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EL PASADO RECIENTE EN LA ARGENTINA 267

Capítulo 11

EL PASADO RECIENTE EN LA ARGENTINA:


LAS DIFÍCILES RELACIONES ENTRE TRANSMISIÓN,
EDUCACIÓN Y MEMORIA

Federico Guillermo Lorenz

En memoria de Dora Schwarzstein,


junto a quien aprendí que construir puentes
es una parte fundamental del arte del historiador.

INTRODUCCIÓN

Tradicionalmente, la historia ha desempeñado un importante


papel en la construcción de las identidades nacionales y comuni-
tarias. Los relatos acerca del pasado son espejos en los que mirarse
y han sido centrales en la consolidación de los Estados nacionales.
Además, han trazado no sólo una genealogía, sino, sobre todo, una
causalidad que ubica a los pueblos en un camino predeterminado
hacia un futuro “merecido” sobre la base de la historia.1
Pocas épocas han mostrado un interés tan ferviente en el pasado
como la actual. Comunidades de todos los rincones del globo fijan
fechas conmemorativas, preservan sitios de memoria y homenajean
a sobrevivientes.2 Sin embargo, las catástrofes del siglo XX pusieron

1. Al respecto, resultan interesantes: Bertoni, Lilia Ana, Patriotas, cosmopolitas y


nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos
Aires, FCE, 2001, y Romero, Luis Alberto (coordinador), La Argentina en la escuela.
La idea de nación en los textos escolares, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.
2. La magnitud y también la forma de los actos en ocasión del 60° aniversario
de la llegada de las tropas soviéticas al campo de Auschwitz son un indicio de este
estado cultural.
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en crisis la función social de la historia. Matanzas colectivas, dos


guerras mundiales, genocidios y dictaduras han transformado a la
disciplina en un espejo incómodo.
¿Cómo incorporar en el pasado hechos aberrantes perpetrados
en el seno de la comunidad misma? La historia argentina reciente,
marcada por la violencia política, impone sin duda esta y otras pre-
guntas. ¿Qué hecho elegiríamos para iniciar un relato acerca de ella
en el siglo XX? Es difícil establecer una fecha precisa. ¿Los sucesos
de la Semana Trágica de 1919? ¿Los fusilamientos de 1921 en la Pata-
gonia? ¿La llamada “Conquista del Desierto”? Si bien hacia prin-
cipios del siglo XX la violencia estaba presente en la política, el
derrocamiento del segundo gobierno de Juan Domingo Perón (1955)
fue un punto de inflexión. A partir de ese momento, la lucha política
argentina incorporó la eliminación física del adversario, la represión
ilegal y la violencia como componentes constitutivos de sus prácticas.
Algunas agrupaciones políticas se radicalizaron volcándose a la
lucha armada. Las fuerzas de seguridad desarrollaron complejos
mecanismos de represión interna. El discurso político de esos años
muestra lecturas dualistas acerca de la realidad: “peronistas y anti-
peronistas”, “burócratas y revolucionarios”, “patria y antipatria”,
“Perón o muerte”, “Libres o muertos”… A todas estas consignas
subyace una noción de exclusión, en la que se es parte de una
comunidad o, sencillamente, “no se es”.
La dictadura militar en el poder entre 1976 y 1983 llevó al extremo
esta idea, al definir a la subversión –cuya eliminación fue su principal
argumento para dar el golpe de Estado– como atentatoria contra un
núcleo de valores que definían el “ser nacional”: los “subversivos”
no eran argentinos. Los campos clandestinos de concentración fueron
el intento más sofisticado de llevar a cabo la idea de la eliminación
completa del adversario: como actor político, como persona y como
ser humano. Los miles de desaparecidos y asesinados son la marca
de un régimen que buscó no dejar huellas en el camino de una
supuesta refundación de la sociedad.3
La derrota en la Guerra de Malvinas, en 1982, produjo la crisis
del régimen militar, el llamado a elecciones y la circulación de relatos

3. Al respecto, es insoslayable el libro de Pilar Calveiro, Poder y desaparición. Los


campos de concentración en Argentina, Buenos Aires, Colihue, 1998.
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acerca de las violaciones a los derechos humanos durante la década


de 1970. Los docentes, como el resto de los argentinos, emergieron
de esos años más o menos afectados por el terror. Pero, a diferencia de
otros compatriotas, tenían el trabajo de transmitir relatos sobre ese
pasado, desde instituciones oficiales concebidas para la formación
de los niños y jóvenes.
¿Cómo se cuenta el horror? ¿Cómo se cuenta la historia reciente
de este país? ¿Qué había sucedido en la Argentina? ¿O todavía está
“sucediendo”? ¿Qué pasa cuando los recuerdos de los contempo-
ráneos a los hechos se contradicen con otros discursos dominantes,
por ejemplo los oficiales, acerca del pasado? En este texto analiza-
remos algunos de los mecanismos mediante los que la sociedad
argentina incorporó el pasado violento a su historia colectiva, así
como algunos de los desafíos que dicha incorporación plantea a los
docentes en su práctica cotidiana.

