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TEMA 37.

BASES ANTROPOLÓGICAS DE LA
CONDUCTA MORAL

1. Introducción: La ética, atributo humano universal.

2. El resurgir naturalista.

2.1. El naturalismo de Darwin.

2.2. La síntesis neodarwinista.

2.3. La sociobiología de Wilson.

2.4. El mono que llevamos dentro.

2.5. Mentes morales.

2.6. Conclusión.

3. La negación del concepto de "naturaleza humana".

3.1. La vida humana como auto-domesticación e historicidad.

3.2. La construcción del yo.

3.3. La autoconciencia.

3.4. El reconocimiento.

4. La ética, atributo humano universal.

1. Introducción: La ética, atributo humano universal.


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Los sistemas morales varían de una cultura a otra (aunque ciertos preceptos,
tales como "no matar", "honrar a los padres", etc., parecen ser universales), pero en
todas se forman juicios de valor moral. El carácter universal de la capacidad ética
sugiere que su fundamento está en la naturaleza humana y, por ello, que es un producto
de la evolución. Cuando se plantea la cuestión de si la ética está determinada por la
naturaleza del hombre, la cuestión a discutir puede ser una de las siguientes: 1. ¿Está la
capacidad ética determinada por la naturaleza? 2. ¿Están los sistemas de normas éticas
determinados por la naturaleza humana? El problema del estudio de las raíces del
comportamiento ético no puede ser bien resuelto si no se distinguen ambas cuestiones,
pues su análisis puede llevar a conclusiones diferentes: aun si se llega a la conclusión de
que la capacidad ética está determinada por la constitución antropológica de la
humanidad, no se sigue necesariamente que los códigos morales estén determinados por
la naturaleza humana. En definitiva, parece claro que la necesidad de aceptar valores no
determina cuáles sean los valores a seguir.

2. Los orígenes de la moralidad.

2.1. El naturalismo de Darwin.

La evolución de nuestro sentido moral ha sido objeto de diferentes análisis desde


la aparición del darwinismo. Darwin en Descent of Man and Selection in Relation to Sex
(1871), equipara nuestra moralidad al sentimiento que nos induce a comportarnos de
manera altruista y que nos causa una sensación de desagrado cuando actuamos en contra
de lo que consideramos correcto.

Como describe Richard Alexander en Darwinismo y asuntos humanos


(Barcelona: Salvat, 1987) para Darwin el sentido moral surge, en primer término, de la
naturaleza persistente y constante de los instintos sociales, incluyendo los lazos
familiares, el amor y la simpatía que se siente hacia los miembros de la propia tribu o
comunidad; en segundo término, del aprecio en que tiene el hombre la aprobación de
sus compañeros y el disgusto que le genera su reprobación; y, por último, de la
extraordinaria capacidad de sus facultades mentales, que le permiten reflexionar sobre
sus actos pasados y sus motivos y que le orientan en la búsqueda de la felicidad.
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Darwin concebía nuestra disposición moral como una adaptación, un instinto


social que asegura el bienestar de los hijos, favorece la cooperación entre parientes y
transforma un grupo animal en una comunidad. Darwin consideraba que la evolución de
los instintos sociales y, con ellos, de la sensibilidad moral, ha estado dirigida por
procesos de selección natural que favorecen el desarrollo de disposiciones para actuar
en beneficio de la comunidad, lo que hoy en día se conoce como selección de grupo.

Thomas Henry Huxley, contemporáneo y célebre defensor de Darwin y sus


ideas, no compartía esta visión de su amigo sobre el origen de la moralidad, sino que
consideraba que la naturaleza humana no es en verdad moral, sino amoral y egoísta. La
moralidad actuaría como un revestimiento cultural, una fina capa que oculta, controlo y
mitiga los rasgos negativos de nuestra naturaleza, al igual que hace un jardinero con als
malas hierbas. Huxley no se ocupa de explicar cómo la humanidad ha obtenido la
voluntad y la fuerza para derrotar los impulsos de su propia naturaleza y, hasta cierto
punto, deja fuera de la teoría evolutiva la explicación de la moralidad.

Huxley consideraba, al igual que Herbert Spencer, que la selección natural


favorecía en los individuos el predominio de las tendencias egoístas que propiciasen su
éxito en la lucha por la existencia. Para Huxley, al contrario que Spencer y su
darwinismo social, consideraba inmoral dejar florecer esa competencia despiadada y
defendía la moralidad como un contrapunto cultural egoísta.

2.2. La síntesis neodarwinista.

La síntesis neodarwinista, que sentó las bases de la moderna teoría de la


evolución a mediados del siglo pasado. J. S. Huxley en su obra Evolución: la nueva
síntesis, asume que la capacidad moral constituye un atributo más del cerebro humano
y, por tanto, un producto de la evolución biológica. La polémica comienza a partir de
ese punto: primero, al precisar el significado adaptativo de las facultades éticas y,
segundo, al examinar el posible determinismo genético de los códigos morales. La
posición mayoritaria sostiene, por una parte, que la capacidad ética surge como
consecuencia inevitable de la eminencia intelectual humana y carece de valor adaptativo
per se, y, por otra, que los distintos código morales son producto de la evolución
cultural y no de la biología.
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Para el conocido biólogo Francisco J. Ayala en su Origen y evolución del


hombre. (Madrid: Alianza, 1983) el comportamiento ético emerge de la presencia en el
hombre de tres facultades que son necesarias y, en conjunto, suficientes para que dicho
comportamiento se produzca: 1) anticipar las consecuencias de las acciones; 2) hacer
juicios de valor, y 3) elegir entre líneas de acción alternativas. La moralidad es una
consecuencia de la aparición de esas facultades.

