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LEOPOLDO A L A S

(CLARÍN)

CUENTOS

COLECCIÓN A R I E L

CUADERNO 2

SAN JOSÉ D E C O S T A RICA, C. A.


COLECCIÓN ARIEL
Selecciones de los buenos Autores, antiguos y modernos

Dirigida por J. G A R C Í A IIONJE


SAN JÓSE, n e COSTM. RICA, c r\.

C o n d l c l o n e s l
La serie de O folletos (en Costa Rica): £ 2 . 0 0
La serie de S folletos (en el Extranjero): $ l . O O oro ain.
Número suelto: C 0 . . 2 5

5 1 2 {saginas,
todo un libro de escogida, variada y reconfortante literatura,
p o r d o s o o l o n o s

PRÓXIMOS CUADERNOS:
Versos. Con apreciaciones de R.
JOSÉ M A R T Í :

Darío y R. Brenes M e s e n .

P á g i n a s escogidas (de los


ISIDORO E R K A Z U R I Z :

¿Discursos Parlamentarios). Con una apre-


d a c i ó n de I/uis Orrego LíUco.

SÓFOCI/GS: Antígona; según la autorizada ver-


sión castellana del Prof. español A . G o n -
zález Garbín.

ROSAI,ÍA D E CASTRO: Poesías. Con una aprecia-


ción de A z o r í n .

LOS jóvenes
HIPÓLITO T A I N E : de Platón. Versión
castellana de J . García M o n j e . Con una
apreciación de Melchor de Yogue.
LEOPOLDO ALAS
(CLARÍN)

CUENTOS

IMPRENTA ALSINA

S A N JOSÉ D E C O S T A RICA. C A.
C O L E C C I Ó N A R I E L

Febrero de 1914
dpreciactón

U R l ó Alas en plena lucha por la Belleza;


nuevo D o n Quijote de las letras, desapa-
reció cuando su pensamiento maduro daba ya l o s
más sabrosos y sustanciosos frutos; hervía su espí-
ritu al contacto de los más h o n d o s y trascenden-
tales problemas; disponíase a volver hacia su D u l -
cinea de los años primeros, la Filosofía, cuando la
fatalidad cortó sus horas. Fue su muerte verda-
dero duelo nacional. Corrió un extremecimiento
de angustia por el alma de los suyos, que éramos
l e g i ó n ; lloramos cerca de su l e c h o al ver c ó m o nos
abandonaba. I^os íntimos sentimos un vacío, nos
consideramos solos, c o m o sin sombra. Fueron días
aquellos de pena cruel, de dolor. El nos faltaba,
para los momentos difíciles, en las luchas venide-
ras por tantos intereses y cosas ideales; y , sobre
t o d o , nos faltaba el guía, el maestro de todos los
instantes, que a diario, en el paseo, en la conver-
sación, derrochaba tesoros de i n g e n i o , de ideas, de
bondad: se derramaba entero.
Pero c o m o aquí no hay «crítica», quiero decir,
«curiosidad», deseo de penetrar adentro, en el
espíritu de los «héroes»—que tenía Alas m u c h o
4 A P R E C I A C I Ó N

del «héroe» en el sentirlo de Carlyle—Clarín murió


y parece c o m o que... se acabó Clarín.
Las generaciones que con él nos formamos, reci-
biendo su influjo, ¿cumplimos con sentirle? Las
generaciones que lo leyeron a diario, en los Pali-
ques, quizá no podían formar una clara idea de
aquel espíritu delicado, constructivo, edificante,
místico, con exterioridades desordenadas, de apa-
riencias agrias, de maneras agresivas: aduanero de
la estética. Las generaciones posteriores, las forma-
das bajo las preocupaciones trágicas del desastre,
acaso no han leído bastante a L e o p o l d o Alas.
Y el gran masstro, el generoso sembrador de
ideas, el crítico de nuestra decadencia literaria,
cantor a la vez de aquel renacimiento iniciado
bajo el influjo de la Revolución del 68, espera aún
que algún día la curiosidad sana de una juventud
rica, vuelva a él y aspire a penetrarle, adentro,
muy adentro, que hay más que cantera, mina y
honda, en la obra rica, variada, de mil facetas,
del autor de La Regenta y de Doña Berta.
Y habrá que leerle despacio, con espíritu analí-
tico, preparados o educados para la emoción esté-
tica, con fino olfato filosófico, si se ha de llegar al
alma del «predicador» de Oviedo, del místico de la
Cátedra de Derecho Natural.
Porque hay m u c h o , muchísimo que andar, al
través de los Paliques, de los Cuentos, de las Crí-
ticas, de las Novelas, para llegar al núcleo íntimo
de la difícil personalidad de aquel escritor, literato
y . . . sacerdote de la religión de la belleza: no c o m o
a R u s k i n , sino a su m o d o , y en su medio. Que era
L e o p o l d o un enamorado de lo bello, por lo b e l l o ,
A P R E C I A C I Ó N 5

pero que hacía del entusiasmo estético un recurso


moral: el crítico implacable de los Paliques sentía
una invencible vocación por la cura de almas.
Y esa fue su función principal c o m o crítico,
c o m o pensador, c o m o maestro de generaciones uni-
versitarias.
Imposible analizar en estas líneas la compleja
labor y la variada significación del autor insigne.
Sólo es posible recoger—intentarlo al menos—al-
gún rasgo de los más salientes.
Y aun esto no es fácil tarea, no obstante lo
íntimo que era para nosotros el compañero—y
maestro—de veinte años de diaria colaboración
docente. ¿Cómo sintetizar aquella vida serena e
inquieta, nerviosa y tranquila, de tempestades sin
oleaje externo, de problemas de adentro? ¿Cómo
definir aquel genio penetrante, sutil, abierto y re-
c o g i d o , intenso y expansivo, en el cual se refleja-
ban las más extrañas y encontradas influencias?
T o d o s los vientos del espíritu del siglo soplaron
con fuerza en su alma.
Personalidad fuerte la suya: originalísima, pero
sin rebuscamientos. L e o p o l d o Alas sintió invenci-
ble repugnancia contra todo afán de singularidad,
«que no es más que un hermoso precipicio», c o m o
se lee en Tomás de Celano, el primer historiador
de San Francisco de Asís, y que Alas recuerda en
La Leyenda de Oro ( S i G t o P A S A D O , pág. 9 6 ) . La
originalidad de Clarín era obra de espontánea sin-
ceridad; nunca churrigueresco afeite, ni postura
retorcida de acróbata; una originalidad de grandes
líneas: las suyas, las de su ritmo, noble y elevado
siempre.
6 APRECIACIÓN

Como de un austero.
Alas venía del krausismo; y el krausismo, en
los de buena capa filosófica, significó aquí austeri-
dad, ética; pero ética viva, o para la vida, esto es,
disciplina interior, verdad y amor a la verdad,
libremente obtenida y querida. Y tenía sus odios:
l o feo, lo frivolo, l o falso, lo rebuscado; sobre todo,
lo feo y lo ñoño.
E n el krausismo—sus años de aprendizaje y de
crisis religiosa—en la educación krausista, o sea
bajo el influjo de don Francisco Giner—maestro
de toda la vida para Leopoldo—adquiriera Alas su
base filosófica, su hábito de reflexión, y aquel su
m o d o hábil de tomar por dentro las cosas, que se
advierte en toda su obra literaria y pedagógica,
desde el más insignificante de los Paliques, entre
dos cuchufletas o palmetazos, hasta aquellas mara-
villosas peroraciones, sermones laicos, llenos de
unción religiosa, de su cátedra de Oviedo.
¡Qué días los días de su acción universitaria, en
los años últimos de su corto viaje!
Fue aquélla, acaso, la m e j o r época de su vida
fecunda; cuando de vuelta ya de todas las vanida-
des humanas, lleno de fervor metafísico, d o m i n a -
do por el más allá misterioso, se recogía en los
suyos, se replegaba en su alma, para plantearse,
sereno y dulce, los eternos problemas del ser y del
vivir.
T o d o un renacer espiritualista, idealista", t o d o
un despertar místico, simbolizan las últimas arias
de Alas. Presentía nuestro «héroe» que las ansias
metafísicas volvían con nueva pujanza, sin desan-
dar lo andado, claro está.
A P R E C I A C I Ó N 7

Llenos están sus trabajos de esas grandes y fun-


damentales preocupaciones que constituyen el p a -
trimonio espiritual de la humanidad, su fuente de
inagotable poesía, la base dinámica de su entu-
siasmo por el ideal. L e e d su Discurso de Oviedo
( F O L L E T O S L I T E R A R I O S , V I I I ) ; leed aquellas e m o -
cionantes páginas primeras sobre la muerte, y sus
Cuentos Morales, su Siglo Pasado y El Señor...
La ola mística subía, el fermento metafísico que
dejara en su alma el krausismo entusiasta, agitaba
el ser íntimo del maestro. Nuestro crítico quería
elevarse, quería edificarse; buscaba un asidero es-
piritual, aspiraba a encontrar una explicación...
y gozaba con todo su ser al hundirse en l o inefa-
ble, clave del misterio que jamás deja de serlo; y
en eso está precisamente su fuerza, su atractivo,
su influjo eternamente renovador y siempre eficaz.
Fueron aquellos días últimos los de su más ca-
liente entusiasmo. Si por los amores puede descu-
brirse lo interno de un alma, entonces los amores
de Alas eran Carlyle, Tolstoi... San Francisco de
Asís y... Don Quijote.
L o estamos viendo; fue ésta una de las i m p r e -
siones más hondas. Cierto día, de Santo Tomás de
A q u i n o , tocóle hablar a L e o p o l d o en el aula de
nuestra Extensión Universitaria ovenense. Era
un atardecer tristón y frío; la cátedra se había l l e -
nado de aquel público heterogéneo que sostenía
con su asiduo interés las tareas de la Extensión.
Comenzó Alas, c o m o siempre, con su hablar pre-
mioso, su palabra áspera; p o c o a p o c o , dominando
sus dificultades, se agigantó el maestro; y todos
subyugados por el vigor de su pensamiento, e m o -
3 APRECIACIÓN

d o n a d o s por su unción, seguíamosle, sin perder


sílaba, ansiosos, removidos, c o m o él, a la puerta
de los grandes misterios, ante aquel solemne des-
file de graves y arduos problemas.
¡Horas de edificación inolvidables!
Pocas veces más nos habló L e o p o l d o . N o s d e j ó
pronto. Y pienso que fue ésta una gran desdicha
nacional. Porque el gran crítico tenía su papel en
los años posteriores, tan decisivos para nuestra
España.

