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Los tratamientos analíticos en las instituciones.

Galende.

Me parece necesario hacer una distinción entre los requerimientos de un tratamiento


analítico y ciertas intervenciones analíticas que, sin constituir un tratamiento, se basan en su
método y producen ciertos efectos. Con esta última me refiero, por ejemplo, a las que hacía
Freud con su compañero ocasional de viaje de vacaciones, al analizar determinado síntoma,
un sueño, etc., y que creo son altamente frecuentes en las instituciones de Salud Mental. A
veces con pacientes que sólo vienen a una o dos entrevistas, con familiares de internados,
con el personal administrativo, etc. Son requisitos para considerar a estas intervenciones
(señalamientos, interpretaciones, etc.) como psicoanalíticas que respondan a la función
interrogativa del método; no son así de este tipo en general los consejos, respuestas a
demandas, etc. Deben guardar relación exclusiva a la palabra, un acto que no se media por
lo simbólico no tiene función analítica. No deben constituir una mera aplicación de saber, el
factor de sorpresa o imprevisto, la ocurrencia en el momento oportuno, suele ser
característica esencial, no por cierto su planificación ni ejercicio ritual. En general incluye
una intención de develar la estructura productora del síntoma, del conflicto. A diferencia de
los tratamientos, estas intervenciones no pueden ser previstas ni programadas, por lo que
su ocurrencia obedece a la presencia de analistas en estas instituciones y a la experiencia
que éstos tengan. Le asigno un papel importante en la configuración del clima terapéutico
que se genera en estos lugares, y en la actitud del conjunto de la institución frente a las
demandas que circulan. Junto con los tratamientos analíticos planificados y llevados a cabo
en las instituciones, constituyen los rasgos de la presencia de psicoanalistas en estos
lugares de la Salud Mental. Al interrogarme sobre las prácticas reales de los analistas en los
asilos, los hospitales psiquiátricos, los centros de Salud Mental, los servicios de
psicopatología en hospitales generales, prácticas que yo mismo he realizado, me daba
cuenta de lo irresumible de esta experiencia, cuya riqueza mayor no pasa por los
tratamientos efectivamente realizados y concluidos, sino por el aporte que un analista hace,
con pequeñas y reiteradas intervenciones, para que un síntoma se evidencie, en un paciente
o en un miembro de la institución, para que circule, para que se hable y se haga así
abordable.
No es posible hablar de esto sin recordar la figura clave de Enrique Pichón Riviére, no
sólo por su condición de pionero de los analistas en el hospicio, sino por representar esa
figura de analista dispuesto a utilizar todos los recursos disponibles de su ingenio para su
función. La historia de su pasaje por estas instituciones, como la de varios más, no podría
de ninguna manera transmitir mínimamente su tarea real, su incidencia en ellas, las
repercusiones didácticas de sus intervenciones. Ya en 1937 era Jefe de Admisión del
Hospicio de las Mercedes (hoy J. T. Borda), y a partir de 1957, Jefe del Servicio de
Psiquiatría para niños y adolescentes. Sería tan absurdo como imposible marcar los límites
de cuándo sus intervenciones eran analíticas y cuándo no. Desde sus ocurrencias o sus
invenciones técnicas, sólo evaluables por sus efectos, sus marcas fueron duraderas. Los
grupos operativos, que comenzaron a la vez como experiencia didáctica y terapéutica, se
extendieron luego a los problemas de la psicología social. Formaron parte del bagaje clínico
de muchos de los analistas que en la década del cincuenta se desempeñaban en los
hospitales psiquiátricos: José Bleger, David Liberman, Edgardo Rolla, entre muchos otros.
En 1959, Pichón Riviére fundó la Escuela de Psiquiatría Dinámica, junto a varios de sus
discípulos. Desde allí comenzó la elaboración teórica y práctica sobre las psicosis, que
desembocó en su teoría de la enfermedad única. Su presencia y su ejemplo se hicieron notar
cuando los analistas hicieron más notoria su intervención en los hospitales generales. Diego
García Reynoso en el Hospital de Niños desde 1957, Carlos Mario Asían en el Instituto de
Investigaciones Médicas, hasta la apertura en el Hospital G. Aráoz Alfaro del Servicio de
Psicopatología que dirigiera Mauricio Goldemberg. Las terapias de grupo en Argentina
también tuvieron su inicio en hospitales: en 1947 con Pichón Riviére y a partir de 1953 J. J.
Morgan, S. Resnik y Usandivaras. En 1955 se funda la Asociación Argentina de Psicología
y Psicoterapia de Grupo.
Si me he detenido a recordar a Pichón Riviére y a la prosecución de su ejemplo entre los
analistas vinculados a Salud Mental, es para hacer evidente la necesidad de recuperar cierta
historia de experiencias ya comenzadas. No porque haya que proseguirlas, repetirlas o
imitarlas, sino porque su conocimiento ahorraría muchas incertidumbres y enriquecería sin
duda las reflexiones de los que, más jóvenes en esto, se acercan interrogándose sobre su
función de analistas en estas instituciones.

