Está en la página 1de 19

La importancia del acto de leer1

FREIRE, Paulo: “La importancia del acto de leer”, en: La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo XXI
Editores, 1991.

Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que
me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un
poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en
que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba
escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de
leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que
se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de
la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la
lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser
alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al
intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a
“releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas
de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino
constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto
de leer se fue dando en mi experiencia existencial.
Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la
palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular
en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente
significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo,
la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana
en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la
intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me
experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja
casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia
quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé,
hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y
por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras”
de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la
capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión
yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones con mis hermanos mayores y con mis

1
Trabajo presentado en la apertura del Congreso Brasileño de Lectura, realizado en Campinas, Sao Paulo, en
12 de noviembre de 1981.
padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los
pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho- quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza
de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos,
relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los
“textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del
viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la
forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los
árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en
distintos momentos: el verde del mango-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango
madurando, las pintas negras del mango ya más que maduro. La relación entre esos colores, el
desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época,
posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa
de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de
mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al
lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos,
completamente diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a
uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del
lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso
ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni
siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la
comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-
creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me
parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su
presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena
cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el
tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para
aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas
burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis
siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta
dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de
quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la
figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al
hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos
dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las almas que aquél. Me acuerdo de las noches en que,
envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la
madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos
“amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas abiertas, la percepción de un
sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban
misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y
lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre es fundamental para mí, no
hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del
niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que
estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica
experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara
animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en
la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del
mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de
la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor
de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis tizas.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición
reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado.
Eunice continúo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la
frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de
la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que
me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi
comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi
infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de
mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de
los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien
reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de mi
infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del
acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como
alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en
clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos
cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada,
mecánica y fastidiosamente “deletreada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos
“lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se
ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa.
Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví
intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar,
con alumnos de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la
sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía
nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el
contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo
mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y
no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar
mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo
aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización
mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que
la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de
memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el
texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y profesoras, en que los estudiantes
“lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que
a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que
los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más
para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el
sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su
formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En
algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las páginas
de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser
comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita.
Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se encuentra,
por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo
con la cantidad de páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más
importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y
media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando,
subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición
poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos
de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en
los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual sea posible nuestra práctica en cuanto
profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor de lengua portuguesa,
recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me
demoraba en el análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de
Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando
aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos
análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el
portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de leer –y no es
demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en
mí, se ha venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de
mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya
hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y
termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición
que hice hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un
acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería
imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-
le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra,
de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus
palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto
acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su
sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción
pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad
en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el
alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el
que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar
verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de
percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino
además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el
montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador
para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes
momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias
veces en este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica
del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado.
Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de
ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace
poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente.
Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él
hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de la
palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de
“rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización.
De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de
alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su
verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir
cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del educador. La
investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas
de mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares.
Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son
representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de
albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la
palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su
memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto de situaciones
codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la
cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo. En el
fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos
populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos
populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su
indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o
no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de
organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción
contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre
percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar
un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en
consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente,
hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora.
La lectura es un acto de resistencia en un paisaje de distracción

HARI, Johann: “La lectura es un acto de resistencia en un paisaje de distracción”, en: http://www.huffingtonpost.com/
johann-hari/in-the-age-of-distraction-books_b_883622.html, publicado en junio 2011.

