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Lopez Barja
La polis no es, primordialmente, un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para
funciones pública-. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar .. sino para
discutir sobre la cosa pública. J. Ortega y Gasset, La rebelión de las amasas, XIV, 6.
l. LA ROMA PREPOLIADA
l. El relato tradicional
El relato sobre la fundación de Roma y el periodo de los reyes se contiene en una serie de autores de finales de la República
(Cicerón) y época augustea, de los que unos, los que más información apon:an, son historiadores (Tito Li vi o y Dion isio de
Halicam^) y otros, poetas cuyos versos pueden ser útiles para algunos aspectos concretos (Virgilio, Ovidio). Menor interés
tienen fuentes más tardías como Plutarco, que escribe en época de Trajano las biografías de Rómulo y Numa Pompilio, o Dion
Casio, bajo los Severos, cuya Historia de Roma se ha conservado muy mal para este periodo, aunque ocasionalmente algunos
detalles que aporta pueden importados. Un anónimo del sglo IV d.C., ti tul ad o Origen de la raza romana om^a (^^p gents
R^mnae) recopila diversas leyendas sobre la Roma anterior a Rómulo, cuyo valor es dudoso, pues no sabemos hasta qué punto
es una pura invención o, por el contrario, el resultado de la consulta de los diferentes autores que menciona. También anónimo
es el libro de pequeñas biografía s que la transmisión manuscrita atribuye falsamente a Aurelio Víctor y titulado ilustres de la
de Roma (De uñis iUustribus VrVrbis R^^j. Lugar aparte merece la tradición erudita, que se nos ha transmitido a través de
Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.) y dos autores del s iglo 11 d.C. Aulo Geiio (Noches átim) y Sexto Pomponio Festo, cuyo
mérito estuvo en resumir la obra de un liberto que fue tutor de los nietos de Augusto, Marco Verrio Flaco, titulada S(^e el
significado de las pallabras (De signi). Las informaciones de estos llamados anticuarte tas resul tan crucial es ^para cual quier
intento de reconstnlir el entramado institucional de la Roma monárquica, pero menos relevantes para el relato de los
acontecimientos.
Naturalmente, cada uno de estos autores no se limita a reproducir una tradición más o menos heterogénea sino que imprime
un sesgo determinado a su obra, que deberemos tener muy en cuenta, pues todos ellos tienen su peculiar visión de los orígenes
de su ciudad. Dionisio de Halicamaso (Gabba, 1991) quiere demostrar que Roma, en su crecimiento y expansión por el
Mediterráneo, se atuvo siempre al ideal griego y a sus principales virtudes: justicia, piedad religiosa, moderación y, sobre todo,
filantropía, reflejada en la generosidad con que integra a los vencidos y les otorga su ciudadanía. Roma secunda ese ideal no
porque lo haya aprendido sino, según sostiene Dionisio hasta la extenuación, porque es una ciudad griega desde el origen.
Grecia, por ramo, no está sometida a una ciudad bárbara, como denuncia la propaganda antirromana, sino propiamente
griega y el dominio que ésta ejerce se debe a su superioridad ética, la cual lo justifica y explica.
Tan griega es Roma que Dionisio de Halicarnaso enumera nada menos que cinco oleadas de inmigrantes venidos de la
Hélade. Primero llegaron los aborígenes, originarios de la Arcadia, que expulsaron a quienes poblaban la cos ta tirrena, los
sículos -éstos sí, bárbaros-, forzados a trasladarse a Sicilia. Después vinieron los pelasgos, procedentes de Tesalia, a los que
siguieron los arcadios de Evandro, y en cuarto lugar, muchos en el ejército de Hércules, que regresaba tras haber conquistado
Iberia, quisieron quedase en el Capitolio, Al cruzar el Tíber, un ladrón llamado Caco le robó a Hércules las vacas que traía
desde Iberia, pero el semidiós lo descubrió, recuperó las vacas y mató a Caco. En honor al Aleda, Evandro estableció su culto
en un altar al aire libre, el ara maxiirn, junto al foro Boario.
La quinta migración es la más importante. La protagonizan Eneas y sus compañeros, que arriban a Italia tras un penoso
viaje huyendo de la destrucción de Troya, de donde han podido salvar los dioses Penates y el Paladio, tesoro preciado pues
establece la continuidad religiosa entre Troya y Roma. En Italia, Eneas se encuentra con el rey Latino, un hijo de Hércules, que
se había criado con Fauno, rey de los aborígenes y le habla sucedido en el trono (Dionisio de Halicamaso 1,43). Livio señala a
este respecto la coexistencia de dos tradiciones contradictorias: según unos, Eneas derrotó al rey Latino, pero según otros, no
llegaron a enfrentarse. Por el procedimiento que fuese, Eneas reunió a sus seguidores con los aboríge nes, lo que dio origen a un
nuevo pueblo, los latinos, se casó con Lavinia, la hija del rey, y fundó en su honor la ciudad de Lavinio (hoy Pratica di Mare),
No sabemos en qué momento se convirtió a Eneas en fundador de ciudades en Italia, contradiciendo la profecía homérica. En
efecto, en la Híada (20, 307 s.), Posición anuncia que Eneas reinará sobre troyanos, y lo mismo harán sus hijos y descendientes.
Sin embargo, varios autores griegos del siglo V a.C. citados por Dionisio de Halicamaso, como Helánico de Lesbos o Damastes
de Sigeon o el propio Aristóteles algo después, sitúan ya a Eneas en ltalia, y le tienen por el fundador de Roma o de alguna otra
ciudad. Parece que entre los autores griegos Eneas, pese a ser troyano, se integró pronto en el ciclo de los noscoi, erran tes por el
Mediterráneo. En Italia, el testimonio más antiguo son las estatuillas del siglo IV halladas en la etrusca Veyes, en las que se
representa a Eneas cargando sobre sus hombros a su padre Anquises; en Lavinio, la ciudad que él había fundado, un túmulo
del siglo vn fue reformado en el siglo [V para transformarlo, probablemente, en el heroon de Eneas (Holloway, 1994, pp. 139-
140).
Es posible que la difusión de este personaje griego por Italia se viese ayudada por su identificación con una divinidad
indígena, en la que se transforma Eneas tras su muerte: Pater Indtges (Virgilio mencionará a Aeneas Indiges en Eneida 12,794).
Después, el campano Nevio (c. 235-201 a.C.) en su poema épico La guerra púnica menciona la estancia de Eneas en Cmago y las
artimañas de Dido, antes de la definitiva llegada del héroe a Italia. Otro poema, obra de Quinto Ennio (239-169 a.C.), titulado
Anuales, recogía en hexámetros la hisroría del pueblo romano desde Eneas hasta su propia época. Hasta que el genio de
Virgilio se impuso, los Armales de Ennio eran considerados como la epopeya nacional romana por antonomasia, citada o
aludida con frecuencia, gracias a lo cual conservamos un cierto número de sus versos.
En Nevio y en Ennio, Rómulo y Remo son nietos de Eneas, pero desde fines del siglo m había ido abriéndose paso el
convencimiento de que tai vínculo era cronológicamente imposible. El sabio Eratóstenes había establecido la fecha de la caída
de Troya en el 1184 a,C, y situado la fundación de Roma en el 751-750 a.C., que acabara imponiéndose como fecha oficial
cuando la acepte el erudito Varrón, con una pequeña modificación (753 a.C.), en detrimento de otras posibles, como la que
había dado Timeo (814 a.C.). Para cubrir este vacío de más de cuatro siglos, hubo que inventarse una dinastía albana con once
o catorce reyes, según las versiones. Asf pues, se decía que el hijo de Eneas, Ascanio, también llamado Julo, fundó Alba Longa y
en ella reinaron él y sus descendientes, hasta Numitor, abuelo de Rómu- lo y Remo, De este modo se asociaba a Eneas con la
leyenda de los gemelos sin graves quebrantos cronológicos. La invención albana se ha querido atribuir al analista Fabio Píctor,
aunque es posible que éste dependiera de una fuente griega (según Plutarco, Vida de Pómulo 3, l, de un oscuro historiador
griego, Diodes de Peparecio —siglos iv-rn a.C.?).
Amulio desplazó del trono de Alba Longa a su hermano Numitor, que tenia mejor derecho que él a reinar. Para evitarse
problemas, obligó a la hija de Numitor, llamada llia o bien Rea Silvia, a hacerse vestal, con lo que le impedía tener hijos,
porque las vestales debían mantenerse vírgenes. No consiguió su propósito, sin embargo, pues Rea Silvia se quedó embarazada,
debido a una violación según unos o por la intervención milagrosa del dios Marte, según otros. Rea Silvia recibió un castigo por
su delito y los gemelos que de ella nacieron, Rómulo y Remo, fueron depositados en una cesta y abandonados a su suerte sobre
la corriente del Tíber, en el sitio marcado en época histórica por una higuera llamada Ruminal (ficu Ruminafis). Se salvaron de
una muerte cierta, pues los encontró una loba que los amamantó cerca de la cueva conocida como Lupercal, en el Palatino. Allí
los descubrió un pastor, llamado Fáustulo. El y su mujer, Larentia, los acogieron como hijos y los criaron junto con los suyos
propios. Una interpretación racionalista, que recogen tanto Dionisio de Halicamaso como Livio, sugería que esta Larentia tal
vez fuese, en realidad, una prostituta, de las que los pastores llaman «lobas» y que ahí pudo radicar el origen de la historia.
Ciertamente, el relato tiene todas las trazas de un cuento popular, del que conocemos muchísimas versiones (Edipo, Sargón,
Ciro, Moisés): un futuro rey o gobernante, concebido por intervención divina, abandonado luego a una muerte segra y salvado
milagrosamente. Incluso la interpretación racionalista de la prostituta-loba que salva a los gemelos encuentra un eco lejano en
la hieródula que, en el Poema de Gilgamesh, rescata a Enkidú de la vida salvaje y lo introduce en la civilización,
Rómulo creció y se fabricó una cabaña, junto al Lupercal, en la parte del Palatino que mira hacia el Circo Máximo (tuguríum
Romuli: en algunas versiones, sin embargo, la cabaña es posterior a la fundación de Roma). Después se descubrió la verdadera
identidad de los gemelos, quienes mataron a Amulio y repusieron en el trono a Numiror. Cumplida su mi sión, abandonaron
Alba Longa para fundar una nueva ciudad, en el lugar donde habíansido expuestos y criados. Para decidir cuál de ellos dos
sería el fundador se dispusieron a observar las señales divinas. Remo, desde el Aventino, vio seis buitres, pero Rómulo, situado
en el Palatino, vio doce. Discutieron por la interpretación del auspicio, porque Remo los había visto antes, aunque en menor
cantidad, y Rómulo lo mató entonces, aunque según otra versión lo hará después, cuando Remo salte desafiante por encima de
los muros que su hermano estaba levantando. La fundación de la ciudad, en el día de la fiesta pastoril de los Parüa (21 de
abril), siguió el rito etrusco: con un arado al que había uncido una vaca y un buey, Rómulo trazó un cuadrado en torno al
Palatino, con cuidado de levantar el arado allí donde debían ir las puertas de la muralla. Es el pomerum o recinto sagrado de
Roma.
La leyenda sobre la infancia de Rómulo y Remo la conocían ya algunos escritores griegos de Sicilia a mediados del siglo IV.
En Roma y Eturia está atestiguada desde principios del siglo III a.C., pues en el año 296 a.C. los ediles Cneo y Quinto Ogulnio,
con las multas impuestas a los usureros, ordenaron fabricar unas estatuas de los niños fundadores bajo las ubres de una loba
para ponerlas junto a la higuera llamada Ruminal (Livio 10,23,11-12). Esas estatuas aparecen reproducidas en el reverso de
una emisión en plata del 269 a.C., una de las primeras en Roma, que tiene en el an verso a Hércules (Crawford, 1985, caps. 1 y
ll). Podríamos remontarnos algo más atrás en el tiempo, si se admite como prueba un espejo de autenticidad discutida y proce -
dencia incierta (fig. 2.1): fue comprado en Florencia en 1877 y se suele pensar que pro viene de Preneste, aunque se ha sugerido
también Bolsena. De ser auténtico, como cree la mayor parte de los investigadores, se fecharía hacia el 320-310 a.C. Presenta,
además de a una loba amamantando a unos gemelos, a otros personajes de identificación difícil que no encuentran acomodo en
la versión tradicional de la leyenda (el varón recostado de la parte superior parece Mercurio), tal vez porque el espejo recoja
una variante distinta. Si la magnífica estatua del Palazo dei Conservatori que representa a una loba (sin los gemelos, que son un
añadido moderno, del Renacimiento) guarda relación con alguna variante de la leyenda, podríamos retrotraer su aparición
hasta el siglo VI, pero por desgracia no hay datos que nos permitan llegar a una conclusión en ese sentido. En cualquier caso, es
probable que la leyenda se originase en un medio indígena, como los demás paralelos que se conocen de ella, aunque
posiblemente fue después adornada y modificada con motivos procedentes de mitos griegos como el de Telefo.
Rómulo, como primer rey de Roma, necesariamente ha de fijar los fundamentos de su constitución. Así, se le atribuye la
creación de un primer senado, compuesto por cien pares y también la división del pueblo en treinta curias. Además, para
reforzar la nueva colonia, estableció un «asilo» para recibir a cualquier emigrante que a él se acogiese, en la depre sión
denominada «entre dos bosques» (inter duos lucos) y situada entre el Capitolio y el Arx. Con esto Roma creció en hombres,
pero aún carecía de mujeres suficientes. El fundador recurrió entonces a un ardid: en la fiesta del dios Consus (Consualia),
invitó a los sabinos del rey Tito Tacio a asistir a los juegos, ocasión que los romanos aprovecharon para raptar a las mujeres
sabinas. La guerra que siguió acabó en tablas, con la unificación de los sabinos y los romanos en una única c/uiws y con Tito
Tacio y Rómulo como corregentes. De la muerte de Rómulo, la tradición daba también dos versiones: una decía que
desapareció durante una tormenta para convertirse en el dios Quirino; otra aseguraba que lo asesinaron los parres y
despedazaron su cuerpo para que nadie pudiera acusarles del crimen.