Ctbolfo p o s a b a

Hisíania, Londres. Aíí. 1913.


Borona

N la carretera de la costa, en el trayecto


de G i j ó n a A v i l e s , casi a mitad de ca-
m i n o , entre ambas florecientes villas, se
detuvo el c o c h e de carrera, al salir del b o s -
que de la V o z , en la estrechez de una vega
m u y pintoresca, mullida con infinita hoja-
rasca de castaños y robles, pinos y nogales,
con los naturales tapices de la honda pra-
dería de terciopelo verde o s c u r o , que d e s -
ciende hasta refrescar sus lindes en un arro-
y o que busca deprisa y alborotando el c a u -
ce del A b o n o . Era una tarde de agosto,
m u y calurosa aun en Asturias; pero allí m i -
tigaba la fiebre que difundía el ambiente
una dulce brisa que se colaba por la a n g o s -
tura del valle, entrando c o m o tamizada por
entre ramas gárrulas e inquietas del r o b l e -
dal espeso de la V o z que da sombra a la
carretera en un buen trecho.
10 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

A l detenerse el destartalado v e h í c u l o , c o -
m o amodorrado bajo cien capas de p o l v o ,
los viajeros del interior, que dormitaban
cabeceando, no despertaron siquiera. Del
c u p é saltó, c o m o p u d o , y n o con pies l i g e -
ros ni piernas firmes, un h o m b r e flaco, de
color de aceituna, t o d o huesos mal aveni-
d o s , de barba rala, a que el p o l v o daba apa-
riencias de cana, vestido con un terno claro,
d e verano, traje de buena tela, cortado en
París, y que n o le sentaba bien al p o b r e i n -
diano, cargado de dinero y con el h í g a d o
h e c h o trizas.
P e p e Francisca, D . José G ó m e z y Suárez
en el c o m e r c i o , buena firma, volvía a P r e n -
des, su tierra, después d e treinta años de
ausencia; treinta años invertidos en matar-
se p o c o a p o c o , a fuerza de trabajo, para
conseguir una gran fortuna c o n la que n o
podía ahora hacer nada de lo que él quería:
curar el h í g a d o y resucitar a Pepa F r a n c i s -
ca de Francisquín, su madre.
D e la baca del c o c h e sacó el zagal, c o n
gran esfuerzo, hasta cuatro baúles de . m u -
c h o l u j o todos y vistosos y una maleta vieja,
remendada, que P e p e Francisca conservaba
c o m o una reliquia, p o r q u e era el equipaje
BORONA 11

con que había marchado a M é x i c o , pobre,


con pocas r e c o m e n d a c i o n e s , pocas camisas
y pocas esperanzas. Dio Pepe a los c o c h e -
ros buena propina, y a una señal suya si-
g u i ó su marcha el destartalado v e h í c u l o ,
perdiéndose pronto en una nube de p o l v o .
Q u e d ó el indiano solo, rodeado de b a ú -
les, en mitad de la carretera. Era su g u s t o .
Quería verse solo allí, en aquel paraje c o n
que tantas veces había s o ñ a d o . Y a sabía
él, allá desde Puebla, que la carretera c o r -
taba ahora el S u q u e r u , el prado d o n d e él,
a los o c h o años, apacentaba las cuatro va-
cas de Francisquín de P o l a , su padre. M i -
raba a derecha e izquierda; m o n t e arriba,
m o n t e abajo: t o d o estaba igual. Sólo falta-
ban algunos árboles y . . . su m a d r e . — A l l á en-
frente, en la otra ladera del angosto valle,
estaba la humilde casería q u e llevaban d e s -
de tiempo remoto los s u y o s . A h o r a vivía
en ella su hermana R i t a , su compañera d e
¿¿inda, en el S u q u e r u , casada c o n R a m ó n
Llantera, un indiano frustrado, de los que
van y vuelven a p o c o sin d i n e r o , m e d i o al-
deanos y m e d i o señoritos, y q u e tardan p o -
c o en sumirse de n u e v o en la servidumbre
natural del terruño y en tomar la pátina
del trabajo q u e suda s ó b r e l a g l e b a . — T e n í a n
12 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

c i n c o hijos, y por las cartas que le escribían


c o n o c í a el ricachón que la codicia de L i a n -
tero se le había pegado a Rita y había r e e m -
plazado al cariño. L,os sobrinos n o le c o -
nocían siquiera. L,e querían c o m o a una
mina. Y aquélla era toda su familia. N o
importaba; quisiéranle o n o , entre ellos
quería morir: morir en la cama de su m a -
dre. ¡Morir! ¿quién sabía? L,o que n o ha-
bían p o d i d o hacer las aguas de V i c h y , los
médicos famosos de N u e v a Y o r k , de París,
de Berlín, las diversiones del m u n d o rico,
los mil recursos del o r o , podría conseguirlo
acaso el aire natal; pobre frase vulgar que
él repetía siempre para significar muchas
cosas distintas, hondas complicaciones de
un alma a quien faltaba vocabulario senti-
mental y sobraba riqueza de afectos. L,o
que él llamaba exclusivamente el aire natal
era la pasión de su vida, su eterno anhelo;
el amor al rincón de verdura en que había
nacido, del que le habían arrojado de n i ñ o ,
casi a patadas, la codicia aldeana y las ame-
nazas del hambre. Era un chiquillo e n c l e n -
que, soñador, listo, pero débil, y se le dio
a escoger entre hacerse cura de misa y olla
o emigrar; y c o m o n o sentía v o c a c i ó n de
clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando
BORONA 13

las entrañas en la vega de Prendes, en el


regazo de Pepa Francisca. L a fortuna, d e s -
pués de grandes l u d i a s , acabó por sonreir-
le; pero él la pagaba c o n desdenes, porque
la riqueza, que procuraba por instinto de
imitación, por obedecer a las sugestiones
de los s u y o s , no le arrancaba del corazón
la melancolía. Desde Prendes le decían
sus parientes: «i N o vuelvas! i N o vuelvas
todavía! ¡Más, más dinero! ¡ N o te q u e r e -
mos aquí hasta que ganes t o d o lo que p u e -
das!» Y no volvía; pero no soñaba c o n otra
cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que
faltó su madre antes de que él diese la v u e l -
ta, y faltó la salud; con lo que el oro acu-
mulado t o m ó para él c o l o r de ictericia. V e í a
c o n terrible claridad de m o r i b u n d o la i n u -
tilidad de aquellas riquezas, convencional
ventura de los hombres sanos q u e tienen la
ceguera de la vida inacabable, del bien t e -
rreno sólido, seguro, constante.

Otra cosa amarilla también le seducía a


él, le encantaba .en sus pueriles ensueños
de enfermo que tiene visiones de vida sana
y alegre. L e fatigaban las ideas abstractas,
sin representación visible, plástica, y su c e -
rebro tendía a simbolizar todos los anhelos
14 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

de su alma, los anhelos de vuelta al aire


natal, en una ambición bien h u m i l d e , pero
tal vez irrealizable... L,a cosa amarilla que
tanto deseaba, con que soñaba en P u e b l a ,
en París, en V i c h y , en todas partes, o y e n -
d o a la Patti en Covent Garden, paseándo-
se en N u e v a Y o r k por el B r o a d w a y , la c o -
sa amarilla que anhelaba saborear e r a . . . un
pedazo de torta caliente de maíz, un p o c o
de borona ( b o r o n a ) , el pan de su infancia,
el que su madre le migaba en la leche y
que él saboreaba entre besos.
" ¡ C o m e r borona otra vez! ¡Comer borona
en Prendes, j u n t o al llar, en la cocina d e
casa!" ¡Qué dicha representaban aquellos
b o c a d o s ideales que se prometía! Significa-
ba el poder c o m e r borona, la salud r e c u p e -
rada, las fuerzas devueltas al miserable
c u e r p o , el estómago restaurado, el h í g a d o
en su sitio, la alegría del vivir, de respirar
las brisas de su colina amada y de su b o s -
que de la V o z !
« ¡ V e r e m o s ! » , se dijo P e p e , plantado en
mitad de la carretera, cubierto de p o l v o ,
rodeado de baúles en que traía el cebo c o n
que había de comprar a sus parientes, sal-
vajes por el corazón, un p o c o de cariño, a
lo menos cuidados y solicitud, a c a m b i o de
BORONA 15

aquellas riquezas que para él ya eran corno


cuentas de v i d r i o .
Tardaba en llamar a los s u y o s , en gritar
« ¡ A h , Rita!» c o m o antaño, para que a c u -
diesen a la carretera y le subieran a casa el
e q u i p a j e . . . y a él m i s m o , q u e d e seguro sin
apoyo n o podría dominar la cuesta. T a r d a -
ba en llamar, p o r q u e le placía aquella sole-
dad d e su h u m i l d e valle estrecho, q u e le
recibía apacible, silencioso, pero a m i g o ; y
temía q u e los hombres le recibiesen peor,
enseñando la codicia entre los pliegues de
la sonrisa obsequiosa c o n que de fijo a c o -
gerían al ricachón sus presuntos herederos.
Por fin se d e c i d i ó :
— ¡ A h , R i t a ! — g r i t ó c o m o antaño, c u a n -
d o llindaba en el Suqueru y desde el prado
pedía la merienda a su hermana que estaba
en casa.
A los p o c o s m i n u t o s , rodeado de Rita,
d e L,lantero, su esposo, y de los c i n c o sobri-
n o s , P e p e Francisca descansaba en el c o -
rredor de la casucha, en un sillón de c u e r o ,
herencia de m u c h o s antepasados.

