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D'ailleurs Derrida)
D'ailleurs Derrida)
Derrida
Safaa
Fathy
Hay
algo
en
lo
que
pienso
desde
hace
mucho
tiempo
es
en
el
nombre
de
la
escritura,
de
la
deconstrucción,
del
falogocentrismo,
etc.
No
pudo
no
proceder
de
esta
extraña
referencia
a
un
afuera;
la
infancia,
lo
que
está
más
allá
del
Mediterráneo,
la
cultura
francesa,
Europa,
en
fin.
Se
trata
de
pensar
a
partir
de
ese
pasaje
por
el
límite.
El
afuera,
aún
cuando
está
muy
cerca,
es
siempre
lo
que
está
más
allá
de
un
límite.
Pero,
en
sí.
Tenemos
el
afuera
en
el
corazón,
en
el
cuerpo.
Es
eso
lo
que
quiere
decir
el
afuera.
El
afuera
está
aquí.
Si
el
afuera
estuviese
afuera
no
sería
un
afuera.
La
escritura
es
finita.
El
hecho
de
que
la
escritura
sea
bonita
quiere
decir
que
desde
el
momento
en
el
que
hay
una
inscripción,
hay
necesariamente
una
selección
y,
en
consecuencia,
una
borradura,
una
censura,
una
exclusión.
Y
diga
lo
que
diga
ahora
de
la
escritura,
es
ese
el
tema
que
me
preocupó
de
manera
privilegiada
toda
mi
vida
desde
que
escribo.
La
cuestión
de
la
escritura
es
aquello
que
trabaja
lo
que
escribo.
Diga
lo
que
diga,
aquí
y
ahora
tan
brevemente
y
con
esta
escenografía
un
poco
extraña
y
artificial,
será
selectivo,
finito
y,
en
consecuencia,
tan
marcado
por
la
exclusión,
por
el
silencio,
por
lo
no
dicho,
como
por
lo
que
diré.
Ustedes
mismos
están
escribiendo.
Es
decir,
están
inscribiendo
imágenes
que,
a
su
vez,
serán
montadas,
editadas
–
como
dicen
en
este
país–,
es
decir,
seleccionadas,
cortadas,
pegadas.
Entonces
estamos
preparando
de
manera
muy
artificial
un
texto
que
ustedes
van
a
escribir
y
firmar,
y
en
el
que
yo
soy
una
especie
de
material
para
su
escritura.
Así,
en
tanto
material
para
este
film,
el
material
debe
hablar
un
poco
de
la
escritura
y
de
la
biografía.
En
un
contexto
muy
determinado,
pude
decir
que
escribía
para
buscar
una
identidad.
Entonces
me
sentí
muy
interesado
por
lo
que
la
vuelve
imposible
por
la
pérdida
de
la
identidad.
Y
cuando
en
Circonfesión
y
en
El
monolingüismo
del
Otro,
hablaba
de
una
autobiografía
imposible,
en
el
sentido
clásico
del
término,
porque
una
autobiografía
en
el
sentido
clásico
del
término
implica,
al
menos,
que
el
«yo»
sabe
quién
es,
que
se
identifica
antes
de
escribir
o
supone
una
cierta
identidad.
La
posibilidad
de
decir
yo,
en
una
cierta
lengua,
está
ligada,
en
efecto,
a
la
posibilidad
de
escribir
en
general.
Hay
acontecimientos
que
consisten
en
decir
«yo».
Pero
eso
no
quiere
decir
que
el
«yo»
como
tal
exista
o
sea
alguna
vez
percibido
como
presente
allí.
¿Quién
encontró
alguna
vez
un
yo?
No
yo.
El
fantasma
identitario
del
que
hablábamos
recién,
nace
de
esta
inexistencia
del
yo.
Si
el
yo
existiese
no
lo
buscaríamos,
no
escribiríamos.
Si
escribimos
autobiografías,
es
porque
somos
movidos
por
el
deseo
y
por
el
fantasma,
de
este
encuentro
con
un
yo
que
finalmente
se
restituiría.
Si
alguien
llegase,
si
yo
llegase
a
identificar
esta
identidad
de
manera
certera,
naturalmente
no
escribiría
más,
no
demarcaría
más,
no
trazaría
más,
y
de
cierta
manera
no
viviría
más.
No
viviría
más.
La
impaciencia
de
los
peces,
pienso
en
la
paciencia,
la
impaciencia
de
estos
peces
que
están
aquí.
Fueron
aprisionados,
puestos
detrás
del
vidrio,
delante
de
mi
especie.
Yo
me
siento
un
pez
aquí.
Es
decir,
obligado
a
figurar
detrás
del
vidrio,
delante
de
una
mirada.
Me
hacen
esperar…
el
tiempo,
el
tiempo,
el
tiempo
que
haga
falta.
Y
con
frecuencia
me
pregunto
cuál
es
su
experiencia
1
del
tiempo.
A
veces
me
imagino
que
es
una
imagen
del
infierno.
En
todo
caso,
cada
vez
que
estoy
frente
a
un
animal
que
me
mira,
la
primera
pregunta
que
me
hago
en
relación
a
la
proximidad,
a
la
infinita
distancia
que
nos
separa,
es
la
pregunta
por
el
tiempo.
Vivimos
en
el
mismo
instante
y,
sin
embargo,
tienen
una
experiencia
del
tiempo
absolutamente
intraducible.
Y
además
están,
como
yo
sometidos
pacientemente-‐impacientemente
a
la
buena
voluntad
de
los
amos.
La
primera
remarca
que
concierne
al
asombro
de
encontrarme
en
este
lugar
que
han
elegido,
un
viejo
museo
de
las
colonias,
muy
bello,
es
que
yo
soy
una
suerte
de
producto
colonial
o
postcolonial,
que
diga
lo
que
diga
o
pase
lo
que
pase,
pertenezco
a
una
cierta
historia
de
las
colonias
francesas.
Así,
de
cierta
manera,
todo
lo
que
hago,
lo
que
escribo,
lo
que
intento
pensar,
tiene
una
cierta
afinidad
de
sincronía
con
la
postcolonialidad.
