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EL ANARQUISMO
EN LA SOCIEDAD
DE CONSUMO
R”
editorial l/airós
S alvador P á n ik e r
INTRODUCCION
* E sta situación no cam bió con la R evolución R usa o las revoluciones “socia
listas" que han ocurrido luego. L a s categorías institucionales no han desaparecido;
a lo sumo se les ha mudado el nom bre.
tnblccido; es un hecho objetivo, que refleja los vastos cam
bios sociales hoy apuntados.
Cada época revolucionaria, por o tra parte, no sólo reúne
procesos aparentem ente separados sino que tam bién los pro
yecta sobre un lugar específico en el tiempo y en el espacio,
donde ia crisis social es m ás aguda. En el siglo diecisiete este
centro era Inglaterra; en los siglos dieciocho y diecinueve,
Francia; en los comienzos del veinte, Rusia. E l centro de la
crisis social, en la segunda m itad del siglo veinte, se halla en
los Estados U n idos: un coloso industrial que produce más
de la m itad de los bienes del mundo con poco m ás de un
cinco por ciento de la población del planeta. He aquí la
Roma del capitalism o mundial, la piedra angular de su ca
tedral im perialista, taller y m ercado de sus m ercancías, ga
binete de su hechicería financiera, templo de su cultura, ar
senal para sus guerras. Aquí se encuentra, también, el centro
mundial de la contrarrevolución, así como el de la revolución
social que puede suprim ir a la sociedad jerárquica com o sis
tema histórico de alcance mundial.
Ignorar la posición estratégica de los Estados Unidos, tan
to en lo histórico como en lo internacional, revelaría una
increíble falta de sensibilidad de cara a la realidad. Dejar
de plantearse todas las im plicaciones de esta posición estra
tégica para actu ar conform e a ellas delataría una negligencia
de proporciones criminales. Los riesgos son demasiado im
portantes com o para perm itirnos una postura oscurantista.
América, hemos de subrayarlo, ocupa el terreno social más
avanzado del mundo. Más que ningún otro país, Am érica está
preñada con la crisis social m ás im portante de la historia.
Todos los planteam ientos tendentes a la abolición de la so
ciedad jerarquizada y a la construcción de la utopía se pre
sentan aquí con más claridad que en ninguna o tra parte. Es
aquí donde se hallan los recursos para anular y trascender
lo que M arx llamaba la «prehistoria» de la humanidad. Aquí
se dan, también, las contradicciones que producen la form a
m ás avanzada de lucha revolucionaria. La decadencia de la
estru ctu ra institucional de A m érica no resulta de ninguna
«falta de nervio» de tono m ístico, o de sus aventuras impe
rialistas por el T ercer Mundo, sino, principalmente, del des
borde del potencial tecnológico am ericano. Como esos fru
tos que penden de una ram a, con sus semillas plenamente
m aduras, toda la estru ctu ra puede desplom arse al m ás ligero
golpe. É ste tal vez provenga del T ercer Mundo, de alguna
conm oción económ ica considerable, incluso de una repre
sión política p rem atura; pero lo cierto es que la estru ctu ra
debe caer, a causa de su madurez y declinación.
E n una crisis de esta magnitud, los problemas centrales
de la sociedad jerárq u ica pueden ser enfocados desde cual
q u ier faceta de la vida, sean personales o sociales, políticos
o ecológicos, m orales o m ateriales. Todo acto o movimiento
crítico erosiona el edificio dom éstico tanto com o el imperial.
Repeler toda expresión de descontento con arengas secta
rias, copiadas de contextos distintos y períodos por com ple
to diferentes de conflicto social, no es m ás que ceguera. Lle
vada hasta sus últim as conclusiones, la batalla de la libera
ción de los negros es una lucha con tra el im perialismo; la
batalla por un medio-ambiente equilibrado es una lucha con
tra la producción de m ercancías; la batalla por la liberación
femenina es una lucha por la libertad humana.
E s cierto, gran parte de la energía de este descontento
puede ser desviada hacia canales institucionales establecidos,
durante un tiempo. Pero sólo durante un tiempo. La crisis
social es demasiado profunda, está demasiado im bricada en
la historia y en el mundo para que las instituciones estable
cidas puedan contenerla. Si el sistem a no logró asim ilar al
movimiento negro, a la «generación del am or» ni al movi
m iento estudiantil de los años sesenta, no fue por falta de
flexibilidad institucional o recursos. A pesar de las agore
ras predicciones de la «izquierda» am ericana, estos movi
m ientos rechazaban, esencialmente, lo que las instituciones
establecidas les ofrecían. Más precisam ente, sus exigencias
iban creciendo a medida que les iban siendo concedidas. Al
m ismo tiempo, se expandía la base física de los movimientos.
Irradiando desde unos pocos centros urbanos aislados, el ra
dicalismo negro, hippie y estudiantil se derram ó sobre el
cam po, em papando universidades y colegios, suburbios y
ghettos, com unidades rurales y ciudades.
O bjetar el valor de estos movimientos porque sus reclutas
suelen pertenecer a la juventud de la clase media blanca equi
vale a perder el hilo del problema. Tal vez no exista m ejor
testimonio sobre la inestabilidad de la sociedad burguesa que
el hecho de que m uchos m ilitantes radicales tiendan a pro
venir de los estratos relativam ente más prósperos. Se olvida
(convenientem ente) que en los años cincuenta hubo otra cla
se de profecías — las de la «generación de Orwell» — que nos
advirtieron que la sociedad b u rocrática estaba prefabrican-
do una juventud am ericana prolijam ente conform e con el
astablishment. De acuerdo con las predicciones de aquel en
tonces, la sociedad burocrática encontraría su apoyo m ás de
cisivo en las sucesivas generaciones de jóvenes. Se afirmaba
que en la generación decadente de los años trein ta estaría
el último reverbero de los valores hum anísticos y radicales.
Como está a la vista, las cosas han ocurrido al revés. La ge
neración de los años trein ta se ha convertido en uno de los
sectores m ás deliberadam ente reaccionarios de la sociedad,
m ientras que la gente joven de la década de los sesenta se
define com o caldo de cultivo radical.
E n esta aparente paradoja, la contradicción entre la es
casez y el potencial de la post-escasez tom a la form a de una
abierta confrontación. Una generación cuya psique ha sido
enteram ente form ada por la escasez — esto es, la depresión
y las inseguridades de los años tr e in ta — se enfrenta a otra
que ha sufrido la influencia potencial de una sociedad post
escasez. La juventud de la clase media blanca dispone del
privilegio de repudiar su falso «privilegio». En con traste con
sus padres, vencidos por la represión, los jóvenes se sienten
desencantados ante un consum ism o fraudulento, que paci
fica pero jam ás satisface. E l abismo generacional es real.
Refleja la brecha objetiva que ahora mismo está separan
do a A m érica — en form a cada vez más n ítid a— de su
propia historia social, de un pasado que se va tornando ar
caico. Aunque este pasado está aún insepulto, nos hallamos
ante la em ergencia de una generación que bien podría hacer
las veces de sepulturera.
C riticar, en esta generación, sus «raíces burguesas», de
n otaría una sapiencia sim ilar a la de esos tontos que ignoran
que sus observaciones m ás serias no producen más que risa.
Todos los que viven en esta sociedad tienen «raíces burgue
sas», sean obreros o estudiantes, jóvenes o viejos, negros o
blancos. ¿H asta qué punto es uno burgués? Esto depende ex-
elusivamente de lo que uno acepta de la sociedad. Si la gente
joven repudia el consum ismo, la ética del trab ajo, la je ra r
quía y la autoridad, será m ás «proletaria» que el proletaria
d o : este despropósito sem ántico debería exhortarnos a en
te rra r de una buena vez los raídos elementos de la ideología
socialista junto al arcaico pasado del que derivan.
Si estas entelequias aún concitan cierta atención, esto se
debe solamente al ca rá cte r aném ico del proyecto revolucio
nario en los E stad os Unidos. Los revolucionarios norteam eri
canos deben todavía dar con una voz que se refiera a sus pro
pios problem as específicos. Los planteam ientos del T ercer
Mundo no pueden aplicarse al Prim er Mundo; m ás aún, no de
bem os trazar un puente entre ambos retrocediendo hacia ideo
logías que fueron generadas por la problem ática del siglo die
cinueve. M ientras los revolucionarios am ericanos sigan tom an
do prestadas las fórmulas de Asia y Latinoam érica, estarán
haciendo un flaco favor al T ercer Mundo. Lo que este último
necesita es una revolución en Am érica, y no sectas aisladas
e incapaces de modificar el curso de los acontecim ientos. E l
a cto supremo de internacionalism o y solidaridad con los pue
blos oprimidos del mundo consistiría en prom over aquella
revolución; esto requeriría un criterio y Un movimiento re
feridos estrictam ente a los problem as de los Estados Uni
dos. N ecesitam os un enfoque coherente y revolucionario para
la problem ática social am ericana. Todo aquel que se declare
revolucionario en los Estados Unidos será inevitablem ente
un intem acionalista, en virtud de la posición que América
ocupa dentro del mundo, de modo que no es necesario que
yo me justifique por la atención que presto a este país.
Los capítulos que constituyen este libro deben conside
rarse com o totalidad unificada. Lo que, esencialm ente, los
vincula, es el concepto de que los sueños más visionarios
del hom bre en m ateria de liberación se han convertido ac
tualm ente en imperiosas necesidades. Todos éstos capítulos
están escritos desde la perspectiva de que la sociedad je rá r
quica, luego de tantos y tan sangrientos milenios, ha alcan
zado, finalmente, la culminación de su desarrollo. Los pro
blemas de la escasez, de donde surgieron las form as de pro
piedad, las clases, el estado y toda la parafernalia cultural de
la dominación, pueden resolverse ahora en el seno de una
Sociedad post-escasez. Alcanzado el punto de erradicación
de la escasez, se advierte que la sociedad resultante no sólo
es deseable o posible, sino tam bién absolutam ente necesaria
para la supervivencia de la propia civilización. E l desarrollo
de las bases m ateriales de la libertad hace que una conse
cuencia acabada de la m ism a cobre valores de necesidad
social.
M urray Bookchin
Nueva Y ork , octubre de 1970
/. E L ANARQUISMO TRAS LA SU P R ESIO N D E LA E SC A SE Z
P recondiciones y posibilidades
La dialéctica red en to ra
E spontaneidad y utopía
* P a ra una exp osición detallada de esta tecn ología “en m iniatu ra” , yer “H acia
una tecn ología lib era d o ra ".
L a liberación del yo supone, ante todo, un proceso social.
E n el seno de una sociedad que ha encogido al yo, dándole
el valor de una m ercancía — objeto m anufacturado p ara el
intercam bio — no puede existir un yo realizado. Sólo hem os
de h allar en ella insinuaciones de la persona hum ana, el aflo
rar de un yo que busca su realización, definido prim ordial
m ente p o r los obstáculos que debe salvar en su cam ino. Para
esta sociedad cuyo cinturón ya ap rieta com o p ara h acerla
estallar, cuyo estado crónico es una serie interm inable de
dolorosos esfuerzos, cuya condición real es la de aguda em er
gencia, sólo cabe un acto, una id ea: dar a luz. Todo ám bito,
social o privado, que no haga de este hecho el cen tro de la
experiencia hum ana, es una im postura que disminuye el poco
yo que nos resta y después de beber el cotidiano veneno de
la vida diaria en la sociedad burguesa.
E s evidente que el objetivo de la revolución, hoy, debe ser
la liberación de la vida cotidiana. Toda revolución que no
alcance este objetivo es contrarrevolución. Sobre todas las
cosas, som os nosotros quienes debem os ser liberados, n u es
tra vida diaria con todos sus m om entos, horas y días, y
no universalidades com o la «H istoria» o la «Sociedad».* E s
necesario que el yo sea siem pre iden tifica ble en la revolu
ción, que esta últim a no lo desborde. Siem pre se debe p e r
cib ir al yo en el proceso revolucionario, no sum ergido sino
manifiesto. No hay palabra m ás siniestra, en el vocabulario
«revolucionario», que «m asas». L a liberación revolucionaria
debe consistir en una liberación del yo que alcanza dimen
siones sociales, no en una «liberación de m asas» o «libera
ción de clases», térm inos que ocultan el reinado de una
élite, una jerarq u ía y un Estad o. Si una revolución es incapaz
de p rod u cir una nueva sociedad a través de la actividad y la
m ovilización personales de los revolucionarios, si no supone
la fo rja de un yo en el proceso revolucionario, en nada afec
ta rá a la vida cotidiana, invariable una vez m ás, ni benefi
ciará a quienes deben vivir su vida de cada día. De la revo
P erspectiva
* P a ra m ayor info rm ació n sob re este problem a, el lecto r puede consultar The
Ecology o f Invasión, de Charles S . E lto n (W lley ; N ueva Y o rk , 1958), Soil and
Civilisation por Edw ard H yam s (Tham es and H udson; Londres, 1952), Our Synthetic
Enxirom ent de M urray B o o ck cilin (seudónim o Lew is H erb er; K n o p f; N ueva Y o rk ,
1962) y Silent Spring de Racliel C arson (H oughton M ifflin ; Bo ston , 1962). E ste
último n o debe leerse com o una d iatriba contra los pesticidas, sino com o plegaria
en favor de la diversificación ecológica.
nrado, fertilización, siem bra y cosecha, a menudo sin p restar
l¡i m enor atención a la ecología natural de la zona. Grandes
territorios son destinados a un solo cultivo, form a ésta de
plantación agrícola que no sólo tiende, por sí sola, a la m eca
nización, sino que favorece las infecciones. Un cultivo único
es el medio ambiente ideal para la proliferación de especies
que se convierten en plagas. Por fin, se utilizan dispendiosa
mente ciertos agentes químicos para h acer frente a los proble
mas creados por insectos, m alas hierbas y enfermedades de
las plantas, p ara regular la m arch a de los cultivos y maxinrn
zar la explotación del suelo. E l símbolo verdadero de la agri
cultura m oderna no es y a la hoz (ni tam poco el tracto r, por
o tra p arte) sino el aeroplano. La representación del moderno
cultivador de alim entos no es ya un labrador, un cosechador;
ni siquiera un agrónom o — hom bres de quienes se espera una
íntima relación con las cualidades únicas de la tierra en que
crecen sus cultivos — sino un piloto o un químico, para quie
nes el suelo no es m ás que un recurso, una m ateria prim a
inorgánica.
E l proceso de simplificación va aún más lejos gracias a
una exagerada división del trab ajo tanto regional com o nacio
nal. Inm ensas áreas del planeta quedan reservadas a objeti
vos industriales específicos, cuando no se las reduce a depó
sitos de m ateria prim a. Otx~as se convierten en centros de
poblaciones urbanas, principalm ente ocupadas en el com er
cio. Ciudades y regiones (en realidad, países y continentes)
resultan identificadas con productos específicos: Pittsburg,
Cleveland y Youngstown con el acero, Nueva Y ork con las
finanzas, Bolivia con el estaño, Arabia con el petróleo; Europa
y los Estados Unidos con los productos industriales y el res
to del mundo con las m aterias prim as de uno u otro tipo.
Los com plejos ecosistem as que constituyen las regiones de
un continente están sumergidos por la organización de las
naciones en entidades económ icam ente racionalizadas; cada
uno de ellos es una escala en un vasto sistem a mundial de
cinturones industriales. Sólo es cuestión de tiem po para que
las más atractiv as áreas cam pestres sucumban a la m ezcla
dora de cem ento, com o ya les ha ocurrido a la m ayoría de las
costas del este de los Estados Unidos, aniquiladas por bun
galows y parcelam ientos. La poca belleza natural qué quede
por el cam ino será rápidam ente m asacrada por áreas de cam
ping, parques de venta de casas rodantes, ca rre te ra s «panorá
m icas», m oteles, depósitos de com estibles y esos brillantes
residuos aceitosos que dejan las lanchas a m otor.
E l caso es que el hombre está deshaciendo la obra de la
evolución orgánica. Creando vastas aglom eraciones urbanas
de horm igón, m etal y vidrio, socavando y manoseando los
ecosistem as com plejos y sutilm ente organizados que deter
m inan las diferencias locales en el mundo natural — para
abreviar, reem plazando un medio am biente orgánico de alta
com plejidad por otro inorgánico y simplificado — el hom bre
está desarticulando la pirám ide biótica que sustentó a la hu
m anidad durante incontables milenios. E n el transcurso de
este trab ajo de substitución de las com plejas relaciones eco
lógicas, de las que dependen todos los seres vivos, por otras
relaciones más elem entales, el hom bre está devolviendo a la
biosfera al estadio en que sólo era capaz de sustentar form as
de vida más simples. Si esta gran reversión del proceso evo
lutivo continúa, no es aventui’ado suponer que los prerrequi-
sitos de las form as superiores de la vida term inarán por des
truirse irreparablem ente, y que la tierra no podrá sustentar
al propio ser humano.
