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El cristianismo y el nihilismo europeo: la muerte de Dios

Germán Cano

¿Qué sentido y consecuencias se derivan de la famosa y , en ocasiones, malentendida fórmula


nietzscheana "Dios ha muerto"?. En esta intervención querría analizar el contexto y la encrucijada
histórica -del mundo religioso al secular- desde la que el pensador alemán plantea el posible futuro y los
límites de nuestra época. Un problema que desde entonces ha rondado como un fantasma a la cultura
occidental desde el siglo XX y, especialmente, la literatura.
El nihilismo y la «muerte de Dios»

Aunque el concepto «nihilismo» se haya popularizado en el ámbito filosófico a raíz del diagnóstico de
Nietzsche en torno a la «muerte de Dios» y la temática de la desvalorización de los valores superiores de
la cultura occidental, no es menos cierto que la expresión ya había sido acuñada y circulaba en ambientes
intelectuales o culturales de forma explícita; por ejemplo, en el ámbito de la literatura rusa de Fiódor
Dostoievski o Iván Turgueniev —quienes sirvieron a su vez de modelo para el planteamiento
nietzscheano—, y no pocas veces de modo latente bajo las recurrentes polémicas históricas con el
ateísmo. Por otro lado, desde el punto de vista psicológico o sociológico es fácil encontrar paralelismos
con el nihilismo en el «malestar de la cultura» freudiano, en el «desencantamiento» del mundo descrito
por Max Weber, y en el expresionismo y las nuevas vanguardias de la cultura y del arte contemporáneos.

Para entender la posición concreta de Nietzsche frente al nihilismo ha de tenerse en cuenta la


interpretación que brindaba Schopenhauer a este problema. En lugar de optar por una vía positiva de
integración con la realidad divina —por ejemplo, la fe—, éste abogaba por una ascética de corte budista
enfrentada a un mundo que se definía por ser una pura y gratuita voluntad ajena a toda finalidad. El
ateísmo inflexible de Schopenhauer preludiaba, pues, a Nietzsche, y suponía el canto de cisne del
planteamiento idealista que aseguraba un horizonte de sentido a la existencia. A tenor de su negación de
la vida y su vindicación de la compasión, Schopenhauer será visto por Nietzsche como el epítome del
nihilismo reactivo, pero también como un presupuesto indispensable para comprender la esencia del
problema.

Es, desde luego, Nietzsche quien, desde el trasfondo de la literatura rusa y el pesimismo de autores como
Blaise Pascal o Giacomo Leopardi, termina por desplazar del todo la temática idealista y arroja una luz
original sobre el fenómeno del nihilismo desde la historia cultural. Aunque él sólo utiliza expresamente la
expresión «nihilismo» en sus últimos escritos (a partir de 1880; la primera vez en el último libro de La
ciencia jovial), la mayoría póstumos, el problema permanece latente en toda su obra desde la publicación
de su primer gran texto, El nacimiento de la tragedia. Aquí, la crítica a la figura y pensamiento de
Sócrates —al menos, del Sócrates platónico— abonaba ya el posterior desarrollo de la cuestión no sólo
desde un punto de vista epistemológico, sino también axiológico y crítico-cultural (de ahí la figura del
filósofo como «médico de la cultura»).

Nietzsche sostendrá que el dualismo platónico, la contraposición entre un mundo verdadero y un mundo
aparente, erige dogmáticamente una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y
creativo de la vida. Este resentimiento contra la sensibilidad invierte el orden valorativo de la «realidad»
hasta el punto de que crea una auténtica estructura trascendental que Nietzsche llamará «la moral»
platónico-cristiana. Este planteamiento moral es, para él, nihilista por cuanto está obligado a combatir y
denigrar por principio la realidad más inmediata (los sentidos, el cuerpo, el lenguaje), a interpretar el
devenir como una nulidad que debe ser superada, toda vez que no da testimonio de un conocimiento firme
y seguro. Nietzsche muestra ya en su diagnóstico inicial que el nihilismo es un fenómeno occidental, la
lógica misma de la historia de Europa, la historia de una decadencia que arranca con la disolución del
originario equilibrio entre lo dionisíaco y lo apolíneo, el devenir y el ser, la vida y la forma.

