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La novela tiene pues su origen primero en una dimensión interior profunda, la de la infancia. Lo
mismo ocurría con Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri, compañero de Asturias en París;
probablemente también esta novela, publicada —31→ en 1976, tiene su origen en las charlas
recordadas por el narrador guatemalteco.
La realidad de Guatemala había ofrecido, y todavía ofrecía, abundante material a la ficción
asturiana para una radiografía sin piedad de la dictadura. El período de gobierno de Manuel Estrada
Cabrera se había ido calificando como una especie de reino del terror. Más de una vez Asturias afirmó
que en Centroamérica la realidad era cada vez más poderosa que la ficción.
Las «gestas» y la fascinación del dictador ya habían sido argumento en la narrativa guatemalteca
de un significativo cuento de Rafael Arévalo Martínez, «Las fieras del Trópico», que fue a formar parte
del libro El hombre que parecía un caballo52; su autor lo había terminado en 1915 y en él ponía de
relieve la fascinación en el horror, la belleza en la crueldad, representando a un gobernador-dictador de
provincia, aparejado a un tigre, que reinaba de manera despótica sobre un mundo animal, «revuelto
rebaño de gacelas y tigres confiados a su custodia» 53. Y en el mismo año en que aparece la novela de
Asturias, Arévalo Martínez publicaba un libro escalofriante, ¡Ecce Pericles!, historia de la tiranía de
Estrada Cabrera, relación sombría, espeluznante denuncia de una realidad reconstruida fielmente y
documentada que confirmaba con creces lo que de negativo se encuentra en la ficción de El Señor
Presidente.
Naturalmente no hay relación alguna entre el libro de Arévalo Martínez y la novela de Asturias,
considerada la fecha de conclusión de ésta, y tampoco es relevante que haya o menos conocido el
cuento citado. ¡Ecce Pericles! es útil, sin embargo, porque permite seguir la trayectoria política de
Estrada Cabrera, hombre de orígenes humildes: no se le conocía padre, y su madre lo abandonó en el
umbral de la casa de cierto Pedro Estrada Monzón, a quien atribuía la paternidad de su hijo. Dotado de
voluntad e inteligencia, se doctoró en derecho, alcanzó riqueza y poder, anhelando siempre rescatar su
mancha, de la que era inocente, la injusticia de una postergación que lo había profundamente herido.
Una rápida carrera llevó a don Manuel a ministro y luego a presidente de la república, desde cuya
posición de poder sometió al país a un verdadero régimen de terror que llenó las cárceles de presos
políticos, mantenidos en las más duras condiciones.
Arévalo Martínez en su libro denuncia que las celdas eran oscuras, húmedas, capaces apenas de
contener un hombre, «hediondas, llenas de parásitos» 54; la única ventanilla estaba cegada, para que ni
un rayo de luz pudiera entrar y las torturas —32→ eran cosa normal55. El resultado de la
permanencia en el poder de don Manuel fue el difundirse de la corrupción, el caos, la violencia:
Los jueces eran venales; tenían tarifa para absolver a los reos de delitos de sangre: seiscientos
pesos guatemaltecos un homicidio; ochocientos un asesinato. El ejército no servía para asegurar
la independencia nacional sino la tiranía de Cabrera. La educación era una farsa. El mandatario
no permitía que los vecinos compusieran las vías de comunicación para que no pudieran caminar
por ellas los automóviles porque podían servir para derrocarlo. [...] La vida y la hacienda estaban
menos garantizadas que en los pueblos africanos. Los subalternos de don Manuel en la metrópoli
y sobre todo en las provincias, robaban, atentaban al pudor de las mujeres y mataban
impunemente. El robo estaba organizado. Los empleados públicos, los maestros y los militares
tenían sueldos que no llegaban a una decena de dólares, y mendigaban o robaban. Sí: robaba todo
el mundo; el primero, don Manuel; mataban muchos impunemente; el primero, don Manuel. Y a
sus órdenes estaba toda la formidable máquina militar del Estado [...]56.
