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Presentación
El presente trabajo constituye un esfuerzo inicial dentro de un trabajo más amplio que
busca indagar sobre la forma como se fue construyendo la noción moderna de infancia en el
discurso que los pedagogos de la llamada Escuela Activa encarnaron entre finales del siglo
XIX y comienzos del XX. Se trata de una investigación de largo aliento cuya pretensión más
general es el establecimiento de los acontecimientos discursivos y de las prácticas sociales
que han dado forma a la(s) subjetividad(es) moderna(s). La infancia es una de esas formas
de subjetividad que la modernidad privilegió en su despliegue. Pero la promoción de la
infancia en la modernidad no ha resultado en una forma única y homogénea: tenemos varias
infancias, no diversas formas de ser infante sino diversas formas de infantilización. En
términos generales, podríamos hablar de dos grandes formaciones: la infancia de la
modernidad clásica y la infancia de la modernidad experimental. Ahora bien, el problema se
complejiza en la actualidad con los análisis que algunos autores contemporáneos (Postman,
Corea, Narodowski) han venido realizando alrededor de lo que han denominado la
desaparición de la infancia o la desinfantilización de la sociedad contemporánea.
A pesar de que nuestro trabajo se encuentra aún en una etapa inicial, los análisis
preliminares y los trabajos previos que hemos desarrollado nos llevan a plantear una
hipótesis al respecto: antes que la desaparición de la infancia o la desinfantilización
generalizada, tendríamos la consolidación social de la infancia de la modernidad
experimental atravesada ya no sólo por las prácticas y saberes de la psicología infantil
(experimental, genética, cognitiva, del desarrollo), si no por nuevas prácticas y saberes
particularmente relacionados con la expansión de los medios masivos de comunicación
desde la segunda mitad del siglo XX. De esta suerte, la consolidación de la infancia dibujada
por las psicologías infantiles desde finales del siglo XIX, no ha producido una criatura
normalizada sino una quimera, es decir, un monstruo, un híbrido entre el niño, el adulto y el
joven: cuerpo de niño, cabeza de adulto y apariencia de joven.
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comunicación (publicistas y comunicadores). Por ahora, y para efectos de este trabajo, nos
concentraremos en los esbozos que los pedagogos activos (médicos y psicólogos
fundamentalmente) hicieron de esta nueva criatura entre finales del siglo XIX y comienzos
de XX.
En 1900, la escritora sueca Ellen Key proclamaba el nuevo siglo como “el siglo del niño”.
Sobre la base de un profundo optimismo pedagógico, Key consideraba que una reforma
radical de las prácticas de crianza y educación llevaría a un mejoramiento de las cualidades
psíquicas de la humanidad produciendo de esta manera un cambio mental general que
contribuiría a resolver los problemas sociales y a transformar el mundo. De ahí su insistencia
en la protección de la infancia y en la necesidad de transformar la educación infantil en las
escuelas y la actitud de los padres frente a la educación de sus hijos.
Sin lugar a dudas, el espacio que ocupó la infancia en las preocupaciones, reflexiones y
acciones durante el siglo pasado en Occidente, ratifica la nominación que hiciese Key de
aquel como el siglo del niño, pues ninguna otra sociedad en otro momento ha hablado tanto
de la infancia, ha escrito tanto sobre ella ni ha erigido tantas instituciones cuyo encargo es
justamente el cuidado y desarrollo infantil. Desde este punto de vista, podríamos decir que
la infancia es un acontecimiento relativamente reciente en nuestra cultura. No tiene más de
tres siglos de existencia y sin embargo, nos parece como si la niñez hubiese ocupado
siempre el lugar privilegiado que hoy le otorgamos -o queremos otorgarle- en nuestras
sociedades. Por ello quizá se nos dificulte imaginarnos que alguna vez la sociedad haya
ignorado la infancia como en efecto sucedió antes de los siglos XVII y XVIII en Europa.
Antes de aquella época, la llamada infancia careció de singularidad, o por lo menos fue
considerada tan sólo como un momento pasajero, y no precisamente el más importante de
la vida humana.