MEMORIA E HISTORIA RECIENTE

Desde hace cerca de dos décadas, la palabra “memoria” está ins-


talada con fuerza en el discurso público. Hay una tendencia mun-
dial que consiste en mirar hacia atrás en busca de respuestas:
modelos de países ideales frente a otros arrasados o a sociedades
actualmente fragmentadas; experiencias de clase, memorias obre-
ras frente a la exclusión; seres queridos ausentes o simplemente
recuerdos personales que buscan ser inscriptos en un gran relato que
los contenga y les dé sentido. Las grandes matanzas del siglo XX y del
que comienza, por otra parte, han influido notablemente en la de-
manda por recordar.
Inicialmente, muchos historiadores plantearon una división ta-
jante entre “Historia” y “memoria”. Esta última consistía, según esta
perspectiva primera, en una aproximación acrítica al pasado, de una
parcialidad y sectorialidad manifiestas, fuertemente influida por los
deseos y las posiciones de los individuos. Frente a la memoria, la
Historia desempeñaba la función “crítica” de volver las cosas a su
lugar a partir del rigor analítico y la objetividad del método.
Para uno de los primeros historiadores preocupados por estos
temas, Pierre Nora,
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memoria e historia, lejos de ser sinónimos, en todo se oponen […] La


memoria es la vida, mientras que la Historia es la reconstrucción, siem-
pre problemática e incompleta, de lo que ya no es. La memoria es un
fenómeno siempre actual, un lazo vivido en presente eterno; la Histo-
ria, una representación del pasado. Caracteriza a la Historia como “lai-
ca” en oposición a una memoria que “instala el recuerdo en lo sagrado”
(Nora, 1984, p. 3).

Sin embargo, los historiadores han incorporado en forma cre-


ciente la noción de su propia subjetividad en el desarrollo de su tra-
bajo, como otra variable que debe ser tenida en cuenta a la hora de
formular conclusiones y, previamente, de plantear preguntas analí-
ticas. Desde esta perspectiva, entre Historia y memoria existe más
bien una relación de retroalimentación. Esto coloca en un plano de
gran importancia la condición de agentes públicos de los historia-
dores: sus relatos acerca del pasado influyen en la visión que otros
actores sociales tienen acerca de éste. La historia critica y se relacio-
na con el discurso de la memoria bajo tres modalidades: una “docu-
mental”, una “explicativa y otro “crítica”. El primer modo aporta
elementos (datos, hechos, procesos, etc.) para la construcción de una
memoria, el segundo ofrece explicaciones acerca del pasado (bajo la
forma de una narración histórica) y el tercero somete a la crítica los
discursos de la memoria (Ricœur, 1999, 41).
La noción de memoria obliga a revisar cuestiones como la de la
legitimidad a la hora de hablar acerca del pasado: qué relato o vi-
sión tiene más autoridad que el resto para definir los significados
de un acontecimiento.4 Otra forma de dar complejidad a estas cues-
tiones es incorporar la noción de múltiples miradas acerca del pasa-
do que participan en combates simbólicos, “luchas por la memoria”
(Jelin, 2002) en las que distintos grupos sociales asumen lecturas y
convicciones diferentes acerca de la historia, distintas “memorias”,
que confrontan explícita o implícitamente en diferentes escenarios,

4. Cuestiones como la experiencia, la condición de haber pasado o no por una


situación determinada se suman a criterios de tipo académico. Dos ejemplos: en el
primer caso, el peso simbólico de la figura de los “afectados” por la represión, o la
literalidad de los testimonios para definir la matriz a partir de la cual pensar la
época; en el segundo, el contrapunto entre “historia de divulgación” versus “histo-
ria profesional”.
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en una disputa por “la verdad” en la que, aunque parezca paradóji-


co, esta puede no ser determinante.
¿Cuál es el rol social de los historiadores? Para Hobsbawm, en
este debate, el historiador es un “matador de mitos”. Sostiene que

a la corta, es impotente contra quienes optan por creer los mitos


históricos; en especial, si se trata de gente que tiene poder político […]
Estas limitaciones no disminuyen la responsabilidad pública del
historiador. Ésta se apoya, ante todo, en el hecho […] de que los his-
toriadores profesionales son los principales productores de la materia
prima que se transforma en propaganda y mitología. Debemos ser
conscientes de que es así, especialmente en una época en que van desa-
pareciendo otros medios de conservar el pasado […] Es esencial que
los historiadores recuerden esto. Las cosechas que cultivamos en
nuestros campos pueden acabar convertidas en alguna versión del opio
del pueblo (Hobsbawm, 1998, p. 275).

En ningún espacio aparecen tan fuertemente concentradas estas


tensiones como en la historia reciente, porque ésta pone en un mis-
mo plano, sincrónico, la cotidianeidad de los historiadores y su ob-
jeto. De este modo, el problema de la subjetividad y el involucra-
miento de los investigadores es central para los historiadores del
tiempo presente. Frente a la aparente contradicción entre Historia y
memoria, quienes estudian procesos prácticamente coetáneos en-
cuentran en su tarea diaria la confluencia de ambas categorías. Lo
que no debe perderse de vista, en todo caso, es que, si un historia-
dor interviene en los debates acerca del pasado, lo hace desde su
práctica profesional, es decir, desde un marco de pensamiento que
dispone de determinados criterios de autoridad y validación para
aportar un enfoque particular acerca de un problema.
El interés por la historia reciente se acentuó con posterioridad a la
Segunda Guerra Mundial. Existe una cercana relación entre el im-
pacto de los crímenes masivos cometidos durante la guerra y la vo-
luntad de recordar y preservar el pasado doloroso, pero la tarea de
los historiadores, en estas cuestiones, no es fácil. Muchas veces, las
aproximaciones y las formas en las que se evoca el pasado doloroso
se efectúan desde una perspectiva puramente moral, que anula o
dificulta la crítica. ¿Cómo revisar, por ejemplo, el discurso de las
víctimas, con quienes nos sentimos solidarios? ¿Cómo proponer un
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discurso crítico acerca de un hecho que “debe ser recordado” de un


modo determinado? Los historiadores, para cumplir con las reglas
de su arte, en algunos casos deberán hacer de aguafiestas. Como
señala el historiador Henry Rousso, “la moral, o más aún, el moralis-
mo, no se combina bien con la verdad histórica. Para conservar su
fuerza edificante, terminará por hacer trampa con los hechos y caer
en un relato desconectado de lo real” (Rousso, 1998, p. 48).

LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA RECIENTE

Los dilemas que enfrentan los historiadores se exacerban cuando


los trasladamos al aula. Cuando éstos escriben no se aíslan de su
comunidad, pero no la “tienen enfrente”. Un docente, en cambio, al
desarrollar sus tareas enfrenta la multiplicidad de perspectivas a
diario. Un aula es un pequeño mundo, una muestra parcial de la
disparidad de miradas sociales sobre un tema. Y si esto ya es visible
en relación con temas más “antiguos” desde el punto de vista
histórico, cuando se trata del pasado reciente la complejidad cobra
una dimensión mucho más importante.
En primer lugar, las políticas oficiales de memoria (plasmadas
en el currículo, en el calendario escolar, en los libros de texto) no
necesariamente coinciden con la visión que el docente tiene acerca
del pasado reciente. Esta primera instancia de ruptura se reprodu-
ce, en muchos casos, con los padres de los alumnos y con los cole-
gas en la sala de maestros o profesores. En la escuela, la disparidad
de visiones acerca del pasado es una realidad con la que hay que
trabajar y no sólo una precaución metodológica.
Si a esto se le agrega que buena parte de las aproximaciones al
pasado reciente tienen la forma de mandatos (tanto en el sentido
del deber de memoria como en el de la visión ética desde la que se
efectúa el relato), la posición del docente se torna muy difícil. Más
aún, lo que se complica es la posibilidad del proceso de transmisión
en la escuela.
Si es cierto que la enseñanza y la apropiación implican una cierta
ruptura con ese pasado que se recibe, también lo es que, si éste es
transmitido en tonos absolutos, sagrados –y, por ende intangibles–,
dicho proceso de ruptura es imposible. El resultado, lo opuesto a lo
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buscado, es entonces una cristalización de imágenes acerca del pa-


sado, una ritualización que puede transformar en irrelevante un
valor, vital para una sociedad. No sólo el pasado se banaliza, sino
que se contribuye a fijar a los actores sociales en un miedo y un
dolor que se dice querer procesar.
Por lo general, la escuela ha incorporado el pasado doloroso –con-
cretamente, el de la última dictadura militar–, a partir de fechas em-
blemáticas: el 24 de marzo (aniversario del golpe) y el 16 de sep-
tiembre (aniversario de la “Noche de los Lápices”). Por lo tanto,
otra pregunta que es importante hacerse es hasta qué punto el me-
canismo de las efemérides no impregna también estas fechas recien-
tes consideradas vitales para la construcción de una sociedad res-
petuosa de los derechos humanos y los valores democráticos. En las
secciones que siguen, analizaremos el contexto en que el pasado
dictatorial comenzó a ser revisitado por los docentes, y el papel par-
ticular jugado por un emblema de la represión ilegal.

ARGENTINA: SALIR DE LA DICTADURA

¿Qué sucede cuando una sociedad debe confrontar con un pasado


vergonzante y éste es el pasado vivido, el propio? Ésta fue la pre-
gunta que, en la Argentina, comenzó a reclamar una respuesta a
principios de los años ochenta. Tras la derrota en la Guerra de Malvinas
(1982), la indignación y el estupor resultantes generaron un clima de
demanda de explicaciones por parte de la sociedad. Aunque ini-
cialmente centradas en las causas del fracaso militar en la guerra, las
preguntas se desplazaron rápidamente a la llamada “lucha contra la
subversión”. El fracaso en las islas Malvinas y el desprestigio militar
abrieron una puerta a través de la cual los ciudadanos comenzaron a
asomarse a los aspectos más terribles de la represión ilegal.
Pero un pasado urgente y aberrante reclamaba no sólo el escla-
recimiento, sino también la asunción de responsabilidades por parte
de miles de argentinos que habían convivido con esa realidad
aparentemente más allá de toda imaginación. Estas demandas, nece-
sariamente, encerraban cuestionamientos a la propia conducta y
éstos se transformaron en preguntas que no era fácil ni hacer ni res-
ponder. Básicamente, apuntaban a tres cuestiones: ¿qué había
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pasado? ¿Cómo había pasado? Y, acaso la más difícil de responder:


¿Ppor qué había pasado? La dificultad de este último interrogante
estaba fundamentalmente dada por el hecho de que responderlo
significaba analizar el contexto social que había generado las
condiciones para el desarrollo de la violencia insurgente, producido
los mecanismos de la barbarie, educado a los represores y acom-
pañado con una pasividad consciente o inconsciente –cuando no
aprobado abiertamente– la toma del poder en 1976.