A pesar de la ficción sobre la que se funda El Señor Presidente para ser novela, la nota negativa y
lóbrega del régimen de Manuel Estrada Cabrera queda intacta. Se podría hablar de un mundo infernal,
sobre el cual domina, nuevo Lucifer, el dictador, compararlo así con el Infierno dantesco, como lo hizo
Seymour Mentón57, insistiendo en un simbolismo que fue juzgado excesivo 58, y con más convincente
documentación Claire Pailler59. Personalmente sigo pensando, sin descartar la Divina Commedia, más
bien en los Sueños de Quevedo, lectura cierta de Asturias, como lo comprueban muchos de sus libros,
hasta los borradores de sus últimos días 60. Lo que más llama la atención es el clima de la novela, la
representación lograda de un mundo en el que, con palabras del escritor, no hay «ni —33→
verdadera vida ni verdadera muerte, ni verdadera honra ni verdadera deshonra, ni verdadera amistad ni
enemistad verdadera»61.
Asturias ha dado una explicación del constante sucederse y perdurar de los regímenes dictatoriales
en Latinoamérica. En su ensayo «El Señor Presidente como mito» nos da una interesante explicación
del fenómeno:
En general, los que se han ocupado de las relaciones con el mito y la literatura actual
convienen en que la novela ha tomado en las sociedades modernas el lugar que ocupaba la
recitación de los mitos en las sociedades primitivas. En este sentido y apartándonos de todo
juicio crítico, no es aventurado decir que El Señor Presidente debe ser considerado en las que
podrían llamarse narraciones mitológicas. Hay la novela, literariamente hablando, hay la
denuncia política, pero en el fondo de todo existe, vive, en la forma de un Presidente de
República latinoamericana, una concepción de la fuerza ancestral, fabulosa y sólo aparentemente
de nuestro tiempo. Es el hombre-mito, el ser-superior (porque es eso, aunque no queramos), el
que llena las funciones de jefe tribal en las sociedades primitivas, ungido por poderes sacros,
invisible como Dios, pues entre menos corporal aparezca, más mitológico se le considerará 62.
Así se explica, según el novelista, la fascinación que el dictador ejerce en todos, hasta en sus
enemigos: «todo concurre a la reactualización de lo fabuloso, fuera de un tiempo cronológico» 63.
Asturias llega a preguntarse si en torno de estos personajes, que en cierta manera alcanzan casi la
«altura de seres sobrenaturales», no se va creando «una especie de rito, que implica el culto de la
personalidad», que no es un culto a la personalidad «presente», sino más bien «a lo que ella, como
fuerza ancestral, representa»64.
—34→
A propósito de su novela, el escritor subraya la veracidad sustancial de su narración, donde el mito
del presidente-brujo tiene parte determinante:
El Auditor de Guerra no es el único personaje negativo, en El Señor Presidente, entre los
personajes producto y protagonistas del clima de la dictadura; lo demuestra la serie de tipos que rodean
al horripilante juez, figuras siniestras que circulan por todas las páginas de la novela, saturándola con
sus vicios y sus personas sucias e híbridas, detalles sobre los que insiste Asturias al fin de llegar a la
destrucción de los individuos despreciables sobre los que se funda el poder dictatorial.
En el interrogatorio de la infeliz Fedina, el Auditor de Guerra ya presentaba características
bestiales, tenía «los ojos de sapo crecidos en las órbitas» 69; el amanuense que recogía las declaraciones
de los interrogados observaba a la mujer «con su cara pálida, pecosa, de secante blanco que se ha
bebido muchos puntos suspensivos»70, y en las pausas «se chupaba las muelas»71.
La falta de virilidad es uno de los elementos fundamentales que Asturias emplea para destruir al
personaje y lo utiliza con abundancia, se puede decir con regocijo, aplicado a los policías. En El Señor
Presidente los «polizontes» manifiestan todos la tendencia hacia una sexualidad dudosa. El esbirro que
azota al «Mosco», al comienzo de la novela, se expresa «con voz de mujer» 72; otro policía, Lucio
Vázquez, tiene igualmente una voz desagradable: «hablaba como mujer, con una vocecita tierna,
atiplada, falsa»73, y tanto es así que su enamorada, cuando en la fonda cambia por las de un hombre las
voces de la Chabelona, le toma el pelo y se le dirige con «retintín»: «¡Señor! [...] ¿no oís que es mujer?
¡Para vos que todos los hombres tienen acento cenzontle señorita!» 74. También la mujer de Genaro
Rodas le reprocha a su marido que tenga amistad con semejante sujeto, del cual la inquieta la virilidad
dudosa: «¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!», y añade, «¡Ah! yo sé lo que
digo, nada buenos son esos hombres que hablan como tu amigote con vocecita de gallo-gallina» 75. El
mismo informador del Señor Presidente tiene sexualidad sospechosa: es «Un hombre menudito, de cara
argeñada y cuerpo de bailarín»76.