2.3. La sociobiología de Wilson.

Frente a esta posición, a mediados de la década de los setenta, surgió la


perspectiva sociobiológica de la moral de E. Wilson. Sociobiología. La nueva síntesis
(Barcelona: Omega, 1980) en la que defiende un origen adaptativo para nuestra
capacidad ética como medio de fomentar la cooperación y el altruismo entre los
individuos de un grupo. Esta interpretación lleva implícita la idea de un determinismo
biológico no sólo de la capacidad ética, sino también de las acciones que son
consideradas buenas; es decir, de las acciones altruistas que facilitan que la cooperación
se produzca. En Sobre la naturaleza humana (México: F.C.E., 1980) Wilson afirma que
la moral forma parte del mecanismo evolutivo que ha permitido que la conducta
cooperativa se expresa en nuestra especie. Nuestro sentido moral crea una ilusión,
compartida socialmente, que obliga a nuestra mente a aceptar que las acciones altruistas
son buenas y esto nos induce a cooperar.

Los modelos teóricos sociobiológicos que tratan de explicar la evolución del


comportamiento cooperativo y altruista se basan, sobre todo, en procesos tales como la
selección de parientes y el altruismo recíproco, directo o indirecto, muy distintos de la
idea original darwinista que los definía como caracteres que han sido seleccionados
porque promueven el bien de la comunidad. En este sentido, la sociobiología se apoya
en las teorías sobre la evolución de la conducta que desarrollaron en los años sesenta los
prestigiosos biólogos evolutivos William D. Hamilton, George C. Williams y John
Maynard Smith. Unos años más tarde, Richard Dawkins popularizó estas ideas en su in-
fluyente libro El gen egoísta, en el cual muestra una visión de los organismos como
instrumentos en manos de sus genes egoístas que, en su lucha por dejar el mayor
número de copias de sí mismos, manipulan y controlan la conducta del organismo que
los porta. Muchos sociobiólogos, debido a esta percepción de los seres vivos como
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títeres de sus genes, han enfatizado los elementos egoístas de nuestra naturaleza y
relegado a un segundo plano las tendencias de afecto y empatía que los humanos pueden
sentir hacia sus semejantes, algo que los aproxima a Thomas Henry Huxley y los aleja
de Darwin.

2.4. El mono que llevamos dentro.

Frans de Waal, uno de los más eminentes primatólogos contemporáneos,


catedrático y director del Yerkes Primate Center en la Universidad de Emory en Atlanta,
en la obra que lleva por título el nombre de este epígrafe (Barcelona: Tutquets, 2009) y
en Primates y filósofos, la evolución de la moral del simio al hombre (Barcelona:
Paidós, 2009) se rebela con fuerza contra esta visión de un mundo humano
descarnadamente competitivo y egoísta. De Waal considera que la visión de Hobbes,
reflejada en su conocido aforismo homo homini lupus, es errónea por lo que se refiere a
los humanos y, además, tremendamente injusta con los lobos, que constituyen una
especie ciertamente cooperativa y gregaria. Denomina «teoría de la capa» (veneer
theory) a esa idea de Huxley de que la moralidad humana representa poco más que una
fina capa, una corteza, bajo la cual bullen pasiones antisociales, amorales y egoístas,
tesis que con tanta expresividad recogió el biólogo y filósofo Michael T. Ghiselin cuan-
do escribió que «si rasgas la piel de un altruista, verás sangrar a un hipócrita». Defiende
De Waal, como antes hizo Darwin, que los fundamentos de nuestro comportamiento
moral son antiguos desde el punto de vista evolutivo y perfectamente rastreables en el
comportamiento de los primates no humanos, en concreto, en el de las dos especies más
próximas a la nuestra: el chimpancé común (Pan troglodytes) y el bonobo o chimpancé
pigmeo (Pan paniscus).

De Waal analiza la conducta del chimpancé común y del bonobo, las dos
especies más próximas filogenéticamente a la nuestra, mostrando con amenidad e
ingenio las notables diferencias entre ambas en ámbitos tan emblemáticos como el
poder, el sexo, la violencia o la amabilidad. Mientras el comportamiento de los
chimpancés parece avalar, con su tendencia hacia actitudes maquiavélicas, agresivas, la
hipótesis de una naturaleza humana egoísta, mucho más cercana a las ideas de Hobbes
que a las de Rousseau, el de los bonobos representa justo lo contrario y da cuenta de una
criatura sensible y tierna, muy alejada de la fuerza demoníaca de los chimpancés.
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La sociedad chimpancé se basa en una estructura jerárquica, en la que los


machos dominantes ostentan el poder que les permite controlar el acceso a las hembras
y a determinados recursos, por lo que están obsesionados con el ascenso en el rango
dentro del grupo. Por otra parte, sin embargo, dentro del grupo suelen ayudar al débil y
comparten los recursos. Son capaces de actividades cooperativas como dar caza a otros
monos o incluso combatir con chimpancés de otros grupos. De Waal explica que, igual
que poseen capacidad de empatia hacia los miembros del grupo pueden llegar a ser
despiadados con sus congéneres si pertenecen a otros grupos.

