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“Silencio y ostentación de lo indebido: posicionamientos

antagónicos frente al tópico de la sexualidad y el papel de la auctoritas

en el Libro del Buen Amor y El Conde Lucanor”

Valentín H. Vergara

Considerando el Libro del Buen Amor de Juan Ruiz y El conde Lucanor de don Juan Manuel,

la intención del próximo trabajo será demostrar que los autores mencionados tienen una postura

radicalmente opuesta a la hora de desarrollar el tópico de la sexualidad en sus respectivas obras.

Tras ello se intentará señalar que tal despliegue está fuertemente relacionado con la manera en

que se sitúan frente a la relación entre el uso del lenguaje y el posicionamiento del autor como

autoridad moral e ideológica. El resultado llevará a la afirmación de que en las dos obras se

encuentra una serie de marcas textuales donde la sexualidad hace eco de un plan mayor que la

abarca y subsume, configurando así su forma de aparición.

En principio, habría que señalar los resultados de las distintas operaciones que realiza Juan

Manuel en torno a la sexualidad. Si bien el estilo de Juan Manuel no se caracteriza por un uso

muy pomposo de la adjetivación, llama la atención que en la totalidad de la obra no se encuentre

ni una sola palabra que refiera positivamente a propiedades de los cuerpos femeninos. Tanto en

apólogos como en el marco superior de la narración, no puede encontrarse ningún epíteto

laudatorio ni comentario que se relacione con una visión admirativa de éstos. De hecho, la

corporeidad femenina solamente aparece en escena cuando resulta un elemento axial para el

desarrollo narrativo. La justificación de este olvido no puede basarse en un supuesto desprecio de

Juan Manuel por una dimensión estética de la narración, dado que en el prólogo de su obra

manifiesta los beneficios de utilizar “palabras falagueras y apuestas” (Blecua, 51) como

instrumentos para asegurar la realización de su fin didáctico. Por esto, es coherente que la obra no
esté exenta de personajes u objetos que reciban estos calificativos. Sin embargo, la belleza a lo

largo del texto aparece más bien como un elemento discursivo de poco fiar, cuyo fin es engañar a

aquellos que no poseen un “buen entendimiento”. Así, en el enxemplo V, el personaje del raposo,

para conquistar la voluntad del cuervo, hace una larga lisonja a éste en la que se utiliza como

artilugio principal el halago de su supuesta hermosura, comparándolo incluso con el pavo real,

“la más fremosa ave del mundo” (Blecua, 80). De hecho, la moraleja de este enxemplo remite a

no confiar en aquellos aduladores que utilizan “palabras fremosas”. También en el enxemplo

XXXII, cuando se menciona al paño que nadie podía ver dada su inexistencia, se dice que “era la

más fermosa cosa del mundo” (Blecua, 188). Puede colegirse de estos enxemplos que, según Juan

Manuel, brindar una importancia excesiva a lo bello y dejarse dulcificar por lo meramente

estético, relegando así cualidades con mayor mérito para ser atendidas, puede tener como

consecuencia la caída en el más oscuro engaño. Puede pensarse que la belleza es el arma por la

cual se puede llevar a cabo cualquier intención, tanto un plan didáctico y edificador como el de

Juan Manuel como distintos tipos de maldades: en definitiva, es difícil ver qué hay detrás de las

“palabras fermosas”. Esto queda en evidencia en el enxemplo XXIV, donde Patronio, portavoz

del saber en el marco de la narración, acentúa que “non tengades que el donarie se dize por seer

omne fermoso en la cara nin feo, ca muchos omnes son pintados et fermosos, et non an donarie

de omne” (Blecua, 144). Esta relativización de la importancia de la belleza como atributo marca

nuevamente la idea de no considerarla como elemento confiable a la hora de juzgar o interesarse

por algo. Puede decirse, entonces, que para Juan Manuel la belleza resulta un elemento que no es

digno de confianza; sino, más bien, un componente peligroso. Sin embargo, no hay que pasar por

alto que el autor abre la posibilidad de calificar tanto animales, palabras, objetos y hombres con

este tipo de apelativos dentro de su texto. Es destacable que, si bien lo bello es considerado

peligroso, no hay en Juan Manuel una valoración negativa de la dimensión estética del mundo y,

como queda demostrado, el reconocimiento de un posible peligro ante la belleza no es un motivo


que lleve a Juan Manuel a borrarla de su obra. Sin embargo, como ya se ha marcado, en ninguna

parte se reconoce algún tipo de mención semejante al hacer referencia a una mujer.