Dado que todos los valores creados por la cultura occidental son «falsos valores», esto es, son valores
creados gracias a la incesante depreciación de la vida y son, en última instancia, mera «voluntad de
nada», este esquema valorativo, en cuanto destino de la cultura occidental, constituye la «historia de un
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error» que aboca a aquélla a la desintegración. En el momento en el que categorías como finalidad,
unidad, ser, con las que hemos otorgado un valor al mundo, son vaciadas de nuevo de todo valor para
nosotros, el mundo se nos presenta como vacío de valor. Mas una vez que los valores superiores son
desenmascarados, sigue existiendo también la misma valoración del devenir como «nada», si bien aquí
como reacción.

El nihilismo entonces aparece, según Nietzsche, «como estado psicológico» bajo tres formas. Tras el
desengaño ante la Totalidad surge, en primer lugar, el sentimiento del absurdo («la elevación a conciencia
del largo derroche de fuerza, del largo tormento del “en vano”»); en segundo lugar, se pierde toda fe
respecto a una totalidad de sentido, decepción mayor por cuanto el hombre ha proyectado estas categorías
para creer en su propio valor; y en tercer lugar, surge la conciencia de que este mundo no es sino un
espejismo, esto es, como salida sólo queda la «condena» del mundo.

El nihilismo implica, pues, ficción y negación de la vida, pero también reacción contra esta misma ficción
que es el mundo suprasensible. Si antes se despreciaba la vida desde la altura de los valores superiores, se
la negaba en nombre de estos valores, luego, por el contrario, en un segundo giro defensivo del proceso se
permanece sólo con la vida, pero se trata de la vida depreciada, una vida que se desliza ahora en un
mundo sin valores, desprovisto de sentido y finalidad, que rueda cada vez más lejos hacia su propia nada.
Si el primer sentido del nihilismo hacía hincapié en la negación de la voluntad (nihilismo negativo)
derivada de la valoración moral, el segundo sentido acentúa el «pesimismo de la debilidad» (nihilismo
reactivo).

Nietzsche describe la historia del nihilismo como un proceso de autodestrucción de la propia dinámica
occidental y su «afán de verdad a toda costa». Dios muere en el momento secular en el que el
conocimiento ya no tiene necesidad de llegar a las causas últimas de la existencia o en el que el hombre
no necesita creer que su salvación proviene de un «alma inmortal». Pero muere también porque el mismo
imperativo de verdad que guía la historia de Occidente se prohíbe su propio presupuesto inicial. De ahí
que la muerte de Dios vaya de la mano de la idea del carácter superfluo de los valores últimos, esto es, del
nihilismo.

La muerte de Dios es la consecuencia lógica de un proceso milenario que arranca con Platón y termina
con el mismo Nietzsche, heraldo de un nuevo futuro. Se trata además de una idea que atraviesa toda su
obra desde sus escritos juveniles y que es explícitamente problematizada en su obra de madurez. En una
de las páginas más célebres de La ciencia jovial —el aforismo 125, titulado «El hombre frenético»—
describe cómo el anunciador de esta «buena nueva» está condenado, sin embargo, por llegar «demasiado
pronto» a la más absoluta incomprensión. La razón de esta «falta de oídos» del mensaje es clara: para
Nietzsche, afrontar la muerte de Dios como problema no sólo equivalía a perder la creencia en el Dios
religioso, sino poner en entredicho las categorías filosóficas tradicionales: verdad, bien, progreso o
emancipación; además, exigía asimismo una honradez y una sospecha frente al legado cristiano
difícilmente conciliables con cualquier tipo de «regreso» religioso bajo formas aparentemente seculares
como, por ejemplo, el presunto «triunfo» de la ciencia.

En este sentido, como se pone de manifiesto en sus últimas obras, Nietzsche es extremadamente sensible
a la subsistencia de las fuerzas del cristianismo y a su complicidad con las inercias de la voluntad
decadente: una economía afectiva que sigue interpretando lo sensible, mundano y terrenal —lo
corporal— como lo efímero, pasajero y aparente, esto es, como lo carente de valor. Bajo esta óptica vital,
«Dios» no significa tanto un poder religioso como una determinada ontología que se erige como una
moral hostil al «sentido de la tierra»; es decir, Dios como «vampiro de la vida».

