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Modelos infames en literatura infantil

Francisco Morales Lomas

Un propósito inicial
La infamia o el malditismo en la literatura infantil es un concepto inherente a su
gestación como modelo propedéutico y su transposición más allá de los límites propios
de su invención como sujetos de las historias. Los infames o malditos adquieren tanto o
más protagonismo que los triunfadores o bondadosos, verdaderos referentes inmorales
del individuo-lector, y alcanzan autonomía propia, siendo los triunfadores no éticos del
proceso de construcción de las historias. Sin ellos las invenciones pierden su validez no
ya sólo ética sino su consistencia literaria y su intensidad inmediata.

Los malditos y perdedores de la historia de la literatura infantil han sido tan


venerados como los ganadores. Desde su origen existe una vertiente literaria que tiene
como objetivo la educación de la juventud, la organización del mundo y su
descubrimiento, la creación de un modelo de existencia, de conducta y de
comportamiento. Este afán didáctico y ético a la vez se unen para crear una serie de
principios ideológicos que pertenecen a cualquier formación social y van cambiando
con el discurrir de los siglos; sin embargo, en su esencia el paradigma sigue siendo el
mismo: la reducción a modelo del mundo que se habita, la creación de un arquetipo
fantástico que conspira y aspira a convertirse en símbolo del personaje real, y la
programación de una serie de actuaciones, trabajos o hechos que conformen la
personalidad, el camino, el estado de conciencia o la formación espiritual del niño: un
camino de aprendizaje, una vía de iniciación, teniendo en cuenta que1 «la vida
psicológica mental de un niño es un proceso evolutivo que parte de la inestabilidad para
llegar a la estabilidad; de la inconsciencia de sí mismo a la conciencia; del egoísmo para
desembocar en el altruismo; del aislamiento a la interacción efectiva y social... Es lógico
suponer que la literatura infantil puede contribuir a la expansión del yo. Debe, en fin,
estimular las facultades intelectuales y creativas que el niño posee».

En este ámbito de la creación y la conformación de un mundo, la dicotomía como


instrumento teórico es esencial para darle sentido y credibilidad: los buenos y los malos,
los ganadores y los perdedores, los bondadosos e infames, los angelicales y los malditos
producen ab initio un proceso de identidades, de filias y de fobias, de animadversiones
y complicidades que organizan el mundo para el que se crea el cuento infantil. La
existencia está predeterminada por la conquista de la bondad o su alejamiento hacia el
infierno del deshonor y el despropósito. Y, en consecuencia, bajo la teoría subyacente
de los términos belicistas o beligerantes en los que transige esta literatura, podemos
convenir que en los relatos infantiles es imposible la arcadia idílica porque hay un
trasfondo conceptual belicoso que la descompone. En ellos existe el paraíso y el infierno
representado por los malvados de turno, y uno u otro se consigue a través de la lucha: es
decir, la transposición de lo prometeico.

Una división dicotómica que, sin embargo, choca con los matices, con los tonos
grises o cerúleos de la existencia si partimos del principio platónico de que las cosas no
son ni buenas ni malas (y en consecuencia tampoco quienes las representan) sino que su
esencia no radicaría en la bondad o maldad inicial sino que lo que podríamos hacer es
enjuiciar moralmente el uso de ellas. Matar a una persona es un acto malvado desde el
inicio pero si la persona muerta es un asesino en serie o si el muerto es un animal que
devora a otros..., el contexto moral cambia y también el resultado moral y su dinámica
externa. De ahí que Platón prefiriera hablar de ese juicio moral, y, nosotros de su
contexto moralizador o de su procedencia intrínseca.

Un trascendente matiz que condenaría todo el artilugio retórico, toda la puesta en


escena de los cuentos infantiles, si no comprendiéramos que en determinadas etapas ese
enjuiciamiento moral no existe porque estamos hablando de un individuo en formación
para el que existen dos conceptos nada más: la bondad o la maldad (al menos es lo que
transmiten los cuentos infantiles) pero no los matices del uso moral de una u otra. Para
el niño el que hace daño debe ser castigado y el que hace bien ensalzado.