En cuanto al ejército, Asturias lo presenta poniendo en escena oficiales sorprendidos en actitudes
desconcertantes, que revelan su indolencia, corrupción y soberbia, una disposición natural a la traición
y la violencia. El escritor logra una eficaz representación negativa del elemento militar, insistiendo en
la descontada —38→ familiaridad con el prostíbulo, el «calor de las rameras», la «alegría de
burdel»77, la falta de cualquier limpieza: en el cuartel el oficial de guardia está sentado en una silla de
hierro «en medio de un círculo de salivazos», y antes de contestar a quien le hace una pregunta lanza
«un chorro de saliva hedionda a tabaco y dientes podridos» 78. El mismo general Canales, a pesar de ser
víctima del dictador con quien ha caído en desgracia, no escapa a la antipatía de Asturias y a la
consiguiente destrucción: presentado mientras se dirige, con «porte marcial, como si fuera a ponerse al
frente de un ejército» hacia la puerta de su casa para luego darse a la fuga, destruye su figura la humana
miseria de un miedo que le quita todo aspecto viril: «al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su
paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina» 79.
El que después el narrador haga del general el promotor, una vez en el exilio, de un movimiento de
rebelión que no llega a concretarse por su muerte improvisa, no significa que su actividad responda a
una iniciativa desinteresada y patriótica. Asturias no cree en absoluto en la buena fe de los militares.
Justificadamente Seymour Mentón ha visto en la muerte del general, que acaece por colapso cardíaco al
enterarse del matrimonio de su hija con el favorito del déspota, un signo concreto de la falta de
confianza del novelista en los movimientos de liberación capitaneados por militares 80. El escritor está
profundamente convencido de que la primera condición de todo movimiento revolucionario, para que
sea legítima y tenga éxito, es la conexión directa con el pueblo y esto no sucede casi nunca en
Latinoamérica cuando son los militares los que lo inspiran, puesto que la mayoría de las veces se
resuelve en la sustitución de un déspota con otro.
Los temas y las figuras ilustrados constituyen el trasfondo sobre el cual se mueven, en la novela,
dos personajes principales en los que se resume concretamente el clima de un país dominado por el
poder absoluto: el Señor Presidente y su favorito, Cara de Ángel, un títere, al fin y al cabo éste,
indefenso en las manos de un titiritero que lo maneja diabólicamente hasta destruirlo.
La figura del dictador adquiere un relieve especial debido a que incumbe en la novela por páginas
y páginas, como desde un misterioso escondite, antes de revelarse concretamente. La atmósfera se
impregna de su presencia hasta saturarse, a tal punto que cuando el lector lo ve finalmente aparecer, en
el capítulo V de la primera parte, tiene la impresión de encontrarse frente a un personaje que ya conoce
muy bien. Asturias, en el único pasaje en que lo representa, no se demora en la descripción del tirano;
se sirve de trazos someros, de impresiones elementales, de dos únicos colores, el negro y el gris:
—39→
El Presidente vestía como siempre de luto riguroso: negros los
zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se
quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los
labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y
los párpados como pellizcados81.
En la concisión de esta representación Asturias da vida a un fantoche cruel de quien hace resaltar,
sin comentarios, la falta absoluta de dimensión humana. Más que la descripción vale la impresión; el
escritor mantiene de propósito en la vaguedad a su personaje del cual, al final, queda grabado en el
lector sólo su aspecto fúnebre, frío. Sin embargo, para mejor definir los contornos, Asturias recurre a
nuevas escenas: la del viejo secretario, por ejemplo, que inadvertidamente vuelca la tinta sobre los
papeles del Presidente y es condenado a doscientos azotes. El absoluto desprecio por el hombre está
expresado por las palabras con que el tirano se refiere a «ese animal» cuando le informan que ha
muerto; su naturaleza cruel se manifiesta en la indiferencia con que continúa con su comida miserable,
una «papa frita», elemento aparentemente insignificante, éste, y que al contrario hace patente la
miserable sustancia del hombre omnipotente a quien, como pena por todas sus culpas, le son negados
los placeres de la mesa.
