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II: El niño en la historia. La construcción
de una mirada entre los impulsos
modernizadores, la exclusión y el cuidado. Dra.
Myriam Southwell
Clase II. El niño en la historia. La construcción de una mirada entre los impulsos modernizadores, la
exclusión y el cuidado. Dra. Myriam Southwell
Sitio: FLACSO Virtual
Curso: Diploma Superior Infancia, educación y pedagogía Cohorte 6
Clase: Clase II: El niño en la historia. La construcción de una mirada entre los impulsos
modernizadores, la exclusión y el cuidado. Dra. Myriam Southwell
Impreso Daniela Molina
por:
Día: jueves, 1 de diciembre de 2016, 16:18
Tabla de contenidos
El niño en la historia: La construcción de una mirada entre los impulsos modernizadores, la exclusión y el cuidado
La infancia como concepto social
La modernidad modela la infancia
El siglo de los niños
Diferentes circuitos escolares para distintas infancias
La entrada del niño a la escuela
Un Cierre y un caleidoscopio
Bibliografía
El niño en la historia: La construcción de una mirada entre los impulsos
modernizadores, la exclusión y el cuidado
Myriam Southwell*
Quisiera proponerles en esta clase realizar una revisión de la infancia como sujeto que se va modelando a
lo largo de un devenir histórico. Para ello prestaremos especial atención al modo en que la escuela fue
contribuyendo en la percepción y construcción de la mirada de la infancia y su acompañamiento por
parte del mundo adulto. Nos valdremos de distintos materiales entre los cuales, si bien tenemos como
referencia cercana a la producción argentina, buscaremos sumar la producción latinoamericana. Debemos
hacer dos prevenciones iniciales. Si bien le daremos a este texto una secuencialidad, no deberíamos
quedarnos con la idea de que se trató de una evolución armónica, sino que tuvo marchas, contramarchas,
conflictos, resistencias. La segunda es que buscaremos hacer un relato general, pero debería tenerse en
cuenta, siempre, que no se trata de procesos homogéneos para los distintos sectores sociales, sino que ese
proceso más general, tuvo traducciones particulares en sectores más ricos y más pobres.
La infancia como concepto social
La infancia como categoría cobró especificidad a partir de elaboraciones hechas por diversos autores que
ahondaron en torno a ella en el marco de los procesos llevados a cabo en Europa a partir del siglo XVI,
que condujeron a delimitarla como un conglomerado social con características específicas. Vale la pena
abrir una serie de interrogantes: ¿cómo llegamos a la noción de infancia que resulta tan “natural” para
nosotros? ¿a quiénes incluyó la noción de infancia en el despliegue histórico? ¿Cómo llega a ser
nombrado como un grupo social particular? ¿en qué tipo de vínculos con los adultos se los comprendió?
El historiador Philippe Ariès fue un pionero en estudiar el proceso de construcción de la infancia; a partir
de un análisis de sus representaciones en el arte medieval y moderno, comprobó que los niños eran
representados como adultos en miniatura, con ropas de adultos apenas diferenciadas por el tamaño, sin
expresiones infantiles particulares (Ref: Si bien se han formulado críticas al trabajo de Ariès en relación a
que no todos los sectores sociales son representados de igual manera en la producción pictórica de las
distintas épocas, tomamos nota de esas limitaciones. Aun así su trabajo sigue siendo una referencia y la
incorporación del arte como fuente permite establecer ciertas lecturas relevantes ante la ausencia de
otras fuentes. Por ejemplo, Carmen Luke señala que en Alemania el descubrimiento de la infancia fue
anterior a la época delimitada por Ariès para el caso francés, en relación con la influencia de la
Reforma Protestante impulsada por Martín Lutero (Stagno, 2008).). Con ello, la manera de diferenciarlos
de los adultos era por tamaño, por su talla. Así Ariès llegó a la conclusión de que en las sociedades
anteriores al siglo XVII no había espacio específico para la infancia, que su presencia como sujeto social
específico no era una característica de esas culturas.
También el autor pudo observar que ese rasgo no fue estático, sino que paulatinamente hacia el siglo XIII
los niños comenzaron a ser representados con vestimentas particulares, diferentes a las usadas por los
adultos. Asimismo, fueron representados en compañía de otros adultos, en escenas familiares, en
situaciones de juego, con sus madres, en los talleres, en las conmemoraciones religiosas. Ese mismo
análisis, le permitió afirmar la indiferenciación de los espacios de vida de los adultos y de los niños, ya
que el juego, la comida, el trabajo, el ocio, encontraba a los adultos y los niños mezclados, sin un espacio
específico de sociabilidad infantil. El autor plantea que entre los siglos XVII y XVIII se produjo “el
descubrimiento de la infancia”, queriendo significar fundamentalmente el desarrollo de una sensibilidad
moderna que acentuó la necesidad de cuidado y atención de los niños, que puso de relieve su fragilidad y
la necesidad de protección y preservación. Se trataba de un sujeto inmaduro, incompleto que requiere la
acción adulta en el cuidado y orientación. Por lo tanto, se comienzan a desarrollar tecnologías,
dispositivos y saberes para su conocimiento, cuidado y formación.