Tras Rómulo reinaron en Roma tres reyes: Numa Pompilio, Tulo Hostilio y Anco Mar- cío. No estaban emparentados entre
sí, aunque algunos autores intentaron crear una «dinastía sabina» haciendo a Numa yerno de Tito Tacio y asimismo abuelo
materno de Anco Marcío. De cualquier modo, es seguro que no deben el trono a la herencia sino a la elección. Tras la muerte
del monarca se abre un interregno más o menos prolongado (más de un año en alguna ocasión): las decurias en que se divide el
senado (diez senadores) se van sucediendo en el gobierno y en su seno cada senador ocupa el cargo de interrex durante cinco
días. Su misión primera es buscar el candidato adecuado y cuando lo encuentran, lo someten a la aprobación del senado y
después a la ratificación del pueblo reunido en curias, aunque este último punto puede faltar en aquellos autores menos
proclives a reconocer rasgos democráticos en los mismos orígenes de Roma. Numa Pompilio era sabino y según la tradición a él
se le atribuye el primer calendario, donde se fijan las fiestas religiosas, y a él también se remontan casi todos los sacerdocios
romanos: flámines, augures, vestales, pontífices, feciales y salios.
El retrato que nos presentan de él insiste en su religiosidad hasta el punto de decimos que tenía frecuentes conversaciones con
una ninfa o diosa llamada Egeria. Parece que en algún momento se le consideró discípulo de Pitágoras de Samos, una aso-
ciación que respondía a los esfuerzos de Roma por construirse una historia respetable a ojos de los griegos. Por la misma razón,
a principios del siglo Ul a.C. había una estatua de Pitágoras nada menos que en un extremo del Comicio (Piinio Histaha natural
34,26). Reaccionan contra esta idea Cicerón y Livio, que la tienen por imposible, pues Pitágoras llegó a Italia hacia el 580-579
a.C., un siglo después de Numa. Plutarco intenta salvar la tradición refiriéndola a otro Pitágoras, un espartano que había
vencido en los juegos olímpicos en 716-715 e invocando el presunto origen lacedemonio de los sabinos (Vida de Nwna 1,4). Tra s
Numa subió al trono Tulo Hostiiio, responsa ble de la destrucción de Alba Longa, metrópolis de Roma. La leyenda contaba que
la guerra entre ambas no se había dirimido en campo abierto sino eligiendo cada una a tres hermanos que se enfrentaron entre
sí. De los tres Horados designados por Roma murieron dos, pero el tercero logró acabar, uno tras otro, con los tres Curiacios de
Alba. La ciudad fue destruida poco después, sus ciudadanos, trasladados a Roma y sus principales familias (la Julia entre
ellas), incorporadas al senado, que ganó así cien nuevos patres. A Anco Marcio la tradición le atribuye una prolongada y
victoriosa guerra contra los latinos y la fundación de la colonia de Ostia, en la desembocadura del Tíber.
2. Crítica del relato tradicional
El análisis pausado y objetivo de la tradición revela su indudable y nítido carácter etio- lógico. Su principal finalidad es la de
explicar los nombres de diversos lugares y monumentos de Roma, encontrar una causa (en griego, nítín- de ahí, etiológico) que,
de acuerdo con las reglas del pensamiento mítico, ha de residir por fuerza en algo excepcional acontecido en el más remoto
pasado, en el tiempo primordial, en los orígenes. En su forma más sencilla, la tradición simplemente establece una relación
etimológica entre un topónimo y algún personaje notable de la leyenda: el Janfculo, dicen, deriva de ]ano, rey de los aborígenes
y el Aventino se llama así por un rey homónimo de la dinastía albana enerrado allí. En una forma má elaborada, se incorporan
varios elementos que confonnan un relato amplio. La historia sobre el nacimiento de Rómulo y Remo <<explica» toda una serie
de lugares del Palatino, como el Lupercal o la «cabaña de Rómulo», o del foro, como la ficus Ruminal's, El rapto de las sabinas
y la guerra que siguió resultan aún más productivos para la toponimia del Capitolio y del foro. Comienza con la traición de
Tarpeya, que codiciaba los brazaletes que los sabinos lucían como adornos y se comprometió a franq uearles el camino hasta el
nrx, en el Capitolio, a cambio de que le diesen «tío que llevaban en su brazo izquierdo». Ocupada el arx, los sabinos le
arrojaron sus brazaletes, pero también sus escudos y Tarpeya murió aplastada por ellos, dando nombre a la roca desde donde,
a partir de ese momento, se despeñaba, precisamente, a los culpables de traición.
El carácter etiológico es indudable: se explica el lugar designado para la ejecución de la pena por un suceso dramá tico
ocurrido en los primeros momentos de la ciudad. En el combate posterior entre romanos (Palatino) y sabinos (del Quirinal y el
Capitolio, ocupado gracias a Taarpeya), cuando los primeros retroceden ante el empuje de sus enemigos, Rómulo invoca a
Júpiter SraWr (<<el que detiene») y frena así la retirada de los suyos en el preciso lugar donde luego se aba rá el templo de
Júpiter Sraror, en la parte oriental del Coro (no conocemos su emplazamiento exacto: Coarelli (*1995, pp. 105-106) ha
propuesto situarlo donde se alza el <<tempío llamado de Rómulo», pero la cuestión permanece abierta). Y el lacus Cundes, en
la parte occidental, recibe su nombre en recuerdo de un fanfarrón jefe sabino, Mettius Curtms, que e hundió en él junto con su
caballo, durante el combate (Dioniso de Halicarnaso 2,42,5-6 y Plutarco, Vida de Rómulo 18,5). Así lo cuenta también Livio en
1.12-13,5, clara que en 7,6,3-5 da una versión distinta: ahora se trata de un joven romano, M. Cundes, que se ofrenda a sí
mismo a los dioses manes introduciéndose voluntariamente en la profunda grieta que, de modo milagroso, se ha abierto en el
foro, para asegurar con su sacrificio la eternidad de Roma (362 a.C.). Cuando se firmó la paz, las conversaciones entre
romanos y sabinos se desarrollaron en el lugar que, desde entonces, se reservará para la asamblea y cuyo nombre viene a
significar «reunión»: el Comicio (Dion Casio, frag. 5,7). La capital de los sabinos (Cures) sirve para explicar el nombre con el
que los ciudadanos romanos se denominaban a sí mismos (de Cures, QuiriteS) y la colina «sabina» de Roma (el Quirinal). Las
curáe que entonces fundó Rómulo reciben sus nombres por el de las sabinas raptadas (por eso en alguna versión las raptadas
fueron sólo treinta, es decir, tantas como curias).
Los historiadores antiguos, en reiteradas ocasiones, dejan constancia de sus dudas e incluso de su incredulidad ante las
tradiciones, a veces fantásticas o bien contradictorias, que ellos recogían. Livio, al comienzo de su libro sexto, apunta: Lo que
hicieron los romanos, desde la fundación de la ciudad hasta que fue tomada, lo he expuesto en cinco libros..., sucesos rodos muy
oscuros, por su misma antigüedad, como ocurre con aquello que, debido a su lejanía, apenas llegamos a ver, pues, en primer
lugar, por entonces se empleaba poco la escrirnra y era una sola la custodia fiel de la memoria del pasado: y en segundo lugar,
porque si había algo en los libros de los pontífices y en orws escritos, públicos o privados, la mayor parte pereció en el incendio
de la ciudad. (6,1,1-2)
Livio era escéptico y tenía una buena razón que lo respaldaba: el incendio de Roma, tomada por los gal os en el 390 a.C.
Paradójicamente, quienes defienden la fiabilida d de la tradición han prerendido rechazar y tener por inventado ese incendio
del 390 o aminorar mucho sus consecuencias. Sin embargo, Livio no es taba solo: No obstante, un tal Clodio, en su
Comprobación de ios tiempos -pues algo así es el título de su librito- sostiene que aquellos antiguos registros desaparecieron en los
desgraciados sucesos celtas de la ciudad, y los que ahora se conservan son una falsificación debida a hombres condescendientes
con ciertas personas que, de origen huimilde, pretenden introducirse en las familias principales y en las casas de más aholengo .
(Plutarco, Vida de Nwma 1, 2, traducción de A. Pérez Jiménez)
Ese tal Clodio se suele identificar con Quinto Claudio Cuadrigario (que vivió a principios del siglo 1 a.C.), quien, en
coherencia con su escéptica opinión, no comenzó sus anrales con la fundación de Roma sino con la invasión gala del 390.
Cicerón, por su parte, se ríe de los ingenuos que creían a pies juntillas que Numa conversaba con Egeria y que un águila le
impuso el gomo a Tarquinio (Sobre las leyes 1,6). En otro lugar, hace referencia a las falsedades que se introducían en los
elogios fúnebres, al encomiar a los antepasados del muerto: consulados inventados, linajes fantásticos, triunfos falsos (Bruto
62). La tentación de «mejorar» el pasado nunca es fácil de resistir, pero más allá de estas adulteraciones deliberadas y de las
pérdidas provocadas por guerras, incendios y la humana desidia, debemos preguntarnos qué fuentes tenían a su disposición
nuestros informadores, y esto merece, cuando menos, párrafo aparte.
El primer autor romano del que sabemos que compuso alguna clase de relato histórico fue Fabio Píctor, quien lo escribió en
griego durante la segunda guerra púnica. Muy pocos fragmentos se nos han conservado de él. Abundan en cambio los tomados
de los Orígenes de Catón el Viejo (234-148 a.C), donde se exponían las leyendas sobre los comienzos, no sólo de Roma sino
también de los distintos pueblos y ciudades de Italia. Catón es un caso apane, porque los restantes autores se engloban dentro
del género, muy definido, de la historia local (semejante al de los llamados atidógrafos), que en Roma se conoce como ana-
lística, debido al título de sus obras (Annnies) y a su rígido esquema compositivo: exponen los acontecimientos año por año. Se
caracteriza también por su interés preferente por lo ocurrido en la misma ciudad de Roma. por anodino que fuese. Casi todos
los analistas eran senadores, y muchos del más alto rango, lo cual es lógico, porque la historia de una oligar quía sólo puede
contarse «desde dentro», por quien pertenece a ella. Después de Fabio Píc- tor y de L. Cincio Alimento, hubo otros diez
analistas que escribieron sus obras entre ell55 y el 120 a.C. (el importantede ellos. Lucio Calpurnio Pisón Frugi, fie cónsul en el
133 a.C.) y ttras un periodo de inactividad, a^mra la segunda analística, a partir del 80 a.C.: Quino Claudio Cuadrigario,
Licinio Macro, Valerio Anciate y Quinto Elio Tuberón.
Muy poco se nos ha conservado de estos autores, por lo que no podemos hacernos una idea muy clara de cuál era el contenido
de sus relatos. Se suele emplear la metáfora del <<reloj de arena» para indicar que, según parece, eran más detallados y
prolijos tanto en lo referente a los orígenes como a lo contemporáneo, pero mucho más escuetos para el periodo intermedio. En
todo caso, son el eslabón perdido, porque sobre ellos se apoyaron los historiadores como Livio, cuyas obras sí conocemos, pero
todos estaban ya muy alejados de los hechos que narraban, pues, como queda dicho, el más antiguo, Fabio Píctor, vivió a fines
del siglo IU, trescientos años después del comienzo de la República. Importa mucho determinar qué fuentes pudieron emplear
para construir sus annales. Los investigadores modernos han propuesto cinco tipos: Los anuales maximi. Todos los años, el
pontífice máximo exponía en la rega una tabla blanqueada donde había anotado los acontecimientos de ese año; después, el
contenido de la tabla se transcribía en los llamados annales maAimi. Sobre su contenido, no estamos bien informados. Una fuente
muy tardía (Servio Daniel) dice que allí se consignaba el nombre de los cónsules y de otros magistrados y los principales
acontecimientos sucedidos en la ciudad de Roma o bien en la guerra. Catón el Viejo consideraba aburrido su contenido, nada
relevante, tan sólo los periodos de escasez en Roma o las veces que hubo un eclipse (frag. 77 Peter = frag. IV.l Chassignet = Aulo
Gclio 2,28,4-6).
No está claro en qué momento comenzaron a redactarse, pero es probable que las noticias de la época de los reyes fueran una
elaboración posterior. Sabemos también que la exposición de la tabla blanqueada dejó de hacerse con P. Mucio Esccvola
(pontífice máximo en 130-115 a.C.) y que este mismo Escévola publicó los annales ^maximi, considerablemente ampliados, en
80 libros, aunque en opinión de Frier (1999), la edición es mucho más tardía, ya bajo el emperador Augusto. Había también
otros documentos, como una lista de magistrados conocida con el nombre de libri íínteí porque estaban escritos sobre lino
^orno el calendario litútgico etrusco de la momia de Zagreb. La lista se conservaba en el templo de Juno Monera y Licinio
Macro (muerto en 66 a.C.) la utilizó para sus annales, según podemos ver por las referencias de Livio (4,7,3-12, etc.).
– Los historiadores griegos interesados por Occidente no podían dejar de advertir la creciente importancia de Roma. Esto es
particularmente claro en Tiimeo de Tauromenio (muerto en 260 a.C.) y en los autores dedicados a escribir Sikeíika
(«historias de Sicilia» a imitación de las «historias de Grecia» o Hellerni), un género muy antiguo, nacido a mediados del siglo
v a.C., que pronto tuvo que tomar partido en el conflicto entre Roma y Car- tago. Filino de Agrigenro relató la guerra por la
dominación de Sicilia entre cartagineses y romanos con un sesgo decididamente contrario a estos últimos. Es probable que la
histo-
riografía romana surgiera, de la mano de Fabio Píctor, precisamente con la intención de rebatir las acusaciones que
presentaban a Roma como una ciudad bárbara (Fabio Píctor escribía en griego, lo cual puede indicar que no estaba
pensando en un público romano). Oros autores griegos adoptaron esta misma idea, reivindicando una Roma helénica, hasta
culminar en la agotadora demostración de Dionisio de Halicarnaso
— Crónicas locales, en parricular etruscas, a las que alude el emperador Claudio en una tabla de bronce que se ha conservado
(bronce de Lyon, CIL XIII, 1668: traducida infra, p. 38), pero rambién algunas escritas en ciudades griegas de Italia. Varrón,
por ejemplo, aludía a las «historias etruscas» (Censorino, Sobre el natalicio, 17,6) y las inscripciones de los Spurinna (elogia
Tarquiniensia) revelan, en época de Claudia, un conocimiento preciso de las hazañas de sus antepasados del siglo IV a.C. En
cuanto a las ciudades griegas, Dionisio de Halicarna- so introdujo en su Hiswria arcaica de R^m una larga digresión (7,3-6)
sobre la vida del tirano Aristodemo de Cumas, en la que los autores modernos han creído descubrir trazas de una «crónica
cumana», convertida luego, en época helenística, en un relato de las aventuras de Aristodemo, tirano de Cuma, para el que se
han propuesto diversos autores, como Hipero- co, en el siglo lv o Timeo en el ül (Aifoldi, 1965, pp. 56-72). Aunque no tenemos
pruebas, tampoco cabe descartar la existencia de tradiciones de carácter histórico en algunas ciudades latinas, a imitación de
las etruscas o griegas.