En consecuencia, en los cuentos infantiles existe el principio retórico de que entia


no sunt multiplicanda sine necesitate que modela los mismos y organiza un mundo en el
que la reducción es una forma de organización que facilita la comprensión, al menos, en
sus principios esenciales. Y este hecho es insoslayable, al igual que la correlación entre
didactismo, propedeusis, iniciación, formación del individuo o cuento infantil. Por
ejemplo, en muchos cuentos infantiles existe el principio de reconocimiento de la
identidad: el inexperto sea niño o animal, debe identificar a la persona querida y para
ello debe llevar a cabo determinadas actuaciones. Si no lo hace, puede morir. En El lobo
y los siete cabritos, la mamá que se marcha temporalmente le indica que no abran la
puerta, que tomen medidas para comprobar la identidad de las personas porque pueden
resultar peligrosas. Quien no lo hace, sufre un castigo, que, en determinados momentos,
puede significar la muerte. Es un principio que sostendría la continuidad de la especie a
través de su seguridad, siguiendo el esquema: advertencia, peligro, muerte o salvación.

La miniatura de los cuentos infantiles a principios básicos permite un confinamiento


del sujeto (tanto del bueno como del malo) a su mínima expresión, que lleva consigo,
como han dicho algunos, una especie de catarsis o purificación: generándose una
pérdida por deflación del sujeto y su conformación en una <subjetividad objetiva> que
tendría la trascendencia de servir de horma urbi et orbi. Lo que Husserl llamaría sujeto
trascendental.

En definitiva, los modelos que proponen los cuentos infantiles están gestionados por
ese dicotomía del sujeto trascendental y aspiran a crear la división entre los buenos y los
malos; sin embargo, esta dicotomía podría encerrar una trampa para esa formación pues,
como dice Cervera, citado por P. Salmerón Vílchez en su tesis doctoral2 «los cuentos
clásicos han sido acusados de maniqueísmo por ofrecer clara diferenciación entre el
bien y el mal, y por pronunciarse sistemáticamente por el bien, incrustado en el final
feliz. Han sido acusados también de alienación y adoctrinamiento. Una crítica tenaz y a
su vez intencionada, ha querido ver en ellos una manipulación social que propone como
modelo las formas burguesas de vida y de pensamiento».

Asimilaciones infames
En la literatura infantil el perdedor y el malvado son la misma persona o el mismo
animal o el mismo ser extraño. Se produce una coincidencia de facto entre ambos. El ser
bueno y angelical siempre triunfa, el ser malvado y perverso cede su voluntad al
vencedor. Sólo se arbitra esta verdad universal y de este modo se activan al unísono, se
hacen equivalentes dos conceptos que no lo son: el malvado y el perdedor. Y no son
iguales porque el concepto de maldad es anterior y pertenece a la esencia de las cosas no
a su estado; en cambio, el perdedor posee el aserto de lo transitorio y el resultado en
términos que ya no son moralizadores sino que pertenecen a la dialéctica de
victoria/derrota. En consecuencia, estos dos conceptos disímiles, de naturaleza moral,
uno, o de naturaleza social, otro (el perdedor lo es con respecto a un grupo o categoría
de personas), se aúnan e identifican en el proceso creador de los cuentos infantiles.

En la historia de la literatura de adultos el perdedor en muchas ocasiones es el mejor


individuo y no tiene el porqué identificarse con el maldito de marras: la persona que
asume un sacrificio o resulta la víctima social, o sobre la que se depositan como una
consecuencia los efectos de la derrota, no tiene nada que ver con su bondad o su maldad
como corolario porque el ser humano discrimina perfectamente ambos conceptos y sabe
que en la realidad no sólo no triunfan los buenos sino que pocas veces triunfan estos.
Este individuo derrotado no es una categoría literaria en las novelas de adultos, en las
obras infantiles y juveniles sí se produce una categorización de ambos y una
identificación porque pocas veces existe la posibilidad de que el vencedor sea el
malvado, ya que si fuera así produciría una frustración en el lector y una ruptura del
orden moral, ético, íntegro o púdico que se pretende crear o consolidar.

