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Yirama Castaño
Ricardo Nieto
Augusto Pinilla
Elkin Restrepo
PRÓLOGO
Pregunta difícil de responder, sobre todo cuando por estos pagos pareciera que siempre la desgracia
estuviera a la vuelta de la esquina. No quise arrancar con el consabido la poesía... Preferí, como El
Principito de Saint-Exupéry, sin retirarme para nada del lugar de los acontecimientos, arrastrar varias
veces la silla y así mirar los diferentes atardeceres en que se planteó el asunto. En esa actitud debe haber
influido sin duda mi otra profesión: la fotografía. Ahora sin más rodeos, como se dice por ahí: a lo que
vinimos.
I
CUANDO SE HAYA IDO EL GAVIERO
II
ACECHOS
Entre tanto
Ellos
Que ni siquiera saben quiénes son
Se arrastran sin temor
Y apuñalan los sueños
Entran por las ventanas
O derriban las puertas
Nos levantan del lecho
Y nos cargan a golpes que no tienen regreso
Acechan nuestras manos transidas
Y calculan el golpe
Para el momento exacto
III
EL SILENCIO TE REVIENTA
o te enriquece
Igual que el trago
que el sexo
o que Dios
LAS PALABRAS
Lo más impuro
lo más contaminado
El material más agotado
con el que se puede componer una coartada
IV
A VECES LA CIUDAD PARECE DE OTRO PLANETA
Y las consabidas calles nos parecen extrañas
Nuestros amigos son extraños
Nuestro cuarto es extraño
La visión desde la ventana cambia
Y caminamos como extraños
Nadie escapa de esto
V
TENER UN AMIGO
La mesa servida
La comida caliente
El choque de los vasos para brindar
La luz de la vela para la conversación
Y un clavo para colgar la chaqueta mientras
nos guarecemos del desvarío de la calle
ESTAR CHARLANDO
Pasar la tarde en el intento de esquivar
los lancetazos del dios del tiempo
que nos mostrará su obra en los espejos
Sacarle el cuerpo
al dolor cotidiano
mientras el agua borbotea
anunciando la proximidad del tinto
VI
CÓDIGOS Y CONTRASEÑAS
Hola y adiós
Un sombrero negro
El cabello recogido
El beso lanzado antes de abordar el autobús
que te llevará a tu día de rutina
El entrar de puntillas a casa
para no despertar a los demás
y luego hacer el amor como dos salvajes que se trenzan
en un ritual de vida y muerte
Las manos transidas por debajo de la mesa
El brazo que rodea la cintura
suave y silenciosa
VERTE EN EL PARQUE
Un oasis
Una trampa a lo deleznable
El aleteo tibio de un pájaro
que va a emprender el vuelo
VII
LENGUAJES SECRETOS
VIII
SIGO ESCUCHANDO LOS GRITOS DE LA PEDREA
Sigo viendo la sangre brotar de la mejilla de mi amigo
Sigo presintiendo
el golpe que destroza mi espalda
y abre mi pecho
mientras la brisa acaricia mi rostro
y la mirada se me nubla en el horizonte
antes de caer desparramado
sobre la hierba
recién mojada por la lluvia temprana
con la piel todavía tibia
para luego quedar inerte
como tantos otros
con la sangre que escapa
para formar un charco indeleble
hasta la próxima lluvia
en el lugar de la caída
IX
Encadena
al destino
con una palabra
para no encontrarte
perdido en la oscuridad
Siempre
hay un nuevo laberinto
para perdernos
por eso es necesario
saber los códigos secretos
XI
EL HOMBRE DE LOS PRESAGIOS
Ha visto caballos
que atraviesan desbocados las calles
en las noches cerradas como broches de hierro
Y él
ciego
eternamente ciego
Pero no por ello
hombre encerrado en una torre
sitiada por aguerridos arqueros
No descansa en su búsqueda de una almenara
En medio de la oscuridad artera y certera
XII
XIII
XIV
IR AL CEMENTERIO
Asumir la escritura de la carta postrera.
Dejar unas flores
para que sean estragadas por el viento.
Reanudar la conversación interrumpida.
XV
BERENICE
Diecisiete años.
Cabellos cortos.
Delgada.
Ni muy alta ni muy baja.
Escucha irredenta de Janis Joplin.
Fumadora empedernida.
Casi siempre, botas.
Faldas a cuadros o negras, cortas y anchas.
Camisas de colores.
No al brassier.
Senos pequeños.
Varios amoríos.
Cartel de Rolling Stones en su cuarto.
Dos papeletas de marihuana
en el cajón de la mesita de noche
al igual que sobre ella
una fotografía de un muchacho de pelo largo
que sus padres dijeron no conocer.
Un letrero pintado
sobre la cabecera de su cama
a todo color, ¡HELP!
XVI
ELLOS YA NO SON
lo que se pensaba que iban a ser...
Y ni siquiera cuanto querían.
Nadie sabe qué va a ser de sí
porque la vida nos juega
a cada rato malas y buenas pasadas.
De Rubén Darío jamás volví a saber nada.
Alcocer, ese era su apellido, se largó a la China.
Dairo sigue pintando mujeres desnudas, en París.
Jorge escribe y escribe para cuantas revistas haya.
Humberto no para de hablar en los cafés.
Carlos nunca escribió
su tan anunciada novela
y ahora es pastor de una secta protestante.
María Elena no fue arquitecto
ni bailarina
tiene dos hijos y jamás escribe una carta.
Luis ya casi no pinta.
Antonio murió de una enfermedad
que durante mucho tiempo no pudimos entender.
A Yezid lo mataron y nunca se supo por qué.
Gabriel estuvo en Europa
y ahora dicta clases de literatura.
Enrique se fue a la guerrilla y lo mataron
lo último que vi de él fue su fotografía en un periódico.
Harold cada vez escribe menos y bebe más.
William ahora vive exiliado en Suecia, manda cartas.
Marcela está loca y se cree periodista.
Alberto sigue haciendo títeres...
XVII
Debo entender
que es mejor
ser un peleador callejero
a morir de viejo
tirado en una cama astrosa
XVIII
XIX
A pesar de todo
la magia existe
y está en cada cosa
en las puertas
en las ventanas
bajo una cama
o en el canto de una pared
XX
A pesar de todo
usar el cuerpo como un lápiz
XXI
XXII
El revés
se endereza
cuando empiezas a contarlo
XXIII
XXIV
Escribo
como pretexto para
encontrar la desgarradura de vivir
y tratar de apagar las llamas
de este infierno
EPÍLOGO
Espero que haya cumplido el encargo, que de alguna manera haya respondido, así sea de manera parcial,
la pregunta. O por lo menos que los textos anteriores no hayan sido unos palos más de ciego en el asunto.
No sólo los poetas hacen poesía ni tampoco son ellos los únicos que la escriben. Y a pesar de su presencia
permanente y de su comprobado poder de resistencia, muchos todavía se preguntan ¿para qué la poesía en
tiempos de desgracia?.
La inquietud puede remitirnos de inmediato a su utilidad. Y comienzo por evocar el pensamiento del
escritor norteamericano Raymond Carver: “Las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener
el poder de los actos”.
¿PARA QUÉ?
He oído y leído múltiples respuestas a preguntas básicas como quién, dónde, cómo, cuándo, porqué y
para qué. Por mi formación como periodista sé que el primer párrafo de todo artículo debe llevar estas
respuestas, así me haya rehusado a contestarlas muchas veces en honor a la gracia de la literatura, que no
pretende resolver sino darle rienda suelta a las posibilidades del interrogante, fuente primera de la
imaginación.
Dijo Carl Joung al prologar el libro de las mutaciones: “No debiéramos recurrir a los cadáveres para
estudiar la vida.” Nos partieron el mundo en dos: la vida y la muerte. El cuerpo y el alma. El bien y el mal.
La luz y la oscuridad. El amor y el odio. La guerra y la paz. La derecha y la izquierda. El norte y el sur.
Oriente y occidente. La palabra y el silencio. La riqueza y la pobreza. Lo grande y lo pequeño. El pasado y
el futuro. Los perros y los gatos.
Como aquel que tiene dos amores, se supone que al elegir uno inevitablemente perdemos el otro.
Estás vivo hasta que mueres. Pierdes tu cuerpo, pero el alma es eterna. El bien siempre triunfa sobre el
mal. El odio es el primer paso del amor. Al final del túnel está la luz. Después de la guerra viene la paz. La
derecha está de moda, pero la izquierda es el hemisferio de la creación. Cuando se está perdido en el sur
hay que mirar al norte. Occidente es el poder detrás del trono, pero el trono está en Oriente. La lucha
siempre será contra la pobreza. Lo grande esconde lo pequeño. El pasado es la ilusión del futuro. Los seres
humanos se dividen en perros y gatos. O como repite el adagio, media humanidad vive de la otra media.