— Nuestros informadores afirman en algunas ocasiones haber visto personalmente determinados «documentos auténticos» del
periodo de los reyes o bien del siglo v a.C. como por ejemplo el tratado que firmó el rey Tarquinio el Soberbio con Gabios,
escrito sobre un escudo de piel y madera, y conservado en el templo del Quirinal dedicado a Dius Fidius, el dios que en Roma
simboliza la fides, la lealtad que ha de gobernar siempre los pactos (Dionisio de Halicamaso 4,58,4; Festo, p. 48 Lindsay). Lo
cierto es que son muy pocos, apenas llegan a quince y en su inmensa mayoría se refieren al siglo v a.C. Además, hay motivos
fundados para creer que no siempre supieron interpretarlos adecuadamente teniendo en cuenta lo arcaico del latín en el que
estaban redactados (cfr. Polibio 3,22,3). Dionisio de Halicarnaso (3, l, l) parece creer que el cipo del foro descubierto bajo el
lapis niger (véase infra, p. 43) contenía una enumeración de las hazañas del abuelo del rey Tulo Hostilio, supuestamente
enterrado allí, lo cual indica que no entendió en modo alguno el dificilísimo texto grabado sobre él.
— La tradición oral, sin duda la más importante de todas, aunque fuente a su vez de nuevas incertidumbres. Los historiadores
del siglo X!X (subre todo G. Niebhur) daban mucho crédito a las historias de familia que se repetían en los elogios fúnebres y
cantos de banquete (carmina conuútalia), donde se relataban las hazañas de remotos antepasados. No parece que estos
panegíricos hayan dejado una huella profunda en la tradición sobre la Roma de los reyes, donde los grandes linajes de la
República apenas aparecen y en todo caso, no podemos confiar en que por este medio se haya conservado de un modo fiable
el pasado más antiguo de la ciudad. Lo que sabemos sobre la tradición oral nos lo impide. Naturalmente, es posible que
algunas familias conservasen «documentos» antiguos, pues de forma habitual los magistrados guardaban en sus casas los
escritos referentes a su actividad pública, en lugar de depositarlos en un archivo. Dionisio de Halicarnaso afirma haber visto
en una casa particular tablillas referentes al censo de 393-392 a.C. (1,74,5).
Para concluir, regresemos al punto de partida. Nuestro conocimiento de rodas estas tradiciones sobre la Roma de los reyes
depende, en lo esencial, de dos historiadores de época augustea, a los que hoy día ya no podemos considerar como meros
transmisores, simples copistas sin nada de originalidad: Dionisio de Halicarnaso y Tito Livio. Los esfuerzos seculares de la
«investigación sobre las fuentes» (en alemán .Queííenfoschung), meritorios en ramos sentidos, pretendían remontarse en la
cadena de transmisión hasta encontrar al «historiador originario», el único verdaderamente creador. Esto llevó a veces a
opiniones excesivamente radicales, como la de A. Alfoldi (1965, cap. IV), quien echaba la mayor parte de la culpa sobre los
hombros de Fabio Pícror, auténtico «fabulador», que falsificó deliberadamente la historia, en especial atribuyendo a la Roma
primitiva un predominio sobre la liga latina del que, en opinión de Alfoldi, carecía completamente. La Quelíenfoschung partía
de un presupuesto erróneo: el de que Livio y Dionisio de Halicarnaso se limitaron a parafrasear sus fuentes añadiendo simples
adomos retóricos, según la técnica de la arnpíifi- caito.
Según las versiones más radicales, Livio utilizaba una «fuente única», a la que se ate nía servilmente durante largos pasajes
para abandonarla luego por otra y así sucesivamente. La narratología, a partir de Hayden White, ha modificado radicalmente
la perspectiva, reivindicando el papel de Livio o Dionisio de Halicarnaso como autores de un cexto (Miles, 1995, Fox, 1996). No
pretende descubrir una «verdad», llegar a la realidad que se esconde tras el relato, sino enfrentarse a un texto (que es opaco) y
establecer qué concepto de «verdad» utiliza, el cual siempre está culturalmente determinado. Dionisio de Halicarnaso adopta
un posición crédula, pues su intención manifiesta es encomiástica. El historiador, sostiene él, sólo debe recoger hedlOs o
palabras éticamente válidos, para inspirar en el lector el deseo de imitar unos y otras. Llevando al extremo cierras ideas
tucidideas sobre lo inmutable de la naturaleza humana, presupone unas costumbres e instituciones idénticas o muy parecidas a
las de su propia época. Por esa razón, no tiene reparo en incluir una famosa frase de Julio César en un discurso (4,11,6) ni
tampoco en atribuir a Rómulo una extensa y compleja «constitución» (2,7-29), procedente de un panfleto, probablemente silano
(según Gabba, 1960), que pretendía legitimar las reformas del dictador aduciendo tan noble y primigenio precedente.
Livio, por el contrario, mantiene una acritud mucho más compleja ame la tradición, por lo que no es extraño que los
narratólogos lo acaben convirtiendo casi en un colega suyo, atribuyéndole el mismo escepticismo que ellos defienden. Livio,
ciertamente, no esconde las contradicciones, sino que las presenta ame el lector, como hace con las dos versiones sobre las
relaciones entre Eneas y Latino (1, l) o sobre la muerte de Remo (1,7,1-12) o, como vimos, el Lago Curcio. Es muy consciente de
la fragilidad de los testimonios sobre los que ha de apoyar su historia, a menudo inventados como él sabe muy bien. En último
término, consigna su relato no porque lo coisidere auténtico sino porque existe como tal relato. Le importa no tanto el pasado
(res gestae) cuanto el recuerdo que conservamos, auténtico o no, sobre ese pasado rerum gestarum). Esa misma razón es la que
nos ha convencido a nosotros de que debíamos también incluir en este libro las leyendas sobre la fundación de Roma y los
primeros reyes: aunque probablemente falsas, son parte de su historia.
3. Arqueología: Roma y el Lacio
Isaac Ncwmn dejó firmemente asentado, en el siglo xvn, que la dinastía de los reyes de Roma era inverosímil porque eran
demasiado pocos, tan sólo siete, para un período de 245 años. La objeción era de fuste y movió a los partidarios de la tradición
a sugerir que la lista podía estar incompleta: tal vez falten algunos reyes, alegan. Por otro lado, sus nombres (salvo Rómulo)
suenan hisróricos, porque no se asocian a topónimos ni a linajes republicanos y respetan la estructura bimembre que se impuso
en el siglo vu. Claro que la historicidad de los reyes no necesariamente implica la de sus acciones. Para eso se ha recurrido a la
arqueología que, según se suele decir demasiado a menudo, «confirma, en lo esencial, el relato de la tradición». El consenso
entre los arqueólogos distingue cuatro fases en la evolución de la cultura lacial desde finales de la edad del Bronce (fig. 2.2).
En Roma, los comienzos de la cultura lacial (fases 1 y ITa) los conocemos por una serie de tumbas, descubiertas y excavadas
por G. Beni entre 1902 y 1911, situadas en el foro, junto al templo de Antonino y Faustina, y que han dado nombre al lugar
conocido como <<sepolcreto» (fig. 2.3). De las 4! tumbas, 13 son de incineración, simples pozos en el suelo donde se depositó un
gran recipiente cerámico (dolium) con la urna cineraria, que en ocasiones tiene forma de cabaña, y un modesto ajuar con restos
de alimentos, estatuillas de terracota y objetos cotidianos. Otras 24 son de inhumación: los cuerpos fueron colocados en awúdes
de madera y es probable que sean algo más recientes que i,^ de incineración porque en sus ajuares, igualmente modestos,
aparecen por primera vez algunos vasos griegos de importación (Holloway, 1994, pp. 27-33). De los restantes yacimientos del
Lacio, el m<ís importante es el de Osteria dell' Osa (antigua Gabios) (cfr. Holloway, 1994, pp. 103-113 y Smith, 1996, pp. 57-
70). En el sector noroeste de la necrópolis, correspondiente al periodo lacia! IJ, la responsable de las excavaciones, A. M. Bietti-
Sestieri encontró dos grupos con unas características muy definidas: en cada uno, unas cuantas tumbas de incineración de
varones estaban rodeadas por otras de inhumación para varones, mujeres y niños. Infirió de los datos que la sociedad coetánea
a la necrópolis era relativamente «igualitaria», con diferencias fundadas sobre la edad, el prestigio y el sexo, y tenía como
unidad básica la «familia extensa» en torno al pat.er familias, embrión de la futura gens (sobre la Cual véase 11.2).
Por el tamaño de los enterramientos descubiertos en el Lacio y las distancias que los separan parece que debemos pensar en
pequeñas aldeas bastante dispersas, que es el tipo de poblamiento al que, según se cree, responde un conocido texto de Plinio el
Viejo (Hiswría Natural, 3,5,68-70). El naturalista enumera, por orden alfabético, los treinta popuH Aíben- ses que participaban
en lo que luego se convertirá en las feiae Latinae, esto es, el banquete sagrado en honor de Júpiter Latiaris en el monte Albano
(el actual monte Cavo): albanos, esolanos, accienses, abolanos, bubetanos, bolanos, cusuetanos, coriolanos, fidenates, fore- tos,
hortenses. latinienses, longulanos. manates, macrales (o macnales), muníenses, numi- nienses, oliculanos, ocrulanos, pedanos,
poluscinos, querquetulanos, sicanos, sisolenses, tolerienses, tutienses, virnitelaros, velienses, venetulanos y vitelenses. Añade a
continuación Plinio: <<así, del antiguo Lacio, perecieron cincuenta y tres pueblos sin dejar rastro», Muchos nombres de esta
lista nos son completamente desconocidos. Otros podemos reducirlos a topónimos de diversas localidades del Lacio, como Alba
Longa (albanos), Bola (bolanos) o Fidenas (fidenates). Lo más llamativo es la ausencia de los principales núcleos del Lacio,
como Preneste, Aricia, Lavinio, o la propia Roma, de la cual se mencionan, a cambio, algunos lugares concretos, como el Celio
(los querquetulanos) o la Velia ( velienses). Esta información de Plinio nos hace pensar que en el Lacio había en esta época un
poblamiento disperso. de aldeas pequeñas, dos de entre ellas situadas en orras tantas colinas de Roma, que se reunían
ocasionalmente en un santuario religioso, una imagen que la arqueología no contradice.
No conocemos muchos de esos nombres probablemente porque desaparecieron como consecuencia de las radicales
transformaciones que experimentó el poblamiento en la fase siguiente (llb-Hl). Tal sucedió en Alba Longa, que vio truncada su
evolución y no llegó a constituirse nunca en ciuitas sino que entró en decadencia hasta despoblarse casi por com pleto. Nada hay
en el registro arqueológico que permita hacer a Roma responsable de ese declive, como quiere la tradición, con grave
quebranto, además, de la cronología, pues el supuesto causante de la destrucción, Tulo Hostilio, reinó a principios del siglo vn,
cuando hacía más de cien años que Alba Longa había desaparecido como enclave habitado. A fines del siglo VH algunas aldeas
como Monte Cugno (la antigua Ficana) o Castel di Décima (¿la antgua Politorium?) se hallaban en claro declive, y nunca
llegaron a convertirse en ciudades. Otras aldeas, en cambio, se. desarrollaron y expandieron como consecuencia probable de un
incremento demográfico. Así ocurrió en Gabios, Lavinio, Sátríco, Tibur y las colinas de Roma.
En esta fase (Ilb-111), en Roma cesan los enterramientos en el foro, reemplazados por una gran necrópolis de inhumación en
el Esquilino, con tumbas de fosa y de cámara, cerca de Santa Maria Maggiore, muy mal conocida porque salió a la luz a me -
dida que se iba edificando a toda prisa un nuevo barrio entre 1872 y 1884. Puesto que hay claras diferencias entre estas tumbas
del Esquilino y las del foro, durante algún tiempo se creyó haber obtenido confirmación arqueológica para la dicotomía
originaria ente «romanos» (foro) y sabinos (Esquilino), aunque luego se impuso la idea de la sucesión cronológica entre ambas
necrópolis. Para esta fase, tenemos indicios de habitación en el Palatino por los fondos de tres cabañas excavados en 1949, en el
área del Germal, Tienen un plano rectangular, con las esquina- redondeada , y la más grande mide 4,80 x 3.40 m. El suelo está
excavado en la roca, donde se aprecian las huellas de los pilares que servían para sustentar la techumbre. El material más
antiguo asociado a ellas se data hacia el 750, y fueron destruidas a fines del siglo VII
Las recientes excavaciones de A. Carandini (cfr. 1997, apéndice VIH) en la ladera sep tentrional del Palatino han sacado a la
luz una muralla y restos de una estructura de madera que su descubridor identifica con la puerta Mugonia, todo ello fechado
hacia 725 a.C. Diversas leyendas asocian a Rómulo con el Palatino, pues allí se situaba el Lupercal (que los arqueólogos no han
podido localizar) y, en época tardorrepublicana se alzaba una tosca cabaña (el twgurium Romuíi, del que ya hemos hablado),
venerada como residencia del mítico fundador, junto a la cual puso su casa Augusto, elnuevo Rómulo. Tácito (Añónales 12,24)
nos ha conservado incluso los límites originarios de esa primera «ciudad». Al comentar la ampliación del pomerium que llevó a
cabo Claudio, el historiador introduce una digresión erudita para indicar los cuatro puntos de referencia marcados por
Rómulo en torno al Palatino (la Roma q^uadrata): el ara maxma, el altar de Conso, las cunde ueteres y la capilla de los Lares,
El carácter etiológico de la leyenda se pone una vez más de manifiesto, pues fue durante la fiesta de Conso (los Consual.ia)
cuando los romanos raptaron a las mujeres sabinas. Ese primer pomeiium es el que Carandini sostiene haber descubierto como
confirmación del relato tradicional que hace de Rómulo el fundador de Roma.
