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1. Introducción.
2. El conocer se dice de muchas maneras.
3. El orden de los preceptos.
4. La buena voluntad.
5. La libertad encarnada.
6. El controvertido retorno del alma y de Dios.
7. Conclusión.
8. Bibliografía.
E.P.O. 968 248554 Tema 60. El uso práctico de la razón en Kant 1
1. Introducción.
Pero entonces, la o las razones para la existencia futura del «objetivo» sí pueden
ser objeto de conocimiento: tanto esas razones como el «fin» deseado no dejan de ser
«representaciones», de las que somos bien conscientes. Pero no lo somos, claro está, en
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Ahora bien, aunque hay muchos tipos de deseo, en realidad -y según las reglas
que los mueven— pueden reducirse a tres:
1) los que han de ser realizados para cubrir una necesidad material o cultural (es
decir, para asegurar la conservación física de un ser humano, de la especie o de la
comunidad), guiados por reglas técnicas de habilidad: sus objetos son los «artefactos»,
que hoy cubren la haz de la tierra;
2) los que suscitan un cambio en el orden del mundo, en función del amor propio
o del bienestar individual (aquí, él «objetivo» no tiene por qué ser meramente físico o
cultural; puede ser altamente espiritual); están guiados por consejos pragmáticos de
prudencia, y sus «realizaciones» están ya fundamentalmente encarnadas -como cambios
de estado o situación- en los seres humanos, lo mismo en el agente que en los demás
sujetos afectados;
4. La buena voluntad.
condicionada. ¿Acaso es posible otra? Kant sostiene que sí, en un giro práctico aún más
audaz que el «copernicano»: los objetos (los «objetivos») han de estar regidos por la
voluntad del sujeto, no a la inversa, aunque ellos sean «buenos» para aquél. Al respecto,
Kant distingue entre esos «bienes» relativos al sujeto (hoy podríamos llamarlos: «bienes
de consumo»; ¡también el arte y la religión se consumen!) y el «bien» (así como,
correlativamente, entre los «males» y el «mal». Los bienes proporcionan placer; los
males, dolor. Todo esto es de sentido común. Pero éste se «atasca» cuando se le habla
del «bien» y del «mal» (como singulare tantum, diríamos), o lo tiene por una banal
generalización de esa pluralidad deseada o temida. Y la contestación que da Kant no
satisfaría a primera vista a ese entendimiento «del común». Dice, en efecto, que: «El
bien o el mal significa empero, en todo caso, una referencia a la voluntad, en la medida
en que ésta viene determinada por la ley de la razón para hacer de algo su propio
Objeto.» (KpV; Ak. V, 60). Es natural que el «entendimiento común» no entienda ese
inciso, ese: "en la medida en que" (que constituye sin embargo la diferencia decisiva).
Pues el entendimiento «suelto», por su cuenta, nada quiere saber de la razón, aunque
ésta lo aguijonee internamente.
Y en fin, ¿qué es la razón? Parece que un concepto exigiera ser explicado por
otro, in indefinitum; pero no hay tal. Aquí podemos descansar: ya sabemos qué es la
«razón» (pues hemos escalado la montaña crítica). La razón, recuérdese, es la «facultad
de los Principios» (KrV A 299/B 356). En cuanto tal, establece las reglas para deducir lo
particular de lo universal (cf. KrV A 303s/B 359s), siendo lo Incondicionado su
Principio supremo (entiéndase: un Principio «circular», ya que la razón se somete aquí a
una ley que ella misma ha generado y en la que, por así decir, ella se engendra a sí
misma; cf. KrV A 398/B 365). Y sabemos que la razón, en su uso especulativo, no
puede conocer objetos (sólo puede ordenar conocimientos, con vistas a su triple «cierre
absoluto»). Pero ahora no se trata de conocer ningún objeto (que todavía no existe,
además) sino la determinación bajo la cual ha de realizarse una acción. Si la acción ha
de ser pues racional, no puede estar determinada por nada ajeno a la razón misma.
Todos los seres están sometidos a leyes; pero un extraño y distinguido tipo de
seres tienen la facultad de determinarse a sí mismos por la «representación» que se
hacen de una ley que contiene las «instrucciones» para la realización plena del objetivo,
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el cual no puede ser aquí otro... ¡que el sujeto mismo! Llamamos a esos seres:
"racionales", pues que en ellos y sólo en ellos llega a cumplimentación la propia razón,
sin injerencia externa alguna. Los hombres, en cuanto que se someten al Principio
incondicionado de la razón, son un ejemplo de tales seres.Y la voluntad que se atiene
exclusivamente a tal Principio es, circularmente, la «buena voluntad». Kant introduce
este importante concepto al inicio de la Primera Sección de la Fundamentación: «Nada
en general es pensable en el mundo, e incluso también fuera de él, que sin restricción
pueda tenerse por bueno, sino únicamente una voluntad buena.» (Fundamentación; Ak.
