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MURRAY BOOKCHIN

EL ANARQUISMO
EN LA SOCIEDAD
DE CONSUMO

R”
editorial l/airós

avda. generalísimo, 493


barcelona-15
Título original: Post Scarcity Anarchism
Portada: Joan Batallé
Traducción: Rolando Hanglin

© 1971 by M urray Bookchin


y Editorial Kairós, S. A., 1972
Avda. Gmo. Franco, 493 - Barcelona-15

Primera edición: Abril 1974


Segunda edición: Abril 1976
Impreso en España
Printed in Spain
Depósito Legal: B. 17.190-1976
ISBN: 84-7245-061-9

Chímenos, S. A. - Granollers (Barcelona)


E n m em oria de Jo sef W eber
y Alian Hoffman
E ste ensayo que hoy se presenta al lector de habla hispa­
na debe situarse en el contexto cultural de una sociedad de
la abundancia relativa, un contexto que naturalm ente no
todos los países hem os alcanzado. Con todo, y dado que nos
encontram os en un m undo progresivam ente intercom unicado,
nunca está de más) conocer cuáles son los problem as y las
polémicas que se van produciendo en los países más tecnifi-
cados. Se cum ple así una función específicam ente inform ati­
va; se levanta acta de un test social, al m argen de cualquier
tipo de apologética.
La cuestión de fondo está en cuáles son, o podrían ser, las
repercusiones socio-políticas correspondientes a la crisis del
pluralismo, del automatismo, de la tecnología avanzada y de
la nueva conciencia ecológica. La nueva polémica gira en tor­
no a un conjunto de interrogantes. ¿Qué nuevos planteam ien­
tos han surgido en el viejo juego del poder, la legitimidad y
la utopía?; ¿de qué manera afecta todo esto al tem a del con-
sensus y el conflicto?; en una sociedad pluralista, ¿hasta qué
punto es necesario o incluso posible que los distintos grupos
participen en modelos racionales co m u n es?; ¿no se podría ya
convivir en la diferencia en tanto que diferencia?; ¿q u é nueva
legitimación tiene el p od er?; ¿q u é pautas deben regir en la
socialización y la escolaridad?; ¿hasta qué punto las institu­
ciones nacidas de la prim era sociedad industrial son adap­
tables a la segunda?
Desde un punto de vista socio-político cabría esquem ati­
zar tres grandes corrientes. E n un exterm o están los que tien­
den a m antener la estabilidad social con las form as antiguas
de la institucionalización autoritaria ( ante todo, «la ley y el
o rd en » ); en el centro están los que conservan suficiente con­
fianza en las principales instituciones ( o, al menos, en el
principio de racionalidad w eberiano) para tratar de encon­
trar, a través de una reform a perm anente, una nueva adapta­
ción a la movilidad de la sociedad tecnológica; finalmente, y
en el otro extrem o, están los que habiendo perdido toda fe en
las instituciones vigentes, proponen disolverlas d esd e un con­
texto deliberadam ente utópico. E l com ún denom inador de
esta última tendencia suele ser el rechazo del sentim iento de
culpabilidad como factor de cohesión social, y el presupuesto
d e que la ética puritana del trabajo carece de vigencia en
una época de relativa prosperidad económica.
Por relativa y vulnerable que sea, la prosperidad eco­
nóm ica es el gran condicionante nuevo. Dejando a un lado
que la idea de la «Abundancia-Automática-Creciente» no deje
de ser todavía un mito ( toda vez que cuanto mayor es el
tiempo que ahorramos en la producción, mayor es el tiempo
que se nos va hacia los servicios); dejando a un lado que el
capítulo que lord K eynes no escribió se llame «Pleno Em pleo
sin Inflación», y que el capítulo que ni siquiera previo se
llame stagflación, y que, al m enos desde 1968, se viene produ­
ciendo en el m undo occidental un cierto crecim iento del paro
forzoso; dejando a un lado la crisis post-keynesiana y la re­
belión del T ercer Mundo, lo cierto es que en una parte del
planeta se ha inaugurado una nueva era condicionada por la
tecnología avanzada y la prosperidad económica. Ello ha obli­
gado a un replanteam iento de los clásicos temas' sociales. E l
centro d e gravedad está hoy en la dialéctica entre adaptación
e inconform ism o, dado el creciente poder de coerción que
tiene la sociedad sobre los individuos. R ecordem os que Dur-
kheim y W eb er espíritus poco revolucionarios, ya advirtieron
el carácter constrictivo, la contrainte sociale, de la mayoría
por no d ecir de todas las instituciones. D urkheim distinguió
más o menos, entre instituciones vivas e instituciones m uer­
tas, según que hicieran posible o no la acción innovadora;
o dicho con su propia terminología, según que garantizaran
una solidaridad orgánica o sólo una solidaridad mecánica.
Pero el telón de fondo del institucionalismo durkheimiano,
que tanto ha pesado en la tradición sociológica del m undo
occidental, era siem pre el de la contrainte sociale. E n una
economía de la escasez, y en eso coincidían D urkheim y We-
ber, la libertad sin condiciones era sólo un fantasma. Ahora
bien, ¿de qué m anera queda todo esto alterado en el contexto
de una economía más holgada?
He aquí una nueva temática, y he aquí por qué, si de un
lado aparece el renacim iento de la «ley y el o rd en » (p o r
considerarse que la prosperidad es una flor todavía demasia­
do delicada y frágil para que podamos prescindir de la «ra­
cionalidad» autoritaria), del otro lado asistimos a un curioso
renacimiento del anarco-comunismo. E se anarco-comunismo
no por se r minoritario deja de ser relevante. E l autor del
presente libro puede considerarse com o una de tas voces más
características de este nuevo pensam iento utópico. E scrib e
Murray B oo k ch in :
«Tanto los hom bres como la naturaleza han sido siem pre
las víctimas com unes de la sociedad jerárquica. Las institu­
ciones y valores de la sociedad jerárquica han agotado su
función histórica. No hay ya justificación social para la pro ­
piedad y las clases, para la monogamia y el patriarcado, para
la jerarquía y la autoridad, para la burocracia y el Estado.
Estas instituciones y valores, junto con la ciudad, la escuela
y los instrum entos del privilegio han chocado con su techo
histórico... Las instituciones han perdido su autoridad moral,
y de ahí también el aspecto reaccionario del proyecto socia­
lista, puesto que conserva las nociones de jerarquía, autori­
dad y Estado, y también los de propiedad (nacionalizada) y
clase (dictadura del proletariado). Los diversos marxistas or­
todoxos (maoístas, trotskistas, stalinistas y demás sectas) m e­
diatizan ideológicamente los aspectos positivos y negativos
del desarrollo social general, precisamente en el momento
en que son más irreconciliables que nunca en un plano ob­
jetivo,.»
Nos encontram os, pues, con una especie de vuelta a Rous­
seau, vía automatismo y dentro de un contexto enfáticam ente
antijerárquico. Existe un cansancio frente al modelo «racio­
nal», un pathos antiburocrático y un renacimiento de lo mís­
tico. R ecu érdese también el recurso a la acción directa y a la
espontaneidad, el rechazo del liderazgo político y la corriente
libertaria del movimiento estudiantil de mayo de 1968. Parece
como si estuviera en el aire el deseo de terminar, no sólo
con la división del trabajo, sino también con la división en­
tre trabajo y ocio, cultura y naturaleza, psique y sociedad, y
así sucesivam ente; terminar, en suma, con las separaciones
de la conciencia desventurada, hoy convertida en -falsa con­
ciencia feliz, según M arcuse.
Por otra parte, el nuevo debate cultural hace que algunas
de las viejas e históricas convenciones de la semántica políti­
ca cada vez sean m enos definitorias. Tengo a la vista un libro
titulado Radicalismo libertario, editado en N orteam érica, y
en el que se habla de hacer abdicar al Estado, de redescubrir
el anarquismo, de descentralizar el poder, y así sucesivam en­
te. Pero en contra de lo que uno pudiera creer, no se trata de
un manifiesto de la Nueva Izquierda, sino de un docum ento
explícitam ente subtitulado «Una alternativa para una Nueva
D erecha». La tesis del trabajo es que los valores clásicos del
pensamiento conservador sólo pueden ser realizados hoy a
través de un nuevo anarquismo. Reaparece el viejo dilema de
Tónnies, bien que con una riqueza m ucho mayor de modula­
ciones — y también de contradicciones.
E n su form a más sofisticada, el neoanarquism o se p resen ­
ta, pues, como un movimiento revolucionario basado en la
autodisciplina y no en la coerción. Su solución al problem a
sociológico de la cohesión se basa en la teoría de los grupos
espontáneos o grupos de afinidad, en donde las relaciones
hum anas son al m enos tan im portantes como los objetivos
sociales. La praxis anarquista se define por la acción directa,
un método para abolir al Estado y a todo tipo de institucio­
nes autoritarias, sin recu rrir a técnicas de esas instituciones
y del Estado. Al mismo tiempo, esa acción directa es una
estrategia para prom over la individuación de las masas, para
afirm ar la identidad de lo particular, y para despertar no
sólo la conciencia colectiva, sino también la conciencia de
cada individuo, de suerte que cada individuo sea capaz de
m odificar su propio destino.
M erece la pena recordar que desde un contexto no exacta­
m ente homologable, Ivan Illich también ha hecho una llama­
da explícita a la «revolución de las instituciones» y ha denun­
ciado un sistema de p od er que organiza la impotencia progre~
siva de los ciudadanos. S u idea general es que las institucio­
nes que se han ido form ando en el curso de los últimos años
no han hecho más que resolver problem as viejos al precio de
crear problem as nuevos y todavía más insolubles. Lo que
solemos llamar «progreso » consiste en sacrificar la praxis en
beneficio de la poiesis ( el ser en beneficio del tener, podría­
mos traducir con voluntaria inexactitud). IUich reelabora de
este modo una crítica que proced e ya de Aristóteles, y tam­
bién de Marx, para proponer una inversión de las institucio­
nes y rom per el círculo vicioso, o canceroso, de ir creando
rem edios cada vez más poderosos para curar males p ro ce­
dentes de otros rem edios que a su vez fueron los rem edios de
otros rem edios anteriores, y así ad inñnitum. Particularm en­
te nefasta es a juicio de Illich la institución escolar, al m enos
tal como se plantea en la actualidad. La idea de que el Estado
debe proporcionar a todo el m undo una educación obliga­
toria en centros oficiales de enseñanza es considerada como
un ejem plo de institución manipuladora. (Paul Goodman hu­
biera hablado de antieducación). Del mismo modo que se
construyen carreteras cada vez más amplias, transmutando
el deseo real de movilidad en falso deseo de automóviles, el
Sistem a tiende a producir escuelas cada vez mayores trans­
mutando el deseo real de aprender en el deseo falso de esco­
laridad. E n fin; en la misma dirección apuntan las voces de
la antipsiquiatría, el women’s lib y la contracultura. Se trata
siem pre de movimientos deliberadam ente utópicos que d e­
nuncian tanto al sistema capitalista como al socialista, puesto
que ambos son, a la postre, «sistemas».
Se podrá o no estar de acuerdo con esos presupuestos
contraculturales; pero es difícil no admitir, al m enos, sus di­
m ensiones de estímulo intelectual. Personalm ente entiendo
que el vicio del nuevo movimiento anarquista consiste en
distinguir todavía entre Gesellschaft y Gemeinschaft. ¿Por
qué la familia, la comuna o los grupos espontáneos iban a
ser entidades más «naturales» que la em presa organizada?
¿Acaso la naturaleza no es también una organización? La
ciencia opera a través de proposiciones formalizadas en un
lenguaje operativo que perm ite su tratamiento lógico. Su re­
ferencia a la realidad es siem pre una referencia a una rea­
lidad que a su vez está ya previam ente codificada. Lo que
o cu rre es que algunos de los códigos condicionantes nos re­
sultan tan estables, familiares y universales que nadie los
suele discutir. Sentir dolor cuando a uno le pinchan el brazo
y sentir placer cuando a uno le acarician, p arecen fenómenos-
naturales y los tomamos p o r naturales, aunque en rigor sean
fenóm enos estrictam ente codificados, y que podrían funcio­
nar de m anera inversa a la usual. Hay que co m p ren d er que
todo lenguaje es un código. La ciencia opera con modelos,
sistemas y teorías; es decir, opera con form alizaciones diver­
sas, las cuales expresan a través de algún lenguaje y respon­
diendo a las distintas preguntas que cada disciplina le hace
a lo real. Al conjunto de proposiciones m ediante las cuales
explicam os un fenóm eno, se le suele llamar hoy sistema.
Todo sistem a posee una estructura, cuya articulación lógica
viene definida p or las relaciones entre sus variables. No se
trata, pues, d e que con la progresiva formalización de los*
lenguajes tengamos que reconocer una racionalidad de lo real
y una existencia de leyes naturales; se trata más bien de la
imposibilidad epistemológica de salirse de los códigos. La
progresiva formalización de los lenguajes rem ite a una «rea­
lidad» que viene tam bién codificada en sus niveles aparente­
m ente más inmediatos, ingenuos y «espontáneos». H e aquí
por qué los propios anarco-tecno-comunistas son conscientes
hoy de que no es posible la vuelta a un estado d e inmediatez
prerracional respecto a la natura. E n p rim er lugar, porque
no existe la natura. E n segundo lugar, porque nos hallamos
siem p re mediatizados p or algún código, símbolo, sistema.
Por esto, cabe d ecir que si bien el nuevo anarquism o as­
pira a no disociar la psique de lo social, p a rece subestim ar
las interiorizaciones que la conciencia colectiva realiza dentro
d e cada individuo. Evidentem ente, pocos pietisan hoy que se
pueda volver al concepto rom ántico del liberalism o o a la
idea de un yo separado de la sociedad, al estilo del «indivi­
duo b u rg u és» decim onónico qu e creía ser el propietario pri­
vado de sí mismo. La alternativa entre individuo y sociedad,
lo m ism o qu e la alternativa entre cultura y naturaleza es, a
fin de cuentas, artificial.
Ahora bien; aun sin com partir forzosam ente todos los
puntos de vista del nuevo anarquismo, m e parece que nada se
p ierd e con estudiarlo. Además, si las instituciones sociales
nomo la propiedad, la monogamia, el patriarcado, la burocra­
cia V t‘l listado no son capaces de resistir p or sí m ism as la
critica de quienes han dejado de cre er en ellas, poca confian-
:,ii tienen en sí mismas esas instituciones. Y si hem os de
cernirn o s a toda crítica, mal irán el cambio y la creatividad
qu e son las enzimas para la transform ación perm anente del
cuerpo social.
lis preciso co m p ren d er que incluso desde el contexto de
lu Teoría de Sistem as, sin un m ínim o de azar y d e crítica la
vida no evoluciona. Las invariantes de los sistemas -— es d e­
cir, las famosas estru ctu ra s— tienden a perpetuarse indefi­
nidam ente a sí mismas. Desde el punto de vista de la evolu­
ción, tampoco estará de más record a r que este fenó m eno tan
im probable que hoy llamamos vida es, en última instancia,
energía solar transformada. ¿Transform ada en q u é ? Trans­
form ada en estructura antientrópica. Pero, ¿cóm o se produ­
jeron las condiciones favorables para esa transform ación?
Todo parece indicar que esas condiciones fueron las de un
cierto desorden lim itado: con el aum ento de la agitación
m olecular aum entaron las probabilidades de fo rm a r com bi­
naciones relaciónales nuevas. Por este camino, p or el cam ino
de un progresivo desorden ordenado, se fue avanzando hasta
alcanzar ese estado im probable que llamamos vida. Luego la
vida se fue complejizando, y hoy hem os cobrado conciencia
de que el cuerp o social también es un cuerpo vivo en evolu­
ción. Pero la teoría de la evolución nos enseña qu e sin un
cierto desorden, sin unas ciertas fallas de ortografía genéti­
ca, la vida se limita a repetirse m onótonam ente a sí misma.
No avanza. E xiste un límite en el m antenim iento del orden,
que si se excede, im pide la evolución. La entropía no es una
m edida del desorden, sino una m edida de la m uerte. La vida
no es, en sí misma, ni orden ni d eso rd en : es tensión e im­
probabilidad. No podem os vivir sin un cierto o rden; tampoco
podem os vivir sin un cierto desorden.
La mayoría de edad de una sociedad se dem uestra , y se
mide, en función de su capacidad para encajar la crítica, y
en función de su capacidad para ir revisando, tam bién crí­
ticamente, la legitimidad de sus presupuestos básicos. E sq u e­
m áticam ente existen tres m aneras de d efen d er un sistem a:
una, prohibiendo que se critique al sistem a; otra, perm itien ­
do que se critique al sistema, pero de tal form a que en nin­
gún caso la crítica pueda m odificarlo esencialm ente; final­
m ente, cabe perm itir la crítica con un m argen tal que el
sistem a pueda realm ente cambiar. Esto último implica va­
rios p resupuestos y está en la raíz de lo que solem os llamar
dem ocracia. E n tre los presupuestos podríam os cita r: 1) un
cierto pathos de la libertad; 2) un m ínim o gusto p or el ries­
go y lo desconocido; 3 ) una confianza básica en la creativi­
dad del h om bre, cuando éste tiene cubiertas sus necesidades
básicas.
E n resum en. Tal vez este libro no sea apto para mayores
de J8 años; pero m e parece que contiene suficientes elem en­
tos críticos para contribuir al desentum ecim iento de nues­
tros clisés mentales. Y eso siem p re es benéfico. Incluso para
los que son m ayores de edad.

S alvador P á n ik e r
INTRODUCCION

Por lo general, vivimos inm ersos en el presente de form a


tan absoluta que a menudo ignoram os lo mucho o poco que
nuestro propio período social difiere de los anteriores, in­
cluso de la generación que nos precedió en form a inmediata.
E sta sujeción a lo contem poráneo puede ser muy perniciosa.
Puede encadenarnos, inconscientem ente, a los aspectos m ás
reaccionarios de la tradición, sean sus valores e ideologías,
sus form as jerárquicas o sus modos de com portam iento po­
lítico. A menos que nuestras raíces en la vida contem poránea
se amplíen a través de una rica perspectiva, distorsionarán
fácilmente nuestra com prensión del mundo real, así com o sus
potencialidades de cara al futuro.
E l mundo está cambiando m ucho m ás de lo que nosotros
creem os. H asta muy recientem ente, la sociedad humana se
ha desarrollado en torno a los brutales problemas planteados
por una insoslayable escasez de ca rá cte r m aterial y su con­
trap artid a subjetiva en térm inos de renunciam iento y culpa.
Las grandes variaciones históricas que destruyeron a las an­
tiguas sociedades orgánicas, dividiendo al hombre con tra sí
mismo y al hom bre contra la naturaleza, tuvieron su origen
en los problem as de la supervivencia, problemas referidos al
mero m antenim iento de la existencia humana *. La escasez de

* E l térm ino “ sociedades orgánicas” alude a fo rm as de organización m ediante


las cuales la com unidad se une con lazos de parentesco c intereses com unes, de
cara a los m edios de vida. L a s sociedades orgánicas no se encontraban, aún, divi­
didas en las clases y burocracias de contenido explotador que hallam os en la so­
ciedad jerárq u ica.
m aterial brindó el justificativo histórico para el desarrollo de
la familia patriarcal, la propiedad privada, la dominación de
clases y el Estado; nutrió las grandes divisiones de la socie­
dad jerarquizada: la ciudad contra el campo, la m ente con­
tra la sensualidad, el trabajo contra el juego, el individuo
con tra la sociedad y, finalmente, el individuo con tra sí mismo.
No tiene sentido preguntarse si este largo y tortuoso des­
arrollo pudo haber seguido un curso distinto o más benig­
no. La evolución escapa a nuestro alcance. Tal vez como
aquella m ítica manzana que, tras el prim er bocado, debe ser
com pletamente consumida, la sociedad jerárquica debe com ­
pletar su cruento viaje antes de que podamos exorcizar sus
infernales instituciones. De todos modos, nuestra posición
dentro del dram a histórico difiere fundamentalmente de la
que vivieron todos los individuos del pasado. En este siglo
veinte, nos encontram os convertidos en virtuales herederos
de la historia humana, legatarios del antiguo esfuerzo del
hom bre, empeñado en liberarse de la fatiga y la inseguridad
m aterial. Por prim era vez en la larga sucesión de las cen­
turias, este siglo — y sólo é s te — ha elevado a la humanidad
a un nivel enteram ente nuevo de capacitación tecnológica, y a
una visión decididamente única de la experiencia humana.
E s en este siglo cuando, finalmente, abrimos las puertas
de un futuro de abundancia disfrutable por todos los hom­
bres : los medios de vida se acercan a un nivel de suficiencia,
sin necesidad, ya, del laboreo cotidiano y frenético de los
hombres. Hemos descubierto recursos, no sólo para el hom­
bre sino también para la industria, que hace una generación
eran totalm ente desconocidos. Hemos concebido máquinas
que fabrican otras máquinas en form a autom ática. Hemos
perfeccionado dispositivos que pueden ejecutar pesadas ta­
reas con m ayor eficiencia que los músculos humanos más
fuertes, que pueden desbordar la habilidad industriosa de las
manos humanas m ás dotadas, que pueden calcular con m ayor
rapidez y precisión que las más privilegiadas mentes huma­
nas. A horcajadas de esta tecnología cualitativam ente nueva,
podemos com enzar a brindar comida, techo, abrigo y una am ­
plia gama de comodidades sin devorar el precioso tiempo de
la humanidad, y sin disipar su reserva invalorable de energía
creativa en trabajos puramente m ecánicos. Para abreviar:
por prim era vez en la historia estam os en el umbral de una
sociedad en la cual la escasez habrá sido abolida.
Deberíamos subrayar la expresión «umbral», pues la so­
ciedad actual no ha asumido el potencial de su tecnología, en
el sentido de suprim ir radicalm ente la escasez. Los «privile­
gios» m ateriales que el capitalism o moderno permite, apa­
rentem ente, a las clases medias, y su dispendioso despilfarro
de recursos, tam poco reflejan el contenido racional, hum a­
nístico, realm ente desalienado, que esperaríam os de una so­
ciedad post-escasez. Si por «post-escasez» entendemos simple­
mente una gran cantidad de bienes socialmente disponibles,
caem os en un absurdo; sería como ver en un organismo vivo
nada m ás que una gran cantidad de procesos químicos *. En
prim er lugar, porque la escasez es m ás que una situación de
recursos insuficientes: para que esta palabra signifique algo
en térm inos humanos, ha de englobar las relaciones sociales
y el aparato cultural que nutren la inseguridad en la m ente.
E n el caso de las sociedades orgánicas, esta inseguridad pue­
de ser función de los opresivos límites establecidos por un
mundo natural precario; en una sociedad de tipo jerárquico,
es una función de los límites represivos establecidos por una
estructu ra clasista explotadora. E n este mismo sentido, la
expresión «post-escasez» implica, fundamentalmente, más
que una m era abundancia de medios de vida: debemos in­
cluir, sin duda alguna, el tipo de vida posibilitada por estos
medios. Las relaciones humanas y la psique individual en una
sociedad post-escasez deben reflejar plenamente la libertad,
la seguridad y la expresión personal que hace posible la abun­
dancia. La sociedad post-escasez es la realización de las po­
tencialidades sociales y culturales latentes en una tecnología
de abundancia.
E l capitalism o, lejos de brindar «privilegios» a las clases
medias, tiende a degradarlas más que a cualquier otro estra­
to de la sociedad. El sistema despliega su capacidad de abun­
dancia para a rra stra r al pequeño burgués a una complicidad

* D e aq u í que resulte absurdo el uso que T o m Hayden hace de la expresión


The Trial.
“post-escasez” en su recien te libro E l tem o r de Hayden de que la cultu­
ra juvenil podría transform arse en un “hedonism o post-escasez”, de ca rá cter social­
m ente pasivo, in d ica su insuficiente com prensión del significado de la ab olición de
la escasez, así com o de la naturaleza de la cultura juvenil.
con su propia opresión: prim ero, lo convierte en una m er­
cancía, en un objeto que se negocia en el m ercado; luego asi­
m ila sus propios deseos al contexto del m ercado. Así tira­
nizada por todas y cada una de las vicisitudes de la sociedad
burguesa, toda la personalidad del pequeño burgués vibra
de inseguridad. Sus soporíferos — m ercancías y más m ercan­
cías — actúan como auténticos venenos. En este sentido, nada
hay más opresivo que el «privilegio», pues los más profundos
rincones mentales del hombre «privilegiado» son campo
abierto a la explotación y la dominación.
Pero, a través de una suprema pirueta de la ironía dialéc­
tica, este veneno constituye, a la vez, su propio antídoto. La
capacidad del capitalismo en m ateria de abundancia — los so­
poríferos que emplea para la dom inación— agita extrañas
figuras en el mundo onírico de sus víctim as. Se entrevé el
fantasm a de la libertad en la pesadilla de la opresión y aflo­
ra una intuición reprimida de que lo que es podría ser de
o tro modo, si la abundancia sirviera a fines m ás humanos.
Del mismo modo que la abundancia invade al inconscien­
te p ara manipularlo, el inconsciente invade a la abundancia
p a ra liberarla. La contradicción m ás notoria del capitalismo
actu al es la tensión entre lo-que-es y lo-que-pudiera-ser, entre
la realidad de la opresión y la potencialidad del libre albedrío.
L a simiente de destrucción de la sociedad burguesa germina
en. los propios medios que ella emplea para su conservación:
u n a tecnología de abundancia, capaz de proporcionar, por
p rim era vez en la historia, las bases m ateriales de la libera­
ción. E l sistema, en cierto sentido, conspira contra su propio
ser. Como dijera Hegel, en otro con texto: «La lucha es ya
tard ía; y cada remedio que se intenta agrava la enferme­
d ad ...» (1).
Si la lucha para preservar la sociedad burguesa tiende a
asu m ir un carácter auto-invalidatorio, lo mismo ha de ocurrir
co n la lucha por destruirla. E n la actualidad, la máxima fuer­
z a del capitalismo radica en su prodigiosa habilidad para
subvertir los objetivos revolucionarios por medio de las ideo­
logías de la dominación. A favor de esta fuerza debemos se­
ñ alar el hecho de que la «ideología burguesa» no es sólo bur­
guesa. E l capitalismo es heredero de la historia, legatorio de
todas las modalidades represivas de las sociedades jerarqui­
zadas del pasado, y la ideología burguesa se compone de los
elementos m ás antiguos de la dominación y del condiciona­
miento so cial: elementos tan venerables, y aparentem ente tan
incuestionables, que a menudo los confundimos con la «natu­
raleza humana». No hay com entario más elocuente sobre el
poder de este legado cultural que el grado en que ha sido
contagiado el mismísimo proyecto socialista con el sexismo,
la jerarquizaeión y la privación. De estos elementos provie­
nen todas las enzimas sociales que catalizan las relaciones
cotidianas del mundo burgués y del llamado «movimiento ra ­
dical».
Jerarquizaeión, sexismo y privación no desaparecen con el
«centralism o dem ocrático», la «vanguardia revolucionaria»,
el «E stad o proletario» y la «economía planificada». Por el
contrario, la jerarquizaeión, el sexismo y la privación fun­
cionan con suprema eficacia cuando el centralism o parece
«dem ocrático», los líderes tienen aire «revolucionario», el
Estado parece pertenecer al «proletariado» y la producción
de m ercancías se halla «planificada». E n la medida en que el
proyecto socialista se m uestra incapaz de n otar la existencia
m ism a de estos elementos (no hablemos ya de su carácter
pernicioso), la propia «revolución» deviene una fachada de
la contrarrevolución. Mal que pese a la concepción de Marx,
lo que tiende a «m architarse» tras esta especie de «revolu­
ción» no es el Estado, sino la propia conciencia de la opre­
sión.
E n realidad, mucho de lo que pasa por «economía plani­
ficada» en la teoría socialista ha sido alcanzado ya por el
capitalism o; de aquí la capacidad que dem uestra el capita­
lismo de Estad o para asim ilar vastas secciones de la doctrina
m arxista com o ideología oficial. Más aún, en los países capi­
talistas desarrollados, el mismo progreso tecnológico ha su­
primido una de las razones m ás im portantes para justificar
la existencia del «Estado socialista»: la necesidad (según las
palabras de Marx y Engels) «de increm entar el total de fuer­
zas productivas en la form a m ás rápida posible» (2). Así,
seguir insistiendo con la cancioncilla de la «economía plani­
ficada» y el «Estado socialista» — conceptos creados por un
estadio ya superado del capitalismo, y para un nivel de des­
arrollo tecnológico inferior al actual — indicaría cretinismo
sectario. E l proyecto revolucionario debe guardar proporción
con las enormes posibilidades sociales de nuestro tiempo,
pues así com o los prerrequisitos m ateriales de la libertad
se han expandido más allá de los m ás generosos sueños del
pasado, así también lo ha hecho el concepto mismo de liber­
tad. Ante la inminencia de una sociedad caracterizada por la
abolición de la escasez, la dialéctica social comienza a madu­
ra r, no sólo en térm inos de lo que deberíamos suprim ir sino
también de cara a lo que habremos de crear. No sólo debe­
mos poner fin a las relaciones sociales de la sociedad burgue­
sa sino, también, al legado de dominación que nos viene de
largos milenios de sociedades jerarquizadas. Lo que debemos
elaborar p ara reem plazar a la sociedad burguesa no es sólo
aquella sociedad sin clases que profetiza el socialismo, sino
también la utopía no-represiva.

H asta aquí nos hemos ocupado principalmente de las ca­


pacidades tecnológicas de la civilización burguesa, su poten­
cial p ara sostener una sociedad post-escasez y la tensión que
todo esto crea entre lo-que-es y lo-que-debiera-ser. No caiga­
mos en el erro r de im aginar que esta tensión flota vagamente
entre abstracciones teóricas. E s una tensión real y halla ex­
presión diaria en las vidas de millones de seres. Aunque
con frecuencia en un plano intuitivo, la gente comienza a en­
co n trar intolerables las condiciones sociales, económ icas y
culturales que hace una década, poco más o menos, se acep­
taban pasivamente. E l crecim iento del movimiento negro de
liberación a lo largo de la últim a década constituye una
evidencia explosiva de esta evolución. La liberación de los
negros h a sido seguida por la liberación femenina, la juve­
nil, y la infantil sucesivamente. Cada grupo étnico y, virtual­
mente, cad a profesión, son el teatro de un ferm ento que hace
sólo una generación hubiera resultado inconcebible. Los «pri­
vilegios» de ayer se están convirtiendo en «derechos» de hoy
en una sucesión casi embriagadora, entre los estudiantes, la
gente joven en general, las m ujeres, las minorías raciales y,
a veces, entre los mismísimos estratos a que ha recurrido
tradicionalm ente el sistema en busca de apoyo. El concepto
mismo de «derecho» es ahora sospechoso de expresar la
soberbia de una élite que expropia y niega «derechos» y «pri­
vilegios» a sus inferiores. La batalla co n tra el elitismo y la
jerarquía, reem plaza ahora a la lucha por determinados «de­
rechos». Y a no se exige justicia sino, más bien, libertad. La
sensibilidad m oral en m ateria de abusos — incluyendo algu­
nos de cará cte r m enor, según las pautas anteriores — ha co ­
brado una viveza que hubiera resultado increíble hace sólo
unos pocos años.
E l eufemismo liberal con que se alude a la tensión entre
realidad y potencialidad e s: «exigencias crecientes». Pero lo
que esta frase de tono sociológico no dice es que tales «exi­
gencias» continuarán «creciendo» hasta la obtención de la
utopía m isma. Y con buenas razones. Lo que im prime «creci­
miento» a las «exigencias» — multiplicándolas, para ser m ás
exactos, con la conquista de cada «derecho»— es la irracio­
nalidad del propio sistema capitalista. En momentos en que
la m aquinaria autom ática y computerizada podría reducir el
esfuerzo humano hasta casi el cero absoluto, no hay despro­
pósito m ayor, a los ojos de los jóvenes, que dedicar toda una
vida al trabajo. En mom entos en que la industria está en
condiciones de brindar abundancia para todos, nada resulta
más perverso, para los pobres, que la idea de resignarse a
una vida entera de pobreza. E n m om entos en que existen
todos los recursos necesarios p ara la promoción de la igual­
dad social, las m inorías raciales conceptúan su subyugación
com o criminal, y lo m ismo vale para las m ujeres, etc. Estos
contrastes podrían extenderse indefinidamente, abarcando to­
dos los problemas que han producido la agonía social de
nuestra era.
E n su intento de defender la escasez, el esfuerzo físico,
la pobreza y la explotación contra el creciente potencial de­
term inado por el ocio, la abundancia, la libertad, en una pa­
labra la post-escasez, el capitalismo se perfila cada vez m ás
netam ente com o una sociedad irracional y, sobre todo, arti­
ficial. La sociedad actual está cobrando el aspecto de una
fuerza totalm ente ajena, y enajenante. Se nos presenta como
el «otro», por así decir, de los m ás profundos deseos e im­
pulsos de la humanidad. E n una escala cada vez m ayor, la
potencialidad está comenzando a determ inar y conform ar
la vida nuestra de cada día, su concepto de la realidad, hasta
arrib ar al punto en que todo lo relativo a la sociedad — in­
cluyendo sus amenidades más «atractiv as»— nos parece por
com pleto insano, el resultado de una demencia social masiva.
No es sorprendente que comiencen a em erger subculturas
tendentes a enfatizar una dieta natural, contrapuesta a la
dieta sintética de la sociedad; una familia extendida, contra­
puesta a la monogámica; una libertad sexual, contrapuesta a
la represión; una tribalización, contrapuesta a la atomiza­
ción; una comunidad, contrapuesta al urbanism o; una ayuda
mutua, contrapuesta a la com petencia; un comunismo, con­
trapuesto a la propiedad y, finalmente, un anarquismo contra­
puesto a la jerarquía y al Estado. En el propio acto de re­
chazar la vida de austeridades burguesas, se siembran los
prim eros gérmenes de un estilo de vida utópico. La negación
se convierte en afirmación; el repudio de lo presente deviene
una proclam ación del futuro, en las mismas entrañas del sis­
tem a capitalista. E l «drop o u t» * se transform a en un modo
de proyectarse dentro (d ro pp in g in) de las relaciones socia­
les de utopía, tentativas experimentales y eminentemente am­
biguas. Tomado com o fin en sí mismo, este estilo de vida no
consum a la utopía; más aún, podría ser dolorosam ente in­
completo. E n tanto que medio, sin embargo, este estilo de
vida y los procesos que a él conducen son indispensables en
la re-formación del revolucionario, en el despertar de sus
sensibilidades de cara a todo lo que ha de cam biar.

La tensión entre realidad y potencialidad, entre presente


y futuro, adquiere proporciones apocalípticas en medio de la
crisis ecológica de nuestro tiempo. Aunque una gran parte
de este libro versará sobre problemas relativos al medio
ambiente, se impone subrayar varias conclusiones generales.
H a de rechazarse, por quimérico, todo intento de resolver la
crisis ambiental dentro del m arco burgués de referencia. El
capitalism o es por naturaleza anti-ecológico. La competen­
cia y la acumulación constituyen sus leyes vitales esenciales

* E l modismo am ericano “drop out” alude a la retirada o abandono de las


(N. del T.)
convenciones de la vida burguesa.
y fueron resum idas por un M arx punzante en la frase «pro­
ducción por la producción misma». Todas las cosas, por más
raras o santas que fueran, «tienen su precio» y son acogidas
por el m ercado. En una sociedad de este tipo, la naturaleza
recibe el trato que corresponde a un mero recurso, digno de
ser explotado y saqueado. La destrucción del mundo natural,
lejos de ser una consecuencia de excesos o errores disparata­
dos, parece resu ltar de la propia lógica de la producción ca­
pitalista.
La actitud esquizoide del público hacia la tecnología — ac­
titud que m ezcla tem or con esperanza— no puede ser sosla­
yada con ligereza. Expresa una verdad intuitiva: la m isma
tecnología que podría liberar al hombre en una sociedad or­
ganizada en torno a la satisfacción de las necesidades huma­
nas tiende a destruirlo en el contexto de una sociedad basada
en la «producción por la producción misma». Podemos estar
seguros de que el dualismo maniqueo que se imputa a la
tecnología no constituye un aspecto de la tecnología como
tal. Las capacidades de la tecnología m oderna en térm inos de
crear o destruir no son más que dos caras de una dialéctica
social com ún: facetas positiva y negativa de la sociedad je­
rarquizada. Si hemos de reconocer alguna verdad en la afir­
m ación de M arx de que la sociedad jerárquica era «históri­
cam ente necesaria» para «dominar» a la «Naturaleza», lo ha­
rem os sin olvidar jam ás que el concepto de «dominación»
de la naturaleza fue una proyección de la dominación del
hombre por el hombre. Tanto los hombres com o la natura­
leza han sido siempre las víctim as comunes de la sociedad
jerárquica. E l hecho de que ambos se enfrenten, ahora, con
la extinción ecológica, es una evidencia de que los instru­
m entos de producción han term inado por resultar demasiado
poderosos para que se los adm inistre como medios de domi­
nación social.
Hoy en día, en tanto transcurre la etapa term inal en la
evolución de la sociedad jerarquizada, sus aspectos negativos
y positivos se alzan como totalidades m utuam ente excluyen-
tes. Las instituciones y valores de la sociedad jerárquica han
agotado sus funciones «históricam ente necesarias». Hay que
reconsiderar la justificación social de la propiedad y las cla­
ses, de la monogamia y el patriarcado, de la jerarquía y la
autoridad, de la burocracia y el Estado. E stas instituciones y
valores, junto con la ciudad, la escuela y las instrum enta­
ciones del privilegio, han chocado contra su techo histórico.
E n contraste con Marx, poco tendríam os que objetar al con­
cepto expresado por Bakunin, en el sentido de que las insti­
tuciones y valores de la sociedad jerarquizada fueron siem ­
p re un «mal históricam ente necesario». Si el veredicto de
Bakunin parece gozar de cierta superioridad sobre el de
M arx, hoy en día, esto se debe a que las instituciones en cues­
tión han perdido autoridad moral. De ahí el aspecto reaccio­
nario del proyecto socialista, que conserva aún las nocio­
nes de jerarquía, autoridad y Estado com o partes integrantes
del futuro postrevolucionario de la humanidad. E ste proyecto
tam bién conserva, en consecuencia, los conceptos de propie­
dad («nacionalizada») y clases («dictadura del proletariado»).
Los diversos m arxistas «ortodoxos» (m aoístas, trotskistas,
stalinistas y las sectas que resultan de las distintas hibrida­
ciones de estas tres tendencias) mediatizan ideológicamente
los aspectos negativos y positivos del desarrollo social gene­
ral, precisam ente en el momento en que son m ás irreconcilia­
bles que nunca, en un plano objetivo.
E n este mismo sentido, la revolución venidera y la utopía
por ella generada deben ser concebidas com o totalidades.
Ningún área de la vida contam inada por la explotación ha de
quedar intacta *. A p artir de la revolución ha de surgir una
sociedad que trascenderá todos los quebrantos del pasado;
esta sociedad em ergente ofrecerá a cada individuo, sobre
todo, la fiesta de una experiencia total, m ultifacética, re­
donda.
He descrito esta utopía como «anarquismo», pero también
pude haberla llamado «anarco-comunismo», expresión equi­
valente. Ambos térm inos indican una sociedad descentrali­
zada, sin clases y en cuyo seno las grietas creadas por

* H e aquí lo revolucionario del m ovim iento de liberación de la m ujer, que


ha expuesto a l público la sintaxis interna, la m usculatura de la dom inación. D e
este modo, el m ovim iento h a cuestionado a la propia vida cotidiana, dejando a
im lado abstracciones com o “Sociedad”, “Clase” y “P roletariad o” . E n este punto
mo to c a disculparm e por el uso de la expresión genérica “H om bre” , de género
m asculino. C areciendo de otros sinónim os para “ gente” o “individuos” , reconozco
que mi vocabulario está, sin duda, groseram ente viciado. Tam bién debem os liberar
nuestro lenguaje.
la cultura de la propiedad privada sean trascendidas por
relaciones humanas nuevas y desalienadas. Una sociedad
anarquista, o anarco-com unista, presupone la distribución de
los bienes conform e a las necesidades individuales, la disolu­
ción de las relaciones m ercantiles, la rotación del trabajo y
una decidida reducción del tiempo que se dedica al mismo.
Sin embargo, esta descripción nos pinta nada más que una
anatom ía de la sociedad libre. Nos haría falta un cuadro de
la fisiología de la libertad; de la libertad com o proceso de
comunización. En efecto, nuestra descripción carece de las
dimensiones subjetivas que ligan la reconstrucción de la so­
ciedad con la de la psique.
E s probable que los anarquistas hayan prestado más aten­
ción a los problemas subjetivos de la revolución que cual­
quier otro movimiento revolucionario. Desde el punto de vis­
ta de una amplia perspectiva histórica, el anarquism o es
una em anación de la libido popular, una ebullición del sub­
consciente social que se rem onta, bajo muchos nom bres di­
ferentes, a las m ás tem pranas batallas de la humanidad. Es
mínimo su com prom iso con m am otretos doctrinarios. En su
activa preocupación por las cuestiones de la vida diaria, el
anarquismo se ha cuidado siempre de estilos de vida, de la
sexualidad, la comunidad, la liberación femenina y las rela­
ciones hum anas. Su foco central ha apuntado siempre hacia
el único objetivo social significativo que puede plantearse la
revolución social: una reconstrucción del mundo de modo
tal que los seres humanos resulten fines en sí mismos, y la
vida hum ana una experiencia reverenciada e, incluso, m ara­
villosa. P ara la m ayoría de las ideologías radicales, este ob­
jetivo no ha sido más que. periférico. Con frecuencia, estas
ideologías, enfatizando sus abstracciones en detrim ento de la
gente, han reducido a los seres humanos al papel de sim­
ples m edios; y todo en nombre, irrisoriam ente, de «el Pueblo»
o de «la Libertad».
La diferencia entre socialistas y anarquistas no sólo se
presenta en los conflictos teóricos sino también en tipos con­
trapuestos de organización y praxis. Y a he señalado que los
socialistas se organizan conform e a cuerpos jerarquizados.
P or contraste, los anarquistas basan sus estructuras organiza­
tivas en el grupo de afinidad, reunión de amigos que no se
refiere m enos a sus relaciones humanas que a sus objetivos
sociales. E l propio modo de organización anarquista tras­
ciende la fractu ra tradicional entre psique y mundo social.
De presentarse la necesidad, nada impide a los grupos de
afinidad una coordinación dentro de movimientos bastante
amplios. E stos movimientos, a la vez, tienen la ventaja de que
el control sobre la organización m ayor lo conservan siempre
los grupos de afinidad, sin delegarlo en los cuerpos coordina*
dores. Toda acción, por otra parte, se basa en el voluntarismo
y la autodisciplina, no en la coerción ni en una orden de tipo
m ilitar. En esta clase de organización, la praxis tiene un
valor liberador tanto en el terreno personal com o en el social.
La propia naturaleza del grupo alienta al revolucionario a
revolucionarse a sí mismo.
E ste enfoque liberador de la praxis llega aún m ás lejos
en la concepción anarquista de la «acción directa». General­
m ente se considera a la acción directa com o táctica, como
m étodo para abolir el Estado sin recu rrir a instituciones y
técnicas propias del Estado. Aunque esta interpretación es
co rre cta dentro de su alcance, no podemos negar que el tal
alcance es corto. La acción d irecta es una estrategia revolu­
cionaria básica, un modo de la praxis encaminado a prom o­
ver la individuación de las «m asas». Su función consiste en
afirm ar la identidad de lo particular, dentro del m arco de lo
general. Más im portantes que sus implicaciones políticas re­
sultan, sin duda, sus efectos psicológicos, pues la acción di­
re cta despierta en la gente una conciencia de cada individuo,
capaz com o tal de modificar su propio destino *.
Finalm ente, la praxis anarquista tam bién subraya la es­
pontaneidad: se tra ta de una concepción de la praxis como
proceso interno y no exterior o manipulado. Mal que pese a
sus críticos, este concepto no hace del m ero «impulso» indi-
ferenciado un fetiche. Como la vida m isma, la espontanei­

* A quí debería yo agregar que el slogan “P od er al pueblo” sólo podrá po­


n erse en práctica cuando los poderes ejercid o s por las élites so ciales se disuelvan
en el seno de! pueblo. C ad a individuo reco b rará, así, el control de su vid a diaria.
S i “P od er al pueblo” sólo significa poder p ara los “líderes” del pueblo, este últim o
se m antiene tan ind iferenciad o, ta n m anjpulable, ta n m asa, tan desposeído después
de la revolución com o lo estab a antes. E n últim o análisis, el pueblo jam ás podrá
deten tar el poder hasta que desaparezca com o “pueblo” .
dad puede darse en m uchos niveles diferentes; puede estar
m ás o menos em papada de conocim iento, intuición y expe­
riencia. E n una sociedad libre, la espontaneidad de un niño
de tres años difícilmente pertenecerá al mismo orden que la
de un sujeto de trein ta años. Aunque ambos se encontrarán
libres para desarrollarse sin restricciones, la conducta de la
persona de trein ta años se basaría en un yo más definido y
m ejor inform ado. Del m ism o modo, la espontaneidad podría
darse m ás estru ctu rad a en un grupo de afinidad que en otro,
tal vez m ejor estacionada por el conocim iento o la expe­
riencia.
Pero la espontaneidad no es una «técnica» organizativa,
así com o la acción directa no se reduce a m era táctica opera­
tiva. La creencia en la acción espontánea form a parte de una
fe aún m ás am p lia: la fe en el desarrollo espontáneo. Todo
desarrollo debe ser libre, para alcanzar su propio equilibrio.
L a espontaneidad, lejos de incitar al caos, implica una libe­
ración de las fuerzas internas de un proceso evolutivo para
que den con su orden auténtico y su propia estabilidad. Como
veremos en los capítulos que siguen, la espontaneidad, en la
vida social, converge con la espontaneidad de la naturaleza,
sentando las bases de una sociedad ecológica. Los principios
ecológicos que conform aron las sociedades orgánicas resur­
gen bajo la form a de principios sociales, para presidir la
consum ación de la utopía. Pero estos principios se alimen­
tan hoy de las conquistas m ateriales y culturales de la his­
toria.La ecología natural deviene ecología social. E n la uto­
pía, el hom bre no regresa a su ancestral inmediatez con la
naturaleza, así com o el anarco-com unism o no reitera un co­
munismo primitivo. Tanto ahora com o en el futuro, las rela­
ciones hum anas con la naturaleza observarán siempre la me­
diación de la ciencia, la tecnología, el conocimiento. Pero de­
penderá de la capacidad del hom bre para elevar su condición
social que la ciencia, la tecnología y el conocim iento m e­
joren a la naturaleza en su propio beneficio. O bien la revolu­
ción cre a una sociedad ecológica, con nuevas ecotecnologías
y ecocom unidades, o la humanidad y el mundo natural, tal
com o los conocem os hoy día, perecerán.
Toda época revolucionaria es un período de convergencia
durante el cual procesos aparentem ente separados se conju­
gan, dando form a a una crisis socialm ente explosiva. Si nues­
tra propia época revolucionaria parece, a menudo, más com ­
pleja que otras del pasado, esto sólo se debe a que los pro­
cesos que se han acumulado son más universales que los
que ha registrado la historia. Nuestro punto de partida no
tiene precedentes históricos tranquilizadores en que podamos
basarnos. Los períodos revolucionarios anteriores se refirie­
ron, al menos, a categorías institucionales con las que está­
bam os fam iliarizados: religión, propiedad, trabajo, familia,
E stado, eran presupuestos básicos, aunque se objetaran sus
form as *. La sociedad jerárquica aún no había agotado estas
categorías. Aún no se había consumado su evolución hacia
relaciones sociales más imperativas y comprehensivas.
En nuestro tiempo, sin embargo, esta evolución ha llega­
do a su nivel de saturación. La sociedad jerárquica ya no
puede arrogarse ningún futuro, y a nosotros sólo nos quedan
las alternativas de la utopía o la extinción social. Tan gravo­
sa nos es la resaca del pasado, tan preñados estam os con las
posibilidades del futuro, que nuestro extrañam iento del mun­
do alcanza el tono de la angustia. Pasado y futuro se sobre-
imprimen como las imágenes que entrevemos en una doble
exposición fotográfica. El elemento fam iliar está allí presente,
pero, com o en los posters psicodélicos, cuyas letras sugieren
retorcidos m iem bros humanos, se mezcla en form a escurri­
diza con lo extraño. Un ligero cam bio de posición, y una
realidad dada resultará com pletam ente invertida. Aprender
a vivir se nos presenta como único modo de supervivencia,
el juego como único modo de trabajo, lo personal como único
modo de lo social, la abolición de roces sexuales como úni­
co modo de la sexualidad, el tribalismo com o único modo de
la familia, la sensualidad como único modo de la razón. E ste
entretejido de lo viejo y lo nuevo, con sus increíbles rever­
siones, no equivale al «doble-sentido» habitual del orden es-

* E sta situación no cam bió con la R evolución R usa o las revoluciones “socia­
listas" que han ocurrido luego. L a s categorías institucionales no han desaparecido;
a lo sumo se les ha mudado el nom bre.
tnblccido; es un hecho objetivo, que refleja los vastos cam ­
bios sociales hoy apuntados.
Cada época revolucionaria, por o tra parte, no sólo reúne
procesos aparentem ente separados sino que tam bién los pro­
yecta sobre un lugar específico en el tiempo y en el espacio,
donde ia crisis social es m ás aguda. En el siglo diecisiete este
centro era Inglaterra; en los siglos dieciocho y diecinueve,
Francia; en los comienzos del veinte, Rusia. E l centro de la
crisis social, en la segunda m itad del siglo veinte, se halla en
los Estados U n idos: un coloso industrial que produce más
de la m itad de los bienes del mundo con poco m ás de un
cinco por ciento de la población del planeta. He aquí la
Roma del capitalism o mundial, la piedra angular de su ca­
tedral im perialista, taller y m ercado de sus m ercancías, ga­
binete de su hechicería financiera, templo de su cultura, ar­
senal para sus guerras. Aquí se encuentra, también, el centro
mundial de la contrarrevolución, así como el de la revolución
social que puede suprim ir a la sociedad jerárquica com o sis­
tema histórico de alcance mundial.
Ignorar la posición estratégica de los Estados Unidos, tan­
to en lo histórico como en lo internacional, revelaría una
increíble falta de sensibilidad de cara a la realidad. Dejar
de plantearse todas las im plicaciones de esta posición estra­
tégica para actu ar conform e a ellas delataría una negligencia
de proporciones criminales. Los riesgos son demasiado im­
portantes com o para perm itirnos una postura oscurantista.
América, hemos de subrayarlo, ocupa el terreno social más
avanzado del mundo. Más que ningún otro país, Am érica está
preñada con la crisis social m ás im portante de la historia.
Todos los planteam ientos tendentes a la abolición de la so­
ciedad jerarquizada y a la construcción de la utopía se pre­
sentan aquí con más claridad que en ninguna o tra parte. Es
aquí donde se hallan los recursos para anular y trascender
lo que M arx llamaba la «prehistoria» de la humanidad. Aquí
se dan, también, las contradicciones que producen la form a
m ás avanzada de lucha revolucionaria. La decadencia de la
estru ctu ra institucional de A m érica no resulta de ninguna
«falta de nervio» de tono m ístico, o de sus aventuras impe­
rialistas por el T ercer Mundo, sino, principalmente, del des­
borde del potencial tecnológico am ericano. Como esos fru­
tos que penden de una ram a, con sus semillas plenamente
m aduras, toda la estru ctu ra puede desplom arse al m ás ligero
golpe. É ste tal vez provenga del T ercer Mundo, de alguna
conm oción económ ica considerable, incluso de una repre­
sión política p rem atura; pero lo cierto es que la estru ctu ra
debe caer, a causa de su madurez y declinación.
E n una crisis de esta magnitud, los problemas centrales
de la sociedad jerárq u ica pueden ser enfocados desde cual­
q u ier faceta de la vida, sean personales o sociales, políticos
o ecológicos, m orales o m ateriales. Todo acto o movimiento
crítico erosiona el edificio dom éstico tanto com o el imperial.
Repeler toda expresión de descontento con arengas secta­
rias, copiadas de contextos distintos y períodos por com ple­
to diferentes de conflicto social, no es m ás que ceguera. Lle­
vada hasta sus últim as conclusiones, la batalla de la libera­
ción de los negros es una lucha con tra el im perialismo; la
batalla por un medio-ambiente equilibrado es una lucha con­
tra la producción de m ercancías; la batalla por la liberación
femenina es una lucha por la libertad humana.
E s cierto, gran parte de la energía de este descontento
puede ser desviada hacia canales institucionales establecidos,
durante un tiempo. Pero sólo durante un tiempo. La crisis
social es demasiado profunda, está demasiado im bricada en
la historia y en el mundo para que las instituciones estable­
cidas puedan contenerla. Si el sistem a no logró asim ilar al
movimiento negro, a la «generación del am or» ni al movi­
m iento estudiantil de los años sesenta, no fue por falta de
flexibilidad institucional o recursos. A pesar de las agore­
ras predicciones de la «izquierda» am ericana, estos movi­
m ientos rechazaban, esencialmente, lo que las instituciones
establecidas les ofrecían. Más precisam ente, sus exigencias
iban creciendo a medida que les iban siendo concedidas. Al
m ismo tiempo, se expandía la base física de los movimientos.
Irradiando desde unos pocos centros urbanos aislados, el ra­
dicalismo negro, hippie y estudiantil se derram ó sobre el
cam po, em papando universidades y colegios, suburbios y
ghettos, com unidades rurales y ciudades.
O bjetar el valor de estos movimientos porque sus reclutas
suelen pertenecer a la juventud de la clase media blanca equi­
vale a perder el hilo del problema. Tal vez no exista m ejor
testimonio sobre la inestabilidad de la sociedad burguesa que
el hecho de que m uchos m ilitantes radicales tiendan a pro­
venir de los estratos relativam ente más prósperos. Se olvida
(convenientem ente) que en los años cincuenta hubo otra cla­
se de profecías — las de la «generación de Orwell» — que nos
advirtieron que la sociedad b u rocrática estaba prefabrican-
do una juventud am ericana prolijam ente conform e con el
astablishment. De acuerdo con las predicciones de aquel en­
tonces, la sociedad burocrática encontraría su apoyo m ás de­
cisivo en las sucesivas generaciones de jóvenes. Se afirmaba
que en la generación decadente de los años trein ta estaría
el último reverbero de los valores hum anísticos y radicales.
Como está a la vista, las cosas han ocurrido al revés. La ge­
neración de los años trein ta se ha convertido en uno de los
sectores m ás deliberadam ente reaccionarios de la sociedad,
m ientras que la gente joven de la década de los sesenta se
define com o caldo de cultivo radical.
E n esta aparente paradoja, la contradicción entre la es­
casez y el potencial de la post-escasez tom a la form a de una
abierta confrontación. Una generación cuya psique ha sido
enteram ente form ada por la escasez — esto es, la depresión
y las inseguridades de los años tr e in ta — se enfrenta a otra
que ha sufrido la influencia potencial de una sociedad post­
escasez. La juventud de la clase media blanca dispone del
privilegio de repudiar su falso «privilegio». En con traste con
sus padres, vencidos por la represión, los jóvenes se sienten
desencantados ante un consum ism o fraudulento, que paci­
fica pero jam ás satisface. E l abismo generacional es real.
Refleja la brecha objetiva que ahora mismo está separan­
do a A m érica — en form a cada vez más n ítid a— de su
propia historia social, de un pasado que se va tornando ar­
caico. Aunque este pasado está aún insepulto, nos hallamos
ante la em ergencia de una generación que bien podría hacer
las veces de sepulturera.
C riticar, en esta generación, sus «raíces burguesas», de­
n otaría una sapiencia sim ilar a la de esos tontos que ignoran
que sus observaciones m ás serias no producen más que risa.
Todos los que viven en esta sociedad tienen «raíces burgue­
sas», sean obreros o estudiantes, jóvenes o viejos, negros o
blancos. ¿H asta qué punto es uno burgués? Esto depende ex-
elusivamente de lo que uno acepta de la sociedad. Si la gente
joven repudia el consum ismo, la ética del trab ajo, la je ra r­
quía y la autoridad, será m ás «proletaria» que el proletaria­
d o : este despropósito sem ántico debería exhortarnos a en­
te rra r de una buena vez los raídos elementos de la ideología
socialista junto al arcaico pasado del que derivan.
Si estas entelequias aún concitan cierta atención, esto se
debe solamente al ca rá cte r aném ico del proyecto revolucio­
nario en los E stad os Unidos. Los revolucionarios norteam eri­
canos deben todavía dar con una voz que se refiera a sus pro­
pios problem as específicos. Los planteam ientos del T ercer
Mundo no pueden aplicarse al Prim er Mundo; m ás aún, no de­
bem os trazar un puente entre ambos retrocediendo hacia ideo­
logías que fueron generadas por la problem ática del siglo die­
cinueve. M ientras los revolucionarios am ericanos sigan tom an­
do prestadas las fórmulas de Asia y Latinoam érica, estarán
haciendo un flaco favor al T ercer Mundo. Lo que este último
necesita es una revolución en Am érica, y no sectas aisladas
e incapaces de modificar el curso de los acontecim ientos. E l
a cto supremo de internacionalism o y solidaridad con los pue­
blos oprimidos del mundo consistiría en prom over aquella
revolución; esto requeriría un criterio y Un movimiento re­
feridos estrictam ente a los problem as de los Estados Uni­
dos. N ecesitam os un enfoque coherente y revolucionario para
la problem ática social am ericana. Todo aquel que se declare
revolucionario en los Estados Unidos será inevitablem ente
un intem acionalista, en virtud de la posición que América
ocupa dentro del mundo, de modo que no es necesario que
yo me justifique por la atención que presto a este país.
Los capítulos que constituyen este libro deben conside­
rarse com o totalidad unificada. Lo que, esencialm ente, los
vincula, es el concepto de que los sueños más visionarios
del hom bre en m ateria de liberación se han convertido ac­
tualm ente en imperiosas necesidades. Todos éstos capítulos
están escritos desde la perspectiva de que la sociedad je rá r­
quica, luego de tantos y tan sangrientos milenios, ha alcan­
zado, finalmente, la culminación de su desarrollo. Los pro­
blemas de la escasez, de donde surgieron las form as de pro­
piedad, las clases, el estado y toda la parafernalia cultural de
la dominación, pueden resolverse ahora en el seno de una
Sociedad post-escasez. Alcanzado el punto de erradicación
de la escasez, se advierte que la sociedad resultante no sólo
es deseable o posible, sino tam bién absolutam ente necesaria
para la supervivencia de la propia civilización. E l desarrollo
de las bases m ateriales de la libertad hace que una conse­
cuencia acabada de la m ism a cobre valores de necesidad
social.

P ara que la humanidad viva en equilibrio con la natura­


leza, debemos dirigirnos a la ecología, en busca de las direc­
ciones esenciales que regirán la organización de la sociedad
futura. Nuevamente, hallamos que lo deseable es, también,
necesario. E l deseo que experim enta el hombre de expresión
espontánea y no reprim ida, de variedad en la experiencia y
en el entorno físico, y de un medio ambiente a escala de la
dimensión hum ana, debe ser, también, satisfecho para obte­
n er el equilibrio natural. Los problem as ecológicos de la
vieja sociedad revelan, pues, los métodos que darán form a
a la sociedad nueva. La intuición de que todos estos proce­
sos están convergiendo hacia una form a de vida totalm ente
nueva tiene su confirmación m ás con creta en la cultura ju ­
venil. La generación actual, que ha superado am pliamente la
psicosis de escasez de sus m ayores, anticipa el desarrollo
que nos espera. E n las actitudes y la praxis de la gente jo­
ven, que van desde el tribalism o h asta una afirmación arre­
batada de la sensualidad, podemos trazar una prefiguración
cultural de la utopía del futuro.

Aunque yo dedico la m ayor parte de m i exposición a lo


que hay de nuevo en el actual desarrollo social, no tengo la
m enor intención de ignorar lo que hay de antiguo. Explota­
ción, racism o, pobreza, lucha de clases e im perialism o son
aún realidades existentes, y en muchos sentidos han profun­
dizado su acción en la sociedad. E stos tem as jam ás podrán
estar ausentes de la p ráctica y la teoría revolucionarias, has­
ta que se hayan resuelto por com pleto. Poco puedo agregar
a lo dicho sobre ellos, sin em bargo, pues ya han sido ex­
puestos en form a exhaustiva por otros autores. Lo que jus-
tífica mi énfasis utópico es la actual ausencia (casi total) de
m aterial referido a las potencialidades de nuestro tiempo.
Si no hacem os un esfuerzo para am pliar esta área tan mez­
quinamente explorada, hasta los tem as tradicionales del m o­
vimiento radical se nos aparecerán bajo una falsa luz, nos
resultarán una antigualla. Esto distorsionaría nuestro pro­
pio contacto con lo familiar. Aunque los tem as generados por
la explotación no sean suplantados por el de la alienación,
m e parece indudable que el desarrollo de la prim era ha sido
poderosam ente influido por el de la segunda.
Planteem os un ejemplo de lo que esto significa. El movi­
miento sindicalista clásico ya no volverá. A pesar de algunas
revueltas de base, los planteamientos de «pan y mantequilla»
suelen estar demasiado bien encarados dentro del sindicalis­
mo burgués com o para inspirar a un antiguo gremialismo de
tipo socialista. Pero los trabajadores podrían fo rm ar organi­
zaciones radicales para luchar por cam bios en la calidad de
sus vidas y trabajos, y en última instancia por una autoges­
tión obrera de la producción. Los trabajadores no form a­
rán organizaciones radicales h asta que perciban la misma
tensión entre lo-que-es y lo-que-podría-ser que siente, hoy en
día, m ucha gente joven. Creo que han de experim entar m u­
chos cam bios básicos en sus valores, y no solamente aquellos
valores referidos a la fábrica, sino tam bién los que afectan a
sus vidas. Sólo cuando los problem as existenciales predo­
minen sobre los fabriles, será posible asim ilar la situación la­
boral a la situación vital. Entonces, la huelga de carácter
económico podrá convertirse en paro social, culminando en
un golpe masivo contra la sociedad burguesa.
E l hecho de que los jóvenes de origen fam iliar obrero
se integren, cada vez más, a la cultura de los jóvenes de
la clase media, es uno de los signos m ás esperanzadores,
en el sentido de que la fábrica no será una entidad refrac­
taria a las ideas de la revolución. Una vez que planta raí­
ces, todo avance cultural, así como tecnológico, se difunde
en círculos cada vez m ás amplios, particularm ente entre
aquellas personas que aún no han sido endurecidas por la
edad y el condicionamiento social. La cultura juvenil, con
su libertad para los sentidos y el espíritu, tiene un atractivo
propio e innato. La expansión de esta cultura en los cole­
gios y escuelas secundarias, y aún prim arias, es uno de los
fenómenos sociales m ás subversivos en el mundo actual.
Los capítulos de este libro son una cuidadosa elaboración
de los conceptos que hemos planteado en estas páginas in­
troductorias. Tienden a im prim ir un nuevo énfasis sobre los
problemas de la libertad, el medio am biente, los estilos de
vida y roles sexuales, y proponen opciones vastas y utópicas
para el orden social actual. E stoy convencido de que estos
nuevos énfasis resultan absolutam ente indispensables para
el desarrollo de un proyecto revolucionario en América.
La m ayoría de estos capítulos fue escrita entre 1965 y 1968,
es decir, hace muy pocos años según el calendario, pero
varias edades atrás en térm inos ideológicos. El movimiento
hippie aún estaba cogiendo fuerza en Nueva York cuando
se publicó Ecología y Pensam iento Revolucionario, y la de­
sastrosa convención de la SDS * de junio de 1969 aún no
había tenido lugar cuando se corregían las últimas líneas de
IE scu ch a , M arxista! Muchos de estos capítulos fueron pu­
blicados en form a de artículos en la revista Anarchos o dis­
tribuidos com o panfletos de Anarchos. Unos pocos fueron re ­
producidos por la prensa u n d ergro u n d o reim presos por las
colecciones de la Nueva Izquierda. Exceptuando la inclusión
de algunos párrafos y la supresión de otros pocos, la mayo­
ría de los cam bios han sido de carácter estilístico.
Un capítulo, Las Form as de la Libertad, fue objeto de
una modificación sustancial, para librarlo de ciertos malen­
tendidos en mis juicios sobre los com ités obreros. He creído
durante m uchos años que estas form as serían necesarias
para hacerse cargo de la econom ía en un período post-revo-
lucionario. Originariamente, este capítulo limitaba su exposi­
ción sobre los com ités obreros a una crítica de sus defectos
como cuerpos creadores de política. En mi segunda redacción
de varios pasajes de Las Form as de la Libertad he tratad o de
diferenciar la función de estos com ités com o órganos ad­
m inistrativos de la que les toca com o órganos creadores de
política.
He dedicado este libro a Josef W eber y Alian Hoffman;

4“Studcnts ío r D em o cratic Soeiety’’, p rincipal agrupación izquierdista estudiantil


de los U S A . (N. del T.)
esto encierra algo m ás que un m ero gesto sentim ental hacia
dos de m is m ás íntim os cam aradas. Jo sef W eber, un revolu­
cionario alem án que murió en 1958 a la edad de cincuenta y
ocho años, formuló hace m ás de veinte años las grandes lí­
neas del proyecto utópico que yo desarrollo en este libro.
Más aún, él fue, para mí, un lazo viviente con todo lo que
había de libertario y vital en la gran tradición intelectual del
socialism o alem án de la era pre-Ieninista. Gracias a Alian
Hoffm an, cuya m uerte en un accidente autom ovilístico, ocu­
rrid a este año a la edad de veintiocho años, fue una pérdida
irreparable para el movimiento de las com unas de California,
adquirí un sentido m ás amplio de la totalidad a que aspiran
la con tracu ltu ra y la revuelta juvenil.
Tengo una gran deuda contraída con m is herm anas y her­
m anos del grupo A narchos, por la continua interfecundación
de ideas así com o por el calor de nuestras relaciones hum a­
nas. E n cierto sentido, lo que este libro tiene de valor provie­
ne de los conceptos de mucha gente que conocí en el L ow er
E ast S id e de Nueva Y ork, en Alternate V, y en grupos y co­
munidades de todo el país.