¿Para qué entonces? ¿Para hallar el espacio entre uno y otro problema, que según algunos es el
momento de la felicidad? ¿Para tomar uno de los dos caminos? ¿O simplemente para no tomar ninguno?
“Las palabras, las palabras exactas y verdaderas...” Pensar antes de hablar. Pensar antes de escribir.
Pensar antes de hacer. Pensar antes de no hacer. En el campo del pensamiento siempre existe la esperanza
en un mundo. Y en ese inmenso territorio también es posible guardar el sueño de un cambio de sociedad y
de una transformación individual e histórica. Retomando a Estanislao Zuleta, la exigencia mayor está en
pensar por sí mismo. Pero tampoco basta, según Zuleta, porque a esta exigencia corresponde de nuevo un
reto mucho más alto: ¿seremos capaces de vivir de acuerdo con lo que pretendemos pensar?.
Antes de oír por primera vez la pregunta sobre la utilidad de la poesía, escribí sobre aquellos que
conocía, sobre mi pequeño mundo, es decir el grupo de amigos que creíamos que a través de la literatura
podíamos fundar una “común presencia” y “contribuir a la confusión general”, como lo promulgara Aldo
Pellegrini.
Mi descripción sobre mi generación, nuestras circunstancias y nuestra responsabilidad fue: “Pero
sabemos guardar el aliento. Somos quienes piensan en la única oportunidad que nos queda: Profanarle su
tumba al amor”. No había más remedio que decirlo así. El exterminio de la Unión Patriótica, el Palacio de
Justicia, la tragedia de Armero, el asesinato de los candidatos presidenciales marcaron nuestra juventud y
la muerte se convirtió en imagen recurrente, en pesadilla volátil y en habitante de nuestros textos. Los dos
polos se atraen. La vida, la muerte. El amor, el odio. El país, nosotros, los otros. Pero este pensamiento no
fue suficiente.
La pregunta fue hecha después en alguna lectura de poemas. Y algún afamado contestó que para nada.
La respuesta me molestó profundamente. ¿En dónde está la gracia? ¿No basta la común presencia? La
única respuesta que encontré fue la congruencia entre escribir y ser.
Por eso me vi obligada no sólo a aclarar mi posición sino también, a través de ella, a hacer una mínima
reflexión sobre el oficio de escribir y sobre aquellos malabaristas, expertos en la forma de las palabras,
que dejan el fondo para mejores tiempos y ojalá después de una buena digestión.
Como ser humano que busca una respuesta, en medio de la muerte como sustantivo, el verbo profanar
es el mayor acercamiento que pude encontrar para la vida. “Opuesto a lo que algunos puedan pensar o
escribir, la poesía sirve para profanar. Y este verbo es mucho más que sacar la tierra de los muertos, o
llegar hasta el tú después de excavar en el yo, o espiar por la rendija del paraíso. Profanar es habitar el
silencio para darle forma de boca roja”.
LA POESÍA
No hay poetas sin poesía, pero sí hay poesía sin poetas. La poesía no puede ser una revelación del Yo del
poeta, íntimo y egoísta, a menos que ese yo, esa primera persona que habla, sea como lo dice el ensayista
Hans-George Gadam “el yo de cada uno”, la presencia generosa del otro, del tú que mira, del tú que
habla, del tú que escucha. De la respiración compartida en las montañas, en los bosques, en las calles, en
los países, en las ideas, en las voces.
La poesía es un proyecto, una actitud, una acción, una opción, una visión de vida. El que tiene esta
virtud o este mínimo ético como principio no puede pretender ser maestro, sólo vivir como aprendiz, tan
intensa y sutilmente como pueda.
Me guían aquí las palabras de Virginia Wolff:
Y deseo que jamás tenga necesidad de leer acerca de mí misma, ni de pensar acerca de mí misma, hasta que
esté terminado, y que pueda limitarme a mirar firmemente mi objeto y a pensar sólo en expresarlo. Qué
trabajoso es dar cuerpo a todas estas ideas, y tener que estar con mi mente perpetuamente expuesta, abierta e
intensificada por el calor de la creación a las andanadas del mundo exterior. Si mis sentimientos no fueran tan
intensos, me sería más fácil seguir mi camino.
La poesía, como proyecto, no existiría sin el reconocimiento de la tensión, del conflicto entre el afuera
y el adentro, sin el reconocimiento de las dos caras de la moneda en un solo ser, sin la presencia inevitable
del diablo y el ángel, de Caín y Abel, del espejo y el reflejo. De la cuerda floja entre ese mundo pequeño,
complejo, cruel, turbulento y humano y ese otro mundo natural, generoso, místico y lúcido.
La poesía es presencia vital, ejercicio continuo del pensamiento, rigor y vigor, divulgación permanente
de la diferencia, participación activa, filosofía, ciencia humana, volcán de color sobre el óleo, esencia
esculpida en piedra, resonancia del actor, 24 formas repetidas en la pantalla, música, ritmo, tono, mano
tendida en el semáforo, rebeldía contra el tiro de gracia.
La poesía como actitud es “vivir y encontrar”, para el físico Erwin Schrodinger, “primer y más
profundo motivo de perplejidad”.
La poesía como opción es compañía. Siguiendo el poema de Cesare Pavese, que si viene la muerte
tenga tus ojos.
La poesía como acción es manifestación de la ironía, palabra precisa y acto provocado, memoria
colectiva.
La poesía como visión la encuentro en las palabras de Marcel Proust: “No tengas miedo de ir
demasiado lejos, ya que la verdad se encuentra aún más lejos”.
El toque de la poesía es discreto pero contundente. Es prudente, pero nunca renunciará a la posibilidad
de la ironía y la irreverencia. Cuando leo un buen poema o cuando descubro en el encuentro una actitud
poética, sé que estoy en lo correcto, no por el cumplimiento de los giros gramaticales, sino por que fue
capaz de cambiar un segundo de mi vida, de hacerlo diferente al anterior. De habitar mi silencio y el de los
demás, a quienes no podré evitar contarles este descubrimiento. El toque de la poesía es la boca roja que te
besa, la boca que habla, la boca que muerde, la boca que aprieta sus dientes por temor o por dolor, la boca
que no deja entrar los dedos.
EN TIEMPOS
¿Cuáles son estos tiempos? ¿Tiempos del pasado? ¿Tiempos del futuro? ¿La nueva era? ¿El nuevo
milenio? ¿Los tiempos oscuros? ¿Qué lugar le corresponde a la poesía en la línea del tiempo? ¿Desde
cuál espacio de estos tiempos puede ser oída?
Dice Pavese: “Casi todos –parece– rastrean en la infancia los horrores del ser adulto. Indagar en este
vivero de descubrimientos retrospectivos, de pavores, en este hallarse prefigurados en gestos y palabras
irreparables de la infancia. Las Florecillas del Diablo. Contemplar sin tregua este horror: lo que ha sido,
será”.
Apariencia de tiempos. Tiempos de ilusión. Ilusión de tiempos. Tiempos de justificación para tiempos
de guerra. Juego de tiempos revueltos, de turbulencias.
Me asiste la convicción de que nunca como ahora necesitamos una poesía en tiempo presente. Ante el
descubrimiento de nuestro mapa genético, estamos enfrentados a un tiempo de clonación. Es decir, que los
tiempos de la opresión han cedido ante los tiempos del dominio pragmático. La orientación de la reflexión
se dirige peligrosamente hacia la uniformidad. Miles de seres humanos creen en los tiempos y en que la
belleza es alta y flaca.
La poesía siempre será la voz presente, precisa y única. Ayer, hoy y mañana no son tiempos, son
vivencias. Mientras la narrativa de la actualidad cuenta su cuento efímero y pierde su efecto en el olvido,
la poesía basa su mensaje en el presente y la memoria.
Vuelvo de nuevo a la concepción del mundo de Erwin Schrodinger, ganador del premio Nóbel de
física:
Porque eternamente y siempre es sólo ahora, este único y mismísimo ahora, el presente es lo único que nunca
acaba. En la contemplación de esta verdad (raramente consciente para el individuo que actúa) se encuentra la
base de cada acción ética y valiosa. Evita que el hombre noble se juegue el cuerpo y la vida, únicamente por
una meta reconocida o tenida por buena, sino que –en raros casos- se entregue con corazón tranquilo, también
allí donde no hay esperanza alguna de salvar su persona.