En contraposición a antiguas representaciones pictóricas de niños, en una pintura del
siglo del “descubrimiento de la infancia”, como es el caso de Cornelia y sus hijos, del
italiano Padovanino (15881648), los niños aparecen con entidad propia, diferenciados
de los adultos que los acompañan. Incluso encontramos aquí una imagen bastante
similar a la moderna concepción de los más pequeños como seres frágiles, necesitados
de cuidado y protección. Cornelia, una matrona romana de la época, los abraza
cariñosamente para mostrarle a su amiga que nada tiene que envidiarle, pues ellos son
sus verdaderas “joyas”.
Los cambios se acentúan hacia los siglos XV y el XVII en el desarrollo de lo que se irá perfilando como
el avance de la urbanización y el capitalismo. En esa entrada de la modernidad la separación por edad fue
consolidándose, delimitando un sujeto social específico y diferenciándose de los adultos. El niño va
siendo considerado como un ser “carente, necesitado e incompleto”, ya no un “adulto pequeño”. Este
proceso se da en paralelo con el comienzo de una consideración de la escolaridad como instrucción
pública, tomando distancia de la instrucción individualizada y diferenciada para ciertos sectores sociales
de las etapas anteriores.
El aporte de Ariès incluye también la puesta de atención sobre imágenes contradictorias: los niños son
representados a la vez como ángeles y demonios; encarnan el lugar de animalidad, pero también se
supone que la verdad sale de su boca; representan la pureza, la inocencia, pero también la perversidad. El
autor se preguntó cómo explicar la coexistencia de una ignorancia, de un desprecio de la infancia y de
una extrema valoración del “diosniño”. Y llamó “sentimiento de la infancia” a la actitud de los adultos
frente al niño, destacando que la sociedad de los adultos tuvo una necesidad de investirlo. Este
investimento implicaría –para el autor el basamento de distintas actitudes, hostilidades,
sobreprotecciones, abandonos, etc.
La noción moderna de infancia, “en la que los niños se consideran individuos con características
particulares que los hacen objeto de protección y se piensan fundamentalmente ocupados con el juego y
el aprendizaje escolar, se formuló sobre la base de una revisión de la historia europea a partir del siglo
XVI” (Pedraza, 2007: 81).
Un efecto que tuvo el cambio del sentimiento hacia la infancia fue la disminución de la mortalidad
infantil y la extensión de las prácticas contraceptivas sobre todo en las clases altas, pero también en la
futura burguesía, grupo que comienza a tener esperanza en el futuro y la deposita en sus hijos que no
dejan de ser sinónimo de esa fuerza del porvenir (Alzate, 2003).
Narodowski (1997) señala la influencia de la pedagogía moderna en la delimitación de la infancia, a
partir de analizar los efectos del uso de los textos que considera fundantes como el Emilio o de la
educación de Rousseau y La Didáctica Magna de Comenio. De esa manera, conceptualiza la articulación
entre el saber pedagógico, un complejo relacionamiento entre escuelafamilia y el concepto moderno de
infancia. Esa articulación produce además dispositivos de normalidad en relación con el cuerpo infantil y
las acciones que se derivan para ello y para modelar la vida cotidiana de las familias y sus relaciones con
las otras instituciones.
La modernidad modela la infancia
Solemos decir que el siglo XX es el siglo de los niños debido a la visibilidad que adquiere el despliegue
de prácticas, artefactos e instituciones que se desarrollan para su atención, cuidado y otras formas de
participación en la vida social. Sin embargo, los niños estaban desde antes, aún cuando su protagonismo,
visibilidad y rol social no fuera el que conocieron posteriormente.
La noción de alumno es uno de los distintos efectos del despliegue de la escuela moderna e implicó una
serie de dimensiones que exploraremos en este apartado. Los comienzos de los sistemas educacionales de
la región surgieron de ensayos e intentos que durante mucho tiempo fueron poco satisfactorios y
arrojaron resultados insuficientes, tal como dan cuenta las fuentes que presentamos a continuación,
producto de cartas de la Comisión de Educación de la ciudad de Buenos Aires, a mediados del siglo XIX:
Al llevar en esta parte un encargo creen de un deber llamar la atención de esa comisión sobre varios puntos
que a un juicio merecen ser considerados: el primero de estos es la poca capacidad que ofrece el local para
el número de niños inscriptos siendo este número menor que la mitad de los que tiene este distrito en esta de
recibir educación, pues pudiendo computarse el número de estos en tres cientos niños la escuela solo tiene
ciento treinta y dos, y estos mismos se encuentran aproximados y en condiciones higiénicas poco
satisfactorias. El segundo punto es la necesidad de un método fijo y gradual de enseñanza en cambio del
incierto que se sigue y que da por resultado que haya niños que escriben correctamente sin saber leer lo que
escriben y que estos mismos no tengan una forma decidida de letra por el frecuente cambio de muestras de
diverso carácter. El tercero y último punto es la necesidad de crear la disciplina de que carece este
establecimiento y que se nota en el continente de los niños y ausencia de buenas maneras, tanto más
necesarios aquí cuanto es menos probable las puedan adquirir en familia. (Ref: Nota Vecinal al
Presidente de la Comisión de Instrucción Pública, 6 de julio de 1857.)
