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Poesía I-Realidad

Para qué poetas en tiempos de desgracia

Carlos Arnulfo Arias

Yirama Castaño

Juan Gustavo Cobo Borda

Ricardo Nieto

Augusto Pinilla

Elkin Restrepo

Juan Manuel Roca

Rymel Eduardo Serrano


¿PARA QUÉ LA POESÍA EN TIEMPOS DE DESGRACIA?
MONÓLOGO EN VEINTICUATRO ACTOS BREVES, UN PRÓLOGO, UN EPÍGRAFE Y UN
EPÍLOGO

Carlos Arnulfo Arias Mendoza

La poesía es algo que anda por las calles.


Que se mueve, que pasa a nuestro lado.
Todas las cosas tienen su misterio y la poesía es
el misterio que tienen todas las cosas.

Federico García Lorca

PRÓLOGO

Pregunta difícil de responder, sobre todo cuando por estos pagos pareciera que siempre la desgracia
estuviera a la vuelta de la esquina. No quise arrancar con el consabido la poesía... Preferí, como El
Principito de Saint-Exupéry, sin retirarme para nada del lugar de los acontecimientos, arrastrar varias
veces la silla y así mirar los diferentes atardeceres en que se planteó el asunto. En esa actitud debe haber
influido sin duda mi otra profesión: la fotografía. Ahora sin más rodeos, como se dice por ahí: a lo que
vinimos.

I
CUANDO SE HAYA IDO EL GAVIERO

Harán entonces tu inventario


Una camisa
Dos ojos ya vacíos
El viento que ahora empieza a desenredarse de tu cabello
Un pasaporte vencido
Dos fémures gastados
Varias palabras grabadas en tus labios
Cinco dedos en cada mano
La dentadura perfecta
Un puñado de tabaco sin liar
En el bolsillo derecho de tu pantalón raído
Una libreta de apuntes casi llena
La mitad del mapa de un país imaginario
De donde eras inmigrante
Dos cartas
Un as de espadas
Y un papel escrito con tinta verde
En el cual aún puede leerse
Una declaración de amor para las nubes
En tu bolsillo izquierdo
Un cordel que muchos años atrás perdió
A un trompo multicolor
Que dejó de bailar en una fiesta de gitanos
Y un barco quieto
Tatuado en tu pecho de marinero
Que por fin se queda en tierra

II
ACECHOS

Nuestro miedo se esconde


Bajo las ojeras
Y el dolor de la luz de cuando la resaca

El miedo nos apuntala


Al día que transcurre despacio
Y nos sombrea la tarde
En los largos corredores de esta casa sin ventanas
También nos aguarda por la noche
Para llevarnos
A sitios donde el ruido taladra
el alcohol embota
y el humo nos impide alargar la mirada
Sin dejarnos llegar a bordo del alba
Para enviarnos al sueño
Al punto de las dos
Cuando la ciudad mentirosa juega sucio a la calma

Entre tanto
Ellos
Que ni siquiera saben quiénes son
Se arrastran sin temor
Y apuñalan los sueños
Entran por las ventanas
O derriban las puertas
Nos levantan del lecho
Y nos cargan a golpes que no tienen regreso
Acechan nuestras manos transidas
Y calculan el golpe
Para el momento exacto

III
EL SILENCIO TE REVIENTA
o te enriquece
Igual que el trago
que el sexo
o que Dios

La tarde se acobarda ante la noche


La edad pierde el pie frente a la eternidad
La sangre falla por algún resquicio

LAS PALABRAS
Lo más impuro
lo más contaminado
El material más agotado
con el que se puede componer una coartada

IV
A VECES LA CIUDAD PARECE DE OTRO PLANETA
Y las consabidas calles nos parecen extrañas
Nuestros amigos son extraños
Nuestro cuarto es extraño
La visión desde la ventana cambia
Y caminamos como extraños
Nadie escapa de esto

V
TENER UN AMIGO

La mesa servida
La comida caliente
El choque de los vasos para brindar
La luz de la vela para la conversación
Y un clavo para colgar la chaqueta mientras
nos guarecemos del desvarío de la calle

ESTAR CHARLANDO
Pasar la tarde en el intento de esquivar
los lancetazos del dios del tiempo
que nos mostrará su obra en los espejos

Sacarle el cuerpo
al dolor cotidiano
mientras el agua borbotea
anunciando la proximidad del tinto

VI
CÓDIGOS Y CONTRASEÑAS

Hola y adiós
Un sombrero negro
El cabello recogido
El beso lanzado antes de abordar el autobús
que te llevará a tu día de rutina
El entrar de puntillas a casa
para no despertar a los demás
y luego hacer el amor como dos salvajes que se trenzan
en un ritual de vida y muerte
Las manos transidas por debajo de la mesa
El brazo que rodea la cintura
suave y silenciosa

VERTE EN EL PARQUE

Un oasis
Una trampa a lo deleznable
El aleteo tibio de un pájaro
que va a emprender el vuelo

VII
LENGUAJES SECRETOS

Tus manos en mi cintura


Encender un cigarrillo
Levantar la copa
Quebrar un lápiz
Mirar furtivo por la ventana
Estrujar una carta
Beber un trago y secarse los labios
con el dorso de la mano
Mirar de soslayo
Fruncir los labios
o curvarlos en el gesto
de un beso a la distancia
Golpear con el puño sobre la mesa
O quebrar un cristal

VIII
SIGO ESCUCHANDO LOS GRITOS DE LA PEDREA
Sigo viendo la sangre brotar de la mejilla de mi amigo
Sigo presintiendo
el golpe que destroza mi espalda
y abre mi pecho
mientras la brisa acaricia mi rostro
y la mirada se me nubla en el horizonte
antes de caer desparramado
sobre la hierba
recién mojada por la lluvia temprana
con la piel todavía tibia
para luego quedar inerte
como tantos otros
con la sangre que escapa
para formar un charco indeleble
hasta la próxima lluvia
en el lugar de la caída
IX

Encadena
al destino
con una palabra
para no encontrarte
perdido en la oscuridad

Siempre
hay un nuevo laberinto
para perdernos
por eso es necesario
saber los códigos secretos

XI
EL HOMBRE DE LOS PRESAGIOS

Ha visto a los pájaros


sobre las cuerdas de alta tensión
mientras el cielo se pone cada vez más gris

Ha visto caer la noche


en los barrios que se adosan a los cerros
y de cuyas ventanas con vidrios rotos
emergen tristes tonadas de amor
que poco a poco se convierten en clamores de guerra

Ha visto a la mujer solitaria


caminando en medio de la multitud
que no se percata de ella

Ha visto a los niños


correr tras un pedazo de cielo
por unas escaleras de piedra
que no llevan a ninguna parte

Ha visto al hombre que arrastra una maleta desvencijada


Cansado ya de pedir un mendrugo más
pero aún no resignado del todo a morir

Ha visto muchos carruajes


enjaezados como para la batalla
Y a muchos hombres alistando arneses
y afilando alfanjes

Ha visto caballos
que atraviesan desbocados las calles
en las noches cerradas como broches de hierro

Ha visto el sueño de las serpientes


confundido con el de las águilas
las cigarras y los niños
en una sorda y salvaje inocencia

Ha visto miles de puertas aherrojadas


Que esperan por su llave
que permanece intacta
En el gabán de los hombres
que perdieron las palabras
Y el vuelo del alba
cuando dejaron el libro abierto
al ser arrebatados por las trallas

Ha visto negras alas que se abaten


Sobre los caminos que alguna vez fueron habitados por la risa

Ha visto al rey loco


Que ha tropezado y rodado por la escalera
que conduce a sus aposentos
para quedar tirado sobre el piso de mármol
con los ojos inmensos abiertos a la nada
mientras que a su lado reposa
la corona de latón que tanto le pesó en la vida

Ha visto estos azogados reflejos


Y otras tantas nefandas singladuras
Mientras tantea con su bastón
la ruta una y mil veces hecha
pero siempre nueva
tratando de reconocer cada recodo
donde todo parece terminar abrupto

Y él
ciego
eternamente ciego
Pero no por ello
hombre encerrado en una torre
sitiada por aguerridos arqueros
No descansa en su búsqueda de una almenara
En medio de la oscuridad artera y certera

XII

SOMOS PARTE DE ESE GRAN EJÉRCITO


de hermosos perdedores
Lágrimas derramadas
Por un cíclope que perdió el favor de los dioses.
Pájaros que perdieron el don de volar.
Arqueros ciegos.
Palabras al viento.
Estatuas de piedra derribadas por el tiempo
sobre cuyos pies comienza a crecer la hiedra.
Mentiras que creyeron ser verdad
en un recodo del camino.

XIII

¿QUÉ DIREMOS AHORA?


¿Por quién llevaremos luto?
Nos quedan las incoherencias.
Las maldiciones.
Los jardines devastados.
El tiempo devorándolo todo.
Piedras muertas, no somos nada más.

Tal vez todo sea fácil de abandonar.


Los demonios triunfan.
La pátina se desvanece.
Rojo sobre negro.
Sangre sobre asfalto...
Y la lluvia que termina lavando todo.

XIV

IR AL CEMENTERIO
Asumir la escritura de la carta postrera.
Dejar unas flores
para que sean estragadas por el viento.
Reanudar la conversación interrumpida.

XV
BERENICE

Diecisiete años.
Cabellos cortos.
Delgada.
Ni muy alta ni muy baja.
Escucha irredenta de Janis Joplin.
Fumadora empedernida.
Casi siempre, botas.
Faldas a cuadros o negras, cortas y anchas.
Camisas de colores.
No al brassier.
Senos pequeños.
Varios amoríos.
Cartel de Rolling Stones en su cuarto.
Dos papeletas de marihuana
en el cajón de la mesita de noche
al igual que sobre ella
una fotografía de un muchacho de pelo largo
que sus padres dijeron no conocer.
Un letrero pintado
sobre la cabecera de su cama
a todo color, ¡HELP!

Berenice fue hallada muerta en su cuarto


con la ropa puesta.
Tirada sobre la cama sin destender.
Todos dijeron sobredosis.
¿De qué?
Nadie dijo. Nunca se supo.
Y sus amigos no pudimos ir a su velorio
en el que estuvo rodeada
por los mismos desconocidos
que la habían asfixiado
durante sus cortos y rápidos diecisiete.

Sólo Carlos y yo fuimos a su entierro


al que asistimos desde lejos.
Cuando todos sus deudos se marcharon
fuimos hasta su tumba
y le dejamos una rosa roja
sin ninguna oración.

XVI

ELLOS YA NO SON
lo que se pensaba que iban a ser...
Y ni siquiera cuanto querían.
Nadie sabe qué va a ser de sí
porque la vida nos juega
a cada rato malas y buenas pasadas.
De Rubén Darío jamás volví a saber nada.
Alcocer, ese era su apellido, se largó a la China.
Dairo sigue pintando mujeres desnudas, en París.
Jorge escribe y escribe para cuantas revistas haya.
Humberto no para de hablar en los cafés.
Carlos nunca escribió
su tan anunciada novela
y ahora es pastor de una secta protestante.
María Elena no fue arquitecto
ni bailarina
tiene dos hijos y jamás escribe una carta.
Luis ya casi no pinta.
Antonio murió de una enfermedad
que durante mucho tiempo no pudimos entender.
A Yezid lo mataron y nunca se supo por qué.
Gabriel estuvo en Europa
y ahora dicta clases de literatura.
Enrique se fue a la guerrilla y lo mataron
lo último que vi de él fue su fotografía en un periódico.
Harold cada vez escribe menos y bebe más.
William ahora vive exiliado en Suecia, manda cartas.
Marcela está loca y se cree periodista.
Alberto sigue haciendo títeres...