M urray Bookchin
Nueva Y ork , octubre de 1970
/. E L ANARQUISMO TRAS LA SU P R ESIO N D E LA E SC A SE Z

P recondiciones y posibilidades

Todas las revoluciones logradas en el pasado han sido re­


voluciones particu laristas de clases m inoritarias que aspira­
ban a con sagrar sus intereses específicos com o propios de
la sociedad en su conjunto. Las grandes revoluciones bur­
guesas de los tiem pos m odernos presentaron una ideología
de arrasad o ra reestru ctu ración política, pero en realidad se
limitaban a certificar la dom inación social de la burguesía,
brindando una expresión política form al al ascenso econó­
m ico del capital. Las etéreas nociones del «ciudadano libre»,
la «igualdad ante la ley» y la «nación» encubrían la realidad
mundana del estado centralizado, el hom bre aislado y ato­
mizado y el reinado del interés burgués. A pesar de sus
grandiosos pretextos ideológicos, las revoluciones p articula­
ristas reem plazaron el reinado de una clase por o tra, un
sistem a de explotación por otro, un régimen de trabajo
p or otro y, tam bién, un sistem a de represión psicológica por
otro.
Lo que resulta único en nuestra era es el hecho de que lá
revolución es generalizada, com pleta y totalizadora. La socie­
dad burguesa, si es que ha logrado algo, ha sido revolu­
cion ar los m edios de producción en una escala sin prece­
dentes históricos. E sta transform ación tecnológica que. cul­
m ina con la cibernética ha creado las bases objetivas, cuan­
titativas, p ara un mundo sin-dom inación clasista, explotación;
esfuerzo físico ni privaciones m ateriales. Existen ya los m e­
dios necesarios para el desarrollo de un hom bre global: el
hom bre total, liberado de la culpa y de la acción de lás for^
m as au toritarias de adiestram iento, entregado al deseo y a
la aprehensión sensual de lo m aravilloso. Ahora es posible
concebir la experiencia futura del hombre, en térm inos de
un proceso coherente destinado a resolver bifurcaciones
com o pensam iento y acción, m ente y sensualidad, disciplina
y espontaneidad, individualidad y comunidad, hom bre y na­
turaleza, ciudad y cam po, educación y vida, trabajo y juego,
que arm onizarán orgánicam ente en las nupcias oficiadas por
el nuevo reino de la libertad. Así com o la revolución p arti­
cularista produjo una sociedad particularizada, bifurcada,
la revolución generalizada dará a luz una comunidad orgá­
nicam ente unificada y de ca rá c te r m ultilateral. Ahora es posi­
ble restañ ar la gran herida abierta por la sociedad de la
apropiación, en form a de «cuestión social».
Y a está bastante claro que la libertad debe ser concebida
en térm inos hum anos, no anim ales: en térm inos de vida y
no de supervivencia. Los hom bres no suprim irán las ataduras
de su servidum bre, deviniendo plenam ente humanos, por el
m ero expediente de abolir la dom inación social y p roclam ar
la libertad en sentido abstracto. También han de liberarse
co n creta m en te : liberarse de las privaciones m ateriales, del
esfuerzo físico, de la carga que im plica dedicar la m ayor par­
te de su tiempo — esto es, la m ayor p arte de sus vidas — a la
lucha con tra la necesidad. E sta percepción de los prerrequi-
sitos m ateriales para la libertad hum ana, este énfasis sobre
la libertad com o consecuencia del tiempo libre y la abundan­
cia m aterial, es la gran contribución de K arl M arx a la m o­
derna teoría revolucionaria.
E n este sentido, las preco n dicio nes de la libertad no de­
ben confundirse con las condiciones de la libertad. La posi­
bilidad de la liberación no es idéntica a su realidad. Junto
a sus aspectos positivos, el progreso tecnológico lleva una fa­
ceta definidamente negativa, regresiva en el plano social. Si
bien es indudable que la evolución tecnológica amplía una
potencialidad histórica de libertad, tam bién lo es que el con­
tro l burgués de aquella tecnología robustece la organización
establecida de la sociedad y la vida cotidiana. La tecnología
y los recursos de la abundancia proveen al capitalism o con
los medios hábiles para asim ilar grandes sectores de la co­
munidad al sistem a establecido de jerarquías y autoridades.
Brindan al sistem a un arm am ento, unos m ecanism os detec­
tores y unos m edios propagandísticos que le perm iten am e­
nazar con la represión m asiva y aplicarla efectivam ente. Por
SU naturaleza centralizada, los recursos de la abundancia re­
fuerzan las tendencias m onopolizadoras, centralistas y buro­
cráticas del ap arato político. E n pocas palabras, ponen en
manos del E stad o unos m edios inéditos para m anipular y
movilizar todo el universo viviente, perpetuando las je ra r­
quías, la explotación y la ausencia de libertad.

E s necesario subrayar, sin em bargo, que esta m anipula­


ción y esta movilización del universo viviente son extrem a­
dam ente problem áticas y arrastran crisis reiteradas. Lejos
de encam inarnos hacia una pacificación (ni muchísim o m e­
nos, una arm onización) el intento de la sociedad burguesa
de co n tro lar y explotar su medio am biente natural, así com o
social, tiene consecuencias devastadoras. Se han escrito vo­
lúmenes enteros sobre la contam inación de la atm ósfera y
las vías de agua, sobre la destrucción del suelo y los terre­
nos arbolados y sobre los m ateriales tóxicos que infectan la
com ida y los líquidos. Aún m ás am enazadora, por sus re ­
sultados finales, es la contam inación destructiva de la eco­
logía específicam ente im prescindible para un organism o com ­
plejo com o es el propio ser humano. La concentración de
desperdicios radiactivos en los seres vivientes im plica una
amenaza p ara la salud y el acervo genético de casi todas las
especies. L a polución a escala mundial ocasionada por los
pesticidas, inhibiendo la producción de oxígeno en el planc­
ton, o la que indican los niveles casi tóxicos de em anaciones
por consum o de gasolina, son ejem plos de una contam ina­
ción persistente, que am enaza la integridad biológica de to­
das las form as avanzadas de vida, incluido naturalm ente el
hom bre.
No m enos alarm ante es la necesidad de revisar drástica­
m ente nuestra noción tradicional de lo que constituye un
agente de contam inación del medio ambiente. H ace unas po­
cas décadas, hubiera sido absurdo calificar com o agentes con­
tam inadores, en el sentido habitual de la palabra, al dióxido
de carbono y el calor. Sin em bargo, ambos pueden muy bien
con tarse en tre las fuentes m ás serias de los futuros desequi­
librios ecológicos y de las m ás graves am enazas a la vida del
planeta, A raíz de las actividades de com bustión en los pla­
nos industrial y dom éstico, la cantidad de dióxido de carbono
que contiene la atm ósfera ha aum entado aproxim adam ente
en un veinticinco p o r ciento, dentro de los últim os cien
años, y bien pudiera duplicarse hacia el fin de este siglo. Los
m edios han hablado m ucho del fam oso «efecto de inverna­
dero» que, según se supone, acab ará p o r producir la crecien­
te cantidad de gases; se anuncia que el gas inhibirá la disi­
pación del calor del planeta en el espacio, ocasionando un
aum ento general de las tem p eratu ras que d erretirá el hielo
de los casquetes polares, inundando vastos territorios coS'
teros.
La polución térm ica, que ha resultado principalm ente de
las aguas calientes descargadas por las plantas energéticas,
tanto atóm icas com o convencionales, ha provocado efectos
desastrosos en la ecología de Jagos, ríos y estuarios. E l aum en­
to de la tem p eratu ra de las aguas no sólo daña las actividades
fisiológicas y rep rod u ctoras de los peces sino que prom ueve,
tam bién, una gigantesca proliferación de algas, en la actuali­
dad convertida en problem a form idable para las vías acu á­
ticas.
Ecológicam ente, la explotación burguesa y la m anipula­
ción social están m inando la propia aptitud de la tierra com o
m edio sustentador de fox-mas de vida avanzada. La crisis se
intensifica, a favor de increm entos m asivos en la polución
aérea y acu ática, de la acum ulación de desperdicios no de-
gradables, residuos m etálicos, efectos colaterales de pestici­
das y aditivos tóxicos en los com estibles; de la expansión
de las ciudades y sus extensos cinturones urbanos; de las
crecientes tensiones debidas a la vida en medios m asivos y
congestionados, y de la desenfrenada m ortificación de la
tie rra que vienen efectuando los aserrad ero s, la m inería y
los especuladores de la propiedad territorial. E n consecuen­
cia, la tie rra ha sido expoliada, al cabo de unas décadas, a
una escala que no tiene precedentes en toda la historia de la
presencia hum ana sobre el. planeta.
Socialm ente, la explotación y la m anipulación burguesas
han llevado a la vida cotidiana al m áxim o grado de vacuidad
y tedio. Puesto que la sociedad se ha convertido en fábrica
y m ercado, la razón m ism a de la vida se reduce a la prod u c­
ción por la p ro d u cción ... y al consum o por el com unism o*.

La dialéctica red en to ra

¿E x iste una dialéctica red en tora capaz de guiar la evolu­


ción social en la dirección de una sociedad anárquica, donde
las gentes dispusieran de un co n tro l pleno sobre su vida
diaria? ¿O acaso el capitalism o pone fin a la dialéctica social,
sellando sus posibilidades m ediante el uso de una tecnología
avanzada con propósitos represivos y coercitivos?
Debemos to m ar ejemplo de las lim itaciones del m arxis­
mo, un p royecto que — cosa com prensible en un período de
escasez m a te r ia l—- localizaba las contradicciones internas y
la dialéctica social del capitalism o en el terreno económ ico.
M arx, ya ha sido subrayado, exam inaba las p reco n d icio n es
para la liberación y no las co n dicio n es d e la liberación. La
crítica m arxian a tiene sus raíces en el pasado, en una era
de privaciones m ateriales y desarrollo tecnológico relativa­
m ente lim itado. Inclusive, su hum anística teo ría de la alie­
nación gira, prim ordialm ente, en to rn o a la cuestión del tra ­
b ajo y la alienación del hom bre con resp ecto al producto
de su esfuerzo. E l capitalism o de hoy, por co n traste, es un
parásito del futuro, un vam piro que sobrevive gracias a la
tecnología y recu rsos propios de la libertad. E l capitalism o
industrial de los tiem pos de M arx organizaba sus relaciones
m ercantiles alrededor de un sistem a general de escasez m a­
terial; el capitalism o de E stad o de la actualidad organiza sus
desplazam ientos de m ercancías en el contexto de un sistem a
general de abundancia m aterial. H ace una siglo, la escasez
debía ser soportada; hoy se la refu erza: de aquí la im portan­

* C a b e señ a la r que el surgim iento de la “sociedad de consum o” sien ta uná


notoria ev id en cia de la diferen cia observab le en tre el capitalism o industrial de los
tiem pos de M a rx y el capitalism o de E sta d o de la actualidad. E n la concep ción
de M arx, el cap italism o , en ta n to que sistem a basad o en l a “ p rod u cción p or la
prod ucción m ism a” , generaba la pau perización eco n ó m ica del p roletariad o. L a “ pro­
d u cción por Ja p rod u cción m ism a” tien e h o y un paralelo en el “ consum o por el
consum o m ism o” , que confiere a la pau perización un to n o esp iritual, m ás que eco­
n ó m ic o : es h a m b re, sí, pero h am b re de vida.
cia del E stad o en nuestra era. No se tra ta de que el m oderno
capitalism o haya resuelto sus contradicciones* anulando la
dialéctica social, sino m ás bien de que la dialéctica social y
las contradicciones del capitalism o se han expandido, pasan­
do de los planos económ icos de la sociedad a los jerárquicos,
del a b stracto dominio «histórico» a las co n cretas m inucias
de la experiencia cotidiana, del reino de la superviviencia
al de la vida.
L a dialéctica del capitalism o b u ro crático de E stad o se o ri­
gina en la con trad icción entre el c a rá c te r represivo de la
sociedad de las m ercancías y el enorm e potencial liberador
generado por el progreso tecnológico. E sta contradicción tam ­
bién opone a la organización de una sociedad explotadora
co n tra el mundo natural; mundo éste que no sólo incluye al
m edio am biente natural sino tam bién a la «naturaleza» del
hom bre, los impulsos de su E ro s. La contradicción en tre la
organización explotadora de la sociedad y el medio am biente
n atural escapa a toda m anipulación: la atm ósfera, las vías
acu áticas, el suelo y la ecología im prescindibles p ara la vida
hum ana no se salvarán con reform as, concesiones o modi­
ficaciones de la estratagia política. No hay sustituto posible
p ara los sistem as hídricos del planeta. Ninguna tecnología
podrá rep rod ucir al oxígeno atm osférico en cantidades su­
ficientes p ara sostener la vida en la tierra. No hay técnica
capaz de elim inar una m asiva contam inación am biental cau­
sada p or isótopos radioactivos, pesticidas y residuos m etáli­
cos e hidrocarbúricos. Tam poco se percibe la m ás ligera evi­
dencia de que la sociedad burguesa esté en condiciones de
dism inuir, en algún m om ento del futuro previsible, su in ter­
ferencia con los m ás vitales procesos ecológicos, su explo­
tación de los recu rsos naturales, su utilización de la atm ós­
fera y las vías acu áticas com o depósitos de residuos o su
can cerosa m odalidad de urbanización y abuso de la tierra.
Aún m ás inm ediata resu lta la contradicción entre la or­
ganización explotadora de la sociedad y los impulsos del E ro s
h u m an o : este fenóm eno se m anifiesta com o banalización y

* L a s co n tra d iccio n es eco n ó m icas del capitalism o no han desaparecido, pero el


grado de planificación del sistem a ha elim inado ias ca ra cterística s explosivas que
alguna vez tuvieron.
em pobrecim iento de la experiencia en una sociedad de m a­
sas, im personal y b urocráticam ente m anipulada. Los impul­
sos eróticos del hom bre pueden ser reprim idos y sublimados,
pero jam ás eliminados. Se renuevan cada vez que nace un
ser hum ano, cada vez que una generación juvenil aparece
sobre la tierra. No es sorprendente que, hoy día, los jó­
venes articulen m ás que cualquier clase o e stra to económ ico
los im pulsos vitales de la naturaleza h u m an a: las urgencias
del deseo y la sensualidad, la fascinación por lo m aravilloso.
Así pues, la m atriz biológica de la que, hace milenios, surgió
la sociedad jerarquizada, reaparece a un nuevo nivel con el
despuntar de una era que señala el fin de las jerarquías;
sólo que ahora esta m atriz está saturada de fenóm enos so­
ciales. E l plasm a germ inal de la humanidad aún escapa a la
m anipulación: sólo anularán los impulsos vitales con la ani­
quilación de la especie humana.

Las con tradicciones internas del burocratizado capitalis­


mo de E stad o im pregnan todas las form as jerárq u icas desa­
rrollad as y exageradas por la sociedad burguesa. Las form as
jerárq u icas que, durante siglos, han nutrido a la sociedad
de la apropiación, im pulsando su progreso — E stad o, ciudad,
econom ía centralizada, bu ro cracia, familia p atriarcal y m er­
c a d o — han agotado su ca rre ra en la historia. Su función so­
cial se ha consum ido, descalificándolas com o modos de es­
tabilización. No es cuestión de que estas form as jerarqui­
zadas fueran o no, alguna vez, «progresistas» en el sentido
m arxian o* del térm ino. Ha observado Raoul V aneigem : «Tal
vez no resu lte suficiente decir que el poder jerárq u ico ha
preservado a la hum anidad durante miles de años, com o el
alcohol conserva a un feto, deteniendo tanto el crecim iento
com o la descom posición» (3). Hoy día, estas form as cons­
tituyen el blanco de todas las fuerzas revolucionarias gene­
radas por el capitalism o m oderno, y puede pronosticárseles
un futuro de catástro fe nuclear, o bien uno de desastre eco­
lógico, pero lo cierto es que están am enazando, aquí y ahora,
la supervivencia m ism a de la hum anidad.

* S e respeta el uso que B o o k ch in h a c e del térm ino “m aridan” en lugar de


“m arxist” , aludiendo aquél a las exp resiones o rigin ales de M arx .(N . del T.)
E sta transform ación de las estru ctu ras jerárquicas en
am enaza p ara la existencia de la hum anidad no anula la
dialéctica so cial: muy por el co n trario , la proyecta a una
nueva dimensión. La «cuestión social» se plantea en form a
enteram ente nueva. Si alguna vez el hom bre debió conquistar
las condiciones de la supervivencia p ara poder vivir (com o
señalaba M arx) ahora tendrá que alcanzar las condiciones
de la vida p ara sobrevivir. Invertida de este modo la relación
entre supervivencia y vida, la revolución cobra un renovado
acento de urgencia. Y a no estam os ante la fam osa opción
planteada por M arx: socialism o o barbarie. Los problem as
de la necesidad y la supervivencia son, ahora, congruentes
con los de la libertad y la vida. Y a no requieren mediaciones
teóricas, estados de «transición», ni organizaciones centrali­
zadas que hagan las veces de puente entre lo que existe y lo
posible. Lo posible, de hecho, es todo lo que puede existir.
P or lo tanto, aquellos problem as de la «transición» que
tanto preocuparon a los m arxistas durante cerca de un siglo,
quedan eliminados, no sólo por el progreso tecnológico, sino
p or la propia dialéctica social. Los problem as de la recon s­
trucción social se han reducido al nivel de tareas p rácticas
que pueden resolverse, espontáneam ente, a través de las ac­
ciones auto-liberadoras de la sociedad.
En realidad, la revolución 110 sólo adquiere, de este m odo,
un nuevo sentido de im periosidad, sino tam bién un flamante
tono de prom esa. E n el tribalism o hippie, en el estilo de
vida drop-out y la nueva libertad de millones de jóvenes,
en los espontáneos grupos de afinidad hallam os form as afir­
m ativas nacidas de actos de negación. Con la inversión de la
«cuestión social» se produce, también, una inversión de
la dialéctica social; un «sí» se alza sim ultánea y au tom ática­
m ente junto al «no».
Las soluciones tienen su punto de partid a en los proble­
mas. Llegado el m om ento histórico en que el Estado, la ciu­
dad, la bu rocracia, la econom ía centralizada, la fam ilia pa­
triarcal y el m ercado agotan sus posibilidades de desarrollo,
lo que se nos plantea no es ya un cam bio form al, sino la
negación de todas las form as jerárqu icas com o tales: una
situación en la que los hom bres no sólo liberan a la «histo­
ria», sino tam bién a todas las circunstancias inm ediatas de
SU vida cotidiana. La negación absoluta de la ciudad es la
com unidad, caracterizad a por un ám bito social descentrali­
zado en el seno de com unas globales, ecológicam ente equi­
libradas. L a negación absoluta de la b u ro cracia se expresará
en unas relaciones inm ediatas — es decir sin m ediación —
que reem plazarán la representación por el encuentro cara-
ft-cara de individuos libres en una asam blea general. L a ne­
gación absoluta de la econom ía centralizada es la ecotecno-
logía regional: situación en la que los instrum entos de pro­
ducción se am oldan a los recu rsos de un ecosistem a. La ne­
gación absoluta de la fam ilia p atriarcal es la sensibilidad
liberada: la expresión del erotism o entre iguales, espontá­
nea, desinhibida, que trasciende todas las form as de regu­
lación sexual. L a negación absoluta del m ercado es la abun­
dancia colectiva y la cooperación, transform ando el trabajo
en juego y la necesidad en deseo.

E spontaneidad y utopía

No es casu al que a cierta altu ra de la historia, cuando el


poder jerárqu ico y la m anipulación alcanzan sus prop orcio­
nes m ás alarm antes, los propios conceptos de jerarq u ía, po­
der y m anipulación caigan en tela de juicio. La objeción a
estos conceptos proviene de un redescubrim iento de la im­
portancia de la espontaneidad: redescubrim iento alim entado
por la ecología, por una elevada concepción del auto-desa-
rrollo y por una nueva com prensión del proceso revolucio­
nario en la sociedad.
Lo que h a dem ostrado la ecología es que, en la naturaleza,
el equilibrio está determ inado por la variación y la com ple­
jidad orgánicas, no así por la homogeneidad o la simplifica­
ción. Por ejem plo, cuanto m ás variadas son la flora y la
fauna de un ecosistem a, tanto m ás estable es la población de
una plaga potencial. Al dism inuir la diversidad del medio
am biente, tiende a fluctuar la población de la especie, plaga
potencial, con la probabilidad de que se descontrole. Libra­
do a su propia evolución, un ecosistem a tiende espontánea­
m ente h acia la diferenciación orgánica, hacía una variedad
cada vez m ayor de flora y fauna, diversificando el núm ero
de presas y depredadores. E sto no significa que el hom bre
deba abstenerse de toda interferencia. La necesidad de una
agricultura productiva — que im plica, de por sí, una inter­
ferencia con la n atu raleza— debe estar siem pre presente
com o trasfondo de todo enfoque ecológico del cultivo de
com estibles y la adm inistración forestal. No es menos im­
portante el hecho de que el hom bre se encuentre, a menudo,
en condiciones de producir cam bios en un ecosistem a que
redunden en vastas m ejoras de su calidad ecológica. Pero
estos esfuerzos requieren percepción y com prensión, no el
ejercicio de la fuerza bruta no el de la manipulación.
E ste concepto de la adm inistración, esta nueva visión de
la im portancia de la espontaneidad, tiene aplicaciones de lar­
go alcance p ara la tecnología y la com unidad; y las tiene,
desde luego, para la imagen social del hom bre en una socie­
dad liberada. Configura un desafío a la idea capitalista de
que la agricultura debe ser operada com o una industria, or­
ganizada en torno a inmensos latifundios, de control cen tra­
lizado, para explotar form as de m onocultivo altam ente es­
pecializadas, convirtiendo al terreno en m ero piso de fábri­
ca, sustituyendo procesos orgánicos por productos quími­
cos y trabajando a base de cuadrillas. Para que el cultivo de
com estibles sea un modo de cooperación con la naturaleza,
y no ya un com bate entre adversarios, el agricultor debe
gozar de una profunda fam iliaridad con la ecología de la
tierra; debe adquirir una nueva sensibilidad hacia sus ne­
cesidades y posibilidades. E sto presupone una reducción de
la agricultura a escala humana, una restauración de las uni­
dades agrícolas de tam año interm edio y una diversificación
de la situación agraria; en pocas palabras, presupone un
sistem a ecológico y descentralizado para el cultivo de co­
mestibles.
El m ism o razonam iento se aplica al control de la polución.
E l desarrollo de gigantescos com plejos industriales y el uso
de fuentes energéticas simples o duales son responsables de
la contam inación atm osférica. Sólo desarrollando unida­
des industriales más pequeñas y diversificando las fuentes
de energía m ediante el uso intensivo del poder limpio (solar,
hídrico y eólico) será posible una reducción de la polución
industrial. Los medios para esta radical transform ación te c­
nológica están ya a nuestro alcance. Los tecnólogos han ela­
borado sustitutos m iniaturizados para la operación industrial
en gran e sca la : máquinas pequeñas y versátiles, métodos
sofisticados para convertir la energía del sol, el viento o el
agua en poder utilizable por la industria y el hogar. A menu­
do, estos sustitutos resultan m ás productivos y económi­
cos que las m aquinarias pesadas existentes en la actu a­
lidad.*
Las im plicaciones com unitarias de una agricultura y una
industria en pequeña escala son obvias: p ara que la huma­
nidad se sirva de los principios necesarios en el manejo de
un ecosistem a, la unidad com unal básica de la vida social
debe convertirse, ella m ism a, en un eco siste m a: una ecoco-
munidad. También ella se diversificará, expresando cierta
totalidad, cierto equilibrio. E ste concepto de com unidad no
está exclusivam ente m otivado, en modo alguno, p o r la nece­
sidad de un equilibrio perdurable entre el hom bre y el m un­
do natural; también concuerda con el ideal utópico del
hom bre total, aquel individuo cuyas sensibilidades, gama de
experiencia y estilo de vida se nutren de un am plio espectro
de estím ulos, de una diversidad de actividades y de una
escala social que jam ás escapa a la com presión del ser hu­
mano individual. Es así com o los medios y condiciones de
la supervivencia devienen medios y condiciones de la vida;
la necesidad, deseo, y el deseo, necesidad. Llega un momento
en que la m ás aguda descom posición social proporciona las
fuentes de una form a superior de integración social, reunien­
do en un enfoque común a las necesidades ecológicas más
im periosas y los más elevados ideales utópicos.
Si es cierto, com o observa Guy Debord, que «la vida co­
tidiana es la medida de to d o : de la satisfacción o insatisfac­
ción que brindan las relaciones hum anas, del uso que damos
a nuestro tiempo» (4) se nos presenta un in terro g an te: ¿Quié­
nes som os «nosotros», aquellos cuyas vidas cotidianas deben
resu ltar satisfactorias? ¿Y cóm o será generado el yo libera­
do, capaz de convertir el tiempo en vida, el espacio en co­
munidad y las relaciones hum anas en m aravilla?

* P a ra una exp osición detallada de esta tecn ología “en m iniatu ra” , yer “H acia
una tecn ología lib era d o ra ".
L a liberación del yo supone, ante todo, un proceso social.
E n el seno de una sociedad que ha encogido al yo, dándole
el valor de una m ercancía — objeto m anufacturado p ara el
intercam bio — no puede existir un yo realizado. Sólo hem os
de h allar en ella insinuaciones de la persona hum ana, el aflo­
rar de un yo que busca su realización, definido prim ordial­
m ente p o r los obstáculos que debe salvar en su cam ino. Para
esta sociedad cuyo cinturón ya ap rieta com o p ara h acerla
estallar, cuyo estado crónico es una serie interm inable de
dolorosos esfuerzos, cuya condición real es la de aguda em er­
gencia, sólo cabe un acto, una id ea: dar a luz. Todo ám bito,
social o privado, que no haga de este hecho el cen tro de la
experiencia hum ana, es una im postura que disminuye el poco
yo que nos resta y después de beber el cotidiano veneno de
la vida diaria en la sociedad burguesa.
E s evidente que el objetivo de la revolución, hoy, debe ser
la liberación de la vida cotidiana. Toda revolución que no
alcance este objetivo es contrarrevolución. Sobre todas las
cosas, som os nosotros quienes debem os ser liberados, n u es­
tra vida diaria con todos sus m om entos, horas y días, y
no universalidades com o la «H istoria» o la «Sociedad».* E s
necesario que el yo sea siem pre iden tifica ble en la revolu­
ción, que esta últim a no lo desborde. Siem pre se debe p e r ­
cib ir al yo en el proceso revolucionario, no sum ergido sino
manifiesto. No hay palabra m ás siniestra, en el vocabulario
«revolucionario», que «m asas». L a liberación revolucionaria
debe consistir en una liberación del yo que alcanza dimen­
siones sociales, no en una «liberación de m asas» o «libera­
ción de clases», térm inos que ocultan el reinado de una
élite, una jerarq u ía y un Estad o. Si una revolución es incapaz
de p rod u cir una nueva sociedad a través de la actividad y la
m ovilización personales de los revolucionarios, si no supone
la fo rja de un yo en el proceso revolucionario, en nada afec­
ta rá a la vida cotidiana, invariable una vez m ás, ni benefi­
ciará a quienes deben vivir su vida de cada día. De la revo­

* L a izquierd a trad icion al aún no h a tom ado en serio — olvidando su ap or­


ta ció n a la d ia léctica — ei “ co n creto universal” de H egel, no ya co m o m ero co n ­
cepto filosófico sino co m o program a so c ia l. E s to sólo ap arece en los prim eros
escrito s de M a rx , en los de los grandes uto p istas (F o u rie r y W illiam M o rris) y
en la juventud drop-out de nuestros días.
lución ha de surgir un yo que tom ará posesión plena de la
vida diaria, y no una vida diaria que vuelva a posesionarse
del yo. L a form a m ás avanzada de conciencia de clase devie­
ne, así, au to co n cie n cia: una con cen tració n en la vida coti­
diana de lo universal, inm enso y liberador.
Aunque sólo fuera por esta razón, el m ovim iento revolu­
cionario está íntim am ente ligado a un estilo de vida. Debe
tr a ta r de vivir la revolución en su totalidad y no sólo de
p articip ar en ella. Debe preocuparse fundam entalm ente por
la fo rm a en que vive el revolucionario, sus relaciones con el
entorno am biental y su grado de em ancipación personal. E n
su búsqueda del cam bio social, el revolucionario no puede
evitar los cam bios personales que le demande la reconquis­
ta de su propio ser. Como el m ovimiento del que particip a,
el revolucionario debe tra ta r de reflejar las condiciones de
la sociedad que está tratan d o de alcanzar; al m enos, en la
m edida posible dentro de las condiciones actuales.
Los fracaso s y traiciones del últim o medio siglo arro jan
un saldo a x io m ático : no hay separación posible en tre p ro c e ­
so y objetivo revolucionarios. Una sociedad cuya aspiración
fundam ental es la auto-adm inistración en todas las facetas
de la vida sólo podrá alcanzarse a través de la auto-actividad.
E l poder del hom bre sobre el hom bre sólo puede ser des­
truido p o r medio del proceso m ism o de adquisición, por el
hom bre, de poder sobre su propia vida, en el cual no sólo
«se descubre» sino tam bién, y m ás significativam ente, for­
m ula todas las dimensiones sociales de su persona.
Una sociedad libertaria sólo sobrevendrá a una revolu­
ción lib ertaria. L a libertad no puede ser «entregada» al in­
dividuo com o «producto final» de una «revolución»; no es
posible legislar o d ecretar la existencia de la asam blea y la
com unidad. Un grupo revolucionario puede prom over, deli­
berada y conscientem ente, la creació n de estas form as, pero
si no se p erm ite que la asam blea y la com unidad su rjan or­
gánicam ente, si su crecim iento no m adura con un proceso de
desm asificación, por medio de la actividad personal y la auto-
rrealización, no quedará de todo esto sino puras form as,
com o los soviets de la Rusia postrevolucionaria. La asam blea
y la com unidad deben florecer durante el proceso revolucio­
nario; m ás aún, el proceso revolucionario ha de ser la form a­
ción de la asam blea y com unidad, y tam bién la destrucción
del poder, la propiedad, la jerarq u ía y la explotación.
La revolución com o actividad de la persona hum ana no
es privativa de nuestro tiem po. E s el rasgo p anorám ico de
todas las grandes revoluciones de la historia m oderna. P rá c­
ticam en te todos los alzam ientos revolucionarios de la histo­
ria de nu estro tiem po han sido iniciados espontáneam ente
p or la auto-actividad de las «m asas», a m enudo desafiando,
lisa y llanam ente, a las políticas vacilantes propuestas por
los organism os revolucionarios. Cada tina de estas revolucio­
nes se ha caracterizad o por una extrao rd in aria individua­
ción, por una solidaridad y una alegría que convertían la
vida cotidiana en un festival. E sta dim ensión su rrealista del
proceso revolucionario, este estallido de las fuerzas de la li­
bido, profundam ente asentadas en el hom bre, sonríen furiosa­
m ente a través de las páginas de la historia, com o el ro stro
de un sátiro que se reflejara en aguas revueltas. No faltaba
razón a los com isarios bolcheviques cuando rom pieron las
botellas de vino en el Palacio de Invierno, la noche del 7 de
noviem bre de 1917.
E l puritanism o y la ética de trab ajo de la izquierda tra ­
dicional tienen su origen en una de las m ás poderosas fuer­
zas que, hoy día, se oponen a la rev o lu ció n : la capacidad del
medio burgués p ara infiltrarse en el pensam iento revolucio­
nario. Las fuentes de este poder radican en la naturaleza m er­
cantil del hom bre bajo el capitalism o, cualidad ésta que re­
sulta casi au tom áticam en te transferida al grupo organizado,
y que el grupo, a su vez, refuerza en cad a uno de sus m iem ­
b ros. Como subrayara el desaparecido Josef W eber, todos los
grupos organizados observan «la tendencia a arro g arse cier­
ta autonom ía, es decir, a alienarse de su propósito ori­
ginal convirtiéndose en un fin en sí m ism os, en las m anos de
quienes los adm inistran» (5). E ste fenóm eno es tan cierto
p ara las organizaciones revolucionarias com o para las ins­
tituciones estatales o sem i-estatales, partidos oficiales y sin­
dicatos.
Ja m á s podrá resolverse el problem a de la alienación al
m argen del propio proceso revolucionario, pero podem os pro­
tegernos de él por medio de una aguda conciencia de que el
problem a existe, y resolverlo p arcialm en te con una tran s­
form ación voluntaria pero d rástica del revolucionario y su
grupo. E sta tran sform ación sólo puede com enzar cuando
el grupo revolucionario se recon oce com o catalizador del pro­
ceso social y no com o «vanguardia». E l grupo revolucionario
debe asu m ir con total claridad que su objetivo no es la
loma del poder sino su disolución; m ás aún, ha de com pren­
der que todo el problem a del poder, del control desde abajo
y el co n tro l desde arrib a, sólo quedará resuelto cuando no
haya ab ajo ni arrib a.
Por encim a de todo, el grupo revolucionario debe despo­
jarse de tod a fo rm a de p o d er: estatu to s, jerarq u ías, propie­
dad, opiniones aceptadas, fetiches, parafernalia, etiqueta ofi­
cial, así com o de las m ás sutiles pero tam bién m ás obvias
m odalidades b u ro cráticas que, consciente e inconscientem en­
te, refuerzan la au toridad y las jerarq u ías. E l grupo ha de
m antenerse abierto al escrutinio público no sólo a través de
sus decisiones ya form uladas sino tam bién del propio p ro ce­
so de form u lación. Debe ser coherente en el profundo sentido
de que su teo ría es su p rá ctica , y su p ráctica, teo ría. Debe
su perar tod as las relaciones m ercantiles en su existencia de
cada día y con form arse según los principios organizativos
descentralizados que caracterizan a la propia sociedad que
desea e sta b le ce r: com unidad, asam blea, espontaneidad. P ara
decirlo co n las suprem as palabras de Jo sef W eber, debe estar
«siem pre caracterizad o por la sim plicidad y la claridad, para
que m iles de personas sin prep aración previa puedan siem ­
pre e n tra r en él y dirigirlo, conservando su incesante trans­
p arencia p a ra todos y controlado por todos» (6). Sólo en­
tonces, cuando el m ovim iento revolucionario dem uestre su
congruencia con la com unidad descentralizada que aspira a
edificar, ev itará convertirse en un obstáculo elitista m ás en
la senda del desarrollo social, para disolverse en la revolu­
ción, com o los puntos de sutura en una herida que cica­
triza.

P erspectiva

E n la A m érica de hoy, el m ás im portante proceso en m ar­


cha es la precipitada des-institucionalización de la estru ctu ra
social burguesa. Se están desarrollando una falta de respeto
b ásica, de largo alcan ce, y una profunda deslealtad h acia los
valores, form as, aspiraciones y, sobre todo, instituciones del
orden establecido. E n una escala que no tiene precedentes
en la h isto ria de A m érica, m illones de personas están desli­
gándose de todo com prom iso con la sociedad en que viven.
Y a no creen en sus aspiraciones. Y a no respetan sus sím bo­
los. Y a no acep tan sus fines y, lo que es m ás significativo,
se niegan, casi intuitivam ente, a vivir conform e a sus códigos
sociales e institucionales.
E ste repudio crecien te opera a nivel profundo. A barca
desde la oposición a la g u erra h asta el desprecio p o r la m a­
nipulación política en todas sus form as. A p a rtir de una con­
dena del ra cism o , pone en cuestión la propia existencia del
poder jerárq u ico , com o tal. E n su ab ju ración de los valores
y estilos de vida de la clase m edia, evoluciona rápidam ente
h acia un rechazo del sistem a m ercan til; su irritació n p o r la
con tam in ación am biental se convierte en una condena de las
ciudades am erican as y del m oderno urbanism o. P ara ab re­
viar; tiende a trascen d er toda crítica p articu lar de la so­
ciedad, volcándose en una oposición generalizada co n tra el
orden burgués, a escala cad a vez m ás am plia.
E n este sentido, el período en que vivim os recu erd a no­
tablem ente al revolucionario Ilum inism o que conm ovió a
F ra n cia d u rante el siglo dieciocho, un período que reelaboró
totalm en te la conciencia fran cesa, preparando las condicio­
nes p a ra la Gran Revolución de 1789. E n to n ces com o ah ora,
las viejas instituciones sufrieron una lenta pulverización des­
de abajo, de acció n m olecular, antes de que las golpeara la
a rrem etid a revolucionaria de las m asas. E s te m ovim iento
m olecular c re a una atm ó sfera general de ilegalidad: una des­
obediencia personal, cotidiana, que va creciendo, una ten­
dencia a no «acom pañar» al sistem a existente, un intento
ap aren tem en te «trivial», pero sin em bargo crítico , de so rte a r
las restriccion es en cad a aspecto de la vida diaria. La socie­
dad, en consecuencia, se m u estra desordenada, indisciplina­
da, dionisíaca; esta condición tiene su prueba m ás esp ecta­
cu lar en el índice crecien te de acto s crim inales. Se d esarrolla
una am plia crítica del sistem a — esto vale tanto p ara el p ro ­
pio Ilum inism o de h ace dos siglos com o p ara el furioso cri­
ticism o de n uestros d ía s —• penetrando profundam ente en la
sociedad y acelerando el m ovim iento m olecular de las bases.
Bien sea por un gesto de iracundia, p o r un escándalo calle­
je ro p o r un cam bio consciente en su estilo de vida, un nú­
m ero creciente de personas -—que no están m ás com prom e­
tidas con cualquier organización revolucionaria que con la
propia so cied ad — se lanza espontáneam ente a difundir su
propia, desafiante y co n creta propaganda.

E n sus detalles m enores, el p ro ceso de desintegración so­


cial se alim enta de v arias fuentes. E s te p ro ceso se desarrolla
con todos los altib ajos y, tam bién, con todas las co n trad ic­
ciones que ca ra cterizan a los fenóm enos revolucionarios. E n
la F ran cia del siglo dieciocho, la ideología rad ical oscilaba
en tre un cientificism o rígido y un rom anticism o blanduzco.
L as nociones de libertad se am oldaban a un ideal preciso,
lógico, de auto-control, y tam bién a u n a n o rm a vaga e ins­
tintiva de espontaneidad. R ousseau fue m ás allá que d'Holl-
bach, Diderot fue m ás allá que V oltaire; y, sin em bargo, al
analizarlos retro sp ectiv am en te com prendem os que no sólo
uno trascen d ía al o tro sino que tam bién lo presuponía en
un desarrollo acum ulativo hacia la revolución.
E l m ism o tipo de evolución despareja, co n trad icto ria y
acum ulativa existe hoy, y en m uchos casos sigue un cu r­
so notablem ente recto . E l m ovim iento «beat» creó una
b rech a muy im p o rtan te en los sólidos valores de clase m edia
de los años 50, b recha que fue enorm em ente am pliada por
las ilegalidades de pacifistas, m ilitantes de los derechos ci­
viles, o b jeto res del reclu tam ien to y m elenudos en general.
Más aún, la resp u esta m eram en te reactiv a de la rebelde ju ­
ventud am erican a ha producido fo rm as invalorables de afir­
m ación lib ertaria y u tó p ic a : el derecho a h a ce r el am o r sin
restriccion es, la aspiración de com unidad, el repudio del di­
n ero y las com odidades, la creen cia en la ayuda m u tu a y un
nuevo resp eto por la espontaneidad. Aunque a los revolu­
cion arios les resu lte fácil c ritica r las tram p as que oculta
esta orien tación de los valores sociales y personales, es in­
discutible que han jugado un papel p rep arato rio de im por­
tan cia decisiva al g en erar la actu al atm ó sfera de indisciplina,
espontaneidad, libertad y radicalism o.
Un segundo paralelo entre el Ilum inism o revolucionario y
nuestro propio tiem po es la em ergencia de la m ultitud, el
llam ado «populacho», com o vehículo esencial de p ro testa
social. Las típicas form as institucionalizadas de insatisfacción
pública en nuestros días, elecciones periódicas, m anifestacio­
nes y m ítines m asivos tienden a ceder su lugar a la acción
d irecta de la m asa. E ste cam bio de las p rotestas predecibles
y em inentem ente organizadas dentro del m arco de referen­
cias de la sociedad actual por asaltos esporádicos, espontá­
neos, casi insurreccionales, exteriores y aún co n trario s a las
form as socialm ente acep tad as, refleja una profunda altera­
ción de la psicología popular. E l «agitador» ha com enzado
a rom p er, aunque parcial e intuitivam ente, con las norm as
de con du cta, profundam ente establecidas, que, trad icion al­
m ente, soldaban a las «m asas» con el orden establecido. El
co n testatario co rro e, activam ente, la e stru ctu ra internalizada
de la autoridad, el cuerpo de reflejos condicionados tan lar­
gam ente cultivado y las pautas de som etim iento, basadas en
la culpa, que nos atan al sistem a con m ayor efectividad que
los tem ores que pudiera o casion ar cualquier violencia po­
licial o represalia jurídica. A pesar de lo que suponen los
psicólogos sociales, que ven en estas m odalidades de acción
d irecta una servidum bre del individuo hacia una terrorífica
entidad colectiva denom inada «turba», la verdad es que los
«disturbios» y algaradas callejeras representan los prim eros
pasos de las m asas h acia la individuación. La m asa tiende a
desm asificarse en el sentido de que com ienza a oponerse a
las respuestas au to m áticas, realm ente m asificadoras, que pro­
ducen la fam ilia burguesa, la escuela y los m edios de m asas.
A ía vez, estas acciones im plican un redescubrim iento de las
calles y un esfuerzo por liberarlas. E n últim a instancia, es
en las calles donde ha de disolverse el poder, pues la calle,
escenario de la vida cotidiana que debem os sop ortar, m as­
tica r y padecer, donde el poder resu lta desafiado y com ba­
tido, debe con vertirse en un territo rio para el goce de la
vida diaria, cread a y nutrida dentro de ese m arco. La m ul­
titud en rebeldía no sólo m arcó el com ienzo de una espon­
tán ea tran sm u tació n de la revuelta privada en social, sino
tam bién un regreso de las ab straccion es de la p ro testa so­
cial a los problem as de la vida cotidiana.
Finalm ente, y tal com o ocu rrió durante el Iluminismo,
estam os an te la em ergencia de un estrato inm enso y creciente
de desclasados, un cuerpo de individuos lum penizados, pro­
venientes de los diversos estam entos sociales. Las clases me­
dias de n u estra época, cró n icam en te endeudadas y socialmen-
le inseguras, pueden muy bien co m p ararse a aquella nobleza
crónicam ente insolvente e inestable de la F ran cia prerrevo-
lucionaria. U na v asta m asa flotante de gentes educadas emer­
gía, entonces com o ahora, con una vida caracterizad a por su
liberalidad y su caren cia de c a rre ra s fijas o raíces sociales
establecidas. En la b ase de am bas estru ctu ras hallam os un
gran núm ero de pobres crón icos — vagabundos, m erodeado­
res, p ersonas con em pleos de m edia jorn ad a o desempleados,
am enazadores e ilegales sa n s-a do ttes — que deben su super­
vivencia a la ayuda pública y a los desperdicios segregados
por la sociedad, los pobres de los arrab ales de París, los
negros del ghetto norteam erican o.
Pero aquí concluye el paralelism o. E l Ilum inism o francés
correspond e a un período de transición revolucionaria entre
el feudalism o y el capitalism o, dos sociedades igualm ente ba­
sadas en la escasez económ ica, las clases, la explotación, las
jerarq u ías sociales y el poder del E stad o . La resistencia po­
pular que, día tra s día, caracterizó al siglo dieciocho, culmi­
nando con una revolución abierta, fue rápidam ente discipli­
nada p o r el flam ante orden industrial, así com o por la fuerza
desem bozada. La gran m asa de desclasados y sans-culottes
fue absorbida cóm odam ente por el sistem a fabril y domesti­
cad a p o r la disciplina industrial. E l nuevo orden burgués
brindó ubicaciones seguras, en las jererq u ías económ icas, po­
líticas, sociales y culturales, a los intelectuales desarraigados
y a los nobles sin com pi'om isos. La sociedad volvió a endu­
recerse, pasando de una condición social y cultural m arcada­
m ente fluida a unas form as institucionales rígidas y parti­
cularizadas : ap arecía la clásica era victoriana, no sólo en
In g laterra sino, con m ayor o m enor intensidad, en toda E uro­
pa occiden tal y en Am érica. La crítica sedim entó en apología»
la revuelta en reform a, los desclasados en clases nítidam ente
delim itadas y las «turbas» en form aciones políticas. Los «dis­
turbios» se convirtieron en esas disciplinadas procesiones
que ah ora llam am os «m anifestaciones», m ientras que la es­
pontánea acción directa era reem plazada por el rito electoral:
N uestra propia era es una era de transición, pero con
una diferencia profunda y nueva. E n la últim a de sus gran­
des insurrecciones, los sans-culottes de la Revolución F ran ­
cesa se alzaron al fiero grito de « ¡ Pan y la Constitución del
9 3 !» Los sans-culottes negros de los ghettos am ericanos se
movilizan con aquellos de «B lack is B eautiful» *. E n tre estos
dos slogans se ha producido una evolución cuya m agnitud no
tiene precedentes. Los desclasados del siglo dieciocho se ha­
bían agrupado durante la lenta transición de la era agrícola
a la era industrial; eran el p rod u ctor de una pausa en la
transición h istórica de un régim en de producción a o tro. La
exigencia de pan podría haber sido oída en cualquier m om en­
to de la evolución de la sociedad de apropiación. Los nuevos
desclasados del siglo veinte están apareciendo com o resul­
tado de la b an carro ta de todas las form as sociales basadas
en el esfuerzo hum ano. Son el producto term inal del propio
proceso de la sociedad de apropiación y de los problem as
sociales planteados por la supervivencia física. E n una era
en que el progreso tecnológico y la cibernética han puesto
en tela de juicio la explotación del hom bre p o r el hom bre,
el esfuerzo físico y las privaciones m ateriales en cualquiera
de sus form as, el clam or de «B lack is Beautiful» o «Haz el
am or, no la guerra» indica la tran sform ación del reclam o
tradicional de supervivencia en un reclam o, históricam ente
nuevo, de vida **. Lo que apuntala cad a conflicto social en los
E stad os Unidos, hoy, es la exigencia de la realización de to­
das las potencialidades hum anas en un estilo de vida plena­
m ente redondeado, equilibrado, to talista. E n pocas palabras,
las potencialidades revolucionarias de A m érica son hoy idén­
ticas a las potencialidades generales del hom bre.
Som os testigos de la decadencia de una vida burguesa que

4 L itera lm en te, “ negro es h ern io so ” .


** E sta s lín eas fu ero n escritas en 1966. P osterio rm en te hem os visto las leyen­
das pintadas en lo s m uros de P a rís durante la revolución de m ayo -ju n io: “T od a
la im aginación al p o d er” ; “ C reo que m is deseos deben ser realid ad, porque creo
en la realid ad de m is deseos” ; “ N un ca tra b a je s” ; “ C u anto m ás hago el am or, m ás
quiero h a ce r la revolución ” ; “V id a sin tiem pos m uertos” ; “ C u anto m ás consum es,
m enos vives” ; “L a cu ltu ra es una inversión de la vida” ; “L a felicid ad n o se co m ­
pra, se ro b a ” ; “ L a sociedad es una flo r carn ívo ra” . M ás que sim ples leyendas m u­
rales, éstas son un prog ram a para la vida y el deseo.
ha durado siglo y m edio, de la pulverización de todas las
Instituciones en u n punto d e la historia en qu e los más auda­
ces co n cep to s utópicos son realizables. Y , p ara el orden b u r­
gués actual, no hay sustituto posible ante la destrucción de
sus instituciones tradicionales, fuera de la m anipulación
b u ro crática y el capitalism o de E stad o . E ste proceso se des­
envuelve con m áxim a espectacularidad en los E stad os Uni­
dos. E n un lapso que apenas supera las dos décadas, hem os
visto el colapso del «Am erican D ream », o lo que es lo m is­
mo, una destrucción im placable, en los E stad os Unidos, del
mito de que la abundancia m aterial, basada en relaciones
m ercantiles en tre los hom bres, puede m itigar la m iseria in­
herente a la vida burguesa. E ste proceso puede culm inar
con una revolución o con el aniquilam iento h u m an o : esto
dependerá fundam entalm ente de la habilidad de los revolu­
cionarios p a ra expandir la conciencia revolucionaria y defen­
der el p roceso tran sform ad or de ideologías au toritarias, tan ­
to si provienen de la «izquierda» com o de la derecha.
2. ECOLOGÍA Y P E N SA M IE N T O REVOLUCIONARIO

En casi todos los períodos posteriores al Renacim iento,


el desarrollo del pensam iento revolucionario ha estado fuer­
temente influido por alguna ram a de la ciencia, a menudo
en conjunción con una escuela filosófica.
La astronom ía, en tiem pos de Copérnico y Galileo, ayudó
a cam b iar el m ovim iento de ideas del mundo medieval, in­
filtrado por la superstición, abriendo paso a una concepción
im pregnada de racionalism o crítico y abiertam ente n atu ra­
lista y hum anística en su enfoque. Durante el Ilum inism o
— la era que culm inó con la Revolución F ran cesa — este
liberador m ovim iento de ideas fue reforzado por los progre­
sos en la m ecánica y en las m atem áticas. La era victoriana
fue conm ovida en sus m ism os cim ientos por las teorías evo­
lucionistas en la biología y la antropología, por las co n tri­
buciones de M arx a la econom ía política y por la psicología
de Freud.
E n nuestro tiempo, hemos visto la asim ilación de estas
ciencias, antes liberadoras, por el orden social establecido.
Hem os com enzado, incluso, a ver en la ciencia m ism a un
instrum ento de con trol sobre los procesos m entales y el ser
físico del hom bre. E ste recelo h acia la ciencia y hacia el m é­
todo científico no carece de justificación. «Muchas personas
sensibles, especialm ente artistas — observa Abraham Mas-
lo w — tienen la im presión de que la ciencia ensucia y de­
prim e, separa las cosas en lugar de integrarlas; esto es, que
m ata en lugar de crear» (7). Y tal vez tan im portante como
lo a n te rio r: la ciencia m oderna ha perdido su arista crítica.
Decididamente funcionales o instrum entales desde un prin­
cipio, las ram as de la ciencia que alguna vez rom pieron las
cadenas del hom bre son utilizadas, ahora, para perpetuarlas
y reforzarlas. La propia filosofía se ha inclinado ante el ins-
trum entalism o, convertida en poco m ás que un cuerpo de
fórm ulas lógicas; tiene más afinidades con una com putadora
que con un revolucionario.
Hay una ciencia, sin embargo, que podría llegar a restau­
ra r y aun superar el potencial liberador de las ciencias y
filosofías tradicionales. Se le ha dado el nom bre bastante
vago de «ecología», térm ino que acuñó H aeckel hace un si­
glo p ara aludir a «la investigación de las relaciones to ta­
les del animal con su medio am biente orgánico e inorgá­
nico» (8). A prim era vista, la definición de Haeckel pai'ece
inocua; y, en efecto, la ecología concebida estrecham ente
com o una m ás entre las ciencias biológicas suele reducirse
a una m era acum ulación de datos biom étricos, fruto de los
esfuerzos de afanosos investigadores de campo que corren
tras las cadenas de alimentación y las estadísticas de pobla­
ción animal. Hay una ecología de la salud que no ofendería
en absoluto a la Asociación Médica Am ericana, y un concep­
to de ecología social que podría arm onizar con las nociones
más m ecánicas de la Comisión de Planificación de la Ciudad
de Nueva York.
Sin em bargo, si la concebim os en un sentido amplio, la
ecología se refiere al equilibrio de la naturaleza. En tanto y
en cuanto la naturaleza incluye al hom bre, esta ciencia trata
básicam ente de la arm onización del hom bre y la naturaleza.
Las explosivas implicaciones de un enfoque ecológico no se
deben sólo a que la ecología posea, intrínsecam ente, una con­
dición crítica — y a una escala crítica que le envidiarían
los sistem as m ás radicales de la economía política — sino
también a que se trata de una ciencia integradora y recons-
tru cto ra. E ste aspecto integrador y reco n stru cto r de la eco­
logía, llevado hasta sus últim as im plicaciones, conduce direc­
tam ente al territorio anarquista del pensamiento social. Pues,
en último análisis, resulta imposible alcanzar una arm onía
entre el hom bre y la naturaleza sin crear una comunidad
humana que viva en equilibrio perdurable con su medio am­
biente natural.

La naturaleza crítica de la ecología

La a rista crítica de la ecología, condición exclusiva de esta


ciencia en un período de docilidad científica generalizada, pro­
viene del tem a de que se o cu p a: de su propio cam po. Los
lemas a que se refiere la ecología son im perecederos, en el
sentido de que no pueden ser ignorados sin poner en cues­
tión la supervivencia del hom bre y la del propio planeta. La
arista crítica de la ecología no se debe tanto al poder de la
la razón hum ana — poder venerado por la ciencia durante
sus períodos m ás revolucionarios — cuanto a una potencia
aún m ás elevada, la soberanía de la naturaleza. El hombre
podrá ser manipulable com o aseguran los propietarios de los
medios de com unicación de m asas, y tam bién los elementos
naturales, com o dem uestran los ingenieros, pero la ecología
prueba claram en te que la totalidad del mundo natural — la
naturaleza considerada en todos sus aspectos, ciclos e interre-
laciones — cierra el paso a toda pretensión hum ana de se­
ñorío sobre el planeta. Las vastas zonas desoladas del Medi­
terráneo, que o tro ra fueron áreas de floreciente agricultura
o rica flora natural, son evidencia histórica de la venganza
de la naturaleza co n tra el parásito humano.
Ningún ejem plo histórico puede com pararse, en peso y
amplitud, con los efectos de la depredación hum ana — y la
venganza de la n atu raleza— desde los días de la Revolución
Industrial, y especialm ente desde el fin de la Segunda Guerra
Mundial. Los antiguos ejem plos del parasistim o humano fue­
ron de un alcance esencialm ente local; precisam ente, eran
sólo ejem p lo s de la capacidad destructiva del hom bre, y nada
más. A menudo, quedaron com pensados con notables m ejoras
en la ecología natural de una región, com o fue el caso del
soberbio reacondicionam iento del suelo que efectuaron los
cam pesinos europeos a lo largo de siglos de cultivo, o las
realizaciones de los agricultores incas, con sus terrazas so­
bre las laderas andinas, en tiem pos precolom binos.
El hom bre moderno ha depredado el medio am biente a
escala tan global com o la del im perialism o. Incluso tiene sus
proyecciones extraterrestres, como prueban las perturbacio­
nes registradas hace aigunos años en el Cinturón de Van
Alien. Hoy, el parasitism o humano perturba más que la a t­
m ósfera, el clima, los recursos acuáticos, el suelo, la ñora o la
fauna de una región determ in ad a: virtualm ente, indispone a
todos los ciclos básicos de la naturaleza y amenaza con soca­
var la estabilidad del medio am biente a escala mundial.
Como ejemplo del alcance destructivo del hom bre m o­
derno, se ha estim ado que la com bustión de fluidos fósiles
(carbón y petróleo) suma unos 600 millones de toneladas de
dióxido de carbono a la atm ósfera terrestre en un año,
cerca de un 0,3 por ciento del total de la m asa atm osférica;
y esto al m argen, agregaría yo, de una cantidad incalcula­
ble de tóxicos. Desde la Revolución Industrial, la m asa gene­
ral de dióxido de carbono ha aum entado en un 25 por ciento
con respecto a los niveles anteriores, m ás estables. Puede
p ronosticarse en térm inos teóricos muy m oderados que esta
creciente m anta de dióxido de carbono, interceptando el
calor que irradia la tierra, acab ará por determ inar pautas
mucho m ás destructivas para las torm entas, derritiendo fi­
nalm ente el hielo de los casquetes polares, con lo que aum en­
tará el nivel de los m ares y se inundarán grandes áreas cos­
teras. Un diluvio tal es aún rem oto, pero la alteración de
las proporciones del dióxido de carbono con los demás ga­
ses atm osféricos es una advertencia sobre el im pacto causa­
do por el hom bre en el equilibrio natural.
Un tema ecológico más inmediato es la extensiva polu­
ción que el hombre ha descargado sobre las vías acuáticas
del planeta. Aquí no se trata ya de que el ser humano con­
tam ine una determ inada fuente, río o lago, cosa que ha he­
cho durante siglos, sino de la magnitud que la contam ina­
ción de las aguas ha alcanzado en las últim as dos generacio­
nes. Prácticam ente todas las aguas están contam inadas, hoy,
sobre el territorio de los Estados Unidos. Muchas corrientes
de agua de A m érica son sumideros abiertos que podrían muy
bien considerarse como extensiones del sistem a de cloacas
urbanas. Describirlas com o ríos o lagos es un eufemismo. Lo
que es más significativo: grandes cantidades de agua regis­
tran un grado tan alto de polución que ya no son potables;
¡il ra strearse los orígenes de cierto núm ero de epidemias
locales de hepatitis se ha llegado a las contam inadas cister­
nas de algunas zonas suburbanas. En con traste con la con-
1anim ación del agua superficial, la polución del agua sub­
terránea resulta inm ensam ente difícil de eliminar, y tiende
a persistir durante décadas, después de suprim idas las fuen-
les m ismas de la polución.
Un artículo de una revista de circulación masiva describe
acertadam ente a las contam inadas vías de agua de los Es-
lados Unidos com o «nuestras aguas m oribundas». E sta des­
cripción apocalíptica, desesperada, del problema de la polu­
ción acuática en los Estados Unidos, se aplica en realidad
al mundo entero. Las aguas de la tierra están muriendo. La
polución m asiva está destruyendo com o medios de vida a
los ríos y lagos de África, Asia y A m érica Latina, así como
a las largam ente m altratadas vías acuáticas de los conti­
nentes industrializados. (No me estoy refiriendo sólo a los
contam inantes radioactivos que producen las explosiones
nucleares o los reactores energéticos, que aparentem ente
afectan a la totalidad de la fauna y llora m arinas; los des­
perdicios de aceite y la descarga de petróleo diesel se han
convertido tam bién en problem as de polución masiva, co­
brando anualm ente un enorm e núm ero de víctim as entre las
formas de vida m arítim a.)
E l m ismo cuadro se presenta virtualm ente en todos los
sectores de la biosfera. Podrían escribirse m uchas páginas
sobre las inmensas pérdidas de terreno productivo que tie­
nen lugar, anualm ente, en casi todos los continentes del
planeta; sobre los casos m ortales de polución atm osférica
en las grandes zonas urbanas; sobre la distribución mundial
de agentes tóxicos com o los isótopos y residuos radioactivos;
sobre la quim ijicación * del medio am biente inmediato del
hombre — su m esa fam iliar, podríam os decir — con residuos
de pesticidas y aditivos alimenticios. Agrupadas com o las
piezas de un rom pecabezas, todas estas am enazas con tra el
medio am biente constituyen una pauta destructiva que no
tiene precedentes en la larga historia del hom bre sobre la
tierra.

* Literalm en te, “ chem icaJization” . (N . del T.)


Obviamente, se podría describir al hom bre com o un pa­
rásito altam ente destructivo que amenaza con m atar a
su huésped — el mundo natural — y finalmente a sí mismo.
E n ecología, sin embargo, el térm ino «parásito» no implica
respuesta a una pregunta, sino que, en sí mismo, plantea un
interrogante. Los ecólogos saben que un parásito destruc­
tivo de este tipo refleja, usualm ente, el colapso de una si­
tuación ecológica; adem ás, m uchas especies que parecen emi­
nentem ente destructivas bajo un conjunto determ inado de
condiciones resultan de gran utilidad en otro contexto. Lo
que confiere a la ecología una función profundam ente críti­
ca es la pregunta que sugieren las' capacidades destructivas
de la especie hum ana: ¿Cuál es la fractu ra que ha conver­
tido al hombre en un parásito destructivo? ¿Qué es lo que
produce una clase de parasitism o que no sólo conduce a vas­
tos desequilibrios naturales sino que amenaza, también, la
existencia de la propia humanidad?
E l hom bre ha ocasionado desequilibrios no sólo en la na­
turaleza, sino, fundam entalmente, en sus relaciones con el
prójim o y en la propia estru ctu ra de la sociedad. Los des­
equilibrios que el hombre ha causado en el mundo natural
tienen su origen en los del mundo social. H ace un siglo hu­
biera sido posible juzgar la polución atm osférica y la con­
tam inación de las aguas com o resultado de actividades egoís­
tas de m agnates industriales y burócratas. Hoy día, esta ex­
plicación m oral im plicaría una grosera supersimplificación.
E s verdad, fuera de toda duda razonable, que la m ayoría de
las em presas burguesas se guían por un criterio de «al-diablo-
con-el-público», com o dem uestra la reacción que, ante los
problem as de la polución, han exhibido las grandes em pre­
sas energéticas, autom otrices o m etalúrgicas. Pero m ás se­
rio que la actitud de los propietarios es el problem a plan­
teado por las propias dimensiones de las em p resas: su s.en or­
m es proporciones, su ubicación en determ inadas regiones,
su densidad con respecto a una comunidad o vía de agua,
sus. exigencias de agua y m ateria prim a y su papel dentro
de la división nacional del trabajo.
Lo que estam os viendo en la actualidad es una crisis de
la ecología social. La sociedad m oderna, especialmente como
la conocem os en los Estados Unidos y Europa, se está orga­
nizando alrededor de inmensos cinturones urbanos, una agri­
cultura altam ente industrializada, y abarcando a los dos
anteriores, un aparato estatal anónimo, burocratizado, pa-
quidérmico. Si damos de lado todas las consideraciones m o­
rales, por un m om ento, para exam inar la estru ctu ra física
de esta sociedad, lo que necesariam ente ha de llam arles la
«tención serán los increíbles problem as logísticos que debe
solucionar: problem as de transporte, y densidad, de abaste­
cimiento (m aterias prim as, m anufacturas, alim entos) de o r­
ganización política y económ ica, de ubicación industrial, etc.
Una sociedad centralizada y urbanizada de este modo coloca
una enorm e carga sobre cualquier área continental.