EL SHOW DEL HORROR

El “qué” y el “cómo” estallaron con fuerza en la opinión pública


en la segunda mitad de 1982. En la prensa, que hasta ese momento
había mantenido un silencio casi monolítico sobre las violaciones a
los derechos humanos, aparecieron, en forma creciente, las denun-
cias y actividades de los organismos de derechos humanos. Tam-
bién proliferaron los relatos acerca del horror. En octubre de 1982,
gracias a las denuncias del CELS (Centro de Estudios Legales y So-
ciales), se descubrieron tumbas colectivas de “NN” en el cemente-
rio de Grand Bourg, en la provincia de Buenos Aires. Al poco tiem-
po, se encontraron fosas similares en otros lugares del país.5 La prensa
exhibió macabras fotografías de pilas de huesos y cráneos exhu-
mados por los empleados de los cementerios y, al mismo tiempo,
buscó y difundió por primera vez los testimonios del horror: las
voces de las víctimas y de sus victimarios. Lo que durante años ha-
bían sido –en muchos casos– rumores en voz baja, se materializó en
imágenes horrendas y, sobre todo, en los relatos de los testigos.
Amplios sectores de la sociedad reaccionaron con una mezcla de
estupor e indignación, probablemente no sólo por la magnitud de los
crímenes, sino por la dimensión del ocultamiento. Las mismas caracte-
rísticas excepcionales de lo ocurrido llevaban también a hacerse incó-
modas preguntas en términos de responsabilidad: ¿cómo no lo supe?,
¿cómo no me di cuenta? o, acaso, ¿qué es lo que hice para no saber?

5. Este proceso está detalladamente descripto en el libro de Mauricio Cohen


Salama, Tumbas anónimas. Informe sobre la identificación de restos de víctimas de la re-
presión ilegal, Buenos Aires, Catálogos, 1992.
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La prensa divulgó hasta la saturación relatos del cautiverio de


numerosos argentinos, historias aberrantes de vejaciones y torturas
y testimonios de algunos represores que aumentaban el cuadro
morboso y espeluznante. Comenzó lo que posteriormente se bauti-
zó como “el show del horror”: la presencia permanente, en el espa-
cio público, de las víctimas y relatando el daño que les habían infli-
gido sus victimarios. La actuación pública de los distintos organis-
mos de derechos humanos y el levantamiento de la veda política
permitieron la creciente circulación de información más allá del sen-
sacionalismo de la prensa. Las denuncias y “revelaciones” fueron
inscriptas en plataformas, reivindicaciones y programas sectoriales
y partidarios, transformándose en un elemento clave de la transi-
ción democrática.
De este modo, con un énfasis en la descripción del horror y en la
historia de las víctimas, el “qué” y el “cómo” cobraron forma y con-
tenido. Pero el “porqué” se revela complejo aún hoy. Las dimensio-
nes de los crímenes expuestos, el carácter masivo que comenzaban
a adquirir, generaron un sentimiento de repudio e indignación que
caló hondo. El rechazo moral a estos crímenes (cometidos, conviene
no perderlo de vista, por un régimen que había contado con un
amplio consenso) llevó a que se cambiaran las miradas sobre el go-
bierno militar y sus acciones: la “lucha contra la subversión” comen-
zó a llamarse “represión ilegal” y “violaciones a los derechos hu-
manos”; sus víctimas pasaron de ser “peligrosos guerrilleros” a “ino-
centes”, en un proceso que redujo las posibilidades de analizar polí-
ticamente la época tanto como agrandaba las proporciones del “mal”
que había “caído” sobre la Argentina. Esta operación simbólica se
logró fundamentalmente mediante el procedimiento de “inocen-
tizar” a las víctimas: se trataba de realzar las características crimina-
les del Estado argentino, y aunque la simple exposición de los deli-
tos parece hoy suficiente, el efecto fue mayor frente a hechos parti-
cularmente aberrantes, como por ejemplo el secuestro y la desapa-
rición de adolescentes o parturientas.
Esto transformó el relato de la dictadura en un catálogo de abe-
rraciones sin una correspondiente explicación histórica o política.
El pasaje del estupor a una condena en términos éticos obturó la
revisión de la historia y la política argentinas, y por lo tanto, la asig-
nación de las responsabilidades de la tragedia.
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LA “TEORÍA DE LOS DOS DEMONIOS”

En el clima de la retirada de los militares y la transición a la de-


mocracia, las acciones guerrilleras previas al Proceso de Reorgani-
zación Nacional fueron equiparadas al terrorismo de Estado en el
marco de una condena general de la violencia. Según esta lectura, la
sociedad argentina había presenciado pasivamente el enfrentamiento
entre dos fuerzas igualmente violentas en sus procedimientos y
repudiables por una sociedad democrática.6
Esta explicación, conocida como “teoría de los dos demonios”,
cumplió dos finalidades claves para el desarrollo de la transición:
ofreció tanto la posibilidad de identificar responsables de la trage-
dia (las organizaciones guerrilleras y las Fuerzas Armadas) como la
identificación de la democracia como un sistema nuevo ajeno a am-
bas prácticas. De este modo, el sistema democrático no era el here-
dero de un proceso histórico de una violencia inaudita, sino el me-
dio para realizar un (nuevo) cambio fundacional. En la narrativa
histórica, el mal parecían haber nacido abruptamente con el golpe
de Estado, el 24 de marzo de 1976.
La “teoría de los dos demonios”, al identificar dos agentes como
los principales responsables de la violencia, se transformó además
en un mecanismo exculpatorio para miles de personas que habían
apoyado de un modo u otro los golpes de Estado y que ahora veían
con horror las consecuencias de esa acción. De un modo simple pue-
de decirse que esa “teoría” fue eficaz porque ofreció una explica-
ción para un pasado presentado como aberrante y disruptivo de un
devenir histórico más “civilizado”, porque identificaba responsa-
bles (ajenos a la mayoría de la sociedad) y de este modo abría el
inicio de la etapa democrática a aquellos individuos incluidos den-
tro del sector de “inocentes” y “ajenos” a la violencia.

