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TEMA 60.

EL USO PRÁCTICO DE LA RAZÓN EN KANT

Esquema del tema

1. Introducción.
2. El conocer se dice de muchas maneras.
3. El orden de los preceptos.
4. La buena voluntad.
5. La libertad encarnada.
6. El controvertido retorno del alma y de Dios.
7. Conclusión.
8. Bibliografía.
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1. Introducción.

En el inicio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (publicado


en editorial Porrúa junto a Crítica de la Razón Práctica y La Paz perpetua, México,
2004) establece Kant una clasificación general del entero ámbito de lo cognoscible,
mucho más concisa y sencilla que la ofrecida en la Arquitectónica de la primera Crítica.
Basándose en la vieja división estoica (lógica, física y ética), distingue primero entre
«filosofía» empírica, o sea basada en hechos de experiencia, y pura, que procede a
partir de Principios a priori. Si la última atiende al respecto puramente formal, recibe el
nombre de lógica; si se aplica a una materia determinada, se llama en cambio
metafísica, la cual puede ser a su vez metafísica de la naturaleza o metafísica de las
costumbre. Por su parte, la «filosofía» empírica material es respectivamente física y
antropología práctica.

2. El conocer se dice de muchas maneras.

Hay varios tipos de conocimiento. Podemos conocer científicamente los


fenómenos de la naturaleza; podemos también conocer -y tal fue el quehacer crítico,
hasta ahora- cuáles son las formas y principios que regulan ese conocimiento científico.
Fuera del conocimiento quedan las supuestas «cosas en sí». Pero ahora hacemos la
pregunta decisiva: ¿quedan también fuera de todo conocimiento las «acciones», esto es:
no la contemplación y análisis de objetos posibles o existentes, sino la realización de
objetos (de «cosas», situaciones o cambios de estado) en el mundo, de acuerdo con
nuestra voluntad y la disponibilidad de la naturaleza para acoger esas nuevas
«realidades»? Es evidente que la «acción» misma, en cuanto tal, no es objeto de
conocimiento, por la sencilla razón de que la «cosa» o «cambio de estado» no existe
aún. En la acción parece invertirse el orden del tiempo: las cosas existentes son medios
para una finalidad, y sólo como tal interesan; el «objeto» propuesto, el «fin», existirá en
el futuro, si la acción se logra. En las acciones no tenemos pues que ver con lo que es,
con el «ser», sino con lo que «debe ser», por la razón que sea.

Pero entonces, la o las razones para la existencia futura del «objetivo» sí pueden
ser objeto de conocimiento: tanto esas razones como el «fin» deseado no dejan de ser
«representaciones», de las que somos bien conscientes. Pero no lo somos, claro está, en
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virtud de la «facultad cognoscitiva», enderezada al conocimiento de ese ámbito objetual


que llamamos «naturaleza», sino gracias a una facultad que Kant llama «apetitiva», esto
es: orientada por el deseo de que exista un «objeto», que además, y con mucha mayor
fuerza que los objetos de experiencia, nos compromete íntimamente; si se desea algo es
porque se lo echa en falta, porque uno necesita de ello para ser «de verdad».

Ahora bien, aunque hay muchos tipos de deseo, en realidad -y según las reglas
que los mueven— pueden reducirse a tres:

1) los que han de ser realizados para cubrir una necesidad material o cultural (es
decir, para asegurar la conservación física de un ser humano, de la especie o de la
comunidad), guiados por reglas técnicas de habilidad: sus objetos son los «artefactos»,
que hoy cubren la haz de la tierra;

2) los que suscitan un cambio en el orden del mundo, en función del amor propio
o del bienestar individual (aquí, él «objetivo» no tiene por qué ser meramente físico o
cultural; puede ser altamente espiritual); están guiados por consejos pragmáticos de
prudencia, y sus «realizaciones» están ya fundamentalmente encarnadas -como cambios
de estado o situación- en los seres humanos, lo mismo en el agente que en los demás
sujetos afectados;

3) aquéllos cuya realización viene ordenada incondicionalmente por mandatos o


leyes de la moral. Sobre estos mandatos edificará Kant su doctrina ética.