Grandes intelectuales como San Agustín o Descartes vieron a la infancia, o como la edad
del pecado o como la edad del error. San Agustín, siguiendo las doctrinas bíblicas, se
avergonzaba de la niñez, pues la consideraba como la máxima expresión de la naturaleza
animal del hombre. Además de ser el fruto del pecado (producto de una relación carnal), la
infancia para este sabio medieval era la edad de las pasiones, de la exaltación de los
instintos animales. Siglos más tarde, en los umbrales de la era de la razón, Descartes veía
en la infancia el precio que debía pagar el hombre por obtener el tan preciado
entendimiento. La niñez era para este filósofo lo opuesto a la razón, y por lo tanto, la época
del error. En algunas de sus reflexiones filosóficas pensaba cuán feliz sería el hombre si
desde su nacimiento tuviese entendimiento, juicio, razón. Pero la naturaleza humana era
imperfecta y entonces debíamos pasar tantos años en la oscuridad, en el error, sujetos a los
instintos, a los deseos, a las sensaciones, a los prejuicios, antes de llegar, por fin, a disfrutar
de ese don que nos llevaba al trono de la creación1
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Si bien el trabajo de Aries ha sido cuestionado por investigaciones más recientes, más allá
de sus problemas de interpretación y del uso restringido de fuentes documentales,
consideramos la infancia, siguiendo a otros autores3, como un acontecimiento relativamente
reciente. No un descubrimiento tardío, sino más bien una invención. Una invención cuya
aceptación social tuvo que vencer muchos obstáculos, tuvo que pasar por una imposición,
que según nos relata E. Badinter, implicó por lo menos tres estrategias diferentes: de una
parte, la puesta en evidencia, por parte de ciertos intelectuales, del valor económico de la
niñez. Según aquellas novedosas ideas que los fisiócratas de los siglos XVII y XVIII
divulgaron, la infancia representaba la mayor riqueza de cualquier nación, pues llegaría a
constituir la fuerza trabajadora y productiva de toda república. Así, pues, se dieron a la
tarea de elaborar propuestas, como la reforma de los hospicios e incluso sugirieron la
alimentación con leche de animales para su preservación. Por otra parte, fue necesario
convencer a las madres europeas de la necesidad de amamantar a sus hijos. En esta
estrategia los médicos jugaron un papel central; para lograr sus propósitos, utilizaron un
doble mecanismo: la seducción y las amenazas. La literatura médica del siglo XVIII en
Europa da cuenta de cómo los médicos intentaron convencer a las madres de las bondades
de dar pecho a sus hijos. Serían más bellas, más amadas, más felices, y desde luego, más
sanas. Por el contrario, si continuaban negándose a ello, sufrirían el reclamo de sus hijos e
incluso podrían llegar a la muerte por acumulación y degradación de exceso de leche en sus
cuerpos. Una última táctica a la que los nuevos intelectuales ilustrados apelaron para la
protección de la infancia fue la consolidación del matrimonio, y en particular, del amor como
eje de la relación marital. La familia burguesa, el hogar moderno burgués, aparece allí como
fundamento del nuevo orden social, pues sólo un hogar, una familia, podría preservar el
tesoro infantil, las tiernas plantas infantiles.
En esta nueva perspectiva, nadie como Rousseau nos dé cuenta de las nuevas características
que asume la reflexión sobre la infancia, y muy seguramente nadie como él puede ilustrarnos
sobre las implicaciones que comienza a tener tal afirmación para la educación en general y
sobre las que tendrá posteriormente en las reflexiones psicológicas y pedagógicas durante el
siglo XIX. Bien podríamos decir que Rousseau se encuentra justo en el borde de lo que en
términos deleuzianos se llamaría un nuevo sustrato de saber, es decir, justo en el momento de
irrupción y articulación de un nuevo régimen de visibilidad y un nuevo régimen de lenguaje.
Régimen de visibilidad que al desplegar una nueva luz hace visible la infancia, descubre la
figura del niño, fija la atención en su cuerpo diferenciándolo del adulto; régimen del lenguaje
que al poner en circulación nuevos enunciados, incita a hablar del niño, hace posible hablar de
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Sin embargo, sólo hacia las últimas décadas del siglo XIX adquiere independencia y
reconocimiento un discurso que pretende dar cuenta de las particularidades, de las
características propias, de la "naturaleza" misma del niño: es el discurso de la psicología infantil
que acogiéndose a los desarrollos de los métodos positivos y su énfasis en la observación
sistemática y la experimentación, logra consolidar un conjunto amplio de elaboraciones como
respuestas a las inquietudes abiertas desde el siglo XVIII en torno a la infancia. En este
sentido, las ideas de Rousseau y posteriormente las de Pestalozzi y Fröebel y más tarde los
desarrollos e investigaciones de Montessori, Decroly, Dewey y Claparède entre otros,
constituyen los puntos nodales del entramado en donde es posible el surgimiento de un nuevo
rostro para la infancia, y a la vez, el campo de saber donde se reubican y establecen unas
particulares relaciones entre pedagogía y psicología (como naciente disciplina científica).
