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Periferias, fronteras y diálogos.

Actas del XIII Congreso de Antropología de la Federación


de Asociaciones de Antropología del Estado Español. Tarragona, 2-5/09/2014
Tarragona, Universitat Rovira i Virgili, pp. 329-349.
http://digital.publicacionsurv.cat/index.php/purv/catalog/book/123

LA CRISIS DE LOS CUIDADOS COMO CRISIS DE


REPRODUCCIÓN SOCIAL. LAS POLÍTICAS PÚBLICAS Y
MÁS ALLÁi

Dolors Comas d’Argemir


dolors.comasdargemir@urv.cat
Institut Tarragonès d’Antropologia
Universitat Rovira i Virgili

1 Introducción
La llamada crisis de los cuidados constituye un indicador de una crisis de reproducción social
que afecta al conjunto del sistema capitalista. Esta crisis ha alcanzado dimensiones globales y
ha acentuado las formas de reproducción estratificada, asentadas en desigualdades de género,
de clase y étnicas. En estos momentos de hegemonía neoliberal, con el adelgazamiento del
Estado y de las políticas públicas, es especialmente importante debatir la reorganización total
del trabajo desde una perspectiva holística, crítica y transformadora que incorpore la
organización social de los cuidados. Los aportes de la economía feminista están siendo muy
sustanciales en esta dimensión. La antropología a su vez ha desvelado las construcciones
culturales que vinculan las actividades de cuidado a la familia y a las mujeres y que han
impedido situarlas como una cuestión social y política que afectan al conjunto de la sociedad.
Se trata de desvelar también que la noción de dependencia, tan vinculada a los cuidados, tiene
un alcance más amplio que el que le otorgan las políticas públicas.
En esta comunicación profundizaré en los conceptos de reciprocidad y de deuda social
partiendo de la idea de que la dependencia es intrínseca a los seres humanos y, si es universal
e inevitable, constituye un asunto de naturaleza colectiva y de ciudadanía. Intentaré mostrar
que su invisibilidad, restricción conceptual y desplazamiento al ámbito privado tienen una
dimensión política, pues contribuyen a reproducir las estructuras de poder del capitalismo,
que, entre otras dimensiones, se sirven de las desigualdades entre hombres y mujeres en su
lógica de apropiación del trabajo y de acumulación de riqueza. Se trata en definitiva de
entender el cuidado como un asunto social y político y no sólo como un asunto privado y de
mujeres. Este cambio de paradigma permite plantear un reparto equilibrado de los cuidados
entre individuo, familia, Estado y comunidad, así como entre hombres y mujeres y entre
generaciones. Permite además ir más allá de los debates sobre la mercantilización del cuidado
y de las políticas públicas, para situar nuevas formas de relación social basadas en la gestión
de un bien común como es el bienestar de las personas, cuestionando a su vez los ejes de
desigualdad. En esta comunicación, por consiguiente, no se trata sólo de analizar y de
diagnosticar, sino de plantear desde las aportaciones de la antropología aspectos de interés
social y político que cuestionan los paradigmas de hegemonía neoliberal en sus lógicas de
gestión de lo social.

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2 Aportes desde la antropología
La antropología feminista ha hecho importantes contribuciones al análisis del cuidado. Ha
mostrado, por ejemplo, que el cuidado está presente en todas las sociedades humanas pero que
se asienta en unas relaciones sociales determinadas y su significado sólo tiene sentido en
contextos sociales y culturales específicos. No hay un cuidado universal; siempre es
particular, socialmente construido. Hay una gran diversidad cultural en las formas de cuidar y
de distribuir el trabajo de cuidados.
Otra aportación de la antropologia feminista ha sido mostrar que la sexualidad y el
parentesco son esenciales para analizar la vinculación entre cuidado y género. La sexualidad
proporciona el lenguaje de la biología para explicar las diferencias entre hombres y mujeres,
atribuyendo a éstas un instinto y una capacidad especiales para ocuparse de los cuidados
debido a su papel en la reproducción de la vida y en las primeras etapas de la crianza (Caplan,
1987, Ortner y Whitehead, 1981). El parentesco, por su parte, proporciona el lenguaje de la
genealogía para ubicar a las personas en funciones y obligaciones diferenciadas. Es la relación
social por la que se regula la reproducción humana, distribuyendo a las personas en una red
genealógica en base a la cual se otorgan atributos, derechos y roles, se organiza la división del
trabajo en la familia, así como las formas de dar y recibir cuidados (Yaganisako y Collier,
1987).
La antropología feminista ha contribuido también a politizar ‘lo personal’, desvelando que las
desigualdades se producen en la familia y en las tradiciones culturales, en la sociedad civil y
en la vida cotidiana. Focalizando no sólo en el género sino también en la clase, la raza, la
sexualidad y la nacionalidad, contribuye a construir la alternativa ‘intersectorial’ ampliamente
aceptada hoy (Stolcke, 2010) que desvela el entramado por el que se construyen las
desigualdades, que no derivan únicamente de las desigualdades económicas, sino también de
las jerarquías de estatus y las asimetrías de poder. Esta perspectiva va más allá de la
dimensión académica, pues aporta elementos para vincular las luchas contra las injusticias de
género con las luchas contra el racismo, la dominación de clase, la homofobia o el
neoliberalismo.
La distribución del cuidado se ha planteado usualmente a partir de la división del trabajo entre
mujeres y hombres. La economía feminista ha hecho una gran contribución mostrando el
valor económico del trabajo no remunerado y su importancia para la reproducción social, pero
muchas de sus investigaciones son prisioneras de un esquema conceptual que sitúa los
cuidados en el marco restringido de la división sexual del trabajo. Es cierto también, por otra
parte, que las desigualdades de género se han vinculado a las de raza y etnia, pero a menudo
se ignoran las clases sociales o se reducen a una categoría social equivalente a las demás, lo
que implica ignorarlas como componente estructural del sistema.
Planteo una perspectiva más amplia, que es donde sitúo los retos de la antropología feminista
hoy, como es focalizarse en la distribución social de los cuidados, que trasciende la división
del trabajo entre hombres y mujeres y abarca las instituciones derivadas del Estado y del
mercado, así como las asociativas o comunitarias. Efectivamente, el Estado, a través de las
políticas públicas, ha asumido responsabilidad en los cuidados mediante la provisión de
servicios, de prestaciones económicas y de tiempo. También el mercado suministra servicios
de cuidado, tanto desde las empresas especializadas en el sector como desde la contratación
de cuidadoras en el hogar. Esta perspectiva más global, que abarca al conjunto de la sociedad
plantea la necesidad de tener en cuenta la articulación de las dimensiones de género con las de
clase y también con las étnicas. Se trata de analizar hasta qué punto la redistribución de los
cuidados incide en las pautas de género y se vincula a cambios en la organización de la
producción y de la reproducción social.

