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ROBERT SPAEMANN

TEOLOGÍA, PROFECÍA Y POLÍTICA. HACIA UNA


CRÍTICA DE LA TEOLOGÍA POLÍTICA
Kritik der politischen Theologie, Wort und Warheit, 24 (1969)

Quisiera resumir en tres tesis mis objeciones contra la teología política. Primera: la
fundamentación escatológica de la política, propuesta por la teología política, descansa
sobre una ambivalencia e indecisión con respecto al contenido del kerigma cristiano.
Segunda: no es posible deducir máximas políticas concretas de proposiciones
teológicas. Tercera: una política revolucionaria y su variante humanitaria necesitan tan
poco de una fundamentación teológica como otra política moderna cualquiera.

Tesis primera : La fundamentación escatológica de la política, propuesta por la


teología política, descansa sobre una ambivalencia e indecisión con respecto al
contenido del kerigma cristiano.

De la orientación escatológica de la fe cristiana se puede sacar también la consecuencia


contraria a la que saca la teología política; consecuencia que ha determinado hasta ahora
la actitud eclesial frente a la política: "La Iglesia -afirmaba en 1965 el canonista católico
Hans Barionno profesa una confesión política". Existe un relativismo eclesial -en el
fondo, un oportunismo apolítico (cfr. la apertura a la izquierda en Italia; la
reconciliación con la república francesa en 1892...) -cuyo fundamento es el mismo
carácter escatológico de los teólogos "políticos" actuales. Dice Barion: "El positivismo
y relativismo político de la Iglesia es sólo la encarnación histórica de su carácter
escatológico, tan subrayado por la teología actual y por el Vaticano II. Rige para ella
hoy, como ha regido a través de los dos mil años de su historia, la palabra de Pablo de
que la forma de este mundo pasa.

No parece a primera vista que la tesis de Barion esté muy lejos de la de Metz. Metz
habla de la "reserva escatológica". Entiende con ese término la transitoriedad esencial
de toda institución mundana e histórica, de toda "concepción abstracta del progreso y de
la humanidad", e incluso de la historia misma en su totalidad. Es verdad que para Metz
la "reserva" contra lo político tiene a su vez una consecuencia política: el carácter
antitotalitario que defiende al individuo de la absolutización de las instituciones y evita
que se lo defina meramente según su valor para el progreso de la humanidad. Tras el
concepto de "reserva escatológica" se esconde -como sucede con la tesis de Barion- la
idea clásica de la escatología como una doctrina acerca del futuro que se halla más allá
de toda historia intramundana y colectiva, y al cual se llega por la muerte. Al ser el
cristianismo una religión de este futuro absoluto, Karl Rahner deduce que no posee
ninguna utopía intramundana, que es neutral con respecto al contenido material del
futuro histórico. Para Rahner, la esperanza en un futuro absoluto y el rechazo de su
identificación con una utopía temporal protegen al hombre de una tentación que implica
el recurso a una violencia que sacrificaría brutalmente a cada generación en aras de la
futura, convirtiendo al futuro en un Moloch ante quien se ofrece el sacrificio cruento del
hombre real en favor de un hombre que nunca lo será. Es, pues, precisamente el rasgo
apolítico de la escatología el que tiene un efecto político, antitotalitario.

Sin embargo, lo característico de la teolo gía política es una tendencia totalmente


distinta. Metz ve en la secularización de la esperanza cristiana hacia una utopía
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intramundana -como se da en el marxismo- un proceso que hay que recuperar


teológicamente. Para él, existe un "obrar orientado a los últimos tiempos", que apunta a
la prometida ciudad de Dios, que no debemos esperar sino realizar actuando. Ernst
Bloch ejerce en esta tendencia teológica el papel que ejerció Aristóteles en la teología
antigua. Lo específicamente cristiano aquí no es la relativización de toda determinación
intramundana de los fines por alcanzar, sino el compromiso revolucionario.