Diversidad y sim plicidad

E l problem a cala aún m ás hondo. La noción de que el


hombre debe dom inar a la naturaleza emerge directam ente
de la dominación del hom bre por el hom bre. La familia pa­
triarcal sem bró la simiente de la dominación en las relacio­
nes nucleares de la humanidad; la clásica fractu ra del m un­
do antiguo entre espíritu y realidad — en realidad, entre la
mente y el tr a b a jo — la nutrió. Pero sólo cuando las rela­
ciones propias de las comunidades orgánicas, de form a
feudal o cam pesina se disolvieron en las relaciones de m er­
cado, el planeta entero fue reducido a la categoría de re­
curso explotable. E sta tendencia de siglos se manifiesta
con m áxim a intensidad en el capitalism o moderno. Debido
a su propia naturaleza com petitiva, la sociedad burguesa no
sólo enfrenta a los hom bres entre sí; también enem ista a
la m asa de la humanidad co n tra el mundo natural. Así
como los hom bres se convierten en m ercancías, lo mismo
sucede con todos y cada uno de los aspectos del reino natu­
ral, que deben ser m anufacturados y com ercializados des­
enfrenadam ente. Los eufemismos liberales para los proce­
sos que esto implica son el «crecim iento», la «sociedad in­
dustrial» y la «civilización urbana». Pero cualquiera que sea
el lenguaje con que se los describa, estos fenómenos tienen
sus raíces en la explotación del hom bre por el hombre.
La frase «sociedad de consumo» com plem enta la descrip­
ción del actual orden social com o «sociedad industrial». Las
necesidades son confeccionadas por los medios de m asas,
para crear una demanda pública de m ercancías rem atadam en­
te inútiles, cada una de las cuales ha sido cuidadosamente di­
señada para deteriorarse al cabo de un período de tiempo
previsto. El saqueo del espíritu humano por el m ercado es
com parable y paralelo al saqueo de la tierra por el capital.
A pesar del clam or que actualm ente se ha desatado acer­
ca del crecim iento de la población, las claves estratégicas de
la crisis ecológica no deben buscarse en el crecim iento de­
mográfico de la India sino en el crecim iento de la produc­
ción en los Estados Unidos, un país que produce más de la
mitad de los bienes del mundo entero. Aquí, también, hay
eufemismos liberales como «afluencia» para evitar la des­
agradable impresión que produciría una palabra rotunda
como «despilfarro». Con la novena parte de su capacidad
industrial dedicada a la producción bélica, los EE.U U . están
literalmente pisoteando la tierra y destruyendo ligazones
ecológicas que son vitales para la supervivencia humana.
Si las. proyecciones industriales actuales resultan correctas,
los treinta años que restan de este siglo presenciarán una
quintuplicación de la producción de energía eléctrica, ba­
sada principalmente en el carbón, los fluidos y las plantas
nucleares. Ño es necesario describir la colosal carga de des­
perdicios radiactivos y los demás efectos que este desarro­
llo causará en la ecología natural del planeta. E l problem a
no es menos inquietante cuando lo examinamos según una
perspectiva de corto alcance. En los próximos cinco años, la
producción m aderera puede experim entar un crecim iento ge­
neral del veinte por ciento; la de papel, de un cinco por cien­
to anual; la de plásticos (que en la actualidad constituyen del
uno al dos por ciento de los residuos municipales) de un siete
por ciento anual. Este grupo de industrias representa el más
serio agente de contam inación del medio ambiente. La mo­
derna actividad industrial, con su atroz carencia de sentido,
quedará, tal vez, m ejor ilustrada con la declinación sufrida
por la producción de botellas de cerveza con devolución
(re-utilizables) que en 1960 alcanzaba a 54 billones y, actual-
monte, asciende a 26 billones. La m erm a ha sido absorbida
por las botellas «one-way» (sin devolución) que en el m ismo
período pasaron de 8 a 21 billones, y por otro lado los botes
do aluminio, de 38 a 53 billones. Las botellas «one-way» y los
lióles o latas plantean, como es natural, tremendos problem as
para la eliminación de residuos sólidos.
Considerado como simple montón de minerales, el plane-
la puede sop ortar estos desaprensivos increm entos en la des-
ta ig a de desperdicios. Pero la tierra, concebida com o co m ­
pleja red de vida, ciertam ente no ha de resistirlo. La única
incógnita es si la tierra sobrevivirá al pillaje durante un lapso
suficiente para que el hombre tenga tiempo de reem plazar
ol sistema social destructivo de nuestro días por una so cie­
dad hum anística de orientación ecológica.
Suele preguntarse a los ecólogos, en tono burlón, cuál es,
con toda exactitud científica, el punto ecológico de ru p tu ra
de la naturaleza: el punto en el que el mundo natural se
volverá contra el hombre. Esto equivale a solicitar a un p si­
quiatra que precise el m omento en que un neurótico se co n ­
vertirá en psicótico no-funcional. E ste tipo de respuestas no
es posible. Pero el ecólogo puede proporcionar una ap recia­
ción estratégica de las direcciones que parece estar siguien­
do el hom bre como resultado de su fractu ra con el m undo
natural.
Desde el punto de vista de la ecología, el hombre está su-
persimplificando peligrosamente su medio ambiente. La c iu ­
dad m oderna representa una regresiva intrusión de lo sin té ­
tico en lo natural, de lo inorgánico (concreto, m etales y vi­
drio) en lo orgánico, de estímulos crudos y elementales en
otros abigarrados y de amplio espectro. Los vastos cinturones
urbanos que actualm ente se desarrollan en las zonas d e s ­
arrolladas del mundo no sólo ofenden groseramente a la viísta
y al oído sino que se encuentran en un estado crónico de
saturación de gases y ruidos, y prácticam ente paralizados
por la congestión.
El proceso de simplificación del medio ambiente hum ano
y su progresiva reducción a térm inos elementales y c ruidos
tiene una dimensión cultural, tan apreciable com o su m an i­
festación física. La necesidad de m anipular inmensas p o b la ­
ciones urbanas — transportar, alimentar, emplear, educa r y
entretener, de una m anera u otra, a millones de seres densa­
m ente concentrados — produce una decadencia crucial en los
modos cívicos y sociales. Un concepto masivo de las rela­
ciones hum anas — totalitario, centralista y regim entado en su
o rien tació n — tiende a predom inar sobre los conceptos del
pasado, m ás individuales. Las técnicas bu rocráticas de adm i­
nistración social tienden a reem plazar a los criterios hum a­
nísticos. Todo lo que es espontáneo, creativo e individual se
subordina a lo regulado, masificado y estandarizado. E l es­
pacio del individuo resulta férream ente construido por las
restricciones que le impone un aparato social im personal, sin
ro stro . Todo reconocim iento de cualidades personales únicas
se som ete, cada vez más, a la manipulación según el más bajo
denom inador com ún de la m asa. Un enfoque cuantitativo, es­
tadístico, una m odalidad de tratam iento humano inspirada
en la colmena, tienden a imponerse sobre la actitud indivi­
duada y cualitativa que pone m ayor énfasis en la unicidad
personal, la libre expresión y la com plejidad cultural.
La m ism a simplificación regresiva del medio ambiente
ocurre en la agricultura m oderna *. La manipulada problación
de las ciudades m odernas debe ser alimentada, y para h acer­
lo se requiere una extensión de la agricultura industrial. De­
ben cultivarse los vegetales com estibles en form a que per­
m ita un alto grado de m ecanización: no para reducir el es­
fuerzo físico humano, sino para aum entar la productividad
y la eficiencia, para m axim izar las inversiones y para m ejor
explotar la biosfera. Conforme a estos propósitos, ha de con­
vertirse al terreno en una chata planicie — un piso de fábrica,
si ustedes prefieren — eliminándose, dentro de lo posible, las
variaciones naturales de la topografía. E l crecim iento de los
sem brados debe ser estrictam ente regulado para cum plir con
las exigentes program aciones de las fábricas procesadoras
de alim entos. Se aplica una escala m asiva a los trabajos de

* P a ra m ayor info rm ació n sob re este problem a, el lecto r puede consultar The
Ecology o f Invasión, de Charles S . E lto n (W lley ; N ueva Y o rk , 1958), Soil and
Civilisation por Edw ard H yam s (Tham es and H udson; Londres, 1952), Our Synthetic
Enxirom ent de M urray B o o ck cilin (seudónim o Lew is H erb er; K n o p f; N ueva Y o rk ,
1962) y Silent Spring de Racliel C arson (H oughton M ifflin ; Bo ston , 1962). E ste
último n o debe leerse com o una d iatriba contra los pesticidas, sino com o plegaria
en favor de la diversificación ecológica.
nrado, fertilización, siem bra y cosecha, a menudo sin p restar
l¡i m enor atención a la ecología natural de la zona. Grandes
territorios son destinados a un solo cultivo, form a ésta de
plantación agrícola que no sólo tiende, por sí sola, a la m eca­
nización, sino que favorece las infecciones. Un cultivo único
es el medio ambiente ideal para la proliferación de especies
que se convierten en plagas. Por fin, se utilizan dispendiosa­
mente ciertos agentes químicos para h acer frente a los proble­
mas creados por insectos, m alas hierbas y enfermedades de
las plantas, p ara regular la m arch a de los cultivos y maxinrn
zar la explotación del suelo. E l símbolo verdadero de la agri­
cultura m oderna no es y a la hoz (ni tam poco el tracto r, por
o tra p arte) sino el aeroplano. La representación del moderno
cultivador de alim entos no es ya un labrador, un cosechador;
ni siquiera un agrónom o — hom bres de quienes se espera una
íntima relación con las cualidades únicas de la tierra en que
crecen sus cultivos — sino un piloto o un químico, para quie­
nes el suelo no es m ás que un recurso, una m ateria prim a
inorgánica.
E l proceso de simplificación va aún más lejos gracias a
una exagerada división del trab ajo tanto regional com o nacio­
nal. Inm ensas áreas del planeta quedan reservadas a objeti­
vos industriales específicos, cuando no se las reduce a depó­
sitos de m ateria prim a. Otx~as se convierten en centros de
poblaciones urbanas, principalm ente ocupadas en el com er­
cio. Ciudades y regiones (en realidad, países y continentes)
resultan identificadas con productos específicos: Pittsburg,
Cleveland y Youngstown con el acero, Nueva Y ork con las
finanzas, Bolivia con el estaño, Arabia con el petróleo; Europa
y los Estados Unidos con los productos industriales y el res­
to del mundo con las m aterias prim as de uno u otro tipo.
Los com plejos ecosistem as que constituyen las regiones de
un continente están sumergidos por la organización de las
naciones en entidades económ icam ente racionalizadas; cada
uno de ellos es una escala en un vasto sistem a mundial de
cinturones industriales. Sólo es cuestión de tiem po para que
las más atractiv as áreas cam pestres sucumban a la m ezcla­
dora de cem ento, com o ya les ha ocurrido a la m ayoría de las
costas del este de los Estados Unidos, aniquiladas por bun­
galows y parcelam ientos. La poca belleza natural qué quede
por el cam ino será rápidam ente m asacrada por áreas de cam ­
ping, parques de venta de casas rodantes, ca rre te ra s «panorá­
m icas», m oteles, depósitos de com estibles y esos brillantes
residuos aceitosos que dejan las lanchas a m otor.
E l caso es que el hombre está deshaciendo la obra de la
evolución orgánica. Creando vastas aglom eraciones urbanas
de horm igón, m etal y vidrio, socavando y manoseando los
ecosistem as com plejos y sutilm ente organizados que deter­
m inan las diferencias locales en el mundo natural — para
abreviar, reem plazando un medio am biente orgánico de alta
com plejidad por otro inorgánico y simplificado — el hom bre
está desarticulando la pirám ide biótica que sustentó a la hu­
m anidad durante incontables milenios. E n el transcurso de
este trab ajo de substitución de las com plejas relaciones eco ­
lógicas, de las que dependen todos los seres vivos, por otras
relaciones más elem entales, el hom bre está devolviendo a la
biosfera al estadio en que sólo era capaz de sustentar form as
de vida más simples. Si esta gran reversión del proceso evo­
lutivo continúa, no es aventui’ado suponer que los prerrequi-
sitos de las form as superiores de la vida term inarán por des­
truirse irreparablem ente, y que la tierra no podrá sustentar
al propio ser humano.
La ecología debe su arista crítica no sólo al hecho de que,
entre todas las ciencias, sólo ella presenta este temible m en­
saje a la hum anidad, sino tam bién a que lo hace en una nue­
va dimensión social. Desde un punto de vista ecológico, la
reversión de la evolución orgánica es el resultado de insalva­
bles conti’adicciones entre la ciudad y el cam po, el Estado y
la com unidad, la industria y la agricultura, la m anufactura de
m asas y el artesanado, el centralism o y el regionalism o, la
escala b u ro crática y la escala hum ana.

La naturaleza recon stru cto r a de la ecología

H asta hace poco, los intentos de resolver las con trad iccio­
nes generadas por la urbanización, la centralización, el cre ­
cim iento b u ro crático y la estatifiación fueron considerados
una vana resistencia al «progreso», a la que debía descartarse
por quim érica y reaccionaria. Se veía al anarquista com o a un
desdichado visionario, un m arginado social nostálgico del vi­
llorrio cam pesino o la com una medieval. Sus peticiones de
una sociedad descentralizada y una com unidad hum anística
en arm onía con la naturaleza y las necesidades del individuo
— el individuo espontáneo, sin sujeción a la au to rid ad — eran
recibidos com o reacciones de un rom ántico, o de un artesano
desclasado, o un intelectual «despistado». Su p ro testa con tra
In centralización y la estatización convencía poco porque se
«poyaba básicam ente en consideraciones é tic a s : nociones utó­
picas, ostensiblem ente «no realistas» sobre lo que el hom bre
podría ser y no sobre lo que era. Como respuesta, los enemi­
gos del pensam iento anarquista — liberales, derechistas e «iz­
quierdistas» a u to rita rio s— se proclam aban portavoces de la
realidad histórica, puesto que sus nociones estatizantes y cen­
tralistas tenían sus raíces en el mundo práctico y objetivo.
El tiem po no es muy am able con las ideas en conflicto.
Cualquiera que haya sido la validez de las concepciones li­
bertaria y no-libertaria en aquellos años, el desarrollo histó­
rico ha hecho que, hoy en día, todas las objeciones al pensa­
miento anarquista carezcan de sentido. La ciudad m oderna y
el E stad o, la tecnología m asiva de carbón y acero de la Revo­
lución Industrial, los sistem as posteriores y m ás racionaliza­
dos de producción y trab ajo en serie, la nación centralizada,
el E stad o y su aparato b u ro crático : todo esto ha llegado a
su lím ite. Por progresista o liberadora que haya sido la fun­
ción que cum plieron en el pasado, se han convertido ahora
en elem entos totalm ente regresivos y opresoi'es. No sólo son
regresivos porque corroen el espíritu humano y despojan a la
com unidad de toda su cohesión, solidaridad y m odos ético-
culturales; lo son tam bién desde un punto de vista objetivo,
desde un punto de visto ecológico. Pues socavan el espíritu y
la com unidad humanos y tam bién la viabilidad del planeta
y de todos los seres vivientes que en él habitan.
Nunca insistirem os demasiado en el hecho de que los con­
ceptos anarquistas de com unidad equilibrada, dem ocracia
cara-a-cara, tecnología hum anística y sociedad descentraliza­
da — estos ricos conceptos libertarios — no son ya sólo de­
seables sino tam bién necesarios. No sólo pertenecen a las
grandes visiones del futuro hum ano: ahora constituyen los
prerrequisitos básicos de la supervivencia del hom bre. El pro­
ceso de evolución social los ha sacado de la dimensión ética,
subjetiva, instalándolos en el plano objetivo y p ráctico . Lo
que alguna vez se consideró cosa de visionarios, ahora resul­
ta em inentem ente p ráctico. Y lo que antes se tenía por p rácti­
co y objetivo se ha vuelto em inentem ente poco p ráctico e
irrelevante en función del desarrollo hum ano hacia una exis­
tencia m ás plena y libre. Si asum im os las exigencias de com u­
nidad, dem ocracia directa, tecnología hum anística liberado­
ra y descentralización, reacciones co n tra el actual estado
de cosas — un vigoroso «no» ante el «sí» de lo que hoy exis­
t e — podem os form u lar una defensa objetiva e irrebatible
de la viabilidad de la sociedad anarquista.
Un rechazo del actual estado de cosas es lo que inspira,
a mi juicio, el explosivo crecim iento de un anarquism o intui­
tivo entre la juventud. El am or de los jóvenes por la n atu ra­
leza es una reacció n co n tra las características esencialm ente
sintéticas de nuestro medio urbano y sus viles productos. Su
inform alidad en el vestir y en las costum bres es una reacción
co n tra la form alizada, estandarizada, vida m oderna. Su pre­
disposición hacia la acción directa es una respuesta a la bu-
rocratización y centralización de la sociedad. Su tendencia
hacia el drop-out, hacia un rechazo del trab ajo y la com pe­
tencia, refleja una indignación creciente co n tra la insensata
rutina industrial instaurada por la m anufactura de m asas en
las fábricas, oficinas y universidades. Su intenso individua­
lismo constituye, a su m anera elem ental, una descentraliza­
ción d e facto de la vida so cia l: una retirad a personal de la
sociedad de m asas.
E l aspecto m ás significativo de la ecología es su capacidad
de convertir este rechazo del status quo, a menudo nihilista,
en una afirm ación enfática de la v id a: m ás aún, en un credo
reconstruido p ara la sociedad hum anística. La esencia del
m ensaje re co n stru cto r de la ecología puede resum irse en la
p alabra «diversidad». Desde un punto de vista ecológico, el
equilibrio y la arm onía de la naturaleza, de la sociedad y, en
consecuencia, de la conducta hum ana, no se obtienen por
medio de la estandarización m ecánica sino todo lo co n tra­
rio, a través de la diferenciación orgánica. E ste m ensaje sólo
puede com prenderse claram ente a la luz de sus im plicacio­
nes p rácticas.
Consideremos el principio ecológico de diversidad — que
Charles E lto n denom ina «conservación de la v aried ad »— tal
com o se aplica en biología, específicam ente en agricultura.
Una cantidad de estudios — los m odelos m atem áticos de Lot-
ka y V olterra, los experim entos de B ause con medios contro­
lados y una exten sa investigación de cam po — dem uestran
claram en te que las fluctuaciones en las poblaciones animales
y vegetales, desde las m ás suaves hasta las que tienen pro­
porciones de plaga, dependen sustancialm ente del núm ero de
especies que viven en un ecosistem a y del grado de variedad
del medio am biente. Cuanto m ayor es la variedad de presas
y depredadores, tanto lo es la estabilidad de la población; al
diversificarse el m edio am biente en térm inos de flora y fau­
na, se reduce la inestabilidad ecológica. La estabilidad es una
función de la variedad y la diversidad: si el medio am biente
es simplificado, m erm ando la variedad de especies animales
y vegetales, se acentúan las fluctuaciones en la población,
que tiende a descontrolarse. Las especies m uestran propen­
sión a convertirse en plagas.
E n el caso del con trol de las plagas, m uchos ecólogos han
llegado a la conclusión de que podem os evitar el uso reitera­
do de p rodu ctos químicos tóxicos com o los insecticidas y her­
bicidas perm itiendo un juego m ás amplio entre las especies.
Debemos d ejar m ás cam po a la espontaneidad natural de las
diversas fuerzas biológicas que integran una situación ecológi­
ca. «Los entom ólogos europeos están hablando actualm ente
de ad m in istrar la com unidad total de insectos y plantas — ob­
serva R ob ert L. Rudd — en lo que se denomina manipulación
de la biocenosis *. El medio biocenótico es variado, com ple­
jo y dinám ico. Aunque las cantidades de individuos varíen
constantem ente, ninguna especie alcanzará, norm alm ente,
proporciones de plaga. Las condiciones especiales que favo­

* E l térm ino “m anipu lación” de R ud d puede croar la erró n ea im presión de


que una situ ació n eco ló g ica puede ser d escrita con sim ples térm inos m ecán icos.
P a ra ev itar esta im presión, quisiera su b rayar que nuestro con ocim ien to de una
situ ación eco ló g ica y el uso p rá ctico qu e de él hagam os son m a teria de intuición
m ás que de poder. C h a lle s E lto n p lan tea en lo s siguientes térm inos la problem á­
tica de la adm inistración de una situ ación e c o ló g ica : “ D eb em os m a n e ja r el futuro
del m undo, pero esta op eració n no h a de p arecerse a un ju ego de a je d re z ...
(sino) a la fo rm a de dirigir una b a rc a .”
recen el desarrollo de poblaciones demasiado altas p ara una
sola especie, en un ecosistem a com plejo, son muy inusuales.
E l m anejo de la biocenosis o ecosistem a, aunque parezca
problem ático, debería convertirse en nuestra principal aspi­
ración» (9).
La «m anipulación» de la biocenosis en un sentido positivo
supone una amplia descentralización de la agricultura. Don­
de quiera que sea factible, la agricultura industrial debe ce­
der su lugar al laboreo cam pesino del agro; el piso de fábrica
debe ser reem plazado por la jardinería y la horticultura. No
estoy recom endando que renunciem os a los beneficios adqui­
ridos por la agricultura en gran escala y la m ecanización. Lo
que sí afirmo, en cam bio, es que la tierra debe ser cultivada
com o un jard ín; debe diversificarse y atenderse cuidadosa­
m ente su flora, equilibrada con la fauna y las áreas forestales
que resulten apropiadas en cada región. Además, la descen­
tralización no sólo es im portante para el desarrollo de la
agricultura sino también p ara el del agricultor. E l cultivo
de alimentos, practicado en un sentido realm ente ecológico,
presupone en el agricultor una fam iliaridad con todos los
aspectos y sutilezas del terreno en que crecen sus sem brados.
Debe h acer gala de un conocim iento exhaustivo de la fisio­
grafía del terreno, sus variados sectores — cultivos, bosques,
pastos — , su contenido m ineral y orgánico y su m icroclim a,
prestando continua atención al estudio de los efectos produ­
cidos por las innovaciones en la flora o la fauna. Debe des­
arrollar su sensibilidad de cara a las posibilidades y necesida­
des de la tierra, convirtiéndose él m ismo en parte orgánica
de la situación agrícola. Podemos abrigar escasas esperanzas
de alcanzar este alto grado de sensibilidad e integración en el
cultivador de alim entos si no reducim os la agricultura a una
escala hum ana, proporcionándola al individuo. Para satis­
facer las exigencias de una concepción ecológica del cultivo
de com estibles, la agricultura debe ser redim ensionada, pa­
sando de la escala de las grandes granjas industriales a la de
las unidades de tam año m oderado.
E l mismo razonam iento se aplica a un desarrollo racional
de los recursos energéticos. La Revolución Industrial incre­
m entó la cantidad de energía utilizada por el hombre. Aun­
que es indudablemente cierto que las sociedades preindus-
lríales dependían básicam ente de la energía anim al y los
músculos hum anos, com plejas pautas energéticas se desarro­
llaron en m uchas regiones de Eu rop a a partir de una sutil
integración de recursos com o el poder del viento, el agua y
una variedad de com bustibles: m adera, turba, carbón, almi­
dones vegetales y grasas animales.
La Revolución Industrial superó y eliminó estos modelos
L'nergéticos regionales, reem plazándolos prim ero por un sis­
tema único de energía (carbón) y luego por un sistem a dual:
carbón y petróleo. Desaparecieron las regiones com o modelos
de integración e n erg ética: el propio concepto de integra­
ción p or la diversidad fue, en verdad, abolido. Como dije
antes, m uchas regiones se convirtieron en áreas predom i­
nantem ente m ineras, dedicadas a la extracción de un úni­
co recurso, m ientras otras albergaban inmensos com plejos in­
dustriales, a menudo concentrados en la fabricación exclusi­
va de unos pocos bienes. No es necesario exam inar el papel
que este colapso del auténtico regionalismo jugó en la polu­
ción del aire y el agua, el daño que inlligió a grandes zonas
del cam po y la perspectiva que nos plantea el futuro agota­
miento de nuestros preciosos com bustibles hidrocarbúricos.
Por supuesto, podemos recu rrir a la energía nuclear, pero
esto resulta escalofriante si pensam os en las cantidades de
residuos radiactivos m ortíferos que supondrían las plantas
nucleares si fueran nuestra única fuente de energía. Tarde o
tem prano, un sistem a energético basado en m ateriales radiac­
tivos produciría una contam inación extensiva del medio am ­
biente: al principio en form a sutil, pero luego a una escala
masiva y palpablem ente destructiva. La alternativa es aplicar
los principios ecológicos a la solución de nuestros problemas
energéticos. Podríam os tra ta r de restablecer antiguas pau­
tas energéticas regionales, utilizando un sistem a combinado,
basado en el viento, el agua y la energía solar. Podríam os ser­
virnos de m ecanism os m ucho más sofisticados que los que
se utilizaron en el pasado.
Los m ecanism os solares, las turbinas de viento y los re­
cursos hidroeléctricos, tom ados individualmente, no resuel­
ven nuestros problem as energéticos ni mitigan la perturba­
ción ecológica creada por los com bustibles convencionales.
Pero, am algam ados com o en un m osaico, com o pauta orgá­
nica de energía derivada de las potencialidades de cada región
específica, podrían satisfacer am pliam ente las necesidades de
una sociedad descentralizada. E n latitudes muy soleadas po­
dríam os re cu rrir con preferencia a la energía solar, y no ya
a los com bustibles. E n otras, caracterizad as por la turbulen­
cia atm osférica, nos apoyaríam os en los m ecanism os eólicos;
y en áreas co steras adecuadas, o regiones m editerráneas ba­
ñadas por cuencas y ríos, la m ayor p arte de nu estra energía
provendría de instalaciones hidroeléctricas. En todos los ca ­
sos, podem os utilizar un m osaico de energías nucleares,
com bustibles y no-combustibles. Lo que quiero d em ostrar
es que, diversificando nuestro uso de recursos energéticos, or-
ganizándolos conform e a modelos ecológicam ente equilibra­
dos, podem os com binar el poder del viento, el agua y el sol
en una región determ inada para cu b rir las necesidades in­
dustriales y dom ésticas de una com unidad dada con el uso
estrictam ente mínimo posible de com bustibles dañinos. Y ,
eventualm ente, podríam os sofisticar nuestras instalaciones
energéticas sin com bustión h asta h acer posible la elimina­
ción de todas las fuentes contam inantes de energía.
Como en el caso de la agricultura, sin em bargo; la aplica­
ción de los principios ecológicos a los sum inistros de energía
supone una am plia descentralización de la sociedad y un
concepto genuinam ente regional de organización social. E l
m antenim iento de una gran ciudad exige inmensas cantida­
des de carbón y petróleo. Por co n traste, la energía del sol,
el viento, y las m areas nos llega prim ordialm ente en peque­
ñas unidades; a excepción de las espectaculares presas hi­
dráulicas, estos m ecanism os pocas veces sum inistran m ás de
unos pocos miles de kilovatios-hora de electricidad. Cuesta
cre e r que algún día podam os diseñar colectores solares capa­
ces de brindarnos las inm ensas cantidades de electricidad
que produce una gigantesca planta de vapor; igualmente difí­
cil es im aginar una b atería de turbinas de viento capaz de
proveer la electricidad necesaria para ilum inar la isla de
M anhattan. Si los hogares y fábricas m antienen su apretada
concentración, estas instalaciones p ara el uso de fuentes
energéticas limpias no serán m ás que juguetes; pero si las
com unidades urbanas se reducen en tam año y se dispersan
am pliam ente en el territorio, no habrá razón para que estas
Instalaciones no puedan com binarse, sum inistrándonos todas
las com odidades de la civilización industrial. Para utilizar
efectivam ente la energía solar, eólica e hídrica, las megápolis
deben sufrir un proceso de descentralización. Un nuevo tipo
de com unidad, trazado cuidadosam ente a la medida de las
características y recursos de cad a región, debe reem plazar
a los descontrolados cinturones urbanos que han surgido en
los últim os tiem pos.
No cabe duda de que un planteam iento objetivo de la des­
centralización 110 se agota en este exam en de la agricultura y
los problem as creados por los com bustibles energéticos. La
validez de la tesis descentralizadora puede dem ostrarse a tra ­
vés de casi todos los problem as «logísticos» de nuestro tiem ­
po. Perm ítasem e cita r un ejem plo en ese problem ático asun­
to que es el tran sporte. M ucho se ha escrito sobre los efectos
dañinos de los vehículos m otorizados a gasolina: su despil­
farro, su contribución a la polución atm osférica, su papel
en la sum a de ruidos que atruenan el medio am biente urbano,
la enorm e cu o ta de m uertes que se cobran anualm ente en
las grandes ciudades y ca rre te ra s. E n una civilización alta­
m ente urbanizada sería inútil reem plazar estos vehículos no­
civos por otros a b atería, m ás limpios, eficientes, virtualm en­
te sin ruidos y sin duda m ás seguros. E l m ejor de nuestros
autom óviles eléctricos debe ser recargado aproxim adam ente
cada cien m illas, característica que lim ita su utilidad en las
grandes ciudades. E n una com unidad pequeña y descentrali­
zada, sin em bargo, sería factible utilizar estos vehículos eléc­
tricos p a ra el tran sp orte urbano o regional, estableciendo re­
des de m onorraíles p ara el tran sp orte a larga distancia.
E s b astan te conocido el hecho de que los vehículos de ga­
solina contribuyen enorm em ente a la polución atm osférica
urbana, y existe una fuerte inclinación a «rediseñar» las ca­
racterísticas m ás nocivas del autom óvil. N uestra era intenta
siem pre resolver sus irracionalidades con a p a ra to s : depura­
dores p ara los gases tóxicos de la gasolina, antibióticos para
las enferm edades, tranquilizantes p ara las perturbaciones
m entales. Pero el problem a de la polución atm osférica ur­
bana no podrá resolverse con este tipo de chism es. Funda­
m entalm ente, la causa de la polución atm osférica es la pro­
pia densidad dem ográfica, la excesiva concentración humana
en zonas reducidas. Millones de personas, densamente agluti­
nadas en una gran ciudad, producen necesariam ente cierta
polución atm osférica local a través de sus actividades coti­
dianas. Deben quemar combustibles con fines dom ésticos e
industriales; deben construir o derribar edificios (las partícu­
las aéreas generadas por estas actividades constituyen una
fuente im portante de polución atm osférica urbana); deben
producir inmensas cantidades de desperdicios; deben viajar
en automóvil, consumiendo neum áticos cuya erosión, junto a
la de la superficie de las carreteras, genera partículas que
increm entan significativamente la polución del aire. Cuales­
quiera que fueran los dispositivos de control anti-polución
que agregáram os a los automóviles y plantas energéticas, las
m ejoras obtenidas en la calidad de la atm ósfera urbana se­
rían rápidam ente absorbidas y eliminadas por el futuro cre­
cim iento megapolitano.
El anarquismo no acaba en las comunidades descentrali­
zadas. Si he exam inado esta posibilidad con cierto detalle ha
sido para d em ostrar que una sociedad anarquista, lejos de
constituir un ideal rem oto, se ha convertido hoy en una pre-
condición para la práctica de los principios ecológicos. Para
resum ir el crítico m ensaje de la ecología: si reducim os la
variedad del mundo natural, minamos su unidad y su inte­
gridad; destruim os las fuerzas que sustentan la arm onía na­
tural y perm iten un equilibrio perdurable; y, lo que es aún
más im portante, introducim os una regresión absoluta en el
desarrollo del mundo natural que, en consecuencia, tiende a
convertirse en un medio ambiente inadecuado para las for­
mas superiores de la vida. Y, resumiendo el m ensaje recons­
tru cto r de la ecología: si deseamos prom over la unidad y
estabilidad del mundo natural, si deseamos arm onizarlo, de­
bemos conservar y estim ular la variedad. Sin duda alguna,
la variedad por la variedad m ism a no es m ás que una aspi­
ración vacía. En la naturaleza, la variedad emerge espontá­
neamente. Las capacidades de una nueva especie son puestas
a prueba por los rigores del clim a, por su idoneidad para ha­
cer frente a los depredadores y su aptitud para establecer y
aum entar su territorio. Sin em bargo, la especie qu e logra ex­
ten d er su territorio en el m edio am biente también expande
la situación ecológica total. Tomando prestada la frase de
E. A. Gutkind, «extiende el medio ambiente» (10) para sí y
para las especies con las que sostiene una relación equili­
brada.
¿Cómo aplicar estos conceptos a la teoría social? Supongo
que para muchos lectores bastará con decir que, en la medi­
da en que el hom bre es parte de la naturaleza, un medio am ­
biente natural en expansión enriquece las bases del d esarro­
llo social. Pero la respuesta a esta pregunta es m ás profun­
da de lo que sospechan m uchos ecólogos y libertarios. Perm í­
taseme, o tra vez, volver al principio ecológico de totalidad
y equilibrio, com o productos de la diversidad. Si tenemos
presente este principio, el prim er paso hacia una respuesta
nos lo brinda un párrafo de T h e Philosophy of A narchism
de H erbert Read. Al presentarnos su «medida del progreso»,
observa R ead : «El progreso se mide por el grado de diferen­
ciación de la sociedad. Si el individuo es una unidad en una
m asa aglutinada, su vida resultará lim itada, opaca y m ecá­
nica. Si el individuo es una unidad por sí mismo, con espa­
cio y poder p ara la acción independiente, estará, en conse­
cuencia, m ás sujeto a la casualidad o a lo accidental, pero al
menos podrá expandirse y expresarse. Podrá desarrollar
— desarrollar, sí, en el único sentido real de esta palabra —
conscientem ente su fuerza, vitalidad y alegría.»
E l pensam iento de Read, infortunadam ente, no se halla
desatollado en su plenitud, pero plantea un interesante pun­
to de partida. Lo que nos im presiona, ante todo, es que tanto
el ecólogo com o el anarquista coloquen el acento sobre la
espontainedad. El ecólogo, puesto que es algo más que un
técnico, tiende a rechazar ]a noción de «poder sobre la natu-
leza». E n cam bio, habla de «pilotar», llevar un rumbo a tra ­
vés de una situación ecológica, m a n eja r m ás que rec rea r un
ecosistem a. E l anarquista, a su vez, habla en térm inos de
espontaneidad social, de liberar las potencialidades de la so­
ciedad y la com unidad, de dar curso libre y sin ataduras
a la creatividad del pueblo. Ambos, cada cual a su modo,
consideran que la autoridad es inhibitoria, como un peso
que oprim iera el potencial creativo en una situación natural
y social. Su aspiración no consiste en go bern ar un cam po
Sino en liberarlo. Para ellos, la intuición, la razón y el cono­
cim iento son medios para satisfacer las potencialidades de
una situación, p ara facilitar la elaboración de la lógica propia
de una situación, y no para reem plazar sus potencialidades
por nociones preconcebidas, ni p ara distorsionar su desarro­
llo con dogmas.
Volviendo a las palabras de Read, lo que llam a nuestra
atención es que tanto el ecólogo com o el anarquista conciban
la diferenciación com o m edida del progreso. E l ecólogo uti­
liza el térm ino «pirám ide biótica» en referencia a la progre­
sión biológica; elanarquista , el térm ino «individuación» para
denotar una evolución social. Si vam os m ás allá que Read
observarem os que, tanto para el ecólogo com o para el anar­
quista, la unidad en crecim iento es una consecuencia de la
crecien te diferenciación. Un todo en expansión es creación
del en riq u ecim iento y la diversificación de sus partes.
Así com o el ecólogo aspira a expandir el espectro de un
ecosistem a, prom oviendo el libre espectro de la experiencia
social eliminando todas las trabas que perturban su d esarro­
llo. E l anarquism o no es sólo una sociedad sin E stad o sino
tam bién una sociedad arm onizada en cuyo seno el hom bre
está expuesto a los estím ulos de la vida agraria y la urbana
p or igual, a la actividad física tanto com o a la m ental, a la
sensualidad irreprim ida y a la espiritualidad auto-dirigida, a
la solidaridad com unal y al desarrollo individual, a la unici­
dad regional y a la fraternidad mundial, a la espontaneidad y
a la autodisciplina, a la eliminación del esfuerzo físico y a la
prom oción del artesanado. E n nuestra sociedad esquizoide,
estas aspiraciones se consideran m utuam ente excluyentes; in­
cluso, se las ve com o opuestas e irreconciliables. Parecen
dualidades a causa de la propia logística de la sociedad de
nuestros días — donde el cam po y la ciudad están separados,
el trabajo especializado y el hom bre atom izado — y sería ab­
surdo cre e r que estas dualidades se resolverán sin una con­
cepción general de la estru ctu ra física de una sociedad an ar­
quista. Podem os hacernos una idea de lo que sería una so­
ciedad tal leyendo N ew s F ro m N ow here* de William Mo­
n i s o los escritos de Peter K ropotkin. Pero estos trab ajos
sólo nos presentan ligeros retazos. No tom an en cuenta el

* N oticias de ninguna parte, (N. del T.)


desarrollo tecnológico de la segunda postguerra ni las con­
tribuciones debidas a la ecología. No es este lugar adecuado
para em barcarnos en una «literatu ra utópica», pero podemos
presentar algunas líneas orientadoras, aun en esta exposición
general. Y , al presentar estas líneas generales, quisiera subra­
yar no sólo las prem isas ecológicas más obvias, que las sus­
tentan, sino tam bién las de ca rá c te r hum anístico.
Una sociedad anarquista debería ser una sociedad descen­
tralizada, no sólo p ara establecer una base perdurable para
la arm onización del hom bre en la naturaleza, sino tam bién
para a gregar nuevas dim ensiones a la arm onización entre
h o m b re y h om b re. A menudo se nos recuerda que los grie­
gos se hubieran horrorizado ante una ciudad cuyo tam año
y población excluyeran la relación cara-a-cara, casi fam iliar,
entre los ciudadanos. Reducir las dimensiones de la com uni­
dad hum ana es, directam ente, una necesidad: en p arte para
resolver nuestros problem as de polución y tran sp orte, en
p arte tam bién p ara crear com unidades reales. E n cierto sen­
tido, debem os hum anizar a la hum anidad. Los dispositivos
electrónicos com o el teléfono, el telégrafo, la radio y la te­
levisión deberían ser utilizados en la mínima m edida posible
com o m ediaciones de la relación humana. P ara adoptar de­
cisiones colectivas — la antigua polis ateniense fue, en cier­
tos aspectos, un modelo p ara la elaboración de decisiones
sociales — todos los m iem bros de la com unidad deberían te­
n er oportunidad de exam inar acabadam ente a todo aquel que
se dirige a la asamblea. Deberían estar en condiciones de
absorber cad a una de sus posturas, estudiar sus expresiones,
sopesar sus m otivaciones e ideas en un encuentro personal y
a través de la discusión cara-a-cara.
N uestras pequeñas com unidades deberán estar económ i­
cam ente equilibradas y bien redondeadas, en p arte para que
hagan pleno uso de las m aterias prim as y recursos energé­
ticos locales, en p arte tam bién para expandir la gam a de
estím ulos industriales y agrarios a que se exponen los indi­
viduos. Al m iem bro de una com unidad que m uestre inclina­
ción hacia la ingeniería, por ejem plo, debe exhortársele a
hundir las m anos en el hum us; al hom bre de ideas se le
alentará p ara que emplee su m usculatura; el granjero «de
•nacimiento» tendrá que fam iliarizarse con los trabajos de un
molino. Cuando se separa al ingeniero de la tierra, al pen­
sador de la espada y al granjero de la industria se pro­
mueve un grado de super-especialización vocacional que
transfiere peligrosam ente el control social a los especialistas.
Y , lo que tam bién es im portante, la especialización profesio­
nal y vocacional aleja a la sociedad de un objetivo v ita l: la
hum anización de la naturaleza a través del técnico y la na­
turalización de la sociedad a m anos del biólogo.
Sostengo que una com unidad anarquista im plicaría un
ecosistem a claram ente definible: diversificado, equilibrado y
arm ónico. Puede discutirse sobre si este ecosistem a adqui­
riría la configuración de una entidad urbana con un centro
definido, com o hallam os en la polis griega o en la com una
medieval, o bien, com o sugiere Gutkin, se com pondría de
com unidades am pliam ente dispersas sin un cen tro definido.
E n cualquier caso, la escala ecológica para estas com unida­
des estaría determ inada por el m ás pequeño ecosistem a ca ­
paz de su sten tar a una población de dimensiones m oderadas.
Una com unidad relativam ente autosuficiente, que depen­
diera visiblem ente de su entorno com o medio de vida, adqui­
riría un nuevo respeto por las interrelaciones orgánicas que
la sustentan. A largo plazo, creo que el intento de aproxim ar­
se a la autosuficiencia resu ltará m ás eficaz que la exagerada
división nacional del trab ajo que prevalece actualm ente. Aun­
que, sin duda, h ab rá m uchas duplicaciones de pequeños bie­
nes m anufacturados de una com unidad a otra, la fam ilia­
ridad de cad a grupo con su medio am biente local y su rai­
gam bre ecológica favorecerá un uso m ás inteligente y más
am able del medio ambiente. A mi juicio, lejos de generar
un cierto provincialism o, este relativo autoabastecim iento
cre a rá una nueva pauta para el desarrollo individual y con-
m u n a l: una unidad con el entorno que revitalizará a la co ­
munidad.
L a rotación de las responsabilidades cívicas, vocacionales
y profesionales estim ulará los sentidos en el plano del ser
individual, creando y redondeando nuevas dimensiones del
auto-desarrollo. E n una sociedad com pleta podrem os asp irar
a crear hom bres co m p letos: en una sociedad total, hom bres
totales. E n el mundo occidental, los atenienses, a p esar de
todas sus lim itaciones, fueron los prim eros en ofrecernos
esta noción de totalidad. «La polis fue cread a p ara el ama-
ieur — afirm a H. D. F. K itto — ...S u ideal era que todo ciu­
dadano (esto dependía de que la polis fuera oligárquica o
dem ocrática) ju gara su papel en todas sus m uchas activida­
des : este ideal desciende a ojos vista de la generosa concep­
ción hom érica de arete com o una excelencia global y una a c­
tividad total. Im plica cierto respeto por la totalidad y uni­
cidad de la vida, y un consiguiente repudio de la especiali-
zación. Supone un desprecio por la eficiencia: o, tal vez, un
ideal superior de eficiencia, no ya com o calificación de un
departam ento de la vida sino com o condición de la vida m is­
ma» (11). La sociedad anarquista, aunque sin duda aspirará
a m ás, difícilm ente puede conform arse con algo m enos que
este estado espiritual.
Si alguna vez se fundara, en la p ráctica, una com unidad
ecológica, la vida social albergaría un desarrollo sensitivo
de la diversidad hum ana y natural, am bas reunidas en un
todo arm ónico y equilibrado. Desde las com unidades hasta
los continentes enteros, pasando por las regiones, veríam os
una colorida diferenciación de grupos y ecosistem as hum a­
nos, desarrollando cada uno de ellos sus potencialidades úni­
cas y exponiendo a sus m iem bros a un vasto espectro de
estím ulos económ icos, culturales y existenciales. Seríam os
testigos del florecim iento excitante, con frecuencia d ram áti­
co, de una variedad de form as com unales, caracterizad as ora
por la adaptación arquitectónica e industrial a un ecosistem a
sem i-árido o de praderas, o ra p o r la adaptación a las áreas
boscosas. Presenciaríam os un juego creativo entre grupos e
individuos, com unidades y medio am biente, hum anidad y
naturaleza. E l criterio que hoy día organiza las diferencias
entre los hum anos y o tras form as de vida conform e a esta­
m entos jerárqu icos y a térm inos de «superioridad» o «infe­
rioridad» cedería a una actitud abierta hacia la diversidad,
a la m an era ecológica. Se resp etarán las diferencias en tre las
personas, que serían incluso honradas com o elem entos enri-
quecedores de la unidad de experiencias y fenóm enos. La
relación tradicional que contrapone objeto y sujeto sufriría
una alteración cualitativa; lo «externo», lo «diferente», lo
«otro» sería concebido com o p arte individual de una to ta­
lidad que es m ás rica cuanto m ayor sea su com plejidad. E ste
nuevo sentido de unidad reflejará en el futuro la arm oniza­
ción de los intereses individuales y la sociedad y naturaleza.
Liberados de una rutina opresiva, de represiones e insegu­
ridades paralizantes, de la carga del esfuerzo físico y las
falsas necesidades, de las ataduras autoritarias y la compul­
sión irracional, los individuos se encontrarán por fin, por
vez prim era en la historia, en condiciones de realizar sus
potencialidades com o m iembros de la comunidad humana y
del mundo natural.
3. HACIA UNA TECNOLOGÍA LIBERADORA

Desde los días de la Revolución Industrial, no han fluc­


tuado las actitudes populares con respecto a la tecnología
tan vivamente com o en las últimas décadas. Durante la m a­
yor p arte de los años veinte, y aún bien entrados los treinta,
la opinión pública aplaudió las innovaciones tecnológicas,
identificando el bienestar del hombre con los progresos in­
dustriales que traían los nuevos tiempos. E ra éste un período
durante el cual las apologías soviéticas se perm itían justifi­
car los peores crím enes y m ás brutales m étodo de Stalin,
pintándolo como el «industrializador» de la Rusia moderna.
También fue el período en que la crítica m ás efectiva de la
sociedad capitalista se basaba en los datos concretos de es­
tancam iento económ ico y tecnológico de los Estados Unidos
y Eu ropa occidental. Mucha gente creyó ver una relación di­
recta, autom ática, entre el progreso tecnológico y el social;
el fetichism o creado en torno a la palabra «industrialización»
excusaba los aspectos más abusivos de los planes y progra­
m as económicos.
Actualm ente diríamos que estas posiciones eran ingenuas.
Exceptuando, tal vez, a los técnicos y científicos que diseñan
la «quincalla», el sentimiento de la gente hacia las innova­
ciones tecnológicas podría describirse como esquizoide, divi­
dido com o está en un corrosivo tem or por el exterm inio nu­
clear por un lado, y una aspiración de abundancia m aterial,
ocio y seguridad, por el otro. También la tecnología pare­
ce librar un duedo consigo misma. La bomba se alza con­
tr a el re a cto r nuclear, el cochete intercontinental con tra el
satélite de com unicaciones. La m ism a disciplina tecnológica
tiende a presentar, a la vez, una ca ra am iga y o tra enemiga
de la hum anidad; ciencias de orientación tradicionalm ente
hum anística, com o la medicina, ocupan tam bién una posi­
ción am bivalente, com o atestiguan las positivas prom esas de
nuevos progresos en la quim ioterapia y la grave amenaza
cread a por la investigación en el terren o de la guerra bio­
lógica.
No es sorprendente que la tensión entre prom esas y am e­
nazas se resuelva cada vez m ás en favor de estas últim as,
a través de un rechazo global de la tecnología. Crece la
sensación de que la tecnología es un demonio, provisto de
su propia y siniestra vida, y que acab ará por m ecanizar al
hom bre si éste no se apresura a exterm inarla. E l profundo
pesim ism o que alberga esta concepción adolece frecuente­
m ente del m ismo exceso de simplicidad que caracteriza al
optim ism o de décadas anteriores. E xiste el peligro muy con­
creto de que perdam os nuestra perspectiva con respecto a la
tecnología, de que descuidemos sus tendencias liberadoras
y, peor aún, de que nos som etam os fatalísticam ente a su
utilización p ara fines destructivos. P ara que esta nueva for­
m a de fatalism o social no nos paralice, hem os de acced er a
un cierto equilibrio.
E l pronóstico de este capítulo es exam inar tres in terro­
gantes. ¿Cuál es el potencial liberador de la tecnología m o­
derna, tanto en lo m aterial com o en lo espiritual? ¿E xisten
tendencias — y en caso afirm ativo, cu á le s— que están refor­
m ando la m áquina para su uso p o r una sociedad orgánica,
de orientación hum anística? Y , finalm ente: ¿Cóm o pueden
utilizarse los nuevos recursos y la nueva tecnología en un
sentido ecológico, esto es, favoreciendo el equilibrio de la
N aturaleza, el pleno desarrollo de las regiones naturales y
la creación de com unidades de características orgánicas y hu­
m anísticas?
E n las expresiones del p árrafo anterior debe volcarse
todo el énfasis sobre el térm ino «potencial». Y o no afirmo
que la tecnología sea necesariam ente liberadora, ni benéfica
p or naturaleza, para el desarrollo hum ano. Pero tam poco
que el hom bre esté destinado a que lo esclavicen la tecno­
logía o las form as m entales tecnológicas, com o suponen
Juenger y Elul en sus libros sobre este tem a.* Por el con­
trario, m e propongo d em o strar que una form a orgánica de
vida, privada de su com ponente tecnológica, resultaría tan
poco funcional com o un hom bre sin esqueleto. La tecnología
debe considerarse com o apoyatura estru ctu ral básica de una
sociedad; es literalm ente el m arco referencial de una econo­
mía y de m uchas instituciones sociales.

Tecnología y Libertad

El año 1848 ha sido señalado com o un punto en que la


historia de las revoluciones m odernas cam bió de curso. En
dicho año, el m arxism o hizo su debut com o ideología dife­
renciada, a través de las páginas del M anifiesto Com unista,
y el p roletariado, representado por los trab ajad ores de Pa­
rís, apareció tam bién por vez prim era com o fuerza política
distintiva en las b arricad as de junio. También podría decir­
se que 1848, a un paso del punto medio del siglo diecinueve,
representó la culm inación de la tecnología tradicional, ba­
sada en el vapor, que iniciaran las nuevas máquinas de un
siglo y medio atrás.
Lo que nos sorprende en la convergencia de estas claves
ideológicas, políticas y tecnológicas en su grado de antici­
pación con resp ecto a su propia época, visible tanto en el
M anifiesto Com unista com o en las b arricad as de junio. En
la década de 1840, la Revolución Industrial giraba en torno
a tres áreas de la eco n o m ía: la producción textil, la del
acero y el tran sporte. Las invenciones de la m áquina hila­
dora de Arkwright, la de vapor de W att y el telar de Cart-
w right acababan de introducir el sistem a industrial en la
producción textil; entretanto, una cantidad de sorprendentes
innovaciones en la tecnología del acero aseguraban el sumi­

* T an to Ju en g er com o Elul creen que el desbordam iento del hom bre a manos
de la m áquina es un fenóm eno inherente al d esarrollo te cn o ló g ico , y sus tra b a jo s
concluyen con un am argo to n o de resign ación . E s te punto de vista re fleja el fa ta ­
lism o so cia l a que m e refiero, esp ecialm en te en el caso de E lu l, cuyas ideas son
m ás sin to m áticas de la cond ición hum ana contem porán ea. V e r, de F rie d rich G eorge
The Failure of Technology
Ju en ger, The
(R eg n ery; C hicago, 1956) y Ja c q u e s E lu l,
Teclmological Society (K n o p f, N ueva Y o rk , 1968).
nistro de los m etales baratos y de alta calidad que requería
la expansión de las fábricas y ferrocarriles. Pero estas inno­
vaciones, aunque im portantes, no fueron acom pañadas por
cambios proporcionales en otras áreas de la tecnología in­
dustrial. E n prim er lugar, pocas máquinas de vapor supe­
raban los quince caballos de fuerza, y los m ejores altos
hornos sum inistraban poco más de un centenar de toneladas
semanales de acero, apenas una fracción de las mil tonela­
das que, actualm ente, producen diariam ente las acerías m o­
dernas. Más im portante a ú n : los demás aspectos de la econo­
mía no fueron significativamente afectados por la innovación
tecnológica. Las técnicas de la m inería, por ejemplo, habían
cambiado poco desde los días del Renacimiento. E l minero
aún trabajaba el mineral con un pico de mano y una barreta,
y las bom bas de drenaje, los sistem as de ventilación y aca­
rreo no diferían m ayorm ente de las clásicas descripciones mi­
neras que escribiera Agrícola tres siglos atrás. La agricultura
apenas salía de su letargo de siglos. Aunque grandes territo ­
rios habían sido desmontados para el cultivo de com estibles,
los estudios del suelo eran aún una novedad. En realidad,
pesaban tanto la tradición y el conservadurism o que la mayo­
ría de las cosechas se realizaban a m ano, a pesar de que la
segadora m ecánica había sido perfeccionada ya en 1822. Los
edificios, aunque inmensos y muy ornam entados, eran pri­
m ariam ente construidos a base de esfuerzo m uscular; la
grúa de m ano aún ocupaba el centro m ecánico del sitio de
construcción. E l acero era tenido por un m etal relativam ente
ra ro : aún en fecha tardía como 1850 su precio era de 250
dólares la tonelada y, hasta el descubrimiento de la conver-
tidora de Bessem er, las técnicas siderúrgicas sufrieron un
estancam iento de siglos. Finalmente, aunque las herram ien­
tas de precisión habían dado ya grandes pasos progresivos,
cabe señalar que los esfuerzos de Charles Babbage por
construir una sofisticada com putadora m ecánica se atasca­
ban por causa de las inadecuadas técnicas de su tiempo.
He revisado todos estos progresos tecnológicos porque
tanto sus limitaciones como las prom esas que en ellos se
inspiraban ejercieron una profunda influencia sobre el pen­
samiento revolucionario del siglo diecinueve. Las innovacio­
nes en la tecnología textil y siderúrgica imprimieron al pen­
samiento socialista y utópico un nuevo tono de prom esa, e
incluso un nuevo estímulo. Nació en el teórico revolucio­
nario la sensación de que, por prim era vez en la historia,
podría fundam entar su sueño de una sociedad liberadora so­
bre la notoria perspectiva de abundancia m aterial y ocio cre­
ciente que se abría a los ojos de la humanidad. E l socialismo
— argüían los teóricos — podría basarse en el propio interés
y no ya en la dudosa nobleza espiritual y m ental del hom­
bre. Las innovaciones tecnológicas habían transm utado el
ideal socialista: de vaga esperanza hum anitaria a program a
práctico.
E sta recién adquirida arista p ráctica persuadió a muchos
teóricos socialistas, en particular M arx y Engels, de poner
la proa contra las limitaciones tecnológicas de aquellos tiem ­
pos. Se enfrentaban a un tem a estratégico: en todas las
revoluciones anteriores, la tecnología no se había desarro­
llado lo suficiente para que los hom bres pudieran liberarse
de las privaciones m ateriales, el esfuerzo físico y la lucha
contra las necesidades de la vida. Por más resplandecientes
y etéreos que fueran los ideales revolucionarios del pasado,
la vasta m ayoría del pueblo, aplastada por las privaciones,
se vio obligada a abandonar el escenario histórico, una vez
consum ada la revolución, para volver al trabajo, confiando
el gobierno de la sociedad a una nueva y ociosa clase de
explotadores. En realidad, cualquier intento de distribución
igualitaria de la riqueza social no hubiera eliminado las pri­
vaciones, sino que las hubiera convertido lisa y llanamente
en una característica general de la sociedad en su conjunto,
creando de ese modo las condiciones para una nueva lucha
por las cosas m ateriales de la vida, por nuevas form as de
apropiación y, finalmente, por un nuevo sistema de dominio
clasista. E l desarrollo de las fuerzas productivas es «la pre­
m isa p ráctica absolutam ente necesaria (del com unism o)» es­
cribían M arx y Engels en 1846, «porque sin ella se genera­
liza la privación, y en presencia de esta última se reprodu­
ciría inevitablemente la lucha por las necesidades y todos
los viejos negocios sucios» (12).
V irtualm ente todas las utopías, teorías y program as re­
volucionarios de comienzos del siglo diecinueve afrontaron
el problem a de la necesidad: cómo distribuir el trab ajo y los
bienes m ateriales, dado un estadio relativamente bajo del
desarrollo tecnológico. Estos problemas impregnaron el pen­
samiento revolucionario en form a sólo com parable a la del
pecado original en la teología cristiana. El hecho de que los
hombres tuvieran que destinar una parte sustancial de su
tiempo al esfuerzo físico, por lo cual recibirían un magro
estipendio, constituía una premisa fundamental de toda la
ideología so cialista: autoritaria o libertaria, utópica o cien­
tífica, m arxista o anarquista. La noción m arxista de econo­
mía planificada supone implícitam ente un hecho que estaba
muy claro en tiempos de M arx: el socialismo también debe
soportar la carga de una relativa escasez de recursos. Los
hombres deberán planear — en realidad, restrig u ir— la dis­
tribución de bienes, racionalizando — en realidad, intensifi­
ca n d o — el uso del trabajo. B ajo el socialismo, el esfuerzo
físico se convierte en deber, responsabilidad que todo in­
dividuo orgánicam ente apto debe asum ir. El propio Proud-
hon anticipaba esta austera concepción cuando escribía: «Sí,
la vida es una lucha. Pero esta lucha no enfrenta al hombre
contra el hombre sino contra la Naturaleza; y es deber de
cada uno com partirla» (13). Este énfasis casi bíblico sobre
la lucha y el deber refleja la característica aspereza del pen­
samiento socialista durante la Revolución Industrial.
E l problema de lidiar con las privaciones y el trabajo
— problema ancestral, perpetuado por la Revolución Indus­
trial — originó la gran divergencia de ideas revolucionarias
entre el socialismo y el anarquismo. La libertad aún estaría
condicionada por la necesidad, luego de la revolución. ¿Cómo
se «adm inistraría», pues, este mundo de necesidad? ¿Cómo se
decidiría la distribución de bienes y obligaciones? M arx
dejó esta decisión en manos de un poder estatal, un transi­
torio Estado «proletario», que jam ás se convertiría en cuerpo
coercitivo ni se establecería por encima de la sociedad. Se­
gún Marx, el Estado se «disolvería» a medida que la tecnolo­
gía desarrollara y ampliara los dominios de la libertad, garan­
tizando a la humanidad una gran abundancia m aterial y mu­
cho tiempo libre para ocuparse directam ente de sus asun­
tos. E ste extraño pronóstico en que el Estado mediaba entre
la libertad y la necesidad no difería mayorm ente, en el plano
político, de la opinión radical democrático-burguesa del pa­
sado siglo. La esperanza anarquista, cifrada en una aboli­
ción inmediata del Estado, por su parte, confiaba principal­
mente en la acción de los instintos sociales del hombre.
Bakunin, por ejemplo, pensaba que las nuevas costum bres
sociales obligarían a los individuos con inclinaciones antiso­
ciales a cum plir con los valores y necesidades colectivistas,
sin que fuera necesario el uso de la fuerza por la socie­
dad. Kropotkin, que ejercía m ás influencia sobre los anar­
quistas en este terreno especulativo, invocaba ia tendencia
humana a la ayuda mutua — básicam ente, un instinto so­
c ia l— como garantía de solidaridad en una comunidad anar­
quista; concepto éste que él había extraído de su estudio de
la evolución animal y social.
Lo cierto es, de todos modos, que en ambos casos — mar-
xista y anarquista — la respuesta al problema del trabajo y
la privación pecaba de ambigüedad. El reino de la necesidad
configuraba un presente brutal; no podía conjurárselo con
teorías ni especulaciones. Los m arxistas podían confiar en
adm inistrar la necesidad a través de un Estado, y los an ar­
quistas planearían resolverlo mediante comunidades libres,
pero, dado el escaso desarrollo tecnológico del siglo pasado,
en último análisis, ambas escuelas referían a un puro acto
de fe la solución del problema del trabajo y las privaciones.
Los anarquistas í'eplicaban al m arxism o con la afirmación de
que cualquier Estado transiciona!, por revolucionaria que
fuera su retórica, o dem ocrática su estructura, tendería a
auto-perpetuarse: a convertirse en un fin en sí mismo, pie-
servando las propias condiciones sociales y m ateriales para
cuya rem oción había sido creado. Para que un Estado de
este tipo «se disolviera» (esto es, prom oviera su propia desa­
parición) sus líderes y burócratas deberían poseer cualidades
morales sobrehumanas. Los m arxistas, a su vez, invocaban
a la historia, dem ostrando que las costum bres o las incli­
naciones m utualistas jam ás constituyeron barreras efectivas
contra las presiones de la necesidad m aterial, o de la apro­
piación, o del desarrollo de la explotación y la dominación
de clases. Desde este punto de vista, descartaban al anar­
quismo por considerarlo una doctrina ética, una m ística re­
diviva del hombre natural y sus virtudes sociales innatas.
El problema del trabajo y la privación — el reino de la ne-
cesiclad— no fue satisfactoriam ente resuelto por ninguno de
estos dos cuerpos doctrinarios del siglo pasado. Debe reco­
nocerse al anarquismo su intrasigente fidelidad a un elevado
ideal de libertad: el ideal de la organización espontánea, de
la comunidad y la abolición de toda autoridad, confinado
luego al plano de las visiones del futuro humano. E l m arxis­
mo com prom etió paulatinamente su ideal de libertad; dolo-
rosas limitaciones, estadios de transición y mediaciones polí­
ticas lo convirtieron en lo que es h o y : una desembozada ideo­
logía de poder, eficiencia pragm ática y centralización social
que ya no se distingue del moderno capitalismo de Estado'"'.
Retrospectivam ente, resulta asom broso el largo tiempo
durante el que se ha proyectado la som bra del problem a del
trabajo y las privaciones sobre la teoría revolucionaria. En
un lapso de sólo nueve décadas -— las que median entre 1850
y 1940 — la sociedad occidental creó, atravesó y superó dos
grandes eras de la historia tecnológica: la edad paleotécnica
del carbón y el acero; la edad neotécnica de la energía eléc­
trica, los químicos sintéticos, las máquinas electrónicas y la
com bustión interna. Irónicam ente, ambas etapas tecnológicas
parecen haber acrecentado la im portancia del esfuerzo físico
en la sociedad; A medida que aum entaba el número de tra ­
bajadores industriales, en proporción al de las demás clases
sociales, el trabajo — más precisam ente, el esfuerzo físi­
co — ** adquiría una categoría cada vez más elevada dentro
del pensamiento revolucionario. Durante este período, la pro­
paganda de los socialistas solía sonar como un cántico de ala­
banza al trabajo; el esfuerzo físico «ennoblecía», y no sólo
esto... los trabajadores eran exaltados com o únicos individuos
útiles de la fábrica social. Estaban dotados de una supuesta
capacidad superior, de carácter instintivo, que los habilitaba
com o árbitros de la filosofía, el arte y la organización social.
E sta puritana ética laboral de la izquierda no menguó con el

* C reo personalm ente que el desarrollo del “Estado obrero” en R u sia confirm a
acabadam ente la c rítica anarquista del estatism o de M arx. P o r o tra parte, los
m odernos m arxistas harían bien en consultar el exam en deí fetichism o de las m er­
cancías en el propio Capital para com prender cóm o todo (incluyendo al Estado)
tiende a convertirse en un "fin en sí m ismo b a jo las condiciones del intercam bio
m ercantil.
* * ’ L a distinción entre trab ajo agradable y esfuerzo físico oneroso debería
tenerse siem pre presente.
paso del tiem po: en realidad, cobró cierto tono perentorio en
los años 30. E l desempleo masivo hizo del. empleo y la organi­
zación sindical los tem as centrales de la propaganda socialis-
la durante la década de 1930. E n lugar de basar su m ensaje en
la em ancipación del hombre con respecto al esfuerzo físico,
los socialistas tendían a pintar el socialismo com o una zum­
bante colmena de actividad industrial, con trabajo para todos,
l.os com unistas señalaban a Rusia com o la tierra de la con-
linua demanda de trabajo. Aunque hoy parezca sorprendente,
hace poco m ás de una generación el socialismo se identificaba
con una sociedad fundada en el trabajo, y la libertad se equi­
paraba a la seguridad m aterial posibilitada por el pleno em ­
pleo; E l mundo de la necesidad había invadido sutilmente,
había corrom pido el ideal de libertad.
Que las naciones socialistas de la últim a generación nos
parezcan, ahora, anacrónicas, no se debe a que tengamos una
percepción superior. Las últimas tres décadas, particularm en­
te los años finales de la del 50, han presenciado un giro en el
desarrollo tecnológico, una revolución que niega todos los
valores, esquemas políticos y perspectivas sociales asumidos
por la humanidad a lo largo de toda la historia conocida. Des­
pués de miles de años de tortuosa evolución, los países del
mundo occidental (y, potencialm ente, todos los países) ven la
posibilidad de una era de abundancia m aterial y casi ningún
trabajo, en la cual la m ayor p arte de los medios de vida po­
drán ser provistos por máquinas. Como verem os luego, ha
surgido una nueva tecnología que podría perfectam ente reem ­
plazar el reino de la necesidad por el de la libertad. Este he­
cho resulta tan obvio a millones de personas en los Estados
Unidos y en Europa que no requiere ya explicaciones elabo­
radas o exégesis teóricas. E sta revolución tecnológica y las
perspectivas que presenta a la sociedad global conform an las
prem isas de estilos de vida radicalm ente nuevos entre los jó­
venes de nuestro tiempo, una generación que se está despren­
diendo velozmente de los valores y tradiciones ancestrales,
m arcadas por el trabajo y heredadas de sus mayores. Hasta
las recientes reclam aciones de un ingreso anual garantizado
suenan com o débiles ecos de la nueva realidad que actualm en­
te impregna la mente de los jóvenes. Debido al desarrollo dé
la cibernética, la noción de un tipo de vida sin esfuerzo físi-
co se ha convertido en artículo de fe para un número cada
vez mayor de gente joven.
De hecho, la cuestión real de nuestro tiempo no gira en
torno a la aptitud de esta nueva tecnología para sum inistrar­
nos los medios de vida en una sociedad sin esfuerzo físico :
debemos preguntarnos si dicha tecnología podrá ayudar a
humanizar nuestra sociedad, si podrá contribuir a la creación
de unas relaciones totalm ente nuevas entre los hombres. La
exigencia de un ingreso anual garantizado se apoya, aún, en
la promesa cuantitativa de la tecnología, en la posibilidad de
satisfacer las necesidades materiales sin esfuerzo físico. Este
enfoque cuantativo se encuentra ya rezagado tras una evo­
lución tecnológica que plantea nuevas promesas cualitativas:
estilos de vida descentralizados, com unitarios, que yo prefie­
ro llamar form as ecológicas de asociación humana *.
Mi pregunta es bastante distinta al interrogante que nor­
malmente se plantea de cara a la tecnología moderna. ¿Abre
esta tecnología una nueva dimensión en la libertad humana,
en la liberación del hombre? ¿Puede no sólo liberar al hom­
bre de las privaciones y l'atigas sino también conducirlo a
una comunidad libre, arm ónica, equilibrada, una eco-comu­
nidad favorable ai desarrollo ilimitado de sus potencialida­
des? Finalm ente: ¿Puede trasladar al hombre más allá del
reino de la libertad, hacia una existencia de vida y de deseo?