Este singular acontecimiento, que no es otra cosa que la constitución del niño como objeto de
saber y blanco de poder, trajo dos consecuencias particularmente importantes para el análisis
que nos hemos propuesto: de un lado, el inicio de una reflexión sistemática, de un estudio
detallado, y aún de un conjunto de experimentos acerca de las características de la mente y el
cuerpo infantil, sus procesos de desarrollo y crecimiento, sus necesidades e intereses; de otro,
un auge de reflexiones y debates sobre las prácticas educativas tradicionales, sobre las formas
de enseñanza vigentes, en cuyo centro se advertía la clara necesidad de una profunda
transformación de tales procesos.
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“La pedagogía diseña una infancia discriminada en tanto tal en virtud de la constatación
de una carencia o de un conjunto de carencias: no posee la autonomía ni el buen juicio
ni el tino propio de los adultos. Son cuerpos débiles ingenuos, manipulables, en
formación. Por otro lado, los niños son objeto de dos operaciones fundamentales:
constituyen un campo de estudio y de análisis y a la vez son empujados a emigrar del
seno de la familia a unas instituciones producidas a efectos de contenerlos en su
ineptitud y de formarlos para que, justamente puedan abandonar o superar la carencia
que les es constitutiva. A la discriminación etaria le sigue una delimitación
institucional.”7
El segundo modo de pensamiento moderno delineó, a su vez, una nueva forma de la
infancia que se aparta notablemente de la percepción clásica, pero sobre todo, de la versión
clásica católica. Para ésta, el niño era un ser fácilmente corruptible, una naturaleza nacida
del pecado y en pecado, tomada por los instintos animales que exigían y justificaban la
rígida labor educativa y disciplinaria. Sólo la educación y gracias a la naturaleza educable,
entendida como maleabilidad y docilidad, podría llevarse la infancia desde la bajeza del
apetito sensible hasta las cumbres de la inteligencia y la voluntad. Tomando distancia de
estas apreciaciones, el modo de pensamiento de la segunda modernidad fue construyendo
una imagen menos ruda, pero sobre todo, más condescendiente con la supuesta naturaleza
infantil; así, siguiendo a Rousseau, el niño nace bueno y es la sociedad quien lo corrompe.
La naturaleza infantil es diferente a la del adulto, constituye una etapa propia que tiene sus
particularidades; si bien el niño es corruptible, es en lo fundamental, inocente. La inocencia
es la condición de una infancia destinada a formar al hombre de la razón.
Pero Rousseau es tan sólo el primer bosquejo, la primera huella, o por lo menos, la más
clara y evidente de ese pensamiento moderno que sólo encontrará a finales del siglo XIX y
comienzos del XX su consolidación en los trabajos de los llamados pedagogos activos.
Pestalozzi y más tarde Fröebel seguirán atados de algún modo a la modernidad clásica; por
su parte Herbart, apartándose de la psicología de las facultades del alma al construir una
nueva psicología, pondrá en el centro el problema del interés como el punto clave de la
pedagogía, anunciando quizá lo que los pedagogos activos desarrollarían ampliamente desde
los postulados de la biología y el darwinismo.
¿Infancia o infantilización?
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BRADLEY, B. S.
Trabajos como los de B. S. Bradley8 y V. Walkerdine9 y otros más recientes como los de E.
Burman10, han venido analizando los procedimientos y estrategias a través de las cuales se
ha construido el discurso de la psicología infantil, evolutiva o del desarrollo. Se trata de
análisis que en una perspectiva deconstructivista han replanteado los “descubrimientos” de
esta ciencia, considerándolos como producciones que no pueden separarse la mirada y pre-
concepciones de aquellos quienes realizan las observaciones y experimentaciones científicas.