Evidentemente hay una elisión total de cualquier punto de vista que considere algún rasgo

femenino como portador de belleza. Podría pensarse, entonces, que el borramiento de toda nota

laudatoria sobre la belleza de una mujer y la evidente zozobra ante cualquier elemento atractivo

pudo haber sido para Juan Manuel una combinación definitivamente incompatible con sus

objetivos didácticos.

Este silencio acerca de una mirada sexuada hacia los cuerpos también puede encontrarse a

nivel temático. En el plano de la narración donde sólo Patronio y Lucanor son protagonistas,

únicamente en dos oportunidades el conde advierte que el consejo que requiere es para un

vasallo, para alguien de menor condición1. El resto de ellos son solicitados para su propio

provecho o el de algún pariente. Al mismo tiempo, estos dos enxemplos son los únicos en que

Lucanor insta a Patronio a aconsejarle acerca de la mejor forma de conseguir un buen candidato

para algún casamiento. Cabe preguntarse: ¿es casual que estos dos únicos enxemplos destinados a

personajes de nivel inferior sean, al mismo tiempo, los únicos dos que están referidos a la manera

de acertar en la elección de un pretendiente? Por la poca atención al asunto a lo largo de la obra y

por los destinatarios a que refieren estos enxemplos, esta particularidad, más bien, lleva a afirmar

que, para el plan didáctico de Juan Manuel, el casamiento es un problema menor y propio de

personas de un rango inferior. Sin embargo, no deja de llamar la atención que incluso bajo estas

circunstancias la belleza nunca es tenida en cuenta como motivo para los diversos casamientos

que se producen en la obra2. A partir de esto puede verse cómo la belleza es conducida hacia una

total imposibilidad de aparición; antes, desde el silencio del adjetivo; ahora, desde el desinterés

en un tópico donde podía ser medianamente revalidada: el sacramento del matrimonio.

1
Los enxemplos a los que se hace alusión son los XXV y XXXV.
2
En el enxemplo XXV se nombra como variable de elección de un candidato a la “apostura”, precedida en
orden de importancia por las costumbres, el entendimiento, las obras, el linaje y las riquezas. Sin duda, la
relevancia del cuerpo es realmente mínima.
Al mismo resultado se llega al hacer foco en escenas de seducción o desnudez. Puede afirmarse

que en toda la obra no se encuentra ni una sola situación donde haya una mujer desnuda. En

cambio, hay más de una oportunidad donde un hombre aparece explícitamente sin sus vestidos3.

Tampoco existe un solo ejemplo donde la seducción haya servido para un fin positivo como el

casamiento. De hecho, en ningún nivel narrativo puede encontrarse una escena donde la

conquista amorosa sea bien ponderada. Al respecto, la única situación de cortejo que se desarrolla

en toda la obra se encuentra en el enxemplo L. Habría que destacar, en primer lugar, el altísimo

nivel de esterilización que atraviesa la totalidad de la escena: no hay contacto físico ni tampoco

un esmerado intento de persuasión. Ni siquiera se explicita qué es lo que enamora al sultán de la

mujer del caballero. En segundo lugar, y quizás esto sea más importante, es necesario señalar que

quien motiva la acción es, en primera instancia, el demonio. En verdad, es evidente que la escena

intenta remarcar el carácter adúltero y pérfido del sultán, no su habilidad en el cortejo. Puede

afirmarse, entonces, que Juan Manuel ha omitido toda atribución positiva de la corporeidad

femenina junto a los tópicos de la seducción y la desnudez de manera ostensible.