Los bonobos poseen una estructura matriarcal y son mucho menos agresivos. Si
surgen, conflictos, normalmente, en lugar de luchar, emplean el contacto físico cariñoso
y la actividad sexual para rebajar la tensión, de manera que casi nunca se libran grandes
combates que supongan graves heridas o la muerte de los individuos implicados en la
refriega. Las hembras forman coaliciones para mantener la paz social y lograr
imponerse a los machos, ya que éstos actúan independientemente unos de otros. Las
diferencias mayores con respecto a los chimpancés se encuentran en el ámbito de la
sexualidad. Las relaciones sexuales desempeñan un papel clave a la hora de mantener el
orden: son utilizadas para resolver conflictos, como instrumento de reconciliación y
como pago de favores.

De Waal se pregunta a cuál de estas dos especies nos parecemos más.


Evolutivamente, estamos tan cerca de ambas que nuestra especie ha sido considerada en
ocasiones como el tercer chimpancé. No sabemos cómo era el antepasado común del
que proceden las tres, pero De Waal tiene claro que los seres humanos constituimos una
especie bipolar en la que las dos tendencias, el odio y el amor, están presentes de
manera más acusada incluso que en cualquiera de nuestros parientes no humanos. Re-
presenta un error y una pérdida de tiempo tratar de subrayar un aspecto de nuestra
personalidad bipolar si se hace a expensas de relegar el otro. Sin embargo, para De
Waal esto es lo que ha estado haciendo el mundo occidental durante siglos, al presentar
nuestro lado competitivo como más auténtico que nuestro lado social. De Waal critica
esa visión del ser humano como individuos solitarios, lo bastante inteligentes para
cooperar en la búsqueda de recursos, pero que unen sus fuerzas a regañadientes al
carecer de una verdadera atracción empática por sus congéneres.
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2.5. Mentes morales.

Aunque la idea dominante tanto en filosofía como en ciencias jurídicas sostiene


que nuestros juicios morales son la consecuencia de decisiones conscientes, se ha
planteado como alternativa la tesis de que, por lo menos, parte de esos juicios son el
resultado de procesos psicológicos no conscientes, de tipo intuitivo o emocional. Desde
hace unos quince años, algunos científicos, entre los que se encuentra Marc Hauser han
elaborado un programa de investigación que ha venido a denominarse Universal Moral
Grammar (Gramática Moral Universal) que trata de describir el origen y la naturaleza
de la moral utilizando modelos y conceptos análogos a los del programa lingüístico de
Chomsky.

Hauser en Cómo la naturaleza diseña nuestro sentido universal sobre lo bueno y


lo malo (New York: Ecco Press, 2009) distingue entre juicios y comportamientos
morales. Y su análisis es sobre el juicio moral, esto es, lo que el sujeto percibe como
bueno o malo con independencia del modo en que el sujeto utilice dicha percepción a la
hora de realizar la acción correspondiente. Defiende que las propiedades de los juicios
morales se explican porque la mente contiene una gramática moral: un conjunto de
reglas complejas, de dominio específico, que genera y relaciona representaciones
mentales. Parte de esta gramática es innata, en el sentido de que está inscrita en la
estructura de la mente, aunque sólo se desencadena con experiencias adecuadas. Esta
perspectiva biológica de la moralidad enfatiza que la evolución nos ha dotado de una
gramática moral universal para decidir qué acciones están permitidas, prohibidas o son
obligatorias. Pero estos principios no establecen un repertorio de conductas específico,
sino que permiten plasticidad. Esto es, no determinan, por ejemplo, el comportamiento
particular que adoptarán los individuos de una cultura concreta respecto a la sexualidad,
el altruismo o la violencia.

El grupo de Hauser desarrolló hace unos años un portal en Internet denominado


Moral Sense Test. Durante dos años recogieron datos de unas cien mil personas de
edades comprendidas entre los diecisiete y los setenta años, y de unos ciento veinte
países diferentes. Cuando alguien entra en el portal debe proporcionar alguna
información biográfica: edad, educación, religión, raza, nacionalidad, etc. Y responder a
una serie de «dilemas morales» que tratan de explorar en qué medida está permitido per-
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judicar o beneficiar al prójimo. Estos dilemas son deliberadamente muy artificiales, esto
es, no se refieren a temas como el aborto, el terrorismo o la eutanasia, sino que nos
enfrentan a una situación de tipo «cómic», con la que el individuo no está familiarizado.
Se trata de que el sujeto exprese lo que haría ante un problema sobre el que no tiene una
opinión establecida. Si se preguntase, por ejemplo, ¿está moralmente permitido el
aborto?, la respuesta no valdría, puesto que sobre estas cuestiones tenemos ya una
opinión o prejuicio formado. No existiría un dilema. Y de lo que se trata es de captar la
intuición o los principios subyacentes a los juicios morales. Hauser y su grupo han
recogido o desarrollado más de trescientos de estos dilemas, muchos de los cuales han
sido propuestos por filósofos. Quizás el más famoso de ellos es el propuesto por el
filósofo Foot, denominado el «problema del tranvía», que Hauser detalla en el capítulo
3. El problema es como sigue.