Hay problemas, sin embargo, para aceptarlo así, pqrque, como el propio Carandini reconoce (1997, p, 517), no se entiende
que la regia, es decir, la casa del rey (desde Anco Mar- cío en adelante) y el santuario de Vesta se sitúen entonces fuera del
(Jomerium, el cual no se ampliará hasta Servio Tulio. Una aldea de cabañas ceñida por una muralla no constitu ye una ciudad,
que es una idea jurídica y política, como veremos más adelante. Denominar a esa muralla j>omer'um simplemente prejuzga la
solución del problema y en este caso crea algunas dificultades, como acabamos de señalar.
Otros dos textos de un mismo pasaje de Varrón suelen citarse ahora porque supuestamente pueden ilustramos acerca de esta
fase arqueológica. El primero de ellos (Sobre la. lengua latina 5,48) es una alusión a un muro de tierra en las Carinas, la zona
que une el Opio con la Velia, La interpretación tradicional ve en ee muro un tfagr arcaico que delimitaba la ciudad del
Palatino, ahora ya más extendida incluyendo la Velia, frente a la cual el Esqui lino, como necrópolis, quedaba fuera, Sin
embargo, parece preferible ota lectura (Martí- nez-Pinna, 1999, p. 139), que asocia ese muro con otro mencionado también por
Varrón, más adelante (5,50), que ceñía el Esquilino y el Cispio, de modo que el hábitat de referen cia para el muro de las
Carinas no es Palatino-Velia sino Opio-Fagutal-Esquilino.
«Donde ahora está Roma, fue designa do con el nombre de Septimontíwm, "Los Siete Montes" por tantos montes cuantos
después la ciudad abarcó con sus mutos». Este es el segundo texto aludido de Varrón (Len^^ latina 5,41, traducción de L A.
Hernández Miguel). En la descripción del Septimontium que viene a continuación, nuestro erudito menciona el Capitolio, el
Aventino y, de modo separado, los santuarios de los argeos, unas figuras humanas maniatadas, hechas de junco, que los días 16
y 17 de marzo una procesión iba colocando en sus veintisiete santuarios, donde permanecían depositadas hasta el 15 de mayo,
cuando las recogían y arrojaban al Tiber desde el puente Sublicio. Estos santuarios se distribuyen por las cuatro partes de la
ciudad, a saber: Suburana (el Celio, las Carinas, la Subura), Esquilina, Colina (Quirinal, Viminal) y Palatina. Si Varrón
pretendía enumerar los Septmontium y no simplemente las capillas de los argeos, lo cual dista de estar claro, entonces su lista
tiene seis nombres, no siete. La otra que tenemos, la que da Antistio La- beón (en Festo p. 476 L), contiene ocho: Palatino,
Veba, Faguta!, Subura, Germa!, Opio, Celio y Cispio. Normalmente, se suele preferir esta última enumeración porque en ella
no aparecen ni el Capitolio ni el Quirinal, es decir, la parte «sabina» de Roma e incluso se ha querido explicar la discordancia
numérica aduciendo que Septímonrtíum no procede de sep- (siete) sino de saepwm monium, esto es, el «cercado de los montes»,
unidos, ¡cómo no!, por una muralla.
En conclusión, los intentos denodados por hacer coincidir ciertos pasajes de la tradición, erudita o histórica, cuya cronología,
por lo demás, desconocemos, con los restos arqueológicos no han dado los resultados apetecidos. Sólo puede decirse que nada,
ni en la tradición ni en el registro arqueológico, autoriza a pensar que Roma fuese una duiíes antes del periodo orientalizante.
En las colinas, se han descubierto aldeas parcialmente delimitadas por muros y también necrópolis, y ciertas referencias a ritos
arcaicos, como el Septi- ^monttum o los argeos, pueden querer decir que existían lazos religiosos que sirvieron para, en cierta
forma, aglutinar a algunas de ellas. Lazos, en cualquier caso, muy débiles, según parecen indicar las excavaciones más
recientes, que inciden, precisamente, en la dispersión del poblamiento más antiguo en las colinas de Roma.
II. EL SIGLO VI. LA FUNDACION DE LA CIUDAD
Los Tres reyes: L. Tarquinio, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio
El relato analístico sobre los tres últimos reyes de Roma, que ocupan todo el siglo VI, arranca con un personaje griego,
Demarato de Corinto, miembro de la ilustre familia de los Baquíadas, que se vio forzado a emigrar cuando en su ciudad se
impuso la tiranía de Cipse- lo (657 a.C.). Demarato se había hecho rico comerciando con Etruria, de modo que se trasladó allí y
les puso a sus dos hijos nombres etruscos: Arrume y Lucumón. Al morir Demarato y Arrunte, Lucumón intentó hacerse un
lugar en Tarquinia, la ciudad en la que se habían establecido y donde él se había casado con una mujer etrusca, Tanaquil.
Como no lo consiguió, se trasladó a Roma con su familia y mudó su nombre etrusco por otro latino, que indicaba su
procedencia: Lucio Tarquinio. En Roma, le sondó la fortuna. Anco Marcio lo acogió y lo apoyó y a su muerte, el pueblo lo
nombró rey. Determinados hechos de su reinado se repiten, en el relato analístico, referidos al segundo de ios Tarquinios:
ambos, por ejemplo, tomaron parte en la construcción del Capitolio y de la cloaca máxima. Estos dobletes han hecho dudar a
algunos autores modernos de la existencia de dos Tarquinios. Suponen que pudo haber uno solo, dedoblado luego con el fin de
incrementar la l'sta de reyes y colmar el lapso de 245 años entre la fundación de Roma y la expulsión de los reyes (7
generaciones de 35 años son 245 años, justos y cabales).
La historia de Servio Tullo es mucho más compleja. Según Tito Livio, su madre, Ocre- sia, era la esposa del príncipe de
Comículo, en el Lacio, pero había sido llevada a Roma como cautiva cuando cayó su ciudad. De acuerdo con esta versión,
Servio Tulio nació esclavo (de ahí su nombre, pues sernus en latín significa esclavo), pero hijo de reyes. Se crió en casa de
Tarquinio y supo conciliarse la simpatía de su mujer, Tanaquil, quien lo respaldó en el momento decisivo, ocultando por un
tiempo la muerte de Tarquinio para que Servio Tulio actuase como rey sin serlo aún. Cuando se descubrió la verdad, el senado
y el pueblo prestaron su tardía ratificación al nombramiento del nuevo rey. Una tabla de bronce hallada en Lyon, que contiene
un discurso del emperador Claudio en el senado (CÍL XlH, 1668 = ILS 212 = FIRA l, 43), nos ha conservado un recuerdo muy
distinto sobre los orígenes de Servio Tulio. El emperador defiende el acceso al senado de los notables de los municipios y
colonias de la Galia, invocando para ello la ancestral tradición romana de aceptación del extranjero. Pone los ejemplos de
Numa, que era sabino, y de Tarquinio, hijo de un corintio, y venido a Roma desde Tarquinia. Y añade (col. I, lín. 16-24).
Entre él [Tarquinio] y su hijo, o bien su nieto, pues sobre este punto discrepan los autores, se inscrra Servio Tulio, quien, si
seguimos a los nuestros [= los autores romanos], nació de una cautiva llamada Ocresia, pero si atendemos a los etruscos, fue el
truIS fiel seguidor (sodéts) de Celio Vibenna, compañero de todas sis andanzas, y, debido a un cambio de fortuna, abandonó
Etruria con los restos del ejército celiano, ocupó el monte Celio y lo denominó así por su jefe (dux), cambiándose él el nombre,
pues el suyo en etrnsco era Mastama, y obruvo el reino para mayor beneficio de la republica.
Claudio nos informa de que la versión romana y la ctntsca discrepaban y de que, según los autores etruscos, Servio Tulio se
había llamado originariamenre Mastarna y era un miembro destacado en el ejército de Celio Vibenna. La siguiente pieza del
rompecabezas procede de la llamada tumba François, en la ciudad etrusca de Vulcí. descubierta por Alessandro François en
1857 y fechada en la segunda mitad del siglo IV a.C. (fig. 2.7). En las paredes de su sala central se representan dos escenas de
tema griego: Eteocles contra Polinices es una, mientras que la otra representa la muerte de varios prisioneros troyanos durante
lis funerales de Patroclo. La que ahora nos interesa es la tercera escena, en la que cua tro atacantes (tres de ellos desnudos y uno
con túnica) dan muerte a otros tamos enemigos a los que, parece, han sorprendido mientras dormían. Los atacantes,
perfectamente identificados por sus nombres, son: Larth Ulthes, Rasce, Aule Vipinas y Maree Camitlnas. Sus víctimas,
respectivamente: Laris Papaznas Velznach, Pesna Arcmsnas Sveamach, Venthi- cal [,..jplsachs (el nombre no es legible) y
Cneve Farchu[nies) Rumach. A la izquierda de esta serie, en otra pared, Macstrna libera a Caele Vipinas, cortando con su
espada las ligaduras de sus manos. Se puede apreciar que, excepto Rasce y Macstrna, todos llevan dos nombres. De las
víctimas, además, se indica la procedencia: Velznach= Volsinii; Sveamach = tal vez Sovana (cerca Je Vulci ) y Rumach = Roma.
Con los macanees no se hace 1o mismo, seguramente porque eran de la propia Vulci. La inteipretación de la escena no es fácil.
De las propuestas, ral vez la mejor sea la de Alfoldi (1965, p. 224): todos habían caído pri sioneros -no sólo Celio Vibenna-, lo
cual explica su desnudez y la referencia al sacrificio de prisioneros royanos. asimismo desnudos. Los vulcenses lograron
escapar al fatal destino que les aguardaba como cautivos, gracias a que alguien, tal vez Larth Ulthes (es el único que lleva
túnica), les hizo llegar las espadas con las que dieron muerte a sus captores y recobraron la libertad. Podemos identificar a este
Macstrna con Mastarna y por tanto, de acuerdo con Claudio, con Servio Tulio. M::ís difícil es el problema que plantea Cneve
Tarchu- nies (=Cneo Tarquinio), de Roma, porque los dos reyes de Roma que llevaron ese nomen se llamaban Lucio Tarquinio,
no Cneo. Además, él es el único de entre las víctimas cuya túnica no es una frwtexta, pues no lleva el borde rojo, lo que indica
que los demás eran personas muy destacadas en sus respectivas ciudades, pero él no ranro. Así pues, la rumba François viene a
confirmar las palabras de Claudio en el sentido de hacer de Servio Tulio (Mastarna) un camarada de. Celio Vibena. Por su
parte, el nombre de Aulo Vibena puede leerse en una copa de bucchero del santuario de Portonaccio, en Veyes, de principios
del siglo VI a.C. y en una cílica de comienzos del siglo IV. Tanto él como Celio figuran en diversos objetos etruscos de los siglos
IV-IH a.C. (urnas, espejos). Tanta insistencia viene a indicar que se convirtieron en personajes poco menos que legendarios.
Con Servio Tulio tenemos, por primera vez, fuentes relativamente abundantes y algunas antiguas, como la tumba François,
muy anterior a los comienzos de la tradición ana- lística con Fabio Píctor, pero vemos que no coinciden entre sí, lo que impide
reconstruir un único relato al que otorgar nuestra confianza. Podemos admitir como probable que hubiera un enfrentamiento
entre Vulci y otras varias ciudades, entre ellas Roma, y que en él desempeñaran un papel destacado dos dinastas de Vulci, Aulo
y Celio Vibcnna, acom- panados por un misterioso personaje de nombre curiosamente latino, pues, en efecto, Mastarna
procede de magisu.>r, un título militar en este caso (cfr. el ^magister poftdi, que equivale al dictador), si es que no queremos
relacionarlo con el cargo de macstrevc que aparece en algunas inscripciones de Tarquinia. De todo ello, nada nos dice la
analística romana, que presenta a Servio Tulio como un criado de Tarquinio y no menciona a Celio Vibena, aunque sí lo harán,
tangencialmente, otros autores, para presentárnoslo como aliado de Tarquinio (así Varrón, Lengua latna, 5,46) o de Rómulo
(Tácito, Annales 4,65).
Tenemos, por tanto, dos versiones, una que describe un enfrentamiento y otra que nos ofrece una visión más favorable, de
colaboración. No necesariamente han de ser contradictorias, pues pueden referirse a momentos distintos. Así, podemos buscar
una conciliación entre ambas, lo cual no ha de tomarse como garantía de veracidad, pues perfecta mente una puede ser falsa.
Imaginemos, pues, que Servio Tulio, a quien Dionisio de Halkamaso considera apátrida y que en todo caso pudo tener un
origen latino, como quiere la analística y hace sospechar su nombre, acompañó en diversas expediciones militares a los
hermanos Vibena, entre ellas, en una que les llevó a dar muerte a Cneo Tarquinio de Roma, tal vez pariente del rey Lucio
Tarquinio. Tras morir Celio, la situación cambió y Mastarna buscó b alianza con Lucio Tarquinio, asentándose en el Celio con
los restos del ejército etrusco. A principios de la República, encontraremos otros casos similares (Ana Clauso, Apio Herdonio).
De un modo o de otro, Mastarna-Servio Tulio se hizo rey, el más importante de todos. La tradición le atribuye una reforma
radical de la ciuíws mediante la introducción de las tribus llamadas «territoriales», que sustituyeron a las tres de Rómulo, y
sobre todo, la implantación del censo y de la discriminación según el patrimonio. De todo ello hablaremos en un parágrafo
posterior (II.3). Ahora nos interesa más su muerte, causada por la locura de una mujer y descrira por Tito Livio (1,46-48) a la
manera de una tragedia griega. Sus dos hijas, Tulia la mayor y Tulla la menor, se habían casado con los hijos (o, más bien, los
nietos) de Lucio Tarquinio, Lucio y Arrunte, pero la más pequeña, movida por la ambición, incitó a su cuñado (Lucio
Tarquinio, el futuro rey) y lo convenció para que ambos asesinaran a sus respectivos cónyuges, que eran demasiado pacíficos
para sus furiosos temperamentos. Logrado esto, Tulia y Tarquinio se casaron y sus partidarios dieron muerte a Servio Tulio.
