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Volumen 5 - Nº28

Revista de Divulgación Científica y Tecnológica de la


Asociación Ciencia Hoy

MEMORIA DE LA CIENCIA

Mr. Ward en Buenos Aires:


Los museos y el proyecto de Nación a fines del siglo XIX

JOSÉ ANTONIO PÉREZ GOLLÁN


MUSEO ETNOGRÁFICO, UBA

......Sin descuidar la ciencia pura, los hombres de estudio deben atender más que nunca la faz
práctica de sus trabajos, esforzándose en divulgar doctrinas y procedimientos útiles a la saciedad.
Así, esta no es una obra de ciencia pura, sino de ejemplo para la juventud y de gobierno para la
patria, porque dando a conocer a propias y extrañas las recursos naturales, la fisonomía social la
vida política y la civilización de la República Argentina, tiende a promover la afluencia de la
población y el desenvolvimiento de las fuerzas fundadoras de la industria.

Estanislao S. Zeballos (1881),


Descripción amena de la Republica Argentina, tomo I,
Jacobo Peuser editor, Buenos Aires

En la Argentina de fines del siglo pasado, los museos tenian un significado político
-y un reconocimiento social, con su consiguiente respaldo económico- que hoy han desaparecido.

El 27 de junio de 1869, el ciudadano norteamericano Henry Augustus Ward llegaba a la extensa


chata opaca cuidad de Buenas Aires. Activo comerciante en el mercado internacional de
especimenes de historia natural, había partido desde el puerto de Nueva Orleans hacia la América
Central y del Sur con el fin de adquirir piezas para museos a coleccionistas particulares, a los
museos mismos y aun en los mercados públicos. Por su actividad profesional y su trato fluido y
directo con la comunidad científica de entonces, resulta un testigo particularmente calificado de la
situación de los museos argentinos de ciencias en las postrimerías del siglo XIX.

En sociedad con su cuñado, Edwin Howell, Ward poseía en Rochester; en el estado de Nueva
York, uno de los negocios de taxidermia más importantes de la época y solía realizar viajes a
Europa en busca de material, pero, hacia 1875, se dio cuenta de que allí se habían agotado las
existencias; entonces comenzó a visitar comarcas más remotas y se aventuró hasta más allá de las
límites de la civilización. En la década de los ochenta, recorrió Nueva Zelandia, Australia y América
latina, con el objeto de acopiar especímenes y adquirir ejemplares únicos.

La firma de Ward se dedicaba a la venta de animales embalsamados, gabinetes didácticos para


escuelas y universidades, mapas en relieve, modelos anatómicos, preparados para ver por
microscopio, calcos de fósiles, etc. Además, ofrecía los famosos vidrías de Blaschka,
reproducciones rigurosamente fieles de invertebrados y plantas, consideradas entre los más
delicados objetos de vidrio jamás hechos, obra de los artesanos checos Leopold y Rudolph
Blaschka, que trabajaron entre 1887 y 1936, en Dresden, Alemania.

Al día siguiente de su arribo a Buenos Aires, Ward se dirigió al edificio de la universidad, en la calle
Perú, para conocer el Museo Público de Buenos Aires, dirigido por el alemán Hermann Burmeister,
discípulo de Alexander von Humboldt. Si bien la institución se encontraba en un lamentable estado
de postergación, Ward registró en su diario el alto valor de la colección de fósiles pampeanos y,
dos días después, regresó para hacer una nueva visita.

También visitó La Plata, paseó por sus calles amplias y arboladas y contempló sus elegantes
edificios, recién construidos. Se admiró ante las colecciones de etnología, arqueología,
paleontología y zoología argentinas del museo de Ciencias Naturales, fundado en 1884 por
Francisco P. Moreno, quien lo organizó según el modelo de la Smithsonian Institution, de
Washington ("El Museo de La Plata visto por Henry A. Ward"). En opinión de Ward, el de La Plata
era el único museo del mundo, en ese momento, con tantos esqueletos fósiles montados,
dispuestos en orden y exhibidos sistemáticamente. Tasó su acervo en unos doscientos cincuenta
mil dólares y lo juzgó de un valor científico comparable al de las colecciones de los museos de
Berlín y Viena, o aun a las que poseía el de zoología comparada de la universidad de Harvard. En
la misma época, el viajero Henry Holland hizo similares apreciaciones y comentó que las
colecciones platenses eran sólo inferiores a las del British Museum, el paradigma de todos los
museos, cuyo curador, Richard Lydekker, viajaría poco tiempo después a La Plata para investigar
las colecciones de fósiles.