Si la naturaleza gris del déspota la construye el narrador llamando la atención sobre su comida
miserable, su crueldad la representa en el temblor de la vieja que lo está sirviendo, incapaz de dominar
el temor y la pena ante la noticia de que «ese criminal no aguantó». La ruina moral del mundo sobre el
que domina el dictador se documenta en la indiferencia del oficial ciego ejecutor de órdenes, y aún más
en la conciencia totalmente anulada del viejo empleado que termina por sentirse culpable y justamente
castigado. La crueldad del Señor Presidente adquiere dimensiones atroces ante el sentido patético de
humanidad indefensa con que Asturias presenta a «ese animal», en el lucubrar desesperado de su
cerebro trastornado por el miedo, vuelto una máscara trágica, un pobre hombre ya muerto antes de
morir:
De entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta
contribuyendo con sus carrillos flaccidos y su angustia a darle aspecto
de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa,
acongojándole de un modo extraño. ¡Nunca había sudado tanto!... Y no
poder gritar para aliviarse. Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar... 82
El drama lo expresa este desvariar aterrorizado: de un lado violencia, crueldad, indiferencia; del
otro resignación, miseria, un complejo de culpa fruto de toda una vida de sumisión y silencio.
—40→
El miedo se ha vuelto hábito de cada día en el mundo dominado por el dictador y Asturias lo
representa eficazmente en la condición desesperada del viejo, sin comentarios, acudiendo sólo al
tartamudeo que le provoca su terror y profundizando así en su pena.
Después de estas presencias negativas del dictador, el Señor Presidente desaparece nuevamente de
la novela, para dominarla mejor desde la sombra, como sucede en la realidad de su mundo. Sin
embargo, de cuando en cuando algunos detalles nuevos introducen en ulteriores rendijas de su alma
retorcida, pero sin revelárnosla nunca totalmente, siempre dejando una ancha zona de sombra que
permite al lector ejercitar libremente su fantasía. Se profundiza así, cada vez más, en una índole
mezquina y vengativa, acomplejada y corrupta, exacerbada por una infancia gris de miseria y
humillaciones, que la vileza de un ser sin dimensiones espirituales, ahora encumbrado en el poder,
rescata acudiendo únicamente a la venganza.
Cuando Asturias lleva nuevamente a la escena su personaje, en el capítulo XXXII de la tercera y
última parte de la novela, recurre a lo grotesco y hasta a lo nauseabundo para destruirlo. El mandatario
aparece, en efecto, en medio de una orgía y el escritor le despoja de toda apariencia de dignidad y
control, lo presenta borracho: «Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que
le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero» 83. El efecto de la bebida lo lleva, con una mezcla de
tristeza llorona y odio feroz, al recuerdo de su infancia triste, lo cual le induce a formas histéricas de
capricho, a manifestaciones gratuitas de potencia y de machismo superficial.
Es significativo que el Señor Presidente vaya revelando su plena inconsistencia en un proceso
inverso a su materialización en la novela: en la sombra el hombre podía parecer terrible, mientras que a
la luz de la realidad puede sólo provocar un sentido de disgusto. Por eso el escritor insiste en
presentarlo en su naturaleza vulgar, la misma que bajo el efecto de las abundantes libaciones se
manifiesta en la vomitadera que inunda al favorito y en parte cae, significativamente, sobre el escudo
de la patria, que campea sobre el fondo de una palangana que el subsecretario le acerca
apresuradamente:
Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso
resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en
el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no
tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino
corriendo con una palangana, que en el fondo tenía esmaltado el escudo
de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito
recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama84.
—41→
De este episodio la figura del dictador sale totalmente destruida. Se comprende ahora su desprecio
por el hombre y por el Estado como fruto de una naturaleza animalesca sobre cuyo modelo se ha ido
plasmando un mundo horripilante, el que rodea al déspota. Todo naufraga en lo informe; los hombres
pierden el sentido de su dignidad. Como el subsecretario, el cual se congratula con Cara de Ángel, que
ha recibido el chorro inmundo, por la suerte que ha tenido, señal inequivocable de la gracia
reconquistada ante el Presidente.