Tulia enloqueció, acosada por las furias que clamaban venganza por la muerte hotrenda de su padre y de su hermana. En su
demencia, ordenó a su cochero que pasara con su carro por encima del cadáver del rey, manchándose con su sangre,
contaminación sacrilega que dio nombre al lugar donde ocurrió, el «barrio Jel crimen» (ukus scekratus).
La inspiración en moldes literarios de la tragedia o de la épica griegas abunda en el primer libro de la historia de Livio. Sus
descripciones de la roma de ciudades constituyen variaciones sobre el patrón fijado en la Hupersts (Ogilvie, 1965, p. 320), del
mismo modo que hay una alusión a la fundación mítica de la Tebas cadmea en el asylum que Rómulo estableció en el Capitolio,
pues, anota nuestro historiador, lo hizo imitando a orns fundadores de ciudades que reúnen a una multitud de oscuro origen y
luego dicen que han salido de la tierra (Livio 1,8,5). El destino cn.¡el de Servio Tulio evtca sin disimulo espantosos sucesos de la
casa de Atreo o de Edipo, aun cuando no podemos establecer una correspondencia plena. Siendo digna de elogio la maestría
literaria de Livio en este pasaje, parece que la presentación, al modo trágico, de. este crimen palaciego ya estaba presente en la
analística, desde Fabio Píctor (fr. 11 Peter = fr 12 Chassignet). Incluyó en ello el deseo de retratar a Tarquinio como un tirano,
para lo que resultaba útil acumular sobre éi todos los tópicos griegos al respecto: consigue el trono mediante un crimen
horrendo, gobierna desde el palacio, sin consultar con nadie, y condena injustamente a muchos senadores para evitarse
opositores. Más tarde, el consejo que le da a su hijo Sexto, quien se había hecho con el control de Gabios, reproduce la
recomendación que Trasbulo, tirano de Milero, le transmitió a Periandro de Corinto (Heródoto 5,92): cortando las espigas que
sobresalían por encima de las demás, le hizo entender que, para mantenerse en el poder, debía eliminar a los aristócratas más
prominentes.
Con tales inicios, el final de Tarquinio llamado el Soberbio tenía que ser violento. Durante el sitio de Ardea, su hijo, Sexto
Tarquinio, movido por una pasión ine.frenable, violó a la castísima Lucrecia, esposa de Colatino. Al día siguiente, Lucrecia
convocó a su padre, a su marido y a otros notables, entre ellos, Bruto, y en su presencia, aun recono ciéndose inocente, se quitó
la vida. La cólera se apoderó de la nobleza romana, que expulsó a Tarquinio y a sus hijos y estableció un régimen republicano
nombrando la primera pareja de cónsules. Esta historia célebre enlaza con la anterior muerte de Servio Tulio, que ahora recibe
venganza, pues Livio hace aparecer, en medio del tumulto, a Tulia perseguida por las maldiciones de la multitud, que invoca el
castgo (1,59,13). La feroz Tulia se contrapone a la casta Lucrecia, cuyas últimas palabras, antes de suicidarse, apostrofan a las
mujeres contemporáneas de Livio: <<yo, por mi parte, aunque libre de falta, no me eximo del castigo, para que en el futuro
ninguna mujer sobreviva a su impudicia acogiéndose al ejemplo de Lucrecia» (1, 58, 10). En el 18 a.C., unos siete años después
de la publicación por Livio del primer libro de su historia, el emperador Augusto hizo aprobar su ley conrra el adulterio. En
esta segunda parte del relato, el referente trágico pasa a ocupar un lugar subordinado, desplazado por el retrato femenino, en
sus dos arquetipos contradictorios: la feroz Tulia y la casta Lucrecia, ambos presentes desde los mis mos orígenes de la ciudad.
Junto a esra reveladora reflexión ^?bre la mujer, también está presente la descripción del alma espantosa del tirano, entregada
a todos los excesos y causante al fin de su propia destrucción.
2. La interpretación gentilicia y su crítica
frente de la cual se puso el más poderoso de los patres /anuías, y en ella se integraron tam bién los clientes, personas libres en
régimen de dependencia que asumen el n^en y los s^a del patrono. E1 resto es sencillo: una federación de gentes crea un
senado al que envía a sus representantes (los patres) y funda de ese modo la ciudad de Roma.
A diferencia de lo que sucede en Grecia, en Roma hay una buena razón para admitir la antigüedad de la gens: el n^en. La
mayor parte de los pueblos itálicos, incluidos los etnts- cos y los latinos, emplea una estructura onomástica bimembre, es decir,
compuesta por dos nombres, uno que es el propio de la persona que lo lleva y otro, en cambio, hereditario, lla
La reconstrucción dominante acerca de los orígenes de Roma como «Estado» utiliza tres elementos -gens, curia, tribu- cada
uno de los cuales, a modo de muñecas rusas, se introduce en el siguiente más grande hasta llegar a la unidad mayor, la propia
Roma. Tenemos así las tres tribus cuya creación se atribuye a Rómulo, Ramnes, Títies, Ltceres. divididas a su vez en treinta
curias, a razón de diez curias por cada tribu, y las curias subdivididas en un número indeterminado de gentes. Este esquema,
hasta cierto punto presente ya en La ci^udad (1864} de Fuste! de Csóulanges, hunde sus raíces en la obra del antropólogo
norteamericano L. H. Morgan, Ancient Society (Londres, 1877), que ejerció una enorme influencia a través, sobre todo, de la
revisión crítica que de ella hizo F. Engels en Las orgenes de la familia, de la propiedadí privóla y del Estado (Zurich, 1884}.
Morgan (y Engels) esbozó una teoría general de la evolución desde el salvajismo y la barbarie (etapas en las que todo se
articula a través de los lazos de parentesco) hasta la civilización, esto es, el estado (con el territorio como referen te). Para el
caso concreto de laRoma antigua fieron decsivas las aportaciones de los estudiosos del derecho, coincidentes, en cierto modo,
con la senda abierta por Morgan, y en especial las de un italiano, Pietro Bonfante. En diversas publicaciones a partir de 1888,
Bonfante defendió el carácter fundacional de la familia, sometida a la autoridad ilimitada del pater, quien podía vender a sus
hijos o a su mujer o bien castigarlos a su antojo, hasta con la muerte si ése era su deseo. Esas familias patriarcales,
agrupándose, constituyeron una gens, al mado en latín nomen: Vderius, Tarquiniws, Pompiliu; Es un rasgo peculiar porque la
mayor parte de las lenguas indoeuropeas utiliza un solo nombre seguido del patronímico: en Gre cia, por ejemplo, Tucídides,
hijo de Oloro.
Los escasos textos que tenemos (Cicerón, Tópicos 6,29; Festo. s.v. gentiles, p. 83 Lindsay) definen sin ninguna duda a los
gentiks como aquellos que comparten un mismo nomen, y resulta que el nomen aparece en inscripciones muy antiguas, ya en el
siglo Vi! a.C. Sobre este dato importante, se añadieron después sospechas y conjeturas que fueron dando cueipo a la idea de
que la ggens era la fonna básica de organización preestatal. Se ha pensado que constituía un gmpo de parentesco exogámico, de
lo que no hay pruebas, con tiesas en propiedad colectiva, enterramientos comunes y cultos propios (los gen(iíioa). Además,
como quiera que el nomen se forma, en latín, mediante el sufijo -ius/-ia, se infirió que derivaba de un nombre personal, el del
antepasado común de la gens. Así, el nomen Tullius (como M. TuUius Cicero) se hacía proceder de un Tulo (como por ejemplo,
Tulo Hostilio, tercer rey de Roma) o lulius de un luius (el hijo de Eneas). Aunque no hay pruebas que confirmen semejante
hipótesis sobre la formación del nomen, lo cierto es que su valor histórico es nulo. Aun aceptándola, la creencia en un ante-
pasado mítico no demuestra por sí misma que la familia patriarcal fuese el núcleo fundador de la gens.
Que las gentes tuvieran tierras en propiedad constituye asimismo una conjetura. Procede del dato según el cual Rómulo
repartió la tierra a razón de dos yugadas por persona, lo que constituye un heredium (Varrón, Sobre las cosas del campo,
1,10,2; Plinio, Historia natural 18, 2(2),7). Puesto que dos yugadas (=0,50 ha) son a todas luces insuficientes para mantener una
familia, Mommsen concluyó que ese ¡ereáwm debía de ser algo así como el huerto, de propiedad privada, transmisible a los
herederos, y que necesariamente se complementaba con las tierras comunales de la gens. Los enterramientos comunes de la
gens, por su parte, pueden corresponder a las tumbas de cámara, que se generalizan en Etwria, en el siglo VII, y de las que
conocemos algunos ejemplos en el Lacio (Osteria dell'Osa, Sátrico, el Esquilino). En esas tumbas se practicaron enterramientos
sucesivos a lo largo de un cierto tiempo.
En realidad, el error que cometen los defensores de la interpretación gentilicia es conceptual. Sostienen que en Roma, al igual
que otras ciudades de la Antigüedad, hubo una fase dominada por las relaciones de parentesco hasta aue, con la creación de las
tribus «territoriales» de Servio Tulio, que reemplazaron a las tres «gentilicias» de Rómulo, surgió el «Estado». Parentesco
frente a territorio es una falsa antinomia y, en todo caso, ni las tribus fueron territoriales (la filiación determinaba a cuál
pertenecía cada ciudadano) ni Roma nunca fue un «Estado» sino una ciuiws o una res publica, si lo preferimos, es decir, un
grupo de individuos sometidos a unas mismas leyes, a una misma constitución política. Lo que tenemos que determinar es el
momento en que se estableció ese sometimiento de todos a una ley común. Aparte los problemas teóricos, la principal debilidad
de la interpretación gentilicia estuvo desde siempre en las curia.e. En Grecia, la tríada correspondiente a gens, cwia, tribu es
genos, fratría. filé, pero mienrras que fratría remite al punto a la terminología del parentesco (inde. *bhra.rer), curia pertenece
a un campo semántico distinto. Sabemos que eran treinta, que a la cabeza de cada una de ellas había un sacerdote patricio
denominado curio y que, de entre ellos, uno hacía las veces de se viene aceptando como étimo de cura *ko-itjiri 'a, es decir, una
reunión de uiri, de varones, aunque no está tan claro si uri se ha de referir a «soldados» o bien a «ciudadanos».
El hecho de que Quintes tenga una etimología semejante hace pensar que las curias, como veremos, están estrechamente
asociadas a la ciudadanía. Las ceremonias religiosas en las que estas curias desempeñaban algún papel, Fodicidia el 15 de abril
y Ft^^rtíia, móvil, pretendían propiciar la fertilidad de los animales y de los campos (sobre el calendario religioso, véase más
adelante cap. X.l.2). En los FordicAia se sacrificaba a TeíítS una vaca preñada en el Capitolio y también en la sede de las curias
(Ovidio, Fastos, 4, 630 ss.). La reference es al Capitolio, pero no al templo de Júpiter, por lo que no necesariamente la fiesta ha
de ser posterior a la dedicación de este templo, a fines del siglo VI. la misma idea se ve corroborada por el ritual de los
Fí^^rcaíia, cuya fecha decidía cada año el curio maximus, posiblemente una distinta para cada cura, la cual procedía entonces
a la torrefacción del grano cosechado. Quienes no sabían a qué curia pertene cían celebraban la ceremonia el último día, los
Quirinaíia., el 17 de febrero, que recibía también el nombre de «fiesta de los tontos»: stultorumorum/eríac (Ovidio, Fastos 2,
630 ss.). La misma etimología presente tanto en curia como en Quiíinaíia, Quintes o en Quirino nos remite al conjunto de los
ciudadanos. En realidad, y pese a lo que suele creerse, nada hay que indique que las curiae fuesen agrupaciones de gentes
(Richard, 1981) ni, por lo tanto, que surgiesen, digamos, por evolución de éstas últimas. Más bien parecen producto de una
decsión política. como lo indica además la propia estructura decimal (1O curias por tribu) y, sobre todo, el hecho de que
constituyeran la asamblea de los ciudadanos, los comitia curiato. Esta reunión de las cu^iae se denominaba ^carniüa calara
cuando los presida el pontífice máximo y se ocupaban de aspectos del calendario, de autorizar las adroaaíiones (que suponían
cambios de filiación) y también la forma más arcaica de testamento, y en los restantes casos, cuando pre sidía un magistrado,
aprobaba la lex curiara por la que confería auspicios militares (y por tanto imperium militiae) a los magistrados superiores y,
en una fase arcaica, según la tradición, ratificaba la designación del nuevo rey. Las curias, en suma, asociadas al trabajo del
campo y a las asambleas más antiguas de ciudadanos, constituyen una pieza esencial en el entrama do de la ciuitas y,
probablemente, surgieron al mismo tiempo que ella.