6. Esto dice el prólogo del informe de la CONADEP: “Durante la década del 70


la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema
derecha como de la extrema izquierda”, CONADEP, Nunca Más, Buenos Aires,
EUDEBA, 1997. p. 7.
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LAS VÍCTIMAS INOCENTES

Un complemento necesario en esta visión condenatoria fue la


construcción de una imagen de las víctimas libres de todo aquello
que pudiera asociarlas a la violencia. En este sentido, los jóvenes
ocuparon un papel central.
Durante los años de la dictadura, el movimiento de derechos
humanos, desde una posición minoritaria y frente a un Estado re-
presivo, debió enfrentar una propaganda dictatorial que tendió a
concentrar en los jóvenes tanto los extremos de la perversidad de la
subversión como la propensión a caer bajo la influencia de ideolo-
gías extremas. En consecuencia, los reclamos de los familiares acer-
ca del paradero de sus hijos evitaron cuidadosamente las causas
que habían originado su desaparición. En un contexto de escasísimas
respuestas a sus demandas, era por lo menos insensato colocarse,
como reclamantes, en el lugar de los estigmatizados por el discurso
dictatorial. Con el retorno de la democracia, la voluntad de señalar
la magnitud de los crímenes cometidos por la dictadura llevó a en-
fatizar los rasgos de “inocencia” de las víctimas y una de las claves
en este proceso fue la imagen de las víctimas adolescentes de la dic-
tadura militar.
Los adolescentes como víctimas comenzaron a cobrar peso en un
sentido inverso al de la propaganda militar, manteniendo como
característica central su inmadurez y propensión a la manipulación,
lo que, a la vez, los convertía en víctimas inocentes de la dictadura
(y de la manipulación por parte de la guerrilla). Se trataba de per-
sonas incompletas en su desarrollo, alimentadas por fuertes ideales
pero carentes de “elementos políticos y culturales” como para resol-
verlos; estas características refuerzan la imposibilidad de explicar
los crímenes que padecieron. Frente al encomio de sus cualidades
morales, la figura de las víctimas perdió sus aristas políticas. El emer-
gente de estos procesos sociales de apropiación, en un arrastre de la
respuesta a la propaganda dictatorial y acudiendo a la necesidad de
reforzar los elementos de condena al gobierno militar, fue la ima-
gen de la víctima inocente y joven.
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LA “NOCHE DE LOS LÁPICES”: EL TERRORISMO DE ESTADO ENTRA


EN LA ESCUELA7

Fue en este contexto que los relatos acerca del pasado reciente
comenzaron a ingresar en las escuelas, y que los docentes debieron
comenzar a discutir estos temas con sus alumnos. Pero, ¿cómo hacer?
La respuesta vino de la mano del episodio conocido como la “Noche
de los Lápices”. Este caso trasladó las imágenes de la represión al
espacio educativo y a los adolescentes, y funcionó como una vía
para que en las escuelas se hablara de la dictadura. El secuestro y desa-
parición del grupo de estudiantes secundarios platenses se trans-
formó en un emblema de la represión, debido a que concentraba
muchas de las imágenes descriptas precedentemente, y a la confluen-
cia de cuatro elementos: el clima de los primeros años de la transición
democrática, un libro, una película, y, sobre todo, la voz de un testigo:
Pablo Díaz, sobreviviente de la matanza.8

7. Retomo y reviso aquí algunas ideas publicadas en Lorenz, Federico (2004),


“Tomála vos, dámela a mí. La noche de los lápices: el deber de memoria y las escue-
las”, en Jelin, Elizaberh y Lorenz, Federico (compiladores) (2004), Educación y me-
moria. La escuela elabora el pasado, Madrid-Buenos Aires, Siglo XXI.
8. Entre el 15 y el 21 de septiembre de 1976, hubo en la ciudad de La Plata un
gran operativo represivo contra el movimiento estudiantil. En esos días fueron
secuestrados Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha,
Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Racero, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz,
Patricia Miranda y Emilce Moler. Todos eran estudiantes secundarios en distintos
establecimientos de esa ciudad y militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios
(UES), uno de los frentes de masas de los Montoneros, con excepción de Pablo
Díaz, integrante de la Juventud Guevarista. Salvo María Clara Ciocchini, que venía
de Bahía Blanca, los adolescentes habían participado en las movilizaciones por el
boleto estudiantil de la primavera de 1975, que había logrado una tarifa preferencial
para los estudiantes secundarios. Este beneficio había sido removido por el gobierno
militar de la provincia poco después del golpe de marzo, y las autoridades estaban
en conocimiento de que los grupos estudiantiles preparaban demostraciones al
respecto, en el contexto de otras acciones de denuncia contra la dictadura militar.
Durante su cautiverio, los jóvenes fueron sometidos a torturas y vejámenes en
distintos centros clandestinos: el Pozo de Arana, el Pozo de Banfield y la Brigada
de Investigaciones de Quilmes. Seis de ellos (Francisco, María Claudia, Claudio,
Horacio Daniel y María Clara) continúan desaparecidos. Sólo Pablo Díaz, Emilce
Moler y Patricia Miranda sobrevivieron. Pero es a través de Díaz que el relato de
este episodio de la represión tomó estado público durante la restauración
democrática.
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Hasta el momento del Juicio a las Juntas Militares, en 1985, el


