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Temas 4-6 resumen

Filosofía del Derecho (UNED)

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SEGUNDA PARTE. Temas 4 a 6 Filosofía del Derecho

Este esquema no es válido para preparar la asignatura

Tema 4. EL ESTADO EN SENTIDO POLÍTICO: EL ESTADO


LIBERAL Y SU TRANSFORMACIÓN.
1 .- De la comunidad a la sociedad civil: dos concepciones de lo político.

En la época moderna se fundamenta lo político de modo radicalmente distinto


a como lo había hecho la antigüedad clásica.

La gran división de la modernidad solo muestra a partir del siglo XVII, en la


lucha de los pensadores liberales contra el Estado absoluto. A partir de
entonces, los teóricos perciben con toda nitidez la existencia de dos modelos
diferentes de fundamentación de lo social y político: uno proveniente de la
antigüedad clásica, griega en concreto, el modelo -en denominación de
Benjamín Constant de Rebecque- de los antiguos; otro, el modelo de los
modernos.

Modelo de los antiguos

El modelo político de la Grecia clásica, que encontró su expresión más


acabada en Aristóteles (siglo IV a. de C.), se basaba en la unidad política de
la ciudad. Dicho modelo había vertebrado en parte la filosofía política medieval,
que tomó de él el sentido unitario de lo político y el entendimiento de cada una
de las partes desde el todo, desde lo común.

Si en la polis los ciudadanos libres se definen por el ejercicio de su condición al


participar en las deliberaciones sobre lo común, y ese es el sentido de lo
político, el ciudadano se define por tanto por su pertenencia a la
comunidad.

La libertad no se entiende, como en nuestros días, como un ámbito de no


injerencia de lo público en lo privado, sino que se es libre al pertenecer a la
comunidad (al estar, por tanto plenamente integrado en lo público) y por ese
mismo hecho. De ahí que el esclavo no sea libre: no pertenece a comunidad
alguna. La libertad es por tanto, una prerrogativa positiva, inseparable de
la proyección del ser humano libre hacia los otros.

Y la ética, que persigue la virtud, no es un fenómeno separado de la política,


como en nuestros días: para Aristóteles, que escribe en, desde y para la

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polis, lo ético deriva de lo político sin ser esencialmente diferente de ello,


mientras que en la actualidad se piensa justo lo contrario.

Aclararemos esto algo más. Sería erróneo interpretar esto desde nuestra
mentalidad actual, ver en ello dos ámbitos separados, uno de lo individual y
otro, superior, de lo comunitario: los fines individuales en la polis no pueden ser
vistos como algo separado de los comunitarios, porque es en el seno de la
comunidad donde el sujeto (político) se realiza como tal y, por tanto, aspira a
una vida buena”. Pues la comunidad bien ordenada provee de lo necesario,
pero sobre todo de lo bueno. Se trata, pues, solo de una cuestión de ámbito:
lo que la política es para lo común, lo es la ética para lo individual. Pero, al
contrario que en la actualidad, lo común es anterior y más excelente que lo
individual.

Por tanto, la ética (individual) deriva de la política (común), y no a la


inversa. Hay pues un vínculo recíproco entre ambas.

A finales del siglo XV, coincidiendo con la configuración del Estado moderno,
se produjo una profunda crisis tanto del modelo medieval como del griego en
que este se había inspirado, como consecuencia del desarrollo incipiente de la
economía capitalista y de la nueva sociedad civil a que esta dio lugar. Pues las
diferencias entre el mundo de los antiguos y el de los modernos son
abismales, hasta tal punto que pueden considerarse categorías contrapuestas.

2.- El triunfo de la subjetividad: la libertad de los antiguos frente a la


libertad de los modernos.

En un célebre discurso, sobre la libertad de los antiguos comparada con la de


los modernos, el francés B. Constant se refiere a lo que denomina libertad de
los modernos como un logro indiscutible del gran acontecimiento histórico de
la modernidad, la Revolución francesa, sin precedente histórico en ninguna
organización social anterior.

Aunque extensa, la cita es muy esclarecedora:

“Pregúntense ustedes, señores, lo que hoy día entiende por libertad un


inglés, un francés, un habitante de los Estados Unidos de América. Es el
derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder

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ser ni arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna


a causa de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos.

Es el derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a


ejercerlo, a disponer de su propiedad, y a abusar incluso de ella; a ir y
venir sin pedir permiso y sin rendir cuentas de sus motivos o de sus
pasos.

Es el derecho de cada uno a reunirse con otras personas, sea para hablar
de sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados
prefieran, sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera
más conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos. Es, en fin, el derecho
de cada uno a influir en la administración del gobierno, bien por medio
de todos o de determinados funcionarios, bien a través de
representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más
o menos obligada a tomar en consideración.

Comparen ahora esta libertad con la de los antiguos.

Aquella consistía en ejercer, de forma colectiva pero directa, distintos


aspectos del conjunto de la soberanía, en deliberar en la plaza pública,
sobre la guerra y la paz, en concluir alianzas con los extranjeros, en votar
las leyes, en pronunciar sentencias, en examinar las cuentas, los actos, la
gestión de los magistrados, en hacerles comparecer ante todo el pueblo,
acusarles, condenarles o absolverles; pero a la vez que los antiguos
llamaban libertad a todo esto, admitían como compatible con esta
libertad colectiva la completa sumisión del individuo a la autoridad del
conjunto”.

Lo que en definitiva plantea Constant, es un fenómeno típico de la fase


intermedia de la modernidad, la distinción entre el ámbito de lo público y
el ámbito de lo privado, concretándola en dos tipos de libertad la pública y
la privada; o, lo que es lo mismo, la colectiva o comunitaria y la individual.
De aquí que afirme que entre los antiguos el individuo era soberano solo en los
asuntos públicos, ya que en su vida privada estaba absolutamente constreñido a
la comunidad, pues esta establecía cuales deberían ser las opiniones, la

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actividad y el culto que cada miembro de la sociedad profesase, sometiendo a


todos a un estrecho control.