Los tratamientos analíticos

Recordemos lo ya dicho sobre la relación de asistencia. El psicoanálisis no instituye una


relación de asistencia. Tampoco confunde sus criterios de curación con los de la medicina.
Su relación con las psicoterapias debe tener en cuenta algunas diferencias esenciales: a)
las psicoterapias son más fenoménicas en su captación del síntoma, mientras que el
psicoanálisis se propone una disección de las estructuras productoras de conflicto; b) las
psicoterapias parten de y tienden a la unidad del sujeto, el humanismo que las sustenta se
expresa en sus ideas de adaptación y equilibrio, mientras que al análisis le es ajena la
síntesis, su sujeto es estructuralmente escindido, tópico, y el conflicto y la adaptación son de
naturaleza irreductible; c) las psicoterapias confían todo a una sociabilidad equilibrada y a
ello tienden, mientras que el análisis muestra a la relación social como narcisismo y síntoma;
d) las psicoterapias se proponen la resolución del síntoma, en lo cual basan su eficacia,
mientras que el análisis devela una relación entre el síntoma y la verdad histórica del sujeto
y la disolución del síntoma sobreviene “por añadidura”, por develamiento de esa verdad; e)
mientras que las piscoterapias responden a la demanda del paciente tendiendo a reunir,
aglutinar, lo que éste separa, el análisis interroga a la demanda sin satisfacerla, tratando de
desagregar lo que la constituye; f) si las psicoterapias autorizan en el terapeuta la utilización
de su persona para lograr la cura, el análisis se rige por el principio de abstinencia y relación
exclusiva a la palabra; g) finalmente, si el terapeuta utiliza un saber y una experiencia que
hacen de su acción una pedagogía subyacente, el analista interroga al saber en el paciente,
evitando en lo que pueda toda intención pedagógica. Es sobre la base de estas diferencias,
que definen a un tratamiento como analítico, que pueden plantearse cuestiones tales como
la eficacia terapéutica, los criterios de curación y finalización, etc. Son éstas, además, las
condiciones para que las cuestiones del método (regla de abstinencia, neutralidad valorativa,
asociación libre, atención flotante) posibiliten la instalación y el manejo de la transferencia.
Desde otra perspectiva, abordar las cuestiones relativas al tratamiento analítico en una
institución es preguntarse por la transferencia, ya que es su despliegue en la cura lo que
define las características y posibilidades de un análisis. Si queremos alejarnos de todo
voluntarismo practicista, que nos exhorta a analizar sin pensar en qué condiciones, la
cuestión a preguntarse es qué agrega la institución psiquiátrica a estos tratamientos, que de
algún modo haya que tener en cuenta en los principios del método. No nos parece que
ciertas cuestiones del encuadre sean lo esencial: el pago por el paciente al analista, el
número de sesiones, la disponibilidad del lugar, diván, horarios, etc. Sí nos parece
importante contar con la aceptación por la institución de ciertos requerimientos que tiene un
tratamiento analítico: elección mutua del analista y el paciente, cuestiones de respeto por la
privacidad de la relación analítica, aceptación del tiempo de duración del tratamiento y
frecuencia necesaria de sesiones, que no pueden fijarse administrativamente, respetar que
es el analista quien dirige la cura y no los criterios administrativos, aceptación de los criterios
analíticos de curación y fin del tratamiento. Para un analista, la singularidad de cada análisis
es esencial. Las generalidades del método, los universales teóricos, y aun la propia
experiencia no recubren nunca la totalidad de cada análisis, el que debe desplegarse como
singular. Siempre, para el analista, es “caso por caso”. Las instituciones tienen
requerimientos de diagnóstico, clasificaciones y generalizaciones, que suelen hacer conflicto
con este requerimiento de singularidad. Todos estos aspectos suelen ser olvidados en las
instituciones actuales de Salud Mental, en las que el psicoanálisis va cobrando cierta
hegemonía teórica y práctica. Lo que nos parece que la institución agrega a estos tratamientos es
justamente la presencia de la institución en la transferencia.
En la creación del espacio clínico que necesita el análisis, la institución emerge como
fuerza instituyente de una relación con el analista que hace obstáculo a la configuración de
la relación de análisis. Esta transferencia es previa a la transferencia analítica propiamente
dicha y suele permanecer como obstáculo, telón de fondo de todo tratamiento en las
instituciones, con frecuencia como un aspecto no analizable. ¿En qué consiste esta
transferencia? Está configurada por la relación regresiva que el paciente mantiene con la
institución médico-asistencial, y suele expresarse tanto bajo formas de sometimiento como
de exigencias despóticas de cuidados y atenciones. Sabemos por Freud la función sofocante
de la subjetividad que toda institución mantiene con los individuos. La pregnancia que en el
imaginario social tiene la institución médica refuerza estos efectos de sometimiento regresivo
cuando alguien se siente enfermo e idealiza los cuidados que habrán de aliviar su
sufrimiento. Es conocido por todos el aprovechamiento que el médico puede llegar a hacer
de esta transferencia, en beneficio de agrandar su imagen o los poderes que la fantasía
regresiva del enfermo le confiere. E. Jacques30 había mostrado a las instituciones básicas
de la sociedad como defensas frente a ansiedades que, siguiendo a M. Klein, denominaba
psicóticas: policía, bomberos, medicina. Estas instituciones, tan presentes por otra parte en
el imaginario de los niños, forman parte de la personalidad, según este autor. Bleger había
agregado a esto que toda institución es, además, lugar privilegiado de depositación y fijación
de los aspectos ambiguos de la personalidad, indiferenciados. Lo que señala E. Jacques,
que forma parte de la personalidad, no ajeno al pensamiento freudiano en su análisis de la
Iglesia y el Ejército,31 significa que hay una impregnación identificatoria en la relación del
sujeto con la institución. Desde otro ángulo: la conciencia, la representación, que el enfermo
tiene de su padecimiento, incluye las de la institución médica; ésta forma parte de sí mismo.