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Esta perspectiva obliga a cambiar también las formas de acercarse al cuidado y enfocarlo no
sólo como actividades que hay que hacer sino también como un conjunto de necesidades que
hay que satisfacer. Hay que considerar pues la recepción del cuidado y entender que la
necesidad de cuidados no se ciñe sólo a la infancia o la vejez, sino que abarca todo el ciclo
vital, aunque en determinados momentos se necesiten más. Esta idea contrasta con el valor de
la autonomía y de la autosuficiencia personal, que es uno de los mitos fundacionales de
nuestro tiempo (Fineman, 2000, 2004).
La propuesta de considerar las necesidades de cuidado como algo que afecta a todos los seres
humanos en todas las etapas de la vida y como parte esencial de la reproducción social
permite situar el enfoque analítico en cómo el cuidado se reparte entre sexos y generaciones, y
entre familia, estado y mercado. Se trata de considerar el cuidado como una forma de
reciprocidad generalizada, como una deuda moral, no sólo entre generaciones, sino entre
todos los componentes de la sociedad. Este planteamiento cuestiona los mecanismos por los
que la reproducción social se pone al servicio de unas estructuras de desigualdad y de poder
propias del capitalismo sirviéndose de las desigualdades entre hombres y mujeres. Asimismo,
permite desenmascarar las trampas ideológicas que impiden avanzar hacia una redistribución
más justa de las tareas y del tiempo de cuidado entre sexos y generaciones y entre individuos,
familia y estado. Planteo así la reflexión académica desde objetivos políticos, tal como lo han
hecho muchas antropólogas feministas (Méndez, 2007; Moore, 1981). La propuesta se sitúa
en la línea de las políticas de la redistribución que, como señala Fraser (2011), son las que
vinculan la igualdad entre hombres y mujeres a una transformación de las estructuras más
profundas de la desigualdad social y del sistema neoliberal.

3 Cuidados, cultura y sociedad

3.1 El cuidado, una necesidad social


El cuidado consiste en la gestión y mantenimiento cotidiano de la vida, la salud y el bienestar
de las personas. Es esencial para la existencia de la vida y su sostenibilidad así como para la
reproducción social y, en este sentido, no es nada marginal. Todos los seres humanos
necesitamos cuidados a lo largo de nuestras vidas y, por tanto, tienen también una dimensión
social, ya que son condición indispensable para la propia existencia y continuidad de la
sociedad. Pero esta centralidad no se corresponde con la percepción social existente, que
otorga un gran valor a la producción de mercancías tanto materiales como ficticias y, en
cambio, restringe la responsabilidad del cuidado al ámbito familiar y considera sus
actividades como propias de las mujeres, ancladas en su naturaleza, así como en dimensiones
morales y afectivas.
Utilizo el término cuidado como categoría analítica. Investigaciones sociológicas y de política
social han destacado la dificultad de definir el concepto de cuidado y o bien se opta por
considerarlo una categoría empírica o bien por dejar el debate abierto en cuanto a su
contenido (Thomas, 2011; Carrasco, Borderías y Torns, 2011). Considero que no hay
contradicción en utilizar el término cuidado como categoría analítica si se tiene en cuenta que
es también una construcción social. De esta forma no se confunde ideología con sistema, ni
hechos empíricos con teoría (Strathern, 1985). Como señala Giménez (2005: 16) "cada
abstracción o categoría de análisis captura sólo un momento o aspecto de una compleja
realidad; las cosas son lo que son a causa de su relación con otras cosas". Y esta relación se
expresa en contextos sociales específicos. Desde esta perspectiva, me referiré al cuidado
como el conjunto de actividades dirigidas a proporcionar bienestar físico, psíquico y

