejor no es el que sobresale en un único estilo,
sino en los tres. El mejor orador ensambla los tres genera dicendi, tiene en cuenta los
gustos, circunstancias, edad, rango, etc., de los oyentes y, por tanto, se adapta a los
principios del decorum («lo adecuado»). El orador perfecto prueba, agrada y convence,
en aras respectivamente de la necesidad, la belleza y la victoria. Cada una de estas
funciones corresponde a un estilo: «Preciso a la hora de probar; mediano a la hora de
deleitar; vehemente, a la hora de convencer, que es donde reside toda la fuerza del
orador» (p. 58).
Para Cicerón (2006: 71) es elocuente el «capaz de decir las cosas pequeñas con
sencillez, cosas intermedias con tono medio, y las elevadas con fuerza».
El perfil ciceroniano (2006: 76 y ss.) del orador perfecto se completa con la
consideración de otros dos aspectos: el caudal de conocimientos y la utilización de la
prosa rítmica.
a) El orador debe dominar el arte de la dialéctica, del que debe trasvasar cuanto
sea preciso al arte de la elocuencia. Asimismo, ha de ser profundo conocedor
de la filosofía, si quiere explicar o hablar con profundidad y amplitud sobre la
religión, el amor a la patria, la muerte, el bien y el mal, la virtud y el vicio, el

240
deber, el dolor y el placer, las pasiones y los pecados del alma, etc. No puede
prescindir tampoco del conocimiento de la física, para transitar con brillantez
de las cuestiones celestes a las humanas, ni del derecho civil, que posibilita la
participación en causas legales y civiles. Otro tanto ha de decirse del
conocimiento de la historia, porque desconocer lo acontecido antes del propio
nacimiento es como mantenerse permanentemente en la infancia. El recuerdo
del pasado y la utilización de ejemplos históricos proporcionan al discurso
belleza, autoridad y crédito.
El orador ha de ser hábil en retórica. No en vano, del tratamiento de los
hechos dependerá que el discurso guste o no. Entre los aspectos técnicos con
que cuenta el orador hay que citar la inclusión en el discurso de un exordio
que permita atraer la atención del auditorio y generar un estado de ánimo
propicio para las enseñanzas. Los hechos han de exponerse con brevedad,
verosimilitud, claridad y orden. Al tiempo que se confirma la propia tesis se
ha de rechazar la del contrario. La conclusión, por su parte, debe ser una
consecuencia lógica de las premisas. Procede recordar que el título de
elocuente corresponde al capaz de acomodar su discurso a lo que es
conveniente en cada situación.
b) Respecto al uso de la prosa rítmica, nuestro maestro de elocuencia recomienda
el buen engarce de las palabras, distinguidas, si es posible, por su sonoridad,
forma o simetría gorgiana30, aunque escogidas del acervo común. Grosso
modo, la construcción discursiva ha de ser armónica, aunque no
excesivamente minuciosa. El ritmo en la prosa agrada, siempre que no se
abuse. La prosa, de hecho, no ha de ser esclava del ritmo, como sucede en la
poesía, ni debe prescindir de él, como acontece en el habla vulgar. Se impone,
pues, un mezcla moderada de ritmos. A fin de cuentas, hablar en buen estilo
equivale a expresar las mejores ideas con palabras certeras, elegantes y
musicales. Esta adecuación discursiva exige entrenamiento, de manera que se
alejen los vicios y se consoliden las virtudes. En justo premio al esfuerzo
realizado, al elocuente le aguarda no sólo la aprobación, sino también la
admiración, el clamor y el aplauso.

4. JUAN LUIS VIVES: EL ARTE RETÓRICA

241
Digamos inicialmente que Juan Luis Vives (1492-1540), filósofo valenciano de
ascendencia judía —lo que explicaría en parte su vida fuera de España—, es el más
destacado de nuestros humanistas. Reconocido polígrafo, fue profesor en universidades
europeas y en su época tuvo mucha influencia como consejero y educador, lo que no
impidió que los últimos años de su vida estuviesen marcados por la penuria. En el plano
positivo, este tramo final se caracterizó igualmente por la intensa y destacada actividad
creativa plasmada en libros y en sus acogidos planteamientos educativos reformadores.
Comprometido con los problemas de su tiempo, su contribución a la educación le
acreditan como una de las grandes figuras de la pedagogía.
Tras el bosquejo biográfico nos adentramos en El arte retórica (De ratione dicendi)
(1998), obra muy rica en la que Vives nos ofrece su concepción del lenguaje, al que
considera el más poderoso y eficaz de los vínculos sociales, capaz de atraer los ánimos y
de dominar los sentimientos. Sugerimos al lector interesado que lea el libro, pues aquí
nos limitamos a extraer algunas notas.
El arte retórica se divide en tres libros repletos de ejemplos y de referencias a la
oratoria grecorromana. En el primero puede leerse que la materia que se aborda es el
lenguaje —integrado por palabras (cuerpo) y pensamientos (alma)—, muy útil para la
mayoría de las actividades si se hace con arreglo a la razón. Los argumentos se obtienen
de la filosofía, de la antigüedad y de las tradiciones, pero es menester aprender la retórica
popular válida para toda clase de géneros, a diferencia de la preparación de los antiguos,
centrada en un género.
El «aspecto externo» del discurso aumenta en gracia, elegancia y color si se toman
adornos del lenguaje común. Se ofrecen recomendaciones sobre palabras (simples,
compuestas o enlazadas), orden (natural, voluntario o conveniente), sonidos y sílabas
que proporcionan o restan musicalidad. Capítulos aparte son los dedicados a la extensión
de las palabras (justa, plena, redundante, desmesurada o reducida), a la ampliación del
lenguaje, sobre todo si el asunto tratado lo pide, como cuando se despliegan las velas si
el viento es favorable, al período, esto es, al conjunto de oraciones que al enlazarse
adquieren sentido pleno, y a la ordenación de las palabras (natural o convencional) que
ha de facilitar el entendimiento y puede enriquecerse con recursos como las figuras de
diversa índole y aun el silencio. El discurso, en suma, como la misma persona, puede ser
juzgado por su apariencia y figura.
En el segundo libro, a partir de las figuras señaladas en la Antigüedad para
fortalecer el discurso, repasa, como el que guía por una inmensa ruina, diversos aspectos
del arte de hablar que, a la vez, permiten acercarse a los que fueron maestros del decir
(Homero, Platón, Demóstenes, Virgilio, Cicerón, Séneca…), si bien nosotros
soslayamos, salvo excepciones, las referencias concretas.