Dicho en otras palabras: antes que descubrimientos sobre la “naturaleza” infantil, tales
discursos contribuyen a producir lo que justamente pretenden describir. En este sentido, la
psicología infantil ha sido la principal responsable de la creación y promoción de las
concepciones modernas de la infancia.
Pero debe quedar claro que no buscamos, sin embargo, hacer un juicio histórico y científico
a aquellos trabajos pioneros, pues nos interesa menos la verdad que los efectos que ésta
produce. En esta dirección, quisiéramos tan sólo introducir algunos análisis sobre la manera
como los trabajos de algunos de los pedagogos activos contribuyeron a crear una imagen de
infancia y cómo esta criatura implicó, a su vez, la promoción de la infantilización de niños y
niñas.
Esta pregunta formulada por Claparede nos permite establecer la perspectiva desde donde
los pedagogos activos se instalan para realizar sus observaciones, experimentaciones y
propuestas. Se trata de un problema práctico, de un asunto que reviste utilidad, que lleva a
la toma de decisiones. ¿Qué es la infancia?, al parecer esta pregunta no es la importante,
quizás sea demasiado abstracta y nominalista para las exigencias de la hora, para las
condiciones de su sociedad y del mundo en que los pedagogos activos realizan su trabajo. El
conocimiento ya no es más una reflexión abstracta sobre el mundo, sobre las cosas, sobre
su naturaleza, no es sólo un asunto de la mente, es fundamentalmente, un instrumento de
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la acción. Y es justo desde esta perspectiva que se observa y analiza al niño. Dewey
justificaba su filosofía de la educación en tanto “necesidad de introducir un nuevo orden de
concepciones que lleven a nuevos modos de acción.”12 Por eso antes que la pregunta por
qué es la infancia, Claparede indaga por su utilidad: “El problema genético-funcional
consiste en considerar los fenómenos mentales, así como los diversos factores que pueden
obrar sobre el niño, desde el punto de vista de su utilidad formativa.”13
“no es porque no tiene experiencia por lo que el niño es un niño; es porque tiene una
necesidad natural de adquirir esta experiencia. No es porque no es grande por lo que
el niño es un joven, sino porque un instinto secreto le empuja a hacer todo lo
necesario para hacerse grande… La actividad infantil, la mentalidad infantil, notémoslo
bien, no es modo alguno una consecuencia necesaria de la simple insuficiencia de
experiencia o de desarrollo, según la opinión vulgar…. Lo que hace que un niño sea un
niño, no es el hecho de que ignora; es el hecho de que desea saber, de que tiende a
ser más.”14
El niño es una potencia, una energía, un devenir, una especie de recurso no renovable que
es necesario aprovechar al máximo, extender al máximo, pues la edad adulta es la
cristalización, la petrificación: “la infancia tiene por fin recular lo más lejos posible ese
momento, en el cual el ser, perdiendo su actitud para devenir, se fija definitivamente en su
forma, como el pedazo de hierro que el herrero ha dejado enfriar.”15
Pero esta potencia, esta energía debe desarrollarse, debe crecer libremente. La escuela y
la sociedad clásicas constituyeron obstáculos para este desarrollo; la ciencia moderna,
fundamento de los análisis de estos autores, había señalado la actividad del organismo
como la expresión de necesidades e instintos cuya función era la adaptación del individuo al
medio, y por tanto, su superviviencia. No era posible ahorrar al individuo el paso por la
actividad; la experiencia no se puede transmitir, de ahí que el desarrollo no sea más que el
libre despliegue de la actividad en busca de satisfacer las necesidades del individuo. Si
embargo, la idea de libertad, tan cara a estos pedagogos, va a tener límites muy precisos.