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emocional a las personas. Estas actividades se realizan en unas determinadas relaciones
sociales y económicas, que es donde se enmarca la división sexual del trabajo y la
reproducción de desigualdades.
La producción de bienes y servicios y la reproducción de la vida son parte de un proceso
integrado. Esta vinculación, que ya señalaba Marx, fue recuperada desde la investigación
feminista como forma de entender y dar valor a los procesos reproductivos. No hay sistema
productivo, ni sociedad alguna que puedan existir sin que se reproduzca la vida y se sostenga.
Las personas enferman, envejecen, se lesionan, mueren y, antes, han de nacer. Todo ello
requiere la satisfacción de las necesidades diarias, como alimento, ropa, cobijo, asistencia en
caso de enfermedad o dependencia, y también requiere el reemplazo: la reproducción de la
vida. Todo esto forma parte de los cuidados. Pero no sólo esto. Las personas, como seres
sociales, requieren capacidades lingüísticas, educación, salud, trabajo, solventar las
adversidades. Dimensiones todas ellas que forman parte de la reproducción de la fuerza de
trabajo y, de una forma más amplia, de la reproducción social (Harris y Young, 1981).
En definitiva, hay que tener en cuenta como características del sistema dos aspectos. El
primero es la unidad del conjunto socioeconómico, pues no hay producción sin reproducción.
Lo cual, en el caso del sistema capitalista, implica que trabajo remunerado y trabajo familiar
no pagado forman parte del mismo proceso. El segundo aspecto se halla en la contradicción
entre acumulación de capital y reproducción social. El Estado, como redistribuidor, ha de
proporcionar recursos en forma de políticas sanitarias, regulación laboral, educación,
pensiones, etc. Esto forma parte de una negociación (o conflicto) constante entre quienes
tienen el poder económico y político y quienes luchan para la obtención de derechos sociales.
(Bhattacharya, 2013)
La reproducción social se asume a través de cuatro tipos de relaciones e instituciones: 1) la
familia, mediante un trabajo que no es remunerado; 2) el Estado, mediante servicios y
prestaciones que constituyen una especie de salario social; 3) el mercado, que proporciona
servicios con fines lucrativos, y 4) la comunidad en sus múltiples formas (redes familiares o
vecinales, entidades sin fines lucrativos).
El predominio de cada uno de estos ámbitos en la provisión de cuidados tiene que ver con la
tensión entre lógicas de acumulación de capital y lógicas de redistribución social, lo que se
expresa en la fortaleza o debilidad de las políticas públicas. Insisto en todo caso en la
naturaleza contradictoria de este proceso, pues el hecho de no asegurar la reproducción social
pone en peligro el propio proceso de acumulación. Tal como señala Bhattacharya (2013: 4)
esta dependencia contradictoria entre producción y reproducción es esencial para entender la
economía política de las relaciones de género.
2.2 La crisis de los cuidados y la reproducción estratificada
La familia se configura como una institución básica a la que se atribuye la responsabilidad del
cuidado de sus miembros. Este hecho, que oculta la dimensión social del cuidado, resulta
funcional para la reproducción de una sociedad desigual. Efectivamente, el capitalismo genera
pobreza y exclusión social, y muchas personas que por distintas razones no pueden trabajar o
que carecen de ingresos suficientes tienen en la familia una malla de protección social que
permite su acceso a recursos y cuidados necesarios para sobrevivir. Se privatiza de hecho la
reproducción social, que se restringe a la familia y se asienta en el trabajo no remunerado de
las mujeres. Se naturaliza así tanto la familia como el papel de las mujeres en los cuidados.
Insisto en todo caso en que esta asociación de familia-mujeres-cuidados es fruto de una
particular articulación de las estructuras de producción y reproducción en el contexto
capitalista.

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Los estados del bienestar se construyeron tomando como referencia un determinado tipo de
familia, configurada por un hombre proveedor de ingresos y una mujer-madre que se hacía
cargo del y del trabajo el hogar. Éste era el modelo normativo, a pesar de que muchas familias
no se ajustasen a él. De esta forma, los estados del bienestar se centraron en la provisión de
bienes y servicios vinculados a la protección social (desempleo, enfermedad, vejez,
discapacidad), a la educación y a determinadas ayudas, sin contemplar la situación específica
de las mujeres, a las que incluía en el sistema a través de sus maridos o padres (Sassoon,
1996). Este modelo está agotado, tanto empíricamente como normativamente.
En los años recientes de desarrollo del capitalismo neoliberal ha habido cambios importantes
en las condiciones de formación de las familias, en su composición y en sus relaciones
internas, muchos de los cuales han tenido que ver con las luchas de las mujeres por la
igualdad y la diversificación de su participación social. La expansión de las familias con
doble salario, en que hombres y mujeres participan en el mercado de trabajo, resquebraja la
división sexual del trabajo. Las normas de género y los modelos familiares han sido muy
contestados y las familias pasan a ser menos convencionales y más variadas. El antiguo
planteamiento de los Estados de Bienestar se modifica parcialmente a partir de la introducción
de políticas amigables para las mujeres, como las basadas en la igualdad de oportunidades o
en la introducción de servicios y prestaciones para la infancia o la vejez.
La denominada crisis de los cuidados se produce por la transformación de las estructuras
tradicionales en que se basaban los cuidados, asentadas en el papel atribuido a las mujeres en
el hogar y en el funcionamiento de redes extensas comunitarias y de parentesco. La presencia
de las mujeres en el ámbito laboral y social, la atomización de la vida urbana, la
fragmentación y ruptura de las redes de apoyo, así como la falta de implicación de los
hombres en los cuidados provoca un colapso en la capacidad de cuidar de las familias. Y en el
caso de España hay que añadir el raquitismo de las políticas públicas, que agrava la situación.
La baja natalidad es una expresión de la crisis de los cuidados pues expresa la dificultad de
hacer compatibles los proyectos de maternidad con las actividades laborales, sociales y
políticas por parte de las mujeres. En España, por ejemplo, la tasa de natalidad en 1995 era de
1,17 hijos por mujer; en 2012 fue algo más elevada, 1,32 aunque todavía baja. El retraso de la
edad de la maternidad (el primer hijo se tiene pasados los 30 años) es fruto también de estas
mismas circunstancias. Pero así como las técnicas de control de la natalidad permiten aplazar
la maternidad y restringir el número de hijos, la necesidad de cuidados de larga duración no es
programable y resulta siempre sobrevenida en las familias. De esta forma, las situaciones de
dependencia asociadas con la edad y con la discapacidad devienen un problema de primera
magnitud.
Efectivamente, la crisis de los cuidados estalla y se hace visible cuando convergen una
presencia masiva de mujeres en el mercado de trabajo y un incremento de las situaciones de
dependencia vinculadas a la vejez y a la discapacidad. La respuesta de los hogares a las
tensiones generadas por la presión de cuidar ha sido la externalización de los cuidados, y esto
se ha relacionado a su vez con la internacionalización de la mano de obra, compuesta
mayoritariamente por personas de origen extranjero (Carrasco, Borderías y Torns, 2011; Cerri
y Alamillo-Martínez, 2012; Ezquerra, 2011; Mandell, 2010; Pérez-Orozco, 2006).
La crisis de los cuidados exacerba determinadas desigualdades sociales. Colen (1995: 78)
introduce el concepto de ‘reproducción estratificada’ para significar que “las tareas de
reproducción física y social que se efectúan diferencialmente de acuerdo con desigualdades
basadas en jerarquías de clase, raza, etnicidad, género, se sitúan en una economía global y en
contextos migratorios, y está estructurada por fuerzas sociales, económicas y políticas”. Se