Aunque Nietzsche no es en sentido estricto el primer pensador que introduce la cuestión de la muerte de
Dios —esta temática aparece en G. W. F. Hegel y el romanticismo—, sí es uno de los que más ha
insistido sobre la importancia de este acontecimiento en la historia cultural de Occidente, así como en sus
posibles y variadas consecuencias. Su planteamiento, por una parte, identifica esta muerte con la
desaparición de toda posición absoluta en el terreno del valor —nihilismo— y, por otra, en cambio,
elimina del pensamiento posterior a Hegel, por ejemplo, toda posibilidad de reapropiación «humanista».
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La «muerte del fundamento» no da lugar a una recuperación por parte del hombre de algún tipo de
esencia alienada en el ídolo divino, sino a una intensificación del nihilismo.

Es, desde luego, Nietzsche quien, desde el trasfondo de la literatura rusa y el pesimismo de filósofos
como Pascal, Leopardi o Schopenhauer, desplaza la temática idealista y arroja una luz original sobre el
fenómeno del nihilismo axiológico como historia cultural. Aunque él sólo utiliza expresamente el
concepto de nihilismo en sus últimos escritos (a partir de 1880; la primera vez en el último libro de La
ciencia jovial), la mayoría póstumos, el problema permanece latente en toda su obra desde la publicación
de su primer gran libro El nacimiento de la tragedia, por no decir antes. Aquí, la crítica a la figura y
pensamiento de Sócrates, al menos, del Sócrates platónico, abonaba ya el posterior desarrollo de la
cuestión no sólo desde un punto de vista epistemológico, sino también axiológico y crítico-cultural (de
ahí la figura del filósofo como “médico de la cultura”). El dualismo platónico, la contraposición entre un
“mundo verdadero” y un “mundo aparente”, mancilla la inocencia heraclítea del devenir y erige
dogmáticamente una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y creativo de la vida.
Este resentimiento contra la sensibilidad invierte el orden valorativo de la “realidad” hasta el punto de que
crea una auténtica estructura transcendental que Nietzsche llamará “la moral” platónico-cristiana. Este
planteamiento moral es, para él, nihilista por cuanto está obligado a combatir y denigrar por principio la
realidad más inmediata (los sentidos, el cuerpo, el lenguaje) a interpretar, por tanto, el devenir como una
nulidad que “debe” ser superada, toda vez que no da testimonio de un conocimiento firme y seguro.

Por otro lado, dado que todos los valores creados por la cultura occidental son “falsos valores”, esto es,
son valores creados gracias a la incesante depreciación de la vida y son, en última instancia, mera
“voluntad de nada”, este esquema valorativo, en cuanto “destino” de la cultura occidental, actúa así a
modo de un motor histórico, constituye la “historia de un error” abocada a la desintegración. “[...] Las
categorías de ¿finalidad’, ¿unidad?, ¿ser”, con las que hemos otorgado un valor al mundo son vaciadas de
nuevo de todo valor para nosotros— y el mundo se nos presenta como vacío de valor [...]”. Mas una vez
que los valores superiores son desenmascarados, sigue existiendo también la misma valoración del
devenir como “nada”, aun cuando aquí como reacción. El nihilismo entonces aparece, según Nietzsche,
“como estado psicológico” bajo tres formas. Tras el desengaño ante la Totalidad surge, en primer lugar, el
sentimiento del absurdo (“la elevación a consciencia del largo derroche de fuerza, del largo tormento del
“en vano”); en segundo lugar, se pierde toda fe respecto a una totalidad de sentido, decepción mayor
cuanto el hombre ha proyectado estas categorías para creer en su propio valor; y en tercer lugar, surge la
conciencia de que este mundo no es sino un “espejismo”, esto es, sólo queda como salida la “condena”
del mundo.

El nihilismo es, pues, ficción y negación de la vida, pero también reacción contra esta misma ficción que
es el mundo suprasensible. Deleuze lo expresa así: “[antes] se despreciaba la vida desde la altura de los
valores superiores, se la negaba en nombre de estos valores. Aquí, al contrario, se permanece sólo con la
vida, pero se trata todavía de la vida depreciada, que se desliza ahora en un mundo sin valores,
desprovisto de sentido y finalidad, rodando cada vez más lejos hacia su propia nada [...]” (Nietzsche y la
filosofía). Si el primer sentido del nihilismo hacía hincapié en la negación de la voluntad (nihilismo
negativo) derivada de la valoración moral, el segundo sentido acentúa el “pesimismo de la debilidad”
(nihilismo reactivo).