Mujer leyendo de Kuniyoshi

En el siglo XX, todas las novelas de «pesadilla-del- futuro» imaginaban que los libros se quemarían.
En el siglo XXI, nuestras distopías imaginan un mundo donde los libros son olvidados. Para
comentar sólo una, la novela de Gary Shteyngart Super Sad True Love Story, describe un mundo
donde todo el mundo está obsesionado con su electrónica Apparat –un iPhone todavía más
omnívoro, con una parpadeante corriente de shopping, realities y porno– y de alguna manera han
llegado a creer que los pocos libros de papel que quedan sin leer apestan.
He estado pensando en esto porque recientemente me he mudado de piso, lo que para mí
significa empaquetar y transportar varios montes Everest de libros, acumulados obsesivamente
desde que era un niño. Pídeme que tire un libro y empezaré a temblar como Meryl Streep en La
decisión de Sophie e insistiré en que no puedo soportar separarme de él, no importa lo
improbable que sea que vaya a leer (por ejemplo) la biografía de 1000 páginas del poco conocido
dictador portugués Antonio Salazar. A medida que apilaba mis libros, y veía a mis amigos quedar
enterrados en deslizamientos de tierra de novelas o avalanchas de polémicas, se me ocurrió que
esta escena podría ser incomprensible dentro de una generación. Sí, algunos especialistas todavía
transportan sus colecciones de vinilo de casa en casa, pero el resto de nosotros hemos emigrado
felizmente al MP3, y los consideramos un poco raros. ¿Tiene importancia? ¿Que se perdió
realmente?
El libro –el libro de papel físico– está siendo rodeando por un banco de tiburones, con ventas un 9
% más bajas solamente en este año. Está siendo masticado por el e-book. Está siendo corneado
por la muerte de la librería y la biblioteca. Y lo más importante, el espacio mental que ocupaba
está siendo erosionado por las miles de Armas de Distracción Masiva que nos rodean a todos. Es
difícil de admitir, pero todos lo sentimos: leer libros se está convirtiendo en casi físicamente difícil.
Creo que deberíamos empezar por ahí –ya que muestra por qué es necesario que el libro físico
sobreviva, y alude a lo que tenemos que hacer para asegurarnos de que lo hace.
En su magnífico librito The Lost Art of Reading –Why Books Matter in a Distracted Time, el crítico
David Ulin admite una sensación extraña. Toda su vida había tomado la lectura tan por sentado
como comer –pero entonces, hace unos años, «me di cuenta, en un apartamento lleno de libros,
de que ya no podía encontrar en mi la necesaria tranquilidad para leer.» Se sentaba a hacerlo por
la noche, como siempre había hecho, y leía algunos párrafos, y luego encontraba que su mente
vagaba, implorándole que revisara su correo electrónico, o Twitter, o Facebook. «Con lo que estoy
luchando», escribe, «es la invasión del zumbido, la sensación de que hay algo ahí que merece mi
atención, cuando en realidad es sobre todo una serie de momentos desconectados, tomas rápidas
y fragmentos, que se suman a la ansiedad de la edad.»
Creo que la mayoría de nosotros tenemos este sentimiento hoy en día, si somos honestos. Si lees
un libro con el ordenador portátil zumbando en el otro lado de la habitación, puede parecer como
tratar de leer con una banda Heavy Metal gritando delante tuyo. Para leer, es necesario aflojar el
paso. Necesitas silencio mental, a excepción de las palabras. Eso es cada vez más difícil de
encontrar.
No, no me malinterpretéis. Me encanta la web, y tendrán que arrancar mi Twitter feed de mis frías
manos muertas. Esto no se va a convertir en una diatriba antediluviana contra las glorias de
nuestro mundo interconectado. Pero hay una razón por la que la palabra –“wired”– significa tanto
“conectado a Internet” como “alto, frenético, incapaz de concentrarse”.
Así que en la era de Internet, los libros físicos de papel son una tecnología que necesitamos más,
no menos. En la década de 1950, el novelista Herman Hesse escribió: «Cuanto la necesidad para el
entretenimiento y la educación general más puedan ser satisfechas por los nuevos inventos, más
recuperará el libro su dignidad y autoridad. Aún no hemos alcanzado totalmente el punto en que
los jóvenes competidores, como la radio, el cine, etc, han asumido las funciones del libro que no
pueden permitirse el lujo de perder».
Ahora hemos llegado a ese punto. Y aquí está la función que el libro –el libro de papel que no
emite un pitido o un flash o un enlace, o te permite ver miles de videos a la vez– hace para ti y que
no hará ninguna otra cosa. Te da capacidad de concentración profunda y lineal. Como Ulin lo
expresa: «La lectura es un acto de resistencia en un paisaje de distracción... Requiere que nos
acompasemos. Nos devuelve a un ajuste de cuentas con el tiempo. En medio de un libro, no
tenemos otra opción que ser pacientes, que tomar cada cosa en su momento, para que prevalezca
la narrativa. Retomamos el mundo al retirarnos de él un poco, retrocediendo de los ruidos.»
Un libro tiene una relación diferente con el tiempo que un programa de televisión o una
actualización de Facebook. Dice que valía la pena sacar algo del torrente sin fin de datos y fijarlo
en un objeto que tendrá el mismo aspecto en un centenar de años. El escritor francés Jean-Phillipe
De Tonnac dice que «la verdadera función de los libros es la de salvaguardar las cosas que el olvido
constantemente amenaza con destruir». Es precisamente porque no es inmediato –debido a que
no sabe lo que pasó hace cinco minutos, en Kazajstán, o en el apartamento de Charlie Sheen– por
lo que el libro importa.
Es por eso que necesitamos libros, y por qué creo que van a sobrevivir. Porque la mayoría de los
seres humanos tienen un deseo de involucrarse en una profunda reflexión y una profunda
concentración. Esos músculos son necesarios para el sentimiento y compromiso profundo. La
mayoría de los seres humanos no sólo quieren tentempies mentales para siempre, sino que
también quieren comer. Las veinte horas que se tarda en leer un libro requieren una concentración
sostenida que es difícil de conseguir en otro sitio. Claro, puedes hacer eso con una serie en DVD –
pero tu relación con la televisión siempre será en última instancia, la de un espectador pasivo. Con
cualquier libro, eres es el co-creador, imaginandolo a medida que avanzas. Como Kurt Vonnegut
dijo, la literatura es la única forma de arte en el que el público tiene la partitura.
No estoy en contra de los e-books, en principio, –estoy tentado por el Kindle– pero cuanto más
interactivos y vinculados se vuelven, cuantas más múltiples tareas realizan y más ofrecen un
centenar de funciones diferentes, menos serán capaces de preservar los aspectos del libro que
realmente necesitamos. Un lector de libros electrónicos que hace mucho no será, al final, un libro.
El objeto debe permanecer amortiguado para que las palabras – que te ofrecen la sensación más
eléctrica de todas: la visión de la vida interna de otra persona– puedan cantar.
Entonces, ¿cómo preservar el espacio mental para el libro? Somos la primera generación que ha
usado el Internet, y cuando veo cómo estamos reaccionando a él, no dejo de pensar en las
comunidades inuit que conocí en el Ártico, a las que se les dio alcohol y azúcar por primera vez
hace una generación, y los consumieron tan rápidamente que ahora están hundidas en la obesidad
y el alcoholismo. El azúcar, el alcohol y la web son placeres y alegrías increíbles –pero tenemos que
saber cómo manejarlos sin dejar que nos confundan.
La idea de mantenerte en una dieta digital, sospecho, se convertirá pronto en algo corriente. Así
como he aprendido a no llenar mi nevera con tentadores carbohidratos, he aprendido a limitar mi
exposición a la web –y amarla en la ventana limitada que me permito. He instalado el programa
"Freedom" en mi ordenador portátil: te desconectará de la red por el tiempo que le indiques. Es el
Ritalin que necesito para mi TDAH inducido por la web. Me aseguro de activarlo para poder
sumergirme en el mundo más permanente de la página impresa, por lo menos dos horas al día, o
sino me encuentro con un sentido de conexión online sin fin que te deja extrañamente desconectado
de ti mismo. T.S. Eliot llamaba a los libros «el punto inmóvil del mundo que gira». Estaba en lo cierto.
Resulta que, en la era de super-velocidad de banda ancha necesitamos árboles muertos para tener
mentes vivas.
La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación.
Prólogo