FIG.1: FOTO DE LA ÉPOCA DEL MUSEO DE LA PLATA.


ESTA ILUSTRACION ES DEL TOMO 1, 1890-1 DE LA REVISTA DEL MUSEO

Henry A. Ward publicó sus impresiones de viaje en el American Journal of Science, en un artículo
titulado "Los museos y hombres científicos de la República Argentina", del cual un extracto,
traducido al castellano, apareció en El Censor, que dirigía Luis Maria Gonnet, y, posteriormente, en
el tomo 1 de la Revista del Museo de La Plata (1891), como "Los museos argentinos". El
norteamericano no escatimó elogios para La Plata, el museo de Ciencias Naturales y su director
Francisco P. Moreno. Escribió: Por esta reseña, necesariamente ligera, sus lectores no tendrán
sino una idea muy pálida de los tesoros paleontológicos de este gran museo; y, sin duda, se
sorprenderán cuando declara que, en ninguna de los museos públicos a privadas de los Estados
Unidos hoy, ni en museo alguno de las capitales de Europa en la última ocasión cuando yo los
visité, durante el año 1885, existen colecciones tan numerosas de grandes fósiles armados, de
ningún orden de mamíferos, como la que hay aquí en el museo de La Plata.

Probablemente por desconocimiento, Ward quedó atrapado en el fuego de una agria polémica que
ocurría por entonces entre Moreno y Ameghino. El último no desaprovechó la oportunidad para
escribir, en el tomo 1 de la Revista Argentina de Historia Natural, una reseña critica del artículo de
Ward, a quien llamó comerciante norteamericano en objetos de historia natural, y cuya
independencia de criterio puso en duda pues es evidente que, por mucha que sea su
respetabilidad, no puede tomarse en cuenta la opinión de una persona que por asuntos
comerciales se halla tan ligada al museo de La Plata como el señor H. A. Ward.

FIG.2: FOTO DE LA ÉPOCA DEL MUSEO DE LA PLATA


ESTA ILUSTRACION ES DEL TOMO 1, 1890-1 DE LA REVISTA DEL MUSEO

De su gira sudamericana, sólo los museos del Brasil merecieron algún comentario elogioso de
Ward; los de Lima, Montevideo y Santiago de Chile, o eran demasiado pobres, o estaban
enteramente descuidados. No era casual que, a fines del siglo XIX, los de la Argentina ocuparan un
lugar de relevancia. En el proyecto liberal de nación, que en ese momento imperaba, los museos
tenían una importante función, relacionada con la educación laica y popular, y con la legitimidad
política y la perdurabilidad del sistema. Los de ciencias naturales -o historia natural, un nombre
caro a la época-, con sus taxonomías precisas, inspiraban un sentido de orden, legalidad y método;
simbolizaban, a la vez, el triunfo de la sociedad sobre las fuerzas físicas y morales adversas, el
dominio del hombre sobre el medio natural y la potencialidad económica de los tiempos. En una
sociedad liberal, la ciencia y la instrucción disipaban las tinieblas de la superstición y la ignorancia.
Diez años antes del desembarco de H. A. Ward en Buenos Aires, el general Julio A. Roca había
llegado hasta las márgenes del Río Negro, en la Patagonia, como culminación de una campaña
militar contra los indígenas, e incorporado a la economía de la Argentina quince mil leguas
cuadradas, buena parte de las cuales eran de las más fértiles del mundo. El progreso del país se
aceleró con su explotación (en propiedad de allegados al gobierno), realizada por mano de obra
inmigrada de Europa, para satisfacer la creciente demanda del mercado internacional de granos.
En ese contexto, los miembros de la elite gobernante, la llamada generación del ochenta, que llevó
a cabo una modernización radical de la sociedad, tenían la certidumbre de ser los custodios de la
tradición esencial de la nacionalidad. La visión histórica forjada por los Bartolomé Mitre y Vicente
Fidel López sostenía que la nación se había constituido por obra de las clases ilustradas liberales,
que lograron imponer, a una población atrasada, un sistema institucional semejante al de los
países más civilizados. Según este pensamiento, los procesos sociales que habían conducido al
federalismo y a la participación política de los sectores populares implicaban el riesgo de que la
historia argentina se apartara del recto camino que debía seguir. Por ello, los grupos ilustrados se
asignaban la misión de encauzar las fuerzas sociales dentro de los estrictos marcos institucionales
de la civilización.