Crecí
en
un
país,
Argelia,
en
el
cual
había
que
aprender
a
acostumbrarse
–pero
uno
no
se
acostumbra
a
nada–
acostumbrarse
a
que
todos
los
lugares,
y
en
particular
los
lugares
de
culto,
en
razón
de
la
historia
o
colonial
o
precolonial
reciente,
sean
de
alguna
manera
apropiados,
expropiados,
reapropiados,
desafectados,
reafectados.
Lo
que
hace
que,
por
ejemplo,
la
gran
Sinagoga
a
la
que
mi
padre
me
llevaba
en
los
días
de
fiesta,
con
mi
hermano,
fuese
una
vieja
Mezquita,
que
conservaba
todos
los
rasgos
física
de
una
vieja
Mezquita.
Se
volvió
Sinagoga.
Y
sé
que
luego
de
la
descolonización
de
la
independencia,
volvió
a
ser
Mezquita.
El
lugar
de
pasaje,
de
temporalidad
provisoria
¿qué
quiere
decir
difunto
en
ese
gusto
a
ruina
precaria?
Lo
que
no
está
mal
para
lugares
divinos,
como
si
los
lugares
fuesen
de
alguna
manera
prestados.
Como
cuando
Dios
dice
a
los
judíos
“esta
no
es
vuestra
tierra,
esta
es
mi
tierra
y
este
lugar
les
es
prestado.”
Las
sinagogas,
las
mezquitas,
las
iglesias,
una
a
una,
con
la
violencia
de
la
expropiación
que
ustedes
se
imaginan,
se
prestaban,
se
quitaban
y
en
consecuencia,
se
dejaban
asediar
por
la
memoria
de
otra
religión,
de
un
culto
que
habría
debido
ejercerse
en
el
mismo
lugar,
que
en
tanto
lugar
permanece
impasible,
pero
que
veía
pasar
y
escuchar
tantas
plegarias,
en
tantas
lenguas,
siempre
al
dios
de…
único…
Sucede
que
me
encuentro
–y
no
soy
el
único–
en
esta
situación
de
emigrado
o
inmigrante,
marrano,
clandestino,
invisible,
sin
papeles…
Y
que
a
partir
de
esta
situación,
que
no
es
ni
una
situación,
que
no
es
un
lugar,
que
es
un
no-‐lugar,
a
partir
de
este
sitio
sin
lugar,
atraviesa,
y
no
sin
amor,
lugares
como
este.
––
Usted
se
identifica
desde
hace
años
ya
con
esta
figura
del
marrano,
del
judío
español
del
siglo
XIV,
que
continúa
practicando
su
religión,
en
secreto
para
escapar
a
la
persecución,
luego
de
haberse
convertido
al
cristianismo.
––
No
conozco,
de
manera
objetiva
ni
científica,
mi
filiación,
los
orígenes
de
mi
familia.
Y
si
me
enamoré
de
esta
palabra
que
devino
una
suerte
de
obsesión,
que
reaparece
en
todos
mis
textos,
en
la
mayoría
de
mis
textos
de
los
últimos
años,
es
por
que
remite
a
estos
supuestos
orígenes
judeo-‐españoles,
pero
también
porque
dice
algo
de
una
cultura
del
secreto.
Y
naturalmente,
la
cuestión
del
secreto
siempre
me
preocupó
mucho,
independientemente
de
mi
“cuestión
judía”.
Me
preocupó
no
sólo
en
relación
con
el
inconsciente,
sino
también
la
dimensión
política
del
secreto,
siendo
el
secreto
lo
que
resiste
a
la
política,
a
la
politización,
a
la
ciudadanía,
a
la
transparencia,
a
lo
fenoménico.
Siempre
que
se
quiere
destruir
el
secreto
hay
una
cuestión
totalitaria.
El
totalitarismo
es
siempre
el
secreto
revelado.
“Vas
a
asumirlo.”
“Vas
a
confesarlo.”
“Vas
a
decir
lo
que
tenés
en
el
vientre.”
Así,
la
misión
del
marrano,
secreta,
discreta,
es
enseñar
el
secreto
como
secreto
que
debe
ser
guardado.
El
secreto
debe
ser
respetado.
¿Qué
es
un
secreto
2
absoluto?
Esta
cuestión
me
obsesionó
tanto
como
la
cuestión
de
orígenes
judeo-‐españoles.
Y
estas
dos
obsesiones
se
cruzaron
en
la
figura
del
marrano.
Poco
a
poco
empecé
a
identificarme
con
alguien,
que
lleva
un
secreto
más
grande
que
él,
y
al
cual
él
mismo
no
tiene
acceso.
Como
si
fuese
un
marrano
de
marrano,
un
marrano
secular,
un
marrano
que
perdió
incluso
su
origen
judío
y
español
de
su
marranismo,
un
marrano
universal.
Pasé
treinta
años
de
mi
vida
aquí.
Mis
tiempos
como
estudiante
y
mis
tiempos
como
profesor.
Treinta
años
allí
en
esa
casa.
Y
enseñé
en
esta
sala
de
atrás,
también
por
veinte
por
veinte
años.
La
sala
de
la
esquina.
Antes
de
enseñar
en
el
bulevar
Raspail,
enseñaba
aquí
en
esta
sala.
Todos
los
miércoles
a
las
cinco.
Enseño
desde
hace
treinta
años
todos
los
miércoles
a
las
cinco.
En
la
primera
hora,
pronunciaba
sin
otro
contexto
y
sin
frase,
“Perdón”.
Una
sola
palabra,
perdón.
¿Un
perdón
debe
ser
nombrado
e
incluso
escuchado,
audible,
visible,
fenoménico
en
fin,
o
al
contrario
secreto,
silencioso,
mudo,
callado,
indecible,
inaparente,
solitario?
Es
decir,
¿debería
o
no
haber
una
teatralidad,
una
puesta
en
escena,
incluso
cierta
obsesión
por
la
escena
del
perdón?
¿Debe
este
presentarse
o
retirarse?
Remitámonos
al
teatro,
en
donde
estamos,
para
ver
y
escuchar.
Acto
1,
escena
1,
cuatro
personajes.
Todos
estos
personajes
son
hombres
y,
de
una
manera
u
otra,
cristianos
y
protestantes.
Los
cuatro
personajes
presentes,
les
recuerdo,
son
Hegel,
Mandela,
Clinton
y
Tutu.