LARROSA, Jorge: “La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. Prólogo a esta edición”, en: La
experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.

La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación se publicó en 1996 y se


reimprimió en 1998. Circuló entre filólogos, filósofos, pedagogos, escritores, lectores compulsivos,
activistas de la lectura y eternos estudiantes. La deriva pública del libro y la necesidad de
corresponder a la generosidad de sus lectores me llevó a sostenerlo en cursos y conferencias, a
precisar algunas de las cuestiones que suscitaba, a desarrollar algunos de sus motivos, a corregir
algunas de sus ideas, y a continuar leyendo, escribiendo y publicando. Los textos que se añaden a
esta edición responden a ese impulso. Pueden incluirse aquí sin violencia porque, al haber sido
redactados tras la estela de la primera edición del libro, lo continúan y, de algún modo, le pertenecen.

En el primer párrafo se habla de la relación que se tiene con los libros que uno mismo ha escrito. De
una forma tal vez demasiado ampulosa, ahí se dice que un libro, una vez publicado, no es otra cosa que
la figura sin vida de la tensión que animó su escritura. Ocho años después de su primera aparición, mi
relación con este libro es tan extraña como la que se tiene ante una fotografía de otro tiempo. Siento
que ahora ya pertenece sólo a los lectores. Uno de ellos, Daniel Goldin, uno de los más generosos, ha
querido darle una nueva vida, darlo de nuevo a leer, ponerlo otra vez en marcha hacia esa posibilidad
enviada hacia el porvenir de la que se habla en el último párrafo del libro. De él fue también la idea de
publicar una edición ampliada que exagerase aún más ese efecto abundoso y proliferante,
heterogéneo, abierto a múltiples resonancias y seguramente excesivo que ya tenía la primera versión.
Yo no puedo sino consentir y agradecer.

Estudiar: leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Las páginas de la lectura
en el centro, las de la escritura en los márgenes. Y también: escribir leyendo. Abriendo un espacio
para la escritura en medio de una mesa llena de libros. Leer y escribir son, en el estudio, haz y
envés de una misma pasión.

Estudiar: lo que pasa entre el leer y el escribir. Lectura que se hace escritura y escritura que se hace
lectura. Impulsándose la una a la otra. Inquietándose la una a la otra. Confundiéndose la una en la
otra. Interminablemente.

La lectura está al principio y al final del estudio. La lectura y el deseo de la lectura. Lo que el estudio
busca es la lectura, el demorarse en la lectura, el extender y el profundizar la lectura, el llegar, quizá, a
una lectura propia. Estudiar: leer, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, encaminándose a
la propia lectura. Sabiendo que ese camino no tiene fin ni finalidad. Sabiendo además que la
experiencia de la lectura es infinita e inapropiable. Interminablemente.