El desarrollo del niño no puede funcionar a la manera del laissez-faire; el niño no se
desarrolla solo, es necesario un ambiente particular, un conjunto de experiencias que sólo el
adulto puede propiciar. Decía Dewey a propósito: “El desarrollo no significa obtener algo del
espíritu. Lo que realmente se necesita es un desarrollo de experiencia y en la experiencia. Y
esto es imposible obtenerlo en tanto que no se provea un medio pedagógico que permita
funcionar a los poderes e intereses del niño que han sido seleccionados como
valiosos.”16. ¿Y quién si no el adulto para definir tales poderes e intereses del niño? En una
perspectiva similar, la doctora Montessori señalaba que
“el desarrollo y el crecimiento tienen fundamentos sucesivos y relaciones cada vez más
íntimas entre el individuo y el ambiente; porque el desarrollo de la individualidad (o sea
lo que se llama la libertad del niño), no puede ser otra cosa que la independencia del
adulto, realizada por medio de un ambiente adecuado, donde el niño encuentre los
medios necesarios al desenvolvimiento de sus funciones.”17
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La libertad de acción del niño, entendida como independencia del adulto, sólo puede ser
posible en un ambiente adecuado que no el niño sino el adulto diseña; en últimas, la libertad
del niño como independencia del adulto, paradójicamente sólo pude ser posible por la
dependencia del adulto. Así las cosas, la tan proclamada libertad, las necesidades e
intereses del niño valen en tanto acicates de la acción, en tanto puedan encauzarse hacia los
fines definidos por el adulto. Se trata de un asunto de economía de la acción: economizar
esfuerzos, ahorrar energía, lograr eficacia y eficiencia en la labor educativa antes que dejar
hacer o dejar ser. Para Claparede, el “niño es el ser activo por excelencia; se trata
solamente de guiar su actividad, de canalizarla hábilmente, de relacionarla con algún interés
o necesidad natural.”18
¿Para qué sirve entonces la infancia? Para formar al hombre, valga decir, para que los
adultos, educadores y científicos, guíen, orienten, canalicen, según sus intereses y
necesidades, los intereses y necesidades “naturales” del niño.
El concepto de interés llegó a ocupar un lugar destacado entre los conceptos que la
psicología infantil y el movimiento Escuela Nueva elaboraron para dar cuenta de la infancia.
Según Hernández Ruiz (1950), la trayectoria de este término es antigua en la pedagogía,
sin embargo, fue sólo hasta Herbart cuando adquirió un significado preciso y central dentro
de la doctrina pedagógica. Para Herbart, la instrucción tiene una estrecha relación con la
formación del carácter: “La instrucción se propone inmediatamente formar el círculo de
ideas; la educación, el carácter. Lo último no se puede hacer sin lo primero; en esto
consiste la suma capital de mi pedagogía”19.El círculo de ideas es el conjunto de
representaciones que adquiere el individuo mediante la experiencia y el trato social, a la vez
que constituye la base misma para la obra de la instrucción; ésta, pues, parte del círculo de
ideas y busca su ampliación trabajando para ello sobre lo que Herbart llama "multiplicidad
del interés". Dicho de otra manera, la instrucción apunta hacia la conformación y ampliación
del círculo de ideas mediante la multiplicidad del interés; pero no podemos entender este
interés múltiple como un simple medio o procedimiento para llevar a cabo la instrucción:
aquel constituye el fin mismo de la instrucción. Se trata pues, de acercar el individuo a la
multiplicidad del interés como un ensanchamiento del círculo de ideas en la perspectiva de
la conformación del carácter moral:
“En el fondo, importa tanto al educador las artes y destrezas que pueda adquirir un
joven, por el mero prejuicio de cualquier maestro de escuela, que el color que ha de
elegir para su traje. Pero sí ha de preocuparle, por encima de todo la forma en que se
establece el círculo de ideas en su discípulo, pues de estas nacen los sentimientos y de
estos los principios y modos de obrar”20.
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La aparición del movimiento de la educación Nueva y la Escuela Activa hacia finales del
siglo XIX, ratificará la preocupación por el interés como un problema fundamental del saber
pedagógico. Pero como veremos, introducirá transformaciones significativas en el orden de
la mirada pedagógica, orientada ahora desde un nuevo concepto: el de aprendizaje. La idea
general es la siguiente: si en la pedagogía herbartiana el interés múltiple, la multiplicidad
del interés es el fin mismo de la instrucción, en los pedagogos de la Escuela Activa el interés
dará un giro y pasará a ser medio, mecanismo, disposición que favorece ante todo el
aprendizaje: en primer lugar, los fundamentos éticos y filosóficos de la teoría herbartiana
van a ser considerados como "metafísicos" desde la nueva mirada que define la ciencia
desde la experimentación, la observación y la demostración empírica, acentuando de esta
manera una psicología que por sus vínculos con la biología se reclama "científica" y por
tanto "verdadera". Dado el estatuto que adquiere el conocimiento científico como nueva
forma de verdad, la pedagogía y la enseñanza no pueden más que enrumbarse en esa
dirección y para ello, la psicología experimental y sus elaboraciones sobre el niño y el pro-
ceso de construcción del conocimiento en el sujeto, se constituye en su punto de referencia.