3. La fundación de la riwíta.s: los hoplitas
La tradición literaria atribuye a los tres últimos reyes de Roma una intensa actividad edi- licia, en particular, la cloaca
máxima, el circo máximo y el templo de Júpiter Capitalino que, según cuentan las crónicas, fue proyectado por el primer
Tarquinio, construido por el segundo y dedicado en el primer año de la República (509 a.C.). Las excavaciones no han podido
encontrar nada que los haga remontar, a estos tres, al siglo VI, salvo, tal vez, en lo tocante al templo de Júpiter, en la medida en
que un depósito votivo del orienralizanre reciente (conocido como fauisa Capitalina) puede ser indicio de un culto arcaico, tal
vez al aire libre o en un edificio de menor tamaño, porque la datación de los imponentes cimientos del tem plo (53 x 62 m) varía
según los autores entre finales del siglo v¡ y principios del siglo IV. A cambio, han sacado a la luz indicios contundentes de la
existencia, a fines del siglo Vil. a.C., de los principales centros de actividad política en Roma. En la excavación realizada en el
centro del foro, en torno a los restos de una estatua ecuestre habitualmente atribuida a Domiciano, se encontró el pavimento
más antiguo, que E. Gjemad situó en una cronología «baja», hacia el 575 a.C., aunque los arqueólogos coinciden en que debe
retrotraerse al 625 a.C. Se han expresado dudas de que se procediese a pavimentar entonces el foro entero, pues probablemente
sólo se completó una parte. Por aquellos años (fase lacial IVB = orienta- lizante reciente), se colocó el primer pavimento del
Cnmirium, el lugar donde se celebraban las asambleas, un grupo de tejas coetáneas tal vez pertenezca al primer edificio del
senado, y en el otro extremo del fino, se levantó la primera regía. En la República, la regia reunía dos santuarios, uno a Marte,
donde se guardaban los anciüa, los escudos de los salios, y otro a Ops consiua. Sin embargo, Festo recuerda que la regia era «la
casa del rey» (p. 347 Líndsay) y tUl vaso de bucchero de finales del siglo VI con la palabra rex incide en lamsma idea. Partiendo
de estos datos, E Coarelli (1983) reconstmye un palacio arcaico compuesto por la regia, el atrio de Vesta y la casa del rex
Por comra, otros aurores han visto cierras similitudes entre el plano de la primera regía y las casas con atrio y pórtico que se
conocen en varios puntos del Lacio como Sátrico, por lo que descartan toda vinculación con el rey (así Holloway, 1994, p. 63),
aunque esta interpreración choca con el obsráculo insalvable de que no puede explicar su posterior transformación en un
santuario. La fase más antigua del templo de Vesta no está muy alejada en el tiempo, pues corresponde a finales del siglo vil.
T. Cornell ( 1999, p. 131) ha rehabilitado, con razón, la propuesta de E. Gjerstad, en opinión de quien no debemos ver el
surgimiento de Roma como un larguísimo proceso de varios siglos sino como la consecuencia de un sinecismo, de una decisión
política deliberada, tomada en tomo al 625 a.C., comidiendo en este punto Cornell, al igual que la mayor parte de los
arqueólogos, la cronología excesivamente baja de Gjerstad (575 a.C.). Por aquellos años, se preparó, por primera vez, un lugar
específico para asambleas (comitium), un centro cívico (foro) y una casa para el rey (regia), en una coincidencia temporal que
ha de ser significativa. He ahí los primeros momentos de la ciuitas, la fundación de Roma.
Las construcciones, asimismo importantes, que se levantaron en el siglo VJ, añadieron nuevos monumentos a la ciudad. En el
extremo meridional del Comicio, junto a los rostra republicanos, G. Boni encontró, en 1899, un pavimento negro que
inmediatamente se puso en relación con una alusión de Festo a un lajJis nige', lugar funesto porque conmemoraba la muerte de
Rómulo. Dado que, según Plutarco (Vida. de Rómwío, 27,6), Rómulo fue asesinado en el Volcanal, F. Coarelli ( 1983, pp. 161-
178) ha defendido que los restos hallados bajo el lapis niger corresponden a ese santuario arcaico a Vulcano, levantado hacia el
600 a.C. Tales restos consisten en un altar al aire libre, una columna que tal vez sostuviese una esta rna y un cipo en toba de
Grotta Oscura (es decir, traído de Veycs), por desgracia mutilado, con una inscripción que recorre sus cuatro caras, en
escritura bustrofcdica. El cipo mide 61 cm de altura, en su estado actual, y se fecha a mediados del siglo VI, es decir, medio siglo
después de la fundación del santuario. La pane conservada Je! texto se puede leer sin dificultad, pero su interpretación es
dificilísima. Con todo, destacan dos palabras: recei, esto es, en latín clásico, regi, dativo de rey, y kalawrem, probablemente uno
de los ayudantes de los pontífices. Tal vez, corno mantiene Coarelli, ese lwlatar, cual pregonero, fuese el encargado también de
convocar, pues eso es lo que significa el verbo calo, los comitia caían, la reunión de las curias presidida por el pontífice máximo.
A su entender, el texto recoge una !ex arae, es decir, el reglamento del ara aneja, tal y como parece sugerirlo la primera línea
conservada, donde se condena al infractor consagrándolo a los dioses infernales: quoí . . . sakros essed (= sacer esto).
En cualquier caso, aunque hay otras interpretaciones posibles (recogidas en Smith, 1996, pp. 167-171), se trata de una
inscripción pública, muy probablemente, de una ley, señal inequívoca de ciuítas.
Además del Volcanal, en el siglo VI, se erigieron también otros altares al aire libre, como el descubierto en el nivel 1 del «área
sacra» de la iglesia de San Omobono, en el foro Boario, donde se encontró una plaqueta de marfil con forma de león y, sobre
ella, una inscripción en etrusco con un nombre propio: Araz Silqetenes Spurnnas. A mediados del siglo VI, el altar se integró en
un templo de reducidas dimensiones (8 x 6 m), el cual fue destruido a fines de ese mismo siglo y reemplazado más rarde por
otros dos, mucho mayores, a principios del siglo IV. Livio (5,19,6) afirma, por un lado, que el rey Servio Tulio construyó un
templo a Marer Matuta (la diosa de la Aurora) y por otro, parece hacer referencia a dos templos jun tas, a Mater Matura y a
Fortuna, situados en el foro Boario (Livio 33,27,4-5, para el año 196 a.C.). Por eso, cuando A. M. Collini encontró esos dos
templos en 1937 los atribuyó a esas dos divinidades, Marer Matuta y Fortuna, advocación que no necesariamente ha de
coincidir con la del único templo arcaico que hay debajo. A él pertenece una extraordina ria pareja en terracota, de 1,5 m de
altura, que representa a Hércules, con la piel de león, acompañado por una diosa con casco que suele identificarse como
Minerva. Ciertamente no es imposible que Minerva fuera la diosa principal, pero merece tomarse en considera ción la
sugerencia de Coarelli ( 1988, pp. 301-328), en el sentido de interpretar esa diosa como una Venus asociada a Fortuna.
A finales del siglo VI, en la ladera del Palatino que da al foro, según las excavaciones dirigidas por A. Carandini, tras allanar
l.a muralla que se remontaba, con sucesivas remodelaciones, a la época de Rómulo, se construyeron cuatro casas de grandes
dimensiones, con un atrio abierto, en medio del cual hay un ímp/uuum para recoger el agua de la lluvia, y un jardín.
En síntesis, en el siglo que transcurre entre el c. 625 y el 525 a.C., Roma se transformó de manera radical. Frente a las aldeas
de cabañas dispersas por las colinas, características del siglo vn, tenemos ahora santuarios, templos, casas espléndidas, un foro
y un comicio. Recientemente, Martínez-Pinna (1996) ha propuesto considerar a Tarquinio Prisco, en vez de a Rómulo, como el
verdadero fundador de Roma, apoyándose en la indscutible coincidencia cronológica entre las fechas tradicionalmente
asignadas a su reinado (hacia el 600 a.C.) y la transformación urbanística de Roma. Además, Martínez-Pinna le atribuye
también el primer pomerium, rechazando el de Rómulo como ahistórico, así como el mundus, un agu jero en el foro donde se
arrojaron las primicias del campo, estrechamente asociado a la fundación de la ciudad, pues tanto ésta como la creación del
mundus se conmemoraban el día de los Paníia, el 21 de abril. Fuese o no Tarquinio, lareconstrucción de los arqueólogos indi ca,
a mi entender, que fue en el siglo VI -no en el siglo vn- cuando se fundó Roma, en el sencido polftico que le damos a este
término. Por cierro, sin murallas, pues la que se atribuye a Servio Tulio, y de la que quedan partes aún hoy visibles, sobre todo
en la meseta del Esquilino, fue levantada con bloques de toba de Grotta Oscura y por tanto, en el siglo IV, dado que las canteras
de ese tipo de caliza están en Veyes y no parece lógico que ésta última le permitiese levantar una muralla con piedras de su
propio territorio. Algunos restos en «capellaccio», la piedra local de Roma, de peor calidad, pueden -pertenecer a un momen to
anterior, cuando seguramente había defensas hechas con tierra (agger) pero, desde luego, nada demasiado imponente porque
en el 390 a.C., tras sufrir una estrepitosa derrota en Alía, los romanos aún no tenían murallas sólidas tras las que refugiarse de
los galos, quienes destruyeron la ciudad sin tener que someterla a un asedio para el que no estaban capacitados.
Las fuentes literarias atribuyen a Servio Tulio tres novedades de radical importancia para la fundación de la ciudad
entendida como comunidad política: la acuñación de moneda, las tribis denominadas «territoriales,. y, sobre todo, el censo y las
clases censitarias. Veamos cada una de ellas por separado:
La moneda
Plinio el Viejo afirma, taxativamente, que <<el rey Servio fue el primero que selló el bronce. Ames, cuenta Timeo que en
Roma se usaban sin marcas. Se sellaron con dibujos de ganado (pecudes), de donde procede el término pecunia» (Histeria
rtauural 33,43). Sin embargo, Plinio se equivoca, porque en Roma la primera acuñación del bronce no va más allá del 320-300
a.C. Es el aes signaíum: lingotes rectangulares de bronce y plomo, de 1,5 kg de peso con marcas diversas (animales, una espada,
una espiga). En algunos lugares de Italia se conocen, desde la primera mitad del siglo VI a.C. lingotes ocasionalmente marca dos
con la impronra de una rama seca que han aparecido en santuarios y tal vez sirviesen como ofrendas a los dioses.
El más antiguo descubierto hasta ahora procede del templo de Deméter en Bitalerni, cerca de Gela (Sicilia) y se fecha hacia
570-540 a.C. Se ha querido ver en ellos la prueba de la afirmación de Plinio, pero ninguno ha aparecido en Roma y la
información que tenemos muestra que en Roma no se usó moneda hasta el siglo 111: ni las acuñaciones propias ni las de otras
ciudades itálicas. Sin embargo, podemos rescatar en parte el testimonio de Plinio si suponemos, con Crawford (1985, pp. 20-
21), que Servio Tulio fijó una unidad metálica, denominada as de bronce (una libra romana, es decir, 327 g). Crawford se
apoya sobre la fómiula empleada en las Xll Tablas (tabla VI, 1), a mediados del siglo V a.C., para determinados actos jurídicos,
que eran fuente de obligaciones, como la compraventa o el testamento, y se hacían «por el bronce y la balanza» (per aes et
fbram)
El censo y las clases
El texto fundamental es el de Lívio (1,43,1-9): Con aquellos que tenían un censo de cien mil ases o más [Ser io Tulio] reunió
ochenta centurias -cuarenta de mayores y otras tantas de jóvenes- denominadas todas «primera clase»; los mayores para que se
preparasen a defender la ciudad, los jóvenes, pan? que hicieran la guerra en el exterior. Sus armas obligatorias eran el casco,
escudo redondo (eíípeus), grebas, coraza, todas de bronce. para proteger su cuerpo, y para atacar ¡¡l enemigo, lanza y espada.
Se añadieron a esta clase dos centurias de artesanos, que servían sin armas, encargados de transportar máquinas de guerra, La
segunda clase se estableció entre los cien mil y los setenta y cinco mil de cense, y con ellos, mayores y jóvenes, se reunieron
veinte centurias. Armas obligatorias, el. escudo largo (scu- wm) en lugar del redondo (clipeus), y salvo en que no tenían coraza,
gual en todo los demás. La tercera clase la fijó hasta los cincuenta mil de censo, con igual número de centurias y separación de
edades.
Tampoco cambió mucho las armas, sólo les quitó las jambas. La cuarta clae, hasta veinticinco mil de censo, con el mismo
número de centurias, pero disrimas armas: sólo les dio lama y venablo. La quinta clase era mayor, reunía treinta centurias, que
llevaban consigo hondas y piedras arrojadizas, y les añadió los trompereros y los que hacen sonar el cuerno, d'sribui- dos en
dos centurias; estableció en once mil el censo de esta clase. Quienes ceníon menos de esta última cifra, el testo de la multitud, la
reunió en una sola centuria, exenta del servicio militar. Una vez armada y distribuida de esre modo la infantería, anotó doce
centurias de caballería, de entre los primeros de la ciudad anía. Añadió otras seis centuras, a partir de las tres instituidas por
Rómulo, conscrvmdo los mismos nombres con los que habían sido crcad;1 s.
Aunque con algunas divergencias, el texto de Dionisio de Molicarnaso (4, ?.6-l7,2) coincide en lo esencial con Livio (véase cap.
V.lLl). Lo primero que hay que decir es que este esquema no puede reflejar la situación exátente a mediados del siglo VI a.C. El
propio Livio dirá más adelante que los romanos comenzaron a utilizar el escudo largo (sw- íum), abandonando el redondo
(cíipens), debido a las modificaciones provocadas por la reforma del ejército que introdujo los manípulos, de fecha dudosa,
pero no anterior a fines del siglo IV a.C. (Livio 8,8,3). Tal como está, la distribución en clases se apoya sobre el as sexcantal
introducido a fines del siglo 1 1 1 a.C., cuando, como consecuencia de la devaluación, el as pasó a valer, no una libra romana,
sino dos onzas de libra (un sextante) y diez ases equivalían a un denario. Como d texto de Dionisio de Halicarnaso da las cifras
correspondientes en moneda griega (en minas) sobre l: bnsc de l. dracma= 1 denario, se infiere que su versión de la reforma
serviana, coincidente con la de Livio, emplea el as sex- ramal como medida de cálculo. Sin duda, cabe pensar que Dionisio se
equivocó al echar las cuentas y pasar del sistema romano al griego, pero aun así, la creación de cinco clases patrimoniales
presupone un uso generalizado de las equivalencias monetarias, algo inverosímil para estas fechas. Las cuatro clases de Solón,
en Atenas, no se apoyaban sobre el patrimonio sino sobre la producción agraria: en la primera clase solónica, por ejemplo,
estaban aquellos cuyas tierras podían producir una cosecha superior a los quinientos medimnoí (una medida de áridos).