A lo largo de su obra queda muy claro el sentido ideológico de la sexualidad con que opera

Juan Manuel: cualquier acto relacionado con la lujuria es fuertemente denostado, tomando el

sentido general de aquello que pierde al cuerpo, alma y hacienda. La unión carnal es tenida como

un acto espurio si es motivada por el mero fin de concepción dentro del matrimonio4. Esto último

puede ser la causa del lugar devaluado que le asigna el autor al tópico del casamiento: la

sexualidad, ni siquiera amparada bajo el ala de la Iglesia, puede ser bien vista. Estas distintas

estrategias para desvalorizar o silenciar la sexualidad cobran cierta coherencia al contrastarlas con

una explicitación que realiza Patronio, la cual refleja la postura de Juan Manuel frente al uso del

3
Se hace referencia a los enxemplos XXXII, XLII y LI
4
Patronio, en la quinta parte de la obra, pone de relieve la imposibilidad de escapar al pecado del deleite al
decir que “commo quier que el casamiento sea fecho por mandado de Dios et sea uno de los sacramentos,
pero, porque en la manera de la engendraçión non se puede escusar algún deleyte, por ventura non tan
ordenado commo serié mester, por ende todos los que nacieron et nacerán por engendramiento de omne et
de muger nunca fue nin sera ninguno escusado de nacer en l’pecado deste deleyte” (Blecua, 307).
lenguaje y su relación con su figura: al referirse al deleite en la procreación, Patronio declara:

“porque este libro es fecho en romançe (que lo podrán leer muchas personas [...] que tomarían

vergüença en leerlo, et aun non ternían por muy guardado de torpedat al que lo mandó escrivir),

por ende no fablaré en ello tan declaradamente como podría” (Blecua, 314). Esta premisa no

sólo se utiliza para elidir la profundización del tópico en este momento puntual del texto, sino que

ha estado presente desde la primera página. Sus propios preceptos éticos y, ahora, el juzgamiento

de su honra por la mirada del lector es lo que lleva a Juan Manuel a activar los distintos

mecanismos esbozados arriba para borrar o denostar la sexualidad. Lo que más llama la atención

es la brillante coherencia del autor en el uso de las palabras y su relación con su posicionamiento

como autoridad: la palabra escrita refleja y compromete moral e ideológicamente a quien la

escribe; y, por eso, deben tomarse ciertos recaudos a la hora de darle vida. En este caso, Juan

Manuel, para asegurar que su obra sea entendida como él desea, está obligado a encausar el

sentido lo más posible: tal como indica Seidenspinner-Núñez, “los estadios de la mediación

cuidadosamente logrados y las guías restrictivas que impone a la interpretación de su texto

cerrado militan contra lecturas variantes” (Seidenspinner-Nuñez, 14). En definitiva, Juan Manuel,

al hacerse portavoz del sentido de la obra, necesita utilizar una serie de técnicas para encausar la

significación: borrar las notas positivas del cuerpo femenino y vilipendiar, en mayor o menor

medida, todo tipo de aproximación sexual son sólo algunas de la precauciones donde pueden

verse los “indicios claros de conciencia y voluntad de autoría” de Juan Manuel que Funes señala5.

En el caso del Libro del Buen Amor, por el contrario, el tópico de la sexualidad aparece con

altísima frecuencia, siendo, al menos en ciertas partes, la matriz conductora de la obra. Este tema

puede aparecer tanto de forma explícita como en ciertos juegos de palabras con doble sentido o,

incluso, metafóricamente: la sexualidad va deslizándose por el texto, emergiendo de manera

5
Funes marca cuatro estrategias utilizadas por Juan Manuel donde puede percibirse esta voluntad de autoría:
el borramiento de las fuentes en su trabajo intertextual, las referencias a sus propias obras y el recurso a las
autocitas, la interferencia del propio don Juan en sus relatos, y la preocupación lingüística por encontrar el
nivel de discurso ideal. La elisión de todo indicio sexual debería introducirse dentro de esta última categoría.
constante para volver a hundirse en los distintos niveles de significación.

Es realmente imposible intentar concluir alguna formulación respecto a qué se está refiriendo

Juan Ruiz cuando habla del “buen amor” sin caer en contradicciones o aporías. Las nociones de

“buen amor” y “loco amor”, dicotomía que el autor propone al comienzo de la obra, son

fluctuantes e incluso intercambiables. Como Funes indica, “la absoluta falta de claridad en cuanto

a qué es exactamente para Juan Ruiz el ‘buen entendimiento’ o el ‘buen amor’ desplaza el objeto

del juego al propio público lector: el texto juega con nosotros burlando cualquier intento de fijar

su sentido”(Funes, 83). Así, en el Libro del Buen Amor, Dios puede ver al “loco amor” como

pecaminoso y, al mismo tiempo, ayudar a conseguir “buen amor et plaçer de amiga”. Es preciso

señalar que sería errado afirmar que esta ambigüedad semántica se limita al tópico del amor, sino

que distintos conceptos presentan el mismo inconveniente a la hora de cerrar su significado6. Esto

se da porque, declaradamente, Juan Ruiz se encarga de cimentar su obra teniendo a la

ambigüedad como un pilar fundamental de su estructura, pues, como señala Funes, “la polisemia

está inscripta en el código de escritura y la ambigüedad es el núcleo ideológico del Libro” (Funes,