IV, 393; cf. KpV; Ak. V, 15). Pues esta voluntad, y sólo ella, descansa en sí: toda
voluntad tiene la potestad de comenzar por sí misma una serie de cambios de estado del
mundo; pero sólo la buena voluntad puede comenzarlos, además, en y de por sí. En este
respecto, bien puede decirse que ella es la manifestación en el mundo (sin ser del
mundo) de la razón pura práctica. Nada ni nadie puede forzarla a hacer lo que hace.
Sólo cabe preguntar ahora: ¿y qué tipo de acciones realiza la buena voluntad?
¿Cómo distinguirlas de las condicionadas? La contestación no debería ya sorprender: el
valor moral de las acciones no depende en absoluto del «contenido» o materia de éstas.
Y lo único que le interesa resaltar a Kant es algo negativo, a saber: que jamás debe
inmiscuirse esa «materialidad» en el juicio ético. Ya hemos hecho notar muchas veces
que el filósofo no descubre nada «nuevo», ni en el mundo ni fuera de él; no se dedica a
traer «noticias» a los hombres, como si fuera un científico o un profeta. En este
respecto, Kant se revela aún más modesto que en la primera Crítica. No hace falta
enseñarles a los hombres el bien y el mal, o sea: lo que ellos deben hacer; hasta el más
común de los mortales lo sabe perfectamente. Como pone de manifiesto Juan Manuel
Palacios en El pensamiento en la acción: estudios sobre Kant (Caparrós editores:
Madrid, 2003) el «sentido común práctico» es mucho más certero que el teórico.
Entonces, ¿de qué vale el esfuerzo de la filosofía? Al menos, para dos cosas: a) para
mostrar nítidamente el Principio puro del deber y su enraizamiento en la sola razón; b)
para evitar la "dialéctica natural”, por la cual sentimos la constante inclinación a «darle
vueltas» al precepto moral para adecuarlo a nuestras necesidades mundanas.
En definitiva, sabemos que una acción es buena o mala por su sola forma, o sea:
no por el objeto que la voluntad se propone realizar, sino por la plena adecuación a una
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ser una parte del «Yo absoluto» (como si éste fuera un queso en porciones), ni menos
por pretender—per impossibile— dejar de ser «yo» para que sólo sea el «Yo absoluto»
(sin cada «yo»no hay «Yo» en absoluto), sino por sujetar (sin destruir: el fuego no arde
sin madera) las particularidades que me constituyen (y que «yo» centro, sin
confundirme con ellas) a la universalidad trascendental del «Yo». En el plano práctico,
Kant llama a esa sujeción: «respeto a la Ley» y, por los efectos que produce en la
sensibilidad, lo considera como único sentimiento moral (un sentimiento cognoscible a
priori); él es el «bello vínculo» que hace bajar el cielo ético a la tierra mortal: «El
respeto hacia la ley moral es pues el único -y a la vez indudable— motor moral, de
manera que si este sentimiento se ordena a un objeto lo hace absolutamente en virtud de
este fundamento» (KpV; Ak. IV, 78). Para los sentidos (o sea, para todo lo que nos
«particulariza») ese sentimiento es absolutamente negativo; el hombre que se sujeta al
respeto siente (por parte de todos los demás sentimientos, que sólo tienden a la propia
satisfacción) una verdadera humillación: «Así pues, la ley moral humilla
irremediablemente a todo hombre, al comparar la propensión de su naturaleza con la
ley.» (KpV; Ak. V, 74).
5. La libertad encarnada.
La contestación a tan retórica pregunta hará surgir ante nosotros ese factum
sobre el que gira toda la ética kantiana, y cuyo nombre habíamos ocultado hasta ahora.