La apelación a la acción conjunta entre las distintas instituciones era moneda corriente (Ref: Hemos
conservado la escritura original de las fuentes consultadas que son en castellano antiguo y con algunas
formas que hoy serían consideradas incorrectas.):
El Concejo Municipal animado del mejor espiritu respecto á la mas facil difucion de la enseñanza publica y
convencido de encontrar en U. el mismo sentimiento, espera de parte de U. activa cooperacion para lograrlo.
La Municipalidad pide a U. pues emplee los medios de influencia y persuacion que tiene en la Parroquia a
fin de inducir á los Padres de familia y guardianes de niños para que les envien á las Escuelas y para que
a
comprendan toda la importancia de este deber sagrado p con sus hijos. Los niños pobres reciben
instruccion gratuita y respecto de los que no lo son es injustificable una indiferencia que les condenase á la
ignorancia. (Ref: Nota de la Comisión de Instrucción Pública al Sr. Cura de la Parroquia.)
(Ref: Hemos conservado la escritura original de las fuentes consultadas que son en
castellano antiguo y con algunas formas que hoy serían consideradas incorrectas.)
“La Comision de educacion encarga á U. espida las disposiciones necesarias á fin de que las horas de
asistencia y permanencia en la escuela, sean las mismas para los alumnos pagos é impagos sin poder los
to
maestros en ninguna forma establecer diferencia alguna entre ellos. (…) Ese Depart recomendará
vivamente á los Preceptores dediquen igual enseñanza y atencion a todos sus discipulos, pues cualquiera
que sea la diferencia que la suerte haya colocado entre ellos deben gozar de la misma predileccion de los
r
que velan p el cultivo de la inteligencia y de su corazon. (…) Puede decirse, señor, que el destino de la nueva
generacion les esta confiado en gran parte, y esa influencia sera tanto mas decisiva en cuanto comprendan
mejor la misión de formar hombres virtuosos e ilustrados”. (Ref: Nota dirigida al Jefe del
Departamento de Escuelas, del 24 de noviembre de 1862.)
Ruben Cucuzza (2002) plantea que en el temprano siglo XIX los intentos de constitución de sociedades
políticas modernas, basadas en la lógica de la soberanía popular y de la existencia de sujetos políticos
portadores de deberes y derechos, implicaron importantes modificaciones en las prácticas de lectura y en
la necesidad de su enseñanza. En palabras del autor, “La construcción del sujeto ciudadano como
individuo aislado que decide libremente sujetarse a la ley de la razón del Estado liberal reclamaba el
surgimiento de gacetas, bibliotecas públicas y escuelas que instrumentaran en la lectura solipsista”. A
causa de esto, el siglo XIX presenció la sustitución gradual del catecismo y la lectura colectiva y en voz
alta para la repetición, por el libro y la lectura individual y silenciosa para la comprensión. Las
articulaciones con el campo de la política se manifiestan en las siguientes concepciones: el buen súbdito
era quien leía para repetir correctamente, el buen ciudadano era quien leía para comprender
correctamente (Cucuzza, 2002:68).
Paulatinamente, el Estado fue desplegándose como impulsor y sostén de instrucción y estableció las
condiciones y la obligación de educarse. En consonancia con ello, la naciente policía fue la que observó
que se cumpliera la obligatoriedad escolar y llevó la contabilidad de las asistencias de alumnos y
maestros y el registro de ingresos y egresos a las escuelas. En Argentina, aún sancionada en 1884 la Ley
1420, y con leyes que establecían la obligatoriedad escolar en la mayoría de las provincias, era necesario
apelar a un reclutamiento personal de los niños para el sistema educativo, como lo afirma el inspector:
“En uno de mis días de permanencia en la Villa, invité al inspector local y al señor cura a que recorriéramos
juntos las casas de los vecinos y les reclamásemos sus hijos para la escuela. El resultado de esas visitas fue
que trajéramos a la escuela y los matriculáramos 14 niños, que con los 16 existentes hacían el número de 30.
De los 14 niños, 6 estaban ya en lista y 8 no. Alguien nos dijo: cuando se vaya, no volverán más. Para
impedir eso, contestamos, queda el inspector local y Ud.” (Ref: DE VEDIA, Juan M. (1887) Informe
del Inspector Nacional de Escuelas en la provincia de Santiago del Estero. El Monitor. Nº
113. página 400.)
Los sistemas educativos modernos se constituyeron describiendo un proceso de sistematización (Müller y
otros, 1992) por el que pasaron de ser un conjunto de prácticas e instituciones dispersas, articuladas en
torno del Estado o de diferentes organizaciones como las órdenes religiosas, a un sistema educativo en el
sentido actual del concepto. Sin dudas, uno de los aspectos que indica un cambio cualitativo en este
proceso es la conformación de una estructura de gobierno de las instituciones educativas y circuitos
estables e institucionales de formación de su propio personal. Ian Hunter (1998) ha caracterizado el
sistema educativo como una tecnología de gobierno ligada a prácticas de cuidado pastoral cristiano: “es
el ‘juego del pastor del rebaño’, propio de cristianismo, con su característica de articulación de vigilancia
y autoescrutinio, obediencia y autorregulación, lo que continúa proporcionando el núcleo de la tecnología
moral de la escuela, mucho después de que se hayan derribado sus apoyos doctrinales originales” (1998:
23).
