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momento, una preocupación estratégica presidiría el tratamiento de la
cuestión: ¿cuál era el papel de los intelectuales en la lucha entre el
proletariado y la burguesía?
Sin embargo, Marx no consagró a los intelectuales (los
“ideólogos”, como los llamaba) mucha atención ni reflexión. A sus ojos
parecía no haber una cuestión allí, lo que encierra cierta paradoja:
¿Qué otro pensador socialista le otorgó tanta importancia como él
a la teoría y a las batallas teóricas? Consagró mucho tiempo a
combatir implacablemente las doctrinas que juzgaba erróneas, sea
porque desviaban al proletariado de sus metas o porque impedían su
acción autónoma de clase. Sin embargo, en su representación del
proceso histórico, que se articula en términos de modos de producción y
luchas de clases, no hay casi lugar, menos todavía un papel de
relevancia, para los productores de teorías y doctrinas sociales.
Aun en los escritos de análisis históricos, aparecen siempre como
voceros de las otras clases, no del proletariado. Marx los menciona
generalmente al pasar, como si carecieran de espesor propio. “El
esquema marxista de la lucha de clases –observó Alvin Gouldner–
nunca fue capaz de explicarse a sí mismo, de explicar a quienes
elaboraron el esquema, a los mismos Marx y Engels.”
La escasa relevancia de los intelectuales en la perspectiva de
Marx se hace evidente no sólo en su concepción histórica general sino
también en relación con un movimiento por el que experimentaba el
mayor interés: el movimiento populista en Rusia. Aprendió ruso para
opinar con conocimiento de causa sobre la agitación populista pero no
se le conocen, en cambio, observaciones sobre la intelligentsia
rusa, pese a que sin ella, sin la acción doctrinaria y práctica de sus
miembros, el populismo era difícil de pensar (así como sin la
intelligentsia sería impensable el surgimiento posterior del socialismo
marxista en Rusia). De todos modos, por escasos que sean, pueden
recortarse en la obra de Marx algunos pasajes sobre los hombres de
ideas. Los revisamos a continuación.
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o “División del trabajo” y “lucha de clases”.
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cuadro, los ideólogos son definidos como una fracción de la clase
dominante, producto de la división del trabajo en las filas de los
dominadores, diferenciados entre miembros activos y pensadores.
Estos últimos son los que se consagran a elaborar las ilusiones de esa
clase sobre sí misma, disimulando el interés particular en la forma del
interés universal.
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pequeña parte de la clase dominante se separa de ella y se adhiere a la
clase revolucionaria, a la clase que tiene el futuro en sus manos.
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ha subrayado: la singularidad de Gramsci dentro de la tradición
marxista. Pues efectivamente, si algo caracterizó la singularidad de
Gramsci es precisamente la importancia que en sus investigaciones
sobre la sociedad italiana otorgó a la política y a la cultura, así como
a la relación entre ambas, un peso que diferencian claramente sus
escritos dentro de la tradición marxista. Su programa intelectual, si así
puede hablarse, no era el de desarrollar los aspectos que el fundador
había descuidado, especialmente los relativos a la superestructura: no
procuró “completar” el marxismo, preocupación que sí motivaría a
muchos exponentes del marxismo occidental. Lo que incitaba la crítica
gramsciana del economicismo es su propia concepción de la historia (y
del marxismo como concepción histórica). Para Gramsci, la historia es
sobre todo política, o sea, acción de los hombres objetivamente
determinados en el mundo.
En el contexto de esta perspectiva, la noción misma de ideología
se transforma: las ideologías ya no son en Gramsci el reino de una
conciencia que se emancipa del mundo real y se ilusiona con su
independencia, ni tampoco la traducción alienada de las relaciones
reales entre los hombres en el cielo de las ideas. Ellas, para decirlo
con sus palabras, “organizan las masas humanas, forman el terreno
en el cual los hombres se mueven, adquieren conciencia de su
posición, luchan, etc.” La problemática gramsciana de los intelectuales
se edifica en este marco.
Aunque la cuestión se halla ya formulada como asunto
estratégico en el último trabajo que escribió antes de su arresto, en
1926, fue en los escritos de la prisión donde le dio mayor alcance y
diversificación al tema. En el texto de 1926, “Algunos temas de la
cuestión meridional”, que quedaría inconcluso, su reflexión sobre los
intelectuales aparecía fundamentalmente ligada al problema de la
alianza del proletariado con los campesinos del sur italiano, una
alianza estratégica para la revolución social que se hallaba
obstruida por la hegemonía que los grandes propietarios ejercían
sobre las masas agrarias.
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¿Cómo operaba esta hegemonía? A través de un estrato de
intelectuales de origen rural que le proporcionaba la mayor parte de
su personal al Estado y que, en general, tanto en la aldea como en el
campo, ejercían funciones de intermediación entre los campesinos y la
administración central. Son intelectuales propios de un mundo
social que aún no ha sido transformado por el capitalismo,
intelectuales “tradicionales”, como los llamará Gramsci, quien
piensa antes que nada en maestros, notarios, sacerdotes, abogados.