Además, el sistema no es exclusivamente militar sino que está orientado a distribuir de manera proporcional las cargas, tanto
militares como tributarias, y los votos en la asamblea por centurias: ningún sentido tendría, en caso contrario, asignar un cierto
número de centurias a los mayores (sensores) o a quienes están exentos del servicio militar. Esto revela que las centurias son
unidades de voto y, por lo tanto, corresponden a un momento posterior.
El sistema vigente en la Roma del siglo VI tuvo que ser mucho más simple, tal y como parece indicarlo un texto de Aulo Gelio
(Noches áticas 6,13): Se llamaban classici no todos los que estaban en las cinco clases sino &ólo los hombres de la primera clase,
los que tenían un valor censitario superior a los ciento veinticinco mil ases. Se lla- infra classei los de las segunda clase y mdos
los restantes, que se censaban por un valor inferior a la suma que he dicho.
Como en algunos pasajes de Paulo Diácono (pp. 48-49 y 251) se identifica cíassis con ejército, podemos concluir que Scivio
Tulio se limitó a establecer una diferencia entre quienes eran llamados al ejército (la classS, derivado del verbo calare: «llamar
a filas») y quienes no, la infra classem. No sabemos qué criterio se empleaba para hacer esta d'retmción, pero po demos excluir
cualquier clase dc valoración monetaria, pese a lo que dice Aulo Gelio. Puesto que se hacía en el Campo de Marte y, según la
fórmula censoria, se convocaba a todos los ^Wntes para que se presentaran armados (Varrón, Sohre la lengunt 6,86), el censo
tiene todos los visos de consStit, esencialmente, en una revista militar más que en cualquier otra cosa (Pieri, 1968, pp. 56-67 ).
Algunos autores defienden una posición intermedia, admitiendo que en época de Servio hubiese, no cinco, sino tres classes,
con el fin de salvar la seductora interpretación de P Fraccaro. Este autor se dio cuenta de que, sumando las centurias de
jóvenes de las tres primeras clases (las únicas con annamento defensivo) obtenemos el número canónico de las centurias que
integraban la legión romana: 60. El ejérciro originario estaba compuesto, en consecuencia, por una única legión de 6.000
hombres acompañados por 2.500 más (25 centurias de jóvenes de las clares cuarta y quinta) de infantería ligera. Cuando llegó
la República, cada uno de los cónsules tuvo su propia legión, con lo que se dividió la única que había en ese momento, pero se
mantuvieron los cuadros básicos. Así se llegó a la legión típica de 3.000 hombres, pero 60 centurias, con el complemento de 1 .
200 uelites (infantería ligera). Esta interpretación, muy influyente aún hoy, tiene a mi entender el inconveniente de presuponer
una organización de la asamblea demasiado compleja para el reinado de Servio Tulio.
Livio señala que Servio Tulio amplió el pomerium incluyendo en él el Quirinal, el Vi mi- nal y el Esquilino, que hasta
entonces habían permanecido fuera. Añade que dividió a la ciudad en cuatro y que denominó cada parte «tribu», término que
procede de tributo (1,43,13). En Livio ésta es la primera vez que aparecen las tribus, pues las tres llamadas «gentilicias», es
decir, Ramnes, Tities, Luceres, para él no eran más que centurias ecuestres (aunque las denomina tribus en 10,6,7). En
realidad, estas tres tienen una apariencia algo fantasmal, porque a diferencia de las curias, desaparecen por completo a partir
de Servio Tulio, no permanecen como «fósiles» institucionales, según un hábito típicamente romano. Sostengo que debemos
prescindir por entero de ellas y pensar que es ahora cuando aparecen por primera vez las tribus como consecuencia de una
decisión explícita de la ciuitas. Además de dividir la ciudad, Dionisio de Halicamaso (4,15,1) también atribuye a Servio Tul io la
constitución de un cierto número de tribus rústicas, es decir. situadas fuera del pomerium, que eran 31 según Venonio, pero 26
según Fabio Píctor. Ambas cifras son imposibles, porque en el 495 a.C. había sólo 2! en total, tanto rústicas como urbanas
(Livio 2,21,7). Según Varrón (probablemente refiriéndose a Servio Tulio), distribuyó enrre los hombres libres los campos
situados fuera de la ciudad, en 26 regiones (citado por Nonio, p. 62). Con estos daros, ninguna conclusión puede ser sólida, pero
parece preferible pensar que Servio Tulio recurrió a LUla imidad distinta, la curia, no la tribu, para dstribuir al con junto de
los Quiirites.
Conclusiones
Constituye, según creo, una interpretación errónea la muy extendida de que Servio TUlio creó las tribus llamadas
«territoriales» y suprimió las rres «gentilicias» de Rómulo (Ramnes. Titíes, Luccres), con lo que se dio en ese momento el paso
decisivo del «parentesco» al «Estado», Así, en un magnifico libro reciente, leemos: «En adelante, la pertenencia a una tribu y,
por consiguiente, el derecho a poseer la ciudadanía romana, dependería de la residencia y de estar registrado en el censo, que
estaba organizado territorialmente a través de las tribus» (Comell, 1999, p. 215). Esto nunca fue así: en este momento, como
siempre a lo largo de la historia romana, la ciudadanía romana, derivaba, no de la residencia, sino de la filiación, lo mismo que
la tribu (Thomas, 1996, p. 185 ). Sólo la ecuación entre Estado y territorio y la necesidad de explicar la aparición del «Estado,»
nos conducen al error de vincular la ciudadanía a lugar de residencia. Cosa distinta es la aparente indefi nición de la ciudadanía
en estos primeros momentos.
Como vio hace ya años C, Ampolo, la documentación epigráfica y onomástica pnreba que, en ciudades como Tarquinia,
Caere o Veyes, se integraron, en los siglos vu y VI, numerosas personas de origen no etrusco, por lo que la azarosa vida del
corintio Demarato, si no es auténtica, al menos es verosímil {Momigliano y Schiavone, 1988, vol. 1, pp. 202-239). Lo mismo
ocurrirá en Roma, como lo prueban la incorporación del sabino Atta Clauso, 504 a,C,, y el foedus Cassianum, 493 a.C. El
fjoedus (sobre el cual, véase infra II.IV.l) otorgaba la ciudadanía romana al latino que trasladase su residencia a Roma, y en
cuanto a Arta Clauso, antecesor de la gens Claudia, dice Livio (2,16,4-5) que llegó a Roma acompañado por un gran número de
clientes, Les dieron a todos la ciudadanía y unos campos de cultivo al otro lado del Anio, origen de la tribu Claudia, mientras
que A. Clauso fue cooptado entre los senadores. Sin embargo, nada de esto indica que cualquier persona que se estableciese en
Roma se convertía automáticamente en ciudadano. Al contrario, sólo aquellas ciudades o ligas con las que Roma había
establecido acuerdos en ese sentido podían obtener la ciudadanía, trasladándose allí, o bien determinados aristócratas como
Atta Clauso previa aprobación del senado y de modo excepcional, no por aplicación de un procedimiento regular.
combatir, mucho más eficaz que las anteriores, pero también muy cara y que requería la movilización de grandes contingentes
y por ello la constitución de unidades políticas de
A mi entender, es muy poco lo que sabemos de los momentos previos a la fundación que pueda explicar la transformación de
un conjunto de alde ", familias y genes en una res publica. Como queda dicho, probablemente hubo un sinecismo, es decir, una
decisión consciente que hizo surgir, en un breve periodo de tiempo, a finales del siglo Vil y principios del VI, una nueva realidad
jurídica y política. La ciudad se dotó a sí misma de las instituciones y de los espacios que necesitaba para actuar, subdivisiones
corno la curia o la tribu y lugares como el Comitium, el foro o la regia. En el centro de este proceso hemos de colocar la
aparición de la infantería pesada, de los hoplitas. Los hallazgos arqueológicos sitúan los primeros elementos de la armadura
hoplítica en la Etruria de principios del siglo VIL Su origen es griego, de forma que fueron los colonos quienes llevaron a Italia
una nueva forma de mayor tamaño. Quienes la adoptaron tuvieron que crear un sistema de reclutamiento que, en Roma, se
cimentó sobre las curias (luego, las tribus) y el censo serviano que separaba a la cíassts hoplita de los infra clssem. Como
consecuencia inevitable, comenzó a funcionar una asamblea de ciudadanos-soldados, sin duda con un peso e influencia escasos
al comienzo, pero que aun ::.sí señaló el surgimiento de la política entendida como la toma de deci siones mediante debate
público.
La ciudad, una ciudad aristocrática, comienza así a tomar cuerpo como colectivo y a hacer sentir su peso sobre el
comportamiento de la propia aristocracia. A las tumbas principescas del siglo Vil, que conocemos en algunos lugares del Lacio,
les sucedieron sus opuestas, unas tumbas, las de los siglos VI y V, extraordinariamente pobres en su ajuar. Según una inter-
pretación muy extendida, ese empobrecimiento obedeció a que ahora bienes como las armaduras han cobrado un valor
«social», ya no individual como hasta entonces, y por tanto ya no se entierran. Los recursos no se destinan a engrandecer la
tumba de este o aquel aristócrata sino a la constmcción de edificios y templos en la ciudad naciente. Este cambio acabó
reflejado de alguna forma en las limitaciones legales contra el lujo en los funerales que se recogieron en las XII Tablas, a
mediados del siglo v a.C. (Cornell, 1999, pp. 134-138)
Las instituciones que articulaban el funcionamiento de esa ciudad apenas nacida eran, sin duda, relativamente sencillas. En el
centro está el rey, con plenos poderes y un fuerte carácrer sacro. Le acompaña un. consejo arstócratico denominado senado.
Las fuentes dicen que Rómulo nombró el primer senado compuesto por cien panes y que, desde Tarquinio Prisco, quien
introdujo otros nuevos que se denominaron luego «padres de las gentes minores», alcanzó la cifra canónica de 300, sin que esté
muy claro si hubo etapas intermedias entre los cien de Rómulo y los trescientos de Tarquinio, Este senado, a la muerte del rey,
asumía todos los poderes, en especial los religiosos (auspicios), y nombraba interreges que se iban sucediendo cada cinco días
con la misión de buscar el candidato adecuado.
Una vez elegido, el nuevo rey era presentado ante la asamblea de curias para que lo ratificase, Según Livio, Rómulo creó tres
centurias de caballería con los mismos nombres que otras fuentes dan a las tres tribus primitivas: Ramnes, Tibies, Luceres.
Posteriormente, Tarquinio Prisco intentó duplicar estas centurias, aunque hubo de ceder ante la oposición obstinada del augur
Ato Navio. Finalmente, Servio Tulio las duplicó, con lo que nacieron las llamadas sex suffre^fi, un grupo de seis centurias de
caballería que votaban separadas en los comicios. Aparte esas seis, creó doce nuevas con lo que el número total ascendió a 18
(las sex suffragia por una parte y las doce restantes por otra). Además, hay indicios suficientes para pensar que en estos
momentos la ciudad contaba ya con un calendario bastante complejo, que regulaba la actividad política y religiosa, aunque lo
cierto es que apenas sabemos algo de él. Algunos fósiles permanecieron en época mrdorrepublicana cuando dos días, el 24 de
marzo y el 24 de mayo, aparecían marcados con las siglas Q(uando) R(ex) C(omiíiauit) F(as) (Varrón, Lengia latina 6,31 y
Festo, p. 310 Lindsay ), que quieren decir que cuando el rey convocó a la asamblea (pues eso significa el verbo comñmre), el día
se convirtió en fasto.
4. La monarquía etrusca
Roma recibió de Etruria la táctica hoplítica, así como también toda otra serie de recursos técnicos y culturales. La forma más
fácil de explicar tanta influencia pasa por presuponer una conquista o incluso, si nos dejamos llevar, varias. Alfoldi (196.5, pp.
206-235) llegó a proponer toda una serie, hasta cinco ciudades hegemónicas etruscas que se fueron sucediendo
ininrerrumpidamente en el dominio de Roma. Por este orden, fueron Tarquinia (los Tarquinios), Caere (Mezencio), Vulci
(Aulo y Celio Vibenna, Mastarna), Veyes (par indicios indirectos) y finalmente Clusium (Porsenna). Acompañaba
inevitablemente a tan arriesgada hipóresis la inversión del relato analístico. Según Alfoldi, Roma, en el siglo VI, era una ciudad
de poca importancia, sometida a un poder extranjero, que no pudo, hasta el siglo v, comenzar a crecer con vigor y a
expandirse; fue entonces cuando por vez primera adelantó a los demás pueblos latinos, para ponerse a la cabeza de ellos. La
analística lo confundió todo, opina él, en su deseo de retratar una Roma poderosa desde el principio, una potencia dominante
en el Lacio, y borrar asimismo los indicios vergonzosos de la ocupación extranjera. Para Alfoldi, la «gran Roma de los
Tarquinios», según la feliz fiase de G. Pasquali de 1936, nunca existió.
Las excavaciones sucesivas vinieron a minar este edificio sin cimientos, por lo que se: comprende que la gran exposición
celebrada en Roma en 1990 llevase el signiftcativo título de «La grande Roma dei Ta quinii. Suprimida la premisa (la
postración de la Roma del siglo vi), se derrumbó con ella su corolario. Ya no es necesaria la hipótess de la conquista y
recientemente se ha corregido incluso la idea de una fuerte influencia etrusca durante el periodo de los reyes (Comell, 1999, tal
vez de una manera demasiado tajante). El argumento principal es la ausencia de pruebas que la avalen y a ello se añade el
contrargumen- to epigráfico: en Roma han aparecido muy pocas inscripciones etruscas, si las comparamos con las descubiertas
en Campania, y todas ellas tienen carácter privado o incluso votivo, como la plaqueta de marfil en forma de león del área
sagrada de San Omobono. Pot el contrario, el cipo del foro, una inscripción pública, está escrita en latín, lo cual no es decisivo
porque las leyes y decretos senatoriales que Roma enviaba a las ciudades del Oriente helenístico a finales de la República, las
que conservamos, están escritas en griego.