93). Este autor, al mismo tiempo, muestra que en la obra “esta yuxtaposición de contrarios se

expande en verdaderas constelaciones de significados posibles para un mismo término. La

dualidad básica se potencia y se multiplica en numerosas posibilidades de un lenguaje

semánticamente densificado [...] sin que la contradicción entre los términos permita anular alguno

de los dos” (Funes, 84). De esta manera es posible percibir una coexistencia de distintas

posibilidades de significación que se intercalan y superponen en la totalidad de la obra.

Lejos de ser un muestrario socarrón de posibilidades semánticas destinado a enmascarar un

vacío de sentido, este posicionamiento polisémico de Juan Ruiz tiene como fin transferir al lector

la responsabilidad de encontrar un sentido propio a los distintos puntos oscuros de su obra: es el

receptor quien debe buscar una significación personal. El autor, al hablar de la interpretación,

señala explícitamente que “qual tú decir quisieres, ý faz punto, ý, ten te” (Gybbon-Monypenny,
6
Como el concepto de buen entendimiento, la postura hacia la iglesia, la relación con el dinero, etc.
123). De este modo, la forma de comprender la obra será un reflejo fiel de quien esté leyendo con

atención. No se trata de la indagación de un significado acertado, sino la cristalización del propio

lector en los momentos de empatía con el yo narrativo: el hallazgo final será el mismo sujeto que

propició la búsqueda. Por lo dicho, la necesidad de proveer a la obra de un resquicio donde cada

lector pueda momentáneamente reflejarse es lo que lleva a Juan Ruiz a implementar la

ambigüedad como pilar dentro de su sistema de significación. En relación a esto, Gerli señala

correctamente que la aparición en el prólogo del verso 8 del salmo XXXI, (Intelectum tibi dabo,

et instruam te in via hac qua gradieris: firmabo super te occulos meos), del Antiguo Testamento

es un llamado de Juan Ruiz a lanzarse a la búsqueda exegética de una correcta intelección a través

del texto, vinculándolo con el concepto de ductus agustiniano7. Este mismo autor afirma que “la

lectura es siempre, pero sobre todo en la Edad Media, una actividad ética sujeta a la continua

elección del sentido que el lector encuentra en los pasos de sus lecturas al desplegarse el texto

ante su conciencia” (Gerli, 77). La diferencia esencial que puede remarcarse es que en el

pensamiento agustiniano la buena voluntad orientada a Dios brindará la correcta intelección del

texto. En cambio, El Arcipreste explícitamente marca que “este mi libro a todo omne o muger, al

cuerdo e al non cuerdo, al que entendiere el bien e escogiere salvaçión e obrare bien, amando a

Dios; otrosí al que quisiere el amor loco; en la carrera que andudiere, puede cada uno bien

decir: Intellectum tibi dabo, e çetera.” (Gybbon-Monypenny, 110) De esta manera, Juan Ruiz

señala que, sin importar hacia dónde la voluntad sea guiada, cualquiera puede tener una

comprensión correcta de la obra. Así, al encontrar el concepto de “buen entendimiento” dentro

del juego de la ambigüedad, puede afirmarse que el texto sostiene que la búsqueda de una

iluminación intelectual gracias a la ayuda divina no asegura la comprensión del libro: de hecho,

no existe una verdad profunda, trascendental y última en la obra. Por lo tanto, la guía de Dios

para su comprensión carece de justificación. Esta soledad del lector ante el proceso exegético lo

7
En palabras de Gerli, el ductus era el proceso que “implicaba una actividad dinámica de interpretación y
discriminación incesantes. […] El ductus, pues, tenía el sentido de la deliberación y la elección constantes y
variables necesarios en la búsqueda de un sentido en todo el texto”. (Gerli, 69)
desnuda frente al sentido que él mismo impone al libro en el discurrir de su lectura. Sin guía, el

lector sólo puede recorrer el camino de su propia moralidad.