Pero no son éstos los únicos intelectuales que integran el
bloque agrario. En la cumbre de la cultura meridional se hallaba
establecida una élite, compuesta por hombres de gran cultura, como
Benedetto Croce, que provenían también del suelo social tradicional,
pero que se hallaban conectados con la gran cultura europea. Esta élite
ejercía un doble papel: acogía la inquietud de los jóvenes cultos del
Mezzogiorno, por un lado, y, por otro lado, la moderaba, tanto
intelectual como políticamente. La hegemonía de los grandes
propietarios en la sociedad meridional, concluía el análisis, no se
disgregaría si el proletariado no formaba sus propios cuadros
intelectuales, pero tampoco si no lograba abrir una brecha en el “bloque
intelectual que es la armadura flexible, pero “resistencísima”, del bloque
agrario”.
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El error más habitual en las definiciones de los intelectuales -dice
Gramsci- consiste en situar su especificidad “en lo intrínseco de la labor
intelectual, en lugar de situarla en el conjunto del sistema de relaciones
en el que ellos -y por consiguiente, los grupos que les personifican-
vienen a unirse al complejo general de las relaciones sociales”.
En este nivel se sitúan las dos preguntas que Gramsci se formula
para establecer el campo de su investigación en el cuadro del marxismo.
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capitalista: el técnico de la industria, el experto en ciencia
económica, el creador de una nueva cultura, de un nuevo derecho.
Por otro lado, sin embargo, al ingresar en el escenario histórico
toda clase halla también, ya constituidas, otras categorías
intelectuales, nacidas en el ordenamiento económico y social
precedente. Gramsci, que piensa antes que nada en la formación de la
sociedad capitalista moderna, señala como la más típica de estas
categorías a los eclesiásticos, que monopolizaron por largo tiempo
“algunos servicios importantes: la ideología religiosa, es decir, la
filosofía y la ciencia de la época, la escuela, la instrucción, la moral, la
justicia, la beneficencia, la asistencia, etc.”. Intelectuales orgánicos de
la aristocracia terrateniente, los clérigos no ejercieron el monopolio
de las competencias culturales sin encontrar límites y rivales en otras
capas. “De ese modo se fue formando la aristocracia de toga, con sus
propios privilegios, un grupo de administradores, etc.; científicos,
teóricos, filósofos no eclesiásticos, etc.” (ibid.: 13).
A estas categorías intelectuales, que provienen de estructuras
sociales precedentes pero siguen activas en el desempeño de funciones
culturales, Gramsci las llama “tradicionales”. Dentro de esta
clasificación colocaba a las principales de la alta intelligentsia italiana y
a Benedetto Croce como gran su gran pontífice.
Esas categorías tradicionales tienden a considerarse, observaba,
en continuidad ininterrumpida con sus predecesores pese a los cambios
sociales y políticos sobrevenidos, que no podían sino haber trastornado
esa continuidad. De ahí que desarrollen un espíritu de cuerpo y se
consideran como autónomas e independientes de la clase
dominante. Esta autorrepresentación, aunque fuera una utopía, no
carecía de consecuencias en el comportamiento público de los
intelectuales.
Ahora bien, ¿por qué esta insistencia en los intelectuales
tradicionales?
Esta última se explica a la luz de las preocupaciones de Gramsci
en torno a la formación de una sociedad nacional y popular en Italia, y
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una convicción que estaba detrás de esa preocupación, a saber: que la
falta de unidad nacional que había sido característica en Italia desde
la caída del Imperio Romano hasta 1870 se debía al predominio de los
intelectuales “tradicionales” y la correlativa carencia de
intelectuales “orgánicos”, representativos de los nuevos grupos
sociales (la burguesía y el proletariado).
A los ojos de Gramsci, fue el predominio de esos intelectuales
tradicionales (Croce es la su figrua emblemática), imbuidos de un
espíritu cosmopolita apartado de la realidad nacional el que impidió la
unidad nacional o de una orientación nacional y popular. Es decir, que
dichos intelectuales se las arreglaron para asimilar los movimientos
culturales surgidos de nuevos grupos en formación, neutralizando de
esta manera la formación de intelectuales orgánicos de esos grupos. La
raíz de esta “desnacionalización” de los intelectuales se debió a la
existencia de una cultura apoyada en una fuerte organización de
carácter cosmopolita, el Imperio Romano, en un comienzo, la Iglesia de
Roma, después.
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concepción del mundo (es un ‘filósofo’), es un hombre de gusto, profesa
una moral y así “contribuye a sostener o a modificar una concepción del
mundo y a suscitar nuevos modos de pensar”.