Todos
conocen
el
perdón,
la
amnistía,
el
perjurio,
el
arrepentimiento,
la
reconciliación
y
los
escucharemos
dar
testimonio.
Pero
el
telón
todavía
no
se
levantó.
Escuchamos
una
voz
en
«off»
antes
de
empezar
y
habla
alemán,
por
supuesto.
Tomo
primero
a
Hegel
literalmente.
“La
palabra
de
la
reconciliación”.
No
la
palabra
“reconciliación”,
sino
la
palabra
“de”
reconciliación,
es
decir,
la
palabra
de
“la”
reconciliación.
La
palabra
por
la
cual
emprendemos
la
reconciliación,
por
la
cual
emprendemos
la
reconciliación,
tendiendo
la
mano
antes
que
el
otro.
La
palabra
de
reconciliación
es,
entonces,
el
acto,
el
«speech
act»,
por
el
cual,
a
partir
de
la
palabra,
hablando,
a
partir
de
un
término
[mot]
que
es
una
palabra
[parole],
entablamos
una
reconciliación,
ofrecemos
la
reconciliación
dirigiéndonos
al
otro.
Lo
que
quiere
decir
que,
al
menos
antes
de
esta
palabra,
había
guerra,
sufrimiento
y
traumatismo,
una
herida.
Entonces
diríamos
según
el
buen
sentido,
el
más
irrecusable
buen
sentido,
que
sólo
un
viviente
o
una
viviente
es
herido,
puede
recibir
o
sentir
una
herida,
aún
si
es
una
herida
mortal,
una
herida
que
en
un
futuro
acarreará
fatalmente
la
muerte.
Una
lesión,
un
golpe,
un
traumatismo,
un
tajo,
una
cortadura,
un
despellejamiento,
un
arañazo,
una
mutilación,
una
incisión,
una
escisión,
una
circuncisión,
toda
lastimadura
imaginable.
No
atañe
a
un
tejido
viviente
sino
dejando
al
menos
en
ese
momento
mismo,
una
cicatriz.
Y
aún
si
la
herida
es
una
figura
biológica
para
hablar
de
un
mal
psicológico,
moral,
espiritual,
fantasmático
el
perdón
o
la
reconciliación
no
tienen
sentido
sino
allí
donde
la
herida
dejó
o
pudo
dejar
un
recuerdo,
una
huella,
una
cicatriz,
para
curar
o
para
aliviar,
para
pensar.
Hablar
sería
comenzar
a
reconciliarse,
aún
si
Hegel
no
lo
ignoraba,
aún
si
estamos
declarando
el
odio
o
la
guerra,
aún
si
nos
estamos
injuriando,
insultando
o
hiriendo.
Desde
el
momento
en
que
hablamos,
hablándonos,
un
proceso
de
reconciliación
se
pone
en
marcha.
¿Cómo
volver
a
empezar
y
hablarle
a
todo
el
mundo
a
la
vez?
¿Cómo,
singularmente
y
universalmente?
Además,
¿cómo,
la
pregunta
de
cómo
dirigirse
a
muchos,
a
más
de
una
singularidad,
podría
designar
la
cruz
del
perdón?
La
cruz
misma
del
perdón.
Entonces,
entra
en
escena
Nelson
Mandela.
[…]
3
(Jean-‐Luc
Nancy)
–Conozco
a
Jacques
desde
el
’69
creo.
Tuve
la
idea
de
escribir
un
pequeño
ensayo,
y
envié
ese
pequeño
texto
a
Jacques,
a
quien
no
conocía,
y
recibí
una
respuesta
que
me
extraño
mucho.
Ante
todo,
me
dejó
estupefacto
porque
me
mostraba
que
ya
había
leído
los
pequeños
artículos
que
yo
había
publicado
antes.
Me
sentí
extrañado
entonces,
pero
conmovido
también,
porque
me
acuerdo
que
en
esa
carta
estaba
esta
frase:
“Ya
lo
he
leído
y
sabía
que
nos
debíamos
encontrar
un
día
u
otro.”
Entonces,
imagínense,
yo
tenía
29
años
y
recibo
una
carta
de
alguien
que,
si
bien
no
lo
era
lo
que
es
hoy,
ya
era
una
autoridad.
Decía
esto,
y
decía
otra
cosa
también,
que
no
podría
recitar
de
memoria,
pero
cuyo
contenido
recuerdo
muy
bien,
sobre
el
placer
que
le
daba
encontrar
interlocutores,
en
una
época
en
la
que
se
sentía
solo,
que
tenía
aspectos
tan
oscuros,
tan
difíciles,
en
fin.
Eso
me
sorprendió
de
hecho,
que
presentase
esos
sentimientos
de
soledad.
Yo
no
sé,
quizá
era
un
momento…
pero
sé
que
se
sintió
así
en
otros
momentos
también,
así
que
ése
debe
haber
sido
uno
de
esos.
Y
debo
decir
algo,
debo
decir
que,
como
a
otros,
me
impresionaron
sus
textos.
Era
algo
distinto
y
a
la
vez
mucho
más
que
el
efecto
producido
por
textos
notables.
Esos
textos
eran
el
primer
indicio
de
que
había
una
filosofía
que
se
estaba
realizando.
–
Hasta
hoy
yo
no
escribí
nada
en
particular
sobre
ese
injerto.
El
conjunto
de
motivos
del
injerto,
de
la
inmunidad,
de
la
autoinmunidad,
de
la
prótesis
también,
pues
el
injerto
es
una
forma
de
prótesis.
(Jean-‐Luc
Nancy)
–El
injerto
fue
en
efecto
una
de
las
figuras,
uno
de
los
mayores
conceptos
de
Derrida.
Todo
ese
conjunto
corresponde
tal
vez
a
este
eje,
a
lo
que
quizá
sea
el
eje
mayor,
lo
que
podríamos
llamar
el
«eje
de
lo
heterogéneo
en
general»,
lo
heterogéneo
de
la
relación
de
uno
con
uno
mismo.
Todo
parte
de
allí
en
“La
voz
y
el
fenómeno”,
de
la
heterogeneidad,
en
el
corazón
de
la
supuesta
homogeneidad
ideal
del
yo
o
del
sujeto.
Es
certero
que
la
amistad
no
puede
sino
comportar
una
parte
silenciosa,
independiente
de
todo
discurso,
y
en
particular
tal
vez,
del
discurso
filosófico.