3. El orden de los preceptos.

Es por demás evidente que esas «normas de acción» no pueden considerarse


como «leyes de la naturaleza» (al contrario, cambian constantemente el estado de un
mundo que, ex hypothesi, podríamos ver como «meramente» natural, o sea: que sigue,
más o menos inmutable, su propio curso). Y sin embargo, esos preceptos o imperativos
(en el sentido literal de ambos términos) deben desde luego estar de acuerdo con esas
leyes. Pero "estar de acuerdo" se dice también de muchas maneras. Pues el hombre
puede servirse de las leyes naturales para remediar un estado igualmente natural de
necesidad; aquí, bien podemos decir que la acción constituye un «bucle» entre dos
«naturalezas»: la interiorizada en el hombre y la exterior, fenoménica. Tal como ha
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visto Ilia Colon en su La aventura intelectual de Kant: sobre la fundamentación de la


Metafísica y la ley moral (Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 2006) la acción
constituye la restauración «homeostática» de una pérdida: todo el mundo de las
pulsiones y los instintos entra en juego aquí, propiciando las técnicas y las artes. Pero
también puede darse una acción para intentar «centralizar» todas las fuerzas de la
naturaleza (y aun las acciones de otros hombres) en favor del «amor propio», o sea: no
sólo de la conservación, sino también de la peraltación (en principio, y si nada se
opusiera, infinita, como intuía Hobbes) de ese extraño individuo autodenominado:
"Yo". Esos dos tipos de acciones están regidas por imperativos que Kant llama
hipotéticos. En efecto, todos sus preceptos (en principio, indefinidos) tienen la forma
lógica: "si... entonces". Si quieres restaurar -por ejemplo- las fuerzas perdidas, debes
comer, lo cual implica una serie de modificaciones del orden natural. Hasta los
preceptos más santos pueden ser de tipo hipotético: «Si quieres ser perfecto —decía el
Cristo- ven y sígueme.» Los objetivos propuestos por imperativos hipotéticos tienen por
característica común la heteronomía del fin con respecto, no sólo a las leyes naturales
de que se sirve el agente para sus propósitos, sino también al agente mismo (el
hambriento sabe que precisa de algo ajeno a él —la comida— para seguir siendo «él
mismo»; incluso el joven que quiere ser perfecto debe seguir a un «maestro de virtud»,
y no, digamos, a la propia «voz de la conciencia»). Uno estaría tentado a pensar que,
pace Kant, esos imperativos hipotéticos de la habilidad técnica y de la prudencia
son ya suficientes, no sólo para la vida humana, sino también para establecer una
«convivencia» cómoda y digna, «justa» incluso, en el sentido de que todos se «ajustan»
unos a otros para vivir en paz (al fin, sobre esas bases se asienta el tan cantado «Estado
del bienestar» y la ansiada «calidad de vida»). Lo curioso es que Kant estaría de acuerdo
con tan común sentido, y sentimiento. Basta y sobra con esos preceptos para llevar una
vida humana. ¡Pero no para alcanzar una dignidad racional! ¿Qué quiere decir esto?

4. La buena voluntad.

Si llamamos «voluntad» a la facultad de comenzar causalmente una serie de


cambios de estados en el tiempo (recuérdese la Tercera Antinomia de la Crítica), no
cabe duda de que los imperativos hipotéticos mueven a la voluntad. Pero la mueven con
vistas a algo ajeno al sujeto agente. Se trata pues de una voluntad para..., una voluntad
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condicionada. ¿Acaso es posible otra? Kant sostiene que sí, en un giro práctico aún más
audaz que el «copernicano»: los objetos (los «objetivos») han de estar regidos por la
voluntad del sujeto, no a la inversa, aunque ellos sean «buenos» para aquél. Al respecto,
Kant distingue entre esos «bienes» relativos al sujeto (hoy podríamos llamarlos: «bienes
de consumo»; ¡también el arte y la religión se consumen!) y el «bien» (así como,
correlativamente, entre los «males» y el «mal». Los bienes proporcionan placer; los
males, dolor. Todo esto es de sentido común. Pero éste se «atasca» cuando se le habla
del «bien» y del «mal» (como singulare tantum, diríamos), o lo tiene por una banal
generalización de esa pluralidad deseada o temida. Y la contestación que da Kant no
satisfaría a primera vista a ese entendimiento «del común». Dice, en efecto, que: «El
bien o el mal significa empero, en todo caso, una referencia a la voluntad, en la medida
en que ésta viene determinada por la ley de la razón para hacer de algo su propio
Objeto.» (KpV; Ak. V, 60). Es natural que el «entendimiento común» no entienda ese
inciso, ese: "en la medida en que" (que constituye sin embargo la diferencia decisiva).
Pues el entendimiento «suelto», por su cuenta, nada quiere saber de la razón, aunque
ésta lo aguijonee internamente.