Las potencialidades de la tecnología moderna

Perm ítaseme intentar dar respuesta a estas preguntas, se­


ñalando un nuevo aspecto de la tecnología moderna. Por pri-

1 Y o agregaría que un enfoque exclusivam ente cuantitativo de la nueva tecno­


logía no sólo resulta arcaico en térm inos económ icos, sino también regresivo en
el plano m oral. Este enfoque participa del viejo principio de ju sticia, contrapuesto
al principio nuevo de libertad. H istóricam ente, la ju sticia deriva del mundo de
necesidad m aterial y esfuerzo físico ; supone unos recursos relativam ente escasos
que se distribuyen según un principio moral que puede ser “ju sto” o “injusto” .
1.a ju sticia, incluso la justicia “igu alitaria", es un concepto lim itativo que implica
la retención de ciertos bienes > el sacrificio de tiempo y energía en pro de la
producción. Una vez que superamos el concepto de ju sticia — en verdad, al pasar
de las potencialidades cuantitativas a las potencialidades cualitativas de la tecn o­
logía moderna — ponemos pie en los inexplorados dom inios de la libertad, basados
en la organización espontánea y el pleno acceso a los medios de vida.
mera vez en la historia, la tecnología se halla ante un futuro
abierto. El potencial del desarrollo tecnológico, en cuanto a la
provisión de máquinas substitutivas del trabajo, es virtual­
mente ilimitado. La tecnología ha pasado finalmente del reino
de la invención al del d iseño : en otras palabras, del hallazgo
fortuito a la innovación sistem ática.
Vannevar Bush, antiguo director de la Oficina de Investi­
gación y Desarrollo Científico, ha expresado el contenido de
este progreso cualitativo en form a bastante audaz:

«Suponed que, hace cincuenta años, alguien hubiera


ideado un mecanismo para que los automóviles siguie­
ran una línea blanca a lo largo de la carretera, autom á­
ticam ente, aún cuando el conductor estuviera dormi­
do... Se hubieran reído de él, hubieran dicho que su
idea era absurda. Y, en efecto, lo hubiera sido por
aquel entonces. Pero imaginemos que alguien quiere
uno de estos mecanismos hoy día, y está dispuesto
a pagar por él, al margen de que la novedad le resul­
te útil o no. Surgiría cualquier cantidad de interesados
dispuestos a firmar un contrato y construirlo. No haría
falta ningún tipo de invención verdadera. Hay miles de
hombres jóvenes en este país para quienes el diseño de
un mecanismo como éste sería un placer. No tendrían
más que echar mano a fotocélulas, tubos termiónicos,
servo-mecanismos, y finalmente lo lograrían. Y funcio­
naría. El caso es que la presencia de una gran variedad
de chismes muy versátiles, baratos y con hables, y la de
hombres que comprenden plenamente su com porta­
miento, ha hecho de la confección de mecanismos auto­
m áticos una cosa prácticam ente de rutina. Ya no se
trata de que esto o aquello pueda ser construido; más
bien el problema es si vale la pena construirlo» (14).

Bush centra su enfoque en las dos características princi­


pales de la nueva, la «segunda» revolución industrial, a saber
las enormes potencialidades de la tecnología moderna y las
limitaciones que sobrelleva, no de carácter humano sino fi-
naciero. Es un hecho que el factor costos — para decirlo di­
rectam ente, el problema de los beneficios — inhibe el uso de
innovaciones tecnológicas. E stá bastante bien establecido que
cu m uchas áreas de la econom ía resulta más barato utilizar
mano de obra que máquinas *. Sin em bargo, yo quisiera ana­
lizar algunas innovaciones que nos han llevado a este futuro
abierto en m ateria de tecnología, examinando una cantidad
tic aplicaciones prácticas que han afectado profundam ente la
función del trabajo en la industria y la agricultura.
Tal vez el progreso más obvio de cara a la nueva tecno­
logía es el que representa la creciente interpenetración de la
abstracción científica — métodos analíticos y m atem ático s— ,
con los objetivos concretos, pragm áticos y m ás bien munda­
nos de la industria. Éste es un nuevo tipo de relaciones. Tra­
dicionalmente, la especulación, la generalización y la activi­
dad racional estaban agudamente divorciadas de la tecnolo­
gía. E sta fractu ra rebajaba el abismo que, en las sociedades
antiguas y medievales, separaba a las clases ociosas de las tra­
bajadoras. Si damos de lado las inspiradas obras de unos
pocos hom bres excepcionales, la ciencia aplicada no existió
antes del Renacimiento, y su florecimiento se produjo en los
siglos dieciocho y diecinueve.
Los hom bres que personifican la aplicación de la ciencia
a la innovación tecnológica no son caldereros ingeniosos
como Edison sino investigadores sistem áticos con intereses
universales com o Faraday que enriquecen simultáneamente
Jos principios científicos y Ja ingeniería. En nuestros días,
esta síntesis, antes corporizada en el trabajo inspirado de
un genio único, es el trabajo de equipos anónimos. Aunque
éstos tienen evidentes ventajas, suelen también adolecer de
los m ismos defectos que las oficinas burocráticas, lo que
redunda en un tratam iento m ediocre y poco imaginativo de
los problemas técnico-científicos.
Menos obvio es el im pacto producido por el crecim iento
industrial. Este impacto no siempre es de ca rácter tecnoló­
gico; no se reduce a la sustitución del trabajo humano por
las máquinas. En realidad, una de las formas más efectivas
de increm ento productivo ha consistido en una continua
reorganización del proceso laboral, cuya división se ha am ­

* P or ejem plo, en las plantaciones algodoneras del Sur, en !a fabricación de


autom óviles,, en la industria del vestido.
pliado y sofisticado progresivamente. Lo paradójico es que
la subdivisión de tareas, llevada a escala cada vez más inhu­
mana — la minucia intolerable, las series fragm entarias de
operaciones, la simplificación más cruel del proceso laboral —
prefigura ya a la máquina que habrá de recom binar todas
las faenas desmenuzadas de muchos obreros, resumiéndolas
en una operación única, de carácter m ecánico. H istóricam en­
te, sería difícil com prender cóm o surgió la m anufactura me­
canizada masiva, cóm o fue la máquina desplazando gradual­
mente al trabajo humano, sin seguir los pasos del desarrollo
del proceso laboral: desde el artesanado, en el cual un traba­
jador independiente, altam ente capacitado, realizaba una can­
tidad de labores diferentes, hasta el molino tecniñcado, en
que las tareas de m uchas personas quedaron a cargo de má­
quinas manipuladas por unos pocos operarios, y finalmente
la planta cibernética y autom ática, donde los operadores son
reemplazados por técnicos supervisores y encargados de
mantenimiento altam ente especializados; entre el artesanado
y la cibernética, el purgatorio de la fábrica, caracterizado por
el infinito parcelam ienlo del trabajo en operaciones simples
que se encomiendan a una multitud de trabajadores no es­
pecializados, o serni especializados.
Siguiendo nuestro análisis, hallamos otra innovación sig­
nificativa: la máquina ha evolucionado la extensión de la
m usculatura humana v la extensión del sistema nervioso del
hombre. En el pasado, tanto las herram ientas como las má­
quinas aum entaban el poder m uscular del hombre sobre las
m aterias prim as y fuerzas naturales. Los dispositivos m ecá­
nicos y máquinas creadas durante los siglos dieciocho y die­
cinueve no reemplazaron los músculos humanos, sino que
aum entaron su efectividad. Aunque las máquinas permitieron
un enorme increm ento de la producción, los músculos y el
cerebro del trabajador eran aún necesarios para hacerlas fun­
cionar, incluso en las faenas más rutinarias. Podría formu­
larse un cálculo del progreso tecnológico en térm inos estric­
tos de productividad lab o ral: un hombre, usando una má­
quina determ inada, producía cinco, diez, quince o cien veces
más m ercancías que antes dé que la máquina fuera incorpo­
rada. El m artillo de vapor de Nasmyth, exhibido en 1851,
moldeaba b arras de acero con unos pocos golpes, esfuerzo
que sin la máquina hubiera requerido m uchas horas-hom bre.
Pero este m artillo aún necesitaba de los músculos y el buen
juicio de m edia docena de hom bres aptos p ara colocar,
aguantar y retirar la colada. Con el tiempo, m ucho de este
trabajo disminuyó gracias a la invención de nuevos adminícu­
los, pero el esfuerzo y la habilidad necesarios para operar las
m aquinarias perm anecieron com o parte indispensable del
proceso productivo.
E l desarrollo de máquinas totalm ente autom áticas para
operaciones com plejas de m anufactura masiva, requiere la
aplicación adecuada de por lo menos tres principios tecnoló­
gicos : estas m áquinas deben poseer una capacidad incorpo­
rada para corregir sus propios erro res; deben tener m eca­
nismos sensoriales para sustituir el tacto, la vista y el oído
del operario; y, finalmente, han de co n tar con dispositivos
equivalentes al buen sentido, el entrenam iento y la m em oria
del trabajador. E l uso efectivo de estos tres principios supone
tam bién un desarrollo de los medios tecnológicos p ara aplicar
a las tareas industriales de cada día los m ecanism os senso­
riales, de control y cerebración electrónica; adem ás, un fun­
cionam iento efectivo supone la adaptación de las máquinas
existentes o la creación de nuevas m áquinas para m anipular,
conform ar, reunir, envasar y tran sp ortar productos semi-
term inados y term inados.
El uso de dispositivos de control autom ático, autocorrec-
lores, no es nuevo en las operaciones industriales. E n 1788,
Jam es W att ideó un novedoso m étodo de auto-regulación para
las m áquinas de vapor. E l regulador, que está sujeto por bra­
zos de m etal a la válvula de la m aquinaria, consta de dos
esferas m etálicas m ontadas sobre un delgado eje rotativo.
Cuando el m otor comienza a operar demasiado rápidam ente,
la excesiva rotación del eje impulsa a las esferas hacía fuera
por centrifugación, cerrando la válvula; a la inversa, cuando
la válvula no da paso a vapor suficiente para que la máquina
trab aje al régimen deseado, las esferas descienden y aquélla
se abre. Un principio sim ilar se aplica en el term ostato de los
equipos de calefacción. El term óstato, al que un dial acciona­
do m anualm ente ha fijado el nivel de tem peratura deseado,
comienza a funcionar en form a autom ática cuando baja la
tem peratu ra am biente, y se detiene del mismo modo cuando
la tem peratura sube sobre la pauta preestablecida.
Ambos m ecanism os de control ilustran lo que actualm en­
te se denomina principio de «feedback» o program ación. En
los modernos equipos electrónicos, cuando una máquina se
desvía del nivel deseado de operación, produce señales eléc­
tricas que sirven al m ecanism o de control para corregir la
desviación o error. Las señales eléctricas generadas por el
e rro r son amplificadas y transm itidas por el sistem a de con­
trol en que el propio alejam iento de la normalidad es directa­
mente utilizado p ara aju star la máquina; reciben el nom bre
de sistem as cerrados. Por el contrario, en los abiertos, con
un interru ptor manual, o incluso un ventilador eléctrico, el
control opera al m argen del m ecanism o. E sto es que, accio­
nando el interruptor, se encienden las luces, aunque fuera
de día; el ventilador eléctrico gira a la m ism a velocidad,
cualquiera que sea la tem peratu ra de la habitación. El venti­
lador puede ser autom ático en la acepción popular de esta
palabra, pero no se auto-regula com o la invención de W att o
el term ostato.
Un paso im portante hacia el desarrollo del control auto-
rregulado fue el descubrim iento de los m ecanism os sensoria­
les. Hoy día, este cam po incluye células fotoeléctricas, má­
quinas de rayos-X, cám aras de televisión, transm isores de
rad ar, etc. Las m áquinas se sirven de ellos — separadam ente
o en form a com binada — para adquirir un alto grado de auto­
nomía. Aun sin com putadoras, estos dispositivos sensoriales
perm iten a los trab ajadores la realización de operaciones ex­
trem adam ente com plejas por control rem oto. También se los
aplica para convertir sistem as tradicionalm ente abiertos en
cerrados, ampliando la gama de operaciones autom áticas. Por
ejemplo, una luz eléctrica controlada por un reloj representa
un sistem a abierto bastante simple; su efectividad depende
totalm ente de factores m ecánicos. Regulada por una célula
fotoeléctrica que la desconecta al percibir la luz del día, la
luz responde a las cotidianas variaciones de la hora del cre­
púsculo. Su acción se am olda perfectam ente a la función
prevista.
Con el advenimiento de la com putadora, hem os ingresado
a una nueva dimensión de los sistem as de control industrial.
La com putadora es capaz de realizar todas las faenas ruti­
narias que han sido una carga para el trab ajad or medio hasta
hace poco tiempo. B ásicam ente, la m oderna com putadora bi­
naria es un ap arato calculador capaz de realizar operaciones
aritm éticas a velocidades enorm em ente superiores a las del
cerebro h u m an o *. E ste facto r de velocidad es cru cia l: la
extraordinaria rapidez de las operaciones com puterizadas
— superioridad cuantitativa de la com putadora sobre los
cálculos h u m an os— tiene una profunda im portancia cualita­
tiva. Gracias a su velocidad la com putadora puede com pletar
operaciones lógicas y m atem áticas altam ente sofisticadas. Ali­
m entada por unidades de m em oria que atesoran millones de
fragm entos de inform ación, y utilizando aritm ética binaria
(la substitución de los dígitos de 0 a 9 por los dígitos 0 y I)
una com putadora adecuadam ente program ada realiza opera­
ciones com parables a muchas actividades lógicas elevadamen-
tc desarrolladas de la mente hum ana. Puede discutirse si la
«inteligencia» com putarizada es, o será alguna vez, creativa
o innovadora (aunque hay nuevos cam bios espectaculares en
la tecnología cibernética cada dos o tres años) pero no cabe
duda de que la com putadora binaria es capaz de habérselas
con todas las tareas mentales característicam en te fatigosas
y no-creativas del hom bre en la industria, la ciencia, la inge­
niería, la inform ación y el transporte. El hombre m oderno,
en efecto, ha producido una «m ente» electrónica para coor
diñar, efectu ar y evaluar la m ayor parte de sus operaciones
industriales de rutina. Bien utilizadas y dentro de la esfera
de com petencia para la cual fueron creadas, las com putado­
ras son m ás rápidas y eficientes que el propio ser humano.
¿Cuál es la significación concreta de esta nueva revolución
industrial? ¿Cuáles, sus consecuencias inmediatas y previsi­
bles en el trab ajo? Para dar una idea del im pacto de la nue­
va tecnología en el proceso laboral, examinemos su aplica
ción a la m anufactura de m otores de automóviles en la plan­
ta Ford de Cleveland. E ste solo ejemplo de sofisticación tcc-

* Hay dos grandes grupos de com putadoras en liso actu al: el analógico y el
binario. L as del prim er tipo tienen una utilidad bastante lim itada en la industria.
M i exposición sobre el tem a de las com putadoras, en este artículo, se refiere exclu ­
sivam ente a las de tipo binario.
nológica nos ayudará a c o m p r e n d e r el potencia] liberador de
la nueva tecnología en toda la industria m anufactura.
H asta el advenimiento de la cibernética en la industria
autom otriz, la planta Ford requería alrededor de trescientos
obreros, servidos de una gran variedad de máquinas y h erra­
mientas, p ara convertir un bloque de mcLal en m o to r term i­
nado. E l proceso que va desde la colada de fundición hasta
el m otor arm ado consum ía m uchas horas-hom bre de trabajo.
Con el desarrollo de lo que com únm ente llamamos sistem a
«autom atizado», el tiempo necesario para transform ar la co­
lada en m otor se redujo a menos de quince m inutos. Al m ar­
gen de unos pocos técnicos, encargados de vigilar los table­
ros de control autom ático, la prim itiva plantilla de trescien­
tos trab ajad ores fue eliminada por com pleto. Luego se incor­
poró una com putadora al sistem a, convirtiéndoselo en un
auténtico sistem a cerrado, cibernético. La com putadora re­
gula todo el proceso, operando a base de una pulsión elce-
Iroñica cuyos ciclos son de tres décimas de millonésima de
segundo.
Pero tam bién este sistem a está obsoleto. «La próxim a ge­
neración de m áquinas com putadoras operará mil veces más
rápido: una pulsión en cada diez décim as de billonésim a de
segundo» observa Alice M ary Hilton. «Las velocidades de m i­
llonésimas y billonésimas de segundo no son realm ente inte­
ligibles para nuestras lim itadas m entes. Pero sin duda pode­
mos com prender que se ha multiplicado el rendim iento por
mil en sólo uno o dos años. Podem os disponer de mil veces
más inform ación en el m ism o lapso, o de la misma inform a­
ción en un lapso de tiem po mil veces m ás breve. ¡E l trabajo
que consum ía más de dieciséis horas podrá realizarse en un
m inuto! ¡Y sin intervención hum ana! ¡Un sistem a tal no sólo
puede con trolar una línea de arm ado sino un proceso com ­
pleto de m anufactura in d u strial!» (15).
No hay razón alguna para que los principios tecnológicos
básicos que supone la aplicación de la cibernética en la pro­
ducción de automóviles no puedan utilizarse en prácticam en­
te todas las áreas de la m anufactura m asiva: desde la indus­
tria m etalúrgica a la del procesam iento de alimentos, de la
industria electrón ica a la de los juguetes, de los puentes pre­
fabricados a las casas prernoldeadas. Muchas fases de la si­
derurgia, el equipamiento electrónico, la industria química,
han sido ya parcial o totalm ente autom atizadas. Lo que tien­
de a dem orar e! desarrollo de una autom ación total en cada
fase de la industria m oderna es el enorm e costo que supone
reem plazar las instalaciones industriales existentes por otras
nuevas y m ás sofisticadas, así com o el innato conservaduris­
mo de m uchas corporaciones de p rim era línea. Finalm ente,
com o ya he observado, todavía es m ás barato utilizar obreros
en lugar de máquinas, para m uchos sectores industriales.
Indudablemente, cada industria tiene sus propios proble­
m as específicos, y la aplicación de una tecnología que supri­
m iera el esfuerzo humano en una planta determ inada desen­
cadenaría una m ultitud de inconvenientes para los que habría
que b u scar soluciones en form a im periosa. En m uchas indus­
trias se haría necesario alterar la form a del producto y el
diseño de las plantas, para que el proceso de producción se
p restara a la autom ación. Pero deducir, por estos previsibles
problem as, que la aplicación de una tecnología plenamente
autom atizada a una industria específica es imposible sería tan
absurdo com o haber proclam ado, hace ochenta años, que el
vuelo era imposible porque la hélice de un avión experim en­
tal no giró con suficiente velocidad, o sus frágiles alas no
resistieron la fuerza del viento. Prácticam en te no hay indus­
tria que no pueda ser autom atizada, si accedem os a reestru c­
tu ra r el producto, la planta, los procedim ientos de la fabri­
cación y los m étodos de m anipulación. De hecho, las dificul
tades que, hoy día, nos plantea la descripción de cómo,
cuándo o dónele se autom atizará una industria determ inada,
no se deben a los problem as únicos y específicos que son
de esperar, sino a los inmensos saltos que la tecnología mo­
derna viene registrando en el térm ino de pocos años. Casi
Lodo planteam iento de autom ación aplicada debe considerar­
se, hoy, com o provisional: apenas uno acaba el proyecto de
una industria autom atizada cuando las innovaciones tecnoló­
gicas lo hacen obsoleto.
Sin em bargo, hay un área de la econom ía en la que cual
quier m ejora técnica es bienvenida: las tareas hum anas más
degradantes y em brutecedoras. Si es cierto que el nivel mo­
ral de una sociedad puede estim arse conform e al trato que
brinda a sus m ujeres, su sensibilidad hacia el sufrim iento hu
m ano ha de proporcionarse, también, a las condiciones de
trabajo que exhibe en las industrias de m ateria prim a, p arti­
cularm ente minas y canteras. En el inundo antiguo, la mine­
ría solía ser una form a de servidum bre penal, originariam en­
te reservada a los crim inales m ás endurecidos, los esclavos
más intratables y los más odiados prisioneros de guerra. La
mina realiza cotidianam ente la idea humana del infierno; es
un mundo inorgánico, lóbrego y cerrad o que exige puro es­
fuerzo físico.

El cam po y el bosque y los ríos y el océano son el


entorno de la vida: la mina es el medio exclusivo de
los m inerales, piedras y m etales (escribe Lewis Mum-
fo rd )... M ientras pica y socava los contenidos de la tie­
rra , el m inero no divisa la form a de las co sa s: lo que
ve es m ateria bruta y, hasta que arrib a a la veta busca­
da, sólo un obstáculo que él destroza, obcecado, y envía
a la superficie. Cuando el m inero ve form as sobre las
paredes de su caverna, al parpadear su candil, son sólo
m onstruosas distorsiones de su pico o su b razo : silue­
tas de te rro r. E l día ha sido abolido y roto el ritm o
n a tu ra l: fue aquí donde nació la producción continua,
uniendo día y noche. E l m inero debe tra b a ja r con luz
artificial aunque el sol brille fuera; también es artificial
la ventilación, el aire que respira, allá en las profundi­
d a d e s: todo un triunfo del «medio am biente m anufac­
turado» (16).

La abolición de la m inería com o esfera de la actividad


humana sim bolizaría, a su m anera, el triunfo de una tecnolo­
gía liberadora. El hecho de que podamos ya avizorar este
logro, aunque sólo fuera en este libro, constituye un presagio
de la abolición del esfuerzo físico que está im plícita en la
tecnología de nuestra era. E l prim er paso significativo en esta
dirección fue el continuous ininer, una gigantesca co rtad o ra
m ecánica con hojas de nueve pies que en un minuto produce
ocho toneladas de carbón en tajadas. Debido a esta m áquina
y a otras del m ismo tipo, el nivel de empleo en zonas m ineras
com o Virginia Oeste bajó a un tercio del que se registraba en
1948, al tiempo que se duplicaba, aproxim adam ente, la pro­
ductividad individual. Las minas de carbón, no obstante, aún
requerían la presencia de mineros para ubicar y operar las
máquinas. Las innovaciones tecnológicas más recientes, por
fin, substituyen a los operadores con aparatos de radar, eli­
minando por com pleto la figura del minero.
Con la incorporación de dispositivos sensoriales a la ma­
quinaria autom ática podríamos eliminar al trabajador no sólo
de las grandes minas que son necesarias para la economía
sino también de las form as de actividad agrícola creadas por
la industria m oderna. Aunque la conveniencia de industria­
lizar y m ecanizar la agricultura se me antoja altam ente dis­
cutible (volveré a este tema más adelante) el hecho es que,
si la sociedad así lo decidiera, podría autom atizar grandes
áreas de agricultura industrial, abarcando desde la recolec­
ción del algodón a la cosecha del arroz. Podríam os operar
casi todas las máquinas, desde una pala gigante en una mina
hasta una cosechadora de granos en las praderas, bien por
medio de aparatos sensoriales cibernéticos, bien por medio
de control rem oto con cám aras de televisión. El esfuerzo
necesario para operar estos aparatos y máquinas, a prudente
distancia, desde confortables oficinas, sería mínimo, supo­
niendo que aún se requiriera algún tipo de operador humano.
Es fácil imaginar un futuro, nada rem oto, en que una eco­
nomía racionalm ente organizada podrá proveer autom ática­
mente fábricas «envasadas», sin trabajo hum ano; las piezas
se producirían con tan poco esfuerzo que la m ayoría de las
tarcas de mantenimiento se reducirían al simple acto de re­
tirar la unidad defectuosa de una máquina para reem plazarla
por o tra : un trabajo no más difícil que poner y quitar cosas
de una bandeja. Las máquinas necesarias para el manteni­
miento de una economía tan industrializada serían fabri­
cadas y reparadas por otras máquinas. Una tecnología así
planteada, en función exclusiva de las necesidades hum anas
y liberada de toda preocupación por las pérdidas y ganan­
cias, eliminaría los dolores de la privación y el esfuerzo fí­
sico : el castigo que, bajo la form a de sufrimiento, negación
e inhumanidad nos inflige esta sociedad basada en el trabajo
y la escasez.
Las posibilidades determ inadas por una tecnología ciber­
nética no se limitarían a la m era satisfacción de las necesida­
des m ateriales. Tendríam os la libertad de solicitar a la má­
quina, la fábrica y la mina una custodia de la solidaridad
humana, una labor favorable a la creación de relaciones equi­
libradas con la naturaleza en el seno de una ecocomunidad
auténticam ente orgánica. ¿ E s ta nueva tecnología se basaría
en una división nacional del trabajo similar a la que existe
actualm ente? El estilo actual de organización industrial — de
hecho, una extensión de las form as creadas por la Revolución
In d u strial— tiende a la centralización, pero un sistem a de
adm inistración laboral basado en la fábrica corno unidad y
en la especificidad com unitaria avanzaría decididamente ha­
cia la supresión de esta tendencia.
¿ 0 tal vez la nueva tecnología no se presta a un sistema
de producción en pequeña escala, basado en las economías
regionales y estructurado físicam ente a escala hum ana? Este
tipo de organización industrial descarga todas las decisiones
económ icas en manos de la comunidad local. En la medida
en que la producción m aterial se descentraliza y localiza,
aflora una prim acía de la comunidad sobre las instituciones
nacionales, en caso de que estas instituciones supervivan. En
estas circunstancias, la asam blea popular de la comunidad
local, a base de una dem ocracia cara-a-cara, asume el pleno
gobierno de la vida social. La cuestión es si la sociedad futura
se organizará en torno a la tecnología o si esta últim a es ya
tan maleable que puede desarrollarse en función de la socie­
dad. Para responder a esta pregunta, liemos aún de anali­
zar ciertas características de la nueva tecnología.

La nueva tecnología y la escala humana

En 1950, J. Prespcr Eckei't, Jr., y John W. Mauchly, de la


Universidad de Pennsylvania, dieron a conocer la ENIAC,
prim era com putadora de régimen binario totalm ente conce­
bida conform e a principios electrónicos. Destinada a la solu­
ción de problemas balísticos, ENIAC necesitaba alrededor de
tres años de trabajo para diseñar y construir. E ra ésta una
com putadora enorme. Pesaba más de treinta toneladas, con­
tenía 18.000 tubos de vacío con medio millón do conexiones
(cuya soldadura consumió dos años y medio de esfuerzo a
E ck ert y MauchLy), una vasta red de resistencias y millas de
cables. La com putadora requería un gran acondicionador de
aire para enfriar sus componentes electrónicos. E ste disposi­
tivo solía descom ponerse o actu ar en forma desconcertante,
lo que suponía una gran pérdida de tiempo en reparaciones
y mantenim iento. Sin em bargo, de acuerdo con todas las pau­
tas anteriores del desarrollo de com putadoras, la ENIAC era
una m aravilla electrónica. Podía efectuar cinco mil operacio­
nes por segundo, generando pulsiones eléctricas a razón de
100.000 por segundo. Ninguna de las com putadoras m ecánicas
o electrom ecánicas que se usaban en aquel m omento podía
siquiera aproxim arse a este nivel de velocidad.
Unos veinte años después, la Computer Control Company
de Fram ingham , M assachusetts, presentaba la DDP-124 a la
venta pública. Es ésta una com putadora pequeña y com pac­
ta que tiene todo el aspecto de un receptor de radio AM de los
que se colocan sobre las mesillas. El aparato com pleto, in­
cluyendo una máquina dactilográñca y una unidad de memo­
ria, ocupa un escritorio de oficina de dimensiones medias. La
DDP-124 realiza más de 285.000 com putaciones por segundo.
Posee una auténtica m em oria con program ación alm acenada
que puede expandirse hasta retener unas 33.000 palabras (la
«m em oria» de la ENIAC, basada en clavijas eléctricas prefija­
das, carecía de la flexibilidad de las com putadoras actuales);
el ciclaje de pulsión es de 1.75 billones por segundo. La
DDP-124 no necesita instalaciones de aire acondicionado; es
com pletam ente confiable y trae muy pocos problem as de
m antenim iento. Su construcción representa una pequeña par­
te del costo que supuso la ENIAC.
La diferencia entre ENIAC y DDP-124 es de grado, y no
de calidad. Aparte de las unidades de m em oria, am bas com pu­
tadoras binarias operan conform e a los m ism os principios
electrónicos. Sin embargo, la ENIAC se constituía originaria­
m ente de elementos electrónicos tradicionales (tubos de va­
cío, resistencias, etc.) y miles de pies de cable; la DDP-124,
por su parte, se basa esencialmente en m icrocircuitos. Estos
m icrocircuitos son pequeñas unidades electrónicas que em­
paquetan el equivalente de los elementos electrónicos clave
de la ENIAC en cuadrados cuyos lados miden una fracción de
pulgada.
Paralelam ente a la m iniaturización de las partes de las
com putadoras, se aprecia una notable sofisticación en ciertas
lorm as tecnológicas tradicionales. Aparecen máquinas cada
vez más pequeñas que sustituyen a otras muy grandes. Por
ejemplo, hay una fascinante innovación en la reducción del
tamaño de la banda continua de los talleres de laminado de
acero. E stos últimos constituyen un tipo de instalación que
se cuenta entre las m ás grandes y costosas de la industria
moderna. Puede considerárseles com o una sola máquina, de
una m edia milla de largo, capaz de convertir una plancha de
acero de diez toneladas — seis pulgadas de grosor y cincuenta
de ancho — en una delgada cinta de metal laminado cuyo gro­
sor no superará a una décima o una duodécima parte de
pulgada. E sta sola instalación, incluyendo hornos, bobinado-
ras, rodillos, tarim as y el propio taller, puede co star decenas
de millones de dólares, cubriendo m ás de cincuenta acres.
Produce trescientas toneladas de acero por hora. Para una
explotación eficiente, este tipo de planta debe operar junto
a grandes baterías de hornos de coque y otras instalaciones.
Todo el com plejo puede cubrir varias millas cuadradas. Una
instalación siderúrgica de estas dimensiones está asociada
a cierta división nacional del trabajo, a fuentes altam ente
concentradas de m ateria prima (que generalm ente se encuen­
tran a considerable distancia del com plejo) y a grandes m er­
cados nacionales e internacionales. Aún cuando estuviera to­
talmente autom atizada, su funcionam iento y adm inistración
superarían por completo !a capacidad de una comunidad pe­
queña y descentralizada. El tipo de adm inistración requerido
en este caso tiende a favorecer las form as sociales centrali­
zadas.
Afortunadam ente, disponemos en la actualidad de una se­
rie de alternativas — que en muchos aspectos son más eficien­
t e s — para oponer al moderno com plejo siderúrgico. Podemos
reem plazar los altos hornos por una variedad de hornos eléc­
tricos que, en térm inos generales, son bastante reducidos y
producen excelente acero; no sólo trabajan con coque sino
también con an tracita, carbón y aun lignito. También pode­
mos recu rrir al proceso HyL, en el cual se utiliza gas natural
para convertir m inerales de alta graduación o concentrados
en acero esponjoso. 0 podemos inclinarnos por el sistem a de
Wilberg, que supone el uso de carbón, monóxido de carbono
e hidrógeno. En cualquier caso, reduciríam os la necesidad de
hornos de coque, altos hornos y demás procedim ientos simi­
lares.
Uno de los m ás im portantes progresos de cara a una
nueva dimensión de las plantas siderúrgicas a escala comuni­
taria se la llamada planta planetaria de T. Senzimir. E sta
instalación reduce el típico taller de laminado a una única
tarim a planetaria y una sección de pulimento. Las planchas
de acero caliente, de un grosor de dos pulgadas y cuarto, pa­
san a través de dos pequeños pares de rodillos calentados de
alimentación y un conjunto de rodillos de trabajo, m ontados
sobre dos jaulas circulares que también contienen dos rodi­
llos de retroceso. Al operar las jaulas y los rodillos de retro ­
ceso a distintas velocidades de rotación, los rodillos de tra­
bajo funcionan en dos direcciones. E sto perm ite una acción
muy violenta sobre la plancha de acero, que reduce su gro­
sor hasta sólo un décimo de pulgada. Lo de Senzimir es un
golpe de talento ingenieril; los diminutos rodillos de trabajo,
girando en las dos jaulas circulares, eliminan la necesidad de
las cuatro enorm es secciones de trabajo en bruto y las seis
secciones de term inación de los talleres clásicos de laminado.
El procesam iento de las planchas de acero caliente según
el sistem a Senzimir requiere un área de trabajo muy inferior
a la de las plantas de laminado. Con una fundición continua
podremos incluso producir láminas de acero sin recu rrir a
las planchas grandes y caras que se utilizan en la actualidad.
El com plejo siderúrgico del futuro, basado en fundición con­
tinua, hornos eléctricos, una planta planetaria y una pequeña
planta continua reductora de frío, requeriría sólo una frac­
ción de la superficie ocupada por las instalaciones convencio­
nales. Resultaría plenamente apta para satisfacer las necesi­
dades de acero de una comunidad de dimensiones m odera­
das, con bajas cantidades de combustible.
E l com plejo que acabo de describir no está planeado para
absorber las necesidades de un m ercado nacional. Por el
contrario, sólo se presta al sum inistro del acero necesario
para comunidades pequeñas o medianas o países industrial­
m ente no desarrollados. La m ayoría de los hornos para la
producción de hierro en lingotes fabrican de cien a doscien-
las cincuenta toneladas diarias, en tanto que los altos hornos
superan las trescientas al día. Una planta planetaria sólo pro­
duce unas cien toneladas de cinta de acero por hora, lo
cual equivale aproxim adam ente a una tercera parte de lo pro­
ducido por las plantas convencionales. Sin embargo, la propia
escala de nuestro hipotético complejo siderúrgico constituye
una de su características más atractivas. Además, el acero
producido por nuestro com plejo es m ás durable, de modo
que reduciría substancialm ente las necesidades de recam bio
de acero de la comunidad. Puesto que este com plejo más
pequeño requiere cantidades relativam ente pequeñas de mi­
neral, combustible y agentes reductores, m uchas com unida­
des podrían obtener suficiente m ateria prim a en las fuentes
locales, economizando de tal modo los recursos m ás concen­
trados de las fuentes de sum inistro m ás céntricas, reforzando
la independencia de la propia comunidad con respecto a la
econom ía centralizada tradicional y reduciendo los costes de
transporte. Lo que, a prim era vista, parece una costosa e
ineficaz duplicación de esfuerzos que podría evitarse ins­
talando un puñado de complejos siderúrgicos centralizados,
resultaría, a largo plazo, no sólo más eficiente sino más posi­
tivo en un contexto social.
La nueva tecnología ha producido, adem ás de elementos
electrónicos miniaturizados y m ercancías productivas más
reducidas, unas máquinas polifuncionales, de notable versa­
tilidad. Durante más de un siglo, la tendencia en el diseño
industrial apuntó insistentem ente hacia una especialización
tecnológica determ inada por m aquinarias de una sola fun­
ción, acentuando la aguda división del trabajo que observaban
Jos nuevos sistem as de fábrica. Las operaciones industriales
estaban totalm ente subordinadas al producto mismo. Con el
tiempo, este enfoque de estrecho pragm atism o «alejó a la
industria de la línea del desarrollo racional en Ja maquinaria
productiva», señalan E ric W. Leaver y John J. Brow n. «Ha
producido una especialización cada vez menos económ ica...
Las m áquinas especializadas en términos de un producto fi­
nal, deben ser desechadas cuando el producto deja de ser ne­
cesario. Sin em bargo, el trabajo que efectúa la máquina pro­
ductiva puede reducirse a una serie de funciones básicas
— m oldear, sostener, co rta r y d em ás— que, correctam ente
analizadas, pueden agruparse para su aplicación parcial en
los casos que fueran necesarios» (17).
En térm inos ideales, un barreno del tipo imaginado por
Leaver y Brown horadaría con idéntica aptitud orificios di­
minutos para sostener pequeños cables o grandes boquetes
para adm itir caños. Alguna vez se consideró que las máqui
ñas de tan amplia gama funcional eran económ icam ente pro­
hibitivas. A mediados de la década del 50, sin em bargo, se
diseñó y utilizó realm ente una cantidad de estas máquinas.
Por ejemplo, en 1954, un barreno horizontal fue construido
en Suiza por encargo de la Ford M otor Company para sil
planta River Rouge de Dearborn, Michigan. E ste barreno era
digno de la inventiva de Leaver y Brown. Equipado con cinco
calibradores m icroscópicos, perforaba agujeros más peque­
ños que el ojo de un aguja y más grandes que el puño de un
hombre. La precisión llegaba a la cliez-milésima de pulgada.
La im portancia de este tipo de máquinas de gran espectro
operacional es inestimable. Posibilitan la fabricación de una
gran variedad de productos en una planta única. Una com u­
nidad pequeña o mediana, utilizando máquinas multifuncio-
nales, podría satisfacer m uchas de sus necesidades industria­
les cuando su explotación es insuficiente. Disminuirían las
pérdidas por concepto de herram ientas en desuso y la nece­
sidad de plantas unifuncionales. La economía de la comuni­
dad resultaría m ás com pacta y versátil, más redondeada y
autosuficiente que la que hoy pueden exhibir las comunida­
des de los países industrialmente más avanzados. Se reduci­
ría enorm em ente el esfuerzo que supone la adaptación de
m aquinarias para productos nuevos. Estos trabajos de adap­
tación consistirían más bien en un redimensionamiento que
en una renovación de diseños. Finalmente, las máquinas mul-
tifuncionales con amplios espectros operacionales se presta­
rían con relativa facilidad a la automación. Los cambios re­
queridos para la incorporación de estas máquinas a un com ­
plejo industrial cibernético se referirían generalmente a la
program ación o a los circuitos, y no ya a la form a y estruc­
tura de las propias máquinas.
Por supuesto, las plantas unifuncionales continuarían exis­
tiendo, y se las utilizaría en la m anufactura masiva de una
gran variedad de bienes. Ahora mismo, muchas máquinas uni-
Funcionales, eminentemente autom áticas, podrían em plearse
con muy pocas modificaciones en comunidades descentraliza­
das. Las plantas de envase y embotellamiento, por ejemplo,
son instalaciones com pactas, autom áticas y altam ente racio­
nalizadas. Puede preverse la aparición de maquinarias auto­
m áticas más reducidas en la producción textil, el procesa­
miento químico y el ram o alimenticio. Un giro significativo
de la producción de vehículos, que pasaría de los autom óvi­
les, autobuses y camiones convencionales a nuevos vehículos
eléctricos im plicaría, sin duda, el surgimiento de instalacio­
nes industriales mucho más reducidas que las actuales plan­
tas autom otrices. Muchas de las instalaciones centralizadas
rem anentes podrían descentralizarse efectivamente recurrien­
do al método de hacerlas tan pequeñas como fuera posible
y repartiendo su servicio entre varias comunidades.
No sostengo que todas las actividades económ icas del
hombre puedan ser descentralizadas por com pleto, pero es
seguro que la m ayoría de ellas pueden redim ensionarse a es­
cala humana y com unitaria. Una cosa es indudable; podemos
desplazar el centro de poder económ ico, de la escala nacional
a la escala local, y de las form as b urocráticas centralizadas a
las asam bleas locales y populares. E sta transform ación su­
pone un cam bio revolucionario de vastas proporciones, pues
implica la creación de poderosos cim ientos económicos para
la soberanía y la autonom ía de la comunidad local.

E l uso ecológico de ¡a tecnología

He intentado exponer, hasta aquí, la posibilidad de elimi­


nar el esfuerzo físico, la inseguridad m aterial y el control
económ ico centralizado; aunque «utópicas», estas aspiracio­
nes son al menos tangibles. En este capítulo voy a referirm e
a un problem a que puede parecer eminentemente subjetivo,
pero que creo, sin em bargo, de im portancia insoslayable: la
necesidad de que la dependencia del hombre hacia el mundo
natural se integre como parte visible y viviente de su cultura.
En realidad, este problem a es privativo de las sociedades
altam ente urbanizadas e industrializadas. En casi todas las
culturas preindustriales, la relación del hom bre con su en­
torno natural estaba bien definida y santificada por todo el
peso de la tradición. Los cambios estacionales, las variaciones
en las precipitaciones, los ciclos vitales de las plantas y ani­
males de que dependían los hom bres para vestirse y alimen­
tarse, las características específicas de la zona ocupada por
la comunidad, todo esto era comprensible y fam iliar, evocan­
do en el hom bre una especie de tem or religioso, una cierta
unidad con la naturaleza. Cuando miramos hacia atrás, hacia
las prim eras civilizaciones del mundo occidental, pocas ve­
ces damos con evidencias de sistem as de tiranía social tan
impías com o para ignorar esta relación. Las invasiones bár­
baras y, más insidiosamente, el desarrollo de las civiliza­
ciones com erciales, pueden haber destruido la actitud reve­
rencial de las culturas agrarias hacia la naturaleza, pero el
desarrollo normal de los sistemas agrícolas — por m ás des­
piadada que fuera la explotación a que sometían a los hom­
b re s — rara vez produjo la destrucción del suelo natural.
Durante los períodos más opresivos de la historia de Egipto
y Mesopotamia, las clases dominantes m antuvieron los di­
ques de riego en buen estado y trataro n de prom over el de­
sarrollo de métodos racionales para el cultivo de com esti­
bles. H asta los antiguos griegos herederos de un terreno es­
trecho m ontañoso, cubierto de bosques, que sufría una agu­
da erosión, m ejoraron astutam ente gran parte de sus tierras
arables, por medio de la horticultura y la viticultura. El
entorno natural no sufrió el saqueo sin compasión que hoy
conocem os hasta el advenimiento de los sistem as agrícolas
com erciales y las sociedades altam ente urbanizadas. Algunos
de los más graves atentados contra el suelo, en el mundo
antiguo, fueron perpetrados por las gigantescas granjas co­
m erciales, operadas por esclavos, del Norte de África y la
península italiana.
En los tiempos actuales, el desarrollo tecnológico y el
crecim iento de las ciudades han llevado a la alienación del
hombre con respecto a la naturaleza a su punto crítico.
E l hom bre occidental se encuentra confinado en un entorno
urbano casi totalm ente sintético, físicam ente distanciado de
la tierra, y sostiene con el mundo natural una relación media­
da por las máquinas. No está familiarizado con la form a en
que se produce la m ayoría de sus bienes, y sus alimentos
guardan escaso parecido con los animales y plantas de que
derivan. Em butido como está en un medio urbano esterili­
zado (casi institucional en form a y apariencia) al hombre mo­
derno se le niega hasta la condición de espectador en los
sistem as agrarios e industriales que satisfacen sus necesida­
des. Es un consum idor puro, un receptáculo inexpresivo. Tal
vez sería injusto decir que no tiene respeto por el medio na­
tural; el hecho es que sabe poco sobre lo que significa la eco­
logía o sobre lo que necesita su entorno natural para conser­
var el equilibrio.
Debemos restau rar el equilibrio entre el hombre y la na­
turaleza. He tratado de dem ostrar en o tra parte que, a menos
que establezcam os algún tipo de reciprocidad entre el hom­
bre y la naturaleza, la propia existencia de la especie hum a­
na estará en grave peligro.* Me propongo exponer, a conti­
nuación, el modo en que la nueva tecnología puede ser utili­
zada ecológicam ente para reanim ar en el hombre un sentido
de dependencia hacia la naturaleza; trataré de dem ostrar có­
mo, reintegrando el mundo natural a la experiencia del hom­
bre, podemos contribuir al logro de la totalidad humana.
Los utopistas clásicos com prendieron plenamente que el
prim er paso hacia la totalidad debía consistir en la supresión
de la contradicción entre la ciudad y el campo. «E s imposible
— escribió Fourier hace aproxim adam ente un siglo y me­
d io — organizar una asociación regular y bien equilibrada sin
poner en juego las tareas del campo, o al menos los jardines,
huertos, m anadas, rebaños, gallineros: una gran variedad de
especies animales y vegetales.» Alarmado por los efectos so­
ciales de la Revolución Industrial, acotaba F o u rier: «Este
principio es ignorado en Inglaterra, donde se experim enta
con el artesanado, con el trabajo m anufacturero que, por sí
solo, no basta para sostener la unión social» (18).
Aconsejar que el m orador de las ciudades vuelva a disfru­
tar de «las tareas del cam po» sonaría a chiste fúnebre. Una
restauración de la agricultura cam pesina que predominaba
en tiempos de Fourier no sería posible ni deseable. Charles
Gide estaba en lo cierto, sin duda, cuando observaba que

* V er "E co lo g ía y pensam iento revolucionario’'


los trabajos agrícolas «no son necesariam ente m ás atractivos
que las faenas industriales; siempre se ha considerado a la
labranza... com o el tipo doloroso de esfuerzo físico, el traba­
jo que se hace con el sudor de nuestra frente» (19). Fourier
no lograba rebatir esta objeción sugiriendo que sus huestes
sólo cultivarían frutos y legumbres, en lugar de granos. Si
nuestra concepción no fuera más allá de las técnicas conoci­
das de adm inistración agraria, la única alternativa a la agri­
cultura cam pesina sería una modalidad altam ente especializa­
da y centralizada de explotación de granjas, de métodos pa­
ralelos a los que hoy en día utiliza la industria. Lejos de
lograr el equilibrio entre el campo y la ciudad, nos encontra­
ríam os con que el entorno sintético acabaría por asim ilar to­
talmente al mundo natural.
Si aceptam os que la comunidad y la tierra deben ser físi­
cam ente reintegradas, que la comunidad debe existir dentro
del contexto agrícola que pone en evidencia la dependencia
del hom bre hacia la naturaleza, nuestro problema radicará en
cóm o obtener esta transform ación sin obligar a la comunidad
a realizar un «esfuerzo físico doloroso». Para ab rev iar: ¿Es
posible, y cómo, p racticar a escala humana la agricultura, la
actividad granjera y un cultivo de com estibles en form a eco
lógica, sin sacrificar la m ecanización?
Algunos de los más prom etedores progresos tecnológicos
que la agricultura ha registrado después de la Segunda Gue­
rra Mundial son tan aplicables a las formas ecológicas de ac­
tividad agrícola en pequeña escala como a las unidades co­
m erciales inmensas, de tipo industrial, que han predominado
a lo largo de las últim as décadas. Consideremos un caso espe­
cífico. Los nuevos sistem as de alimentación de animales ex­
presan un principio cardinal de la mecanización racional de
las g ran jas: el despliegue de máquinas y aparatos convencio­
nales para suprim ir las faenas m ás arduas del campo. Unien­
do una serie de silos por medio de un conducto, diferentes
tipos de nutrición pueden ser mezclados y transportados a
los corrales con solo ap retar algunos botones. E ste trabajo,
que podría requerir el esfuerzo de cinco o seis hom bres, afa­
nándose durante media jornada con sus horcas y cubos, pue­
de ahora ser realizado por un solo hom bre en pocos minutos.
E ste tipo de mecanización es intrínsecam ente n e u tra : tanto
sirve para alim entar gigantescos rebaños com o unos pocos
cientos de cabezas de ganado; los silos pueden contener ali­
mentos naturales o sintéticos y horm onales; pueden n utrir a
pequeñas granjas con distintas especies animales o a gran­
des ranchos dedicados a la producción de bistec en gran es­
cala, o bien a granjas lecheras de cualquier tam año. En po­
cas palabras, que este sistem a tanto puede instalarse al ser­
vicio de la más abusiva de las explotaciones com erciales co­
mo perm itir la aplicación más sensible de los principios eco­
lógicos.
E sto también vale para las m aquinarias de granja que
han aparecido en los años recientes, simples modificaciones,
en m uchos casos, de herram ientas ya existentes, para obtener
mayor versatilidad. El tra c to r moderno, por ejemplo, delata
una sublime ingenuidad m ecánica. Los modelos de tipo ja r­
dinero pueden servir, con extraordinaria flexibilidad, para
una gran variedad de funciones; son ligeros y extrem adam en­
te m anejables, y capaces de seguir el contorno del terreno
más severo sin dañarlo. Los grandes tractores, especialm ente
los que se utilizan en zonas de clim a cálido, suelen tener ca­
binas con aire acondicionado; además del equipamiento de
tracción, pueden incluir instalaciones suplem entarias para
cavar pozos, recoger cosechas e incluso unidades de energía
para elevadores de granos. Se han perfeccionado arados para
atender a todas las contingencias de la labranza. Los modelos
más avanzados vienen incluso con regulación hidráulica, para
subir o b ajar de acuerdo al tendido del terreno. Se dispone
de sem bradoras m ecánicas para prácticam ente todos los ti­
pos de semillas. «Labranza mínima» es lo que ofrecen las
máquinas que descargan simiente, fertilizante y — ¡ por su­
p u e s to !— pesticida en form a simultánea, técnica ésta que
reúne varias operaciones diferentes en una sola, reduciendo
el aplastam iento del suelo que a menudo ocasiona el uso re­
petido de m aquinaria pesada.
La variedad de las cosechadoras m ecánicas llega a propor­
ciones alucinantes. Se las encuentra para muchos tipos dife­
rentes de vides, frutos, legumbres, espigas y granos. Los es­
tablos, los graneros, los corrales de alim entación y los siste­
mas de alm acenam iento han sido totalm ente revolucionados
por las cintas transportadoras, la recolección autom ática de
abono, los m ecanism os de control clim ático, ctc. Las cose­
chas son descortezadas, lavadas y contadas m ecánicam ente,
preservadas en frío o en botes de lata, empaquetadas y agru­
padas. La construcción de cunetas de irrigación de concreto
se ha convertido en una simple operación m ecánica de la que
dan rápida cuenta dos máquinas excavadoras. Las zonas de­
fectuosas en desagüe o subsuelo m ejoran bajo la acción de
equipos que remueven la tierra y la labran en profundidad.
Aunque gran parte de la investigación agrícola se dedica
al desarrollo de nocivos agentes químicos y cultivos de du­
doso poder nutritivo, ha habido extraordinarios progresos en
el m ejoram iento genético de las plantas alimenticias. Muchas
variedades nuevas de granos y legumbres son resistentes a
los insectos depredadores, a las enfermedades de las plantas
y al frío. E n muchos casos, estas variedades presentan decidi­
das m ejoras sobre los ancestrales tipos naturales, y han ser­
vido p ara incorporar grandes áreas de tierra antes inservible
al total de la superficie cultivada.
Hagam os ahora una pausa para determ inar cóm o podría
integrarse nuestra comunidad libre con su entorno natural.
Suponemos que la comunidad le habrá establecido luego de
un cuidadoso estudio de su ecología n a tu ra l: sus recursos
de agua y aire, su clima, sus formaciones geológicas, su ma­
teria prim a, su suelo, su flora y fauna naturales. La comuni­
dad adm inistra sus tierras conform e a principios ecológicos,
de modo que se mantiene el equilibrio entre el medio am ­
biente y sus pobladores humanos. Industrialm ente globali-
zada, la comunidad form a una unidad diferenciada en una
m atriz natural; presenta un equilibrio social y estético con el
área que ocupa.
La comunidad posee una agricultura altamente mecaniza­
da, pero también la m ayor variedad posible en m ateria de
cosecha, animales y m aderas. Se promueve la diversificación
de flora y fauna, para controlar las plagas y em bellecer el
territorio. Sólo se practica la agricultura en gran escala don­
de no entra en conflcto con la ecología de la región. Debido
al ca rá cte r generalmente m ixto del cultivo de com estibles, la
agricultura está en manos de pequeñas granjas, separadas en­
tre sí por hileras de ái-boles o arbustos, prados y dehesas.
E n tierras m ontañosas o serranías pedregosas, las abruptas
pendientes se cubren de árboles que evitan la erosión y con­
servan la humedad del suelo. Se estudia cuidadosam ente el
terreno en cada acre, destinándoselo exclusivam ente a los
cultivos que le son favorables. Se hacen todos los esfuerzos
para m ezclar el cam po y la ciudad sin sacrificar la contribu­
ción específica que cada uno puede ofrecer a la experiencia
humana. La región ecológica establece los límites vivos de
orden social, cultural y biótico de la comunidad o de las di­
versas com unidades que la com parten. Cada com unidad con­
tiene num erosos jardines de flores y legumbres, bellas arbo­
ledas, parques y aun ríos y estanques donde abundan los pe­
ces y aves acuáticas. El cam po, que brinda los alimentos y
m aterias prim as, no sólo constituye la zona aledaña inmedia­
ta a la comunidad ■ — accesible para todos en una co rta cam i­
nata — sino que la invade. Aunque la ciudad y el cam po con­
servan su identidad, y la singularidad de cada uno es valora­
da y protegida, la naturaleza aparece por doquier en la ciu­
dad, m ientras que esta últim a parece haber acariciado a:
aquélla, dejándole una huella suave, humana.
Creo que una comunidad libre debe considerar a la agri­
cultura como horticultura, una actividad tan placentera y ex­
presiva como la artesanía. Aliviados de toda fatiga por las
maquinarias agrícolas, los com unitarios abordarán la agricul­
tura con el m ismo ánimo creativo y plácido que suelen poner
los hom bres en la jardinería. La agricultura se convertirá en
una p arte viviente de la sociedad humana, una fuente de ac­
tividad física agradable y, en virtud de sus exigencias eco­
lógicas un com prom iso intelectual, científico y artístico. Los
com unitarios se m ezclarán con el mundo de la vida, que los
rodea, tan orgánicam ente como la comunidad se integra con
su región. R ecobrarán la sensación de unidad con la natura­
leza que existía en los hombres primitivos. La naturaleza y
las modalidades de pensamiento orgánico que en ella se apo­
yan devendrán parte orgánica de la cultura humana; esto
quedará patentizado en el nuevo y fresco espíritu que domi­
nará la pintura, la literatura, la filosofía, la danza, la arqui­
tectura, la decoración de interiores y los propios adem anes y
actividades cotidianos. Un nuevo animismo em papará la cul­
tura y la psique humana. Aunque jam ás explotada, la región
será utilizada hasta el m áxim o de sus posibilidades. La com u­
nidad hará todos los esfuerzos necesarios para satisfacer sus
exigencias en un contexto local: las fuentes energéticas regio­
nales, los minerales, la m adera, el suelo, el agua, los animales
y plantas del lugar, en la forma más racional y humana po­
sible y sin violar los principios ecológicos. En este sentido
podemos predecir que la comunidad empleará nuevas téc­
nicas que aún están en vías de desarrollo, m uchas de las cu a
les se prestan magníficamente a una econom ía de tipo regio
nal. Me refiero a métodos para la extracción de recursos di
luidos o diseminados en la tierra, el agua y el aire; a la ener­
gía solar, eólica, hidroeléctrica y geotérm ica; al uso de bom
bas de calor, combustibles vegetales, estanques solares,
transform adores term oeléctricos y, eventualmentc, reaccio­
nes term onucleares controladas.
E xiste un tipo de arqueología industrial que revela, en
m uchas áreas, evidencias de actividades económ icas alguna
vez florecientes y luego abandonados por nuestros predece­
sores. En el Valle del Hudson, en el Valle del Rhin, en los
Apalaches y los Pirineos, hallamos vestigios de minas y ta­
lleres m etalúrgicos que en su tiempo exhibían un alto desa­
rrollo, así com o restos fragm entarios de industrias locales,
cimientos de granjas abandonadas hace mucho tiem po: to­
dos estos indicios apuntan hacia comunidades florecientes
que se basaban en m aterias prim as y recursos locales. Estas
comunidades debieron su decadencia al hecho de que sus
productos fueron desplazados por las industrias nacionales
de escala m ayor, basadas en técnicas de producción masiva
y en fuentes concentradas de m ateria prima. A menudo,
aquellos viejos recursos aún están a disposición de cada una
de las localidades que quieran utilizarlos; «sin valor» en
una sociedad altam ente urbanizada, resultan eminentemente
funcionales para comunidades descentralizadas y allí están,
esperando la aplicación de técnicas industriales adaptadas a
la producción en pequeña escala. Si efectuáram os un cuida­
doso inventario de los recursos disponibles en m uchas zonas
despobladas del planeta, es probable que la posibilidad de
que las comunidades satisfacieran m uchas de sus necesida­
des m ateriales en un contexto local nos pareciera mucho
m ayor de lo que sospechamos.
La tecnología, en su continuo desarrollo, tiende a expandir
las posibilidades locales. Tomemos por caso los recursos
aparentem ente inferiores y de dificultosa explotación que,
gracias a los progresos técnicos, comienzan a ser útiles. A lo
largo de los últimos años del siglo diecinueve y los prim eros
del siglo veinte, la planicie de Mcsabi, en Minnesota, suminis­
tró m inerales de extraordinaria riqueza a la industria side­
rúrgica am ericana, promoviendo una rápida expansión de la
producción de bienes m etálicos de uso dom éstico. Al declinar
estas reservas, el país se vio ante el problem a de la e xtrac­
ción de la taconita, mineral de baja graduación que contiene
un cuarenta por ciento de hierro. La minería convencional re­
sulta virtualm ente imposible; un barreno común tarda una
liora en carcom er sólo un pie de taconita. Sin em bargo, la
extracción de este mineral se ha vuelto posible en fecha re ­
ciente; se ha ideado un taladro de llama que atraviesa el
mineral a razón de veinte o treinta pies por hora. Una vez
que la llama ha horadado el mineral, éste es procesado pol­
los altos hornos de la industria siderúrgica m ediante opera­
ciones recientem ente perfeccionadas de pulverizado, sepa­
ración y aglomeración.
Pronto podrem os extraer m ateriales altam ente diluidos en
la tierra, en una amplia variedad de desechos gaseosos y en
el m ar. Algunos de nuestros m etales más valiosos son, en
realidad, bastante com unes, sólo que existen en cantidades
y form as vestigiales o desperdigadas. Apenas no existe un
trozo de terreno o de simple roca que no contenga huellas de
oro, proporciones algo mayores de uranio y otras aún más
considerables de elementos de utilidad industrial com o el
magnesio, el zinc, el cobre y el sulfuro. Alrededor del cinco
por ciento de la corteza terrestre es hierro. ¿Cómo extraer
estos recursos? El problema ha sido resuelto, al menos en
principio, por las técnicas analíticas que los químicos em­
plean para d electar la presencia de estos elementos. Como
señala el químico Jacob Rosin, si un elemento puede ser de­
tectado en el laboratorio, hay motivos para suponer que pue­
de extraérselo en escala industrial.
Durante más de medio siglo, la m ayor parte del nitrógeno
com ercial del mundo ha sido extraído de la atm ósfera. El
magnesio, la soda cáustica, el cloruro y el brom uro se deri­
van del agua de m ar, el sulfuro del sulfato de calcio y los
desechos industriales. Grandes cantidades de hidrógeno in­
dustrial podrían obtenerse com o subproductos de la electró­
lisis de la salm uera, pero norm alm ente son quemadas o li­
beradas en la atm ósfera por las plantas productoras de clo­
ruro. Podrían rescatarse del humo enormes cantidades de
carbón, que luego se utilizaría en la industria (es relativa­
mente raro en la naturaleza) pero en la actualidad se disipa
en la atm ósfera, junto a otros com puestos gaseosos.
El problem a que preocupa a los químicos industriales, en
cuanto a la extracción de elementos valiosos del m ar o de la
roca ordinaria, reside en el costo de la energía. Existen dos
métodos — el intercam bio iónico y la crom atografía-—■ que,
perfeccionados para una aplicación industrial, podrían servir
para seleccionar o separar las sustancias deseadas de las so­
luciones en que se encuentran, pero el monto de energía que
requieren estos métodos resultaría muy caro en térm inos de
riqueza real. A menos que se presente una innovación ines­
perada en las técnicas extractivas, hay pocas probabilidades
de que las fuentes energéticas convencionales — combusli
bles fósiles como el carbón y el petróleo — puedan utilizarse
p ara resolver el problema.
No es que no falte la energía p er se, sino que sólo esta
mus aprendiendo a utilizar algunas fuentes cuya disponibili
dad es casi ilimitada. La energía total que, en concepto de
radiaciones solares, baña la superficie terrestre, ha sido esli­
mada en más de tres mil veces el consumo anual de energía
de la humanidad actual. Aunque parte de esta energía se con
vierte en viento, o nutre a los vegetales a través de la fotosín
tesis, queda una asom brosa cantidad disponible para otros
usos. E l problem a consiste en recogerla para satisfacer parle
de nuestras necesidades. Si la energía solar pudiera servir
para la calefacción de viviendas, por ejemplo, quedaría libre
del veinte al treinta por ciento de los recursos energéticos
convencionales que empleamos norm alm ente. Si pudiéramos
alm acenar energía solar para alim entar totalm ente, a casi,
los servicios de agua caliente, fundiciones y fuerza eléctrica,
nuestras necesidades de combustibles fósiles serían relativa
m ente pequeñas. Para casi todas estas funciones ya han sido
diseñados aparatos de energía solar. Podemos cocinar, lu í
vil- agua, fundir metales, producir electricidad y calentar e.i
sas con m ecanism os basados exclusivam ente en la energía
del sol, pero esto no funciona con idéntica eficiencia en todas
las latitudes terrestres, y aún existe una cantidad de proble­
m as técnicos que sólo se resolverán tras intensivos progra­
m as de investigación.
En el m om ento en que escribo estas líneas, se han cons­
truido unas pocas casas con calefacción solar. En los E sta ­
dos Unidos, las más conocidas son las construcciones expe­
rim entales MIT de M assachusetts, la casa Lof en Denver.y los
hogares Thomason de Washington, D. C. Thomason parece
haber logrado uno de los sistem as más p rá c tic o s : el costo de
com bustible de su casa de calefacción solar apenas llega a los
5 dólares anuales. El calor del sol, en la casa de Thomason,
es recogido en el techo y transferido por agua circulante a
un tanque de alm acenaje, en los sótanos. El agua, por o tra
parte, también puede servir para refrigerar la casa y como
provisión de em ergencia para beber, amén de otros usos. El
sistem a es simple y bastante barato. Ubicadas en Washing­
ton, cerca del paralelo cuarenta de latitud, las casas Thom a­
son están sobre el límite del «cinturón solar», que ab arca
las latitudes entre cero y cuarenta, al n orte y al sur del E cu a­
dor. E sta fran ja es el área geográfica en que los rayos del
sol pueden utilizarse efectivam ente con fines energéticos, tan­
to industriales com o dom ésticos. Con una calefacción solar
adecuada, Thomason recu rre a una pequeñísima cantidad de
combustible convencional suplem entario para la calefacción
de sus casas de W ashington.
En áreas más frías, hay dos criterios posibles para enca­
rar la calefacción so lar: los sistem as de calefacción podrían
ser m ás elaborados, lo que reduciría el consum o de com bus­
tibles convencionales hasta niveles aproxim ados a los de las
casas Thomason; o podría recu rrirse a simples sistem as de
com bustible convencional para satisfacer del diez al cincuen­
ta por ciento de las necesidades de calor. Como observa Hans
Thirring, atento a los costos y esfuerzos:

«La definitiva ventaja del calor solar reside en el he­


cho de que no implica costos periódicos de consumo,
excepto las facturas de electricidad debidas a los venti­
ladores, lo que es poco dinero. De modo, pues, que una
sola inversión en el mom ento de la instalación inicial
paga los costos de calefación para toda la vida de la
casa. Además, el sistema funciona autom áticam ente y
sin humo ni hollín, suprimiendo una cantidad de pro­
blemas de recam bio de com bustible, limpieza, rep ara­
ciones, etc, La incorporación del calor solar al siste­
ma energético de un país ayuda a increm entar la rique­
za nacional, y, si todas las casas ubicadas en áreas geo­
gráficamente favorables fueran equipadas con servicios
de calefacción solar, el ahorro de divisas en com busti­
bles convencionales ascendería a millones de libras. La
obra de Telkes, Hottel, Lof Bliss y otros científicos que
están allanando el camino hacia la calefacción solar
es, en verdad, digna de pioneros, y en el futuro próxi­
mo apreciarem os más claram ente su pleno significa­
do» (20).