XVII

Debo entender
que es mejor
ser un peleador callejero
a morir de viejo
tirado en una cama astrosa

XVIII

Es bueno llevar una carta


en el bolsillo de la camisa
–junto al corazón–
sacarla y leerla
de vez en cuando

XIX

A pesar de todo
la magia existe
y está en cada cosa
en las puertas
en las ventanas
bajo una cama
o en el canto de una pared

XX

A pesar de todo
usar el cuerpo como un lápiz

XXI

No se debe tener piedad


ni pudor
para contarlo todo

XXII

El revés
se endereza
cuando empiezas a contarlo

XXIII

Cada vez que escribo


muestro mi reverso
mi otra cara de la moneda
la mitad del mapa
extraviado entre los gestos

XXIV

Escribo
como pretexto para
encontrar la desgarradura de vivir
y tratar de apagar las llamas
de este infierno

EPÍLOGO

Espero que haya cumplido el encargo, que de alguna manera haya respondido, así sea de manera parcial,
la pregunta. O por lo menos que los textos anteriores no hayan sido unos palos más de ciego en el asunto.

El Alminar, febrero 22 de 2003


¿PARA QUÉ LA POESÍA EN TIEMPOS DE DESGRACIA?
Yirama Castaño Güiza

No sólo los poetas hacen poesía ni tampoco son ellos los únicos que la escriben. Y a pesar de su presencia
permanente y de su comprobado poder de resistencia, muchos todavía se preguntan ¿para qué la poesía en
tiempos de desgracia?.
La inquietud puede remitirnos de inmediato a su utilidad. Y comienzo por evocar el pensamiento del
escritor norteamericano Raymond Carver: “Las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener
el poder de los actos”.

¿PARA QUÉ?

He oído y leído múltiples respuestas a preguntas básicas como quién, dónde, cómo, cuándo, porqué y
para qué. Por mi formación como periodista sé que el primer párrafo de todo artículo debe llevar estas
respuestas, así me haya rehusado a contestarlas muchas veces en honor a la gracia de la literatura, que no
pretende resolver sino darle rienda suelta a las posibilidades del interrogante, fuente primera de la
imaginación.
Dijo Carl Joung al prologar el libro de las mutaciones: “No debiéramos recurrir a los cadáveres para
estudiar la vida.” Nos partieron el mundo en dos: la vida y la muerte. El cuerpo y el alma. El bien y el mal.
La luz y la oscuridad. El amor y el odio. La guerra y la paz. La derecha y la izquierda. El norte y el sur.
Oriente y occidente. La palabra y el silencio. La riqueza y la pobreza. Lo grande y lo pequeño. El pasado y
el futuro. Los perros y los gatos.
Como aquel que tiene dos amores, se supone que al elegir uno inevitablemente perdemos el otro.
Estás vivo hasta que mueres. Pierdes tu cuerpo, pero el alma es eterna. El bien siempre triunfa sobre el
mal. El odio es el primer paso del amor. Al final del túnel está la luz. Después de la guerra viene la paz. La
derecha está de moda, pero la izquierda es el hemisferio de la creación. Cuando se está perdido en el sur
hay que mirar al norte. Occidente es el poder detrás del trono, pero el trono está en Oriente. La lucha
siempre será contra la pobreza. Lo grande esconde lo pequeño. El pasado es la ilusión del futuro. Los seres
humanos se dividen en perros y gatos. O como repite el adagio, media humanidad vive de la otra media.
¿Para qué entonces? ¿Para hallar el espacio entre uno y otro problema, que según algunos es el
momento de la felicidad? ¿Para tomar uno de los dos caminos? ¿O simplemente para no tomar ninguno?
“Las palabras, las palabras exactas y verdaderas...” Pensar antes de hablar. Pensar antes de escribir.
Pensar antes de hacer. Pensar antes de no hacer. En el campo del pensamiento siempre existe la esperanza
en un mundo. Y en ese inmenso territorio también es posible guardar el sueño de un cambio de sociedad y
de una transformación individual e histórica. Retomando a Estanislao Zuleta, la exigencia mayor está en
pensar por sí mismo. Pero tampoco basta, según Zuleta, porque a esta exigencia corresponde de nuevo un
reto mucho más alto: ¿seremos capaces de vivir de acuerdo con lo que pretendemos pensar?.
Antes de oír por primera vez la pregunta sobre la utilidad de la poesía, escribí sobre aquellos que
conocía, sobre mi pequeño mundo, es decir el grupo de amigos que creíamos que a través de la literatura
podíamos fundar una “común presencia” y “contribuir a la confusión general”, como lo promulgara Aldo
Pellegrini.
Mi descripción sobre mi generación, nuestras circunstancias y nuestra responsabilidad fue: “Pero
sabemos guardar el aliento. Somos quienes piensan en la única oportunidad que nos queda: Profanarle su
tumba al amor”. No había más remedio que decirlo así. El exterminio de la Unión Patriótica, el Palacio de
Justicia, la tragedia de Armero, el asesinato de los candidatos presidenciales marcaron nuestra juventud y
la muerte se convirtió en imagen recurrente, en pesadilla volátil y en habitante de nuestros textos. Los dos
polos se atraen. La vida, la muerte. El amor, el odio. El país, nosotros, los otros. Pero este pensamiento no
fue suficiente.
La pregunta fue hecha después en alguna lectura de poemas. Y algún afamado contestó que para nada.
La respuesta me molestó profundamente. ¿En dónde está la gracia? ¿No basta la común presencia? La
única respuesta que encontré fue la congruencia entre escribir y ser.
Por eso me vi obligada no sólo a aclarar mi posición sino también, a través de ella, a hacer una mínima
reflexión sobre el oficio de escribir y sobre aquellos malabaristas, expertos en la forma de las palabras,
que dejan el fondo para mejores tiempos y ojalá después de una buena digestión.
Como ser humano que busca una respuesta, en medio de la muerte como sustantivo, el verbo profanar
es el mayor acercamiento que pude encontrar para la vida. “Opuesto a lo que algunos puedan pensar o
escribir, la poesía sirve para profanar. Y este verbo es mucho más que sacar la tierra de los muertos, o
llegar hasta el tú después de excavar en el yo, o espiar por la rendija del paraíso. Profanar es habitar el
silencio para darle forma de boca roja”.

LA POESÍA

No hay poetas sin poesía, pero sí hay poesía sin poetas. La poesía no puede ser una revelación del Yo del
poeta, íntimo y egoísta, a menos que ese yo, esa primera persona que habla, sea como lo dice el ensayista
Hans-George Gadam “el yo de cada uno”, la presencia generosa del otro, del tú que mira, del tú que
habla, del tú que escucha. De la respiración compartida en las montañas, en los bosques, en las calles, en
los países, en las ideas, en las voces.
La poesía es un proyecto, una actitud, una acción, una opción, una visión de vida. El que tiene esta
virtud o este mínimo ético como principio no puede pretender ser maestro, sólo vivir como aprendiz, tan
intensa y sutilmente como pueda.
Me guían aquí las palabras de Virginia Wolff:

Y deseo que jamás tenga necesidad de leer acerca de mí misma, ni de pensar acerca de mí misma, hasta que
esté terminado, y que pueda limitarme a mirar firmemente mi objeto y a pensar sólo en expresarlo. Qué
trabajoso es dar cuerpo a todas estas ideas, y tener que estar con mi mente perpetuamente expuesta, abierta e
intensificada por el calor de la creación a las andanadas del mundo exterior. Si mis sentimientos no fueran tan
intensos, me sería más fácil seguir mi camino.

La poesía, como proyecto, no existiría sin el reconocimiento de la tensión, del conflicto entre el afuera
y el adentro, sin el reconocimiento de las dos caras de la moneda en un solo ser, sin la presencia inevitable
del diablo y el ángel, de Caín y Abel, del espejo y el reflejo. De la cuerda floja entre ese mundo pequeño,
complejo, cruel, turbulento y humano y ese otro mundo natural, generoso, místico y lúcido.
La poesía es presencia vital, ejercicio continuo del pensamiento, rigor y vigor, divulgación permanente
de la diferencia, participación activa, filosofía, ciencia humana, volcán de color sobre el óleo, esencia
esculpida en piedra, resonancia del actor, 24 formas repetidas en la pantalla, música, ritmo, tono, mano
tendida en el semáforo, rebeldía contra el tiro de gracia.
La poesía como actitud es “vivir y encontrar”, para el físico Erwin Schrodinger, “primer y más
profundo motivo de perplejidad”.
La poesía como opción es compañía. Siguiendo el poema de Cesare Pavese, que si viene la muerte
tenga tus ojos.
La poesía como acción es manifestación de la ironía, palabra precisa y acto provocado, memoria
colectiva.
La poesía como visión la encuentro en las palabras de Marcel Proust: “No tengas miedo de ir
demasiado lejos, ya que la verdad se encuentra aún más lejos”.
El toque de la poesía es discreto pero contundente. Es prudente, pero nunca renunciará a la posibilidad
de la ironía y la irreverencia. Cuando leo un buen poema o cuando descubro en el encuentro una actitud
poética, sé que estoy en lo correcto, no por el cumplimiento de los giros gramaticales, sino por que fue
capaz de cambiar un segundo de mi vida, de hacerlo diferente al anterior. De habitar mi silencio y el de los
demás, a quienes no podré evitar contarles este descubrimiento. El toque de la poesía es la boca roja que te
besa, la boca que habla, la boca que muerde, la boca que aprieta sus dientes por temor o por dolor, la boca
que no deja entrar los dedos.

EN TIEMPOS

¿Cuáles son estos tiempos? ¿Tiempos del pasado? ¿Tiempos del futuro? ¿La nueva era? ¿El nuevo
milenio? ¿Los tiempos oscuros? ¿Qué lugar le corresponde a la poesía en la línea del tiempo? ¿Desde
cuál espacio de estos tiempos puede ser oída?
Dice Pavese: “Casi todos –parece– rastrean en la infancia los horrores del ser adulto. Indagar en este
vivero de descubrimientos retrospectivos, de pavores, en este hallarse prefigurados en gestos y palabras
irreparables de la infancia. Las Florecillas del Diablo. Contemplar sin tregua este horror: lo que ha sido,
será”.
Apariencia de tiempos. Tiempos de ilusión. Ilusión de tiempos. Tiempos de justificación para tiempos
de guerra. Juego de tiempos revueltos, de turbulencias.
Me asiste la convicción de que nunca como ahora necesitamos una poesía en tiempo presente. Ante el
descubrimiento de nuestro mapa genético, estamos enfrentados a un tiempo de clonación. Es decir, que los
tiempos de la opresión han cedido ante los tiempos del dominio pragmático. La orientación de la reflexión
se dirige peligrosamente hacia la uniformidad. Miles de seres humanos creen en los tiempos y en que la
belleza es alta y flaca.
La poesía siempre será la voz presente, precisa y única. Ayer, hoy y mañana no son tiempos, son
vivencias. Mientras la narrativa de la actualidad cuenta su cuento efímero y pierde su efecto en el olvido,
la poesía basa su mensaje en el presente y la memoria.
Vuelvo de nuevo a la concepción del mundo de Erwin Schrodinger, ganador del premio Nóbel de
física:

Porque eternamente y siempre es sólo ahora, este único y mismísimo ahora, el presente es lo único que nunca
acaba. En la contemplación de esta verdad (raramente consciente para el individuo que actúa) se encuentra la
base de cada acción ética y valiosa. Evita que el hombre noble se juegue el cuerpo y la vida, únicamente por
una meta reconocida o tenida por buena, sino que –en raros casos- se entregue con corazón tranquilo, también
allí donde no hay esperanza alguna de salvar su persona.

DE DESGRACIA

Creo que la desgracia no es solamente la guerra. Algo de culpa tienen también la soledad y el vacío
espiritual. Schrodinger puede advertirlo desde la aparente rigidez de la mecánica cuántica:

La mayoría se ha quedado sin apoyo ni guía. No cree en ningún dios ni dioses... el profundo e ilimitado
egoísmo alza su sarcástica cabeza y dirige con su puño irresistible, formado por viejos trucos, hacia el timón
de un buque que se ha quedado sin capitán.