Y en fin, ¿qué es la razón? Parece que un concepto exigiera ser explicado por
otro, in indefinitum; pero no hay tal. Aquí podemos descansar: ya sabemos qué es la
«razón» (pues hemos escalado la montaña crítica). La razón, recuérdese, es la «facultad
de los Principios» (KrV A 299/B 356). En cuanto tal, establece las reglas para deducir lo
particular de lo universal (cf. KrV A 303s/B 359s), siendo lo Incondicionado su
Principio supremo (entiéndase: un Principio «circular», ya que la razón se somete aquí a
una ley que ella misma ha generado y en la que, por así decir, ella se engendra a sí
misma; cf. KrV A 398/B 365). Y sabemos que la razón, en su uso especulativo, no
puede conocer objetos (sólo puede ordenar conocimientos, con vistas a su triple «cierre
absoluto»). Pero ahora no se trata de conocer ningún objeto (que todavía no existe,
además) sino la determinación bajo la cual ha de realizarse una acción. Si la acción ha
de ser pues racional, no puede estar determinada por nada ajeno a la razón misma.

Todos los seres están sometidos a leyes; pero un extraño y distinguido tipo de
seres tienen la facultad de determinarse a sí mismos por la «representación» que se
hacen de una ley que contiene las «instrucciones» para la realización plena del objetivo,
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el cual no puede ser aquí otro... ¡que el sujeto mismo! Llamamos a esos seres:
"racionales", pues que en ellos y sólo en ellos llega a cumplimentación la propia razón,
sin injerencia externa alguna. Los hombres, en cuanto que se someten al Principio
incondicionado de la razón, son un ejemplo de tales seres.Y la voluntad que se atiene
exclusivamente a tal Principio es, circularmente, la «buena voluntad». Kant introduce
este importante concepto al inicio de la Primera Sección de la Fundamentación: «Nada
en general es pensable en el mundo, e incluso también fuera de él, que sin restricción
pueda tenerse por bueno, sino únicamente una voluntad buena.» (Fundamentación; Ak.
IV, 393; cf. KpV; Ak. V, 15). Pues esta voluntad, y sólo ella, descansa en sí: toda
voluntad tiene la potestad de comenzar por sí misma una serie de cambios de estado del
mundo; pero sólo la buena voluntad puede comenzarlos, además, en y de por sí. En este
respecto, bien puede decirse que ella es la manifestación en el mundo (sin ser del
mundo) de la razón pura práctica. Nada ni nadie puede forzarla a hacer lo que hace.

Sólo cabe preguntar ahora: ¿y qué tipo de acciones realiza la buena voluntad?
¿Cómo distinguirlas de las condicionadas? La contestación no debería ya sorprender: el
valor moral de las acciones no depende en absoluto del «contenido» o materia de éstas.
Y lo único que le interesa resaltar a Kant es algo negativo, a saber: que jamás debe
inmiscuirse esa «materialidad» en el juicio ético. Ya hemos hecho notar muchas veces
que el filósofo no descubre nada «nuevo», ni en el mundo ni fuera de él; no se dedica a
traer «noticias» a los hombres, como si fuera un científico o un profeta. En este
respecto, Kant se revela aún más modesto que en la primera Crítica. No hace falta
enseñarles a los hombres el bien y el mal, o sea: lo que ellos deben hacer; hasta el más
común de los mortales lo sabe perfectamente. Como pone de manifiesto Juan Manuel
Palacios en El pensamiento en la acción: estudios sobre Kant (Caparrós editores:
Madrid, 2003) el «sentido común práctico» es mucho más certero que el teórico.
Entonces, ¿de qué vale el esfuerzo de la filosofía? Al menos, para dos cosas: a) para
mostrar nítidamente el Principio puro del deber y su enraizamiento en la sola razón; b)
para evitar la "dialéctica natural”, por la cual sentimos la constante inclinación a «darle
vueltas» al precepto moral para adecuarlo a nuestras necesidades mundanas.

En definitiva, sabemos que una acción es buena o mala por su sola forma, o sea:
no por el objeto que la voluntad se propone realizar, sino por la plena adecuación a una
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legislación universal. Con independencia de todo contenido, la ley moral manda


incondicionalmente mediante el imperativo categórico. Ahora, en efecto, tras tan largo
rodeo, podemos volver a ese "mandato de la ley moral" que tan tajantemente distinguía
Kant de las reglas de la habilidad y los consejos de la prudencia. Pero, ¿qué puede
mandar esa ley? Todos nosotros obramos -sea cual sea nuestro propósito, que aquí no
hace al caso- guiados por nuestro «fuero interno», o sea: por una «intención» o
«convicción íntima», que puede ser desde luego recta o perversa. Y la expresión
concreta de nuestras intenciones es una máxima.