También en Jürgen Moltmann hay una ambivalencia semejante. Por una parte, pide a
los cristianos, en nombre de la teología escatológica, que renueve n la tradición
mesiánica de la esperanza y reencuentren su identidad en un compromiso político
revolucionario. Por otra parte, insiste en que la esperanza cristiana tiene una dimensión
que trasciende lo político - la esperanza en el Reino de Dios-, con lo que parece hablar
de dos tipos de esperanza. Claro está que la teología siempre ha destacado una cierta
dialéctica entre el "ya" y el "todavía no" en los enunciados del NT sobre el Reino. El
"ya" se refería al presente en el seguimiento de Cristo y el "todavía no" a un reino más
allá de la muerte y de la historia. Lo nuevo en la teología política de la esperanza es que
el "todavía no" se cualifica como un "pero mañana sí", orientado a un futuro
intrahistórico.

Si no se pone una mediación entre el más allá y el más acá, la esperanza en el más allá
conduce a una cierta suavización de la actividad revolucionaria y la humaniza. Pero
puede también establecerse una cierta relación entre ambos fines de la esperanza, una
relación, por así decirlo, entre una esperanza a corto y a largo plazo. Lo que pasa es que
esta relación, en lugar de iluminarse, se oscurece con el uso de metáforas, como en
aquella de Moltmann, según la cual "el nuevo futuro entra en la historia como en olas de
anticipación".

Con todo, no creo que la pregunta kantiana acerca de "qué me es licito esperar" permita
tal evasiva. Esperar, para el NT, significa "esperar con confianza firme, bien fundada".
Ahora bien, ¿hacia dónde se orienta esta confianza? Si hacia el mañana histórico, esto
significaría que el optimismo con respecto a generaciones futuras y con respecto a
nuestros esfuerzos pertenece a la existencia cristiana. Pero, ¿con qué derecho se tiene
este optimismo?, ¿a qué generación futura se refiere concretamente? Los ejecutados en
Ausschwitz y los que mueren de hambre en Biafra fueron también para sus abuelos la
generación venidera. ¿Son acaso ellos el cumplimiento de sus esperanzas?

El objeto de la esperanza debería ser una generación más tardía o incluso la última
generación de hombres. Pero Pablo rechazó ya en la primera carta a los tesalonicenses
la primacía escatológica de una generación futura cuando, partiendo del presupuesto de
pertenecer a la última generación, escribió: "nosotros, los que vivimos, los que
quedamos hasta la venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron" (Ts 4,
15).

Entonces, ¿de qué futuro se trata? Los teólogos políticos no pueden decirlo. Intentan
conectar con el mesianismo judío, colocando a Jesús en las filas de los profetas y
aludiendo a la orientación futura del contenido de su enseñanza y a su dimensión
política. No pueden, sin embargo, rechazar esta pregunta y hablar de algo así como del
"futuro respectivo". Con esto, caerían de nuevo en la interpretación existencial, para la
cual el futuro es una dimensión ontológica de la existencia presente. Y lo que ellos
quieren precisamente es distanciarse de esta interpretación, en favor de la historia
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concreta. Ahora bien, si se sitúa el objeto de la esperanza cristiana dentro de la historia


mundana, es preciso admitir la pregunta que hacían los discípulos a Jesús de cuándo
había de ser erigido el Reino. Pero Jesús esquivó esta pregunta y se opuso a una
interpretación política de su misión. Y si fue, a pesar de ello, víctima del poder político,
lo fue porque tenía que entrar en colisión con la pretensión totalitaria de lo político; no
porque tuviera una pretensión política.

La dialéctica entre el "ya" y cl "todavía no" sólo es posible cuando el "todavía no", en
su relación al presente, es algo cualitativamente distinto: la diferencia que hay entre lo
que está más allá del tiempo y el ahora. Donde desaparece el "más allá del tiempo"
desaparece también el "ahora", en cuanto es algo más que el punto transitorio de
conjunción entre el pasado y el futuro en la escala objetiva. Y con el presente se
desvanece también la realidad. No se puede expresar con categorías científicas ni
sociológicas lo que es el presente y la realidad. La ciencia conoce sólo pasado y futuro,
experimentos pasados y pronósticos. El ser en sentido de presente no es su objeto sino
su presupuesto. Una teología antimetafísica por principio, que busca determinar su
objeto sociológicamente, no puede ser consecuente sin destruirse como teología. De
aquí la ambigüedad que le queda a la teología política con respecto al objeto de la
esperanza.