* **
16 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

Pero el aire natal n o le fue p r o p i c i o . D e s -


pués de una n o c h e de fiebre, llena de re-
cuerdos y del extraño malestar que p r o d u -
ce el desencanto de encontrar frío, m u d o , el
hogar con que se soñó de lejos, P e p e F r a n -
cisca se sintió atado al l e c h o , sujeto por el
dolor y la fatiga. E n vez de c o m e r borona,
c o m o anhelaba, tuvo que ponerse a dieta.
Sin embargo, ya que no podía comer aquel
manjar soñado, quiso verlo, y p i d i ó un p e -
dazo del pobre pan amarillo para tenerlo
sobre el e m b o z o de la cama, y contemplar-
lo y palparlo.
« ¡ C o n mil amores!» T o d a la borona que
quisiera. Elantero, el c u ñ a d o c o d i c i o s o , el
indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar
toda la borona de la cosecha por las rique-
zas de los baúles y las que quedaban por allá.
R i c a , c o m o había temido su h e r m a n o ,
era otra. El cariño de la niñez había m u e r -
to; quedaba una matrona de aldea, fiel a
su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y
era ya c o m o él avarienta, por vicio y por
amor de los c i n c o retoños. Eos sobrinos
veían en el tío la riqueza fabulosa, d e s c o -
nocida, que tardaba en pasar a sus m a n o s ,
p o r q u e el tío n o estaba tan a los últimos
c o m o se había esperado.
BORONA 17

A t e n c i o n e s , solicitud, c u i d a d o s , p r o t e s -
tas de cariño no faltaban. P e r o P e p e c o m -
prendía q u e , en r i g o r , estaba solo en el h o -
gar de sus padres.
Llantero hasta disimulaba mal la i m p a -
ciencia de la codicia; y eso que era un ra-
poso de los más solapados del c o n c e j o .
Cuando p u d o , P e p e abandonó el l e c h o ,
para conseguir, agarrándose a los muebles
y a las paredes, bajar al corral, oler los per-
fumes, para él exquisitos, del establo, lle-
nos de recuerdos d e la niñez primera: le
olía el lecho de las vacas al r e g a z o de
Pepa Francisca, su madre. Mientras él, ca-
si arrastrando, rebuscaba los rincones q u e -
ridos de la casa para olfatear memorias
dulcísimas, reliquias invisibles d e la infan-
cia j u n i o a la madre, su c u ñ a d o y los s o -
brinos iban y venían alrededor de los b a ú -
les, insinuando a cada instante el deseo de
entrar a saco la presa. P e p e , al fin, entre-
g ó las llaves; la codicia metió las manos
hasta el c o d o ; se llenó la casa de objetos
preciosos y raros, c u y o uso n o c o n o c í a n c o n
toda precisión aquellos salvajes avarientos;
y en tanto, el indiano, sentenciado a m u e r -
te, procuraba asomar el rostro a la huerta,
con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas
18 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

de cariño del corazón de su hermana, de


aquella Rita que tanto le había q u e r i d o .
I,a fiebre intima le c o g i ó en pie, 5' con
ella v i n o el delirio suave, m e l a n c ó l i c o , c o n
la idea y el ansia fijas de aquel capricho d e
su c o r a z ó n . . . comer un p o c o de borona. I,a
pedía entre dientes, quería probarla; llevá-
bala hasta los labios y el gusto del enfermo
la repelía, pesara a sus entrañas. Hasta
náuseas le producía aquella pasta grosera,
aquella masa viscosa, amarillenta y pesada,
que simbolizaba para él la salud aldeana, la
vida alegre de su tierra, en su hogar q u e -
r i d o . L,lantero, que ya tocaba el f o n d o de
los baúles y se preparaba a recoger la p i n -
g ü e herencia, agasajaba al m o r i b u n d o , se-
guíale el humor a la manía; y, todas las
mañanas, le ponía delante de los ojos la
mejor torta de maíz, humeante, bien tosta-
da, c o m o él la q u e r í a . . .
Y un día, el último, al amanecer, Pepe
Francisca, delirando, creía saborear el pan
amarillo, la borona de los aldeanos que v i -
ven años y años respirando el aire natal al
amor de los s u y o s : sus dedos, al recoger
ansiosos la tela del e m b o z o , señal de m u e r -
te, tropezaban con pedazos de borona y los
deshacían, los d e s m i g a j a b a n . . . y . . .
BORONA 19

— ¡ M a d r e , torta! ¡ L e c h e y borona, madre;


dame borona!—suspiraba el agonizante, sin
que nadie le entendiera. Rita sollozaba a
ratos, al pie del l e c h o ; pero L,lantero y los
hijos revolvían, en la salucha contigua el
fondo de los baúles, y se disputaban los ú l -
timos despojos, injuriándose en v o z baja
para no resucitar al m u e r t o .

f Cuantos Morales)
¡CCbiós, (£ovbexa\

^ ^ R A N t r e s : siempre los tres! R o s a , P i n í n


y la Cordera.
Kl prao S o m o n t e era un recorte triangu-
lar de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. U n o de
sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el
camino de hierro de O v i e d o a G i j ó n Un
palo del telégrafo, plantado allí como pen-
dón de conquista, con sus jicaras blancas y
sus alambres paralelos, a derecha e izquier-
da, representaba para R o s a y Pinín el ancho
mundo desconocido, misterioso, temible,
eternamente ignorado. Pinín, después de
pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver
días y días el poste tranquilo, inofensivo,
campechano, con ganas, sin duda, de acli-
matarse en la aldea y parecerse todo l o
posible a un árbol seco, fué atreviéndose
con él, llevó la confianza al extremo de
abrazarse al leño y trepar hasta cerca de
los alambres. Pero nunca llegaba a tocar
I ADIÓS, CORDERA! 21

la porcelana de arriba, que le recordaba


las jicaras que había visto en la rectoral
de P u a o . A l verse tan cerca del misterio
sagrado, le acometía un pánico de respeto,
y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar
con los pies en el césped.
R o s a , menos audaz, pero más enamorada
de lo d e s c o n o c i d o , se contentaba con arri-
mar el oído al palo del telégrafo,y m i n u t o s ,
y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando
los formidables rumores metálicos q u e el
viento arrancaba a las fibras del pino seco
en contacto con el alambre. Aquellas vibra-
ciones, a veces intensas c o m o las del diapa-
són, que, aplicado al o í d o , parece q u e quema
con su vertiginoso latir, eran para R o s a
los papeles que pasaban, las cartas que se
escribían por los hilos, el lenguaje i n c o m -
prensible q u e lo ignorado hablaba c o n l o
i g n o r a d o ; ella no tenía curiosidad por e n -
tender lo que los de allá, tan lejos, decían
a los del otro e x t r e m o del m u n d o . ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido
por el ruido m i s m o , por su timbre y su
misterio.
I,a Cordera, m u c h o más formal que sus
compañeros, verdad es q u e , relativamente,
de edad también m u c h o más madura, se abs-
22 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

tenía de toda c o m u n i c a c i ó n con el m u n d o


civilizado, y miraba de lejos el palo del t e -
légrafo, c o m o lo que era p a r a d l a , efectiva-
mante, c o m o cosa muerta, inútil, que no le
servía siquiera para rascarse.—Era una v a -
ca que había vivido m u c h o . Sentada horas
y horas, pues, experta en pastos, sabía apro-
vechar el tiempo, meditaba más que c o m í a ,
gozaba del placer de vivir en paz, bajo el
cielo gris y tranquilo de su tierra, c o m o
quien alimenta el alma, que también tienen
los brutos; y si no fuera profanación, podría
decirse que los pensamientos de la vaca m a -
trona, llena de experiencia, debían de pare-
cerse t o d o lo posible a las más sosegadas
y doctrinales odas de H o r a c i o .
Asistía a los j u e g o s de los pastorcicos
encargados de Mudarla, c o m o una abuela.
Si pudiera, se sonreiría al pensar que R o s a
y Pinín tenían por misión en el prado
cuidar de que ella, la Cordera, no se extra-
limitase, n o se metiese por la vía del ferro-
carril ni saltara a la heredad vecina — ¡ Q u é
había de saltar! ¡Qué se había d e meter!
Pastar de c u a n d o en c u a n d o , n o m u c h o ,
cada día m e n o s , pero con atención, sin
perder el tiempo en levantar la cabeza por
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los
¡ADIÓS, CORDERA! 23

mejores b o c a d o s , y , después, sentarse sobre


el cuarto trasero con delicia, o rumiar la
vida, o gozar el deleite del n o padecer, del
dejarse existir: esto era lo que ella tenía
que hacer, y todo lo demás aventuras peli-
grosas. Y a n o recordaba c u á n d o le había
picado la m o s c a .
«El xatu (el t o r o ) , los saltos locos por
las praderas adelante... ¡todo eso estaba
tan lejos!»
A q u e l l a paz sólo se había turbado en los
días de prueba de la inauguración del ferro-
carril. L a primera vez que la Cordera vio
pasar el tren, se v o l v i ó l o c a . Saltó la sebe
de lo más alto del S o m o n t e , corrió por
prados ajenos, y el terror d u r ó m u c h o s
días, renovándose, más o menos violento
cada vez que la máquina asomaba por la
trinchera vecina. P o c o a p o c o se fué acos-
tumbrando al estrépito inofensivo. C u a n d o
llegó a convencerse de que era un peligro
que pasaba, una catástrofe que amenazaba
sin dar, r e d u j o sus precauciones a ponerse
en pie, y a mirar de frente, con la cabeza
erguida, al formidable m o n s t r u o ; más ade-
lante no hacía más que mirarle, sin levan-
tarse, con antipatía y desconfianza; acabó
por no mirar al tren siquiera.
24 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

E n Pinín y R o s a la novedad del ferroca-


rril p r o d u j o impresiones más agradables y
persistentes. Si al principio era una alegría
loca, algo mezclada de miedo supersticioso,
una excitación nerviosa, que les hacía p r o -
rrumpir en gritos, gestos, pantomimas des-
cabelladas, después fué un recreo pacífico,
suave, renovado varias veces al día. T a r d ó
m u c h o en gastarse aquella e m o c i ó n d e c o n -
templar la marcha vertiginosa, acompañada
del v i e n t o , de la gran culebra de hierro, que
llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas
castas de gentes desconocidas, extrañas.