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relaciona con la mercantilización del trabajo reproductivo, por el que las mujeres de clase
media y alta contratan cuidadoras para sus hijos o ancianos, aunque a veces recurran también
al apoyo familiar, como es el caso de los abuelos y abuelas que se ocupan de sus nietos. Y lo
hacen porque no pueden asumir directamente el cuidado, ante la práctica ausencia del apoyo
del estado, falta de compromiso de los hombres y limitadas opciones en el mercado.
La reproducción estratificada produce ella misma estratificación, al intensificar las
desigualdades en que se basa (Colen, 1995: 78). Los sectores más vulnerables experimentan
una doble crisis de cuidados, pues las situaciones de dependencia se concentran especialmente
en los hogares con rentas más bajas, y éstas, ante la escasez de servicios públicos, han de
resolver los cuidados con el propio trabajo familiar ya que no tienen capacidad económica
para acudir al mercado. Esta inequidad social se traduce también en los costes de oportunidad
de las cuidadoras cuando se trata de cuidados de larga duración: incompatibilidad laboral,
probabilidad de perder el empleo, efectos sobre la propia salud y efectos sobre la vida afectiva
y relacional.
La externalización de los cuidados no modifica los patrones de género, sino que se asientan en
ellos: finalmente son cosas que se arreglan entre mujeres y que evitan los conflictos de
reestructurar la división del trabajo familiar. Es un sistema altamente estratificado que
intensifica las desigualdades de género, clase y raza en que se basan (Colen 1995: 82), puesto
que las mujeres emigradas se ven forzadas a dejar a sus hijos al cuidado de familiares, sea en
el país de origen, sea en el propio contexto migratorio. Las políticas públicas han influido en
esta desigualdad, tanto a través de las regulaciones de extranjería, como por el tipo de régimen
laboral, muy precario en el caso de las empleadas domésticas, que propicia que este sector se
ocupe con migrantes (Anderson, 2012; Comas-d’Argemir, 2009; Parella, 2003; Simonazzi,
2008). Considero que el término reproducción estratificada refleja mejor esta dinámica de
desigualdad social que el término tan difundido de las ‘cadenas globales de cuidados’, que la
invisibiliza.
El avance de las políticas neoliberales, hoy también en Europa, comporta una reconfiguración
de las relaciones entre producción y reproducción. Por un lado, se están aplicando medidas de
austeridad como una forma de paliar la crisis económica y financiera, pero también como una
forma de controlar la acumulación de capital. Y, por otro lado, se reordena la reproducción
social, reduciendo los servicios aportados por el estado y transfiriéndolos a la familia. En
resumen, en un momento en que el empleo es menos estable y más precario y en que las
familias son más variadas se genera una nueva contradicción, que puede conducir a una
redefinición de las identidades de género y de la naturaleza de la familia desde ideologías que
sintonicen con la lógica neoliberal. La crisis de los cuidados es una crisis de la reproducción
social.

2.3 Cuidados y políticas públicas


A partir del análisis de la aplicación de la Ley de Dependencia en Cataluña, he podido
establecer algunas conclusiones sobre la naturaleza y repercusiones de las políticas públicas
(Comas-d’Argemir, en prensa). En primer lugar, parten de la premisa de que la familia es la
institución responsable de sus miembros y, por tanto, las políticas públicas tienen función de
apoyo y complemento. Esto se ha hecho especialmente visible en la situación de crisis y
restricciones presupuestarias, en que el Estado declina buena parte de sus responsabilidades y
la carga de los cuidados revierte en los individuos o en las familias. En segundo lugar, la
mayor implicación del Estado en los cuidados no ha ido en detrimento del mercado, sino todo
lo contrario: la expansión del mercado se refuerza, en buena parte a partir de la inyección de
dinero público (concierto de plazas residenciales, por ejemplo). En tercer lugar, las políticas

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públicas no han alterado la división del trabajo entre hombres y mujeres. Por el contrario, han
tendido a reforzar el papel de las mujeres como cuidadoras y a mantener el reparto desigual
del cuidado entre hombres y mujeres. En cuarto lugar, la debilidad de las políticas públicas
incide en los ejes de desigualdad. Aunque su existencia amortigua las dificultades de los
estratos sociales más bajos, mediante servicios y prestaciones y suministrando empleo como
cuidadoras, las dimensiones de clase, de género y étnicas estructuran el sistema.
Las políticas públicas contribuyen a definir las ideologías de género y lo que hombres y
mujeres deberían hacer. El tipo de intervención pública y el grado de responsabilidad del
estado en la provisión de cuidados inciden en la división sexual del trabajo. Las políticas
públicas expresan los modos de acción y los campos de tensión que vinculan las políticas a las
prácticas sociales (Franzé-Mundanó, 2013: 14). Así, las políticas sociales se hallan en tensión
con la crisis de los cuidados, generando procesos que pueden estar mal ajustados o no ser
equitativos (Sanday, 2013)
El lenguaje técnico-político contribuye a reforzar y a recrear las construcciones culturales
acerca del reparto de cuidados. No es un lenguaje neutro, pues está relacionado con los
mecanismos de poder, crea categorías, les asigna significados, jerarquiza y construye el
individuo como sujeto (Shore y Whright, 2007: 18). Uno de los términos utilizados en las
políticas públicas de provisión de cuidados, por ejemplo, es el de “cuidados no profesionales”,
que se identifican con la atención suministrada en el hogar por personas de la familia o de su
entorno. Se contrapone, pues a los cuidados profesionales, que son los que se toman como
referencia. Revela, además, la menor consideración del cuidado en el entorno familiar, a pesar
de que es donde discurren la mayor parte de cuidados durante el ciclo vital. A los
denominados cuidadores no profesionales se les asigna así unas remuneraciones que están por
debajo de las del mercado. Términos como “cuidado informal”, o “cuidados familiares”, de
uso frecuente también en el contexto académico, reproducen también esta jerarquía valorativa.
Las políticas públicas se basan en determinadas asunciones que aparecen como evidentes e
incuestionables y que actúan como máscaras que ocultan determinadas relaciones y formas de
dominación (Gledhill, 1999). Nos centraremos en el rol de las mujeres en los cuidados, en el
papel central que se atribuye a la familia y al mito de la autonomía individual.