De esta manera la pedagogía pasa a ser una especie de psicología aplicada, o al decir de
Claparéde, una paidotecnia. En segundo lugar, el interés se subjetiviza, se psicologiza, se
biologiza de tal forma que no existe más que el interés natural, espontáneo23. Si en Herbart
el interés múltiple era el fin mismo de la educación y una categoría ética, ahora el interés
natural o espontáneo (equiparado a la necesidad en el plano de la biología) pasa a ser
medio, instrumento, garantía para todo proceso de conocimiento.
Teniendo en cuenta las características y propósitos de esta indagación y por tanto sus
limitaciones, se podría tan sólo por ahora arriesgar la siguiente explicación: la teoría
herbartiana plantea el problema en términos filosóficos, psicológicos y éticos; en sus
análisis privilegia la instrucción, el maestro y la formación del carácter; su psicología es
derivada directamente de una filosofía. Los nuevos planteamientos por el contrario ven el
problema desde una óptica diferente: la ciencia positiva; privilegian así el niño (en tanto
objeto de saber), al aprendizaje (en tanto objetivo de la enseñanza) y la "nueva psicología",
ahora despojada de toda "metafísica" y ligada a la ciencia a través de sus estrechos vínculos
con la biología. Para esta nueva mirada son más útiles entonces las intuiciones de Rousseau
que las especulaciones de Herbart. Aquel al insistir en la particularidad de la infancia
posibilita la constitución del niño como objeto de saber, como objeto empírico que es
necesario conocer. Herbart por el contrario especula con las posibilidades éticas y estéticas
de la instrucción. De otro lado, la irrupción de la biología y las teorías evolucionistas colocan
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al niño como centro de atención, y con él, los procesos de crecimiento, desarrollo y
construcción del conocimiento.
Desde esta nueva mirada, no es posible entonces entender la enseñanza, ni como repre-
sentación ni como transmisión del conocimiento; éste no se puede dar, tiene que ser
construído mediante la actividad del sujeto. La Escuela Activa concentra en este punto sus
críticas a .la escuela tradicional (en donde se ubica la pedagogía herbartiana), verbalista,
intelectualista, y se propone, no una transformación de las maneras de enseñar, sino más
bien una "liberación" de la actividad constructora de conocimiento; y es precisamente esta
actividad subjetiva lo que se va a denominar como el aprendizaje. Aprender ya no es la
consecuencia obvia de la enseñanza, es la consecuencia de la actividad "libre y espontánea"
del sujeto sobre los objetos, sobre la realidad.
Y esa actividad libre y espontánea depende del interés. Así como el cuerpo está dotado de
ciertos mecanismos biológicos que le permiten establecer una relación con el mundo para
mantener y desarrollar las funciones vitales, la mente tiene también una estructura
"biológica" para su desarrollo: el interés que impulsa a la acción como vía hacia el
conocimiento, y por tanto, hacia el aprendizaje. La actividad lleva entonces, en un mismo
movimiento, hacia el conocimiento y hacia el aprendizaje de tal forma que la construcción
del primero se confunde con el proceso del segundo en un mismo fenómeno.
Como vemos, el concepto de interés ha sufrido una transformación radical; y en ello, sin
lugar a dudas tuvo mucho que ver el ascenso de las prácticas económicas fundamentadas
desde entonces en el descubrimiento del "factor humano" como fuente principal de
producción de riqueza bajo el principio de la división social del trabajo. Con esta
transformación, el proyecto ético pasa a ser simple especulación metafísica y la "moralidad"
como representación estética del universo se verá reemplazada por el criterio de
"normalidad", avalado por la nueva corriente biologista y definido específicamente desde la
medicina y la psicopatología. Queda invalidada así la perspectiva de una "multiplicidad del
interés" y adquiere legitimidad la idea de la aptitud, entendida en últimas como disposición
natural del individuo hacia el lugar particular que le corresponde dentro de la división social
del trabajo. De ahí el énfasis en la exploración y explotación de los intereses "naturales y
espontáneos" del niño.