Y también: la escritura y el deseo de la escritura están al principio y al final del estudio. Lo que el
estudio quiere es la escritura, el demorarse en la escritura, el alcanzar, quizá, la propia escritura.
Estudiar: escribir, en medio de una mesa llena de libros, en camino una escritura propia. Aunque ese
camino no tenga fin ni finalidad. Sabiendo que la experiencia de la escritura es también infinita e
inapropiable. Interminablemente.
Escribes lo que has leído, lo que, al leer, te ha hecho escribir. Lees palabras de otros y mantienes con
ellas una relación de exterioridad. Te pones en juego en relación a un texto ajeno. Lo entiendes o no,
te gusta o no, estás de acuerdo o no. Sabes que lo más importante no es ni lo que el texto dice ni lo
que tú seas capaz de decir sobre el texto. El texto sólo dice lo que tú lees. Y lo que tú lees no es ni lo
que comprendes, ni lo que te gusta, ni lo que concuerda contigo. En el estudio, lo que cuenta es el
modo como, en relación con las palabras que lees, tú vas a formar o a transformar tus palabras. Las
que tú leas, las que tú escribas. Tus propias palabras. Las que nunca serán tuyas.

Estudiando, tratas de aprender a leer lo que aún no sabes leer. Y tratas de aprender a escribir lo
que aún no sabes escribir. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora lees sin saber leer y escribes sin
saber escribir. Ahora estás estudiando.

Algunas veces tienes la impresión de leer palabras de nadie, tan de nadie que podrían ser tuyas, de
cualquiera. Se da entonces una especie de intimidad entre tú y lo que has leído: no hay distancia,
tampoco defensa. No hay exterior ni interior. No hay diferencia entre tú y lo que lees. Dura sólo un
instante. Súbitamente se da una especie de orden, una especie de claridad. Es un instante callado y
gozoso, ensimismado. Es una sensación de lleno y vacío a la vez, una extraña mezcla de plenitud e
inocencia.

Aíslas lo que has leído, lo repites, lo rumias, lo copias, lo varías, lo recompones, lo dices y lo
contradices, lo robas, lo haces resonar con otras palabras, con otras lecturas. Te vas dejando habitar
por ello. Le das un espacio entre tus palabras, tus ideas, tus sentimientos. Lo haces parte de ti. Te vas
dejando transformar por ello. Y escribes.

Empiezas a escribir y otra vez la distancia entre tú y las palabras. Lo que era silencio se ha hecho
bullicio. Lo que era luz se ha convertido en balbuceo. Pero quieres ser fiel a aquel instante. No para
expresarlo, para fijarlo o para conservarlo: nada que tenga que ver con la apropiación. Tampoco para
compartirlo. Todavía no: no puedes compartir lo que no tienes. Ahora estás estudiando. Y escribes.
Por fidelidad, escribes.

Lees lo que has escrito. Tus palabras te parecen ajenas, es decir, que las entiendes o no, que te
gustan o no, que estás de acuerdo o no. Como si no fueran tuyas. Aunque a veces consigues que
parezcan de nadie, tan de nadie que podrían ser de cualquiera, tuyas también. Y sigues leyendo (con
un cuaderno abierto y un lápiz en la mano). Y escribiendo (sobre una mesa llena de libros). Sigues. Ya
no hay más separación entre el centro y los márgenes que la que tú creas en el movimiento cada vez
más rápido entre la mano y el ojo, entre el ojo y la mano. Deslizamiento. Murmullo de voces sin voz,
gotear de palabras. Las palabras ajenas y las propias se confunden y tú tratas de mantener la raya de
una separación cada vez más imposible.

El cuaderno se va llenando de notas: ocurrencias, series de palabras, frases incompletas, párrafos


agujerados, tachaduras, llamadas a otros textos, a veces alguna iluminación compacta y feliz. Los
libros, abiertos y marcados, casi obscenos, se van acumulando los unos sobre los otros y ya
amenazan con desbordar la mesa.

Tienes que imponer un orden a esa promiscuidad de libros abiertos y a ese cuaderno abarrotado
de notas y de borrones. Tienes que darle una forma a ese murmullo en el que se oyen demasiadas
cosas y, justamente por eso, no se oye nada. Tienes que empezar a escribir. Lo más difícil es empezar.

Lees y relees lo escrito, quitas y añades, injertas, recompones. Empiezas de nuevo probando con otra
voz, con otro tono. Empezar a escribir es crear una voz, dejarse llevar por ella y experimentar con sus
posibilidades. Sabes que todo depende de lo que te permita esa voz que inventas. Y de las
modalidades de escucha que se sigan, quizá, de ella. Buscas, para la escritura, la voz más generosa, la
más desprendida. Anticipas, para la lectura, la escucha más abierta, la más libre. Sabes que esa
generosidad de la voz y esa libertad de la escucha son el primer efecto del texto, el más importante,
quizás el último. Por eso lo más difícil es empezar. Por eso vuelves a empezar. Una y otra vez. Y sigues.
Vuelves a los libros desparramados sobre la mesa. Y sigues. Te afanas en tu cuaderno de notas. Y
sigues. A veces sientes que no tienes nada que decir. Y sigues escribiendo, y leyendo, para ver si lo
encuentras. El texto se te va escapando de las manos. Y sigues.

