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WestEsclava liberadaHistoria de
una pasión inextinguible
Como lectora, cada vez que termino una novela, paso la última página y
cierro la contraportada, me asalta una curiosidad enorme por saber qué les
deparará el futuro a los personajes sobre los que he estado leyendo. Me
pregunto si serán felices, si tendrán hijos, ¿envejecerán juntos? ¿Seguirán
amándose, o todo habrá sido una lucha inútil? Pienso en ellos como si fueran
seres vivos porque para mí, mientras he estado sumergida en su historia, han
sido tan reales como yo misma.
—Exactamente, cielo.
—Muy bien, como usted desee. Pero cuando yo visite Londres espero
que me sirva de guía por los diferentes placeres que ofrece tan magnífica
ciudad.
—Pues temo que no le seré de mucha ayuda. Desde que me casé hace
doce años, los únicos placeres que me he permitido son los que puedo
disfrutar en compañía de mi esposa.
Bowman simuló un estremecimiento de horror que hizo reír a todos los
presentes. Malcolm secundó las risas, sabiendo que lo que ellos habían
entendido era que desde su matrimonio había abandonado los verdaderos
placeres de la vida. ¡Qué engañados estaban! Los verdaderos placeres los
encontraba en el lecho de Georgina... y en su cabaña privada, donde
disfrutaban de una intimidad que nunca era interrumpida y donde podían dar
rienda suelta y disfrutar de todas sus perversiones.
—¿De Londres? —Georgina casi salta del diván para cogerlo. ¡De
Londres! ¡Tenía que ser de
Malcolm! Había recibido aviso que partía de Nueva York dos semanas
antes, así que ya debía haber pisado suelo inglés—. Gracias, Clarence.
—Sí, señora.
Se sintió mal por ser tan egoísta, pero había echado tanto de menos a su
marido que no podía pensar en otra cosa que en tenerlo en sus brazos y entre
sus piernas. «Mala madre», se acusó. Pero su determinación no menguó. Al
día siguiente por la mañana, sus hijos podrían disfrutar de su padre y abrir
todos los regalos que seguro les traería; pero aquella noche iba a tenerlo para
ella sola.
Se sentó ante la escribanía y escribió una nota. Echó arenilla para secar
la tinta, dobló el papel, y lo selló con lacre.
—Muy bien, señora. Ahora mismo nos ponemos a ello —dijo Clarence,
haciendo una estirada reverencia.
Después se rasuró las piernas, las axilas y el sexo. Este último le fue di
ícil hacerlo ella sola; estando Malcolm en casa, era él quién se encargaba de
hacérselo cuando se bañaban juntos, y siempre lo convertía en otro juego
sexual del que disfrutaban enormemente.
Sujetó su pelo con una brillante redecilla de oro y plata, con pequeñas
perlas incrustadas, dejando que unos suaves mechones escaparan rebeldes,
cayendo alrededor de su rostro, dándole el aspecto de una ninfa del agua.
¿Cómo había podido llegar a amar tanto a alguien? Él, que pensaba que
era incapaz de tener ese sentimiento por alguien, se había enamorado sin
darse ni cuenta de una mujercita que lo conquistó con su dulzura y su pasión.
Yo montaré a caballo.
—¿Si, Harry?
«Le espero en la casita del lago, Amo. Muero de deseo por verle. Su
más humilde esclava».
—Sean.
—¿Señor?
Amo.
Los doce años transcurridos desde la primera vez que la vio así, habían
dejado su huella. Los embarazos habían hecho que sus pechos, antaño
turgentes, ahora estuviesen algo caídos; y en su vientre se veían las estrías.
En su rostro había algunas pequeñas arruguitas, sobre todo en la comisura de
los ojos y de los labios. Y sabía que se teñía su hermoso pelo para que no se
viesen las primeras canas.
—¿Has sido una buena chica durante estos dos meses, esclava? —le
preguntó. Su voz tembló por la anticipación, pero no le importó que ella lo
notara, al contrario. Quería que supiera cuánto la había echado de menos.
—Sí, mi señor.