Con todo, la ambigüedad de la posición escatológica de Moltmann y Metz refleja una


postura política determinada: la del revisionismo marxista y socialismo humanitario,
profesado por la izquierda joven y de modo especial por el experimento checo. Se trata
de algo así como de una fórmula de concordia entre marxistas liberales y teólogos de
avanzada. Pero, ¿para qué precisa la revolución de una escatología, para qué necesita un
principio de confianza segura? Me da la impresión de que el futuro histórico como
objeto de la esperanza cristiana encierra una cierta burla del sufrimiento pasado. El
futuro es objeto de nuestra actividad, de nuestro esfuerzo moral, pero no lo puede ser de
nuestra esperanza escatológica. Pertenece al ámbito de la moral y de la ética social. Se
comprende que los teólogos políticos estén descontentos con el contenido de la ética
social cristiana, que no ha alcanzado a considerar de manera suficiente el problema de la
mutabilidad de las estructuras sociales. Pero todo ello no quita la necesidad de discutir
los problemas de la praxis revolucionaria desde el punto de vista de la sociología,
politología y ética social, si es que se quiere evitar el quedarse en postulados arbitrarios
y fantásticos.

Tesis segunda: No es posible deducir máximas políticas concretas de proposiciones


teológicas.

A la teología política le gusta comprender la acción política de los cristianos como


participación en el obrar de Dios en la historia. "La acción de Dios en la historia" es, sin
embargo, un concepto que no puede dar orientación alguna a nuestra acción. Si,
siguiendo la visión veterotestamentaria, consideramos el proceso histórico como
consecuencia del obrar de Dios, hemos de tener en cuenta que también pertenece a esta
visión el carácter oculto de los designios divinos.

La teología medieval y moderna distinguía entre la voluntad positiva de Dios y su


voluntad absoluta. En la primera, Dios quiere que queramos algo. En la segunda, Dios
quiere lo que sucede. Frente a esta voluntad, nuestra actitud es pasiva; y ella no nos
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sirve de guía en el obrar. Un ejemplo tomado de Tomás de Aquino: la mujer de un


criminal, conforme a la voluntad positiva de Dios, tiene el deber de proteger a su marido
de la policía; y el rey tiene la obligació n de perseguirlo. La voluntad absoluta de Dios se
manifiesta según sea capturado el criminal o no. El resultado de nuestro obrar no
corresponde siempre a nuestras intenciones, pues la intención es asunto de la moral y el
resultado lo es de la historia. Entender la acción propia como una colaboración con la
acción de Dios en la historia significa tomar partido por quien ha de triunfar, por los
más fuertes, a cuyo lado está Dios. Ahora bien, la teología política está lejos de tal
actitud. Para Metz y Moltmann, el lugar de los cristianos está del lado de los débiles. Su
compromiso es sobre todo un compromiso moral, a no ser que esté guiado por la idea de
colocarse del lado de los poderosos del mañana. Pero tomar las máximas de la acción de
una filosofía de la historia y de una teología de la historia sería la corrupción de toda
moral. Si consideramos la historia desde el punto de vista histórico-salvífico, Dios obra
el bien por medio del mal. Colaborar con Dios en la historia significaría por tanto que el
fin justifica los medios. Significaría que Dios estaría del lado del cristiano
comprometido políticamente y sería enemigo de sus enemigos. La fundamentación
profética y teológica de la propia posición política impide siempre el respeto y
reconocimiento mutuos que podrían humanizar la política; impide el concepto del
"iustus hostis".

La aceptación de una función profética es también el final de la teología como ciencia.