En el cuento de Caperucita el lobo es el malvado y el perdedor: ambos son la misma


cosa, se ha producido su categorización, su codificación, su enquistamiento como un
modelo de conducta; en una obra que no es infantil, Abel Sánchez de Miguel de
Unamuno, el bueno es el malo y el malo el bueno; y, sin embargo, la victoria de uno u
otro no depende de su maldad o de su bondad sino de otros simulacros literarios, de
otros fines estéticos o de otros principios inherentes al proceso creado por el escritor. En
Tirano Banderas de Valle-Inclán, en cambio, el malvado y el perdedor son la misma
persona. Es decir, mientras en las obras de adultos no existen esas categorizaciones y
funcionarán al albur de los criterios teóricos o creativos del escritor de marras, en las
obras infantiles sí.

¿Por qué, cuál es la razón de esta identificación? Creo que nace de su componente
instructivo o de su valor de formación para el niño y el adolescente. Este tiene que
comprender que la bondad siempre sale vencedora y la maldad perdedora. Sobre esta
dicotomía (en muchas ocasiones falsa porque se produce todo lo contrario) se gestionan
los cuentos infantiles. No se puede permitir el resquicio educacional de sospechar por
un momento que el maldito pueda alcanzar los laureles del triunfo porque se confundiría
al joven lector que ha asumido el rol de que maldad y bondad son procesos antitéticos
que corresponden a la pérdida o la victoria respectivamente. En este esquema, sin
embargo, se produce un hecho insólito y bastante curioso que puede advertir de
manipulación burguesa y adoctrinamiento de muchos cuentos infantiles que introducen
una visión moral de la sociedad pocas veces crítica: los ricos nunca pierden, y, en
consecuencia, si no son perdedores tampoco pueden ser identificados con los malvados.
¿Cuál es el motivo de que los ricos se hayan colado en la literatura infantil como los
grandes beneficiados saltando por el aire su concepto de maldad y de derrota?

Estos hechos considero que, lejos de favorecer el desarrollo social, el conocimiento


de la realidad del niño, lo que producen es un efecto perverso: condicionar o (lo que es
más grave) impedir su conocimiento de la realidad inventando una <realidad otra>,
pero, como decía Rodríguez Pedraza3 , «todo el proceso evolutivo del niño es un
camino hacia la acomodación del yo al mundo y al otro. Alcanzar definitivamente esta
acomodación supone una interacción y una comunicación con el otro, es decir, una
integración socializante [...] La verdadera función de la literatura infantil es la de
facilitar una asimilación de la realidad externa y la de estimular una acomodación libre
y creativa». Pero difícilmente podemos producir el acomodo a esa realidad desde una
serie de supuestos que contradicen esos principios que se pudieran presuponer
estableciendo un statu quo imparable.

Es como si el escritor tuviera miedo de mostrar la realidad al mundo de la infancia y


decirle: en la vida, hijo, unas veces ganan los buenos y otras los malos, y no
necesariamente el bueno encuentra su puesto ni el malo el suyo; y es más, incluso habría
que decirle que en la realidad todo un pueblo puede cerrar los ojos y dejar que el
malvado disemine su maldad: léase Hitler y el pueblo alemán. En El intrépido soldadito
de plomo de Andersen un niño recibe un regalo envenenado: un ejército de soldaditos de
plomo con los que jugar. ¿También Hitler de pequeño tuvo semejante regalo?