Una de las premisas básicas de nuestro funcionamiento, como herencia genética, es el ataque y la
defensa. El organismo está en lucha permanente. Cesare Pavese parece describirlo:

Todos los hombres tienen un cáncer que los roe, un excremento diario, un mal a plazo fijo: su insatisfacción;
el punto de choque entre su ser real, esquelético, y la infinita complejidad de la vida. Y todos tarde o
temprano lo advierten.

¿En manos de quiénes la vida de los demás se diluye? El poeta Rainer Maria Rilke no dejó de decirlo:
“Nosotros, por nosotros mismos ofendidos, gustosamente ofendiendo, vueltos a ofender por necesidad”.
¿Cuáles son los hombres que engloban el pensamiento? ¿Quiénes reducen las diferencias a una sola
diferencia? Las palabras de Estanislao Zuleta vuelven a activarse:

Porque si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra hay que empezar por confesar, serena y
severamente la verdad: la guerra es fiesta. Fiesta de la comunidad al fin unida con el más entrañable de los
vínculos, del individuo al fin disuelto en ella y liberado de su soledad...

No se aceptan del todo los destinos cuando los hombres están errantes en medio del combate. Así lo
dejó escrito el novelista nigeriano Chinua Achebe: ¿Qué es lo que tiene que hacer un pueblo para aplacar
una historia envenenada?
El poder se defiende de sí mismo creando sus propios monstruos. Venimos a esta vida una sola vez. No
somos solamente paisanos, también e irremediablemente mundanos.
Nadime Gordimer retoma las palabras del poeta Yeats: “de la lucha con los demás hacemos retórica,
mas de la lucha con nosotros mismos hacemos poesía...” y agrega ella: “Son los poetas quienes
interiorizan la lucha con los demás –la lucha política– dentro de la lucha con ellos mismos: la cuestión del
ser”.
Y para responder la pregunta que dio origen a este texto finalizo con el poema de Mongane Wally
Serote, que Nadime Gordimer convirtió en lección para todos los que buscan esas palabras, exactas y
verdaderas: “Heridos, en situación precaria, pero pendientes de un nuevo amanecer”.

Una mañana
mi pueblo estará pendiente
de un amanecer...
nos enfrentaremos al sol...
dejando atrás
tantos muertos
heridos
locos
tantas cosas absurdas
habremos enterrado el
apartheid -¿Cómo nos
daremos la mano,
Cómo nos abrazáremos
ese día? ¿Cuáles serán
nuestras primeras palabras?
POESÍA EN TIEMPOS DE PENURIA
Juan Gustavo Cobo Borda

1. MÁS ALLÁ DE LA USURA

Escribir hoy día poesía en español, en Hispanoamérica, es, en primer lugar, sentirse parte de una tradición
muy rica. Una constelación de grandes figuras que bien puede partir de Jorge Manrique, Garcilaso de la
Vega y San Juan de la Cruz para llegar a Neruda, Borges u Octavio Paz. Eso te da aliento e ímpetu y al
mismo tiempo te asusta e inhibe. Pero el poeta es el ser de la contradicción.
¿Poeta en el siglo XXI? Quizás no haya nada más irrisorio y al mismo tiempo nada más reconfortante.
Estar donde no se debe. En el lugar que uno mismo ha elegido. Donde la fatalidad se trueca en hermosa
necesidad.
Eso, en un mundo rutinario, donde solo subsisten mercados, puede depararte felicidades imprevistas.
Ni el éxito ni el lucro. Ni siquiera el progreso. La poesía refuta todo ello. Estás al margen. No intentas
ser rico, ni tampoco te sientes enfadado porque las empresas quiebran, la economía se desploma y los
gobiernos no sirven. Ya lo sabías: Ezra Pound te había enseñado lo devoradora que puede llegar a ser la
usura: “Con usura / no se pinta un cuadro para que perdure y comparta la vida sino para venderlo y
venderlo sin tardanza”.

2. LA EDUCACIÓN POÉTICA

Robando versos de otros y creyendo que son suyos. Sólo así, poco a poco, encuentra su voz. Donde
innumerables capas geológicas se han superpuesto para dar origen a esa colina sorpresivamente verde. La
de su tono y su ritmo. La difícil impersonalidad de una música compartida. El Neruda de “Las furias y las
penas”. Un cuento de Juan Carlos Onetti: “Bienvenido, Bod”. El amor loco, de Andre Breton. El bosque
de la noche, de Djuna Barnes. Quizás Rilke. Piedra de sol. El hacedor. Desordenadas, arbitrarias,
dependientes de un extraño azar, estas lecturas no pueden impartirse en una universidad o en un taller de
poesía. El taller es uno mismo. ¿Por qué siguieron siendo obstinadamente autodidactas, toda la vida, esas
figuras llamadas Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis?
Porque era gente tan risueñamente seria como para saber que ni un examen ni un título podría
tranquilizarlos sobre la avidez insaciable de su búsqueda. Búsqueda que nunca termina, y que solo el muy
severo tribunal de la propia poesía juzga.
Tienes que medirte con los mejores, Dante y Shakespeare, Lope de Vega y Quevedo, para trazar así sus
propios límites. La medida de tu ambición y tu fuerza. La poesía puede ser bálsamo y consuelo, e incluso
mentira consentida, pero también resulta implacable veredicto. En ella no es posible engañar por mucho
tiempo. Te denuncia. Los malos versos mueren solos. Ellos educan al poeta, en su intento siempre fallido.

3. LAS CONSOLADORAS MENTIRAS

Con su habitual lucidez lo dijo Oscar Wilde: Toda la mala poesía es siempre sincera. La sinceridad, la
autenticidad, el compromiso: la poesía no tiene nada que ver con tales asuntos. Ella crea una falacia, un
artilugio, la ficción de un espejo donde parecen acentuarse las arrugas. Y en dicho laberinto
comprendemos cómo el Minotauro somos nosotros mismos. La poesía liquida los saldos de ese almacén
de baratijas donde creemos vivir tranquilos. Recuerdo aquí a Cocteau.
Me encanta la nerviosa fragilidad con que se interna en sus sueños, con pasos de arlequín, para
descubrir cómo también la frivolidad convocaba a la muerte.
Pero en otras ocasiones prefiero las múltiples máscaras con que Picasso pretendía engañar su miedo.
Máscara africana, máscara de Delacroix, máscara de Manet, necesarias para abrir un espacio entre él y sus
demoledores fantasmas. Fantasma de viejo impotente. De mono lúbrico acariciando estatuas de mármol.
Se quedará solo, ante la dorada sombra donde Rembrandt envejece sin ningún subterfugio. Graba los años
y nos redime a todos de esa peste incorregible.
Como la poesía, también la pintura es un juego, inexplicable, sí, pero también irrefutable. Almas
gemelas formulando similares exorcismos.
El que Flaubert expresó de modo inolvidable: “Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del
fuego”.

4. EN MALAS COMPAÑÍAS

De todos modos la poesía anda del brazo de la filosofía, baila con la música y resulta tan risueña como
grave. Tan amarga como irónica. Resiste y se entrega, allí donde todo es posible. En el ilimitado reino
donde la imaginación permite levitar a esa realidad rugosa y ruin. De todos modos la pintura será siempre
el iluminado libro de lectura de la poesía. Me han marcado más ciertos cuadros que ciertos libros.
Piero della Francesca, la “Betsabé” de Rembrandt, los largos desnudos de Tiziano.
Si cada cuadro es único, la poesía tampoco es cuantitativa. ¿Eran 800 los ejemplares que editó
Rimbaud de sus dos únicos libros? ¿1000 los que publicaba Rubén Darío? Y cada uno, en su lengua,
cambió esa lengua. Modificó su rumbo. Obligó a tenderos y abogados, policías y enfermeras a mirar el
mundo de otra forma. A expresarse en una lengua más musical, libre y precisa. A memorizar incluso: “La
princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa?”, sin conocer princesas ni el resto de la incomparable obra de
Darío. Y así, lenta, sigilosa, casi insensible, la poesía nos acompaña y se cuela en nuestra vida.
Asume el dolor, reconoce el fracaso. Se burla de los que tienen agenda. Recrea la vida, criticándola a
fondo. Sugiere otra vez lo esencial, en medio de tanta basura informativa. Pone todo en duda y reconforta
sin cobrar por la consulta.
Por ello en poesía nuestro gusto se torna ecléctico y hospitalario.
En esa gran antología llamada lectura no es menos importante Enrique Molina que Robert Lowell. No
son menos nuestros un nicaragüense, Carlos Martínez Rivas, que un griego como Giorgos Seferis. O en
prosa Proust que Conrad. La literatura no requiere de aduanas, pasaportes o banderas. Incluso la
traducción menos inspirada es capaz de traernos el punzante aliento de la mejor poesía. Su dulce garra
infalible.

5. DECIR LO OBVIO Y TAMBIÉN LO NO DICHO

La poesía es lo obvio. Lo mismo, dicho de forma original y distinta. Lo cotidiano que se torna imprevisto.
La fascinación que ya se ha secado y nos hiere y mancilla con su absurdo dominio y el desengaño que nos
libera con su insospechada y reconfortante alegría. No podrás escapar ni a la tiranía del amor ni a la
inclemencia de la musa.
Y sin embargo... siempre vuelve el fantasma, próximo y evasivo, que tocamos, respiramos y
percibimos y que al romper la rutina nos encadena a nuevas y sorprendentes dichas. Lo dijo Nestroy al
referirse al lenguaje: “Yo hice un prisionero, y él ya nunca me dejará libre”. Nos condena a no
conformarnos nunca. A tratar de que esa proliferación acezante que es la vida tenga algún sentido y
otorgue voz a los que pasan y se olvidan, mudos. Quizás por ello me agobia vivir dentro de un lenguaje
plano y conformista, que sólo tiene una dimensión de uso, ya conocida, donde todos parecen repetir lo
mismo: el alto costo de la vida. La misma quejumbre. El mismo chisme. Hace falta que las palabras
recobren energía. Se carguen de magnetismo. Digan lo que ya hemos olvidado y que resurge lavado por
una nueva dicha.
Incluso venciendo peligros, dejando atrás una cierta cobardía moral y un cierto taimado sigilo, propio
de la conturbadora realidad en que mal sobrevivimos. Qué lección admirable la que nos dieron los poetas
rusos, en ese siglo de plata donde conviven Block y Pasternak, Ajrnatova, Tsvietaieva, Esenin, Jlébnikov
y Mandelstarn. El riesgo de escribir poesía, de jugar con las palabras, se pagaba con la vida.
La poesía está en la obligación de ser astuta y recursiva. De buscar indirectamente las palabras
prohibidas por la intangible censura que ensucia nuestros días y superar ese fraude donde ya todo parece
haber sido dicho y nadie escucha sino su propio, inagotable vacío. Esos lugares comunes. Esos tópicos
previsibles. Ese mar de babas.
Aullar, si es el caso; o callar, sin excusa. O escribir para que el silencio suene, se dilate, y amplíe el eco
infinito de la música. Para que el lenguaje se salga de madre y al terminar de leer un poema ya no seamos
los mismos. En él algo nos confirma y algo nos sacude, hasta ponernos la piel de gallina.