La instancia subjetiva que sostiene esta identificación es el yo ideal; de él parten los


fantasmas omnipotentes de control de la muerte y el sufrimiento a través de una
recuperación regresiva de la fusión con la madre: exigencia de ser cuidado, protegido,
dependencia extrema, idealización. Por otra parte, esta transferencia con la institución está
infiltrada por la compulsión repetitiva, la que suele lograr ciertos efectos ya que
esencialmente es muda, sólo se expresa bajo la forma ritual y ceremonial de la asistencia:
el cuidado del cuerpo, la denegación de la muerte; el cuidado del espíritu, la denegación de
la locura. Estos aspectos regresivos, como lo señalara Bleger, 32 sólo se hacen manifiestos
en los momentos en que el ritual se interrumpe, o se perturba, o cuando la ceremonia no se
cumple. Esto es precisamente lo que suele ocurrir en los tratamientos analíticos en la
institución cuando no se ha tenido en cuenta esta transferencia previa, es decir, cuando la
relación instituida del paciente con la asistencia no ha sido considerada como síntoma.
La transferencia, en todo análisis, tiene una dimensión de repetición, en tanto reactualiza
en la relación al analista algo de los vínculos primarios. La transferencia a la institución busca
repetir de modo compulsivo el vínculo simbiótico, materno, sostenido en el yo ideal, y
difícilmente analizable. Su dimensión compulsiva nos aparece en lo altamente ritualizado en
la relación con lo médico, y en el requerimiento repetido del acto sometimiento/cuidado. La
dimensión de defensa, a la que antes aludimos siguiendo a E. Jacques, además de los
efectos denegatorios de la muerte y la locura, se expresa también en el obstáculo que el
paciente presenta a la apertura de su historia. La exigencia de ser atendido y curado en su
condición de enfermo, es una fuerza homogeneizante que aplasta las singularidades de su
historia personal, o los recuerdos en donde sus síntomas podrían desplazar sentido. Esto se
une a los efectos reales que la institución inscribe, ya que, por principio, toda institución
afecta al ser de sus miembros en la homogeinización que produce, borrando las diferencias
subjetivas. Ambas, instituciones y transferencia del sujeto, se constituyen en resistencia al
análisis que requiere, como vimos, el despliegue de una singularidad plena.