Téngase en cuenta esto: apostar por la tarea de la transmutación de los valores (Umwertung), hacer frente
al problema del nihilismo, significa apreciar que el marco moral de la metafísica occidental representa
tanto la tensión desmesurada de su ideal metafísico anti-vital (la historia platónico-cristiana-idealista)
como el agotamiento y la postración pasiva propiciadas por el desengaño ante este ilusorio exceso (el
cientificismo positivista, el pesimismo schopenhaueriano), a la postre mera ficción. Por ello, la
transmutación ha de comprenderse como el intento nietzscheano de eliminar de la reflexión todos sus
lastres teológicos, esto es, nihilistas. De ahí también que el nihilismo no sea más que la necesaria
consecuencia de la única interpretación realizada hasta hora del valor de la existencia.

Bajo esta consideración, Nietzsche distinguirá de nuevo en esta encrucijada decisiva entre un “nihilismo
activo”, signo de creciente poder y preñado de futuro, y un “nihilismo pasivo”, considerado como
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decadencia y retroceso del poder del espíritu. Como dice significativamente en La ciencia jovial: “[...]
nosotros, filósofos y ‘espíritus libres’ ante la noticia de que el ‘viejo Dios ha muerto’, nos sentimos como
iluminados por una nueva aurora: nuestro corazón se inunda entonces de gratitud, de admiración, de
presentimiento y de esperanza. Finalmente se nos aparece el horizonte otra vez libre [...]; de nuevo está
permitida toda aventura arriesgada de los que buscan el conocimiento [...]”.

También Heidegger se apropia de esta identificación nietzscheana entre metafísica y nihilismo. Sin
embargo, va más allá y traduce este planteamiento a términos ontológicos, concretamente a la diferencia
ser-ente. Bajo este punto de vista Nietzsche, encerrado estérilmente en una idea del ser como valor, no
habría sabido advertir cuál es el problema fundamental: el olvido del Ser. “La esencia del nihilismo —
observa Heidegger— reside en la historia, según la cual, en la manifestación de lo ente en su totalidad, no
se toca en absoluto el ser mismo y su verdad, de tal modo que la verdad de lo ente vale como tal porque
falta la verdad del ser [...]” (“La frase de Nietzsche: ‘Dios ha muerto’”).

Es decir, Nietzsche, aferrado a los postulados de la filosofía de la subjetividad (la idea de la “voluntad de
poder”), no paró mientes en la esencia del nihilismo; de ahí que no suponga un punto de ruptura respecto
a la metafísica anterior, sino, antes bien, su consumación. El concepto de voluntad de poder sirve a
Heidegger, por otra parte, para conjugar su reflexión acerca del nihilismo con el problema de la técnica,
en el fondo, una forma de metafísica y de des-velar lo real, y del Gestell: “El desocultamiento que impera
en la técnica moderna es un provocar (herausfordern) que exige a la naturaleza suministrar energía que
como tal puede ser extraída y almacenada”. La siniestra correspondencia entre la exigencia de fundar en
la razón y el desarraigo del suelo natal (Heimatlosigkeit) obliga, según él, a reflexionar más
detenidamente sobre la esencia de la técnica y a cuestionar las soluciones humanistas, a la postre,
impotentes. En este mismo escenario hay que destacar el interesante diálogo entre Jünger y Heidegger en
torno a la ardua “superación” del nihilismo, conversación sintomática de la dimensión novedosa de este
problema y de su inconmensurabilidad respecto a soluciones anteriores.

Tras este recorrido negativo, el concepto de nihilismo ha cambiado de signo en algunos autores que, sin
complejos, se califican a sí mismos de “posmodernos”. Así, el “pensamiento débil” de Gianni Vattimo
propone transformar los términos del debate y cuestionar la tradicional imagen negativa o trágica del
nihilismo. El punto fundamental radica en abrazar las consecuencias pluralistas y relativistas del
nihilismo (“el aligeramiento de la realidad”), reinterpretando las posiciones de Nietzsche y Heidegger a la
luz de un pensamiento no obsesionado por el fundamento o su rechazo (estrategias de la “diferencia”).
Este nuevo modelo nihilista lo brinda el pensar hermenéutico. En este sentido, el autor italiano define la
posmodernidad como el momento histórico en el que “el nihilismo acabado, como el Abgrund
heideggeriano, nos llama a vivir una experiencia fabulizada de la realidad, experiencia que es también
nuestra única posibilidad de libertad” (El fin de la modernidad).