6. EN COLOMBIA, ¿ESCRIBIR POESÍA?

En Colombia, en estos días, la poesía se ha vuelto más urgente. Casi imprescindible. Apela a la redentora
fragilidad humana de cada día. A la tenacidad con que se subsiste. Aspira a lograr ese puente capaz de
sobrepasar el horror, el temor y el desamparo. La zozobra física.
Se ha vuelto necesaria para acompañarnos a recorrer los 40 días que dura cruzar el desierto. La poesía,
además de darnos un sentido de pertenencia y arraigo, nos impide convertirnos en exiliados definitivos.
En desplazados que no sólo carecen de casa y jardín sino también de urna para preservar huesos y cenizas.
Memoria del padre y la madre. Cuentos de los abuelos. Leyendas de la tribu.
Y paradójicamente, como siempre sucede, el rostro que adquirimos al vivir sumergidos dentro del
poema y respirar con mayor ímpetu se disuelve en la fraternidad de lo humano. Eres finalmente solidario:
no concibes, en ninguna parte, ni la obtusa animalidad de las bestias ni mucho menos el tortuoso recurso a
la violencia. La poesía termina por darte una patria: la lengua, que tantos poetas, en prosa y en verso,
enriquecen y remozan confiriéndole autonomía y pertinencia.
Las palabras entran al Diccionario de la lengua española solo luego de que los poetas las han usado,
manchándolas con su saliva. Y se han divertido con ellas, ajándolas y profanándolas. Quizás todas las
palabras estén en el Diccionario aguardando a que las inventemos de nuevo.
Subvirtiéndolas, desquiciándolas. Humedeciéndolas con nuestras pasiones. Mostrando su lado oscuro
con nuestras mezquinas bajezas. Sintiéndolas vivas en sus altibajos de exaltación y repudio. De canto y
lamento.
Nos desnudan pero a la vez resultan nuestra única certeza a la cual aferrarnos, con uñas y dientes.
Celebración y a la vez cuestionamiento, la palabra busca conquistar un cuerpo y a la vez encarnar en él.
Hacerse cuerpo. Pero ese cuerpo puede ser fantasma o mito. Lenguaje condenado al olvido o que resucite
al tercer día.
Cuando el mal se torna ubicuo, y de todos los puntos cardinales surge la depredación y la acechanza, la
poesía intenta conferirle humanidad a una historia demente y enloquecida. A una esquizofrenia colectiva
donde todos hablan pero donde todos los discursos esconden su ambición por hacerse dueños y señores no
solo de la tierra sino también de la palabra. Su palabra exclusiva.

7. EL ARTE DE SABER PERDER EL TIEMPO

Pero hay también un arte que no hemos aprendido aún y que solo depara la poesía. El arte de saber perder
el tiempo. El tiempo no se gana en un objetivo concreto. En una programación de principios de año. En
escribir siete cuartillas. ¿Cuánto tiempo necesitamos en aprender a sentir? ¿En intentar el inagotable
milagro de una lectura a fondo? ¿En comenzar a olvidarnos de nuestra tensa impaciencia, ante un cuarteto
de Mozart?
¿En entender que Velásquez pintó sólo el aire? Toda la vida. Hay que quedarse alelado, al contemplar
el vacío. Y eso nos lo da la poesía. Perder el tiempo. Dilapidarlo. Disolverlo, por completo, en pos del
poema que aún no existe. Que ya se anuncia y ya se fuga. Qué buen motivo para intentar lo absoluto de la
poesía. Para cantar, cada día, a la musa, como lo pedía Robert Graves. Para resistir medio siglo. Y otro
más. Próximo a los 54 años, en un octubre de 2002, y desde Bogotá, confieso que Vladimir Holan, un
poeta checo cuya lengua ignoro, me trae la confianza irreversible en la poesía:

HACIA LA POESÍA

Tú no sabes de dónde viene ese camino


que no te llevará a ninguna parte.
Pero poco te importa, porque ha estado lleno de encanto,
mujer, milagros y deseos de libertad,
has visto como si un caballo hubiera perecido bajo un ángel
y el ángel hubiera seguido a pie, éste es el camino
del olvido de uno mismo, sólo después
has conocido el dolor del hombre,
pero también el de Dios, que va también buscando la felicidad,
Dios, ese amante desgraciado...
“¿PARA QUÉ LA POESÍA EN TIEMPOS DE DESGRACIA?”

Ricardo Nieto Calle

“Enfrente lo terrible
hasta hacerlo risible”

(Samuel Beckett)
POETAS EN TIEMPO DE PENURIA
Augusto Pinilla

La carta de invitación a los poetas colombo-venezolanos por la Universidad Autónoma de Bucaramanga


traduce la pregunta del poeta Hölderlin como “¿Para que poesía en tiempos de desgracia?”. La traducción
del fondo de cultura económica dice “tiempos de penuria”. Nuestro diccionario básico de la lengua
presenta grandes diferencias en el significado de ambas palabras. Pero, si leemos desgracia, en el contexto
religioso su significado es “huida de los Dioses”. Y si leemos penuria, en el comentario de Heiddeger
significa también “huida de los Dioses”. La pregunta, presente hoy en realidades próximas como nuestra
propia región, tiene desde luego que ver con la catástrofe continua de la vida visible en el país y con
preguntas que tienen mucho de generalidad y constancia, en el mundo casi solamente regido por la
dominación y la utilización. Entre nosotros la pregunta es de oficina, conferencia política y plaza pública:
¿De qué sirve la poesía?.
Lo de tiempos de desgracia se agrega hoy al valor de tan incierta utilidad en medio de tantos
desarrollos como labores complicados e interrumpidos por planes y hechos de sistemática destrucción.
Pero reflexionemos en que la visión social de la pregunta está muy lejos de su certeza política. Porque
preguntar para qué en tiempos de penuria y huida de los Dioses o, más aún, de guerra y muerte equivale a
preguntar para qué Homero en Troya o Dante en su Italia o Charles Peguy en el día de su muerte en la
batalla del Marne. Si de algo valiera, cotejemos el sentido de la pregunta social con un intento de
respuesta poética, también en forma de pregunta: ¿Para qué flores en los cementerios? ¿Para qué ritos?.
La plenitud del primer formulador de la pregunta, un poeta, Hölderlin, ocurría hace dos siglos exactos.
Después entraría en la locura en sus 33 años para vivir hasta setenta. ¿Tardó entonces dos siglos la
pregunta en poder ser entendida socialmente entre nosotros? Hemos leído el intento de respuesta de
Heiddeger titulado Hölderlin y la esencia de la poesía, y algo de su continuación en otra página del
filósofo titulada “¿Para qué ser poeta?”. Al entrar en su lectura nos enteramos de que los tiempos en que
se formula la pregunta son tiempos de penuria. La define la huida de los antiguos dioses y algo como la
imposibilidad de otros nuevos o aún mejores. Nos enteramos también de que el poeta precursor de esa
razón de ser del destino poético en tiempos de penuria, de falta esencial, es Hölderlin. Rilke ilustra con
plenitud, para Heiddeger, el destino del poeta en tiempos de penuria, pero Hölderlin le resulta insuperable.
La razón que invoca para demostrarlo es que Hölderlin viene del futuro. Tal vez como San Juan
evangelista viene de un futuro vivido en Patmos para escribir la profecía del Apocalipsis. A los dioses que
el poeta veía huir nuestra época los ha volatilizado y llamado valores con fofa nostalgia, pero además han
perdido su sentido y Heiddeger considera la mayor tragedia la incapacidad de sentir esa ausencia de lo
divino como pérdida.
Ignoramos cómo y cuánto es pérdida el resultado del negocio de cambiar dioses por vacío, intentos
utópicos por industria y comercio de armas, pero sabemos que es suma y multiplicación de la muerte,
antes que su resta y división. ¿Es posible apartarse de tal abismo? Aquí debo apartarme del lenguaje de
Heiddeger, pues no haría sino desvirtuar su profundidad y simplificar lo peculiar de él. Pero creo entrar
entonces en la dimensión que ahora, entre nosotros, plantea la pregunta. Pareciera que Heiddeger afirma
que el poeta es un soplo más arriesgado que la vida y que este soplo es el lenguaje cuando nos hace
aventurarnos un paso más. Pero esto puede decirnos poco si la expectativa es de utilidad de la poesía para
beneficiarnos con ella o de solución inmediata a través suyo. Tampoco las otras bellas y aún halagüeñas
sentencias de Hölderlin analizadas y al parecer ratificadas por Heiddeger, lo de que “sólo poéticamente
puede el hombre vivir en esta tierra” y “lo permanente sólo lo fundan los poetas”, o aquello de que “es
derecho de nosotros, los poetas, estar de pie, en las tormentas de Dios, con la cabeza desnuda”; tampoco
tales afirmaciones parecieran, por ahora, convencer de un para qué, si por tal se entiende algo que para
todos pueda entenderse como útil: los alimentos, los techos, por ejemplo. Todos los medios de sustento y
ganancia, maquinaria y capital y, no lo disimulemos, la utilidad, para quienes la tiene, de los medios de
presión armados. Son industrias cuya utilidad se traduce en abundante dinero y muertes. La educación
auténtica pareciera producir hoy nada más que resistencia moral en la mayor impotencia y desconcierto:
todas las felicidades del carnaval se han trasladado al cielo de las imágenes de la propaganda y quienes no
matan viven en la cara invisible del circo.
Octavio Paz entendió que si Mallarmé había podido vivir la poesía como la construcción de un
mausoleo de espaldas a la sociedad, hoy sólo se podría vivir la poesía en contra de esa misma sociedad,
pues la conciencia crítica de los abusos de la bestia social corresponde como nunca al poeta y nunca
podría ubicarlo a favor de los resultados que vemos. Un renglón de Nietzsche nos recuerda que, en su
tradición, el poeta es el educador de los adultos. Pero sabemos que cualquier duda, actitud interrogativa,
profundización en el sentido del ser, puede volverse adversa y aun nefasta para el desembarazo que se
arroga el totalitarismo, que es la tendencia propia de cualquier poder. Pero más adversa y nefasta para
quién la formula indefenso. Para el comunismo ruso y cubano, para el nacionalismo español y alemán y
para el estado norteamericano, los poetas sirvieron de víctimas en su vida o en su libertad. La lista es
ilustre y larga y nada resuelve repetirla y las excepciones son exilios o silencios o claudicaciones. Otras
naciones realizaron ensayos parecidos en siglos anteriores.
Ante estas comprobaciones comunes para cualquier poeta con visión de humanidad, me parece que se
tornarían progresivamente graves las respuestas, sobretodo porque, a pesar de que el primer preguntador
sobre la razón o el derecho de ser del poeta en tiempos de penuria es un poeta, es una pregunta ancestral,
de todos los tiempos, basada en la incomodidad social ante un enigma que a la sociedad representa y
sobrepasa y con el cual ella puede mostrarse exigente y arbitraria. Por otra parte, nunca sabré decir hasta
donde la obediencia exigida por los gobiernos y sociedades es incompatible con toda auténtica poesía, por
la parte de justicia que le corresponde. Si respondemos que en penuria y felicidad la poesía es, como la
miel, un lujo de la naturaleza que implica la sabia labor de una colectividad, no faltará el pragmático que
informe cómo no ha necesitado probar miel en su vida. En todo caso la pregunta, formulada por quien sea,
se basa también en una duda jamás resuelta sobre la justificación de las relaciones entre el destino y la
belleza.
Ni siquiera Aristóteles, al mostrar la poesía como mejor presentadora de los motivos esenciales de la
humanidad que la historia, pudo socializar tal sentido de utilidad, hacer tangible ese para qué. Cada vez
que se nos pregunta por el porqué de la poesía, es como si a los poetas en la frontera del mundo se nos
exigiera cédula o pasaporte otra vez. ¿Por qué no eres, como yo, millonario, político, militar, abogado,
médico, profesiones reconocibles para instituciones, nóminas y bolsillos? Bolsillos de utilidades, se
entiende. ¿Por qué soportas oficios humildes y no eres y vives como los grandes de hoy, en fabulosas
condiciones? Poco ganarías entonces con revelar que por mentalidades así nunca has visto la poesía fuera
de la penuria. La remuneración abundante y regular y los honorarios fijados en consorcio nunca alcanzan
al verso, que es infantil asunto de recreación, fuera de realidad, cerca de la locura y por las aventuras en
realidad sorprendentes se recibe poco en metálico.
Razona bien la sabiduría popular cuando afirma que se justifica mejor quien provee materialmente a
los demás que quien realiza cosas bellas, pero este segundo vive en el misterio de esas sentencias como
aquella respuesta de Cristo para Satán: ¡No solo de pan vive el hombre! ¿De qué cosas distintas de pan,
orgullo, placer o utilidad vivimos? Si tiene la poesía alguna utilidad esencial, algún para qué justificante a
toda luz, pareciera no alcanzar todavía su expresión verbal entendible para un gran número, pero podemos
responder: ¿para qué la vida?. La poesía puede no necesitar respuesta de su razón de ser y reclamar esa
respuesta puede pertenecer al orden de la pasión enloquecida del dueño de la gallina de los huevos de oro,
que lo pierde todo por entender la fuente de su riqueza. ¿Será que se quiere saber la relación del destino
poético con la economía? Es simple: la realización de una verdadera obra poética produce grandes gastos
en varias formas de energía: fuerzas o dineros o tiempo. ¿Se quiere saber qué se gana con hacer y dar a
conocer la poesía? Poco pan y muchas sorpresas. ¿Por qué no se dedica el poeta a trabajos más útiles
como el comercio o la guerra? Porque puede esperarse más y mejor de un organismo que pugna por
sostener la vida que por acciones decididas a destruirla para atacarla o para defenderla. Pero evitemos
afirmar y reconozcamos mejor la pregunta como interrogante abierto siempre y formulado por un poeta
hace dos siglos, que cabe en este interrogante de Rilke incluido por Heiddeger en el citado ensayo: “¡Ay!
¿Quién sabe qué predomina en él? ¿La dulzura? ¿El espanto? ¿Las miradas, las voces, los libros?”. Y si
también la poesía puede predominar en alguien que la lea o la escriba o viva poéticamente o en una ficha
de simple humanidad, ¿qué ocurre en nosotros, en el cielo, en el amor, en las siembras y cosechas, cuando
puede alguien realizar un poema auténtico y cuando el poema se multiplica por el mundo de ediciones y
lectores?.
¿PARA QUÉ LA POESÍA EN TIEMPOS DE PENURIA?
Elkin Restrepo