* *

Pero telégrafo, ferrocarril, t o d o eso, era


lo de m e n o s : un accidente pasajero que se
ahogaba en el mar d e soledad que rodeaba
el prao S o m o n t e . Desde allí n o se veía v i -
vienda humana; allí n o llegaban ruidos del
m u n d o más que al pasar el tren. Mañanas
sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre
el zumbar de los insectos, la vaca y los n i -
ños esperaban la p r o x i m i d a d del m e d i o día
para volver a casa. Y l u e g o , tardes eternas,
de dulce tristeza silenciosa, en el m i s m o
prado, hasta venir la n o c h e , con el l u c e r o
vespertino por testigo m u d o en la altura.
¡ADIÓS, CORDERA! Z5

R o d a b a n las nubes allá arriba, caían las


sombras de los árboles y de las peñas en la
loma y en la cañada, se acostaban los pája-
ros, empezaban a brillar algunas estrellas
en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y
R o s a , los niños g e m e l o s , los hijos d e A n t ó n
de Chinta, teñida el alma d e la d u l c e sere-
nidad soñadora de la solemne y seria N a t u -
raleza, callaban horas y horas, después de
sus j u e g o s , n u n c a m u y estrepitosos, senta-
dos cerca de la Cordera, que acompañaba
el augusto silencio de tarde en tarde c o n
un blando son d e perezosa esquila.
E n este silencio, en esta calma inactiva,
había amores. Se amaban los dos hermanos
c o m o dos mitades de un fruto v e r d e , u n i -
dos por la misma vida, c o n escasa c o n c i e n -
cia de lo que en ellos era distinto, de cuanto
los separaba; amaban Pinín y R o s a a la
Cordera, la vaca abuela, grande, amarillen-
ta, c u y o testuz parecía una c u n a . L¡a Cor-
dera recordaría a un poeta la zavala del
R a m a y a n a , la vaca santa; tenía en la a m -
plitud de sus formas, en la solemne sereni-
dad de sus pausados y nobles m o v i m i e n t o s ,
aires y contornos de ídolo destronado, caí-
d o , contento con su suerte, más satisfecha
con ser vaca verdadera que Dios falso. I<a
26 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN!

Cordera, hasta d o n d e es posible adivinar


estas cosas, p u e d e decirse que también q u e -
ría a los gemelos encargados de apacen-
tarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia
c o n q u e los toleraba c u a n d o en sus j u e g o s
ella les servía de almohada, de escondite,
d e m o n t u r a , y para otras cosas que ideaba
la fantasía d e los pastores, demostraba táci-
tamente el afecto del animal pacífico y p e n -
sativo.
E n tiempos difíciles, Piníu y R o s a habían
h e c h o por la Cordera los imposibles de soli-
citud y cuidado. No siempre Antón de
Chinta había tenido el prado Somonte.
Este regalo era cosa relativamente n u e v a .
A ñ o s atrás, la Cordera tenía que salir a la
gramática, esto es, a apacentarse c o m o p o -
día, a la buena ventura d e los caminos y
callejas de las rapadas y escasas praderías
del c o m ú n , q u e tanto tenían de vía pública
como d e pastos. P i n í n y Rosa, en tales
días de penuria, la guiaban a los mejores
altozanos, a los parajes más tranquilos y
m e n o s esquilmados, y la libraban d e las
mil injurias a q u e están expuestas las p o -
bres reses q u e tienen q u e buscar su ali-
m e n t o en los azares de un c a m i n o .
¡ ADIÓS, CORDERA! 27

En los días de hambre, el establo, en


c u a n d o el h e n o escaseaba, y el narvaso para
estrar el l e c h o caliente de la vaca faltaba
también, a R o s a y a Pinín debía la Cordera
mil industrias q u e la hacían más suave la
miseria. ¡ Y q u é decir de los tiempos heroi-
cos del parto y la cría, c u a n d o se enta-
blaba la l u c h a necesaria entre el alimento y
regalo de la nación, y el interés de los
Chintos, q u e consistía en robar a las ubres
de la p o b r e madre toda la leche que no
fuera absolutamente indispensable para q u e
el ternero subsistiese! R o s a y P i n í n , en tal
conflicto, siempre estaban de parte d e la
Cordera, y en cuanto había o c a s i ó n , a es-
c o n d i d a s , soltaban el recental, que, c i e g o , y
c o m o l o c o , a testaradas contra t o d o , corría
a buscar el amparo de la madre, que le
albergaba bajo su vientre, v o l v i e n d o la ca-
beza agradecida y solícita, d i c i e n d o , a su
manera:
— D e j a d a los niños y a los recentales
q u e vengan a m í .
Estos r e c u e r d o s , estos lazos, son d e los
q u e n o se olvidan.
A ñ á d a s e a t o d o que la Cordera tenía la
m e j o r pasta d e vaca sufrida del mundo.
C u a n d o se veía emparejada bajo el y u g o
Z8 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

con cualquier compañera, fiel a la gamella,


sabía someter su voluntad a la ajena, y
horas y horas se la veía con la cerviz incli-
nada, la cabeza torcida, en i n c ó m o d a p o s -
tura, velando en pie mientras la pareja
dormía en tierra.

* * *

A n t ó n de Chinta c o m p r e n d i ó que había


nacido para p o b r e c u a n d o palpó la imposi-
bilidad de cumplir aquel sueño dorado s u y o
de tener un corral propio con dos yuntas
por lo m e n o s . E l e g ó , gracias a mil ahorros,
que eran mares de sudor y purgatorios d e
privaciones, llegó a la primera vaca, la
Cordera, y n o pasó de ahí; antes d e poder
comprar la segunda se vio o b l i g a d o , para
pagar atrasos al amo, el d u e ñ o de la casería
que llevaba en renta, a llevar al mercado a
aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera,
el amor de sus hijos. Chinta había muerto
a los dos años de tener la Cordera en casa.
El establo y la cama del matrimonio esta-
ban pared por m e d i o , llamando pared a un
tejido de ramas de castaño y de cañas de
maíz. Ea Chinta, musa de la e c o n o m í a en
aquel hogar miserable, había muerto m i -
rando a la vaca por un boquete del destro-
.1 A D I Ó S , C O R D E R A ! 29

zado tabique de ramaje, señalándola c o m o


salvación de la familia.
«Cuidadla, es vuestro sustento», parecían
decir los ojos de la pobre m o r i b u n d a , que
murió extenuada de hambre 5' de trabajo.
El amor de los gemelos se había c o n c e n -
trado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede
reemplazar, estaba al calor de la vaca, en
el establo, y allá, en el S o m o n t e .
T o d o esto lo comprendía A n t ó n a su
manera, confusamente. D e la venta necesa-
ria no había que decir palabra a los neños.
U n sábado de Julio, al ser de día, d e mal
humor A n t ó n , e c h ó a andar hacia G i j ó n , lle-
vando la Cordera por delante, sin más atavío
que el collar de esquila. Pinín y R o s a d o r -
mían. Otros días había que despertarlos a
azotes. El padre los d e j ó tranquilos. Al le-
vantarse se encontraron sin la Coidera. «Sin
duda, mío pá la había llevado al xaha. No
cabía otra conjetura. Pinín y R o s a opina-
ban que la vaca iba de mala gana; creían
ellos que no deseaba más hijos, pues todos
acababa por perderlos p r o n t o , sin saber c ó -
m o ni c u á n d o .
A l oscurecer, A n t ó n y la Cordera entra-
ban por la corrada m o h í n o s , cansados y
30 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

cubiertos de p o l v o . El padre n o dio e x p l i c a -


ciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
N o había v e n d i d o , porque nadie había
querido llegar al precio que a él se le había
puesto en la cabeza. Era e x c e s i v o : un sofis-
ma del cariño. Pedía m u c h o por la vaca
para que nadie se atreviese a llevársela.
Eos que se habían acercado a intentar for-
tuna se habían alejado pronto echando
pestes de aquel h o m b r e que miraba c o n
ojos de rencor y desafío al que osaba insis-
tir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último m o m e n t o del
mercado estuvo A n t ó n de Chinta en el
H u m e d a l , d a n d o plazo a la fatalidad. « N o
se dirá, pensaba, que y o n o quiero vender:
son ellos que no m e pagan la Cordera en lo
que vale». Y , por fin, suspirando, si n o
satisfecho, con cierto c o n s u e l o , v o l v i ó a e m -
prender el c a m i n o por la carretera de Can-
das adelante, entre la confusión y el r u i d o
de cerdos y novillos, bueyes y vacas, q u e
los aldeanos de muchas parroquias del c o n -
torno conducían c o n m a y o r o m e n o r traba-
j o , según eran de antiguo las relaciones
entre d u e ñ o s y bestias.
E n el N a t a h o y o , en el cruce de dos c a m i -
n o s , todavía estuvo e x p u e s t o el de Chinta
i ADIÓS, C O R D E R A ! 31

a quedarse sin la Cordera; un vecino de


Carrió que le había r o n d a d o t o d o el día
ofreciéndole pocos duros menos de los q u e
pedía, le dio el último ataque, algo b o r r a c h o .
El de Carrió subía, subía, l u c h a n d o entre
la codicia y el capricho de llevar la vaca.
A n t ó n , c o m o una roca. L l e g a r o n a tener
las manos enlazadas, parados en medio de
la carretera, interrumpiendo el p a s o . . . P o r
fin, la codicia p u d o más; el p i c o de los c i n -
cuenta los separó c o m o un abismo; se solta-
ron las manos, cada cual tiró por su lado;
A n t ó n , por una calleja que, entre madresel-
vas que aun n o florecían y zarzamoras en
ñor, le c o n d u j o hasta su casa.