La ecología debe su arista crítica no sólo al hecho de que,
entre todas las ciencias, sólo ella presenta este temible m en
saje a la hum anidad, sino tam bién a que lo hace en una nue
va dimensión social. Desde un punto de vista ecológico, la
reversión de la evolución orgánica es el resultado de insalva
bles conti’adicciones entre la ciudad y el cam po, el Estado y
la com unidad, la industria y la agricultura, la m anufactura de
m asas y el artesanado, el centralism o y el regionalism o, la
escala b u ro crática y la escala hum ana.
H asta hace poco, los intentos de resolver las con trad iccio
nes generadas por la urbanización, la centralización, el cre
cim iento b u ro crático y la estatifiación fueron considerados
una vana resistencia al «progreso», a la que debía descartarse
por quim érica y reaccionaria. Se veía al anarquista com o a un
desdichado visionario, un m arginado social nostálgico del vi
llorrio cam pesino o la com una medieval. Sus peticiones de
una sociedad descentralizada y una com unidad hum anística
en arm onía con la naturaleza y las necesidades del individuo
— el individuo espontáneo, sin sujeción a la au to rid ad — eran
recibidos com o reacciones de un rom ántico, o de un artesano
desclasado, o un intelectual «despistado». Su p ro testa con tra
In centralización y la estatización convencía poco porque se
«poyaba básicam ente en consideraciones é tic a s : nociones utó
picas, ostensiblem ente «no realistas» sobre lo que el hom bre
podría ser y no sobre lo que era. Como respuesta, los enemi
gos del pensam iento anarquista — liberales, derechistas e «iz
quierdistas» a u to rita rio s— se proclam aban portavoces de la
realidad histórica, puesto que sus nociones estatizantes y cen
tralistas tenían sus raíces en el mundo práctico y objetivo.
El tiem po no es muy am able con las ideas en conflicto.
Cualquiera que haya sido la validez de las concepciones li
bertaria y no-libertaria en aquellos años, el desarrollo histó
rico ha hecho que, hoy en día, todas las objeciones al pensa
miento anarquista carezcan de sentido. La ciudad m oderna y
el E stad o, la tecnología m asiva de carbón y acero de la Revo
lución Industrial, los sistem as posteriores y m ás racionaliza
dos de producción y trab ajo en serie, la nación centralizada,
el E stad o y su aparato b u ro crático : todo esto ha llegado a
su lím ite. Por progresista o liberadora que haya sido la fun
ción que cum plieron en el pasado, se han convertido ahora
en elem entos totalm ente regresivos y opresoi'es. No sólo son
regresivos porque corroen el espíritu humano y despojan a la
com unidad de toda su cohesión, solidaridad y m odos ético-
culturales; lo son tam bién desde un punto de vista objetivo,
desde un punto de visto ecológico. Pues socavan el espíritu y
la com unidad humanos y tam bién la viabilidad del planeta
y de todos los seres vivientes que en él habitan.
Nunca insistirem os demasiado en el hecho de que los con
ceptos anarquistas de com unidad equilibrada, dem ocracia
cara-a-cara, tecnología hum anística y sociedad descentraliza
da — estos ricos conceptos libertarios — no son ya sólo de
seables sino tam bién necesarios. No sólo pertenecen a las
grandes visiones del futuro hum ano: ahora constituyen los
prerrequisitos básicos de la supervivencia del hom bre. El pro
ceso de evolución social los ha sacado de la dimensión ética,
subjetiva, instalándolos en el plano objetivo y p ráctico . Lo
que alguna vez se consideró cosa de visionarios, ahora resul
ta em inentem ente p ráctico. Y lo que antes se tenía por p rácti
co y objetivo se ha vuelto em inentem ente poco p ráctico e
irrelevante en función del desarrollo hum ano hacia una exis
tencia m ás plena y libre. Si asum im os las exigencias de com u
nidad, dem ocracia directa, tecnología hum anística liberado
ra y descentralización, reacciones co n tra el actual estado
de cosas — un vigoroso «no» ante el «sí» de lo que hoy exis
t e — podem os form u lar una defensa objetiva e irrebatible
de la viabilidad de la sociedad anarquista.
Un rechazo del actual estado de cosas es lo que inspira,
a mi juicio, el explosivo crecim iento de un anarquism o intui
tivo entre la juventud. El am or de los jóvenes por la n atu ra
leza es una reacció n co n tra las características esencialm ente
sintéticas de nuestro medio urbano y sus viles productos. Su
inform alidad en el vestir y en las costum bres es una reacción
co n tra la form alizada, estandarizada, vida m oderna. Su pre
disposición hacia la acción directa es una respuesta a la bu-
rocratización y centralización de la sociedad. Su tendencia
hacia el drop-out, hacia un rechazo del trab ajo y la com pe
tencia, refleja una indignación creciente co n tra la insensata
rutina industrial instaurada por la m anufactura de m asas en
las fábricas, oficinas y universidades. Su intenso individua
lismo constituye, a su m anera elem ental, una descentraliza
ción d e facto de la vida so cia l: una retirad a personal de la
sociedad de m asas.
E l aspecto m ás significativo de la ecología es su capacidad
de convertir este rechazo del status quo, a menudo nihilista,
en una afirm ación enfática de la v id a: m ás aún, en un credo
reconstruido p ara la sociedad hum anística. La esencia del
m ensaje re co n stru cto r de la ecología puede resum irse en la
p alabra «diversidad». Desde un punto de vista ecológico, el
equilibrio y la arm onía de la naturaleza, de la sociedad y, en
consecuencia, de la conducta hum ana, no se obtienen por
medio de la estandarización m ecánica sino todo lo co n tra
rio, a través de la diferenciación orgánica. E ste m ensaje sólo
puede com prenderse claram ente a la luz de sus im plicacio
nes p rácticas.
Consideremos el principio ecológico de diversidad — que
Charles E lto n denom ina «conservación de la v aried ad »— tal
com o se aplica en biología, específicam ente en agricultura.
Una cantidad de estudios — los m odelos m atem áticos de Lot-
ka y V olterra, los experim entos de B ause con medios contro
lados y una exten sa investigación de cam po — dem uestran
claram en te que las fluctuaciones en las poblaciones animales
y vegetales, desde las m ás suaves hasta las que tienen pro
porciones de plaga, dependen sustancialm ente del núm ero de
especies que viven en un ecosistem a y del grado de variedad
del medio am biente. Cuanto m ayor es la variedad de presas
y depredadores, tanto lo es la estabilidad de la población; al
diversificarse el m edio am biente en térm inos de flora y fau
na, se reduce la inestabilidad ecológica. La estabilidad es una
función de la variedad y la diversidad: si el medio am biente
es simplificado, m erm ando la variedad de especies animales
y vegetales, se acentúan las fluctuaciones en la población,
que tiende a descontrolarse. Las especies m uestran propen
sión a convertirse en plagas.
E n el caso del con trol de las plagas, m uchos ecólogos han
llegado a la conclusión de que podem os evitar el uso reitera
do de p rodu ctos químicos tóxicos com o los insecticidas y her
bicidas perm itiendo un juego m ás amplio entre las especies.
Debemos d ejar m ás cam po a la espontaneidad natural de las
diversas fuerzas biológicas que integran una situación ecológi
ca. «Los entom ólogos europeos están hablando actualm ente
de ad m in istrar la com unidad total de insectos y plantas — ob
serva R ob ert L. Rudd — en lo que se denomina manipulación
de la biocenosis *. El medio biocenótico es variado, com ple
jo y dinám ico. Aunque las cantidades de individuos varíen
constantem ente, ninguna especie alcanzará, norm alm ente,
proporciones de plaga. Las condiciones especiales que favo
Tecnología y Libertad
* T an to Ju en g er com o Elul creen que el desbordam iento del hom bre a manos
de la m áquina es un fenóm eno inherente al d esarrollo te cn o ló g ico , y sus tra b a jo s
concluyen con un am argo to n o de resign ación . E s te punto de vista re fleja el fa ta
lism o so cia l a que m e refiero, esp ecialm en te en el caso de E lu l, cuyas ideas son
m ás sin to m áticas de la cond ición hum ana contem porán ea. V e r, de F rie d rich G eorge
The Failure of Technology
Ju en ger, The
(R eg n ery; C hicago, 1956) y Ja c q u e s E lu l,
Teclmological Society (K n o p f, N ueva Y o rk , 1968).
nistro de los m etales baratos y de alta calidad que requería
la expansión de las fábricas y ferrocarriles. Pero estas inno
vaciones, aunque im portantes, no fueron acom pañadas por
cambios proporcionales en otras áreas de la tecnología in
dustrial. E n prim er lugar, pocas máquinas de vapor supe
raban los quince caballos de fuerza, y los m ejores altos
hornos sum inistraban poco más de un centenar de toneladas
semanales de acero, apenas una fracción de las mil tonela
das que, actualm ente, producen diariam ente las acerías m o
dernas. Más im portante a ú n : los demás aspectos de la econo
mía no fueron significativamente afectados por la innovación
tecnológica. Las técnicas de la m inería, por ejemplo, habían
cambiado poco desde los días del Renacimiento. E l minero
aún trabajaba el mineral con un pico de mano y una barreta,
y las bom bas de drenaje, los sistem as de ventilación y aca
rreo no diferían m ayorm ente de las clásicas descripciones mi
neras que escribiera Agrícola tres siglos atrás. La agricultura
apenas salía de su letargo de siglos. Aunque grandes territo
rios habían sido desmontados para el cultivo de com estibles,
los estudios del suelo eran aún una novedad. En realidad,
pesaban tanto la tradición y el conservadurism o que la mayo
ría de las cosechas se realizaban a m ano, a pesar de que la
segadora m ecánica había sido perfeccionada ya en 1822. Los
edificios, aunque inmensos y muy ornam entados, eran pri
m ariam ente construidos a base de esfuerzo m uscular; la
grúa de m ano aún ocupaba el centro m ecánico del sitio de
construcción. E l acero era tenido por un m etal relativam ente
ra ro : aún en fecha tardía como 1850 su precio era de 250
dólares la tonelada y, hasta el descubrimiento de la conver-
tidora de Bessem er, las técnicas siderúrgicas sufrieron un
estancam iento de siglos. Finalmente, aunque las herram ien
tas de precisión habían dado ya grandes pasos progresivos,
cabe señalar que los esfuerzos de Charles Babbage por
construir una sofisticada com putadora m ecánica se atasca
ban por causa de las inadecuadas técnicas de su tiempo.
He revisado todos estos progresos tecnológicos porque
tanto sus limitaciones como las prom esas que en ellos se
inspiraban ejercieron una profunda influencia sobre el pen
samiento revolucionario del siglo diecinueve. Las innovacio
nes en la tecnología textil y siderúrgica imprimieron al pen
samiento socialista y utópico un nuevo tono de prom esa, e
incluso un nuevo estímulo. Nació en el teórico revolucio
nario la sensación de que, por prim era vez en la historia,
podría fundam entar su sueño de una sociedad liberadora so
bre la notoria perspectiva de abundancia m aterial y ocio cre
ciente que se abría a los ojos de la humanidad. E l socialismo
— argüían los teóricos — podría basarse en el propio interés
y no ya en la dudosa nobleza espiritual y m ental del hom
bre. Las innovaciones tecnológicas habían transm utado el
ideal socialista: de vaga esperanza hum anitaria a program a
práctico.
E sta recién adquirida arista p ráctica persuadió a muchos
teóricos socialistas, en particular M arx y Engels, de poner
la proa contra las limitaciones tecnológicas de aquellos tiem
pos. Se enfrentaban a un tem a estratégico: en todas las
revoluciones anteriores, la tecnología no se había desarro
llado lo suficiente para que los hom bres pudieran liberarse
de las privaciones m ateriales, el esfuerzo físico y la lucha
contra las necesidades de la vida. Por más resplandecientes
y etéreos que fueran los ideales revolucionarios del pasado,
la vasta m ayoría del pueblo, aplastada por las privaciones,
se vio obligada a abandonar el escenario histórico, una vez
consum ada la revolución, para volver al trabajo, confiando
el gobierno de la sociedad a una nueva y ociosa clase de
explotadores. En realidad, cualquier intento de distribución
igualitaria de la riqueza social no hubiera eliminado las pri
vaciones, sino que las hubiera convertido lisa y llanamente
en una característica general de la sociedad en su conjunto,
creando de ese modo las condiciones para una nueva lucha
por las cosas m ateriales de la vida, por nuevas form as de
apropiación y, finalmente, por un nuevo sistema de dominio
clasista. E l desarrollo de las fuerzas productivas es «la pre
m isa p ráctica absolutam ente necesaria (del com unism o)» es
cribían M arx y Engels en 1846, «porque sin ella se genera
liza la privación, y en presencia de esta última se reprodu
ciría inevitablemente la lucha por las necesidades y todos
los viejos negocios sucios» (12).
V irtualm ente todas las utopías, teorías y program as re
volucionarios de comienzos del siglo diecinueve afrontaron
el problem a de la necesidad: cómo distribuir el trab ajo y los
bienes m ateriales, dado un estadio relativamente bajo del
desarrollo tecnológico. Estos problemas impregnaron el pen
samiento revolucionario en form a sólo com parable a la del
pecado original en la teología cristiana. El hecho de que los
hombres tuvieran que destinar una parte sustancial de su
tiempo al esfuerzo físico, por lo cual recibirían un magro
estipendio, constituía una premisa fundamental de toda la
ideología so cialista: autoritaria o libertaria, utópica o cien
tífica, m arxista o anarquista. La noción m arxista de econo
mía planificada supone implícitam ente un hecho que estaba
muy claro en tiempos de M arx: el socialismo también debe
soportar la carga de una relativa escasez de recursos. Los
hombres deberán planear — en realidad, restrig u ir— la dis
tribución de bienes, racionalizando — en realidad, intensifi
ca n d o — el uso del trabajo. B ajo el socialismo, el esfuerzo
físico se convierte en deber, responsabilidad que todo in
dividuo orgánicam ente apto debe asum ir. El propio Proud-
hon anticipaba esta austera concepción cuando escribía: «Sí,
la vida es una lucha. Pero esta lucha no enfrenta al hombre
contra el hombre sino contra la Naturaleza; y es deber de
cada uno com partirla» (13). Este énfasis casi bíblico sobre
la lucha y el deber refleja la característica aspereza del pen
samiento socialista durante la Revolución Industrial.
E l problema de lidiar con las privaciones y el trabajo
— problema ancestral, perpetuado por la Revolución Indus
trial — originó la gran divergencia de ideas revolucionarias
entre el socialismo y el anarquismo. La libertad aún estaría
condicionada por la necesidad, luego de la revolución. ¿Cómo
se «adm inistraría», pues, este mundo de necesidad? ¿Cómo se
decidiría la distribución de bienes y obligaciones? M arx
dejó esta decisión en manos de un poder estatal, un transi
torio Estado «proletario», que jam ás se convertiría en cuerpo
coercitivo ni se establecería por encima de la sociedad. Se
gún Marx, el Estado se «disolvería» a medida que la tecnolo
gía desarrollara y ampliara los dominios de la libertad, garan
tizando a la humanidad una gran abundancia m aterial y mu
cho tiempo libre para ocuparse directam ente de sus asun
tos. E ste extraño pronóstico en que el Estado mediaba entre
la libertad y la necesidad no difería mayorm ente, en el plano
político, de la opinión radical democrático-burguesa del pa
sado siglo. La esperanza anarquista, cifrada en una aboli
ción inmediata del Estado, por su parte, confiaba principal
mente en la acción de los instintos sociales del hombre.
Bakunin, por ejemplo, pensaba que las nuevas costum bres
sociales obligarían a los individuos con inclinaciones antiso
ciales a cum plir con los valores y necesidades colectivistas,
sin que fuera necesario el uso de la fuerza por la socie
dad. Kropotkin, que ejercía m ás influencia sobre los anar
quistas en este terreno especulativo, invocaba ia tendencia
humana a la ayuda mutua — básicam ente, un instinto so
c ia l— como garantía de solidaridad en una comunidad anar
quista; concepto éste que él había extraído de su estudio de
la evolución animal y social.
Lo cierto es, de todos modos, que en ambos casos — mar-
xista y anarquista — la respuesta al problema del trabajo y
la privación pecaba de ambigüedad. El reino de la necesidad
configuraba un presente brutal; no podía conjurárselo con
teorías ni especulaciones. Los m arxistas podían confiar en
adm inistrar la necesidad a través de un Estado, y los an ar
quistas planearían resolverlo mediante comunidades libres,
pero, dado el escaso desarrollo tecnológico del siglo pasado,
en último análisis, ambas escuelas referían a un puro acto
de fe la solución del problema del trabajo y las privaciones.