Denise viaja en un tranvía que está fuera de control y se encamina hacia cinco
personas situadas en la vía, a las que arrollará sin remedio al no poder apartarse de la
misma. De repente, Denise observa una vía lateral a la que puede desviar el tren. Sin
embargo, si lo hace, matará a una persona que está situada en esa vía. La pregunta surge
inexorable: ¿es moralmente correcto que Denise desvíe el tren? El dilema va
complicándose de forma sucesiva. En un segundo escenario, el tranvía, sin pasajeros y
fuera de control, se dirige hacia las cinco personas situadas en la vía, pero ahora debe
pasar bajo un puente en el que se encuentra Frank, quien tiene como única posibilidad
para detener el tren la de arrojar a la vía a un hombre grueso que está también en el
puente. ¿Le está moralmente permitido a Frank empujar al hombre sobre la vía? En el
tercer escenario, Ned está paseando cuando observa el tranvía que se dirige sin remisión
hacia las cinco personas situadas en la vía. Ned está situado cerca de un cambio de
agujas, de forma que puede desviar el tren hacia un bucle lateral en el que está situada
una persona que morirá con el impacto, pero lo bastante gruesa para permitir que el
tranvía rebaje su velocidad y que las otras cinco personas puedan escapar. ¿Está
moralmente permitido que Ned desvíe el tren en esta situación? El último escenario es
similar al anterior: Óscar pasea cerca del tren y puede desviar el tren hacia el bucle
lateral, en el que hay un objeto pesado que permitirá que el tren rebaje su velocidad,
dando tiempo a que las cinco personas puedan alejarse del tren. Sin embargo, delante
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del objeto hay una persona que sin duda morirá con el impacto. ¿Le está moralmente
permitido a Óscar desviar el tren?

Los porcentajes de personas que consideraron moralmente permitido las


acciones de Denise, Frank, Ned y Óscar fueron 85%, 12%, 56% y 72%,
respectivamente, sin que existieran diferencias significativas en función de la edad,
sexo, nacionalidad, raza, religión o nivel educativo de los participantes. De acuerdo con
Hauser, estos resultados indican que los humanos, en nuestros juicios morales,
utilizamos el principio del doble efecto: está permitido hacer daño a un individuo si con
ello se beneficia a un número mayor, pero siempre que este daño no sea infligido de
forma directa, sino que resulte ser un efecto colateral, es decir, que el daño provocado
sea un medio y no un fin en sí mismo. Además, muestran que resulta menos permisible
hacer daño con una nueva acción (empujar al hombre) que redirigiendo una amenaza ya
existente (desviando un tren que ya está fuera de control), así como la idea de que
parece menos tolerable causar daño mediante contacto físico directo que por medios
indirectos. Conviene recordar que la validez de alguno de estos principios, como el del
doble efecto, ya fue discutida por ilustres pensadores como Santo Tomás de Aquino.

Hauser cree que los resultados anteriores cuestionan la idea de que los juicios
morales son el producto de razonamientos conscientes, puesto que sí éste fuera el caso,
se esperaría encontrar diferencias en función del nivel educativo o de la religión pro-
fesada. También considera notable la dificultad que manifiestan las personas
participantes para justificar sus respuestas. Para Hauser, el contenido innato de la
moralidad lo configura un conjunto de principios universales que generan una intuición
racional acerca de qué acciones son correctas o erróneas. Nacemos con reglas o
principios abstractos y la educación va configurando los parámetros concretos que nos
guían hacia la adquisición de un sistema moral particular.

La evidencia disponible es muy débil para aceptar sin más esta propuesta. Por
ejemplo, cuando hablamos de principios, ¿se trata de intuiciones racionales como
sugiere Hauser, siguiendo entre otros a John Rawls, o emocionales, previas a cualquier
juicio moral, como defendían Hume o Darwin? Por otra parte, ¿el aprendizaje de un
sistema moral puede compararse como proceso cognitivo a la adquisición de un
lenguaje? O, en otras palabras, ¿parece razonable que haya existido una presión de
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selección a favor de la evolución de una gramática moral universal? Mientras la imi-


tación y el aprendizaje por ensayo y error parecen mecanismos insuficientes para que un
niño pequeño adquiera, con la rapidez que lo hace, su lengua materna, el aprendizaje de
los sistemas morales resulta mucho más lento y ligado al desarrollo cognitivo y vital del
ser humano. Por otra parte, en algunos de los dilemas, los porcentajes no difieren mucho
del 50% cuando se elige qué acción es correcta, lo cual permite dudar de la eficacia de
esa supuesta gramática moral a la hora de identificar lo correcto o erróneo de una
conducta. Con todo, el trabajo de Hauser explora un campo que puede arrojar sorpresas
sobre la base innata de algunas de nuestras preferencias.