Por supuesto, los modelos no surgen de la nada, sino que son generados
por situaciones históricas:

 la libertad de los antiguos era especialmente apta para los modelos


sociales en los que estuvo vigente debido a que la extensión de las
comunidades antiguas, era pequeña y al hecho de que eran
sociedades esclavistas, de modo que los miembros libres de dichas
comunidades disponían de todo su tiempo para ocuparse de los asuntos
públicos.

 En contraste, las sociedades modernas son extensas. Los ciudadanos


deben delegar las responsabilidades de los asuntos públicos en los
gobiernos. Por otra parte, habiendo sido abolida la esclavitud, los
ciudadanos ya no disponen de tanto tiempo para la vida pública, ya que
deben dedicarlo al trabajo.

De aquí que las sociedades modernas se hayan visto obligadas a establecer un


sistema de representación (más adelante aclararemos el sentido de este
concepto) que permita el ejercicio indirecto, representado, de la soberanía de
los ciudadanos en la vida pública, pero sin interferir en su vida privada, ya que
este es precisamente el ámbito en que se desarrolla toda su actividad.

Por eso, dice Constant, los antiguos y los modernos han tenido conceptos tan
diferentes de la libertad, ya que “...el objetivo de los antiguos, era el reparto del
poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria; a eso era a lo que
llamaban libertad. El objetivo de los modernos es la seguridad en los disfrutes
privados, y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones a esos
disfrutes”.

En definitiva, la libertad de los antiguos se concreta estrictamente en la


participación actual y directa en las instituciones políticas, sin mediación ni
representación alguna, mientras que para los modernos se centra en el respeto
y garantía de sus libertades individuales.

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Igualmente está ausente de la visión moderna la posibilidad de definir un tipo


de vida virtuosa. El individualismo creciente de la sociedad política moderna ha
dejado su impronta en la distinción de Constant y continúa, en cierta manera,
marcándola hasta nuestros días.

3.- Características de la visión liberal del Estado.

El modelo de Estado liberal se construye sobre varios conceptos que son fruto
del pensamiento político de la modernidad (individuo, estado de naturaleza,
contrato social, soberanía, pueblo, ciudadano, derechos subjetivos naturales,
representación).

a) El Individuo. Contra lo que se suele pensar, el individuo no es una constante


de todo tiempo histórico, sino que surge en la modernidad. El mismo
concepto de individuo se descompone en sus supuestas tendencias empíricas,
obtenidas a partir de la abstracción de los caracteres que presentan en común
los individuos concretos. Una vez realizado ese proceso de abstracción, el
resultado es el concepto de ser humano como individuo, concepto que es
aplicado a la totalidad de los individuos singulares. Por eso, como observa J. R.
Capella, “el individuo es definido al margen de la sociabilidad”, lo que es
como decir al margen del esquema aristotélico que lo entendía a través de su
naturaleza social.

No obstante, la pretensión de construir un concepto unitario de individuo


se quiebra en términos relativos, dependiendo del observador, ya que cada
teórico captará diferentes elementos definidores y destacará como fundamental
uno u otro”. Aquí se opera otra reducción, sobre la cual volveremos al hablar
del comunitarismo (tema 8): en, lugar de concebir al ser humano como dado
en el seno de una red de relaciones que lo constituyen, se lo abstrae para
reducirlo a una sola característica o propiedad, concebida de modo excluyente.

Pero, en cualquier caso lo que todos tienen en común es el abandono de los


presupuestos metafísicos, dada la construcción abstracta y apriorística del
concepto.

b) El estado de naturaleza. Desechada, como hemos visto, la matriz social que


envuelve y define a los seres humanos, definidos estos como seres

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independientes y autónomos al margen de lo social, la visión aristotélica que


entendía lo común como anterior a lo individual desaparece, disuelta en
esta ficción.

El status naturalis es esencial para el modelo liberal de Estado: pues ese ser
humano construido de forma individualista, situado artificialmente fuera de la
sociedad, es el que permitirá, al agruparse con sus iguales, construir lo social.

No es, pues, una situación histórica, real, sino hipotética: al hallarse los seres
humanos considerados como individuos en un estado de total independencia y
autointerés, sin que sobre ellos exista institución o poder alguno que mediatice
su voluntad, sus decisiones, sus planes de vida, es la libertad lo que los
caracteriza.

Pero la igual libertad plantea el problema de la apropiación: los hombres,


en esta visión individualista, buscan medios materiales para conseguir sus fines,
lo cual les llevará a apropiarse, en la medida de sus fuerzas y sus capacidades,
de la mayor cantidad de bienes materiales que les sea posible y ejercer el
dominio sobre sus semejantes”. Lo cual conduce, como dijera Thomas Hobbes
en el XVII inglés, a una guerra de todos contra todos o, en el mejor de los
casos, de peligro, como afirma Locke.

Se presenta entonces el dilema de la armonización de las libertades, dilema


irresoluble en ausencia de instituciones y que apela a la razón en busca de una
solución que haga viables la libertad y la igualdad.

c) El pacto o contrato social. Mediante esta nueva abstracción, los individuos


han de pactar y llegar a acuerdos en orden a la generación de tales
instituciones, dando el paso a la construcción de la sociedad política y del
consiguiente poder político.

Nace así el contractualismo político-jurídico, que tendrá como efecto más


importante la posterior creencia liberal en la preeminencia del individuo sobre
la sociedad y el poder, meros instrumentos de un acuerdo contingente.

d) La soberanía. Una vez creados por acuerdo la sociedad y el poder político,


los individuos se hallan en una nueva situación artificial, el estado político
o civil (status civilis). Erigidas ya las instituciones políticas encargadas de

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administrar la libertad y la igualdad formal y preservar la propiedad y la paz, el


derecho, instrumento de gobierno del soberano, sustituye a la ley de la
mera fuerza, que era la única existente en el estado de naturaleza.

Es posible considerar la soberanía bajo dos formas,

 la autoritaria (Hobbes), en la cual los sometidos al poder son


súbditos y el único deber del soberano es preservar la vida e
integridad de aquellos y el orden político,

 y la propiamente liberal (Locke), que los considera ciudadanos


en posesión de derechos y, en tanto que capaces de votar (bien
que bajo la forma de un sufragio muy restringido) miembros del
pueblo soberano, como veremos a continuación.