La distancia entre el lego y el docto es, pues, de grado y de
especialización, no de dotes primordiales. La observación de Gramsci
no estaba destinada únicamente a combatir el aristocratismo de la
intelligentsia, sino a indicar las condiciones de posibilidad para la
formación de intelectuales de nuevo tipo, surgidos de la clase
obrera. A sus ojos, el fundamento para esa formación radicaba en la
elaboración crítica de la “actividad que existe en cada uno en cierto
grado de desarrollo”.
Si se distingue entonces al intelectual del “no-intelectual es por
consiguiente en un marco de referencia muy definido: en cuanto a la
función social de la categoría profesional de los intelectuales. Por lo
tanto, todos son intelectuales, pero no todos tienen en la sociedad la
función de intelectuales. Lo que interesa entonces para determinar
quiénes son intelectuales es “el inmediato ejercicio social de la
categoría profesional de los intelectuales”. En suma, el intelectual es
definido partiendo de la función que ejerce en la sociedad.
“Cuando distinguimos entre intelectuales y no-intelectuales nos
referimos únicamente a la función social inmediata de la categoría
profesional de los intelectuales, es decir, tenemos en cuenta la dirección
en que gravita el peso principal de la actividad profesional específica; si
en la elaboración intelectual o en el esfuerzo muscular nervioso. Esto
significa que se puede hablar de intelectuales pero no de no-
intelectuales, porque los no-intelectuales no existen” (pág. 28)
Es entonces la función –en realidad, una gama de funciones– lo
que distingue a los intelectuales de quienes no lo son. Un rasgo
característico de la civilización moderna es la ampliación creciente de
las funciones y las categorías intelectuales, un proceso asociado con el
desarrollo y la complejización del sistema escolar. “La complejidad de
las funciones intelectuales en los diversos estados –escribe Gramsci– se
puede medir objetivamente por la cantidad de escuelas especializadas y
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por su jerarquización.” De ahí la importancia que le asigna a la
estructura escolar, comenzando por la escuela elemental, tanto en lo
concerniente a la organización de la cultura como respecto de la
formación de intelectuales.
En cualquier caso, se trate de intelectuales “orgánicos” o
“tradicionales”, lo que Gramsci pretende subrayar es el hecho de que
los intelecuales no se auto-representan en la sociedad: y ello es así
no sólo por la función que cumplen -funcionarios de la hegemonía,
agentes de las clases en la superestructura- sino por su propia
modalidad de formación. Así, hay grupos sociales que
tradicionalmente producen intelectuales; para otros grupos, en
cambio, el partido es el medio de formación de intelectuales orgánicos;
por último, la “variada distribución de los diferentes tipos de
escuelas...y las diferentes aspiraciones” de los diversos grupos sociales
determinan también la producción de las múltiples ramas de
especialización intelectual.
A este respecto, una de la tesis centrales de Gramsci es que los
intelectuales no forman una clase sino que cada clase tiene sus
intelectuales.
Ahora bien, ¿cuál es la función de los intelectuales?
Básicamente, son dos: a) en relación a la hegemonía social; b) en
relación al gobierno político.
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De esta manera, Gramsci amplía considerablemente el
concepto de intelectual e instituye un modo de comprender las
diferenciaciones internas de la categoría de los intelectuales, dado que
la labor organizativa de la hegemonía y la del dominio estatal da origen
a una cierta división del trabajo
Ahora bien, no podría captarse enteramente la novedad que
Gramsci introdujo en el tratamiento de la cuestión de los intelectuales
dentro de la tradición marxista sin referirla a su concepción del
Estado moderno, la sociedad civil y la hegemonía.
Para comprender la supremacía de una clase sobre el conjunto de
una sociedad –nos dice Gramsci- hay que diferenciar entre dominio y
hegemonía, dos momentos interconectados aunque distintos. El
plano en que se ejercita el primero es el de la ‘sociedad política’, según
el vocabulario de Gramsci, y el Estado, entendido como órgano de
coacción, es su medio; la hegemonía es la dirección intelectual y moral
de una clase sobre otras, y su espacio es el de la ‘sociedad civil’,
conformada por una red de instituciones consideradas ajenas al
poder público, como la escuela, la iglesia, los sindicatos, etc. El
Estado es el equilibrio cambiante de esos dos momentos, o, como
escribe el propio Gramsci “hegemonía acorazada con coacción”. Los
intelectuales son los “funcionarios” de la hegemonía.
Esta síntesis, de esta manera Gramsci definió el terreno para
una sociología política de los intelectuales fundada en el legado de
Marx. Ciertamente, trastornó el canon marxista tradicional, pero no
abandonó una de las premisas de ese canon: que los intelectuales
sólo podían pensarse como una categoría dependiente de las clases
básicas de la estructura social. Por lo tanto, aunque las relaciones
entre clases sociales e intelectuales fueran complejas, éstos, aun sin
saberlo, operaban como funcionarios de aquéllas.
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