3 El cuidado y sus máscaras. Problematizando mitos, construyendo


alternativas.
3.1 Sobre mujeres y hombres en el cuidado
Las mujeres son quienes cuidan mayoritariamente. A sus propios hijos y a los de otra gente.
También frecuentemente a sus nietos. Las mujeres predominan en el cuidado de sus propios
familiares enfermos o ancianos, y también en los de su cónyuge. Y ellas son las cuidadoras
principales empleadas en hogares, en empresas mercantiles y en servicios públicos. El
cuidado de hijos y familiares no está remunerado y se considera un trabajo hecho por amor.
Cuando el trabajo de cuidados se paga, la remuneración es baja o muy baja.
En términos de reproducción social, hombres y mujeres contribuyen al mantenimiento
cotidiano de la vida y al bienestar de las personas en el ámbito familiar, pero de forma distinta
y con implicaciones diferentes. El hombre como proveedor material y la mujer como
cuidadora. Este patrón de género, que está en vías de desaparición, se consagró con el
desarrollo del capitalismo y con la separación conceptual y física entre trabajo y familia. La
ficticia separación entre trabajo productivo y trabajo reproductivo contribuyó a la
invisibilización y desvalorización de este último.

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La generalización de las familias con doble salario hace que este modelo se rompa, con un
desequilibrio evidente, y es que mientras las mujeres se incorporan al mundo laboral, los
hombres no se incorporan de forma equivalente al trabajo familiar. Las familias experimentan
también cambios considerables y aunque se instituye un nuevo orden de género, las
desigualdades entre hombres y mujeres a nivel social repercuten en los hogares y también
persisten concepciones arraigadas acerca de la naturaleza y capacidades de cada uno. La
relación entre género, sexualidad y parentesco contribuye a que la división sexual del trabajo
se perciba como algo basado en diferencias naturales e inevitables que difícilmente pueden
ser contestadas. Por ello se encuentran fuertemente arraigadas y son difíciles de remover (del
Valle, 2010: 300). Desde la antropología se muestra sin embargo que se trata de
construcciones sociales y se insiste en la necesidad de analizar cómo estas relaciones se
concretan en diferentes contextos culturales y no tomar esta idea naturalizada como algo
dado. Las parentalidades múltiples como fruto de las adopciones y de las técnicas de
reproducción asistida, así como las familias gays y lesbianas son una evidencia, por ejemplo,
del carácter cultural del género y del parentesco (Fons, Piella y Valdés, 2010). Lo mismo
puede decirse de otras dimensiones atribuidas a la familia.
Es evidente que el proceso de gestación y primera crianza atañe exclusivamente a las mujeres,
que tiene fuertes implicaciones en sus vidas y en la construcción de la identidad, y
lógicamente a esto hay que dar valor. Pero el cuidado va más allá de esta etapa. Si
desenmascaramos que la capacidad de cuidar no es un atributo natural de las mujeres y que la
capacidad de cuidar es aprendida, entonces no hay razón alguna para que los hombres no se
puedan incorporar a este tipo de trabajo, en un contexto en que las estructuras de opresión de
género sean removidas. De la misma manera, la dicotomía que confronta el cuidado
profesional asociado a la racionalidad, y el suministrado en la familia vinculado al afecto y a
la obligación moral (Comas d’Argemir y Roca, 1996; Waernes, 2001) queda también diluida.
En este sentido es interesante analizar los modelos de provisión de cuidados que se basan en
la asunción de que hombres y mujeres están igualmente activos en el mercado de trabajo
(Lewis, 2007).
El análisis del cuidado obliga a reconsiderar la relación entre estructura y sentimiento.
Sabemos que esta dicotomía es ficticia. Los sentimientos son una expresión de las relaciones
sociales, como la antropología ha podido mostrar. Hay que preguntarse, pues, cuáles son los
mecanismos por lo que las personas se sienten implicadas en la resolución de las necesidades
de los demás, como nos muestra por ejemplo la importancia del cuidado en la construcción de
la identidad de las mujeres. Tal como señala Scheper-Hugues (1992: 341), es necesario
sobrepasar las distinciones entre afectos naturales y socializados, entre sentimientos
profundos (privados) y superficiales (públicos), entre expresiones conscientes e inconscientes
de las emociones. En la misma línea, Esteban (2011: 70), que ha trabajado sobre la
construcción del sentimiento amoroso, reclama la necesidad de desenmascarar el que las
mujeres sean consideradas emocionales en mayor medida que los hombres y en función de
ello se les asigne el trabajo de cuidar. Los sentimientos son modelados por el contexto social
y cultural (Vernier, 1991), siendo al mismo tiempo la base para la realización de determinadas
actividades, como sucede con los cuidados.
3.2 Sobre la familia y la responsabilidad social
Tal como hemos comentado más arriba, las políticas sociales se han asentado en la idea de
que la familia es la institución responsable de sus miembros, lo cual conecta con un
imaginario social que asume esta misma concepción prácticamente sin cuestionar y como una
evidencia. La noción de familia como ideal imaginario es un concepto muy potente y de gran
utilidad, potenciado por las políticas públicas, que alimentan y fomentan la naturalización de