El siglo XIX también significó –y en paralelo con la expansión del sistema educativo y otras dimensiones
de la acción estatal, como las políticas sanitarias y la laicización de muchas funciones desempeñadas
hasta entonces por la iglesia decisiones más o menos generalizadas de acción en relación con la infancia
pobre, o abandonada o en situaciones de desamparo. En el temprano siglo XIX, la mortalidad infantil y
las enfermedades expansivas y recurrentes generaron una significativa preocupación en el territorio
latinoamericano (Herrera y Cárdenas, 2013). En ese sentido, Venâncio (1999) analiza las Santas Casas de
Misericordia de la ciudades de Salvador y Río de Janeiro, y destaca las altas cifras de niños abandonados
y la presencia de un discurso sobre los sectores populares que estigmatiza a las familias de esos sectores
como irresponsables y faltos de sensibilidad hacia lo que ya empezaba a perfilarse, en otros sectores
sociales, sobre el cuidado infantil (Herrera y Cárdenas, 2013).
De manera similar, Donna Guy (1994) estudia el abandono en Buenos Aires entre 18801914, a partir de
analizar la intervención del Estado para regular la maternidad y los hábitos de crianza. Intervención que,
a diferencia de otros países de la región, se facilitó porque la beneficencia quedó desde 1823 a cargo de
grupos seculares, permitiendo responsabilizar a la familia del cuidado de los hijos bajo preceptos no
religiosos (Guy, 1994). Diversos estudios históricos han mostrado la incidencia en la crianza a través de
manuales de puericultura y textos escolares, entre otros, a los largo de los siglos XIX y comienzos del
XX. Allí puede observarse la superposición de imaginarios provenientes de prácticas ancestrales con los
saberes que se configuraron en esos años al calor del desarrollo científico asentado en el positivismo y la
prescripción moralizadora. También se conformaban formas de subjetivación muy significativas acerca
de quién era considerado infante, quiénes tenían legitimidad para su tratamiento y las prácticas
heterogéneas que permitieron una mirada social e individual sobre la configuración de la infancia. Cabe
recordar el énfasis biológico que predominaba en los análisis y prescripciones de esos textos; se trata de
fuentes que antes que describir prácticas cotidianas, constituían herramientas que prescribían una realidad
que era necesaria modelar y transformar.
El siglo de los niños
En la transición entre los siglos XIX y XX ocupó un lugar predominante la preocupación por desarrollar
herramientas vinculadas a la preservación biológica, fomentando la salubridad pública, la prevención de
enfermedades y la ortopedia para el control de los cuerpos/las conductas/la moral. De la mano de esos
procesos, surge una sensibilidad hacia la infancia, el despliegue de discursos médicos, jurídicos y de
crianza. Quisiéramos enfatizar que se trata del surgimiento del estudio científico de la infancia, que va a
establecer la especificidad de un ser que es el niño, considerado un objeto científico, y que ese objeto
niño es estudiado con las concepciones científicas de la época, muchas veces, separado de sus
condiciones sociales y culturales.
Debe pensarse, nuevamente, que estos distintos elementos no se dieron en simultáneo ni
homogéneamente en los distintos sectores sociales sino que la idea adulta de infancia se va a aplicar de
manera diferenciada por sector social. Durante todo el siglo XX, la vida de muchos niños estará marcada
por múltiples exclusiones, en contradicción con atributos que se expondrán habitualmente como
universales. En este sentido, podría señalarse la presencia de niños con infancia y sin ella (Kuhlmann y
Fernandes, 2004).
Con la expansión del sistema escolar, en las primeras décadas del siglo XX, se acentúa el protagonismo
infantil en la enseñanza, marcado por el proceso político de la época.
A partir de la obligatoriedad de la escuela pública que estableció la Ley 1420, los niños entre los 6 y los
14 años debían devenir en alumnos. En el imaginario de entonces una generación escolarizada se
convirtió en condición para la existencia de un país moderno (Carli, 2005: 39).
Asimismo, de acuerdo con Carli (2005:61), la niñez era objeto de una operación de nacionalización en la
cual: “La escolarización de la población infantil suponía sentar las bases para la constitución de una
sociedad nacional conformada por los hijos argentinos de la inmigración”. A través de los libros de texto
de las primeras décadas del siglo XX, se percibe a la imagen infantil ocupando un lugar de protagonismo
en la construcción del Estado moderno y sin dudas la escuela es elegida como un espacio privilegiado
para hacerlo, en especial sobre los ‘errantes’ hijos de inmigrantes. Se convertía así en prioridad educar a
esos niños que tenían una cultura distinta a la que proponía la Nación Argentina, para lo cual la escuela
desarrolló una serie de actividades que planteaban un trabajo de argentinización de alumnos hijos de
inmigrantes.