Asturias añade seguidamente otros detalles, que sirven para vaciar cada vez más de humanidad y
consistencia al dictador; hasta lo presenta dispuesto a la fuga, aterrorizado ante el menor ruido
sospechoso. Es suficiente que un bombo caiga por las escaleras de palacio durante la fiesta en que la
«Lengua de Vaca», apodo que lo expresa todo, se hace intérprete de la supuesta alegría del pueblo, en
ocasión del aniversario de un frustrado atentado contra el déspota, para que el pánico se difunda en la
residencia presidencial y todos huyan, entre los primeros el dictador: «Lo que ninguno pudo decir fue
por dónde y a qué horas desapareció el Presidente»85.
Alberto Zum Felde ha subrayado la seriedad con que Miguel Ángel Asturias trata una «materia
humana dolorosa y de responsabilidad histórica» como la dictadura, demostrando una preocupación
estética mayor que sus predecesores86. Faltan efectivamente en El Señor Presidente los desequilibrios
retóricos o las invectivas violentas, los tonos panfletarios con que otros narradores hispanoamericanos
han tratado el tema. El narrador guatemalteco llega a un resultado pleno y convincente de condena del
personaje y del sistema que encarna acudiendo a los recursos más sutiles del arte.
En la figura siniestra del dictador Asturias logra una de las máximas realizaciones de la narrativa
hispanoamericana; una vez leída la novela es imposible olvidar al fantoche cruel que la domina,
expresión de un universo aberrante sobre el —42→ cual reina como un brujo, misterioso y
fabulosamente ubicuo, puesto que, para la fantasía popular, «habitaba muchas casas a la vez», no se
sabía cómo dormía, «porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano», ni a qué
hora, «porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca» 87. Dimensión fabulosa, mítica,
magistralmente alcanzada también en la representación del distorsionado mundo sobre el cual el
personaje ejerce su dominio, vigilado por una selva surreal de orejas conectadas con él a través de mil
hilos. De esto se da cuenta Cara de Ángel cuando favorece, a pedido del Presidente, la fuga del general
Canales, con la orden de no dejarse descubrir, empresa dificilísima:
Todo le pareció fácil antes de que le ladraran los perros en el
bosque monstruoso que separaba al Señor Presidente de sus enemigos,
bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían agitadas por
el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el
hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando.
Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo,
comunicaba con cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que
pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos 88.
Esto no significa, sin embargo, que El Señor Presidente se cierre sin dar paso a la esperanza. Como
en el basurero donde acaba el Pelele de repente estallan flores espléndidas 94, así en la novela no todo
sucumbe a la opresión y ni siquiera la —44→ cárcel basta para matar en el hombre el amor a la
justicia y a la libertad. Asturias tiene fe sobre todo en el pueblo y en una intelectualidad sana que lo
podrá conducir a su rescate. Es éste el significado de la figura del estudiante que aparece al comienzo y
al final del libro y que a primera vista parece gratuita. En la cárcel, él se opone a la resignación de otro
compañero de desventura que se refugia en la oración: «-¡Qué es eso de rezar! -le dice- ¡No debemos
rezar, tratemos de romper esa puerta y de ir a la revolución! 95» El mensaje de Miguel Ángel Asturias
está aquí: la pasividad no modifica las situaciones; sólo por medio de la lucha se puede alcanzar la
libertad.
El Señor Presidente se desarrolla en una significativa sucesión temporal: la primera parte en tres
días: 21, 22 y 23 de abril; la segunda en cuatro: del 24 al 27 del mismo mes; la tercera lleva la
indicación: «Semanas, meses, años...». El recurso a estas indicaciones temporales responde, en el autor,
a la intención de definir un clima que, en una sucesión dinámica y superpuesta de hechos, da lugar a
una atmósfera inmóvil.
En la novela los grandes protagonistas son sobre todo la prisión y el tiempo. Los hombres son
comparsas que se agitan en la negrura de una cárcel proyectada en las dimensiones de un tiempo
eterno. No sin razón ha afirmado Ricardo Navas Ruiz que, siendo la dictadura el tema de la novela, el
verdadero protagonista es el tiempo, protagonista príncipe de toda dictadura, que abre o cierra el
camino a la esperanza, virtud esencialmente temporal, dominante en todo régimen despótico: esperanza
de libertad en unos, de permanencia en otros96.
La esperanza de libertad y de justicia conforma a todo el libro a pesar del color sombrío del clima
que lo domina. La esperanza hasta parece surgir de la saturación del ambiente creado por la dictadura,
que el escritor proyecta en la dimensión exasperante del tiempo inmóvil y eterno.