La crítica del cristianismo

Sorprende comprobar que cuanto más se acerca el desmoronamiento psíquico de Nietzsche, el tema del
cristianismo se hace cada vez más insistente, casi obsesivo, e incluso llega a adquirir un tono de
grandilocuencia muy distinto de la deliberada mesura de las obras anteriores. En El Anticristo esta
polémica adquiere toda su intensidad y virulencia. Nietzsche no sólo es cada vez más consciente de que
su sacrílego «descenso a los infiernos» a los orígenes históricos del cristianismo no tiene más remedio
que «dinamitar» la historia de la humanidad, sino que interpreta la categoría Dios como símbolo de una
Nada que priva de centro de gravedad a la vida.

Hay que comprender que por cristianismo Nietzsche no sólo entiende el discurso específicamente
religioso, sino también toda interpretación moral de la existencia. Bajo ese punto de vista doctrinas
cristianas siguen siendo la creencia en el progreso, la ciencia pura o la democratización entendida como
homogeneización.

Ha llegado la hora —afirma Nietzsche— en que nos será necesario pagar por haber sido cristianos
durante dos mil años: perdemos el centro de gravedad que nos hacía vivir, no sabremos durante cierto
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tiempo dónde nos encontramos. Nos precipitaremos súbitamente en las apreciaciones opuestas con una
cantidad de energía igual a aquella con la que hemos sido cristianos, con la absurda exageración del
cristiano. (KSA, xiii, 11 [148])

El propósito de Nietzsche es desatar ese nudo expresado en el dilema «Dios o la Nada», sobre todo
teniendo en cuenta que la mayor parte de la filosofía —en especial el idealismo alemán— se ha erigido
tradicionalmente sobre un valor máximo (Dios) que oculta el trasfondo de vacío sobre el que se edifica.
Ahora bien, si se postula esta trascendencia es sólo por que el hombre pueda defenderse del miedo al
sentido inmanente del ser sensible y singular; por la dinámica reactiva del resentimiento: «Esta
experiencia me desborda, luego no existe». Como el cristiano cree que la vida, en su inmanencia, carece
de sentido en y por sí misma, debe buscar este sentido fuera de ella, en un ser atemporal, eterno o infinito.

Por otro lado, no debe subestimarse la crítica que Nietzsche realiza al cristianismo como doctrina
anarquista, indiferente a la política, así como su recusación de su ideal de salvación. Esta «tecnología del
yo», basada en la acentuación del sentimiento de pecado y el narcisismo del creyente, no sólo desprecia el
potencial creativo humano, sino que aísla al creyente de todo contacto con la realidad.
El nuevo ascetismo de rasgos estoicos que plantea Nietzsche ante el problema cristiano de la salvación
del alma supone en cambio una nueva preocupación por la subjetividad como gestión y cuidado del
cuerpo. Recurriendo al «cuidado de uno mismo» propuesto por Sócrates, Nietzsche propone, pues,
reconducir de otro modo nuestra atención al yo bajo el lema «Quiérete a ti mismo». «Las naturalezas
activas y exitosas no obran según la máxima “conócete a ti mismo”, sino como si tuvieran presente la
orden: “quiérete a ti mismo”, así llegas a ser tú mismo» (Opiniones y sentencias mezcladas, 366)
No es extraño, pues, que en La ciencia jovial se proponga una práctica del yo en confrontación con el
ideal de salvación cristiano. Este «ascetismo naturalizado» reivindicado no se caracteriza por ningún tipo
de renuncia o de idealismo, sino por la adquisición de una «verdad natural» que no huye ni se defiende de
la realidad de este mundo: un grado más potente de subjetividad.

Mi tarea —afirmará— pasa por reivindicar, como propiedad y producto del hombre, como el más bello
adorno, como su más bella apología, toda la belleza y sublimidad que hemos prestado a las cosas e
ilusiones. El hombre como poeta, como pensador, como Dios, como poder, como compasión. ¡Oh,
suprema y regia generosidad con la que ha regalado a las cosas para empobrecerse él y sentirse
miserable! Aquí sí que ha sido tremendamente «desinteresado»: admirando y adorando sin saber ni querer
saber que él creaba lo que admiraba […] (KSA,ix, 12 [34])