Afuera es de noche. Aunque sea de día, es de noche. En ocasiones llueve. Haces venir la noche y,
cuando no es suficiente, también haces venir la lluvia, para crear una campana de vacío, un muro
opaco a cualquier luz y sordo a cualquier sonido. Necesitas de la noche y la lluvia para hacer una
pantalla que contenga todo ese barullo y lo proyecte hacia adentro. También para protegerte de la
primavera. Todo estudiante sabe que al estudio no le va la primavera. A lo mejor algún día tus
escritos sonarán a primavera y entonces podrás inventar ruidos de fiesta, tonalidades de verde y
sonrisas. Sobre todo, sonrisas. Tal vez consigas alguna frase que a alguien le parezca luminosa. Pero
ahora es de noche, llueve y la primavera, como una amenaza, ha sido firme y dolorosamente
expulsada. Ahora estás estudiando.

Se lee porque sí, por leer. Aunque leamos para esto o para lo otro, aunque nos vayamos inventando
motivos, utilidades obligaciones, leer es sin por qué. Algún día empezó, y luego sigue. Como la vida.

Vivir es sin por qué. Hacemos esto o lo otro para llenar la vida, para darle un motivo a la vida. Pero
sabemos, quizá sin saberlo, que la vida no es sino ese sentirse vivos que a veces nos conmueve hasta
las lágrimas. Vivir es sentirse viviendo, gozosa y dolorosamente viviendo. Las ocupaciones de la vida,
hasta las más necesarias o las más hermosas, se hacen costumbre. Pero el sentimiento de vivir se da
siempre sin buscarlo y como una sorpresa. Y entonces es como si tocáramos la vida de la vida. Lo
que podría ser como su centro vivo, su entraña viva, su latido. O quizá su exterior, lo otro de la vida,
aquello que no se deja vivir, que no se puede vivir, pero a lo que la vida algunas veces apunta, o
señala, como su afuera imposible. Un instante callado y gozoso. Lleno y vacío a la vez. Plenitud e
inocencia.

Se lee para sentirse leer, para sentirse leyendo, para sentirse vivo leyendo. Se lee para tocar, por un
instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o su afuera imposible. Y para escribirlo. Se
escribe por fidelidad a esas palabras de nadie que nos hicieron sentir vivos, gratuita y
sorprendentemente vivos.

El estudio vive de las palabras y en las palabras. Te gustan las palabras. También la primavera, claro. Y
las sonrisas, lo mejor son las sonrisas. Pero las palabras te obsesionan. Profesas un oficio de
palabras. Tienes que estar atento a las palabras, darles vueltas y más vueltas, oírlas, mirarlas,
dibujarlas sobre el papel, llevártelas a la boca, paladearlas, decirlas, cantarlas, pasarlas de una lengua
a otra, explorar su sonoridad, su densidad, su multiplicidad, sus relaciones, su fuerza. Tienes que
tratarlas con cariño, con delicadeza, aunque a veces sea un cariño violento, una delicadeza
despiadada. A veces pierdes el sueño por una palabra. A veces sientes la felicidad de una palabra
justa, precisa, alrededor de la cual todo se ilumina. A veces te duelen las palabras maltratadas,
pervertidas, manipuladas. Tienes que llenarte de palabras. Y llenarlas a ellas de ti. De tu memoria, de
tu sensibilidad. También de tus oscuros, de tus abismos. Casi todo lo que sabes, lo has aprendido
de las palabras y en las palabras. Casi todo lo que eres lo eres por ellas.

Escribir y leer es explorar todo lo que se puede hacer con las palabras y todo lo que las palabras
pueden hacer contigo. En el estudio, todo es cuestión de palabras. Y de silencios. Sobre todo de
silencios.
Quizá recuerdes aquella noche de primavera, justo antes de la aurora. Todos los invitados se habían
ido y, todavía llenos de música y de sonrisas, abrimos de par en par la ventana del cuarto para dejar
entrar el aire de la madrugada. La ciudad empezaba a despertar y ya se oían los ruidos propios del
día. Nosotros conservábamos aún la excitación de la fiesta y seguíamos hablando y riendo. De pronto
cantó un pájaro. Entre los bloques de viviendas, las fábricas y las calles asfaltadas, en medio de este
barrio de periferia entre industrial y urbana, cantó un pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si se hiciese
un silencio alrededor de ese trino. Como si el canto del pájaro rebotase sobre otra cosa. Como si
sonase sobre un fondo que no era el ruido de los coches sino un silencio perfecto. Y fue como si
nuestra fatiga, nuestra intimidad recobrada, el recuerdo de todas las alegrías de la fiesta y ese grano
de nostalgia de no se sabe qué que a veces, como una tristeza, nos atraviesa, se instalasen en ese
silencio, se hiciesen parte de ese silencio. Sólo un instante. Fue el canto del pájaro el que nos hizo
sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de silencio en el que pudimos recogernos. Un
silencio de nadie, tan de nadie que podía ser de cualquiera, tuyo y mío, y en el que aquella noche,
asomados a la ventana, recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.