Kant distingue claramente entre "máxima" y "ley": «Máxima es el principio


subjetivo del querer; el principio objetivo (es decir, aquello que, si la razón prevaleciera
plenamente sobre la facultad apetitiva, serviría a todos los seres racionales, también
subjetivamente, como principio práctico) es la ley práctica.» (Fundamentación; Ak. IV,
400, n.). Y de esa distinción sale formalmente (ya que la razón, recordémoslo, es la
facultad de deducir lo particular a partir de lo universal) la célebre definición del
imperativo categórico (que no puede sino ser único, aunque admita diversas
formulaciones, según donde sea puesto el énfasis del mandato): «obra únicamente
según la máxima por la cual puedas querer, al mismo tiempo, que ella se convierta en
una ley universal.» (KpV; Ak. V, 421).

Considerado formalmente, el imperativo ordena algo bien sencillo, a saber: la


aplicación práctica de la definición de la razón como deducción del particular a partir
del universal; pero con un importante toque «existencial»: si A es la razón
(prácticamente: la ley moral, universal) y B la máxima particular, entonces B se inserta
esencialmente en y como A si y sólo si esa identificación A->B se realiza (cobra
existencia) en cada acción singular «e», de modo que el conjunto de acciones -intensa y
puntualmente trabado- formaría ad limitem una personalidad «atómica» y sin embargo
universal, un universal concreto (por decirlo con términos hegelianos): E. De modo que:
(A -> B) = E. O sea, cada persona lo es, no por formar «parte» de la Humanidad, sino
por ser (o mejor: por deber ser) la entera Humanidad,
encarnada singularmente (más aún: a cada golpe singular de acción debiera brillar tan
sólo la racionalidad). Esta doctrina moral es estrictamente correlativa de la lógica (y
Fichte tendrá muy en cuenta esta coincidencia): cada uno de nosotros es «yo», no por
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ser una parte del «Yo absoluto» (como si éste fuera un queso en porciones), ni menos
por pretender—per impossibile— dejar de ser «yo» para que sólo sea el «Yo absoluto»
(sin cada «yo»no hay «Yo» en absoluto), sino por sujetar (sin destruir: el fuego no arde
sin madera) las particularidades que me constituyen (y que «yo» centro, sin
confundirme con ellas) a la universalidad trascendental del «Yo». En el plano práctico,
Kant llama a esa sujeción: «respeto a la Ley» y, por los efectos que produce en la
sensibilidad, lo considera como único sentimiento moral (un sentimiento cognoscible a
priori); él es el «bello vínculo» que hace bajar el cielo ético a la tierra mortal: «El
respeto hacia la ley moral es pues el único -y a la vez indudable— motor moral, de
manera que si este sentimiento se ordena a un objeto lo hace absolutamente en virtud de
este fundamento» (KpV; Ak. IV, 78). Para los sentidos (o sea, para todo lo que nos
«particulariza») ese sentimiento es absolutamente negativo; el hombre que se sujeta al
respeto siente (por parte de todos los demás sentimientos, que sólo tienden a la propia
satisfacción) una verdadera humillación: «Así pues, la ley moral humilla
irremediablemente a todo hombre, al comparar la propensión de su naturaleza con la
ley.» (KpV; Ak. V, 74).

No es éste, desde luego, un sentimiento placentero; aunque sí sentimos


satisfacción (hacia «arriba», hacia la razón práctica) al cumplir con la Ley, al cumplir
con nuestro deber. Así piensa el riguroso Kant, el cual olvida por un instante su
comedimiento para cantar una arrebatada «Oda al deber» que reproducimos sólo aquella
parte que nos interesa: “¿qué origen puede ser digno de ti? ¿Dónde se encuentra la raíz
de tu noble ascendencia, que rechaza orgullosamente toda afinidad con las
inclinaciones? ¿De qué raíz puedes proceder, que sólo ella es la irrenunciable
condición de aquel valor que los hombres únicamente a sí mismos pueden darse?”
(KpV; Ak. V, 86).

5. La libertad encarnada.

La contestación a tan retórica pregunta hará surgir ante nosotros ese factum
sobre el que gira toda la ética kantiana, y cuyo nombre habíamos ocultado hasta ahora.
Esa raíz es, en fin, la libertad. Pero libertad encarnada, o sea: personalidad (la libertad
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es una Idea de la razón práctica, no un concepto del entendimiento). Gracias a esa