Es
certero
que
Jacques
y
yo
no
intercambiamos
muchas
proposiciones
filosóficas
en
estos
treinta
años.
Pocas,
muy
pocas.
Quizá,
alguna
vez,
de
tanto
en
tanto,
pero
siempre
termina
rápido.
Es
evidente
que
esas
cosas
suceden
entre
los
textos,
y
no
a
través
de
la
palabra.
–Este
año
el
seminario
consiste
en
analizar
la
preeminencia
de
los
esquemas
cristianos
en
este
mundo,
más
allá
incluso
de
las
culturas
cristianas,
incluso
en
Japón,
en
la
India,
por
ejemplo.
En
una
cultura
en
la
que
el
cristianismo
está
presente
y
a
veces
es
dominante;
intento
comprender
qué
es
lo
que
está
pasando.
Mi
lenguaje
está
marcado
por
una
serie
de
“sellos”
cristianos,
por
así
decirlo,
está
sellado.
Cristiano
significa
también
judío.
Hay
un
vínculo
con
el
judaísmo
y
con
el
Islam.
Es
lo
que
llamo
la
tradición
“Abrahamica”.
Mi
discurso
lleva
el
sello
de
esta
tradición
“Abrahamica”
compleja.
Mi
amigo,
Jean-‐Luc
Nancy
está
preparando
un
libro
titulado
“La
deconstrucción
del
cristianismo”.
Sé,
por
haber
leído
unas
páginas
que
publicó
sobre
el
tema,
que,
como
yo,
piensa
que
de
hecho
no
podemos
escapar,
pura
y
simplemente,
de
lo
que
llamamos
“el
cristianismo”.
Es
en
nombre
del
cristianismo
que
nos
despojamos
del
cristianismo.
La
muerte
de
Dios,
por
ejemplo,
es
un
tema
cristiano.
Nada
es
más
cristiano
que
eso.
Tal
vez
lo
que
pasa
hoy
en
el
mundo,
bajo
el
nombre
de
“mondia-‐latinización”
o
“latinización
mundial”
o
“cristianización
mundial”,
es
una
suerte
de
auto-‐deconstrucción
del
cristianismo.
Lo
sublime
hace
referencia
a
lo
que
está
a
la
vez
bien
alto
y
por
debajo,
subterráneo,
4
submarino
y
“subceleste”,
pero
al
mismo
tiempo
está
lo
más
alto
posible.
Es
así
como
justifico
esta
palabra
que
me
resulta
cómoda.
Lo
llamo
mi
sublime.
Es
también
el
lugar
de
la
sublimación,
de
la
jubilación,
de
la
escritura,
allí
donde
me
retiro.
Es
un
escondite,
un
escondite
sublime.
Lo
sublime
quiere
decir
eso:
reprimir
hacia
arriba.
Podemos
reprimir
hacia
abajo
o
hacia
arriba.
Reprimir
hacia
arriba
y
sublimación
son
con
frecuencia
la
misma
cosa.
Mis
archivos
son
eso:
la
idea
de
que
ya
viven
sin
mí.
De
todas
maneras
es
así,
viven
sin
mí.
Pertenecen
a
la
experiencia
de
esa
acumulación.
Se
trata
de
acumular
cosas
que
no
me
necesitan.
Necesito
cosas
que
no
me
necesitan.
Eso
es
amor,
el
deseo
también:
huellas
que
no
me
necesitan,
que
se
acumulan
destruyéndose,
cenizas.
Siempre
que
la
inscripción
deja
una
marca
en
el
cuerpo,
una
marca
que
trabaja
en
el
inconsciente
y
no
simplemente
en
una
memoria,
una
rememoración
consciente,
siempre
que
la
huella
va
más
allá
de
la
presencia
y
de
la
conciencia,
de
alguna
manera
nos
remite
a
algo
así
como
una
circuncisión.
En
ese
lugar
que
no
es
cualquiera,
en
ese
lugar
que
rodea
al
pene,
que
es
al
mismo
tiempo
un
lugar
de
deseo,
de
erección,
es
evidente
que
la
escritura
como
escritura
del
cuerpo,
encuentra
allí
su
lugar.
Un
acontecimiento
en
el
cual
el
sujeto
recibe
la
ley
disimétricamente.
Antes
aún
de
hablar,
de
elegir
su
pertenencia,
es
marcado
por
la
comunidad.
Y
sean
cuales
fueren
los
movimientos
de
degeneración,
de
emancipación,
de
liberación
que
pueden
realizar
eventualmente
en
relación
a
la
comunidad,
esa
marca
permanece.
Mi
hipótesis
es
que
hay
equivalentes,
pero
sobre
esos
equivalentes
habría
que
hacer
muchos
discursos,
hay
equivalentes
en
cada
cultura.
Podríamos
hablar
de
una
suerte
de
circuncisión
metafórica,
alegórica,
trópica.
Pero
siempre
que
hay
huella,
corte,
incisión,
inscripción,
marca
en
el
cuerpo,
encontramos
una
figura
de
la
circuncisión.
Lo
que
quiere
decir
que,
en
todos
los
textos
que
hablo
de
esto,
de
marcas,
de
schibboleth,
de
huella,
de
inscripción,
un
signo
es
hecho
del
lado
de
la
circuncisión
e
incluso
de
mi
circuncisión.
–Acumulo
un
desván,
“mi
sublime”,
documentos,
iconografías,
notas,
las
sabias
y
las
ingenuas;
relatos
de
sueños,
disertaciones
filosóficas,
la
transcripción
aplicada
de
tratados
enciclopédicos,
sociológicos,
históricos,
psicoanalíticos.
Sobre
los
que
nunca
haré
nada
sobre
las
circuncisiones
en
el
mundo,
la
judía,
la
árabe,
y
las
otras,
la
escisión
en
vistas
de
mi
sola
circuncisión,
la
circuncisión
del
yo.
–Quiero
que
lean
eso,
que
eso
sea
leído.
Por
una
parte,
la
palabra
“sublime”.
Y
“sublime”
se
dice
por
una
parte,
lo
que
se
encuentra
por
encima
y
cerca
del
cielo,
y
al
mismo
tiempo,
el
lugar
de
una
suerte
de
sublimación,
hacia
la
cual
yo
subí
o
llevé
todos
mis
sueños
de
escritura,
y
por
la
cual
acumulé
durante
decenios,
material,
textos,
documentos,
pensando
en
ese
gran
libro
sobre
la
circuncisión,
que
sabía
desde
el
inicio
que
nunca
escribiría.