Las aplicaciones más difundidas de los aparatos de ener­


gía solar corresponden al campo de la cocina y el agua ca­
liente. Muchos miles de estufas solares se utilizan en los paí­
ses subdesarrollados, en Japón y en las latitudes cálidas de
los Estados Unidos. Un calentador solar es un simple reflec­
tor con form a de sombrilla, equipado con una parrilla donde
puede asarse carne o hervir agua en quince minutos, si el
sol está fuerte. Este artefacto es seguro, portátil y lim pio:
no se precisa combustible ni cerillas, ni produce humos mo­
lestos. Un horno solar portátil perm ite obtener tem peratu­
ras de hasta cuatrocientos cincuenta grados y es aún más
com pacto y de manejo más fácil que el interior Los calenta­
dores solares de agua son am pliamente utilizados en casas
privadas, edificios de apartam entos, lavanderías y piscinas.
Unas veinticinco mil unidades de este tipo están en uso en
Florida y, poco a poco, se están imponiendo también en Cali­
fornia.
Algunos de los más sugestivos progresos en el uso de la
energía solar han aparecido en la industria, aunque la m a­
yoría de estas aplicaciones son marginales, en el m ejor de
los casos, y de naturaleza fundamentalmente experimental.
La más simple es el horno solar. Usualmente, el colector no
es m ás que un gran espejo parabólico, o, más bien, un enor­
me conjunto de espejos parabólicos montados en un edifi­
cio. Un heliostato — esto es, un espejo más pequeño, m onta­
do horizontalm ente, que sigue el movimiento del so l —- refle­
ja los rayos hacia el colector. Varios cientos de e sto s hornos
se encuentran ya en funcionamiento. Uno de los más; grandes,
el del Dr. Félix Trombe en Mont Louis, desarrolla sesenta y
cinco kilowatios de potencia eléctrica y sirve principalm ente
para la investigación de altas tem peraturas. Puesto que los
rayos del sol no contienen impureza alguna, el h o rn o es ca­
paz de fundir cien libras de m etal sin la contam inación que
producen las técnicas convencionales. Un horno s o la r cons­
truido por el U.S. Q uarterm aster Corps en N attick, M assachu-
setts, desarrolla cinco mil grados centígrados, tem p eratu ra
suficiente para fundir en doble T ( I-beans) de acero .
Los hornos solares tienen muchas lim itaciones, pero no
insuperables. Su eficacia puede disminuir apreciablem enle
por causa de la brum a, la neblina y el polvillo atm osférico;
también puede o cu rrir que fuertes ráfagas de viento despla­
cen el equipo, descalibrando el ángulo de incidencia de los
rayos del sol. Se está intentando resolver algunos de estos
problemas por medio de Lejados corredizos, m ateriales de co­
bertura de los espejos y emplazamientos firmes y p ro tecto ­
res. Por otro lado, los hornos solares son limpios, funcionan
a la perfección cuando se los mantiene en buen estado y
pueden producir m etales de una pureza imposible para los
hornos convencionales que se utilizan en la actualidad.
Otro prom etedor cam po de investigaciones lo com ponen
los intentos actuales de convertir la energía solar en electri­
cidad. Teóricam ente, un área aproxim ada de 91 cm 2, en posi
ción perpendicular a los rayos del sol, recibe energía equi­
valente a un kilowatio. «Considerando que en las zonas ári­
das del mundo muchos millones de m etros cuadrados de te­
rreno desértico están disponibles para la produción de ener­
gía — observa T h irring— se deduce que, utilizando sólo el
uno por ciento del área disponible para plantas solares, al­
canzaríam os una capacidad muy superior al total de la ca ­
pacidad instala en las plantas energéticas del mundo entero,
incluyendo las hidroeléctricas y las de combustible» (21). Las
consideraciones financieras han inhibido la puesta en p rác­
tica de las ideas de Thirring, que por o tra parte chocan con
factores de m ercado (no hay grandes demandas de energía
en las zonas tórridas y subdesarrolladas del mundo en que
podría llevarse a cabo este proyecto) y, esencialmente, con
el profundo conservadurismo de los especialistas en m ateria
energética. La investigación ha puesto el énfasis en el desa
rrollo de las baterías solares, fruto de los trabajos para el
«program a espacial».
Las baterías solares se basan en el efecto term oeléctrico.
Por ejem plo: si unimos en un anillo dos cintas de antimonio
y bismuto, al aplicar calor en una junta se produce electrici­
dad. La investigación en el cam po de las baterías solares de
la últim a década fructificó en aparatos cuya eficiencia de con­
versión de energía asciende al quince por ciento, lo que po­
dría aum entarse a un veinte o veinticinco en un futuro no
demasiado lejano.* Agrupadas en grandes paneles, las bate­
rías solares han servido para abastecer automóviles eléctri­
cos, barcas pequeñas, líneas telefónicas, radios, fonógrafos,
relojes, máquinas de coser y otros aparatos. Es previsible
que el costo de la producción de baterías solares disminuya
hasta el punto de que absorban el abastecim iento eléctrico de
casas e, incluso, de pequeñas instalaciones industriales.
Finalm ente, la energía del sol puede ser utilizada en otra
f o rm a : alm acenando calor en una m asa de agua. Desde hace
algún tiempo, los ingenieros estudian posibles métodos de
aprovecham iento de las diferencias de tem peratura que pro­
duce el calor del sol en el m ar, para la producción de ener­
gía eléctrica. Teóricam ente, un estanque solar de un kilóme­
tro cuadrado podría generar trein ta millones anuales de ki-
low atios-hora: esto es, aproxim adam ente, lo que produce una
planta convencional de tam año considerable, funcionando
durante más de doce horas diarias, todos los días del año.
La fuerza, señala Henry Tabor, se adquiriría sin gastos de
combustible, «tan sólo con ese estanque expuesto al sol» (22).
Puede extraerse el calor desde el fondo del estanque, tran s­
portando el agua caliente a una convertidora de calor y luego
devolviéndola al estanque. En zonas cálidas, la aplicación de
este método sobre diez mil millas cuadradas brindaría suíi-

S: P ara dar una pauta com parativa. l;i elid en cía del m otor de gasolina se estima
en un once por ciento.
cíente electricidad para satisfacer las necesidades de cuatro­
cientos millones de personas...
Las m areas oceánicas son también un recurso inexplotado
al que podríamos acudir en busca de energía eléctrica. Po­
dríamos recoger las aguas del océano en un receptáculo na­
tural, digamos la desem bocadura de un río, o una bahía, du­
rante la m area alta, liberándola luego a través de turbinas
durante la m area baja. Existe una cantidad de lugares donde
las m areas son suficientemente altas para producir grandes
cantidades de energía eléctrica. Los franceses ya han cons­
truido una inmensa instalación de este tipo cerca de la de­
sem bocadura del río Ranee en St. Malo, con una fuerza pre­
vista de 544 kilowatios-hora al año. También proyectan cons­
truir una de estas presas en la bahía de Mont-Saint-Mi-
chel. E n Inglaterra existen condiciones muy propicias para
una presa de m areas en la confluencia de los ríos Severn y
Wie. La instalación de una planta en este lugar brindaría
tanta energía eléctrica como la que producen al año un mi­
llón de toneladas ele carbón. También hay un sitio magnífico
para el aprovecham iento energético de m areas en la bahía
de Passamaquodcíy, sobre el límite entre los estados de Maine
y New Brunswick, así como en el golfo de Mezen, área cos­
tera rusa sobre el Ártico. Argentina planea construir una
presa de este tipo, atravesando el estuario de!, río Deseado,
cerca de Puerto Deseado, en la costa atlántica. Muchas otras
zonas costeras podrían ser utilizadas para extraer fuerza eléc­
trica del movimiento de las m areas, pero a excepción de
F ran cia ningún país ha comenzado a trab ajar efectivamente
en este sentido.
Podríam os utilizar las diferencias de tem peratura en el
m ar o en la tierra para generar energía eléctrica en aprecia-
bles cantidades. Las diferencias térm icas de hasta diecisiete
grados centígrados son comunes en las capas superficiales de
los m ares del trópico; en las costas de Siberia, durante el
invierno, se registran diferencias de hasta treinta grados de
tem peratu ra entre el agua que está debajo de la costina de
hielo y el aire. E l interior de la tierra se torna más cálido
a medida que descendemos, presentando m arcadas diferen­
cias de tem peratura con la superficie. Podrían utilizarse bom­
bas de calor para aprovechar .estas diferencias con fines in­
dustriales o dom ésticos, por ejemplo para la calefacción <l<
casas. La bomba de calor funciona com o un refrigerador un
cánico; un refrigerante en circulación recoge el calor di- mi
medio, lo disipa y regresa para repetir el proceso. Duram.
los meses de invierno, las bombas, por medio de la circuí.<
ción de un refrigerante en una cisterna de superficie, podrí.m
absorber el calor subterráneo, liberándolo dentro de la caví
Durante el verano podría invertirse el proceso: el calor u
cogido en la casa se disiparía en la tierra. Las bombas m>
requieren costosas chimeneas, no contaminan la atm ósfera \
eliminan las molestias de atizar el fuego y re tira r las cení
zas. Si pudiésemos obtener electricidad, o calor directo, til­
la fuente solar, el viento o las diferencias térm icas, el sislem.i
de calefacción de una casa o fábrica se autoabastecería total
m ente; no m erm aría las valiosas reservas de hidrocarburo-,
ni precisaría de fuentes externas de abastecimiento.
También podrían utilizarse los vientos para proveer em-i
gía eléctrica a muchas zonas del mundo. Cerca de una cna
dragésima parte de la energía solar que llega a la superficie-
de la tierra se convierte en viento. Aunque buena parte se con
sume en la propia generación de la corriente de aire, pucil<
recogerse aún, a pocos cientos de m etros sobre el vuelo, una
gran cantidad de energía cólica. Un informe de las Naeioin-1.
Unidas, recurriendo a términos monetarios para calibrar la-,
posibilidades de la energía cólica, afirma que, en muchas zn
ñas, plantas de este tipo podrían producir electricidad a un
costo global aproxim ado a! de la energía que comercializan
los sistem as convencionales. Ya han sido utilizados con éxito
algunos generadores a viento. El famoso generador de viento
de 1.250 kilowatios, instalado en Granpa’s Knob, cerca de
Rutland, Vermonl, suministró corriente alternada a las línea-,
de la Central Vermonl Public Service Co, hasta que una e*.
casez de piezas obstaculizó el buen mantenimiento de la ins
lalación, durante la Segunda Guerra Mundial. Desde en ton
ces, han sido diseñados generadores más grandes y eficientes
P. H. Thomas, contratado por la Federal Power Commission,
ideó un molino eléctrico de 7.500 kilowatios que suministraría
energía eléctrica a un costo de inversión estimado en los 6K
dólares por kilowatio. Eugene Ayres señala que, aunque lo-,
costos de construcción del molino de viento de Thomas du
plicaran ¡as estim aciones de su creador, «las turbinas de
viento aún com petirían ventajosam ente con los costos de las
instalaciones hidroeléctricas, que ascienden a 300 dólares por
kilowatio (23). En muchas regiones del planeta existen enor­
mes potencialidades para la generación de electricidad por
medio de molinos de viento. En Inglaterra, por ejemplo,
donde se efectuó un cuidadoso estudio durante tres años so­
bre posibles emplazamientos de plantas de este tipo, se afirma
que las nuevas turbinas de viento podrían generar varios mi­
llones de kilowatios, ahorrando anualmente de dos a cuatro
millones de toneladas de carbón.
No hay que hacerse demasiadas ilusiones acerca de la
extracción de vestigios minerales de las rocas, la energía del
sol o la del viento, o el uso de las bombas de calor. E xcep ­
tuando, tal vez, la energía de las m areas y la extracción de
m aterias primas del m ar, todas estas fuentes no pueden brin­
dar al hombre las abultadas cantidades de m ateria prim a
y la m asa de energía necesarias para sostener poblaciones
densam ente concentradas e industrias altam ente centraliza­
das. Los aparatos solares, las turbinas de viento y las bombas
de calor producirán cantidades de energía relativam ente pe­
queñas. Utilizadas en form a local y combinadas con otros
sistem as, es probable que lograran satisfacer las necesidades
de pequeñas com unidades, pero no podemos predecir cuándo
estarán en condiciones de sum inistrar la energía que hoy
consum en ciudades del tam año de Nueva York, Londres o
París.
Desde el punto de vista ecológico, sin embargo, este al­
can ce limitado constituye una profunda ventaja. El sol, el
viento y la tierra son realidades de la experiencia humana a
las que los hombres han respondido con sensualidad y re­
verencia desde tiempo inmemorial. A partir de estos elemen­
tos primigenios, el hom bre desarrolló su sentimiento de de­
pendencia hacia — y de respeto p o r — el entorno natural,
controlando así sus acciones destructivas. La Revolución In­
dustrial y el mundo urbanizado que le siguió oscurecieron
el rol de la naturaleza en la experiencia hum ana: una capa
de humo ocultó al sol, los vientos fueron obstruidos por la
m asa de edificios, la expansión de las ciudades devastó la tie­
rra. La dependencia del hombre hacia el mundo natural se
tornó invisible; cobró un valor teórico e intelectual, como
tem a libresco de m onografías, conferencias y tratad os. Es
cierto que esta dependencia teórica nos proporcionó diversas
visiones del mundo natural (visiones parciales, en el m ejor de
los casos) pero su condición unilateral nos escam oteó el con
tenido sensorial de nuestra dependencia hacia la naturaleza,
despojándonos de todo contacto visible o sentido de unidad
con ella. Al perder esto, extraviam os una parte de nosotros
mismos en tanto que seres sensuados. Quedamos alienados de
la naturaleza. N uestra tecnología y nuestro medio ambiente
se volvieron por completo inanimados, sin tético s: un entorno
puram ente físico que promovía la desanimízación del hom­
bre y su pensamiento.
Si el sol, el viento, la tierra — el mundo de la vida, en una
palabra — se reincorporaran a la tecnología, a los medios
de la supervivencia humana, los lazos que unen al hombre
con la naturaleza experim entarían un cambio revolucionario.
La renovación cobraría un valor auténticam ente ecológico si
al restau rar esta dependencia prom oviéram os el sentido de
unicidad regional de cada comunidad, esto es, no sólo un
sentido de dependencia generalizada, sino expresada e n cada
región conform e a las características que le son propias.
Em ergería así un sistem a ecológico real, un delicado ca­
ñamazo de recursos locales, a favor del estudio continuo y
la modificación estética. Con el crecim iento de una genuina
inspiración regionalista, cada recurso hallaría su puesto den­
tro de un equilibrio natural y estable, unidad orgánica de
elem entos sociales, tecnológicos y naturales. Asimilando a la
tecnología, el arte se convertiría en arte social, referido a la
comunidad total. La comunidad libre estaría en condiciones
de redim ensionar el tem po de la vida, las pautas de trabajo
del hom bre, su propia arquitectura y sus sistemas de trans­
porte y com unicaciones, todo a la medida del hombre. El
coche eléctrico, silencioso, lento y limpio, se convertiría en
form a de transporte urbano por excelencia, reemplazando al
ruidoso, sucio y veloz m otor de gasolina. Habría m onorraíles
p ara unir una com unidad con o tra, reduciendo el número de
autopistas que se extienden com o cicatrices sobre el campo.
Las artesanías recuperarían su honrosa posición como com ­
plemento de la m anufactura de m asas; se convertirían en una
especie de a rte dom éstico y cotidiano. Un alto nivel de cali­
dad reem plazaría, a mi juicio, a los criterios estrictam ente
cuantitativos que presiden la producción en nuestros días;
los criterios dignos de m ercaderes ambulantes y vendedores
de b aratijas que han conducido a los productos que hoy
consum im os, preparados para una rápida obsolescencia, da­
rían lugar á un nuevo respeto por la durabilidad de los bie­
nes y la conservación ele la m ateria prim a. La com unidad se
convertiría en un bello escenario para la vida hum ana, fuente
vitalizadora de cu ltura y de una solidaridad hum ana profun­
dam ente personal y nutricia.

Una tecnología al servicio de la vida

E n una futura revolución, la misión más aprem iante de la


tecnología será producir bienes hasta la saciedad, con un
mínimo de esfuerzo. El propósito inmediato de este plantea­
miento consiste en abrir perm anentem ente el escenario social
al pueblo revolucionario, m a n ten er la revolución p erm a n en te.
H asta ahora, todas las revoluciones sociales se han ido a pi­
que porque las cam panadas de alarm a term inaron por resul­
tar inaudibles a causa del alboroto de los talleres. Los sueños
de libertad y abundancia fueron contam inados por la munda­
na responsabilidad del trabajo cotidiano para producir los
medios de supervivencia. Si revisamos los hechos concretos
de la historia, descubrirem os que los pueblos, convertidas las
revoluciones en m otivo de sacrificios y privaciones, abando­
naron las riendas del poder en manos de los políticos «pro­
fesionales», las m ediocridades del Termidor. Los girondinos
de la Convención F ran cesa com prendieron tan bien esta rea­
lidad, según se deduce de sus esfuerzos para reducir el fer­
vor revolucionario de las asam bleas populares de París — las
grandes asociaciones de 1793 —- decretando que las reuniones
habrían de finalizar «a las diez de la noche», esto es, como
bien dice Carlyle, «antes de que volvieran los trabajadores»...
de sus empleos (24). La medida resultó infructuosa, pero no
estaba mal pensada. La tragedia fundam ental de las revolu­
ciones del pasado ha sido que, tarde o tem prano, sus puertas
com enzaron a cerrarse «a las diez de la noche». La función
más crítica de la tecnología m oderna, pues, d ebe ser m anir
n er siem pre abiertas tas puertas de la revolución.
Hace aproxim adam ente medio siglo, m ientras los teóricos
socialdem ócratas y com unistas balbuceaban sobre una soca-
dad con «trabajo para todos», los dadaístas, aquellos locos
m aravillosos, exigían desempleo para todos. El paso de las
décadas no ha restado significado a esta exigencia, y su con
tenido no ha hecho más que aum entar. Desde el momento
en que el esfuerzo se reduzca al mínimo posible, o desapa
rezca por com pleto, los problemas de la supervivencia se
trasvasan a la problem ática de la vida, y la propia tecnología
deja de ser un sirviente de las necesidades inmediatas del
hombre para convertirse en aliado de su creatividad.
Exam inem os este asunto con detenimiento. Mucho se ha
escrito sobre la tecnología como «extensión del hombre». La
frase no va por buen camino si pretende referirse a la lee
nología com o totalidad. Tiene cierta validez, en principio, si
se la aplica a la artesanía tradicional y, tal vez, a los pri
meros pasos del maqumismo. E l artesano domina su herra
m ienta; su faena, sus inclinaciones artísticas, su personal i
dad, son los factores soberanos en el proceso productivo. E l
trabajo no es una m era entrega de energía; es también la
obra personalizada de un hombre cuyas actividades se din
gen sensorialm ente a la preparación de un producto, a su
term inación y, finalmente, a su decoración para servir a l a s
gentes que lo adquieren. El artesano gobierna a su herra
m ienta, y no a la inversa. Toda alienación que pudiera existir
entre el artesano y su producto se disipa inmediatamente,
com o subrayara Frieclrich Wilhemsen, «por medio de un jui
ció a rtístico : un juicio inherente a la propia factura del oh
jeto» (25). La herram ienta amplía los poderes del artesano
como ser hum ano; aum enta su poder para ejercer su arto,
com unicando a la m ateria prim a su identidad de ser creativo.
El desarrollo de la máquina tiende a rom per la íntima re
lación que une al hombre con los medios de producción. E l
trabajador es asimilado a objetivos industriales predetermi
nados, sobre los cuales no tiene control alguno. La máquina
se presenta, pues, como una fuerza ajen a: separada, pero sin
em bargo, acoplada a la producción de los medios de supervi
vencia. Aunque inicialmente una «prolongación del hombre»,
la tecnología se convierte en una fuerza que opera sobre el
hombre, orquestando su vida conform e a las pautas que traza
una burocracia industrial; repito, no hom bres sino una bu­
rocracia, una m áquina social. Con el advenimiento de la pro­
ducción en serie com o modalidad predom inante del trabajo,
el hom bre se convirtió en extensión de la máquina, y esta
servidum bre no sólo se refiere a la instrum entación m ecánica
del proceso productivo sino también a la instrum entación so­
cial del proceso social. Al devenir una prolongación de la
maquinaria, el hom bre deja de existir por sí mismo. La socie­
dad se rige por una dura m áxim a: «Producción por la pro­
ducción m isma.» La degradación de artesano a obrero, de una
personalidad activa a o tra cada vez más pasiva, se com pleta
por la m etam orfosis del hombre en consum idor: entidad pu­
ram ente económ ica, esta últim a, cuyos gustos, valores, pen­
sam ientos y sensibilidades son m anufacturados por «equi­
pos» b urocráticos. Estandarizado por las máquinas, el hom ­
bre mismo se convierte en máquina,
El hombre-máquina es un ideal burocrático *. E s un ideal
constantem ente desafiado por el renacim iento de la vida, por
la reaparición de los jóvenes, por las contradicciones que
descomponen a la propia burocracia. Toda generación requie­
re un nuevo trabajo de asimilación, y cada una ofrece una
resistencia explosiva. La burocracia, a su vez, jam ás vive de
acuerdo con su propio ideal técnico. Congestionada de me­
diocridades, yerra sin cesar. Sus juicios van siempre a la
zaga de situaciones nuevas; padece de inercia social y recibe
las bofetadas de la casualidad. Las fuerzas de la vida agran­
dan todos los huecos que se abren en la maquinaria social.
¿Cómo sanar la fractu ra que separa a los hombres vivos
de las m uertas máquinas sin sacrificar hombres ni máquinas?
¿Cómo transform ar una tecnología al servicio de la supervi-

* El "h o m b re ideal” de la burocracia policial es un ser cuyos pensam ientos


más íntim os pueden ser invadidos por m edio de detectores de m entiras, grabado­
res ocultos y "drogas de la verdad5’. E l “hom bre ideal” de la bu rocracia política
es un ser cuya vida íntima puede ser conform ada a través de productos quím ico-
m utagenéticos y socialm ente asim ilada por los medios de com unicación de m asas.
El '‘hom bre ideal” de la burocracia industrial es un ser cuya vida privada puede
invadir la propaganda subí ¡m ina! y la de efecto program ado. E l “hom bre ideal”
de la b u ro cra cia m ilitar es un ser cuya vida íntim a puede ser regim entada para el
genocidio.
vencía e n una tecnología al servicio de la vida? Sería idiota
responder a estas preguntas con autoridad olímpica. Los hom­
bres liberados del futuro escogerán entre una gran variedad
de estilos de trabajo m utuam ente exclusivos o combinables;
cada uno de los cuales se basará en innovaciones técnicas
imprevisibles. 0 tal vez estos hom bres del futuro prefieran
pasar sobre el cadáver de la tecnología. Podrían sum ergir la
maquinaria cibernética en un submundo tecnológico, divor­
ciándola totalm ente de la vida social, la com unidad y la crea­
tividad. Aunque ocultas de la sociedad, las máquinas trab a­
jarían para el hombre. Las com unidades libres esperarían
en las term inales de las líneas de producción en serie, ces­
ta en m ano, para llevar el producto a casa. La industria, como
el sistem a nervioso autónomo, podría trab ajar por sí sola,
con reparaciones ocasionales como las que requieren nues­
tros cuerpos durante sus esporádicas enfermedades. La frac­
tura que separa al hombre de la máquina podría no ser sub­
sanada, sino simplemente ignorada.
Naturalm ente, ignorar a la tecnología no es una solución.
El hombre clausuraría así una vital experiencia hum ana: el
estímulo de la actividad productiva, el estímulo de la máqui­
na. La tecnología puede desem peñar un papel vital en la for­
mación de la personalidad humana. Todo arte, com o señala
Lewis Muinford, tiene una faceta técnica que requiere la mo­
vilización autónoma de la espontaneidad dentro de un orden
expreso y brinda un contacto con el mundo objetivo durante
los m ás extáticos m om entos de experiencia.
Una sociedad liberada, según creo, no negará a la tecno­
logía, precisam ente porque está liberada y es capaz de esta­
blecer un equilibrio. Bien podría op tar por asim ilar la má­
quina al oficio artístico. Me refiero a que la máquina podría
absorber todo el esfuerzo del proceso productivo, dejando al
hom bre su totalización artística. La máquina participaría,
efectivamente, de la creación hum ana. No hay razón para que
la maquinaria autom ática, cibernetizada, no pueda utilizarse
de modo que la term inación de los productos, particularm en­
te aquellos de uso personal, quede a cargo de la comunidad.
La máquina puede eliminar el esfuerzo físico inherente a la
extracción, la fundición, el transporte y fraccionam iento de
las materias prim as, dejando al individuo los pasos finales de
ca rá cte r artístico o artesanal. La m ayoría de las piedras que
com ponen las catedrales medievales han sido cuidadosam ente
estandarizadas y cuadradas para facilitar su perfecta super­
posición, sus junturas im pecables: tarea ingrata, repetitiva y
tediosa que ahora pueden hacer las m aquinarias modernas
con toda velocidad y ningún esfuerzo humano. Una vez ubi­
cados los bloques de piedra, hacían su aparición los artesa­
nos; el trabajo creativo del hom bre tom aba el lugar de la
fuerza física. En una comunidad liberada, la combinación de
las m aquinarias industriales y los útiles del artesano podría
alcanzar un grado de sofisticación e interdependencia crea­
tiva sin paralelos en ningún período de la historia humana.
La visión de William Morris sobre el regreso al artesanado se
liberaría del matiz nostálgico. Podríam os hablar con verdad
de un nuevo progreso cualitativo de la técn ica: una tecno­
logía al servicio de la vida.
Habiendo adquirido un vitalizante respeto por el entorno
natural y sus recursos, la comunidad libre y descentralizada
daría una nueva interpretación al vocablo «necesidad». E l
«reino de la necesidad» de Marx, en lugar de expandirse inde­
finidamente, tendería a contraerse; se humanizarían las nece­
sidades, redimensionadas en térm inos de una evaluación m ás
elevada de la vida y la creatividad. La calidad y el arte su­
plantarían al énfasis actual sobre la cantidad y la estandari­
zación; la producción ya no acentuaría la consumibilidad de
los bienes sino su duración; una econom ía de objetos precia­
dos, santificados por un sentido de la tradición, por la adm i­
ración de la personalidad y el arte de las generaciones pasa­
das, rem plazaría a la renovación estacional e insensata de las
m ercancías; las innovaciones se inspirarían en las inclinacio­
nes naturales clel hom bre, y no ya en la degradación del buen
gusto que es propia de los medios de comunicación de m asas.
E n todas las cosas, la conservación rem plazaría al despilfa­
rro . Libres de toda manipulación burocrática, los hom bres
redescubrirían la belleza de una vida material más simple y
ordenada. El vestido, la comida, los muebles y las casas gana­
rían en arte, personalidad y espartana sobriedad. El hom bre
recu p eraría el sentido de las cosas que son para el hom bre,
en contraposición con las cosas que le han sido im puestas.
Abolido el'repulsivo ritual del acaparam iento y el regateo,
aflorarían actos sensitivos como dar y hacer. Las cosas deja­
rían de ser muletas para un ego em pobrecido, mediaciones
entre personalidades abortivas; se convertirían en produc­
ciones de individuos creativos y totales, en dones de seres in­
tegrados en desarrollo.
Una tecnología al servicio de la vida podría cum plir la vi­
tal función de integrar a una comunidad con otra. Reeva-
luada en térm inos de un renacim iento de los oficios y una
nueva concepción de las necesidades m ateriales, la tecnología
podría también funcionar como tendón de las confederacio­
nes. La división nacional del trabajo y la centralización in­
dustrial son peligrosas porque la tecnología comienza a
trascender la escala humana; se torna cada vez menos inte­
ligible y propicia la manipulación burocrática. En la medida
en que la comunidad pierde el control en térm inos reales,
m ateriales (esto es, económicos y tecnológicos) las institucio­
nes centralizadas adquieren poder concreto sobre las vidas
de los hom bres y amenazan con convertirse en fuentes de
coacción. Una tecnología al servicio de la vida ha de basarse
en la com unidad; debe ser cortada a la medida de la cotnu
nidad y el contexto regional. A este nivel, sin em bargo, gni
pos com unitarios que com partieran fábricas o recursos ten
derían a establecer lazos de solidaridad; el proceso confede
rativo no expresaría sólo una comunidad de intereses espiti
tuales y culturales sino también de necesidades materiales
A p artir de los recursos propios y características únicas de
cada región, podría arribarse a un punto de equilibrio huma
nístico entre los criterios de confederación industrial aulái
quica y de división nacional del trabajo.
¿E s tan «com pleja» la sociedad que una civilización indus
trial avanzada se contradice con una tecnología descent ral i
zada al servicio de la vida? Mi respuesta a esta pregunta <-■
un no categórico. Gran parte de la «complejidad social» <l<
nuestro tiempo tiene su origen en el papeleo, la administra
ción, la manipulación y el constante despilfarro de la e m p res a
capitalista. El pequeño burgués se maravilla ante los sist<
mas de archivos de la burguesía; hileras de arm arios alibu
n a d o s de libros de contabilidad, registros de seguros, formu
larios de im puestos y los inevitables expedientes. Se deja h«
chizar p or «expertos» com o los gerentes industriales, ingem>
ros, diseñadores, manipuladores financieros y arquitectos dei
consentim iento del m ercado. Ha sido em baucado por los trá­
m ites del E sta d o : la policía, la justicia, la cárcel, los despa­
chos oficiales, los m inisterios, en una palabra todo el cuerpo
enferm o de la coerción y el control. La sociedad moderna es
increíblem ente com pleja, com pleja incluso más allá de la
com prensión humana, pero sólo si aceptam os sus prem isas:
apropiación, «producción por la producción misma», compe­
tencia, explotación, finanzas, centralización, coerción, buro­
cracia y dominación del hom bre por el hombre. Ligadas a
cada una de estas prem isas están las instituciones que las
realizan : oficinas, millones de miembros del «personal», for­
mularios, toneladas de papel, escritorios, bufetes, máquinas
de escribir, teléfonos y, por supuesto, hileras y más hileras de
arm arios de archivo. Como en las novelas de Kafka, estas co­
sas son reales, pero extrañam ente oníricas, som bras im preci­
sables del paisaje social. La econom ía posee una mayor reali­
dad y se allana con facilidad a la mente v a los sentidos, pero
también ella resulta altam ente intrincada... si aceptam os que
debe haber mil distintos diseños de botones, infinita variedad
de textura y co lo r en los tejidos para cre a r la ilusión de la
novedad y la innovación, salas de baño llenas a rebosar de
una gam a alucinante de fárm acos y lociones, y cocinas atibo­
rradas de adm inículos imbéciles en número infinito. Si selec­
cionam os de toda esta odiosa basura uno o dos productos de
alta calidad para cada una de las categorías m ás útiles, elimi­
nando la econom ía m onetaria, el poder del Estado, el sistem a
de crédito, el papeleo y las actividades policiales que necesita
la sociedad para m antener un estado forzoso de privación,
inseguridad y opresión, la sociedad no sólo se volvería razo­
nablemente humana, sino también bastante sencilla.
No pretendo m inimizar el hecho de que, tras cad a m etro
de cable eléctrico de alta calidad se oculta una m ina de co­
bre, la m aquinaria precisa para operarla, una planta para la
producción de m aterial aislante, un com plejo de fundición y
procesam iento de cobre, un sistem a de transporte para distri­
buir el cable, y detrás de cada uno de estos com plejos, otras
ininas, plantas, m aquinarias, etc. Los yacim ientos cupríferos
del tipo que la m aquinaria existente puede exp lotar no están
ciertam ente, en todas partes, aunque de los residuos de la
sociedad actual podría extraerse cobre — así com ó otros me­
tales ú tile s— suficiente para cubrir las necesidades de varias
generaciones futuras. Pero convengamos en que el cobre for
m ará p arte de la apreciable gama de m ateriales que sólo
podrá sum inistrar un sistem a de distribución de alcance na
cional. ¿E n qué sentido será precisa una división del trabajo,
según la acepción actual del térm ino? Pues no será en abso
luto necesaria. Prim eram ente, el cobre puede distribuirse,
junto con otros productos, entre comunidades libres y
autónom as, tanto las que lo extraen com o las que lo requie
ren. E ste sistem a de distribución no precisa, necesariam ente,
la m ediación de instituciones burocráticas centralizadas. Se
gundo, y tal vez más im portante, una comunidad que vive
en una región con grandes recursos cupríferos no tiene poi­
qué ser m eram ente una comunidad m inera. Las m inas de
cobre podrían ser una de las m uchas actividades económ icas
que d esarro lla: parte integrante de una tram a económ ica
más vasta, orgánica e integral. Lo mismo vale para aquellas
comunidades cuyo clim a fuera especialmente favorable para
el cultivo de ciertos com estibles especiales o cuyos recursos
resultaran particularm ente raros y de un valor único para
la sociedad en su conjunto. Cada comunidad tendería a la
autarquía local o regional. Aspiraría a realizarse com o tota­
lidad, porque la totalidad produce hom bres com pletos, in­
tegrales, capaces de vivir una relación simbiótica con' su me­
dio am biente. Aunque una parte substancial de la econom ía
cayera dentro de la esfera de una división nacional del tra ­
bajo, el peso económ ico general de la sociedad se apoyaría
sobre las comunidades. Si éstas no se distorsionan, no habrá
sacrificio de ningún sector de la sociedad e interés ele la
humanidad total.
Un sentido básico de decencia, sim patía y ayuda m utua
alienta en el corazón de la conducta humana. Aún en nues­
tra m ísera sociedad burguesa, no nos parece inusitado que
los adultos rescaten a criatu ras del peligro aunque con ello
arriesguen sus propias vidas; no nos resulta extraño que los
m ineros, por ejemplo, corran peligre) de m uerte por salvar a
sus com pañeros de trabajo, atrapados en las galerías, o que
un soldado se a rrastre bajo cerrado fuego enemigo .para
poner a salvo a un cam arada herido. Tendemos a escandali­
zarnos cuando alguien rehúsa el socorro, cuando en un vecin­
dario de clase inedia se ignoran los gritos de una m uchacha
a quien están asesinando a puñaladas.
Sin em bargo, nada en esta sociedad p areciera garantizar
apenas una m olécula de solidaridad. La solidaridad que des­
cubrim os existe a pesar de la sociedad, co n tra todas sus rea­
lidades, expresión de la lucha sin fin que libra la decencia
innata del hom bre co n tra la innata indecencia de la sociedad.
Podemos im aginar cóm o se com portarían los hom bres si se
diera libre curso a esta decencia, si la sociedad se ganara el
respeto, el am or, inclusive, del individuo. Aún no somos m ás
que la descendencia de una historia innoble, violenta, sangui­
n a ria: producto final de la explotación del hom bre por el
hombre. Puede que jam ás acabem os con este estado de co­
sas. El futuro podría dar al traste con nosotros y nuestra
cursi civilización en un G ó tterda m m erun g w agneriano. ¡ Qué
desenlace idiota sería é s t e ! Pero también podemos suprim ir
la explotación del hom bre por el hombre. Podem os triunfar,
finalmente, rom piendo las cadenas que nos atan al pasado
para fundar una sociedad hum anística, anarquista. No sería
el colmo del absurdo, y por cierto del cinism o, m edir el co m ­
portam iento de las generaciones futuras con los criterios que
ahora mismo despreciam os. Los hom bres libres no serán rui­
nes, una com unidad liberada no tra ta rá de dom inar a o tra
valiéndose de su potencial monopolio del cobre, los «exper­
tos» en com putadoras no intentarán esclavizar a los humil­
des, y ya no se escribirán novelas sobre vírgenes tísicas y
anhelantes. Sólo una cosa podemos pedir a los hom bres y
mujeres del fu tu ro : que nos perdonen por haber tardado
tanto y porque haya resultado tan duro. Como B rech t, po­
demos pedirles que traten de no pensar en nosotros con
excesiva dureza, que nos brinden su sim patía y com prendan
que hemos vivido en las profundidades de un infierno social.
Pero, para ese tiempo, es seguro que ya sabrán qué pen­
sar sin que nosotros se lo digamos.
4. LAS FORMAS DE LA LIBERTAD

La libertad tiene sus form as. Por más personalizado, indi­


viduado o dadaístico que resulte el ataque contra las insti­
tuciones dominantes, toda revolución liberadora plantea
siempre un interrogante: ¿Qué form as sociales reemplazarán
a las existentes? En un punto u otro, el pueblo revolucionario
debe definir el modo en que adm inistrará las tierras y fábri­
cas que son sus medios de vida. Debe definir el procedimien­
to por el que elaborará las decisiones que afecten a la com u­
nidad total. De modo que, si el pensamiento revolucionario
pretende ser tom ado en serio, ha de referirse directam ente a
los problem as y modalidades de adm inistración social. Debe
som eter a la discusión pública las cuestiones relativas al
desarrollo cread or de elem entos sociales liberadores. Aunque
ninguna teoría de la liberación puede reem plazar a su expe­
riencia, existe la suficiente experiencia histórica, y una ela­
boración teórica de estos tem as también suficiente, para in­
dicar qué form as sociales son coherentes con la m ás plena
realización de la libertad personal y social.
Las form as sociales que reem placen a las existentes de­
penderán de las relaciones que personas libres decidan esta­
blecer entre sí. Toda relación personal tiene una dimensión
social; toda relación social supone un aspecto hondamente
personal. N orm alm ente, estos dos aspectos, así com o su in-
lerrelación, están m istificados y es difícil verlos con claridad.
Las instituciones creadas por la sociedad jerarquizada, espe­
cialm ente las del E stad o, producen la ilusión de que las re­
laciones sociales existen en un universo propio, en com par-
timentos políticos especializados o burocráticos. En realidad,
no existe una dimensión «estrictam ente» personal o social;
todas las instituciones sociales del pasado y el presente-
dependen de relaciones entre personas en la vida cotidiana,
especialm ente en los aspectos de la vida cotidiana que re­
sultan necesarios para la supervivencia: la producción y dis
tribución de los medios de vida, la educación de los jóvenes,
el mantenimiento y la reproducción de la vida. La liberación
del hom bre — no en un vago sentido «histórico», m oral o filo­
sófico, sino en los detalles más íntimos de la vida de cada
día — es un acto profundamente social que plantea el proble­
m a de las form as sociales como modos de relación entre indi­
viduos.
La relación entre el individuo y lo social requiere un én­
fasis especial en nuestro tiempo, pues nunca antes han sido
tan impersonales las relaciones personales, ni tan asocíales
las relaciones sociales. La sociedad burguesa ha llevado las
relaciones entre personas a su m ás alto grado de abstracción,
despojándolas de su contenido hum ano para convertirlas en
objetos. El objeto — la m e rca n cía — se apodera de roles que
antes pertenecían a la comunidad; las relaciones de intercam ­
bio (efectivizadas en muchos casos como relaciones moneta
rías) suplantan virtualm ente a todas las demás form as de
relación humana. A este respecto, el sistem a m ercantil bur­
gués constituye la culminación de todas las sociedades, tanto
precapitalistas como capitalistas, en la cual las relaciones
humanas están m ediadas y no se dan ya cara-a-cara.

La mediación en las relaciones sociales

Para exam inar este fenómeno en una perspectiva más cía


ra, echem os una ojeada retrospectiva para establecer qué ha
venido a significar esta mediación en las relaciones sociales.
Los prim eros «especialistas» sociales que se interponían
entre las personas — los sacerdotes y jefes tribales que me­
diaban perm anentem ente en estas relacion es— establecieron
las condiciones formales para la jerarquía y la dominación.
E stas condiciones form ales se consolidaron y profundizaron
a través del progreso tecnológico: progreso que sólo brinda
ba suficiente excedente m aterial para que unos pocos vivieran
a expensas de otros, muchos. La asam blea tribal, en la cual
todos los m iembros de la comunidad decidían y manejaban
directam ente sus problemas comunes, se disolvió en favor
del- cacicazgo; y la comunidad se fraccionó en clases sociales.
A pesar de la creciente envergadura del control social con­
centrado en manos de un puñado de hom bres, o incluso de
un solo hom bre, el hecho es que en las sociedades precapi-
talistas ciertos hom bres oficiaban com o m ediadores en las
relaciones entre otras p ersonas: ia asam blea suplantada por
el consejo, el consejo suplantado por el cacique. En la so­
ciedad burguesa, por otro lado, la m ediación de las relaciones
sociales por ciertos hom bres ha sido reem plazada por una
función m ediadora de las relaciones sociales ejercida por
cosas, por m ercancías. Habiendo llevado a la m ediación so­
cial hasta su m áxim a expresión de im personalidad, la so­
ciedad m ercantil p resta atención a la mediación como tal;
trae a colación todas las form as de organización social basa­
das en la representación indirecta, en la adm inistración de
los asuntos públicos por unos pocos, en la existencia definida
de conceptos y prácticas tales com o «elección», «legislación»,
«adm inistración».
La más notoria evidencia de esta reevalución social reside
en las exigencias que agita, casi intuitivamente, un creciente
número de jóvenes am erican o s: tribalismo y comunidad. E s­
tas exigencias sólo son «regresivas» en el sentido de que re ­
troceden tem poralm ente hacia form as pre-jerárquicas de li­
bertad. Son profundam ente progresivas en el sentido de que
regresan estructuralm ente a form as no-jerárquicas de li­
bertad.
Por contraste, la tradicional reivindicación revolucionaria
de form as organizativas como el concejo (lo que Hannah
Arendt describe com o «herencia revolucionaria») no acaba
de rom per con el terreno de la sociedad jerárquica. Los
consejos de trabajadores se originan como consejos de clase.
A menos que uno con sid ere! que los trabajadores son induci­
dos por sus intereses com o trabajadores a tom ar medidas
contra la sociedad jerarquizada (cosa que yo niego rotun­
damente), estóS consejos pueden ser utilizados' tanto para
destruir la sociedad de clases com o para perpetuai’la *. Vi­
rem os, de hecho, que la form a de consejo arrastra mucha-,
limitaciones estructurales que favorecen el desarrollo de la*,
jerarquías. Por el momento, basta decir que la mayoría de
los que abogan por los consejos obreros tienden a concebí i
a las personas como entidades esencialmente económicas, e n
tanto que obreros o no-obreros. E sta concepción deja po i
completo intacta la uniiateralidad de la persona. Se ve en el
hombre a un ser bifurcado, un producto de la evolución s o
cial que divide al hombre contra el hombre y a cada hombre
contra sí mismo.
Tampoco se corrige por com pleto esta concepción unila
teral a través de la reivindicación de la autogestión obrera
de la producción y la reducción de la semana laboral, pues
estos planteamientos en nada afectan a la naturaleza del pro
ceso laboral ni a la calidad del tiempo libre de que dispone el
obrero. Si los consejos obreros y la autogestión obrera
de la producción no transform an el trabajo en actividad pía
centera, el tiempo libre en una experiencia maravillosa y el
lugar de trabajo en una comunidad, no son más que meras
estructuras formales, y de hecho estructuradas de clase. Per
petúan las limitaciones del proletariado como producto de
las condiciones de la sociedad burguesa. Ningún movimicn
to que levante las banderas de los consejos obreros puede,
en verdad, ser tildado de revolucionario, a menos que se pro
ponga desencadenar transform aciones muy profundas en lo;,
lugares de trabajo mismos.
Para term inar, los consejos son formas de relación nli­
diada y no cara-a-cara. A menos que estas relaciones media
das estén condicionadas por otras de tipo personal, directo,
y que las decisiones se encomienden a las segundas mientra-,
las prim eras se convierten en simple canal administrativo,
los consejos obreros tenderán a actuar com o focos de po
der. Es que, mientras los concejos no se disuelvan en el seno
de una asamblea popular y las fábricas no se integren a un
nuevo tipo de comunidad, concejos y fábricas perpetuarán la
alienación entre los hombres y entre los hombres y el traba

* E l m ito de la clase obrera se exam ina detalladam ente en “ ¡E scu ch a, Mai


xista!’\
jo. Fundam entalm ente, el grado de libertad de una sociedad
licne su pauta en el tipo de relaciones que sostienen las per­
sonas dentro de ella. Si estas relaciones son abiertas, des­
alienadas y creativas, estarem os ante una sociedad libre. Si
existen estructuras inhibitorias de las relaciones abiertas,
por mediación o coacción, la libertad estará ausente, exista
o no una adm inistración obrera de la producción. Pues en
este caso lo que todos los obreros estarán gobernando será
la producción: las precondiciones de la vida, no las condi­
ciones de la vida m isma. Ninguna modalidad de organización
puede considerarse aisladamente, sin tom ar en cuenta las
condiciones sociales que está organizando. Tanto los conse­
jos como las asambleas han seguido por igual los intereses
de la sociedad jerárquica y los de la revolución. Creer que
las form as de la libertad pueden considerarse como m eras
formas es tan absurdo com o pretender que los conceptos
legales son sólo cuestiones de jurisprudencia. La forma y el
contenido de la libertad, como la ley y la sociedad, se deter­
minan m utuam ente. En el mismo sentido, hay form as orga­
nizativas que favorecen y las hay que vician las aspiraciones
de libertad, y por supuesto las condiciones sociales favore­
cen a veces ciertas form as y a veces otras. En m ayor o me­
nor grado, estas form as alteran al individuo que se sirve de
ellas o inhiben su desarrollo posterior.
E ste capítulo no pretende negar la pertinencia de los
concejos obreros — más precisam ente, com ités de fábrica —
como medios para la renovación de la econom ía burgue­
sa. Por el contrario, la experiencia ha dem ostrado repeti­
das veces que el com ité de fábrica es de una im portancia
vital com o form a inicial de adm inistración económ ica. Pero
ninguna revolución puede erigir a los consejos y com ités de
este tipo com o modos de organización social ejemplares, o
digamos finales, así com o la «autogestión obrera de la
producción» no puede ser considerada com o un modo final
de adm inistración económ ica. Ninguna de estas dos relacio­
nes es suficientemente amplia como para revolucionar el tra­
bajo, el tiempo libre, las necesidades y la estru ctu ra de la
sociedad en su conjunto. En este capítulo doy por sentado,
de antem ano, que ios consejos y com ités tienen un aspecto
revolucionario; mi propósito es exam inar los rasgos conser­
vadores que contienen y que vician el proyecto revolucio­
nario.
Siem pre se ha llevado mucho esto de extraer modelos de
las instituciones sociales de las llamadas revoluciones «pro
letarias» de los últimos cien años. La Comuna de París en
1871, los soviets rusos en 1905 y 1917, los sindicatos revo
lucionarios durante los años 30 y los consejos húngaros de
1956 han sido m inuciosam ente rastrillados, en busca de
ejem plos para la futura organización social. Cabe preguntar
se : ¿Qué tienen en común todos estos modelos organizati
vos? La respuesta e s: muy poco, aparte de sus limitaciones
como form as mediadas, indirectas. Y a verem os cóm o E s­
paña presenta una feliz excepción: las otras o bien tuvieron
la vida corta o bien se distorsionaron tanto que son ya pura
m ateria m ítica.
La Comuna de París puede ser alabada por muchos mo­
tivos diferentes: su em briagador sentido de descarga libidi­
nosa, su populismo radical, su im pacto profundam ente re
volucionario en los oprimidos, su desafiante heroísm o anil­
la derrota. Pero la Comuna en sí, considerada com o entidad
estructural, no era mucho más que un consejo popular mu­
nicipal: Más dem ocrático y plebeyo que otros cuerpos simi
lares, este consejo estaba estructurado, a pesar de todo, con
form e a criterios parlam entarios. E ra elegido por «ciudada­
nos», agrupados conform e a criterios geográficos. La Comuna
aunaba legislación con adm inistración de acuerdo a una
fórm ula no más avanzada que la de los actuales cuerpos
m unicipales de los Estados Unidos.
Afortunadam ente, el París revolucionario ignoró a la Co
muña luego de que ésta se instalara. La insurrección, el go­
bierno real de los asuntos de la ciudad y, finalmente, la lucha
co n tra los versalleses, fueron asumidos principalmente pol­
los clubs populares, los com ités de vigilancia vecinal y los
batallones de la Guardia Nacional. De haber sobrevivido la
Comuna de París (la Corte Municipal) es extrem adam ente im­
probable que hubiera logrado evitar conflictos con estas for­
maciones callejeras y milicianas, informalmente constituidas.
Por o tra parte, hacia fines de abril, unas seis sem anas des­
pués de la insurreción, la Comuna constituía un «todopode­
roso» Comité de Seguridad Pública, un cuerpo rcm iniscente
de la dictadura jacobina y los días del T error, que suprimie­
ra no sólo a la derecha, en la Gran Revolución de un siglo
atrás, sino también a la izquierda. En cualquier caso, la his­
toria sólo perm itió tres cortas semanas de vida a la Comuna,
dos de ellas consumidas por los letales dolores de parto, la
pelea de barricadas contra Thiers y los de Versalles.
No ofendemos la m em oria de la Comuna de París si la
despojam os de las cargas «históricas» que, en realidad, ja ­
más soportó. La Comuna era un festival callejero y sus p ar­
tidarios, principalm ente, artesanos, intelectuales errantes, re­
saca social de una era precapitalista, y lumpen. Si hemos de
llam ar «proletarios» a estos estratos, la palabra será carica­
turizada hasta el absurdo. El proletario industrial era una
minoría dentro de los Comuneros *.
La Comuna fue la últim a gran rebelión de los sans-culot-
tes franceses, clase que sobrevivió en París durante un siglo,
después de la Gran Revolución. Finalm ente, este estrato de­
cididam ente heterogéneo fue destruido, pero no por las ar­
mas de Versalles sino por el avance de la industria.
La Comuna de París de 1871 fue ante todo un consejo
urbano, establecido para coordinar la adm inistración muni­
cipal en condiciones de movilización revolucionaria. Los so­
viets rusos de 1905 eran, básicam ente, organizaciones de lu­
cha, nacidas para coordinar huelgas semi-revolucionarias en
San Pctersburgo. E stos consejos se basaban casi exclusiva­
mente en fábricas y sin d icatos: había un delegado por cada
quinientos obreros — donde las fábricas y com ercios ocupa­
ban a cantidades m enores, eran agrupados para votar — y,
además, los delegados formaban sindicatos y partidos poli-

* Si se considera que la masa de los Com uneros eran “proletarios” o se


describe com o a tal a cualquier estrato social que, sim plem ente, carece de control
sob re las condiciones de su propia vida (com o hacen los Situ acionistas Franceses)
tam bién podríam os llam ar ‘'p ro leta rio s" a los esclavos, siervos, cam pesinos y a
grandes secto res de Ja clase m edia. Al estab lecer contradicciones tan vagas entre
burgueses y “proletarios” , se diluyen las determ inaciones que caracterizan a estas
clases com o estratos específicos, históricam ente lim itados. E ste criterio liviano, apli­
cado al análisis histórico, despoja a la burguesía y el proletariad o industriales
de todos los rasgos históricam ente únicos que M arx creyó haber descubierto en
un proyecto teó rico que resultó inadecuado, pero no falso, ni m uchísim o m enos;
evade las responsabilidades de una crítica seria del m arxism o y del paso del “Zaissez-
faire” al capitalism o de Estado, m ientras finge una continuidad con la concepción
de M arx.
ticos. La modalidad organizativa soviética exhibió su forma
más clara y estable en San Petersburgo, cuyo soviet llegó a
reunir a un m áxim o de cuatrocientos delegados, incluyendo
algunos representantes de los recién constituidos sindicatos
profesionales. El soviet de San Petersburgo evolucionó rápi­
damente, de gran com ité de huelga a parlamento de todas
las clases oprimidas, ampliando su representatividad, sus de­
beres y reivindicaciones. Se adm itieron delegados de otras
ciudades, los planteamientos políticos comenzaron a predo­
m inar sobre los económicos y se anudaron lazos con organi­
zaciones cam pesinas, cuyos delegados también comenzaron a
acudir a las deliberaciones del cuerpo. Inspirándose en San
Petersburgo, florecieron los soviets en todas las ciudades y
pueblos grandes de Rusia, insinuándose como incipiente po­
der revolucionario, contrapuesto a las instituciones guber­
nam entales de la autocracia.
E l soviet de San Petersburgo duró menos de dos meses.
La m ayor parte de sus m iembros fue arrestada en diciembre
de 1905. El proletariado abandonó, en gran medida, el so­
viet de SanPetersburgo, puesto que jam ás se alzó en insurrec­
ción arm ada, disminuyendo la amplitud y militancia de sus
huelgas a medida que revivía el com ercio, a fines del otoño.
Irónicam ente, el último estrato que fue más allá de la inci­
piente m ilitancia del soviet fueron los estudiantes moscovi­
tas, que se declararon en insurrección el 22 de diciem bre y,
durante cinco días de guerrilla urbana brillantemente con­
cebida, redujeron a una virtual im potencia a la policía local
y a las fuerzas m ilitares. El estudiantado recibió bien poca
ayuda de los obreros de la ciudad. Las batallas callejeras hu­
bieran proseguido indefinidamente, aún a pesar de la masiva
apatía proletaria, si la guardia del m ar no hubiese sido trans­
portada a Moscú por los obreros ferroviarios en una de las
pocas líneas que operaban en la ciudad.
Los soviets de 1917 fueron auténticos herederos de los de
1905, y no es honrado discrim inar entre unos y otros, como
algunos escritores hacen, ocasionalm ente. Como sus predece­
sores de doce años atrás, los soviets de 1917 se cim entaban
principalm ente en las fábricas, sindicatos y organizaciones
partidarias, pero fueron ampliados para recibir delegados de
grupos m ilitarizados y un número considerado de intelec­
tuales radicales aislados. Los soviets de 1917 revelan todas
las limitaciones del «sovietismo». Aunque invalorables como
organizaciones com bativas locales, sus congresos nacionales
resultaron cuerpos cada vez menos representativos. La orga­
nización de los congresos seguía líneas m arcadam ente je rá r­
quicas. Los soviets locales, en ciudades, pueblos y aldeas,
elegían sus delegados para cuerpos regionales y zonales; és­
tos, a su vez, nombraban representantes ante los congresos
de verdadero alcance nacional. En las ciudades más grandes,
la representación ante congresos era menos indirecta, pero
indirecta al fin : desde el votante de la gran ciudad al soviet
municipal, y del soviet municipal al congreso. En todos los
casos uno o m ás niveles de representación separaban del con­
greso ala m asa votante.
Los congresos soviéticos program aban sus reuniones para
cada período de tres meses. Esto dejaba un tiempo excesiva­
m ente largo entre sesiones. La prim era, que tuvo lugar en
1917, congregó a unos ochocientos delegados; las que siguie­
ron fueron aún más num erosas, superando el millar de con­
gresistas. Para hacer «expeditivo» el trabajo de los congresos
y lograr cierta continuidad funcional entre estas sesiones tri­
m estrales, los representantes eligieron un com ité ejecutivo,
cuyo núm ero se fijó en no más de doscientos miembros en
1918, aum entándose a un m áxim o de trescientos en 1920. Este
cuerpo debía perm anecer en sesión más o menos permanen­
te, pero también se lo consideró inadecuado; la mayor parte
de sus tareas, luego de la revolución de octubre, fueron remi­
tidas a un pequeño Consejo de Comisarios del Pueblo. Una
vez adquirido el control sobre el Segundo Congreso de los So­
viets (en octubre de 1917) fue fácil para los bolcheviques
centralizar el poder en el Consejo de Comisarios, primero, y
luego en el Bureau Político del Partido Comunista. Los gru­
pos opositores que actuaban en el seno de los soviets se re­
tiraron del Segundo Congreso o bien fueron expulsados, lue­
go, de todos los órganos soviéticos. Las reuniones trim estra­
les de los congresos se espaciaron, sencillam ente porque no
las convocaban el Comité Ejecutivo y el Consejo de Comisa­
rios del Pueblo, totalm ente bolcheviques. Y , por fin, se de­
cidió que los congresos sólo se reunirían una vez por año.
Del mismo modo, se hicieron cada vez nrás largos los inter­
valos entre reuniones de soviets regionales y zonales, y hasta
fueron infrecuentes las reuniones del Comité Ejecutivo que
los congresistas habían nombrado en carácter de cuerpo peí
m anente de sesiones: acabaron por convocarse sólo tres ve­
ces al año. E l poder de los soviets locales pasó a manos dd
Comité Ejecutivo, el poder del Comité Ejecutivo pasó a ma­
nos del Consejo de Comisarios del Pueblo y, finalmente, el
poder del Consejo de Comisarios del Pueblo pasó a manos
del Bureau Político del Partido Comunista.
La causa de que los soviets rusos fueran incapaces de
constituirse en anatom ía de una auténtica dem ocracia popu­
lar no reside sólo en su estructura jerarquizada sino también
en la limitación de sus raíces sociales. Los batallones mili
tares insurgentes, a quienes los soviets debieron su poder
de choque inicial, eran m arcadam ente inestables, sobre todo
después del colapso final de las fuerzas zaristas. El flamante
E jército Rojo fue reclutado, disciplinado, centralizado y es
trecham ente controlado por los bolcheviques. Exceptuando
a las bandas de guerrilleros y fuerzas navales, los cuerpos
m ilitares soviéticos se mantuvieron políticam ente inertes a
lo largo de la guerra civil. Las aldeas campesinas se concen­
traron en sus preocupaciones locales, m ostrándose apáticas
con respecto a los problemas nacionales. De modo que las
fábricas quedaron como base política fundamental de los so­
viets. Aquí encontram os una contradicción básica de la con­
cepción clasista del poder revolucionario: el socialismo pro­
letario, precisam ente porque subraya que el poder debe ba­
sarse exclusivamente en la fábrica, crea las condiciones para
una estructu ra política centralizada y jerárquica.
Por más que su posición social se vea favorecida por un
sistem a de «autogestión», la fábrica no es un organismo
social autónomo. Puede ejercer un control social bastante li­
mitado, pues toda fábrica depende por completo de otras
fábricas y fuentes de m ateria prima para su funcionamiento
y su existencia misma. Paradójicam ente, al basarse los so­
viets en la fábrica, aislándola de su entorno local, desplaza­
ron el poder de la comunidad y la región a la nación, y
finalmente de la base de la sociedad a su cumbre. El sistema
soviético consistía en una elaborada madeja de relaciones so-
cíales indirectas, tejida en torno a líneas clasistas de alcance
nacional.
Tal vez el único caso en que un sistema de autogobierno
obrero dio cierto resultado como modo de organización fue
el de España, donde el anarco-sindicalismo atrajo a un gran
número de obreros y campesinos. El anarco-sindicalismo es­
pañol se propuso, conscientem ente, lim itar la tendencia cen­
tralizante. La CNT (Confederación Nacional del Trabajo),
unión anarco-sindicalista española, creó una organización
dual, con un sistem a de com ité elegible para controlar los
cuerpos locales y congresos nacionales. Las asambleas tenían
poder para revocar el m andato de sus delegados al consejo
y contraindicar las decisiones de este último. A todos los
efectos prácticos, los cuerpos «superiores» de la CNT funcio­
naban como organismos coordinadores.
La guerra civil española sometió al sistem a de la CNT
a una prueba práctica. En Barcelona, los obreros de la
CNT tom aron las fábricas, medios de transporte y m er­
cancías, gobernándose según líneas anarco-sindicalistas. La
economía de la ciudad funcionó, a pesar del sabotaje sis­
tem ático que practicaban el gobierno burgués de la Repú­
blica y el Partido Comunista español. El experimento acabó
cuando las tropas del asalto del gobierno central ocuparon,
finalmente, B arcelona, en mayo de 1937.
A pesar de su considerable influencia, los anarquistas es­
pañoles no tenían, virtualmente, raíces fuera de ciertos sec­
tores de la clase obrera y el campesinado. El movimiento se
limitaba, en principio, a la Cataluña industrial, las zonas cos­
teras m editerráneas, el cam po aragonés y Andalucía. El ex­
perim ento fue destruido por su propio aislamiento dentro
de España y por las fuerzas irresistibles que se movilizaron
en su contra *.
Sería infructuoso exam inar en detalle la modalidad orga­
nizativa de los consejos surgidos en la Alemania de 1918, la
Asturias de 1934 y la Hungría de 1956. Los consejos alemanes

* Con esto no ignora los desastrosos errores políticos en que incurrieron ran­
chos “prom inentes” anarquistas españoles. Aunque los líderes anarquistas se veían
ante la alternativa de establecer una dictadura en C ataluña, para lo que 1 10 so
consideraban preparados, esto no era excusa para recu rrir perm anentem ente a tá c ­
ticas oportunistas.
estaban irremediablemente pervertidos: la así llamada «m.i
yoría» (reform ista) socialdem ócrata logró apoderarse drl
control de los flamantes consejos, utilizándolos para íim
contrarrevolucionarios. En Hungría y Asturias, los consejo',
fueron destruidos, pero no hay razón para creer que, de h;«
ber seguido su desarrollo, hubieran evitado el destino de lo-,
soviets rusos. La historia dem uestra que los bolcheviques 110
eran los únicos en distorsionar las form as de operación lit­
ios consejos. Aun en la España anarco-sindicalista hay e\ i
dencias de que, hacia 1937, el sistem a de com ités de la CN I
comenzaba a chocar con el sistem a de asam bleas; cualquiera
que hubiera sido el resultado, el experimento encontró su lin
con el asalto del gobierno republicano y los com unistas con
Ira Barcelona.
Es un hecho, pues, que los consejos, com o form as de 01
ganización, no son inmunes al centralism o, la manipulación
y la perversión. Estos consejos son todavía form as particu
laristas, unilaterales c indirectas de adm inistración social
En el m ejor de los casos, pueden servir de pasos intermedios
hacia una sociedad descentralizada; en el peor, pueden sci
fácilm ente integrados en formas jerárquicas de organización
social.

Asamblea y com unidad

Exam inem os, ahora, la asam blea popular para trazar una
imagen de form as directas de relación social. La asamblea
constituyó, probablemente, la base estructural de la primi­
tiva sociedad tribal y sus clanes, hasta que sus funciones fue
ron asumidas por jefes y consejos. Apareció como ecclesia
en la Atenas clásica; más tarde, en form as m ixtas y a me­
nudo pervertidas, vuelve a presentarse en las ciudades me­
dievales y renacentistas de Europa. Finalmente, reaparece
bajo el nombre de «sections», asambleas constituidas en Pa­
rís como cuerpos insurgentes de la Gran Revolución. La
ecclesia y las secciones parisinas merecen un detallado es­
tudio. Ambas aparecieron en las ciudades más com plejas de
su tiempo y asumieron una form a altam ente sofisticada, a
menudo asociando a individuos de distintos orígenes socia­
les en una notable, aunque transitoria, comunidad de inte­
reses. Sin despreciar sus limitaciones, cabe decir que des­
arrollaron métodos de funcionam iento de ca rá cte r tan aca­
badamente libertario que las especulaciones tic las utopías
más imaginativas no podían com pararse con lo que aquéllas
realizaron en la práctica.
La ecclesia ateniense tenía sus raíces, probablemente, en
las antiguas asambleas tribales de Grecia. Con el desarrollo
de la propiedad y las clases sociales, fue reemplazada por una
estru ctu ra social de tipo feudal, y sólo sobrevivió en el re
cuerdo social del pueblo. Durante un tiempo, la sociedad ate­
niense pareció encam inarse hacia una desastrosa decadencia
interna com o la que, algunos siglos después, sufriría Roma.
Una vasta clase de campesinos fuertem ente hipotecados, un
número creciente de arrendatarios de condición servil y una
masa enorm e de esclavos y trabajadores urbanos se polari­
zaban con tra un reducido grupo de poderosos terratenientes
V una clase media com ercial advenediza. Hacia el siglo sexto
a. C., se daban en Atenas y Ática (la región agraria aledaña)
(odas las condiciones para una devastadora guerra social.
Las reform as de Solón revertieron el curso de la historia
ateniense. Una serie de drásticas medidas devolvió al cam ­
pesinado sus condiciones de viabilidad económ ica, despojó
a los terratenientes de la m ayor parte de su antiguo poder,
revivió a la ecclesia y estableció un sistem a de justicia ra­
zonablemente equitativo. La tendencia hacia la dem ocracia
popular continuó desarrollándose durante cerca de un siglo
y medio, hasta adquirir una forma que no ha sido jam ás
igualada en parte alguna. En tiempos de Pericles, los ate­
nienses habían perfeccionado su polis hasta el punto de que
representaba un triunfo de la racionalidad, dentro de las
limitaciones m ateriales del mundo antiguo.
E struclu ralm en le, la base de la polis ateniense era la
ecclesia. Poco después del am anecer de cada prytany (déci
nio día del año) miles de ciudadanos varones de toda Ática
comenzaban a reunirse en la colina de Pityx, que estaba en
las afueras de Atenas, para la sesión de la asamblea. En este
lugar, al aire libre, los amigos se agrupaban informalmente
hasta que la solemne entonación de las plegarias anunciaba
la ap ertu ra de la sesión. El orden del día, dividido en los
puntos de asuntos «profanos», «sagrados» y' «extranjeros»,
había sido distribuido días antes, junto al anuncio de la
asam blea. Aunque la ecclesia no podía agregar ni proponer
nada que no contuviera la orden del día, los tem as podían
ser reestru cturados a voluntad de la asam blea. No era ne
cesario ningún quorum, salvo para proponer decretos que
afectaran individualmente a ciudadanos.
La ecclesia gozaba de com pleta soberanía sobre todas las
instituciones y cargos de la sociedad ateniense. Decidía cues
tiones de guerra y paz, elegía y exoneraba generales, evaluaba
cam pañas m ilitares, debatía y votaba sobre política interna
y exterior, corregía injusticias, exam inaba y juzgaba las ac­
tuaciones de los funcionarios adm inistrativos y expatriaba a
los ciudadanos indeseables. Aproxim adam ente uno de cada
seis hom bres, dentro del estrato de los ciudadanos, estaba a
cargo, en un momento dado, de la adm inistración de los asun
tos de la comunidad. Unos mil quinientos, nom brados gene
raím ente al azar, integraban los equipos responsables de la
recaudación de impuestos, el gobierno de la navegación, el
sum inistro de alimentos y los servicios públicos, así como la
planificación de las construcciones públicas. El ejército, com
puesto enteram ente de reclutas de las diez tribus de Ática,
estaba al mando de oficiales electos; Atena era custodiada
por una policía de ciudadanos-arqueros y esclavos escitas
del Estado.
E l orden del día de la ecclesia era preparado por un cuei
po llamado el Consejo de los Quinientos. Para que el consejo
no adquiriera ninguna autoridad sobre la ecclesia, los ate
nienses dem arcaron cuidadosam ente sus funciones y su com
posición. Elegido al azar de nóminas de ciudadanos que, a
su vez, eran elegidos anualm ente por las tribus, el Concejo
se dividía en diez subcom ités, cada uno de los cuales perma
necia en funciones durante una décima parte del año. Cada
día se sorteaba la presidencia entre los cincuenta miembros
del subcom ité que estaba en funciones. Durante las veinli
cuatro horas de su m andato, el presidente del Consejo deten
taba el sello del Estado y las llaves de la ciudadela y de los
archivos públicos, funcionando como jefe ejecutivo del país.
Una vez nom brado, no podía volver a ocupar la posición pie
sidencial.
Cada una de las diez tribus elegía seiscientos ciudadanos,
anualm ente, para actu ar com o «jueces» — lo que nosotros lla­
m aríam os m iem bros del ju r a d o — en las corles atenienses.
Cada m añana, estos hom bres hacían una larga cam inata basta
el templo de Teseo, donde se echaban suertes para los pro
cesos del día. Cada co rte se com ponía al menos de 201 jura
dos, y los juicios eran co rrecto s conform e a todas las paulas
de p ráctica judicial conocidas en la historia.
En conjunto, era éste un notable sistem a de adm inistra­
ción social; casi totalm ente gobernada por am aleurs, la polis
ateniense hacía de la form ulación y adm inistración de la p o ­
lítica un asunto com pletam ente público. «Aquí no hay clase
privilegiada, ni b u rocracia, ni casta de políticos especializa­
dos; ningún grupo de hom bres que, com o el Senado rom ano,
pudiera estar exclusivam ente enterado de los secretos del e s ­
tado y fuera depositario de confianza y adm iración como
compendio de sabiduría de la com unidad toda», observa W.
W arde Fow ler. «En Atenas no había disposición alguna, ni,
en realidad, necesidad de confiar en la experiencia de nadie;
cada hom bre se imponía inteligentem ente de los detalles de
sus propias obligaciones tem porales, y las desempeñaba, has­
ta donde sabem os, con integridad y diligencia» (26). Aunque
parezca una alabanza exagerada para una sociedad que nece­
sitaba de esclavos y negaba toda participación a las m ujeres
dentro de la polis, el hecho cierto es que la descripción de
Fowler es esencialm ente veraz.
Por cierto, la grandeza de sus realizaciones reside en el
hecho de que Atenas, a pesar de las características esclavis­
tas, p atriarcales y clasistas que com partía con la sociedad clá­
sica, evolucionó globalmente hacia una dem ocracia funcional,
en el sentido literal del térm ino. No menos significativo, y (al
vez consolador para nuestro propio tiem po, es el hecho de
que esta transform ación sólo sobrevino cuando la polis pa­
recía haber entrado de lleno en la carre ra de la decadencia
social. La dem ocracia ateniense modificó lo m ejor que pudo
las características m ás abusivas e inhumanas de la sociedad
antigua. Las penurias de la esclavitud eran pequeñas com pa­
radas con las de otros períodos históricos, excepto cuando
los esclavos eran empleados en em presas capitalistas. Gene­
ralm ente, se perm itía a los esclavos que acum ularan sus pro­
pios fondos; en las granjas de Ática sus condiciones de tra ­
bajo eran, generalmente, las de sus propios amos, cuya com i­
da también com partían; en Atenas, sus vestidos, m aneras y
actitudes no se distinguían de las de los ciudadanos, lo
que motivaba com entarios irónicos de los visitantes extran­
jeros. En muchos oficios, los esclavos no sólo trabajaban
codo con codo con hombres libres sino que ocupaban posicio­
nes de supervisión sobre trabajadores libres y sobre los de­
más esclavos.
En resum idas cuentas, la imagen de Atenas como econo­
mía esclavista que edificó su civilización y su generosa pers­
pectiva hum anística sobre las espaldas de máquinas humanas
es f a ls a ; «falsa en su interpretación del pasado y en su con­
fiado pesimismo respecto del futuro, deliberadam ente falsa,
sobre todo, en su cínica estimación de la naturaleza huma­
na», afirma Edw ard Zimmerman. «Las sociedades, como los
hom bres, no pueden vivir en com partim entos estancos. No
pueden aspirar a la grandeza proporcionándose el goce del
ocio por medio de la brutalización de vida humana. El arte,
la literatura, la filosofía y todos los demás productos gran
diosos del genio de. una nación no son m eras floraciones de­
licadas en el invernadero de una cultura; deben tener raíces
sólidas y hallar perm anente nutrición en el amplio suelo co­
mún de la vida nacional. Si estam os dispuestos a aprender,
he ahí una lección que nos podría dar la antigua Grecia» (27).