Protestantismo y autodestrucción del cristianismo

En la polémica de Nietzsche con el cristianismo no cabe subestimar uno de sus capítulos aparentemente
secundarios: el desgarrado enfrentamiento de un alemán enraizado desde pequeño en el luteranismo
como Nietzsche con sus compatriotas. «¿Adivina usted quiénes salen peor librados de mi libro [El
Anticristo]? ¡Los señores alemanes! Les he dicho cosas espantosas…» (Carta a G. Brandes del 20 de
noviembre de 1888) Nada expresa mejor su motivación ilustrada que su contraposición con la «grosera»
tosquedad de la Reforma protestante. La indiferencia alemana ante el escenario de crisis, propiciada
entre otros factores por el mayor influjo irreflexivo del protestantismo, a su parecer, obstaculiza, frena,
una posible comprensión más ajustada de lo que está culturalmente en el fondo de la cuestión religiosa.
Por ello, la confrontación entre «lo alemán» y el problema europeo adquiere tanto relieve en sus últimas
obras: la Alemania protestante —y su filosofía— no es sino la última tentativa dirigida a retrasar y
disimular el problema del ateísmo honrado y sus consecuencias: el nihilismo y la necesidad de la
transmutación de los valores.

El protestantismo, canto de cisne del cristianismo más obtuso, imposibilita, según Nietzsche, la
posibilidad de una vita contemplativa no religiosa. En Aurora, por ejemplo, se destaca sobre todo cómo
Lutero pone fin al menosprecio del laico. Al negar cualquier forma especial de vida como lugar
privilegiado de lo sagrado, el protestantismo niega la distinción entre lo sagrado y lo profano,
reafirmando así «la vida laica» como lugar central de los designios de la voluntad divina.[1] Por eso
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también le considera a menudo como un «campesino» falto de todo tipo de pudor: ahora cada uno es su
propio sacerdote. En la Reforma el desequilibrio introducido por la interpretación paulina de Cristo —la
muerte del cristiano al mundo— toma un nuevo giro: la exacerbación de la interioridad. De ahí la
profunda conexión entre Pablo y la vuelta al cristianismo primitivo de Lutero: ambos muestran que existe
una conexión entre la sumisión ante la realidad fáctica y una autonomía idealizada en el terreno del
espíritu. Pero Nietzsche detecta en esta radical contraposición de lo interior y lo exterior una legitimación
indirecta de la lógica inmanente al mundo:

¿Por qué, en definitiva, el protestantismo es un momento decisivo dentro de ese conjunto de variaciones
llamado cristianismo? Básicamente porque Nietzsche considera que representa la última «rebelión de
esclavos» en el plano cultural (la emergencia de la lógica individualista), pero también —y
paralelamente— algo no menos relevante: la autodestrucción del cristianismo, la parálisis de la
modernidad, su total indiferencia e incomprensión ante el problema crítico del valor: «¿Puede
imaginarse una forma de fe cristiana más débil espiritualmente, más perezosa, más paralizadora que la
de un protestante alemán medio?» (KSA, viii,14 [45]) Nietzsche, desde luego, cree que no: el
protestantismo es la «más impura especie de cristianismo que existe, la más incurable, la más irrefutable
[…]» (El Anticristo, 61) Y analiza desde este ángulo la compleja ubicación de la Reforma en la historia
del cristianismo: mientras que, por un lado, su intención fue la de mantener y «resucitar» la llama de su
religiosidad, por otro representa su autodestrucción (La ciencia jovial, 358), un estadio decisivo dentro
del nihilismo.

A la busca de un nuevo centro de gravedad

“Cuando el centro de gravedad no se sitúa en la vida, sino en el <<más allá>> —en la nada—, se despoja
a la vida en general de todo posible centro de gravedad. La gran mentira de la inmortalidad personal
destruye todo lo que existe de razón y de naturaleza en el instinto —todo lo que hay en los instintos de
beneficioso, de favorecedor de la vida y de asegurador de futuro, despierta desconfianza. Vivir de tal
modo que ya no tenga sentido vivir, esto se convierte entonces en el <<sentido>> de la vida... ¿Para qué
sirve, pues, el sentido comunitario, la gratitud a los orígenes y a los antepasados ¿Para qué colaborar,
confiar e impulsar y favorecer cualquier forma de bien general?... Todas estas cosas son “tentaciones”,
todas esas cosas son desviaciones del <<camino recto>> —<<sólo una cosa es necesaria>>... [...]—
nunca podrá maldecirse con suficiente desprecio semejante intensificación hasta el infinito, hasta la
desvergüenza de todo tipo de egoísmo [...] (AC 43)