En
todo
caso,
que
no
podría
lograr
un
texto
satisfactorio.
Por
razones
contingentes
pero
también
necesarias.
Por
una
parte,
el
proyecto
era
ilimitado:
hubiera
sido
necesario
escribir
un
libro
más
grande
que
el
sublime
mismo,
es
decir,
doscientos
volúmenes.
Y
por
otra
parte,
es
la
razón
no
contingente,
porque
ese
libro
era
como
el
ombligo
de
mis
sueños.
Un
libro
que
hubiera
no
solamente
tocado
la
raíz
del
inconsciente,
sino
además
lo
hubiera
exhibido,
dado
vuelta,
en
un
movimiento
de
verdad
que
yo
sabía
desde
el
inicio
que,
por
motivo
de
la
circuncisión
misma,
de
esta
marca
inconsciente
que
está
hecha
para
permanecer
más
fuerte
que
toda
toma
de
conciencia,
nunca
podría
yo,
y
no
debería
incluso,
exhibirla
a
plana
luz.
5
Entonces,
yo
sabía
desde
el
inicio
que
era
un
proyecto
condenado
al
fracaso,
y
del
cual
no
dejaría
más
que
una
suerte
de
ruina
o
de
archivo
disperso
o
señales,
resplandores
que
anunciarían
a
lo
lejos
lo
que
hubiera
podido
hacer
si…
“De
prisa,
mis
memorias,
antes
de
que
llegue
la
cosa.
Paso
por
alto
muchas
cosas,
porque
me
apuro
mucho.
Recibe
mis
confesiones
y
mis
acciones
de
gracia,
Dios
mío.
Por
muchas
razones,
aún
en
silencio,
porque
no
callaré
nada
de
lo
que
en
mí
concibe
me
alma
como
tu
digna
sirviente,
la
que
me
ha
concebido
para
hacerme
nacer,
y
de
su
carne
a
la
luz
de
los
tiempos,
y
su
corazón
al
de
la
eternidad.
Quiero
decir
los
dones,
no
los
suyos,
y
los
tuyos
en
ella.”
Y
como
él
–San
Agustín–,
a
toda
prisa,
yo
confieso
a
mi
madre.
Uno
confiesa
siempre
al
otro.
“Yo
me
confieso”
quiere
decir,
“yo
confieso
a
mi
madre”
quiere
decir
“confieso
hacer
confesar
a
mi
madre,
hacerla
hablar
en
mí,
ante
mí”,
lo
que
explica
todas
las
preguntas
al
borde
de
su
cama
como
si
esperara
de
su
boca,
la
revelación
del
pecado
en
definitiva
sin
creer
que
todo
conduce
a
girar
en
torno
a
una
falta
de
la
madre
llevada
en
mí
de
la
que
se
esperaría
que
yo
dijera
aunque
sea
muy
poco
como
lo
hizo
San
Agustín
de
la
afición
subrepticia
de
Mónica.
Nunca,
dense
cuenta,
nunca
la
falta
va
a
permanecer
tan
mítica
como
mi
circuncisión.
¿Tendría
que
hacer
un
dibujo?
Tenía
el
deseo
de
leer
este
texto
tal
como
lo
escribí,
como
en
el
momento
en
el
que
lo
escribí,
frente
a
este
cuadro,
cerca
de
este
cuadro.
En
“El
entierro
del
conde
de
Orgaz”
el
título
ya
libera
todo
tipo
de
sueños.
Ocurre
en
1989,
la
primera
vez
que
vine
a
Toledo,
mi
madre
estaba,
diría
yo,
moribunda,
aunque
todos
los
mortales
están
moribundos,
son
moribundos,
pero
mi
madre
estaba,
en
el
sentido
corriente
del
término
moribunda,
ya
hacía
varios
años.
Al
menos
tres.
Ya
no
reconocía
a
los
suyos,
no
me
reconocía
ni
siquiera
a
mí.
Era
incapaz
de
nombrarme.
Y
como
usted
sabe,
el
texto
que
escribí,
“Circonfesión”,
es
una
especie
de
velatorio
de
mi
madre,
acompañando
su
muerte.
¿Puedo
agregar
una
cosa?
Me
gustaría
subrayar,
aunque
lo
digo
en
el
texto,
que
el
día
en
que
descubrí
este
cuadro
era
el
aniversario,
del
día
en
el
cual,
un
año
antes,
exactamente
en
la
misma
fecha,
mi
madre,
si
puedo
decirlo
así,
había
«muerto»
sin
morir.
Ya
lo
conté
ayer,
me
habían
llamado,
yo
estaba
en
París,
me
habían
hecho
venir
diciéndome
«se
acabó».
Tomé
en
avión
preparado,
entonces,
para
el
entierro
de
mi
madre.
Y
cuando
llegué
al
hospital
ella
había
recobrado
el
conocimiento
en
una
suerte
de
resurrección.
Había
atravesado
la
muerte.
Entonces,
el
día
en
que
descubrí
este
cuadro
era
el
aniversario
de
la
muerte
y
resurrección
de
mi
madre,
como
si
yo
volviera
de
este
viaje
donde
yo
estaba
escribiendo
“Circonfesión”
sin
saber
si
su
muerte
no
vendría
a
interrumpir
una
frase
o
una
composición
de
ese
texto.
Toda
escritura
está
construida
a
partir
de
resistencias.
No
existe
más
que
allí
donde
hay
resistencias,
en
el
mejor
y
en
el
peor
sentido
de
la
palabra,
donde
«resistencia»
puede
significar
también
represión.
Contengo
y
confino
con
el
mismo
gesto
que
libera.
Puedo
entonces
liberar
fuerzas
de
escritura
inauditas
o
inéditas,
pero
incluso
esa
liberación
no
es
posible
más
que
allí
donde
estamos
construyendo
diques,
estamos
construyendo
resistencias,
estructuras
que
van
a
proteger
la
posibilidad
de
la
transgresión.
En
el
mismo
momento
en
el
que
hacemos
saltar
un
límite,
hacemos
saltar
una
barrera,
en
ese
momento
hay
otra
que
está
construyendo.