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la familia, partiendo de la certeza de que ésta es la principal suministradora de asistencia y
bienestar. Como señala Fineman (2000: 14), “la familia es una construcción ideológica con
una particular composición y relaciones de género que permite privatizar la dependencia
individual y no considerarla como un problema público”.
La reflexión a hacer en este punto es que la familia es una construcción ideológica. No es tan
evidente poderlo defender, porque siempre hay un modelo de familia normativo como punto
de referencia, el de la pareja heterosexual con hijos. Sin embargo las normas familiares han
sido muy contestadas, los cambios han sido enormes y el concepto de familia se ha ampliado
muchísimo. La gente se casa menos y lo hace más tarde. Las parejas heterosexuales
predominan, pero gays y lesbianas forman también familias. El divorcio ha dado lugar a
familias recompuestas, de composición variable de unas semanas a otras según quien tenga la
custodia de los hijos. Se puede tener una madre biológica y otra adoptiva. Hay mujeres que
crían ellas solas a sus hijos. Hay parejas que viven en distintas poblaciones o en distintos
países. Hay personas que viven solas, y seguiríamos… Ante esta variabilidad, ¿cómo se
delimita lo que es familia y lo que no lo es?
Finalmente son los Estados quienes tienen el poder para definir qué es una familia, a través de
su normativa, de sus actuaciones y la definición de las unidades censales. El concepto de
familia es variable y depende de cada contexto histórico y social. En España se amplió el
concepto de familia al permitir el matrimonio homosexual y las parejas de hecho, pero para
obtener determinadas prestaciones se han de cumplir ciertos requisitos. La reforma en el 2012
de la Ley de Dependencia, por ejemplo, restringe el concepto de cuidador familiar a las
personas que viven en el mismo domicilio de la persona atendida y que además son familiares
de ella, lo que supone una refamiliarización del cuidado, cuando anteriormente no se tenía que
cumplir esta condición. De forma bastante generalizada, compartir un mismo domicilio se
considera requisito para definir una familia, aunque las realidades generen situaciones muy
variables, como es el caso de las familias transnacionales, o de las personas que viven solas
pero que tienen estrechos vínculos con sus hijos o con sus progenitores.
En definitiva, el Estado con sus mecanismos de poder, no solo define qué es una familia, sino
que además actúa de forma jerárquica respecto a ella, decidiendo por ejemplo, si los hijos de
una familia de bajos ingresos o de una madre sola han de pasar a la tutela del Estado o a
fórmulas como el acogimiento o la adopción. La crisis de los cuidados exacerba el papel de
protección jerárquica del Estado, ya que las familias más pobres tienen una gran
vulnerabilidad respecto al empleo y a su capacidad para criar y mantener a sus hijos. Los
criterios de moralidad a partir de los cuales se juzga a estas familias y transfieren niños pobres
a familias de clase media a través de la adopción o del acogimiento, proceden de un modelo
de familia que se ajusta a las condiciones de las clases medias o altas. Son, en definitiva, un
acto de clase.
Ante el importante papel que se atribuye a la familia hay que contrarrestar dos dimensiones.
La primera es que el hecho de que el cuidado familiar se halle impregnado de afectos y
obligación moral ha contribuido a considerarlo como la solución óptima y más deseable frente
a otras opciones, como las que proporciona el Estado o el mercado. La evidencia de que en la
familia se proporcionan cuidados se suele confundir con la evidencia de la obligación
familiar. Finch (1989: 5) advierte sobre este problema y considera que hay que distinguir el
hecho de cuidar a un familiar de las razones por las que se cuida. Amor y deber pueden tener
dimensiones muy contrapuestas y conflictivas. El altruismo está presente en las prácticas de
cuidado, pero también hay malestar respecto a cómo afectan al tiempo disponible y a la
organización vital, como sucede frecuentemente en los cuidados de larga duración. En el
cuidado puede haber también un interés instrumental, como también puede ir acompañado de

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conflicto, dolor y violencia. Y otra cuestión: el cuidado no se da automáticamente, como
tampoco es evidente que se acuda en primer término a la familia en caso de necesidad. Pedir o
recibir ayuda de la familia choca con la idea de autonomía individual y para muchas personas
no es la primera opción ni la más deseable.
Se trata pues de desvelar el mito del cuidado familiar como la solución óptima frente a otras
opciones que se ubican como subsidiarias (Castro et al., 2008). Las políticas públicas, los
recursos del mercado o recursos de autogestión comunitaria son alternativas que hay que
contemplar.
La segunda dimensión atañe a la centralidad otorgada a la familia en la provisión de cuidados.
Restringir esta responsabilidad a la familia no sólo pone en peligro la reproducción social,
sino que también genera injusticia e inequidad. El cuidado es absolutamente imprescindible
para la reproducción social; es por tanto un asunto social y político y no sólo un asunto
privado.
3.3 Sobre la autonomía personal y la interdependencia
Es interesante remarcar los diferentes usos del término dependencia en las políticas sociales.
En los Estados Unidos la dependencia se identifica con la necesidad de recibir ayudas
sociales, se vincula a la pobreza y especialmente a las mujeres pobres con hijos. Tiene
connotaciones morales y psicológicas, pues la madre asistida se asocia a la sexualidad
incontrolada y muy frecuentemente a negras adolescentes (Fraser y Gordon, 1994). En el
caso de los países europeos el término dependencia se identifica en cambio con la falta de
autonomía personal, de manera que se requiere de terceras personas para realizar actividades
básicas de la vida diaria, y así la define el propio Consejo de Europa. La dependencia se
vincula mayoritariamente a las personas discapacitadas o ancianas que no pueden valerse por
sí mismas.
A pesar de estas diferencias conceptuales, las dos definiciones de dependencia tienen
elementos comunes. Uno es que la dependencia es un estado incompleto, normal en la
infancia, anormal en la edad adulta. Y requiere que alguien esté pendiente, que cuide (la
familia o el Estado). En ambos casos la dependencia se asocia a la necesidad de recibir
subsidios y a un incremento del gasto público. Y en ambos también se confrontan a la
autonomía individual como valor trascendente de nuestro tiempo.
El cuidado nos remite a la reflexión sobre el grado de dependencia de las personas, frente al
valor de la autonomía y de la individualidad como pilares básicos en que se asienta el sistema
ideológico contemporáneo. Hace años ya planteé (Comas d'Argemir, 1995: 135) el hecho de
que la dependencia es la situación más común a nivel social. Todas las personas necesitan
cuidados a lo largo del ciclo vital y las etapas de mayor dependencia se han tendido a alargar,
porque los ancianos viven más años y los jóvenes tardan más tiempo en conseguir una vida
independiente. También es bastante común la necesidad de ayuda práctica, financiera,
residencial o emocional. La dependencia no es, pues, una situación excepcional, sino que es
intrínsecamente universal e inevitable (Fineman, 2000, 2004) y por ello considero más
fructífero partir de que lo normal es la dependencia, o la vulnerabilidad, y no la
independencia.
La autonomía individual (identificada como independencia, o como autosuficiencia) es un
mito muy arraigado de nuestro tiempo, a pesar de las evidencias en sentido contrario. Y es un
mito porque sólo se puede materializar cuando existe un estado protector que cubre las
situaciones de adversidad (enfermedad, desempleo, ausencia de recursos o de vivienda), en las
que no basta el autocuidado. Donde los estados han desarrollado políticas de bienestar, el
individuo puede tener una mayor autosuficiencia, mientras que en otros casos son los