En cualquier caso, el Estado, ese artificio político, monopoliza la fuerza y la


creación legislativa.

e) El pueblo. Ese pueblo al que se considera -desde luego, solo de modo


teórico- el nuevo soberano es la suma de todos y cada uno de los individuos.

En consecuencia, siendo una suma de elementos abstractos, es el mismo una


abstracción: cuando se asigna la soberanía al pueblo, se construye el concepto
de pueblo soberano como aquel en que los individuos, como acabamos de ver,
ya no son súbditos, sino ciudadanos.

De este modo recuperan para sí, mediante lo que Rousseau denominaría la


volonté genérale, la libertad y la igualdad naturales cedidas a los antiguos
soberanos; desaparece así la desigualdad entre súbdito y soberano.

Tales son los ideales burgueses que propiciaron la Revolución francesa. El


Estado vendrá a personificar política y jurídicamente al pueblo, mediante el
instrumento típicamente liberal de la representación: de aquí que el Estado
venga jurídica y políticamente a ser el titular de la soberanía. Así soberano será
todo estado libre e independiente de todo poder ajeno al suyo.

F) El Ciudadano. Este concepto esencialmente liberal que, como vimos, no es


menos abstracto que los de individuo o pueblo, desplaza pues al de súbdito

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como sujeto meramente sometido al poder; su significado se corresponde


con el de miembro del pueblo soberano.

Todos y cada uno de los ciudadanos son considerados libres e iguales y


tales libertad e igualdad (entendida esta como igualdad ante la ley, sin el
sentido económico de nuestros días) deben ser aseguradas y garantizadas
frente a las posibles violaciones que los órganos estatales pudieran llevar a
cabo.

Locke, considera que la clave de esa garantía son los derechos subjetivos
naturales.

g) Los derechos subjetivos naturales. Estos, en la doctrina liberal, son


entendidos como previos al derecho positivo emanado del Estado. Ya los
poseían por sí mismos antes de adquirir la condición de ciudadanos.

Tales derechos constituyen, por tanto, un ordenamiento previo y


jerárquicamente superior al derecho positivo: el derecho natural. Se
corresponde con el concepto propio del iusnaturalismo racionalista y es
entendido como un orden jurídico emanado de la razón humana.

El catálogo de estos derechos, que persisten tras el paso al estado civil, abarca
desde los más elementales (derechos a la vida y a la propiedad) hasta los
demás derechos civiles y los políticos (como aquellos que garantizan la
libertad y la igualdad).

Aunque al comienzo de la Revolución francesa, la Declaración de Derechos del Hombre y del


Ciudadano de 1789 estaba claramente influida por la visión iusnaturalista de los derechos, a los
que concebía como universales, el punto de vista iuspositivista sobre ellos acabó por
imponerse, hasta tal punto que fueron considerados como un producto del Estado, como
veremos en su lugar.

h) La representación. Se trata de la última de las grandes ficciones de la


teoría contractualista que da lugar al Estado liberal.

Supone que la teoría liberal no es democrática, en sentido radical. Los


liberales –recordemos el sentido de la libertad de los modernos de Constant—
no propugnan el ejercicio constante de la soberanía por el pueblo mediante un
único poder, el legislativo, no sujeto a control alguno (es el caso de la doctrina

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de Rousseau), sino una división de poderes con frenos y contrapesos entre


ellos.

El pueblo, titular de la soberanía, ejerce esa condición de modo limitado, a


través de la elección de sus representantes en uno de los poderes, el
legislativo.

Así, en una sociedad desarrollada, una vez que el pueblo ha ejercido su


derecho al voto, delega su soberanía a través del mecanismo jurídico de la
representación. De este modo el voto tiende a convertirse en un cheque en
blanco con el que los representantes políticos tienen asegurado el ejercicio
pleno de la soberanía, sin que el pueblo formalmente soberano tenga desde ese
momento control sobre su actuación.

El ideal democrático se convierte en algo meramente formal.

Estado liberal como el modelo político surgido en la modernidad que se


configura como Estado democrático y liberal. Democrático, porque el poder es
atribuido, siquiera de manera formal, al pueblo, titular nominal de la soberanía,
mediante el uso de la técnica de la representación. Liberal, porque el poder
político se ve limitado por un ámbito de libertad del sujeto, garantizado por
medio de la positivación de los derechos subjetivos naturales, llamados a
convertirse en los usualmente denominados derechos fundamentales.

Lo que en resumidas cuentas viene a caracterizar al Estado liberal por estos dos
elementos legitimadores: la representatividad y la garantía de los derechos
fundamentales.

4. La evolución del Estado liberal: del abstencionismo al intervencionismo.

El Estado liberal es la configuración política dominante en los países europeos y


americanos durante el siglo XIX. El despertar de la conciencia política de los
ciudadanos pareció compatible, durante los primeros decenios del Estado
liberal (primera mitad del XIX), con una despreocupación de este por todo
cuanto fuese más allá de la igualdad formal de los ciudadanos en una sociedad
de clases.

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Puesto que las doctrinas políticas del liberalismo eran también radicalmente
liberales en el sentido económico, defendían ante todo la propiedad
individual como símbolo de la autonomía personal. Los derechos
subjetivos entendidos en sentido negativo o defensivo, como mera protección
contra la arbitrariedad del gobernante, habían permitido al estamento burgués
alcanzar el poder político; pero esa visión abstencionista se mostraba ahora, en
muchos aspectos, como tramposa. Era un mecanismo destinado, en su
funcionamiento efectivo, a asegurar que las clases bajas no consiguiesen el
poder. La participación en las elecciones estaba restringida a los propietarios,
bajo la forma del sufragio censitario.

Durante el siglo XIX, la distribución desigual del poder económico persistió,


intacta cuando no agravada, con respecto a la situación que se había dado en
los siglos XVII y XVIII, bajo el Estado absoluto.

El surgimiento histórico del proletariado con sentido de clase, tuvo como


primera consecuencia la superación parcial del modelo liberal de Estado y su
transformación en Estado social.