«raíz»: «se eleva el hombre sobre sí mismo (en cuanto parte del mundo sensible). Ella:
«no es otra cosa que la personalidad, es decir, la libertad e independencia del
mecanismo de la entera naturaleza, libertad considerada al mismo tiempo, sin embargo,
como facultad de un ser sujeto a puras leyes prácticas que le son propias, a saber: dadas
por su propia razón; la persona, pues, como perteneciente al mundo sensible, pero sujeta
a su propia personalidad en la medida en que pertenece al mismo tiempo al mundo
inteligible.» (KpV; Ak. V, 86s). Ya tenemos, en este denso texto, todas las claves del
pensamiento ético kantiano: el hombre, «perteneciente a ambos mundos», no puede
negar ninguno de ellos; pero sí debe subordinar el mundo sensible al inteligible, como
campo de actuación de éste. ¿Es ésta acaso una nueva versión, corregida y aumentada,
de la distinción clásica libertas ex / libertas ad? No exactamente. La elevación sobre el
mundo no significa una huida de éste hacia no se sabe qué esferas. Y menos, un rechazo
o repudio absoluto del mundo. Muy al contrario: la «liberación de» cuanto uno no sienta
como propio corre el riesgo de confundirse con la primera y más peligrosa de las
pasiones: el satánico Non serviam!, no en vano predominante en «el hombre en estado
de naturaleza», y que ocasiona un «estado de guerra constante». Tal la libertad externa
del salvaje, que Kant llama en efecto: «inclinación a la libertad». De esa libertad surgen
todas las demás: el ansia de honores, el ansia de dominación y el ansia de posesión
(justamente, las pasiones denostadas también por Spinoza en su Tractatus de
emmendatione intellectus). Pero como afirma Norbert Bilbeny en su Kant y el tribunal
de la conciencia (Gedisa: Barcelona, 1994) tampoco es la libertad kantiana algo que
vaya hacia (ad) algo, como si fuera un medio para un fin. Desde ella, por y para ella es
propuesto todo fin moral. Ella es el centro, inmóvil y rector, de toda la filosofía
kantiana. El concepto de libertad, en la medida en que su realidad viene probada por una
ley apodíctica de la razón práctica, constituye entonces la clave de bóveda del entero
edificio de un sistema de la razón pura, incluso de la especulativa, y todos los demás
conceptos (los de Dios y la inmortalidad) que, en cuanto meras ideas, permanecen sin
sostén en aquélla, quedan anexionados ahora a él y con él y por él adquieren
consistencia y realidad objetiva; es decir, la posibilidad de los mismos viene probada
por el hecho de que hay efectivamente libertad; pues esta idea se manifiesta a través de
la ley moral.
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Adviértase el alcance de esta Idea de la razón práctica (en ella y por ella «se
revela» la Razón a los hombres). Sólo por ella puede haber un «sistema», y no una mera
«crítica», porque ella cierra lo que la Crítica de la razón pura dejaba abierto por arriba
y por abajo: por arriba, lleva a buen término esa tensión hacia lo incondicionado pujante
en el uso especulativo de la razón, que producía los «espejismos»: Alma, Mundo, Dios,
como absolutas «cosas en sí». Pero todo espejismo remite, aunque sea de manera
deformante, a una realidad que responde a esa apariencia. Ahora sabemos a dónde
tendía aquel uso. Por consiguiente, no libertas ad (ad Deum, por ejemplo), sino ratio
theoretica ad libertatem. Y cierra por abajo aquello que la primera Crítica (y con
«razón») no podía sino aceptar pasivamente, como un factum: el hecho de la
«multiplicidad» sensible, de los «materiales» de construcción del mundo. Ahora, el
factum de la libertad subordina a sí el factum, la facticidad del mundo sensible. Ahora
sabemos por qué somos «receptivos» a las intuiciones empíricas. Sentimos para
sabernos superiores a lo sentido. Pero sin lo sentido, no habría libertad ¡No hay
subyugación sin súbditos a los que mandar, aunque hay que cuidarse mucho de que
éstos se rebelen y trastornen la ordenación! Y también a la inversa: es necesario cuidar,
y aun fomentar y propiciar, las sensaciones (de ello se encargan las ciencias, las técnicas
y el refinamiento cultural), para tener la satisfacción de estar por encima de ellas, sin
poder empero prescindir de ellas.

Y ello explica (dejando al lado «razones» psicológicas del hombre Kant) una de
las frases más brutales que se hayan escrito en filosofía. Con ella, Kant va mucho más
allá de Job (que, en su miseria, reconoce al fin que Quien manda en él no es él mismo),
de Platón (el cual, aunque por boca de Sócrates diga que la filosofía es una praeparatio
mortis, prohíbe el suicidio porque somos posesión de los dioses) y de los estoicos (que
admitían el suicidio para probar que la dignidad es más alta que la vida). También Kant
prohíbe el suicidio; pero, sin tener en cuenta lo que hemos dicho anteriormente, sus
razones parecerían ciertamente alambicadas y escandalosas: «Los hombres conservan su
vida, ciertamente, como es debido, pero no por deber. En cambio, cuando las
contrariedades y una aflicción desesperada han quitado por entero el gusto a la vida;
cuando ese desdichado, fuerte de ánimo y más despechado de su destino que amilanado
o hundido, desea la muerte y mantiene sin embargo su vida, sin amarla, y ello no por
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inclinación ni por temor, sino por deber, entonces es cuando tiene su máxima un
genuino contenido (Fundamentación; Ak. IV, 39)