Creo que la consideración de estas cuestiones es clave, porque el psicoanalista no está


exento de su propia identificación con la institución, y de establecer en cuanto a esto lo que
Freud denominara “transferencia recíproca”. Con cierta perplejidad he escuchado hace poco
tiempo a un conocido analista decir lo siguiente: “cuando la relación con el Otro desborda la
transferencia se hace necesaria la internación”. Esta opinión no guarda mucha distancia con
la que sostenía la psiquiatría organicista kraepeliniana o el mecanicismo a ultranza de
Clérambault. Para este psiquiatra el enfermo mental salía del orden simbólico que estructura
la relación humana y por lo tanto la institución psiquiátrica (es decir el internamiento y la
custodia) se hace necesaria. Es un ejemplo claro del resurgimiento de la vieja ideología
psiquiátrica en lo que, me permito llamar con cierta audacia, resurgimientos transferenciales
a la psiquiatría asilar en algunos analistas.
Creo que deben ocupamos las formas menores de transferencia institucional. Si, como
pensamos, la institución forma parte, por impregnación identificatoria, del yo arcaico,
escindido y fijado en la relación de asistencia, también es frecuente que los analistas
depositen en la institución sus propias demandas regresivas de protección-seguridad-
cuidados. Frente al investimiento transferencial que los pacientes hacen sobre el analista,
suele ocurrir que éste recurra a la institución como defensa, poniéndose en función
resistencial. Si la institución sirve al analista para protegerse de la transferencia del paciente,
y al mismo tiempo o simultáneamente sirve al paciente como resistencia para el análisis, la
institución, en su reinado absoluto, logra impedir el análisis. En esos casos se instala en
plenitud la relación de asistencia: recetan fármacos, se interna, se refuerza como justificación
de todo la actitud diagnóstica.
Aparte de la implicancia de la institución en el tratamiento, interesa la manera en que ésta
instituye un modo de relación social. El abrir en el espacio clínico mismo un interrogante
sobre la institución permite tomar a ésta como síntoma: en el paciente, en los terapeutas, en
el personal no asistencial. Así como hemos señalado que el analista abre interrogantes
frente a la demanda que le dirige el paciente, la escuela, la familia, de igual modo es preciso
que se interrogue sobre la demanda de la institución. Recordemos que la relación que
instituye el psiquiatra es objetivamente del enfermo; esto se expresa en el diagnóstico, que
al nombrar al paciente afecta a su ser en lo simbólico (esto es, define su lugar en los
intercambios sociales). La institución de Salud Mental, conformada sobre valores médico-
psiquiátricos, tiende a demandar esta afectación diagnóstica y clasificatoria. Ese es el modo
en que un paciente accede a los sistemas simbólicos de la institución. El ejemplo extremo
es cuando el nombre diagnóstico se reemplaza por un número. Una interrogación
psicoanalítica sobre esta demanda, encamada en el paciente, apunta a interrumpir la ley
ritual de repetición-clasificación que la institución efectúa y permite acceder al sentido de su
organización. Esta organización conforma una estructura, pegada a la relación que instituye
la psiquiatría (saber-poder), cuya presencia es muda, es decir no analizada, y se hace
presente por sus efectos: los pacientes son reconocidos por el personal y por los terapeutas
por sus nombres diagnósticos. Los pacientes mismos aceptan este nuevo nombre que
también genera repetición y destino. Cuando esto se da, se dice que la organización
institucional funciona. El método analítico, cuya aplicación califica de análisis a un
tratamiento, requiere de una clínica en la que el padecimiento del sujeto sea abierto a la
complejidad sobredeterminada de su historia, sus relaciones actuales, la demanda que sitúa
a un otro (terapeuta) y un lugar. Un analista, frente al paciente que consulta, no puede dejar de
interrogarse por el sufrimiento sintomático: ¿a qué sirve el síntoma?, ¿porqué en este momento?,