2.6. Conclusión

¿Es posible elaborar una explicación evolucionista de la moralidad? Quizá lo


previo y más difícil radica en ponerse de acuerdo sobre qué queremos expresar con este
concepto. Cuando hablamos de -moralidad nos referimos a esa amalgama de emociones
y sentimientos de empatía, cariño, altruismo psicológico, que los humanos podemos
desarrollar hacia nuestros parientes y demás congéneres, preferentemente aquellos con
los que convivimos. Estos sentimientos, aunque coexisten con otros de naturaleza
egoísta, están en la raíz de cualquier comportamiento moral. Pero junto a esa matriz
psicológica bipolar, los seres humanos somos, como han destacado Hume, Adam Smith
y Darwin, muy sensibles al elogio y a la reprobación de nuestra conducta y poseemos
valores morales adquiridos culturalmente; es decir, aceptamos normas que permiten
valorar la conducta propia y ajena como buena o mala, justa o injusta. Además,
poseemos como fuente de motivación el sentido del deber que nos induce a realizar una
acción por el simple hecho de admitirla como buena, aunque, en ocasiones, esto pueda
entrar en conflicto con intereses primarios. También tenemos la capacidad de refle-
xionar sobre cuáles deben ser los valores en que se fundamente nuestra conducta moral.
En los últimos años, desde la biología evolutiva se han construido explicaciones que
permiten comprender la evolución de buena parte de los ingredientes presentes en el
comportamiento moral.
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3. La negación del concepto de "naturaleza humana".

3.1. La vida humana como auto-domesticación e historicidad.

Hay tradiciones filosóficas que llegan a negar incluso el propio concepto de


naturaleza humana. Agnes Heller, por ejemplo, en su Ética general, (Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales, 1995) prefiere la noción de "condición humana" frente a la
de "naturaleza humana", si bien admite que aquélla tampoco es filosóficamente neutral.
La ontología de Marx de la "esencia genérica" o la ontología de Heidegger del Dasein
(interpretaciones ambas de la "condición humana" y no de la "naturaleza humana") son
casos relevantes que proporcionan un mejor trasfondo ontológico al planteamiento y
respuesta de las cuestiones morales.

Para filósofas como Hannah Arendt o Heller, la condición humana es el


resultado de un período en el que la regulación instintiva fue sustituida por la regulación
social. A tal proceso Heller lo denomina auto-domesticación. Por decirlo de otra
manera, la regulación social es la condición humana en su indeterminación porque
define tanto el potencial como los límites de la "condición humana". Puesto que la
regulación social es auto-creada (los humanos son auto-domesticados), todas las regu-
laciones sociales particulares pueden cambiarse y reemplazarase por otras. Las
regulaciones sociales pueden experimentar transformaciones estructurales. Sin embargo,
puesto que la "condición humana", en su indeterminación, es equivalente a la regulación
social, desprenderse de toda esa regulación es ir más allá de los límites de tal condición.

Desde esta perspectiva, el niño recién nacido no es un "pedazo de naturaleza".


La dotación genética general es ya un producto de la auto-domesticación: nacemos
humanos porque la regulación social ya ha sustituido a la regulación instintiva. El niño
está programado para la "vida-en-sociedad"; ella o él está dotado de disponibilidad para
hablar, para trabajar, para actuar (y no sólo para comportarse), de disponibilidad para
hacerse con las regulaciones sociales. No sólo el cerebro, sino todo el organismo está así
programado. Tampoco es el niño un "pedazo de la sociedad". Puede desarrollarse como
un ser humano completo en sociedad pero no produce o reproduce la sociedad por el
simple hecho de haber nacido humano. El niño no "madura" como ser social a menos
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que sea criado en y por la sociedad. Por tanto el niño recién nacido no es ni "naturaleza"
ni "sociedad", sino un sistema independiente por derecho propio.

Somos humanos porque nacemos con programas humanos y porque somos


criados en y por, y en la compañía de y en interacción con, humanos. Aprendemos,
primariamente, a ser miembros de una sociedad llegando a aprender y practicar las
normas y reglas de esa sociedad. Las regulaciones sociales desarrollan, y también
modelan, nuestro pensamiento, acción y conducta. Por supuesto, no sólo aprendemos
sobre regulaciones sociales, sino que también aprendemos dentro de la estructura y
bajo la guía de tales regulaciones. Por tanto, todo a lo que podemos referirnos como a
posteriori (experiencia personal) es el resultado del "ensamblaje" de dos a prioris: el a
priori genético y el a priori social (ambos están "dados" con anterioridad a la expe-
riencia). No obstante, no siempre acontece la unidad completa de los dos a prioris.
Cuanto más se amplía el horizonte de experiencias vitales, mayor cantidad de
potenciales del a priori genético pueden aflorar, y cuanto más múltiples se vuelven los
potenciales menos encaja la suma total de esos potenciales en cualquier regulación
precisa y concreta. Es precisamente la problematización de este "ensamblaje" de los dos
a prioris la que da lugar a la especulación acerca de la "naturaleza humana". Todo
humano es un ejemplo del a priori genético general. Pero todo humano es al mismo
tiempo único; todo niño nace con un a priori individual; no hay dos personas
completamente iguales.

Toda persona es arrojada a una sociedad particular por el accidente del


nacimiento. La concepción de un a priori particular personal por medio de los
progenitores de un individuo es en sí mismo un accidente. También es un accidente que
esta persona sea arrojada en este u otro a priori social particular. El destino como
accidente es por tanto doble. Transformar este accidente en determinación y auto-
determinación es precisamente de lo que trata "crecer en un mundo particular". Heller
denomina a este "ensamblaje" de los dos a prioris "historicidad".