Los anarquistas í'eplicaban al m arxism o con la afirmación de
que cualquier Estado transiciona!, por revolucionaria que
fuera su retórica, o dem ocrática su estructura, tendería a
auto-perpetuarse: a convertirse en un fin en sí mismo, pie-
servando las propias condiciones sociales y m ateriales para
cuya rem oción había sido creado. Para que un Estado de
este tipo «se disolviera» (esto es, prom oviera su propia desa
parición) sus líderes y burócratas deberían poseer cualidades
morales sobrehumanas. Los m arxistas, a su vez, invocaban
a la historia, dem ostrando que las costum bres o las incli
naciones m utualistas jam ás constituyeron barreras efectivas
contra las presiones de la necesidad m aterial, o de la apro
piación, o del desarrollo de la explotación y la dominación
de clases. Desde este punto de vista, descartaban al anar
quismo por considerarlo una doctrina ética, una m ística re
diviva del hombre natural y sus virtudes sociales innatas.
El problema del trabajo y la privación — el reino de la ne-
cesiclad— no fue satisfactoriam ente resuelto por ninguno de
estos dos cuerpos doctrinarios del siglo pasado. Debe reco
nocerse al anarquismo su intrasigente fidelidad a un elevado
ideal de libertad: el ideal de la organización espontánea, de
la comunidad y la abolición de toda autoridad, confinado
luego al plano de las visiones del futuro humano. E l m arxis
mo com prom etió paulatinamente su ideal de libertad; dolo-
rosas limitaciones, estadios de transición y mediaciones polí
ticas lo convirtieron en lo que es h o y : una desembozada ideo
logía de poder, eficiencia pragm ática y centralización social
que ya no se distingue del moderno capitalismo de Estado'"'.
Retrospectivam ente, resulta asom broso el largo tiempo
durante el que se ha proyectado la som bra del problem a del
trabajo y las privaciones sobre la teoría revolucionaria. En
un lapso de sólo nueve décadas -— las que median entre 1850
y 1940 — la sociedad occidental creó, atravesó y superó dos
grandes eras de la historia tecnológica: la edad paleotécnica
del carbón y el acero; la edad neotécnica de la energía eléc
trica, los químicos sintéticos, las máquinas electrónicas y la
com bustión interna. Irónicam ente, ambas etapas tecnológicas
parecen haber acrecentado la im portancia del esfuerzo físico
en la sociedad; A medida que aum entaba el número de tra
bajadores industriales, en proporción al de las demás clases
sociales, el trabajo — más precisam ente, el esfuerzo físi
co — ** adquiría una categoría cada vez más elevada dentro
del pensamiento revolucionario. Durante este período, la pro
paganda de los socialistas solía sonar como un cántico de ala
banza al trabajo; el esfuerzo físico «ennoblecía», y no sólo
esto... los trabajadores eran exaltados com o únicos individuos
útiles de la fábrica social. Estaban dotados de una supuesta
capacidad superior, de carácter instintivo, que los habilitaba
com o árbitros de la filosofía, el arte y la organización social.
E sta puritana ética laboral de la izquierda no menguó con el
* C reo personalm ente que el desarrollo del “Estado obrero” en R u sia confirm a
acabadam ente la c rítica anarquista del estatism o de M arx. P o r o tra parte, los
m odernos m arxistas harían bien en consultar el exam en deí fetichism o de las m er
cancías en el propio Capital para com prender cóm o todo (incluyendo al Estado)
tiende a convertirse en un "fin en sí m ismo b a jo las condiciones del intercam bio
m ercantil.
* * ’ L a distinción entre trab ajo agradable y esfuerzo físico oneroso debería
tenerse siem pre presente.
paso del tiem po: en realidad, cobró cierto tono perentorio en
los años 30. E l desempleo masivo hizo del. empleo y la organi
zación sindical los tem as centrales de la propaganda socialis-
la durante la década de 1930. E n lugar de basar su m ensaje en
la em ancipación del hombre con respecto al esfuerzo físico,
los socialistas tendían a pintar el socialismo com o una zum
bante colmena de actividad industrial, con trabajo para todos,
l.os com unistas señalaban a Rusia com o la tierra de la con-
linua demanda de trabajo. Aunque hoy parezca sorprendente,
hace poco m ás de una generación el socialismo se identificaba
con una sociedad fundada en el trabajo, y la libertad se equi
paraba a la seguridad m aterial posibilitada por el pleno em
pleo; E l mundo de la necesidad había invadido sutilmente,
había corrom pido el ideal de libertad.
Que las naciones socialistas de la últim a generación nos
parezcan, ahora, anacrónicas, no se debe a que tengamos una
percepción superior. Las últimas tres décadas, particularm en
te los años finales de la del 50, han presenciado un giro en el
desarrollo tecnológico, una revolución que niega todos los
valores, esquemas políticos y perspectivas sociales asumidos
por la humanidad a lo largo de toda la historia conocida. Des
pués de miles de años de tortuosa evolución, los países del
mundo occidental (y, potencialm ente, todos los países) ven la
posibilidad de una era de abundancia m aterial y casi ningún
trabajo, en la cual la m ayor p arte de los medios de vida po
drán ser provistos por máquinas. Como verem os luego, ha
surgido una nueva tecnología que podría perfectam ente reem
plazar el reino de la necesidad por el de la libertad. Este he
cho resulta tan obvio a millones de personas en los Estados
Unidos y en Europa que no requiere ya explicaciones elabo
radas o exégesis teóricas. E sta revolución tecnológica y las
perspectivas que presenta a la sociedad global conform an las
prem isas de estilos de vida radicalm ente nuevos entre los jó
venes de nuestro tiempo, una generación que se está despren
diendo velozmente de los valores y tradiciones ancestrales,
m arcadas por el trabajo y heredadas de sus mayores. Hasta
las recientes reclam aciones de un ingreso anual garantizado
suenan com o débiles ecos de la nueva realidad que actualm en
te impregna la mente de los jóvenes. Debido al desarrollo dé
la cibernética, la noción de un tipo de vida sin esfuerzo físi-
co se ha convertido en artículo de fe para un número cada
vez mayor de gente joven.
De hecho, la cuestión real de nuestro tiempo no gira en
torno a la aptitud de esta nueva tecnología para sum inistrar
nos los medios de vida en una sociedad sin esfuerzo físico :
debemos preguntarnos si dicha tecnología podrá ayudar a
humanizar nuestra sociedad, si podrá contribuir a la creación
de unas relaciones totalm ente nuevas entre los hombres. La
exigencia de un ingreso anual garantizado se apoya, aún, en
la promesa cuantitativa de la tecnología, en la posibilidad de
satisfacer las necesidades materiales sin esfuerzo físico. Este
enfoque cuantativo se encuentra ya rezagado tras una evo
lución tecnológica que plantea nuevas promesas cualitativas:
estilos de vida descentralizados, com unitarios, que yo prefie
ro llamar form as ecológicas de asociación humana *.
Mi pregunta es bastante distinta al interrogante que nor
malmente se plantea de cara a la tecnología moderna. ¿Abre
esta tecnología una nueva dimensión en la libertad humana,
en la liberación del hombre? ¿Puede no sólo liberar al hom
bre de las privaciones y l'atigas sino también conducirlo a
una comunidad libre, arm ónica, equilibrada, una eco-comu
nidad favorable ai desarrollo ilimitado de sus potencialida
des? Finalm ente: ¿Puede trasladar al hombre más allá del
reino de la libertad, hacia una existencia de vida y de deseo?
* Hay dos grandes grupos de com putadoras en liso actu al: el analógico y el
binario. L as del prim er tipo tienen una utilidad bastante lim itada en la industria.
M i exposición sobre el tem a de las com putadoras, en este artículo, se refiere exclu
sivam ente a las de tipo binario.
nológica nos ayudará a c o m p r e n d e r el potencia] liberador de
la nueva tecnología en toda la industria m anufactura.
H asta el advenimiento de la cibernética en la industria
autom otriz, la planta Ford requería alrededor de trescientos
obreros, servidos de una gran variedad de máquinas y h erra
mientas, p ara convertir un bloque de mcLal en m o to r term i
nado. E l proceso que va desde la colada de fundición hasta
el m otor arm ado consum ía m uchas horas-hom bre de trabajo.
Con el desarrollo de lo que com únm ente llamamos sistem a
«autom atizado», el tiempo necesario para transform ar la co
lada en m otor se redujo a menos de quince m inutos. Al m ar
gen de unos pocos técnicos, encargados de vigilar los table
ros de control autom ático, la prim itiva plantilla de trescien
tos trab ajad ores fue eliminada por com pleto. Luego se incor
poró una com putadora al sistem a, convirtiéndoselo en un
auténtico sistem a cerrado, cibernético. La com putadora re
gula todo el proceso, operando a base de una pulsión elce-
Iroñica cuyos ciclos son de tres décimas de millonésima de
segundo.
Pero tam bién este sistem a está obsoleto. «La próxim a ge
neración de m áquinas com putadoras operará mil veces más
rápido: una pulsión en cada diez décim as de billonésim a de
segundo» observa Alice M ary Hilton. «Las velocidades de m i
llonésimas y billonésimas de segundo no son realm ente inte
ligibles para nuestras lim itadas m entes. Pero sin duda pode
mos com prender que se ha multiplicado el rendim iento por
mil en sólo uno o dos años. Podem os disponer de mil veces
más inform ación en el m ism o lapso, o de la misma inform a
ción en un lapso de tiem po mil veces m ás breve. ¡E l trabajo
que consum ía más de dieciséis horas podrá realizarse en un
m inuto! ¡Y sin intervención hum ana! ¡Un sistem a tal no sólo
puede con trolar una línea de arm ado sino un proceso com
pleto de m anufactura in d u strial!» (15).
No hay razón alguna para que los principios tecnológicos
básicos que supone la aplicación de la cibernética en la pro
ducción de automóviles no puedan utilizarse en prácticam en
te todas las áreas de la m anufactura m asiva: desde la indus
tria m etalúrgica a la del procesam iento de alimentos, de la
industria electrón ica a la de los juguetes, de los puentes pre
fabricados a las casas prernoldeadas. Muchas fases de la si
derurgia, el equipamiento electrónico, la industria química,
han sido ya parcial o totalm ente autom atizadas. Lo que tien
de a dem orar e! desarrollo de una autom ación total en cada
fase de la industria m oderna es el enorm e costo que supone
reem plazar las instalaciones industriales existentes por otras
nuevas y m ás sofisticadas, así com o el innato conservaduris
mo de m uchas corporaciones de p rim era línea. Finalm ente,
com o ya he observado, todavía es m ás barato utilizar obreros
en lugar de máquinas, para m uchos sectores industriales.
Indudablemente, cada industria tiene sus propios proble
m as específicos, y la aplicación de una tecnología que supri
m iera el esfuerzo humano en una planta determ inada desen
cadenaría una m ultitud de inconvenientes para los que habría
que b u scar soluciones en form a im periosa. En m uchas indus
trias se haría necesario alterar la form a del producto y el
diseño de las plantas, para que el proceso de producción se
p restara a la autom ación. Pero deducir, por estos previsibles
problem as, que la aplicación de una tecnología plenamente
autom atizada a una industria específica es imposible sería tan
absurdo com o haber proclam ado, hace ochenta años, que el
vuelo era imposible porque la hélice de un avión experim en
tal no giró con suficiente velocidad, o sus frágiles alas no
resistieron la fuerza del viento. Prácticam en te no hay indus
tria que no pueda ser autom atizada, si accedem os a reestru c
tu ra r el producto, la planta, los procedim ientos de la fabri
cación y los m étodos de m anipulación. De hecho, las dificul
tades que, hoy día, nos plantea la descripción de cómo,
cuándo o dónele se autom atizará una industria determ inada,
no se deben a los problem as únicos y específicos que son
de esperar, sino a los inmensos saltos que la tecnología mo
derna viene registrando en el térm ino de pocos años. Casi
Lodo planteam iento de autom ación aplicada debe considerar
se, hoy, com o provisional: apenas uno acaba el proyecto de
una industria autom atizada cuando las innovaciones tecnoló
gicas lo hacen obsoleto.
Sin em bargo, hay un área de la econom ía en la que cual
quier m ejora técnica es bienvenida: las tareas hum anas más
degradantes y em brutecedoras. Si es cierto que el nivel mo
ral de una sociedad puede estim arse conform e al trato que
brinda a sus m ujeres, su sensibilidad hacia el sufrim iento hu
m ano ha de proporcionarse, también, a las condiciones de
trabajo que exhibe en las industrias de m ateria prim a, p arti
cularm ente minas y canteras. En el inundo antiguo, la mine
ría solía ser una form a de servidum bre penal, originariam en
te reservada a los crim inales m ás endurecidos, los esclavos
más intratables y los más odiados prisioneros de guerra. La
mina realiza cotidianam ente la idea humana del infierno; es
un mundo inorgánico, lóbrego y cerrad o que exige puro es
fuerzo físico.
S: P ara dar una pauta com parativa. l;i elid en cía del m otor de gasolina se estima
en un once por ciento.
cíente electricidad para satisfacer las necesidades de cuatro
cientos millones de personas...
Las m areas oceánicas son también un recurso inexplotado
al que podríamos acudir en busca de energía eléctrica. Po
dríamos recoger las aguas del océano en un receptáculo na
tural, digamos la desem bocadura de un río, o una bahía, du
rante la m area alta, liberándola luego a través de turbinas
durante la m area baja. Existe una cantidad de lugares donde
las m areas son suficientemente altas para producir grandes
cantidades de energía eléctrica. Los franceses ya han cons
truido una inmensa instalación de este tipo cerca de la de
sem bocadura del río Ranee en St. Malo, con una fuerza pre
vista de 544 kilowatios-hora al año. También proyectan cons
truir una de estas presas en la bahía de Mont-Saint-Mi-
chel. E n Inglaterra existen condiciones muy propicias para
una presa de m areas en la confluencia de los ríos Severn y
Wie. La instalación de una planta en este lugar brindaría
tanta energía eléctrica como la que producen al año un mi
llón de toneladas ele carbón. También hay un sitio magnífico
para el aprovecham iento energético de m areas en la bahía
de Passamaquodcíy, sobre el límite entre los estados de Maine
y New Brunswick, así como en el golfo de Mezen, área cos
tera rusa sobre el Ártico. Argentina planea construir una
presa de este tipo, atravesando el estuario de!, río Deseado,
cerca de Puerto Deseado, en la costa atlántica. Muchas otras
zonas costeras podrían ser utilizadas para extraer fuerza eléc
trica del movimiento de las m areas, pero a excepción de
F ran cia ningún país ha comenzado a trab ajar efectivamente
en este sentido.
Podríam os utilizar las diferencias de tem peratura en el
m ar o en la tierra para generar energía eléctrica en aprecia-
bles cantidades. Las diferencias térm icas de hasta diecisiete
grados centígrados son comunes en las capas superficiales de
los m ares del trópico; en las costas de Siberia, durante el
invierno, se registran diferencias de hasta treinta grados de
tem peratu ra entre el agua que está debajo de la costina de
hielo y el aire. E l interior de la tierra se torna más cálido
a medida que descendemos, presentando m arcadas diferen
cias de tem peratura con la superficie. Podrían utilizarse bom
bas de calor para aprovechar .estas diferencias con fines in
dustriales o dom ésticos, por ejemplo para la calefacción <l<
casas. La bomba de calor funciona com o un refrigerador un
cánico; un refrigerante en circulación recoge el calor di- mi
medio, lo disipa y regresa para repetir el proceso. Duram.
los meses de invierno, las bombas, por medio de la circuí.<
ción de un refrigerante en una cisterna de superficie, podrí.m
absorber el calor subterráneo, liberándolo dentro de la caví
Durante el verano podría invertirse el proceso: el calor u
cogido en la casa se disiparía en la tierra. Las bombas m>
requieren costosas chimeneas, no contaminan la atm ósfera \
eliminan las molestias de atizar el fuego y re tira r las cení
zas. Si pudiésemos obtener electricidad, o calor directo, til
la fuente solar, el viento o las diferencias térm icas, el sislem.i
de calefacción de una casa o fábrica se autoabastecería total
m ente; no m erm aría las valiosas reservas de hidrocarburo-,
ni precisaría de fuentes externas de abastecimiento.
También podrían utilizarse los vientos para proveer em-i
gía eléctrica a muchas zonas del mundo. Cerca de una cna
dragésima parte de la energía solar que llega a la superficie-
de la tierra se convierte en viento. Aunque buena parte se con
sume en la propia generación de la corriente de aire, pucil<
recogerse aún, a pocos cientos de m etros sobre el vuelo, una
gran cantidad de energía cólica. Un informe de las Naeioin-1.