* * #-

Desde aquel día en que adivinaron el


peligro, Pinín y R o s a n o sosegaron. A m e -
dia semana se personó el ma3 ordomo en el 7

corral de A n t ó n . Era otro aldeano de la


misma parroquia, de malas pulgas, cruel
con los caseros atrasados. A n t ó n , que no
admitía reprimendas, se p u s o lívido ante
las amenazas de d e s h a u c i o .
El amo n o esperaba m á s . B u e n o , v e n d e -
ría la vaca a vil precio, por una merienda.
H a b í a que pagar o quedarse en la calle.
32 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

A l sábado inmediato acompañó al H u m e -


dal Pinín a su padre. El niño miraba c o n
horror a los contratistas de carnes, que eran
los tiranos del m e r c a d o . Ea Cordera fué
comprada en su justo precio por un rema-
tante de Castilla. Se la hizo una señal en la
piel y volvió a su establo de P u a o , ya v e n -
dida, ajena, tañendo tristemente la esquila.
Detrás caminaban A n t ó n d e Chinta, taci-
turno, y Pinín, con ojos c o m o p u ñ o s . R o s a ,
al saber la venta, se abrazó al testuz de la
Cordera, q u e inclinaba la cabeza a las cari-
cias c o m o al y u g o .
«¡Se iba la v i e j a ! » — p e n s a b a c o n el alma
destrozada A n t ó n el h u r a ñ o .
«Ella ser, era una bestia, pero sus hijos
no tenían otra madre ni otra abuela».
A q u e l l o s días en el pasto, en la verdura
del S o m o n t e , el silencio era fúnebre. Ea
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba
y pacía c o m o siempre, sub specie cetemüatis,
c o m o descansaría y comería un m i n u t o an-
tes de que el brutal porrazo la derribase
muerta. Pero R o s a y Pinín yacían desola-
d o s , tendidos sobre la hierba, inútil en
adelante. Miraban con rencor los trenes q u e
pasaban, los alambres del telégrafo. E r a
aquel m u n d o d e s c o n o c i d o , tan lejos de ellos
i ADIÓS. CORDERA!

por un l a d o , y por otro el que les llevaba su


Cordera.
El viernes, al oscurecer, fué la despe-
dida. V i n o un encargado del rematante de
Castilla por la res. P a g ó ; bebieron un trago
A n t ó n y el c o m i s i o n a d o , y se sacó a la quin-
tana la Cordera. A n t ó n había apurado la
botella; estaba exaltado; el peso del dinero
en el bolsillo le animaba también. Q u e . í a
aturdirse. Hablaba m u c h o , alabábalas e x c e -
lencias de la vaca. El otro sonreía, porque
las alabanzas de A n t ó n eran impertinentes.
¿Que daba la res tantos y tantos xarros de
leche? ¿Que era noble en el y u g o , fuerte
con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos
días había de estar reducida a chuletas y
otros b o c a d o s suculentos? A n t ó n n o quería
imaginar esto; se la figuraba viva, traba-
j a n d o , sirviendo a otro labrador, olvidada
de él y de sus hijos, pero viva, f e l i z . . . Pinín
y Rosa, sentados sobre el m o n t ó n de ciicho,
recuerdo para ellos sentimental d e la Corde-
ra y de los propios afanes, unidos por las
manos, miraban al e n e m i g o c o n ojos de es-
panto. E n el supremo instante se arrojaron
sobre su amiga; besos, abrazos: h u b o de
t o d o . N o podían separarse de ella. A n t ó n ,
agotada de pronto la e x c i t a c i ó n del v i n o ,
34 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

cayó c o m o en un marasmo; c r u z ó los brazos,


y entró en el corral o s c u r o . L,os hijos si-
guieron un buen trecho por la calleja, de
altos setos, el triste g r u p o del indiferente
comisionado y la Cordera, que iba de mala
gana con un d e s c o n o c i d o y a tales horas.
Por fin, h u b o que separarse. A n t ó n , mal
h u m o r a d o , exclamaba desde casa:
— « ¡ B a h , bah, neños, acá vos d i g o ; basta
de pamemes!^—Así gritaba de lejos el padre
con voz de lágrimas.
Caía la n o c h e ; por la calleja oscura q u e
hacían casi negra los altos setos, f o r m a n d o
casi bóveda, se perdió el bulto de la Corde-
ra, que parecía negra de lejos. Después n o
quedó de ella más que el tin tan pausado de
la esquila, desvanecido, con la distancia,
entre los chirridos melancólicos de cigarras
infinitas.
— « ¡ A d i ó s , Cordera!—gritaba Rosa deshe-
cha en llanto. — ¡ A d i ó s , Cordera de mío
alma!»
— ¡Adiós, Cordera.' — repetía Pinín, no
más sereno.
— « A d i ó s — contestó por ú l t i m o , a su
m o d o , la esquila, perdiéndose su lamento
triste, resignado, entre los demás sonidos
de la n o c h e de Julio en la aldea...
ADIÓS, CORDERA! 35

Al día siguiente, m u y t e m p r a n o , a la
hora de siempre, Pinín y R o s a fueron al
prao S o m o n t e . A q u e l l a soledad n o había
sido nunca para ellos, triste; aquel día, el
S o m o n t e sin la Cordera, parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el
h u m o , l u e g o el tren. E n un furgón c e -
rrado, en unas estrechas ventanas altas o
respiraderos, vislumbraron los hermanos g e -
melos cabezas de vacas que, pasmadas, m i -
raban por aquellos tragaluces.
— ¡ A d i ó s , Cordera!—gritó R o s a , adivi-
nando allí a su amiga, a la vaca abuela.
— ¡ A d i ó s , Cordera!—vociferó Pinín con
la misma fe, enseñando los p u ñ o s al tren,
que volaba c a m i n o de Castilla.
Y , llorando, repetía el rapaz, más entera-
do que su hermana de las picardías del
mundo:
— L a llevan al M a t a d e r o . . . Carne d e vaca,
para c o m e r los señores, los c u r a s . . . los in-
dianos.
—¡Adiós, Cordera!
—¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la
36 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

vía, el telégrafo, los símbolos de aquel


m u n d o e n e m i g o , que les arrebataba, q u e
les devoraba a su compañera de tantas
soledades, de tantas ternuras silenciosas,
para sus apetitos, para convertirla en m a n -
jares de ricos g l o t o n e s . . .
—¡Adiós, Cordera/...
—¡Adiós, Cordera!...

***
Pasaron m u c h o s años. Pinín se hizo m o z o
y se lo llevó el R e y . Ardía la guerra carlista.
A n t ó n de Chinta era casero de un cacique
de los v e n c i d o s ; no h u b o influencia para
declarar inútil a P i n í n , que, por ser, era
c o m o un roble.
Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el
prao Somonte sola, esperaba el paso del
tren correo de G i j ó n , que le llevaba a sus
únicos amores, su hermano. Silbó a lo le-
jos la máquina, apareció el tren en la trin-
chera, pasó c o m o un relámpago. R o s a , casi
metida por las ruedas, p u d o ver un instante
en un c o c h e de tercera multitud de cabe-
zas de pobres quintos que gritaban, gesti-
culaban, saludando a los árboles, al suelo,
a los c a m p o s , a toda la patria familiar, a la
pequeña, que dejaban para ir a morir en las
¡ADIÓS, CORDERA!

luchas fratricidas de la patria grande, al


servicio de un rey y de unas ideas q u e no
conocían.
P i n í n , c o n m e d i o cuerpo fuera de una
ventanilla, tendió los brazos a su hermana;
casi se tocaron. Y R o s a p u d o oir entre el
estrépito de las ruedas y la gritería de los
reclutas la v o z distinta de su hermano, q u e
sollozaba, e x c l a m a n d o , c o m o inspirado por
un recuerdo de dolor lejano:
— ¡ A d i ó s , R o s a ! . . . ¡ A d i ó s , Cordera!
— ¡ A d i ó s , P i n í n ! ¡Pinín de mío simal...
« A l l á iba, c o m o la otra, c o m o la vaca
abuela. Se lo llevaba el m u n d o . Carne de
vaca para los glotones, para los indianos;
carne d e su alma, carne de cañón para las
locuras del m u n d o , para las ambiciones aje-
nas».
Entre confusiones de dolor y de ideas,
pensaba así la pobre hermana v i e n d o al
tren perderse a lo lejos, silbando triste, c o n
silbido que repercutían los castaños, las
vegas y los p e ñ a s c o s . . .
¡ Q u é sola se quedaba! A h o r a sí, ahora sí
que era un desierto el prao S o m o n t e .
— ¡ A d i ó s , Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué o d i o miraba Rosa la vía m a n c h a -
da de carbones apagados; c o n q u é ira los
38 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

alambres del te'égrafo. ¡ O h ! bien hacía la


Cordera en no acercarse. A q u e l l o era el m u n -
d o , lo d e s c o n o c i d o , q u e se l o llevaba t o d o .
Y sin pensarlo, R o s a a p o y ó la cabeza sobre
el palo clavado c o m o u n p e n d ó n en la p u n -
ta del Somonte. E l viento cantaba en las
entrañas del pino seco su canción metálica.
A h o r a ya lo comprendía R o s a . Era caución
de lágrimas, de abandono, de soledad, d e
muerte.
En las vibraciones rápidas, c o m o q u e j i -
dos, creía oir, m u y lejana, la v o z que sollo-
zaba p o r la vía adelante:
— ¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera/