El concepto del tiempo tiene una importancia fundamental en El Señor Presidente, en este sentido,
quizá tomado, como supone Mentón97, de la experiencia cubista, pero con mayor seguridad del mundo
maya. Su eficacia en la definición del clima de la novela es evidente; Asturias recurre con frecuencia a
ello también en obras sucesivas, que llena de referencias a horas y minutos, de presencias simbólicas
del reloj, en este caso demostrando su temprana adhesión a Quevedo.
Mundo horrible el de la dictadura; Asturias lo denuncia sin piedad y a pesar de ello no falta en El
Señor Presidente cierto humor, que nunca faltará en sus obras, señal de cómo la creación literaria es
para el artista también fuente de diversión, juego del que disfruta. Valga en la novela el episodio de la
pareja de los «Benjamines», que asisten curiosos tras la puerta entornada de su casa a lo que sucede en
la —45→ noche en el Portal del Señor: don Benjamín y su esposa, doña Venjamón, comicidad que
se construye toda sobre los nombres y la diferencia de dimensiones entre los dos: pequeñín él, «no
medía un metro», imponente ella, «dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada
nalga, y ocho varas y tercia por vestido» 98. Mujer decidida doña Venjamón se impone a la molesta
invadencia de su marido levantándole en vilo y sacándole a la puerta «como un niño en brazos»99.
Asturias ha definido la novela del siglo XX como la suprema aventura de la palabra; en el lenguaje
se expresa cabalmente la esencia de América, hombre y naturaleza. Lo afirma en un interesante ensayo
dedicado a «La novela latinoamericana como testimonio de una época»:
Cada nuestra novela es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una
alquimia. Lo sabemos. Pero, ¿cuáles son sus ingredientes? No es fácil
darse cuenta, en la obra hecha, de los materiales empleados. Palabras.
Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usarlas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes?
¿Con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido
puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras
que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que
se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya.
¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de
nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases! 100
En El Señor Presidente el lenguaje es parte determinante de su atractivo, como lo será de toda la
narrativa de Asturias. Su «hazaña verbal» se realiza en una alquimia de palabras que llevan ecos
directos de su mundo, en una libertad creativa absoluta. Ha afirmado el escritor que las mejores novelas
latinoamericanas de nuestro tiempo no parecen estar escritas, sino habladas; en ellas él ve confluir
todos los lenguajes, especialmente el de las imágenes y a esto se debe el carácter cinematográfico que
parecen tener tantas obras101.
En otra ocasión, Asturias ha vuelto al problema del lenguaje en la novela hispanoamericana,
rechazando el pintoresquismo, reivindicando la directa conexión con las «antiguas lenguas», sobre todo
por lo que respecta a las onomatopeyas, «que evocan en su sonoridad viejas equivalencias, sagradas
magias»102. El escritor —46→ declara que hay un «corte absoluto» entre la prosa castellana y el
español que se escribe en América 103; sin desconocer el prestigio de la «nobilísima lengua» de los
«maestros españoles», afirma que ajustarse a ella sería destruir el idioma:
Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo
de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros
pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros
problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegáramos a poseer
nuestro propio idioma, ése que se ha movilizado ya, como una
avalancha, en nuestras novelas104.
Ahondando más en el concepto de las raíces indígenas del idioma americano, Asturias afirma que
el rechazo de «la más sonora de las lenguas, la que hablaron Cervantes y Quevedo, Fray Luis y Santa
Teresa, Lope y Garcilaso», no responde a capricho, ni al hecho de que se considere «indigno» ese
vehículo expresivo, sino que eso ocurre porque están «impulsados por la sangre indígena» 105. Viniendo
al caso guatemalteco, aclara más su concepto y afirma que se les exige a los escritores, «como ya
ocurría en nuestras mitologías, para develar el misterio, encontrar la palabra exacta, el término preciso,
aquel que los dioses escondieron como parte del fuego sagrado y que las tribus fueron descubriendo en
su peregrinar»106.