¿Para qué la poesía en tiempos de penuria? La pregunta, tan propia en un filósofo alemán, y Heideger lo
era, me desborda. Aunque desde hace años la encuentro aquí y allá, en cuanto libro o texto sobre poesía se
escribe, la verdad que me deja indiferente. Al respecto, tantas respuestas se han dado como respuestas
suelen generar “las grandes preguntas”. Un bonito ejercicio sería reunirlas todas y catalogarlas para salir
rápido del asunto. Y lo digo, sin querer restarle verdad a ninguna de ellas. Así debe ser, como allí se
responde y explica. En mi caso, perdóneseme la arrogancia, no me va ni me viene. Sé que vivimos
tiempos difíciles, ¿cuáles tiempos no lo son?, y que en ese duro combate entre la luz y la sombra que
define a la vida, los para qués, si es que existe una lógica, habría que extenderlos entonces a todo acto
humano. Por supuesto, se dirá, la poesía responde a un alto destino, de allí su responsabilidad para con un
tiempo y una sociedad. Las ideologías, siempre cínicas a éste y demás respectos, cuando nos aleccionan,
nos llenan aún más de desconfianza. Los años, que no pasan en vano, ya han hecho, creo, claridad en la
materia.
¿A dónde voy, se preguntará alguno? Voy a una verdad muy simple. A la poesía (hablo desde mi
modesta experiencia) la tienen sin cuidado los para qués; las “grandes preguntas” no afectan su
naturaleza. Estoy seguro que Paul Celán, para decir lo que dijo, siendo alemán, no tuvo que ponerse a
cavilar y resolver el problema como condición previa. Simplemente dijo lo que tenía que decir, lo que
sentía que tenía que decir. De antemano la poesía no sabe qué decir, no cumple un programa, no tiene
derroteros definidos, pues la mueve el espíritu, que poco o nada sabe de razones, y sí mucho del valor, la
compasión, la bondad y la alegría humanas. De una urgente necesidad de justicia y salvación universales.
Habrá que esperar, pues, a que se escriba el poema para saber hasta dónde, de qué modo, él ofrece una
visión de la época, hasta dónde cumple con lo suyo en épocas de penurias. Oscura, dolorosa y
hermosamente, como sabemos, Celán lo hizo con su poesía; allí están, pese al hermetismo de sus versos,
la condena del nazismo, el drama y miserias del holocausto judio, también el amor y el llamado a una
redención.
Hoy los colombianos vivimos una tragedia. Caín mata, por las peores razones, a su hermano Abel. Y,
mientras esto siga sucediendo, la poesía tendrá mucho que decir, como lo está haciendo, incluso desde su
silencio. A menos que el ESPÍRITU nos haya abandonado, cosa improbable, porque el espíritu es la vida.
Ninguna época, que se sepa, ha sido traicionada por la poesía, lo que obliga a depositar aún más
nuestra confianza en ella.
En célebre ocasión, el novelista William Faulkner afirmó su fe en la invulnerabilidad de hombre. La
poesía, que es inmortal y eterna, como dijo Borges, es la prueba.

3-3-03
LA POESÍA COLOMBIANA FRENTE AL LETARGO
(A propósito de una frase de Hölderlin)
Juan Manuel Roca

Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

José Eustasio Rivera

Crear arte en Colombia, y tomo la poesía como nombre genérico para él, muchas veces nos remite a la
divisa que René Char dejó registrada para hombres de diferentes entornos y sociedades: “la lucidez es la
herida más cercana al sol”.
Ejercer esa lucidez en medio de un país cruento donde la guerra siempre viene después de la
postguerra, no resulta propicio cuando ese mismo país parece fijo como una bicicleta estática a un paisaje
de barbarie acrecentado por diferentes fases de la violencia: la partidista, la guerrillera, la de la
delincuencia común, la del terrorismo de estado y sus eslabones paramilitares, la del narcotráfico... La
masacre de hoy borra la masacre de ayer pero anuncia la de mañana.
El creador de poesía tendría que ser muy ciego para que todo ese entorno no se filtrara en su obra.
Aunque hay quienes parecen habitantes del país de Catatonia. Son muchos los que operan a la inversa del
hombre que come una alcachofa. Este la deshoja hasta encontrar su centro, su corazón. Los poetas en
mención, por el contrario, le agregan hojas y hojas a ese centro hasta ya nunca percibir su aliento, su
respiración.
Por supuesto que la falsa y preconcebida poesía que quiere a todo trance hacer el registro sociológico
de la vida del país, anclándose en una mirada puramente historicista, ha dejado momentos de precaria
realización, en los que cuenta más el qué decir que el cómo hacerlo.
La pregunta de Hölderlin, para qué la poesía en tiempos sombríos, acá tiene unos matices particulares,
porque todos “nuestros” tiempos han sido aciagos, lo que nos llevaría a un silogismo y a pensar que nunca
tendría sentido la lírica en estos feudos.
No voy a intentar, ni lo quisiera, hacer una vez más el diagnóstico de nuestra violencia. Trato, mejor,
de señalar esta escindida razón de ser de la poesía en tiempos en los cuales está en crisis la palabra.
Esta doble condición parece antípoda: por una parte el deseo del canto en medio de la guerra, por otra
la expresión poética ahogada dentro del caos y la crisis que jalona la falta de credibilidad en el lenguaje,
cuando la palabra pan no reemplaza al pan, cuando la palabra libertad casi siempre está en boca de
carceleros, cuando la palabra paz está deshabitada. Con la palabra paz, o con la idea de que impera la paz,
nos estamos engañando “sólo porque todavía podemos salir a comprar el pan sin que nos acribille un
tirador emboscado”, dice Hans Magnus Enzensberger ante las guerras civiles posteriores a la Guerra Fría.
Son palabras, ojalá globalizadas, que debían tener fuerte resonancia en un país como Colombia donde,
cada vez más, la guerra toca a nuestras puertas, cerca a los reductos urbanos en los que nos creemos a
resguardo de una mayor barbarie.

PALABRA EN CRISIS

Por esa suerte de vasos comunicantes –casi siempre paradójicos– que hay entre la realidad más inmediata
y la poesía que intenta transgredir y ampliar la realidad, la crisis de la palabra resulta un difícil estímulo,
riesgoso o delirante pero estímulo, para buscar el habla justa y las esencias que hay bajo su piel. Se trata
de intentar un lenguaje que no sea cortina de humo a la manera de los políticos de tribuna, gentes de la
contingencia inmediata que tienen el dudoso don de hacer espuria toda palabra. “El arte, como el Dios de
los judíos, se alimenta de holocaustos”, decía con trágica certeza Gustave Flaubert.
Si nos adentramos un poco en la poesía colombiana del pasado siglo, a partir de la llamada Generación
del Centenario, podemos encontrar cambios estéticos en la manera de abordar uno de los temas más
recurrentes en la vida republicana: la violencia. No en vano parece un leit motiv, una divisa para el país, la
frase de Rivera que encabeza este texto: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, con la que
comienza La vorágine, publicada en 1924. Pero aún con los centenaristas se confundían la oratoria y la
poesía. El tono altisonante de una y de otra retrasaron la entrada en la modernidad lírica de un país
siempre a deshoras.
Decir que cada sociedad comporta su estética no es más que una tautología, una reiterada verdad. Acá
la premisa de Walter Benjamin: “hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que
es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del entenderse, la lengua”, se
intuye poco practicable. Las palabras que no se cumplen, los falsos entendimientos y acuerdos en nuestra
vida política, son otra forma de la violencia. De ahí la eterna pregunta sobre el quehacer de la poesía en un
medio de tal naturaleza ilegítimo e intolerante. Parece ser que la pregunta canónica del poeta romántico,
¿para qué poesía en tiempos sombríos?, se respondiera a sí misma, como si fueran de la misma materia lo
sombrío de todos los tiempos y la necesidad de oponerle, sin grandes ademanes optimistas o mesiánicos,
el poema.
La poesía que en Colombia se ha referido a la violencia resulta menos estudiada que su narrativa. Pero
hay muestras claras de ese registro desde la Colonia, como en el poema Santafé cautiva, de Torres y Peña,
un tunjano nacido en 1767 que escribía versos contra Simón Bolívar, a quien llamaba “fiera que aborta
Venezuela” y en las Sextinas escritas por indígenas paeces donde se registra la violencia española y se
elogia al Libertador. Me remito a este paraje tan lejano, con el fin de señalar las diferencias al mirar el
tema de las luchas violentas que desde la fundación del país nos han asolado. Violenta fue la forma como
Luis Vargas Tejada pedía descuartizar a Bolívar para encontrar la paz, durante los sucesos septembrinos
de 1828. Vargas, poeta y autor de sainetes teatrales y políticos, participó con otros poetas en la
conspiración contra Bolívar. Así trazó sus versos:

IMPROVISACIÓN

(En la última junta que precedió a la conjuración del 25 de septiembre)

Si a Bolívar la letra con que empieza,


y aquella con que acaba le quitamos
oliva, de la paz símbolo hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos,
si es que una paz durable apetecemos.

LA GUERRA TOCA A LA PUERTA

Suenan muy lejos los perdigones de esas guerras frente a las nuevas violencias, luego del 9 de abril de
1948, cuando sube el calibre de las balas, pocas veces recogido en poemas. El poema de Jorge Artel, El 9
de abril en Colombia, cuyo título, de puro escueto parece noticioso, no resultaría particularmente
memorable, de no ser uno de los pocos escritos a la muerte del caudillo liberal. La vehemencia de sus
versos, que señalan lo que Luis Vidales llamó “la insurrección desplomada”, esto es la falta de norte de la
revuelta gaitanista, le otorgan a Artel una voz para ironizar sobre los líderes que según su entender, “se
cruzaban de brazos”: Eduardo Santos, Darío Echandía, son sus blancos preferidos y, por supuesto Mariano
Ospina Pérez, descritos con nombres propios en algo que podría llamarse poesía de emergencia, aquel
mandato individual o colectivo cuando el poeta se siente obligado al habla y no median ni el reposo ni el
rigor. Como si en su arrebato no recordara que casi siempre es más importante la mano que borra que la
que escribe.
Entre los poetas que señalaron su hora de violencias, Darío Samper (Guateque, l909), miembro de la
generación de Piedra y Cielo, logró poemas de mayor fortuna, en ritmos cercanos a las coplas populares
donde se rastrean duras huellas de la violencia. Y lo mismo ocurre con Eduardo Cote Lamus, de la
generación de Mito.