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vínculos familiares y comunitarios los que funcionan como malla de protección social. El
peso del familismo no es sólo una cuestión cultural, como a menudo se dice, sino un indicador
de la debilidad de las políticas sociales. Y está demostrado que en épocas de restricción
económica se tiende a reducir el alcance de la responsabilidad pública y a atribuir más peso a
la familia.
El reconocimiento de los límites de la autonomía individual y de la necesidad de los demás
tiene como alternativa la interdependencia, es decir el reconocimiento de que la persona por sí
sola no resuelve todas sus necesidades y que el cuidado requiere necesariamente de la
intervención de otras personas e instituciones.

4 El cuidado como don y como deuda social


Debido al peso de la familia como responsable de los cuidados, éstos se conciben a menudo
como una forma de reciprocidad entre generaciones dentro de la propia familia, de manera
que quien da cuidados los recibirá a su vez cuando los necesite. De esta forma las
generaciones más jóvenes se sienten en deuda respecto a sus padres y, a la inversa, las
personas adultas esperan respuestas de sus hijos cuando requieren cuidados. Y, debido a las
distintas implicaciones de hombres y mujeres en los cuidados, este clase de reciprocidad tiene
también un componente de género: sentimiento de culpabilidad de las mujeres cuando
entienden que no cumplen con la obligación de cuidar, desvinculación de los hombres de esta
obligación, decepción de quienes requieren cuidados y han de recurrir al mercado o a un
servicio público para cubrirlos.
El concepto de deuda social se vincula a la idea de que el cuidado atañe al conjunto de la
sociedad más allá de su dimensión individual y familiar. Las reflexiones de la antropología
acerca del don y de la reciprocidad permiten acercarse mejor a esta dimensión.
El sentido de obligación moral guía la ética del cuidado (Gilligan, 1982). La moral consiste en
cumplir nuestras obligaciones con los demás y tendemos a considerar estas obligaciones como
deudas que se han de pagar, no necesariamente de forma inmediata pues puede estar diferida
en el tiempo, como sucede con el flujo de cuidados entre generaciones.
La deuda es hija de la reciprocidad, del intercambio basado en la equivalencia, y la
reciprocidad implica el regalo, la donación gratuita y generosa. Pero tiene también otras
dimensiones. Efectivamente, Marcel Mauss, en su Essai sur le don, publicado en 1923,
subraya algunos aspectos que vale la pena recuperar. Muestra que la transacción de dones está
basado en tres obligaciones, la de dar, la de recibir y la de devolver. No son pues actos
voluntarios y desinteresados, sino que se inscriben en un contexto y unas relaciones sociales
en que el acto de dar, de recibir y de devolver son obligaciones. Nos dice además que el
intercambio de dones ha de darse entre iguales y que en este tipo de intercambio no se pueden
separar las dimensiones materiales de las espirituales o simbólicas. Sahlins (1977) introduce
el término reciprocidad para referirse al intercambio de dones, y resulta útil el concepto de
reciprocidad generalizada, basada en intercambios a largo plazo, en que el retorno no es
inmediato ni necesariamente equivalente (frente a la reciprocidad equilibrada y la
reciprocidad negativa). De hecho, el propio acto de dar crea una relación desigual, pues
genera una deuda (y una obligación) a quien recibe y debe devolver. Son los principios
morales los que nos hacen ver estos procesos como equivalentes (Graeber, 2012).
Vivimos en una sociedad en que los intercambios se basan en el dinero y el beneficio, de
manera que el don aparece como un asunto que atañe sólo a personas vinculadas por
parentesco o amistad. La proximidad y el afecto se muestran por la ausencia de cálculo, y por
el rechazo a tratar a familiares y amigos como medios al servicio de nuestros propios fines.

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Así, el don (o la reciprocidad) se basa en una ética y en una lógica que no son ni las del
mercado ni las del beneficio (Godelier, 1996: 291). Éste es el poder del don, y es también una
máscara que oculta dimensiones sobre las que venimos insistiendo: que la obligación moral
respecto a los cuidados está desigualmente repartida entre hombres y mujeres, así como el
hecho de que no sea un asunto que incumba sólo a la familia, pues afecta a la reproducción
social y por tanto al conjunto de la sociedad.
La idea de deuda social es un concepto alternativo que sitúa el don y la reciprocidad en las
relaciones que se establecen en el conjunto social. La idea de deuda social se vincula al
reconocimiento de la dependencia como algo inherente a la condición humana y a la
necesidad de una implicación social en los cuidados (Fineman, 2000: 18). Es necesario
restablecer el balance entre dependencia e independencia para poder plantear la
responsabilidad colectiva en el suministro de cuidados. Las dependencias de unas personas
respecto a otras, a menos que sean por espacios cortos de tiempo, no son deseables. Como
tampoco es deseable que el suministrar cuidados en la familia constituya una obligación por la
falta de servicios públicos, especialmente cuando se trata de cuidados de larga duración.
Un sentido de justicia social demanda un sentido más amplio de obligación. La reciprocidad
es justamente nuestra manera de imaginar la justicia y aparece cuando nos hacemos una
imagen idealizada de la sociedad. De ahí que la idea de deuda social en relación a los
cuidados tenga la fuerza de inscribirse en nuestro sistema cultural de significados. Es
coherente también con el hecho de que en nuestra sociedad el don empezó a desbordar la
esfera privada y de las relaciones personales a medida que el Estado fue ampliando su papel
de gestor de las desigualdades y fue introduciendo políticas de bienestar. En este marco se
hace posible una redistribución del cuidado, que implique un reparto equilibrado entre sexos y
generaciones y una responsabilidad compartida entre individuo, familia, Estado y comunidad.