Esta apariencia que encierran muchos cuentos infantiles es una <mentira piadosa>
pero sobre todo es una representación o simbología que impide la discreción, sensatez y
madurez de la infancia (por su incapacidad para resolver la realidad en la que la
dicotomía de los cuentos no siempre es tan fácil ni se resuelve así) porque se parte del
principio (ilusorio) de que si se dice la verdad a determinadas edades sólo se puede
generar frustración, angustia, miedo e incapacidad; y en cambio, hay que generar
ilusión, valentía, reacción, ensueño... Y el malvado tiene mucho que decir en este
aspecto, como decía Bettelheim4 , «sobre todo porque dan pie a que las angustias
indeterminadas se concreten y se tornen, al propio tiempo, más dominables. Son más
terribles de dominar las angustias inconcretas que aquellas que quedan bien dibujadas».
En consecuencia, la afirmación de la <positividad> genera la negación de la
realidad. No estoy de acuerdo con un aserto casi generalizado en el mundo de los
cuentos infantiles como el de que «la ficción del cuento ofrece al niño -
paradójicamente- una visión aceptable de la vida real; incluso en sus aspectos más
crudos, aquellos que normalmente se le esconden»5 No es una visión aceptable de la
realidad porque es una realidad conducida, tratada o manoseada en muchos casos o, al
menos, en este que comentamos en el que perdedor y malvado están identificados
metafóricamente. Podemos creer en un principio en que «los modelos de actuación que
ofrecen los personajes, la clara identificación posible con los mismos, el predecible y
posiblemente ya conocido final, libera las angustias infantiles. Los niños llegan a saber
que la felicidad es posible si se conquista cada día»6. Es cierto, pero también podemos
crear expectativas falsas en su formación como individuos porque una cosa es lo que
sucede en los cuentos de hadas y otra muy distinta lo que sucede en la realidad.
Verbigracia, ¿cuántas veces en los cuentos de hadas es un perdedor o es un malvado el
rico? ¿Cuántas veces lo es en la realidad? En el cuento de Caperucita Roja el lobo es
castigado con la muerte y Caperucita sale triunfadora a pesar de su ingenuidad y
confianza. En la realidad el lobo hubiera engullido a Caperucita y ahí habría acabado el
cuento con una consecuencia didáctica mucho más ejemplarizante y, sin duda, trágica:
la muerte de la niña por su candidez; pero el final feliz es la otra cara de la moneda de
los cuentos de hadas: y por eso los hermanos Grimm edulcorarán la historia con el
cazador que saca del cuerpo del lobo a Caperucita y su abuela. Las variantes del cuento
de Caperucita, sin embargo, no impiden el final: los malvados son los perdedores de la
historia.

El caso de la niña Jezabel7 nos aporta un ejemplo ad sensu contrario de lo que


estamos afirmando que refuerza lo que estamos tratando de transmitir: la quimera de los
cuentos de hadas y la identidad malvado/perdedor. Jezabel es una niña perfecta que lo
hace todo de maravilla: obedece siempre a los padres, es muy limpia, ordenada, escribe
con una endiablada pulcritud..., hasta el punto de que colocan una estatua suya en el
parque para que se siga su modelo de perfección. Jezabel será devorada por un
cocodrilo, pero muy pocos sufrirán por ella: «Ha ahogado sus impulsos infantiles
(personales) hasta el punto de que carece de criterio para tomar una iniciativa autónoma
que difiera del <programa> asumido»8. Jezabel es una buena niña que resulta, sin
embargo, perdedora. Y aquí radica su novedad, actualidad y madurez vital: los
perdedores no tienen el porqué ser los malvados. ¿Por qué muere Jezabel si es un
modelo de conducta? ¿Los niños y niñas entenderán esta muerte? ¿Cómo siendo tan
buena se puede morir? Como dice Ruiz Campos, más que un cuento dirigido a los niños
parece un cuento dirigido a los adultos: «Los niños tienen derecho a ser niños y no
podemos hurtarles esta posibilidad porque si no la vida no nos dará -ni a nosotros ni a
ellos- una segunda oportunidad»9.. Pero este pensamiento se aleja totalmente del
esquema: bueno=vencedor/malvado=perdedor. Es un pensamiento demasiado complejo
que se aparta del esquema tradicional de los cuentos de hadas, aunque incide en la
necesidad que apuntábamos anteriormente: no perder de vista el referente o el contexto
en el que vive y del que se alimenta el niño: la realidad.

Esta vía la había inaugurado Dahl a principios de siglo, como recordaba Viñas
Valle10 cuando en sus cuentos infantiles se apartaba de los modelos clásicos y se
acercaba decididamente a la realidad postulando otros principios más coherentes con la
misma. Por ese motivo, «los personajes de los progenitores en el mundo infantil de Dahl
no son padres y madres ideales, un modelo a seguir e imitar por sus hijos. Se les
construye como abusones, autoritarios, negligentes y con defectos. Pero Dahl también
nos presenta padres del lado opuesto, esto es, papás y mamás que miman y conceden
todos los caprichos de sus niños malcriándoles. Es interesante observar que en Dahl, el
exceso, ya sea de tipo positivo o negativo, se desaprueba y castiga duramente
Encontramos ejemplos al comienzo de Matilda, cuando el narrador describe con
sarcasmo cómo algunos padres están tan cegados por la adoración que sienten hacia sus
hijos». Un ejemplo, que demuestra a las claras, cómo desde la realidad se puede crear
también una literatura infantil coherente y cómo los principios dicotómicos sobre los
que se organizaban tradicionalmente los cuentos de hadas incidían en aspectos
contradictorios de la misma y no resolvían el conflicto existencial para el que habían
sido creados. Sin embargo, eso no significa que el modelo global haya desaparecido
porque los gigantes y las brujas de Dahl siguen martirizando a los niños, son los
malvados que acabarán siendo derrotados11.