Es preciso aclarar que el Estado social no es una configuración plenamente


diferente del liberal, sino una modulación de este, que ciertamente introduce
diferencias muy considerables en el modo de concebir los derechos de los
ciudadanos y los deberes estatales, pero no llega a desbordar teóricamente el
modelo liberal ni a alterar su sustancia para constituir un tipo de Estado
diferente.

Aunque ya en las constituciones de finales de la década de los 20 habían


aparecido los derechos sociales (México, Alemania, Austria), la crisis de 1929 y la
segunda guerra mundial dieron al traste con las esperanzas de conseguir un
capitalismo compasivo. A finales de los años cuarenta, en las democracias
europeas occidentales prevaleció la postura de la izquierda reformista o
socialdemócrata, partidaria de un modelo de Estado social.

El denominado Estado social implantado entonces entraña una radical


transformación: el Estado pasa de ser un mero garante de derechos y
libertades civiles y políticas a transformarse, además, en un prestatario de
medidas y actuaciones socio-económicas que, con cobertura jurídica en los

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denominados derechos económicos, sociales y culturales, instaura medidas


asistenciales y aplica políticas fiscales redistributivas. Por ello, el nuevo
modelo de Estado se manifiesta como intervencionista en las relaciones
económicas y productivas, antes exclusivamente en manos de la burguesía
capitalista.

El New Deal económico trataba de incrementar la inversión pública con el fin de reactivar la
economía, lo cual permitía a su vez aumentar la presión fiscal sobre la actividad empresarial
productiva y, gracias a ello, afrontar una política redistributiva; al incrementarse el consumo de
los sectores más desfavorecidos, la economía continuaba creciendo, de forma que el ciclo no se
detenía. Esto entró en decadencia tras la crisis económica de 1973, que puso a la vista los límites
de este modelo: la redistribución es un arma eficaz de integración social solo cuando hay
suficiente para redistribuir. Las políticas neoliberales de Thatcher y .Reagan durante el siguiente
decenio supusieron una quiebra parcial del Estado social.

En suma, el Estado social es, al menos funcionalmente, diferente al modelo


liberal, si bien no puede ser tenido como un nuevo paradigma político sino
como una actualización del modelo de la modernidad, desbordado por los
acontecimientos políticos, económicos y sociales de los siglos XIX y XX.

El problema: La ausencia de un diseño teórico propio del Estado social ha sido


señalada, entre otros, L. Ferrajoli como una de las causas de su crisis, al haber
sido construido sobre un modelo político inadecuado para las demandas
que vino a satisfacer; lo que ha dado lugar a una escasa eficacia de los
derechos, a un predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo y, no pocas
veces, a una escasa limpieza en la distribución de los recursos.

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TEMA 5

EL ESTADO Y SU FORMA JURÍDICA: EL ESTADO DE


DERECHO (1)
1. Las tres concepciones jurídico-políticas básicas: inglesa, francesa,
alemana.

Al examinar esta cuestión, resulta fundamental distinguir tres tipos de


concepciones sobre la relación entre la ley, los poderes del Estado y los
derechos subjetivos.

-El anglosajón, que arranca de Locke (siglo XVII).

Es el más antiguo y se contrapone al sistema continental. En este modelo, los


derechos naturales pre-estatales, anteriores al pacto social, permanecen
tras este. Al conservarse como naturales, están protegidos judicialmente y
son oponibles incluso frente al poder del Estado.

Se centra en los derechos y libertades individuales (liberties, en plural y con


minúscula), los cuales, pese a su carácter natural, se defienden como parte del
sistema jurídico bajo la forma del rule of Law, “el imperio del derecho”. El
juez es, por decirlo así, quien proclama y actualiza continuamente los derechos
mediante su tarea jurisprudencial (en la articulación, como la denominan los
británicos, del Common Law y la equity). Por eso el poder fundamental en
este modelo es el judicial.

Se trata de una visión profundamente jurídica e individualista.

-El francés, inspirado en Rousseau (segunda mitad del XVIII).

Parte, como Locke, de los derechos naturales. Pero estos no permanecen


como tales tras el contrato social, sino que quedan sometidos a la voluntad
general de la Nación. Aquí no se habla de libertades sino de Libertad porque la
libertad auténtica es la del cuerpo político, que cuando actúa no solo lo hace
unitariamente, sino que no conoce instancia superior a su voluntad.
Evidentemente, el poder esencial es el legislativo. Se trata de una visión político-
estatalista.

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- El modelo germano, que toma carta de naturaleza con Jellinek (segunda


mitad del XIX) y sus derechos públicos subjetivos, el antecedente de los
derechos fundamentales.

En el modelo germano, el poder esencial es el poder del Estado. No hay


propiamente división de poderes, sino que legislativo, ejecutivo y judicial son
simples manifestaciones funcionales de un único poder, el estatal, que no puede
ser fragmentado.

Los derechos fundamentales no son naturales, sino que constituyen una


emanación del poder del Estado cuando este se juridifica (autolimitación del
Estado la llama Jellinek).

La germana decimonónica es una visión jurídico-estatalísta, que identifica


al Estado con su aparato jurídico-administrativo y pretende vaciarlo de
contenido político.

Control de constitucionalidad:

 los estadounidenses tienen un control de tipo difuso por los tribunales


ordinarios, que se desarrolla dentro de cada caso concreto (lo que indica
su confianza en el poder judicial).

 Los franceses y los alemanes tienen tribunales constitucionales, pero los


primeros lo han conseguido en su forma actual (Consejo Constitucional)
muy recientemente, porque siempre temieron al gobierno de los jueces
(como veremos enseguida a propósito del réferé Iégislatífi)

 los alemanes, su TC, posterior a la segunda guerra mundial, es ajeno a


toda referencia autoritaria.

Todos ellos tienen en común su oposición a la visión aristotélicotomista que


entendía lo social-político como el resultado de una tendencia natural y que,
por tanto, sostenía que lo individual es indisociable de lo común. En estas tres
formas, lo social-político se construye, como hemos visto, del modo
contrario: desde la voluntad del sujeto, real o ficticio. Sujeto individual en
sentido propio en la doctrina inglesa; sujeto moral o colectivo (bajo la forma de

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la volonté générale rousseauniana) en la francesa revolucionaria; sujeto como


persona jurídica estatal en la alemana.