242
El discurso, imagen del alma humana, tiene corporeidad. Así, nos topamos con su
estatura, que se observa principalmente «en la grandeza y en el sonido de las palabras y
en su estructura» (p. 89). También se distingue la figura, que puede ser «redonda y lisa»,
integrada por miembros y períodos breves y ligados con un cierto ritmo, o «cuadrada»,
también llamada «firme» e «invariable», caracterizada por la fuerza y por el
asentamiento de las cláusulas en la razón. El cutis, por su parte, consiste en la agrupación
y la coordinación de las palabras, de donde surge la mayor o menor armonía. En cuanto a
la carne del discurso, se dice que tiene mucha cuando abundan las palabras, perífrasis y
giros más largos de lo conveniente. La sangre y el jugo de la oración se corresponden
con las palabras naturales o las trasladadas. Cuando hay palabras suficientes para la
inteligencia se habla de oración «ungida» y «bien alimentada», si dice más de lo
necesario se excede en «sangre» y si se caracteriza por las redundancias pueriles y
rebuscadas es de «sangre viciada», mientras que si ocurre lo contrario es de «sangre
suave y blanda y suave jugo». El «jugo» es algo menos que la «sangre» y estriba en que
las palabras sean adecuadas y honradas, suaves en la composición y dotadas de
significado.
El primer capítulo se dedica al color del discurso, que reside en las figuras, bien de
dicción, bien de pensamiento. Mediante estos «destellos», se adorna la oración. Así, el
discurso puede ser pulido, nítido, terso y embellecido o, por el contrario, cargado,
descuidado, enmohecido y sórdido. La policromía discursiva es grata cuando cada color
ocupa su lugar. El resultado es una oración florida.
El capítulo siguiente se centra en la unión y proporción de las partes u «observación
de todo el cuerpo». De hecho, entre otros tipos de discurso, cabe mencionar: el continuo
y de un único tenor, a semejanza del río que fluye de modo constante; el disoluto y
desatado; el compacto, cosido y soldado; el que se forma por goteo, como del agua de
lluvia, en el que se recogen partes nuevas y viejas, palabras conocidas y raras; el
interrumpido y lagunoso, que discurre a intervalos y se seca; el quieto y ceñido a su
interior; el libre y rebosante, más próximo a una fuente que a un río; el turbio y
cenagoso, con palabras poco honradas, sentencias obscenas, figuras insolentes y
composición desordenada, etc.
La forma ocupa el tercer capítulo. Nace de la unión y proporción de las partes. El
discurso es hermoso cuando cuenta con palabras escogidas, sentencias adecuadas,
metáforas decorosas, etc. Asimismo, podemos encontrarnos con otras modalidades de
discurso: rudo, inelegante, sobrio, delicado… incluso seductor.
La constitución, abordada en el cuarto capítulo, tiene que ver con la salud del
discurso, patentizada en la sensatez, buen sentido y naturalidad. En el caso de la oración
pomposa y grandilocuente, pese a su apariencia, está corrompida en su interior.

243
El capítulo quinto, sobre los nervios, brazos, costados y músculos, destaca que, así
como en el cuerpo estas partes sirven a la fuerza y a la acción, también en el discurso
posibilitan el dinamismo y prolongan su eficacia al mover los ánimos. Hay discursos
más o menos enérgicos y enervados. Unos son más apropiados para el deleite, otros para
la escaramuza y algunos para el combate. En palabras del humanista valenciano: «[…] la
escuela de los sofistas, ingeniosa en sentencias, sonora por sus palabras, más apropiada
para la pompa que para la lucha. Para la lucha y para herir son más apropiadas las frases
pequeñas y breves que las largas y difusas, pues son como golpes repetidos y es más
grave una herida asestada de punta que un corte» (p. 117).
La agudeza y sutileza, tratadas en el capítulo sexto, recuerdan la importancia de
elaborar un discurso fuerte y apropiado. Los argumentos extraídos del interior y de la
naturaleza de los objetos proporcionan agudeza, de ahí el valor de la adjetivación. La
sutileza, por su parte, advertida en la composición precisa, a veces alarga el hecho
escudriñado y otras lo acorta y lo muestra como dividido.
En el séptimo capítulo se pasa revista a la erudición, que permite hablar doctamente
sobre algo y puede tener cierto sabor de escuela. Recibe su denominación de cada género
de arte (literaria, física, matemática, manual, militar…), de los usos de la vida y de todo
el saber.
El octavo versa sobre el juicio. Discurso juicioso es el que fluye con cordura y en el
que el asunto se examina a la luz del ingenio, asistido por la experiencia y la erudición
que el tema permite. En el otro extremo se halla un discurso demente, extravagante o
insensato.
Afectos es el título del capítulo noveno, en el que se insiste en que los discursos
toman el nombre del estado anímico del hablante o de la cualidad del objeto de que se
habla. Hay, por ejemplo, discursos tímidos, enfurecidos, rabiosos, vehementes,
turbulentos, sosegados, apacibles, etc.
El décimo, sobre las costumbres, permite tomar conciencia de que el hábito
discursivo predominante confiere, según los casos, gravedad, puerilidad, refinamiento,
alegría, armonía, abatimiento, inteligencia, etc.
La dignidad es el asunto del undécimo capítulo, en el que se señala que el discurso,
en función de quiénes sean los hablantes, puede ser urbano, plebeyo, tabernario, rústico,
militar, augusto, etc.
El duodécimo capítulo, dedicado a la enseñanza, se ocupa del discurso que instruye,
pone en claro o lleva algo al oyente. En gran medida, se consigue esta enseñanza si se
aviva la atención mediante un lenguaje conocido. Por eso, es vicio deleitarse con las
palabras confusas y oscuras que hacen necesario un intérprete.