Unidas, recurriendo a términos monetarios para calibrar la-,
posibilidades de la energía cólica, afirma que, en muchas zn
ñas, plantas de este tipo podrían producir electricidad a un
costo global aproxim ado a! de la energía que comercializan
los sistem as convencionales. Ya han sido utilizados con éxito
algunos generadores a viento. El famoso generador de viento
de 1.250 kilowatios, instalado en Granpa’s Knob, cerca de
Rutland, Vermonl, suministró corriente alternada a las línea-,
de la Central Vermonl Public Service Co, hasta que una e*.
casez de piezas obstaculizó el buen mantenimiento de la ins
lalación, durante la Segunda Guerra Mundial. Desde en ton
ces, han sido diseñados generadores más grandes y eficientes
P. H. Thomas, contratado por la Federal Power Commission,
ideó un molino eléctrico de 7.500 kilowatios que suministraría
energía eléctrica a un costo de inversión estimado en los 6K
dólares por kilowatio. Eugene Ayres señala que, aunque lo-,
costos de construcción del molino de viento de Thomas du
plicaran ¡as estim aciones de su creador, «las turbinas de
viento aún com petirían ventajosam ente con los costos de las
instalaciones hidroeléctricas, que ascienden a 300 dólares por
kilowatio (23). En muchas regiones del planeta existen enor
mes potencialidades para la generación de electricidad por
medio de molinos de viento. En Inglaterra, por ejemplo,
donde se efectuó un cuidadoso estudio durante tres años so
bre posibles emplazamientos de plantas de este tipo, se afirma
que las nuevas turbinas de viento podrían generar varios mi
llones de kilowatios, ahorrando anualmente de dos a cuatro
millones de toneladas de carbón.
No hay que hacerse demasiadas ilusiones acerca de la
extracción de vestigios minerales de las rocas, la energía del
sol o la del viento, o el uso de las bombas de calor. E xcep
tuando, tal vez, la energía de las m areas y la extracción de
m aterias primas del m ar, todas estas fuentes no pueden brin
dar al hombre las abultadas cantidades de m ateria prim a
y la m asa de energía necesarias para sostener poblaciones
densam ente concentradas e industrias altam ente centraliza
das. Los aparatos solares, las turbinas de viento y las bombas
de calor producirán cantidades de energía relativam ente pe
queñas. Utilizadas en form a local y combinadas con otros
sistem as, es probable que lograran satisfacer las necesidades
de pequeñas com unidades, pero no podemos predecir cuándo
estarán en condiciones de sum inistrar la energía que hoy
consum en ciudades del tam año de Nueva York, Londres o
París.
Desde el punto de vista ecológico, sin embargo, este al
can ce limitado constituye una profunda ventaja. El sol, el
viento y la tierra son realidades de la experiencia humana a
las que los hombres han respondido con sensualidad y re
verencia desde tiempo inmemorial. A partir de estos elemen
tos primigenios, el hom bre desarrolló su sentimiento de de
pendencia hacia — y de respeto p o r — el entorno natural,
controlando así sus acciones destructivas. La Revolución In
dustrial y el mundo urbanizado que le siguió oscurecieron
el rol de la naturaleza en la experiencia hum ana: una capa
de humo ocultó al sol, los vientos fueron obstruidos por la
m asa de edificios, la expansión de las ciudades devastó la tie
rra. La dependencia del hombre hacia el mundo natural se
tornó invisible; cobró un valor teórico e intelectual, como
tem a libresco de m onografías, conferencias y tratad os. Es
cierto que esta dependencia teórica nos proporcionó diversas
visiones del mundo natural (visiones parciales, en el m ejor de
los casos) pero su condición unilateral nos escam oteó el con
tenido sensorial de nuestra dependencia hacia la naturaleza,
despojándonos de todo contacto visible o sentido de unidad
con ella. Al perder esto, extraviam os una parte de nosotros
mismos en tanto que seres sensuados. Quedamos alienados de
la naturaleza. N uestra tecnología y nuestro medio ambiente
se volvieron por completo inanimados, sin tético s: un entorno
puram ente físico que promovía la desanimízación del hom
bre y su pensamiento.
Si el sol, el viento, la tierra — el mundo de la vida, en una
palabra — se reincorporaran a la tecnología, a los medios
de la supervivencia humana, los lazos que unen al hombre
con la naturaleza experim entarían un cambio revolucionario.
La renovación cobraría un valor auténticam ente ecológico si
al restau rar esta dependencia prom oviéram os el sentido de
unicidad regional de cada comunidad, esto es, no sólo un
sentido de dependencia generalizada, sino expresada e n cada
región conform e a las características que le son propias.
Em ergería así un sistem a ecológico real, un delicado ca
ñamazo de recursos locales, a favor del estudio continuo y
la modificación estética. Con el crecim iento de una genuina
inspiración regionalista, cada recurso hallaría su puesto den
tro de un equilibrio natural y estable, unidad orgánica de
elem entos sociales, tecnológicos y naturales. Asimilando a la
tecnología, el arte se convertiría en arte social, referido a la
comunidad total. La comunidad libre estaría en condiciones
de redim ensionar el tem po de la vida, las pautas de trabajo
del hom bre, su propia arquitectura y sus sistemas de trans
porte y com unicaciones, todo a la medida del hombre. El
coche eléctrico, silencioso, lento y limpio, se convertiría en
form a de transporte urbano por excelencia, reemplazando al
ruidoso, sucio y veloz m otor de gasolina. Habría m onorraíles
p ara unir una com unidad con o tra, reduciendo el número de
autopistas que se extienden com o cicatrices sobre el campo.
Las artesanías recuperarían su honrosa posición como com
plemento de la m anufactura de m asas; se convertirían en una
especie de a rte dom éstico y cotidiano. Un alto nivel de cali
dad reem plazaría, a mi juicio, a los criterios estrictam ente
cuantitativos que presiden la producción en nuestros días;
los criterios dignos de m ercaderes ambulantes y vendedores
de b aratijas que han conducido a los productos que hoy
consum im os, preparados para una rápida obsolescencia, da
rían lugar á un nuevo respeto por la durabilidad de los bie
nes y la conservación ele la m ateria prim a. La com unidad se
convertiría en un bello escenario para la vida hum ana, fuente
vitalizadora de cu ltura y de una solidaridad hum ana profun
dam ente personal y nutricia.
* Con esto no ignora los desastrosos errores políticos en que incurrieron ran
chos “prom inentes” anarquistas españoles. Aunque los líderes anarquistas se veían
ante la alternativa de establecer una dictadura en C ataluña, para lo que 1 10 so
consideraban preparados, esto no era excusa para recu rrir perm anentem ente a tá c
ticas oportunistas.
estaban irremediablemente pervertidos: la así llamada «m.i
yoría» (reform ista) socialdem ócrata logró apoderarse drl
control de los flamantes consejos, utilizándolos para íim
contrarrevolucionarios. En Hungría y Asturias, los consejo',
fueron destruidos, pero no hay razón para creer que, de h;«
ber seguido su desarrollo, hubieran evitado el destino de lo-,
soviets rusos. La historia dem uestra que los bolcheviques 110
eran los únicos en distorsionar las form as de operación lit
ios consejos. Aun en la España anarco-sindicalista hay e\ i
dencias de que, hacia 1937, el sistem a de com ités de la CN I
comenzaba a chocar con el sistem a de asam bleas; cualquiera
que hubiera sido el resultado, el experimento encontró su lin
con el asalto del gobierno republicano y los com unistas con
Ira Barcelona.
Es un hecho, pues, que los consejos, com o form as de 01
ganización, no son inmunes al centralism o, la manipulación
y la perversión. Estos consejos son todavía form as particu
laristas, unilaterales c indirectas de adm inistración social
En el m ejor de los casos, pueden servir de pasos intermedios
hacia una sociedad descentralizada; en el peor, pueden sci
fácilm ente integrados en formas jerárquicas de organización
social.
Exam inem os, ahora, la asam blea popular para trazar una
imagen de form as directas de relación social. La asamblea
constituyó, probablemente, la base estructural de la primi
tiva sociedad tribal y sus clanes, hasta que sus funciones fue
ron asumidas por jefes y consejos. Apareció como ecclesia
en la Atenas clásica; más tarde, en form as m ixtas y a me
nudo pervertidas, vuelve a presentarse en las ciudades me
dievales y renacentistas de Europa. Finalmente, reaparece
bajo el nombre de «sections», asambleas constituidas en Pa
rís como cuerpos insurgentes de la Gran Revolución. La
ecclesia y las secciones parisinas merecen un detallado es
tudio. Ambas aparecieron en las ciudades más com plejas de
su tiempo y asumieron una form a altam ente sofisticada, a
menudo asociando a individuos de distintos orígenes socia
les en una notable, aunque transitoria, comunidad de inte
reses. Sin despreciar sus limitaciones, cabe decir que des
arrollaron métodos de funcionam iento de ca rá cte r tan aca
badamente libertario que las especulaciones tic las utopías
más imaginativas no podían com pararse con lo que aquéllas
realizaron en la práctica.
La ecclesia ateniense tenía sus raíces, probablemente, en
las antiguas asambleas tribales de Grecia. Con el desarrollo
de la propiedad y las clases sociales, fue reemplazada por una
estru ctu ra social de tipo feudal, y sólo sobrevivió en el re
cuerdo social del pueblo. Durante un tiempo, la sociedad ate
niense pareció encam inarse hacia una desastrosa decadencia
interna com o la que, algunos siglos después, sufriría Roma.
Una vasta clase de campesinos fuertem ente hipotecados, un
número creciente de arrendatarios de condición servil y una
masa enorm e de esclavos y trabajadores urbanos se polari
zaban con tra un reducido grupo de poderosos terratenientes
V una clase media com ercial advenediza. Hacia el siglo sexto
a. C., se daban en Atenas y Ática (la región agraria aledaña)
(odas las condiciones para una devastadora guerra social.
Las reform as de Solón revertieron el curso de la historia
ateniense. Una serie de drásticas medidas devolvió al cam
pesinado sus condiciones de viabilidad económ ica, despojó
a los terratenientes de la m ayor parte de su antiguo poder,
revivió a la ecclesia y estableció un sistem a de justicia ra
zonablemente equitativo. La tendencia hacia la dem ocracia
popular continuó desarrollándose durante cerca de un siglo
y medio, hasta adquirir una forma que no ha sido jam ás
igualada en parte alguna. En tiempos de Pericles, los ate
nienses habían perfeccionado su polis hasta el punto de que
representaba un triunfo de la racionalidad, dentro de las
limitaciones m ateriales del mundo antiguo.
E struclu ralm en le, la base de la polis ateniense era la
ecclesia. Poco después del am anecer de cada prytany (déci
nio día del año) miles de ciudadanos varones de toda Ática
comenzaban a reunirse en la colina de Pityx, que estaba en
las afueras de Atenas, para la sesión de la asamblea. En este
lugar, al aire libre, los amigos se agrupaban informalmente
hasta que la solemne entonación de las plegarias anunciaba
la ap ertu ra de la sesión. El orden del día, dividido en los
puntos de asuntos «profanos», «sagrados» y' «extranjeros»,
había sido distribuido días antes, junto al anuncio de la
asam blea. Aunque la ecclesia no podía agregar ni proponer
nada que no contuviera la orden del día, los tem as podían
ser reestru cturados a voluntad de la asam blea. No era ne
cesario ningún quorum, salvo para proponer decretos que
afectaran individualmente a ciudadanos.
La ecclesia gozaba de com pleta soberanía sobre todas las
instituciones y cargos de la sociedad ateniense. Decidía cues
tiones de guerra y paz, elegía y exoneraba generales, evaluaba
cam pañas m ilitares, debatía y votaba sobre política interna
y exterior, corregía injusticias, exam inaba y juzgaba las ac
tuaciones de los funcionarios adm inistrativos y expatriaba a
los ciudadanos indeseables. Aproxim adam ente uno de cada
seis hom bres, dentro del estrato de los ciudadanos, estaba a
cargo, en un momento dado, de la adm inistración de los asun
tos de la comunidad. Unos mil quinientos, nom brados gene
raím ente al azar, integraban los equipos responsables de la
recaudación de impuestos, el gobierno de la navegación, el
sum inistro de alimentos y los servicios públicos, así como la
planificación de las construcciones públicas. El ejército, com
puesto enteram ente de reclutas de las diez tribus de Ática,
estaba al mando de oficiales electos; Atena era custodiada
por una policía de ciudadanos-arqueros y esclavos escitas
del Estado.
E l orden del día de la ecclesia era preparado por un cuei
po llamado el Consejo de los Quinientos. Para que el consejo
no adquiriera ninguna autoridad sobre la ecclesia, los ate
nienses dem arcaron cuidadosam ente sus funciones y su com
posición. Elegido al azar de nóminas de ciudadanos que, a
su vez, eran elegidos anualm ente por las tribus, el Concejo
se dividía en diez subcom ités, cada uno de los cuales perma
necia en funciones durante una décima parte del año. Cada
día se sorteaba la presidencia entre los cincuenta miembros
del subcom ité que estaba en funciones. Durante las veinli
cuatro horas de su m andato, el presidente del Consejo deten
taba el sello del Estado y las llaves de la ciudadela y de los
archivos públicos, funcionando como jefe ejecutivo del país.
Una vez nom brado, no podía volver a ocupar la posición pie
sidencial.
Cada una de las diez tribus elegía seiscientos ciudadanos,
anualm ente, para actu ar com o «jueces» — lo que nosotros lla
m aríam os m iem bros del ju r a d o — en las corles atenienses.
Cada m añana, estos hom bres hacían una larga cam inata basta
el templo de Teseo, donde se echaban suertes para los pro
cesos del día. Cada co rte se com ponía al menos de 201 jura
dos, y los juicios eran co rrecto s conform e a todas las paulas
de p ráctica judicial conocidas en la historia.
En conjunto, era éste un notable sistem a de adm inistra
ción social; casi totalm ente gobernada por am aleurs, la polis
ateniense hacía de la form ulación y adm inistración de la p o
lítica un asunto com pletam ente público. «Aquí no hay clase
privilegiada, ni b u rocracia, ni casta de políticos especializa
dos; ningún grupo de hom bres que, com o el Senado rom ano,
pudiera estar exclusivam ente enterado de los secretos del e s
tado y fuera depositario de confianza y adm iración como
compendio de sabiduría de la com unidad toda», observa W.
W arde Fow ler. «En Atenas no había disposición alguna, ni,
en realidad, necesidad de confiar en la experiencia de nadie;
cada hom bre se imponía inteligentem ente de los detalles de
sus propias obligaciones tem porales, y las desempeñaba, has
ta donde sabem os, con integridad y diligencia» (26). Aunque
parezca una alabanza exagerada para una sociedad que nece
sitaba de esclavos y negaba toda participación a las m ujeres
dentro de la polis, el hecho cierto es que la descripción de
Fowler es esencialm ente veraz.
Por cierto, la grandeza de sus realizaciones reside en el
hecho de que Atenas, a pesar de las características esclavis
tas, p atriarcales y clasistas que com partía con la sociedad clá
sica, evolucionó globalmente hacia una dem ocracia funcional,
en el sentido literal del térm ino. No menos significativo, y (al
vez consolador para nuestro propio tiem po, es el hecho de
que esta transform ación sólo sobrevino cuando la polis pa
recía haber entrado de lleno en la carre ra de la decadencia
social. La dem ocracia ateniense modificó lo m ejor que pudo
las características m ás abusivas e inhumanas de la sociedad
antigua. Las penurias de la esclavitud eran pequeñas com pa
radas con las de otros períodos históricos, excepto cuando
los esclavos eran empleados en em presas capitalistas. Gene
ralm ente, se perm itía a los esclavos que acum ularan sus pro
pios fondos; en las granjas de Ática sus condiciones de tra
bajo eran, generalmente, las de sus propios amos, cuya com i
da también com partían; en Atenas, sus vestidos, m aneras y
actitudes no se distinguían de las de los ciudadanos, lo
que motivaba com entarios irónicos de los visitantes extran
jeros. En muchos oficios, los esclavos no sólo trabajaban
codo con codo con hombres libres sino que ocupaban posicio
nes de supervisión sobre trabajadores libres y sobre los de
más esclavos.
En resum idas cuentas, la imagen de Atenas como econo
mía esclavista que edificó su civilización y su generosa pers
pectiva hum anística sobre las espaldas de máquinas humanas
es f a ls a ; «falsa en su interpretación del pasado y en su con
fiado pesimismo respecto del futuro, deliberadam ente falsa,
sobre todo, en su cínica estimación de la naturaleza huma
na», afirma Edw ard Zimmerman. «Las sociedades, como los
hom bres, no pueden vivir en com partim entos estancos. No
pueden aspirar a la grandeza proporcionándose el goce del
ocio por medio de la brutalización de vida humana. El arte,
la literatura, la filosofía y todos los demás productos gran
diosos del genio de. una nación no son m eras floraciones de
licadas en el invernadero de una cultura; deben tener raíces
sólidas y hallar perm anente nutrición en el amplio suelo co
mún de la vida nacional. Si estam os dispuestos a aprender,
he ahí una lección que nos podría dar la antigua Grecia» (27).