2. El Estado de derecho como concepto jurídico-político: el Estado


legislativo de derecho y su control de legalidad.

El modelo del Estado liberal en cuanto a su forma jurídica es el denominado


Estado legislativo de derecho.

Además, es un Estado legislativo de derecho: pues, debido a que nació


durante la época de predominio del positivismo normativo, la forma
predominante de lo jurídico durante este periodo es la ley. Por tal entendemos,
tal y como se desprende de la teorización francesa, un producto del parlamento,
de carácter general y abstracto, que es expresión de la voluntad general.

Nada es más característico de esta relevancia que el Code civil francés de


1804, el célebre Código Napoleón, que traducía los derechos liberales al ámbito
del derecho privado, pero los franceses fueron autores durante el XIX y, sobre
todo, el XX de una multitud de leyes administrativas, ya que su proceso
codificador se extendió al ámbito del derecho público.

Esta relevancia de la ley persiste en nuestros días, pero conviene aclarar


que el problema no está en la propia ley, sino en su relación con la
Constitución. Las constituciones, en la forma liberal inicial de Estado legislativo
de derecho, dado el modelo positivista en el que se enmarcaban, vinculaban
tan solo en lo relativo al aspecto formal del poder, al quién y al como de las
decisiones (pero no al que', a su contenido). No determinaban la carga
valorativa de las leyes ni las ordenaban a la consecución de determinados
fines sociales.

Por tanto, al ser meras normas sobre normas, esas constituciones carecían de
poder normativo directo; eran aplicadas únicamente a través de las leyes que las
desarrollaban. Desde e] punto de vista de la jerarquía normativa no cabía
distinción entre Constitución y ley: no existían diferencias entre poder
constituyente y legislativo, porque ambos eran expresiones del mismo y único
poder soberano.

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Tampoco poseían las constituciones procedimiento especial de reforma ni una


protección jurisdiccional específica y cualificada, como ahora veremos.

En suma, en el Estado legislativo de derecho el papel preeminente


corresponde al legislador, ya que tal modelo se define precisamente por el
gobierno de las leyes.

Esta primacía de la ley se percibe especialmente bien en los tipos de control de


la legalidad producidos por el Estado legislativo:

El primer sistema de control, típicamente revolucionario, fue el llamado


référé législatif. Se trataba de un órgano parlamentario de control judicial que
perseguía, precisamente, poner a salvo las leyes de la República frente a su
posible interpretación tendenciosa por parte de los jueces. Esta institución,
junto con un órgano jurisdiccional específico, el Tribunal de Cassation,
igualmente vinculado al legislativo, tenían poco que ver con la actual casación
civil, destinada a vigilar la unidad jurisprudencial. Se trataba de órganos a
mitad de camino entre un Tribunal Supremo y un Tribunal Constitucional,
cuyo fin era mantener el sentido último del ordenamiento jurídico
revolucionario y defender la Constitución del único modo en que era concebible
hacerlo en el modelo prístino de Estado legislativo.

Retengamos esto como lo fundamental: tales instituciones revelan las


peculiaridades de una concepción de la Constitución, y por tanto de la
justicia constitucional, centrada en la ley como forma suprema de lo
jurídico y en la cual la Constitución misma no era, como lo es hoy, una
norma directamente aplicable, sino una norma relativa a la organización y
distribución del poder, de modo que los derechos dimanantes de ella y los
conflictos en su interpretación solo podrán ser invocados a través de la ley
y resueltos por el autor de esta, el parlamento.

El fin de la etapa revolucionaria, así como la progresiva desaparición del


recelo hacia los jueces propios del modelo francés, favorecieron la aparición de
sistemas de control constitucional radicalmente diferentes, pero en los cuales
continuaba haciéndose patente el Estado legislativo de derecho. En el célebre
Tribunal Constitucional introducido en el sistema continental a través de la
Constitución austriaca de 1920 y producto de la concepción positivista de

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Kelsen, la jurisdicción constitucional se vinculaba a la intervención de un


órgano judicial específico.

Ciertamente constituía una novedad, al encomendarlo además a un órgano


judicial independiente y no al parlamento, como en el modelo francés. Pero tal
sistema en nada se parecía al actual, pues no pretendía juzgarla adecuación
material de las normas a los Valores de la Constitución, sino su Validez
formal. Revela la presencia de una concepción caracterizada por entender el
sistema jurídico al modo positivista, vaciado -un planteamiento muy germano-
de todo contenido político, valorativo, ético o sociológico.

Por tanto, es fácil detectar aquí, en esta enorme diferencia entre instituciones de
control de sistemas diferentes y que, sin embargo, pertenecen a un marco
común (ambos comparten la ideología del positivismo continental y la forma
jurídica del Estado legislativo de derecho).

3. El tránsito del Estado legislativo al Estado constitucional de derecho: las


constituciones rígidas de la segunda posguerra mundial.

Esa crisis de la ley como forma normativa suprema, como manifestación única
de la voluntad general a través del parlamento y fuente privilegiada de derecho,
se produce en las constituciones de la segunda postguerra mundial. Es
entonces cuando se opera el tránsito del Estado legislativo al Estado
constitucional.

Este cambio en las constituciones supone la aparición, como claves del sistema
y frente a la anterior exclusividad de la ley, de los valores superiores, los
principios y los derechos fundamentales. Todo ello se resume en la primacía
de la Constitución sobre la ley, pero no entendida como una mera formalidad,
sino que la Constitución puede prevalecer sobre su propio desarrollo legal en
caso de que la ley contravenga contra los principios, los valores superiores o los
derechos fundamentales.

Anticiparemos el sentido de esa transformación: los principios


constitucionales (se habla en este modelo constitucional de derechos por
principios) son criterios que permiten realizar juicios críticos, Valoraciones sobre
la ley, pero sin dejar de ser ellos mismos parte del razonamiento jurídico.

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Esto acaba con la vieja idea de que todo principio que permitiera realizar una
crítica a las leyes se hallaba fuera del ordenamiento jurídico.