244
En el siguiente capítulo se habla de la persuasión. Para lograr que se nos crea hay
que evitar el exceso, la desvergüenza, la petulancia, el olvido del deber e incluso de uno
mismo. Se brindan claves para organizar el discurso según las situaciones. En ocasiones,
por ejemplo, como aconseja el retórico y pedagogo hispanorromano Quintiliano, nacido
en Calagurris (Calahorra, en el siglo I de nuestra era), y nos recuerda Vives, la
persuasión sale beneficiada si se aplica «no el cuerpo musculoso de los atletas, sino el
cuerpo nervudo de los soldados» (p. 153).
Al movimiento de los afectos se destina el capítulo decimocuarto, en el que se invita
al orador a ponerse en el lugar del auditorio si quiere ganar en adecuación. Imaginar qué
le conmovería o qué le calmaría es muy útil para grabar en el oyente lo que nos interesa.
Las sentencias tanto si excitan como si tranquilizan deben manejarse según corresponda
en cada momento.
En el capítulo ulterior se orienta sobre la retención del oyente, lo cual se consigue
por el asunto del discurso o por las palabras. Lo recomendable es abordar alguna
cuestión provechosa vestida placenteramente. Retiene con facilidad al oyente el discurso
natural, suave, blando, sonoro, armonioso, florido, ingenioso y alegre.
El decoro ocupa el dilatado capítulo postrero del libro segundo. Entre los muchos
asuntos que se tratan, cabe señalar que la adecuación discursiva se logra si se presta
atención al hablante, al oyente, al lugar, al tiempo, así como a la materia sobre la que se
diserta. El discurso, como el vestido, se ha de acomodar a las circunstancias. Por
ejemplo, una conversación privada y familiar ha de ser sencilla, natural y desnuda, pero
en ningún caso impúdica.
En el tercer libro se muestran las partes de la enseñanza retórica. Se compone de
doce capítulos en los que se ofrecen explicaciones y recomendaciones sobre la
descripción, la narración, la historia, la narración probable, las fábulas, las fábulas
licenciosas, las fábulas poéticas, los preceptos de las artes, las paráfrasis, el epítome, las
explicaciones y comentarios, y las versiones o interpretaciones. Todo se revisa para
enriquecer el discurso, sin perder naturalidad.
En suma, El arte retórica es una obra que, como las otras citadas en este capítulo y a
despecho del tiempo transcurrido, puede proporcionar numerosos beneficios al educador
actual interesado en pulir su discurso.

245
Bibliografía

ÁGUILA ZÚÑIGA, E. (2005): Lenguaje, experiencia y aprendizaje moral,


Barcelona, Octaedro.
ALAS, L. (2000): Cuentos, en Richmond, C. (ed.): Cuentos completos. Clarín,
vols. I y II, Madrid, Alfaguara.
ALEIXANDRE, V. (1989): «En la plaza», en Gaos, V. (ed.): Antología del
grupo poético de 1927, Madrid, Cátedra.
ALEIXANDRE, V. (s/f): Selección poética: «La clase» y «Al colegio».
ALONSO FERNÁNDEZ, F. (1994): Psicología del terrorismo, Barcelona,
Masson-Salvat.
— (1996): Las otras drogas, Madrid, Temas de Hoy.
— (1998): Los secretos del alcoholismo. Mujer, trabajo y juventud, Madrid,
Libertarias.
— (1999): «El estrés laboral y sus tipos», Psicopatología, vol. 19, 1, pp. 34-
39.
— (2001): Claves de la depresión, Madrid, Cooperación Editorial.
— (2002): Fanáticos terroristas. Claves psíquicas y sociales del terrorismo,
Barcelona, Salvat.
— (2003): Las nuevas adicciones, Madrid, TEA Ediciones.
— (2006): El hombre libre y sus sombras. Una antropología de la libertad.
Los emancipados y los cautivos, Barcelona, Anthropos.
ALONSO TAPIA, J. (1997): Motivar para el aprendizaje, Edebé, Barcelona.
APPLE, M. W. (1996): Política cultural y educación, Madrid, Morata.
ARGYLE (1987): Psicología del comportamiento interpersonal, Madrid,
Alianza.

246
ARISTÓTELES (2004): Retórica, Buenos Aires, Gradifco SRL.
— (2007): Poética, Madrid, Alianza.
AUSTIN, J. L. (2004): Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, Paidós.
AUSUBEL, D. P.; NOVAK, J. D. y HANESIAN, H. (1983): Psicología
educativa: un punto de vista cognitivo, México, D. F., Trillas.
BERNSTEIN, B. (2001): La estructura del discurso pedagógico, Madrid,
Morata.
CÁCERES, Mª D. (2003): Introducción a la comunicación interpersonal,
Madrid, Síntesis.
CARON, J. (1989): Las regulaciones del discurso: psicolingüística y
pragmática del lenguaje, Madrid, Gredos.
CASTILLA DEL PINO, C. (2000): Teoría de los sentimientos, Barcelona,
Tusquets.
CATTELL, R. B. y KLINE, P. (1982): El análisis científico de la personalidad
y la motivación, Madrid, Pirámide.
CAZDEN, C. (1991): El discurso en el aula. El lenguaje de la enseñanza y del
aprendizaje, Barcelona, Paidós.
CICERÓN, M. T. (2004): Bruto: de los oradores ilustres, México, D. F.,
UNAM.
— (2006): El orador, Madrid, Alianza.
CIRIGLIANO, G. F. y VILLAVERDE, A. (1971): Dinámica de grupos y
educación. Fundamentos y técnicas, Buenos Aires, Humanitas.
COLL, C. (1984): «Estructura grupal, interacción entre alumnos y aprendizaje
escolar », Infancia y Aprendizaje, 27 y 28, pp. 119-138.
COROMINAS, J. (1967): Breve diccionario etimológico de la lengua
castellana, Madrid, Gredos.
CORTINA, A. (2007): Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el
siglo XXI, Oviedo, Ediciones Nobel.
CRAEMER, I. (1976): Lenguaje Moral y Moralidad, Buenos Aires, Editorial
Alfa.