Así como al introducir en el prólogo un salmo erudito donde se señala esta relación paródica

entre Dios y el “buen entendimiento”, a lo largo de la obra se ve un claro proceso de

ridiculización tanto de autoridades propias de la Iglesia como de modelos típicos de la literatura

sapiencial8. Esto mismo señala Seidenspinner-Nuñez al decir que “la persona del LBA es mucho

más defendible como instrumento de comicidad y ambigüedad que como vehículo de didactismo”

(Seidenspinner-Nuñez, 7). Como ejemplo, podría tomarse la frase que Juan Ruiz pone en boca de

Aristóteles: “el mundo por dos cosas trabaja: la primera / por aver mantenencia; la otra cosa

era / por aver juntamiento con fenbra plazentera”. A continuación, el autor señala que “si lo

dixiese de mío, sería de culpar; / dize lo grand filósofo, non só yo de rrebtar” (Gybbon-

Monypenny, 123). Esto demuestra que, para Juan Ruiz, cualquier clase de irreverencia reprobada

por la Iglesia puede ser expresada si se encuentra bajo el amparo de una auctoritas. Con respecto

a la ridiculización de la literatura sapiencial, puede evocarse el personaje de Trotaconventos,

quien a través de sus distintas intervenciones cita varios enxemplos y refranes. Alrededor de ella

y, en menor medida, de otros personajes como Don Amor, como indica Peter Dunn, “el autor

parece crear un ambiente de ambigüedad moral, ya que las verdades que enuncian estos

personajes son intachables, pero los motivos que los llevan a enunciarlos son en general

inmorales” (Gybbon-Monypenny, 65). De esta manera, puede verse cómo es posible, a partir de

un modelo literario cuyo objetivo es guiar al lector para que proceda de forma recta, la

reivindicación de acciones poco afines a la moral cristiana. En definitiva, es notorio el uso de

Juan Ruiz de la parodia como modo de subvertir el motivo de la autoridad y la literatura

sapiencial, reflejando a partir de ella la desvinculación que puede existir entre el uso de estos

recursos didácticos y la fe cristiana. Junto con Gybbon-Monypenny, entonces, puede afirmarse

8
Estos no son los únicos tópicos que son víctimas de la parodia del Arcipreste. Como señala Olga Impey, “la
mayoría de los topoi moldeados en los versos de Juan Ruiz resultan ser unos topoi burlados” (Joset, 83). Lo
que se intenta destacar aquí es cómo esa posición burlesca se relaciona con la noción de autoridad.
que “Juan Ruiz emplea con ironía hasta los mismos procedimientos didácticos” (Gybbon-

Monypenny, 72).

Esta actitud burlesca de Juan Ruiz ante una posición del autor como moralizador puede resultar

coherente con la ambigüedad de su obra al considerar la pretensión del Arcipreste de colocar en

el lector la responsabilidad en el proceso de significación. En el caso de Juan Ruiz, dado que él

no está encargado de llevar al lector hacia un sentido puntual, puede afirmarse que la

correspondencia entre el uso de las palabras y su propio posicionamiento como autoridad moral e

ideológica queda desplazada. Las limitaciones léxicas que se han demostrado en Juan Manuel no

tienen ningún tipo de sentido en este caso, pues, como sugiere Seidenspinner-Nuñez, “el

Arcipreste no ofrece un dictum moral o sentencia a su lector” (Seidenspinner-Nuñez, 11). Esto es

algo que Juan Ruiz expresa abiertamente en su prólogo: “las palabras sirven a la intençión e non

la intençión a las palabras” (Gybbon-Monypenny, 110). Su posicionamiento no está reflejado en

el léxico que articula su discurso dado que, si uno se atiene al “son feo de las palabras”, no verá

explicitada la intención del autor en ellas; sino, más bien, la propia. En todo caso, a través de la

ambigüedad, el Arcipreste se encarga de romper con la idea de un texto como guía hacia un

sentido preciso, ampliando las posibilidades de significación en forma constante. Por otro lado, la

presencia de Juan Ruiz en cuanto a su propia concepción como autoridad moral se evidencia en el