Como vemos en este importante texto, Nietzsche cree que la acentuación del pecado ha intensificado
mucho más los pensamientos egoístas en las consecuencias personales de cada acción, apartando de ellas
las consecuencias para los demás. La subjetividad ascética cristiana, centrada obsesivamente en la idea
del pecado y en una constante hermenéutica del yo, impide, por ello, todo cuidado práctico del yo. La
“incurabilidad” de la experiencia cristiana obstaculiza toda comprensión “natural” y creativa de la
subjetividad. Mas el pecado contra Dios ha absorbido la consideración de los efectos de nuestros actos
para la humanidad. Ciertamente, el cristiano está demasiado ocupado consigo mismo para pensar en todo
aquello no relacionado con la salvación, mucho menos en el prójimo. Por otro lado, la sensibilidad
helénica nietzscheana percibe cómo este pensamiento sólo es propio de “esclavos” o de subjetividades
débiles:

Todo pecado es una falta de respeto, un crimen laesae majestatis divinae [crimen de lesa majestad divina]
—¡y punto! Contrición, humillación, morder el polvo ante alguien —ésa es la primera y última condición
de su gracia: ¡reparación de su honor divino, pues! Si con el pecado, por el contrario, se causa daño, si
con él se cultiva una profunda y creciente desgracia que atrapa y ahoga como una enfermedad a los
hombres uno tras otro, eso no preocupa en absoluto, en su cielo, a estos orientales sedientos de honor: ¡el
pecado es una falta contra Él y no contra la humanidad! A quien Él ha regalado su gracia, le regala
también su despreocupación por las consecuencias naturales del pecado. Dios y humanidad se encuentran
aquí tan separados, son pensados tan contrapuestos, que, en el fondo, no se puede pecar contra esta última
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—cualquier hecho debe ser considerado sólo según sus consecuencias sobrenaturales, no según sus
consecuencias naturales: así lo quiere el sentimiento judío, para el que todo lo natural es lo indigno en sí”
(FW 135).

Lo que preocupa a Nietzsche es la profunda injusticia del cristianismo, su indiferencia ante la vida,
ante la vida como problema. La “realidad ideal” cristiana es, por ello, incapaz de ubicarse en el mundo
real o en la historia, se dirige hacia el no-lugar de la gracia, pues no puede criticar ni transformar el
mundo. La importancia de este “desplazamiento” cristiano-paulino apunta a un problema decisivo: la
devaluación absoluta de los elementos corporales de la vida humana en virtud del pesimismo
antropológico del “pecado”. Del “alma”, en suma. En otro lugar[2] he analizado cómo la desvalorización
de toda práctica exterior, de toda exterioridad, implica que nuestras obras son impotentes para acceder a
la justicia de Dios.

En este punto la crítica nietzscheana al judaísmo (FW 135,136) y a Pablo coincide con la de Lutero
(FW 129, 148, 149, 358): desde esta posición “nihilista” toda obra debe abolirse en tanto que supone la
alienación de la verdad absoluta de Cristo. Una verdad y una “libertad” que desde ahora no pueden
habitar más que en la luz interior de la conciencia. Al margen de todo ordenamiento humano. Frente al
mundo real de la “carne”, sólo el mundo interior del pecador a solas con Dios proporciona el camino de la
salvación[3]. En La ciencia jovial, Pablo es, como en Aurora, uno de los objetivos principales de la
disección psico-histórica nietzscheana: un “calumniador de la naturaleza” (FW 294). “Hay naturalezas,
como la del apóstol Pablo, que se caracterizan por tener mal ojo para las pasiones; de ellas sólo conocen
sus rasgos sucios, deformados y desgarradores —de ahí que su impulso ideal se dirija hacia la
aniquilación de las pasiones, y que en lo divino sólo vean su completa purificación” (FW 139).