(El Señor y lo demás, son cuentos)


(El galio 6e Sócrates

E.ITÓN, después de cerrar la boca y los


ojos al maestro, d e j ó a los demás d i s -
cípulos en torno del cadáver, y salió de la
cárcel, dispuesto a cumplir lo más p r o n t o
posible el último encargo que Sócrates le
había h e c h o , tal vez burla b u r l a n d o , pero
que él tomaba al pie de la letra en la d u d a
de si era serio o n o era serio. Sócrates, al
espirar, descubriéndose, pues ya estaba c u -
bierto para esconder a sus discípulos el
espectáculo vulgar y triste de la agonía,
había d i c h o , y fueron sus últimas palabras:
— C r i t ó n , d e b e m o s un gallo a E s c u l a p i o ,
no te olvides de pagar esta deuda. Y n o
habló más.
Para Critón aquella r e c o m e n d a c i ó n era
sagrada: no quería analizar, no quería e x a -
minar si era más verosímil que Sócrates sólo
hubiera querido decir un chiste, algo iróni-
co tal vez, o si se trataba de la última v o -
40 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

luntad del maestro, de su último deseo. ¿ N o


había sido siempre Sócrates, pese a la ca-
lumnia de A n i t o y Melito, respetuoso para
con el culto popular, la religión oficial?
Cierto que le daba a los mitos ( q u e Critón
no llamaba así, por su p u e s t o ) un carácter
simbólico, filosófico, m u y sublime e ideal;
pero entre poéticas y trascendentales pará-
frasis, ello era que respetaba la fe de los
griegos, la religión positiva, el culto del
Estado. Bien lo demostraba un h e r m o s o
episodio de su último discurso, (pues Cri-
tón notaba que Sócrates a veces, a pesar de
su sistema de preguntas y respuestas se o l -
vidaba de los interlocutores, y hablaba lar-
g o y tendido y m u y por lo florido).
Había pintado las maravillas del otro
m u n d o c o n pormenores topográficos que
más tenían de tradicional que de rigurosa
dialéctica y austera filosofía.
Y Sócrates no había d i c h o que él n o c r e -
yese en t o d o aquello, aunque t a m p o c o afir-
maba la realidad de lo descrito con la o b s -
tinada seguridad de un fanático; pero esto
n o era de extrañar en quien, aun respecto
de las propias ideas, c o m o las que había e x -
puesto para defender la inmortalidad del al-
ma, admitía con abnegación de las ilusiones
E L GALLO DE SÓCRATES 41

y d e l o r g u l l o , l a posibilidad metafísica de q u e
las cosas n o fueran c o m o él se las figuraba
E n fin, que Critón no creía contradecir el
sistema ni la c o n d u c t a del maestro, b u s c a n -
d o cuanto antes un gallo para ofrecérselo al
dios de la M e d i c i n a .
C o m o si la Providencia anduviera en el
ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien
pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre
una tapia, en una especie de plazuela soli-
taria, un gallo rozagante, de espléndido
plumaje. A c a b a b a d e saltar desde un h u e r -
to al caballete de aquel m u r o , y se prepa-
raba a saltar a la calle. Era un gallo q u e
huía; un gallo que se emancipaba de algu-
na triste esclavitud.
C o n o c i ó Critón el intento del ave de c o -
rral, y esperó a que saltase a la plazuela
para perseguirle y cogerle. Se le había m e -
tido en la cabeza ( p o r q u e el h o m b r e , en
empegando a transigir c o n ideas y senti-
mientos religiosos que no encuentra r a c i o -
nales, n o para hasta la superstición más
p u e r i l ) q u e el gallo aquel, y n o otro, era
el que E s c u l a p i o , o sea A s c l e p i e s , quería
q u e se le sacrificase. Ea casualidad del e n -
cuentro ya lo achacaba Critón a voluntad
de los dioses.
42 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

A l parecer, el gallo no era del m i s m o


m o d o de pensar; porque en cuanto notó
que un hombre le perseguía c o m e n z ó a c o -
rrer batiendo las alas y cacareando por lo
bajo, m u y i n c o m o d a d o sin d u d a .
Conocía el bípedo perfectamente al que
le pereguía de haberle visto no pocas veces
en el huerto de su amo discutiendo sin fin
acerca del amor, la elocuencia, la belleza,
etcétera, etc.; mientras él, el gallo, seducía
cien gallinas en cinco m i n u t o s , sin tanta
filosofía.
«Pero buena cosa es, iba pensando el g a -
llo, mientras corría y se disponía a volar,
lo que pudiera, si el peligro arreciaba; b u e -
na cosa es que estos sabios que aborrezco
se han de empeñar en tenerme por s u y o ,
contra todas las leyes naturales, que ellos
debieran c o n o c e r . Bonito fuera que después
de librarme de la inaguantable esclavitud
en que m e tenía G o r g i a s , cayera inmedia-
tamente en poder de este pobre diablo, p e n -
sador de segunda mano y m u c h o menos d i -
vertido que el parlanchín de mi a m o » .
Corría el gallo y le iba a los alcances el
filósofo. Cuando ya iba a echarle m a n o , el
gallo batió las alas y , dígase de un v u e l o ,
dígase de un b r i n c o , se p u s o , por esfuerzo
E L G A L L O DE SÓCRATES 43

supremo del p á n i c o , encima de la cabeza de


una estatua que representaba nada menos
que A t e n e a .
— ¡ O h , gallo irreverente!—gritó el filoso-
fo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el
a n a c r o n i s m o . — Y acallando con un sofisma
pseudo-piadoso los gritos de la honrada
conciencia natural que le decía: ' n o robes(

ese g a l l o » , pensó: « A h o r a sí q u e , por el sa-


crilegio, mereces la muerte. Serás m í o , irás
al sacrificio».
Y el filósofo se ponía de puntillas; se es-
tiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ri-
dículos; pero t o d o en vano.
— O h , filósofo idealista, de i m i t a c i ó n ! —
d i j o el gallo en g r i e g o d i g n o del m i s m o
G o r g i a s ; — n o te molestes, n o volarás ni lo
que vuela un gallo. ¿Qué?' ¿Te espanta que
y o sepa hablar? Pues ¿no m e conoces? S o y
el gallo del corral de G o r g i a s . Y o te c o n o z -
c o a tí. Eres una sombra. Ea sombra de un
m u e r t o . E s el destino de los discípulos que
sobreviven a los maestros. Quedan acá, a
manera de larvas, para asustar a la gente
m e n u d a . Muere el soñador inspirado y q u e -
dan los discípulos alicortas que hacen de
la poética idealidad del sublime vidente
una causa más del m i e d o , una tristeza más
44 LEOPOLDO ALAS ÍCLAKÍN)

para el m u n d o , una superstición que se p e -


trifica.
— ¡Silencio, gallo! E n n o m b r e de la Idea
de tu g é n e r o , la naturaleza te manda que
calles».
— Y o hablo, y tú cacareas la Idea. O y e ,
hablo sin permiso de la Idea de mi género
y por habilidad de mi i n d i v i d u o . De tanto
oir hablar de Retórica, es decir, del arte de
hablar por hablar, aprendí algo del oficio.
— ¿ Y pagas al maestro h u y e n d o de su
lado, dejando su casa, renegando de' su
poder?
— G o r g i a s es tan l o c o , si bien más a m e -
n o , c o m o t ú . N o se puede vivir j u n t o a se-
mejante h o m b r e . T o d o lo prueba; y eso
aturde, cansa. El que demuestra toda la v i -
da, la deja hueca. Saber el por qué de t o d o
es quedarse c o n la geometría de las cosas y
sin la sustancia de nada. R e d u c i r el m u n -
do a una ecuación es dejarlo sin pies ni ca-
beza. Mira, vete, p o r q u e p u e d o estar d i -
ciendo cosas así setenta días c o n setenta
noches: recuerda que s o y el gallo de G o r -
gias, el sofista.
— B u e n o , pues por sofista, por sacrilego
y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!
— ¡ N o n e s ! N o ha nacido el idealista d e
E L G A L L O DE S Ó C R A T E S 45

segunda mesa que m e p o n g a la m a n o enci-


m a . P e r o , ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad
es esta? ¿Por qué me persigues?
— P o r q u e Sócrates al morir m e encargó
que sacrificara un gallo a E s c u l a p i o , en a c -
ción de gracias porque le daba la salud v e r -
dadera, librándole por la muerte, de todos
los males.
— ¿ D i j o Sócrates todo eso?
— N o ; dijo que debíamos un gallo a E s -
culapio.
— D e m o d o que lo demás te lo figuras t u .
— ¿ Y qué otro sentido pueden tener esas
palabras?
— E l más benéfico. El que no cueste san-
gre ni cueste errores. Matarme a mí para
contentar a un dios, en q u e Sócrates n o
creía, es ofender a Sócrates, insultar a los
Dioses v e r d a d e r o s . . . y hacerme a m í , q u e
si existo, y soy inocente, un daño i n c o n -
mensurable; pues n o sabemos ni t o d o el
dolor ni t o d o el perjuicio que puede haber
en la misteriosa muerte.
— P u e s Sócrates y Zeus quieren tu sacri-
ficio.
— R e p a r a que Sócrates habló c o n ironía,
con la ironía serena y sin hiél del g e n i o . Su
alma grande podía, sin peligro, divertirse
46 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