En esa tarea de conformar la nación y consolidar la modernidad del estado, la filosofía positivista
resultó una poderosa herramienta ideológica. Sirvió para explicar las consecuencias del proyecto,
señalar los obstáculos, delimitar el campo de lo moderno y disciplinar a los sectores renuentes -por
atrasados o por contestatarios- a incorporarse al proceso. Acorde con el espíritu positivista y laico,
a la ciencia se le atribuyó un cometido central; para promover su cultivo, se recurrió a la
contratación de investigadores y catedráticos extranjeros, se impulsó la creación de museos, se
promovió la modernización de las universidades y se fomentó la constitución de sociedades
científicas.

Cuando fue posible, se dotó a los museos de una arquitectura monumental, asociada con el
prestigio nacional y el orgullo civico, para inspirar en el público sentimientos de admiración, respeto
y confianza: no en vano los museos eran descriptos como catedrales de la ciencia. Para el de La
Plata, por ejemplo, se construyó, en la traza de la nueva capital provincial, un imponente edificio de
líneas grecorromanas, que subrayaba su importancia política.

Encabezados por este, los museos argentinos gozaban, en las últimas décadas del siglo XIX, de
una meritoria posición en el concierto internacional. Los de ciencias naturales se ocuparon de
difundir el positivismo y los diversos matices del evolucionismo, aun cuando figuras tan destacadas
como Burmeister no compartieran las teorías darwinianas. En Paraná, por ejemplo, el museo
provincial de Ciencias Naturales, bajo la dirección del naturalista italiano Pedro Scalabrini, fue un
temprano divulgador de las doctrinas comtianas y spencerianas. La polémica obra de Florentino
Ameghino ayudó a popularizar el transformismo darwinista y la antropología vinculada con el
origen del hombre. Los museos tampoco eran ajenos a los grandes temas políticos del momento:
así, se pensó que sus investigaciones geográficas, geológicas y cartográficas harían posible una
demarcación racional de los límites entre la Argentina y Chile.

Mr Ward, por su condición de comerciante, conocía perfectamente la actuación de los museos en


el mercado internacional de objetos científicos. En 1872, el de Buenos Aires, por ejemplo, destinó
trece mil pesos para la adquisición de nuevos especímenes; en otra ocasión gastó dos mil pesos
en fósiles y seis mil quinientos en una colección de mariposas brasileñas. Tanto este como el de
La Plata también recurrían al canje para incrementar sus acervos. En 1880, Francisco P. Moreno
visitó Europa, acordó intercambios con las más prestigiosas instituciones y regresó con magníficos
ejemplares para exhibir. Además de investigadores, ambos museos contaban con cazadores,
preparadores y científicos viajeros que realizaban extensas recorridas por el país en búsqueda de
piezas naturales o antropológicas para incrementar las colecciones. Estaba, por ejemplo, el catalán
Enrique de Carlés, naturalista viajero y conservador del museo de Buenos Aires, que también era
comerciante de historia natural.
FIG.5: FRANSISCO PASCASIO MORENO (1852-1919)

En última instancia, la vara para medir el valor de un museo era la importancia de sus colecciones;
se valoraban no tanto la cantidad de objetos, ya que poca trascendencia tenía, por cierto, la
acumulación masiva de ejemplares locales, sino los ejemplares que definían una especie, los
únicos y los raros. Los directores trazaban planes para incrementar los acervos, se ocupaban de
recolectar material, organizaban canjes de piezas e intervenían en el mercado de objetos
museográficos.