1!! C abe señ alar que M arx sentía gran adm iración por los jacob in os. <lrlml<»
precisam ente a la “cen tra liz a ció n ” de F ra n cia , y que en su fam osa “ D irectivas
del C on sejo C en tral'' los to m ó co m o m odelo p olítico para su táctica en A lem ania,
E sto constituyó una cortedad de visión de increíbles p rop orciones, un acen to insii
lu cion ai. revelador de la m ás grosera falta de sensibilidad h acia la actividad v l»«
transfo rm ació n autónom as de un pueblo en m ovim iento revolucionario. V er " ¡ I *un
cha, M arxista'.” .
servicio de los term idorianos, y m archó co n tra los robes-
p ierristas, los líderes jacobinos que pocos meses atrás habían
em pujado a Roux al suicidio y guillotinado a los portavoces
de la izquierda.
De «aquí» a «allí»
a
desechado m uchas veces por «visionarias» y «poco realistas».
La aspiración de disolver la sociedad de apropiación, el
dominio de clases, la centralización y el E stad o es tan vieja
com o la em ergencia histórica de la propiedad, las clases y
los E stados. Al principio, los rebeldes podían m irar hacia
atrás, hacia los clanes, tribus y federaciones; en aquel tiem
po el pasado estaba aún más cerca que el futuro. Después,
el pasado se retiró com pletam ente de la visión y la m em oria
del hom bre, exceptuando tal vez a los sueños residuales de
la «edad dorada» o el «Jardín del Edén» *. En este punto, la
propia noción de liberación se tornó especulativa y teórica,
y com o todas las visiones estrictam ente teóricas, su conte
nido fue em papado por el m aterial social de presente. De
aquí que la utopía, desde Moro a Bellam y, no sea una imagen
de un futuro hipotético sino la de un presente proyectado
a la conclusión lógica de su racionalidad, o al absurdo. La
utopía tiene esclavos, reyes, oligarcas, tecn ócratas, élites,
habitantes de los suburbios y una sustanciosa pequeña-bur-
guesía. Aún para la izquierda, se ha vuelto habitual definir
el objetivo de una sociedad sin estado ni propiedad como
una serie de aproxim aciones, de estadios, en la cual el ob
jetivo final se alcanza por medio del estado. El poder me
diado, indirecto, entró a la visión del futuro; peor aún, como
indica la evolución del proceso ruso, ha sido reforzado hasta
el punto de que, hoy, el Estado no es m eram ente el «com ité
ejecutivo» de una clase específica sino una condición huma
na. La vida m ism a ha sido burocratizada.
Si examinarnos la disolución total de la sociedad existen
te, no podemos evadirnos de la cuestión del poder, sea e!
poder sobre nuestras propias vidas, la «tom a del poder» o
su disolución. Para ir del presente al futuro, del «aquí» al
«allá», debemos preguntarnos: ¿Qué es el poder? ¿E n qué
condiciones se le disuelve? ¿Qué significa esta disolución?
¿Cómo surgen las form as de la libertad, las relaciones di
rectas en la vida social, del seno de una sociedad estratifica
da, en la cual la falta de libertad ha sido llevada h asta el
* En la década de 1860, con los tra b a jo s de B ach o fen y M organ, la hum ani
dad redescubrió su pasado com unal. P or aquel entonces, el descubrim iento sirvió
de arm a crítica co n tra La fam ilia burguesa y la propiedad.
punto del absu rd o: la dom inación por la dominación misma?
Partim os del hecho histórico de que casi todas las gran
des revoluciones com enzaron espontáneam ente '' : lo aleslí
guan los tres dias de «desorden» que precedieron a la loma
de la Bastilla en julio de 1789, la defensa de la artillería en
M ontm artre que condujo a la Comuna de París en 1871, los
fam osos «cinco días» de febrero de 1917 en Petrogrado, la
tom a de Budapest y la expulsión del ejército ruso en 1956.
P rácticam ente todas las grandes revoluciones vinieron desde
abajo, se originaron en el movimiento m olecular de las «ma
sas», en su progresiva individuación y su exp lo sión : una ex
plosión que, invariablemente, tomó por sorp resa a los «revo
lucionarios» autoritaristas.
No puede haber separación entre el proceso revoluciona
rio y el objetivo revolucionario. Una sociedad basada en el
autogobierno d eb e se r alcanzada p o r m edio del autogobier
no. E sto supone la fo rja de una personalidad (sí, literal
m ente, la forja en el proceso revolucionario) y un modo de
gobierno que esta personalidad es capaz de adoptar **. Si
definimos el «poder» com o poder del hom bre sobre el hom
bre, sólo podrá ser destruido a través del mismo proceso
por el cual el hom bre adquiere poder sobre su propia vida
y durante el cual no sólo se «descubre» sino, lo que es más
significativo, form ula su individualidad en todas las dimen
siones sociales.
Concebida de este modo, la libertad no puede ser «dada»
al individuo com o «producto final» de una «revolución», y
m ucho menos si esta «revolución» la realizan los social-filis-
teos hipnotizados por las tram pas de la autoridad y el poder.
La asam blea y la com unidad no pueden ser fundadas por de
creto, ni legisladas. E s indudable que un grupo revoluciona
* Sin dada, la "h isto ria ” puede aquí enseñarnos algo, precisam ente porque lo
dos estos alzam ientos espontáneos no son historia, sino diversas m anifestaciones <!<•
un m ism o fenóm en o: la revolución. T o d o aquel que se dice revolucionario y no
sus propios
estudia estos aco n tecim ien to s en térm inos, concienzudam ente y sio pie
conceptos teóricos, no es m ás que un diletante jugando a la revolución.
* * W ilhelm R eich y, luego, H erbert M arcu se, han puesto en claro que la
"personalidad” no es sólo una dim ensión individual sino tam bién so cial. I I yo que
halla su expresión en la asam blea y la com unidad es. literalm ente, la asam blea v
la com unidad que han hallado su propia exp resión: una to tal congruencia <lc furnia
y contenido.
rio puede proponerse deliberada y conscientem ente la crea
ción de estas form as; pero si no se perm ite que la asamblea
y la comunidad em erjan orgánicam ente, si su crecim iento
no es instigado, desarrollado y m adurado por la acción de
los procesos sociales, no serán form as realm ente populares.
La asam blea y la comunidad deben surgir del propio seno
del proceso revolucionario; más aún, el proceso revoluciona
rio debe consistir en la formación de la asamblea y la com u
nidad y, al mismo tiempo, en la destrucción de! poder. La
asamblea y la comunidad deben convertirse en «palabras de
lucha», no en rem otas panaceas. Deben ser creadas como
m odalidades combativas contra la sociedad existente, no
com o abstracciones teóricas o program áticas.
Las futuras asambleas populares de manzana, barrio o
distrito — las secciones revolucionarias que ven d rán — se es
tablecerán en un nivel social más elevado que todos los co
mités, sindicatos, partidos y clubs actuales adornados con los
títulos «revolucionarios» más resonantes. Serán los núcleos
vivientes de la utopía en el cuerpo en descomposición de la
sociedad burguesa. Reuniéndose en auditorios, teatros, palios,
salones, parques y —-com o sus predecesoras, tas secciones de
1793 — en las iglesias, serán el teatro de la desmasificación,
pues la propia esencia del proceso revolucionario es la actua
ción individuada del pueblo.
En este punto, la asamblea no sólo debe enfrentarse al
poder del Estado burgués — el famoso problem a del «doble
p o d er»— sino también al peligro de un Estado incipiente.
Como las secciones de París, además de luchar con tra la Con
vención tendrá que com batir la tendencia a cre a r formas so
ciales mediadas, in d irectas*. Los com ités de fábrica, que casi
seguram ente serán los encargados de tom ar la industria, de
ben ser directam ente gobernados por las asambleas obreras
en las fábricas. En el mismo sentido, los com ités de barrio
y los consejos y comisiones, deben estar totalm ente arraiga
dos en la asamblea vecinal. Han de ser cuestiomxbles por la
asamblea en todo momento; ellos y sus obras deben someter
* Ri m arxism o es. ante todo, una teoría de la praxis, o, para ubicar esta
relación en su perspectiva co rrecta, una praxis de la teoría. É ste es el verdadero
significado de la transform ación m arxiana de la dialéctica, a la que desplazó de
la dimensión subjetiva (donde los Jóv en es Hegelianos aún trataban do confinar la
concepción de H cgcl) a la objetividad, de la critica filosófica a la acción social.
Cuando la teoría se divorcia de la práctica, no es que se mate al m arxism o, sino
que éste se suicida. Aquí reside su aspecto más noble y adm irable. Los esfuerzos
de los cretinos que se sirven de M arx para m antener vivo el sistema con remien
dos y reform as son insultos que degradan el nombre de M arx con un “academ i
cism o” n la M aurice Dobh y G eorge N ovack, deform ando y contam inando todo
lo que M arx sostenía.
pos de M arx no existían, ni muchísimo menos. ¿Puede con
cebirse que los problemas históricos y los métodos de análi
sis clasista, íntegram ente basados en una inevitable escasez,
se transplanten a una nueva era potencialm ente abundante?
¿E s concebible que un análisis económico centrado originaria
mente en un sistem a capitalista de «libre concurrencia» in
dustrial se transfiera a un sistema de capitalism o gerencial, en
que el Estado y los monopolios se combinan para manipular
la vida económ ica? ¿Puede creerse que el repertorio táctico
y estratégico formulado durante un período en que la base
de la tecnología industrial residía en el carbón y e! acero re
sulte aplicable para una era basada en fuentes energéticas ra
dicalmente nuevas, en la electrónica y la cibernética?
Como resultado de este trasplante, un cuerpo teórico que
hace un siglo era liberador se ha convertido, hoy, en una ca
misa de fuerza. Se nos pide que veamos en la clase obrera al
«agente» del cambio revolucionario, cuando vemos que el ca
pitalismo produce contradicciones, y agentes revolucionarios,
virtualm ente en todos los estratos de la sociedad, particular
m ente dentro de la juventud. Se nos dice que debe guiar
nuestras tácticas el concepto de una «crisis económ ica cró
nica», a pesar de que no ha habido tal crisis durante los úl
timos treinta años *. Se espera de nosotros que aceptemos
la «dictadura del proletariado» — un largo «período de tran
sición» destinado no sólo a suprim ir a los contrarrevolucio
narios sino también a desarrollar una tecnología de abun
d an cia — en momentos en que dicha tecnología está, ya, al
alcance de la mano. Se nos propone orientar nuestra «estra
tegia» y nuestra «táctica» eri función de la pobreza y la mi
seria m aterial en una época en que el sentimiento revolucio
nario se origina en la banalidad de la vida bajo condiciones
de abundancia m aterial. Se nos pide que formemos partidos
políticos, organizaciones centralizadas, jerarquías y élites
«revolucionarias» y un nuevo Estado, en plena decadencia de
las instituciones políticas como tales, cuando la centraliza
ción, el elitismo y el estado son puestos en tela de juicio a
* En realidad, los nía rx isi as hablan muy poco, hoy día, de la ''crisis crónica
(económ ica) dei capitalism o7', a pesar de que este concepto constituye el punto focal
de la teoría económ ica de M arx.
una escala desconocida en la historia de la sociedad jerar
quizada.
Se nos propone, en pocas palabras, que volvamos al pa
sado, que nos encojam os en lugar de crecer, que forcem os la
im petuosa realidad de nuestro tiempo, con sus prom esas y
esperanzas, y para avenirla a los prejuicios exangües de un
tiempo que ya pasó. Se pretende que operemos con principios
que están superados, no sólo en el plano teórico sino en tér
minos del propio desarrollo social. La H istoria no se ha pa
ralizado con la m uerte de Marx, Engels, Lenin y Trotsky;
tam poco ha evolucionado en la dirección simplista que pro
nosticaron estos pensadores, brillantes, sí, pero cuyas mentes
tenían las raíces en el siglo diecinueve o en los albores del
veinte. Hemos visto al propio capitalism o realizar m uchas
de las tareas (incluyendo el desarrollo de una tecnología de
abundancia) que se consideraban socialistas; lo hemos visto
«nacionalizar» la propiedad, armonizando la propiedad con
el estado allí donde fuera necesario. Hemos visto a la clase
obrera neutralizada en tanto que «agente dei cam bio revo
lucionario», embebida todavía en una lucha dentro del m arco
«burgués» por m ejoras salariales, menos horas de trabajo y
participación en los beneficios. La lucha de clases en el sen
tido clásico no ha desaparecido; peor aún, ha sido asimilada
por el capitalism o. La lucha revolucionaria en los países
capitalistas avanzados ha pasado a un plano históricam ente
n uevo: se ha convertido en la batalla de una generación ju
venil que no ha conocido crisis crónicas de la economía, con
tra la cultura, los valores e instituciones de la generación
mayor, conservadora, cuya visión de la vida fue tallada pol
la escasez, el sentimiento de culpa, la privación, la ética dei
trabajo y la búsqueda de la seguridad m aterial. Nuestros
enemigos no son solamente la burguesía, visiblemente atrin
cherada, y el aparato estatal, sino también la concepción que
sustentan liberales, socialdem ócratas, instrum entadores de
los corruptos medios de m asas, partidos «revolucionarios»
del pasado y, aunque resulte doloroso para los acólitos del
m arxism o, obreros dominados por la jerarquía fabril, la ru
tina industrial y la ética del trabajo. El caso es que, ahora,
las divisiones cortan al través todas las líneas clasistas tradi
cionales, trazando un espectro de problemas que ninguno de
los m arxistas pudo imaginar, basándose en las sociedades de
la escasez,
:!: Los m arxistas que habí un del “poder económ ico” del proletariado no hacen
más que repetir la posición de los anareo-sindicalistas, a quienes M arx censuraba
am argam ente. A M arx no le interesaba el "pod er económ ico” del proletariado sino
su poder político,
notoriam ente a causa de su predicción de que se convertiría
en parte m ayoritaria de la población. Estaba convencido de que los trabajadores
industriales serían empujados a la revolución, en principio, por la desposesión m a
terial a que ios reduciría la tendencia acum ulativa del capitalism o; organizados
por las fábricas y disciplinados
por la rutina industrial, podrían constituir sindi
catos y. sobre iodo, partidos políticos, que en algunos países se verían precisarlos
a usar métodos .insurreccionales y en otros (Inglaterra, Estados U nidos; luego En-
iícls agregó Francia), podrían llegar al poder por la vía electoral, decretando y
legislando la instauración del socialism o. G racias a la deshonestidad de muchos
m arxistas para con s l i M arx y su Engels, algunas im portantes observaciones han
quedado sin traducir; otras fueron burdamente distorsionadas.
Ja cibernética y otros progresos tecnológicos *. De aquí que,
para el proletariado, suponga un acto de elevada conciencia
social, utilizar su poder para producir una revolución. Hasta
ahora, esta tom a de conciencia se lia visto bloqueada por el
hecho de que el medio fabril es uno de los reductos m ejor
atrincherados de Ja ética del trabajo, los sistemas jerarquiza
dos de adm inistración y la obediencia a los líderes; en tiem
pos recientes se ha volcado a la producción de m ercancías su
perfinas y arm am entos. La fábrica no sólo se cuida de «disci
plinar», «unificar» y «organizar» a los trabajadores, sino que
además lo liace en una forma acabadam ente burguesa. En
el medio fabril la producción capitalista no sólo renueva,
diariamente, las relaciones sociales del capitalismo, como ob
servaba Marx, sino que también renueva la psique, los va
lores y la ideología del capitalismo.
M arx percibía este hecho en grado suficiente como para
buscar razones más consistentes que la mera explotación, o
los conflictos sobre horarios y jornales, como impelentes del
proletariado hacia la acción revolucionaria. En su teoría ge
neral de la acum ulación del capital trató de delinear las leyes
objetivas e insalvables que lanzarían al proletariado a la ac
ción revolucionaria. Así fue como elaboró su famosa teoría
de la pauperización: la com petencia entre capitalistas los
obliga a reducir progresivamente los precios, y esto a su vez
supone una m erm a continua en los salarios con el consi
guiente y absoluto empobrecimiento de los trabajadores. El
proletariado se ve empujado a la revuelta porque, con el pro
ceso de com petencia y centralización del capital, «crece la
m asa de miseria, opresión, esclavitud y degradación
* Este lugar es tan bueno corno cualquier otro para desechar la noción de
que ■•proletario” es iodo aquel que no puede vender otra cosa que su fuerza de tra
bajo, E s cierto que M arx definió al proletariado en estos térm inos, pero tam bién
elaboró una dialéctica histórica del desarrollo de la clase. El proletariado surgió
de una clase desposeída y explotada, alcanzando su expresión más avanzada en el
obrero industrial, que correspondía a la form a m ás avanzada del capital. E n los
últimos años de su vida, M arx exteriorizó cierto desprecio por los trabajadores
J e París, ocupados fundam entalm ente en la producción de bienes de lujo, refirién
dose a “nuestros obreros alem anes" — los más robotizados de E u ro p a — com o
proletariado "m o d elo ” del mundo.