Incluso si los dos a prioris son "ensamblados" completamente, el ser humano no


será nunca un subsistema de la sociedad, por la simple razón de que hay dos partes en
este "ensamblaje". La sociedad puede ser descrita, aunque no definida, como la relación
reglada de los humanos entre sí, con las fuentes de su subsistencia y con las creaciones
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de su imaginación. Los modelos son las regulaciones sociales que han sustituido a la
regulación instintiva, precisamente, la reglas-y-normas que aseguran la repetición, la
constancia, la regularidad; en suma, la homeostasis de todo grupo social, y por tanto de
la especie humana. El "ensamblaje" completo de los dos a prioris tiene tres aspectos:

1. La completa internalización de todas las regulaciones.

2. La habilidad para observar estas regulaciones "como si" fueran instintos.

3. La ausencia de elección entre las regulaciones o cualquier aspecto de las


mismas.

No hay yo, ni hay sociedad, si no se "acoplan entre sí" los dos a prioris. Sin
embargo ese ensamblaje completo es algo que rara vez se da. Un yo perfectamente
ensamblado es unidimensional, y una sociedad en la que todos los yoes estuvieran
perfectamente ensamblados seria incapaz de cambiar (y estaría caracterizada por la
ausencia de cosmovisiones legitimadoras significativas). La historicidad está imbuida de
tensión. La cantidad, la cualidad y el carácter de esta tensión varían, pero está siempre
presente. Así pues, la "condición humana" puede concretarse algo más como "vivir en
tensión". Estamos destinados a vivir con esta tensión. Podemos intentar, en vano,
desembarazarnos de ella. También podemos intentar sacarla el máximo beneficio
posible.

La cualidad, cantidad y carácter de la tensión de la historicidad constituye tanto


una variable histórica como personal. El factor histórico ha de ser subrayado. Parece
lógico que cuanto más compleja se volviera una sociedad, más fuerte se podría volver
esta tensión, sin embargo, no se vuelve necesariamente más fuerte; pues la
diferenciación del sistema de las normas y reglas elementales, y la diferenciación de las
cosmovisiones explican y canalizan la tensión existencial y hacen uso de ella. Además,
la tensión interna puede ser externalizada de formas y modos diversos; el auto-
conocimiento puede ser transformado en auto-conciencia; las mismas ideas y
cosmovisiones al incrementar la tensión al hacerlas conscientes pueden, al mismo
tiempo, hacer decrecer la tensión verbalizándolas.

3.2. La construcción del yo.


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Si hubiera una sola idea teórica del yo proporcionada por la cosmovisión


dominante, todo el mundo entendería su yo bajo la guía de tal idea. Las experiencias
internas de algunas personas encajarían cómodamente en esta teoría, las de otras
personas lo harían con distintos grados de dificultad. Sin embargo, si existieran teorías
rivales que proporcionaran ideas teóricas distintas para la organización y reorganización
de nuestras experiencias internas y de nuestras experiencias de los otros, como acontece
hoy en día, la gente podría elegir aquella que proporcionara la mejor comprensión de
sus propias experiencias. Si alguien plantea la pregunta de si nuestro yo "consta" de Id-
Ego-Superego o "yo y mí", o si alguien aduce, como hizo Wittgenstein, que nuestro yo
no pertenece al mundo sino que por el contrario es el límite del mundo, se diría "Escoge
entre esto. Elige lo que organice mejor tu propia auto-experiencia", porque sin duda una
de las teorías te hará entender tu mundo interno mejor que el resto. Si deseas explicar
otros yoes apoyándote en la introspección y, además, en la observación de otros yoes
determinados, entonces debes comprometerte con una explicación particular.

Podría decirse que los hechos del "mundo interno" son los mismos, pero que tan
sólo son interpretados de formas distintas dentro de teorías diferentes, y de este modo se
convierten en hechos de esas teorías. Sin embargo, para Heller, las teorías del yo no son
como las teorías de las ciencias naturales, ni siquiera como las de las ciencias sociales,
sino que son parecidas a las teorías filosóficas; de hecho, son teorías filosóficas. Las
filosofías siempre se pueden verificar, nunca falsar, aunque podemos abandonar una
filosofía si no nos proporciona respuesta al sentido de la vida, si no eleva nuestra
historicidad al nivel de la conciencia histórica donde la historicidad pueda reconocerse a
sí misma en tal conciencia.

¿Entonces, podemos preguntar, qué puede de hecho decirse sobre el "yo" con
pretensión de verdad general? En primer lugar, los yoes son cuerpos que están
conectados con el resto de los otros cuerpos por el significado. El yo es creado por otros
yoes, y el mismo yo crea otros yoes, que están igualmente destinados a estar conectados
con esos otros yoes por el significado. El yo también consta de memoria, tanto
consciente como inconsciente (la pérdida total de memoria equivale a la perdida total
del yo). La memoria no equivale a la codificación de la información, sino que constituye
un compromiso con el mantenimiento del significado. La memoria también implica
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olvidar y, por tanto, la memoria constituye también un compromiso con el dejar sin
significado. La experimentación consciente es guiada por el medio del lenguaje. En
consecuencia, la experiencia consciente sólo puede ser subjetiva ("mía") si primero es
compartida (el lenguaje es significado compartido). Sólo puedo saber de mí dolor de
cabeza, dice Wittgenstein, si conozco que hay dolores de cabeza padecidos por otros,
aunque no tengan mí dolor de cabeza. Cuanto más significado comparta con los otros,
más rico y más complejo es el significado que reservo en la experiencia no compartida.