—Eres una esclava desobediente. Tienes razón, seguro que algo mal has
hecho durante estos dos meses. Levántate, y precédeme a la mazmorra para
que pueda admirar el movimiento de tus nalgas.
—Sí, Amo.
Era una habitación cerrada, sin ventanas para que nadie pudiera atisbar
qué había dentro.
Malcolm se alejó de ella para coger uno de los floggers más pequeños y
livianos. Lo sopesó mirándola directamente a los ojos, y pasó las suaves
cerdas por la palma de su mano, acariciándose, provocándola con su sonrisa
ladeada. Volvió a acercarse a ella con paso lánguido, sin prisas. Le recorrió el
brazo con el mango del pequeño látigo, y la áspera piel le provocó escalofríos
mientras lo movía por encima del hombro, alrededor del cuello y por el torso
entre de sus pechos. Los pezones se le endurecieron, irguiéndose en sus
oscuras aureolas.
Estaba indefensa mientras sus jugos luían sobre el ligero sondeo con el
látigo. Su vagina pulsaba con cada roce, empujándola al borde, haciendo que
su necesidad de ser llenada creciera más y más. Pero justo cuando creía que
podía rozar el cielo con las manos, lo retiró.
Entonces se arrodilló ante ella, y con largos y húmedos trazos, lamió los
abusos de su piel, enfriando el ardor y calmando el dolor.
Dejó caer las pinzas al suelo y se arrodilló ante ella para desatar
precipitadamente las restricciones que la mantenían cautiva. Después se
levantó y le rodeó la cintura con un brazo para sostenerla y afirmarla contra
su cuerpo mientras le liberaba las muñecas.
Georgina alzó los brazos sin esperar que él se lo ordenara, para que
pudiera atarla con las cintas de seda que había sujetas en los postes.
Georgina. Ella le dirigió una sonrisa ladina y levantó una ceja. Malcolm
dejó ir una carcajada y se izó hacia arriba, hasta que su polla quedó al alcance
de la boca de Georgina—. Está bien, pequeña esclava. Por esta vez, ganas.
Compláceme.
—Basta.
—Iremos juntos algún día, cuando nuestros hijos ya sean mayores —le
prometió.
—O antes —tanteó.
—¿Antes? —preguntó ella llena de curiosidad. Lo miró a los ojos y vio
en ellos un brillo esquivo que decía que le estaba ocultando algo—. Malcolm,
¿qué ocurre?
—¡Basta!
—No quiero que vuelvas a decir algo así nunca jamás, mi amor —le
recriminó ella cuando el beso terminó—. No tienes nada de qué avergonzarte.
Todos cometemos errores, y tú has expiado los tuyos con creces, amándome
y cuidando de nuestra familia.
—¿Qué?
Había algo que le debía a su esposa, algo que ella nunca jamás le pidió,
ni le recriminó; pero eso no impedía que él pensara que ya era hora de hacer
lo correcto.
—Cielo, no...
Pero él, de alguna manera, supo ver que aquel pesar estaba allí
escondido, y ahora le ofrecía un hermoso regalo que sustituyera aquel
horrible recuerdo.
—Mi amor —sollozó, mientras asentía con la cabeza—, claro que sí. —
Las risas y los sollozos emergieron juntos, mientras las lágrimas rodaban por
las mejillas—. Por supuesto que sí.
—Sí, sí, sí. —Georgina no era capaz de decir otra cosa mientras lloraba
de alegría y emoción, y besaba el rostro de su marido para hacer desaparecer
las lágrimas que se deslizaban.
—No tiene ninguna necesidad de hacerlo tan pronto. ¡Por Dios, es solo
una niña!
—Tú das miedo sin proponértelo, sobre todo al joven Thomas. Cada
vez que viene de visita a casa, suda copiosamente hasta que se asegura de que
no estás.
—¿Y por qué sobre todo lo último? —preguntó con voz sensual
mientras agarraba a su esposa por la cintura y la subía sobre su cuerpo.
—Te amo, Georgina. ¿Te lo digo suficientes veces todos los días?
—Me lo dices cada vez que me miras, mi amor. Cada vez que me
miras. Fin