DE DESGRACIA
Creo que la desgracia no es solamente la guerra. Algo de culpa tienen también la soledad y el vacío
espiritual. Schrodinger puede advertirlo desde la aparente rigidez de la mecánica cuántica:
La mayoría se ha quedado sin apoyo ni guía. No cree en ningún dios ni dioses... el profundo e ilimitado
egoísmo alza su sarcástica cabeza y dirige con su puño irresistible, formado por viejos trucos, hacia el timón
de un buque que se ha quedado sin capitán.
Una de las premisas básicas de nuestro funcionamiento, como herencia genética, es el ataque y la
defensa. El organismo está en lucha permanente. Cesare Pavese parece describirlo:
Todos los hombres tienen un cáncer que los roe, un excremento diario, un mal a plazo fijo: su insatisfacción;
el punto de choque entre su ser real, esquelético, y la infinita complejidad de la vida. Y todos tarde o
temprano lo advierten.
¿En manos de quiénes la vida de los demás se diluye? El poeta Rainer Maria Rilke no dejó de decirlo:
“Nosotros, por nosotros mismos ofendidos, gustosamente ofendiendo, vueltos a ofender por necesidad”.
¿Cuáles son los hombres que engloban el pensamiento? ¿Quiénes reducen las diferencias a una sola
diferencia? Las palabras de Estanislao Zuleta vuelven a activarse:
Porque si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra hay que empezar por confesar, serena y
severamente la verdad: la guerra es fiesta. Fiesta de la comunidad al fin unida con el más entrañable de los
vínculos, del individuo al fin disuelto en ella y liberado de su soledad...
No se aceptan del todo los destinos cuando los hombres están errantes en medio del combate. Así lo
dejó escrito el novelista nigeriano Chinua Achebe: ¿Qué es lo que tiene que hacer un pueblo para aplacar
una historia envenenada?
El poder se defiende de sí mismo creando sus propios monstruos. Venimos a esta vida una sola vez. No
somos solamente paisanos, también e irremediablemente mundanos.
Nadime Gordimer retoma las palabras del poeta Yeats: “de la lucha con los demás hacemos retórica,
mas de la lucha con nosotros mismos hacemos poesía...” y agrega ella: “Son los poetas quienes
interiorizan la lucha con los demás –la lucha política– dentro de la lucha con ellos mismos: la cuestión del
ser”.
Y para responder la pregunta que dio origen a este texto finalizo con el poema de Mongane Wally
Serote, que Nadime Gordimer convirtió en lección para todos los que buscan esas palabras, exactas y
verdaderas: “Heridos, en situación precaria, pero pendientes de un nuevo amanecer”.
Una mañana
mi pueblo estará pendiente
de un amanecer...
nos enfrentaremos al sol...
dejando atrás
tantos muertos
heridos
locos
tantas cosas absurdas
habremos enterrado el
apartheid -¿Cómo nos
daremos la mano,
Cómo nos abrazáremos
ese día? ¿Cuáles serán
nuestras primeras palabras?
POESÍA EN TIEMPOS DE PENURIA
Juan Gustavo Cobo Borda
Escribir hoy día poesía en español, en Hispanoamérica, es, en primer lugar, sentirse parte de una tradición
muy rica. Una constelación de grandes figuras que bien puede partir de Jorge Manrique, Garcilaso de la
Vega y San Juan de la Cruz para llegar a Neruda, Borges u Octavio Paz. Eso te da aliento e ímpetu y al
mismo tiempo te asusta e inhibe. Pero el poeta es el ser de la contradicción.
¿Poeta en el siglo XXI? Quizás no haya nada más irrisorio y al mismo tiempo nada más reconfortante.
Estar donde no se debe. En el lugar que uno mismo ha elegido. Donde la fatalidad se trueca en hermosa
necesidad.
Eso, en un mundo rutinario, donde solo subsisten mercados, puede depararte felicidades imprevistas.
Ni el éxito ni el lucro. Ni siquiera el progreso. La poesía refuta todo ello. Estás al margen. No intentas
ser rico, ni tampoco te sientes enfadado porque las empresas quiebran, la economía se desploma y los
gobiernos no sirven. Ya lo sabías: Ezra Pound te había enseñado lo devoradora que puede llegar a ser la
usura: “Con usura / no se pinta un cuadro para que perdure y comparta la vida sino para venderlo y
venderlo sin tardanza”.
2. LA EDUCACIÓN POÉTICA
Robando versos de otros y creyendo que son suyos. Sólo así, poco a poco, encuentra su voz. Donde
innumerables capas geológicas se han superpuesto para dar origen a esa colina sorpresivamente verde. La
de su tono y su ritmo. La difícil impersonalidad de una música compartida. El Neruda de “Las furias y las
penas”. Un cuento de Juan Carlos Onetti: “Bienvenido, Bod”. El amor loco, de Andre Breton. El bosque
de la noche, de Djuna Barnes. Quizás Rilke. Piedra de sol. El hacedor. Desordenadas, arbitrarias,
dependientes de un extraño azar, estas lecturas no pueden impartirse en una universidad o en un taller de
poesía. El taller es uno mismo. ¿Por qué siguieron siendo obstinadamente autodidactas, toda la vida, esas
figuras llamadas Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis?
Porque era gente tan risueñamente seria como para saber que ni un examen ni un título podría
tranquilizarlos sobre la avidez insaciable de su búsqueda. Búsqueda que nunca termina, y que solo el muy
severo tribunal de la propia poesía juzga.
Tienes que medirte con los mejores, Dante y Shakespeare, Lope de Vega y Quevedo, para trazar así sus
propios límites. La medida de tu ambición y tu fuerza. La poesía puede ser bálsamo y consuelo, e incluso
mentira consentida, pero también resulta implacable veredicto. En ella no es posible engañar por mucho
tiempo. Te denuncia. Los malos versos mueren solos. Ellos educan al poeta, en su intento siempre fallido.
Con su habitual lucidez lo dijo Oscar Wilde: Toda la mala poesía es siempre sincera. La sinceridad, la
autenticidad, el compromiso: la poesía no tiene nada que ver con tales asuntos. Ella crea una falacia, un
artilugio, la ficción de un espejo donde parecen acentuarse las arrugas. Y en dicho laberinto
comprendemos cómo el Minotauro somos nosotros mismos. La poesía liquida los saldos de ese almacén
de baratijas donde creemos vivir tranquilos. Recuerdo aquí a Cocteau.
Me encanta la nerviosa fragilidad con que se interna en sus sueños, con pasos de arlequín, para
descubrir cómo también la frivolidad convocaba a la muerte.
Pero en otras ocasiones prefiero las múltiples máscaras con que Picasso pretendía engañar su miedo.
Máscara africana, máscara de Delacroix, máscara de Manet, necesarias para abrir un espacio entre él y sus
demoledores fantasmas. Fantasma de viejo impotente. De mono lúbrico acariciando estatuas de mármol.
Se quedará solo, ante la dorada sombra donde Rembrandt envejece sin ningún subterfugio. Graba los años
y nos redime a todos de esa peste incorregible.
Como la poesía, también la pintura es un juego, inexplicable, sí, pero también irrefutable. Almas
gemelas formulando similares exorcismos.
El que Flaubert expresó de modo inolvidable: “Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del
fuego”.
4. EN MALAS COMPAÑÍAS
De todos modos la poesía anda del brazo de la filosofía, baila con la música y resulta tan risueña como
grave. Tan amarga como irónica. Resiste y se entrega, allí donde todo es posible. En el ilimitado reino
donde la imaginación permite levitar a esa realidad rugosa y ruin. De todos modos la pintura será siempre
el iluminado libro de lectura de la poesía. Me han marcado más ciertos cuadros que ciertos libros.
Piero della Francesca, la “Betsabé” de Rembrandt, los largos desnudos de Tiziano.
Si cada cuadro es único, la poesía tampoco es cuantitativa. ¿Eran 800 los ejemplares que editó
Rimbaud de sus dos únicos libros? ¿1000 los que publicaba Rubén Darío? Y cada uno, en su lengua,
cambió esa lengua. Modificó su rumbo. Obligó a tenderos y abogados, policías y enfermeras a mirar el
mundo de otra forma. A expresarse en una lengua más musical, libre y precisa. A memorizar incluso: “La
princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa?”, sin conocer princesas ni el resto de la incomparable obra de
Darío. Y así, lenta, sigilosa, casi insensible, la poesía nos acompaña y se cuela en nuestra vida.