Mal entenderíamos a Kant si dedujésemos de este pasajes que para él la vida no


vale nada (seguir viviendo por deber, sin el menor gusto por la vida, tiene según él valor
moral; pero éste es un caso extremo, no el único valor moral). Ni tan siquiera cabe
colegir de ahí desprecio hacia el mundo sensible (Kant llama "patológico" a lo sensible
sólo cuando, por una regla de vida voluntariamente elegida, se pone a aquél como
impulso motor de la moral); y menos, que lo sensible sea el origen del mal. Muy al
contrario: en La religión, dentro de los límites de la mera razón (Religión; 1793) es la
«disposición para la animalidad del hombre, en cuanto ser viviente» (Ak. VI, 26) el
primer elemento de determinación de éste hacia el bien (junto con la disposición para la
humanidad y para la personalidad); y aunque en los instintos a ella correspondientes
(conservación, reproducción y sociabilidad) pueden injertarse vicios de todo tipo, éstos
no han surgido de suyo de aquella disposición, en cuanto raíz. Más aún: ¿por qué habría
de ser un deber la conservación de la vida, sino porque aquélla es la conditio sine qua
non del ejercicio del bien? Lo único condenable sería la inversión del orden, o sea: obrar
«bien» externamente (tan sólo como es «de ley») a fin de conservar y acrecentar las
fuerzas de la vida, en lugar de vivere ad bene esse (obrando escrupulosamente y, en la
medida de lo posible, por deber).

¿No exige Kant demasiado del hombre? Si, como él reconoce, el ser humano
está hecho de una madera torcida, ¿qué cabe esperar de él? ¿Y cómo moverlo
efectivamente hacia el bien? ¿Por el solo respeto a la ley? El propio Kant reconoce que
la conciencia en cada uno de nosotros de la ley moral es condición de posibilidad del
bien, pero que el hombre necesita, a modo de «andaderas», de ejemplos o postulados -
acordes con el respeto, y derivados de éste— cuya realidad objetiva lo mueva, en el
mundo empírico, a obrar como un ser racional y, por ende, superior a todo lo sensible.
Es evidente que Kant está buscando aquí un correlato del esquematismo teorético: algo
que permita la «puesta en obra» de la voz de la conciencia. Pero aquí no puede tratarse
de verdaderos «esquemas» (en lo moral no hay sensibilidad pura, a prioril), sino a lo
sumo de símbolos que, por analogía, impulsen y propicien la acción del mundo
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inteligible en el sensible, o bien de postulados que orienten y encaucen esa acción. Kant
admitirá, respectivamente, dos símbolos y dos postulados.

El primer símbolo ha de ser el de Alguien que, siendo enteramente hombre, sea


capaz de sacrificar la propia vida, pero no en nombre de su individualidad (tal sería el
caso del orgulloso estoico, con su «amor propio»! ) sino en virtud de su personalidad. El
ejemplo de Cristo y su amor por los hombres es ofrecido en el importante opúsculo El
final de todas las cosas. El segundo símbolo o tipo se encuadra justamente en una
«típica del Juicio puro práctico» (KpV; Ak. V, 67s). Es evidente que toda acción (y, por
ende, la moral) ha de ser posible para nosotros en la sensibilidad. No basta con aprobar
mentalmente el bien; hay que «hacerlo», si queremos ser responsables de nuestros actos.
Y para ello es necesario que la Naturaleza «permita» por así decir esta intervención
superior, sin que en modo alguno se alteren su curso y sus leyes. Como ya se ha
apuntado, aquí no disponemos de esquema alguno para la aplicación de la ley in
concreto; ésta manda incondicionalmente. Pero, ¿y si probásemos a tomar la ley misma
como si fuese una ley de la naturaleza, es decir, como algo universal y necesario, pero
sólo según la forma misma de la legalidad? En este caso la naturaleza sensible sería
vista como un tipo (literalmente: una marca o impronta) de la naturaleza suprasensible
(justamente, el prototipo de aquélla), lo cual nos serviría de regla para juicios en
concreto, a saber: «Pregúntate si la acción que te propones, en caso de que debiera
acontecer según una ley de la naturaleza -naturaleza de la cual tú mismo serías parte-,
podría ser considerada por ti como posible por tu voluntad.» (V, 69). ¡Por fin tenemos
un baremo de enjuiciamiento de una acción! Al guiarme por una máxima, me pregunto:
¿podría ser tenida por los demás como si ésta correspondiera a una ley? Si todos
mintiéramos, matásemos, robásemos, etc. ¿podrían generalizarse esas acciones sin
contradicción, es decir, sin que esa «naturaleza» no quedara eo ipso destruida en su
raíz? Es obvio que así sería imposible la vida, y no sólo la individual. Luego —al menos
negativamente, y sólo por sus consecuencias mundanas- podemos juzgar si una
determinada acción sería o no conforme al deber, si éste pudiera ser enunciado como
propio de una ley natural; o sea, si se tuviera en cuenta tan sólo su pura forma de ley.