Como si todos los Rivera, Nicanor, Eustaquio, los Granados


don Ignacio juntos se mataran sin por qué;
como si todos los niños no nacidos
y esparcidos en la imaginación de las muchachas
comenzaran a llorar; como si los árboles
de pronto se volvieran horcas.

Así veía Cote Lamus la violencia desde una aproximación goyesca, en un poema que además es una
evocación del hombre del campo (“Bábega”). Cote Lamus era militante del partido conservador, como
algún otro de los escritores de la revista “Mito”, pero su poema no resulta sesgado ni partidista. Registra
allí la violencia de los años cincuentas, tratada por la novela hasta el punto de convertirse, a veces, en un
mal endémico de la literatura colombiana. Lo mismo hace Jorge Gaitán Durán cuando habla del guerrero:

Lleva la muerte en su espalda quien por amor debe morir


O matar lo que ama, magnánimo en su pena
Pues no busca olvido sino infierno.
Si el arma hunde en otro pecho, en su pecho la aloja,
Mas la carroña no es suya sino definitivamente ajena.

Héctor Rojas Herazo, el poeta que en su novela Respirando el verano traza una saga familiar con el
telón de fondo de una de nuestras guerras civiles, decía alguna vez, en un gesto de hondo humanismo, que
“ninguna gran idea merece un cadáver”. Entre otras cosas, porque los muertos no tienen ideología y pasan
a ser militantes del vacío.
Ya Luis Vidales había denunciado el espejismo de la paz donde se esconde el cuchillo: “Lejos, en las
ciudades populosas, la paloma de la paz ponía huevos de víbora y había hecho su nido sobre el techo de
Tartufo”.
Sí, ocurre que contra las lenguas del terror la palabra poética, muchas veces sin pretenderlo, sin un
acento programático, se opone al “empleo sin escrúpulos de la violencia”, aunque muchas veces sea ella
misma, la poesía, una forma de la violencia transgresora de la realidad inmediata. Hablo, claro está, de la
poesía insumisa, de la que está lejos de la hipnosis que sufren los poetas cortesanos, siempre alquilando la
cabeza para comprarse un sombrero, siempre tras el mejor postor, que casi siempre es el mayor impostor.
“Cadáveres aplazados”, según el decir de Pessoa. Por algo el colombiano Samuel Vásquez dice que
sobremuere “en este país que es paisaje, pero nunca patria”. Y a veces, agregamos, ni siquiera es paisaje,
ante la imposibilidad del viaje a zonas vedadas por la guerra.
Las diferentes formas de la violencia no tienen ese carácter puramente físico que hacen los largos
empadronamientos de muertos desde el trasunto de la historia y de la sociología. No es ese su único
registro. También la educación, esa empresa tantas veces deformadora, es un estadio larvado de la
violencia institucional, aunque no deja huellas tan evidentes como las de la guerra. Tal como ocurre con la
crítica sesgada y caprichosa, aquella cuya mayor carencia es su carácter “doctrinario”. Esa supuesta
crítica, a veces peor que la ausencia total de ella, es otra cara de la violencia. Desde Antonio Gómez
Restrepo señalando como clásica la modosa escritura de Marco Fidel Suárez, hasta mi coetáneo Cobo
Borda, esa crítica tiene el acento paródico de la corte. De alguno de ellos, creo que del segundo, se afirma
que hay una curiosa fotografía de su infancia: posa trepado en un triciclo con placas oficiales. Y a todas
estas, “los disparos son la partitura del himno nacional”, diría un poema de Mery Yolanda Sánchez.
La lectura de la poesía colombiana desde el ámbito de la violencia lleva a pensar que no es sencillo
para el poeta realizar su obra, tan llena de intuiciones, de alumbramientos muchas veces dictados por la
esfera de lo irracional, para, a un mismo tiempo, volcarse hacia el ejercicio de una reflexión sobre su
época. En el corpus de esta poesía hay a veces, como sucede con la plástica, atmósferas abstractas de
violencia, pero otras veces se establece en una suerte de figuración. Atmósferas veladas, como las de
Carlos Obregón:

Todo es la lucha, la violencia del sueño


/ donde una fuerza ciega nos crece y nos integra
/ en el rumor del bosque
/ y en su lenta espesura hoy se escucha el viento
/ venir desde más lejos, venir
/ vivir la tierra, sus huesos siderales
/ los héroes y los potros que marcaron las sendas”.

O descarnadas atmósferas figurativas en las que José Asunción Silva habla de un recluta muerto:

...destrozada la cabeza
por una bala de rémington;
con la blusa de bayeta
y la camisa de lienzo,
un escapulario santo
colgado al huesoso cuello
los pantalones de manta
manchados de barro fresco,
y la sangre, ya viscosa
pegándole los cabellos.

Acá bien vale la pena preguntarse en el trato de lo social en el poema, ¿cómo hacer para que esa
irracionalidad a favor, que algunos llaman inspiración o rapto poético, pase por una suerte de aduana del
pensamiento y se pueda mirar un entorno, un rastreo de lo que nos ocurre en el otro? ¿Cómo creer en las
voces que le piden a la poesía una única utilidad pública y programática, si muchas veces la utilidad de la
poesía es de otro orden, de un orden que hace tangible lo intangible? ¿Cómo andar al mismo tiempo en
dos orillas de la realidad? ¿Cómo moverse en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”,
escindidos entre la realidad y el deseo? Se puede hacer una relación estrecha entre lo que la misma Weil
señala: “cuando se sabe que es posible matar sin arriesgar castigo, ni censura, se mata; o por lo menos se
rodea de sonrisas de invitación a hacerlo a los que matan”, y un poema del colombiano Omar Ortiz
titulado El espejo:

No es verdad que los ojos sean el espejo del alma.


Si tal ocurriera, los asesinos caerían fulminados
y nada sucede cuando el torturador cruza y se peina.

Es una clara alusión a esa “comunidad ciega” que no se reproduce en los espejos, que no es castigada
por el reflejo de la culpa.
Si bien ya no se expulsa al poeta de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República
de Plutón, el disenso incomoda a los generadores de violencia, por una parte, y a los agentes de una
supuesta paz, por la otra. El temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo
comprobable, la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico que le enrostran a la poesía,
es otra forma de violencia cultural, es decir, de imposición.
Si se me apresurara a decir dónde radica el poder transformador de la poesía, diría que está en lo que
queda por fuera de lo ya visto, en lo que suscita la duda. Hay un poema de Fernando Charry Lara,
“Llanura de Tuluá”, que es una larga pregunta sobre la muerte violenta vista desde un estadio amoroso. En
su lenguaje hay una andadura entre dos orillas que crean una atmósfera de trágica belleza y la narración
episódica de un hecho. Esas dos orillas se mezclan en una condición elusiva del lenguaje, en una sutil
manera de pastorear silencios. Lo cito en su totalidad:
LLANURA DE TULUÁ

Al borde del camino, los dos cuerpos


uno junto al otro,
desde lejos parecen amarse.

Un hombre y una muchacha, delgadas


formas cálidas
tendidas en la hierba devorándose.

Estrechamente enlazando sus cinturas


aquellos brazos jóvenes,
se piensa: soñarán entregadas sus dos bocas,
sus silencios, sus manos, sus miradas.

Mas no hay beso, sino el viento,


sino el aire
seco del verano sin movimiento.

Uno junto del otro están caídos,


muertos,
al borde del camino, los dos cuerpos.

Debieron ser esbeltas sus dos sombras


de languidez
adorándose en la tarde.

Y debieron ser terribles sus dos rostros


frente a las
amenazas y los relámpagos.

Son cuerpos que son piedra, que son nada,


son cuerpos de mentira, mutilados,
de su suerte ignorantes, de su muerte,
y ahora, ya de cerca contemplados,
ocasión de voraces negras aves.

Es un cuadro de la violencia sin rostro y sin rastro. No se sabe quién los mató, por qué los mataron, a
qué bando pertenecieron, si es que pertenecieron a alguno. Se trata de uno de los más intensos poemas de
la violencia colombiana que no hace concesiones a lo tópico, al lugar común, a una simbología de fácil
recibo que en poetas como Carlos Castro Saavedra se hace en exceso repetitiva: “fusiles y luceros”. Y no
hay en esto una repulsa a la memoria. La desmemoria histórica es una forma de la violencia. Mientras la
memoria pone cimientos, la viga maestra, la techumbre a su casa, la desmemoria socava sus bases, pudre
sus vigas, destecha lo que podría darle cobijo a una identidad.
Por eso el intenso poema de Emilia Ayarza, A Cali ha llegado la muerte, sobrecoge. Hay allí una
memoria de sangre y polvo, cuando el estallido de un camión de dinamita durante el régimen del general
Gustavo Rojas Pinilla estremeció a la capital del Valle del Cauca:

La ciudad era un racimo de plomo derretido


y la muerte le salía a bocanadas.

De alguna manera lo que más impregna la poesía de la violencia en el pasado de Colombia es la muerte
provocada por segmentos partidistas, liberales y conservadores. Ya esto no ocurre, porque como bien lo
señala Enzensberger en su lúcido ensayo Perspectivas de guerra civil, “en las actuales guerras civiles ha
desaparecido todo vestigio de civilización. La violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones
ideológicas”. ¿No parece hablar del momento colombiano? Ahora, entreverados los conceptos de víctimas
y victimarios, opresores y oprimidos, desvanecidas las orillas para la fundación de una tercera orilla del
horror, la violencia nace de la lucha por un botín particular. Ante esto, el escritor, aturdido y perplejo
opera como el hombre incongruente que, al ver su casa sucia y sabiendo que la van a quemar, duda entre
limpiarla o luchar. Pero una cosa es la duda saludable y otra la impotencia castradora. Tal vez por esto, en
la poesía colombiana, repito, hay atmósferas que van desde un expresionismo abstracto –poetas que
esconden el tema pero no lo ignoran– hasta poetas figurativos que se vuelcan de manera más explícita,
esto es, de la elusiva carga de violencia interior ya señalada en Carlos Obregón, a la descripción violenta
en poemas como el de Cote Lamus.
En la más reciente poesía colombiana aparece la violencia al unísono con los cambios del tramado
social. Así se filtra el tema de los sicarios, de esa forma pérfida de la guerra, ya no sólo en el campo sino
en las ciudades. Algo que me hace recordar el fragmento de un poema escrito por un niño de Medellín: “el
mundo es grande para la guerra y pequeño para la vida”.
Dice un poema de la poetisa antioqueña Liana Mejía anunciando la abominable presencia de estos nuevos
señores de vidas y de bienes:

Desde las alcantarillas


sicarios que se saben
cobradores de viejos
errores
asedian la ciudad.

Avanzan,
a pesar de los susurros
detrás de las persianas.

Al otro lado
de la calle
alguien cae.