Asume el dolor, reconoce el fracaso. Se burla de los que tienen agenda. Recrea la vida, criticándola a
fondo. Sugiere otra vez lo esencial, en medio de tanta basura informativa. Pone todo en duda y reconforta
sin cobrar por la consulta.
Por ello en poesía nuestro gusto se torna ecléctico y hospitalario.
En esa gran antología llamada lectura no es menos importante Enrique Molina que Robert Lowell. No
son menos nuestros un nicaragüense, Carlos Martínez Rivas, que un griego como Giorgos Seferis. O en
prosa Proust que Conrad. La literatura no requiere de aduanas, pasaportes o banderas. Incluso la
traducción menos inspirada es capaz de traernos el punzante aliento de la mejor poesía. Su dulce garra
infalible.
La poesía es lo obvio. Lo mismo, dicho de forma original y distinta. Lo cotidiano que se torna imprevisto.
La fascinación que ya se ha secado y nos hiere y mancilla con su absurdo dominio y el desengaño que nos
libera con su insospechada y reconfortante alegría. No podrás escapar ni a la tiranía del amor ni a la
inclemencia de la musa.
Y sin embargo... siempre vuelve el fantasma, próximo y evasivo, que tocamos, respiramos y
percibimos y que al romper la rutina nos encadena a nuevas y sorprendentes dichas. Lo dijo Nestroy al
referirse al lenguaje: “Yo hice un prisionero, y él ya nunca me dejará libre”. Nos condena a no
conformarnos nunca. A tratar de que esa proliferación acezante que es la vida tenga algún sentido y
otorgue voz a los que pasan y se olvidan, mudos. Quizás por ello me agobia vivir dentro de un lenguaje
plano y conformista, que sólo tiene una dimensión de uso, ya conocida, donde todos parecen repetir lo
mismo: el alto costo de la vida. La misma quejumbre. El mismo chisme. Hace falta que las palabras
recobren energía. Se carguen de magnetismo. Digan lo que ya hemos olvidado y que resurge lavado por
una nueva dicha.
Incluso venciendo peligros, dejando atrás una cierta cobardía moral y un cierto taimado sigilo, propio
de la conturbadora realidad en que mal sobrevivimos. Qué lección admirable la que nos dieron los poetas
rusos, en ese siglo de plata donde conviven Block y Pasternak, Ajrnatova, Tsvietaieva, Esenin, Jlébnikov
y Mandelstarn. El riesgo de escribir poesía, de jugar con las palabras, se pagaba con la vida.
La poesía está en la obligación de ser astuta y recursiva. De buscar indirectamente las palabras
prohibidas por la intangible censura que ensucia nuestros días y superar ese fraude donde ya todo parece
haber sido dicho y nadie escucha sino su propio, inagotable vacío. Esos lugares comunes. Esos tópicos
previsibles. Ese mar de babas.
Aullar, si es el caso; o callar, sin excusa. O escribir para que el silencio suene, se dilate, y amplíe el eco
infinito de la música. Para que el lenguaje se salga de madre y al terminar de leer un poema ya no seamos
los mismos. En él algo nos confirma y algo nos sacude, hasta ponernos la piel de gallina.
En Colombia, en estos días, la poesía se ha vuelto más urgente. Casi imprescindible. Apela a la redentora
fragilidad humana de cada día. A la tenacidad con que se subsiste. Aspira a lograr ese puente capaz de
sobrepasar el horror, el temor y el desamparo. La zozobra física.
Se ha vuelto necesaria para acompañarnos a recorrer los 40 días que dura cruzar el desierto. La poesía,
además de darnos un sentido de pertenencia y arraigo, nos impide convertirnos en exiliados definitivos.
En desplazados que no sólo carecen de casa y jardín sino también de urna para preservar huesos y cenizas.
Memoria del padre y la madre. Cuentos de los abuelos. Leyendas de la tribu.
Y paradójicamente, como siempre sucede, el rostro que adquirimos al vivir sumergidos dentro del
poema y respirar con mayor ímpetu se disuelve en la fraternidad de lo humano. Eres finalmente solidario:
no concibes, en ninguna parte, ni la obtusa animalidad de las bestias ni mucho menos el tortuoso recurso a
la violencia. La poesía termina por darte una patria: la lengua, que tantos poetas, en prosa y en verso,
enriquecen y remozan confiriéndole autonomía y pertinencia.
Las palabras entran al Diccionario de la lengua española solo luego de que los poetas las han usado,
manchándolas con su saliva. Y se han divertido con ellas, ajándolas y profanándolas. Quizás todas las
palabras estén en el Diccionario aguardando a que las inventemos de nuevo.
Subvirtiéndolas, desquiciándolas. Humedeciéndolas con nuestras pasiones. Mostrando su lado oscuro
con nuestras mezquinas bajezas. Sintiéndolas vivas en sus altibajos de exaltación y repudio. De canto y
lamento.
Nos desnudan pero a la vez resultan nuestra única certeza a la cual aferrarnos, con uñas y dientes.
Celebración y a la vez cuestionamiento, la palabra busca conquistar un cuerpo y a la vez encarnar en él.
Hacerse cuerpo. Pero ese cuerpo puede ser fantasma o mito. Lenguaje condenado al olvido o que resucite
al tercer día.
Cuando el mal se torna ubicuo, y de todos los puntos cardinales surge la depredación y la acechanza, la
poesía intenta conferirle humanidad a una historia demente y enloquecida. A una esquizofrenia colectiva
donde todos hablan pero donde todos los discursos esconden su ambición por hacerse dueños y señores no
solo de la tierra sino también de la palabra. Su palabra exclusiva.
Pero hay también un arte que no hemos aprendido aún y que solo depara la poesía. El arte de saber perder
el tiempo. El tiempo no se gana en un objetivo concreto. En una programación de principios de año. En
escribir siete cuartillas. ¿Cuánto tiempo necesitamos en aprender a sentir? ¿En intentar el inagotable
milagro de una lectura a fondo? ¿En comenzar a olvidarnos de nuestra tensa impaciencia, ante un cuarteto
de Mozart?
¿En entender que Velásquez pintó sólo el aire? Toda la vida. Hay que quedarse alelado, al contemplar
el vacío. Y eso nos lo da la poesía. Perder el tiempo. Dilapidarlo. Disolverlo, por completo, en pos del
poema que aún no existe. Que ya se anuncia y ya se fuga. Qué buen motivo para intentar lo absoluto de la
poesía. Para cantar, cada día, a la musa, como lo pedía Robert Graves. Para resistir medio siglo. Y otro
más. Próximo a los 54 años, en un octubre de 2002, y desde Bogotá, confieso que Vladimir Holan, un
poeta checo cuya lengua ignoro, me trae la confianza irreversible en la poesía:
HACIA LA POESÍA
“Enfrente lo terrible
hasta hacerlo risible”
(Samuel Beckett)
POETAS EN TIEMPO DE PENURIA
Augusto Pinilla
¿Para qué la poesía en tiempos de penuria? La pregunta, tan propia en un filósofo alemán, y Heideger lo
era, me desborda. Aunque desde hace años la encuentro aquí y allá, en cuanto libro o texto sobre poesía se
escribe, la verdad que me deja indiferente. Al respecto, tantas respuestas se han dado como respuestas
suelen generar “las grandes preguntas”. Un bonito ejercicio sería reunirlas todas y catalogarlas para salir
rápido del asunto. Y lo digo, sin querer restarle verdad a ninguna de ellas. Así debe ser, como allí se
responde y explica. En mi caso, perdóneseme la arrogancia, no me va ni me viene. Sé que vivimos
tiempos difíciles, ¿cuáles tiempos no lo son?, y que en ese duro combate entre la luz y la sombra que
define a la vida, los para qués, si es que existe una lógica, habría que extenderlos entonces a todo acto
humano. Por supuesto, se dirá, la poesía responde a un alto destino, de allí su responsabilidad para con un
tiempo y una sociedad. Las ideologías, siempre cínicas a éste y demás respectos, cuando nos aleccionan,
nos llenan aún más de desconfianza. Los años, que no pasan en vano, ya han hecho, creo, claridad en la
materia.
¿A dónde voy, se preguntará alguno? Voy a una verdad muy simple. A la poesía (hablo desde mi
modesta experiencia) la tienen sin cuidado los para qués; las “grandes preguntas” no afectan su
naturaleza. Estoy seguro que Paul Celán, para decir lo que dijo, siendo alemán, no tuvo que ponerse a
cavilar y resolver el problema como condición previa. Simplemente dijo lo que tenía que decir, lo que
sentía que tenía que decir. De antemano la poesía no sabe qué decir, no cumple un programa, no tiene
derroteros definidos, pues la mueve el espíritu, que poco o nada sabe de razones, y sí mucho del valor, la
compasión, la bondad y la alegría humanas. De una urgente necesidad de justicia y salvación universales.