247
CROSS, A. (2003): Convencer en clase: argumentación y discurso docente,
Barcelona, Ariel.
CUBERO, R. (2001): «Maestros y alumnos conversando: el encuentro de las
voces distantes», Investigación en la Escuela, 45, pp. 7-19.
CUMMINS, J. (2002): Lenguaje, poder y pedagogía, Madrid, Morata.
DARWIN, Ch. (1872/1998): La expresión de las emociones en los animales y
en el hombre, Madrid, Alianza.
DEWEY, J. (1975): Moral Principles in Education, London and Amsterdam,
Leffer y Simons.
DÍAZ BORDENAVE, J. (1976): «Las nuevas pedagogías y tecnologías de la
comunicación », ponencia presentada en la Reunión de consulta sobre la
Investigación para el Desarrollo Rural en Latinoamérica, Cali.
DOWLING, E. y GORELL, G. (2008): Cómo ayudar a la familia durante la
separación y el divorcio. Los cambios en la vida de los hijos, Madrid,
Morata.
DUCROT, O. (1982): Decir y no decir, Barcelona, Anagrama.
DUSSEL, E. y APEL, K. O. (2004): Ética del discurso. Ética de la liberación,
Madrid, Trotta.
FOUCAULT, M. (1982): Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI.
FREIRE, P. (2003): Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI.
GAGNÉ, R. M. y BRIGGS, L. J. (1983): La planificación de la enseñanza. Sus
principios, México, D. F., Trillas.
GALEANO, E. (2005): Patas arriba: la escuela del mundo al revés, Madrid,
Siglo XXI.
GARCÍA HOZ, V. (1987): Pedagogía visible y educación invisible, Madrid,
Rialp.
— (1988a): La práctica de la educación personalizada, Madrid, Rialp.
— (1988b): Educación personalizada, Madrid, Rialp.
— (1996): «Vocación pedagógica universal», en García Hoz, V. et alii:
Formación de profesores para la educación personalizada, Madrid,

248
Rialp.
GEE, J. P. (2005): La ideología en los discursos, Madrid, Morata.
GIL CORIA, E. (ed.) (1999): La pedagogía de los jesuitas, ayer y hoy, Madrid,
Universidad Pontificia Comillas.
GIMENO SACRISTÁN, J. (2003): El alumno como invención, Madrid,
Morata.
GIROUX, H. A. (2003): La infancia robada. Juventud, multinacionales y
política cultural, Madrid, Morata.
GOLEMAN, D. (1997): Inteligencia emocional, Barcelona, Kairós.
GÓMEZ, C. (2007): «El ámbito de la moralidad: ética y moral», en Gómez, C.
y Muguerza, J. (eds.): La aventura de la moralidad. Paradigmas, fronteras
y problemas de la ética, Madrid, Alianza Editorial.
GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, A. (2005): Motivación académica. Teoría,
aplicación y evaluación, Madrid, Pirámide.
GRICE, H. P. (1989): Sutudies in the way of words, Cambridge, Harvard
University Press.
GURMÉNDEZ, C. (1984): Teoría de los sentimientos, México D. F., Fondo de
Cultura Económica.
— (1985): Tratado de las pasiones, México D. F., Fondo de Cultura
Económica.
HABERMAS, J. (2000): Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid, Trotta.
— (2003): La ética del discurso y la cuestión de la verdad, Barcelona,
Paidós.
HERNÁNDEZ, G. (1998): Paradigmas en psicología de la educación, México
D. F., Paidós.
HERNÁNDEZ, P. y GARCÍA, L. A. (1991): Psicología y enseñanza del
estudio, Madrid, Pirámide.
<http://extensiones.edu.aytolacoruna.es/educa/aprender/motivacion.htm>
HOBBES, T. (1998): El Estado, Madrid, Fondo de Cultura Económica.
HUERTAS, J. A. (1996), «Motivación en el aula» y «Principios para la

249
intervención motivacional en el aula», en: Motivación. Querer aprender,
Aique, Buenos Aires, pp. 291-379.
KAPLÚN, M. (1998): Una pedagogía de la comunicación, Madrid, De la
Torre.
KNAPP, M. L. (1982): La comunicación no verbal. El cuerpo y el entorno,
Barcelona, Paidós.
KOHLBERG, L. (1992): Psicología del desarrollo moral, Bilbao, Desclée de
Brouwer.
— (1995): «El enfoque cognitivo-evolutivo de la educación moral», en la
obra colectiva: La educación moral, hoy. Cuestiones y perspectivas,
Barcelona, EUB.
KUHN, T. S. (1975): La estructura de las revoluciones científicas, México, D.
F., Fondo de Cultura Económica.
LAÍN ENTRALGO, P. (1995): Cuerpo y alma, Madrid, Espasa Calpe.
LÁZARO CARRETER, F. (1990): Lengua española, COU, Madrid, Anaya.
LERENA, C. (1980): Escuela, ideología y clases sociales en España,
Barcelona, Ariel.
— (1983): Reprimir y liberar, Madrid, Akal.
LÓPEZ ARANGUREN, J. L. (1981): Ética, Madrid, Alianza.
— (1986): Propuestas morales, Madrid, Tecnos.
LÓPEZ HERRERÍAS, J. Á., MARTÍNEZ-OTERO, V. y ROMERA, Mª J.
(2008): El valor de la Ley Orgánica de Educación. Cualidades deseables
del sistema escolar, Madrid, Parthenon.
MACHADO, A. (1969): Antología poética, Madrid, Salvat.
— (1998): Juan de Mairena II, Madrid, Cátedra.
— (1999): Juan de Mairena I, Madrid, Cátedra.
MAQUIAVELO, N. (1997): El Príncipe, Madrid, Alianza.
MARÍAS, J. (1993): La educación sentimental, Madrid, Alianza Editorial.
— (1995): Tratado de lo mejor. La moral y las formas de vida, Madrid,

250
Alianza Editorial.
MARINA, J. A. (1996): El laberinto sentimental, Barcelona, Anagrama.
MARTÍN, E. y MARCHESI, A. (1996): «Aportaciones de Piaget a la teoría y
práctica educativas», Psicología Educativa, vol. 2, 2, pp. 151-166.
MARTÍNEZ-OTERO, V. (1997): Los adolescentes ante el estudio. Causas y
consecuencias del rendimiento académico, Madrid, Fundamentos.
— (1999): «El cultivo de las relaciones en la educación», Pulso, 22, pp. 163-
178.
— (2000): Formación integral de adolescentes. Educación personalizada y
Programa de Desarrollo Personal (PDP), Madrid, Fundamentos.
— (2003): Teoría y práctica de la educación, Madrid, Editorial CCS.
— (2004): «La calidad del discurso educativo: análisis y regulación a través
de un modelo pentadimensional», Revista Complutense de Educación,
vol. 15, 1, pp. 167-184.
— (2006): Comunidad educativa. Claves psicológicas, pedagógicas y
sociales, Madrid, Editorial CCS.
— (2006b): «Consideraciones pedagógicas sobre la comunidad educativa: el
paradigma de la “escuela-educadora”», Revista Complutense de
Educación, vol. 17, 1, pp. 51-64.
— (2007): «Sintomatología depresiva en adolescentes: estudio de una
muestra de alumnos de la zona sur de Madrid capital», Revista científica
electrónica de Psicología, 3, pp. 224-237.
— (2007b): La buena educación. Reflexiones y propuestas de
psicopedagogía hu- manista, Barcelona, Anthropos.
— (2007c): La inteligencia afectiva. Teoría, práctica y programa, Madrid,
Editorial CCS.
— (2007d): «Modelo pedagógico del discurso educativo y su proyección en
la calidad docente, discente e institucional», Revista Iberoamericana de
Educación (versión digital), 43/2.
MASLOW, A. H. (1976): El hombre autorrealizado, Barcelona, Kairós.
— (1991): Motivación y personalidad, Madrid, Díaz de Santos.