episodio de la “Noche de los Lápices” era muy poco conocido. Pero
con la declaración de Pablo Díaz, el 9 de mayo de ese año, el caso
tomó estado público. La figura de los jóvenes víctimas de la repre-
sión, conocida en uno de los primeros testimonios vertidos durante
el juicio, concentraba varios elementos que influyeron en su difusión:
adolescentes frente a adultos que los reprimen (aún estaban
estudiando) por un reclamo “apolítico”, de carácter gremial (el bo-
leto secundario, obtenido en 1975), que pocos considerarían injusto
o inadecuado.9
Pablo Díaz se convirtió en la encarnación de todos estos emble-
mas. Era una víctima sobreviviente al terrorismo estatal, y también
uno de aquellos jóvenes proclives a ser “captados” por la guerrilla
de la propaganda dictatorial. Por otra parte, la historia del boleto
permitía asociar el activismo de las víctimas con un reclamo “justo”,
lo que sería clave a la hora de la circulación de la historia acerca de
los sucesos del 16 de septiembre en el espacio educativo. En esta
coyuntura, Pablo Díaz asumió un rol decisivo como portavoz e im-
pulsor de esa memoria. Al igual que muchos sobrevivientes, sentía
frente a sus compañeros desaparecidos el deber de testimoniar, y
eso lo transformó en un emblema viviente del terrorismo de Estado.
Después de su declaración en el Juicio a las Juntas, comenzó una
febril actividad de denuncia y difusión. Desde un primer momento,
su objetivo fue lograr la transmisión de la experiencia a los jóvenes
estudiantes para que se apropiaran de la historia, del reclamo y de
las prácticas participativas.
El relato conformado en los años iniciales de la transición, después
de la declaración judicial de Pablo Díaz, se vio reforzado por dos
vehículos culturales de primera magnitud: un libro, editado por pri-
mera vez en junio de 1986, y una película, estrenada el mismo año.10
Las posibilidades simbólicas del episodio se materializaron de
inmediato. La película alcanzó una gran difusión y popularidad, y
completó muchas veces el esquema de las actividades realizadas

9. De hecho, este beneficio fue restituido a los estudiantes en 1988.


10. Seoane, María y Ruiz Núñez, Héctor (1986), La noche de los lápices. Varias
ediciones. Héctor Olivera, La noche de los lápices (1986).
280 FEDERICO GUILLERMO LORENZ

los 16 de septiembre, en las que se organizaba un debate posterior a


su exhibición.11
El libro y la película se realizaron en forma independiente pero
tienen la misma estructura, lo que no sorprende dado que el articu-
lador de ambas iniciativas es el testimonio de Pablo Díaz. El emer-
gente de estos tres relatos fue la consolidación, durante los años
ochenta, de un emblema de la represión sobre los jóvenes que reforzó
arquetipos presentes en el espacio público acerca de la inocencia de
las víctimas, y que consolidó el modelo de denuncia de la transición:
el énfasis en los crímenes aberrantes por sobre la discusión de la
situación histórica y política que los había hecho posibles.
A esta abundancia de recursos para quien quisiera trabajar el te-
ma en sus clases debemos añadir que la fuerte presencia de la “No-
che de los Lápices” en las escuelas se debió al hecho de que el movi-
miento estudiantil se apropió de la fecha conmemorativa. Además
de las actividades públicas de Pablo Díaz, durante los años ochenta
el movimiento estudiantil secundario se estaba reorganizando; la
represión de los años de la dictadura y las actividades clandestinas
y semiclandestinas de principios de los ochenta habían terminado y
el 16 de septiembre se transformó en un icono. Los militantes secun-
darios ataron su recuerdo al crecimiento de los centros de estudian-
tes y, en paralelo, a la profundización de la democracia, que estaba
fuertemente asociada a la discusión acerca de las violaciones a los
derechos humanos. El emblema de la “Noche de los Lápices” cobró
una dimensión políticamente atractiva: jóvenes desaparecidos por
su actividad gremial estudiantil, epitomizada en el reclamo por el
boleto. Las marchas y los actos por la “Noche de los Lápices”, todos
los años en esa fecha, se transformaron en un clásico de los años de
la transición.
Por estas vías, un hecho externo a la política educativa, apoyado
en fuertes demandas sociales de justicia y esclarecimiento, se insta-
ló con fuerza en las escuelas. Actualmente, el episodio represivo es
parte del calendario escolar, y está en sintonía con visiones domi-