Habrá que esperar, pues, a que se escriba el poema para saber hasta dónde, de qué modo, él ofrece una
visión de la época, hasta dónde cumple con lo suyo en épocas de penurias. Oscura, dolorosa y
hermosamente, como sabemos, Celán lo hizo con su poesía; allí están, pese al hermetismo de sus versos,
la condena del nazismo, el drama y miserias del holocausto judio, también el amor y el llamado a una
redención.
Hoy los colombianos vivimos una tragedia. Caín mata, por las peores razones, a su hermano Abel. Y,
mientras esto siga sucediendo, la poesía tendrá mucho que decir, como lo está haciendo, incluso desde su
silencio. A menos que el ESPÍRITU nos haya abandonado, cosa improbable, porque el espíritu es la vida.
Ninguna época, que se sepa, ha sido traicionada por la poesía, lo que obliga a depositar aún más
nuestra confianza en ella.
En célebre ocasión, el novelista William Faulkner afirmó su fe en la invulnerabilidad de hombre. La
poesía, que es inmortal y eterna, como dijo Borges, es la prueba.
3-3-03
LA POESÍA COLOMBIANA FRENTE AL LETARGO
(A propósito de una frase de Hölderlin)
Juan Manuel Roca
Crear arte en Colombia, y tomo la poesía como nombre genérico para él, muchas veces nos remite a la
divisa que René Char dejó registrada para hombres de diferentes entornos y sociedades: “la lucidez es la
herida más cercana al sol”.
Ejercer esa lucidez en medio de un país cruento donde la guerra siempre viene después de la
postguerra, no resulta propicio cuando ese mismo país parece fijo como una bicicleta estática a un paisaje
de barbarie acrecentado por diferentes fases de la violencia: la partidista, la guerrillera, la de la
delincuencia común, la del terrorismo de estado y sus eslabones paramilitares, la del narcotráfico... La
masacre de hoy borra la masacre de ayer pero anuncia la de mañana.
El creador de poesía tendría que ser muy ciego para que todo ese entorno no se filtrara en su obra.
Aunque hay quienes parecen habitantes del país de Catatonia. Son muchos los que operan a la inversa del
hombre que come una alcachofa. Este la deshoja hasta encontrar su centro, su corazón. Los poetas en
mención, por el contrario, le agregan hojas y hojas a ese centro hasta ya nunca percibir su aliento, su
respiración.
Por supuesto que la falsa y preconcebida poesía que quiere a todo trance hacer el registro sociológico
de la vida del país, anclándose en una mirada puramente historicista, ha dejado momentos de precaria
realización, en los que cuenta más el qué decir que el cómo hacerlo.
La pregunta de Hölderlin, para qué la poesía en tiempos sombríos, acá tiene unos matices particulares,
porque todos “nuestros” tiempos han sido aciagos, lo que nos llevaría a un silogismo y a pensar que nunca
tendría sentido la lírica en estos feudos.
No voy a intentar, ni lo quisiera, hacer una vez más el diagnóstico de nuestra violencia. Trato, mejor,
de señalar esta escindida razón de ser de la poesía en tiempos en los cuales está en crisis la palabra.
Esta doble condición parece antípoda: por una parte el deseo del canto en medio de la guerra, por otra
la expresión poética ahogada dentro del caos y la crisis que jalona la falta de credibilidad en el lenguaje,
cuando la palabra pan no reemplaza al pan, cuando la palabra libertad casi siempre está en boca de
carceleros, cuando la palabra paz está deshabitada. Con la palabra paz, o con la idea de que impera la paz,
nos estamos engañando “sólo porque todavía podemos salir a comprar el pan sin que nos acribille un
tirador emboscado”, dice Hans Magnus Enzensberger ante las guerras civiles posteriores a la Guerra Fría.
Son palabras, ojalá globalizadas, que debían tener fuerte resonancia en un país como Colombia donde,
cada vez más, la guerra toca a nuestras puertas, cerca a los reductos urbanos en los que nos creemos a
resguardo de una mayor barbarie.
PALABRA EN CRISIS
Por esa suerte de vasos comunicantes –casi siempre paradójicos– que hay entre la realidad más inmediata
y la poesía que intenta transgredir y ampliar la realidad, la crisis de la palabra resulta un difícil estímulo,
riesgoso o delirante pero estímulo, para buscar el habla justa y las esencias que hay bajo su piel. Se trata
de intentar un lenguaje que no sea cortina de humo a la manera de los políticos de tribuna, gentes de la
contingencia inmediata que tienen el dudoso don de hacer espuria toda palabra. “El arte, como el Dios de
los judíos, se alimenta de holocaustos”, decía con trágica certeza Gustave Flaubert.
Si nos adentramos un poco en la poesía colombiana del pasado siglo, a partir de la llamada Generación
del Centenario, podemos encontrar cambios estéticos en la manera de abordar uno de los temas más
recurrentes en la vida republicana: la violencia. No en vano parece un leit motiv, una divisa para el país, la
frase de Rivera que encabeza este texto: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, con la que
comienza La vorágine, publicada en 1924. Pero aún con los centenaristas se confundían la oratoria y la
poesía. El tono altisonante de una y de otra retrasaron la entrada en la modernidad lírica de un país
siempre a deshoras.
Decir que cada sociedad comporta su estética no es más que una tautología, una reiterada verdad. Acá
la premisa de Walter Benjamin: “hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que
es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del entenderse, la lengua”, se
intuye poco practicable. Las palabras que no se cumplen, los falsos entendimientos y acuerdos en nuestra
vida política, son otra forma de la violencia. De ahí la eterna pregunta sobre el quehacer de la poesía en un
medio de tal naturaleza ilegítimo e intolerante. Parece ser que la pregunta canónica del poeta romántico,
¿para qué poesía en tiempos sombríos?, se respondiera a sí misma, como si fueran de la misma materia lo
sombrío de todos los tiempos y la necesidad de oponerle, sin grandes ademanes optimistas o mesiánicos,
el poema.
La poesía que en Colombia se ha referido a la violencia resulta menos estudiada que su narrativa. Pero
hay muestras claras de ese registro desde la Colonia, como en el poema Santafé cautiva, de Torres y Peña,
un tunjano nacido en 1767 que escribía versos contra Simón Bolívar, a quien llamaba “fiera que aborta
Venezuela” y en las Sextinas escritas por indígenas paeces donde se registra la violencia española y se
elogia al Libertador. Me remito a este paraje tan lejano, con el fin de señalar las diferencias al mirar el
tema de las luchas violentas que desde la fundación del país nos han asolado. Violenta fue la forma como
Luis Vargas Tejada pedía descuartizar a Bolívar para encontrar la paz, durante los sucesos septembrinos
de 1828. Vargas, poeta y autor de sainetes teatrales y políticos, participó con otros poetas en la
conspiración contra Bolívar. Así trazó sus versos:
IMPROVISACIÓN
Suenan muy lejos los perdigones de esas guerras frente a las nuevas violencias, luego del 9 de abril de
1948, cuando sube el calibre de las balas, pocas veces recogido en poemas. El poema de Jorge Artel, El 9
de abril en Colombia, cuyo título, de puro escueto parece noticioso, no resultaría particularmente
memorable, de no ser uno de los pocos escritos a la muerte del caudillo liberal. La vehemencia de sus
versos, que señalan lo que Luis Vidales llamó “la insurrección desplomada”, esto es la falta de norte de la
revuelta gaitanista, le otorgan a Artel una voz para ironizar sobre los líderes que según su entender, “se
cruzaban de brazos”: Eduardo Santos, Darío Echandía, son sus blancos preferidos y, por supuesto Mariano
Ospina Pérez, descritos con nombres propios en algo que podría llamarse poesía de emergencia, aquel
mandato individual o colectivo cuando el poeta se siente obligado al habla y no median ni el reposo ni el
rigor. Como si en su arrebato no recordara que casi siempre es más importante la mano que borra que la
que escribe.
Entre los poetas que señalaron su hora de violencias, Darío Samper (Guateque, l909), miembro de la
generación de Piedra y Cielo, logró poemas de mayor fortuna, en ritmos cercanos a las coplas populares
donde se rastrean duras huellas de la violencia. Y lo mismo ocurre con Eduardo Cote Lamus, de la
generación de Mito.