251
MEDINA RUBIO, R. (1989): «La educación como un proceso de
personalización en una situación social», en Palacios, L.-P. et alii: El
concepto de persona, Madrid, Rialp, pp. 13-41.
— (1994): «La educación moral en la orientación personal», en García Hoz,
V. et alii: La orientación en la educación institucionalizada. La
formación ética, Madrid, Rialp.
MERCER, N. (1997): La construcción guiada del conocimiento. El habla de
profesores y alumnos, Barcelona, Paidós.
MIRALLES, C. (2007): «Hasta Platón. Introducción», en Miralles, C. (ed.):
Paideia, Madrid, Biblioteca Nueva.
MOOS, R. H.; MOOS, B. S. y TRICKETT, E. J. (1989): Escalas de Clima
Social, Madrid, TEA.
NAVAL, C. (1992): Educación, retórica y poética. Tratado de la educación en
Aristóteles, Pamplona, Eunsa.
NAVAL, C. y ALTAREJOS, F. (2000): Filosofía de la educación, Navarra,
Eunsa.
NÚÑEZ CUBERO, L.; BISQUERRA, R.; GONZÁLEZ MONTEAGUDO, J. y
GUTIÉRREZ MOAR, M. C. (2006): «Emociones y educación: una
perspectiva pedagógica ». (Ponencia 3). XXV Seminario Interuniversitario
de Teoría de la Educación, Salamanca, Universidad de Salamanca.
ORTEGA Y GASSET (1970): Historia como sistema, Madrid, Revista de
Occidente.
— (1997): Misión de la Universidad, Madrid, Alianza.
— (2000): España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente en Alianza
Editorial.
PARDO BAZÁN, E. (2002): El cisne de Vilamorta, Alicante, Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes. (Edición digital basada en la 1ª ed. de Madrid,
Ricardo Fe, 1885.)
PÉREZ DE AYALA, R. (2001): A.M.D.G., Madrid, Bibliotex.
PÉREZ GALDÓS, B. (2002): El amigo Manso, Madrid, Akal.
— (2006): El doctor Centeno, Madrid, Alianza.

252
PERRET-CLERMONT, A. N. (1981): La construction de l’intelligence dans
l’interaction sociale, Berna, Peter Lang.
PESTALOZZI, J. H. (2006): Cartas sobre educación infantil, Madrid, Tecnos.
PIAGET, J. (1973): Seis estudios de psicología, Barcelona, Barral.
— (1984): El criterio moral en el niño, Barcelona, Martínez-Roca.
— (2001): Inteligencia y afectividad, Buenos Aires, Aique.
PINILLOS, J. L. (1975): «La dimensión educativa del refuerzo», en
Brengelmann, J. C. et alii: Primer symposium sobre aprendizaje y
modificación de conducta en ambientes educativos, Madrid, Ministerio de
Educación y Ciencia.
— (1999): Principios de psicología, Madrid, Alianza.
PINTRICH, P. R. y SCHUNK, D. H. (2006): Motivación en contextos
educativos. Teoría, investigación y aplicaciones, Madrid, Pearson
Educación.
PIÑUEL. I. (2001): ‘Mobbing’. Cómo sobrevivir al acoso psicológico en el
trabajo, Santander, Sal Terrae.
POSTMAN, N. (2001): Divertirse hasta morir. El discurso público en la era
del «show business», Barcelona, Ediciones de la Tempestad.
PUIG ROVIRA, J. M. (1995): «Construcción dialógica de la personalidad
moral», Revista Iberoamericana de Educación, 8, pp. 103-120.
QUINTANA, J. M. (1995): Teoría de la educación. Concepción antinómica de
la educación, Madrid, Dykinson.
RATHS, L.; HARMIN, M. y SIMON, S. (1967): El sentido de los valores y la
enseñanza, México, Uthea.
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (2001): Diccionario de la Lengua Española,
Madrid, Espasa Calpe.
REBOLLO, Mª A. (2001): Discurso y educación, Sevilla, Mergablum.
REDONDO, E. (1999): Educación y comunicación, Barcelona, Ariel.
REYES, G. (2000): El abc de la pragmática, Madrid, Arco Libros.
RICHMOND, C. (ed.) (2000): Cuentos completos. Clarín, vols. I y II, Madrid,

253
Alfaguara.
RICHMOND, P. G. (1970): Introducción a Piaget, Madrid, Fundamentos.
RICOEUR, P. (2006): El conflicto de las interpretaciones. Ensayo de
hermenéutica, México, D. F., Fondo de Cultura Económica.
ROCHE, R. (1995): Psicología y educación para la prosocialidad, Barcelona,
Universidad Autónoma.
ROJAS, E. (1988): El laberinto de la afectividad, Madrid, Espasa Calpe.
ROSENTHAL, R. y JACOBSON, L. (1980): Pygmalion en la escuela.
Expectativas del maestro y desarrollo intelectual del alumno, Madrid,
Marova.
ROUSSEAU, J.-J. (2002): El contrato social o Principios de derecho político,
Madrid, Tecnos.
— (2003): Emilio, Madrid, Edaf.
RUDDUCK, J. y FLUTTER, J. (2007): Cómo mejorar tu centro escolar dando
la voz al alumnado, Madrid, Morata.
SALMERÓN, F. (1980): «La ética y el lenguaje de la moralidad», Revista Casa
del Tiempo, 1, pp. 41-45.
<www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/80_sep_2005/ 41_45.pdf>
SAN ROMÁN GAGO, S. (2000): «La maestra española, de la tradición a la
modernidad », Educaçâo e Sociedade, ano XXI, 72, pp. 110-142.
SÁNCHEZ SALOR, E. (2006): «Introducción», en Cicerón, M. T.: Cicerón,
Madrid, Alianza.
SARTORI, G. (1998): Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus.
SAVATER, F. (1997): El valor de educar, Barcelona, Ariel.
SCHELER, M. (1948): Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un
personalismo ético. Tomo II, Buenos Aires, Revista de Occidente.
— (2003): Gramática de los sentimientos. Lo emocional como fundamento
de la ética, Barcelona, Crítica.
SEARLE, J. R. (1990): Actos de habla, Madrid, Cátedra.
TITONE, R. (1986): El lenguaje en la interacción didáctica, Madrid, Narcea.