Historia de malvadas
La Historia de Zobeida gira en torno a los celos, la traición y el daño. Zobeida es
una buena joven que a pesar de ayudar reiteradamente a sus hermanas (a las que ni
siquiera les dan nombre)12 , sólo merece el pago de ser arrojada a las aguas del mar por
ellas para consumar su venganza.

Cuenta Zobeida la historia de sus hermanas, dos desgraciadas a las que maltratan
reiteradamente tanto los maridos de su primer matrimonio como los del segundo.
Zobeida les aconsejará, protegerá y ayudará reiteradamente, actuando con ellas con un
modelo de conducta <casi parternal>.

En uno de los viajes, Zobeida llega a una ciudad maravillosa donde todos sus
habitantes, incluido el mismo rey, están petrificados como consecuencia del
seguimiento de una religión distinta a la musulmana: eran adoradores del terrible
Nardún, juraban por el fuego y la luz, por la sombra, el calor y por los astros que giran.
Todos menos un joven, el hijo del rey, que desde pequeño y en secreto había sido
educado en la religión coránica por una vieja musulmana. Zobeida se enamora de él
pero sus hermanas sienten celos y, estando en alta mar de vuelta hacia su tierra las
hermanas malvadas los arrojan a las aguas ahogándose el joven, pero salvándose ella.
Al llegar a tierra Zobeida ayuda a una lagartija (una efrita) (perseguida por una serpiente
(un efrit)), que en realidad acabará ayudándola y castigando a sus hermanas que serán
convertidas en perras negras sobre las que habrá de cumplir la orden de castigarlas cada
día con trescientos latigazos y si no lo hiciera ella misma se convertiría en perra.

Las malvadas en este relato son identificadas con las perdedoras: son las hermanas
innominadas, la perras negras. ¿Por qué el perro? ¿Qué valor simbólico tiene este en el
Islam?13 Se sabe que los sabios de las escuelas de jurisprudencia Saafi´i y Hambali
piensan que el perro es un animal impuro, aunque hay otros que sostienen que no es el
perro en sí sino los líquidos segregados por él, porque según dijo el Profeta: «Si un
perro lame la vasija de alguno de ustedes, deben arrojar lo que hay en ella y lavarla siete
veces». Y de estas siete, la primera ablución de la vasija ha de hacerse con tierra.
Aunque hay discrepancias de interpretación sobre la permisibilidad o no de tener perros,
los hay que afirman taxativamente que no está permitido tener perro alguno; otros,
menos heterodoxos, señalan siguiendo al Profeta que «Todo aquel que tenga un perro,
excepto un perro para caza o pastoreo, verá su recompensa disminuida en un qiraat».

En cualquier caso, el perro, en la cultura musulmana es un ser indigno, ignominioso