Así veía Cote Lamus la violencia desde una aproximación goyesca, en un poema que además es una
evocación del hombre del campo (“Bábega”). Cote Lamus era militante del partido conservador, como
algún otro de los escritores de la revista “Mito”, pero su poema no resulta sesgado ni partidista. Registra
allí la violencia de los años cincuentas, tratada por la novela hasta el punto de convertirse, a veces, en un
mal endémico de la literatura colombiana. Lo mismo hace Jorge Gaitán Durán cuando habla del guerrero:
Héctor Rojas Herazo, el poeta que en su novela Respirando el verano traza una saga familiar con el
telón de fondo de una de nuestras guerras civiles, decía alguna vez, en un gesto de hondo humanismo, que
“ninguna gran idea merece un cadáver”. Entre otras cosas, porque los muertos no tienen ideología y pasan
a ser militantes del vacío.
Ya Luis Vidales había denunciado el espejismo de la paz donde se esconde el cuchillo: “Lejos, en las
ciudades populosas, la paloma de la paz ponía huevos de víbora y había hecho su nido sobre el techo de
Tartufo”.
Sí, ocurre que contra las lenguas del terror la palabra poética, muchas veces sin pretenderlo, sin un
acento programático, se opone al “empleo sin escrúpulos de la violencia”, aunque muchas veces sea ella
misma, la poesía, una forma de la violencia transgresora de la realidad inmediata. Hablo, claro está, de la
poesía insumisa, de la que está lejos de la hipnosis que sufren los poetas cortesanos, siempre alquilando la
cabeza para comprarse un sombrero, siempre tras el mejor postor, que casi siempre es el mayor impostor.
“Cadáveres aplazados”, según el decir de Pessoa. Por algo el colombiano Samuel Vásquez dice que
sobremuere “en este país que es paisaje, pero nunca patria”. Y a veces, agregamos, ni siquiera es paisaje,
ante la imposibilidad del viaje a zonas vedadas por la guerra.
Las diferentes formas de la violencia no tienen ese carácter puramente físico que hacen los largos
empadronamientos de muertos desde el trasunto de la historia y de la sociología. No es ese su único
registro. También la educación, esa empresa tantas veces deformadora, es un estadio larvado de la
violencia institucional, aunque no deja huellas tan evidentes como las de la guerra. Tal como ocurre con la
crítica sesgada y caprichosa, aquella cuya mayor carencia es su carácter “doctrinario”. Esa supuesta
crítica, a veces peor que la ausencia total de ella, es otra cara de la violencia. Desde Antonio Gómez
Restrepo señalando como clásica la modosa escritura de Marco Fidel Suárez, hasta mi coetáneo Cobo
Borda, esa crítica tiene el acento paródico de la corte. De alguno de ellos, creo que del segundo, se afirma
que hay una curiosa fotografía de su infancia: posa trepado en un triciclo con placas oficiales. Y a todas
estas, “los disparos son la partitura del himno nacional”, diría un poema de Mery Yolanda Sánchez.
La lectura de la poesía colombiana desde el ámbito de la violencia lleva a pensar que no es sencillo
para el poeta realizar su obra, tan llena de intuiciones, de alumbramientos muchas veces dictados por la
esfera de lo irracional, para, a un mismo tiempo, volcarse hacia el ejercicio de una reflexión sobre su
época. En el corpus de esta poesía hay a veces, como sucede con la plástica, atmósferas abstractas de
violencia, pero otras veces se establece en una suerte de figuración. Atmósferas veladas, como las de
Carlos Obregón:
O descarnadas atmósferas figurativas en las que José Asunción Silva habla de un recluta muerto:
...destrozada la cabeza
por una bala de rémington;
con la blusa de bayeta
y la camisa de lienzo,
un escapulario santo
colgado al huesoso cuello
los pantalones de manta
manchados de barro fresco,
y la sangre, ya viscosa
pegándole los cabellos.
Acá bien vale la pena preguntarse en el trato de lo social en el poema, ¿cómo hacer para que esa
irracionalidad a favor, que algunos llaman inspiración o rapto poético, pase por una suerte de aduana del
pensamiento y se pueda mirar un entorno, un rastreo de lo que nos ocurre en el otro? ¿Cómo creer en las
voces que le piden a la poesía una única utilidad pública y programática, si muchas veces la utilidad de la
poesía es de otro orden, de un orden que hace tangible lo intangible? ¿Cómo andar al mismo tiempo en
dos orillas de la realidad? ¿Cómo moverse en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”,
escindidos entre la realidad y el deseo? Se puede hacer una relación estrecha entre lo que la misma Weil
señala: “cuando se sabe que es posible matar sin arriesgar castigo, ni censura, se mata; o por lo menos se
rodea de sonrisas de invitación a hacerlo a los que matan”, y un poema del colombiano Omar Ortiz
titulado El espejo:
Es una clara alusión a esa “comunidad ciega” que no se reproduce en los espejos, que no es castigada
por el reflejo de la culpa.
Si bien ya no se expulsa al poeta de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República
de Plutón, el disenso incomoda a los generadores de violencia, por una parte, y a los agentes de una
supuesta paz, por la otra. El temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo
comprobable, la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico que le enrostran a la poesía,
es otra forma de violencia cultural, es decir, de imposición.
Si se me apresurara a decir dónde radica el poder transformador de la poesía, diría que está en lo que
queda por fuera de lo ya visto, en lo que suscita la duda. Hay un poema de Fernando Charry Lara,
“Llanura de Tuluá”, que es una larga pregunta sobre la muerte violenta vista desde un estadio amoroso. En
su lenguaje hay una andadura entre dos orillas que crean una atmósfera de trágica belleza y la narración
episódica de un hecho. Esas dos orillas se mezclan en una condición elusiva del lenguaje, en una sutil
manera de pastorear silencios. Lo cito en su totalidad:
LLANURA DE TULUÁ
Es un cuadro de la violencia sin rostro y sin rastro. No se sabe quién los mató, por qué los mataron, a
qué bando pertenecieron, si es que pertenecieron a alguno. Se trata de uno de los más intensos poemas de
la violencia colombiana que no hace concesiones a lo tópico, al lugar común, a una simbología de fácil
recibo que en poetas como Carlos Castro Saavedra se hace en exceso repetitiva: “fusiles y luceros”. Y no
hay en esto una repulsa a la memoria. La desmemoria histórica es una forma de la violencia. Mientras la
memoria pone cimientos, la viga maestra, la techumbre a su casa, la desmemoria socava sus bases, pudre
sus vigas, destecha lo que podría darle cobijo a una identidad.
Por eso el intenso poema de Emilia Ayarza, A Cali ha llegado la muerte, sobrecoge. Hay allí una
memoria de sangre y polvo, cuando el estallido de un camión de dinamita durante el régimen del general
Gustavo Rojas Pinilla estremeció a la capital del Valle del Cauca:
De alguna manera lo que más impregna la poesía de la violencia en el pasado de Colombia es la muerte
provocada por segmentos partidistas, liberales y conservadores. Ya esto no ocurre, porque como bien lo
señala Enzensberger en su lúcido ensayo Perspectivas de guerra civil, “en las actuales guerras civiles ha
desaparecido todo vestigio de civilización. La violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones
ideológicas”. ¿No parece hablar del momento colombiano? Ahora, entreverados los conceptos de víctimas
y victimarios, opresores y oprimidos, desvanecidas las orillas para la fundación de una tercera orilla del
horror, la violencia nace de la lucha por un botín particular. Ante esto, el escritor, aturdido y perplejo
opera como el hombre incongruente que, al ver su casa sucia y sabiendo que la van a quemar, duda entre
limpiarla o luchar. Pero una cosa es la duda saludable y otra la impotencia castradora. Tal vez por esto, en
la poesía colombiana, repito, hay atmósferas que van desde un expresionismo abstracto –poetas que
esconden el tema pero no lo ignoran– hasta poetas figurativos que se vuelcan de manera más explícita,
esto es, de la elusiva carga de violencia interior ya señalada en Carlos Obregón, a la descripción violenta
en poemas como el de Cote Lamus.
En la más reciente poesía colombiana aparece la violencia al unísono con los cambios del tramado
social. Así se filtra el tema de los sicarios, de esa forma pérfida de la guerra, ya no sólo en el campo sino
en las ciudades. Algo que me hace recordar el fragmento de un poema escrito por un niño de Medellín: “el
mundo es grande para la guerra y pequeño para la vida”.
Dice un poema de la poetisa antioqueña Liana Mejía anunciando la abominable presencia de estos nuevos
señores de vidas y de bienes:
Avanzan,
a pesar de los susurros
detrás de las persianas.
Al otro lado
de la calle
alguien cae.