En el poema de Liana Mejía, en su atmósfera que revela la muerte de un desconocido, un alguien que
cae entre tantos, hay una suerte de elección previa, señal del que se abroga como un dios maléfico quién
debe morir.
Lejos de la ya un tanto resabida fórmula de la novela de sicarios en Colombia, que en buena parte se ha
vuelto, al igual que cierto cine, una especie de complejo de Eróstrato, de éxito asegurado para el
voyerismo de la violencia, los tratos del lenguaje, de la imagen y el distanciamiento de la crónica roja,
hacen que el poema sacuda nuestra indiferencia sin un naturalismo de jergas y cuchillos. No le hace eco a
aquello que señala Enzensberger: “la masacre se ha convertido en entretenimiento de masas. El cine y el
vídeo compiten por convertir al sicario, al secuestrador, al asesino, en héroe público”. El perverso trato de
héroes que se hace de los sicarios, la sociopatía apoyada por los medios de comunicación que valoran un
filme por el número de actores muertos después de filmado (Rodrigo D no futuro, o La Vendedora de
Rosas), la mitología exacerbada del terrorista y del mafioso, hace diana en las mentes adolescentes que
piensan con ironía que “tiene más futuro la semana pasada”. Y que por ello, cultivan de manera
fundamentalista una pasión por la muerte. “La espera de lo que vendrá –señala Simone Weil– ya no es
esperanza sino angustia”. Todo esto deviene en miedo. Ni qué decir del método facilista de la sicaresca
antioqueña, la de los sicarios y sicarias de todos los tamaños y edades adosados a narraciones tan pueriles
como Rosario Tijeras.
Ese mismo miedo, que es una especie de hijo bastardo de las violencias aparece en una buena lonja de
poemas recientes. “La ciudad por entonces ardía en los puñales/ y el miedo se quedaba tras los pasos”
(Luis Aguilera). “Miradme; en mí habita el miedo” (María Mercedes Carranza). De la misma Carranza, un
poema que registra la muerte del político liberal Luis Carlos Galán, resulta una suerte de pintura
tenebrista. El poema, Soacha, toma el título del pueblo donde fue el crimen. Dice en su dura parquedad:

Un pájaro
negro husmea
las sobras de
la vida.

Puede ser Dios


o el asesino:
da lo mismo ya.

Es el sobresalto, la irrupción del victimario que en Jaime Jaramillo Escobar, creador del único gran
libro salvado del narcisismo nadaísta –Los poemas de la ofensa–, asalta sus palabras:

...voy a dar la vuelta cuando ¡zas!, el hombre,


me lo encuentro a boca de jarro, detrás de una columna,
me está esperando para matarme, tiene el cuchillo en la mano
me coge por la cabeza,
en la ventanilla de los tiquetes no hay nadie, el asesino, tranquilo, me mira.

Se trata de la violencia urbana del extramuro, la de los nuevos asentamientos de gentes desplazadas
cuyo temor es el otro. Es la atmósfera de terror que se recoge en La balada de los pájaros de Mario
Rivero y que en uno de sus fragmentos habla de la “Medianoche de toque a muerto del tañido a sangre del
hombre turbado en su sueño”.

O la violencia registrada en los números fríos de las estadísticas, a los que Piedad Bonnett quita
hibridez para hacerlos materia poética:

CUESTIÓN DE ESTADÍSTICAS

Fueron veintidós, dice la crónica.


Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
sesenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma mutilada.

En todo esto parecen ponerse de presente los vasos comunicantes que existen entre la realidad (no
necesariamente como una forma de servil naturalismo) y el sentir individual que a fuerza de necesidad se
hace colectivo. “A la lectura de tanteo y falansterio” de que hablaba José Martí le han salido autores que
intentan no escamotear lo que tiene ocurrencia en sus conglomerados sociales. Si bien en Colombia
siempre está en vilo la vida, como en pocas partes, si es una aventura descabellada intentar una cultura
orgánica en un país inorgánico, y a sabiendas de lo expresado por Borges acerca de cómo “la realidad no
es verbal”, hay zonas jamás nominadas por la palabra a las que aspira a llegar la poesía.
La vertiginosa violencia que en los últimos años ha cambiado el perfil de esta nación, nos obliga a algo
casi siempre desdeñado en el medio, a una permanente reflexión. Si Hegel señalaba que el primer paso en
la comprensión de algo está en negarlo, en verlo desde su negación crítica, la violencia, que ya hemos
empezado a llamar como una forma de cultura, es posible negarla desde la afirmación del arte. Decía
César Fernández Moreno que “la poesía se politiza en vez de poetizarse la política”. Algo que como hecho
programático podría resultar lamentable. Como lamentable resulta –valga la digresión– que se satanice la
poesía política –adiós Ritsos, Hikmet, Char, Cesaire, Brecht, Vallejo y hasta Rimbaud– desde la orilla de
los satisfechos. No se entiende por qué se estigmatiza y rotula como ideología la poesía de Juan Gelman
cuando habla de Argentina y sus procesos de desapariciones y secuestros, y no se considera de la misma
manera a Álvaro Mutis cuando loa a los reyes. ¿No es eso, también, una actitud política?
Más allá de la anterior digresión, ocurre que la violencia en la poesía muchas veces está más bajo la
piel del lenguaje, en las atmósferas y en los silencios, que en los enunciados directos, propagandísticos, de
quienes adhieren a la idea de ser boca de partido. Pero es rastreable la violencia en la poesía no partidista
ni panfletaria, como en los versos de un poema de Samuel Jaramillo que dan cuenta de la geografía de un
país en acoso:

MUERTE DOS VECES

Nosotros hablamos de la muerte


llamándola con el nombre de una vieja compañera
de la cual no podemos librarnos.
La sabemos habitando cada latido de la sangre,
paralizando la alarma
de nuestra mirada de conejos aterrorizados.
Ella se nutre de nuestro tiempo, nos arrincona
en habitaciones cada vez más estrechas
dándole un sentido a cada palabra que decimos:
nos convierte en gigantes.
Pero también sabemos que ayer aparecieron
dos muertos en la carretera, que cuerpos parecidos
engordan nuestros árboles
con su madurez irrespirable.
Su sangre negra derramada en la tierra
no tiene nada de bello.
Odiamos a quienes nos regalan
con esta cosecha siniestra.
Nosotros nombramos la muerte dos veces.

La poesía nos aproxima a esa pulsión entre la palabra y el morir. Aldo Pellegrini decía que “como
organismo vivo, toda cultura está expuesta a la ley de la evolución y de la muerte”. Si acá lo está a causa
de los múltiples factores sociales que generan la violencia, resulta cierto que ella misma intenta crear sus
defensas, su estado de alerta o de emergencia para vigorizarse e interpretar la realidad. La poesía ha dado
cuenta de esto, quizá de manera no menos explícita que a través de quienes realizan una escritura
testimonial o novelar, y como respuesta a una sociedad de viejo cuño. Y no por adentrarse en temas que
para algunos aparecen como vedados a la lírica, es decir, por quienes creen ver en ella un aparato verbal
distante de lo cotidiano, deja, en los casos que he citado y en otros momentos que se me escapan, de tener
un rigor formal.
Nadie, desde la poética, querría señalar la violencia como si fuese un prontuario. No imagino a alguien
pensando: voy a escribir un poema sobre la violencia en la lucha de clases o sobre la violencia del poder,
uno más sobre las insurrecciones populares y la violencia revolucionaria, acá alguno sobre las guerras
civiles, la delincuencia o el crimen organizado del narcotráfico. Sin embargo, es difícil que una de esas
formas –o varias– no golpeen y se filtren en las preocupaciones de quien intenta una expresión artística.
La crítica política sólo considera un balance de los contenidos, de sus fines. La poética piensa que una
verdad mal dicha puede volverse mentira. Piensa, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable
también forma parte de la realidad del hombre”.
Pero no puede negarse que en la poesía colombiana se refleje el campo minado de nuestra violenta
realidad. Como ocurre en el poema Los que tienen por oficio lavar las calles, de José Manuel Arango:
Los que tienen por oficio lavar las calles
(madrugan Dios les ayuda)
encuentran en las piedras, un día y otro,
regueros de sangre.

Y la lavan también: es su oficio


Aprisa
no sea que los primeros transeúntes la pisoteen.

El poeta, como los lavadores de calles del poema de Arango, ha madrugado en una visión franca del
país y lo registra como una memoria en tiempos del olvido. El inxilio, el exilio interior, es posible que lo
asedie, pero aún le queda el exorcismo del poema.
“Es un tiempo en que resulta aterrador estar vivo, cuando es difícil pensar en los seres humanos como
racionales. Donde quiera que dirijamos la mirada veremos brutalidad y estupidez, tal parece que no hay
otra cosa que ver: por todas partes un descenso a la barbarie, que somos incapaces de contener”, dice
Doris Lessing en Las cárceles elegidas, en el capítulo Cuando en el futuro se acuerden de nosotros.
Habría que agregar que si hay futuro, si hay quien se acuerde, si merecemos llamarnos nosotros, a lo
mejor alguien pensará que a pesar de todo, y de ser tan inútil como el intento de descarrilar un tren
atravesándole una rosa en la carrilera, la poesía se dio en tiempos aciagos, en tiempos de muerte y de
letargo.
LAS DESVENTURAS DE LA GRACIA: 8 POETAS SANTANDEREANOS
Rymel Eduardo Serrano

Música dolorosa tiene escrita


el pentagrama que llevamos dentro.

Rosalina Barón Wilches

La poesía está hecha de dolor. Asusta cuando se le mira de cerca. Cuando la lupa de la proximidad se
pasea por sobre la rugosa e imperfecta piel de la crudeza con que suele acontecer. Los poetas verdaderos
(porque muchos no somos sino un remedo lamentable de quienes no debían ser ejemplo de vida, ni lo son
para la mayoría, por fortuna...), los poetas de verdad, decía, son una llaga de dolor. Por ello deciden
desaparecer, vestirse con los ropajes invisibles de lo poético. Pues llamamos poeta no a quien alberga en sí
la poesía, ni a quien de algún modo es poético, sino a quienes ocultan su fealdad, por no soportarla ellos
mismos, bajo los mujeriles vestidos de la belleza, que les es ajena.
En las películas de televisión y los imaginarios populares, los poetas aparecen como apuestos donceles
de melancólico ademán y claroscura apostura. Es el trovador que seduce a punta de belleza a una mujer
que lo escucha tan arrobada como inaccesible desde la torre donde está cautiva. Pero en la realidad
mundana los poetas no son sino víctimas de aquello que desean por no poseerlo. Rainer María Rilke nos
parece atractivo cuando leemos los poemas que la poesía le dictó; pero si lo viéramos revolcarse sobre la
hierba, babear y convulsionar, gesticular de modo grotesco cuando la contemplación de un paisaje ruso lo
impactaba, lo acuchillaba sin piedad, desviaríamos nuestra vista de él. Rilke era feo; como Baudelaire,
como Blake, Verlaine, Darío... Quizá sólo desea compulsivamente la belleza, la serenidad, quien no la
tiene.
A Edgar Allan Poe lo encuentran desgonzado sobre una sucia calle de Boston, maloliente, víctima de
un ataque hepático debido a su alcoholismo. Darío muere de lo mismo. Y Dylan Thomas. Y Verlaine.
Hölderlin enloquece voluntariamente; Nerval, sin quererlo; y Nietzsche; Artaud estuvo loco siempre.
Novalis se suicidó sicológicamente, como Lautremont o Rimbaud; otros apagaron sus cuerpos de un modo
más pragmático: José A. Silva, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik; y otros han amado tanto la muerte
que la han hallado: César Vallejo, Tomás Vargas Osorio, Federico García Lorca. ¿Qué tienen que ver con
ellos con la vida, con la salud, el bienestar, la alegría o la paz?
Es la poesía que llamamos suya pero que en realidad ocurre a través suyo, la que suscita nuestra
admiración y fervor. Por eso les erigimos esculturas y obligamos a los niños y jóvenes a leer sus escritos.
Pero ellos no son la poesía; la poesía es la lanza que los atraviesa, y su sangre la pasión, como la del toro
sacrificado en la plaza.
Se quiere que los poetas vengan y nos alegren la vida. Pero, ¿cómo es posible eso?. La belleza es triste
y dolorosa; frecuenta a los angustiados y desesperados. Los poetas no pueden alegrarnos, ni
tranquilizarnos; de ellos no podemos esperar sino sus espinas, pues son como los erizos, que solamente
hieren a quienes los abrazan, a quienes los aman.
Sin embargo, la poesía nos llega a través de esos altoparlantes que ellos son. Altoparlantes que no son
la música pero que la trasmiten. A pesar suyo y nuestro. Pues no queremos lo que son sino lo que nos
hacen sentir. Y los dejamos solos... en esa soledad que ellos adoran pero que los despedaza; y se los lleva.
Entonces todos aprovechamos para no volvernos a acordar de ellos, sino sólo de su poesía.