Es probable que en algún momento hubiese una ocupación militar etrusca, como parece que sucedió cuando Porsenna ocupó
la ciudad. En todo caso, fue un episodio muy breve, Más difícil es negar la profunda influencia etrusca, que no debemos
entender en un sólo sentido, con Roma siempre como receptora, sino como un proceso complejo de interacción mutua. Tal vez
donde mejor se refleje esto sea en la escritura, aparecida, en Italia, por primera vez en un grafito de c, 770 a.C„ de la tumba n. 0
482 de Osteria dell’Osa, muy difícil de interpretar, con la palabra EUO1N o bien EULIN. La hipóresis más extendida es la de el
alfabeto lo tomaron los latinos del griego calcidico por intermedio del etrusco, Por eso se conservaron determinadas letras
arcaicas griegas inexistentes en otros alfabetos como la digamma (F) o la qoppa (Q). Sin embargo, en latín existen la beta y la
delta, ausentes del alfabeto etrusco. que no necesita notar tales sonidos pues no distingue las oclusivas sonoras de las sordas, lo
que hace pensar que esas dos letras proceden directamente del griego, sin intermediarios. Por contra, el latín arcaico emplea la
«C» ramo para la oclusiva gutural sorda como para la sonora (cfr. rece' = regí en el cipo del foro o uirco = largo en el vaso del
Quirinal, llamado de Duenos), debido a que, como hemos dicho, esa distinción no es pertinente en etrusco. En latín, la letra «G»
se introdujo tardíamente, a partir de la gamma griega, pero desplazada en el orden, porque su lugar ya lo había ocupado la C.
Pasó a ocupar el puesro correspondiente a una Ierra inútil en latín, la Z, que luego fue reintroducida, al igual que la Y, aunque
desplazada al final de la serie, para poder transcribir palabras griegas con mayor comodidad. Es verosímil, pues, que Roma
aprendiese a escribir glaciar a los etruscos, aunque no es descartable la ayuda simultánea de los colonizadores griegos.
la ciudad en lo que significa de rito religioso referente tanto a los edificios públicos como a las formas de agrupación de los
ciudadanos, tenía su origen en Etmria, según se recoge en el diccionario de Festo, p. 358L: «se llaman rituales los libros de los
etruscos en los cuales se establece según qué rito se fundan las ciudades o se consagran los altates y los templos, qué santidad
se confiere a los muros, según qué derecho las puertas, de qué modo se distribuyen tribus, curias, centurias, se const ituyen
los ejércitos y se ordena de este modo todo lo restante relativo a la paz y la guerra».
5. La interpretación trifunciona!
Desde, al menos, 1738, cuando Louis de Beaufort publicó en Utrecht una Disertación sobre la incertidumbre de los cinco
primeros siglos de la historia de Roma, existe una corriente escéptica que niega, en mayor o menor grado, toda credibilidad al
relato sobre los orígenes. De esa opinión participa el fundador de lo que se ha venido en llamar la «nueva mitología.
La tradición romana era muy consciente, con razón o sin ella. de la huella etrusca en Roma, plasmada especialmente en los
símbolos del poder: el cetro, la toga pretexto, la silla de marfi 1 (sella curtáis), o los propios licuores (que son doce por los doce
pueblos de Etruria) (Livio 1,8,3; Festo p. 430L, Diodoro 5,40,1; Apiano Púnica 9,66). Los principales elementos de la ceremonia
del triunfo tienen también este mismo origen, en particular, el hecho de que el triunfador .pintase de rojo, con minio, las partes
visibles de su cuerpo, asimilan- dose así, en su apariencia, a la imagen de Júpiter Optimo Máximo. La propia fundación de
cuatro primeros reyes: Rómulo y Nurna, representantes de los dos aspectos de la primera función (mágica y jurídica) que, en la
india, encarnan los dioses Varuna y Mitra, mientras que Tulo Hostilio en su mismo nombre expresa sus vínculos con la
segunda función (ltostis en latín es el enemigo). Por último, algunos aspectos de la figura de Anco Marcio parecen asociarlo con
la tercera función comparada», Georges Dumézil (1898-1986), descubridor de la ideología trifuncional indoeuropea, que él
mismo explicó del modo siguiente: se trata de una concepción según la ctml «la vida bajo todas sus formas, divina y humana,
social y cósmica, sin duda física y psíquica, obedece al juego armónico y diverso de tres funciones fundamentales, solamente
tres, a las que podemos darles los nombres de Soberanía, Fuerza y Fecundidad: la primera permite el control, tanto mágico
como jurídico, sobre las cosas; la segunda atiende a la defensa y el ataque, la tercera puede concretarse de múltiples formas que
se refieren tanto a la reproducción de los seres como a su salud o a su curación, < 1 su alimentación como a su enrique-
cimiento» (1949, p. 65).
Estas tres funciones conforman, exclusivamente, una ideología, pues a partir de 1938, Dumézil renunció a encontrar, en el
pasado de los hablantes de lenguas indoiranias, una sociedad repartida en tres clases: sacerdo .es, guerreros y campesinos
(García Quintela, 1999). Desde ese año, la ideología dejó de ser mero trasunto de la realidad social. En el caso de la Roma
arcaica, el mito tri funcional constituyó, para Dumézil, el armazón sobre el que se sostiene el entero relato de los primeros
siglos. Así ocurre con los
No sólo los cuatro primeros reyes, también después, en los comienzos de la República, la ideología rrifuncional siguió
produciendo resultados, como las historias heroicas de Horacio Cocles, Mucio Ecévola y una mujer llamada Clelia, cuyas
muestras de valor sirvieron para convencer al etrusco Porsenna Je que levantase el cerco y firmase un tratado de alianza con
Roma. Dumézil (1996, pp. 265-293) estableció un paralelismo nítido entre, por un lado, Horacio Cocles, cuyo cognormm
significa «cíclope», es decir, «tuerto» y el dios Odfn, de la mitología escandinava, y por otro, Mucio Escévola, el manco, y el dios
Tyr. Cocles, que con su furiosa mirada desafiaba al ejército errusco, impidiéndole avanzar, mientras los romanos cortaban el
único puente que había sobre el Tíbcr, debe interpretarse como represenrame de la Primera función en su vertiente mágica.
Por su parte, Escévola despertó la admiración de Porsenna al introducir su mano derecha en el fuego y dejar, impávido, que se
quemase. Puesto que en el culto a Deus Fidius, el dios de la /ides, los flamines velaban su mano derecha, Dumézil vincula a
Escévola también con la Primera función, pero en su vertiente jurídica, por su conexión con el juramento y la fuíes Esta
asimilación Cocles- Odín (el dios tuerto, que protege la magia) y Lscévola-Tyr (el dios manco, que garantiza el derecho) revela
el uso que la analística hizo de viejísimos ternas mitológicos, historizándo- los, pues según sostiene Dumézil, Roma transformó
el miro en historia.
precisión de los nombres de lugares y de hombres, de buscar acontecimientos reales por debajo de los relatos en cuestión»
( J996, p. 12). Parece, sin embargo, contradictorio, como ha señalado Grandazzi ( 1991, p. 57) otorgar toda nuestra confianza a
la transmisión de antiquísimos mitos indoeuropeos y negársela por entero n los hechos históricos. En última instancia, debemos
preferir la opción de Cornell (1999, p. 105): «lejos de historizar tos mitos………
Es cierto que, en ocasiones, podemos observar desajustes en el esquema rrifuncional. Ni Horacio Cocles ni Mucio Escévola
tienen nada que ver con la soberanía, pues su posición política y militar en Roma es claramente subordinada. Esto quiere decir,
paradójicamente, que mantienen lazos con la Primera función, pero nn con la soberanía, lo cual sorprende. De modo
semejante, Anco Marcio casa mal como representante de hi tercer a función. Con todo, los paralelos trabajosamente trazados
por Dumézil causan perplejidad y mueven a pensar que l<i trifuncionalidad dejó una huella en los escritores de finales de la
República tan profunda al menos como la causada por la literatura griega o la que podemos atribuir a la propaganda augustea.
Ahora bien, las conclusiones escépticas a las que llegó Dumézil parecen algo precipitadas. A su entender, estas similitudes «nos
disuaden, pese a la lo que hicieron los romanos fue imponer un marco mítico a una tradición histórica». Sin embargo, y en
honor a la verdad, hemos de reconocer que, en algunas ocasiones, el propio Dumézi! no venía a decir otra cosa: «Si se lograse
un día demostrar arqueológicamente la existencia de una dualidad étnica en los orígenes de Roma [Dumézil se está refiriendo a
la distinción entre latinos y sabinos, hoy día poco menos que olvidada), el relato de la analís- tica no resultaría por ello menos
«prefabricado»: simplemente el mito historizado se habría superpuesto a la historia» (1974, p. 88, n. c 1 ).
V. FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
Las principales fuentes son la primera década de Tito Livio, la Historia Arcaica de Dionisio de Halicarnaso, y algtmas Vdass
de Plutarco (Rómulo, Nuna, Camilo, Corioíano, Pibiícola). También son importantes el libro llde Sóbrela República de Cicerón
(lallamada «arqueología»), los Fastos de Ovidio y la mdición enjdita, que arranca de Varrón (Sobre la lengua latim) y de la que
nos han llegado ecos tardíos (en particular, el diccionario que escribió Verrio Flaco, en épx>- ca augústea, titilado Sobre el
significado de las ^ados, del que *">lo nos han llegado los resúmenes hechos por Pompeyo Fcsro, en torno a los siglos n-m y
por Paulo Diácono, en el siglo VÍU). Los fragmentos de los historiadores omanos los recogió H. Peter, Hótoncomtn ron^m^m
reli- qu'ae, Sruttgart, 1914 Tcubner, unn edición que va siendo progresivamente sustituida por la de M, Chass gnet, en Les
Belles Lettres, que ha publicado hasta ahora los Ongenes de Catón ( 1986) y dos volúmenes con los fragmentos de la analística
romana ( 1996 y 1999).
– Contamos con un comentario de Livio, al modo tradicional, muy detallado, hecho por R. M. Ogilvie, A Commeiaary on LUvy
(libros 1-V) y continuado por S. 1. Oakley, A Comrnentary on Livy VI-X, 3 vols. (el último aún no ha aparecido), también
estudios historio- gráficos interesantes como los de R Gabba, Donysus and «The History of Archaic Rome. y D. Musti, Tendenze
nella storiofafa romana e grece su Roma arcaica. Studi su Livio e Dionigi di Aúcamasso.Desde un punto de vista «narratológico»
están escritos M. Fox, Roman Historical Mytk The Regal Periodi in Augustan Uterature y G. B. Miles, Livy Reconsiructing
Earíy Rome. En concreto, para los anales de los pontífices, considero útil B. Frier, Libri Annales Pontificum M^^momm. The
^ia'gins of me Annaústic Tradiúon, aunque sus opiniones se apaiten a veces del sentir común. Sobre la arqueología de Sóbrela
República de Cicerón, es interesante J. L Ferrary, «L'archéologie du De república (2,2,4-3 7,63 ). Cicéron entre Polybe et
Platon».
– Para la trifuncionalidad indoeuropea, dentro de la vasta obra de G. Dumézil, tal vez la más relevante en nuestro caso sea G.
Dumézil, Mito y epopeya III; con el estudio que le dedicó M. García Quintela, Dumézil.
– Para conocer las aportaciones de la arqueología, hay dos síntesis muy claras y breves que son recientes, aunque lo cierto es
que en los últimos afxx- h renovación en este terreno está siendo tan vertiginosa que pronto surgen datos nuevos e importantes.
Son R. Ross Holloway, TThe ATc^teology of Earíy Rome Latium, y C J. Smith, Early Rome ÍLari.um. Eammry aand Society
c. 1000 w 500 B.C. A. Carandini ha publicado un voluminoso libio (La nascita di Rama. Dèi, lari e ufflúni al*ralbad una civiltà)
en el que, utilizando los aportes de sus excavaciones en el Palatino, propone una acoplamiento pleno enue restos materiales y
tradición literaria. A todo ello debemos añadir los libros de F Coarelli, Foro Boario e I Foro Romano, vol. I Periodo arcaico* así
como la exposición sobre La grande R^nadei Tarqlani (M, Cristofani, ed), verdadero hito y punto de inflexión en este terreno.
^^ta ese momento, la perspectiva arqueológica estuvo dominada por las obras de E. Gjerstad, Earíy Rame y H. Müller Karpe,
Zur Stadtwerdung R^orns.
– Obras generales sobre el periodo: T J. Cornell. Los orígenes de Roma, J. Mangas y F. Bajo, Los orígenes de Roma, J.
Martínez-Pinna, Los orígenes de Roma, y M. Pallottino, Origini e storia primitiva di Roma.
– Sobre los orígenes de Roma y la monarquía, además de la obra, muy interesante, aunque actualmente muy desacreditada, de
A. Alfoldi, Earíy Rome and the Iatins, contamos con la visión «dumeziliana» de J. Poucet, Les rois de Rome. Tradition et hiswire
y con dos biografías sólidas, muy diferentes, la de J. Martínez Pinna, sobre Tarquinío Prisco, y la de R. Thomsen, sobre King
Servius Thííius. A Histaiicaí Synhesis.
– Sobre la República arcaica y, en concreto, el conflicto patricio-plebeyo, puede verse, de A. Momigliano, «Osservazioni sulla
distinzione fra patrizi e plebei», la tesis de J. C. Richard, Les origines de la plèbe ronwine. Essai sur la formation du duatsme
patricio-plébéien, y, más recientemente, las recopilaciones de artículos hechas por K, Raaflaub (ed. ). Social in Archaic Rome y
W. Edet (ed.), Staat und Staatlichkeit in clerfriihen romischen Re!Juhlik. Su- gerente y radicalmente contrario a la opinion
común es R. E. Mitchell Patricians and Píe- beians. The Origins of the Roman State. Para la superación del conflicto, véase E.
Ferenczy, FrFrom die Patrician State w the Patticio-Plebeian Scate. Sobre la ley de las XII Tablas, tenemos el texto, con la
traducción y el comentario, en Crawford, RS, vol. Il, n.° 40 y, en concreto, sobre la deuda, M. l. Finley, «La esclavitud por
deudas» en Finley (1984) y sobre la familia, P. López Barja, «La triple venta del fiíiu.s familias».
– Sobre la conquista de Italia por Roma, dos títulos fundamentales: M. Humbert, Muni- apium et ciuikis sine suf ragio.
Dorganisation de la conquéte jisqula la guerre sociale y A. N. Sherwin-White, The R^an Citizenship