También había un activo mercado de publicaciones, tanto o más importante que el de ejemplares
de historia natural o de antropología. En la primera mitad de 1876, Hermann Burmeister invirtió
dieciocho mil pesos en compras para la biblioteca de su museo y, en 1882, ingresó más de cien
libros; en otra oportunidad, por diez mil pesos, adquirió la obra de John Gould sobre los colibríes.
Francisco P. Moreno mostraba gran preocupación por acrecentar el fondo bibliográfico del museo
de La Plata y compraba o canjeaba publicaciones en Europa y los Estados Unidos.

En la segunda mitad del siglo XIX, Londres era el centro de un complejo mercado de material para
museos, dominado por unos pocos comerciantes, en el cual participaban recolectores
profesionales activos en distintas regiones del planeta. Los directores, curadores e investigadores
de los museos más importantes hacían las veces de intermediarios. En buena medida, el auge de
ese mercado se debió a las mejoras de los métodos de conservación, a la intensificación del tráfico
marítimo y el abaratamiento de sus costos y a la mayor seguridad de los servicios postales; pero,
por sobre todas las cosas, funcionaba porque en ese momento las ciencias naturales eran un buen
negocio.

Un año después del viaje de Henry A. Ward, una profunda y generalizada crisis conmovió el
sistema de poder en la Argentina. El liberalismo ilustrado había instaurado un régimen social que
escindía al productor y consumidor del ciudadano: si bien el primero encontraba movilidad en el
ámbito de la sociedad civil, sólo una minoría tenía, en la práctica, el derecho de actuar en la
sociedad política. Pero los sectores medios, que comenzaban a gravitar con cada vez mayor peso
en la vida nacional, concebían un régimen social distinto y exigían la instauración de un sistema
democrático y pluralista. Al mismo tiempo, las primeras organizaciones obreras reivindicaban
mejores condiciones de vida para los asalariados, y el considerable númemo de extranjeros,
obreros urbanos y trabajadores rurales, era visto como un peligro para la nacionalidad. José María
Ramos Mejía y Ricardo Rojas procuraron, por caminos diversos, incorporar a los inmigrantes y sus
descendientes a la colectividad nacional.

Todas las reivindicaciones coincidían en cuestionar la legitimidad del poder de la clase dirigente. A
partir de la crisis de 1890, se hizo patente, en amplios sectores del oficialismo y de la oposición, un
estado de alarma por la situación social y por la convivencia de las clases; el resultado fue un
programa de moralización ciudadana, que ponía el acento en revalorizar las disciplinas
humanísticas.

Acorde con ese espíritu, en 1896, la Universidad de Buenos Aires creó la facultad de Filosofía y
Letras, como sede de estudios desinteresados, pues en las dos principales universidades
nacionales, las de Buenos Aires y Córdoba, las escuelas profesionales constituían el eje de la
enseñanza. En 1904, dicha facultad fundó el museo Etnográfico, por impulso del miembro de su
claustro profesoral, Indalecio Gómez -posteriormente ministro del Interior de Roque Sáenz Peña-,
quien donó la colección inicial y en cuya finca Pampa Grande, en Salta, se realizó, en 1905, la
primera expedición arqueológica del museo, de la que participó el ensayista Carlos Octavio Bunge,
adscripto al positivismo.

FIG.8: MUSEO ETNOGRÁFICO: SALA DE CULTURAS ÍNDIGENAS AMAZÓNICAS

El primer director del Etnográfico, Juan Bautista Ambrosetti, expresó al respecto, con toda claridad:
En esta doble misión de investigación y de exploración sistemático de nuestra prehistoria, creemos
que la facultad de Filosafía y Letras ha realizado [con la creación del museo Etnográfico] el ideal
universitario, dentro de la parte importantísima que le corresponde defomentar la alta cultura no
profesional...