** T raslad ar la teoría marxiuna de la pauperización a térm inos internaciona
les, y no va nacionales (com o la planteaba M arx) es un subterfugio. E n primer
lugar, esta triquiñuela teó rica intenta esquivar la pregunta de por qué la paupe
Pero el capitalism o no se ha aquietado desde los días de
M arx. E ste escribió sus obras a mediados del siglo diecinue
ve : no podía esperarse que cap tara todas las implicaciones de
sus propias observaciones sobre la centralización del capital
y el desarrollo de la tecnología, No podía exigírsele que pre
viera las proyecciones del capitalism o, no sólo desde el m er
cantilism o hasta la form a industrial que predom inaba en su
época — desde los monopolios com erciales apoyados por el
estado hasta las unidades industriales altam ente com petiti
vas — sino también hacia un retorno a los orígenes mercan-
tilistas, asociado a la centralización del capital y reasum iendo
la form a monopólica semi-estatal en un nivel superior. La
econom ía tiende a com binarse con el estado y el capitalismo
comienza a «planificar» su desarrollo, en lugar de dejarlo
exclusivam ente librado al interjuego de la concurrencia y
las fuerzas del m ercado. No cabe duda de que el sistem a no
ha abolido la lucha de clases tradicional, pero se cuida bien
de contenerla, sirviéndose de sus inmensos recursos tecnoló
gicos para atraerse a los sectores más estratégicos de la cla
se obrera.
Así se despoja a la teoría de la pauperización de todo su
peso y, en los Estados Unidos, la lucha de clases tradicional
no deviene guerra clasista. Se mantiene íntegram ente dentro
de los límites burgueses. El m arxism o se convierte, de hecho,
en una ideología. Es asimilado por las formas m ás avanzadas
del capitalism o de E sta d o : notoriam ente, por Rusia. En una
increíble ironía de la historia, el «socialismo» m arxista aca
ba por convertirse, en gran medida, en el propio capitalism o
de Estado que Marx no supo anticipar con su dialéctica del
* En este aspecto, el obrero comienza a aproxim arse a los tipos hum anos de
transición social, que siem pre han sido los elem entos más revolucionarios de la
historia. En general, el "proletariado** ha sido m ás revolucionario en los períodos
de transición cuando menos “proletarizado” estaba, psíquicam ente, por el sistem a
industrial. L os grandes focos de las revoluciones obreras clásicas fueron r e tr o
grado y Barcelona, donde los trab ajad o res habían sido virtualm ente arrancados
del medio cam pesino, y París, donde aún desem peñaban oficios artesanales o
provenían directam ente del medio artesanal. Al h allar grandes dificultades para
adaptarse a la dom inación industrial, estos trabajadores se convirtieron en una
continua fuente de conflictos sociales y revolucionarios. L a clase obrera estable y
hereditaria, en cam bio, resultó sorprendentem ente no-revolucionaria. Aún en el
caso del proletariado alem án — que M arx y Engels calificaron de “clase obrera
m odelo” eu ro p ea — la m ayoría no apoyó a los espartaquistas en 1919. Enviaron
una gran m ayoría de socialdem ócratas oficiales al Congreso de Com ités Obreros,
y al R eichstag en años posteriores, alineándose tras el Partido So cial D em ócrata
hasta 1933.
liguen sus estilos de vida a los distintos aspectos de la cultu
ra juvenil, el proletariado dejará de ser una fuerza favorable
a la conservación de lo establecido para convertirse en una
fuerza creadora.
Una situación cualitativam ente nueva em erge cuando el
hombre se enfrenta a la transform ación de la sociedad repre
siva de clases, basada en la escasez m aterial, en una sociedad
sin clases, liberadora, basada en la abundancia m aterial. Un
nuevo tipo humano, cada vez más num eroso, surge de la
descomposición de la estru ctu ra clasista trad icio n al: el revo
lucionario. E ste revolucionario comienza a desafiar no sólo
las prem isas económ icas y políticas de la sociedad jerarqui
zada, sino tam bién a la jerarquía com o tal. No sólo proclam a
la necesidad de una revolución social sino que también trata
de vivir de un modo revolucionario en la medida en que esto
es posible dentro de la sociedad actual *. No sólo ataca las
form as heredadas de la dominación sino que, a la vez, im
provisa nuevas form as de liberación que toman su poesía del
futuro.
E sta preparación para el futuro, esta experimentación con
las form as liberadoras de relación social post-escasez, podrían
ser ilusorias si el futuro no nos deparara más que la substi
tución de una sociedad clasista por otra; pero resultan im
prescindibles si lo que nos espera es una sociedad sin clases,
edificada sobre las ruinas de la sociedad clasista. ¿Cuál será,
entonces, el «agente» del cambio revolucionario? Será, literal
mente, la gran m ayoría de la sociedad, proveniente de todas
las clases sociales tradicionales y fundida en una común fuer
za revolucionaria por la descomposición de las instituciones,
form as sociales, valores y estilos de vida de la clase domi
nante. Típicamente, sus elementos m ás avanzados son los
jóvenes: la generación que no ha conocido las crisis crónicas
de la economía capitalista y cuya orientación se aleja cada
vez más del mito de la seguridad m aterial, tan difundido en
la generación de los años treinta.
í!i Este estilo de vida revolucionario puede desarrollarse tanto en Jas fábricas
com o en las calles, en ias escuelas y barriadas, en los suburbios, el Rast-Side o
la Bahía de San Fra n cisco . Su esencia es el desafío, que erosiona las costum bres,
instituciones y fetiches.
Descartando los manuales tácticos del pasado, la revolu
ción del futuro sigue el camino del menor esfuerzo, devoran
do las distancias que la separan de las áreas más sensibles
de la población, sin reparar en su «posición de clase». Se
nutre de todas las contradicciones de la sociedad burguesa,
no sólo de las contradicciones de 1860 y 1917. De aquí que
atraiga a Lodos aquellos que sienten la carga de la explota
ción, la pobreza, el racism o, el imperialismo y también a
quienes ven sus vidas frustradas por el consum ism o, la ru
tina suburbana, los medios de comunicación de masas, la
escuela, los superm ercados y el sistem a de represión sexual.
La form a de la revolución resulta, así, tan total com o su con
tenido: sin clases, sin apropiación, sin jerarquía y totalmente
liberadora.
Obstruir este proceso revolucionario con las manidas re
cetas del m arxism o, parlotear sobre «lucha de clases» o «el
papel de la clase obrera» implica una subversión del pre
sente y el futuro en beneficio del pasado. Anteponer una ideo
logía esterilizante a base de divagaciones sobre los «cuadros»,
el «partido de vanguardia», el «centralism o dem ocrático» y la
«dictadura del proletariado» es pura contrarrevolución. A este
problem a de la «cuestión organizativa» — vital contribución
del leninismo al m arxism o-— debemos dedicar, ahora, alguna
atención.
'i: Este es un hecho que T rotsky jam ás com prendió, por no desarrollar hasta
sus últimas consecuencias su propio concepto de ‘ desarrollo com binado’*. T rotsk y
estim ó correctam ente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués
europeo, elaboraría acelerad am ente las etapas m ás avanzadas del capitalism o in
dustrial. sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación
“ propiedad nacionalizada = socialism o". T rotsky no com prendió que el capitalism o
m onopolista tendía a am algam arse con el Estado, y que lo que se instauraba en
Rusia era esta nueva form a del capitalism o. Elim inadas las estructuras burguesas
tradicionales, el stalinism o preparó un “ puro" capitalism o de Estado, una con trarre
volución que reconstruyó las form as m ercantiles en un nivel industrial superior. E l
lisiad o se convirtió en clase dominante.
1917, la organización bolchevique de Petrogrado se opuso a
las huelgas, precisam ente en vísperas de la revolución qu<
acabaría por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obre
ros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a la
huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio m;i;.
sorprendido por la revolución que los partidos «revolucio
narios», bolcheviques incluidos. Recuerda el dirigente bol
chevique K ayurov: «No hubo, absolutam ente, iniciativas ti i
rectrices del p artid o... el com ité de Petrogrado había sido
arrestado, y el representante del Comité Central, cam arada
Shliapnikov, no estaba en condiciones de em itir directiva'
para el día siguiente» (30). Tal vez fue un hecho afortunado
Antes del arresto del com ité de Petrogrado, su evaluación cK
la situación v de su propio papel había sido tan débil que, si
los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es probable
que la revolución no hubiera estallado en aquel momento.
Cosas parecidas pueden decirse de los alzamientos qm
precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo
la huelga general de mayo y junio de 1968, en Francia, para
citar sólo el caso más reciente. Existe una Lendencia a olvi
dar convenientem ente el hecho de que había cerca de una
docena de organizaciones de tipo bolchevique, «cstrccham en
te centralizadas», en París, por aquellos días. R ara , vez se
m enciona que prácticam ente todos estos grupos de «van
guardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 do
mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus contornos más
agudos. La trotskista Jeu n esse C om m uniste Révolutionnairc
fue una notable excepción, y se limitó a acom pañar el pro
ceso, siguiendo básicam ente las iniciativas del Movimiento
22 de Marzo *. Antes del 7 de mayo, Lodos los grupos maoí.s
tas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de pe
riférico e insignificante; la también trotskista Féd éra lio n des
Etudiants Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y
tra tó de que los estudiantes abandonaran las barricadas, el
10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un
* D escribien do este m ovim iento elem ental de los trab ajad ores rusos com o “com
kulak
plot del ca p ita l internacio nal” , “ resistencia ” o “ conspiración de la G u ardia
Blanca*', lo s bolcheviques descendieron a un nivel teó rico paupérrim o, sin enga
ñar a n adie snívo a sí m ismos. L a erosión espiritual dentro del partido allanó el
cam ino p a ra la p o lítica de policía secreta y asesinato de la personalidad, condu
ciendo finalm ente a la aniquilación de los cuadros bolcheviques. E sta odiosa m en
talidad p o licia l cam pea, por ejem plo, en cualquier edición de la revista Progressive
Labor, p artí quien M arcuse es un agente de la C IA y todo adversario un “anti-
übrero” .
en su m om ento. Y esta ceguera sería en nosotros mucho más
reprobable, porque contam os con una riqueza de experiencia
de la que carecían estos hom bres cuando desarrollaron sus
teorías.
K arl M arx y Friedrich Engels eran cen tralistas: no sólo
políticam ente, sino también en lo social y económico. Jam ás
lo negaron, y sus escritos rebosan de radiantes elogios a la
centralización política, económ ica y organizativa. Y a en m ar
zo de 1850, en su famoso «Inform e del Comité Central de la
Liga Comunista», form ularon una llamada a los obreros para
que lucharan no sólo por «una república alemana única e in
divisible, sino también, dentro de ella, por la más decidida
centralización del poder en manos de la autoridad estatal».
P ara que la recom endación no fuera tom ada a la ligera, se la
reiteró continuam ente en el mismo párrafo, que concluye así:
«Como en Francia en 1793, también hoy en Alemania es tarea
del auténtico partido revolucionario la instauración de una
centralización estricta».
E l mismo tem a reaparece continuam ente en años poste
riores. Al estallar la guerra franco-prusiana, por ejemplo,
M arx escribe a E n g els: «Los franceses necesitan un co rrec
tivo. De vencer los prusianos, la centralización del poder es
tatal resu ltará útil a la centralización de la clase obrera ale
m ana» (35).
Sin em bargo, Marx y Engels no fueron centralistas por
que los sedujeran las virtudes del centralism o p e r se. Muy al
co n trario : m arxism o y anarquismo han coincidido siempre
en que una sociedad liberada, com unista, implica una des
centralización profunda, la disolución de la burocracia, la
abolición del Estado y la desintegración de las grandes ciu
dades. «La abolición de la antítesis entre ciudad y campo no
es sólo posible — apunta Engels en el Anti-Dühring — sino
que se ha convertido en una necesidad d irecta... sólo la fu
sión de ciudad y cam po pondrá fin al actual envenenamiento
del aire, el agua y la tie rra ...» Para Engels, esto supone una
«distribución uniforme de la población sobre todo el país» (36)
en otras palabras, la descentralización física de las ciudades.
Los orígenes del centralism o m arxista radican en los pro
blem as planteados por la formación del Estado nacional.
H asta bien entrada la segunda mitad deJ siglo diecinueve,
Alemania e Italia estaban divididas en m ultitud de ducados,
principados y reinos independientes. La consolidación de es
tas unidades geográficas en naciones unificadas, creían M arx
y Engels, era un sine qua non del desarrollo de la industria
m oderna y el capitalismo. Su elogio del centralism o no se
inspiraba, pues, en una m ística centralista, sino que se ba
saba en los acontecim ientos del período en que vivían : el
desarrollo de la tecnología y el com ercio, de una clase obre
ra unificada, y del Estado nacional. En este aspecLo les preo
cupaba la em ergencia del capitalism o, las tareas de la revolu
ción burguesa en una era de inevitable escasez m aterial. El
concepto m arxiano de «revolución proletaria», por otra par
te, es m arcadam ente distinto. M arx saluda con entusiasmo a
la Comuna de París com o «modelo para todos los centros in
dustriales de Francia». «E ste régimen — e scrib e — una vez
establecido en París y en los centros secundarios, obligará
al viejo gobierno centralizado de las provincias a dar paso,
también, al autogobierno de los p ro d u cto res». (La bastardi
lla es mía.) Indudablemente, la unidad nacional no se disol
vería, y durante la transición hacia el comunismo existiría
un gobierno central, aunque con funciones limitadas.
No intento abrum ar al lector con citas de M arx y Engels,
sino subrayar que los conceptos fundamentales del m arxism o
— que hoy son aceptados sin el menor sentido c r ític o — eran
en realidad el producto de una etapa que ha sido largam en
te superada por el desarrollo capitalista en los Estados Uni
dos y Europa occidental. M arx no sólo trató los problemas
de la «revolución proletaria» sino también los de la revolu
ción burguesa, particularm ente en Alemania, España, Italia
y Europa oriental. Planteó la problem ática de la transición
del capitalism o al socialismo en los países capitalistas que
apenas habían superado la tecnología de! carbón y el acero,
y la problem ática del paso del feudalismo al capitalism o
p ara los países que aún no habían trascendido el nivel de las
artesanías y oficios. En una palabra, los estudios de M arx se
referían específicamente a las precondiciones de la libertad
(desarrollo tecnológico, unidad nacional, abundancia m ate
rial) y no ya a las condiciones de la libertad: descentraliza
ción, formación de comunidades, dem ocracia directa, redi-
m ensionamiento a escala humana. Sus teorías aún pertene
cían a la esfera de la supervivencia, no a la esfera de la vida.
Comprendido esto, el legado teórico m arxista se sitúa en
una perspectiva adecuada, separando sus ricos aportes de
sus planteam ientos históricam ente limitados e incluso para
lizantes dentro del contexto actual. La dialéctica de M arx,
sus m uchas y muy valiosas observaciones englobadas en el
m aterialism o histórico, su soberbia crítica de la mercancía,
gran parte de sus teorías económ icas, la teoría de la aliena
ción, y sobre todo la noción de que la libertad tiene prerre-
quisitos m ateriales, son contribuciones perdurables al pensa
miento revolucionario.
Al mismo tiempo, el énfasis que Marx puso en el proleta
riado industrial como «agente» del cambio revolucionario, su
«análisis clasista» de la transición de la sociedad de clases,
su concepto de la dictadura del proletariado, su tendencia
centralista, su tesis sobre el desarrollo capitalista (que con
funde el capitalismo de Estado con el socialism o) sus proyec
tos de acción política a través de partidos electorales, además
de muchos conceptos menores asociados a todos éstos, son
directam ente falsos en el contexto de nuestro tiempo, y,
com o veremos, ya estaban descaminados en su propia épo
ca. Provienen de una visión limitada, o m ejor dicho, de las
limitaciones de una etapa histórica. Sólo tienen sentido si re
cordam os que Marx consideraba que el capitalism o era una
etapa histórica progresiva, paso indispensable para el desa
rrollo del socialismo, y su aplicabilidad p ráctica se reduce es
trictam ente al momento en que Alemania afrontaba las ta
reas dem ocrático-burguesas y la unificación nacional. (No
quiero decir que este enfoque de Marx era co rrecto , sino que
el enfoque tenía sentido dentro de su tiempo y lugar.)
Así como la Revolución Rusa contenía un movimiento
subterráneo de las «masas» que chocaba con el bolchevismo,
existe ahora un movimiento subterráneo histórico que se es
trella con tra todos los sistem as de autoridad. En la época
actual, este movimiento ha recibido el nombre de «anarquis
mo», aunque nunca se constriñó a una ideología única o cuer
po de textos sagrados. El anarquismo es un movimiento libi-
dinal de la humanidad co n tra la opresión en cualquiera de
sus fo rm a s: sus orígenes se remontan a la misma emergen
cia de la apropiación, la dominación clasista y el Estado. De
este período en adelante, los oprimidos han resistido a to
das las form as que tienden a contener el desarrollo espontá
neo del orden social. El anarquismo irrum pe en el trasfon-
do social durante todos los períodos de transición histórica.
La declinación del mundo feudal coincidió con diversos m o
vimientos de m asas, en algunos casos de inspiración salvaje
mente dionisíaca, que exigían la abolición de todos los sis
temas de autoridad, privilegio y opresión.