A la teología corresponde, claro está, un tratado sobre lo profético. Pero ella misma no
puede ejercitar el ministerio profético. Cristianamente se distingue al verdadero profeta
del falso según se acomode o no a las exigencias del evangelio y de una moral humana.
Pero sólo se les puede distinguir de manera retrospectiva, pues la teología no posee el
instrumental para una futurología científica. La escatología sólo puede determinar
indirectamente su doctrina acerca del obrar, es a saber: a través de la mediación de una
moral.

El rechazo de la moral cristiana tradicional como mera moral privada tiene cierta
justificación histórica. Pero, en cierto sentido, no puede ser aceptado cromo objeción, ya
que no se puede sin más quitar de la interpretación del NT la primacía de la salvación
del alma propia por encima del cambio intramundano. Tampoco se puede interpretar la
moral cristiana como altruismo. El mandamiento principal del cristianismo no es la
unión con el prójimo sino el amor a Dios. Este primado tiene como consecuencia que yo
no soy ni más ni menos importante que los demás. Pero la ética social cristiana
tradicional ha adaptado excesivamente el "ama a tu prójimo como a ti mismo" al orden
social establecido. Evidentemente que detrás de esta actitud estaba el desconocimiento
de la mutabilidad de los órdenes sociales. Hoy, conscientes de ésta, es claro que nuestra
actitud cristiana ante el prójimo puede convertirse indirectamente en "política". Y en
este sentido la acción revolucionaria puede ser un modo de realizar el amor cristiano.
Pero con esto la revolución se encuentra tan lejos de ser tema específico de la teología
cristiana como lo están la alopatía y la homeopatía.

Tampoco la opción política es asunto de la teología cristiana, ya que esta opción incluye
una amplia gama de conjeturas sobre las consecuencias futuras de acciones presentes.
Martin Luther King fue, sin duda, un hombre que trató de manera ejemplar de utilizar la
política para practicar el mandamiento cristiano del amor. Pero el teólogo no puede
decidir si su opción fue políticamente la más indicada. Señalará, quizá, que el odio no es
cristiano, pero esto no es un argumento a priori en favor del movimiento de King, pues
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a veces un idealismo poco realista hace menos por extinguir el foco del odio de lo que
lograría la enemistad declarada. El mandamiento del amor cristiano no prohíbe la luc ha
contra los enemigos sino el odio hacia ellos.

La Iglesia medieval aprobó la guerra justa, pero no podía decidir si una guerra concreta
era justa o no, porque la guerra justa incluye, entre otras características, las perspectivas
de éxito. Y el éxito no es asunto de teólogos sino de políticos y militares. Los teólogos
pueden ayudar a despertar la buena voluntad y el amor, pueden decir además que el
amor cristiano debe hoy tener una dimensión política, pero en el momento de entrar en
esta dimensión hay que decirles, como se hacía ya en el siglo XVII: Silete theologi in
munere alieno.

Ya desde los primeros siglos del cristianismo se intentó encontrar cierta afinidad entre
la fe cristiana y algunas formas de la vida política. Así, por ejemplo, Eusebio y Orosio
unieron la "Pax Romana" de Augusto al monoteísmo cristiano.

La teología política actual se diferencia de los antiguos intentos, en cuanto que no


pretende justificar una situación sino criticarla. Pero la diferencia no es fundamental ya
que para la sociedad actual la crítica es un elemento esencial, aun para la conservación
de lo existente. Es cierto que Metz ve en esa función crítica de la sociedad una
realización de la relativización escatológica de toda institución. Sin embargo, es una
conclusión engañosa. La crítica social intramundana no es una relativización de todo lo
existente sino el apoyo de un estado de cosas B por encima de otro estado de cosas A. Si
todas las instituciones fueran de por sí malas no valdría la pena cambiar a una por otra.
Sería irracional considerar que un estado de cosas es mejor por el sólo hecho de ser
futuro; hace falta tener razones para considerarlo mejor. Y la teología no nos puede
ofrecer razones que no podamos hallar igualmente sin ella. No puede brindarnos una
razón que nos haga pensar que en el estado de cosas B será probable la mejora de la
situación del hombre.