3.3. La autoconciencia.

El yo es siempre auto-conocimiento. Sin embargo no es siempre auto-


conciencia. La auto-conciencia no es equivalente a nuestra memoria. Ni es equivalente
al acceso privilegiado a los acontecimientos internos. Se refiere a un uso específico del
acceso privilegiado. La auto-conciencia no puede existir sin algún tipo de auto-
reflexión. Averiguar si estoy realmente con hambre o realmente enfadado es auto-
reflexivo, pero no tiene nada que ver con la auto-conciencia. Ni siquiera la evaluación
de determinados acontecimientos internos tiene necesariamente que ver con la auto-
conciencia. Si tengo "un poco" de sed o "mucha" sed es una cuestión de evaluación.
Puedo evaluar determinados impulsos negativamente (como malos) porque no son
placenteros. Sin embargo, la auto-conciencia presupone un tipo especifico de
autorreflexión, la combinación de auto-reflexión empírica y trascendental, que Heller
denomina (auto-) reflexión de doble-cualidad. El punto de vista de una auto-reflexión
de este tipo es siempre una idea, una abstracción, ya sea una idea teórica, una norma
abstracta, la idea de seres supremos, la idea de bien moral y de mal moral, o incluso la
idea de yo. Nuestro yo deviene sujeto de examen en el proceso de auto-reflexión de
doble cualidad. Queremos descubrir quiénes somos, lo que somos, "lo que hay dentro".
Es bajo este examen cuando el yo se diferencia individualmente. El complejo
diferenciado yo no está "ahí" al principio, ni es esta auto-reflexión de doble cualidad un
medio para penetrar en "las profundidades del alma": de hecho crea esas
profundidades. Cómo y en qué medida nuestro yo se diferencia y "profundiza" depende
de la idea teórica o práctica sobre la que descanse esta reflexión de doble cualidad. Si no
dejamos de buscar, el yo se convierte en una mina sin fondo o en un abismo terrorífico
(y el que se convierta en una ruina o en un abismo depende de nuevo de la idea
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regulativa). E, incluso si dejamos de buscar, como ocurre siempre que actuamos guiados
por ideas prácticas, volvemos al auto-examen al apartarnos del actuar (o de un acto
crucial particular). Pero no debemos olvidar la distinción entre la percepción del propio
yo de uno y la propia percepción de otros yoes de uno, o de la percepción de uno por
otros yoes. La auto-reflexión de doble cualidad puede acompañar la auto-reflexión
sobre y por otros. Si me vuelvo demasiado reflexivo y examino constantemente mi
"alma", convirtiéndola en un mundo insondable, el único merecedor de ser escrutado,
percibiré mi yo como una mina o un abismo sin fondo, mientras que los otros lo
percibirán como plano y hueco. Un yo narcisista es hueco; la Nada está en el fondo de
ese yo. Porque la hipertrofia de la auto-reflexión conduce a la pérdida de la doble
cualidad de tal auto-reflexión: pierde su dimensión trascendental. El momento
trascendental de la auto-reflexión es debido a la perspectiva de la reflexión particular,
que también es no-empírica (una idea, una norma abstracta, etc.) Pero la auto-búsqueda
como fin en sí mismo pierde el asidero en el punto de vista trascendental de reflexión.
La idea de buscar el yo no es una idea para reflexionar sobre el yo. Así la auto-
búsqueda deja de ser un acto de auto-conciencia.

3.4. El reconocimiento.

Poco antes describí el yo formado por memoria a largo plazo de la experiencia,


consciente o inconsciente. Añadí que el experimentar consciente, así como la
recodificación de esa experiencia, está guiada por el lenguaje. Y sin embargo, aunque el
lenguaje (la conceptualización) guía el proceso de la experimentación, este último no es
puramente o completamente conceptual, y tampoco es experiencia. Las experiencias son
tan heterogéneas y abarcan cosas tan diversas que incluso sus formas principales
resisten la enumeración. Estas formas principales pueden ser imágenes, interpretaciones,
ideas, voces, fragancias, pasiones, meditaciones, propósitos, humores, acontecimientos,
problemas y sus soluciones, iluminaciones e intuiciones, rompecabezas, historias,
miedos, alegrías y humillaciones, etc. La experiencia como experimentar sedimentado
porta el significado que relaciona nuestro cuerpo con otros cuerpos. Orienta, selecciona
y motiva como una especie de sistema regulador interno. La experiencia es la regulación
(orientación) interna de las acciones (en el sentido más amplio de la palabra -actuar,
entender, juzgar, comunicar, eludir, evaluar, amar, etc.). La experiencia personal y el
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experimentar están sumergidos y son rescatados por la experiencia compartida, pero la