FIG.7: JUAN BAUTISTA AMBROSETTI (1865-1919), COMO OFICIAL DE LA GUARDIA NACIONAL,


EN 1896, CUANDO COMANDABA LA LEGIÓN CALCHAQUI

Según el enfoque de la época, se apuntaba a cultivar la antropología en el marco institucional de


un museo vinculado, de manera directa, con el quehacer académico; en la Argentina, fue el
primero, a la vez, antropológico, universitario e independiente por completo de la historia natural.
Ya en el momento de la visita de H. A. Ward, la antropología había alcanzado, como disciplina,
cierta autonomía con relación a las ciencias naturales, sí bien sus cultores, por lo general, hablan
recibido formación como naturalistas, salvo que fueran autodidactos. Los museos apoyaban y
financiaban el trabajo de campo, formaban colecciones, analizaban los materiales y, en no pocos
casos, publicaban los resultados. Los estudios que realizaron -clasificatorios, tipológícos y de
distribución geográfica- tuvieron una importante influencia en la difusión de la teoría evolucionista.

Imbuido de las tendencias imperantes en la época, Ambrosetti orientó al museo Etnográfico, por
una parte, a la investigación y la formación universitaria superior y, por otra, a la educación del
público general. En cuanto a lo primero, apuntó al estudio de la etnografía y la prehistoria
argentinas, con fuerte énfasis en el noroeste; para lo segundo, en cambio, buscó que el acervo
transmitiese un panorama universal de la diversidad de las sociedades denominadas primitivas. En
los últimos años del siglo pasado, el antropólogo Franz Boas, entonces curador asistente del
American Museum of Natural History, de Nueva York, afirmaba que los museos tenían tres
propósitos: entretenimiento, para los niños y la gran mayoría de adultos de poca preparación;
instrucción, para los maestros de primaria y un limitado grupo de adultos educados, e
investigación, para los especialistas. Señalaba, además, que quizá la parte más importante de la
concurrencia a los museos estaba formada por inmigrantes, recién llegados y escasamente
instruidos, que constituían la gran masa de pobladores urbanos. Se advierte, pues, un paralelismo
entre las situaciones de Buenos Aíres y Nueva York a fines del siglo XIX y principios del XX: los
museos pretendían instruir y nacionalizar ese enorme conglomerado de proletarios extranjeros.
Esas funciones, impuestas a los museos universitarios, generaban una dramática tensión entre el
polo de la enseñanza superior y la investigación y el de la educación y entretenimiento populares,
que en el largo plazo se revelaron casi imposibles de conciliar.

FIG.9: AMBROSETTI (SEGUNDO A LA IZQ.) EN EL COLEGIO LACORDAIRE, CON -ENTRE OTROS - ERNESTO DE LA
CÁRCOVA, LOLA MORA Y MONSEÑOR ESPINOSA (FOTO A.G.N.)

Ambrosetti se esforzó por formar colecciones de cierta importancia, para lo cual financió viajes e
investigaciones de campo, estimuló donaciones, organizó el canje de especímenes y cuando
disponía de recursos monetarios, adquirió piezas en el mercado. Por tales caminos, procuraba
obtener ejemplares representativos: por ejemplo, un altar budista que sirviera para mostrar las
religiones orientales; o concentraba sus esfuerzos en conseguir objetos raros, únicos o que
encarnaran conceptos de exotismo.

El museo Etnográfico encontraba respaldo en un evolucionismo unilineal teñido de positivismo, que


proporcionaba una explicación racional al fenómeno de los denominados pueblos primitivos y
resultaba congruente con el marco ideológico de la generación del ochenta. Este partía del criterio
jerárquico según el cual la sociedad europea occidental constituía la cúspide de la evolución y, en
consecuencia, el paradigma de lo civilizado. Consideraba natural la proclamada desaparición de
los primitivos a causa del progreso (que invariablemente escribía Progreso), debido, entre otras
cosas, a la superviviencia del más apto para la lucha por la existencia. Analizaba las sociedades
indígenas mediante una mezcla de positivismo y darwinismo social, que acentuaba supuestos
componentes negativos de la población autóctona, causantes del retraso con que se arraigaban en
Latinoamérica -si es que lo hacían- las ideas modernas. La arqueología mostraba logros artísticos
y tecnológicos de unas poblaciones pretéritas que, por su misma pertenencia a la lejanía
prehistórica, daban testimonio de la irrecusable extinción de los primitivos ante el arrollador avance
de la historia universal.