En el poema de Liana Mejía, en su atmósfera que revela la muerte de un desconocido, un alguien que
cae entre tantos, hay una suerte de elección previa, señal del que se abroga como un dios maléfico quién
debe morir.
Lejos de la ya un tanto resabida fórmula de la novela de sicarios en Colombia, que en buena parte se ha
vuelto, al igual que cierto cine, una especie de complejo de Eróstrato, de éxito asegurado para el
voyerismo de la violencia, los tratos del lenguaje, de la imagen y el distanciamiento de la crónica roja,
hacen que el poema sacuda nuestra indiferencia sin un naturalismo de jergas y cuchillos. No le hace eco a
aquello que señala Enzensberger: “la masacre se ha convertido en entretenimiento de masas. El cine y el
vídeo compiten por convertir al sicario, al secuestrador, al asesino, en héroe público”. El perverso trato de
héroes que se hace de los sicarios, la sociopatía apoyada por los medios de comunicación que valoran un
filme por el número de actores muertos después de filmado (Rodrigo D no futuro, o La Vendedora de
Rosas), la mitología exacerbada del terrorista y del mafioso, hace diana en las mentes adolescentes que
piensan con ironía que “tiene más futuro la semana pasada”. Y que por ello, cultivan de manera
fundamentalista una pasión por la muerte. “La espera de lo que vendrá –señala Simone Weil– ya no es
esperanza sino angustia”. Todo esto deviene en miedo. Ni qué decir del método facilista de la sicaresca
antioqueña, la de los sicarios y sicarias de todos los tamaños y edades adosados a narraciones tan pueriles
como Rosario Tijeras.
Ese mismo miedo, que es una especie de hijo bastardo de las violencias aparece en una buena lonja de
poemas recientes. “La ciudad por entonces ardía en los puñales/ y el miedo se quedaba tras los pasos”
(Luis Aguilera). “Miradme; en mí habita el miedo” (María Mercedes Carranza). De la misma Carranza, un
poema que registra la muerte del político liberal Luis Carlos Galán, resulta una suerte de pintura
tenebrista. El poema, Soacha, toma el título del pueblo donde fue el crimen. Dice en su dura parquedad:
Un pájaro
negro husmea
las sobras de
la vida.
Es el sobresalto, la irrupción del victimario que en Jaime Jaramillo Escobar, creador del único gran
libro salvado del narcisismo nadaísta –Los poemas de la ofensa–, asalta sus palabras:
Se trata de la violencia urbana del extramuro, la de los nuevos asentamientos de gentes desplazadas
cuyo temor es el otro. Es la atmósfera de terror que se recoge en La balada de los pájaros de Mario
Rivero y que en uno de sus fragmentos habla de la “Medianoche de toque a muerto del tañido a sangre del
hombre turbado en su sueño”.
O la violencia registrada en los números fríos de las estadísticas, a los que Piedad Bonnett quita
hibridez para hacerlos materia poética:
CUESTIÓN DE ESTADÍSTICAS
En todo esto parecen ponerse de presente los vasos comunicantes que existen entre la realidad (no
necesariamente como una forma de servil naturalismo) y el sentir individual que a fuerza de necesidad se
hace colectivo. “A la lectura de tanteo y falansterio” de que hablaba José Martí le han salido autores que
intentan no escamotear lo que tiene ocurrencia en sus conglomerados sociales. Si bien en Colombia
siempre está en vilo la vida, como en pocas partes, si es una aventura descabellada intentar una cultura
orgánica en un país inorgánico, y a sabiendas de lo expresado por Borges acerca de cómo “la realidad no
es verbal”, hay zonas jamás nominadas por la palabra a las que aspira a llegar la poesía.
La vertiginosa violencia que en los últimos años ha cambiado el perfil de esta nación, nos obliga a algo
casi siempre desdeñado en el medio, a una permanente reflexión. Si Hegel señalaba que el primer paso en
la comprensión de algo está en negarlo, en verlo desde su negación crítica, la violencia, que ya hemos
empezado a llamar como una forma de cultura, es posible negarla desde la afirmación del arte. Decía
César Fernández Moreno que “la poesía se politiza en vez de poetizarse la política”. Algo que como hecho
programático podría resultar lamentable. Como lamentable resulta –valga la digresión– que se satanice la
poesía política –adiós Ritsos, Hikmet, Char, Cesaire, Brecht, Vallejo y hasta Rimbaud– desde la orilla de
los satisfechos. No se entiende por qué se estigmatiza y rotula como ideología la poesía de Juan Gelman
cuando habla de Argentina y sus procesos de desapariciones y secuestros, y no se considera de la misma
manera a Álvaro Mutis cuando loa a los reyes. ¿No es eso, también, una actitud política?
Más allá de la anterior digresión, ocurre que la violencia en la poesía muchas veces está más bajo la
piel del lenguaje, en las atmósferas y en los silencios, que en los enunciados directos, propagandísticos, de
quienes adhieren a la idea de ser boca de partido. Pero es rastreable la violencia en la poesía no partidista
ni panfletaria, como en los versos de un poema de Samuel Jaramillo que dan cuenta de la geografía de un
país en acoso:
La poesía nos aproxima a esa pulsión entre la palabra y el morir. Aldo Pellegrini decía que “como
organismo vivo, toda cultura está expuesta a la ley de la evolución y de la muerte”. Si acá lo está a causa
de los múltiples factores sociales que generan la violencia, resulta cierto que ella misma intenta crear sus
defensas, su estado de alerta o de emergencia para vigorizarse e interpretar la realidad. La poesía ha dado
cuenta de esto, quizá de manera no menos explícita que a través de quienes realizan una escritura
testimonial o novelar, y como respuesta a una sociedad de viejo cuño. Y no por adentrarse en temas que
para algunos aparecen como vedados a la lírica, es decir, por quienes creen ver en ella un aparato verbal
distante de lo cotidiano, deja, en los casos que he citado y en otros momentos que se me escapan, de tener
un rigor formal.
Nadie, desde la poética, querría señalar la violencia como si fuese un prontuario. No imagino a alguien
pensando: voy a escribir un poema sobre la violencia en la lucha de clases o sobre la violencia del poder,
uno más sobre las insurrecciones populares y la violencia revolucionaria, acá alguno sobre las guerras
civiles, la delincuencia o el crimen organizado del narcotráfico. Sin embargo, es difícil que una de esas
formas –o varias– no golpeen y se filtren en las preocupaciones de quien intenta una expresión artística.
La crítica política sólo considera un balance de los contenidos, de sus fines. La poética piensa que una
verdad mal dicha puede volverse mentira. Piensa, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable
también forma parte de la realidad del hombre”.
Pero no puede negarse que en la poesía colombiana se refleje el campo minado de nuestra violenta
realidad. Como ocurre en el poema Los que tienen por oficio lavar las calles, de José Manuel Arango:
Los que tienen por oficio lavar las calles
(madrugan Dios les ayuda)
encuentran en las piedras, un día y otro,
regueros de sangre.
El poeta, como los lavadores de calles del poema de Arango, ha madrugado en una visión franca del
país y lo registra como una memoria en tiempos del olvido. El inxilio, el exilio interior, es posible que lo
asedie, pero aún le queda el exorcismo del poema.
“Es un tiempo en que resulta aterrador estar vivo, cuando es difícil pensar en los seres humanos como
racionales. Donde quiera que dirijamos la mirada veremos brutalidad y estupidez, tal parece que no hay
otra cosa que ver: por todas partes un descenso a la barbarie, que somos incapaces de contener”, dice
Doris Lessing en Las cárceles elegidas, en el capítulo Cuando en el futuro se acuerden de nosotros.
Habría que agregar que si hay futuro, si hay quien se acuerde, si merecemos llamarnos nosotros, a lo
mejor alguien pensará que a pesar de todo, y de ser tan inútil como el intento de descarrilar un tren
atravesándole una rosa en la carrilera, la poesía se dio en tiempos aciagos, en tiempos de muerte y de
letargo.
LAS DESVENTURAS DE LA GRACIA: 8 POETAS SANTANDEREANOS
Rymel Eduardo Serrano
La poesía está hecha de dolor. Asusta cuando se le mira de cerca. Cuando la lupa de la proximidad se
pasea por sobre la rugosa e imperfecta piel de la crudeza con que suele acontecer. Los poetas verdaderos
(porque muchos no somos sino un remedo lamentable de quienes no debían ser ejemplo de vida, ni lo son
para la mayoría, por fortuna...), los poetas de verdad, decía, son una llaga de dolor. Por ello deciden
desaparecer, vestirse con los ropajes invisibles de lo poético. Pues llamamos poeta no a quien alberga en sí
la poesía, ni a quien de algún modo es poético, sino a quienes ocultan su fealdad, por no soportarla ellos
mismos, bajo los mujeriles vestidos de la belleza, que les es ajena.