5 Conclusiones pro-activas
Uno de los retos de la antropología feminista es profundizar en los conceptos de reciprocidad
y de deuda social, partiendo de la idea de que la dependencia nos afecta a todos como
personas y que, si es universal e inevitable, no puede ser invisibilizada y desplazada al ámbito
privado sino que, por el contrario, se convierte en un asunto de naturaleza colectiva y de
ciudadanía. Tiene, pues, una dimensión política, ya que se relaciona con la distribución de los
recursos públicos y privados y refleja la forma en que las personas, grupos sociales y
administraciones públicas negocian el acceso a los recursos. En este contexto, hay que
desvelar que las ideas arraigadas en nuestra sociedad sobre la familia, los sentimientos y la
obligación moral son construcciones ideológicas que actúan como máscaras que impiden
avanzar hacia una redistribución más justa de los cuidados y hacia la construcción de un
modelo de ciudadanía universal con personas que combinan su condición de cuidadoras y de
trabajadoras con independencia de su sexo. Es ahí donde adquiere sentido los conceptos de
reciprocidad y de deuda moral, que traspasan las fronteras de las relaciones familiares y
entienden el cuidado como una responsabilidad colectiva.
En los debates sobre cómo salir de la crisis económica y política actual, el feminismo sitúa
como aspectos esenciales la importancia de la equidad entre hombres y mujeres y la necesidad
de dar valor al trabajo de cuidados. Las diferencias entre el feminismo de la igualdad y el
feminismo de la diferencia tienen su traducción política en las propuestas distintas para
alcanzar una equidad de género. En este contexto, me parece interesante la propuesta de
Nancy Fraser (1997), que intenta combinar lo mejor de cada modelo en lo que denomina un
sistema de ‘proveedores universales de cuidados’, a partir de la implicación de hombres y

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mujeres tanto en el trabajo de mercado como en el trabajo de cuidados y un reparto del
cuidado entre la familia, el estado y la sociedad civil.
Una reestructuración de los patrones de género supone también una reestructuración del papel
que se otorga a las distintas instituciones relacionadas con el cuidado.
La familia, entendida como una unidad primaria de convivencia, con modalidades y formas
múltiples de relación, constituye un marco apropiado y básico para el cuidado, en el que el
trabajo de sostenimiento de la familia y el de cuidados sea intercambiable y compartido entre
hombres y mujeres, eliminando la separación entre ambas actividades. Lo que hoy hacen las
mujeres sería una norma para todo el mundo. Las políticas públicas deberían partir de este
supuesto.
El Estado del bienestar es imprescindible para hacer efectivo el ejercicio de la deuda social, a
partir de los servicios y prestaciones para proveer cuidados, además de las políticas
relacionadas con la reproducción social (educación, sanidad, servicios sociales, justicia). El
feminismo ha sabido desvelar los problemas de la protección social jerarquizada, que puede
ser opresiva y contribuir a reproducir las jerarquías de género y las desigualdades sociales. No
se trata de renunciar a la protección social, sino de reestructurarla en base a los principios de
equidad de género y de igualdad social transformando las relaciones de poder desde una
perspectiva más democrática i participativa.
Ni todo ha de proceder de la familia ni del Estado protector y, en este sentido, la organización
de la sociedad civil en formas de autogestión constituye un marco apropiado para la provisión
de cuidados y un factor también de innovación social. Apenas he tratado esta dimensión,
porque parte de la crisis de los cuidados se relaciona con el debilitamiento de vínculos de
parentesco y comunitarios que se activaban en situaciones de necesidad. Me refiero a nuevas
formas de redes de cuidados surgidas en contextos educativos, vecinales o locales, o a
entidades que con ayuda pública hacen posible que personas sin responsabilidades familiares
directas puedan colaborar en actividades de cuidado.
El mercado ocupa un espacio reducido en un modelo de este tipo, aunque su existencia
permite cierta flexibilidad para solventar situaciones individuales que opten por esta
alternativa.
El debate en estas cuestiones está abierto y no hay recetas mágicas. He intentado en esta
comunicación identificar las máscaras que impiden ver los mecanismos en que se asientan las
jerarquías de género y de desigualdad social y que las políticas públicas pueden reproducir.
Éste es un ingrediente necesario para contrarrestar ideas preconcebidas que contribuyen a
reproducir una sociedad desigual. La hegemonía neoliberal predominante hoy otorga al
mercado el máximo poder y protagonismo frente a la sociedad, hasta el punto de que la propia
sociedad, la ética y la moral se subordinan a los dictados del mercado y son modelados por el
mismo. La cultura de la auditoría y el modelo de la gobernanza se corresponden a este
paradigma. En este contexto, reconocer la importancia del cuidado y de la reproducción social
no sólo tiene una dimensión académica, sino también política, con una perspectiva contra-
hegemónica que da un giro a la forma de concebir las lógicas de gestión de lo social

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i
La presente investigación se ha financiado con la subvención del Ministerio de Economía y Competitividad del
proyecto “Adopciones y acogimiento en España: Desafíos, oportunidades y dificultades familiares durante la
infancia y la adolescencia” (CSO2012-39593-C02-01).

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