En efecto:

A. en la reducción iuspositivista todo valor, toda norma, todo


principio, todo derecho quedaban reducidos a la ley.

B. en contra, la reducción iusnaturalista de lo jurídico a principios


extrapositivos hacía posible un juicio crítico sobre la ley, pero
realizado desde fuera del ordenamiento jurídico.

Frente a ambas posiciones, en el llamado "derecho por principios” es


concebible la crítica a la ley desde los valores y principios del propio
ordenamiento jurídico.

De este modo, la reflexión sobre los principios ha asumido un carácter


crucial en el pensamiento jurídico más reciente; a veces, hasta el punto de
romper el equilibrio existente en el esquema liberal entre Constitución, ley
e interpretación judicial, transformando radicalmente la caracterización de los
derechos, como veremos a continuación.

En el sentido económico-político (el que vimos en el tema 4), se pasó del


Estado liberal puro al llamado Estado social, el cual, como ya sabemos, no fue
en propiedad una forma diferente (como sí lo fueron las experiencias políticas
de corte socialista), sino una modulación de aquel en clave intervencionista y no
abstencionista, integrando a los más desfavorecidos y eliminando el riesgo
revolucionario.

En el sentido jurídico, se produjo el desplazamiento desde e] Estado


Legislativo de derecho al Estado constitucional de derecho y el
replanteamiento de la función del Estado se tradujo en la aparición de las
llamadas constituciones rígidas, provistas de catálogos pormenorizados de
derechos fundamentales y de sistemas jurisdiccionales de garantía.
Reconocimiento de los llamados derechos económico-sociales y culturales,
tendentes a la consecución de una igualdad no formal, sino real.

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La conjunción de los valores constitucionales, los principios que los


condensaban y los derechos subjetivos que permitían, de un modo u otro,
invocarlos, condujo a ese nuevo tipo de constituciones, las cuales, al vincular a
los poderes del Estado a la realización de todas esas políticas de garantía de los
derechos, desbordaron el modelo anterior del Estado legislativo de derecho
caracterizado por la primacía de la ley.

“El positivismo jurídico -afirma Zagrebelsky-, al negar la existencia de 'niveles' de derecho


diferentes de la voluntad recogida en la ley, se cerraba intencionalmente a la posibilidad de una
distinción jurídicamente relevante entre ley y justicia. Tal distinción podía valer en otro plano, el
plano de la experiencia ética, pero no en el jurídico. Del mismo modo que los derechos eran lo
que la ley reconocía como tales, la justicia era lo que la ley definía como tal. La relación ley-
justicia se adecuaba perfectamente a la relación ley-derechos".

El principio justicia no puede ser ya un elemento extraño al jurista, algo


sobre lo cual se veda toda especulación al entender por justo exclusivamente lo
que dice la ley; pues dicho principio está incorporado al propio
ordenamiento jurídico como algo plenamente integrado en él, como un
contenido (los derechos fundamentales) que configura el “núcleo duro” de la
Constitución y cuya reforma resulta tan difícil que justifica hablar de
constituciones rígidas.

De este modo, las contraposiciones valores-reglas jurídicas, iusnaturalismo-


positivismo, extrajurídico-intrajurídico y otras similares se muestran como
engañosas.

El discurso sobre los principios penetra así en el ordenamiento jurídico


merced al Estado constitucional de derecho, que se define, en gran medida,
gracias a su contenido material (los derechos fundamentales, los valores y
principios que hay tras ellos):

- sin que dicho contenido deba ya ser referido a criterios suprapositivos


como los que mantenía el iusnaturalismo clásico;

- de modo que la vieja postura positivista radical según la cual lo jurídico


se entiende en términos de mera forma y, por tanto, toda norma jurídica
puede tener cualquier tipo de contenido, desaparece en el nuevo marco.

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La rigidez constitucional se muestra así, lejos de ser una simple característica


técnico-jurídica referida a la dificultad de los procedimientos de modificación
constitucional, como reveladora de un cambio radical de perspectiva en lo
tocante a la relación entre normas, principios y valores.

Resumiendo, la “rematerialización” de la Constitución ha cambiado


radicalmente el panorama. El texto constitucional ha desbordado la condición
que tenía en el modelo de Estado legislativo de derecho, el de una mera ley de
organización del Estado, la cúspide del sistema de fuentes y la garantía de la
separación de poderes.

La Constitución se convierte en una norma que puede ser aplicada por los
jueces de manera directa, pues los principios que la informan impregnan todo
el ordenamiento jurídico. En el tema posterior veremos los problemas que esta
visión comporta, el más importante de los cuales es el llamado “activismo
judicial”.

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Tema 6. EL ESTADO Y SU FORMA JURÍDICA: EL ESTADO


DE DERECHO (2)
1. El papel de los principios en las constituciones rígidas: entre reglas y
valores.

Importante: No nos referiremos a los principios en el sentido tradicional


(principios generales del derecho) en que aparecen en la doctrina civilista, en el
marco de un derecho privado circunscrito a las relaciones entre articulares.
Veámoslo a través de un ejemplo: el principio de la buena fe o el de la
autonomía de la voluntad no pueden entenderse como dados en el mismo
plano que el de la igualdad real o el de la interdicción de la arbitrariedad.

Todo ello muestra hasta qué punto el centro de gravedad del discurso sobre los
valores jurídicos, y en particular sobre el principio de justicia, ha ido
desplazándose del ámbito de las relaciones entre particulares (el ámbito
primordial del sistema jurídico hasta finales del XIX) al del derecho público;

Esto ha llevado consigo enormes trasformaciones en la percepción de los


derechos fundamentales, concebidos en adelante, no como instrumentos para
la defensa de las libertades individuales (papel que cumplían en las
constituciones liberales), sino como las piezas básicas de una transformación
social que el Estado ha de estimular (lo cual arranca con las constituciones de la
segunda postguerra mundial).

D. Grimm: la interpretación meramente negativa de los derechos fundamentales contribuye a


estabilizar el statu quo social, mientras que entenderlos en términos de intervención conlleva un
impulso transformador de la sociedad en términos de una mayor justicia redistributiva, de una
mayor igualdad efectiva.