Tesis tercera : Una política revolucionaria y su variante humanista necesitan tan poco
de una fundamentación teológica como otra política moderna cualquiera.

Con frecuencia, ante todo de parte protestante, se argumenta a partir de esta necesidad.
Escribe Moltmann: "La teología de la revolución no es una teología para obispos, sino
una teología laical, de los cristianos que sufren y luchan en el mundo". No entie ndo esta
distinción. No hay una política para políticos y otra para no políticos, como no hay una
física para físicos y otra para no físicos. La física es el estudio sistemático de un aspecto
de la realidad que es relevante para todos, aunque sólo unos pocos hombres - los físicos-
se ocupen profesionalmente de él. Del mismo modo hay un aspecto de la realidad,
relevante para todos, que es objeto de la teología. Quienes lo realizan son los fieles, y
los que se ocupan de su reflexión sistemática son los teólogos. No entiendo qué pueda
ser una teología para laicos.

La idea de esa teología nace de una injustificada pretensión de totalidad por parte de la
teología. Como la teología trata de Dios y Dios tiene que ver con todo, también la
teología tiene que ver con todo. Nuevamente se llega aquí a una falsa conclusión.
Nosotros no somos Dios y vemos la realidad bajo aspectos parciales que no adquieren
mayor claridad, aunque usemos unas gafas teológicas. Una teología del arte, del trabajo,
de la sexualidad, de la política, no añade nada a lo que podemos saber sin teología. Creo
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que el hablar mundano de Dios es un invento de los teólogos que quisieran hablar del
mundo pero se encuentran con que, por su profesión, deben hablar de Dios. Solucionan
el dilema diciendo que hablan de Dios cuando hablan del mundo. Un buen ejemplo es
Harvey Cox con "La Ciudad secular", donde hay buenas exposiciones sobre urbanismo
moderno y se dan una serie de sugerencias prácticas sobre la realización de la
solidaridad cristiana hoy, a la vez que se critica acertadamente la labor social
tradicional. Las sugerencias, en general, son plausibles, pero la teología que las adorna
nada añade a su plausibilidad. Cox habla sin embargo de la necesidad de una teología
del cambio social, para que los cristianos no estén ausentes de él. Lo que se esconde,
pues, detrás de esta teología política es un deseo de que los cristianos estén más
presentes en el acontecer humano. Es un deseo legítimo, para el cual, sin embargo, no
hace falta una teología nueva, sino sociología, a fin de entender y apreciar el rápido
cambio social. El uso de la teología con este fin es señal de que la secularización no ha
realizado aún su tarea necesaria. Metz, en su teología política, partía del principio de la
secularización que sanciona teológicamente la mundanidad del mundo. Pero esta
teología no ha sacado aún las consecuencias. ¿Qué clase de mundo mundano es aquel
en que los cristianos no pueden obrar políticamente sin una bendición teológica y
necesitan de una superestructura teológica en lugar de la sociología?

Harvey Cox opina que la doctrina luterana de los dos reinos se ha acreditado al impedir
que la Iglesia promueva cruzadas en favor de programas políticos, pero ha tenido
consecuencias conservadoras en lo político, al favorecer la autoridad constituida y
considerar los cambios como perjudiciales, mientras no se demuestre lo contrario. Creo
que la teología obraría bien si despertara una actitud de apertura sin prejuicios en favor
de las razones justas, en lugar de hacerlo en pro de lo existente o en pro del cambio en
cuanto tal.

Ahora bien: si la doctrina de los dos reinos prefirió la autoridad existente, obró
racionalmente, ya que la autoridad sólo puede cumplir su función si la presunción del
derecho está a su favor; a quien quiere cambiarla le corresponde traer argumentos para
ello. Que el deber de fundamentación esté de parte de quien desea el cambio es
condición de todo obrar humano razonable, aun de la estrategia revolucionaria. El
cambio político sólo se justifica cuando el nuevo orden vaya a ser mucho mejor que el
existente, pero el principio de que cualquier cambio posible es bueno, solamente vale en
el caso de que el estado de cosas existente sea el peor.