Para lograrlo se reforzó la educación escolar con un propósito educativo y utilitario que consistía en
iniciativas sostenidas principalmente por la lectura y la escritura como por ejemplo: clases de lectura,
mesa de lectura, creación de clubes de lectura, conformación de bibliotecas, adquisición de libros para
los niños, lecturas en el hogar y otras estrategias. Incluía también estudios de la naturaleza y geografía
nacional, la agricultura local; juegos al aire libre, clubes, creación de sociedades y asociaciones infantiles
así como una estrategia que tenía un rol importante de contribuir con la formación del sentimiento
nacional: la enseñanza de historia y la intensificación de las fiestas patrióticas (Valdes, Southwell,
Vrubel, 2013).
En 1914 Manuel Gálvez escribe La maestra
normal, donde ofrece una imagen de la escuela
bien diferente a la de Sarmiento. La ensayista
argentina Beatriz Sarlo define este “best seller” de
su época, como una (imposible) Madam Bovary
criolla y una “crítica a lo que la escuela pública
había producido como cultura e ideología.
Galvez no pensaba que de allí salían matronas
virtuosas (como en la fantasía latina de
Sarmiento) sino mujeres a quienes el positivismo
y la ciencia moderna habían trastornado y, más
que trastornado, corrompido. La maestra normal
es una denuncia de la escuela moderna, neutral en
lo religioso y, por lo tanto, peligrosa en términos
morales ya que prescinde de los fundamentos
trascendentes que sólo la religión puede dar a los
valores”.
Por medio de relatos seleccionados y –en general una retórica nacionalizadora se desplegaba una
preocupación por la inscripción de los niños en las escuelas nacionales o provinciales en un orden
público desde su condición de alumnos, participando gradualmente de la cultura letrada. Como alertó
Carli para el caso argentino, la escuela pública ha sido “(…) por un lado, un importante espacio de
inclusión social de niños nativos e hijos de la inmigración, y por otro, un elemento constitutivo de la
identidad cultural de la Argentina moderna” (2005:322).
Asimismo, al describir los protagonistas de la enseñanza nacional se observa que la mayor parte del
relato de la descripción social de los niñosalumnos es la misma que la de su familia. Ellos eran
frecuentemente visualizados como seres sin recursos, de escaso conocimiento y “sin cultura”; a la vez,
eran vislumbrados como el futuro de la patria o el ‘porvenir’ sobre la base de la labor de transformación
de la escuela.
De acuerdo con Carli (2005), la fundación del sistema educativo promovido para la infancia en Argentina
se inicia en la década del ochenta del siglo XIX y culmina con las políticas efectuadas en los gobiernos
peronistas hasta la mitad del siglo XX. Esa configuración aparece acompañada de la implantación de la
instrucción pública nacional, con la creación de un sistema educativo escolar, así como con la expansión
del magisterio como cultura pedagógica. La misma autora afirma que las posiciones de Domingo
Faustino Sarmiento penetraron en los discursos educativos respecto de la infancia en este mismo período,
así los niños, independientemente de su lugar de origen, ocupaban un lugar primordial en los intereses
puestos por y para la Nación (Valdes, Southwell, Vrubel, 2013).
Silvio Astier, memorable personaje de El Juguete Rabioso
(1926), de Roberto Artl (aquel notable escritor argentino,
hijo de inmigrante y apellido impronunciable), es un claro
ejemplo de los niños a los que la escuela no había podido
llegar en tiempos de las primeras olas masivas de
inmigración. No por carecer de educación formal, no
obstante, Astier carece de instrucción pues es, como Arlt,
un autodidacta. El comentado episodio del robo en la
biblioteca de un colegio, en particular, ha sugerido muchas
e interesantes interpretaciones por parte de la crítica acerca
de la imposibilidad de ciertos sectores de acceder a
determinados saberes, y de las jerarquías que estos
imponen en el orden social de la Argentina de fines del
siglo XIX y principios del XX.
Según Spregelburd (2012), a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la escolarización primaria de la
población fue un objetivo prioritario dentro de una política decidida a consolidar el Estado Nacional,
formar ciudadanos para la república liberalconservadora y nacionalizar a los inmigrantes. En un
territorio en el que no existía una sociedad civil organizada según las pautas del orden burgués, la
instalación de la escuela pública comenzó a concentrar un entramado indiferenciado de funciones
convergiendo en un espacio esencial para disciplinar a los sujetos divergentes, por lo tanto el discurso
que circulaba proveniente de directores, maestros, intelectuales y del Consejo Nacional de Educación era
uno solo:
Nuevas generaciones en un país conformado por la inmigración y, por lo tanto, atravesado
por la ruptura entre el origen de los padres y el nuevo territorio de nacimiento de los hijos.
La escolaridad pública se instala allí, en esa ruptura intergeneracional que inaugura un
nuevo ciclo histórico de la Argentina moderna (Carli, 2005:62).