Pues los principios del actual Estado constitucional de derecho son


considerados, no como suprapositivos (ya sean morales, ya de derecho
natural), sino como parte del propio ordenamiento jurídico, cuyo

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funcionamiento efectivo han de informar desde su sede constitucional y se


concretan en los derechos fundamentales, que materializan dichos principios.

Se ve, entonces, por qué los derechos fundamentales solo son reales si están
informados por principios, en la medida en que estos son abstracciones de los
criterios con los cuales enjuiciamos o valoramos las relaciones humanas reales
que, por su relevancia social, son reguladas jurídicamente por la comunidad
política.

Luego no es posible concebir principios sin derechos que los concreten ni


derechos sin principios que los informen.

Por tanto, los principios no son puramente extrapositivos (pues solo se


concretan a través de los derechos existentes en el mismo ordenamiento) ni
meramente positivos (en la medida en que no pueden reducirse a la vieja forma
de la ley como única fuente del ordenamiento).

En conclusión:

 -Los Valores de un ordenamiento jurídico no son entidades,


“cosas”, sino juicios: enjuician relaciones entre personas, o entre
personas y cosas, consideradas socialmente relevantes por la
comunidad política.

 -Los principios de dicho ordenamiento son el criterio de


dichos juicios; luego tampoco son entidades o “cosas” diferentes
de los valores, sino una abstracción y condensación de éstos que
permite expresarlos en los distintos ámbitos del ordenamiento.

 -Los derechos fundamentales son la forma por excelencia en la


cual se concretan los principios.

 -Por último, las normas son la expresión de esos principios que


informan los derechos.

Imaginemos un ejemplo: el reparto de bienes entre los ciudadanos, la cuestión fundamental de


toda teoría de la justicia en el marco del Estado social. Este principio general de justicia,
expresado en ambos modos (igualdad aritmética o formal y distributiva o real) se concreta tanto
en el principio de igualdad formal ante la ley (art. 1, 1 CE) como en el principio de igualdad real
(art. 9, 2 CE). Un ejemplo de la primera es el derecho fundamental que aparece en el art. 14 CE

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(que hace referencia a la igualdad puramente aritmética o legal) y de la segunda el derecho


fundamental reconocido en el 23, 2 CE (en el acceso a cargos públicos), que se refiere a la
proporcional.

De modo que ese principio (justicia), que condensa valores (igualdad aritmética y proporcional)
y se concreta en el ordenamiento a través de derechos fundamentales (igualdad ante la ley,
acceso a cargos públicos), se expresa, además, en normas (arts. 14 y 23, 2 CE).

2. El control de legalidad en las constituciones rígidas.

Dado el nuevo diseño del Estado constitucional, su articulación entre valores,


principios, normas y derechos fundamentales, en esta forma jurídico-política los
tribunales constitucionales no se limitan al control de la constitucionalidad de
las leyes, sino que también abarca el amparo de los derechos de los ciudadanos.

La eficacia directa de la constitución es, aclarémoslo, algo inseparable del


modelo de Constitución rígida y no una consecuencia más o menos
ideológica de él; nadie puede discutir que la posibilidad de ser aplicados de
manera directa se halla en la definición misma de los derechos fundamentales.

En nuestro sistema los derechos de protección cualificada son los que van del artículo 14 al 30
de la CE; los que les siguen carecen de ella, sean “derechos y deberes” (cap. II, sección 23) o
simplemente “principios rectores” de la política social y económica (cap. III). Aunque todos
puedan ser considerados fundamentales en sentido amplio (pues todos ellos concretan
principios), la diferencia entre unos y otros es esencial: los derechos fundamentales en sentido
estricto contenidos en el capítulo II, sección I 2 son aplicables sin necesidad de leyes que los
desarrollen, mientras que los contenidos en el capítulo siguiente habrán de ser desarrollados
por ley.

Asimismo, la CE les reconoce la garantía privilegiada que establece el art. 53, 2 a


través del procedimiento preferente y sumario ante los tribunales ordinarios y
del recurso de amparo ante el TC.

Durante los años en que este existía el servicio militar pero aún no había sido desarrollado
legalmente el derecho a la objeción de conciencia reconocido en el art. 30, 2 CE (que el art. 53, 2
de dicha norma considera asimilable a los derechos de los 14 a 29 a los efectos del recurso de
amparo), la invocación de dicho derecho suponía la suspensión de la incorporación a filas, pese
a la ausencia de desarrollo legal".

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Esto ha transformado radicalmente la categoría fundamental de la


interpretación jurídica. Se opondría aquí la subsunción característica del
positivismo decimonónico (aplicar la ley no es sino subsumir el caso sobre el
cual se juzga en el supuesto de hecho legal) frente a la ponderación
característica del constitucionalismo por principios. Y esto presenta una
dificultad añadida: la de que, como afirma Prieto, los principios no son nunca
mutuamente excluyentes, como las reglas, de modo que en caso de
contradicción no se puede declarar nulo a uno de ellos ni hacer una excepción a
la regulación legal a favor del otro, sino establecer caso por caso “. . .una
relación de preferencia condicionada, de manera que en ocasiones triunfará un
principio y otras veces su contrario".

Tal ponderación se presenta en dos casos:

1. en el primero, abstracto, con motivo del control de la constitucionalidad


de la ley por el TC; El TC ha ejercido la ponderación en numerosísimas
ocasiones en caso de conflicto entre principios o, por decirlo más
precisamente, entre distintas interpretaciones de los principios. Lo
que no comporta negar el uno frente al otro, sino aclarar, como
resultado de la ponderación, el ámbito preciso de su aplicación de
cada uno.