El error de la teología política consiste en ser teología, en lugar de ser un intento


político por movilizar a los cristianos, por medio de motivos racionales, a fines políticos
razonables. La fe cristiana da al hombre un motivo y, junto con él, la posibilidad de
trascender la perspectiva de sus propios intereses. Así, lo s cristianos pueden jugar el
papel de pacificadores o liberadores en situaciones políticas difíciles.

Tal vez a los católicos les resulte más fácil que a los protestantes el prescindir de una
teología política para fundamentar la acción política común. La tradición del derecho
natural les ofrece una doctrina ética no teológica; por otra parte y sobre todo, poseen
una comprensión más institucional de lo que es la comunidad. Al existir esta comunidad
como grupo sociológicamente determinable y constituido institucionalmente, no
necesitan siempre, para obrar como grupo, recurrir a los primeros principios teóricos
que fundamentan su existencia. Me parece que, según la mentalidad católica, bastaría,
para las acciones políticas o humanitarias colectivas, la misma teología que inspira la
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oración de un ermitaño del monte Athos. Cualquier otra teología se convertiría en una
superestructura ideológica.

Conclusión

La idea de una teología política en el sentido moderno proviene de la restauración


francesa. De Bonald propuso la teoría en 1792. Intentó tratar la política como teólogo y
la religión como político. Dedujo la verdad de la doctrina cristiana de su utilidad para la
sociedad y definió a la religión y al ateísmo como presencia o ausencia de Dios,
llegando incluso a hablar de la "producción y conservación de Dios por la sociedad". La
teología de la muerte de Dios es solamente la versión progresista de la doctrina de este
gran conservador: la sociedad moderna no produce a Dios, luego Dios ha muerto. Pero
esta teología antropológica no puede entender todo cuanto los hombres han entendido
bajo el nombre de Dios. Ciertamente que un Dios que fuera mera confirmación de la
cruda facticidad sería un añadido superfluo. La palabra Dios debe tener un sentido que
no está ya dado con las realidades de este mundo. Pero si se entiende este sentido de
manera meramente moral, o si se lo piensa sólo con respecto a lo fáctico, se lo piensa
como impotente. Y un Dios impotente ni puede salvar ni exigir obediencia.

Dios como futuro abierto del hombre o sentido de su existencia son frases bellas pero
huecas si no se concibe a este Dios igualmente como principio poderoso. Un Dios que
no es "alfa" tampoco puede ser "omega". Sólo un Dios que tenga que ver con el
universo puede salvarnos de la muerte, puesto que somos parte de la naturaleza. Si se
reduce el concepto cristiano de Dios a lo específicamente cristiano, se lo falsea. La
afirmación de que "Dios es amor", si no quiere ser tautológica, exige una
precomprensión de la palabra "Dios", a partir de la cual nos sorprende la nueva
comunicación de que Él es amor. Y esta precomprensión se refiere a Alguien que
necesita menos de los hombres de lo que éstos necesitan de Él.

El núcleo del cristianismo no es la promoción de obras benéficas, sino la proclamación


de una alegría indestructible. La raíz de esta alegría -que puede llevar a orar a un monte
o a conducir o impedir una revolución- nada tiene que ver con la política: es Dios. El
escritor ruso Andrej Sinjawski, condenado en 1966 a siete años de trabajos forzados en
Siberia, dijo: "No se debe creer por antigua costumbre, ni por angustia ante la muerte, ...
ni por principios humanitarios, ni para salvar el alma. Se debe creer simplemente porque
hay un Dios". Y termino con otra frase de Sinjawski: "Hemos pensado ya mucho sobre
el hombre. Ya es hora de pensar en Dios"

Tradujo y extractó: JAVIER ESCOBAR

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