La charla y los besos que anteceden a la unión de cuerpos desnudos y sudorosos
resultan una especie de discurso político, una especie de contrato hecho sin previo aviso que solo beneficia a una de las partes, al menos eso creía Silverio -alias “El cebo”- quien era conocido por su seriedad a la hora de entregarse a los placeres mundanos. También era conocido por su carnicería y los buenos cortes que hacía, así como por su maestría en la seducción. A pesar de sus cuarenta años y los kilos que almacenaba en la panza lograba conquistar mujeres atractivas, llevarlas a la cama y penetrarlas sin siquiera escuchar un solo orgasmo por parte de ellas. Eso estaba perfecto. Siempre había sentido placer del silencio y de la sensación de sentir su miembro entrando a las partes femeninas más prohibidas mientras sentía aquel líquido recorrer su cuerpo. Amaba aquello, lo amaba tanto que estaba prohibido que la mujer hiciera sonido alguno. A pesar de ello salían felices, sintiendo el mayor orgasmo de sus vidas sin siquiera pronunciarlo. Siempre había sido así hasta que conoció a Silvana. Aquella era una mujer simple, de gustos cotidianos capaz de comer en puestos mediocres mientras la mente los adorna de guirnaldas y miel. Una chica de veinticuatro años con sueños en la cabeza y maquillaje en el rostro. Risueña y seductora. Presa de sus más altas sensaciones a la hora de entregarse, era capaz de gritar por minutos haciéndolos parecer eternidades encapsuladas en tiempo y espacio. Silverio detestaba aquello, detestaba escucharla gemir cuando introducía sus dedos en ella y sentir arañazos en la espalda cuando le acariciaba los muslos. Aquello empeoraba conforme el paso de las acciones, pues cuando introducía su miembro dentro de ella Silvana no solo gritaba, sino que pataleaba y rugía peor que un animal salvaje. Le aterraba tener relaciones con aquella mujer, sin embargo, su belleza era tan exquisita que se sentía atraído y esclavizado por su figura. Las noches siguieron transcurriendo y los hoteles cada vez les cobraban más, la excusa era siempre la misma “los clientes se espantan”, tristemente lo que no sabían era que él también estaba espantado, aterrado y enloquecido. Ya en el hotel Silverio decidió saltarse el discurso y los coqueteos, después de todo tenía frente a sí a una fiera, una mujer hecha para la naturaleza que no estaba preparada para las estupideces sociales y las películas de princesas. La tomó de la cintura y la arrojó a la cama con un gran salvajismo, le desprendió el vestido de un tajo y comenzó a penetrarla mientras le sujetaba el cabello. Todo iba bien, comenzaba a sentir de nuevo el placer del silencio y los líquidos juntándose en una mezcla divina hasta que Silvana comenzó a gemir lentamente. Aterrado por el poco placer que estaba sintiendo comenzó a gritarle que callara. Aquellas palabras quedaban en el viento inmersas en nubes de furia y deseos pues Silvana seguía gimiendo. Silverio repitió una y otra vez que guardara silencio, que lo estaba arruinando. De repente, con la maestría de un carnicero experto tomó su cabeza y le dio un giro completo hasta que se escuchó el sonido de la muerte. Apretó aquellos ojos tiernos dejando que la sangre fluyera y la viscosidad de la pupila bañara sus dedos. Desprendió aquellos labios que tanto besó y odió, cada vello y cada pedazo de piel. Silverio terminó enseguida, cansado, excitado y pronunciando como un susurro: Antes de gemir déjame terminar.