También la lectura da ese silencio, el silencio de las palabras. También ella crea un espacio otro y un
tiempo otro, de todos y de cualquiera, en el que el vivir de la vida se siente con particular intensidad.
Y se escribe por fidelidad a esas palabras, a esos silencios, a esa extraña forma de sentir la vida. Y
se escribe también por una cierta necesidad de compartir todo eso, de transmitirlo. Pero no su
contenido, sino su posibilidad, la posibilidad de eso que se da sin buscarlo y siempre
gratuitamente, como una sorpresa. Se escribe por fidelidad a unos instantes de los que nunca
podremos apropiarnos porque ni siquiera podemos estar seguros de que fueron estrictamente
nuestros. Pero no para repetirlos o para producirlos, sino para afirmar su posibilidad y, quizá, para
darles una posibilidad. Una posibilidad de vida.

Se escribe por fidelidad a lo que hemos leído y por fidelidad a la posibilidad de la lectura, para
compartir y para transmitir esa posibilidad, para acompañar a otros hasta el umbral en el que puede
darse esa posibilidad. Un umbral que no nos está permitido franquear. Pero eso será, quizá, más
tarde. Ahora estás estudiando.

Estudiar es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y su respiración.
Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la escritura tienen forma interrogativa.
Estudiar es leer preguntando: recorrer, interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir
preguntando. Ensayar lo que les pasa a tus propias palabras cuando las escribes cuestionándolas.
Preguntándoles. Preguntándote con ellas y ante ellas. Tratando de pulsar cuáles son las preguntas que
laten en su interior más vivo. O en su afuera más imposible.

Las preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia preguntando y se termina
preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo
que las preguntas son infinitas e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también.
Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa de libros. En la noche y en
la lluvia. Entre las palabras y sus silencios.

El estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el estudio es el movimiento
de las preguntas, su extensión, su ahondamiento. Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos.
Tienes que darles densidad, espesor. Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y
también más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más osadas. Por
eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las preguntas y su desplazamiento. También su
deseo. Y su esperanza. Por eso, a las preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la
que no habite, a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De seguir
leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote, con un cuaderno abierto y un
lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles podrían ser aún tus preguntas.
Las preguntas apasionan el estudiar: el leer y el escribir del estudiar. Las preguntas abren la lectura:
y la incendian. Las preguntas atraviesan la escritura: y la hacen incandescente.

Estudiar es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de las preguntas.

Las preguntas son la salud del estudio, el vigor del estudio, la obstinación del estudio, la potencia del
estudio. Y también su no poder, su debilidad, su impotencia. Manteniéndose en la impotencia de
las preguntas, el estudio no aspira al poder de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de saber y
fuera, también, de la voluntad de poder. Por eso el estudiante no tiene nada que no sean sus
preguntas. Nada que no sea su preguntar infinito e inapropiable. Nada que no sea su leer y escribir
preguntando. Sin fin y sin finalidad. Interminablemente.

Las preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no lugar. Manteniéndose
en el no lugar de las preguntas, el estudio no aspira al lugar seguro y asegurado de las respuestas. Se
sitúa fuera de la voluntad de lugar y fuera, también, de la voluntad de pertenencia. Por eso el
estudiante es un extraño, un extranjero. Por eso no pertenece a los espacios de saber, no tiene lugar
en ellos, no busca un lugar, una posición, un territorio, no quiere nada que no sea su leer y escribir
preguntando. El estudio no tiene otro lugar que no sean sus preguntas. Un lugar infinito e
inapropiable. Sin fin y sin finalidad. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una
mesa llena de libros. En la noche y en la lluvia. Interminablemente.

Este libro se escribió al hilo de esa relación singular con la lectura y con la escritura que se da en el
estudiar. Su escritura es el resultado de un estudiar apasionado, muchas veces gozoso y casi siempre
desordenado. Tal vez por eso contenga entre sus páginas algo del espíritu del estudiante: la amplitud
indeterminada de la curiosidad, la alegría inocente de los descubrimientos, la vitalidad apasionada de
las preguntas, el atrevimiento osado de las afirmaciones, la parcialidad sin complejos de los gustos, la
incompletud y la provisionalidad de los resultados. Podría decir que este libro me dio mi propia lectura,
mi propia escritura y mis propias preguntas. Pero sólo puedo llamar mía a esa lectura, a esa escritura y
a ese preguntar que son a la vez infinitos e inapropiables, de todos y de nadie, de cualquiera, míos
también.