con el j u e g o sublime de imaginar armóni-


cos la razón y los ensueños populares. S ó -
crates, y todos los creadores de vida nueva
espiritual, hablan por s í m b o l o s , son retóri-
cos, c u a n d o , familiarizados con el misterio,
respetando en él lo inefable, le dan figura
poética en formas. El amor d i v i n o de lo ab-
soluto tiene ese m o d o d e h e s a r su alma. P e -
r o , repara cuando dejan este j u e g o sublime,
y dan lecciones al m u n d o , cuan austeras,
lacónicas, desligadas de toda inútil imagen
con sus máximas y sus preceptos de m o r a l .
— G a l l o de G o r g i a s , calla y muere.
— Discípulo i n d i g n o , vete y calla; calla
siempre. Eres i n d i g n o de los de tu ralea.
T o d o s iguales. Discípulos del g e n i o , testi-
g o s sordos y ciegos del sublime soliloquio
de una conciencia superior; por ilusión su-
ya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume
de su alma, c u a n d o embalsamáis c o n d r o -
gas y por recetas su doctrina. Hacéis del
muerto una m o m i a para tener un í d o l o . P e -
trificáis la idea, y el sutil pensamiento lo
utilizáis c o m o filo que hace correr la san-
g r e . S''; eres símbolo de la triste humanidad
sectaria. De las últimas palabras de un
santo y de un sabio sacas por primera c o n -
secuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates
E L G A L L O DE S Ó C R A T E S 47

hubiera nacido para confirmar las supersti-


ciones de su pueblo, ni hubiera muerto por
lo que m u r i ó , ni hubiera sido el santo de
la filosofía. Sócrates n o creía en E s c u l a p i o ,
ni era capaz de matar una m o s c a , y m e n o s
un gallo, por seguirle el h u m o r al v u l g o .
— Y o a las palabras m e atengo. D a t e . . .
Critón b u s c ó una piedra, apuntó a la ca-
beza, y de la cresta del gallo salió la san-
gre...
El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al
caer cantó por el aire, d i c i e n d o :
— ¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; h á -
gase en mí según la voluntad de los i m b é -
ciles.
Por la frente de jaspe de Palas Atenea
resbalaba la sangre del gallo.

ÍEl Gallo de Sócrates)


(El 6úo be la tos

L gran hotel del Águila tiende su enor-


me sombra sobre las aguas dormidas
de la dársena. Es un inmenso caserón c u a -
drado, sin gracia, de c i n c o pisos, falanste-
rio del azar, hospicio de viajeros, coopera-
ción anónima d e la indiferencia, n e g o c i o
por acciones, dirección por contrata que
cambia a m e n u d o , veinte criados que cada
o c h o días ya n o son los mismos, docenas y
docenas de huéspedes que no se c o n o c e n ,
que se miran sin verse, que siempre son
otros y que cada cual toma por los de la
víspera.
«Se está aquí más solo que en la calle, tan
solo c o m o en el desierto», piensa un bulto,
un h o m b r e envuelto en u n amplio abrigo de
verano, que c h u p a un cigarro a p o y á n d o s e
c o n ambos c o d o s en el hierro frío de un b a l -
c ó n , en el tercer p i s o . E n la oscuridad d e
la n o c h e nublada, el f u e g o del tabaco brilla
en aquella altura c o m o un gusano de l u z .
E L DÚO DE LA T O S 49

A veces aquella chispa triste se m u e v e , se


amortigua, desaparece, vuelve a brillar.
« A l g ú n viajero que fuma», piensa otro
bulto, dos balcones más a la derecha, en el
m i s m o piso. Y un p e c h o débil, de m u j e r ,
respira c o m o suspirando, con un v a g o c o n -
stielo por el indeciso placer de aquella ines-
perada compañía en la soledad y la tris-
teza.
«Si m e sintiera m u y mal, de repente; si
diera una v o z para n o morirme sola, ese
que fuma ahí me oiría» sigue pensando la
m u j e r , que aprieta contra un busto delica-
d o , quebradizo, un chai de invierno, tupi-
d o , bien oliente.
« H a y un balcón por m e d i o ; l u e g o es en
el cuarto n ú m e r o 36. A la puerta, en el pa-
sillo, esta madrugada, c u a n d o tuve que le-
vantarme a llamar a la camarera, que n o
oía el timbre, estaban unas botas de h o m -
bre elegante».
De repente desapareció una claridad l e -
j a n a , p r o d u c i e n d o el efecto de un relámpa-
g o que se nota después que pasó.
«Se ha apagado el f o c o del Puntal» pien-
sa con cierta pena el bulto del 36, que se
siente así más solo en la n o c h e . « U n o m e -
nos para velar; u n o que se d u e r m e » .
so LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

Los vapores de la dársena, las panzudas


gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel,
parecen ahora sombras en la sombra. E n la
oscuridad el agua toma la palabra y bri-
lla un p o c o , cual una aprensión óptica,
c o m o un dejo de la luz desaparecida, en la
retina, fosforescencia que padece ilusión d e
los nervios. E n aquellas tinieblas, más d o -
lorosas por no ser completas, parece que la
idea de luz, la imaginación r e c o m p o n i e n d o
las vagas formas, necesitan ayudar para
que se vislumbre lo p o c o y m u y confuso
que se ve allá abajo. Las gabarras se m u e -
ven p o c o más que el minutero de un gran
r e l o j ; pero de tarde en tarde c h o c a n , con
tenue, triste, m o n ó t o n o r u m o r , a c o m p a ñ a d o
del ruido de la marea que a lo lejos suena,
c o m o para imponer silencio, con voz de le-
chuza.
E l p u e b l o , de comerciantes y bañistas,
duerme; la casa d u e r m e .
E l bulto del 36 siente una angustia en la
soledad del silencio y las sombras.
D e pronto, c o m o si fuera un formidable
estallido, le hace temblar una tos seca, re-
petida tres veces c o m o canto dulce de c o -
dorniz madrugadora, que suena a la dere-
cha, dos balcones más allá. Mira el del 36,
E L D Ú O D E LA T O S 51

y percibe un bulto más negro que la o s c u -


ridad ambiente, del matiz d e las gabarras
de abajo. « T o s de e n f e r m o , tos de m u j e r » .
Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí
m i s m o ; había olvidado que estaba haciendo
una gran calaverada, una l o c a r a . ¡ A q u e l
cigarro! A q u e l l a triste c o n t e m p l a c i ó n de la
n o c h e al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba
prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir
el balcón a tal hora, a pesar de que corría
A g o s t o y no corría ni un soplo de brisa.
« ¡ A d e n t r o , adentro! ¡ A la sepultura, a la
cárcel horrible, al 36, a la cama, al n i c h o ! »
Y el 36, sin pensar más en el 32, desapa-
reció, cerró el balcón con triste rechino m e -
tálico, que hizo en el bulto d é l a derecha un
efecto de melancolía análogo al que p r o d u -
jera antes en el bulto que fumaba la desa-
parición del f o c o eléctrico del P u n t a l .
«Sola del t o d o " , pensó la mujer, q u e , aún
tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aque-
lla compañía... compañía semejante a l a q u e
se hacen dos estrellas que nosotros v e m o s ,
desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en
lo infinito, ni se ven ni se entienden.
Después de algunos m i n u t o s , perdida la
esperanza de que el 36 volviera al b a l c ó n ,
la mujer que tosía se retiró también; c o m o
52 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

un muerto que en forma de f u e g o fatuo res-


pira la fragancia de la n o c h e y se vuelve a
la tierra.

Pasaron una, dos horas. D e tarde en tar-


de hacia dentro, en las escaleras, en los p a -
sillos, resonaban los pasos de un huésped
trasnochador; por las rendijas de la puerta
entraban en las lujosas celdas, horribles con
su l u j o uniforme y vulgar, rayos de luz que
giraban y desaparecían.
D o s o tres relojes de la ciudad cantaron
la hora; solemnes campanadas precedidas
de la tropa ligera de los cuartos, menos l ú -
gubres y significativos. T a m b i é n en la f o n -
da h u b o reloj que repitió el alerta.
Pasó media hora más. T a m b i é n lo dijeron
los relojes.
« E n t e r a d o , enterado», pensó el 36, ya
entre sábanas; y se figuraba que la hora,
s o n a n d o con aquella solemnidad, era c o m o
la firma de los pagarés que iba presentando
a la vida su acreedor, la muerte. Y a no e n -
traban huéspedes. A p o c o , t o d o debía de
d o r m i r . Y a n o había testigos; ya podía salir
la fiera; ya estaría a solas con su presa.
E n efecto; en el 36 e m p e z ó a resonar,
E L DÚO DE LA T O S 53

c o m o bajo la b ó v e d a de una cripta, una tos


rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el
quejido r o n c o de la protesta.
«Era el reloj de la m u e r t e " , pensaba la
víctima, el número 36, un h o m b r e de trein-
ta años, familiarizado con la desesperación,
solo en el m u n d o , sin más compañía que los
recuerdos del hogar paterno, perdidos allá
en lontananzas d e desgracias y errores, y
una sentencia de muerte pegada al p e c h o ,
c o m o una factura de viaje a un bulto en un
ferrocarril.
Iba por el m u n d o , de pueblo en p u e b l o ,
c o m o bulto perdido, buscando aire sano pa-
ra un pecho e n f e r m o ; de posada en posada,
peregrino del sepulcro, cada albergue q u e
el azar le ofrecía le presentaba aspecto de
hospital. Su vida era tristísima y nadie le
tenía lástima. N i en los folletines d e los p e -
riódicos encontraba c o m p a s i ó n . Y a había
pasado el romanticismo que había tenido
alguna consideración con los tísicos. E l
m u n d o ya n o se pagaba de sensiblerías, o
iban éstas por otra parte. Contra quien sen-
tía envidia y cierto rencor sordo el n ú m e r o
36 era contra el proletariado, que se lleva-
ba toda la lástima del p ú b l i c o . — E l pobre
jornalero ¡el pobre jornalero!—repetía, y
54 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