En las películas de televisión y los imaginarios populares, los poetas aparecen como apuestos donceles
de melancólico ademán y claroscura apostura. Es el trovador que seduce a punta de belleza a una mujer
que lo escucha tan arrobada como inaccesible desde la torre donde está cautiva. Pero en la realidad
mundana los poetas no son sino víctimas de aquello que desean por no poseerlo. Rainer María Rilke nos
parece atractivo cuando leemos los poemas que la poesía le dictó; pero si lo viéramos revolcarse sobre la
hierba, babear y convulsionar, gesticular de modo grotesco cuando la contemplación de un paisaje ruso lo
impactaba, lo acuchillaba sin piedad, desviaríamos nuestra vista de él. Rilke era feo; como Baudelaire,
como Blake, Verlaine, Darío... Quizá sólo desea compulsivamente la belleza, la serenidad, quien no la
tiene.
A Edgar Allan Poe lo encuentran desgonzado sobre una sucia calle de Boston, maloliente, víctima de
un ataque hepático debido a su alcoholismo. Darío muere de lo mismo. Y Dylan Thomas. Y Verlaine.
Hölderlin enloquece voluntariamente; Nerval, sin quererlo; y Nietzsche; Artaud estuvo loco siempre.
Novalis se suicidó sicológicamente, como Lautremont o Rimbaud; otros apagaron sus cuerpos de un modo
más pragmático: José A. Silva, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik; y otros han amado tanto la muerte
que la han hallado: César Vallejo, Tomás Vargas Osorio, Federico García Lorca. ¿Qué tienen que ver con
ellos con la vida, con la salud, el bienestar, la alegría o la paz?
Es la poesía que llamamos suya pero que en realidad ocurre a través suyo, la que suscita nuestra
admiración y fervor. Por eso les erigimos esculturas y obligamos a los niños y jóvenes a leer sus escritos.
Pero ellos no son la poesía; la poesía es la lanza que los atraviesa, y su sangre la pasión, como la del toro
sacrificado en la plaza.
Se quiere que los poetas vengan y nos alegren la vida. Pero, ¿cómo es posible eso?. La belleza es triste
y dolorosa; frecuenta a los angustiados y desesperados. Los poetas no pueden alegrarnos, ni
tranquilizarnos; de ellos no podemos esperar sino sus espinas, pues son como los erizos, que solamente
hieren a quienes los abrazan, a quienes los aman.
Sin embargo, la poesía nos llega a través de esos altoparlantes que ellos son. Altoparlantes que no son
la música pero que la trasmiten. A pesar suyo y nuestro. Pues no queremos lo que son sino lo que nos
hacen sentir. Y los dejamos solos... en esa soledad que ellos adoran pero que los despedaza; y se los lleva.
Entonces todos aprovechamos para no volvernos a acordar de ellos, sino sólo de su poesía.
2
Hoy quisiera invocar algunos nombres. Así sean sólo unos nombres y unos cuantos versos de algunos de
los poetas que han peregrinado por estas tierras áridas de Santander: Juan de Dios Arias, Tomás Vargas
Osorio, Helvia García de Bodmer, Rafael Ortiz González, Rosalina Barón Wilches, Gustavo Cote Uribe,
Carmen de Gómez Mejía, Xavier Carreño Harker...
¿Quiénes eran ellos? Heridas que cantaban; que ardían como el carbón; que daban luz como lo hace la
oscuridad. Almas cuyos cadáveres se pasearon por entre nosotros con pena y sin gloria, tartamudeando sus
disculpas por estar aquí todavía, y no en el cementerio:
....................................
Te anhelo,
no sólo cuando muerde la tristeza
mi corazón; no sólo
en esas horas de infinito tedio,
en esas horas de amargura inmensa
en que la vida me semeja un vaso
de hieles o de ajenjo; un vaso inmenso
que se desborda...
............................................
Tanto Juan de Dios como Tomás querían irse de este mundo. Se trataba de vidas que querían apagarse.
¿Es esa la incitación de la poesía, su llamado, su gracia: una invitación a morirse?
Escribe Rafael Ortiz González:
.....................................................
Vana es la nube,
vana es la rosa
y vana el alma.
Todo se va en la sombra de un perfume
hacia la nada.
Sospecho que la poesía se canta desde las orillas de la muerte y no de la vida. Pero desde allí se canta para
la vida, hacia la vida. Como hacen quienes han partido y arribado a un mejor mundo, que llaman desde
allá a los de acá, incitándonos al viaje,. Así, en estos versos de Rafael Ortiz González:
He aquí una extraña y evidente paradoja: la vida es efímera y la muerte es eterna. O, como lo
expresaba Carmen de Gómez Mejía:
De ahí esa curiosa manera de estar los poetas en esta vida; como si les estorbara el cuerpo:
Padezco el desvarío
De estar fuera del ser, evaporada...
...escribe Rosalina Barón Wilches, la obstinada soltera enamorada de una belleza que no era de este
mundo:
Me va creciendo el alma
y siento que me sobra,
por fuerte y vigoroso,
este tallo del cuerpo.
Apegada a la tierra,
las plantas y los hombros
me pesan como un fardo
y los llevo de rastras
porque etérea me siento
y afinada me hallo.
Todos sabemos que la vida es un viaje hacia la muerte, pero intentamos olvidarlo. Los poetas, al menos
todos los que aquí evoco, parecieron en cambio estarlo recordando constantemente, como si más que
presentirla la estuvieran esperando. Aun en un hombre tan dedicado a amar esta realidad como Gustavo
Cote Uribe, puede palparse esa ansiedad:
Seres hipersensibles a la acción corrosiva e inmisericorde del tiempo, que devora todo cuanto amamos, los
poetas santandereanos me recuerdan siempre a los estoraques, a esos jirones de viejas montañas, que antes
fueran robustas moles con apariencia de eternas, que se deshacen poco a poco, se convierten en polvo y
después en aire, en el mismo viento que las carcome... Sus oídos, agudizados como el de Góngora,
acostumbrados a escuchar los ruidos que hace el tiempo al aserrar los cimientos de lo existente (“las horas
que limando están los días, los días que royendo están los años”), saben, porque la tierra donde vivían, y
vivimos, se los decía a cada instante, como el poeta español, que nada perdura. Nada. Todo se desmorona
o se evapora.
Recordemos el célebre soneto de Xavier Carreño Harker:
¿A qué vinieron entonces? Juan de Dios, Tomás, Helvia, Gustavo, Carmen, Rosalina, Xavier, Rafael y
tantos otros?... ¿Para invitarnos a morir? Para entonar canciones sobre la mortandad de cuanto existe?
¿Para asomarse por una ventanita de su “casa de dolores”, como decía Carmen de Gómez Mejía, para
acongojarse ante la visión del desastre que araña también su piel, que traza arrugas en su rostro y en su
pensamiento?
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¿A qué vinieron? ¿A estar solos? ¿A celebrar su soledad? ¿A encerrarse en las torres de marfil que
aconsejaban Rubén Darío y Tomás Vargas Osorio?
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Ninguno de ellos conquistó gloria alguna. Casi todos fueron desdeñados. Querían ese desdén. Lo
cultivaron con tanta asiduidad como al dolor. Su desprecio por los bienes terrenales llegaba en ocasiones
al desprecio por la vida, como lo manifiesta Juan de Dios Arias, admirador de San Francisco, en una carta
en verso dirigida a su madre, donde entre otras cosas se queja porque, tras sufrir una fuerte gripe, ésta no
quiso matarlo:
Vivir, existir, ser víctimas del tiempo y de la muerte, es doloroso. Mucho más cuando se tiene
conciencia de ello. Pero ese dolor tiene un sentido: una finalidad, que Rosalina Barón Wilches nos revela
en uno de sus más logrados poemas, titulado precisamente “El dolor de pensar”:
Del dolor brota la belleza. Sólo es bello lo triste, solía afirmar Edgar Allan Poe, y por eso, concluía, el
motivo más bello de la poesía es la muerte del ser amado.
De ahí la oleada de poesía que sobrecoge, por ejemplo, a Gustavo Cote Uribe cuando su hermana
Rosalía parte, a una edad muy tierna, cuando más bella era, de este lado de abajo de la realidad.
Porque con la muerte de quien amamos, por razones misteriosas, el mundo se embellece; se llena de su
ausencia.