e infame, y las hermanas de Zobeida son convertidas además, no sólo en perras, sino en
perras negras: el calificativo «negra» añade un plus de desprecio a las mismas pero no
sólo puesto que el negro se denomina Shaytân, que está claramente identificado con
Satanás en la terminología cristiana. En consecuencia, las hermanas son identificadas
con el mal y por este motivo han de ser azotadas. Su perversidad ha consistido en el
ejercicio de los celos y el delito de asesinato en grado de tentativa. El acto de justicia no
implica su muerte sino un castigo: su conversión en perras negras que habrán de ser
diariamente azotadas. Y este acto de justicia lo lleva a cabo una efrita14. . En esta
historia, sin embargo, se distinguen dos tipos de ifrits o efrits: un efrit (malvado,
simbolizado en la serpiente, ser malvado donde los haya: la remisión al Génesis sólo
sería un tópico a tener en cuenta), que siente un gran resentimiento hacia lo humano,
malignos, irónicos, difíciles en el trato, que trata de violar y dar muerte a una efrita y
ésta misma, que actúa bondadosamente con la protagonista de nuestra historia evitando
su muerte y actuando con justicia sobre las hermanas, aunque también con crueldad.
Siendo consciente de ello, Zobeida una vez que realiza el castigo que le ha impuesto la
efrita las besará después llena de dolor por tener que castigarlas. Como nos recordaba
Palacio Guerrero15, en la tradición oriental tanto del cercano como del lejano oriente,
existe la eterna lucha dicotómica: «La dualidad que nos presentan los Djinn es la eterna
lucha del bien y el mal representada en sus divisiones menores: los genios y los efrits.
Los genios, ampliamente conocidos por occidente son los Djinn buenos, es decir, que
poseen una naturaleza amable y están dispuestos a ayudar a los hombres con sus
habilidades supra-humanas pero a cambio de pruebas de habilidad tanto lírica -
acentuando aun más el poetismo de las mil y una noches, y si nos adentramos en el
personaje de Schehrezade, una manera de alargar más la historia- como mental;
lastimosamente son pocos los que aparecen en las mil y una noches y resulta bastante
complicado aseverar cual Djinn realmente es genio para un occidental (porque muchas
pruebas de los Djinn son malvadas o complicadas que realmente no se sabe si son
producto de una mente malvada o bondadosa). Los Efrit son los Djinn que más aparecen
en las mil y una noches, son viles y malvados, poseedores de grandes riquezas y aun
doncellas hermosas, violentos y sediciosos. Pero el aspecto más interesante de los Efrits
es su relación directa con el Islam: representan los espíritus malignos esencialmente
paganos, es decir, no fueron convertidos al Islam, o más bien, no quisieron aceptar las
enseñanzas de Mahoma».

En la Historia de Zobeida existe un efrit malvado y otro bueno (en femenino, efrita)
pero su sentido de la justicia es terrible. Las hermanas, en cualquier caso, son primero
víctimas de una situación, pues son golpeadas por sus maridos y abandonadas, y,
posteriormente, encarnan vicios repulsivos: la envidia y los celos. En consecuencia, se
presenta en ellas una alianza de ambas situaciones: ser víctimas y ser criminales. Y la
bondad, en contraposición, está representada por su hermana Zobeida, la que, como
consecuencia, será la única que se salve porque, siguiendo el fatum tan habitual por
estos lares, «estaba previsto que se salvara».

El otro gran perdedor de la historia (que no malvado) es el hijo del rey, que se
convierte en un mártir, por lo que su sentido de perdición lleva el correlato perfecto de
lo que instituye el Corán: Zobeida, tras recorrer el palacio donde todo son estatuas
yacentes petrificadas en vida escucha una voz dulce que entona el Corán y observa que
llega de un hermoso joven que acompasadamente canta los suras. En ese momento se
enciende su corazón y se enamora de él. El joven, que no tiene nombre, es el único que
se ha salvado en la ciudad de ser petrificado porque es el único que no ha seguido la
religión de los magos adoradores del terrible Nardún. El joven está consagrado al
ayuno, la oración y la lectura del Corán. Pero en la tradición musulmana existe el
sacrificado, el mártir. Y el joven acaba convirtiéndose en el mártir, el único mártir por la
actuación de las malvadas hermanas de Zobeida. Desde el principio existe una
inclinación de Zobeida hacia él, e incluso cuando se acuestan a dormir ella (en señal de
sumisión) lo hace a sus pies e incluso le propone convertirse en <cosa suya>.

En esta historia están integrados de modo simbólico dos mundos: el real (en torno
las hermanas de Zobeida y ella misma) y el mitológico, poblado por efrits y hechos
maravillosos: personas que se pueden convertir en perras o estar petrificados, seres que
están por encima de los humanos, en un estadio superior, metamorfosis de una serpiente
en efrit y de una lagartija en efrita... Estos dos mundos son perfectamente mestizos. En
absoluto funcionan dualmente. Se producen vasos comunicantes entre unos y otros, y lo
maravilloso toma las riendas de lo real y lo real de lo maravilloso. En esta integración,
sin embargo, se van estableciendo unos cánones de conducta, unos modos de visualizar
los comportamientos, un sistema de valores que van penetrando de un modo raudo pero
decisivo en el lector: la mujer como inmolada y martirizada, víctima en definitiva (lo
son las hermanas de Zobeida por sus maridos, que no alcanzan el efecto de la justicia
sobre ellas), la mujer como segundona (lo es Zobeida respecto del joven príncipe), el
castigo de los culpables (el de las hermanas de Zobeida convertidas en perras), la
bondad del martirio (el del joven príncipe), la interacción entre lo maravilloso y lo real
(todo es posible)...