6. El controvertido retorno del alma y de Dios.


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Sabemos ya por qué debemos obrar (por deber), cuál ha de ser, para la voluntad
pura, el fundamento de su determinación (la ley moral), cuál el resorte motor de
nuestras acciones (el respeto hacia aquella ley), y qué baremo emplear -al menos,
negativa y apagógicamente- en orden al enjuiciamiento in concreto de nuestros actos.
Pero, ¿cuál ha de ser el Objeto de nuestra voluntad, en general, o sea en cuanto
absolutamente determinada por la razón práctica? Dado que ésta exige aquí sin más
aquello a lo que, en su uso especulativo, sólo podía tender -sin alcanzar jamás a
conocerlo en el ámbito teórico—, es decir: puesto que exige lo Incondicionado (si la
voluntad ha de ser verdaderamente autónoma), se sigue de ahí necesariamente que el
Objeto de esa buena voluntad sólo puede ser el Bien Supremo, y no este o aquel bien
determinado.

Pero, ¿cuál puede ser ese Sumo Bien? Al respecto, distingue Kant (KpV; Ak. V
110) dos sentidos en el concepto de lo supremo:

a) lo más elevado, es decir, aquello que es origen de todo lo demás sin estar
sometido por su parte a condición alguna; en este caso, sólo la virtud puede ser la suma
condición incondicionada;

b) lo completo y acabado. Y en esta completud, debe entrar igualmente la


felicidad. Es claro que ésta debe venir subordinada a la virtud, y que las acciones deben
cumplirse sólo en base a la dignidad que a la persona procuran; pero la virtud ha de
tener como consecuencia el logro de la felicidad, si es cierto que la razón es única, o
sea, si la razón que legisla mediatamente sobre la naturaleza es una y la misma que la
razón práctica. De lo contrario, tendríamos dos «mundos» separados e independientes
entre sí, y nuestras acciones «rebotarían» por así decir sobre la dura piel de una
naturaleza cuyas leyes nada tendrían que ver con la ley moral. Kant admite como un
hecho incontrovertible que todos los hombres tienden a ser felices; pero exige la
subordinación de esa tendencia a la virtud. Es claro, según esto, que virtud y felicidad
deben formar al cabo un Todo, y que sólo éste podría ser el Bien Supremo consumado y
perfecto.

Es necesario conjuntar virtud y felicidad. Pero cada una obedece a leyes


distintas. El virtuoso tiene derecho a esperar que sus obras se vean «acompañadas» por
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la felicidad, pero no a deducir ésta necesariamente de la virtud. De modo que la


conjunción de las dos determinaciones que forman el concepto del Bien tendrá que ser
por fuerza sintética y, desde luego, a priori (pues aquí nos estamos refiriendo al Objeto
íntegro de nuestra voluntad, no a bienes sueltos). Por analogía con el ámbito teórico, ese
enlace sintético ha de ser causal (a saber: de la misma manera que la causa produce un
efecto distinto de ella, así también produce felicidad la virtud).

Pero, ¿cómo podríamos realizar ese Supremo Bien en su integridad, si nuestra


existencia fuera tan efímera como parece? ¿Y cómo podríamos garantizar nosotros,
ciudadanos de dos mundos, la conciliación y hasta unificación de ambos en un solo
sustrato? Como ha señalado Victor Berrios en Kant y la racionalidad práctica:
homenaje a los 200 años (Ediciones Ucsh, 2005) la primera Crítica ya probó que esas
preguntas carecían de respuesta, en el ámbito especulativo, pues allí -por una falacia y
subrepción lógica- se apareaban una necesidad puramente subjetiva (el deseo de
fundamentación última, incondicionada) y la creencia en "cosas en sí", para crear los
tres engendros de la Metafísica. Vuelven esas Ideas (viradas hacia lo ético), pero ya no
como hipóstasis ontológicas, sino como meros «postulados de la razón práctica».