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Siguiendo a Louis Not, podríamos decir que el "gran mérito" de la Escuela Activa fue el de
implantar un "puerocentrismo" lo cual lo llevó "a hacer de las necesidades del alumno los
reguladores fundamentales del proceso cognitivo"24 y del proceso de enseñanza. Pero las
necesidades, en tanto tendencias naturales, requerían de una orientación, de un
encauzamiento; y ahí estaba la escuela, el maestro y la enseñanza para ello. Las solas
necesidades son tan sólo tendencias primarias y en cierto modo amorfas e indiferenciadas.
Como diría Claparede, de lo que se trataba era de "transformar los objetivos futuros de la
educación en intereses presentes para el niño". Pero si como plantea L. Not, "las
necesidades espontáneas del niño no lo orientan en forma natural hacia los aprendizajes
que propone la escuela y tales aprendizajes, lo más a menudo, no corresponden direc-
tamente a ninguna de sus aspiraciones naturales"25, el interés es tan sólo concebido como
la principal y más importante "disposición favorable para el aprendizaje". Y es ésta manera
de concebir el problema pedagógico lo que he denominado como Economía de la
enseñanza. La economía de la enseñanza es entonces el desplazamiento que ocurre en el
campo del saber pedagógico hacia fina les del siglo XIX, entre una concepción de diáspora,
de despliegue, de expansión de la enseñanza dentro de un proyecto estético y una concep-
ción de utilidad, de aprovechamiento, de ahorro de esfuerzos (en función de mayor
rendimiento) en el proceso del aprendizaje, vinculado ahora a una nueva moral que asume
como criterio fundamental, la normalidad.
**********************************************
1
BADINTER, E. 1981. ¿Existe el amor maternal? Historia del amor maternal. Siglos XVII al XX,
Barcelona, Paidós/Pomire.
2
Aries, Ph. 1987. El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Madrid, Taurus.
3
NARODOWSKI, M. 1994. Infancia y poder: conformación de la pedagogía moderna, Buenos
Aires, Aique; NARODOWSKI, M. 1999. Después de clase, Buenos Aires, Novedades Educativas;
ALVAREZ-URIA, F.; VARELA, J. 1991. Arqueología de la escuela, Madrid, Ediciones de La
Piqueta.
4
SÁENZ, J.; SALDARRIAGA, O.; OSPINA, A. 1997. Mirar la infancia: pedagogía, moral y
modernidad en Colombia, 1903-1946, Tomo I, Medellín, U. de Antioquia, Conciencias, U. de
Los Andes, Foro Nal. por Colombia, p. 24
5
Al respecto ver: VARELA, J.; ÁLVAREZ-URIA, F. 1991. “La maquinaria escolar”, en,
Arqueología de la Escuela, Madrid, Ediciones la Piqueta.
6
Ibid., p. 19
7
NARODOWSKI, M. 1994. Infancia y poder: la conformación de la pedagogía moderna, Buenos
Aires, Editorial Aique, p. 109
8
BRADLEY, B. S. Concepciones de la infancia, Madrid, Alianza, 1992
9
WALKERDINE, V. “Psicología del desarrollo y pedagogía centrada en el niño: la inserción de
Piaget en la educación temprana”,en, LARROSA, J. (Ed.), Escuela, poder y subjetivación,
Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1995, p. 79-152
10
BURMAN, E. La deconstrucción de la psicología evolutiva, Madrid, Visor, 1998
11
Al respecto ver: NARODOWSKI, M. 1994. Infancia y poder: conformación de la pedagogía
moderna, Buenos Aires, Aique; NARODOWSKI, M. 1999. Después de clase, Buenos Aires,
Novedades Educativas; COREA, C.; LEUKOWICZ, I. 1999. ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre
la destitución de la niñez, Buenos Aires, Editorial Lumen, Humanitas; POSTMAN, N. 1999. O
Desaparecimento da Infância. Rio de Janeiro, Graphia.
12
Dewey, J. 1967. Experiencia y educación, Buenos Aires, Ed. Losada, p. 8
13
CLAPAREDE, E. 1960. Psicología del niño y pedagogía experimental, 4ª impresión, México,
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