Leer
es
descifrar
eso.
Descifrar
en
las
escrituras
más
inventivas,
en
los
acontecimientos
de
escritura
más
imprevisibles,
leer
es
descifrar
el
cálculo
de
una
protección
de
sí.
No
es
que
necesariamente
el
yo
sepa
lo
que
calcula.
El
inconsciente
calcula,
ello
calcula.
La
escritura
calcula.
Yo,
a
pesar
de
que
he
escrito
y
publicado
mucho,
no
logro
todavía
defenderme
de
una
suerte
6
de
pudor
de
decir,
¿por
qué
escribes?
–parece
que
pensaras
que
lo
que
escribes
es
interesante.
Lo
llevas
al
editor,
lo
escribiste,
entonces
crees
que
las
frases
que
elaboras
son
interesantes,
lo
que
de
alguna
manera
es
absolutamente
obsceno.
El
hecho
de
escribir
es
injustificable
desde
ese
punto
de
vista.
Entonces,
uno
pide
perdón,
como
alguien
que
se
desnuda
y
dice
“aquí
está,
miren”
y,
naturalmente,
pide
de
inmediato
perdón,
“perdónenme
de
hacerme
el
interesante”;
entonces,
a
partir
del
momento
en
que
escribo,
pido
disculpas
al
otro,
e
incluso
del
destinatario
o
a
la
destinataria,
por
la
falta
de
pudor
que
hay
en
el
hecho
de
escribir.
Esa
es
la
primera
razón
para
pedir
perdón.
Pero
otra
razón,
de
cierta
manera
estructural,
fundamental,
que
me
inquieta
y
me
preocupa
siempre,
y
que
depende
de
la
estructura
de
la
marca
y
del
lenguaje:
cuando
dejo
una
huella,
borro
la
singularidad
del
destinatario.
Aunque
deje
una
palabra
secreta,
escrita
en
secreto,
diciéndole
a
alguien:
“te
amo,
a
ti,
únicamente”,
yo
sé
que
cuando
eso
esté
escrito,
y
formulado
en
un
idioma,
y
por
lo
tanto
legible,
cuando
la
huella
sea
descifrable,
perderá
la
unicidad
del
destinatario,
de
la
destinataria.
Cuando
escribo,
niego
de
alguna
manera,
o
lastimo,
la
identidad
o
la
unicidad
del
destinatario.
Ya
no
me
dirijo
a
tal
o
cual
persona,
sino
a
cualquiera.
La
escritura
es
una
traición.
Y
entonces,
dado
que
traiciono
al
escribir,
yo
cometo
un
perjurio
al
escribir,
no
puedo
dejar
de
estar
pidiendo
perdón
por
el
perjurio
en
que
consiste
escribir,
en
que
consiste
firmar.
Si
esto
o
aquello
llega,
por
ejemplo,
el
don
o
la
hospitalidad
pura,
ello
no
puede
llegar,
y
entonces
volverse
posible
más
que
como
imposible.
Si
hay
una
decisión
de
responsabilidad,
debe
pasar
la
prueba
de
la
aporía
y
de
lo
indecible,
de
ese
momento,
que
no
es
solamente
una
fase,
sino
de
un
momento
en
cierta
manera
interminable,
por
la
prueba
de
esta
imposibilidad
de
decidir
o
de
disponer
de
una
norma
o
de
una
regla
previa
que
permita
decidir.
Más
allá
de
cualquier
«es
necesario»
identificable,
es
necesario
que
yo
no
sepa
a
dónde
ir,
lo
que
hay
que
hacer,
lo
que
debo
decidir,
para
que
una
decisión,
allí
donde
parece
imposible,
sea
posible,
y
en
consecuencia
una
responsabilidad.
Lo
que
quiere
decir
que
si
hay
decisión
y
responsabilidad,
ellas
deben
atravesar
el
desierto
absoluto.
Por
otra
parte,
es
en
general
esta
perplejidad
y
esta
imposibilidad
de
decirse,
de
encontrar
su
ruta,
donde
algunos
viajeros
se
pierden,
y
las
grandes
figuras
de
la
hospitalidad
en
el
pensamiento
nómade
preislámico
son
los
relatos
de
los
viajeros
que,
habiendo
perdido
su
ruta,
llegan
hasta
las
capas
donde
los
nómades
deben
recibirlos,
tienen
la
obligación
de
recibirlos
durante
al
menos
tres
días.
Entonces,
el
oasis,
la
aporía,
el
no-‐camino,
la
hospitalidad,
todo
eso
forma
una
gran
configuración
de
la
cultura.
Hice
la
experiencia
de
lo
que
hubiera
podido
ser
de
cierta
manera
lo
contrario
de
la
hospitalidad,
por
parte
del
país
y
la
policía
que
me
detuvieron,
por
parte
de
los
guardias
de
la
cárcel
que
no
dejaban
de
pegarme.
El
contrario
de
la
hospitalidad.
Y,
sin
embargo,
en
la
cárcel
misma,
a
pesar
del
poco
tiempo
que
pasé
allí,
tuve
dos
veces
la
experiencia
de
una
hospitalidad
que
en
el
recuerdo
permanece
muy
preciada,
muy
querida.
Fui
encarcelado
a
la
una
de
la
mañana,
y
a
las
cuatro
o
cinco
de
la
mañana
arrojaron
a
esta
celda
otro
prisionero,
un
gitano
húngaro
con
quien
inmediatamente
anudé
lazos
de
amistad
intensa
durante
algunas
horas
y
él
me
inicio
en
una
cantidad
de
cosas,
proponiendo
ocuparse
de
limpiar
las
paredes
–porque
había
que
limpiar
las
paredes,
y
hacer
una
cantidad
de
tareas
que
los
guardianes
nos
ordenaban
hacer.
Entonces,
para
decir
las
cosas
rápidamente,
durante
las
horas
que
pasé
con
este
hombre
en
esta
pequeña
prisión,
establecí
lazos
de
amistad
y
de
hospitalidad,
tales
que
en
la
pequeña
celda,
este
hombre
que
conocía
la
presión
mejor
que
yo,
me
recibió
allí.
Comencé
a
soñar
que
esa
prisión
me
sería
7
hospitalaria.