La doctrina de los postulados es poco convincente, y el propio Kant tendería a


sustituir ulteriormente (por ejemplo, en El conflicto de las Facultades) el primer
postulado: la inmortalidad del alma, por la idea, lógicamente más plausible, de una
Historia convergentemente universal y de ilimitada perfectibilidad. La idea de un
progreso colectivo indefinido cumple en efecto perfectamente todas las exigencias del
postulado de la «inmortalidad», a saber: la progresiva y asintótica adecuación en el
tiempo de la disposición de ánimo con la ley moral, sin tener que pasar por el escamoteo
del «hecho» de la muerte. Pues si la ley sólo es operativa, y forma la personalidad, a
través del puro respeto hacia ella, y ese respeto -el único resorte o motivo eficaz de la
acción moral, recuérdese- sólo se experimenta como humillación de la «carne»,
entonces nada de esto tiene el menor sentido una vez el cuerpo muerto (por
acomodarnos a la distinción vulgar, por entonces habitual, entre cuerpo y alma). Con
razón ordenaba Kant al desesperado que siguiera con vida, y sola y exclusivamente por
deber. Sin vida no hay ejercicio ético posible, porque ya no hay contra qué luchar ni a
qué someter. De manera que un postulado basado en «otra vida» no parece muy
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operativo. Y algo análogo sucede con el segundo postulado: la «existencia» de Dios.


Sólo cinco años después, el «reino de los fines» (de sabor tan leibniziano), el «mundo
inteligible» regido por Dios, se transformará en el «Reino de Dios sobre la Tierra». Sin
embargo, dejando de lado todo esto -si es que ello es posible; si es que hay o habido
nunca algo así como «filosofía pura»-, ese nuevo postulado es, de nuevo, lógicamente
más coherente y eficaz con la doctrina general. Pues esa conciliabilidad «bajo cuerda»,
por así decir, de la naturaleza y la ley moral, cuya función encomienda Kant al
«postulado-Dios», vale sólo para garantizar la felicidad del agente. Y ésta, por
definición (recuérdese: que todo vaya según los deseos de cada uno), implica no sólo la
existencia de Dios y su Reino, sino también la de este nuestro mundo: la Tierra (si no,
tanto «naturaleza» como «deseos» estarían aquí de más).

De modo que las consecuencias del «rigorismo» y «formalismo» kantiano no se


reducen a especulaciones aéreas y angelicales, sino que pueden ser interpretadas (y así
lo fueron por los tres amigos del Stift tubingués) como exigencias de transformación del
mundo, si queremos llegar a esa completud que Kant llamaba Bien Supremo, y en la
que entra también, no lo olvidemos, la Naturaleza. Esas consecuencias se pondrían de
manifiesto, con toda su peligrosidad para muchos de los que antes habían aplaudido la
segunda Crítica y sus «postulados», en la filosofía kantiana de la religión.

7. Conclusión.

Como hemos tenido ocasión de ver la postulación de la existencia de Dios y la


inmortalidad del alma resultan discutibles: personalmente no compartimos ese salto a la
trascendencia. Pero también es cierto que este tipo de metafísica no compromete ni debilita
el carácter categórico de un imperativo que no se funda en tales ideas, ontológicamente
posteriores al deber moral. En cualquier caso, el pensamiento kantiano permite
universalizar el respeto a cada hombre concreto sin tomar prestado su valor de instancias
previas a la misma relación social como ha sabio ver Klappenbach, en. "Igualdad y
diferencia en la filosofía moral de Kant", (Claves de Razón Práctica, Nº 46). Sólo este
tipo de igualdad puede respetar la diferencia, y sólo este acceso a la diferencia puede ser
universalizada en una igualdad respetuosa de los hombres de carne y hueso, considerados
como "fines independientes" y libres de toda violencia metafísica.
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Como señala Rábade en Kant: Conocimiento y racionalidad. (Vol. 2. Ediciones


Pedagógicas: Madrid, 2002) probablemente la metafísica es inevitable. Puesto que no
tenemos otro medio de comprender al mundo que el lenguaje (esa "vieja hembra
engañadora" que decía Nietzsche con su acostumbrada misoginia) no se logrará evitar el
encuentro con ese absoluto agazapado en la palabra ser que repetimos en cada frase. Todos
los intentos de construir un pensamiento libre de metafísica han terminado en el fracaso,
quizá porque se trata de una contradictio in terminis. El problema consiste en dónde
colocar ese absoluto: si se constituye en un marco previo de comprensión del mundo al
cual deben adecuarse las relaciones sociales, el precio suelen pagarlo los seres humanos de
carne y hueso; si, por el contrario, el absoluto se sitúa en lo que Kant llamaba "respeto",
esa experiencia, concreta y universal al mismo tiempo, la metafísica se transforma en ética
y pierde su poder de alienación. La contraposición entre igualdad y diferencia es producto
de una metafísica especulativa; su reconciliación sólo puede producirse en la experiencia y
no en una teoría.

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