Ahora estos estudios son tuyos. Tómalos, si quieres, como una invitación a tu propio estudio. Hazlos
resonar, si quieres, con tus silencios y con tus pájaros nocturnos. Pregúntales lo que quieras y déjate
preguntar por ellos. Busca en ellos, si quieres, tus propias preguntas. Yo, por mi parte, nunca sabré
qué es leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y escribiendo sobre una
mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que he escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y
nunca sabré qué es lo que tú vas a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi
escritura y para que, desde allí, me ayudases a escribir. No seré yo el que diga si ha valido la pena.
Además, ¿qué pena? Es primavera, el aire está lleno de sonrisas y en el interior de la cápsula del
estudiante, protegida por la noche y por la lluvia, hubo también muchos momentos de vida.

J. L.
Barcelona, junio de 2003.
¡Vivan los librEs!
Martín Caparrós, CHACHARA, 28/10/2020 

Hoy voy a discutir con mi amigo Jorge Carrión. Primero que nada, porque es un placer poder
debatir con alguien sus ideas sin amenazar por eso una larga amistad. Y, segundo que nada, porque
sus argumentos me parecen interesantes, es decir: discutibles.
Este domingo Carrión publicó –en un medio discreto y tradicionalista que propone desde Nueva
York, cada semana, tres o cuatro columnas de opinión y varias traducciones– un artículo
llamado En defensa del papel, el aula y la memoria. Su síntesis lo presenta pidiendo que “por el
bien común, sigamos privilegiando la docencia presencial, la lectura de libros físicos, la existencia
de librerías, cines y otros contextos analógicos” –y el artículo propone esa postura: que, frente a la
pandemia y otras alteraciones de la sociedad contemporánea, defendamos esas costumbres
anteriores.
Para lo cual desarrolla sus argumentos: como todos, Carrión está harto de los debates y cursos
digitales, que no dejan la huella que dejaban los presenciales, que excluyen los ruidos e
imprevistos que aquellos producían. Yo también soy una víctima de ellos, yo también pienso que
un encuentro físico –una charla, una clase, un debate– son tanto más placenteros y productivos
que esa hora de zoom y dolores de cuello. Yo querría, como el que más, que volvieran aquellos; no
por eso dejo de reconocer que el imperio de la virtualidad ha traído una ampliación y
democratización del público que habrá que considerar cuando podamos volver a lo real –a lo que
solíamos considerar real. Entre una charla en un festival literario de Zamora y esa misma charla en
zoom o en instagram live la diferencia suelen ser unos cientos de personas más en el digital –y
muchos están en lugares distantes, difíciles.
Pero eso se puede solucionar, y no es mi punto. Mi punto es que, en el artículo, la justa
reivindicación de los encuentros personales sirve de introducción y justificación para reivindicar el
libro de papel –sin mayores argumentos. Es lo que los retóricos llaman una “falacia de la verdad a
medias”: cuando se presenta una proposición verdadera y se usa para postular que las demás
también lo son. Que el zoom sea un auténtico coñazo, que nos prive del placer de lo palpable y lo
imprevisto, que no consiga cumplir con la función de los encuentros, no significa que a los libros
digitales les pase lo mismo. Ambos comparten, si acaso, el hecho de suceder en pantallas y de ser
nuevos y de tratar de reemplazar viejas costumbres seculares, y muy poco más: si acaso la
nostalgia, la idea de que casi todo tiempo pasado fue… ¿cómo es que era?