Esa raíz es, en fin, la libertad. Pero libertad encarnada, o sea: personalidad (la libertad
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Adviértase el alcance de esta Idea de la razón práctica (en ella y por ella «se
revela» la Razón a los hombres). Sólo por ella puede haber un «sistema», y no una mera
«crítica», porque ella cierra lo que la Crítica de la razón pura dejaba abierto por arriba
y por abajo: por arriba, lleva a buen término esa tensión hacia lo incondicionado pujante
en el uso especulativo de la razón, que producía los «espejismos»: Alma, Mundo, Dios,
como absolutas «cosas en sí». Pero todo espejismo remite, aunque sea de manera
deformante, a una realidad que responde a esa apariencia. Ahora sabemos a dónde
tendía aquel uso. Por consiguiente, no libertas ad (ad Deum, por ejemplo), sino ratio
theoretica ad libertatem. Y cierra por abajo aquello que la primera Crítica (y con
«razón») no podía sino aceptar pasivamente, como un factum: el hecho de la
«multiplicidad» sensible, de los «materiales» de construcción del mundo. Ahora, el
factum de la libertad subordina a sí el factum, la facticidad del mundo sensible. Ahora
sabemos por qué somos «receptivos» a las intuiciones empíricas. Sentimos para
sabernos superiores a lo sentido. Pero sin lo sentido, no habría libertad ¡No hay
subyugación sin súbditos a los que mandar, aunque hay que cuidarse mucho de que
éstos se rebelen y trastornen la ordenación! Y también a la inversa: es necesario cuidar,
y aun fomentar y propiciar, las sensaciones (de ello se encargan las ciencias, las técnicas
y el refinamiento cultural), para tener la satisfacción de estar por encima de ellas, sin
poder empero prescindir de ellas.
Y ello explica (dejando al lado «razones» psicológicas del hombre Kant) una de
las frases más brutales que se hayan escrito en filosofía. Con ella, Kant va mucho más
allá de Job (que, en su miseria, reconoce al fin que Quien manda en él no es él mismo),
de Platón (el cual, aunque por boca de Sócrates diga que la filosofía es una praeparatio
mortis, prohíbe el suicidio porque somos posesión de los dioses) y de los estoicos (que
admitían el suicidio para probar que la dignidad es más alta que la vida). También Kant
prohíbe el suicidio; pero, sin tener en cuenta lo que hemos dicho anteriormente, sus
razones parecerían ciertamente alambicadas y escandalosas: «Los hombres conservan su
vida, ciertamente, como es debido, pero no por deber. En cambio, cuando las
contrariedades y una aflicción desesperada han quitado por entero el gusto a la vida;
cuando ese desdichado, fuerte de ánimo y más despechado de su destino que amilanado
o hundido, desea la muerte y mantiene sin embargo su vida, sin amarla, y ello no por
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inclinación ni por temor, sino por deber, entonces es cuando tiene su máxima un
genuino contenido (Fundamentación; Ak. IV, 39)
¿No exige Kant demasiado del hombre? Si, como él reconoce, el ser humano
está hecho de una madera torcida, ¿qué cabe esperar de él? ¿Y cómo moverlo
efectivamente hacia el bien? ¿Por el solo respeto a la ley? El propio Kant reconoce que
la conciencia en cada uno de nosotros de la ley moral es condición de posibilidad del
bien, pero que el hombre necesita, a modo de «andaderas», de ejemplos o postulados -
acordes con el respeto, y derivados de éste— cuya realidad objetiva lo mueva, en el
mundo empírico, a obrar como un ser racional y, por ende, superior a todo lo sensible.
Es evidente que Kant está buscando aquí un correlato del esquematismo teorético: algo
que permita la «puesta en obra» de la voz de la conciencia. Pero aquí no puede tratarse
de verdaderos «esquemas» (en lo moral no hay sensibilidad pura, a prioril), sino a lo
sumo de símbolos que, por analogía, impulsen y propicien la acción del mundo
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inteligible en el sensible, o bien de postulados que orienten y encaucen esa acción. Kant
admitirá, respectivamente, dos símbolos y dos postulados.
Sabemos ya por qué debemos obrar (por deber), cuál ha de ser, para la voluntad
pura, el fundamento de su determinación (la ley moral), cuál el resorte motor de
nuestras acciones (el respeto hacia aquella ley), y qué baremo emplear -al menos,
negativa y apagógicamente- en orden al enjuiciamiento in concreto de nuestros actos.
Pero, ¿cuál ha de ser el Objeto de nuestra voluntad, en general, o sea en cuanto
absolutamente determinada por la razón práctica? Dado que ésta exige aquí sin más
aquello a lo que, en su uso especulativo, sólo podía tender -sin alcanzar jamás a
conocerlo en el ámbito teórico—, es decir: puesto que exige lo Incondicionado (si la
voluntad ha de ser verdaderamente autónoma), se sigue de ahí necesariamente que el
Objeto de esa buena voluntad sólo puede ser el Bien Supremo, y no este o aquel bien
determinado.
Pero, ¿cuál puede ser ese Sumo Bien? Al respecto, distingue Kant (KpV; Ak. V
110) dos sentidos en el concepto de lo supremo:
a) lo más elevado, es decir, aquello que es origen de todo lo demás sin estar
sometido por su parte a condición alguna; en este caso, sólo la virtud puede ser la suma
condición incondicionada;
7. Conclusión.