2. en el segundo, concreto y casuístico, al interpretar la ley los jueces


ordinarios. Este último es el más problemático, como veremos en el
epígrafe siguiente. El caso típico sería el de una ley que no parece
salvaguardar adecuadamente los derechos en conflicto, lo que lleva al
juez a recurrir a principios para inclinarse a favor de uno u otro en el caso
concreto, a veces incluso en contra del tenor legal. Más adelante nos
referiremos a este posible conflicto. Desde luego, la necesidad de
interpretar las normas conforme a la Constitución no libera al juez
de la vinculación a la ley: se trata solo de determinar
argumentativamente cuál de los principios que la informan
prevalece. Por eso afirma el ya citado autor (Prieto) que la ponderación
de principios disminuye la importancia de la subsunción, pero no la
elimina: “. . .el paso previo a toda ponderación consiste en constatar que

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en el caso examinado resultan relevantes o aplicables dos principios en


pugna.

La cuestión es: ¿puede defenderse aún dicha aplicación meramente


subsuntiva, que fue el ideal del primer positivismo jurídico, en estados
constitucionales? Parece claro que no.

3. El “activismo judicial" y sus riesgos para el principio de legalidad.

Una cuestión polémica planteada por el modelo de Estado constitucional de


derecho es, como ya anticipamos, la posibilidad de que se realice una
ponderación directa por parte de un órgano judicial ordinario, esto es, no
constitucional, invocando directamente los principios constitucionales incluso
en contra de la ley que debe aplicarse al caso, con las transformaciones que ello
implica en el papel prioritario de los derechos fundamentales.

La ventaja parece indudable: supone la posibilidad de un juicio de equidad en


los casos difíciles, que permita sustituir la forzada generalidad de la ley (no
siempre matizada debidamente por la jurisprudencia) por un ajustamiento a los
principios constitucionales que deben inspirarla”. Pero también el
inconveniente salta a la vista: en nombre de esa supuesta mayor justicia, la
preterición de la ley por el juez podría llevar a una extrema inseguridad jurídica.

Como dice Ferrajoli, “...la sujeción del juez a la ley ya no es, como en el viejo paradigma
positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su significado, sino sujeción a la ley
en cuanto válida, es decir, coherente con la Constitución”.

Luego, si el concepto de validez ya no es el propio del positivismo (que se


limitaba a constatar que la norma hubiese sido dictada por el procedimiento
constitucionalmente establecido), ¿qué sucede cuando, a los ojos del juez
ordinario, la ley que ha de aplicar no materializa de forma adecuada los
principios constitucionales?

La contestación más sensata, a primera vista, no puede ser sino el Tribunal


Constitucional mediante el recurso de inconstitucionalidad (que supone, como
sabemos, un juicio abstracto sobre la constitucionalidad de una norma) y no un
órgano judicial ordinario con motivo de la interpretación de un caso
concreto.

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La posibilidad de que la determinación y garantía de los derechos


fundamentales se realice en vía judicial ordinaria, cuando su lugar propio está
en el Tribunal Constitucional, resulta inquietante para muchos. Nos
hallaríamos, por tanto, ante algo muy distinto del mero juicio de equidad que,
como garantía material ante la ley general aplicada de modo formalista,
defendían a comienzos del pasado siglo los autores de la jurisprudencia de
intereses y del derecho libre. Se trata de algo tan radical como un juicio de
constitucionalidad... que incumbe al juez ordinario”.

Al respecto, nos dice Zagrebelsky que la cuestión “...no afecta ya a la interpretación de la ley,
sino a su validez. Las exigencias de los casos cuentan más que la voluntad legislativa y pueden
invalidarla. Debiendo elegir entre sacrificar las exigencias del caso o las de la ley, son estas
últimas las que sucumben en el juicio de constitucionalidad al que la propia ley viene sometida”.

El autor italiano, así como cuantos simpatizan con esta postura, alega que no se
trata de sustituir al legislador o al Tribunal Constitucional por el juez, de crear
un nuevo “uso alternativo del derecho”, sino de aceptar que la complejidad y
pluralismo de los actuales sistemas jurídicos imponen este tipo de prácticas y
que éstas, con frecuencia, se dan en los casos más cotidianos.

Con todo, no es este el problema. Es cierto que el juez se ve obligado con


frecuencia a llenar conceptos legales más o menos indeterminados (buena fe,
diligencia propia de un buen padre de familia..), pero, en primer lugar, puede
acudir a la jurisprudencia para aclarar el sentido que debe darles y, en
segundo, hasta los autores más claramente positivistas admiten que la
norma es un marco abierto a varias posibilidades de interpretación y que eso
no comporta ningún tipo de activismo judicial. Este se produce únicamente
cuando el marco legal es rebasado.

Por otra parte, la cuestión de inconstitucionalidad prevista en el capítulo III de la


LOTC proporciona al juez un recurso suficiente para cohonestar su deber de
aplicar la Constitución con la garantía de los derechos fundamentales de los
justiciables.

La mayoría de la doctrina se muestra de acuerdo al respecto. Aunque la


ponderación directa de los derechos fundamentales resulta muy seductora por
su mayor proximidad al principio de justicia, por la posibilidad de realizar un
juicio de equidad en función de las peculiares circunstancias del caso, el peligro

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que comporta su utilización extra legem no es pequeño. No en vano las


constituciones (la CE, en su artículo 9,3) reconocen el principio de legalidad y
someten a él a todos los poderes públicos; incluidos, obviamente, los jueces.

Un caso reciente ilustra bien los problemáticos límites de la interpretación de las leyes desde la
Constitución por parte de un órgano judicial: la sentencia 31/2014, de la Audiencia Nacional,
que absolvió a varios activistas que habían acosado sin violencia a parlamentarios catalanes,
siendo acusados de un delito contra la inmunidad de los parlamentarios. El TS casó la sentencia
al entender que la libertad de expresión no debía prevalecer en este caso sobre la sanción
establecida por el Código penal, que defendía el derecho de participación política de los
representantes de la soberanía popular.

En cualquier caso, por más que se acepte la superación del positivismo jurídico,
el panorama no estará claro si absolutizamos cualquiera de esos cuatro
conceptos (valores, principios, derechos y normas) reduciendo unos a otros,
perdiendo de vista que lo jurídico consiste, ante todo, en relaciones.

Resumen: los valores son juicios sobre relaciones jurídicas, los principios el
criterio de dichos juicios y una abstracción y condensación de ellos, los
derechos fundamentales la forma por excelencia de los principios, las
normas la expresión de esos principios que informan los derechos.

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