2
Hoy quisiera invocar algunos nombres. Así sean sólo unos nombres y unos cuantos versos de algunos de
los poetas que han peregrinado por estas tierras áridas de Santander: Juan de Dios Arias, Tomás Vargas
Osorio, Helvia García de Bodmer, Rafael Ortiz González, Rosalina Barón Wilches, Gustavo Cote Uribe,
Carmen de Gómez Mejía, Xavier Carreño Harker...
¿Quiénes eran ellos? Heridas que cantaban; que ardían como el carbón; que daban luz como lo hace la
oscuridad. Almas cuyos cadáveres se pasearon por entre nosotros con pena y sin gloria, tartamudeando sus
disculpas por estar aquí todavía, y no en el cementerio:

Yo siento que mi vida se ha deshecho


como un tejido deshilado; en vano
he buscado una fuerza que aglomere
este cosmos de mi alma. Muerte, muerte,
¿por qué no vienes?

....................................

Te anhelo,
no sólo cuando muerde la tristeza
mi corazón; no sólo
en esas horas de infinito tedio,
en esas horas de amargura inmensa
en que la vida me semeja un vaso
de hieles o de ajenjo; un vaso inmenso
que se desborda...

...dice Juan de Dios Arias. Y Tomás Vargas Osorio:

Róndanme ya dos ojos sin pestañas


fríos como el silencio de una alcoba abandonada
donde hay un piano mudo en que se hiela
el fantasma de la música; y un reloj detenido
fijo en el muro, espectro de madera, sardónico testigo
de lo que fue otro día, antaño, un día solamente.

............................................

¿Qué palabra para invocarla a ella


en cuya entraña el mundo echa raíces largas,
la que no acaricié, la que no conocí, la que soñé
y existe sin embargo?

Tanto Juan de Dios como Tomás querían irse de este mundo. Se trataba de vidas que querían apagarse.
¿Es esa la incitación de la poesía, su llamado, su gracia: una invitación a morirse?
Escribe Rafael Ortiz González:

Un día llegué a la tierra de llanto y de ceniza


sin saber ni sentir el gran desgarramiento,
y así me iré una noche recóndita, imprecisa,
sin conocer el día, la hora ni el momento.

.....................................................

Un día llegó la vida como un viaje sin prisa,


como una lumbre ciega en su deslumbramiento,
como una abeja amarga de llanto y de sonrisa.

Y así vendrá la muerte un día sin pensamiento,


cual negra mariposa de tormentosa brisa,
de golpe, así lo mismo que cuando pasa un viento...

Y Helvia García de Bodmer:

Alma, alma, alma...


no desgarres la piel de tu palabra
sobre los fríos labios que la sonrisa ignoran,
sobre la roca inerte...
Siglo tras siglo tu sonrisa mútila
irá siempre a las playas de la muerte...

Vana es la nube,
vana es la rosa
y vana el alma.
Todo se va en la sombra de un perfume
hacia la nada.

Sospecho que la poesía se canta desde las orillas de la muerte y no de la vida. Pero desde allí se canta para
la vida, hacia la vida. Como hacen quienes han partido y arribado a un mejor mundo, que llaman desde
allá a los de acá, incitándonos al viaje,. Así, en estos versos de Rafael Ortiz González:

Parte, barco de lumbre, claro barco de sombra


que amas la muerte bella, porque es sueño perpetuo.
Yo, que no he amado nada, porque no dura siempre,
¿cómo habré de dormirme en su seno moreno?

He aquí una extraña y evidente paradoja: la vida es efímera y la muerte es eterna. O, como lo
expresaba Carmen de Gómez Mejía:

No es morir irnos para siempre,


Morir es estar siempre dentro de la muerte.

De ahí esa curiosa manera de estar los poetas en esta vida; como si les estorbara el cuerpo:

Padezco el desvarío
De estar fuera del ser, evaporada...

...escribe Rosalina Barón Wilches, la obstinada soltera enamorada de una belleza que no era de este
mundo:

Y estoy aquí, sobre mi piedra, grave;


y ligera y sutil sobre mi nube.
¿Lecho de piedra, pedestal de nube?

Me va creciendo el alma
y siento que me sobra,
por fuerte y vigoroso,
este tallo del cuerpo.

Apegada a la tierra,
las plantas y los hombros
me pesan como un fardo
y los llevo de rastras
porque etérea me siento
y afinada me hallo.

Todos sabemos que la vida es un viaje hacia la muerte, pero intentamos olvidarlo. Los poetas, al menos
todos los que aquí evoco, parecieron en cambio estarlo recordando constantemente, como si más que
presentirla la estuvieran esperando. Aun en un hombre tan dedicado a amar esta realidad como Gustavo
Cote Uribe, puede palparse esa ansiedad:

Cuándo será la tierra en mis oídos


llenándome de voces vegetales,
y la sangre subiendo a los racimos
fiel a la luz, en la epidermis clara
de los frutos sin nombre...

¿Cuándo la hora de los ríos subterráneos


alimentando sus mareas
con la linfa desierta de afanes y de sueños?

Seres hipersensibles a la acción corrosiva e inmisericorde del tiempo, que devora todo cuanto amamos, los
poetas santandereanos me recuerdan siempre a los estoraques, a esos jirones de viejas montañas, que antes
fueran robustas moles con apariencia de eternas, que se deshacen poco a poco, se convierten en polvo y
después en aire, en el mismo viento que las carcome... Sus oídos, agudizados como el de Góngora,
acostumbrados a escuchar los ruidos que hace el tiempo al aserrar los cimientos de lo existente (“las horas
que limando están los días, los días que royendo están los años”), saben, porque la tierra donde vivían, y
vivimos, se los decía a cada instante, como el poeta español, que nada perdura. Nada. Todo se desmorona
o se evapora.
Recordemos el célebre soneto de Xavier Carreño Harker:

Si fue un sueño no más lo no alcanzado,


sueño será también lo poseído,
y sueño mi canción sobre el olvido,
y el amor, de puñales traspasado.

Si fue un sueño el candor imaginado,


sueño será el deleite sin sentido,
y su boca, buscada en el latido
de un recuerdo, sepulto en el pasado.

Sueño la risa y sueño el alarido,


y el dolor, y el placer alucinado,
y la campana del ayer florido.

Y sueño el corazón iluminado,


sangrante en el soneto estremecido
como un vaso de vino derramado.

¿A qué vinieron entonces? Juan de Dios, Tomás, Helvia, Gustavo, Carmen, Rosalina, Xavier, Rafael y
tantos otros?... ¿Para invitarnos a morir? Para entonar canciones sobre la mortandad de cuanto existe?
¿Para asomarse por una ventanita de su “casa de dolores”, como decía Carmen de Gómez Mejía, para
acongojarse ante la visión del desastre que araña también su piel, que traza arrugas en su rostro y en su
pensamiento?

Tengo triste el pensamiento.


Tengo sobre mi frente un par de arrugas onduladas
por el oleaje continuo.
Tengo dolorido el pensamiento
como si de su torre
se divisara un triste cementerio.

.............................................

Estoy cansada de vivir frente a frente.


Si alguien pasara una mano dulce sobre mi piel...
Si alguien me diera fuerza para seguir viviendo
o muriendo de una vez...

¿A qué vinieron? ¿A estar solos? ¿A celebrar su soledad? ¿A encerrarse en las torres de marfil que
aconsejaban Rubén Darío y Tomás Vargas Osorio?

Recluido en mis altas soledades


–inexpugnable torre y muro fiero–
pulo mi vida en frías claridades
vecino de la roca y del lucero.

....................................................

Pastor de vientos y de nubes. Nada


como esta augusta casa desolada
de mi ser, que en sí misma se sustenta.

¿Vinieron a decirnos que nada han sido, como Helvia García?

Yo soy la mínima. No tengo nada


fuera del canto amargo y su elemento,
vasto mar de profunda marejada
que me habita, y de su fuego me sustento.

Yo soy la mínima. En mi pequeño puerto


la soledad levanta su hospedaje.

Ninguno de ellos conquistó gloria alguna. Casi todos fueron desdeñados. Querían ese desdén. Lo
cultivaron con tanta asiduidad como al dolor. Su desprecio por los bienes terrenales llegaba en ocasiones
al desprecio por la vida, como lo manifiesta Juan de Dios Arias, admirador de San Francisco, en una carta
en verso dirigida a su madre, donde entre otras cosas se queja porque, tras sufrir una fuerte gripe, ésta no
quiso matarlo:

La regripa con todos sus espantos


me hizo el... servicio de dejarme vivo
en aquesta región de los quebrantos.
La existencia es aquí tan gris y sosa
que aunque hay variantes y percances tantos,
no es digna de atención la menor cosa.

Vivir, existir, ser víctimas del tiempo y de la muerte, es doloroso. Mucho más cuando se tiene
conciencia de ello. Pero ese dolor tiene un sentido: una finalidad, que Rosalina Barón Wilches nos revela
en uno de sus más logrados poemas, titulado precisamente “El dolor de pensar”:

Lenta pasa la aguja de las horas


sobre la negra esfera del silencio.
Música dolorosa tiene escrita
el pentagrama que llevamos dentro.

Y veremos más claro lo impreciso.


Pero será como el dolor de un yunque
que soporta los golpes del martillo
la voz del pensamiento.

Sucesión de figuras impresentes


cobrarán sus valores verdaderos:
inmensa puede ser la flor del musgo
y la luz que creíamos de un faro
puede ser de un cocuyo...

Mientras gira la aguja de las horas


sobre la negra esfera del silencio,
el dolor musical del pensamiento
irá en crescendo...

Del dolor brota la belleza. Sólo es bello lo triste, solía afirmar Edgar Allan Poe, y por eso, concluía, el
motivo más bello de la poesía es la muerte del ser amado.
De ahí la oleada de poesía que sobrecoge, por ejemplo, a Gustavo Cote Uribe cuando su hermana
Rosalía parte, a una edad muy tierna, cuando más bella era, de este lado de abajo de la realidad.
Porque con la muerte de quien amamos, por razones misteriosas, el mundo se embellece; se llena de su
ausencia.

¿Dónde su anhelo, su ilusión dorada,


sus manos de paloma en la ternura,
su piadosa mirada, la dulzura
de su presencia en sueños no soñada?

¿Dónde la fiel comarca iluminada


de lirio y ángel y de azul y albura
circundando su paso y su figura,
por el amor del polvo rescatada?

¿En dónde ahora el mundo de su risa


que poblaron muñeca y gnomo alado?
¿Dónde está su contento y en qué brisa

florece el eco de su voz sellado?


¡Cállelo el corazón que la eterniza
mientras acrece el duelo lo callado...!
Entonces... ¿para qué la poesía? ¿Para qué los poetas? ¿Para seducirnos con la belleza de la muerte?
¿Para incitarnos a la soledad y al sufrimiento?
¿Para qué vinieron a este mundo Tomás Vargas Osorio, Helvia García de Bodmer, Juan de Dios Arias,
Carmen de Gómez Mejía, Gustavo Cote, Rosalina Barón, Xavier Carreño Harker, Rafael Ortiz González?
Este sartal de preguntas que he venido formulando en estas páginas que hoy leo, no obstante, como
homenaje a nuestros poetas muertos, quisiera responderlas con una sola frase. Una frase rotunda y
reveladora, como las que suele usar la escritora Marguerite Yuorcenar, a quien parafraseo: Vinieron,
vivieron y sufrieron, “...para salvarnos de la felicidad”.

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