En Atenas, la asam blea popular surgió como producto


final de una transición social arrasadora. En París, más de
dos milenios después, emergió com o palanca de la propia
transición social, como form a revolucionaria y fuerza insu­
rreccional. Las secciones parisinas de principios de la década
de 1790 jugaron el mismo rol — como órganos combativos —
que los soviets en 1905 y 1917, con la decisiva diferencia de
que las relaciones dentro de las secciones no estaban media
tizadas por una estru ctu ra jerárquica. La soberanía fue con
servada por las propias asam bleas revolucionarias, en Iugai
de pesar sobre ellas.
Las secciones parisinas surgieron directamen te del sis li­
m a de votación establecido para las elecciones generales. E n
1789, la monarquía había dividido la capital cu sesenta dis­
tritos electorales, cada uno de los cuales formaba una asam ­
blea de los llamados ciudadanos «activos» o contribuyentes,
los votantes elegibles de la ciudad. Estas asambleas origina­
rias debían nom brar un cuerpo de electores que, a su ve/,
elegiría los sesenta representantes de la capital. Después de
cum plir con sus funciones electorales, las asambleas debían
disolverse, pero se mantuvieron constituidas, desafiando a la
m onarquía, asumiendo luego por sí solas la condición de
cuerpos municipales permanentes. En distintos grados, se
convirtieron en asam bleas vecinales de todos los ciudadanos
«activos», variando de un distrito a otro su forma, poder y
alcance.
La ley municipal de mayo de 1790 reorganizó los sesenta
distritos en cuarenta y ocho secciones. Tenía el propósito de
circunscribir a las asam bleas populares, pero las secciones,
sencillamente, la ignoraron. Prosiguieron ampliando su base
y extendiendo su control sobre París. El 30 de julio de 1792
la sección del T héatre Frangais dejó de lado la distinción
entre ciudadanos «activos» y «pasivos», invitando a los sans-
culottes más pobres e indigentes a participar en la asam ­
blea. Otras secciones im itaron el ejemplo, y desde este mo­
mento se convirtieron en auténticos órganos populares, en
el verdadero corazón de la Gran Revolución. Fueron las sec­
ciones quienes constituyeron la nueva Comuna revoluciona­
ria del 10 de agosto, que organizó el asalto a las Tuileries y
acabó por derrocar a la monarquía borbónica; fueron las
secciones quienes bloquearon en forma decisiva los esfuerzos
de los girondinos p ara sublevar a las provincias contra el
París revolucionario; fueron las secciones quienes, con sus
delegaciones interm inables, su incesante presión y sus de­
m ostraciones arm ad as, imprimieron a la revolución el no­
table giro a la izquierda después de 1791.
Sin em bargo, las secciones no eran sólo organizaciones
de lucha; representaban form as genuinas de auto-gobierno.
En el punto m ás alto de su desarrollo, asum ieron totalm ente
la adm inistración de la ciudad. Cada sección custodiaba sus
propios vecindarios, elegía sus propios jueces, era responsa­
ble de la distribución de alimentos, prestaba ayuda pública
a los pobres y contribuía al mantenimiento de la Guardia
Nacional. Con la declaración de guerra de abril de 1792, las
secciones asum ieron la función adicional de reclu tar volun­
tarios para el ejército revolucionario, cuidando de sus fami
lias, recaudando donaciones para el esfuerzo bélico, equipan­
do y aprovisionando a batallones enteros. Durante el período
del «m áxim um », cuando se estableció el control de precios
para evitar una inflación desbocada, las secciones se hicieron
responsables de la observación de los precios fijados por el
gobierno. Para aprovisionar a París, las secciones enviaron a
sus representantes a la cam paña, donde com praban y trans­
p ortaban alim entos, vigilando que su distribución se hiciera
con precios justos.
Es necesario tener presente que este com plejo de activi
dades extrem adam ente im portantes no fue desempeñado por
b u ró cratas profesionales sino, en su m ayor parte, por vul­
gares artesanos y com ercian tes. La m asa de las responsa­
bilidades seccionales era resuelta después de las horas de
trabajo, durante el tiempo libre de los m iem bros de la sec­
ción. Las asam bleas populares de las secciones solían reu­
nirse durante las noches, en las iglesias de los distintos ve­
cindarios. Por lo general, estaban abiertas a todos los adultos
del barrio. En períodos de em ergencia, las sesiones eran dia­
rias; podían convocarse reuniones especiales por solicitud de
cincuenta m iembros. Las responsabilidades adm inistrativas
recaían, en su m ayor p arte, sobre los com ités, pero las asam ­
bleas populares establecían todas las políticas de las seccio­
nes, revisaban y evaluaban la tarea de todos los com ités y
reem plazaban funcionarios a voluntad.
Las cu arenta y ocho secciones eran coordinadas por la
Comuna de París, consejo municipal de la capital. En casos
de em ergencia, las secciones solían coop erar directam ente,
en tre sí, por medio de delegados ad hoc. E sta form a de coo
peración desde abajo jam ás cristalizó en una relación perm a­
nente. La Comuna de París de la Gran Revolución jam ás si-
convirtió en una institución osificada o agobiante; cambio
ante casi todas las em ergencias políticas, y su estabilidad, es
tru ctu ra y funciones dependían fundam entalm ente de los de
seos de las secciones. En los días que precedieron a! alzamien
to del 10 de agosto de 1792, por ejem plo, las secciones suspen
dieron, simplemente, el viejo consejo municipal, confinaron
a Pétion, alcalde de París, y, en las personas de sus comisio
nados insurreccionales, asum ieron toda la autoridad de la
Comuna y el com ando de la Guardia Nacional. Casi ideuiuo
procedim iento se adoptó nueve m eses m ás tarde, cuando los
diputados girondinos fueron expulsados de la Convención,
con !a diferencia de que la Comuna, y Pache, el alcalde de
París, dieron su consentim iento (luego de ciertos movimien
tos «persuasivos») al alzam iento de las secciones radicales.
T ras apoyarse en las secciones para aju star su domi
nio sobre la Convención, los jacobinos com enzaron a ap o ­
yarse en la Convención para d estruir a las secciones. I.n
septiem bre de 1793, la Convención limitó las asam bleas de
sección a dos por sem ana; tres m eses después, se privó a
las secciones del derecho a elegir jueces de paz y de su papel
en la organización de la m oderación de trabajo. La centrali­
zación galopante de Fran cia, em prendida por los jacobinos
entre 1793 y 1794, com pletó la liquidación de las secciones
A éstas se Ies negó todo control sobre la policía y sus tareas
adm inistrativas fueron encargadas a bu ró cratas profesiona­
les. H acia enero de 1794, la vitalidad de las secciones había
sido exhaustivam ente socavada. Como señala M ich clet: «Las-
asam bleas generales de sección habían m uerto y todo el po­
der transferido a sus com ités revolucionarios, que, no siendo
ya cuerpos elegibles sino simples grupos de funcionarios de­
signados por las autoridades, tam poco tenían mucha vida
propia.» Las secciones habían sido subvertidas por los pro­
pios líderes revolucionarios que ellas habían llevado al poder
en la Convención. Cuando llegó el m om ento en que Robes-
pierre, Saint-Just y Lebas apelaron a las secciones contra la
Convención, la m ayoría no hizo, virtualm ente, nada en su
favor. Inclusive, la revolucionaria sección Gravilliers -— los
hom bres que con tanta vehem encia apoyaran a Jacqucs Rou\
y los enra gés en 1793 — puso sus arm as, vengativam ente, al

1!! C abe señ alar que M arx sentía gran adm iración por los jacob in os. <lrlml<»
precisam ente a la “cen tra liz a ció n ” de F ra n cia , y que en su fam osa “ D irectivas
del C on sejo C en tral'' los to m ó co m o m odelo p olítico para su táctica en A lem ania,
E sto constituyó una cortedad de visión de increíbles p rop orciones, un acen to insii
lu cion ai. revelador de la m ás grosera falta de sensibilidad h acia la actividad v l»«
transfo rm ació n autónom as de un pueblo en m ovim iento revolucionario. V er " ¡ I *un
cha, M arxista'.” .
servicio de los term idorianos, y m archó co n tra los robes-
p ierristas, los líderes jacobinos que pocos meses atrás habían
em pujado a Roux al suicidio y guillotinado a los portavoces
de la izquierda.

De «aquí» a «allí»

No hay mucho que decir sobre los factores que minaron


los cim ientos de las asam bleas de la Grecia clásica y el París
revolucionario. En ambos casos, la asam blea como modalidad
organizativa fue rota no sólo desde fuera sino también desde
dentro, por el desarrollo de los antagonism os de clase. No
hay form a — por inteligentemente trazada que estuviera —
capaz de superar el contenido de una sociedad dada. Care­
ciendo de recursos m ateriales, tecnología y nivel de desa
rrollo económ ico para sobreponerse a los antagonism os de
clase com o tales, Atenas y París podían alcanzar una aproxi
m ación a las form as de la liberiad sólo tem poralm ente: y
sólo para hacer frente a la amenaza más seria de total de
cadencia social. Atenas fue fiel a la ecclesia durante varios
siglos, principalm ente porque la polis aún conservaba un
con tacto vivo con las form as tribales de organización; Pare
desarrolló su modalidad seccional durante un período de al
gunos años, en gran parte porque los sans-culottes habían
sido catapultados a la cabeza de la revolución por una rara
com binación de circunstancias afortunadas. Tanto la ecclesia
como las secciones fueron desarticuladas por las propias con
diciones que intentaban co n tro lar: propiedad, antagonismo',
de clase y explotación, pero que no lograron eliminar. I "
asom broso es que hayan llegado a funcionar, considerando
los enorm es problemas que se les presentaban y los oh',
táculos formidables que debían salvar.
E s necesario tener presente que Atenas y París eran gran
des ciudades, no aldeas cam pesinas; más aún, eran cení i o-
urbanos com plejos y altam ente sofisticados para su tiempo
Atenas mantenía a una población que excedía el cuarto il<
millón, m ientras que los habitantes de París eran más di
setecientos mil. Ambas ciudades participaban del com enm
mundial; am bas presentaban com plejos problemas loyi-.n
eos; ambas tenían una multitud de necesidades que sólo po­
dían ser satisfechas por un sistem a bastante elaborado de
adm inistración pública. Aunque la población de cada una era
apenas una p arte de la que actualm ente habita ciudades
com o Nueva Y ork o Londres, esta ventaja quedaba más que
com pensada por los sistem as extrem adam ente primitivos
que se aplicaban en tran sp orte y com unicaciones, y por la
necesidad, al menos en París, de que los m iem bros de la
asam blea dedicaran gran parte del día a un brutal esfuerzo
físico. Sin em bargo, París, tanto com o Atenas, fue adminis­
trada por a m ateu rs: por hom bres que, durante varios años
y en sus ratos libres, se cuidaron de la adm inistración de
una ciudad en ferm ento revolucionario. El medio fundamen­
tal con el que hicieron su revolución, organizaron sus con­
quistas y finalmente la defendieron de la contrarrevolución
interna y la invasión extran jera fue la asam blea pública de
los vecinos. No hay la m enor evidencia de que estas asam ­
bleas y los com ités que ellas designaron fueran ineficaces, o
técnicam ente incom petentes. Por el con trario, despertaron
una iniciativa popular, una resolución en la acción y un sen­
tido revolucionario que no podría soñar ninguna b urocracia
profesional, por radicales que fueran sus reclam aciones. Más
aún, cabe d estacar que Atenas fundó la filosofía occidental,
las m atem áticas, el teatro, la historiografía y el arte, y que el
París revolucionario contribuyó desproporcionadam ente a la
cu ltu ra de su tiem po y al pensam iento político del mundo
occidental. El escenario de estas realizaciones no fue el Es-
lado tradicional, estructurado alrededor de un ap arato buro­
crático , sino un sistem a de relaciones inm ediatas, una de­
m ocracia directa basada en las asam bleas públicas.
Las secciones nos brindan una pauta general para la or­
ganización de asam bleas en una gran ciudad y durante un
período de transición revolucionaria del E stad o político cen-
Iralizado a una sociedad potencialm ente descentralizada. La
ecclesia nos da la pauta general organizativa para una so­
ciedad descentralizada. La ecclesia y las secciones son «m o­
delos» — utilizo deliberadam ente esta p a la b ra — pero exis­
tieron com o experiencias vivas, y no com o visiones teóricas.
Es precisam ente por esto por lo que convalidaron, en la prác-
lica, m uchas especulaciones teóricas anarquistas que se han

a
desechado m uchas veces por «visionarias» y «poco realistas».
La aspiración de disolver la sociedad de apropiación, el
dominio de clases, la centralización y el E stad o es tan vieja
com o la em ergencia histórica de la propiedad, las clases y
los E stados. Al principio, los rebeldes podían m irar hacia
atrás, hacia los clanes, tribus y federaciones; en aquel tiem
po el pasado estaba aún más cerca que el futuro. Después,
el pasado se retiró com pletam ente de la visión y la m em oria
del hom bre, exceptuando tal vez a los sueños residuales de
la «edad dorada» o el «Jardín del Edén» *. En este punto, la
propia noción de liberación se tornó especulativa y teórica,
y com o todas las visiones estrictam ente teóricas, su conte­
nido fue em papado por el m aterial social de presente. De
aquí que la utopía, desde Moro a Bellam y, no sea una imagen
de un futuro hipotético sino la de un presente proyectado
a la conclusión lógica de su racionalidad, o al absurdo. La
utopía tiene esclavos, reyes, oligarcas, tecn ócratas, élites,
habitantes de los suburbios y una sustanciosa pequeña-bur-
guesía. Aún para la izquierda, se ha vuelto habitual definir
el objetivo de una sociedad sin estado ni propiedad como
una serie de aproxim aciones, de estadios, en la cual el ob­
jetivo final se alcanza por medio del estado. El poder me­
diado, indirecto, entró a la visión del futuro; peor aún, como
indica la evolución del proceso ruso, ha sido reforzado hasta
el punto de que, hoy, el Estado no es m eram ente el «com ité
ejecutivo» de una clase específica sino una condición huma­
na. La vida m ism a ha sido burocratizada.
Si examinarnos la disolución total de la sociedad existen­
te, no podemos evadirnos de la cuestión del poder, sea e!
poder sobre nuestras propias vidas, la «tom a del poder» o
su disolución. Para ir del presente al futuro, del «aquí» al
«allá», debemos preguntarnos: ¿Qué es el poder? ¿E n qué
condiciones se le disuelve? ¿Qué significa esta disolución?
¿Cómo surgen las form as de la libertad, las relaciones di­
rectas en la vida social, del seno de una sociedad estratifica­
da, en la cual la falta de libertad ha sido llevada h asta el

* En la década de 1860, con los tra b a jo s de B ach o fen y M organ, la hum ani­
dad redescubrió su pasado com unal. P or aquel entonces, el descubrim iento sirvió
de arm a crítica co n tra La fam ilia burguesa y la propiedad.
punto del absu rd o: la dom inación por la dominación misma?
Partim os del hecho histórico de que casi todas las gran
des revoluciones com enzaron espontáneam ente '' : lo aleslí
guan los tres dias de «desorden» que precedieron a la loma
de la Bastilla en julio de 1789, la defensa de la artillería en
M ontm artre que condujo a la Comuna de París en 1871, los
fam osos «cinco días» de febrero de 1917 en Petrogrado, la
tom a de Budapest y la expulsión del ejército ruso en 1956.
P rácticam ente todas las grandes revoluciones vinieron desde
abajo, se originaron en el movimiento m olecular de las «ma
sas», en su progresiva individuación y su exp lo sión : una ex
plosión que, invariablemente, tomó por sorp resa a los «revo­
lucionarios» autoritaristas.
No puede haber separación entre el proceso revoluciona­
rio y el objetivo revolucionario. Una sociedad basada en el
autogobierno d eb e se r alcanzada p o r m edio del autogobier­
no. E sto supone la fo rja de una personalidad (sí, literal­
m ente, la forja en el proceso revolucionario) y un modo de
gobierno que esta personalidad es capaz de adoptar **. Si
definimos el «poder» com o poder del hom bre sobre el hom­
bre, sólo podrá ser destruido a través del mismo proceso
por el cual el hom bre adquiere poder sobre su propia vida
y durante el cual no sólo se «descubre» sino, lo que es más
significativo, form ula su individualidad en todas las dimen­
siones sociales.
Concebida de este modo, la libertad no puede ser «dada»
al individuo com o «producto final» de una «revolución», y
m ucho menos si esta «revolución» la realizan los social-filis-
teos hipnotizados por las tram pas de la autoridad y el poder.
La asam blea y la com unidad no pueden ser fundadas por de­
creto, ni legisladas. E s indudable que un grupo revoluciona

* Sin dada, la "h isto ria ” puede aquí enseñarnos algo, precisam ente porque lo
dos estos alzam ientos espontáneos no son historia, sino diversas m anifestaciones <!<•
un m ism o fenóm en o: la revolución. T o d o aquel que se dice revolucionario y no
sus propios
estudia estos aco n tecim ien to s en térm inos, concienzudam ente y sio pie
conceptos teóricos, no es m ás que un diletante jugando a la revolución.
* * W ilhelm R eich y, luego, H erbert M arcu se, han puesto en claro que la
"personalidad” no es sólo una dim ensión individual sino tam bién so cial. I I yo que
halla su expresión en la asam blea y la com unidad es. literalm ente, la asam blea v
la com unidad que han hallado su propia exp resión: una to tal congruencia <lc furnia
y contenido.
rio puede proponerse deliberada y conscientem ente la crea­
ción de estas form as; pero si no se perm ite que la asamblea
y la comunidad em erjan orgánicam ente, si su crecim iento
no es instigado, desarrollado y m adurado por la acción de
los procesos sociales, no serán form as realm ente populares.
La asam blea y la comunidad deben surgir del propio seno
del proceso revolucionario; más aún, el proceso revoluciona
rio debe consistir en la formación de la asamblea y la com u­
nidad y, al mismo tiempo, en la destrucción de! poder. La
asamblea y la comunidad deben convertirse en «palabras de
lucha», no en rem otas panaceas. Deben ser creadas como
m odalidades combativas contra la sociedad existente, no
com o abstracciones teóricas o program áticas.
Las futuras asambleas populares de manzana, barrio o
distrito — las secciones revolucionarias que ven d rán — se es­
tablecerán en un nivel social más elevado que todos los co­
mités, sindicatos, partidos y clubs actuales adornados con los
títulos «revolucionarios» más resonantes. Serán los núcleos
vivientes de la utopía en el cuerpo en descomposición de la
sociedad burguesa. Reuniéndose en auditorios, teatros, palios,
salones, parques y —-com o sus predecesoras, tas secciones de
1793 — en las iglesias, serán el teatro de la desmasificación,
pues la propia esencia del proceso revolucionario es la actua­
ción individuada del pueblo.
En este punto, la asamblea no sólo debe enfrentarse al
poder del Estado burgués — el famoso problem a del «doble
p o d er»— sino también al peligro de un Estado incipiente.
Como las secciones de París, además de luchar con tra la Con­
vención tendrá que com batir la tendencia a cre a r formas so ­
ciales mediadas, in d irectas*. Los com ités de fábrica, que casi
seguram ente serán los encargados de tom ar la industria, de
ben ser directam ente gobernados por las asambleas obreras
en las fábricas. En el mismo sentido, los com ités de barrio
y los consejos y comisiones, deben estar totalm ente arraiga
dos en la asamblea vecinal. Han de ser cuestiomxbles por la
asamblea en todo momento; ellos y sus obras deben someter

* Adem ás de la difusión de ideas, la tarea m ás im portante de ios anarquista,


consistirá en defender ia espontaneidad del m ovim iento popular, librando un con
t itiuo duelo teórico y organizativo contra los autoritarios.
se a una continua revisión de la asam blea; y, liualmenle, mis
miembros estarán sujetos a una inmediata revocación di- su
mandato por la asamblea. El peso específico de la .sociedad,
en pocas palabras, debe estar en sus bases: el pueblo anua
do en asam blea permanente.
En la medida en que el escenario de la asamblea es la
moderna ciudad burguesa, la revolución se enfrenta a un ám
bito hostil. La ciudad burguesa, por su propio carácter y su
estructura, favorece la centralización, la manipulación y la
masificación. Inorgánica, impersonal, organizada como una
factoría, la ciudad tiende a inhibir el desarrollo de una co
munidad orgánica y global. En su condición de disolvente uni­
versal, la asamblea debe tra ta r de disolver a la propia ciudad.
Podemos imaginar a Jos jóvenes renovando la vida social,
del mismo modo que renuevan la especie humana. Abando­
nando la ciudad, comienzan a fundar las comunidades ecoló­
gicas nucleares, a las que se acogerán cantidades crecientes
de gente mayor. Grandes m asas de recursos se movilizan a su
servicio; cuidadosos estudios y sugerencias ecológicas son
puestos a su disposición por el personal más com petente e
imaginativo. La ciudad moderna comienza a encogerse, a con­
traerse, desapareciendo como sus antiguos progenitores de
hace mil años. En la nueva comunidad ecológica, global, la
asam blea encuentra su auténtico medio ambiente y su verda­
dera morada. Ahora, form a y contenido se corresponden to­
talmente. Se ha completado el viaje desde «aquí» has La
«allí», de las secciones a la ecclesia, de las ciudades a las
comunidades. La fábrica no es ya un fenómeno particulariza­
do; ahora deviene parte orgánica de la comunidad. En este
sentido, ya no es una fábrica. La disolución de la fábrica en
el seno de la com unidad consum a la liquidación de los últi
mos vestigios de propiedad, de clase, y especialm ente de la
sociedad mediatizada, en la nueva polis. Y ahora puede des­
plegarse el dram a real de la vida humana, en toda su bel li­
za, arm onía, creatividad y alegría.
5. ¡E SC U C H A , M A R X ISTA !

Toda la vieja m orralla do los años trein ta está de reg reso :


la «línea de clase», el «papel de la clase», los «cuadros adies­
trados», el «partido de vanguardia» y la «dictadura proleta­
ria». Todo aquello ha vuelto, y en form a m ás vulgarizada que
nunca. El Progressive Labor Party no es el único ejem plo;
es sólo el peor. Se huele el m ismo tufillo en varios despren­
dim ientos de la SDS y en los círculos m arxistas y socialistas
de los cam pus, no digamos ya en los grupos trotsk istas, los
Clubs Socialistas Internacionales y la Juventud Contra la
G uerra y el Fascism o *.
E n los años trein ta, al menos, esto era com prensible. Los
E stad os Unidos estaban paralizados por una crisis económ i­
ca crónica, la m ás profunda y prolongada de su historia. Las
únicas fuerzas vivas que parecían conm over los m uros del ca ­
pitalism o eran los poderosos impulsos organizativos de la
C IO **, con sus espectaculares huelgas y sentadas callejeras,
su m ilitancia radical, sus encuentros sangrientos con la poli­
cía. La atm ósfera política del mundo entero estaba cargada
con la electricidad de la guerra civil española, última ex­
presión de las clásicas revoluciones obreras, donde cada se d a
radical de la izquierda am ericana podía identificarse con su
propia colum na m iliciana en Madrid o B arcelona. E sto era
hace trein ta años. En aquel tiempo, cualquiera que tuviera la

* E l autor se reliere a organizaciones de la nueva izquierda de U SA , La sinla


(S .
S D S corresponde a la rad ical “ Students for D em o cra tic S o c ictv ". </W /.)
** (N. del T.)
Im portante central obrera n o rteam ericana.
ocurrencia de gritar «Haz el am or, no la guerra» hubiera sido
tomado por loco; el grito de entonces era «Haced empleos,
no g u erras»; llanto de una era castigada por la escasez, cuan­
do la im plantación del socialismo acarreaba «sacrificios» y
suponía una «período de transición» de cara a una economía
de abundancia m aterial. Para cualquier chico de dieciocho
años, en 1937, el concepto de cibernética hubiera sonado a
ciencia ficción desenfrenada, una fantasía sólo com parable
a las visiones del viaje interestelar. Aquel m uchacho de clic
ciocho años acaba de cumplir la cincuentena, y tiene las raí­
ces plantadas en una era tan rem ota que difiere cuantitativa
m ente de las realidades del período actual en los Estados
Unidos. El propio capitalism o ha cambiado desde entonces,
adoptando form as cada vez más estratificadas que sólo po­
dían avizorarse pálidamente hace treinta años. Y ahora se­
nos propone que volvamos a la «línea de clase», la «estrate
gia», los «cuadros» y todas las form as organizativas de aquel
período distante, con desprecio casi vociferante por los nue­
vos tem as y posibilidades que han surgido.
¿Cuándo diablos acabarem os de crear un movimiento ca
paz de m irar hacia el futuro en lugar del pasado? ¿Cuándo
com enzarem os a aprender de lo que está naciendo en lugar
de lo que está muriendo? Marx intentó hacerlo en su propio
tiempo, y a esto debe su perdurable prestigio; trató de inspi­
ra r un espíritu futurista en el movimiento revolucionario de
las décadas entre 1840 y 1850. «La tradición de todas las
generaciones m uertas cae com o una pesadilla sobre la men­
te de los vivos», escribió en E l Dieciocho de B rum ario de
Luis Bonaparte. ÍY precisam ente cuando parecen embar­
carse en la transform ación de sí mismos y ele las cosas que
los rodean, precisam ente en las épocas de crisis revolucio­
naria convocan ansiosam ente los espíritus del pasado en su
ayuda, y de ellos toman prestados nombres, slogans de barrí
cada y vestidos, para presentar el nuevo escenario de la his­
toria del mundo con este disfraz santificado por el paso del
tiempo, con este lenguaje prestado. Por esto Lutero se cubrió
con la m áscara de Pablo el apóstol, la revolución de 1789 y
1814 vistió alternativam ente los trajes de la República Roma­
na y el Im perio Romano, y la de 1848 no halló nada m ejor
que parodiar, a su vez, a 1789 y las tradiciones de 1793 y
1795... La revolución social de] siglo diecinueve no puede ex­
traer su poesía del pasado, sino sólo del futuro. No puede
com enzar a vivir si 110 se desnuda de todas las supersticiones
relativas al pasado... Para arrib ar a su propio contenido, la
revolución del siglo diecinueve debe dejar que los m uertos
entierren a sus m uertos. Allí la frase iba más allá que el con­
tenido; aquí el contenido supera a la frase» (28).
¿Difiere en algo el problema de hoy, cuando nos acerca­
mos al siglo veintiuno? Nuevamente están los m uertos an­
dando entre nosotros, y se han vestido irónicam ente con el
nombre de Marx, el hombre que trató de enterrar a los m uer­
tos del siglo diecinueve. De modo que la revolución de nues­
tro tiempo no es capaz de nada m ejor que parodiar, a su
vez, a las revoluciones de octubre de 1917, a la guerra civil
de 1918-1920, con su «línea de clase», su Partido Bolchevique,
su «dictadura del proletariado», su m oralidad puritana v has­
ta su slogan: «El poder a los soviets». La revolución com pleta
y m ultilateral de nuestro tiempo, que está por fin en condi­
ciones de resolver la histórica «cuestión social» nacida de la
escasez, la dominación y las jerarquías, toma ejemplo de las
revoluciones parciales, incompletas y unilaterales del pasado,
que se limitaron a cam biar la form a de la «cuestión social»
reemplazando un sistem a de explotación jerárquica por otro.
En un tiempo en que la m ismísima sociedad burguesa se en­
cuentra embebida en el proceso de desintegrar todas las cla­
ses sociales que alguna vez le dieron su estabilidad, se escu­
chan estas huecas proclam as de una «línea de clase». En esta
época en que todas las instituciones políticas de la sociedad
jerarquizada entran en un período de profunda decadencia,
suenan huecas proclam as de! «partido político» y el «estado
obrero». M ientras ía jerarquía com o tal es cuestionada, es­
cucham os huecas proclam as sobre «cuadros», «vanguardias»
y «líderes». En el m om ento preciso en que la centralización y
el Estado alcanzan el punto más explosivo de negatividad
histórica, se oyen estas huecas proclam as de un «movimiento
centralizado» y una «dictadura del proletariado».
E sta búsqueda de seguridad en el pasado, este intento de
hallar abrigo en un dogma fijo y una jerarquía organizativa
que sustituyan al pensamiento creativo y la praxis es la
am arga evidencia de que m uchos revolucionarios son tremen-
clámente incapaces de revolucionar «a ias cosas y a sí mis­
mos», y m ucho menos a la sociedad total. El conservadurism o
hondam ente arraigado de los «revolucionarios» del PLP * es
de una evidencia casi dolorosa; el líder y la jerarquía autori­
taria reemplazan al p atriarca y a la burocracia escolar; la
disciplina del movimiento sustituye a la de la sociedad bur­
guesa; el código autoritario de la obediencia política reem ­
plaza al E stad o; el credo de la «m oralidad proletaria» tom a el
lugar de los pruritos puritanos y la ética del trabajo. La vieja
sustancia de la sociedad explotadora reaparece bajo nuevas
form as, envuelta en los pliegues de una bandera roja, deco
rada con retrato s de Mao (o Castro, o el Che) y adornada por
el diminuto «Libro Rojo» y otras letanías sagradas.
La m ayoría de la gente que sigue perteneciendo al PLP lo
tiene bien m erecido. Si pueden vivir con un movimiento que,
cínicam ente, im prim e sus slogans al pie de fotografías de
piquetes del DRUM **; si pueden leer una revista que se pre­
gunta si M arcuse es un «copout» o un « co p » ** *; si pueden
acep tar una «disciplina» que los reduce a la condición de
autóm atas o naipes de poker; si pueden utilizar las técnicas
más desagradables (que han tom ado prestadas de las opera
ciones com erciales y el parlam entarism o burgueses) para m a­
nipular a otras organizaciones; si pueden parasitar virtual-
m ente cada acción o situación con el exclusivo propósito de
prom over el crecim iento de su partido — aunque esto impli­
que la d errota de la propia acción — no m erecen m ás que
desprecio. Cuando esta gente se autodenomina «roja» y cali
lica a los ataques que se le dirigen de caza de «rojos», pracíi
ca una forma de m acartism o revertido. Para reform ular la
sabrosa descripción del stalinism o que debemos a Trotslcv,
esta gente es la sífilis del movimiento juvenil radical de núes

* Cuando escribí estas líneas, el P rogressive L ab o r Partv e je rc ía gran influcu


eia sobre la S D S . Aunque el P LP ha perdido casi to d a aq u ella influencia en el
m ovim iento estudiantil, su organización sigue constituyendo un buen ejem plo de la
m entalidad y valores de la V ie ja Izquierda. N o h e m odificado estas referencia:
porque son válidas para casi todos los grupos m arxistas-leninistas.
* * Dodge Revolutionary U nion M ovem ent, D R U M , parte integrante de la Lip;i
de T rab ajad o res N egros R evolu cionarios, con epicentro en D etroit.
Ju ego de palabras basado en dos lunfardism os. Podría traducirse por (m
M arcuse e s)... una política o un poli... (N. del T.)
tro tiempo. Y hay sólo un tratam iento para la sífilis: anti­
bióticos, no argum entos.
Lo que nos preocupa en este sentido son aquellos revolu­
cionarios honestos que se han inclinado hacia el m arxism o, el
leninismo o el trotskism o, porque buscan fervorosam ente una
perspectiva social coherente y una estrategia efectiva para la
revolución. También estam os preocupados por quienes se de­
jan deslum brar por el repertorio teórico de la ideología m ar­
xista y flirtean con ella, a falta de otras alternativas sistem á­
ticas. A esta gente nos dirigimos com o hermanos y herm anas,
convocándolos a una discusión seria y a una reevaluación
com prensiva. Creemos que el m arxism o ya no es aplicable
a nuestro tiempo, no porque resulte demasiado visionario o
excesivam ente revolucionario, sino porque no lo es en grado
suficiente. Creemos que nació de una era de escasez y presen­
tó una crítica brillante de aquella era, concretam ente del ca ­
pitalism o industrial, y que está naciendo una nueva era que
el m arxism o no abarca adecuadam ente y cuyos lincamientos
sólo pudo anticipar en form a unilateral y parcial. Sostenemos
que el problem a no es «abandonar» el m arxism o o «anular­
lo», sino trascenderlo dialécticam ente, del mismo modo que
M arx trascendió la dialéctica hegeliana, la econom ía de Ri­
card o y las tácticas y modalidades organizativas blanquistas.
Consideramos que, en un estadio del capitalism o más avanza­
do que el que conoció M arx hace ya un siglo, y en una etapa
más avanzada del desarrollo tecnológico que M arx pudo an­
ticipar claram ente, es necesaria una nueva crítica, que a su
vez inspire nuevas form as de lucha, de organización, de pro­
paganda y de estilo de vida. Llamen a estas form as como les
plazca, incluso «m arxism o» si lo desean. Hemos preferido
dar a este nuevo enfoque el nombre de anarquism o post­
escasez, por una cantidad de contundentes razones que en
las páginas que siguen resultarán evidentes.

Los límites históricos del m arxism o

La idea de que un hombre cuyas más grandes contribu­


ciones teóricas fueron hechas entre 1840 y 1880 pudiera «pre­
ver» toda la dialéctica del capitalism o resulta claram ente
absurda. Si aún podemos aprender mucho de las concepcio­
nes de Marx, es más aún lo que aprenderemos de los inevita­
bles errores de un hombre que estaba limitado por una era
de escasez material y una tecnología que apenas incluía el uso
de la energía eléctrica. Podemos aprender hasta qué punto
es diferente nuestra época con relación a toda la historia pa­
sada, hasta qué punto son cualitativam ente distintas las po­
tencialidades que se nos presentan y únicos los planteamien­
tos, análisis y praxis que debemos acom eter para h acer una
revolución y no un nuevo aborto histórico.
No se trata de que el m arxism o, como «m étodo», deba
aplicarse a «nuevas situaciones», o que deba desarrollarse un
«neo-marxismo» para superar las limitaciones del «m arxis­
mo clásico». El intento de rescatar el p edigree m arxista, en­
fatizando el método sobre el sistema o agregando el prefijo
«neo» a la palabra sagrada no es m ás que una lisa y llana
mixtificación, dado que las conclusiones prácticas del sistem a
contradicen abiertamente estos propósitos *. Sin embargo,
éste es precisam ente el estado de cosas en la exégesis m ar­
xista de hoy. Los m arxistas se basan en el hecho de que su
sistema despliega una brillante interpretación del pasado,
m ientras ignoran deliberadamente las atroces desviaciones
en que ha incurrido de cara al presente y al futuro. Hablan
de la coherencia que el m aterialism o histórico y el análisis de
clase han impreso a la interpretación de la historia, de la
luz que la concepción económ ica de El Capital ha echado
sobre el desarrollo del capitalismo industrial, de la brillantez
con que M arx ha analizado las revoluciones anteriores y de­
ducido conclusiones tácticas, sin reconocer ni por asomo que
han surgido problemas cualitativam ente nuevos, que en tiem­

* Ri m arxism o es. ante todo, una teoría de la praxis, o, para ubicar esta
relación en su perspectiva co rrecta, una praxis de la teoría. É ste es el verdadero
significado de la transform ación m arxiana de la dialéctica, a la que desplazó de
la dimensión subjetiva (donde los Jóv en es Hegelianos aún trataban do confinar la
concepción de H cgcl) a la objetividad, de la critica filosófica a la acción social.
Cuando la teoría se divorcia de la práctica, no es que se mate al m arxism o, sino
que éste se suicida. Aquí reside su aspecto más noble y adm irable. Los esfuerzos
de los cretinos que se sirven de M arx para m antener vivo el sistema con remien­
dos y reform as son insultos que degradan el nombre de M arx con un “academ i­
cism o” n la M aurice Dobh y G eorge N ovack, deform ando y contam inando todo
lo que M arx sostenía.
pos de M arx no existían, ni muchísimo menos. ¿Puede con­
cebirse que los problemas históricos y los métodos de análi­
sis clasista, íntegram ente basados en una inevitable escasez,
se transplanten a una nueva era potencialm ente abundante?
¿E s concebible que un análisis económico centrado originaria­
mente en un sistem a capitalista de «libre concurrencia» in­
dustrial se transfiera a un sistema de capitalism o gerencial, en
que el Estado y los monopolios se combinan para manipular
la vida económ ica? ¿Puede creerse que el repertorio táctico
y estratégico formulado durante un período en que la base
de la tecnología industrial residía en el carbón y e! acero re­
sulte aplicable para una era basada en fuentes energéticas ra­
dicalmente nuevas, en la electrónica y la cibernética?
Como resultado de este trasplante, un cuerpo teórico que
hace un siglo era liberador se ha convertido, hoy, en una ca­
misa de fuerza. Se nos pide que veamos en la clase obrera al
«agente» del cambio revolucionario, cuando vemos que el ca­
pitalismo produce contradicciones, y agentes revolucionarios,
virtualm ente en todos los estratos de la sociedad, particular­
m ente dentro de la juventud. Se nos dice que debe guiar
nuestras tácticas el concepto de una «crisis económ ica cró ­
nica», a pesar de que no ha habido tal crisis durante los úl­
timos treinta años *. Se espera de nosotros que aceptemos
la «dictadura del proletariado» — un largo «período de tran­
sición» destinado no sólo a suprim ir a los contrarrevolucio­
narios sino también a desarrollar una tecnología de abun­
d an cia — en momentos en que dicha tecnología está, ya, al
alcance de la mano. Se nos propone orientar nuestra «estra­
tegia» y nuestra «táctica» eri función de la pobreza y la mi­
seria m aterial en una época en que el sentimiento revolucio­
nario se origina en la banalidad de la vida bajo condiciones
de abundancia m aterial. Se nos pide que formemos partidos
políticos, organizaciones centralizadas, jerarquías y élites
«revolucionarias» y un nuevo Estado, en plena decadencia de
las instituciones políticas como tales, cuando la centraliza­
ción, el elitismo y el estado son puestos en tela de juicio a

* En realidad, los nía rx isi as hablan muy poco, hoy día, de la ''crisis crónica
(económ ica) dei capitalism o7', a pesar de que este concepto constituye el punto focal
de la teoría económ ica de M arx.
una escala desconocida en la historia de la sociedad jerar­
quizada.
Se nos propone, en pocas palabras, que volvamos al pa­
sado, que nos encojam os en lugar de crecer, que forcem os la
im petuosa realidad de nuestro tiempo, con sus prom esas y
esperanzas, y para avenirla a los prejuicios exangües de un
tiempo que ya pasó. Se pretende que operemos con principios
que están superados, no sólo en el plano teórico sino en tér­
minos del propio desarrollo social. La H istoria no se ha pa­
ralizado con la m uerte de Marx, Engels, Lenin y Trotsky;
tam poco ha evolucionado en la dirección simplista que pro­
nosticaron estos pensadores, brillantes, sí, pero cuyas mentes
tenían las raíces en el siglo diecinueve o en los albores del
veinte. Hemos visto al propio capitalism o realizar m uchas
de las tareas (incluyendo el desarrollo de una tecnología de
abundancia) que se consideraban socialistas; lo hemos visto
«nacionalizar» la propiedad, armonizando la propiedad con
el estado allí donde fuera necesario. Hemos visto a la clase
obrera neutralizada en tanto que «agente dei cam bio revo­
lucionario», embebida todavía en una lucha dentro del m arco
«burgués» por m ejoras salariales, menos horas de trabajo y
participación en los beneficios. La lucha de clases en el sen­
tido clásico no ha desaparecido; peor aún, ha sido asimilada
por el capitalism o. La lucha revolucionaria en los países
capitalistas avanzados ha pasado a un plano históricam ente
n uevo: se ha convertido en la batalla de una generación ju­
venil que no ha conocido crisis crónicas de la economía, con
tra la cultura, los valores e instituciones de la generación
mayor, conservadora, cuya visión de la vida fue tallada pol­
la escasez, el sentimiento de culpa, la privación, la ética dei
trabajo y la búsqueda de la seguridad m aterial. Nuestros
enemigos no son solamente la burguesía, visiblemente atrin­
cherada, y el aparato estatal, sino también la concepción que
sustentan liberales, socialdem ócratas, instrum entadores de
los corruptos medios de m asas, partidos «revolucionarios»
del pasado y, aunque resulte doloroso para los acólitos del
m arxism o, obreros dominados por la jerarquía fabril, la ru­
tina industrial y la ética del trabajo. El caso es que, ahora,
las divisiones cortan al través todas las líneas clasistas tradi­
cionales, trazando un espectro de problemas que ninguno de
los m arxistas pudo imaginar, basándose en las sociedades de
la escasez,

E l mito del proletariado

Hagamos a un lado todos los residuos ideológicos del pa­


sado para en trar de lleno en las raíces teóricas del problem a.
La máxim a contribución de M arx al pensamiento revolucio­
nario es su dialéctica del desarrollo social. Marx esclareció el
gran movimiento desde el comunismo primitivo, a través de
la propiedad privada, hacia la form a superior del com unis­
m o : una sociedad comunal basada en una tecnología libera­
dora. Según Marx, durante este movimiento el hombre pasa
p or la dominación de la naturaleza * y por la dominación so­
cial. Dentro de esta dialéctica m ayor, M arx examina la dialéc­
tica específica del capitalismo, sistem a social que constituye
el último «estadio» histórico de la dominación del hom bre
por el hombre. En este punto, Marx no sólo hace una profun­
da aportación al pensamiento revolucionario contem poráneo
(especialm ente por su brillante análisis de la m ercancía) sino
que también exhibe las limitaciones de tiempo y lugar que
tan decisivas resultan desde nuestra perspectiva.
La más seria de estas limitaciones se presenta cuando
M arx intenta explicar la transición del capitalism o al socia­
lismo, de la sociedad de clases a la sociedad sin clases. E s de
vital im portancia que tengamos presente que toda esta expli­
cación fue elaborada por analogía con la transición del feu­
dalismo ai capitalism o, esto es, de una sociedad de clases
a otra sociedad de clases, de un sistem a de apropiación a
otro. En consecuencia, señala M arx que, así como la burgue­
sía se desarrolló dentro del feudalismo como producto de
la contradicción entre ciudad y cam po (m ás precisam ente,
entre artesanado y agricultura) el moderno proletariado se
desarrollaría dentro del capitalism o al com pás del avance

* P or razones de c a rá cter ecológico, podemos aceptar no el concepto de “do­


minación de la naturaleza por el hom bre" en el sentido sim plista que tenía para
M arx hace un siglo. E ste problem a se analiza en “ E co lo gía y pensam iento revolu­
cion ario” .
de la tecnología industrial. Ambas clases, según se afirma,
desarrollan sus propios intereses sociales: estos intereses son,
ciertam ente, revolucionarios, y los proyectan contra la vieja
sociedad en la cual se originaron. Si la burguesía obtuvo el
control de la vida económica mucho antes de d errocar a lo
sociedad feudal, el proletariado conquista su propio poder
revolucionario gracias a un sistema fabril que lo «disciplina,
unifica y organiza» *. En ambos casos, el desarrollo de las
fuerzas productivas se hace incompatible con el sistema tra­
dicional de relaciones sociales. Una nueva sociedad reemplaza
a la vieja.
He aquí la pregunta crítica: ¿Podernos explicar la transi­
ción de una sociedad clasista a una sociedad sin clases por
medio de la misma dialéctica que aplicamos a la etapa de
transición entre dos sociedades de clases? No se trata de un
problema académico ni de una especulación en torno a abs
tracciones lógicas, sino de un interrogante concreto y real de
nuestro tiempo. Hay profundas diferencias entre el desarro­
llo de la burguesía bajo el feudalismo y el del proletariado
bajo el capitalismo, que Marx no supo anticipar o no pudo
ver con claridad. La burguesía había logrado controlar la
actividad económica mucho antes de tom ar el poder; antes
de asum ir el dominio político se instaló como clase dominan
te, m aterial, cultural e ideológicamente. El proletariado, en
cambio, no controla la vida económica. A pesar de su papel
indispensable dentro del proceso industrial, la clase obrera
ni siquiera es mayoría en la población, y su estratégica po
sición dentro de la econom ía sufre, hoy día, la erosión de

:!: Los m arxistas que habí un del “poder económ ico” del proletariado no hacen
más que repetir la posición de los anareo-sindicalistas, a quienes M arx censuraba
am argam ente. A M arx no le interesaba el "pod er económ ico” del proletariado sino
su poder político,
notoriam ente a causa de su predicción de que se convertiría
en parte m ayoritaria de la población. Estaba convencido de que los trabajadores
industriales serían empujados a la revolución, en principio, por la desposesión m a­
terial a que ios reduciría la tendencia acum ulativa del capitalism o; organizados
por las fábricas y disciplinados
por la rutina industrial, podrían constituir sindi­
catos y. sobre iodo, partidos políticos, que en algunos países se verían precisarlos
a usar métodos .insurreccionales y en otros (Inglaterra, Estados U nidos; luego En-
iícls agregó Francia), podrían llegar al poder por la vía electoral, decretando y
legislando la instauración del socialism o. G racias a la deshonestidad de muchos
m arxistas para con s l i M arx y su Engels, algunas im portantes observaciones han
quedado sin traducir; otras fueron burdamente distorsionadas.
Ja cibernética y otros progresos tecnológicos *. De aquí que,
para el proletariado, suponga un acto de elevada conciencia
social, utilizar su poder para producir una revolución. Hasta
ahora, esta tom a de conciencia se lia visto bloqueada por el
hecho de que el medio fabril es uno de los reductos m ejor
atrincherados de Ja ética del trabajo, los sistemas jerarquiza­
dos de adm inistración y la obediencia a los líderes; en tiem­
pos recientes se ha volcado a la producción de m ercancías su­
perfinas y arm am entos. La fábrica no sólo se cuida de «disci­
plinar», «unificar» y «organizar» a los trabajadores, sino que
además lo liace en una forma acabadam ente burguesa. En
el medio fabril la producción capitalista no sólo renueva,
diariamente, las relaciones sociales del capitalismo, como ob­
servaba Marx, sino que también renueva la psique, los va­
lores y la ideología del capitalismo.
M arx percibía este hecho en grado suficiente como para
buscar razones más consistentes que la mera explotación, o
los conflictos sobre horarios y jornales, como impelentes del
proletariado hacia la acción revolucionaria. En su teoría ge­
neral de la acum ulación del capital trató de delinear las leyes
objetivas e insalvables que lanzarían al proletariado a la ac­
ción revolucionaria. Así fue como elaboró su famosa teoría
de la pauperización: la com petencia entre capitalistas los
obliga a reducir progresivamente los precios, y esto a su vez
supone una m erm a continua en los salarios con el consi­
guiente y absoluto empobrecimiento de los trabajadores. El
proletariado se ve empujado a la revuelta porque, con el pro­
ceso de com petencia y centralización del capital, «crece la
m asa de miseria, opresión, esclavitud y degradación

* Este lugar es tan bueno corno cualquier otro para desechar la noción de
que ■•proletario” es iodo aquel que no puede vender otra cosa que su fuerza de tra­
bajo, E s cierto que M arx definió al proletariado en estos térm inos, pero tam bién
elaboró una dialéctica histórica del desarrollo de la clase. El proletariado surgió
de una clase desposeída y explotada, alcanzando su expresión más avanzada en el
obrero industrial, que correspondía a la form a m ás avanzada del capital. E n los
últimos años de su vida, M arx exteriorizó cierto desprecio por los trabajadores
J e París, ocupados fundam entalm ente en la producción de bienes de lujo, refirién­
dose a “nuestros obreros alem anes" — los más robotizados de E u ro p a — com o
proletariado "m o d elo ” del mundo.
** T raslad ar la teoría marxiuna de la pauperización a térm inos internaciona­
les, y no va nacionales (com o la planteaba M arx) es un subterfugio. E n primer
lugar, esta triquiñuela teó rica intenta esquivar la pregunta de por qué la paupe­
Pero el capitalism o no se ha aquietado desde los días de
M arx. E ste escribió sus obras a mediados del siglo diecinue­
ve : no podía esperarse que cap tara todas las implicaciones de
sus propias observaciones sobre la centralización del capital
y el desarrollo de la tecnología, No podía exigírsele que pre­
viera las proyecciones del capitalism o, no sólo desde el m er­
cantilism o hasta la form a industrial que predom inaba en su
época — desde los monopolios com erciales apoyados por el
estado hasta las unidades industriales altam ente com petiti­
vas — sino también hacia un retorno a los orígenes mercan-
tilistas, asociado a la centralización del capital y reasum iendo
la form a monopólica semi-estatal en un nivel superior. La
econom ía tiende a com binarse con el estado y el capitalismo
comienza a «planificar» su desarrollo, en lugar de dejarlo
exclusivam ente librado al interjuego de la concurrencia y
las fuerzas del m ercado. No cabe duda de que el sistem a no
ha abolido la lucha de clases tradicional, pero se cuida bien
de contenerla, sirviéndose de sus inmensos recursos tecnoló­
gicos para atraerse a los sectores más estratégicos de la cla­
se obrera.
Así se despoja a la teoría de la pauperización de todo su
peso y, en los Estados Unidos, la lucha de clases tradicional
no deviene guerra clasista. Se mantiene íntegram ente dentro
de los límites burgueses. El m arxism o se convierte, de hecho,
en una ideología. Es asimilado por las formas m ás avanzadas
del capitalism o de E sta d o : notoriam ente, por Rusia. En una
increíble ironía de la historia, el «socialismo» m arxista aca­
ba por convertirse, en gran medida, en el propio capitalism o
de Estado que Marx no supo anticipar con su dialéctica del

rización no ha ocurrido dcni.ro de las plazas fuertes industriales del capitalism o,


las únicas áreas en que se da un punto de partida tecn ológicam ente adecuado
para una sociedad sin clases. Si depositam os nuestras esperanzas en el inundo co­
lonial com o “ proletariado”, estarem os tentando al genocidio. A m érica y su nuevo
aliado, Rusia, poseen todos los m edios técn icos para bom bardear al mundo sub-
desarrollado hasta som eterlo. A cecha en el horizonte una am enaza real: la trans­
form ación de los Estados Unidos en un im perio nazi. Jes disparatado afirm ar que
cr»te país es “un tigre de papel” . F s un tigre term onuclear, y la clase dirigente
norteam ericana, desprovista com o está de frenos culturales, es capa/ de actos aun
m ás salvajes que los de A lem ania, si se convierte en una potencia auténticam ente
fascista.
cap italism o*. El proletariado, en lugar de transform arse en
clase revolucionaria en el seno del capitalism o, actúa como
un órgano m ás en el cuerpo de la sociedad burguesa.
A esta altura de la historia, debemos preguntarnos si una
revolución social que pretende instaurar una sociedad sin cla­
ses puede surgir de un conflicto entre las clases tradiciona­
les de una sociedad clasista, o si ese tipo de revolución social
sólo ha de sobrevenir a la descomposición de las clases tra­
dicionales, a través de la em ergencia de una «clase» com ple­
tam ente nueva, cuya propia esencia reside en que no es una
clase, sino un estrato revolucionario en crecim iento. Para
responder a este interrogante, será provechoso volver a la
dialéctica general que M arx concibió para la sociedad hum a­
na en su conjunto, sin referirnos al modelo que extrajo del
pasaje de la sociedad feudal al capitalism o. Así com o los cla­
nes y linajes prim itivos comenzaron a diferenciarse en clases,
existe actualm ente una tendencia a que las clases se descom ­
pongan en subculturas totalm ente nuevas, que recuerdan a
las form as prccapitalistas de relación social. Pero ya no se
tra ta de grupos económ icos; de hecho, expresan la tendencia
del desarrollo social, que comienza a trascender las catego­
rías económ icas propias de la civilización de la escasez. Estos
grupos constituyen, en la práctica, una prefiguración am bi­
gua e incipiente del desplazamiento de la sociedad, desde la
escasez hacia la abundancia.
E s necesario que se com prenda el proceso de descom po­
sición de clases en todas sus dimensiones. Destaquemos el
térm ino «p ro ce so »: las clases tradicionales no desaparecen,
ni tam poco — por otra p a r te — la propia lucha de clases. Sólo
una revolución social podría suprimir la estru ctu ra de domi­
nio clasista y los conflictos que genera. El problema radica
en que la lucha tradicional de clases pierde sus connotacio­
nes revolucionarias; se revela como fisiología de la sociedad
establecida, y no com o los dolores de un trabajo de parto.
En realidad, la lucha de clases en su forma tradicional es­

* C onsciente de esto. Lenin describía al “socialismo** com o wun m onopolio


cap italista estatal que opera en h e n d id o de todo el pueblo” (29). Si uno atiende
a sus im plicaciones, esta afirm ación resulta por dem ás extraordinaria y contra­
dictoria.
tabiliza a la sociedad capitalista, «corrigiendo» sus abusos:
salarios, horas de trabajo, inflación, nivel de empleo, etc. En
la sociedad capitalista, los sindicatos se convierten en «con­
tra-monopolios» de los monopolios industriales, incorporán­
dose a la economía neom ercantil estatificada. Existen con­
flictos más o menos agudos dentro de esta estru ctu ra, pero,
en su conjunto, los sindicatos sirven al sistem a y favorecen
su perpetuación.
Reforzar esta estructura de clases parloteando sobre el
«papel de la clase obrera», reforzar la lucha tradicional de
clases adjudicándole un supuesto contenido «revolucionario»,
infectar con «obreritis» al nuevo movimiento revolucionario
de nuestro tiempo es reaccionario hasta la médula. ¿H asta
cuándo habrá que record ar a los doctrinarios m arxistas que
la historia de la lucha de clases es la historia de una enfer­
medad, de las heridas abiertas por la fam osa «cuestión so­
cial», por el desarrollo unilateral del hom bre, en su intento
de dominar a la naturaleza por medio del dominio del pró­
jim o? Si el subproducto de esta enfermedad ha sido el des­
arrollo tecnológico, sus productos principales han sido la re­
presión, un terrible derram am iento de sangre y una distorsión
feroz de la psique humana.
Próxim o el fin de la enfermedad, cicatrizadas ya algunas
de las heridas, el proceso comienza a desplegarse hacia la
totalidad; el contenido revolucionario de la lucha tradicional
de clases ya no existe ni como elaboración teórica ni como
realidad social. El proceso de descomposición no sólo abarca
la estru ctura tradicional de clases, sino también la familia
patriarcal, los regímenes autoritarios de educación y crianza,
las instituciones y las costum bres basadas en el esfuerzo, el
renunciamiento, la culpa y la represión sexual. E l proceso de
desintegración, en pocas palabras, se ha generalizado, atra­
vesando virtaalm ente todas las clases tradicionales, sus va­
lores e instituciones. Ha creado form as de lucha, pautas or­
ganizativas v reivindicaciones totalmente n uevas: reclama un
concepto absolutam ente nuevo en la teoría y la praxis.
¿Qué significa esto, concretam ente? Comparemos dos con­
cepciones, la m arxista y la revolucionaria. El teórico marxista
nos propondrá un acercam iento al obrero — o, m ejor aún,
«en trar» en la fá b ric a — para hacer «proselitismo» entre los
obreros con preferencia a cualquier otro grupo social. ¿El
propósito? Dotar al trabajador de una «conciencia de clase».
En la vieja izquierda más neanderthaliana, esto implica cor­
tarse el pelo, ataviarse con ropas convencionales, dejar la
grifa por los cigarrillos v la cerveza, bailar a la vieja usanza,
adoptar m aneras «rudas» y desarrollar un estilo pomposo,
pesado y desprovisto de sentido del humor.
En otras palabras, uno se convierte en la peor caricatu ­
ra del o b rero: no ya un «pequeño burgués degenerado» sino
un degenerado burgués. Uno imita al obrero, que, a su vez,
imita a sus patrones. E sta m etam orfosis del estudiante en
«obrero» encierra un pervertido cinismo. Se intenta utilizar
la disciplina inculcada al trabajador por el medio fabril para
som eterlo a la del partido. Se utiliza el respeto del obrero
por la jerarquía industrial para acoplarlo a la jerarquía de
partido. E sta desagradable faena, que en caso de tener éxito
sólo conduciría al reemplazo de una jerarquía por otra, la
realiza uno a costa de sim ular que le preocupan los proble­
mas económ icos que cada día sufre el trabajador. H asta la
teoría m arxista se degrada conform e a esta imagen empobre­
cida del obrero. (Véase cualquier ejemplo de Challenge, el
National E n q u irer de la izquierda. Nada fastidia más a los
obreros que este tipo de literatura.) Finalm ente, el trabajador
descubre que, en su cotidiana lucha de clases, la burocracia
sindical le ofrece m ejores resultados que la burocracia del
partido m arxista. Esto se evidenció tan espectacularm ente
durante los años cuarenta que, sin m ayor oposición por parte
de las bases, los sindicatos se perm itieron expulsar en uno o
dos años a millares de «m arxistas» que habían batallado por
el movimiento obrero durante más de una década, llegando
en algunos casos a la conducción máxim a de las antiguas in­
ternacionales CIO.
El obrero no se convierte en revolucionario acentuando su
condición de obrero, sino despojándose de ella. Y no es el
único; lo mismo vale para el granjero, el estudiante, el sol­
dado, el b u rócrata, el empleado dependiente, el profesional...
y el m arxista. El obrero no es menos «burgués» que el gran­
jero, estudiante, dependiente, soldado, burócrata, profesional
o m arxista. Su condición obrera es la enfermedad que lo
aqueja, el mal social proyectado a dimensiones individuales.
Lenin tenía esto claro en ¿Qué hacer?, pero lo camufló para
la vieja jerarquía con una bandera ro ja y alguna verborrea
revolucionaria. El obrero comienza a transform arse en revo­
lucionario cuando reniega de su «condición obrera», cuando
comienza a detestar su situación de clase aquí y ahora, cuan­
do se despoja de las características que más le alaban los
m a rx ista s: su ética de trabajo, su estructura mental derivada
de la disciplina industrial, su respeto por la jerarquía, su
obediencia a los líderes, su consumismo, sus vestigios purita­
nos. E n este sentido, el obrero se convierte en revolucionario
en la medida en que abandona su status de clase y desarrolla
una conciencia desclasada. Degenera, y lo hace m aravillosa­
mente. E stá rompiendo, precisam ente, con las cadenas cla­
sistas que lo ligan a todos los sistemas de dominación. Se
aparta de los intereses de clase que lo esclavizan en función
del consumo, de las barriadas suburbanas y de una concep­
ción contable de la vida *.
El fenómeno más prom etedor en las fábricas de la actua­
lidad es la aparición de jóvenes trabajadores que llevan el
pelo largo, exigen más tiempo libre en lugar de más paga, se
insubordinan contra todas las figuras autoritarias, pierden y
recobran constantem ente sus empleos, que por otra parte les
im portan un comino, van en m otocicleta y contagian a sus
com pañeros. Aún más auspiciosa es la em ergencia de este
tipo humano en escuelas de com ercio y colegios medios, re­
serva de la clase trabajadora industrial del futuro. En la
medida en que obreros, estudiantes vocacionales y colegiales

* En este aspecto, el obrero comienza a aproxim arse a los tipos hum anos de
transición social, que siem pre han sido los elem entos más revolucionarios de la
historia. En general, el "proletariado** ha sido m ás revolucionario en los períodos
de transición cuando menos “proletarizado” estaba, psíquicam ente, por el sistem a
industrial. L os grandes focos de las revoluciones obreras clásicas fueron r e tr o ­
grado y Barcelona, donde los trab ajad o res habían sido virtualm ente arrancados
del medio cam pesino, y París, donde aún desem peñaban oficios artesanales o
provenían directam ente del medio artesanal. Al h allar grandes dificultades para
adaptarse a la dom inación industrial, estos trabajadores se convirtieron en una
continua fuente de conflictos sociales y revolucionarios. L a clase obrera estable y
hereditaria, en cam bio, resultó sorprendentem ente no-revolucionaria. Aún en el
caso del proletariado alem án — que M arx y Engels calificaron de “clase obrera
m odelo” eu ro p ea — la m ayoría no apoyó a los espartaquistas en 1919. Enviaron
una gran m ayoría de socialdem ócratas oficiales al Congreso de Com ités Obreros,
y al R eichstag en años posteriores, alineándose tras el Partido So cial D em ócrata
hasta 1933.
liguen sus estilos de vida a los distintos aspectos de la cultu­
ra juvenil, el proletariado dejará de ser una fuerza favorable
a la conservación de lo establecido para convertirse en una
fuerza creadora.
Una situación cualitativam ente nueva em erge cuando el
hombre se enfrenta a la transform ación de la sociedad repre­
siva de clases, basada en la escasez m aterial, en una sociedad
sin clases, liberadora, basada en la abundancia m aterial. Un
nuevo tipo humano, cada vez más num eroso, surge de la
descomposición de la estru ctu ra clasista trad icio n al: el revo­
lucionario. E ste revolucionario comienza a desafiar no sólo
las prem isas económ icas y políticas de la sociedad jerarqui­
zada, sino tam bién a la jerarquía com o tal. No sólo proclam a
la necesidad de una revolución social sino que también trata
de vivir de un modo revolucionario en la medida en que esto
es posible dentro de la sociedad actual *. No sólo ataca las
form as heredadas de la dominación sino que, a la vez, im­
provisa nuevas form as de liberación que toman su poesía del
futuro.
E sta preparación para el futuro, esta experimentación con
las form as liberadoras de relación social post-escasez, podrían
ser ilusorias si el futuro no nos deparara más que la substi­
tución de una sociedad clasista por otra; pero resultan im­
prescindibles si lo que nos espera es una sociedad sin clases,
edificada sobre las ruinas de la sociedad clasista. ¿Cuál será,
entonces, el «agente» del cambio revolucionario? Será, literal­
mente, la gran m ayoría de la sociedad, proveniente de todas
las clases sociales tradicionales y fundida en una común fuer­
za revolucionaria por la descomposición de las instituciones,
form as sociales, valores y estilos de vida de la clase domi­
nante. Típicamente, sus elementos m ás avanzados son los
jóvenes: la generación que no ha conocido las crisis crónicas
de la economía capitalista y cuya orientación se aleja cada
vez más del mito de la seguridad m aterial, tan difundido en
la generación de los años treinta.

í!i Este estilo de vida revolucionario puede desarrollarse tanto en Jas fábricas
com o en las calles, en ias escuelas y barriadas, en los suburbios, el Rast-Side o
la Bahía de San Fra n cisco . Su esencia es el desafío, que erosiona las costum bres,
instituciones y fetiches.
Descartando los manuales tácticos del pasado, la revolu­
ción del futuro sigue el camino del menor esfuerzo, devoran­
do las distancias que la separan de las áreas más sensibles
de la población, sin reparar en su «posición de clase». Se
nutre de todas las contradicciones de la sociedad burguesa,
no sólo de las contradicciones de 1860 y 1917. De aquí que
atraiga a Lodos aquellos que sienten la carga de la explota­
ción, la pobreza, el racism o, el imperialismo y también a
quienes ven sus vidas frustradas por el consum ism o, la ru­
tina suburbana, los medios de comunicación de masas, la
escuela, los superm ercados y el sistem a de represión sexual.
La form a de la revolución resulta, así, tan total com o su con­
tenido: sin clases, sin apropiación, sin jerarquía y totalmente
liberadora.
Obstruir este proceso revolucionario con las manidas re­
cetas del m arxism o, parlotear sobre «lucha de clases» o «el
papel de la clase obrera» implica una subversión del pre­
sente y el futuro en beneficio del pasado. Anteponer una ideo­
logía esterilizante a base de divagaciones sobre los «cuadros»,
el «partido de vanguardia», el «centralism o dem ocrático» y la
«dictadura del proletariado» es pura contrarrevolución. A este
problem a de la «cuestión organizativa» — vital contribución
del leninismo al m arxism o-— debemos dedicar, ahora, alguna
atención.