Me he pasado la vida entre libros –leyendo libros, escribiendo libros, imaginando libros,
desperdiciando libros– y no consigo entender esa nostalgia. El libro fue una máquina increíble: una
de las mejores maneras posibles de contener y comunicar un texto. Hay herramientas tan
perfectas que nos cuesta creer que fueron inventadas. La escalera fue, durante milenios, la mejor
forma de pasar de un plano más bajo a uno más alto; antes era trepar, la cuerda o liana, la rampa,
pero la escalera las borró al primer tranco. El libro es la escalera de los textos: hace siglos que es la
mejor manera de almacenar y difundir palabras, como antes lo fueron las tabletas, los papiros, los
rollos. Ahora hay ascensores; durante décadas abuelos aprensivos los evitaron, pero ya pasó.
Ahora la escalera, espléndida, orgullosa, no es lo primero que uno piensa cuando debe subir al piso
21. Y, cada vez más, el libro dejará de ser lo que uno piensa cuando quiere leer.
Los conservacionistas insisten en la superstición de que la forma inevitable de un texto es esa pila
de hojas de papel unidas por un margen. Algún día habrá que pensar un poco más en las razones
por las cuales ciertos críticos, ciertos renovadores, creen que la resistencia está del lado de las
tradiciones. Uno de ellos, Umberto Eco, decía que “el libro es como la cuchara, el martillo, la rueda,
las tijeras: una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor”. Para desmentirlo, hace
unos años llegó el libro electrónico –la tableta tipo kindle, digamos, con perdón–: fue una mejora
del concepto pero seguía siendo un libro. Borgianamente un libro: un libro de arena, lleno de
páginas entre cada página, aparentemente infinito, tigres y espejos y lugares cada vez más
comunes. Un kindle era un libro que, en lugar de cargar veinte cuentos, cargaba veinte mil –y no
era poco.
El libro electrónico ofrecía la posibilidad de leer un texto que no pesa en la mano, que no pierde la
página, que no precisa luz, que se puede anotar y consultar y exportar –y más que un libro era una
biblioteca. Era cómodo, sí, pero además tenía otra virtud, seguramente involuntaria: liberó a los
textos de su estrecha relación con la materia. Recordar el tacto, el olor, los colores de un libro de
papel es muy simpático, pero también es cierto que esos efectos materiales no son el texto: son
agregados que la industria les superpone, y que lo contaminan. No hay, en términos de literatura,
ninguna buena razón para que mi recuerdo de Guerra y paz esté marcado por los márgenes breves
de aquella edición de bolsillo y esa tipografía en cuerpo 11: Tolstoi no lo quiso.
En el libro electrónico, en cambio, lo que aparecía era puro texto, texto puro. En él, el soporte no
era relevante porque todos los textos tenían el mismo aspecto, el mismo olor, el mismo tamaño; la
materia no interfería en el flujo de las letras. En un libro electrónico el texto ya no tenía materia –y
me imagino a más de un filósofo neoplatónico y más de un poeta romántico y más de un viajero
empedernido celebrándolo. Pero no se trata de quién lo celebra sino del hecho de que esa es, cada
vez más, la forma en que las cosas existen y se transmiten: dejando atrás límites de la materia.
Pero ahora el libro electrónico –el kindle, digamos– también se quedó atrás. Pareció que iba a ser
un instrumento duradero pero pronto será una de esas tecnologías que desaparecieron rápido en
estos tiempos de suplantación veloz, de búsqueda empedernida de la novedad –y del dinero.
El libro electrónico fue, decíamos, un avance en la autonomía de los textos con respecto a la
materia. Solo que el avance no se detuvo allí. El proceso siguió y el objeto libro, la materia del libro
electrónico, fue reemplazada por las materias más diversas o, mejor: por algo inmaterial. Ahora ya
no debemos leer esos textos digitales en un aparato determinado; los leemos en varios. Alcanza
con una aplicación: ceros y unos. Los textos se han independizado realmente de la materia que los
sostiene. Son ubicuos: aparecen cuando los convocas en un teléfono, una tableta, un ordenador de
falda o de mesa, una tele, un proyector –y cada vez es un milagro raro, el placer del reencuentro.
Esa es la auténtica ruptura, lo que nunca antes había sucedido: que el libro ya no es un objeto, que
ya no existe un objeto libro. Que el mismo texto se puede leer en soportes tan distintos, que el
“libro” es una función de esos soportes. Y la amplificación que eso supone: ya no es necesario
tener un libro para tener un libro; todos tenemos un teléfono, así que todos tenemos libros –o la
posibilidad de leerlos tras un clic.
El libro, decíamos, ya no es un objeto: es una función de objetos muy diversos. Así que ya no sirve
seguir llamando a esa forma de leer en soporte digital “libro electrónico”. Por eso creo, querido
Jordi, que no tiene sentido lanzarse contra algo que está dejando de existir, y que lo que vale la
pena pensar, si acaso, es esta forma nueva. Y puedo entender que te guste más leer libros de
papel: sobre gustos, ya sabemos, se escribe demasiado. Lo que no veo –y no lo cuentas– es por
qué el bien común se podría ampliar al usar esos libros. No, no me voy a poner ecololó, no voy a
llorar ahora sobre los troncos tronchados de esos bosques, pero igual no lo entiendo. Si me lo
quieres explicar, estas páginas están abiertas para que lo hagas.
Y, si no, seguiremos juntándonos y hablando de libros y tú los habrás leído en un tocho de jirones
de árbol y yo en tantos espacios y el texto seguirá siendo el mismo. Y seguro que estaremos de
acuerdo en que vale la pena conservar lo que esos soportes soportan: la literatura –los relatos
hechos de palabras–, cada vez más asediada por formas nuevas de contar. No parece fácil, pero la
manía de contar con palabras siempre existió y es probable que siga existiendo: el bastidor que la
sostenga será, como siempre, mutante y mutable.
Ahora hay, otra vez, entonces, uno nuevo: estos libros que están en todas partes y en ninguna –y
que no tienen nombre todavía. Quizá se podría llamarlos librEs: un librE es un libro sin materia, un
texto digital que se ha independizado de su antiguo soporte único, que pasa de uno a otro sin
escollos. Un librE es esa forma sorprendente que tiene un texto de estar en todas partes y ser
siempre él, siempre el mismo más allá de las vicisitudes materiales. Puro signo, signo puro,
liberado de cualquier lastre físico. Un objeto realmente contemporáneo: un objeto que no existe
como tal objeto, un concepto.
Eso es, creo, lo que podríamos tratar, ¿no te parece?

También podría gustarte