Otros modelos importantes

1. La avaricia: Lo que el viento contó de Valdemar Daae


En esta historia Andersen cuenta cómo la altivez primero y las ansias desmedidas de
riqueza después (la avaricia) pueden convertir la existencia de una familia en un
infierno e incluso traer consigo la desgracia y la muerte. El infortunio se apodera de la
familia Daae a causa no ya sólo de la altivez endiablada de la señora Daae (que es
castigada por el viento, narrador de la historia, a no despertar jamás) sino también del
propósito de su marido, el caballero Valdemar Daae, de convertir, como un nuevo
alquimista, cualquier objeto en oro (que le causará su desgracia) y en su locura lo quema
todo: ya se sabe la cercanía simbólica entre los colores del fuego y el oro.

Desde la Edad Media los alquimistas pretendieron a través de un proceso mágico


alcanzar la piedra filosofal y convertir todos los objetos en oro. El elixir, el hermetismo,
la alquimia desde entonces son conceptos convergentes que promueven la dignidad de
la riqueza y la avaricia de la acumulación material. Pero en esta historia hay una
componente moral desdeñable al asumir la avaricia como proceso de conquista y el que
ejerce de malvado no sólo será el perdedor en esta historia sino que llevará a la
desgracia a toda la familia: se produce una socialización del infortunio.

¿Cómo llega Valdemar Daae a tener la aspiración de convertir en oro todos los
objetos? A partir del momento en que le sobreviene una desgracia: el sueño eterno de su
mujer como castigo por su altivez con los campesinos. Observamos desde el inicio que
Andersen deja muy claro que el no acercamiento al pueblo, a las clases populares, el
aislamiento, la altivez, la soberbia y el orgullo de las clases superiores puede acarrear (a
través de diversos caminos) su decadencia y destrucción. No se plantea evidentemente
un principio revolucionario (y tampoco nosotros seríamos capaces de exigírselo para ese
momento histórico): que éstas pierdan su statu quo sino que se comporten con las clases
inferiores como correspondería a su dignidad, que se comporten como buenos
ciudadanos con las personas que pertenecen a una clase social inferior.

Este es el origen del cuento: En el castillo de Borreby habita Valdemar Daae, su


esposa y sus tres hijas (Ida, Ana Dorotea y Juana) que deciden ir a la fiesta que
organizan los siervos cada año amenizada con bailes, comida y bebida. Sin embargo, la
señora Valdemar no quiere que sus hijas se queden a danzar con los aldeanos y cruza
con su carroza entre ellos sin responder siquiera a los saludos que les dedican. A partir
de este momento sucede la desgracia de la señora y la <locura> del esposo al querer
convertir todo en oro.

La maldad de Valdemar Daae, que le lleva a su perdición y muerte, se produce


desde el momento en que aspira a conseguir lo que los magos de la antigüedad:
convertir los objetos en oro. En principio puede resultar legítima esta búsqueda, pero
obsérvese que nace ya de un presupuesto maléfico: el silencio eterno de su esposa y, en
consecuencia, con unos prejuicios del autor que está en contra radicalmente de esta
búsqueda. El autor se postula como antihéroe a través del viento que actúa como ariete
de esta situación. Y el proceso se hace comprensible por dos motivos:

A. La identificación de esa búsqueda del oro con una carrera de codicia desmedida
y, en consecuencia, condenada al fracaso.
B. La locura como enfermedad que les sobreviene a los que son desmedidos en su
ambición.

Valdemar Daae paga su <maldad> con la locura, la ruina económica, la desgracia, el


descenso social y la muerte. Es un perdedor nato. Su pérdida se produce como
consecuencia de su avaricia pero, antes (no olvidemos el detalle) por un proceso que se
había iniciado al no aceptar su mujer la relación con la clase más desfavorecida. Hay,
por tanto, una componente ética y moral que defiende Andersen con la que se puede
estar a favor o en contra, pero existir, existe.