proceso de ridiculización que sufren la auctoritas y la literatura sapiencial. El Arcipreste no

quiere mostrarse, como en el caso de Juan Manuel, como una figura que quiere adoctrinar

moralmente a sus lectores, sino que aparece ridiculizando y subvirtiendo de modo constante a esa

figura moralizadora. La burla es el mecanismo por el cual Juan Ruiz critica la relación establecida

entre un sentido fijado por un autor o por la misma tradición y la recepción cabal de éste por parte

del lector. Este proceso paródico, podría argüirse, tiene como fin limpiar el camino interpretativo

del lector de cualquier tipo de sustento, de cualquier seguridad preestablecida en la búsqueda de

su individualidad. La desestabilización de todo amparo, es decir, de Dios, la auctoritas y la


literatura sapiencial como procuradores de sentido, deja como última posibilidad al lector una

profundización sin ambages en su propia moralidad.

En conclusión, a partir del análisis del recorte programático de la sexualidad en la obra de Juan

Manuel y de su presencia multifacética en el Libro del Buen Amor, puede afirmarse que ambos

autores están operando a partir de posturas antagónicos frente a la relación entre su

posicionamiento como autoridad y el uso del lenguaje: mientras en El conde Lucanor la premisa

juanmanuelina se basa en el compromiso férreo de su terminología y desarrollo temático con sus

principios ideológicos y morales, en el Libro del Buen Amor puede verse que la palabra es puesta

en acto para que sea el lector quien refleje esos principios gracias a la amplia apertura de sentido

que ciertos conceptos sufren y también para realizar una constante parodización de la figura de

autoridad moral, socavando de esta manera cualquier posibilidad de identificación por parte del

Arcipreste con ella. Si la coherencia léxico-moral que se impone Juan Manuel es esencial a la

hora de presentarse a sí mismo como autoridad, Juan Ruiz queda totalmente desentendido de

dicha relación dado que él no se atribuye el valor profundo de la palabra: mientras Juan Manuel

intenta mostrarse de forma transparente en el léxico, Juan Ruiz advierte a través de él que es

imposible, dada su naturaleza, que el lenguaje pueda dirigir su sentido hacia una sola dirección,

tal como se acentúa en la parábola de los griegos y romanos. En consecuencia, se afirma que la

insistencia de Juan Manuel para crearse a sí mismo como autoridad es radicalmente distinta a la

relativización por parte del Arcipreste de la relación entre autor y enseñanza. Resulta, entonces,

que basando sus respectivas obras en postulaciones generales radicalmente discordantes tanto en

el uso terminológico y temático como en la relación entre la autoridad y la enseñanza, puede

verse, haciendo enfoque en el tema del ocultamiento y desenvolvimiento de la sexualidad, que

ambos autores aprovechan sus posibilidades dentro de los límites que se han impuesto y llegan a

resultados igualmente contrarios: la sexualidad se encuentra envuelta en Juan Manuel en el más

profundo mutismo, mientras que en Juan Ruiz tiene una constante presencia. En los dos casos, la
sexualidad se encuentra coherentemente supeditada a principios más generales que estructuran la

totalidad de sus obras.

Bibliografía

Blecua, José Manuel ed., El Conde Lucanor. Madrid, Castalia, 2010.

Funes, Leonardo. “Excentricidad y descentramiento en la figura autoral de don Juan Manuel”,

revista virtual eHumanista, 9 (2007).

Funes, Leonardo y Maximiliano Soler Bistué. “Erótica textual y perspectiva lúdica en el Libro del

Buen Amor”, en Carlos Heusch ed., El Libro de buen amor de Juan Ruiz, Archipretre de Hita,

Paris, Ellipses, 2005, pp. 81-96.

Gerli, Michael, “Vías de la interpretación: sendas, pasadizos y callejones sin salida en la lectura

del Libro del Arcipreste”, en Carlos Heusch ed., El libro de buen amor, Arcipretre de Hita, Paris,

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Gybbon-Monypenny, Gerlald ed., Libro de Buen Amor, Castalia, 2003

Joset, Jacques, “Interpretar, interpretar”, en sus Nuevas investigaciones sobre el Libro de Buen

Amor, Madrid, Cátedra, 1988.

Seidenspinner-Nuñez, Dayle, “On ‘Dios y el mundo’: Autor and Reader Response in Juan Ruiz

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