Es la recuperación de la función sagrada del lenguaje que proporciona a la narrativa de Asturias
una dimensión inédita. Su taller de escritor abunda, además que en onomatopeyas, en metáforas, en
imágenes, que explota según un sistema de acumulación ya propio de las literaturas indígenas del área
maya. La palabra es concepto, sonido, «encantamiento», toma de conciencia, porque a través del
lenguaje el escritor y sus personajes participan directamente del mundo que crean y lo proyectan en una
dimensión universal, con todos sus problemas. Misión de poetas y narradores en América es, según
Asturias, «ir desnudando la realidad, con la palabra precisa, con la palabra motor, con la palabra que
hará llegar a lo universal nuestro particular anhelo, nuestra demanda de justicia, nuestra protesta y
nuestra esperanza107.»
Refiriéndose específicamente a la elaboración de su novela, en el citado ensayo «El Señor
Presidente como mito», el narrador informa que no solamente nació hablada, sino que el problema al
momento de escribirla fue la elección del idioma: hablado era su idioma, pero escrito, ¿alcanzaría a
expresar lo que él quería? Entre las varias formas hispanoamericanas, Asturias buscaba naturalmente la
forma guatemalteca, sin caer en lo criollo, y anticipando su concepto del «realismo mágico» explica:
—47→
Realizaba en ese entonces mis estudios de religiones
precolombinas, y eso mantenía frescas mis posibilidades para manejar
las dos realidades, la real y la del sueño, ya que el indio es realista en el
detalle, pero ese realismo lo sumerge luego en una especie de sueño-
imaginación que le da la posibilidad de los dos tiempos: el histórico y el
mitológico, o sea un tiempo de distinto ritmo que el histórico, tiempo de
sueño. Hubo, pues, una inserción de lo que llamaríamos un
comportamiento mitológico en el texto [...]108.
No cabe duda, sin embargo, que de mucho le sirve a Asturias también su experiencia vanguardista
en París. Allí aprende el uso de la onomatopeya, con la que logra resultados de gran relieve, no
solamente al comienzo de la novela, sino en el episodio del Pelele, cuando enloquecido huye por la
ciudad y acaba rodando en un basurero. Su delirio, las sensaciones confusas que se suceden en su
cerebro, todo se expresa con vigor extraordinario a través de notaciones breves y sobre todo de sonidos
y repeticiones insistidas109.
Toda la novela de El Señor Presidente es un sucederse de metáforas, de imágenes que tienden a la
desrealización de la realidad. Particularmente relevante es el recurso a la imagen onírica, la imagen-
presagio, como en el caso de Genaro Rodas, perseguido en el sueño por un ojo enorme que estalla,
vierte líquido, se transforma en un ocho 110. Presagio negativo, la ruina caerá sobre toda su familia: él
acabará en la cárcel, su mujer será vendida al prostíbulo de doña Chon, donde su hijito morirá de
hambre. La experiencia surrealista queda patente y provechosamente empleada por el narrador.
Asturias se muestra también maestro en captar la dimensión humana, por medio de la expresión, de
los distintos tipos sociales que intervienen en su novela. Modismos, idiotismos, formas regresivas,
cambios semánticos, neologismos, se suceden en El Señor Presidente, en un incansable dialogar,
fundado esencialmente en el uso del voseo. No pocas veces Asturias recurre a invenciones de estilo
para dar mayor resalte a determinadas situaciones y estados de ánimo; trunca las palabras, repite las
sílabas, forja nuevos vocablos cuya esencia está en el sonido, en la imagen, acude, además de a la
onomatopeya, al retruécano, a la muletilla, con el efecto de definir inmediatamente un personaje.
También abunda en la novela la adjetivación, a menudo en largas series originalmente elaboradas,
como lo son los sustantivos, los diminutivos y aumentativos. De particular efecto es el juego que el
escritor realiza con los nombres propios de personas, siempre con la finalidad de revelar la dimensión
humana, o inhumana del sujeto, como por otra parte ocurre con el recurso a los seudónimos.
Característica es la acumulación de sonidos en el diálogo para reproducir el rumor confuso, la falta
de un nexo lógico en la conversación, la interrupción debida —48→ a la simultaneidad de
intervenciones de varias voces, o la interrupción repentina de un diálogo que se queda así en pura
tentativa.
Procedimientos todos que confirman la maestría del escritor y dan a la novela de El Señor
Presidente una categoría única en la narrativa hispanoamericana, no solamente como representación
lograda de un mundo negativo, sino sobre todo como forma que adhiere a la genuina realidad de la
expresión guatemalteca, representada con originalidad y vigor.