Claro está que la escuela hizo mucho en la delimitación de esa construcción de los infantes y, es más, los
infantes correctos, aceptados. Una recorrida por los textos escolares nos permite ver los esfuerzos
estatales para construir “un buen niño”: patriota, ejemplo, ciudadano, moralmente medido y con pautas
de higiene y roles sociales claramente delimitados.
En el mismo sentido, los educadores prescribieron un deber de niño que se construía sobre ideas distintas
dependiendo de cuál fuera la manera de concebir la naturaleza del niño como punto de partida y aquello
que entendían que debía procurar el modelamiento del mundo adulto. Por ejemplo, mientras el pedagogo
Rodolfo Senet, destacaba que “[…] el niño, en general, no es ese ser dulce y angelical del que nos habla
el criterio sentimental” (Senet, 1928:2), algunos otros, como Pedro Scalabrini y Carlos Vergara, partiendo
de la “naturaleza buena del niño”, defendían el estímulo a la autonomía infantil y relaciones más
democráticas entre niños y adultos (Puiggrós, 1990).
Diferentes circuitos escolares para distintas infancias
Como ha mostrado Sandra Carli (1992) para el caso argentino, en las primeras décadas del siglo XX se
consolidan diferentes políticas de atención a la infancia en circuitos diferenciados. Por un lado, el sistema
escolar que tenía como sujeto preferente a los sectores medios o pobres en condiciones de progreso. El
segundo circuito preveía los orfelinatos, asilos, institutos de menores, colonias e instituciones similares
para la infancia desamparada y para aquellas que tenían conflicto con la ley. Ambos circuitos se
desplegaron por separado durante décadas y tuvo que transcurrir más de la mitad del siglo XX para que
volvieran a conectarse en una configuración que presenta deudas e insuficiencias hasta la actualidad. En
uno y otro circuito, se siguió el propósito de desarrollar formas de vida homogéneas, estableciendo
pautas ideales de la infancia que operaban desde una lógica universalista y que tensionaba las formas de
vida reales de las familias y de los niños dentro de ellas.
La expansión de instituciones dedicadas a la minoridad y la construcción sociopenal de la infancia a
principios del siglo XX consolidó concepciones y prácticas que ya se esbozaban desde el siglo XIX,
orientadas por terapéuticas regeneradoras y representaciones que justifican formas de intervención de la
sociedad adulta (Herrera y Cárdenas, 2013) en contextos tan diferentes como las experiencias
republicanas de Sudamérica, como también los análisis de “la delincuencia infantil urbana” en las
postrimerías de la Revolución Mexicana desarrollado por Sosenski (2003).
Pachón analiza transformaciones de la miradas sobre la infancia en Colombia a comienzos del siglo XX,
analizando formas de normalización que se desplazan de la representación del menor como infractor por
la de un ser modificable en potencia, y el relevo de la imagen de la institución como presidio a casa de
educación, como parte de idearios cívicocristianos (Pachón, 2007). De modo similar, se observa una
transición de la categoría de niños delincuentes a la de menores infractores, como señal de la tensión
entre la delimitación moderna del niño como frágil y necesitado de protección y los discursos
provenientes del campo jurídicosocial, que categorizaban y penalizaban los sujetos que no se insertaban
satisfactoriamente en el ámbito social por ser trabajadores o niños callejeros (Herrera y Cárdenas, 2013).
Por otro lado, los avances de las corrientes psicológicas, la expansión de la pedagogía, procedimientos de
diagnóstico, medición y clasificación, así como la atención especial a la infancia para garantizar su
progreso impulsado por saberes expertos provenientes de la siquiatría y psicología clínica, consolidaron
un complejo subsistema de educación especial (Ref: Para explorar este tema más en extenso,
recomendamos los trabajos de Valdez, 2007 y Cheli, 2012.).
El dispositivo que la escuela moderna desarrolló, delimitando un espacio diferenciado entre la vida
mundana y el espacio escolar, la definición de tiempos y espacios, el control de los aspectos físicos y
morales, elementos que contribuyeron significativamente a la definición de la infancia, le infringieron
características de cómo ser niño o niña y vivir esa condición. Junto con ello, ocupó un lugar significativo
la preocupación por desarrollar el espíritu patriótico y la consolidación de una identidad nacionalizada.
Eso quedaba expresado en la definición de infancia que planteó Emile Durkheim y que a través de su
obra permeó todo el pensamiento pedagógico del siglo XX:
“El niño, al entrar en la vida, no aporta más que su naturaleza de individuo. La sociedad se
encuentra, por así decir, ante cada generación nueva, en presencia de una tabla casi rasa
sobre la cual hay que construir con nuevos costos. Es necesario que, por las vías más
rápidas, ella agregue al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, otro ser capaz de llevar
una vida social y moral. He aquí en qué consiste la tarea de la educación (…)” (Durkheim,
1922)
Asimismo, la idea de la sospecha, la noción de supervisión constante, formó parte permanente del
dispositivo escolar y se pronunció en momentos de confrontaciones políticas o de alteración de algunas
costumbres. En esos contextos, la escuela fue mirada como un reaseguro de encauzamiento y
restauración de prácticas más tradicionales.