experiencia personal no es un subcaso o una parte de la experiencia compartida. En toda
sociedad hay una cierta cantidad, un cierto tipo, de "tolerancia a la diferencia". El
permanecer dentro de los límites de esta tolerancia es lo que generalmente se denomina
"normalidad". Y, si se da la normalidad, el reconocimiento mutuo también puede darse.
El yo concede reconocimiento al significado compartido, al tiempo que demanda
reconocimiento para sí mismo. El término "reconocimiento", tal como lo utiliza Hegel,
es un subcaso, aunque decisivo, del reconocimiento en general. Una madre ya reconoce
el yo de su hijo cuando sonríe a este niño, y el niño reconoce el mundo de los otros
cuando devuelve la sonrisa a la madre. La reciprocidad de la sonrisa es experiencia
compartida, aunque la experiencia de la madre (que es consciente) y la experiencia del
infante (que es preconsciente) sean diferentes no sólo en grado sino también en clase.
Los demás nos ayudan a salvar el hiato, ya somos reconocidos como miembros de este
mundo particular. El reconocimiento mutuo toma diversas formas y modelos. Puede ser
en mayor o menor grado selectivo. Puede ser general (debido a la afiliación de uno a un
mundo particular) o personal (reconocimiento por personas a las que resultamos
querida) o especial (reconocimiento personal debido a determinados logros, méritos o
aptitudes). También puede suceder lo contrario, como reconocimiento de mi mundo en
general, reconocimiento personal de aquellos a quienes tengo por queridos y reconoci-
miento selectivo de determinados aspectos de mi mundo particular (lo que implica el no
reconocimiento de otros). Pero, sea cual sea la forma o los modelos que tome este
reconocimiento, ambos tipos de reconocimiento presuponen la "normalidad". Sin
embargo, si el grado de diferencia excede el límite definido como "normal", ambas
formas de reconocimiento pueden quebrarse. Por otra parte, también puede suceder que
la persona en cuestión contribuya al enriquecimiento cultural y entonces encarne la
promesa de otro mundo.

Si los dos aspectos del reconocimiento están en completo equilibrio, entonces la


vida tiene significado. Si hay un "déficit de reconocimiento" en una o en ambas partes,
y el déficit puede ser tematizado y problematizado, la vida puede hacerse significativa.
Pero si tal déficit no puede ser tematizado y problematizado, no se puede dar significado
a la vida. Los significados están presentes porque hay significados por todas partes
cuando hay discurso, acción y trabajo.
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4. La ética, atributo humano universal.

Francisco Ayala, en su Origen y evolución del hombre, resume bien las cuestiones
básicas de lo que serían unas bases antropológicas de la conducta moral. Recordemos la
primera de las cuestiones que nos planteábamos en la introducción de si la capacidad ética
está determinada por la naturaleza o condición humana, es decir, de si la propia
constitución genética de los seres humanos hace necesario que estos emitan juicios
morales. Después de todo lo dicho debe ser claro que el consenso científico la responde de
manera afirmativa: La moral posee bases antropológicas. Los hombres poseen capacidad
ética como un atributo propio, son seres éticos, porque en ellos están presentes las tres
condiciones necesarias y, juntamente, suficientes para que se dé en ellos el
comportamiento ético. Tales condiciones son:

1. la capacidad de prever las consecuencias de las acciones propias;

2. la capacidad de formular juicios de valor, es decir, de evaluar las acciones (o los


objetos) como buenos o malos, deseables o indeseables; y

3. la capacidad de elegir entre modos alternativos de acción.

La capacidad de prever las consecuencias de las acciones es, tal vez, la más
fundamental de las tres condiciones para que pueda darse el comportamiento ético. Tal
capacidad está estrechamente relacionada con la de establecer la conexión entre el medio y
el fin, es decir, de ver al medio precisamente como medio, como algo que sirve a un
propósito determinado. La posibilidad de establecer la conexión entre medios y fines
requiere la capacidad de imaginar el futuro y de formar imágenes mentales de realidades
no presentes en un momento dado o todavía inexistente.

La segunda y tercera de las condiciones necesarias para que se dé el


comportamiento ético, es decir, la capacidad de hacer juicios de valor y de elegir entre
modos alternativos de acción, están también fundamentadas en la enorme capacidad
intelectual de los seres humanos. La facultad de formar juicios de valor depende de la
capacidad de abstracción, de ver objetos o acciones determinados como miembros de
clases generales, lo cual hace posible la comparación entre objetos y acciones diversos y
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percibir unos como más deseables que otros. Tal capacidad de abstracción requiere una
inteligencia desarrollada, como ocurre en los seres humanos y sólo en ellos.

En cuanto a la capacidad de elegir entre modos alternativos de acción vemos de


nuevo que está basada en una inteligencia avanzada que hace posible la exploración de
alternativas diversas y la elección de unas u otras en función de las consecuencias
anticipadas. La experiencia individual nos indica que la posibilidad de elegir entre
alternativas es una realidad genuina y no sólo aparente: la experiencia interna nos dice que
podemos decidir entre uno u otro modo de acción. Además poseemos la capacidad de
extender las oportunidades de acción, es decir, que cuando estamos confrontados con una
situación dada que requiere acción por nuestra parte, nos es posible explorar alternativas de
acciones diversas, extendiendo así el campo dentro del cual ejercemos el libre albedrío.

Nos queda entonces que responder a la segunda de nuestras preguntas, la de si


están los sistemas o códigos de normas éticas determinados por la naturaleza humana.
La respuesta debe ser cauta si no queremos convertir al hombre en una máquina
portadora de genes que determinan nuestras conductas.

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