2. La belleza: El patito feo


En este cuento tan difundido Andersen toma la fealdad como motivo de exclusión
social, y, en consecuencia, como efecto sobre la existencia y la discriminación. La
diferencia produce la excepción y, en consecuencia, el descarte social. Pero si
abundáramos en nuestro discurso podríamos deducir que la diferencia (como categoría
social) es consecuencia de lo que los demás consideran que debe ser. Una instrucción
silenciosa (aceptada no obstante por todos) que no permite nada que sea ajeno a la
uniformidad, al equilibrio, a la homogeneidad, al canon, a la ortodoxia, al orden
establecido, al statu quo... El patito feo rompe esa ortodoxia imperante en torno a los
cánones de belleza, es un <antivalor estético>. Hoy día este mismo efecto siniestro de lo
que se entiende por belleza o fealdad lo podemos observar en muchos chicos y chicas, y
las consecuencias en la anorexia y la bulimia: una plaga social. Es el mismo proceso que
lo engendró, fundado en un antivalor, y la respuesta es seguir el canon homogéneo de
perfección establecido socialmente porque de lo contrario se produce la excomunión
general y su descarte como individuos. En la sociedad actual triunfa lo bello, también
como en la historia del patito feo que, de este modo, se hace símbolo del discurso social
actual.

Desde que nace, el patito feo es un perdedor: «Los cuentos enseñan a los niños que
triunfar en la vida es posible, eso sí, con bastante esfuerzo y con algo de suerte. Pero
también les enseñan que es posible fracasar, si no contamos con la fortuna de nuestro
lado, incluso aunque nos esforcemos [...] En muchas ocasiones, aunque no existe
estrategia previa, el destino pone en el camino de los personajes algún objeto o ayudante
que, en el momento decisivo, auxilia al protagonista y procura su salvación o el éxito de
la empresa. En otras ocasiones, no»16 . El patito feo, efectivamente, transmuta hacia el
final del cuento su origen que (por mor del destino o la providencia) pone fin a sus
desgracias originarias. Es un perdedor (no malvado) que acaba siendo ganador. Ni
siquiera él es consciente de su cambio social y de su integración. De hecho, cuando
observa hacia el final del cuento a los tres cisnes que nadan hermosos, piensa que se
burlarán de él y se mete en el agua tímidamente procurando no hacer ruido (para evitar
el ser visto porque esto produciría su exclusión) y cerrando los ojos cuando siente
cercano el ataque. El espejo, como a Narciso, le devuelve su bella imagen en el agua. Es
sólo él quien inicialmente se da cuenta de la transformación por casualidad (las
contingencias y eventualidades del hado), pero, en seguida, el reconocimiento de los
demás y la integración: «Mirad, tenemos un nuevo compañero; y ¡qué hermoso es!»,
dirá uno de los hermosos cisnes al contemplar al que había sido en el pasado patito feo.

Observemos que la única forma de salir del orden establecido no es rompiendo el


binomio belleza/fealdad y su relativismo social excluyente sino atrayendo hacia el orden
social imperante (hacia los cánones de belleza) al que no la tenía ab initio. Este
discurso, sin duda, que posee una perversión integrista de primer orden, no aporta
ninguna solución y reproduce en el niño esquemas viejos, porque lejos de enfrentarse al
meollo del asunto, no lo hace, lo bordea y lo disuelve en una metamorfosis inexplicable
(si acaso sólo explicada por el aserto de que el tiempo lo puede transformar todo, de ahí
la continua referencia temporal en el cuento) que restablece ese orden roto por el patito
feo.

En el esquema que proponía Gervilla17 sobre modelo axiológico de educación


integral establecía varios parámetros, y uno de ellos es el de los valores o antivalores
corporales18 (a los que estaría adscrito El patito feo) que corresponderían a un conjunto
de cualidades o defectos deseables o no relacionados con el cuerpo. Evidentemente aquí
se proyecta la fealdad física como elemento disonante y como eje de creación del cuento
que soportaría la discriminación urbi et orbe hasta que el azar lo resuelve, pero ya
hemos dicho que lo resuelve según el statu quo reinante y, por tanto, de modo falso. Y
lo que estamos transmitiendo es una solución falsa: que el destino transmute la fealdad
en belleza; en cambio, no se plantea para nada la resolución del conflicto creado por la
discriminación estética. Por tanto, el debate creado sigue siendo falso y profundamente
pernicioso.

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