254
TOURAINE, A. (2005): Un nuevo paradigma para comprender el mundo de
hoy, Barcelona, Paidós.
VAN DIJK, T. A. (comp.) (2000): El discurso como interacción social,
Barcelona, Gedisa.
— (2003): «El estudio del discurso», en Van Dijk, T. A. (comp.): El discurso
como estructura y proceso, Barcelona, Gedisa, pp. 21-65.
VIVES, J. L. (1998): El arte retórica. De ratione dicendi, Barcelona,
Anthropos.
WATZLAWICK, P.; BEAVIN, J. y JACKSON, D. D. (1995): Teoría de la
comunicación humana. Interacciones, patologías y paradojas, Barcelona,
Herder.
WITTGENSTEIN, L. (1988): Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica.
WRIGLEY, T. (2007): Escuelas para la esperanza, Madrid, Morata.
YELA, M. (1995): «Nuevas perspectivas en la Psicología de la Inteligencia»,
en Calero, Mª D. (coord.): Modificación de la inteligencia. Sistemas de
evaluación e intervención, Madrid, Pirámide, pp. 25-47.
ZUBIRI, X. (2006): Tres dimensiones del ser humano: individual, social,
histórica, Madrid, Alianza Editorial/Fundación Xavier Zubiri.

255
1 En síntesis, las notas básicas de cada tipo son: Educación formal. Es intencional, sistemática y
estructurada. Permite la obtención de títulos oficiales. Es una educación legal e institucional. Educación no
formal. Es también sistemática e intencional, pero carece de reconocimiento oficial. Aquí podemos incluir la
enseñanza que se recibe en conferencias, cursillos, etc., que están fuera del sistema educativo. Educación
informal. Comprende todas las influencias educativas que no corresponden a la educación formal y no formal. Es
un tipo de educación que suele carecer de organización, sistematización e intencionalidad. No se acompaña de
reconocimiento oficial. Hemos de incluir en esta categoría la educación que brindan los medios de comunicación y
los contactos sociales.

256
2 DÍAZ BORDENAVE, J. (1976): «Las nuevas pedagogías y tecnologías de la comunicación», ponencia
presentada en la Reunión de consulta sobre la Investigación para el Desarrollo Rural en Latinoamérica, Cali.

3 Aunque la cuestión es compleja y, según se desprende de nuestros estudios sobre el discurso educativo
(Martínez-Otero, 2003: 202-211), al calibrar la virtualidad educativa de la comunicación conviene tener en
cuenta, además de las vertientes mencionadas —instructiva y afectiva—, las dimensiones motivadora, social y
ética, los dos aspectos descritos constituyen una especie de eje cognitivo-emocional en todo proceso
comunicativo. Así pues, en primer acercamiento a la comunicación educativa hay que sopesar la presencia de este
binomio, sin perder de vista que un análisis profundo también exige valorar los aspectos restantes, como se verá a
lo largo de este libro.

4 La pragmática analiza el lenguaje en uso o, más concretamente, los procesos por medio de los cuales las
personas producimos e interpretamos significados cuando empleamos el lenguaje (Reyes, 2000: 7).

257
5 Cuando se cite resulta conveniente poner las siglas del cuestionario seguidas del autor y de la fecha:
CADE (Martínez-Otero, 2008).

6 Versión en portugués de Raphael Lacerda de Alencar Pereira —Bolsista da Base de Pesquisa de Políticas e
Gestão da Educação—. Departamento de Educação (Universidade Federal do Rio Grande do Norte, Brasil) con
revisión a cargo de profesores de la misma Institución.

258
7 Conviene distinguir entre condicionamiento clásico y condicionamiento operante. El primero se debe al
fisiólogo ruso Ivan P. Pavlov (premio Nobel en 1904), quien descubrió los procesos que rigen los reflejos
condicionados. El emparejamiento de estímulos incondicionados (EI, que provocan respuestas reflejas) y
condicionados (EC, que por asociación con los estímulos incondicionados adquieren poder para suscitar
respuestas reflejas) da lugar a respuestas incondicionadas, no aprendidas (RI) y a respuestas condicionadas o
aprendidas (RC), respectivamente. Estos trabajos de Pavlov permitieron comprobar que estímulos inicialmente
neutros se convierten en condicionados y pueden desencadenar respuestas condicionadas. En el condicionamiento
operante, la conducta parece ser emitida o «voluntaria» y no un reflejo ante la estimulación, por ejemplo, cuando
una rata aprieta una palanca para obtener alimento.

8 Como dice Pinillos (1975: 26), el refuerzo psicológico generalmente se encamina a fortalecer o consolidar
la intensidad o frecuencia de una conducta.

9 Aunque se presenten juntos, bien puntualizan Hernández y García (1991: 32) que el enfoque instruccional
se inició antes y con independencia del cognitivo, en el marco del proceso de enseñanza-aprendizaje escolar y con
particular interés por el papel del profesor, los contenidos específicos, las estrategias de instrucción, las
condiciones de aprendizaje, etc.

10 El paradigma cognitivo y el paradigma constructivista a menudo se confunden. Para facilitar la distinción


entre ambos, digamos por adelantado que, aunque los dos se interesan por la inteligencia, el primero estudia sobre
todo sus componentes, procesos y leyes de funcionamiento, mientras que el segundo describe su origen y
naturaleza.

11 A diferencia de Piaget, Bruner considera que el desarrollo del lenguaje es la base del desarrollo cognitivo.
Este autor norteamericano es, según se mire, una alternativa o un complemento al cognitivismo europeo de Piaget.
Para Bruner, en el desarrollo del pensamiento del niño hay que distinguir tres estadios: 1) Enactivo o motor
(aproximadamente desde el nacimiento hasta los dos años). El pensamiento se limita a la actividad o manipulación
de objetos. Hay aprendizaje por ensayo y error. 2) Icónico (en torno a los dos y tres años). Los niños empiezan a
utilizar imágenes para representar la realidad. 3) Simbólico (entre los cinco y siete años). El pensamiento se basa
en el lenguaje. La utilización de símbolos iniciada en esta fase permite acceder al pensamiento abstracto.