¿qué quiere o reclama del médico?, ¿por qué acude a este lugar?, ¿qué relación tiene este lugar con
lo que quiere?
La institución no se plantea interrogantes, tiende a responder con su propia red de
sentido, incorporando y significando a ese sujeto desde sus saberes y funcionamientos
establecidos. En este sentido, los encuadres de la institución y del analista son antagónicos.
Suele pensarse que se debe intentar adaptar los tratamientos a los requerimientos de la
institución asistencial. Así surgieron distintas terapias a las que se piensa más funcionales
con la atención en instituciones públicas (psicoterapias breves, de grupo, etc.) No nos
parecen incorrectas estas propuestas en sí, como métodos alternativos de tratamiento, pero
sí creemos incorrecto guiarse, para definir un tratamiento analítico, por cuestiones
contextuales: lugar, tiempos requeridos, dimensiones de la demanda, frecuencia de
sesiones, urgencia. Esto suele llevar a una selección de casos: para el grupo, para el
psiquiatra, para la terapia breve, etc. En el prólogo que Pichón Riviére escribió para el libro
de Alexander y French33 en el que estos autores sostenían justamente la adecuación de
método de tratamiento al contexto institucional, decía: “Si bien la opinión de los autores me
merece el mayor respeto, creo que hay ahí algo así como una confusión o una inversión del
planteamiento, como si hubiera casos para una cosa y casos para la otra. Posiblemente todo
eso no sea sino una secuela de la formación médica habitual: un caso de difteria, un caso
de escarlatina, etc.”
Desde la admisión misma del paciente, ya sea hecha con él a solas, en grupo, familia,
etc., se debe generar un espacio analítico, en el que la demanda pueda ser escuchada con
el mínimo de interferencia institucional. El modelo de intervención analítica no tiene por qué
ser diferente al que se realiza en la práctica privada. Insistimos en esta cuestión porque
creemos que se originan falsos dilemas. Lo que los terapeutas trasladan de lo privado, y que
suele merecer críticas, son los ritos, lo convencional, las ceremonias sociales con que sé
recibe a un paciente, el contexto. La modalidad de intervención analítica es, o debe ser, la
misma. Los sujetos, para el analista, no son diferentes porque pertenezcan a niveles sociales
diferentes. La calidad de la intervención, la privacidad de todo análisis, el mantenimiento del
secreto, el respeto por el paciente y sus síntomas, el modo de escucha y la interpretación no
tienen por qué diferir. La transferencia está en el paciente y se hará presente en la clínica si
hay un analista dispuesto a recibirla. Es una cualidad de la estructura del sujeto, no una
maniobra técnica que pueda o no realizarse. Con frecuencia surge también con los
psiquiatras o con el médico, que suelen manejarla para reforzar su prestigio narcisista o su
poder sobre el enfermo. El analista se sirve de ella para otros fines: la detecta para facilitar
la relación del paciente con su propio saber y su verdad. En la convivencia entre analistas y
otros técnicos de la Salud Mental en las instituciones, el manejo de la transferencia por los
analistas, que supone un modo de relación nueva y diferente con los enfermos, repercute
sobre el conjunto de la institución, y tiene, en cuanto a esto, un valor crítico sobre los vínculos
que la institución propone. Es necesario partir de la idea de que en el momento actual la
institución de Salud Mental no es en sí un instrumento terapéutico, sino el lugar donde se
implanta una relación nueva que quiere ser terapéutica.

Notas.
30. Elliot Jacques, “Los sistemas sociales como defensas contra las ansiedades persecutoria y depresiva”,
en Obras Completas de Melanie Klein. Tomo 4, Nuevas direcciones en psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós-
Hormé, 1965.
31. S. Freud, “El porvenir de una ilusión", O.C., t. II.
32. J. Bleger, Simbiosis y ambigüedad, Buenos Aires, Paidós, 1967.
33. F. Alexander y T. French, Terapéutica psicoanalttica, Buenos Aires, Paidós, 1955.

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