E l mito del partido

No son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las


revoluciones so ciales: éstas ocurren com o resultado de fuer­
zas históricas profundam ente asentadas, y contradicciones
que movilizan a grandes sectores de la población. No sobre­
vienen sólo porque las «m asas» encuentran intolerable a la
sociedad existente (com o decía Trotsky) sino también a causa
de la tensión entre lo real y lo posible, entre Io-que-es y lo-
que-podría-ser. La m iseria más abyecta no produce revolucio­
nes, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda
desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la su­
pervivencia.
La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de
sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básica­
mente, el producto de una «situación intolerable», de una
devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron
virtualm ente destruidos por una guerra civil aún más san­
grienta, por el ham bre y la traición. Lo que resultó de la re­
volución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de
todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La
Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo
por el capitalism o de Estado *. Los bolcheviques fueron
trágicas víctim as de su propia ideología y pagaron con sus
vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años
treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en
la escasez las norm as de una sabiduría única. Lo que pode­
mos aprender de las revoluciones del pasado es lo que todas
las revoluciones tienen en común, y sus profundas limita­
ciones en com paración con las enormes posibilidades que
actualm ente se nos presentan.
La característica más llamativa de las revoluciones cono­
cidas radica en lo espontáneo de sus comienzos. Si examina­
mos la fase inicial de la Revolución Francesa de 1789, las de
1848, la Comuna de París, la Revolución de 1905 en Rusia, el
derrocam iento del zar en 1917, la revolución húngara de 1956
o la huelga general de 1968 en Francia, observarem os que, en
térm inos generales, todos estos fenómenos comenzaron del
mismo m odo: un período de ferm entación culminando, es­
pontáneam ente, con un alzamiento de las m asas. El éxito o
fracaso de este alzamiento depende de su decisión y de que
las tropas carguen — o n o — contra el pueblo.
El «glorioso partido», cuando existe, m archa casi invaria­
blemente a la zaga de los acontecim ientos. En febrero de

'i: Este es un hecho que T rotsky jam ás com prendió, por no desarrollar hasta
sus últimas consecuencias su propio concepto de ‘ desarrollo com binado’*. T rotsk y
estim ó correctam ente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués
europeo, elaboraría acelerad am ente las etapas m ás avanzadas del capitalism o in ­
dustrial. sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación
“ propiedad nacionalizada = socialism o". T rotsky no com prendió que el capitalism o
m onopolista tendía a am algam arse con el Estado, y que lo que se instauraba en
Rusia era esta nueva form a del capitalism o. Elim inadas las estructuras burguesas
tradicionales, el stalinism o preparó un “ puro" capitalism o de Estado, una con trarre­
volución que reconstruyó las form as m ercantiles en un nivel industrial superior. E l
lisiad o se convirtió en clase dominante.
1917, la organización bolchevique de Petrogrado se opuso a
las huelgas, precisam ente en vísperas de la revolución qu<
acabaría por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obre
ros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a la
huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio m;i;.
sorprendido por la revolución que los partidos «revolucio
narios», bolcheviques incluidos. Recuerda el dirigente bol
chevique K ayurov: «No hubo, absolutam ente, iniciativas ti i
rectrices del p artid o... el com ité de Petrogrado había sido
arrestado, y el representante del Comité Central, cam arada
Shliapnikov, no estaba en condiciones de em itir directiva'
para el día siguiente» (30). Tal vez fue un hecho afortunado
Antes del arresto del com ité de Petrogrado, su evaluación cK
la situación v de su propio papel había sido tan débil que, si
los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es probable
que la revolución no hubiera estallado en aquel momento.
Cosas parecidas pueden decirse de los alzamientos qm
precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo
la huelga general de mayo y junio de 1968, en Francia, para
citar sólo el caso más reciente. Existe una Lendencia a olvi
dar convenientem ente el hecho de que había cerca de una
docena de organizaciones de tipo bolchevique, «cstrccham en
te centralizadas», en París, por aquellos días. R ara , vez se
m enciona que prácticam ente todos estos grupos de «van­
guardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 do
mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus contornos más
agudos. La trotskista Jeu n esse C om m uniste Révolutionnairc
fue una notable excepción, y se limitó a acom pañar el pro
ceso, siguiendo básicam ente las iniciativas del Movimiento
22 de Marzo *. Antes del 7 de mayo, Lodos los grupos maoí.s
tas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de pe
riférico e insignificante; la también trotskista Féd éra lio n des
Etudiants Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y
tra tó de que los estudiantes abandonaran las barricadas, el
10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un

* E l m ovim iento 22 de M arzo funcionó com o agente catalizador y no como


vanguardia. No ord enó: instigó, perm itiendo el libre juego de los acontccim ícnt¡
indispensable a la dialéctica del alzam iento; por esto Jos estudiantes actuaron en
el m om ento adecuado. Sin él, no hubieran existido las b arricad as del 10 de m ajo ,
que desencadenaron la huelga general obrera.
papel totalm ente traidor. Lejos de conducir el movimiento
popular, los niaoístas y trotskistas fueron sus cautivos. La
m ayor parte de estos grupos bolcheviques utilizó desvergon­
zadas técnicas m anipuladoras durante la asam blea estudiantil
de la Sorbona para tra ta r de «controlarla», creando una at­
m ósfera tensa que desmoralizó a todo el cuerpo. Finalm ente,
p ara com pletar esta ironía, todos los grupos bolcheviques
rom pieron a p arlotear sobre la necesidad de una «vanguar­
dia centralizada» ante el colapso del movimiento popular,
que había surgido a pesar de sus directivas y, a menudo,
contrariándolas.
Las revoluciones y los alzamientos dignos de mención no
sólo tienen una fase inicial magníficamente anárquica, sino
que también tienden a crea r sus propias modalidades de auto­
gobierno revolucionario. Las secciones parisinas de 1793-94
fueron las form as de autogobierno más notables de todas las
revoluciones sociales de la historia *. Los consejos o «so­
viets» instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran
form alm ente m ás convencionales. Aunque menos dem ocrá­
ticos que las secciones, estos consejos habrían de reaparecer
en m uchas revoluciones posteriores.
A esta altura debiéramos preguntarnos cuál es el rol que
juega el partido «revolucionario» en todos estos movimien­
tos. Al principio, como acabam os de ver, tiende a servir una
función inhibitoria y no a ocupar la «vanguardia». Allí donde
ejerce alguna influencia, tiende a desacelerar el rumbo de los
acontecim ientos, y no a «coordinar» las fuerzas revoluciona­
rias. Esto no es accidental. E l partido está estructurado con­
form e a líneas jerárquicas que reflejan a la misma sociedad
que se p reten d e com batir.
A pesar de sus pretcnsiones teóricas, es un organismo
burgués, un E stad o en m iniatura con un aparato y unos
cuadros cuya función es tomar el poder, y no disolverlo. Arrai­
gado en el período prerrevolucionario, asimila todas las for­
mas, técnicas y m ecanism os mentales de la burocracia. Sus
m iem bros son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios
de un dogma rígido, y se les enseña a reverenciar a la autori­

* V er "L a s form as de la libertad” .


dad de los líderes. El dirigente del partido, a su vez, recibe
una form ación com puesta de hábitos que están asociados al
com ando, la autoridad, la manipulación y la egomanía. E sta
situación se agrava cuando el partido interviene en eleccio­
nes parlam entarias. Durante las cam pañas electorales, el par­
tido de vanguardia se amolda totalm ente a las form as bur­
guesas convencionales y adquiere, incluso, la parafernalia
de los partidos electorales. La situación cobra dimensiones
auténticam ente críticas cuando el partido recu rre a la gran
prensa, a costosos locales, a cadenas periodísticas controla­
das y desarrolla un «aparato» profesional: una burocracia,
en una palabra, con velados intereses m ateriales.
Con la expansión del partido, aum enta invariablemente la
distancia entre los dil igentes y las bases. Sus líderes, conver­
tidos en «personalidades», pierden contacto con las condicio­
nes de vida de la masa. Los grupos locales, que conocen me­
jo r su propia situación que cualquier líder rem oto, son
obligados a subordinar sus puntos de vista a las directivas
em anadas de lo alto. La dirección, a falta de todo conoci­
m iento directo de los problemas locales, actúa con prudencia
y m oderación. Aunque suelen aducirse justificaciones a base
de una «visión m ás amplia» v de una mayor «com petencia
teórica», la idoneidad de los dirigentes tiende a disminuir a
medida que asciende la jerarquía del comando. Cuanto más
nos aproxim am os al nivel donde se formulan las decisiones
concretas, tanto más conservador es el proceso de elabora­
ción de las decisiones, tanto más burocráticos y exteriores
los factores en ¡uego, tanto más reemplazan el prestigio y la
antigüedad a la creatividad, la imaginación y la entrega de­
sinteresada a los objetivos revolucionarios.
El partido pierde eficacia, desde un punto de vista revo­
lucionario, cuando la busca a través de la jerarquía, los cua­
dros y la centralización. Aunque todo y todos están en su
lugar, las órdenes suelen resu ltar erróneas, especialmente
cuando los acontecim ientos se desarrollan con rapidez y to­
man cursos inesperados, com o ocurre en todas las revolu­
ciones. El partido sólo es eficiente en la tarea de am oldar la
sociedad a su propia imagen jerárquica, cuando triunfa la
revolución. Regenera la burocracia, la centralización v el
Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el Estado.
Ampara las condiciones sociales creadas por este tipo de
sociedad. En lugar de «suprim irlas», el Estado controlado por
el «glorioso partido» preserva las condiciones que hacen «ne­
cesaria» la existencia del Estado, y la de un partido que lo
«guarde».
Por otro lado, este tipo de partido es extrem adam ente
vulnerable durante los períodos de represión. La burguesía
no tiene más que echar mano a sus dirigentes para inmovili­
zar a todo el movimiento. Con sus líderes presos u ocultos,
el partido se paraliza; los disciplinados militantes no tienen
a quién obedecer y tienden a disgregarse. Cunde la desmo­
ralización. El partido se descom pone no sólo debido a la
atm ósfera represiva sino también a su indigencia en m ateria
de recursos internos.
La descripción que acabo de reseñar no es una serie de
inferencias hipotéticas sino un esbozo com puesto por las
características de todos los partidos m arxistas de m asas del
último siglo: los socialdem ócratas, los com unistas y el parti­
do trotskista de Ceylán, que es el único de m asas en su tipo.
Pretender que estos partidos fracasaron porque no tom aron
en serio sus principios m arxistas equivale a soslayar otra
pregunta: ¿A qué se debió, en principio, esta incapacidad?
El hecho es que estos partidos fueron asimilados por la so­
ciedad burguesa porque estaban estructurados según linca­
mientos burgueses. El germen de la traición estaba en ellos
desde su nacim iento.
El Partido Bolchevique eludió esta suerte entre 1904 y
1917 por una sola razón: durante casi todos los años anterio­
res a la revolución, fue una organización ilegal. El partido
fue reiteradam ente desintegrado y reconstituido, con el re­
sultado de que, hasta la toma del poder, no llegó a organizar­
se com o máquina plenamente centralizada, burocrática y je
rárquica. Además, estaba dividido en facciones; una atm ós­
fera intensam ente facciosa persistió durante todo 1917 y has­
ta la guerra civil. A pesar de todo, la dirección bolchevique
era extrem adam ente conservadora, rasgo que Lenin se vio
obligado a com batir en 1917: prim ero, con sus esfuerzos para
orientar al Comité Central contra el gobierno provisional (el
famoso conflicto en torno a las «Tesis de Abril») y luego, en
octubre, llevando al Comité Central a la insurrección. En arn-
bos casos, amenazó con renunciar al Comité Central y presen­
tar sus puntos de vista a los «cuadros de base uel partido».
E n 1918, las disputas facciosas sobre el problem a del tra­
tado de Brest-Litovsk se tornaron tan serias que los bolche­
viques estuvieron a punto de dividirse en dos partidos com u­
nistas enemigos. Los grupos bolcheviques de oposición, como
los centralistas dem ocráticos y la Oposición Obrera, libraron
am argas batallas dentro del partido durante 1919 y 1920, para
no m encionar los movimientos opositores que se desarrolla­
ron dentro del E jército Rojo a causa de las inclinaciones
centralizadoras de Trotsky. La centralización total del partido
bolchevique — luego recibió el nombre de «unidad leninis­
t a » — no se produjo hasta 1921, cuando Lenin logró que el
Décimo Congreso del Partido proscribiera las facciones. Para
esas fechas, la m ayoría de la Guardia Blanca había sido aplas­
tada, y los intervencionistas extranjeros habían retirado sus
tropas de Rusia.
Jam ás insistiremos demasiado en la observación de que
los bolcheviques centralizaron el partido hasta el punto de
aislarse de la clase obrera. E ste fenómeno ha sido poco in­
vestigado en los círculos leninistas de la actualidad, aunque
Lenin, en su momento, tuvo la honestidad de adm itirlo. La
historia de la Revolución Rusa no es sólo la historia del Par­
tido Bolchevique y sus acólitos. B ajo el flujo de los aconte­
cim ientos oficiales que describen los historiadores soviéticos,
tran scu rría otro fenómeno, más profundo; la espontánea
movilización de ios obreros y campesinos revolucionarios, que
luego chocaría violentam ente, contra la política burocrática
de los bolcheviques. Con el derrocam iento del zar, en fe­
brero de 1917, los trabajadores de casi todas las fábricas de
Rusia establecieron espontáneam ente sus com ités de fábrica.
En junio de 1917, tuvo lugar en Petrogrado una conferencia
de com ités de fábrica de todas las Rusias, que proclam ó la
necesidad de «un amplio control de la producción y la distri­
bución por los trabajadores». Rara vez se mencionan estas
exigencias en los relatos leninistas de la Revolución Rusa, a
pesar de que la conferencia se asoció a la línea bolchevique.
Trotsky, que describe los com ités de fábrica com o «la repre­
sentación más directa e indudable del proletariado en todo
el país», sólo trata ocasionalm ente el tem a en los tres volú­
menes de su historia de la revolución. Sin em bargo, tan im­
portantes eran estos organism os espontáneos de autogobierno
que Lenin, cuando desesperaba de obtener el control de los
soviets en el verano de 1917, se preparó a lanzar la consig­
na de «todo el poder a los com ités de fábrica» en lugar de
«todo el poder a los soviets». E sta proclam a hubiera catapul­
tado a los bolcheviques hacia una posición por com pleto anar-
co-sindicalista, aunque es dudoso que la hubieran conservado
por m ucho tiempo.
Con la Revolución de Octubre, todos los com ités de fá­
brica tom aron el control de las plantas productivas, expul­
sando a la burguesía y dominando por com pleto el funcio­
namiento industrial. Al aceptar el concepto del control obre­
ro con su famoso decreto del 14 de noviembre de 1917, Lenin
no hizo más que reconocer un hecho consum ado. Los bolche­
viques no se atrevieron a oponerse a los trabajadores en
aquellos comienzos; prefirieron desgastar el poder de los
com ités de fábrica. En enero de 1918, dos meses escasos des­
pués de «decretar» el control obrero de la producción, Lenin
comenzó a abogar por que la adm inistración de las fabricas
fuera encargada a los sindicatos. La historia de que los bol­
cheviques experim entaron «pacientem ente» con el control
obrero, encontrándolo en definitiva «caótico» o «ineficiente»,
es un mito. Su «paciencia» no duró más que unas pocas se­
manas, Lenin no sólo suprimió el control obrero directo en
el término de unas semanas, a p artir del decreto del 14 de no­
viembre, sino que hasta el control por los sindicatos tuvo
vida corta. Hacia el verano de 1918, casi toda la industria rusa
se regía por form as de adm inistración burguesa. Como decía
Lenin: «la revolución exige... precisam ente en interés del so­
cialismo, que las m asas obedezcan sin objeciones las directi­
vas únicas de los líderes dei proceso productivo» *. De aquí
en adelante, se condena al control obrero de la producción
no sólo por «ineficiente», «caótico» y «poco práctico» sino
también por ¡«pequeño burgués»!

V. I. Lenin, “L as la rca s inm ediatas del G o b iern o Soviético” . En este áspero


articu lo, Lenin abandona por com pleto su perspectiva lib ertaria de limado y Revo­
lución, subrayando la necesidad de “disciplina” y propugnando el sistem a de T aylor,
que antes de la revolución condenara porque h acía de! hombre un esclavo de Ja
máquina.
El comunista de izquierdas Osinsky censuró am argamente
todos estos conceptos espurios, advirtiendo al partido que
«el socialismo y la organización socialista serán edificados
por el proletariado mismo, o no lo serán en absoluto; se es-
tará edificando otra co sa: el capitalismo de Estado» (31). En
«interés del socialismo», el Partido Bolchevique apartó al
proletariado de todos los terrenos que había conquistado por
su propio esfuerzo e iniciativa propia. El partido no coor­
dinó la revolución, ni siquiera la dirigió; la dominó. Primero
el control obrero, y luego el control sindical, f:ueron reem­
plazados por una elaborada jerarquía, tan m onstruosa como
cualquier estructura de los tiempos prerrevolucionarios.
Como se vería en años posteriores, la profecía de Osinsky se
había vuelto realidad.
El problema de «quién debe prevalecer» — los bolchevi­
ques o las «m asas» de R u sia— no se limitaba, en modo algu­
no, a las fábricas. Una turbulenta guerra campesina había
rebasado al movimiento obrero. A pesar de lo que rezan los
relatos leninistas oficiales, el alzamiento agrario no consistía
en una m era redistribución de la tierra en parcelas privadas.
E n Ucrania, campesinos inspirados por las milicias anarquis­
tas de Néstor Makhno y guiados por la máxima comunista
de «tom ar de cada uno de acuerdo a su capacidad; darle de
acuerdo a sus necesidades» establecieron un sinnúmero de
comunas rurales. Por todas partes, en el norte y en el Asia
soviética, emergieron varios miles de estos organismos, en
parte por iniciativa de la izquierda socialrevolucionaria y en
gran medida como resultado de los tradicionales impulsos co­
lectivistas que provenían de la aldea rusa, o mir. Poco impor­
ta que estas comunas fueran numerosas o que agruparan a
grandes cantidades de campesinos; el hecho es que se trataba
de auténticos organismos populares, núcleos de un espíritu
m oral y social que se alzaba muy por encima de los valores
deshumanizados de la sociedad burguesa.
Los bolcheviques temieron a estos organismos desde el
principio, y finalmente los condenaron. Para Lenin, la forma
superior y más «socialista» de empresa agrícola estaba re­
presentada por la granja del E sta d o : una fábrica agraria en
la cual tanto la tierra com o el equipo de labranza eran de
propiedad estatal, y el Estado nombraba adm inistradores que
contrataban campesinos según un régimen de jornales. En
estas actitudes hacia el control obrero y las comunas agrí­
colas se advierte el espíritu y la mentalidad esencialmente
burguesas de que estaba impregnado el Partido Bolchevique,
que no sólo emanaban de sus teorías, sino también de su
tipo de organización, En diciembre de 1918, Lenin se lanzó
contra las comunas con el pretexto de que se «obligaba» a
los campesinos a incorporarse a ellas. En realidad, poca o
ninguna coacción se utilizaba para organizar estas form as
com unitarias de autogobierno. Roberl G. Wesson, que estu­
dió en detalle las com unas soviéticas, concluye: «Quienes en­
traban a las comunas debían hacerlo, fundamentalmente, por
su propia voluntad» (32). Las comunas no fueron suprimidas,
pero se desalentó su crecim iento hasta que Stalin subsumió
todo el movimiento en las medidas de colectivización forzosa
de finales de la década del veinte y comienzos de la del
treinta.
Hacia 1920, los bolcheviques se habían aislado de la clase
obrera rusa y el campesinado. La eliminación del control
obrero, la supresión de los makhnovistas, una atm ósfera polí­
tica restrictiva en el campo, una burocracia agigantada y la
demoledora indigencia m aterial heredada de los años de la
guerra civil originaron una profunda hostilidad popular con­
tra el gobierno bolchevique. Con el fin de la guerra, surgió
de las profundidades de la sociedad rusa un movimiento por
la «tercera revolución»; no para restaurar el pasado, como
adujeron los bolcheviques, sino para realizar las mismas as­
piraciones de libertad económ ica y política que habían ali­
neado a las m asas tras el program a bolchevique de 1917, El
nuevo movimiento encontró su expresión más consciente en
el proletariado de Petrogrado y entre los m arineros de Krons-
tadt. También tuvo entusiastas dentro del partido: el creci­
miento de las tendencias anticentralistas y anarco-sinclicalis-
tas entre los bolcheviques llegó a tal punto que un bloque
de grupos opositores, de esta orientación, obtuvo 124 escaños
en una conferencia provincial de Moscú, contra 154 para los
partidarios del Comité Central.
El 2 de marzo de 1921, los «marineros rojos» de Kronstadt
se alzaron en abierta rebelión, portaestandartes de una «Ter­
cera Revolución de los Trabajadores». El program a de Krons-
tad t exigía elecciones libres para los soviets, libertad de
prensa y de palabra para los partidos anarquistas y socialisJ
tas de izquierda, sindicatos libres, y la liberación de todos los
prisioneros afiliados a partidos socialistas. Los bolcheviques
inventaron las historias más desvergonzadas para explicar
este alzam iento: en años posteriores se ha reconocido que no
fueron más que m entiras. La revuelta fue descrita como un
«com plot de la Guardia Blanca», a pesar ele que la gran m a­
yoría de los miem bros del Partido Comunista de K ronstadt
se unió a Jos m arineros — precisam ente, com o comunistas —
denunciando a los jefes del partido como traidores a la Re­
volución de Octubre. Observa Vincent Daniels en su estudio
de los movimientos de oposición bolchevique: «Tan poco se
podía confiar en los com unistas ordinarios... que el gobierno
no recurrió a ellos para el asalto de K ronstadt ni para man­
tener el orden en Petrogrado, donde los de K ronstadt abri­
gaban m ayores esperanzas de encontrar apoyo. El cuerpo
principal de tropas estaba integrado por Chekistas y cadetes
del E jército Rojo. El asalto final de K ronstadt fue dirigido
por la alta oficialidad del Partido C om unista: un gran grupo
de delegados del Décimo Congreso del Partido fue enviado
precipitadam ente desde Moscú, con este propósito» (33). El
régimen sufría una debilidad interna tan acusada que la élite
tenía que realizar su propio trabajo sucio.
Aún más significativo que la revuelta de K ronstadt fue el
movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado. Los
historiadores leninistas om iten este hecho de im portancia
crítica. Las prim eras huelgas estallaron en la fábrica Trout-
botchny, el 23 de febrero de 1921. En cuestión de días, el
movimiento pasó de una fábrica a otra, hasta que el 28 de
febrero se declaró el paro en las famosas obras de Putilov.
No sólo se formulaban reivindicaciones económ icas; los
obreros alzaron banderas definidamente políticas, anticipán­
dose a todas las exigencias que, pocos días después, procla­
m arían los m arineros de K ronstadt. El 24 de febrero, ios
bolcheviques decretaron el «estado de sitio» en Petrogrado,
arrestando a los líderes de la huelga y reprimiendo las de­
m ostraciones obreras con cadetes de la oficialidad. El hecho
es que los bolcheviques no sólo aplastaron un «motín de
m arineros»; reprim ieron a la propia ciase obrera. Fue en este
punto cuando Lenin exigió la supresión de las tendencias in­
ternas en el Partido Comunista Ruso. La centralización del
partido era com pleta: eslaba despejado el camino de Stalin.
Hemos examinado m inuciosamente estos acontecim ientos
porque nos llevan a una conclusión soslayada por la últim a
cam ada de m arxistas-leninistas: el Partido Bolchevique al­
canzó su máximo grado de centralización en tiempos de Le­
nin, no para realizar la revolución ni para suprim ir la con­
trarrevolución de la Guardia Blanca, sino para llevar a cabo
su propia contrarrevolución, oponiéndose a las fuerzas so­
ciales que afirmaba estar representando. Se prohibieron las
tendencias internas, se creó un partido monolítico, no para
evitar una «restauración capitalista» sino para contener un
movimiento de m asas obreras por la dem ocracia soviética y
la libertad social. El Lenin de 1921 se volvía contra el de
1917.
De aquí en adelante, Lenin, que, por encima de todas las
cosas había luchado por inscribir los problemas de su partido
en el contexto de las contradicciones sociales, se encontró ju­
gando a las m aniobras organizativas en un postrero intento
de detener la burocratización que él mismo había desenca­
denado. No hay nada más patético y trágico que los últimos
años de Lenin. Paralizado por un cuerpo simplista de fórm u­
las m arxistas, no logra idear m ejores contram edidas que las
de tipo organizativo. Propone la formación de la Inspección
Obrera y Campesina para corregir deformaciones burocráti­
cas en el partido y el Estado, pero el nuevo organismo cae en
manos de Stalin, tomando form as altam ente burocráticas. Le­
nin sugiere, entonces, que se reduzca el tamaño de la Ins­
pección Obrera y Campesina, integrándosela a la Comisión
de control. Aboga por la ampliación del Comité Central. Y
en fin: este cuerpo debe am pliarse, aquél debe integrarse
con otro, un tercero debe ser modificado o suprimido. El
curioso ballet de las form as organizativas continúa, hasta
su propia m uerte, como si el problem a pudiera resolverse
por medios organizativos. Como adm ite Moisés Levin, notorio
adm irador de Lenin, el líder bolchevique «encaraba los pro­
blemas de.gobierno más bien como un jefe ejecutivo, con
un criterio estrictam ente elitista. No aplicaba al gobierno
sus métodos, métodos de análisis social; se contentaba con
una consideración en términos de pura metodología organi­
zativa» (34).
Si es cierto que, en las revoluciones burguesas, las «fra­
ses se anteponían al contenido», en la revolución bolchevique
las form as sustituyeron al contenido. Los soviets reemplaza­
ron a los obreros y sus com ités de fábrica, el partido a los
soviets, el Comité Central al Partido, y el Buró Político al
Comité Central. En otras palabras, los medios reem plazaron
a los fines. E sta increíble sustitución de form a por contenido
es uno de los rasgos más característico s del marxismo-leninis­
mo. En Francia, durante los acontecim ientos de mayo y ju ­
nio de 1968, todas las organizaciones bolcheviques estaban
preparadas para destruir la asam blea estudiantil de la Sorbo-
na, con tal de aum entar su influencia y caudal de afiliados.
Su preocupación principal no era la revolución, sino las au­
ténticas form as sociales creadas por los estudiantes, sino el
crecim iento de sus respectivos partidos.
Sólo una fuerza social pudo haber detenido el crecim iento
de la burocracia en Rusia. Si el proletariado y el cam pesina­
do ruso hubieran logrado am pliar el alcance del autogobier­
no a través del desarrollo de com ités de fábrica viables, co­
munas rurales y soviets libres eficientes, la historia del país
habría tom ado un curso espectacularm ente diferente. No
puede discutirse que el fracaso de las revoluciones socialistas
en Europa, después de la P rim era Guerra Mundial, condujo
al aislamiento de la revolución rusa. La indigencia m aterial
de Rusia, sumada a la presión del mundo capitalista que la
rodeaba, conspiró claram ente con tra el desarrollo de una
sociedad socialista o coherentem ente libertaria. Pero de nin­
gún modo era inevitable que Rusia se desarrollara según las
pautas del capitalismo de E stad o; a pesar de las previsiones
iniciales de Lenin y Trotsky, la revolución fue derrotada por
fuerzas internas y no por ejércitos invasores. Si un movimien­
to desde abajo hubiera restaurado las conquistas originales
de la revolución de 1917, se habría desarrollado una estruc­
tura social m ultifacética, basada en el control obrero de la
industria, en una econom ía cam pesina de desarrollo libre
para el agro y en un libre juego de ideas, program as y movi­
m ientos políticos. Rusia no habría sido aprisionada, en lo
más mínimo, por cadenas totalitarias, ni el stalinismo habría
envenenado el movimiento revolucionario mundial, preparan­
do el cam ino p ara el fascism o y la Segunda Guerra Mundial.
La evolución del Partido Bolchevique, sin embargo, impi­
dió todos estos fenómenos, a pesar de las «buenas intencio­
nes» de Lenin y Trotsky. Al destruir el poder de los comités
de fábrica en la industria y aplastar a los makhnovistas, los
obreros de Petrogrado y los m arineros de K ronstadt, los bol­
cheviques garantizaron el triunfo de la bu rocracia rusa sobre
la sociedad rusa. El partido centralizado — institución bur­
guesa, si las hay — se convirtió en un reducto de la más
siniestra contrarrevolución. Ésta era la contrarrevolución en­
cubierta, escudada tras la bandera ro ja y la terminología de
Marx. En últim a instancia, lo que los bolcheviques suprim ie­
ron en 1921 no era una «ideología» ni una «conspiración de
guardias blancos» sino una lucha elem ental del pueblo ruso
por liberarse de toda sujeción y asum ir el control de su pro­
pio destino *. A Rusia, esto le valió la pesadilla de la dic­
tadura stalinista; para la generación de los años treinta sig­
nificó el h o rro r del fascism o y la traición de los partidos co­
m unistas en Europa y los Estados Unidos.

Las dos tradiciones

Pecaríam os de increíble ingenuidad si supusiéramos que


el leninismo fue el producto de un solo hombre. La enferm e­
dad cala m ucho más hondo, no sólo en las limitaciones de la
teoría m arxista sino también en las del mom ento social que
produjo al m arxism o. Si esto no se com prende con claridad,
seguirem os tan ciegos a la dialéctica de los acontecim ientos
actuales com o lo estuvieron M arx, Engels, Lenin y Trostky

* D escribien do este m ovim iento elem ental de los trab ajad ores rusos com o “com ­
kulak
plot del ca p ita l internacio nal” , “ resistencia ” o “ conspiración de la G u ardia
Blanca*', lo s bolcheviques descendieron a un nivel teó rico paupérrim o, sin enga­
ñar a n adie snívo a sí m ismos. L a erosión espiritual dentro del partido allanó el
cam ino p a ra la p o lítica de policía secreta y asesinato de la personalidad, condu­
ciendo finalm ente a la aniquilación de los cuadros bolcheviques. E sta odiosa m en­
talidad p o licia l cam pea, por ejem plo, en cualquier edición de la revista Progressive
Labor, p artí quien M arcuse es un agente de la C IA y todo adversario un “anti-
übrero” .
en su m om ento. Y esta ceguera sería en nosotros mucho más
reprobable, porque contam os con una riqueza de experiencia
de la que carecían estos hom bres cuando desarrollaron sus
teorías.
K arl M arx y Friedrich Engels eran cen tralistas: no sólo
políticam ente, sino también en lo social y económico. Jam ás
lo negaron, y sus escritos rebosan de radiantes elogios a la
centralización política, económ ica y organizativa. Y a en m ar­
zo de 1850, en su famoso «Inform e del Comité Central de la
Liga Comunista», form ularon una llamada a los obreros para
que lucharan no sólo por «una república alemana única e in­
divisible, sino también, dentro de ella, por la más decidida
centralización del poder en manos de la autoridad estatal».
P ara que la recom endación no fuera tom ada a la ligera, se la
reiteró continuam ente en el mismo párrafo, que concluye así:
«Como en Francia en 1793, también hoy en Alemania es tarea
del auténtico partido revolucionario la instauración de una
centralización estricta».
E l mismo tem a reaparece continuam ente en años poste­
riores. Al estallar la guerra franco-prusiana, por ejemplo,
M arx escribe a E n g els: «Los franceses necesitan un co rrec­
tivo. De vencer los prusianos, la centralización del poder es­
tatal resu ltará útil a la centralización de la clase obrera ale­
m ana» (35).
Sin em bargo, Marx y Engels no fueron centralistas por­
que los sedujeran las virtudes del centralism o p e r se. Muy al
co n trario : m arxism o y anarquismo han coincidido siempre
en que una sociedad liberada, com unista, implica una des­
centralización profunda, la disolución de la burocracia, la
abolición del Estado y la desintegración de las grandes ciu­
dades. «La abolición de la antítesis entre ciudad y campo no
es sólo posible — apunta Engels en el Anti-Dühring — sino
que se ha convertido en una necesidad d irecta... sólo la fu­
sión de ciudad y cam po pondrá fin al actual envenenamiento
del aire, el agua y la tie rra ...» Para Engels, esto supone una
«distribución uniforme de la población sobre todo el país» (36)
en otras palabras, la descentralización física de las ciudades.
Los orígenes del centralism o m arxista radican en los pro­
blem as planteados por la formación del Estado nacional.
H asta bien entrada la segunda mitad deJ siglo diecinueve,
Alemania e Italia estaban divididas en m ultitud de ducados,
principados y reinos independientes. La consolidación de es­
tas unidades geográficas en naciones unificadas, creían M arx
y Engels, era un sine qua non del desarrollo de la industria
m oderna y el capitalismo. Su elogio del centralism o no se
inspiraba, pues, en una m ística centralista, sino que se ba­
saba en los acontecim ientos del período en que vivían : el
desarrollo de la tecnología y el com ercio, de una clase obre­
ra unificada, y del Estado nacional. En este aspecLo les preo­
cupaba la em ergencia del capitalism o, las tareas de la revolu­
ción burguesa en una era de inevitable escasez m aterial. El
concepto m arxiano de «revolución proletaria», por otra par­
te, es m arcadam ente distinto. M arx saluda con entusiasmo a
la Comuna de París com o «modelo para todos los centros in­
dustriales de Francia». «E ste régimen — e scrib e — una vez
establecido en París y en los centros secundarios, obligará
al viejo gobierno centralizado de las provincias a dar paso,
también, al autogobierno de los p ro d u cto res». (La bastardi­
lla es mía.) Indudablemente, la unidad nacional no se disol­
vería, y durante la transición hacia el comunismo existiría
un gobierno central, aunque con funciones limitadas.
No intento abrum ar al lector con citas de M arx y Engels,
sino subrayar que los conceptos fundamentales del m arxism o
— que hoy son aceptados sin el menor sentido c r ític o — eran
en realidad el producto de una etapa que ha sido largam en­
te superada por el desarrollo capitalista en los Estados Uni­
dos y Europa occidental. M arx no sólo trató los problemas
de la «revolución proletaria» sino también los de la revolu­
ción burguesa, particularm ente en Alemania, España, Italia
y Europa oriental. Planteó la problem ática de la transición
del capitalism o al socialismo en los países capitalistas que
apenas habían superado la tecnología de! carbón y el acero,
y la problem ática del paso del feudalismo al capitalism o
p ara los países que aún no habían trascendido el nivel de las
artesanías y oficios. En una palabra, los estudios de M arx se
referían específicamente a las precondiciones de la libertad
(desarrollo tecnológico, unidad nacional, abundancia m ate­
rial) y no ya a las condiciones de la libertad: descentraliza­
ción, formación de comunidades, dem ocracia directa, redi-
m ensionamiento a escala humana. Sus teorías aún pertene­
cían a la esfera de la supervivencia, no a la esfera de la vida.
Comprendido esto, el legado teórico m arxista se sitúa en
una perspectiva adecuada, separando sus ricos aportes de
sus planteam ientos históricam ente limitados e incluso para­
lizantes dentro del contexto actual. La dialéctica de M arx,
sus m uchas y muy valiosas observaciones englobadas en el
m aterialism o histórico, su soberbia crítica de la mercancía,
gran parte de sus teorías económ icas, la teoría de la aliena­
ción, y sobre todo la noción de que la libertad tiene prerre-
quisitos m ateriales, son contribuciones perdurables al pensa­
miento revolucionario.
Al mismo tiempo, el énfasis que Marx puso en el proleta­
riado industrial como «agente» del cambio revolucionario, su
«análisis clasista» de la transición de la sociedad de clases,
su concepto de la dictadura del proletariado, su tendencia
centralista, su tesis sobre el desarrollo capitalista (que con­
funde el capitalismo de Estado con el socialism o) sus proyec­
tos de acción política a través de partidos electorales, además
de muchos conceptos menores asociados a todos éstos, son
directam ente falsos en el contexto de nuestro tiempo, y,
com o veremos, ya estaban descaminados en su propia épo­
ca. Provienen de una visión limitada, o m ejor dicho, de las
limitaciones de una etapa histórica. Sólo tienen sentido si re­
cordam os que Marx consideraba que el capitalism o era una
etapa histórica progresiva, paso indispensable para el desa­
rrollo del socialismo, y su aplicabilidad p ráctica se reduce es­
trictam ente al momento en que Alemania afrontaba las ta­
reas dem ocrático-burguesas y la unificación nacional. (No
quiero decir que este enfoque de Marx era co rrecto , sino que
el enfoque tenía sentido dentro de su tiempo y lugar.)
Así como la Revolución Rusa contenía un movimiento
subterráneo de las «masas» que chocaba con el bolchevismo,
existe ahora un movimiento subterráneo histórico que se es­
trella con tra todos los sistem as de autoridad. En la época
actual, este movimiento ha recibido el nombre de «anarquis­
mo», aunque nunca se constriñó a una ideología única o cuer­
po de textos sagrados. El anarquismo es un movimiento libi-
dinal de la humanidad co n tra la opresión en cualquiera de
sus fo rm a s: sus orígenes se remontan a la misma emergen­
cia de la apropiación, la dominación clasista y el Estado. De
este período en adelante, los oprimidos han resistido a to­
das las form as que tienden a contener el desarrollo espontá­
neo del orden social. El anarquismo irrum pe en el trasfon-
do social durante todos los períodos de transición histórica.
La declinación del mundo feudal coincidió con diversos m o­
vimientos de m asas, en algunos casos de inspiración salvaje­
mente dionisíaca, que exigían la abolición de todos los sis­
temas de autoridad, privilegio y opresión.
Los movimientos anárquicos del pasado fracasaron, bási­
cam ente, porque la escasez m aterial, consecuencia del bajo
nivel tecnológico, viciaba toda armonización orgánica de los
intereses humanos. Toda sociedad que, en el plano m aterial,
no pudiera prom eter más que una distribución equitativa de
la miseria, engendraba invariablemente una profunda tenden­
cia hacia la restauración del privilegio, reformulado según
un nuevo sistema. A falta de una tecnología que pudiera re­
ducir apreciablem ente la jornada laboral, la necesidad de
trab ajar contam inaba las instituciones sociales basadas en
el autogobierno. Los girondinos de la Revolución Francesa
utilizaron la jornada laboral contra el París revolucionario.
Para excluir a los elementos radicales de las secciones, tra ­
taron de imponer una legislación que establecía el fin de to­
das las asambleas para las diez de la noche, hora en que los
trabajadores parisinos volvían de sus empleos. Pero las fases
anárquicas de las revoluciones del pasado no abortaron sólo
por culpa de las técnicas de manipulación y las traiciones
de las «vanguardias», sino también a causa de sus propias
limitaciones m ateriales. Las «m asas» siempre se han visto
obligadas a volver a sus trabajos de toda la vida, y rara vez
pudieron establecer órganos de auto-gobierno que sobrevi­
vieran luego de la revolución.
Sin embargo, los anarquistas com o Bakunin y Kropotkin
estaban en lo cierto cuando censuraban a Marx por su énfa­
sis centralista y sus conceptos organizativos elitistas. ¿El cen­
tralism o era absolutam ente necesario para el progreso tecno­
lógico? ¿E l Estad o nacional era indispensable para la expan­
sión del com ercio? ¿La emergencia de grandes em presas
económ icas centralizadas fue beneficiosa para el movimien­
to obrero? Solemos aceptar sin crítica estas afirmaciones de
M arx, en gran parte porque el capitalism o se desarrolló den-
Lro de un contexto político centralizado. Los anarquistas del
siglo pasado advirtieron que el enfoque centralista de Marx,
en caso de afectar el curso de los acontecim ientos históricos,
reforzaría de tal modo a la burguesía y el aparato estatal
que la abolición del capitalism o se vería seriam ente dificul­
tada. El partido revolucionario, al duplicar estas caracterís­
ticas centralizadas y jerárquicas, reproduciría la jerarquía y
el centralism o en la sociedad revolucionaria.
Bakunin, Kropotkin y MalaLesta no com etieron la inge­
nuidad de creer que el anarquismo podría establecerse de la
noche a la mañana. Al atribuir este delirio a Bakunin, Marx
y Engels distorsionaron deliberadamente los puntos de vista
de los anarquistas rusos. Los anarquistas del siglo pasado
tam poco creían que la abolición del Estado supondría un
«cese del fuego» inmediatam ente posterior a la revolución,
p ara decirlo con los términos oscurantistas que escogió
Marx, y que Lenin repitió con ligereza en Estado y Revolu­
ción. Además, mucho de lo que en lisiado y Revolución pasa
por «m arxism o» es anarquismo puro: por ejemplo, la susti­
tución de las fuerzas arm adas profesionales por milicias re­
volucionarias y la sustitución de los cuerpos parlam entarios
por órganos de autogobierno. En el panfleto de Lenin, lo
auténticam ente m arxista es su exigencia de un «centralism o
estricto», la aceptación de una «nueva» burocracia v la iden­
tificación de los soviets con el Estado.
Los anarquistas del sigio pasado estaban profundamente
preocupados por el problem a de industrializar sin aplastar
el espíritu revolucionario de las «masas» ni interponer nue­
vos obstáculos a su emancipación. Temían que la centraliza­
ción robusteciera la capacidad de la burguesía para resistir
a la revolución e inycelar un sentimiento de obediencia a los
obreros. Intentaron rescatar todas las formas comunales pre­
capitalistas (el m ir ruso, el pueblo español, entre otros) que
pudieran servir de referencia para una sociedad libre, no
sólo en un sentido estructural sino también espiritual. Poi
esto proclam aron la necesidad de una descentralización, aún
durante el capitalism o. Al contrario de los partidos m arxis­
tas, sus organizaciones prestaban especial atención a lo que
llamaban «educación integral» — el desarrollo del hombre
total— para co n trarrestar la inlluencia banalizanle de la so­
ciedad burguesa. Los anarquistas trataban de vivir según los
valores del futuro, en la medida en que esto era posible den­
tro del capitalism o. Confiaban en que la acción directa fa­
vorecería la iniciativa de las «masas», conservaría el espíritu
creativo y alentaría la espontaneidad. Trataban de desarro­
llar organizaciones basadas en la ayuda mutua y la fraterni­
dad, cuyo control se ejercería de abajo hacia arriba, y no
al revés.
Hagamos una pausa, ahora, para exam inar las organiza­
ciones anarquistas con algún detalle. E ste tema ha sido os­
curecido por una sorprendente cantidad de infundios. Lus
anarquistas, o al menos los anarco-com unistas, aceptan que
la organización es necesaria *. Eslo es tan indiscutible como
M arx aceptaba la necesidad de una revolución social.
Lo que está en discusión no es «organización o no», sino
qué tipo de organización proponen los anarco-comunistas.
La diferencia está en que los anarco-com unistas proponen
el desarrollo orgánico desde abajo, en contraposición con la
orquestación de cuerpos institucionales desde arriba. Se tra­
ta de movimientos sociales que, combinan un estilo de vida
creativo y revolucionario con una teoría igualmente creativa
y revolucionaria, y no ya de partidos políticos cuyo modo
de vida es indistinguible del medio burgués que los rodea,
y cuya ideología se reduce a «program as probados y acepta­
dos». En la medida de lo humanamente posible, tratan de re ­
flejar a la sociedad liberada que constituye su aspiración, en
lugar de esclavizarse en la imitación del sistema dominante
de clases, jerarquías y autoridades. Se edifican en torno a
grupos íntimos de hermanos y herm anas -—grupos de afini­
dad — cuya capacidad de acción común se basa en la inicia­
tiva, las convicciones libremente asumidas y un profundo
com prom iso personal, y no alrededor de un aparato burocrá­
tico integrado por afiliados dóciles y manipulado desde arri­
ba por un puñado de líderes omniscientes.

* 1:1 (ormino "a n arq u ista” es de ca n icler genérico, com o “socialista” , y pro­
bablem ente existen tantos tipos de anarquism o com o de socialism o. Hn am bos ca­
sos, el espectro ab arca desde las form as extras del liberalism o ríos "an arq uistas
individualistas” por un lado, los soi mí-dem<k ratas por el »»iro) hasta los com unistas
revolucionarios: anarco-com unistas por un Jado y revolucionarios m arxjstas, leninis­
tas y irotskistas por el otro.
Los anarco-comunistas no niegan !a necesidad de una coor­
dinación entre ¡os grupos, a los efectos disciplinarios, o para
un planteamiento meticuloso y cierta unidad de acción. Pero
consideran que la coordinación, la disciplina, la planificación
y la unidad de acción deben surgir voluntariamente, a través
de una autodisciplina nutrida por la convicción y la com­
prensión, y no por la coacción ni por una obediencia ciega a
las órdenes superiores. La efiaeia que se supone privativa
del centralism o, ellos se proponen obtenerla sin recu rrir a
una estru ctu ra jerárquica centralizada. En función de distin­
tas necesidades o circunstancias, los grupos de afinidad pue­
den lograr eficacia por medio de asambleas, com ités de ac­
ción y conferencias locales, regionales o nacionales. Pero se
oponen enérgicamente al establecimiento de una estructura
organizativa que pudiera convertirse en un fin en sí misma,
de com ités que se perpetúan después de que sus objetivos
prácticos están agotados, de una «vanguardia» que liaría del
«revolucionario» un simple robot.
E stas conclusiones no son el resultado de impulsos «indi­
vidualistas» y volátiles: muy por el contrario, emergen de
un estudio preciso de las revoluciones del pasado, del im pac­
to que los partidos centralizados han tenido sobre el proce­
so revolucionario y de la naturaleza del cambio social en una
era de abundancia potencial. Los anarco-comunistas tratan
de preserva r y extend er la fase anárquica que abre todas las
grandes revoluciones sociales. Aún más que los m arxistas,
consideran que las revoluciones son el fruto de profundos
procesos históricos. Ningún com ité central «hace» una revo­
lución; en el m ejor de los casos puede orquestar un golpe
de estado, cambiando una jerarquía por otra; en el peor, es
capaz de detener un proceso revolucionario, si ejerce una
influencia más o menos extensa. Todo com ité central es un
órgano para la toma del poder, para recrear el poder: se
apropia de lo que las «m asas» han obtenido con su propio
esfuerzo revolucionario. Hay que estar ciego a todo lo ocu­
rrido durante los dos últimos siglos para no reconocer es­
tos hechos.
En el pasado, los m arxistas han podido formular un plan­
teamiento inteligible (aunque no por eso válido) sobre la ne­
cesidad de un partido centralizado, porque la fase anárquica
de la revolución se agotaba al chocar contra la escasez m a­
terial. Económ icam ente, las «masas» debían volver siempre
a su esforzado trabajo de toda la vida. La revolución cesa­
ba a las diez de la noche, al margen de las intenciones reac­
cionarias de la Gironda en 1793; el bajo nivel tecnológico la
detenía. Hoy en día, esta excusa ha sido eliminada por el
desarrollo de una tecnología de abundancia, especialmente
..en los EE.UU . v Europa occidental, Se ha llegado a un pun­
to en que las «m asas pueden com enzar a expandir drástica­
m ente el «reino de la libertad» en el sentido m arxista, ad­
quiriendo el tiempo libre que supone un ejercicio superior
del autogobierno.
Lo que dem ostraron los acontecim ientos de mayo-junio
en Francia no es la necesidad de una conciencia m ayor entre
las «masas». París dem ostró que se necesita una organización
que difunda sistem áticam ente id e a s: y no sólo ideas, sino
ideas que prom uevan el concepto de autogobierno. A las
«m asas» de Francia no les faltó un Lenin que las «organiza­
ra» o dirigiera, sino la convicción de que podrían haber ges­
tionado las fábricas, en lugar de limitarse a ocuparlas. Es no­
table que ni un solo partido de tipo bolchevique haya alzado,
en Francia, la bandera del autogobierno. Sólo los anarquis­
tas y situacionistas plantearon esta reivindicación.
Existe la necesidad de una organización revolucionaria,
pero su funciones deben estar siempre claras. Su prim er
objetivo es la propaganda: «explicar pacientemente», como
decía Lenin. En una situación prerrevolucionaria, la organi­
zación revolucionaria presenta las exigencias más avanzadas:
está en condiciones de formular, ante cada nuevo giro de
los acontecim ientos y en forma concreta, el objetivo inme­
diato en la línea del proceso revolucionario. Sum inistra los
elementos más eficaces para la acción y la elaboración de
decisiones en los órganos revolucionarios.
¿E n qué difieren, entonces, los grupos anarco-comunistas
del lipo bolchevique de partido? No, por cierto, en cuestiones
com o la necesidad de una organización, de cierto plantea­
miento, para la coordinación del esfuerzo, de la propaganda
en todas sus form as o de un program a social. Fundamental­
mente, difieren del partido bolchevique en su creencia de que
los revolucionarios genuinos deben funcionar dentro del m ar­
co de las form as creadas por la revolución, y no dentro de
las form as creadas por el partido. E sto significa que están
com prom etidos con los órganos de autogobierno revolucio­
nario, y no con la «organización» revolucionaria; con formas
sociales, no políticas. Los anarco-com unistas no intentan ins­
talar una estructura estatal sobre estos órganos populares
revolucionarios sino, por el contrario, disolver todas las for­
mas organizativas del período prerrevolucionario (incluyen­
do a las suyas propias) en el seno de estos organism os ge-
nui namen Le revolucionarios.
Las diferencias son fundamentales. A pesar de su retó­
rica y sus slogans, los bolcheviques rusos jam ás han creído
en los soviets; los consideraban meros instrum entos del Par-
lido Bolchevique, actitud que los trotskislas franceses imita­
ron fielmente en sus relaciones con la asamblea estudiantil
de la Sorbona, así como los maoístas franceses con los sindi­
catos, y los grupos de la Vieja Izquierda con el movimiento
am ericano Studenis fo r a Dem ocratic Sociely (SDS). Hacia
1921, los soviets estaban prácticam ente m uertos; el Buró Po­
lítico y el Comité Central del Partido Bolchevique tomaban
todas las decisiones. Los anarco-com unistas no sólo se pro­
ponen evitar que los partidos m arxistas vuelvan a hacer esto;
también traLan de impedir que su propia organización llegue
a ju gar un papel similar. Por lo tanto, evitan cuidadosam ente
toda emergencia de elementos burocráticos, jerarquías o éli­
tes dentro del movimiento. No menos im portante es su in-
lenLo de rehacerse a. sí m ism o s: erradican de sus propias
personalidades lodo rasgo autoritario o inclinación elitista
de los que se asimilan desde la cuna en la sociedad jerárqui­
ca. El movimiento anarquista no sólo actúa en el plano de
los estilos de vida en beneficio de su propia integridad, sino
en función de la m isma revolución *.
Ante las desconcertantes encrucijadas ideológicas de nucs-

:!i Cabe, señalar que este es ei sentido del dadaísmo anarquista, la excentricidad
an árquica que tanta consternación produce en la gente del P L P . E sta excen trici­
dad anarquista se propone despedazar los valores heredados de la sociedad je rá r­
quica» hacen estallar las rigideces instauradas por el proceso de socialización bur­
guesa. í£n pocas palabras, se trata de un intento de ruptura del super yo, que
tiene un efecto paralizante sobre la espontaneidad, la. im aginación y la sensibilidad,
y de restau rar el sentido del deseo, de lo m aravilloso, de lo posible, de la revolu­
ción com o festival jubiloso y liberador.
Iro tiempo, hay una pregunta de fondo que . debería estar
siempre presen te: ¿P ara qué diablos estam os tratando de
h acer una revolución? ¿P ara recrear ia jerarquía, agitando
ante ios ojos de la humanidad el sueño confuso de un futuro
de libertad? ¿P ara im pulsar el desarrollo tecnológico, crean­
do una abundancia de bienes aún m ayor que la actual? ¿P ara
«igualar» a la burguesía? ¿P ara llevar al poder al PL? ¿ 0 al
Partido Comunista? ¿O al Partido Socialista O b rero ?* ¿Se
tra ta de em ancipar abstracciones com o «E l Proletariado»,
«El Pueblo», la «Historia», la «Sociedad»?
¿O se tra ta de disolver, finalmente, la jerarquía, la domi­
nación de clases y la opresión: de que cada individuo tom e
el control de su vida cotidiana?
¿Se tra ta de hacer de cada m om ento una experiencia m a­
ravillosa, y de la vida de cada individuo una realización in­
tegral? Si el verdadero propósito de la revolución es instalar
a los hom bres de neanderthal del PL en el poder, no creo
que merezca Ja pena. E s innecesario discutir el problem a ab­
surdo de si el desarrollo individual puede separarse de la
evolución social y comunal; obviamente ambos van juntos.
La base de un ser humano total es una sociedad integral; la
base para un hom bre libre es una sociedad libre.
Al m argen de estas cuestiones, aún debemos responder a
la pregunta que M arx se planteaba ya en 1850: ¿Cuándo co­
m enzaremos a tom ar nuestra poesía del futuro en lugar de
robarla al pasado? Debemos dejar que los m uertos entierren
a sus m uertos. E l m arxism o está m uerto porque tiene sus
raíces en una era de escasez, cuyas posibilidades estaban li­
m itadas por la privación m aterial. El mensaje social más
im portante dei m arxism o consiste en que la libertad tiene
ciertos prerrequisitos m ateriales: debemos sobrevivir, para
vivir. Con el desarrollo de una tecnología que ni la ciencia-
ficción más audaz pudo imaginar en tiempos de Marx, ha
venido a plantearse ante nosotros la posibilidad de una socie­
dad post-escasez. Todas las instituciones de la sociedad de
apropiación — dominación clasista, jerarquía, familia patriar­

* Progrcsxire Labor Party: y Socíalist H'orkttrs Parly


(l’LP tam bién P L) (P ar­
tido Socialista O brero en esta tiad ucción) son gntpúsculos de la izquierda norte­
am ericana. (A?,ilcl
cal, burocracia, ciudad, E s ta d o — están agotadas. Hoy, la des­
centralización no es sólo deseable, como medio para restau­
ra r una escala humana, sino también necesaria para recrear
una ecología viable, salvando a la vida de los contaminantes
destructivos y la erosión del suelo, preservando una atm ósfe­
ra respirable y el equilibrio natural. La promoción de la es­
pontaneidad es necesaria para que la revolución social ponga
a cada individuo al timón de su propia vida cotidiana.
Las viejas form as de lucha no desaparecen totalm ente a
causa de la descomposición de la sociedad de clases, pero la
problem ática de la sociedad sin clases las va superando pau­
latinamente. No hay revolución social sin participación obre­
ra, y por lo tanto los trabajadores deben contar con nuestra
solidaridad activa en cada batalla que libren contra la explo­
tación. Luchamos contra los crímenes sociales dondequiera
que aparezcan; y la explotación industrial es un crimen. Pero
también lo son el racism o, la violación del derecho a la auto
determ inación, el imperialismo y la miseria; y lo mismo pue­
de decirse, por otra parte, con respecto a la polución, la
urbanización galopante, la perversa socialización de los jóve­
nes y la represión sexual. En cuanto al problema de ganar
a la clase obrera para la revolución, debemos tener presente
que el desarrollo del proletariado es una precondición para
la existencia de la propia burguesía. El capitalismo, como
sistem a social, presupone la existencia de ambas clases, y se
perpetúa gracias al desarrollo de ambas. En la medida en
que alentemos el desclasamiento de las clases no burguesas
— al menos en un sentido institucional, psicológico y cultu­
ral — estaremos combatiendo las premisas de la dominación
clasista.
Por prim era vez en la historia, la fase anárquica que sa­
ludó el principio de todas las grandes revoluciones del pa­
sado puede ser preservada como condición permanente, gra­
cias a la avanzada tecnología de nuestro tiempo. Las institu­
ciones anarquistas de dicha fase — asambleas, comités de
fábricas, com ités de a cció n — pueden estabilizarse como ele­
mentos de una sociedad liberada, como factores de un nue­
vo sistema de autogobierno. ¿Construirem os un movimiento
capaz de defenderlas? ¿Crearem os una organización de gru­
pos de afinidad capaz de disolverse en el seno de estas insti­
tuciones revolucionarias? ¿ 0 edificaremos un partido buro­
crático, centralizado, jerarquizado, que intentará dominar­
las, suplantarlas y finalmente destruirlas?
Escucha, m arxista: la organización que intentamos cons­
truir es el tipo de sociedad que creará nuestra revolución.
Si no sepultamos al pasado — en nosotros mismos, así como
dentro de nuestros grupos — no tendremos nada que ganar
en el futuro.

S obre los grupos de afinidad

La expresión inglesa «affinity group» es la traducción de


grupo de afinidad *, nombre que designaba en España a la
célula básica de la Federación Anarquista Ibérica, reducto de
los militantes más idealistas de la CNT, la inmensa central
anarco-sindicalista. No creo conveniente ni posible imitar los
métodos y organizaciones de la FAL Los anarquistas espa­
ñoles de los años treinta afrontaban problemas totalmente
diferentes a los que actualmente encaran los anarquistas nor­
team ericanos. El grupo de afinidad, en tanto que organismo,
posee sin embargo algunas características aplicables a cual­
quier situación so cia l: las reconocem os en las formas adop­
tadas intuitivamente por los radicales americanos, bajo el
nombre de «comunas», «familias» y «colectivos».
El grupo de afinidad podría definirse como un nuevo tipo
de familia ampliada, en la cual los lazos de parentesco son
reemplazados por relaciones humanas profundamente empá-
ticas, que se nutren de unas ideas y una práctica revolucio­
naria comunes. Mucho antes de que el término «tribu» co­
nociera su actual popularidad en la contracultura am erica­
na, los anarquistas españoles se referían a sus congresos
como asambleas de las tribus. Deliberadamente, cada grupo
de afinidad conservaba sus reducidas dimensiones, para ase­
gurar la m áxim a intimidad posible entre sus miembros. Di­
rectam ente dem ocrático, comunal y autónomo, el grupo com ­
binaba la teoría revolucionaria con un estilo revolucionario
de vida cotidiana. Creaba un espacio libre donde los revolu-

E n español en el original. (N. ttel T.)


d o n a d o s podían reconstruirse a sí m ismos, com o individuos
y como seres sociales.
Los grupos de afinidad tenían la función de actu ar como
catalizadores en el contexto del movimiento popular, pero
no se consideraban su «vanguardia»; proveían iniciativa y
conciencia, no un «equipo dirigente» ni uncí «jefatura». Por
sus características, el grupo de afinidad tiende a actu ar en
una form a m olecular. La coordinación de esfuerzos o su
eventual separación depende de las situaciones que se van
presentando, no de las órdenes b urocráticas de un lejano
centro de comando. En casos de represión política, los gru­
pos de afinidad resultan altam ente refractarios a la infiltra­
ción policial. Dadas una íntimas relaciones entre los partici­
pantes, los grupos suelen ser difíciles de penetrar y, cuando
la infiltración se produce, no existe ningún aparato central
que. pueda revelar al infiltrado la estructura de todo el mo­
vimiento. En las condiciones más severas, los grupos siguen
manteniendo contacto entre sí, por medio de sus periódicos
y publicaciones.
Por otro lado, durante períodos de actividad intensa, nada
impide a los grupos de afinidad trabajar en estrecha unión,
en la exacta medida en que así lo requiera la situación espe­
cífica. Pueden federarse con toda facilidad, a través de asam ­
bleas locales, regionales o nacionales, para form ular una po­
lítica com ún; pueden, también, crear com ités de acción tem ­
porales (com o los estudiantes y obreros franceses de 1968)
coordinando tareas específicas. Pero, ante todo, los grupos
de afinidad están arraigados en el movimiento popular. Deben
fidelidad a las form as sociales creadas por el pueblo revolu­
cionario, y no a una burocracia impersonal. Debido a su auto­
nomía y localismo, los grupos conservan siem pre una m arca­
da sensibilidad a toda posibilidad nueva. Intensam ente expe­
rim entales y con muy variados estilos de vida, se estimulan
m utuam ente, y estimulan al movimiento popular. Cada grupo
tra ta de obtener los recursos necesarios para funcionar esen­
cialm ente por sus propios medios. Cada grupo elabora su
propio cuerpo global de conocimiento y experiencia, con el
objeto de superar las limitaciones sociales y psicológicas que
la sociedad burguesa impone al desarrollo individual. Cada
grupo, com o núcleo de conciencia y experiencia, tra ta de im­
pulsar el movimiento revolucionario del pueblo hasta el pun­
to en que, finalmente, el grupo mismo pueda desaparecer,
en el seno de las form as sociales orgánicas creadas por la
revolución.
6. LOS ACONTECIMIENTOS DE MAYO Y JUNIO
EN FRANCIA:

I. FRAN CIA: UN MOVIM IENTO POR LA VIDA

La calidad de la vida cotidiana

E l alzamiento de mayo y junio de 1968 fue uno de los


acontecimientos más importantes que ocurrieron en Francia
desde la Comuna de París de 1871. No sólo conmovió los ci­
mientos de la sociedad burguesa, sino que además planteó
problemas y propuso soluciones de im portancia sin prece­
dentes para la moderna sociedad industrial. Por esto merece
que se estudie con máximo detenimiento.
El alzamiento de mayo y junio tuvo lugar en un país in­
dustrializado y orientado hacia el consumo; menos desarro­
llado que los Estados Unidos, pero ubicado esencialmente
en la misma categoría económica. El alzamiento destrozó el
mito de que la riqueza y los recursos de la moderna socie­
dad industrial pueden ser utilizados para absorber toda opo­
sición revolucionaria. Los hechos de mayo y junio demostra­
ron que la estratificación y las formas avanzadas de la indus­
tria no eliminan las contradicciones y conflictos internos del
capitalismo, sino que tan sólo cambian su carácter y su
forma.
E l hecho de que el alzamiento tom ara a todos por sorpre­
sa, incluyendo a los teóricos más sofisticados de ios movi­
mientos situacionistas y anarquistas, resalta la significación
de los hechos de mayo y junio, planteándonos la necesidad
de reexam inar las fuentes de inquietud revolucionaria en la
sociedad moderna. Los graffiti de los m uros de París — «La
imaginación al poder», «Queda prohibido prohibir», «Vida
sin tiempos m uertos», «Jam ás trab aje s»— representan un
análisis m ás agudo de estas fuentes que todos los volúmenes
teóricos heredados del pasado. El alzamiento reveló que es­
tamos ante el final de una vieja era, y bien entrados en el
comienzo de una nueva. Las fuerzas motivacionales de la re­
volución, hoy, y al menos dentro del mundo industrializado,
no han de buscarse ya sólo en la escasez y las necesidades
m ateriales, sino también en la calidad de la vida cotidiana,
en la exigencia de una liberación de la experiencia y en la
tentativa de obtener el control del propio destino personal.
Poco im porta que las inscripciones fueran obra, en principio,
de una pequeña minoría. E stá claro que estas inscripciones
(que ahora integran el contenido de varios libros) han cap­
tado la imaginación de muchos miles de parisinos. Han to­
cado el nervio revolucionario de la ciudad.