Y
luego,
a
pesar,
una
vez
más,
de
la
violencia
y
el
sufrimiento,
porque
era
de
todas
formas,
extremadamente
cruel
ese
momento,
había
algo
en
mí
que,
lo
dije
en
alguna
parte,
ya
no
sé
dónde,
algo
en
mí
que
repetía
esa
escena,
que
vivía
la
escena
como
una
repetición,
como
si
yo
la
hubiera
deseado,
como
si
yo
la
hubiera
anticipado,
como
si
me
dejara
acoger
por
algo
que
en
el
fondo
ya
había
tenido
lugar
y
que
yo
recomenzaba.
Y
esta
repetición
era
como
una
suerte
de
deseo
que
se
basa
en
la
hospitalidad.
Era
recibido
en
un
lugar
que
ya
estaba
preparado
en
mí.
En
el
fondo,
como
si
yo
hubiera
hecho
todo
para
hacerme
encarcelar.
Cuando
uno
reconstituye
el
encadenamiento
que
me
condujo
a
la
prisión,
todo
ocurre
como
si
yo
hubiera
hecho
todo,
cometido
todas
las
imprudencias
necesarias
para
que
me
arrestaran
y
me
metieran
en
prisión.
Entonces
hay
allí
una
repetición
en
la
que
hay
una
mezcla
de
tortura,
de
sufrimiento,
de
las
cuales
no
me
gusta
demasiado
hablar,
pero
también
de
goce,
de
goce
a
raíz
de
la
repetición.
Había
alguien
en
mí
que
decía
«está
bien»,
sólo
me
ocurre
a
mí.
En
el
fondo
reconozco
todo
esto:
yo
reencuentro
cierto
albergue
psíquico,
una
cierta
espera.
Eso
es:
yo
esperaba
eso,
de
alguna
manera.
Lo
que
podríamos
decir
de
una
catástrofe
constitutiva
de
la
hospitalidad,
es
que
no
hay
experiencia
de
la
hospitalidad
pura
más
que
allá
donde
una
cierta
catástrofe
tiene
lugar.
La
hospitalidad
que
merece
ese
nombres
una
prueba
catastrófica
contra
la
cual
lamentablemente,
incluso
las
personas,
las
naciones
y
las
comunidades
más
hospitalarias
se
protegen.
Y
se
protegen
a
través
de
la
ley,
el
control
de
las
fronteras,
por
lo
que
se
llama
los
buenos
modales.
Es
por
eso
que
la
hospitalidad
pura
no
es
una
categoría
política,
ni
del
derecho.
Lo
mismo
pasa
con
la
del
perdón.
La
hospitalidad
limitada
puede
ser
una
categoría
del
derecho,
puede
estar
escrita
en
las
convenciones
jurídicas
internacionales,
mientras
que
la
hospitalidad
pura
de
la
que
estamos
hablando,
de
la
catástrofe,
es
heterogénea
a
la
política
y
al
derecho.
No
hay
política
ni
derecho
abiertos
al
acontecimiento
de
la
catástrofe
por
definición.
Lo
que
no
quiere
decir
que
haya
que
renunciar
al
derecho
y
a
la
política,
sino
que
hay
que
reacomodar
el
derecho
y
la
política.
Allí
donde
el
«nosotros»
sea
una
especie
de
comunidad
fusional
donde
la
responsabilidad
se
ahoga,
veo
un
peligro.
Yo,
por
una
suerte
de
habitus
contraído,
tengo
alergia
a
una
comunidad
de
ese
tipo.
Pero,
por
otra
parte,
yo
llamaría
aceptable
a
un
«nosotros»
hecho
de
interrupciones,
un
«nosotros»
en
el
cual
los
que
dicen
«nosotros»
saben
que
son
singularidades
que
entran
en
una
relación
interrumpida.
Y
eso
no
solamente
no
nos
impedirá
decir
«nosotros»
y
hablarnos
y
comprendernos,
sino
que
la
condición
para
que
nos
hablemos
y
nos
comprendamos
es
la
interrupción
de
la
relación
permanezca.
Imagine
la
mayor
proximidad
posible
entre
dos
seres:
el
amor,
la
experiencia
erótica,
el
éxtasis
extremo,
la
distancia
no
queda
abolida.
La
distancia
infinita
permanece.
El
«nosotros»
es
una
especie
de,
como
cuando
uno
tira
los
dados
o
cuando
uno
tira
su
línea
de
pesca.
Quizá
haya
un
nosotros
del
otro
lado.
Decimos
«nosotros»
y
es
una
promesa,
un
pedido,
una
esperanza.
Puede
ser
también
un
temor.
“Espero
que
no
seamos
nosotros”.
Decir
«nosotros»
es
un
gesto
loco,
loco
de
espera,
loco
de
temor,
de
promesa.
Pero
no
es,
sin
duda
alguna,
la
seguridad
tranquila
de
lo
que
es.
No
hay
un
«nosotros».
Uno
no
va
a
encontrar
un
«nosotros»
en
la
naturaleza.
[…]
—Este
es
el
lugar
de
una
información
general,
que
dio
lugar
a
la
obra:
Las
bodas
de
sangre,
porque
hubo
un
asesinato
sumamente
simbólico
de
una
mujer,
y
su
memoria
en
duelo
asedia
todavía
este
lugar.
—El
duelo
infinito
de
la
mujer
es
un
asecho
general
del
lugar.
—Un
asecho
8
general
del
lugar.
—Lo
que
quería
sugerir
al
hablar
de
las
diferencias
sexuales,
en
plural,
es
que
cada
vez
hay
como
una
trenza
de
voces,
digamos
una
plurivocidad,
palabra
que
justamente
tiene
más
de
un
sentido,
plurivocidad
que
trabaja
laboriosamente
o
no,
cada
voz.
Y
por
ejemplo
aquí,
que
hablamos
hace
rato
de
varios
personajes,
incluso
varios
personajes
de
mujer
y
Lorca,
todos
esos
fantasmas
que
vienen
a
asechar
este
mismo
lugar,
y
que
en
cierta
forma
tomamos
en
nosotros
al
momento
del
duelo,
al
momento
de
recogimiento
del
cual
hablábamos.