Hacia la tercera década del siglo XX, el comercio de bienes científicos, que con tanta diligencia
venia ejerciendo H. A. Ward, inició el camino de su desaparición: comenzaba a constituirse un
mercado internacional de arte primitivo, gracias a la revalorización de esas expresiones por la
plástica europea de vanguardia. En 1928, se realizó una exhibición de arte americano prehispánico
en el pabellón Marsan, del Louvre, organizada por Alfred Métraux y G. H. Rivière, cuyo catálogo
prologó R. d'Harcourt. Fue la primera muestra que puso el acento en los aspectos estéticos de las
piezas exhibidas y dejó de lado cualquier consideración científica acerca de ellas. Es importante
constatar la participación de Métraux, ligado por largo tiempo a la investigación antropológica en la
Argentina, y de d'Harcourt, vinculado con la colección Ars Americana, la cual, en 1931, publicó
L'Ancienne Civilisation des Barreales, de Salvador Debenedetti, entonces director del museo
Etnográfico, sobre la colección arqueológica de Benjamín Muniz Barreto. El mercado se interesaba
ahora por el pasado americano desde una perspectiva artística y abría las puertas a un
coleccionismo de nuevo cuño.

Para esos años, también, el proyecto liberal de nación, que había tomado forma en las dos últimas
décadas del siglo pasado, mostraba síntomas de agotamiento, de rigidez y de inclinarse
peligrosamente hacia un conservadorismo autoritario. Para los museos, el llamado problema del
indio se había convertido en epopeya con legitimidad histórica, bajo el pomposo título de conquista
del desierto. Seriamente cuestionados, la teoría evolucionista y el positivismo habían caído en el
descrédito. La intención de instruir y entretener una audiencia masiva, y el propósito de atender, a
la vez, a un reducido grupo de investigadores, se volvían incompatibles. A las universidades,
sometidas a un proceso de modernización, llegaría no mucho después una nueva forma de
investigar, a cargo del científico profesional que trabaja en equipo, usa técnicas complejas y
requiere fuerte apoyo estatal.

En todo el mundo -incluida la Argentina-, los museos de ciencias, al desdibujarse su papel social
como instituciones que otorgaban legitimidad al orden vigente perdieron el lugar simbólico que
tenían para el público, como catedrales de la ciencia, y se fueron transformando en reductos
cerrados del mundo académico.

LECTURAS SUGERIDAS

AMEGHINO, F., 1891, "Los museos argentinos, carta del profesor Henry A. Ward (extracto de la
revista del Museo de La Plata, tomo 1). Folleto en de 8 páginas, impreso en la imprenta y talleres
del museo de La Plata, 1890", Revista Argentina de Historia Natural tamo 1, Buenos Aires.

COLLIER, D. and TSCHOPlK H, 1954, "The Role of the Museum in American Anthropology",
American Anthropologist, 56, 5, 1:768-779,
KOHLSTED, S.G., 1980, "Henry A. Ward: The Merchant Naturalist and American Museum
Development" journal of the Society for the Bibliography of Natural History, 9:647-661.

SHEETS-PYENSON, S., 1988, Cathedrals of Science. The Development of Colonial Natural History
Museums During the Late Nineteen Century, McGill-Queen's University Press, Montreal.

STOCKING, G.W (Ed.), 1985, "Objets and Others. Essays on Museum and Material Culture",
History of Anthropology, v. 3, University of Wisconsin Press, Madison

STURTEVANT WC., 1969, "Does Anthropology Need Museums?". Praceedings of the Biological
Society of Washington; 82:559-762.

TERAN, O., 1987, Positivismo y nación en la Argentina, Puntosur Editores, Buenos Aires.

WARD, H.A., 1 890- l,"Los museos argentinos", Revista del Museo de La Plata: tomo 1, La Plata.

HA. Ward: Museum Builder to America, Rochester Historical Saciety Publications, Rochester;
1948.

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