11. El 26 de septiembre de 1988 fue exhibida en la televisión abierta en un canal


privado. Fue vista por unos tres millones de argentinos, uno de los más altos ratings
en la televisión del país, sólo superado por las imágenes de la llegada del hombre
a la Luna y el mundial de fútbol.
EL PASADO RECIENTE EN LA ARGENTINA 281

nantes acerca del pasado. A numerosos docentes, entonces, se les


plantea la cuestión de qué contar a los alumnos un 16 de septiembre.
Desde su estreno, la película se transformó en un recurso didácti-
co al que apelamos muchos, en tanto es uno de los pocos materiales
de circulación masiva y está, además, socialmente legitimado. Pero
para superar el estadio conmemorativo y generar algún tipo de re-
flexión, el trabajo del docente debe pasar por la reposición de un
contexto histórico que permita la comprensión de la historia que se
narra, por reducir las posibilidades del traslado del relato a un es-
pacio atemporal y por lo tanto de caer en el anacronismo. Con un
emblema tan fuerte como la “Noche de los Lápices”, es determi-
nante reintroducir las variables históricas mínimas necesarias como
para dar contexto a la historia narrada por la película. Así como en
los ochenta la entrada de la película en las escuelas había cumplido
fundamentalmente la función de la denuncia, acaso veinte años des-
pués debamos orientarnos hacia la comprensión. Pero, como ésta se
produce críticamente, puede no coincidir con el mensaje dominan-
te acerca de la “Noche de los Lápices”, presente en las conmemora-
ciones. En todo caso, representa para el docente que decida llevar a
cabo estas actividades un esfuerzo crítico por partida doble, pues
en buena medida estará cuestionando no sólo su propio sentido
común en relación con estos temas, sino una versión dominante de
los hechos.
La introducción de la revisión histórica de la película y los hechos
evocados es una vía necesaria para evitar tanto la ritualización de
una fecha importante para los jóvenes como la parálisis frente al
horror o la incomprensión.
No es posible pensar la vigencia de la “Noche de los Lápices”
como emblema de la represión sin concluir que ésta se debe, precisa-
mente, a que responde y encarna una serie de sentidos comunes
acerca de la violencia estatal y, de acuerdo con el actual contexto de
discusión acerca del pasado, sobre los años previos a la dictadura.
Debemos preguntarnos, entonces, que imágenes sobre la época se
obtienen del episodio y de los vehículos que lo encarnan de un modo
literal:

• En primer lugar, la caracterización de las víctimas como “ino-


centes” y “apolíticas” sigue vigente.
282 FEDERICO GUILLERMO LORENZ

• No parece haber una “proporcionalidad” entre la dimensión del


castigo y la falta cometida por los adolescentes. Queda claro que
no se trata de justificar el castigo o la persecución, sino lo contrario,
pero por ello mismo es necesario reponer contexto histórico aun
a un hecho bárbaro como éste.
• La lectura dualista de las relaciones humanas y sociales se re-
fuerza. Por el contrario, pensar histórica y críticamente acerca de
situaciones morales concretas en hechos históricos es mucho más
difícil. Por otra parte, una categorización en “buenos” y “malos”
dificulta analizar posiciones intermedias, vitales si el objetivo es
explicar que el terrorismo de Estado nos afectó en mayor o menor
grado a todos. El emblema de la Noche de los Lápices, por ejem-
plo, prácticamente divide la sociedad en víctimas, victimarios y
cómplices.
• La excepcionalidad del hecho, lo inexplicable de la época, difi-
cultan la vinculación causal de ese pasado con el presente de los
chicos. Sin embargo, los informes del CELS, por ejemplo, acerca
de la situación de los menores, o los casos de gatillo fácil, deberían
posibilitar alguna vinculación.
• En relación con estos puntos, no debe sorprender entonces que
en ocasiones la reacción de los alumnos no sea de sorpresa o re-
chazo ante la propuesta de revisar estos temas. En muchos casos,
su cotidianeidad es tanto o más violenta que la que el episodio
les muestra. El gobierno militar, al no ser trabajado históricamente,
es un “ingrediente” irrelevante para ellos.

CONCLUSIONES: ¿QUÉ ENSEÑAR Y PARA QUÉ?

Cada 16 de septiembre, el desafío para las escuelas y los docen-


tes se reactualiza: repetir un ritual que se puede agotar en el mero
hecho de pasar una película (una alusión conmemorativa) o incor-
porar un tema denso y doloroso considerando su funcionalidad en
el contexto de una propuesta educativa.
Para ello, es importante reflexionar acerca de las condiciones de
instalación de este emblema de la represión. La demanda por la ver-
dad que caracterizó el escenario público de los ochenta en la Argen-
tina fue el contexto en el que Pablo visitó escuelas y participó en
EL PASADO RECIENTE EN LA ARGENTINA 283

marchas. Fue en esos años que se difundió la película y muchos


docentes comenzaron a tomarla como recurso. Las escuelas consti-
tuyen un escenario importante de los procesos sociales de transmi-
sión. Cabe preguntarse, entonces, qué narraciones ofreció para su
apropiación –y resignificación– la historia de la “Noche de los Lápi-
ces”, fuertemente condicionada por el deber de memoria.
La experiencia del horror es intransferible. Y al mismo tiempo, la
imagen de jóvenes nutridos de altos valores e inocentes que agiganta
proporcionalmente la perversidad de la represión impacta con fuerza
en los alumnos, y es tanto la principal ventaja como la principal
dificultad de un ejercicio de memoria que se impone pero cuyos
símbolos no son sometidos a la crítica. Pues si bien esta historia
protagonizada por jóvenes favorece la empatía por parte de los alum-
nos, el horror que el film evoca, si no es resuelto mediante su puesta
en contexto, puede ser un elemento paralizante antes que un estí-
mulo al compromiso o el interés. Asimismo, exhibir experiencias
intransferibles y que realzan por eso mismo las virtudes de los
protagonistas de la tragedia, sin un contexto histórico que al mismo
tiempo las torne comprensibles, genera una “ajenidad” que dificulta
que los alumnos las sientan como parte de su propio pasado.
Sostiene Alejandro Kaufman que “los acontecimientos del horror
son formas extremas radicales y paradigmáticas de llevar a cabo
transformaciones histórico sociales” (Kaufman, 2001, p. 31). El para-
digma puede pensarse de dos modos: lo es tanto el hecho histórico
(el secuestro, la tortura y el asesinato de varios adolescentes) como
también su recuerdo, que pude constituir la prolongación del terror
infligido y el miedo impuesto. Esta idea no debe abandonarse cuando
lo que se busca es la apropiación tanto de un pasado como de deter-
minados valores, porque se daría la paradoja de que el “recordar
para no repetir”, que tiñó la circulación de estos temas relacionados
con la dictadura y las violaciones a los derechos humanos, quedara
reducido al último de estos términos.
Por otra parte, pueden producir otro efecto indeseado: que la
idea de la existencia de algo llamado “derechos humanos” se restrinja
a ese período histórico, quede anclada a una forma particular que
conocemos como “terrorismo de Estado”, a algo “que sucedió en el
pasado”. ¿Cómo trabajar las violaciones a los derechos humanos
que se producen hoy? ¿Cómo analizar la posibilidad de que existan
284 FEDERICO GUILLERMO LORENZ