Los movimientos anárquicos del pasado fracasaron, bási
cam ente, porque la escasez m aterial, consecuencia del bajo
nivel tecnológico, viciaba toda armonización orgánica de los
intereses humanos. Toda sociedad que, en el plano m aterial,
no pudiera prom eter más que una distribución equitativa de
la miseria, engendraba invariablemente una profunda tenden
cia hacia la restauración del privilegio, reformulado según
un nuevo sistema. A falta de una tecnología que pudiera re
ducir apreciablem ente la jornada laboral, la necesidad de
trab ajar contam inaba las instituciones sociales basadas en
el autogobierno. Los girondinos de la Revolución Francesa
utilizaron la jornada laboral contra el París revolucionario.
Para excluir a los elementos radicales de las secciones, tra
taron de imponer una legislación que establecía el fin de to
das las asambleas para las diez de la noche, hora en que los
trabajadores parisinos volvían de sus empleos. Pero las fases
anárquicas de las revoluciones del pasado no abortaron sólo
por culpa de las técnicas de manipulación y las traiciones
de las «vanguardias», sino también a causa de sus propias
limitaciones m ateriales. Las «m asas» siempre se han visto
obligadas a volver a sus trabajos de toda la vida, y rara vez
pudieron establecer órganos de auto-gobierno que sobrevi
vieran luego de la revolución.
Sin embargo, los anarquistas com o Bakunin y Kropotkin
estaban en lo cierto cuando censuraban a Marx por su énfa
sis centralista y sus conceptos organizativos elitistas. ¿El cen
tralism o era absolutam ente necesario para el progreso tecno
lógico? ¿E l Estad o nacional era indispensable para la expan
sión del com ercio? ¿La emergencia de grandes em presas
económ icas centralizadas fue beneficiosa para el movimien
to obrero? Solemos aceptar sin crítica estas afirmaciones de
M arx, en gran parte porque el capitalism o se desarrolló den-
Lro de un contexto político centralizado. Los anarquistas del
siglo pasado advirtieron que el enfoque centralista de Marx,
en caso de afectar el curso de los acontecim ientos históricos,
reforzaría de tal modo a la burguesía y el aparato estatal
que la abolición del capitalism o se vería seriam ente dificul
tada. El partido revolucionario, al duplicar estas caracterís
ticas centralizadas y jerárquicas, reproduciría la jerarquía y
el centralism o en la sociedad revolucionaria.
Bakunin, Kropotkin y MalaLesta no com etieron la inge
nuidad de creer que el anarquismo podría establecerse de la
noche a la mañana. Al atribuir este delirio a Bakunin, Marx
y Engels distorsionaron deliberadamente los puntos de vista
de los anarquistas rusos. Los anarquistas del siglo pasado
tam poco creían que la abolición del Estado supondría un
«cese del fuego» inmediatam ente posterior a la revolución,
p ara decirlo con los términos oscurantistas que escogió
Marx, y que Lenin repitió con ligereza en Estado y Revolu
ción. Además, mucho de lo que en lisiado y Revolución pasa
por «m arxism o» es anarquismo puro: por ejemplo, la susti
tución de las fuerzas arm adas profesionales por milicias re
volucionarias y la sustitución de los cuerpos parlam entarios
por órganos de autogobierno. En el panfleto de Lenin, lo
auténticam ente m arxista es su exigencia de un «centralism o
estricto», la aceptación de una «nueva» burocracia v la iden
tificación de los soviets con el Estado.
Los anarquistas del sigio pasado estaban profundamente
preocupados por el problem a de industrializar sin aplastar
el espíritu revolucionario de las «masas» ni interponer nue
vos obstáculos a su emancipación. Temían que la centraliza
ción robusteciera la capacidad de la burguesía para resistir
a la revolución e inycelar un sentimiento de obediencia a los
obreros. Intentaron rescatar todas las formas comunales pre
capitalistas (el m ir ruso, el pueblo español, entre otros) que
pudieran servir de referencia para una sociedad libre, no
sólo en un sentido estructural sino también espiritual. Poi
esto proclam aron la necesidad de una descentralización, aún
durante el capitalism o. Al contrario de los partidos m arxis
tas, sus organizaciones prestaban especial atención a lo que
llamaban «educación integral» — el desarrollo del hombre
total— para co n trarrestar la inlluencia banalizanle de la so
ciedad burguesa. Los anarquistas trataban de vivir según los
valores del futuro, en la medida en que esto era posible den
tro del capitalism o. Confiaban en que la acción directa fa
vorecería la iniciativa de las «masas», conservaría el espíritu
creativo y alentaría la espontaneidad. Trataban de desarro
llar organizaciones basadas en la ayuda mutua y la fraterni
dad, cuyo control se ejercería de abajo hacia arriba, y no
al revés.
Hagamos una pausa, ahora, para exam inar las organiza
ciones anarquistas con algún detalle. E ste tema ha sido os
curecido por una sorprendente cantidad de infundios. Lus
anarquistas, o al menos los anarco-com unistas, aceptan que
la organización es necesaria *. Eslo es tan indiscutible como
M arx aceptaba la necesidad de una revolución social.
Lo que está en discusión no es «organización o no», sino
qué tipo de organización proponen los anarco-comunistas.
La diferencia está en que los anarco-com unistas proponen
el desarrollo orgánico desde abajo, en contraposición con la
orquestación de cuerpos institucionales desde arriba. Se tra
ta de movimientos sociales que, combinan un estilo de vida
creativo y revolucionario con una teoría igualmente creativa
y revolucionaria, y no ya de partidos políticos cuyo modo
de vida es indistinguible del medio burgués que los rodea,
y cuya ideología se reduce a «program as probados y acepta
dos». En la medida de lo humanamente posible, tratan de re
flejar a la sociedad liberada que constituye su aspiración, en
lugar de esclavizarse en la imitación del sistema dominante
de clases, jerarquías y autoridades. Se edifican en torno a
grupos íntimos de hermanos y herm anas -—grupos de afini
dad — cuya capacidad de acción común se basa en la inicia
tiva, las convicciones libremente asumidas y un profundo
com prom iso personal, y no alrededor de un aparato burocrá
tico integrado por afiliados dóciles y manipulado desde arri
ba por un puñado de líderes omniscientes.
* 1:1 (ormino "a n arq u ista” es de ca n icler genérico, com o “socialista” , y pro
bablem ente existen tantos tipos de anarquism o com o de socialism o. Hn am bos ca
sos, el espectro ab arca desde las form as extras del liberalism o ríos "an arq uistas
individualistas” por un lado, los soi mí-dem<k ratas por el »»iro) hasta los com unistas
revolucionarios: anarco-com unistas por un Jado y revolucionarios m arxjstas, leninis
tas y irotskistas por el otro.
Los anarco-comunistas no niegan !a necesidad de una coor
dinación entre ¡os grupos, a los efectos disciplinarios, o para
un planteamiento meticuloso y cierta unidad de acción. Pero
consideran que la coordinación, la disciplina, la planificación
y la unidad de acción deben surgir voluntariamente, a través
de una autodisciplina nutrida por la convicción y la com
prensión, y no por la coacción ni por una obediencia ciega a
las órdenes superiores. La efiaeia que se supone privativa
del centralism o, ellos se proponen obtenerla sin recu rrir a
una estru ctu ra jerárquica centralizada. En función de distin
tas necesidades o circunstancias, los grupos de afinidad pue
den lograr eficacia por medio de asambleas, com ités de ac
ción y conferencias locales, regionales o nacionales. Pero se
oponen enérgicamente al establecimiento de una estructura
organizativa que pudiera convertirse en un fin en sí misma,
de com ités que se perpetúan después de que sus objetivos
prácticos están agotados, de una «vanguardia» que liaría del
«revolucionario» un simple robot.
E stas conclusiones no son el resultado de impulsos «indi
vidualistas» y volátiles: muy por el contrario, emergen de
un estudio preciso de las revoluciones del pasado, del im pac
to que los partidos centralizados han tenido sobre el proce
so revolucionario y de la naturaleza del cambio social en una
era de abundancia potencial. Los anarco-comunistas tratan
de preserva r y extend er la fase anárquica que abre todas las
grandes revoluciones sociales. Aún más que los m arxistas,
consideran que las revoluciones son el fruto de profundos
procesos históricos. Ningún com ité central «hace» una revo
lución; en el m ejor de los casos puede orquestar un golpe
de estado, cambiando una jerarquía por otra; en el peor, es
capaz de detener un proceso revolucionario, si ejerce una
influencia más o menos extensa. Todo com ité central es un
órgano para la toma del poder, para recrear el poder: se
apropia de lo que las «m asas» han obtenido con su propio
esfuerzo revolucionario. Hay que estar ciego a todo lo ocu
rrido durante los dos últimos siglos para no reconocer es
tos hechos.
En el pasado, los m arxistas han podido formular un plan
teamiento inteligible (aunque no por eso válido) sobre la ne
cesidad de un partido centralizado, porque la fase anárquica
de la revolución se agotaba al chocar contra la escasez m a
terial. Económ icam ente, las «masas» debían volver siempre
a su esforzado trabajo de toda la vida. La revolución cesa
ba a las diez de la noche, al margen de las intenciones reac
cionarias de la Gironda en 1793; el bajo nivel tecnológico la
detenía. Hoy en día, esta excusa ha sido eliminada por el
desarrollo de una tecnología de abundancia, especialmente
..en los EE.UU . v Europa occidental, Se ha llegado a un pun
to en que las «m asas pueden com enzar a expandir drástica
m ente el «reino de la libertad» en el sentido m arxista, ad
quiriendo el tiempo libre que supone un ejercicio superior
del autogobierno.
Lo que dem ostraron los acontecim ientos de mayo-junio
en Francia no es la necesidad de una conciencia m ayor entre
las «masas». París dem ostró que se necesita una organización
que difunda sistem áticam ente id e a s: y no sólo ideas, sino
ideas que prom uevan el concepto de autogobierno. A las
«m asas» de Francia no les faltó un Lenin que las «organiza
ra» o dirigiera, sino la convicción de que podrían haber ges
tionado las fábricas, en lugar de limitarse a ocuparlas. Es no
table que ni un solo partido de tipo bolchevique haya alzado,
en Francia, la bandera del autogobierno. Sólo los anarquis
tas y situacionistas plantearon esta reivindicación.
Existe la necesidad de una organización revolucionaria,
pero su funciones deben estar siempre claras. Su prim er
objetivo es la propaganda: «explicar pacientemente», como
decía Lenin. En una situación prerrevolucionaria, la organi
zación revolucionaria presenta las exigencias más avanzadas:
está en condiciones de formular, ante cada nuevo giro de
los acontecim ientos y en forma concreta, el objetivo inme
diato en la línea del proceso revolucionario. Sum inistra los
elementos más eficaces para la acción y la elaboración de
decisiones en los órganos revolucionarios.
¿E n qué difieren, entonces, los grupos anarco-comunistas
del lipo bolchevique de partido? No, por cierto, en cuestiones
com o la necesidad de una organización, de cierto plantea
miento, para la coordinación del esfuerzo, de la propaganda
en todas sus form as o de un program a social. Fundamental
mente, difieren del partido bolchevique en su creencia de que
los revolucionarios genuinos deben funcionar dentro del m ar
co de las form as creadas por la revolución, y no dentro de
las form as creadas por el partido. E sto significa que están
com prom etidos con los órganos de autogobierno revolucio
nario, y no con la «organización» revolucionaria; con formas
sociales, no políticas. Los anarco-com unistas no intentan ins
talar una estructura estatal sobre estos órganos populares
revolucionarios sino, por el contrario, disolver todas las for
mas organizativas del período prerrevolucionario (incluyen
do a las suyas propias) en el seno de estos organism os ge-
nui namen Le revolucionarios.
Las diferencias son fundamentales. A pesar de su retó
rica y sus slogans, los bolcheviques rusos jam ás han creído
en los soviets; los consideraban meros instrum entos del Par-
lido Bolchevique, actitud que los trotskislas franceses imita
ron fielmente en sus relaciones con la asamblea estudiantil
de la Sorbona, así como los maoístas franceses con los sindi
catos, y los grupos de la Vieja Izquierda con el movimiento
am ericano Studenis fo r a Dem ocratic Sociely (SDS). Hacia
1921, los soviets estaban prácticam ente m uertos; el Buró Po
lítico y el Comité Central del Partido Bolchevique tomaban
todas las decisiones. Los anarco-com unistas no sólo se pro
ponen evitar que los partidos m arxistas vuelvan a hacer esto;
también traLan de impedir que su propia organización llegue
a ju gar un papel similar. Por lo tanto, evitan cuidadosam ente
toda emergencia de elementos burocráticos, jerarquías o éli
tes dentro del movimiento. No menos im portante es su in-
lenLo de rehacerse a. sí m ism o s: erradican de sus propias
personalidades lodo rasgo autoritario o inclinación elitista
de los que se asimilan desde la cuna en la sociedad jerárqui
ca. El movimiento anarquista no sólo actúa en el plano de
los estilos de vida en beneficio de su propia integridad, sino
en función de la m isma revolución *.
Ante las desconcertantes encrucijadas ideológicas de nucs-
:!i Cabe, señalar que este es ei sentido del dadaísmo anarquista, la excentricidad
an árquica que tanta consternación produce en la gente del P L P . E sta excen trici
dad anarquista se propone despedazar los valores heredados de la sociedad je rá r
quica» hacen estallar las rigideces instauradas por el proceso de socialización bur
guesa. í£n pocas palabras, se trata de un intento de ruptura del super yo, que
tiene un efecto paralizante sobre la espontaneidad, la. im aginación y la sensibilidad,
y de restau rar el sentido del deseo, de lo m aravilloso, de lo posible, de la revolu
ción com o festival jubiloso y liberador.
Iro tiempo, hay una pregunta de fondo que . debería estar
siempre presen te: ¿P ara qué diablos estam os tratando de
h acer una revolución? ¿P ara recrear ia jerarquía, agitando
ante ios ojos de la humanidad el sueño confuso de un futuro
de libertad? ¿P ara im pulsar el desarrollo tecnológico, crean
do una abundancia de bienes aún m ayor que la actual? ¿P ara
«igualar» a la burguesía? ¿P ara llevar al poder al PL? ¿ 0 al
Partido Comunista? ¿O al Partido Socialista O b rero ?* ¿Se
tra ta de em ancipar abstracciones com o «E l Proletariado»,
«El Pueblo», la «Historia», la «Sociedad»?
¿O se tra ta de disolver, finalmente, la jerarquía, la domi
nación de clases y la opresión: de que cada individuo tom e
el control de su vida cotidiana?
¿Se tra ta de hacer de cada m om ento una experiencia m a
ravillosa, y de la vida de cada individuo una realización in
tegral? Si el verdadero propósito de la revolución es instalar
a los hom bres de neanderthal del PL en el poder, no creo
que merezca Ja pena. E s innecesario discutir el problem a ab
surdo de si el desarrollo individual puede separarse de la
evolución social y comunal; obviamente ambos van juntos.
La base de un ser humano total es una sociedad integral; la
base para un hom bre libre es una sociedad libre.
Al m argen de estas cuestiones, aún debemos responder a
la pregunta que M arx se planteaba ya en 1850: ¿Cuándo co
m enzaremos a tom ar nuestra poesía del futuro en lugar de
robarla al pasado? Debemos dejar que los m uertos entierren
a sus m uertos. E l m arxism o está m uerto porque tiene sus
raíces en una era de escasez, cuyas posibilidades estaban li
m itadas por la privación m aterial. El mensaje social más
im portante dei m arxism o consiste en que la libertad tiene
ciertos prerrequisitos m ateriales: debemos sobrevivir, para
vivir. Con el desarrollo de una tecnología que ni la ciencia-
ficción más audaz pudo imaginar en tiempos de Marx, ha
venido a plantearse ante nosotros la posibilidad de una socie
dad post-escasez. Todas las instituciones de la sociedad de
apropiación — dominación clasista, jerarquía, familia patriar
Autoridad y jerarquía
. * lisio es el resumen de una carta- escrita poco después; de los acontecim ientos
de mayo y ju n io -d e 1968.
la CGT dirigiéndose a los huelguistas: «¿Qué es lo que que
réis?» — g rita — . «¿Sueldos más elevados? ¿Menos horas de
trabajo? ¿Más vacaciones?» Ante cada pregunta del stalinis-
ta, los huelguistas responden con silencio. Finalmente, el di
rigente gremial exclama furioso: «¡Decídm elo, qué diablos!
¡S oy vuestro representante!» Y los huelguistas responden
con un grito m asivo: « ¡ Queremos la revolución!».
Básicam ente, la respuesta era correcta. La caricatura ex
presaba un sentimiento que aún resultaba bastante difuso,
pero que a pesar de todo era real. Por eso cosechó una ex
traordinaria popularidad. Reflejaba lo que muchos obreros
(especialmente los jóvenes) sentían en form a vaga, o tal vez
no tan vaga.