Un movimiento mayorítario espontáneo

La revuelta fue un movimiento mayoritario en el sentido


de que atravesó, virtualm cnte, todas las clases sociales de
Francia. No sólo arrastró a estudiantes y obreros, sino tam ­
bién a técnicos, ingenieros, religiosos y a gentes provenientes
de todos los estratos de la burocracia estatal, industrial y
com ercial. Afectó a profesionales y trabajadores, intelectua­
les y futbolistas, animadores de televisión y obreros del Me­
tro. Llegó incluso a la gendarm ería de París, y es casi seguro
que hizo mella en la gran m asa de reclutas del ejército
francés.
La revuelta se inició entre los jóvenes. Los estudiantes
universitarios dieron el prim er paso; fueron seguidos por los
obreros jóvenes de la industria, la juventud desemplcada y
los «casacas negras», presuntos «delincuentes juveniles» de
las ciudades. Cabe destacar a los adolescentes, y estudiantes
de enseñanza media ya que en ocasiones demostraron más
coraje y determinación que los universitarios. Pero la re­
vuelta también prendió en la gente m ayor: trabajadores de
fábricas y oficinas técnicas y profesionales. Aunque cataliza­
da por revolucionarios conscientes, especialmente ciertos
grupos de afinidad anarquistas muy poco conocidos, la re­
vuelta fue espontánea. Nadie la había «llamado»; nadie la
había «organizado»; nadie logró «controlarla».
Una atm ósfera festiva prevaleció durante la mayor parte
de los días de mayo y ju n io : un despertar de la solidaridad,
la ayuda m utua y, sobre todo, una expresión personal y una
afirmación de las personalidades que no se veía en París
desde la Comuna. Las personas se descubrían, literalmente,
a sí mismas, y descubrían a su prójimo, y se reconstruían.
En muchas ciudades industriales, los trabajadores se volca­
ron a las calles, colgaron banderas rojas, leyeron y discu­
tieron ávidamente todo panfleto que caía en sus manos. Millo­
nes de personas contrajeron una súbita fiebre de vida, expe-
íim entaron la resurreción de sentidos que jam ás habían creí­
do poseer, un júbilo y una entrega que jam ás se habían sen­
tido capaces de experim entar. Las lenguas se soltaban, los
ojos y oídos adquirían una agudeza inédita. Se cantaban vie­
jas melodías con letras nuevas, a menudo picarescas. Muchas
fábricas se convirtieron en salas de danza. Las inhibiciones
sexuales que habían congelado las vidas de tantos jóvenes
franceses estallaron en cuestión de días. Esta revuelta no
era solemne, no se trataba de un golpe de estado burocráti­
co, tram ado y manipulado por un partido de «vanguardia»:
en su carácter satírico, inventivo, cerativo, agudo, residía su
fuerza y palpitaba la fuente de su inmensa capacidad de
auto-movilización y contagio.
Muchas personas superaron las estrechas limitaciones que
habían reducido sus conceptos sociales. Para miles de estu­
diantes, la revolución destruyó el sentido meticuloso y pe­
dante del «estudiantado», esa condición privilegiada y pom­
posa que en América expresan los «documentos de toma de
posición» y la sociología m achacona de los escritos «analíti­
cos». Los obreros que se integraron individualmente a los co­
mités de acción de Censier *, dejaron de ser «obreros» como
tales. Se convirtieron en revolucionarios. Y precisamente so­
b re la base de esta nueva identidad, seres que habían pasado
sus vidas dentro de universidades, fábricas y oficinas midie­
ron com unicarse libremente, intercam biar experiencias y

* E l nuevo edificio de la Facultad de L etras de la Sorbona.


unirse en una acción común sin reparos de ninguna especie
con respecto a sus «orígenes» sociales o «antecedentes».
La revuelta constituía una prim era expresión de la socie­
dad sin clases ni jerarquías. Su aspiración prioritaria consis­
tía en extender esta realidad cualitativam ente nueva a todo
el país a cada rincón de la sociedad francesa. Sus esperanzas
estaban cifradas en la expansión del autogobierno en todas
sus form as — las asambleas generales y su expresión organi­
zativa, los com ités de acción, los com ités de huelga en las fá­
bricas — hasta abarcar todas las áreas de la economía y de
la vida misma. El nivel de conciencia más avanzado, a este
respecto, no parece haber surgido entre los trabajadores de
las industrias tradicionales, donde la CGT controlada por los
com unistas ejerce gran influencia, sino más bien en las in­
dustrias más nuevas y tecnificadas, com o la electrónica. (P er­
m ítasem e subrayar que esto no es más que una conclusión
provisional, que extraigo de una cantidad de episodios des­
perdigados pero sugestivos, que me narraron jóvenes mili­
tantes de los com ités de acción obrero-estudiantil.)

Autoridad y jerarquía

La revuelta de mayo y junio arrojó una luz de gran im­


portancia general sobre el problem a de la autoridad y la je­
rarquía. En este sentido, no sólo desafió los procesos cons­
cientes individuales, sino también, y esto es aún más im por­
tante, sus hábitos inconscientes y socialmente condicionados.
(No es necesario extenderse demasiado sobre el hecho de que
los hábitos de la autoridad y la jerarquía son instalados en
el individuo desde los mismos albores de su vida: en el me­
dio fam iliar durante su infancia, en la «educación» que los
niños reciben dentro de la escuela y el hogar, en la organi­
zación del trabajo, el «ocio» y la vida cotidiana. La esencia
de la fam osa «socialización» de los jóvenes radica en las su­
puestas norm as «arquetípicas» de mando y obediencia que
moldean el carácter individual.)
La m ística de la «organización» burocrática, de unas je­
rarquías y estructuras impuestas y formalizadas, invade los
movimientos más radicales durante los períodos no revolu­
cionarios. La acentuada propensión de la izquierda a Jas ten­
dencias autoritarias y jerárquicas desnuda las profundas raí­
ces del movimiento radical, insertas en la propia sociedad
que declara com batir. En este sentido, casi todas las organi­
zaciones revolucionarias contienen una contrarrevolución en
potencia. Este potencia! sólo puede extinguirse si la organi­
zación revolucionaria se «estructura» para reflejar las for­
mas directas y descentralizadas de la libertad que nacen con
la revolución alentando el estilo vital de la libertad en el re­
volucionario. Sólo entonces será posible que el movimiento
se disuelva en el seno de la revolución, desapareciendo den­
tro de sus form as sociales directam ente dem ocráticas, como
se. disuelven los puntos de sutura en una herida que cicatriza.
E l acto de la revolución desgarra todos los tendones que
informan a la autoridad y la jerarquía en el orden estable­
cido. La entrada directa del pueblo en el escenario social es
la esencia m ism a de la revolución. E s que esta última no es
más que la form a superior de la acción directa. Por lo mis­
mo, en tiempos «norm ales», dicha acción directa es una pre­
paración indispensable para la acción revolucionaria. En am ­
bos casos, hay una supresión de la actividad social desde
arriba, del ejercicio político dentro de un m arco de referen­
cias jerarquizado y establecido. En ambos casos, hay cam ­
bios m oleculares en las «masas», clases y estratos sociales,
generándose individuos revolucionarios. E sta condición debe
convertirse en rasgo perm anente para que la revolución se
consum e: de lo contrario, se tornará en contrarrevolución
enm ascarada por una ideología revolucionaria. Cada fórm u­
la, cada organización, cada program a «aprobado-y-sanciona-
do», debe ab rir paso a las exigencias del revolucionario. Nin­
gún program a, teoría o partido puede ser más im portante
que la propia revolución.
E n tre los obstáculos más serios que se oponían al alza­
miento de mayo y junio no se contaban sólo De Gaulle y la
policía, sino también las endurecidas organizaciones de la
izquierda: el Partido Comunista, que sofocó la iniciativa en
muchas fábricas, y los grupos trotskistas y leninistas, que
tan desagradable hedor provocaron en la asamblea general
de la Sorbona. No hablo de los num erosos individuos que se
identificaron rom ánticam ente con el Che, Mao, Lenin o Trots-
ky (a menudo con los cuatro a la vez) sino de aquellos que
subordinaron toda su identidad, iniciativa y voluntad a unas
organizaciones jerárquicas, estrictam ente disciplinadas. Por
m ejor intencionadas que fueran estas personas, trab ajaron
para «disciplinar» la revuelta, o, para ser más precisos, en
des-revolucionarla, inyectándole los hábitos de obediencia y
autoridad que sus respectivas organizaciones habían aprendi­
do del orden establecido. Estos hábitos, inculcados por la par­
ticipación en organizaciones altam ente estructuradas — que
imitan, en realidad, a la propia sociedad que los «revoluciona­
rios» dicen estar tratando de abolir — degeneran en manio­
bras parlam entarias, negociaciones secretas y tentativas de
«controlar» las form as de libertad creadas por la revolución.
En el caso de la asamblea de la Sorbona, produjeron un pon­
zoñoso tufdlo a manipulación. Muchos estudiantes con los
que hablé se m ostraron absolutamente convencidos de que
estos grupos estaban dispuestos a destruir la asam blea de la
Sorbona si no lograban «controlarla». A los grupos no les
preocupaba la vitalidad de las form as revolucionarias, sino
el crecim iento de sus propias organizaciones. Habiendo crea­
do auténticas form as de libertad, en cuyo contexto cada uno
podía expresar libremente su punto de vista, la asam blea
pudo haber tomado una decisión perfectam ente justificada:
errad icar de su seno a todos los grupos burocráticos.
Debemos acred itar a la cuenta de los m éritos imperecede­
ros del Movimiento 22 de Marzo el hecho de haberse sumer­
gido en las asambleas revolucionarias, desapareciendo vir-
tualm ente com o organización y conservando sólo su nombre.
En sus propias asambleas, este movimiento elaboraba sus
decisiones por medio del «consenso asam bleístico», perm i­
tiendo que todas su tendencias internas experim entaran li­
brem ente sus ideas en la práctica. E sta tolerancia no dismi­
nuyó su «eficacia»; este movimiento anárquico, según atesti­
guan casi todos los observadores, hizo más por la cataliza-
ción de la revuelta que cualquier otro grupo estudiantil. Lo
que distingue a grupos como el 22 de Marzo, los anarquistas
y situacionistas, de todos los otros, es que no trab ajan por
la «tom a del poder», sino por su disolución.
Los acontecim ientos de mayo y junio en F ra n cia : l

La dialéctica de la revolución m oderna

Los acontecim ientos franceses de mayo y junio revelan


vivida y espectacularm ente la peculiar dialéctica de la revo­
lución. La m iseria cotidiana de una sociedad se acrecienta en
función de las posibilidades de realización del deseo y la li­
bertad. Cuanto m ayores son estas posibilidades, tanto más
intolerable resulta la m iseria de cada día. Por esta razón,
poco im porta que la sociedad francesa haya disfrutado de
m ayor prosperidad en estos años recientes que en cualquier
m omento de su historia. La abundancia, en su distorsionada
versión burguesa, indica m eram ente que las condiciones m a­
teriales de la libertad están desarrolladas, que han madu­
rado ya las posibilidades técnicas para una vida nueva y li­
berada.
Es evidente, ahora, que estas posibilidades vienen exis­
tiendo en la sociedad francesa desde hace tiempo, aunque la
m ayoría de la gente no las haya percibido. El consumo in­
sensato de bienes expresa la tensión entre la realidad anodina
de la sociedad francesa y las posibilidades liberadores de una
revolución, tal com o una obesidad extravagante revela la ten­
sión en un individuo. Se llega finalmente a un punto en que
la dieta de bienes i'esulta insípida y la obesidad social into­
lerable. Nadie puede predecir el punto exacto de ruptura. En
el caso de Fran cia, ese punto se alcanzó con las barricadas
del 10 de mayo, un día que estrem eció la conciencia del país
entero, planteando este interrogante a los trab ajad o res: «Si
los estudiantes, esos “niños de la burguesía”, pueden hacer­
lo... ¿Por qué no nosotros?» Es claro que un proceso m o­
lecular se estaba desarrollando en Francia, com pletam ente
invisible aún para los revolucionarios m ás conscientes: las
barricadas lo precipitaron hacia la acción revolucionaria. Lue­
go del 10 de mayo, la tensión entre la mediocridad de la vida
cotidiana y las posibilidades de una sociedad liberadora es­
talló en la m ás m asiva huelga general de la historia.
El alcance de aquella huelga dem uestra la exislencia de
un profundo descontento en casi todos los estratos de la so­
ciedad fra n ce sa : la revolución no se basaba en una clase par­
ticular sino en todos quienes se sentían desposeídos, negados
y burlados. E l impulso revolucionario vino de un estrato que,
m ás que ningún otro, debería haberse «acom odado» al or­
den existente: los jóvenes. Ellos se habían nutrido de la «ci­
vilización» gaullista, no habían experim entado los contrastes
entre los aspectos relativam ente gratos de la civilización de
preguerra y la medianía de la actual. Pero esto no dio re­
sultado. El poder de absorción y asimilación de la sociedad
francesa resultó más débil de lo que sospechaban la mayo­
ría de sus críticos. E sta sociedad, alimentada a base de blan­
da papilla, no pudo aniquilar el impulso vital, particular­
m ente en los jóvenes.
No menos im portante es el dato de que estos jóvenes,
tanto en Francia com o en América, no han conocido los
años de la Depresión ni la ansiedad por la seguridad m ate­
rial que moldeó la vida de sus mayores. La realidad predo-
m iante de la vida francesa fue juzgada por los jóvenes tal
com o e s : mediocre, fea, egoísta, hipócrita y espiritualmente
aniquiladora. Este solo hecho — la revuelta juvenil — cons­
tituye una evidencia contundente de que el sistem a no pue­
de perpetuarse en sus propios términos.
La trem enda decadencia interna de la sociedad gaullista,
una declinación que comenzó m ucho antes que la propia re­
vuelta, asumió contornos que no se ajustan a ninguna de las
fórm ulas tradicionales, esencialm ente económ icas, de la «re­
volución». Se ha escrito mucho sobre el «consumismo» en la
sociedad francesa, conceptuado com o form a contam inante de
estabilización social. E l hecho de que objetos y m ercancías
tom aran el lugar de las lealtades subjetivas tradicionales res­
paldadas por la iglesia, la familia, la escuela y los medios de
m asas, debió haberse considerado com o una evidencia de des­
com posición social m ayor de lo que se sospechó. El hecho
de que la tradicional conciencia de clase declinaba en el me­
dio proletario debió haber sugerido que estaban madurando
las condiciones para una revolución social m ayoritaria y no
p ara una revolución clasista m inoritaria. E l hecho de que
valores de cuño «Iumpen» en el vestido, la música, el arte y
los estilos de vida se difundieran entre los jóvenes france­
ses debió haber evidenciado que el potencial para el «desor­
den» y la acción directa estaba ya m aduro, tras la fachada
de la protesta política convencional.
En un curioso giro de ironía dialéctica, el proceso de «des­
aburguesam iento» cobraba fuerza en Francia precisam ente
cuando este país alcanzaba alturas inéditas de abundancia
m aterial. Al margen de la popularidad personal de De Gaulle,
se desencadenaba el proceso de desinstitucionalización p re­
cisam ente cuando el capitalism o de Estado parecía atrinche­
rarse con eficacia suprema en la estru ctu ra social, más que
en ningún m omento del pasado reciente. La tensión entre
una menguada realidad y unas posibilidades liberadoras se
agigantaba, precisam ente, cuando la sociedad francesa daba
la sensación de una unidad y un conform ism o sin preceden­
tes. Cuando los halagos de la sociedad burguesa parecían
más ciertos que en ningún momento de la historia de la re­
pública, el proceso de alienación seguía en m archa.
E l caso es que los problemas que afectan a la inquietud
social han cambiado cualitativam ente. Los problem as de la
supervivencia, la escasez y la privación han cedido su lugar a
los de la vida, la abundancia y el deseo. La erosión y la de­
mistificación carcom en tanto al «sueño francés» com o al
«American Dream». La sociedad burguesa ha dado de sí todo
lo que puede dar, en los únicos térm inos en que es capaz
de «d ar»; una plétora de bienes m ateriales sin valor, adquiri­
dos a cambio de un trabajo sin sentido, aniquilador. La pro­
pia experiencia (y no los «partidos de vanguardia» ni los pro­
gram as «aprobados-y-sancionados») se constituyó en agente
movilizador y fuente creativa del alzamiento de mayo y ju­
nio. Y es así com o debe ser. No sólo resulta natural que el
alzamiento rom pa espontáneam ente — característica de todas
las grandes revoluciones de la historia — sino también que se
despliegue con idéntica espontaneidad. E sto no significa que
los grupos revolucionarios deban perm anecer mudos ante los
acontecim ientos. Si tienen ideas y sugerencias, queda bajo su
responsabilidad plantearlas. Pero utilizar las form as socia­
les creadas por la revolución con propósitos m anipulatorios,
operar en secreto a espaldas de la revolución, desconfiar de
ella y tra ta r de reem plazarla por el «glorioso partido», es un
crimen imperdonable. 0 bien la revolución acaba por absor­
ber a todos los organismos políticos, o bien éstos se con­
vierten en fines en sí mismos, por lo tanto en inevitables
fuentes de burocracia, jerarquía y servidumbre humana.
Disminuir la espontaneidad de una revolución, quebrar el
conlinuuni entre la «/.(/^-movilización y la «/¡/«-emancipación,
despojar al proceso de este auto para injertar la mediación
de organizaciones e instituciones políticas que se han tomado
prestadas del pasado, equivale a viciar las aspiraciones libe­
radoras de la revolución. Si ésta no parte desde abajo, si no
expande la «base» de la sociedad hasta convertirse en la so­
ciedad misma, se trata de un mero golpe de estado. Si no
produce una sociedad en la que cada individuo controla su
vida diaria, en lugar de que la vida diaria controle a cada
individuo, no es más que una contrarrevolución. La libera­
ción social sólo puede ocurrir si. al mismo tiempo existe una
auto-liberación: si el movimiento de «masas» desarrolla una
auto-actividad que implica el más alto grado ele individua­
ción y despertar personal.
El movimiento molecular básico que prepara las condi­
ciones de la revolución, en la auto movilización que la lleva
adelante, en la atm ósfera jubilosa que la consolida, en todos
estos escalones sucesivos observamos un contimitan de indi­
viduación, proceso por el cual se disuelve el poder y se ex­
panden la experiencia y libertad personales en armonía casi
estética con las posibilidades de nuestro tiempo. Ver este
proceso y articularlo, catalizarlo planteando las tareas prác­
ticas inmediatas, lidiar sin vacilaciones con los movimientos
ideológicos que pretenden «controlar» el hecho revoluciona­
rio: éstas son, como han demostrado los acontecimientos en
Francia, las responsabilidades prioritarias del revolucionario
de nuestros días.
7. LOS ACONTECIMIENTOS DE MAYO Y JUNIO
EN FRANCIA:

II. PARRAFOS DE UNA CARTA

La realización de una revolución: Lo que o cu rrió...


Lo que pudo haber o cu rrid o ...

Usted me pregunta cómo la revuelta de mayo y jumo


pudo haberse convertido en una revolución social victorio­
sa *. T rataré de presentarle mi punto de vista con la mayor
claridad posible. Mi respuesta no se aplica sólo a Francia,
sino también a cualquier país industrializado del mundo.
Pues lo que sucedió en Francia podría considerarse como
un modelo de revolución para cualquier país burgués avan­
zado de la actualidad. Me asom bra que se haya hablado tan
poco sobre el caso francés en los Estados Unidos. Los he­
chos de mayo y junio constituyen la prim era ilustración cla­
ra de la forma en que una revolución puede desplegarse en
un país industrialmente desarrollado del período histórico
en que vivimos, y merecen un estudio exhaustivo.
La huelga general se debió, a mi juicio, no sólo a los con­
flictos salariales que se venían acumulando en Francia, sino
también a un hecho más im portante: el pueblo estaba harto.
Intuitivamente, inconscientemente, y a menudo bastante
conscientemente, los huelguistas estaban disgustados con la
totalidad del sistema, cosa que dem ostraron en innumerables
oportunidades. Una caricatura publicada en Francia después
de los hechos de mayo y junio m uestra a un funcionario de

. * lisio es el resumen de una carta- escrita poco después; de los acontecim ientos
de mayo y ju n io -d e 1968.
la CGT dirigiéndose a los huelguistas: «¿Qué es lo que que­
réis?» — g rita — . «¿Sueldos más elevados? ¿Menos horas de
trabajo? ¿Más vacaciones?» Ante cada pregunta del stalinis-
ta, los huelguistas responden con silencio. Finalmente, el di­
rigente gremial exclama furioso: «¡Decídm elo, qué diablos!
¡S oy vuestro representante!» Y los huelguistas responden
con un grito m asivo: « ¡ Queremos la revolución!».
Básicam ente, la respuesta era correcta. La caricatura ex­
presaba un sentimiento que aún resultaba bastante difuso,
pero que a pesar de todo era real. Por eso cosechó una ex­
traordinaria popularidad. Reflejaba lo que muchos obreros
(especialmente los jóvenes) sentían en form a vaga, o tal vez
no tan vaga.
Las barricadas estudiantiles del 10 de mayo precipitaron
la huelga general, que fue la más amplia de la historia. Los
trabajadores (los trabajadores jóvenes en particular) se di­
jeron : «Si los estudiantes pueden, también nosotros». Y des­
de la planta de Snd-Aviation de Nantes — donde existen las
tendencias anarco sindicalistas más robustas de Francia —
surgió la huelga general. Se extendió rápidam ente a París,
donde prendió en casi todo el mundo, no sólo en los obreros
industriales. Se movilizaron los empleados del seguro, los de
correos, los dependientes de grandes tiendas, profesionales,
m aestros, investigadores científicos. Hasta los jugadores de
fútbol ocuparon el edificio de su asociación profesional, col­
gando de sus muros un letrero que decía: « ¡E l fútbol perte­
nece al pueblo!» No se tratab a de una huelga obrera-, era
una huelga del pueblo, que afectaba a casi todas las clases
sociales. Este dato es de fundamental importancia. En Nan­
tes, los campesinos trajeron sus tractores a la ciudad para
colaborar con el movimiento, mientras los obreros portua­
rios vaciaban las bodegas de las naves para alim entar a los
huelguistas. Cabe señalar que los planteamientos más avan­
zados surgieron en las nuevas industrias, por ejemplo, en las
plantas electrónicas. En una firma integrada básicamente
por técnicos altam ente capacitados, los empleados declara­
ron públicam ente: «Tenemos todo lo que deseamos. Gana­
mos salarios im portantes, que acaban de ser aumentados
junto a nuestro período de vacaciones, durante las últimas
negociaciones, que realizamos el mes pasado (a b ril). La úni­
ca razón para nuestra huelga es el control obrero de la in­
dustria; y no sólo en nuestra planta sino en todas las plañ­
ías de Francia».
¡Un hecho asom broso! Y este planteamiento era, precisa­
mente, la clave de toda la situación. Los obreros habían ocu­
pado las fábricas. La economía estaba en sus manos. Este
movimiento arrasador podía convertirse en una com pleta re­
volución social con una sola condición: que los obreros, ade­
más de ocupar las fábricas, las hicieran funcionar. Habría
que rem ontar esta barrera. Si se hubieran puesto en m archa
las fábricas bajo augestión obrera, la revuelta hubiera acce­
dido a la categoría de revolución social en gran escala.
Tratem os de imaginar lo que habría ocurrido si los obre­
ros hubieran superado esta etapa. Cada planta hubiera ele­
gido su propio comité de fábrica, entre los propios trabaja­
dores, para administrarla. (En este caso es indudable que
gran parte de los técnicos hubiera colaborado con ellos, su­
mándose a la revolución). He subrayado el térm ino «admi­
nistrar» y efectivizar esta política. He aquí una fórmula de
dem ocracia directa en el seno mismo de la producción, donde
se generan los medios de vida.
Completemos el cuadro, no sin señalar que todo lo que
estoy describiendo era completamente factible en aquel mo­
mento. Los com ités de fábrica de todas las plantas podrían
haberse asociado, constituyendo un consejo administrativo
zonal, encargado de resolver todos los problemas de abaste­
cimiento. Cada miembro de este consejo habría sido estrecha­
mente controlado por los obreros de su fábrica de origen,
y en última instancia subordinado a la asamblea. Las tareas
del consejo serían totalm ente adm inistrativas; gran parte de
sus funciones quedaría a cargo de com putadoras, con una
rotación de cargos lo más frecuente posible.
Junto a estas form as de organización industrial, existirían
otras de carácter vecinal: asambleas similares a las seccio­
nes revolucionarias francesas de 1793, así com o comités de
acción encargados de hacer efectivas las disposiciones de es­
tas asambleas. Un consejo administrativo integraría estos dos
niveles, y se reuniría periódicamente con el consejo de comi­
tés de fábrica para tratar de problemas comunes. Una de las
funciones básicas de las asambleas vecinales — las nuevas
«secciones»— consistiría en el reciclaje del empleo en las
áreas improductivas y de la economía (ventas, seguros, publi­
cidad, «gobierno» y otras actividades socialmente inútiles)
para convertirlas en áreas productivas. Objetivo fundamen­
tal: reducir la semana laboral lo más rápidamente posible.
De este modo, la nueva organización beneficiaría a todos en
forma casi inmediata, incluyendo al obrero y al ex productor
de ventas que los obreros adiestrarían, por decirlo así, den­
tro de las fábricas. Todos obtendrían sus medios de vida en­
tregando sólo una parte del tiempo que emplean en condicio­
nes burguesas. La revolución invalidaría así las posiciones de
muchos elementos contrarrevolucionarios que, desde tiempo
inmemorial, vienen afirmando que las viejas condiciones de
vida son mejores que las «nuevas».
Lo esencial no radica en los detalles y minucias de esta
estructura, que se elaboraría en el plano práctico, sino en
la disolución del poder en las asambleas de fábrica y de
barrio. En el pasado se ha prestado poca atención al papel
e importancia de las relaciones no-medidas y asambleas po­
pulares. La noción de «representación» estaba tan profunda­
mente grabada en el pensamiento de los grupos revoluciona­
rios y en el propio pueblo que las asambleas sólo existieron,
cuando existieron, en forma accidental. Aparte la ecclesia
griega, en la mayoría de los casos emergieron de un cúmulo
de circunstancias fortuitas, y no a raíz de un planteamiento
consciente. Ordinariamente, los diversos consejos y comités
de las revoluciones anteriores han gozado de enormes pode­
res en m ateria de elaboración de políticas; pero la dem arca­
ción entre el trabajo administrativo y las decisiones políticas
era confusa o nula. En consecuencia, los comités y consejos
se convertían en agencias sociales en ejercicio de vastos po­
deres políticos sobre la sociedad; rápidamente degeneraban
en un incipiente aparato estatal, que se apoderaba del control
de la sociedad en su conjunto. Ahora podemos evitar que
esto ocurra, en parte confiriendo a las asambleas el derecho
a cuestionar directam ente a comités y consejos, en parte uti­
lizando la nueva tecnología para reducir radicalmente la se­
mana de trabajo, liberando así a todo el pueblo para una
activa participación en la gestión social.
AI principio, los diversos comités, consejos y asambleas
usarían los mecanismos disponibles de suministro y distri­
bución, para satisfacer las necesidades materiales de la so­
ciedad. El acero vendría a París en la forma habitual: si­
guiendo los mismos métodos de ordenamiento, con los mis­
mos ferrocarriles y camiones, y probablemente en manos de
los mismos ingenieros y chóferes. Las redes postales, tele­
fónicas y cablegráficas que existían antes de la revolución
seguirían existiendo después, y sirviendo a los distintos pe­
didos de materiales. Finalmente, los productos terminados
serían distribuidos por los mismos almacenes y comercios,
sólo que habrían desaparecido las cajas registradoras. Sería
función de los consejos vecinales y de comités de fábricas
el hacer frente a todas las prácticas de obstrucción em er­
gentes proponiendo cambios conducentes a un uso más ra­
cional de los recursos disponibles.
El capitalismo ya ha establecido el mecanismo físico de la
circulación — transporte y distribución — que la sociedad ne­
cesita para su funcionamiento, al margen de todo aparato
estatal. Este mecanismo físico de circulación puede sufrir am ­
plias m ejoras, pero funcionará tan bien el día siguiente a la
revolución como el día anterior. No requiere policía, cárcel,
ejército ni jueces para operar. El Estado se ha superpuesto
a este sistema técnico de distribución, y sirve en realidad
para distorsionarlo, manteniendo un nivel artificial de esca­
sez. (É ste es, hoy, el significado concreto de la «santidad de
la propiedad»).
Vuelvo a subrayar que, puesto que nos preocupan las ne­
cesidades humanas y no los beneficios, podemos liberar de
sus estúpidas tareas a un gran número de personas emplea­
das en la operación del sistema de beneficios. Lo mismo vale
para muchos funcionarios del Estado. E stas personas podrían
unirse a sus hermanos y hermanas en trabajos productivos,
de modo tal que la semana laboral de toda la población se
reduciría drásticam ente. En este nuevo sistema, productores
y comunidad manejarían conjuntamente la economía, desde
abajo, coordinando sus actividades administrativas a través
de los representantes de los comités de fábrica y de los co­
mités de acción vecinal: todos ellos, directamente sancio-
nables por las asambleas de fábrica y de barrio, ante quienes
responderán de sus actos. En este punto, la sociedad asume
el control directo de sus asuntos. El Estado, su burocracia,
sus ejércitos, policías, jueces y cárceles, pueden desapare­
cer ya.
Usted puede recordarm e que el viejo sistem a de produc­
ción y distribución aún está estructuralm ente concentrado,
aún se basa en una división nacional del trabajo. De acuerdo;
tiene usted perfecta razón. ¿Pero el control de aquello tam ­
bién estará concentrado? En tanto y en cuanto la política se
formula desde abajo y todos sus ejecutores responden a un
control local, la administración se descentraliza socialmente,
por más que los medios de producción conserven una estruc­
tura centralizada. Una computadora destinada a coordinar
las operaciones de una gran planta es, por ejemplo, un ins­
trum ento para la centralización estructural. Sin embargo, en
la medida en que las personas que programan y operan la
com putadora son totalmente cuestionables por los obreros
de la fábrica sus operaciones están socialmente descentra­
lizadas.
Para pasar de una analogía restringida a los problemas
mayores de la administración supongamos que se designa un
cuerpo técnico altamente calificado para sugerir cambios en
la industria siderúrgica. Supongamos que este equipo formu­
la proposiciones para racionalizar la industria, sugiriendo el
cierre de algunas plantas y la ampliación de las operaciones
en diferentes partes del país. ¿E s éste un cuerpo «centrali­
zado» o no? La respuesta es sí y no. Sí, pero sólo en el sen­
tido de que el cuerpo técnico se cuida de problemas concer­
nientes a todo el país; no, porque 110 puede tom ar decisiones
que deba ejecutar todo el país. El plan presentado por este
equipo debe ser examinado por todos los trabajadores de las
plantas que cesarán de operar y de las que se abrirán. El
program a en sí puede ser aceptado, modificado o rechazado.
El cuerpo técnico carece del poder de «asumir» decisiones
efectivas; se limita a hacer recomendaciones. Por otra parte,
sus integrantes están sometidos al control de la fábrica en
que trabajan y de la comunidad en que viven.
Yo agregaría que equipos del mismo tenor podrían desig­
narse para planificar la descentralización física de la socie­
dad: comisiones en las que los teenólogos trabajen junto a
los ecólogos. Podrían planificar nuevos modelos de explota­
ción de la tierra para diferentes áreas del país. Como aque­
llos técnicos que trabajaban sobre la industria siderúrgica
existente, carecerían de poder de decisión. La adopción, mo­
dificación o rechazo de sus planes quedaría enteramente a
cargo de las comunidades afectadas.
Pero ya he viajado demasiado por el «futuro». Volvamos
a ios hechos de mayo y junio de 1968. De Gaulle, los genera­
les, el ejército, la policía... Aquí tenemos otro problema cru­
cial que debió afrontar la revuelta. Si los obreros de las
fábricas de arm am entos no se hubieran limitado a ocupar­
las, las hubieran operado para arm ar a la revolución po­
pular, si los obreros ferroviarios hubieran acercado estos
armamentos al pueblo alzado de las ciudades, pueblos y al­
deas, si los com ités de acción hubieran organizado milicias
arm adas, la situación francesa hubiera cambiado radicalmen­
te : un pueblo armado, organizado en milicias por sus propios
comités de acción (había muchos reservistas entre los jóve­
nes, que hubieran podido adiestrarlos) frente al estado. Mu­
chos de los militantes con quiens hablé no creían que el
grueso del ejército, compuesto m ayoritariam ente por cons­
criptos, hubiera disparado contra el pueblo. Con éste arm a­
do, cada calle se habría convertido en un bastión y cada fá­
brica en una fortaleza. Es muy discutible que, en estas
circunstancias, las tropas fieles a De Gaulle hubieran m ar­
chado contra ellos. Pero la revuelta jam ás dio este paso.
Permítame repetirle que este esbozo que acabo de hacer
era perfectamente posible. Sólo hacía falta que los obreros
operaran las plantas, convirtiendo sus comités de huelga en
comités de fábrica. No se tomó este paso decisivo; el pueblo
no recibió arm as; no se conmovió el sistema burgués de pro­
piedad. Los stalinistas desviaron el movimiento revolucio­
nario hacia cauces políticos, clamando por un gabinete de
coalición comunista-socialista. La lucha fue canalizada, así,
hacia una campaña electoral en el terreno burgués. Por estas
y otras razones, la revuelta remitió, provocando un «cole­
tazo» en la masa popular que estaba contemplándola y es­
perando. E sta gente pudo haberse sumado a una revolución
victoriosa. Parecían estar a la expectativa, como diciendo:
«Veremos lo que pasa.» De todos modos, cuando la revolu­
ción fracasó, votaron por De Gaulle. Al menos, De Gaulle era
una realidad; la revolución, por el contrario, se había esfu­
mado en el fracaso.
¿Cómo se com portaron los maoístas y trotskistas, los par­
tidos y grupúsculos bolcheviques de «vanguardia»? Los m aoís­
tas se opusieron a todas las reivindicaciones de control obre­
ro. (Algunos de ellos, ante la remisión de la revuelta, co­
menzaron a revisar sus conceptos. Ahora se llam an... ¡ anar-
co-m aoístas!) El secretario Mao opina que el control obrero
es sinónimo de anarco-sindicalisrao, una «desviación pequeño
burguesa». La misión de la clase obrera, proclamaban los
m aoístas, consistía en «tom ar el poder estatal». En nombre
del «realismo bolchevique», la única base para una revolu­
ción social — la ocupación de las fá b rica s— se subordinó a
abstractas consignas políticas que carecían de validez en la
situación viviente y concreta. Un ejem plo: los m aoístas que
m archaban hacia la planta «Renault» de Billancourt porta­
ban una pancarta donde se leía: «¡V iva la CGT!»; y esto en
momentos en que los obreros más revolucionarios libraban
una áspera lucha contra la CGT y trataban de disolver el
aparato burocrático mediante el cual la federación sindical
frenaba a los trabajadores. Lo que querían decir los maoís­
tas e ra : «Dadnos el control de la CGT.» ¿Pero quién diablos
los quería a ellos?
¿Los trotskistas? ¿Cuáles? ¿La F E R ? ¿La JCR? ¿Las otras
dos o tres divisiones? La F E R jugó un papel abiertamente
contrarrevolucionario en casi todos los momentos decisivos,
condenando con el calificativo de «aventureras» a las accio­
nes callejeras que desencadenaron la huelga general. Los
estudiantes pusieron las manos sobre estos trotskistas en
las peleas callejeras, frente a la Sorbonne, cuando ellos tra­
taron de enviarlos de regreso a casa, y en las barricadas de
la noche del 10 de mayo, cuando los trataron de «rom ánti­
cos». En lugar de unirse a los estudiantes, organizaron un
«mitin de m asas» en la Mutualité. Todo esto no impidió a la
F E R jugar alocadam ente a la política en los pasillos y du­
rante las asambleas de la Sorbona, a posteriori del triunfo
estudiantil. En cuanto a la JCR, se equivocó en casi todas
las instancias, creando mucha confusión en la asamblea de
la Sorbona con sus m aniobras políticas. Hacia el final del
proceso de mayo y junio, sus dirigentes frenaron el movi­
miento y se acom odaron a la izquierda electoral no-stali-
nista.
¿Qué «faltó» durante los acontecim ientos de mayo y ju­
nio? Ciertamente, no partidos bolcheviques de «vanguardia».
Éstos fueron una verdadera plaga para la revuelta. Lo que
Francia necesitaba era un estado de conciencia entre los
obreros, en el sentido de que las fábricas debían ser opera­
das y no sólo ocupadas. Para decirlo de otro modo, en la
revuelta faltó un movimiento capaz de desarrollar esta con­
ciencia en los obreros. E ste movimiento debió haber sido
anárquico, sim ilar al 22 de Marzo o a los com ités de acción
que tom aron Censier y tra ta r de ayudar a los obreros sin
dominarlos. Si estos movimientos hubieran existido antes de
la revuelta, o si esta última se hubiera prolongado, dándoles
tiempo a desarrollar una propaganda consistente y una mi-
litancia activa, los acontecim ientos habrían tom ado un giro
diferente. De cualquier modo, los com unistas se combinaron
con De Gaulle para to rcer la revuelta y, finalmente, des­
truirla.
A mi juicio, éstas son las verdaderas enseñanzas que nos
dejaron los hechos de mayo y junio. Al leer lo que acabo de
escribir, advierto con claridad por qué los marxistas-Ieninis-
tas de América han prestado tan poca atención a los aconteci­
mientos franceses de mayo y ju n io : los hechos y hasta su
propio recuerdo desafían todos sus conceptos, program as y
estrategias.
M arat/Sade

E sta fam osa otara de Pcter Weiss describe, fundamental­


mente, un diálogo entre el deseo y la necesidad, en momentos
en que la historia los había constituido en antípodas, opo­
niéndolos violentamente durante la gran revolución de 1789.
En aquellos días, el deseo chocaba con la necesidad: uno
aristocrático, la o tra plebeya; uno como placer del indivi­
duo, la otra com o agonía de las m asas; uno como reacción
privada, la o tra com o revolución social. No puede decirse
que, en nuestros días, Marat y Sade hayan sido redescubier­
tos; más bien se los ha interpretado. El diálogo prosigue,
solo que ahora se desenvuelve en un nivel diferente de posi­
bilidad, y hacia una resolución final del problema. Es éste
un viejo diálogo, ahora proyectado sobre un concepto nuevo.
La obra de Weiss transcurre en un asilo. La situación sólo
puede desarrollarse por locos y entre locos. Versa sobre pro­
blemas que habrían sido resueltos hace años, por hombres
sanos y en el terreno de la práctica. Sin embargo, hablamos
sobre ellos interminablemente, y los reflejamos a través de
mil prism as m íticos. ¿Por que? Porque somos insanos. Nos
hemos convertido en casos patológicos. Weiss, en este sen­
tido, tiene razón; ubica al diálogo donde le corresponde, en
un asilo vigilado por guardias y enferm eras y guiado por un
adm inistrador. Somos insanos, no sólo a causa de lo que
hemos hecho, sino también por lo que no hemos hecho. «To­
leram os» demasiado. Estam os ahitos de «tolerancia».
¿Qué es lo que debemos hacer, pues? ¿Cómo haremos
para, siguiendo el credo que se atribuye a Maral, cogernos
por los cabellos y darnos vuelta por completo, viendo así el
mundo con ojos frescos? «Weiss se niega a decírnoslo», dice
Peter Brook en una introducción a la obra, y luego se de­
dica a divagar sobre cómo hemos de enfrentarnos a las con­
tradicciones, Pero esto no conduce a nada concreto. El diá­
logo, al margen de su creador literario, y de su director en
escena, tiene su propio movimiento interno, su propia dia­
léctica. En la tercera visita a Cordey, De Sade se explaya
lascivamente ante Marat y pregunta: «¿Qué sentido tiene una
revolución si no es para una cópula generalizada?» Las pa­
labras de Sade son recogidas por los mimos y luego por to­
dos los lunáticos del escenario. Ni siquiera Brook puede de­
ja r que esta pregunta caiga en el vacío. El desenlace, que en
la obra es equívoco, en la versión cinematográfica consiste
en una tormentosa bacanal. Los lunáticos dominan a guar­
dias, enfermeras, visitas y administración; se apoderan de
todas las mujeres presentes en el escenario y allí tiene lugar
una orgía sexual. La respuesta comienza a surgir casi ins­
tantáneam ente: la revolución que pretende anular la nece­
sidad debe consagrar el deseo para todo el mundo. ¡ El deseo
debe convertirse en necesidad!

La polarización del deseo y la necesidad

La necesidad — de sobrevivir, de obtener sus medios mí­


nimos de supervivencia— jam ás podría inspirar un credo
público en el deseo. Podría, sí, producir un credo religioso de
renunciamiento, o un credo republicano de virtud, pero no
un credo público de sensualidad y sensibilidad. La entroni­
zación del deseo como necesidad, del principio de placer
como medida de la realidad, se nutre, en tanto que tema pú­
blico, de la productividad de la industria moderna y de la
posibilidad de suprimir el esfuerzo físico. Para decirlo en
form a cruda, el revolucionario crecimiento de la tecnología
moderna ha puesto en tela de juicio a todos los preceptos his­
tóricos que auspiciaban el renunciamiento, la negación y el
esfuerzo. La noción de deseo como elemento privilegiado y
aristocrático de la vida se encuentra, hoy, en bancarrota
Esta tecnología crea una nueva dimensión de deseo, que
trasciende completamente la concepción de Sade, y también
por otra parte, la de los simbolistas franceses, de quienes
se deriva nuestro concepto de sensibilidad.
En Sade, en Bauclelaire, en Rimbaud, el ego está aislado,
es un extraño individuo que vuela a partir de la mediocridad
y de la vulgaridad de la vida de los burgueses, proyectándose
hacia alucinados delirios. A pesar de su elevado y antibur­
gués espíritu de negación, este ego retiene ciertas caracterís­
ticas decididamente privilegiadas. Bauclelaire, uno de los más
inequívocos escritores simbolistas, expresa claram ente su
naturaleza aristocrática en la noción de dandismo. El dandy,
el hombre de verdadera sensibilidad, según nos dice, disfruta
del ocio y no se deja perturbar por la necesidad. Este ocio
se deñne por oposición del dandy contra la turba, o más
bien del particular contra lo general. Está cifrado en las
propias condiciones sociales que alimentan a Marat y a los
enragés de 1793 : el mundo de la necesidad. El dandismo se
afirma, sin duda, contra las élites existentes, pero no contra
el elitismo; contra los privilegios de su tiempo, pero no con­
tra el privilegio en sí. «El dandismo florece especialmente
en períodos de transición», nota Bauclelaire con agudeza,
«cuando la democracia aún no está afirmada y la aristocra­
cia apenas comienza a decaer y resquebrajarse. Durante el
torbellino de estos tiempos, un pequeño grupo de hombres,
desclasados, hartos, desvinculados — pero todos ellos decidi­
damente ricos en voluntad — conciben la idea de fundar un
nuevo tipo de aristocracia, más fuerte que el antiguo por
cuanto se basaría sólo en los más preciados e indestructibles
factores, en los más divinos dones que ni el dinero ni la am­
bición pueden conceder.» La verdad, sin embargo, es que
tales dones no son divinos. E sta élite estética flota sobre la
superficie de la guerra social, es un detritus ricamente or­
namentado que presupone, objetivamente, a la propia aris­
tocracia y a la burguesía que en espíritu quiere repudiar.
¿Qué decir, pues, del movimiento revolucionario que pre­
tende penetrar bajo la superficie de la guerra social, hasta
tocar sus profundidades? En general, desecha completamen­
te un credo concreto de sensualidad. El marxismo, proyecto
dominante dentro del movimiento revolucionario, se ofrece
al proletariado como doctrina sobria y áspera, orientada
hacia el proceso laboral, la actividad política y la conquista
del poder del Estado. Para co rtar todos los lazos que unen a
la poesía con la revolución, llama científico a su socialismo
y acuña sus objetivos con la prosa dura de la teoría eco­
nómica. Mientras los simbolistas franceses presentaban una
imagen concreta del hombre, definido a partir de las especi­
ficidades del juego, la sexualidad y la sensualidad, dos gran­
des exilados elaboraban en Inglaterra una imagen abstracta
del hombre, definida por conceptos como clase, m ercan­
cía y apropiación. En ninguno de estos credos encuentra ubi­
cación la persona total, concreta y abstracta, sensual, y racio­
nal, personal y social. Retrospectivam ente, es justo señalar
que la situación social de aquella época aún era inadecuada
para la realización completa de la humanidad. Las puertas
del orden social estaban cerradas a la libre expresión de la
sensualidad, así com o a un libre y exhaustivo ejercicio de la
razón.
Pero estas puertas nunca son demasiado sólidas. Hay mo­
mentos en que no sólo las puertas, sino también la casa en­
tera, se sacuden hasta sus cimientos bajo el embate de
acontecim ientos elementales. En estos momentos de crisis,
cuando los sentidos de todo el mundo soportan la extraordi­
naria presión de la emergencia social, las puertas se desplo­
man y el pueblo atraviesa sus umbrales, no ya como masa,
sino com o conjunto de personalidades en pleno despertar.
Este pueblo no puede ser crucificado sobre fórmulas teóricas.
Sus miembros adquieren una realidad humana en la acción
revolucionaria. La comuna de París de 1871 representa, pre­
cisamente, uno de estos momentos en que la teoría social
y estética resulta incapaz de abarcar la situación social en su
conjunto. Los comuneros del distrito parisino de Belville,
que lucharon en las barricadas y murieron por miles bajo
el fuego de los versalleses, se negaban a restringir su insu­
rrección al mundo privado descrito por los poemas simbolis­
tas, o al mundo público descrito por los comunistas del
marxism o. Exigían alimento y moral, estómagos llenos y sen­
sibilidad elevada. La comuna flotaba sobre un m ar de alcohol:
durante varias semanas, toda la población del distrito de
Belville se mantuvo en condiciones de maravillosa ebriedad.
Despojados de las virtudes de clase media de sus dirigentes,
los comuneros de Belville convirtieron su insurrección en
un festival de euforia pública, juego y solidaridad. Tal vez
era previsible que la sociedad burguesa acabara por digerir
los cánticos de la com una: no por medio de una matanza,
sino a través de los compromisos cotidianos del trabajo, la
seguridad m aterial y la administración social. Enfrentados a
un conflicto sangriento y a una derrota casi inevitable, los
comuneros entregaron sus vidas con el abandono de indivi­
duos que, habiendo degustado la experiencia en libertad, ya
no pueden volver a la rutina diaria, la abnegación y el sacri­
ficio. Incendiaron todo París, defendiendo con furia suicida
hasta el último distrito.
En la comuna de 1871 tenemos no sólo una expresión del
interés social, sino también de la libido social. Es difícil creer
que la represión subsiguiente a la caída de la comuna — los
fusilamientos masivos, los juicios sumarísimos, el exilio de
miles de personas a colonias penales — debió su violencia a
un espíritu de venganza clasista. Si repasamos los recuerdos,
periódicos y cartas de aquel tiempo, encontrarem os que la
burguesía dirigió su venganza contra su propia humanidad
subterránea. En el estallido espontáneo de la libido social
que nosotros denominamos comuna de París, los burgueses
vieron una ruptura de todos los mecanismos represivos en
que se apoya la sociedad jerárquica. Reaccionaron, entonces,
con la ferocidad y la desesperación del hombre que, repenti­
namente, se encuentra de cara a sus impulsos inconscientes.

El «yo», mito y realidad

Nadie tomó ejemplo de los comuneros del distrito de


Belville, con el resultado de que el deseo y el credo revolu­
cionario se desarrollaron cada cual por su propia cuenta.
En esta separación, ambos fueron despojados de su conteni­
do humano. El credo de! deseo se evaporó, conformando un
vidrioso subjetivismo, alejado de toda preocupación social;
el de la revolución, en cambio, se coaguló en forma de den­
so objetivismo, casi totalm ente absorbido por las lécnii
de manipulación social. Por lo tanto, la necesidad de enrío
bar el credo revolucionario con el deseo, o viceversa, es un
problema pendiente, tal vez el más imperioso de nuestro Lic m
po. Hubo intentos serios de elaborar esta totalidad en la dé­
cada de 1920, cuando los surrealistas y W ittgenstein trataban
de resintetizar el m arxism o, enriqueciéndolo con una concep
ción más amplia del proyecto revolucionario. Aunque e s t e
proyecto fracasó, dejó su semilla. Hemos heredado todos s u s
planteam ientos, transform ados por nuevas dimensiones del
pensamiento y por un nuevo sentido de inmediatez, que de
bemos a los progresos tecnológicos de nuestro tiempo.
Aunque parezca irónico, el obstáculo más sólido en el c a ­
mino de la realización de este proyecto es el propio credo re­
volucionario. El leninismo y sus variantes han reenfocado la
atención revolucionaria, sustrayéndola de los objetivos so­
ciales para trasladarla a los medios políticos, desde la utopía
hasta la estrategia y la táctica. A falta de una definición clara
de sus aspiraciones humanas, el movimiento revolucionario,
al menos en sus form as organizativas corrientes, ha asimilado
las instituciones jerárquicas, el puritanismo, la ética de tra­
bajo y la caracterología general de la propia sociedad que
clam a estar tratando de com batir. Las aspiraciones del m ar­
xismo caben ampliamente en la demanda de la toma del po­
der, más que en la disolución del poder; la prim era implica
la existencia de una jerarquía y el poder de una élite sobre
la sociedad en su conjunto. Hay un obstáculo de similar im­
portancia para el proyecto concebido por los surrealistas v
Reich: se trata de la emergencia de un subjetivismo crudo
e indiferenciado, que acuña su redescubrimiento del hombre
en exclusivos términos de auto-descubrim iento: me refiero al
viaje hacia dentro. El erro r esencial de esta form a de subje­
tivismo no radica en su énfasis sobre el sujeto, sobre el indi­
viduo concreto; más aún, com o ha señalado Kierkegaard, se
nos ha sobrealimentado con las universalidades científicas,
estam os ahitos de filosofía y sociología. El erro r que vicia
este subjetivismo es su principio operante de que el «yo»
puede divorciarse com pletamente de la sociedad, la subjeti­
vidad de la objetividad, la conciencia de la acción. Irónica­
m ente, este yo interior v aislado resulta ser uno de los más
traidores pensamientos abstractos,- un concepto m etaíisico se­
gún el cual la conciencia, lejos de expandirse, se contrae al
nivel de lo trivial. Filosóficamente, su estado final es el ser
puro, una pureza de experiencia y de reposo interior que se
iguala a la nada. En último análisis, se tra ta de la disolución
del deseo en la contemplación.
El hecho es que el yo no puede resolverse en un «ello»
inherente, en una críptica «alma» cubierta y oscurecida por
las capas de la realidad. En esta form a abstracta, el yo se
mantiene en el plano de la potencialidad indiferenciada, un
m ero manojo de propensiones individuales, hasta que inter-
actúa con el mundo real. Sin tra ta r con el mundo no puede,
simplemente, ser creado en ningún sentido humano. Mitchell
revela este aspecto del yo cuando declara: «Vuestra verdade­
ra naturaleza no está oculta en vuestras profundidades, sino
que la habréis de buscar en las inconmesurables alturas por
encima de vosotros, o al menos por encim a de lo que llamáis
vuestro yo.» Una introspección válida resulta ser la apropia­
ción consciente de un yo básicamente integrado con el mun­
do, y por lo tanto un juicio del mundo y de las acciones
para reconstituirlo según nuevos lincamientos. Este orden de
autoconciencia alcanza su nivel, durante nuestro tiempo, en
el seno de la acción revolucionaria. Rebelarse, vivir en la re­
vuelta, implica una reconstitución total dei revolucionario
individual, un cambio de alcances tan amplios y radicales
com o la reform a de la sociedad. En el proceso de d escartar
las experiencias acumuladas para integrar y reintegrar nue­
vas experiencias, un nuevo yo surge de ¡as cenizas del viejo.
Por esta razón me parece idiota predecir la conducta de la
gente después de una revolución en términos de su conducta
antes de la revolución. No se tra ta rá de la misma gente.
Si es verdad que una introspección válida debe culm inar
en la acción, en una reelaboración del yo por la experiencia
en el mundo real, esta reelaboración sólo cobra sentido en
la medida en que se mueve de lo existente a lo posible, de
lo que es a lo que podría ser. E s precisam ente esta dialécti­
ca lo que im plica mi concepto de crecim iento psíquico. El
propio deseo es la aprensión sensual de la posibilidad, una
completa síntesis psíquica obtenida a través de la protesta.
Sin el dolor de esta dialéctica, sin la lucha que supone la ob­
tención de lo posible, el crecim iento y el deseo pierden toda
su diferenciación y contenidos específicos. No se formulan, en
ese caso, los propios temas inherentes al concepto de lo posi­
ble. La responsabilidad real que nos cabe es la de eliminar,
no el dolor psíquico del crecim iento, sino el sufrimiento psí­
quico de la deshumanización, el torm ento que acom paña a
una vida frustrada y abortiva.
El subjetivismo crudo tiene una aspiración estática: la
ausencia de dolor, la obtención de un reposo imperturbable.
Este nivel estático implica una placidez generalizada que di­
suelve la ira en am or, la acción en contem plación, la volun­
tad en pasividad. La ausencia de diferenciación emocional no
es o tra cosa que el fin de la emoción verdadera. En contraste
con la aspiración de este estatism o insensato, el crecim iento
dialéctico reivindica el derecho a la emoción — incluyendo el
derecho a o d ia r— y reclama un estado de auténtica sensibili­
dad, lo que supone la posibilidad de am ar selectivamente. El
apóstol de este tipo de sensibilidad (m ás precisam ente, sen­
sación) indiferenciada es Marshal Mac Luhan, cuyas fantasías
de com unicación integral consisten exclusivamente en un jue­
go de estímulos y entusiasmos. La técnica, aquí, se degrada
en fin: el m ensaje es el medio.

La desintegración del yo

A pesar de todo, lo cierto es que ningún credo revolucio­


nario auténtico puede soslayar el tema en su punto de par­
tida. Ya hemos superado el tiempo en que el mundo real po­
día exam inarse sin atender en profundidad los problemas y
necesidades básicas de la psique, que no es ni estrictam ente
con creta ni estrictam ente universal, sino ambas cosas en un
nuevo nivel de integración y superación. El redescubrimiento
de la psique concreta es la contribución más valiosa del
subjetivismo moderno y la filosofía existencial a! credo re­
volucionario, a pesar de que esta psique redescubierta es par­
cial e incompleta, y a menudo tiende a la abstracción. En una
era de abundancia relativa, cuando la miseria m aterial no es
la fuente exclusiva de inquietud social, la revolución tiende a
adquirir cualidades intensamente subjetivas y personales. La
oposición revolucionaria se apoya cacla vez más en la desin­
tegración de la calidad vital, en las perspectivas antivitales y
métodos esterilizantes de la sociedad burguesa.
Para decirio de otra m anera, el revolucionario es creado
y nutrido por la fractu ra de todas las grandes generalidades
bu rguesas: la propiedad, la clase, la jerarquía, la libre em­
presa, la ética del trabajo, el patriarcalism o, la familia nu­
clear y demás, acl naiiseam. En este contexto, el yo comienza
a desarrollar su autoconciencia, y el deseo a recuperar su in­
tegridad. Cuando toda la fábrica institucional se torna ines­
table, cuando a todos Ies falta un sentido del propio destino,
sea en sus empleos, sea en sus actividades sociales, la peri­
feria lam pen de la sociedad tiende a convertirse en su cen­
tro, y los desplazados presentan las form as más avanzadas
de conciencia personal y social. E s por esta razón por lo
que hoy todas las obras valiosas de arte surgen en un con­
texto lam pen.
El yo lam pen está impregnado de negatividad: refleja la
negatividad generalizada en el ámbito social. Su conciencia
es satírica y su burla proviene de un distanciam iento de las
verdades de la sociedad burguesa. Pero esta condición bur­
lesca constituye el modo de superación del yo con respecto a
las ideologías represivas de renunciamiento y esfuerzo. Los
actos de desorden lum pen se convierten en núcleos de un
nuevo orden: su espontaneidad contiene los medios que con­
ducirán a aquel nuevo orden.
Hegel comprendió bellamente este hecho. En un brillante
com entario sobre Diderot, escribe: «La burlona risa ante la
existencia, ante la confusión de todos y de uno mismo, es
la conciencia desintegrada, alerta de sí m isma y expresándose
a sí misma, y al mismo tiempo refleja el último eco audible
de toda esta confusión... es la naturaleza autodesintegrado-
ra de todas las relaciones y su desintegración consciente... en
este aspecto del retorno al yo, la vanidad de todas las cosas
es la propia o el yo es en sí mismo vanidad. Pero la concien­
cia indignada sabe de su propia desintegración, y a través de
ese conocim iento logra trascenderla... todas las partes de
este mundo se expresan por sí mismas, o bien son declaradas
y descritas intelectualm ente por lo que son. La conciencia
honesta (papel que Diderot se reserva para sí en este diálogo)
toma a cada elemento como si fuera una entidad permanente,
y no comprende que la realidad es exactamente lo contrario.
Pero la conciencia desintegrada es conciencia de la rever­
sión e incluso de la reversión más absoluta; su elemento pre­
dominante es el concepto; éste reúne los pensamientos que
la conciencia honesta encuentra tan apartados; de aquí la bri­
llantez de su lenguaje. De modo que el contenido del discur­
so de la mente sobre sí misma consiste en la reversión de
todas las concepciones y realidades; una desmentida univer­
sal para con uno mismo y los otros. La desvergüenza de de­
clarar esta concepción encierra, por lo tanto, la más grande
verdad... Para la serena conciencia que, en su honestidad,
prosigue cantando la melodía de la verdad y el bien en tonos
apacibles, es decir en una sola nota, este discurso parece un
fárrago de sabiduría mezclada con locura (37). El análisis de
Hegel, escrito hace más de un siglo y medio, contiene todos
los elementos de la «negativa absoluta», anticipada con tanta
agudeza para la era actual. Hoy en día, el espíritu de la nega-
tiviclad debe extenderse a todas las áreas de la vida para ex­
presar algún contenido real; debe suponer una franqueza to­
tal, que, usando los términos de Maurice Lancheau, «ya no
tolera la complicidad». Cuando se suaviza este espíritu de
negatividad, se pone en tela de juicio la propia integridad
del yo. El orden establecido tiende a la totalidad: su sobera­
nía no sólo se extiende sobre las facetas superficiales del yo,
sino también sobre sus repliegues más profundos. Solicita
cierta complicidad, no sólo en las apariencias, sino también
en las profundidades más celosamente guardadas del espíritu
humano. Intenta movilizar la propia vida de sueño del indi­
viduo : esto se manifiesta en la proliferación de técnicas y
artes para manipulación del inconsciente. Intenta, en po­
cas palabras, obtener el comando del yo v su sentido de lo
posible, su capacidad de deseo.

Deseo y revolución

La desintegración de la conciencia debe fructificar en una


recuperación, reintegración y expansión del deseo: una nueva
sensualidad basada en lo posible. Si esta noción de lo posible
carece ele contenido social humanístico, si permanece en un
plano crudamente egoísta, no hará más que seguir la lógica
irracional del orden social, cayendo en un cruel nihilismo. En
el largo plazo, las opciones que encuentra el bohemio moder­
no — hippie o rebelde— no se plantean entre un subjetivis­
mo socialmente pasivo y un reformismo políticamente activo
(la sociedad dominante, a medida que va de crisis en crisis,
eliminará estos lujos tradicionales) sino entre el extremismo
reaccionario dei hombre de las S. S. y el extremismo revolu­
cionario del anarquista.
En pocas palabras marginarse es integrarse en una lucha.
No hay faceta en la vida humana que no esté infiltrada por
los fenómenos sociales, y no existe experiencia imaginativa
que no se base en los datos de la realidad social. A menos
que el sentido de lo maravilloso, que tanto entusiasmo des­
pierta en los surrealistas, degenere en un culto a la muerte,
nos exigirá un honesto reconocimiento de las raíces sociales
de nuestros sueños, nuestra imaginación y nuestra poesía. La
verdadera pregunta que debemos responder es dónde nos
integraremos, dónde hemos de ubicarnos en relación al con­
junto.
En este sentido, nada hay en la realidad actual que no
se encuentre contaminado por la degeneración deí conjunto.
Hasta que la criatura salga del útero enfermo, la liberación
debe tom ar sus puntos de partida de una diagnosis de la en­
fermedad, una conciencia del problema y una lucha para na­
cer. La instrospección debe ser corregida por el análisis so­
cial. Nuestra libertad se fundamenta sobre la conciencia re­
volucionaria y culmina en la acción revolucionaria.
Pero la revolución ya no puede restringerse al reino de la
necesidad. Ya no puede satisfacerse meramente con la prosa
de la economía política. La aspiración de la crítica m arxista
ha sido cumplida, agotada y, por lo tanto, superada. Lo sub­
jetivo se ha incorporado al proyecto revolucionario con exi­
gencias enteramente nuevas: experiencias, reintegración, rea­
lización, lo maravilloso en una palabra. La propia estructura
de la personalidad que supone el proyecto revolucionario tra­
dicional está ahora contrastada por formas más nucleares.
Toda organización jerárquica de diferenciación humana — se­
xual, étnica, generacional, física— debe ceder paso al princi­
pió dialéctico de la unidad en la diversidad. En ecología, este
principio ha sido totalmente incorporado: la conservación,
incluso la elaboración de la variedad, se considera indispen­
sable para la estabilidad natural. Todas las especies son im­
portantes por igual en el mantenimiento de la unidad y en el
equilibrio del ecosistema. No hay jerarquías en la naturaleza,
más que las impuestas por los modos jerárquicos del pensa­
miento humano; sólo hay diferencias, entre y dentro de los
seres vivientes. El proyecto revolucionario será siempre in­
completo y unilateral hasta que reconozca la necesidad de
suprimir todas las modalidades jerárquicas de pensamiento,
e incluso todas las naciones de «otredad» basadas en la do­
minación, que han de ser erradicadas de su seno. La jerar­
quía social es, hoy día, una realidad innegable, puesto que
se origina en un conflicto objetivo de intereses, que hasta el
momento ha sido convalidado por una escasez material insos­
layable. Pero, precisamente porque esta organización jerár­
quica existe en la sociedad burguesa en momentos en que el
problema de la escasez comienza a resolverse, debe eliminár­
sela por completo de la comunidad revolucionaria. Y no sólo
en la organización revolucionaria, sino también en la estruc­
tura de la personalidad del individuo revolucionario.
Citando a Pierre Reverdi, el poeta ya no es sólo un soña­
dor, sino también un luchador, Las posibilidades reveladoras
están en el mundo objetivo, y ahora se proyectan a través de
los sueños, impregnan la experiencia surreal y potencian la
imaginación con alturas evocativas completamente inéditas.
Por primera vez en la historia, objeto y sujeto pueden reunir­
se en el grupo de afinidad: la colectividad anárquica y revo­
lucionaria de hermanos y hermanas. La teoría y la praxis pue­
den unirse en el hecho conscientemente revolucionario. Pen­
samiento e intuición pueden integrarse en una nueva visión
revolucionaria. Lo consciente y lo inconsciente, reunidos. La
liberación puede no ser completa — al menos, para noso­
tros — pero sí tender a la totalidad, abarcando todas las face­
tas de la vida y la experiencia. Su consumación puede estar
más allá de nuestras visiones más audaces, pero es posible
avanzar hacia lo que ahora vemos e imaginamos. Nuestro ser
es devenir y no una entidad estática.
(1) G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu. México, Fondo de
Cultura Económica.
(2) Karl Marx y Friedrick F.ngels, El Manifiesto Comunista.
(3) Raoul Vaneigeni. «The Totality for Kids» (Internacional Situa-
eionista; Londres), pág. 1.
(4) Guy Debord, «Perspcctives for Conscious Modification oí Daily
Life», traducción inglesa de la Internationale Situationiste, n.° 6, pág. 2.
(5) Joscf Weber, «The Great Utopia», Contemporary hsu es, vol. 2,
n.° 5. (1950). pág. 12.
(6) Ibul., pág. 19.
(7) Abraham H. Maslow, E l H om bre Autorrealizado, cd. Kairós,
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(8) Citado por Angus M. Woodbury; Principies of General Ecology
(Blakiston; Nueva York, 1954), pág. 4.
(9) Robert L. Rudd. «Pesticides: The Real Peril», T h e Nation.
vol. 189 (1959), pág. 401.
(10) E. A. Gutkind. 7'he T wilight oj the Cities (Freo Press, Glen-
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(11) H. D. F. Kitto. The Greeks (Aldine. Chicago, 1961), pág. 16.
(12) Karl Marx - Friedrick Engels. La Ideología alemana (Pueblos
Unidos, Montevideo, 1968).
(13) Pierre-Joseph Proudhon; What is Property? (Bellamy Library,
Londres), vol. I, pág. 135.
(14) Informe del Congreso de los Estados Unidos, Autoination and
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(15) Alice Mary Hilíon, «Cyberculture», Fellowship for Reconcilia-
tion Paper (Berkeley, 1964). pág. 8.
(16) Lewis Mumford. Technícs and Civílization (Harcourt, Brace
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(17) Eric W. Leaver y John J. Brown, «Machines without Mcn»,
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(18) F. M. C. Fouricr. Selections / rom the Works of Fouríer (S.
Sonnenschein and Co.: Londres, 1901), pág. 93.
(19) Charles Gide, introducción a Fourier. op. cit., pág. 14.
(20) Hans Thirring, Energy ¡or man (Harper and Row; Nueva York,
1958), página 226.
(21) Ib id.: pág. 269.
(22) Henry Tabor, «Solar Energy», en Science and the New Na-
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(23) Eugene Ayres, «Major Sourccs of Energy», A m erican Petroleum
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(25) Friedrick Wilhelmsen, prólogo de Friedrich C. [uenger, T he
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(26) W. W arde Fowler, T h e City State of thc G reeks and Romans
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(27) Edward Zimmcrman, T h e G reek Commonwealth (Modern Li-
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(28) Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Ariel, Barcelona.
(29) V. I. Lenin, T h e Threatening Catastrophe and How lo Fight
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(30) Citado por León Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa,
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(31) V. V. Osinsky, «On the Building of Socialism», citado por R.
V. Daniels, T h e C onscience of the Revolution (Harvard University Press;
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(32) Robert G, Wcsson, Soviet C om m unes (Rutgers University Ptcss;
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(33) R. V. Daniels, op cit.. pág. 145.
(34) Mosche Lcwin, L en in ’s Last Straggle (Pantheon, Nueva York,
1968), página 122.
(35) Marx-Engels, Selected C orrespondence (International Publishers;
Nueva York, 1942), pág. 212.
(36) Friedrick Engels, Anti-Dühring, Ciencia Nueva, 1968.
(37) Hegel, op. cit.: pasaje citado por Marx y Engels en su corres­
pondencia.
ÍNDICE

P r ó l o g o ............................................................................................... 9

I n t r o d u c c i ó n .................................................................................... 17

1. El anarquism o tras la supresión de la escasez . . 39

2. Ecología y pensam iento re v o lu c io n a rio ........................ 61

3. Hacia una tecnología lib e ra d o ra ........................................ 87

4. Las form as de la l i b e r t a d .......................... ......... . 141

5. ¡ Escucha, m a r x i s t a ! ............................................................ 167

6. Losacontecim ientos de mayo y junio en F ran cia: I . 213

7. Los acontecim ientos de mayo y junio en Francia :II.223

8. Deseo y n e c e s id a d ..................................................................233

N o t a s .....................................................................................................245

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