relaciones, en este aspecto, entre el ayer y el hoy? ¿Cuántas veces


temas como el delito, la inseguridad, la marginalidad de los jóvenes,
la pobreza o la protesta social son meros “temas de Ética y Ciuda-
dana”, sin relación con la historia reciente, aún cuando a veces los
alumnos los vean con el mismo profesor?
El proceso educativo, cuando se relaciona con la transmisión de
valores ligados a hechos del pasado, necesariamente implica herra-
mientas conceptuales y valores que tienen sentido en el presente, es
decir, para los alumnos (Carretero, 1994, p. 18). Para lograr esta trans-
misión, el docente debe lograr, en su trabajo, devolverles historicidad
a esos valores, tornarlos comprensibles, y esto se dificulta en el caso
de símbolos y modelos asociados a la tragedia y al dolor más pro-
fundos y con una fuerte carga ética. Una forma de que “cobren sen-
tido en el presente” es justamente pensar en la precariedad actual
de esos mismos derechos conculcados sistemáticamente por el Es-
tado hace treinta años.
Tampoco hay que olvidar que la imposición, el “deber” de
recordar a partir de la Noche de los Lápices, por la construcción que
implica, puede ser un obstáculo para la apropiación del tema por
parte de los docentes contemporáneos a los acontecimientos, que
pueden sentirse cuestionados por visiones sacralizadas acerca de
un pasado que también vivieron, sólo que no del mismo modo. Esto
nos lleva a llamar la atención sobre una tensión: aquella existente
entre el “deber de memoria” y el pluralismo que campea en distintas
propuestas educativas. ¿Es posible éste frente a la cerrazón que
imponen el dolor o la vergüenza?
El peso del deber de memoria puede obliterar la necesaria refle-
xión acerca de qué se enseña, es decir, sobre los “contenidos”. ¿Cuán-
tas veces lo que parece importante per se impide evaluar la
pertinencia del tema y el recurso didáctico, es decir, la respuesta a la
pregunta acerca de la utilidad del tema en un curso? Los “valores”
que se busca transmitir (y en ese sentido la enseñanza de las Ciencias
Sociales ha sido un vehículo habitual para ellos) lo son en función
de determinados procesos que son históricos y que requieren un
contexto para su comprensión: “la compulsión a enseñar el geno-
cidio, que se ha extendido por todo el sistema educativo argentino,
corre serio peligro de congelar significados que eluden el análisis y
con él la posibilidad de apropiación de la historia […] ya no se trata
EL PASADO RECIENTE EN LA ARGENTINA 285

siquiera de controlar el contenido del mensaje, sino de establecer


cuál es el mensaje” (Guelerman, 2001, p. 45).
Es decir, frente al hecho de que abriremos heridas dolorosas con
nuestro trabajo, es más evidente que nunca la necesaria reflexión
acerca de los motivos para hacerlo. No es una postura negacionista,
sino constructiva. Nuevamente, aparece asociado, además, al tema
de la subjetividad. Como una docente nos decía: “yo les paso la
película todos los años, pero yo no la veo, cierro los ojos desde que
empieza hasta que termina. Es mucho para mí”. Es lícito preguntarse:
¿para qué hacerlo, entonces? ¿Por qué pensar que no puede suceder
lo mismo con los adolescentes? Imaginemos la situación opuesta:
un curso con los ojos abiertos frente a lo que la película representa,
y no sólo ante lo que muestra. Se trata, pues, de defender claramente
la distinción entre ilustración y evidencia. Es sólo a partir de esta
última que el trabajo crítico y de construcción es posible, y el recuerdo
de las heridas y de las luchas adquiere un sentido positivo en térmi-
nos de apropiación, miradas desde un presente también difícil pero
donde la marcha deja de girar alrededor de dolores, vergüenzas y
frustraciones que parecen imposibles de superar.

BIBLIOGRAFÍA

Carretero, Mario (1994): Construir y enseñar las Ciencias Sociales y la Historia,


Buenos Aires, Aique.
Guelerman, Sergio (2001): Memorias en presente. Identidad y transmisión en la
Argentina posgenocidio, Buenos Aires, Norma.
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Kaufman, Alejandro, “Prólogo”, en Guelerman, Sergio, Memorias en pre-
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Nora, Pierre (1984): “Between memory and history”, en Pierre Nora (ed.),
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Ricœur, Paul (1999): La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, Madrid,
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