Las barricadas estudiantiles del 10 de mayo precipitaron
la huelga general, que fue la más amplia de la historia. Los
trabajadores (los trabajadores jóvenes en particular) se di
jeron : «Si los estudiantes pueden, también nosotros». Y des
de la planta de Snd-Aviation de Nantes — donde existen las
tendencias anarco sindicalistas más robustas de Francia —
surgió la huelga general. Se extendió rápidam ente a París,
donde prendió en casi todo el mundo, no sólo en los obreros
industriales. Se movilizaron los empleados del seguro, los de
correos, los dependientes de grandes tiendas, profesionales,
m aestros, investigadores científicos. Hasta los jugadores de
fútbol ocuparon el edificio de su asociación profesional, col
gando de sus muros un letrero que decía: « ¡E l fútbol perte
nece al pueblo!» No se tratab a de una huelga obrera-, era
una huelga del pueblo, que afectaba a casi todas las clases
sociales. Este dato es de fundamental importancia. En Nan
tes, los campesinos trajeron sus tractores a la ciudad para
colaborar con el movimiento, mientras los obreros portua
rios vaciaban las bodegas de las naves para alim entar a los
huelguistas. Cabe señalar que los planteamientos más avan
zados surgieron en las nuevas industrias, por ejemplo, en las
plantas electrónicas. En una firma integrada básicamente
por técnicos altam ente capacitados, los empleados declara
ron públicam ente: «Tenemos todo lo que deseamos. Gana
mos salarios im portantes, que acaban de ser aumentados
junto a nuestro período de vacaciones, durante las últimas
negociaciones, que realizamos el mes pasado (a b ril). La úni
ca razón para nuestra huelga es el control obrero de la in
dustria; y no sólo en nuestra planta sino en todas las plañ
ías de Francia».
¡Un hecho asom broso! Y este planteamiento era, precisa
mente, la clave de toda la situación. Los obreros habían ocu
pado las fábricas. La economía estaba en sus manos. Este
movimiento arrasador podía convertirse en una com pleta re
volución social con una sola condición: que los obreros, ade
más de ocupar las fábricas, las hicieran funcionar. Habría
que rem ontar esta barrera. Si se hubieran puesto en m archa
las fábricas bajo augestión obrera, la revuelta hubiera acce
dido a la categoría de revolución social en gran escala.
Tratem os de imaginar lo que habría ocurrido si los obre
ros hubieran superado esta etapa. Cada planta hubiera ele
gido su propio comité de fábrica, entre los propios trabaja
dores, para administrarla. (En este caso es indudable que
gran parte de los técnicos hubiera colaborado con ellos, su
mándose a la revolución). He subrayado el térm ino «admi
nistrar» y efectivizar esta política. He aquí una fórmula de
dem ocracia directa en el seno mismo de la producción, donde
se generan los medios de vida.
Completemos el cuadro, no sin señalar que todo lo que
estoy describiendo era completamente factible en aquel mo
mento. Los com ités de fábrica de todas las plantas podrían
haberse asociado, constituyendo un consejo administrativo
zonal, encargado de resolver todos los problemas de abaste
cimiento. Cada miembro de este consejo habría sido estrecha
mente controlado por los obreros de su fábrica de origen,
y en última instancia subordinado a la asamblea. Las tareas
del consejo serían totalm ente adm inistrativas; gran parte de
sus funciones quedaría a cargo de com putadoras, con una
rotación de cargos lo más frecuente posible.
Junto a estas form as de organización industrial, existirían
otras de carácter vecinal: asambleas similares a las seccio
nes revolucionarias francesas de 1793, así com o comités de
acción encargados de hacer efectivas las disposiciones de es
tas asambleas. Un consejo administrativo integraría estos dos
niveles, y se reuniría periódicamente con el consejo de comi
tés de fábrica para tratar de problemas comunes. Una de las
funciones básicas de las asambleas vecinales — las nuevas
«secciones»— consistiría en el reciclaje del empleo en las
áreas improductivas y de la economía (ventas, seguros, publi
cidad, «gobierno» y otras actividades socialmente inútiles)
para convertirlas en áreas productivas. Objetivo fundamen
tal: reducir la semana laboral lo más rápidamente posible.
De este modo, la nueva organización beneficiaría a todos en
forma casi inmediata, incluyendo al obrero y al ex productor
de ventas que los obreros adiestrarían, por decirlo así, den
tro de las fábricas. Todos obtendrían sus medios de vida en
tregando sólo una parte del tiempo que emplean en condicio
nes burguesas. La revolución invalidaría así las posiciones de
muchos elementos contrarrevolucionarios que, desde tiempo
inmemorial, vienen afirmando que las viejas condiciones de
vida son mejores que las «nuevas».
Lo esencial no radica en los detalles y minucias de esta
estructura, que se elaboraría en el plano práctico, sino en
la disolución del poder en las asambleas de fábrica y de
barrio. En el pasado se ha prestado poca atención al papel
e importancia de las relaciones no-medidas y asambleas po
pulares. La noción de «representación» estaba tan profunda
mente grabada en el pensamiento de los grupos revoluciona
rios y en el propio pueblo que las asambleas sólo existieron,
cuando existieron, en forma accidental. Aparte la ecclesia
griega, en la mayoría de los casos emergieron de un cúmulo
de circunstancias fortuitas, y no a raíz de un planteamiento
consciente. Ordinariamente, los diversos consejos y comités
de las revoluciones anteriores han gozado de enormes pode
res en m ateria de elaboración de políticas; pero la dem arca
ción entre el trabajo administrativo y las decisiones políticas
era confusa o nula. En consecuencia, los comités y consejos
se convertían en agencias sociales en ejercicio de vastos po
deres políticos sobre la sociedad; rápidamente degeneraban
en un incipiente aparato estatal, que se apoderaba del control
de la sociedad en su conjunto. Ahora podemos evitar que
esto ocurra, en parte confiriendo a las asambleas el derecho
a cuestionar directam ente a comités y consejos, en parte uti
lizando la nueva tecnología para reducir radicalmente la se
mana de trabajo, liberando así a todo el pueblo para una
activa participación en la gestión social.
AI principio, los diversos comités, consejos y asambleas
usarían los mecanismos disponibles de suministro y distri
bución, para satisfacer las necesidades materiales de la so
ciedad. El acero vendría a París en la forma habitual: si
guiendo los mismos métodos de ordenamiento, con los mis
mos ferrocarriles y camiones, y probablemente en manos de
los mismos ingenieros y chóferes. Las redes postales, tele
fónicas y cablegráficas que existían antes de la revolución
seguirían existiendo después, y sirviendo a los distintos pe
didos de materiales. Finalmente, los productos terminados
serían distribuidos por los mismos almacenes y comercios,
sólo que habrían desaparecido las cajas registradoras. Sería
función de los consejos vecinales y de comités de fábricas
el hacer frente a todas las prácticas de obstrucción em er
gentes proponiendo cambios conducentes a un uso más ra
cional de los recursos disponibles.
El capitalismo ya ha establecido el mecanismo físico de la
circulación — transporte y distribución — que la sociedad ne
cesita para su funcionamiento, al margen de todo aparato
estatal. Este mecanismo físico de circulación puede sufrir am
plias m ejoras, pero funcionará tan bien el día siguiente a la
revolución como el día anterior. No requiere policía, cárcel,
ejército ni jueces para operar. El Estado se ha superpuesto
a este sistema técnico de distribución, y sirve en realidad
para distorsionarlo, manteniendo un nivel artificial de esca
sez. (É ste es, hoy, el significado concreto de la «santidad de
la propiedad»).
Vuelvo a subrayar que, puesto que nos preocupan las ne
cesidades humanas y no los beneficios, podemos liberar de
sus estúpidas tareas a un gran número de personas emplea
das en la operación del sistema de beneficios. Lo mismo vale
para muchos funcionarios del Estado. E stas personas podrían
unirse a sus hermanos y hermanas en trabajos productivos,
de modo tal que la semana laboral de toda la población se
reduciría drásticam ente. En este nuevo sistema, productores
y comunidad manejarían conjuntamente la economía, desde
abajo, coordinando sus actividades administrativas a través
de los representantes de los comités de fábrica y de los co
mités de acción vecinal: todos ellos, directamente sancio-
nables por las asambleas de fábrica y de barrio, ante quienes
responderán de sus actos. En este punto, la sociedad asume
el control directo de sus asuntos. El Estado, su burocracia,
sus ejércitos, policías, jueces y cárceles, pueden desapare
cer ya.
Usted puede recordarm e que el viejo sistem a de produc
ción y distribución aún está estructuralm ente concentrado,
aún se basa en una división nacional del trabajo. De acuerdo;
tiene usted perfecta razón. ¿Pero el control de aquello tam
bién estará concentrado? En tanto y en cuanto la política se
formula desde abajo y todos sus ejecutores responden a un
control local, la administración se descentraliza socialmente,
por más que los medios de producción conserven una estruc
tura centralizada. Una computadora destinada a coordinar
las operaciones de una gran planta es, por ejemplo, un ins
trum ento para la centralización estructural. Sin embargo, en
la medida en que las personas que programan y operan la
com putadora son totalmente cuestionables por los obreros
de la fábrica sus operaciones están socialmente descentra
lizadas.
Para pasar de una analogía restringida a los problemas
mayores de la administración supongamos que se designa un
cuerpo técnico altamente calificado para sugerir cambios en
la industria siderúrgica. Supongamos que este equipo formu
la proposiciones para racionalizar la industria, sugiriendo el
cierre de algunas plantas y la ampliación de las operaciones
en diferentes partes del país. ¿E s éste un cuerpo «centrali
zado» o no? La respuesta es sí y no. Sí, pero sólo en el sen
tido de que el cuerpo técnico se cuida de problemas concer
nientes a todo el país; no, porque 110 puede tom ar decisiones
que deba ejecutar todo el país. El plan presentado por este
equipo debe ser examinado por todos los trabajadores de las
plantas que cesarán de operar y de las que se abrirán. El
program a en sí puede ser aceptado, modificado o rechazado.
El cuerpo técnico carece del poder de «asumir» decisiones
efectivas; se limita a hacer recomendaciones. Por otra parte,
sus integrantes están sometidos al control de la fábrica en
que trabajan y de la comunidad en que viven.
Yo agregaría que equipos del mismo tenor podrían desig
narse para planificar la descentralización física de la socie
dad: comisiones en las que los teenólogos trabajen junto a
los ecólogos. Podrían planificar nuevos modelos de explota
ción de la tierra para diferentes áreas del país. Como aque
llos técnicos que trabajaban sobre la industria siderúrgica
existente, carecerían de poder de decisión. La adopción, mo
dificación o rechazo de sus planes quedaría enteramente a
cargo de las comunidades afectadas.
Pero ya he viajado demasiado por el «futuro». Volvamos
a ios hechos de mayo y junio de 1968. De Gaulle, los genera
les, el ejército, la policía... Aquí tenemos otro problema cru
cial que debió afrontar la revuelta. Si los obreros de las
fábricas de arm am entos no se hubieran limitado a ocupar
las, las hubieran operado para arm ar a la revolución po
pular, si los obreros ferroviarios hubieran acercado estos
armamentos al pueblo alzado de las ciudades, pueblos y al
deas, si los com ités de acción hubieran organizado milicias
arm adas, la situación francesa hubiera cambiado radicalmen
te : un pueblo armado, organizado en milicias por sus propios
comités de acción (había muchos reservistas entre los jóve
nes, que hubieran podido adiestrarlos) frente al estado. Mu
chos de los militantes con quiens hablé no creían que el
grueso del ejército, compuesto m ayoritariam ente por cons
criptos, hubiera disparado contra el pueblo. Con éste arm a
do, cada calle se habría convertido en un bastión y cada fá
brica en una fortaleza. Es muy discutible que, en estas
circunstancias, las tropas fieles a De Gaulle hubieran m ar
chado contra ellos. Pero la revuelta jam ás dio este paso.
Permítame repetirle que este esbozo que acabo de hacer
era perfectamente posible. Sólo hacía falta que los obreros
operaran las plantas, convirtiendo sus comités de huelga en
comités de fábrica. No se tomó este paso decisivo; el pueblo
no recibió arm as; no se conmovió el sistema burgués de pro
piedad. Los stalinistas desviaron el movimiento revolucio
nario hacia cauces políticos, clamando por un gabinete de
coalición comunista-socialista. La lucha fue canalizada, así,
hacia una campaña electoral en el terreno burgués. Por estas
y otras razones, la revuelta remitió, provocando un «cole
tazo» en la masa popular que estaba contemplándola y es
perando. E sta gente pudo haberse sumado a una revolución
victoriosa. Parecían estar a la expectativa, como diciendo:
«Veremos lo que pasa.» De todos modos, cuando la revolu
ción fracasó, votaron por De Gaulle. Al menos, De Gaulle era
una realidad; la revolución, por el contrario, se había esfu
mado en el fracaso.
¿Cómo se com portaron los maoístas y trotskistas, los par
tidos y grupúsculos bolcheviques de «vanguardia»? Los m aoís
tas se opusieron a todas las reivindicaciones de control obre
ro. (Algunos de ellos, ante la remisión de la revuelta, co
menzaron a revisar sus conceptos. Ahora se llam an... ¡ anar-
co-m aoístas!) El secretario Mao opina que el control obrero
es sinónimo de anarco-sindicalisrao, una «desviación pequeño
burguesa». La misión de la clase obrera, proclamaban los
m aoístas, consistía en «tom ar el poder estatal». En nombre
del «realismo bolchevique», la única base para una revolu
ción social — la ocupación de las fá b rica s— se subordinó a
abstractas consignas políticas que carecían de validez en la
situación viviente y concreta. Un ejem plo: los m aoístas que
m archaban hacia la planta «Renault» de Billancourt porta
ban una pancarta donde se leía: «¡V iva la CGT!»; y esto en
momentos en que los obreros más revolucionarios libraban
una áspera lucha contra la CGT y trataban de disolver el
aparato burocrático mediante el cual la federación sindical
frenaba a los trabajadores. Lo que querían decir los maoís
tas e ra : «Dadnos el control de la CGT.» ¿Pero quién diablos
los quería a ellos?
¿Los trotskistas? ¿Cuáles? ¿La F E R ? ¿La JCR? ¿Las otras
dos o tres divisiones? La F E R jugó un papel abiertamente
contrarrevolucionario en casi todos los momentos decisivos,
condenando con el calificativo de «aventureras» a las accio
nes callejeras que desencadenaron la huelga general. Los
estudiantes pusieron las manos sobre estos trotskistas en
las peleas callejeras, frente a la Sorbonne, cuando ellos tra
taron de enviarlos de regreso a casa, y en las barricadas de
la noche del 10 de mayo, cuando los trataron de «rom ánti
cos». En lugar de unirse a los estudiantes, organizaron un
«mitin de m asas» en la Mutualité. Todo esto no impidió a la
F E R jugar alocadam ente a la política en los pasillos y du
rante las asambleas de la Sorbona, a posteriori del triunfo
estudiantil. En cuanto a la JCR, se equivocó en casi todas
las instancias, creando mucha confusión en la asamblea de
la Sorbona con sus m aniobras políticas. Hacia el final del
proceso de mayo y junio, sus dirigentes frenaron el movi
miento y se acom odaron a la izquierda electoral no-stali-
nista.
¿Qué «faltó» durante los acontecim ientos de mayo y ju
nio? Ciertamente, no partidos bolcheviques de «vanguardia».
Éstos fueron una verdadera plaga para la revuelta. Lo que
Francia necesitaba era un estado de conciencia entre los
obreros, en el sentido de que las fábricas debían ser opera
das y no sólo ocupadas. Para decirlo de otro modo, en la
revuelta faltó un movimiento capaz de desarrollar esta con
ciencia en los obreros. E ste movimiento debió haber sido
anárquico, sim ilar al 22 de Marzo o a los com ités de acción
que tom aron Censier y tra ta r de ayudar a los obreros sin
dominarlos. Si estos movimientos hubieran existido antes de
la revuelta, o si esta última se hubiera prolongado, dándoles
tiempo a desarrollar una propaganda consistente y una mi-
litancia activa, los acontecim ientos habrían tom ado un giro
diferente. De cualquier modo, los com unistas se combinaron
con De Gaulle para to rcer la revuelta y, finalmente, des
truirla.
A mi juicio, éstas son las verdaderas enseñanzas que nos
dejaron los hechos de mayo y junio. Al leer lo que acabo de
escribir, advierto con claridad por qué los marxistas-Ieninis-
tas de América han prestado tan poca atención a los aconteci
mientos franceses de mayo y ju n io : los hechos y hasta su
propio recuerdo desafían todos sus conceptos, program as y
estrategias.
M arat/Sade
La desintegración del yo
Deseo y revolución
P r ó l o g o ............................................................................................... 9
I n t r o d u c c i ó n .................................................................................... 17
8. Deseo y n e c e s id a d ..................................................................233
N o t a s .....................................................................................................245