nadie se acuerda del pobre tísico, del p o b r e


c o n d e n a d o a muerte de que no han de ha-
blar los periódicos. Ea muerte del p r ó j i m o ,
en n o siendo digna de la A g e n c i a Fabra,
¡qué p o c o le importa al m u n d o !
Y tosía, tosía en el silencio l ú g u b r e de la
fonda dormida, indiferente c o m o el desier-
t o . De pronto creyó oir c o m o un eco lejano
y tenue de su t o s . . . U n e c o . . . en tono m e -
n o r . Era la del 32. F n el 34 no había hués-
ped aquella n o c h e . F r a un nicho v a c í o .
Ea del 32 tosía, en efecto; pero su tos
era... ¿ c ó m o se diría? más poética, más d u l -
c e , más resignada. L,a tos del 36 protesta-
ba; a veces rugía. Ea del 32 casi parecía un
estribillo de una oración, un miserere; era
una queja tímida, discreta, una tos que n o
quería despertar a nadie. El 36, en r i g o r ,
todavía n o había aprendido a toser, c o m o
la mayor parte de ios hombres sufren y
mueren sin aprender a sufrir y a morir. E l
32 tosía c o n arte; con ese arte del dolor an-
t i g u o , sufrido, sabio, que suele refugiarse
en la m u j e r .
E l e g ó a notar el 36 que la tos del 32 le
acompañaba c o m o una hermana que vela;
parecía toser para acompañarle.
P o c o a p o c o , entre d o r m i d o y despierto,
E L DÚO DE LA T O S

con un sueño un poco teñido de fiebre, el


36 fué trasforniando la tos del 32 en v o z , en
música, y le parecía entender lo que decía,
c o m o se entiende vagamente lo que la m ú -
sica d i c e .
L a mujer del 32 tenía veinticinco años,
era extranjera; había venido a España por
hambre, en calidad de institutriz en una
casa de la nobleza. Ea enfermedad la había
h e c h o salir de aquel asilo; le habían d a d o
bastante dinero para poder andar algún
tiempo sola por el m u n d o , de fonda en
fonda; pero la habían alejado de sus discí-
pulas. Naturahnente. Se temía el c o n t a g i o .
N o se quejaba. Pensó primero en volver a
su patria. ¿Para qué? N o la esperaba nadie;
además, el clima de España era más b e n i g -
n o . B e n i g n o , sin querer. A ella le parecía
esto m u y frío, el cielo azul m u y triste, un
desierto. Había subido hacia el N o r t e , que
se parecía un p o c o más a su patria. N o
hacía más que eso, cambiar de pueblo y
toser. Esperaba locamente encontrar alguna
ciudad o aldea en que la gente amase a los
d e s c o n o c i d o s enfermos.
L a tos del 36 le d i o lástima y le inspiró
simpatía. C o n o c i ó pronto que era trágica
también. «Estamos cantando un d ú o , p e n - 9
56 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

só; y hasta sintió cierta alarma del p u d o r ,


c o m o si aquello fuera indiscreto, una cita
en la n o c h e . T o s i ó porque n o p u d o menos;
pero bien se esforzó por contener el primer
g o l p e de tos.
L a del 32 también se quedó medio d o r -
mida, y con algo de fiebre; casi deliraba
también; también trasportó la tos del 36 al
país de los ensueños, en que todos los rui-
dos tienen palabras. Su propia tos se le an-
t o j ó menos dolorosa apoyándose en aquella
varonil que la protegía contra las tinieblas,
la soledad y el silencio. «Así se acompaña-
rán las almas del purgatorio». P o r una aso-
ciación de ideas, natural en una institutriz,
del p u r g a t o r o pasó al infierno, al del Dante,
y \nó a Paolo y Francésca abrazados en el.
aire, arrastrados por la bu/era infernal.
L a idea de la pareja, del amor, del dúo,
surgió antes en el n ú m e r o 32 que en el 36.
L a fiebre sugería en la institutriz cierto
misticismo erótico; ¡erótico! no es ésta la
palabra. ¡Eros! el amor sano, pagano ¿qué
tiene aquí que ver? P e r o en fin, ello era
amor, amor de matrimonio antiguo, pacífi-
c o , compañía en el dolor, en la soledad del
m u n d o . De m o d o que lo que en efecto le
quería decir la tos del 32 al 36 no estaba
E L D Ú O DE L A T O S

m u y lejos de ser lo mismo que el 36, d e l i -


r a n d o , venía c o m o a adividar:
«¿Eres joven? Y o también. ¿Estás solo en
el mundo? Y o también. ¿ T e horroriza la
muerte en la soledad? T a m b i é n a m í . ¡Si
nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Y o
podría ser tu amparo, tu c o n s u e l o . ¿ N o c o -
noces en mi m o d o de toser que soy b u e n a ,
delicada, discreta, casera, que haría de la
vida precaria un nido de pluma blanda y
suave, para acercarnos juntos a la muerte,
pensando en otro cosa, en el cariño? ¡ Q u é
solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡ C ó m o te c u i -
daría y o ! ¡ C ó m o tú m e protegerías! S o m o s
dos piedras que caen al abismo, que chocan
una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven,
ni se c o m p a d e c e n . . . ¿Por qué ha de ser así?
¿Por qué no hemos de levantarnos ahora,
unir nuestro dolor, llorar juntos? T a l vez
de la unión de dos llantos naciera una son-
risa. Mi alma lo p i d e ; la tuya también. Y
con t o d o , ya verás c ó m o ni te mueves ni
me muevo».
Y la enferma del 32 oía en la tos del 36
algo m u y semejante a lo que el 36 deseaba
y pensaba:
«Sí, allá v o y ; a mí me toca; es natural.
Soy un e n f e r m o , pero soy un galán, un ca-
58 LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)

ballero; sé mi deber; allá v o y . Verás qué


delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva
de muerte, ese amor que tú sólo conoces
por libros y conjeturas. A l l á v o y , allá v o y . . .
si m e deja la t o s . . . ¡esta t o s ! . . . ¡ A y ú d a m e ,
ampárame, consuélame! T u mano sobre mi
p e c h o , tu v o z en mi o í d o , tu mirada en mis
ojos...»

A m a n e c i ó . E n estos tiempos, ni siquiera


los tísicos son consecuentes románticos. E l
n ú m e r o 36 despertó, olvidado del sueño,
del d ú o de la tos.
El número 32 acaso no lo olvidara; pero
¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre
enferma, pero no era l o c a , no era necia. N o
pensó ni un m o m e n t o en buscar realidad que
correspondiera a la ilusión de una n o c h e ,
al v a g o consuelo de aquella compañía de la
tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido
de buena fe; y aun despierta, a la luz del
día, ratificaba su i n t e n c i ó n ; hubiera c o n s a -
grado el resto, miserable resto de su vida, a
cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería?
¿ C ó m o sería? ¡Bah! C o m o tantos otros prín-
cipes rusos del país de los ensueños. P r o c u -
rar v e r l e . . . ¿para qué?
E L DÚO DE LA T O S 59

V o l v i ó la n o c h e . Ea del 32 n o o y ó toser.
Por varias tristes señales p u d o convencerse
de que en el 36 ya n o dormía nadie. Estaba
vacío c o m o el 34.
E n efecto; el enfermo del 36, sin recor-
dar que el cambiar de postura sólo es c a m -
biar de d o l o r , había huido de aquella fonda
en la cual había padecido t a n t o . . . c o m o en
las demás. A los pocos días dejaba también
el p u e b l o . N o paró hasta Panticosa, d o n d e
tuvo la última posada. N o se sabe q u e j a -
más hubiera vuelto a acordarse d e la tos
del d ú o .
Ea mujer v i v i ó más: dos o tres años. M u -
rió en un hospital, que prefirió a la fonda;
m u r i ó entre Hermanas de la Caridad, que
algo la consolaron en la hora terrible. Ea
buena psicología nos hace conjeturar que
alguna n o c h e , en sus tristes insomnios,
e c h ó de menos el d ú o de la tos; pero n o se-
ría en los últimos m o m e n t o s , que son tan
solemnes. O acaso sí.

(Cuentos MoralesJ
y

OBRAS D E LEOPOLDO ALAS


(CLARIN)

CUENTOS
El Señor, y lo demás, son cuentos
Cuentos morales
El gallo de Sócrates

N O V E L A S CORTAS
Doña Berta. Cuervo. Superchería
Pipa

NOVELAS
Da Regenta (2 v o l s . )
Su único hijo

CRITICA
Sermón Perdido ,
JSltceva campaña
Folletos Diterarios. (8 f o l l e t o s ) .
Solos de Clarín
Mezclilla
Ensayos y revistas
Palique

VARIA
Teresa (ensayo dramático)
B. Pérez Galdós (semblanza biográfica)
A C A B A N DE L L E G A R

a los señores libreros FALCO, ZELEDON y Cía.


LAS SIGUIENTES OBRAS:

Lectura Natural, muy adecuada para el


grado I V , de Isabel Keith Macdermott 1 SO
Lecturas Hispanas Modernas, adecuado
para el V grado, de Alfredo Elias . . . . 2.50
Greek Myths and their Art, por Ch. E .
Manu.... Y. 2.00
The beginner's Reader, por E . Bass 1.25
Cartilla Ilustrada (an Illustrated Primer)
por Sarah F u l l e r . ................ 1.00
Esto» cinco libros de lectura están muy ilus-
trados, bien impresos; tienen m u y buena pasta;
la disposición pedagógica es muy aceptable.

L^Afrique Australe, de Eliseo Reclus,


un tomo pasta <t 7.00
Enseñanza de la Geografía, por G i b b s , '
Ivevasseur y Sluys. U n vol. r ú s t i c a . . . • 0.65
La Enseñanza de la Gramática, por L a u -
ra Brackenbury.. U n tomo r ú s t i c a . . . . . 0.65
Pestalozzi, por G . Compayré. Un vol.
rústica ... .'. .'...... 0.6S
Spencer, por G. Compayré. U n vol. rúsr
tica ....... ^ 0.65
Herbart, por G. Compayré U n vol. rús-
tica.. .., 0.65
La enseñanza de la Historia, por L a v i s s e
y Monod. U n v o l . rústica 0.65
Methods Americaines D'Education Gene-
ral et Tec'hnique, por Omer Buyse. U n
vol. rústica ... 0.65

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