12 A este propósito, Quintana (1995: 285) dice que la concepción de la inteligencia defendida por Piaget es
mixta, ya que considera la inteligencia en parte activa (función de «asimilación») y en parte pasiva (función de
«acomodación»).

13 Algunos autores seguidores de Piaget, entre los que se encuentra Perret-Clermont, conceden importancia
a la interacción social como facilitadora del desarrollo cognitivo. Perret-Clermont, A. N. (1981): La construction
de l’intelligence dans l’interaction sociale, Berna, Peter Lang.

259
14 En referencia al mito de Pygmalion, famoso escultor de Chipre enamorado de una de sus estatuas
femeninas que, merced a Afrodita, se transformó en la mujer Galatea. Más adelante el escritor George Bernard
Shaw (1856-1950) actualizaría la leyenda con su obra de teatro Pygmalion.

260
15 Un ejemplo de conciliación práctica de los tres enfoques descritos puede encontrarse en el Programa de
Desarrollo Personal (PDP), incluido en mi libro: Formación integral de adolescentes (Martínez-Otero, 2000). El
PDP es un instrumento publicado para uso de educadores y orientadores, que ofrece actividades para desplegar la
comunicación, la afectividad, las actitudes y los valores en la etapa adolescente.

261
16 PARDO BAZAN, E. (2002): El cisne de Vilamorta, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
(Edición digital basada en la 1a ed. de Madrid, Ricardo Fe, 1885.)

17 En la antigüedad, el histrión era el actor, prestidigitador, acróbata o cualquier otra persona que divertía al
público con sus disfraces.

262
18 Al llegar aquí debo consignar el débito pedagógico contraído con la dimensión física de la persona, cuyo
cultivo impulsa la humanización a partir del desarrollo de la vertiente corporal-motriz. En cualquier caso, la
concepción holística del ser humano que guía este trabajo obliga a reconocer su sustantividad psicosomática.
Como nos recuerda Laín Entralgo (1995: 179) en su libro Cuerpo y alma: «Todas las acciones del hombre son a la
vez somáticas y psíquicas; unas preponderantemente somáticas, como la digestión o el trabajo corporal, otras
preponderantemente psíquicas, como el pensamiento y la volición».

Tal vez ahora podamos saldar la mencionada deuda o, al menos, mitigarla si explicitamos que, en el
anchuroso y variado campo de la vida personal, nos hemos ocupado más de promover mediante el discurso
educativo el enriquecimiento de los aspectos psíquicos, pero en modo alguno soslayamos cuanto tiene que ver con
la corporalidad del educando, y es que, en última instancia, cabe afirmar que, en mayor o menor grado, todo lo que
afecta al psiquismo incide también sobre el cuerpo, y viceversa. Una aseveración como la destacada no niega la
necesidad de un discurso específicamente destinado a fomentar el desarrollo físico.

19 Timognosia (del griego thymos = afectividad y gnosia = conocimiento). Con este neologismo quiero
enfatizar que el conocimiento de los estados de ánimo es anterior a su expresión (lexitimia), aunque es cierto que
ambos procesos están relacionados.

20 La dificultad para expresar la afectividad puede conducir a la alexitimia (incapacidad para identificar y
verbalizar las emociones). Aunque su aparición depende de distintos factores, parece ser más frecuente en
personas inmersas en ambientes que reprimen las manifestaciones afectivas. También se ha extendido la idea de
que nuestra «sociedad tecnificada» ha elevado la incidencia del problema.

263
21 Con arreglo a mi modelo pentadimensional es el «profesor-enseñante».

22 En mi terminología: «alumnos-aprendientes».

23 Desde mi punto de vista, la sinonimia entre «organización que aprende» y «escuela-intelectualista» es


clara.

24 No deja de ser tremendamente contradictorio que Rousseau haya escrito uno de los tratados más
influyentes sobre la educación y, sin embargo, abandonase a sus propios hijos en la inclusa.

25 <http://www.mec.es/mecd/jsp/plantilla.jsp?id=3131&area=estadisticas&contenido=/estadisticas/
educativas/cee/2007A/cee-2007A.html>

26 Debemos insistir en que no tenemos nada en contra de la televisión ni de las otras tecnologías, pero sí de
su utilización inadecuada. El profesor Giroux (2003: 24-25), por ejemplo, sostiene que, en nombre de la
protección de la inocencia infantil los adultos desconfían profundamente de unos aparatos que abren nuevas
formas de comunicación social, favorecen la expresión creativa y fomentan la actividad placentera y
acrecentadora. Indudablemente estamos de acuerdo con estas posibilidades de los medios electrónicos siempre que
se cumplan ciertas condiciones, ya apuntadas en otro trabajo (Martínez-Otero, 2006: 293-325).

27 Una vez más citamos esta novela no tanto por su valor histórico —discutido y discutible— cuanto por
ofrecer pinturas literarias que facilitan la comprensión.

28 El término procede del vocabulario propio de la etología. Konrad Lorenz utilizó la palabra para describir
el ataque de una coalición de miembros débiles de una misma especie contra otro individuo más fuerte (Piñuel,
2001: 51). El mobbing designa el creciente hostigamiento psicológico en las organizaciones laborales, incluidas
las educativas. La persecución al compañero, jefe o subordinado puede adquirir tal cariz, que con razón se habla
en ocasiones de «terrorismo laboral». El centro de trabajo se convierte en un infierno para la persona que sufre el
acoso. Esta situación nada tiene que ver con los roces o conflictos inherentes a las relaciones humanas en
contextos escolares; se trata, por el contrario, de un proceso hostil de suma gravedad desencadenado
frecuentemente por la envidia o los celos profesionales y encaminado a perjudicar y aun a destruir al trabajador.

264
29 Nos recuerda Sánchez Salor (2006: 52) que esta clasificación de los tonos se corresponde con los tres
acentos griegos: circunflejo, agudo y grave. El tono flexionado es el resultado de unir el agudo y el grave.

30 A semejanza de la simetría utilizada por Gorgias, destacado sofista nacido en Leontinos (Sicilia) en torno
al año 485 a. C. y fallecido en Tesalia, con aproximadamente cien años.