La entrada del niño a la escuela
A finales del siglo XIX y principios del XX los estudios paidológicos abordaron al niño en su condición
de "alumno" bajo los cánones del positivismo. Hacia fines de los años ´50 y principios de los ´60, otra
trama discursiva, la de la psicología y el psicoanálisis "[...] será sede de la construcción y difusión
también masiva de un saber sobre el niño, centrado en la valoración de su subjetividad, de su estructura
psíquica y de su carácter de miembro de un grupo familiar, combinándose en algunas experiencias
institucionales con la reedición de los avances pedagógicos de la escuela nueva" (Carli, 1997:227). De un
"saber sobre el alumno", necesario para ejercer un mandato de instrucción y ordenamiento social, se pasa
a un "saber sobre el niño" para colocar más democráticamente las relaciones entre adultos y niños.
Nuestro colega, Pablo Pineau, hace una riquísima descripción de algunos modos de ser infante en torno a
los años ´60s en Argentina, a través de la historieta Mafalda, esa magnífica obra de Quino que es una
pieza importante de nuestra cultura. En esa banda de amigos hay modos muy distintos de ser niño o niña:
Manolito, el niño trabajador en el que es más manifiesta su condición de descendiente de inmigrantes –y
esto le juega en contra; Mafalda, que impugna a los adultos que han hecho del mundo un lugar injusto,
desigual y violento; Miguelito, el infante inocente, protegido de los desvelos de una vida adulta en un
tiempo de juego; Susanita, prototipo de una concepción conservadora y pueril de ser mujer. Estos y otros
amigos que componen la banda de amigos fueron un analizador para algunos modos diversos de ser niño
en la Argentina. Mafalda nos ayuda a entender que hay modos distintos de experimentar la niñez. La
pluralidad de infancias es un elemento a destacar, en contra de una visión escolar que tendió a encerrar
las experiencias infantiles en un armazón rígido que excluyó formas de ser niño o niña que no encajaban
en estos parámetros.
En el marco del crecimiento urbanístico y el modelamiento del espacio público, de la mano del
despliegue industrial y los modos de consumo, el siglo XX también concibió lugares públicos tales como
parques, jardines zoológicos, plazas o centros deportivos como lugares de recreación y encuentro (Ref:
Recomendamos el artículo de Daniela Pelegrinelli, (2000) “La república de los niños: la función de los
juguetes en las políticas del peronismo (19461955)” en Revista del Instituto de Investigaciones en
Ciencias de la Educación. IICE, Buenos Aires: Miño y Dávila UBA. Facultad deil Filosofía y Letras.
). Se trató de lugares donde las actividades infantiles podían tener algo más de autonomía o el control
adulto podía tornarse algo menos omnipresente. Hacia el fin del siglo XX, en los centros más
urbanizados, muchos de esos espacios volvieron al encierro, abandonando el esparcimiento a cielo
abierto por plazas blandas, plazas de juego (o muchas veces, playrooms) dentro de centros comerciales o
lugares similares.
Sandra Carli ha caracterizado de la siguiente manera el cierre del largo ciclo del siglo XX respecto al
panorama social y político para la infancia:
"El ciclo que va de la pos dictadura al año 2000 ha dejado en la niñez argentina las huellas de
cambios globales y locales que lo diferencian de otros ciclos históricos. El traumático pasaje del
modelo de sociedad integrada de principios de los años setenta al modelo de sociedad
crecientemente polarizada y empobrecida de fines de los años noventa, en el marco de la expansión
mundial del capitalismo financiero, permite constatar que el tránsito por la infancia como un tiempo
construido socialmente asume hoy otro tipo de experiencias respecto de generaciones anteriores y
da lugar a nuevos procesos y modos de configuración de las identidades. La cuestión de la infancia
se constituye, entonces, en un analizador privilegiado de la historia reciente y del tiempo presente
que permite indagar los cambios materiales y simbólicos producidos en la sociedad argentina, pero
a la vez es también un objeto de estudio de singular importancia en tanto la construcción de la niñez
como sujeto histórico ha adquirido notoria visibilidad.
Las décadas de 1980 y 1990 del siglo XX en la Argentina fueron de estabilidad democrática y al
mismo tiempo de aumento exponencial de la pobreza. Desde la perspectiva de una historia de la
infancia podemos decir que este ciclo histórico, que es posible analizar retrospectivamente luego del
impacto de la crisis del 2001, muestra a la vez tendencias progresivas y regresivas: si por un lado se
produjeron avances en el reconocimiento de los derechos del niño y una ampliación del campo de
saberes sobre la infancia, el conocimiento acumulado no derivó en un mejoramiento de las
condiciones de vida de los niños, y en ese sentido éstos perdieron condiciones de igualdad para el
ejercicio de sus derechos. En buena medida la infancia como experiencia generacional se tornó
imposible de ser vivida según los parámetros de acceso e integración social del ciclo histórico
anterior, pero al mismo tiempo se convirtió en signo, en una sociedad crecientemente visual que
puso en escena los rostros de esa imposibilidad y los rasgos emergentes de las nuevas experiencias
infantiles" (Carli, 2006:1920).