Bueno,
hace
falta
que
esos
mismos
fantasmas
que
son
voces,
masculinas,
femeninas,
varias
calidades
de
voz,
varios
lugares
de
voz
femenina,
se
compongan,
se
encabalguen,
se
trencen,
y
de
cierta
manera
desde
el
momento
en
que
hablábamos,
desde
el
momento
en
que
yo
hablo,
ese
yo
mismo
está
constituido
y
se
vuelve
posible
en
su
identidad
de
yo,
por
este
encabalgamiento
de
voces.
Una
voz
habitando
la
otra.
Y
yo
creo
que
la
represión,
todas
las
represiones,
y
en
particular
la
represión
sexual,
la
represión
sexual
de
la
mujer,
comienzan
allí
donde
intentamos
hacer
callar
una
voz
o
de
reducir
este
encabalgamiento
o
esta
trenza
a
una
única
voz.
A
una
suerte
de
monología.
Entonces,
la
multiplicidad
de
voces
es
también,
de
movida,
el
espacio
abierto
a
los
fantasmas,
a
los
«retornantes»,
al
retorno
de
lo
que
está
reprimido,
lo
que
está
excluido,
forcluido.
Entonces
yo
intentaría
pensar
al
mismo
tiempo
la
multiplicidad
de
voces,
el
asedio,
la
espectralidad
y
todo
aquello
de
lo
que
hablamos
hace
un
rato
respecto
del
asesinato,
la
represión,
la
diferencia
sexual
de
la
mujer,
etc.
Para
que
este
espacio
democrático
se
abra,
hace
falta
que
en
cada
uno,
ciudadano
o
ciudadana,
hace
falta
que
en
cada
uno
esta
multiplicidad
de
voces
sea
liberada
en
la
medida
de
lo
posible.
Es
necesario
que
los
ciudadanos
o
ciudadanas
traten
desde
dentro
este
problema
de
las
voces,
de
la
diferencia
sexual,
de
los
fantasmas,
para
poder
tratarlo
como
se
debe
desde
afuera.
Si
soy
tiránico
dentro
de
mí,
tendré
tendencia
a
serlo
afuera.
Es
por
esto
que
la
política
pasa
también,
por
una
especie
de
autoanálisis,
por
una
suerte
de
experiencia
de
sí.
Si
uno
no
trata
bien
su
inconsciente,
si
el
autoanálisis
no
está
siempre
llevándose
a
cabo,
el
ejercicio
de
la
responsabilidad
política
resultará
dañado.
Mi
deseo
más
tenaz
sería
recomenzar,
revivir
todo,
lo
malo
y
lo
bueno,
eso
que
hoy
sé
que
fue
malo:
el
sufrimiento.
Una
vez
ocurrido,
es
la
posibilidad
de
esta
sublimación,
de
esta
transfiguración,
de
esta
alquimia
que
hace
que
el
recuerdo
de
un
sufrimiento
se
vuelva
un
buen
recuerdo.
Entonces,
tendría
ganas
de
repetirlo.
Y
eso
es
la
sombra
de
la
muerte,
el
miedo,
la
angustia
y
la
tristeza
de
la
muerte
que
viene:
que
me
gustaría
recomenzar,
y
recomenzar,
y
recomenzar,
las
mismas
cosas
sin
siquiera
inventar
cosas
nuevas.
Revivir
lo
que
viví.
Ahí
donde
se
detiene
la
bendición.
He
ahí
el
matiz,
la
precisión
que
me
gustaría
aportar,
es
que
cuando
algo
del
pasado,
bueno
o
malo,
que
fue
bueno
o
que
fue
malo
en
el
pasado,
continúa
hoy
y
continuará
mañana
a
dar
frutos
o
resultados
negativos,
cuando
lo
negativo
continúa
proliferando
y
viviendo,
e
incluso
sobreviviéndome,
en
este
momento,
ya
no,
no
quiero
recomenzar.
Entonces,
cuando
el
mal
tiene
un
futuro,
cuando
el
mal
pasado
tiene
un
futuro,
si
puedo
decirlo
así,
en
ese
momento
no
puedo
decir
que
maldiga,
pero
ya
no
bendigo.
Lo
que
es
trágico
en
la
existencia,
y
no
sólo
en
la
mía,
es
que
la
significación
de
lo
que
vivimos,
y
que
cuando
la
vida
es
larga
implica
muchas
cosas,
la
significación
de
lo
que
hemos
vivido
no
se
determina
más
que
a
último
momento,
es
decir,
en
el
momento
de
la
muerte.
Hasta
último
momento
puede
ocurrir
que
lo
que
viví
o
lo
que
creí
vivir
como
algo
bello,
bueno,
noble,
y
que
por
lo
tanto
implica
9
este
deseo
de
repetir,
que
algo
venga
a
mostrarme
que
eso
fue
malo,
que
había
allí
una
mentira,
una
falta,
el
germen
de
una
catástrofe.
Y
entonces,
en
el
último
segundo
descubro
algo
que
corroe
o
pervierte
toda
la
memoria
feliz
que
conservo.
Me
gustaría
anunciarme
a
mí,
a
mi
madre,
que
desde
siempre
ya
no
me
escucha,
lo
que
hay
que
saber
antes
de
morir.
Es
decir,
que
no
sólo
yo
no
conozco
a
nadie,
no
encontré
a
nadie,
no
tuve
ni
noticias
en
la
historia
de
la
humanidad
de
nadie,
nadie
que
haya
sido
más
feliz
que
yo,
y
afortunado,
eufórico,
es
verdad
a
priori,
¿no?,
ebrio
de
goce
ininterrumpido,
pero
que
además
yo
permanecí
como
el
contraejemplo
de
mí
mismo,
también
constantemente
triste,
privado,
destituido,
decepcionado,
impaciente,
celoso,
desesperado,
y
si
de
hecho
ambas
certezas
no
se
excluyen,
entonces
ignoro
cómo
arriesgar
la
más
mínima
frase
sin
dejarla
caer
por
tierra,
en
silencio,
por
tierra
su
léxico,
por
tierra
su
gramática
y
su
geología,
cómo
decir
otra
cosa
que
un
interés
tan
apasionado
como
decepcionado
por
esta
cosa,
el
idioma,
la
literatura,
la
filosofía,
otra
cosa
que
la
imposibilidad
de
decir
todavía,
como
lo
hago
aquí,
«yo,
yo
firmo».
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