265
Índice
Media página de título 2
Página del título 5
Derechos de Autor Página 6
dedicación 7
Índice 8
Prólogo 13
1. EL CONCEPTO DE EDUCACIÓN 16
1. ACERCA DEL CONCEPTO DE EDUCACION 17
2. PROPUESTA CONCEPTUAL SOBRE LA EDUCACION 18
3. PEDAGOGIA Y EDUCACION 20
4. PARADIGMA NEOHUMANISTA EN EDUCACION 23
5. CONCEPCION PROSAICA Y CONCEPCION POETICA DE LA
27
EDUCACION
2. COMUNICACIÓN Y EDUCACIÓN 30
1. SOBRE EL CONCEPTO DE COMUNICACION EN PEDAGOGIA 31
2. MODELOS DE COMUNICACION Y MODELOS DE EDUCACION 32
3. EL CONTENIDO DE LA COMUNICACION 36
4. LOS CANALES DE LA COMUNICACION 37
4.1. Comunicación verbal 38
4.2. Comunicación no verbal 42
4.2.1. Tipología de la comunicación no verbal 45
4.2.2. Funciones de la comunicación no verbal 48
5. VULNERABILIDAD DE LA COMUNICACION EDUCATIVA 50
6. FORTALECIMIENTO DE LA COMUNICACION EDUCATIVA 52
3. EL DISCURSO EDUCATIVO: NUEVO MODELO
56
PEDAGÓGICO
1. INTRODUCCION 57
2. CONCEPTO DE DISCURSO EDUCATIVO 58
3. EL DISCURSO EDUCATIVO COMO OBJETO DE ANALISIS 61
4. MODELO PENTADIMENSIONAL DEL DISCURSO EDUCATIVO 64
4.1. Semiótica del discurso educativo 65
4.1.1. Dimensión instructiva 65

266
4.1.2. Dimensión afectiva 66
4.1.3. Dimensión motivacional 66
4.1.4. Dimensión social 67
4.1.5. Dimensión ética 68
5. CUESTIONARIO PARA ANALIZAR EL DISCURSO EDUCATIVO
69
(CADE)
6. QUESTIONÁRIO PARA ANALISAR O DISCURSO EDUCATIVO
73
(CADE). VERSAO EM PORTUGUÊS
4. DIMENSIÓN INSTRUCTIVA DEL DISCURSO 76
1. RELACIONES ENTRE EDUCACION E INSTRUCCION 77
2. IMPLICACIONES INSTRUCCIONALES DE DIVERSOS PARADIGMAS
78
PSICOPEDAGOGICOS
2.1. Paradigma conductista 78
2.2. Paradigma cognitivo e instruccional 81
2.3. Paradigma constructivista 83
2.4. Paradigma sociocultural 86
2.5. Paradigma humanista 88
5. DIMENSIÓN AFECTIVA DEL DISCURSO 94
1. LA AFECTIVIDAD EN LA EDUCACION 95
2. LAS EMOCIONES 97
3. LOS SENTIMIENTOS 100
4. LAS PASIONES 102
5. LAS MOTIVACIONES 103
6. LA CALIDEZ DEL DISCURSO EDUCATIVO 104
6. DIMENSIÓN MOTIVACIONAL DEL DISCURSO 108
1. LA MOTIVACION EN LA EDUCACION 109
2. LAS MOTIVACIONES HUMANAS 110
3. TIPOS DE MOTIVACION 113
4. LA POTENCIA MOTIVADORA DEL DISCURSO 115
5. MEJORA DE LA DIMENSION MOTIVACIONAL 117
6. PAUTAS PARA EL FOMENTO DE LA MOTIVACION EN EL AULA 121
7. DIMENSIÓN SOCIAL DEL DISCURSO 123
1. PROYECCION SOCIAL DE LA EDUCACION 124
2. EL DISCURSO EDUCATIVO AL SERVICIO DE LA CONVIVENCIA 128
3. CULTIVO DE LA DIMENSION SOCIAL DEL DISCURSO 132

267
4. PRINCIPIOS PRACTICOS PARA MEJORAR LA VERTIENTE SOCIAL 138
DEL DISCURSO EDUCATIVO
8. DIMENSIÓN ÉTICA DEL DISCURSO 140
1. LA ETICA EN LA EDUCACION 141
2. FOMENTO DE LA VERTIENTE ETICA DEL DISCURSO EDUCATIVO 144
3. ENFOQUES DE EDUCACION MORAL 147
9. ESTRUCTURA DIALÓGICA DEL DISCURSO EDUCATIVO 159
1. INTRODUCCION 160
2. EL DIALOGO EN EDUCACION 161
3. ARGUMENTOS EN APOYO DE LA VOZ DE LOS ALUMNOS 165
4. CLAVES FAVORECEDORAS DEL DIALOGO 169
10. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA DOCENTE 173
1. INTRODUCCION 174
2. LA FUNCION DEL PROFESOR 176
3. MODELO PENTADIMENSIONAL PARA ANALIZAR EL DISCURSO
177
EDUCATIVO Y TAXONOMIA PROFESORAL
4. «PROFESOR-ENSENANTE» 177
5. «PROFESOR-PROGENITOR» 180
6. «PROFESOR-PRESENTADOR» 183
7. «PROFESOR-POLITICO» 185
8. «PROFESOR-PREDICADOR» 188
9. «PROFESOR-EDUCADOR» 191
10. DECALOGO DEL «PROFESOR-EDUCADOR» 194
11. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA DISCENTE 196
1. INTRODUCCION 197
2. «ALUMNO-APRENDIENTE» 198
3. «ALUMNO-VASTAGO» 201
4. «ALUMNO-ESPECTADOR» 203
5. «ALUMNO-POLITIZADO» 205
6. «ALUMNO-ADOCTRINADO» 208
7. «ALUMNO-EDUCANDO» 210
12. DISCURSO EDUCATIVO Y TIPOLOGÍA INSTITUCIONAL 214
1. INTRODUCCION 215
2. «ESCUELA-INTELECTUALISTA» 216
3. «ESCUELA-DOMICILIO» 219

268
4. «ESCUELA-ESPECTACULO» 222
5. «ESCUELA-PARTIDO» 225
6. «ESCUELA-SECTA» 227
7. «ESCUELA-EDUCADORA» 229
13. RETAZOS DE ORATORIA CLÁSICA CON VALOR PARA
EL DISCURSO EDUCATIVO ACTUAL: ARISTÓTELES, 232
CICERÓN, VIVES
1. INTRODUCCION 233
2. ARISTOTELES: RETORICA Y POETICA 236
3. CICERON: EL ORADOR 238
4. JUAN LUIS VIVES: EL ARTE RETORICA 242
Bibliografía 246

269

También podría gustarte