El maestro ético en tanto maestro de la finalidad de la existencia entra en escena para que lo que aparece
como necesario, espontáneo y sin fin alguno aparezca de ahora en adelante como un hecho dirigido por
algún propósito y se haga patente al hombre como razón e imperativo último; a tal efecto, éste inventa
una segunda existencia diferente, sacando a la vieja existencia ordinaria de sus viejos y ordinarios quicios.
En absoluto quiere que nos riamos de la existencia, ni siquiera de nosotros mismos, —y menos aún de él;
para él uno es siempre uno, algo primero, último y terrible [...] ¡Reírse de uno mismo tal como se debería
reír para que fuera risa desde la verdad plena! —¡He aquí algo para lo que los mejores no han tenido aún
suficiente sentido de la verdad y demasiado poco genio los más dotados! ¡Tal vez también haya un futuro
para la risa! [...] Tal vez se unan entonces la risa y la sabiduría, tal vez exista entonces una “ciencia
jovial”. Hasta que llegue ese momento, las cosas son completamente diferentes, hasta ahora la comedia de
la existencia todavía no ha “llegado a ser consciente” de sí misma, ya que sigue dominando el tiempo de
la tragedia, el tiempo de las morales y de la religiones (FW 1).

Por el contrario, la indiferencia frente al ideal de la salvación supone también otro modo de devolver
dignidad a ese “cuidado de sí” sacrificado por el ascetismo cristiano. Cabe reconocer como “alma mortal”
a ese Nietzsche que insiste, tanto en su correspondencia personal como en sus escritos, en un nuevo
“cultivo de sí” que posea una función eminentemente curativa: llegar a ser médico de uno mismo. “Mi
perpetuo lema es Mihi ipsi scripsi, y mi moral, la única que me queda, es la de que cada uno debe hacer a
su manera lo mejor que pueda por sí mismo [...] Fui en todo mi propio médico, y como alguien que en
todo va unido —alma, espíritu, cuerpo—, recibí, simultáneamente, el mismo tratamiento”[5]. El énfasis
nietzscheano por su “recuperación” indica precisamente esta conexión entre cuidado del yo y enfermedad.
El esfuerzo por dar forma a la subjetividad nada tiene que ver con la huida del yo, tanto en su vertiente
ascética como mundana. De aquí la atención a “lo próximo” y la importante relación entre la fisiología
(conocimiento de las causas reales), el régimen dietético (problema de la “digestión” de las vivencias) y el
nuevo conocimiento terapéutico.

Esta indiferencia ante la salvación del sujeto supone una preocupación por la subjetividad como gestión y
cuidado del cuerpo. Recurriendo al “cuidado de sí” propuesto por Sócrates, Nietzsche propone, pues,
dirigir de otro modo nuestra atención: “Quiérete a ti mismo”. Las naturalezas activas y exitosas no obran
según la máxima “conócete a ti mismo”, sino como si tuvieran presente la orden: “quiérete a ti mismo”,
así llegas a ser tú mismo”[6]. No es extraño, pues, que el libro IV de La ciencia jovial proponga una
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nueva valoración de la ascesis. Este “ascetismo naturalizado” reivindicado no se caracteriza así por
ningún tipo de renuncia, sino por la adquisición de una “verdad natural” que conduce a la realidad de este
mundo, a un grado más potente de subjetividad, aunque no exento de sacrificio[7]. Bajo este prisma, la
experiencia cristiana de la incurabilidad del alma es contemplada por Nietzsche como un descuido
irreflexivo de las tareas del “yo superior”. La tarea del nuevo filósofo es, por el contrario, “causar daño” a
esta estupidez:

“Tu egoísmo es la desgracia de tu vida” —así es como ha sonado la prédica durante milenios: ésta, como
se ha dicho, no sólo ha hecho mucho daño al egoísmo, sino que también le ha privado de mucho espíritu,
de mucha serenidad, de mucha imaginación, de mucha belleza; ¡lo ha embrutecido, lo ha convertido en
algo odioso y envenenado! Ahora bien, la antigüedad filosófica enseñó otra fuente principal de desgracia:
a partir de Sócrates, los pensadores nunca se cansaron de predicar: “vuestra falta de reflexión y estupidez,
vuestra manera de pasar el rato según las reglas, vuestra subordinación a la opinión del vecino, son la
causa que explica por qué alcanzáis tan raramente la felicidad —nosotros los pensadores somos, en tanto
pensadores, los más felices”. No decidamos aquí ahora si esta prédica en contra de la estupidez conlleva
mejores razones que aquella prédica en contra del egoísmo; pero sin duda ésta última privó a la estupidez
de su buena conciencia —¡estos filósofos le causaron daño a la estupidez (FW 328).

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