¿Qué es ser infante en nuestra época? Hemos buscado recordar que ser niño o niña ha sido una
construcción de cada una de las épocas, dado que –más allá de una delimitación de edades cada época ha
impreso características peculiares a los sujetos que las poblaron, confrontándolos con determinados
problemas, ciertas instituciones, particulares modos de entender la cultura, desarrollo de la tecnología.
Así, tanto Oliver Twist, Mafalda o Harry Potter son hijos de su tiempo. No podemos dejar de ver a la
infancia como un acontecimiento atravesado por idearios políticos, saberes y prácticas específicas que
permiten ver las apuestas de renovación sociocultural, promovidas por mecanismos institucionalizados y
los modos en los que cohabitan y se relacionan las generaciones.
La pedagoga Valerie Walkerdine cuestiona la hipótesis que se ha difundido en las últimas décadas acerca
de la finalización de la infancia. Ella recuerda que el “sujetoniño” definido por la psicología del
desarrollo infantil caracteriza una niñez inocente, asexuada, incompleta, y claramente separada del
universo adulto. Esa fue una forma de definir un universo infantil que está en la base de cómo pensamos
a la niñez en las escuelas y en la sociedad. Lo que estamos viendo no es el fin de la infancia sino la crisis
de ese tipo de discurso (Walkerdine, 2007).
Un Cierre y un caleidoscopio
Como hemos buscado enfatizar aquí, la infancia es un objeto discursivo, es decir, está moldeada por
discursos diversos (científicos, psicológicos, médicos, pedagógicos, etc., y también por discursos
políticolegales, por discursos morales, entre otros). Así, nuestra sensibilidad sobre la infancia ha
resultado de una construcción social, producto de una construcción larga y de diversos contextos
culturales, científicos, pedagógicos. Producto de esa construcción de larga duración, preveemos,
pensamos y proponemos determinadas maneras en las que se desarrolla la vida de los niños y niñas, y sus
formas de socialización. Me parece crucial enfatizar eso en un contexto en el que los lazos entre las
generaciones se han conmovido y modificado enormemente.
Existen distintos tipos de infancia, y esto espero que resulte claro en esta clase es un dato de la
actualidad, pero también en su despliegue histórico. Incluso en el trabajo del historiador Philippe Ariès
que hemos mencionado aquí, que planteaba la emergencia del sentimiento de infancia en el siglo XVI y
XVII, puede observarse que la infancia no existía de la misma manera para todos y que las concepciones
de infancia de los trabajadores no eran las mismas que las de los aristócratas. Esto nos permite pensar no
sólo en los cambios históricos, sino también en las diversidades y disparidades actuales, por ejemplo, en
las disparidades entre regiones pero también en una misma localización. En el mundo globalizado, hay
que ver que estas diferentes infancias se relacionan de maneras complejas; por ejemplo, hay chicos en
talleres textiles en Guatemala que producen los bienes que consumen los chicos del llamado Primer
Mundo. Hay una multiplicidad de infancias, y también hay relaciones de explotación entre los diferentes
tipos de infancia (Walkerdine, 2007).
Para cerrar, permítanme apelar a un cuento infantil. “El emperador está desnudo...gritó un niño” nos
relata el cuento del Hans Christian Andersen, revelando la presencia de un infante que denuncia aquello
que la anuencia de los adultos que rodeaban al emperador no se atrevía a decir. La presencia de ese niño
y lo que él pone en evidencia, irrumpe y avergüenza a los adultos que se han convertido en cómplices,
por no hacer evidente que su palabra era disonante de la del emperador y su séquito (Southwell, 2003).
De modo similar, la infancia de fines del siglo XX, dentro y fuera de las escuelas, se convirtió en el lugar
de la enunciación de lo inconcluso, de las deudas sociales y de la exclusión del proyecto tecnocrático
modernizador con el que se cerró el arduo siglo XX. Su presencia silenciosa –y a veces a gritos mostró
la fragilidad de la pretensión del mercado como nuevo regulador de la participación de los ciudadanos,
así como de la prédica de su potencialidad integradora.
“Y el emperador se sintió inquieto, porque pensó que tenían razón, pero se dijo:
Debo seguir en la procesión.
Y se irguió con mayor arrogancia y los chambelanes le siguieron portando la cola que no existía.”
Si los niños denuncian con su presencia todo aquello que no ha sido logrado y toda la “tarea pendiente”,
nos resta –entre otras cosas no naturalizar su ausencia en el patio escolar, su actitud de “buscavidas”, sus
modos de sobrevivir en el naufragio. Ello posibilita el ejercicio de seguir buscando ‑de hecho,
imaginando‑ posibilidades que sean alternativas. Esas alternativas pueden “hacer pie” en el sentido
común acumulado en las escuelas, que puede constituirse en un lugar productivo de insistencia por el
cuidado para los más chicos. Los materiales para la elaboración probablemente ya estén aquí, a nuestro
alrededor. También es seguro que no nos resulta productivo mirar a la infancia con una mirada nostálgica
carente de memoria. Una sociedad que apuesta por su infancia es una sociedad que considera que tiene
un legado valioso en el cual permanecer, pervivir y transmitir a los que vienen.
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